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Instituto Leonardo Murialdo

4to Año

QUÍMICA
UNIDAD 1

2024
4to Química-Electro-Multi-AdO-Info Ciclo Lectivo2024
Prof: Paciocco Marcela; Schwab Marisa, Couto Manuel, La Caria Alejandro

REPASANDO MODELOS ATÓMICOS


Es lo que es
IANINA VIOLI
¿Qué es un átomo? ¿Tiene forma de esfera con pelotitas que giran a su alrededor?

—y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras


pensado en conceptos
no puede ser siquiera recordado como es.
Es lo que es, y no es mío, y a veces está en mí.
Mario Levrero, El discurso vacío (1996)

En una de las primeras materias de química que cursé en la facultad, tenía un compañero de esos que preguntan todo
y a los que ninguna respuesta les viene bien. Un día preguntó: “¿Cómo es, de verdad, un átomo?”, a lo cual Marcos,
el ayudante que estaba dando la clase, respondió: “El átomo es lo que es”. O sea, le dijo “dejá de preguntar” de una
forma diplomática. Esta insistencia del compañero por encontrar una verdad más verdadera es un ejemplo de algo
fundamental que ocurre en muchos desarrollos científicos: necesitamos ponerle cara a algo que no podemos ver,
algo que tratamos de entender sin conocer del todo. Como esa idea que nos hacemos de alguien a quien solo
conocemos en Internet, armada como una superposición de las fotos que publicó en su perfil de alguna red social.

A lo largo de la historia, mucha gente trató de imaginarse cómo era un átomo usando información que obtenía de
manera indirecta porque mirarlo era imposible (hasta hace no mucho). A esas figuras mentales que se fueron
haciendo, y que lograban explicar los resultados de sus experimentos, las llamamos ‘modelos atómicos’. Pero la
verdad es que el átomo fue, es y será nada más y nada menos que lo que es, como nos decía Marcos. Esto se parece
mucho al ‘porque sí’ que le decimos a una criatura de 4 años ante su tedioso ‘¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?’. Pero
claro, ese ‘porque sí’ a menudo no satisface al pequeño inquisidor, y menos a nosotros, porque es la clásica no-
respuesta. Necesitamos algo contundente. Algo que nos explique un poco más. Pero ojo: esa explicación va a estar
sometida a prueba una y otra vez. Porque por muy buena que sea, no va a ser la posta posta. Va a ser un modelo, una
aproximación. Y si sobrevive, digamos, casi cien años, podemos confiar en que es una muy buena.

Indivisible
Lo mejorcito que conocemos hoy en términos de modelos atómicos lo empezaron a plantear alrededor del 1900 y le
terminaron de dar forma con el surgimiento de la mecánica cuántica unos treinta años después. Pero antes, mucho
antes, Demócrito y otras personas en Grecia habían planteado la existencia de algo muy pequeño: la porción más
minúscula de materia. Y la llamaron átomo, que significa “indivisible”. Si bien hoy sabemos que los átomos son
divisibles porque están hechos de partículas más chicas, también es cierto que cuando hablamos de un compuesto,
por ejemplo, una molécula, los átomos son su parte fundamental desde el punto de vista químico. Ahora bien, ¿qué
cara tiene un átomo? ¿Siempre se imaginaron que tenía la misma cara? ¿Cómo se dieron cuenta de que no era tan
indivisible? ¿Cómo llegaron a ponerle una cara parecida a la que tiene de verdad?

No podemos seguir hablando de átomos sin hablar de elementos. Si volvemos a Grecia, resulta que la idea de
Demócrito se vio opacada por otra que se le ocurrió a Empédocles, que sostenía que la materia estaba constituida
por 4 elementos fundamentales: tierra, aire, agua y fuego. Aristóteles apoyaba esta idea, y como se comenta que
tenía mucha influencia por ese entonces, se decidió dejar a un lado la idea de átomo por unos módicos veinticuatro
siglos. Recién cerca de 1780 apareció Antoine Lavoisier, un científico francés que, gracias a que contaba con
muchos recursos económicos, pudo estudiar una cantidad enorme de reacciones químicas. Antoine trabajó codo a
codo con Marie-Anne Pierrette Paulze, también conocida como madame Lavoisier, o la madre de la química
moderna. Tantos experimentos hicieron que se dieron cuenta de que no había solo 4 elementos fundamentales, sino
55. Por ejemplo, estudiando la composición del agua vieron que había más de una cosa ahí adentro y por lo tanto no
era tan fundamental como suponían. Así, terminaron nombrando por primera vez al oxígeno y al hidrógeno. Sus
estudios dieron lugar también a la famosa frase “nada se pierde, todo se transforma”, que todo muy lindo con la
conservación de la masa, pero cuando se la dije a uno de mis ex novios, se puso a llorar. Lavoisier terminó bastante
peor que mi ex: lo degollaron, al son de “la República no necesita científicos”. La versión vintage y europea de
“vayan a lavar los platos”.

Es curioso quizá que la primera persona en retomar la idea del átomo de Demócrito después de tantos siglos haya
sido alguien que seguro nos suena mucho más por el daltonismo que por su teoría atómica. John Dalton, allá por el
1800, aseguró, entre otras cosas, que la materia estaba hecha de átomos. Seguía convencido de que el significado de
la palabra era cierto, o sea, que el átomo era lo más pequeño e indestructible, pero ademásdijo que los átomos de
un mismo elemento tienen las mismas propiedades y la misma masa, y que estas son diferentes a las de otro
elemento. También dijo que estos átomos son los que se combinan para formar compuestos. Todo esto y más
lo concluyó después de estudiar cómo reaccionaban entre sí diferentes gases, en base a lo cual hizo la primera tabla
de masas atómicas relativas de algunos elementos. Salvo por lo de indivisible, la pegó en todo.

Cerca pero no, Dalton.

No tan indivisible
Cien años más tarde, J. J. Thomson se puso a jugar con rayos catódicos (los de las teles viejas) y, ‘destripando’
átomos, propuso que dentro de ellos había algo más chico que salía disparado, unas partículas de carga negativa que
llamó ‘corpúsculos’ y que hoy conocemos como ‘electrones’. Voilà: el átomo es divisible. Como ya se sabía que el
átomo es neutro, para compensar esas cargas negativas había que agregarle algo que fuera positivo. J. J. se
imaginó que los electrones eran como frutos secos uniformemente distribuidos adentro de una torta con la masa toda
positiva. Bien inglés, para quienes la torta galesa y el té de las cinco en punto son casi una religión.
El famoso té inglés con átomo.

Es notable que, casi al mismo tiempo, Marie Curie se haya percatado de que la emisión espontánea de partículas
del uranio, o “los rayos de uranio”, como los llamaba ella, hacía que el aire alrededor fuera conductor de la
electricidad. Lo llamativo es que dijo que esa radiación salía de adentro del átomo de uranio, con lo cual también
estaba afirmando que el átomo podía dividirse. Pero todavía faltaban algunos años de lucha feminista para que
empezaran a reconocer sus observaciones.

Ernest Rutherford, un estudiante de Thomson, siguió analizando este asunto de las partículas que salen volando de
forma natural de ciertos elementos, hoy más conocido como radiactividad. Después de varios experimentos en los
que hacía chocar esas partículas con cosas, les puso nombre según cuánto pudieran atravesarlas: las llamó, en orden
creciente de cuánto eran capaces de penetrar, radiación alfa, beta o gamma. Rutherford ya estaba medio cansado
para ese entonces, así que después de que el físico alemán Hans Geiger lo visitara en su laboratorio de Canadá, le
sugirió que siguiera experimentando con algunas cosas que venía pensando. Geiger y su estudiante Ernest Marsden
empezaron, entonces, a jugar con las partículas alfa, las que penetraban menos, que además de ser las más
rezagadas, tenían la particularidad de estar cargadas positivamente. Lo que vieron, con mucha sorpresa, fue
que algunas de esas partículas se desviaban muchísimo de su camino cuando las hacían chocar con una
lámina de oro muy finita. Si los átomos de oro tuvieran toda la carga repartida en el espacio de manera uniforme,
como planteaba J. J. en su modelo de torta, todas las partículas alfa deberían atravesarlos sin desviarse demasiado.
Pero no, algunas volvían casi en la misma dirección: rebotaban.

¿Qué le dijo una partícula alfa a una gamma? Cuando vos fuiste, yo fui y volví.

Estas observaciones los llevaron a ellos, y en especial a Rutherford, a una conclusión importantísima: el átomo tiene
mucha carga concentrada en alguna parte. Rutherford propuso que era positiva y, además, que estaba en el
medio, con los corpúsculos negativos alrededor. A ese centro de cargas positivas lo llamó ‘núcleo’ y a las
partículas que le conferían esa carga las llamó ‘protones’. Así quedó establecida la idea de que el núcleo era un
punto positivo en el espacio que contenía casi toda la masa del átomo, y que había cargas negativas girando
alrededor muy pero muy lejos. Entre el núcleo y los electrones, un vacío enorme.
Qué les debería pasar a las partículas alfa al chocar con un átomo según el modelo de Thomson versus qué les
pasaba realmente, y de cómo Rutherford lo solucionó poniendo las cargas en lugares distintos.

Por más bello que fuera, en la comunidad científica se armó alto revuelo cuando Rutherford propuso este modelo del
átomo. Le dijeron de todo menos lindo:

Rutherford: Entonces, como venía diciendo, el átomo en el medio tiene muchas cargas positivas juntas.
Absolutamente todo el mundo: Pará, pará, pará… ¿vos nos estás diciendo que puede haber cargas del mismo
signo todas apretadas en un mismo lugar? ¿Tas loco, hermano?
Todo esto le hacía ruido incluso a él mismo: era muy difícil, por no decir imposible, explicar en ese momento que
podía existir un centro todo lleno de partículas con la misma carga y que no se repelan fuerte. No fue hasta diez años
más tarde, cuando se supo de la existencia del neutrón, que estos asuntos tuvieron respuesta. Pero ¿cómo? Lo que se
planteó fue que los neutrones estabilizan los núcleos atómicos y actúan como una especie de moderadores
entre tanta carga positiva. Además, se postuló que todo se mantiene pegoteado gracias a unas fuerzas locas
llamadas nucleares o fuerzas fuertes, que, a diferencia de la fuerza de gravedad (que es una de las fuerzas
débiles), actúan solo a distancias MUY pequeñas. Y como para todo tiene que haber una partícula asociada, se
llamó gluón al portador de esta fuerza, que viene del inglés glue, “pegamento”. Mucho más tarde se supo que tanto
protones como neutrones en realidad están, a su vez, formados por otras partículas, los quarks. Al final fueron tantas
las partículas subatómicas y subnucleónicas (no niego ni afirmo que esta palabra exista) que todo este compendio se
conoce hoy como zoológico de partículas. Les juro.
Volviendo al modelo de Rutherford y al lío que armó, faltaba todo el asunto de los electrones. ¿Dónde estaban?

Rutherford: Y bueno, deben estar girando en perpetuo movimiento alrededor de ese núcleo… ¿no?
Absolutamente todo el mundo: Las leyes de la física nos dicen que si hay cosas con carga girando, es inevitable
que pierdan energía, con lo cual eventualmente deberían frenar, ergo colapsarían sobre el núcleo dibujando una
espiral asesina. Eso no puede vivir indefinidamente, nada existiría por el colapso y esta conversación sería
eternamente introspectiva e imaginaria.
Si bien el modelo de Rutherford no lograba responder todas las preguntas (como pasa casi siempre), era el único
planteado hasta el momento que servía para explicar el experimento de Geiger y Marsden.

Una historia con espectros


Para responder dónde están los electrones, hay que volver un poco para atrás en la historia. Tenemos que aprender
un par de cosas de los colores y los elementos, eso que Dalton no podía ver. Para la época del modelo de torta
galesa, diferentes personas notaron que cuando calentaban fuerte algunos elementos, salía luz de colores muy
específicos. Es más, se dieron cuenta de que había una huella digital en colores de cada elemento. Color es sinónimo
de energía: cuanto más cerca del violeta, esa luz tiene asociada más energía. Más cerca del rojo, menos. A esas
huellas digitales las llamaron espectros.

Espectro de emisión del átomo de hidrógeno: líneas de colores que representan energías diferentes, consecuencia
del salto del electrón entre lugares de mayor energía (alcanzados luego de calentar el átomo), a los de menor
energía.

Todo esto de por sí era muy hermoso, porque representaba una herramienta poderosísima para identificar elementos,
pero fue aún más hermoso cuando Niels Bohr propuso un nuevo modelo del átomo que explicaba estas
observaciones. La novedad consistió en proponer que los electrones, que no sabían muy bien dónde estaban
pero seguro que no pegados al núcleo, tenían que ocupar órbitas específicas (que, a su vez, establecen ciertos
niveles de energía), y esas órbitas debían estar a unas distancias del núcleo muy definidas, con un número
máximo de electrones por órbita.

Según Bohr, esto sería un hermoso átomo de argón. Ojo que el tamaño relativo entre el protón y los electrones no
está a escala. Tampoco la relación entre el tamaño del núcleo y el del átomo entero, el cual es ~20.000 veces más
grande que el núcleo.

Para entonces, el formalismo de Max Planck, pionero de la mecánica cuántica cerca del 1900, pisaba fuerte.
Basándose en sus ideas, Bohr estableció lugares permitidos y lugares prohibidos para los electrones. Los
electrones podían saltar de una órbita a la otra, pero no podían vivir en el medio. Esos saltos traían asociados
cuantos de energía, o sea, cantidades muy determinadas. Podemos pensar en una rayuela: si queremos llegar
al cielo desde la tierra, tenemos que dar saltos específicos. No podemos arrastrar los pies, tampoco podemos tocar
los bordes, porque perdemos. Algo así de arbitrario resultaba este modelo, con reglas tan claras como inconsistentes,
pero que servía para explicar la idea de los espectros como huella digital. ¿Cómo? Esos paquetes de energía son
característicos para cada elemento, y cuando salen en forma de luz, se traducen en un color. El caso más
sencillo (y el único que pudo predecir de verdad Bohr) es un átomo que tiene solo un protón y un electrón, o mejor
dicho, el átomo de hidrógeno. Lo que Bohr estaba planteando era que ese único electrón del hidrógeno en su estado
fundamental, o sea, sin ninguna perturbación, va a vivir en una órbita circular a una distancia específica del
protón, con una energía determinada. Pero si lo calentamos mucho (una forma de darle energía), va a poder
ocupar otras órbitas más alejadas cuyas energías asociadas son mayores. Además, la diferencia de energía
entre una órbita (nivel) y la original tiene valores súper definidos, o sea, colores, que hacen que podamos
identificar de manera inequívoca al hidrógeno cuando emite luz al enfriarse. Así fue como se encontraron
muchos elementos nuevos, incluido el helio, porque mirar qué color sale de una roca caliente en el laboratorio se
parece mucho a mirar el sol.

Descripción gráfica del salto del electrón del átomo de hidrógeno desde distintos niveles de energía hasta el
segundo nivel, y los colores que tienen asociados esos saltos.
Cada elemento tiene asociado un espectro bien específico.

El modelo de Bohr fue uno de los primeros que tuvo éxito en explicar muchas cosas juntas, entre ellas, varias de las
propiedades que hacen que los elementos se acomoden en la tabla periódica como lo hacen. Pero (siempre hay un
pero) fallaba en algunas cuestiones importantes, cada vez más difíciles de sortear. Todo se complicaba bastante al
tratar de predecir el comportamiento de elementos con más de un electrón. Por ejemplo, no podía explicar la
presencia de luces de colores muy parecidos (líneas dobles), lo cual era un indicio de que dos electrones que en
teoría estaban en la misma órbita en realidad no tenían la misma energía. Peor aún: el modelo tampoco podía
predecir con precisión qué colores emiten los elementos más pesados. Estas complicaciones se resolvieron
parcialmente un par de años después, cuando Arnold Sommerfeld agregó dos “parches” relativistas al modelo
que, entre otras cosas, establecían que a partir del segundo nivel de energía (la segunda órbita desde el
núcleo) el electrón también puede habitar subniveles.
Además, el modelo imponía un movimiento muy específico de los electrones, con el cual se podría saber con
precisión dónde estaban en un determinado momento. Hubo varias idas y vueltas a lo largo de más o menos diez
años, en las cuales se planteaba que los electrones eran partículas pero se portaban como ondas y viceversa. En
palabras de Louis-Victor de Broglie: “Toda la materia presenta características tanto ondulatorias como corpusculares
y se comportan de uno u otro modo dependiendo del experimento específico.” Recién cerca de
1925 Schrödinger apareció en escena y nos tiró un montón de ecuaciones (de onda) que dieron un respiro a tanta
contradicción. A estas ecuaciones se sumó el planteo de Heisenberg, que decía que es imposible medir
simultáneamente y con toda la precisión del mundo la posición y la velocidad de una partícula cuántica,
concepto más conocido como principio de indeterminación. Esto tiene que ver con que tratar de medir cosas
cuánticas se complica porque no tenemos herramientas más pequeñas que lo que queremos medir. O, en
criollo, es como tratar de tocar el piano con un yunque. Dicho esto, la idea de Bohr de los electrones girando en
círculo y en órbitas definidas ya no tenía mucho sentido: no podemos atrapar un electrón justo donde está,
porque si lo intentamos, vamos a romper su estado cuántico y lo que vamos a medir va a ser una mezcla de lo
que era y lo que provocamos tratando de medirlo.
Casitas
Entre 1925 y 1930 pasaron muchísimas cosas que apuntaron a un final feliz: la descripción más realista que se
conoce hasta el día de hoy de la estructura atómica. En realidad, el mayor aporte estuvo en describir la distribución
de los electrones en el espacio de una manera muy concreta y consistente con los experimentos. Con absolutamente
todos.

Esta descripción completa y consistente implica introducir el concepto de orbital. Un orbital atómico es una
ecuación que representa la probabilidad de encontrar electrones en una zona particular del espacio. Estas
regiones pueden pensarse como nubes con formas muy características, dadas por el nivel de energía
específico que representen. El electrón no está ahí o acá, está en algún lugar que puede ser cualquiera del
espacio pero con una probabilidad que cambia en función del tipo de orbital. Esa probabilidad es un número:
cerca de 0% si el electrón ahí casi seguro no está, y cerca de 100% si casi seguro que sí. Solo sumando las
probabilidades de todo el espacio nos da 100%, o sea, seguro seguro que el electrón está en algún lugar (re
informativo, ¿no?).
Los orbitales están bastante lejos de ser las órbitas circulares o elípticas que planteaban Bohr y Sommerfeld. Aparte
de que no representan un lugar en el espacio definido en donde el electrón seguro va a estar, como decía Bohr de las
órbitas, esas funciones de probabilidad pueden tener formas súper raras.

Distribuciones de probabilidad de encontrar el electrón del hidrógeno para diferentes orbitales, o sea, para
distintos niveles de energía. Más negro significa que ahí va a ser más probable encontrarlo, mientras que el número
nos habla del nivel de energía (1 es más bajo que 4). La letra tiene que ver con la forma de esos orbitales, y el
origen de cada letra viene de la mano de cómo se ven las líneas en los espectros: s de ‘sharp’ o sea ‘agudo’, p de
‘principal’, d de ‘diffuse’ y f de ‘fundamental’.

Momentito: ¿el hidrógeno no tiene solo un electrón? ¿Por qué aparecen muchos lugares en los que podría estar?
Bueno, porque justamente lo súper interesante –y a la vez complejo– es que ese electrón puede tener (bajo alguna
condición, por ejemplo, si lo iluminamos) la posibilidad de ‘subirse’ a otros orbitales. Algo análogo a lo que
hablábamos antes sobre llevar a los electrones a otros niveles de energía dándoles calor.Porque, en
definitiva, orbital también es energía. Es decir, podemos darnos el lujo de imaginar un átomo sin sus electrones
como un edificio a estrenar que tiene las casitas ahí listas para que se ocupen. Y esas casitas son los orbitales. Esto
se conoce en el mundo nerd como átomo hidrogenoide.
Como quien no quiere la cosa, llegamos a la descripción matemática exacta de un elemento que tiene solo un
electrón. Sin embargo, si tratamos de entender de manera ultra exacta otros átomos más gorditos, la matemática se
complica bastante. Hay una aproximación que nos salva y consiste en ir llenando con electrones los orbitales de a
uno, desde los que tienen más baja energía hasta los que tienen más alta (a esto se lo llama aproximación orbital).
Pero hay una regla muy estricta que los electrones no pueden evitar por el hecho de ser electrones: las casitas solo
pueden ser habitadas de a dos, y medio que los electrones tienen que mirar uno para cada lado. En física de
partículas se sabe que hay pocas cosas más difíciles que la convivencia entre electrones. La cuestión es, entonces,
que si queremos imaginarnos, por ejemplo, cómo es el litio (pista: tres electrones), podemos pensar que dos
electrones habitan la primera casita (la de más baja energía) y que al tercer electrón no le queda otra que ir a la
siguiente casita, que tiene más energía, y entonces ubicarse más lejos del núcleo. Esta aproximación es recontra útil
para entender que si miramos con un poco de detenimiento la tabla periódica, no tenemos más que una sucesión de
casilleros de izquierda a derecha en los cuales se van sumando electrones de a uno (lo que es lo mismo que sumar
protones, porque ya desde hace mucho sabemos que los átomos son neutros). Entonces, es como si fuéramos
ocupando cada vez más esas casitas-orbitales para formar un monoblock.
Electrones del litio en sus casitas: dos en la casa rosa (orbital 1s) y uno en la casa azul (orbital 2 s). No los ven,
pero créanme: los de la casa rosa están mirando para lados distintos; convivencia difícil.

El mejor que tenemos


Mi compañero preguntón del que hablé al comienzo se quedaría muy mal si en este punto no dijera que siempre se
puede hilar más y más fino, y construir modelos más y más exactos. El modelo de Schrödinger es casi perfecto, pero
no es el mejor de todos. Los elementos más pesados y con más electrones necesitan que consideremos efectos locos
relacionados con que esos electrones viajan a velocidades muy cercanas a la de la luz. Ese modelo ultra completo se
conoce como cuántico relativista, lo desarrolló Paul Dirac, y ese sí es el mejor que tenemos (¡por fin!). Ojo,
recordemos que estos últimos modelos de los que estuvimos hablando se concentran en describir los electrones, pero
el núcleo también es mega importante.

Nuestra mejor imagen mental del átomo involucra, por un lado, un núcleo positivo compuesto por protones y
neutrones pegoteados gracias a los gluones, que tiene concentrada casi toda la masa. Por otro lado, ese núcleo está
rodeado de una nube de electrones que viven de a dos y se dan la espalda, en casitas orbitales con formas locas, lejos
de ese zoológico de partículas nucleónicas, y cada vez más lejos cuanta más energía tienen. Con la parte de los
electrones nos alcanza para hacer química, o sea, explicar cómo los átomos reaccionan para formar compuestos o si
se terminan quedando solos. Si miramos el núcleo, podemos entender, por ejemplo, cómo y por qué algunos átomos
se rompen en pedacitos de manera espontánea y de dónde sale (o de dónde viene) la energía cuando esto pasa.

En definitiva, después de conocer un poco mejor al átomo, y de navegar por su historia, es posible que nos
enamoremos más de él que de la superposición de sus fotos virtuales. Ahora entendemos mejor por qué es lo que es,
en su completitud y complejidad. Ahora sabemos que tiene un corazón grande, muy grande, y positivo. Y para
colmo, con esos electrones alrededor, seguro hay un montón de química.
Y ahora un poco de historia….

Sinfonía

TIMOTEO MARCHINI
¿Qué estamos viendo cuando miramos la tabla periódica? ¿De dónde salió?

Por primera vez vi una mezcla de hechos fortuitos caer en línea y orden. Todos los enredos, las recetas y el revoltijo
de la química inorgánica de mi infancia parecían encajar en el esquema ante mis ojos, como si uno estuviera de pie
junto a una selva y de repente se transformara en un jardín holandés.

Charles Percy Snow, The Search (1934)

La versión hermosa de la tabla periódica que hoy conocemos está muy lejos de ser un capricho. La disposición de
los elementos a lo largo y a lo ancho no es sino la consecuencia de siglos de investigación sobre la estructura del
átomo y sobre cómo estos se relacionan entre sí. Es el resultado de una gran cantidad de esfuerzo invertido en
organizar y catalogar la información disponible para aprovecharla de la mejor manera posible. Para elevarla. Para
expandirla. Para usarla como medio de transporte en un viaje fantástico. Para hacer vibrar a la química en una nueva
dimensión, a la cual solo se puede llegar cuando se observan todos los elementos en conjunto. Con sus semejanzas y
sus diferencias. Con sus blancos, sus negros y sus grises. Para explotar su potencial al máximo. En otras palabras,
para, tabla en mano, entender un poco mejor la realidad en la que vivimos y manipularla a nuestro favor.

Esta es una historia de grandes aciertos y otros tantos fracasos. Protagonizada por científicos adelantados a su
tiempo, tan brillantes y apasionados como enfermizamente obsesivos y dispuestos a morir por su trabajo. Gente
iluminada, desarrollando sus investigaciones en muchos contextos diferentes, algunas veces bastante oscuros. Una
historia tristemente manchada por la falta de diversidad de género pero que, sin embargo, representa uno de los
mejores ejemplos que existen de cómo la humanidad juntó evidencia y construyó conocimiento hasta llegar a un
diseño que no es perfecto pero es lo mejor que tenemos hasta el momento. Un diseño que, por sobre todas las
cosas, nos puede devolver la majestuosa sensación de que un elemento se comporte exactamente como uno esperaría
según el lugar que ocupa. O sea: un diseño que funciona.
Enbuscadelaperiodicidad
La tabla periódica moderna es, ni más ni menos, una representación gráfica de una ley central de la química. Mejor
dicho, de la naturaleza. Mejor dicho, del universo. La ley periódica: la forma más o menos regular en la cual las
propiedades físicas y químicas de los elementos varían en función del número de protones que hay en su
núcleo, es decir, el número atómico. Y eso no es todo. A simple vista y de un pantallazo, la tabla también nos
muestra la distribución de los electrones en torno al núcleo, una característica fundamental para entender su
comportamiento.
Pero primero lo primero. ¿Por qué la tabla es una tabla y no una línea recta de 118 casilleros? ¿O por qué no
una espiral? ¿O una pirámide?
Allá por el 1862, el geólogo francés Alexandre-Émile Béguyer de Chancourtois alineó los elementos conocidos
hasta el momento según su peso atómico. Para ello dibujó una complicada hélice sobre la superficie de un cilindro
dividido en dieciséis partes. Algo bastante rebuscado, pero con el oxígeno como referencia y el telurio en el centro,
elementos parecidos caían uno debajo del otro. Vis tellurique (tornillo telúrico) lo nombró, y pasó a la historia como
el primero en notar cierta repetitividad al ordenar los elementos de esta manera.

Por suerte era una versión de la tabla portable. Dijo nadie nunca.

Dos años después, el inglés John Newlands encontró que algunas propiedades químicas se repetían cada ocho
elementos, como si fueran una escala musical. Su sistema en forma de tabla era bastante más amigable a la vista que
el de Chancourtois. Sin embargo, aunque su regla funcionaba muy bien para los primeros elementos, no se cumplía
para aquellos más pesados que el calcio. Además, al considerar únicamente los elementos conocidos hasta el
momento, se vio obligado a agrupar algunos con características muy distintas (como el hierro y el oxígeno). Por ello,
su ley de las octavas fue violentamente rechazada por una comunidad científica a la que no le gustó nada que sus
observaciones quedaran a mitad de camino. No quisieron publicar su trabajo. Se rieron de él. Lo ridiculizaron.
Llegaron a preguntarle si había intentado alinear los elementos por orden alfabético. Pero lo cierto es que Newlands
había sentado las bases, no sólo de la ley periódica, sino también de la regla del octeto desarrollada unos años
después por Gilbert Lewis, quien propondría que cuando los átomos se combinan para formar compuestos más
complejos, tienden a completar sus orbitales externos con, claro, ocho electrones. Esta disposición particular de
electrones en torno al núcleo le confiere al átomo una enorme estabilidad, similar a la de los gases nobles, el grupo
que en la tabla actual está más a la derecha. Por esta razón, como veremos más adelante, todos los elementos
(¡TODOS!) tenderán a ir para ese lado.
Una propuesta superadora llegaría en 1869. Inspirado en sueños y motivado por encontrar un apoyo didáctico para
sus alumnos de Química, el flamante profesor Dmitri Mendeléyev, de la Universidad de San Petersburgo, distribuyó
los elementos verticalmente en una tabla de seis columnas según su peso atómico y por cómo reaccionaban
químicamente. Al hacerlo, se dio cuenta de que, de tanto en tanto, aparecían algunos huecos en su sistema. En vez
de ver esto como un problema, entendió que estos agujeros los iban a ir ocupando elementos que todavía no se
habían encontrado y simplemente dejó el espacio libre. Además, en una versión flexibilizada de la ley de las
octavas de Newlands, Mendeléyev ignoró algunos pesos atómicos (como los del telurio y el yodo) para agrupar los
elementos de mejor manera según cómo se comportaban químicamente, incluso aquellos que todavía no se
conocían. Años después, cuando se identificaron esas piezas faltantes y se vio que encajaban perfectamente en los
lugares libres que había dejado Mendeléyev, fue evidente lo espectacular de la utilidad de su tabla para predecir
características químicas utilizando como bandera la idea central del sistema, la ley periódica.

Primera versión de tabla periódica de los elementos escrita a mano por el mismísimo Dmitri Mendeléyev. Y no, no
era médico.

En los años siguientes, Mendeléyev publicaría versiones actualizadas de su ordenamiento, optando por una
disposición horizontal y agregando nuevos grupos de elementos, de los que vamos a hablar más adelante.
Todo muy lindo hasta acá, pero el sistema de Mendeléyev también tenía sus fallas, y con el tiempo se comprobó que
su propuesta no era del todo correcta. ¿Por qué tuvo que quebrar sus propias reglas para intercambiar, casi
arbitrariamente, al telurio con el yodo? ¿Por qué el argón, más pesado que el potasio, en realidad se ubica antes?

A comienzos del siglo XX, Henry Moseley, un joven y apasionado científico inglés, usaría la difracción de rayos X
para aclarar el asunto. Repensando experimentos con la radiaciónrealizados por su mentor (un tal
Ernest Rutherford), y en base a sus propias observaciones, Moseley pudo calcular el número de cargas positivas en
el núcleo de muchos átomos. Este número, el número atómico, corresponde al número de protones en el núcleo
y determina tanto la identidad de cada uno de los elementos como su ordenamiento en la tabla. El telurio tiene
52 y el yodo 53, por lo que el telurio se ubica antes. Lo mismo pasa con el argón (18) y el potasio (19). Ahora todo
tenía sentido. La humanidad se hubiera beneficiado enormemente si Moseley hubiera seguido con sus
investigaciones, pero a los pocos meses de su hallazgo estalló la Primera Guerra Mundial y, ya nominado tanto al
premio Nobel de Física como al de Química, decidió enlistarse. Murió antes de tiempo, alcanzado por la bala de un
francotirador en la batalla de Galípoli.
Pasaron algunos años y todavía había cosas que no cerraban. Sin embargo, a principios de los años veinte, Horace
Deming utilizó el hallazgo de Moseley para ordenar los elementos en una tabla de dieciocho columnas que empezó a
aparecer en cuanto manual de química se editara, y ya no hubo vuelta atrás.

Tabla de Deming publicada en la primera edición de su libro Química general (Wiley, 1923). Hmmm… ¿Qué onda
con esas “tierras raras” que quedaron ahí abajo por fuera de la tabla?

Uno de los últimos aportes significativos a la ley periódica se lo debemos a Glenn Seaborg. Allá por los años treinta
no paraba de sacar y poner neutrones en los núcleos de los átomos para fabricar isótopos, es decir, variedades más
pesadas o más livianas de los elementos. Pero Seaborg la tenía especialmente clara con los más pesados de todos, los
del uranio para aquel lado. Sintetizó diez nuevos, todos radioactivos y bastante distintos a los metales más comunes,
por lo que, más allá de mantenerlos fuera de su casa, no sabía muy bien dónde ubicarlos en la tabla. Recién a fines
de los años cuarenta estos nuevos elementos fueron agrupados como actínidos (o actinoides, como recomienda la
IUPAC, algo así como la RAE de los químicos), y tomaron su lugar definitivo justo debajo de los lantánidos (o
lantanoides, las “tierras raras”) entre las dos últimas filas de la tabla. Así quedaron los elementos del fondo, quizás
como un resabio de su oscura historia, separados ahí abajo. La realidad es que este nuevo conocimiento se mantuvo
oculto durante varios años, no porque la comunidad científica todavía lo estuviera revisando o no terminara de
aceptarlo, sino porque estaba siendo utilizado por las más altas esferas políticas para el Proyecto Manhattan.
Ese que produjo las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. Porque, más allá de lo que digan,
ciencia y política nunca fueron cosas diferentes.
Documentos internos del laboratorio de Seaborg en Berkeley, California. Arriba, la tabla en 1939, justo antes de la
Segunda Guerra Mundial. Abajo, la tabla periódica formulada durante el Proyecto Manhattan entre 1941 y 1944.
La bomba lanzada sobre Nagasaki en agosto de 1945 contenía algo más de 6 kilogramos de plutonio (Pu). El
descubrimiento de este elemento fue, oportunamente, publicado en 1946.

Con el correr de los años se fueron llenando los últimos huecos, aislando elementos nuevos y corrigiendo algún que
otro detalle, un retoque por aquí y otro por allá, pero ya sin grandes modificaciones. La ley periódica resultó ser
válida, y el diseño de la tabla, una herramienta extremadamente útil para predecir el comportamiento químico de los
elementos. O sea que ya teníamos el qué y el cómo. Sólo restaba saber el porqué de esta periodicidad.

Los opuestos se atraen (y terceros en discordia)


De vuelta en Francia, unos cien años antes del tornillo telúrico de Chancourtois, el físico Charles-Augustin de
Coulomb se la pasaba experimentando con una propiedad fundamental de la materia que lo tenía fascinado: la carga
eléctrica. Usando una balanza de torsión y esferas cargadas de estática, Coulomb observó que existen fuerzas de
atracción y de repulsión entre objetos cargados eléctricamente. Estas interacciones se conocen como “fuerzas
electrostáticas” y dependen de la cantidad de carga involucrada y de la distancia que los separa. Cuanto mayor sea
la carga eléctrica y más cerca se encuentren en el espacio, más fuertes serán estas interacciones. Si las cargas
son de igual signo, se repelen. Si son de signo opuesto, se atraen como dos adolescentes con las hormonas en
ebullición.
Ahora tomemos el átomo más simple de todos, el hidrógeno, que está compuesto por un solo protón (carga +1) en el
núcleo y un solo electrón (carga -1) que lo orbita. En este caso particular, el electrón sufre absolutamente toda la
fuerza de atracción proveniente del núcleo y experimenta la carga nuclear completa. El tema es que en átomos con
más de un protón en su núcleo y tantos otros electrones alrededor, la cosa se complica un poco. En realidad, un poco
bastante. Tanto que los científicos tuvieron que abandonar la física clásica y desarrollar toda una nueva disciplina, la
mecánica cuántica, para explicar lo que ocurría. Y como andaban con tiempo, tiraron un par de ideas que ayudaron a
entender mejor el propio hidrógeno y encontraron unos cuantos porqués de la ley periódica.

En estos átomos más complejos, los electrones se distribuyen en torno al núcleo en varios tipos de orbitales que
pueden contener hasta dos electrones cada uno, mirando para lados distintos (spin complementario, que le dicen).
Algunos orbitales se ubican más cerca del centro, más internos. Otros, más alejados. Como una cebolla cuántica
donde cada capa representa la probabilidad de encontrar un electrón en un determinado momento, uno a uno se van
llenando los orbitales de adentro hacia afuera. El más externo, donde se ubican los llamados “electrones de valencia”
(que no tienen nada que ver con la ciudad española), será el único que pueda quedar parcialmente ocupado y es lo
que va a determinar el comportamiento químico de los elementos. Es cierto que va a existir cierta fuerza de
repulsión entre los dos electrones del mismo orbital, ya que, al fin y al cabo, son dos cargas negativas que en algún
momento se encontrarán muy cerca en el espacio. Sin embargo, la masa de los electrones es tan pequeña que esta
interacción será mínima, y no hay mucho de qué preocuparse. Por otro lado, la fuerza de atracción entre los
electrones y el núcleo (que concentra más del 99,999% de la masa del átomo, o sea, mucha) ya es otro tema.

Imaginemos ahora este átomo más complejo, alguno con varios protones, como el litio, por ejemplo. Este núcleo
recontra positivo tiene ahora la difícil tarea de atraer, al mismo tiempo, a todos los electrones que lo andan
revoloteando. Y lo va a hacer muy bien con los electrones que tenga cerca, esos que ocupan los orbitales más
internos. Sin embargo, se le va a complicar bastante con los que estén más lejos. Este fenómeno se conoce como
“apantallamiento” y, básicamente, implica que la fuerza de atracción que sienten los electrones más externos
disminuye por la presencia de otros más internos. De esta manera, los electrones más alejados son menos atraídos
hacia el centro del átomo y experimentan lo que se conoce como “carga nuclear efectiva”, que es siempre menor
respecto de la carga nuclear completa.

La carga nuclear efectiva que sienten los electrones más externos (de valencia) corresponde a la fuerza de
atracción que ejerce el núcleo (+) sobre estos electrones (-) descontando el efecto de apantallamiento de los
electrones internos.
Así como el número atómico le da identidad a cada uno de los elementos, la carga nuclear efectiva que
experimentan todos los electrones en general, pero los más externos en particular, es una característica física
fundamental que afecta su comportamiento químico. Y no sólo eso, sino que también determina la manera en
que este comportamiento se manifiesta a lo largo y a lo ancho de la tabla periódica. Desde el tamaño y la estabilidad
hasta la capacidad para interactuar con otros, la atracción entre polos opuestos (y la influencia de quien se meta en el
medio) dará forma a la personalidad de cada uno de los elementos.

El tamaño importa, pero también la energía que uno le pone


El tamaño del átomo determina algunas propiedades físicas de los elementos, como la densidad o la temperatura a la
cual se solidifican o evaporan. Además, influye en la energía que se necesita para que estos intercambien electrones,
lo que explica importantes características químicas. Para simplificar el análisis, y que no nos tiren con de todo como
a Newlands, vamos a desarrollar principalmente la ley periódica para los llamados “elementos representativos”, o
sea, todos excepto los metales de transición y los gases nobles. Ya llegará el momento de hacer referencia a estos
elementos maravillosos.

Tabla periódica en mano, a medida que nos movemos de izquierda a derecha –digamos, del litio al flúor– vamos a
ver que aumenta el número atómico, es decir, la cantidad de protones en el núcleo (y la de electrones que lo rodean).
En este sentido, los nuevos electrones que se van sumando se ubican en torno al núcleo en el orbital más externo.
Como este núcleo es cada vez más positivo, la carga nuclear efectiva aumenta, es decir, la fuerza de atracción de los
electrones hacia el centro del átomo es cada vez mayor. Esto hace que los electrones de valencia se encuentren más
cerca del núcleo respecto del elemento anterior, apretujando todo a su paso. En consecuencia, de izquierda a
derecha a lo largo del mismo período, lo que encontramos son átomos cada vez más pequeños. Además, como
los electrones de valencia quedan a una menor distancia respecto del centro del átomo, la fuerza de atracción entre
ellos y el núcleo es cada vez mayor.
Por otro lado, si nos movemos de arriba hacia abajo en la tabla –digamos, del litio al cesio– también aumenta el
número atómico, claro. Pero en este caso, con el aumento de la cantidad de protones, los electrones que se suman se
ubican en orbitales nuevos, uno sobre otro, cada vez más lejos del núcleo. Por el aumento de la carga nuclear, este
núcleo podrá atraer con mayor fuerza a los electrones que quedaron en los orbitales más cercanos al centro del
átomo. Sin embargo, como explicamos un poco más arriba, los electrones internos apantallan la capacidad de
atracción del núcleo sobre los más externos. De esta manera, a medida que bajamos por el grupo, el átomo es
cada vez más grande por los nuevos orbitales que se agregaron. Además, por el apantallamiento de la carga
nuclear, la fuerza de atracción entre los electrones de valencia y el núcleo es cada vez menor.

El tamaño (del átomo) importa, disminuye de izquierda a derecha y aumenta de arriba hacia abajo.

Pero la historia no termina ahí. La acaparadora fuerza de atracción de los elementos más pequeños, esos que están
hacia la derecha y arriba de la tabla, no se limita a su propia existencia. Atraen constantemente más y más
electrones. Esta afinidad de los elementos por los electrones se conoce como, obviamente, “afinidad electrónica”, y
representa la energía que se libera cuando un átomo neutro capta un electrón para formar un átomo cargado
negativamente (anión). Este acto de liberar energía, sacársela de encima, significa para el elemento pasar a un estado
más estable. Más tranquilo. Más relajado. Y eso está bueno. Siguiendo una relación inversa con la disminución
del tamaño del átomo, la afinidad electrónica aumenta hacia arriba y a la derecha de la tabla y explica la
capacidad creciente de estos elementos de captar nuevos electrones.

Por cuestiones técnicas, lo que en realidad se determina experimentalmente es la energía que hay que entregarle a
un anión para arrancarle su electrón y que quede neutro. Cuanto más grande sea esta energía (como en el caso del
flúor, F), mayor es la afinidad por ese electrón y más difícil será separarlos. Notar los valores de afinidad
electrónica cercanos a cero para los gases nobles. Estos ya tienen todos y cada uno de sus orbitales llenos de
electrones, entonces ¿dónde van a ubicar el próximo?

Si seguimos navegando la tabla hacia los elementos que están más a la izquierda y abajo, grandes y despreocupados,
veremos que harán todo lo contrario. Andarán por la vida desprendiéndose de sus electrones. En estos grandotes, tan
lejos quedan los electrones más externos de la influencia del núcleo que la energía que se necesita para que los
cedan es muy baja. Esta tendencia a ceder electrones se conoce como “energía de ionización” y representa la energía
que hay que entregarle a un átomo neutro para que libere un electrón y forme un átomo con carga positiva (catión).
Este proceso implica separar una carga negativa (un electrón) de una positiva (el núcleo), lo que siempre va a
necesitar algo de trabajo (recordemos que los polos opuestos se atraen y lo que uno quiere es vencer esa fuerza de
atracción). Sin embargo, si esa energía requerida es relativamente baja, significa que ese elemento se deshará del
electrón que le sobra como si nada. Siguiendo una relación inversa con el aumento del tamaño del átomo, la
energía de ionización disminuye hacia abajo y a la izquierda de la tabla y explica la tendencia creciente de
estos elementos a ceder electrones.
Cuanto menor sea la energía de ionización (como en el caso del cesio, Cs), más fácil será separar el elemento de su
electrón más externo, por lo que tenderá a cederlo sin preguntar demasiado. Notar los valores extremadamente
altos para los gases nobles. Su distribución de electrones con todos sus orbitales llenos está más cómoda que un
viernes de lluvia en la cama meta helado y pelis. Te la regalo el esfuerzo que se necesita para que arranquen a
algún lado.

Recapitulando un poco, podemos ver que el comportamiento de cada uno de los elementos quedará definido por
su tamaño y por la energía que le pongan a la vida. En un rincón, el cesio, un peso pesado ansioso por sacarse
electrones de encima. En el otro, el flúor, un peso pluma de muy alta carga nuclear efectiva, hambriento por esos
electrones. En la diagonal que los une, tenemos desde los colgados con alta tendencia a perder electrones hasta los
obsesivos con un instinto casi asesino por ganarlos. Desde elementos que son muy buenos conductores de la
electricidad, sólidos ostentadores de un brillo metálico, hasta otros cada vez más frágiles y opacos. En los extremos,
elementos muy reactivos, cada uno a su manera. En el medio, los metales de transición, que son mis favoritos.
Elementos hermosamente diversos, llenos de particularidades, que cuando están solos se parecen más a los
despreocupados de la izquierda que a los acaparadores de la derecha.

¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Quiénes somos?


Un grupo que merece especial atención es el de los gases nobles. Tan buena está su distribución de electrones en
torno al núcleo, con todos y cada uno de sus orbitales completos, que nadie los va a sacar de su estado de bienestar
fácilmente. Poseen los valores de energía de ionización más altos que se conocen, y ni sentido tiene hablar de su
afinidad electrónica. Ellos están más allá. Alcanzaron la estabilidad que otros elementos siguen buscando en su
continuo dar y quitar electrones.
Como todo tiene que ver con todo, cuanto más arriba y a la derecha miremos, más pequeño es el átomo, más
alta su afinidad por los electrones y, por lo tanto, mayor su capacidad para atraerlos. En el caso del flúor, que
se encuentra a un solo espacio del neón, al hacerse de un electrón ya se quedará tranquilo. Por otro lado, cuanto más
abajo y a la izquierda vayamos, más grande es el átomo, menor es la energía necesaria para que se separe de
su electrón y, por lo tanto, menor su mambo con soltarlo. En este caso, como el gas noble del mismo período les
queda muy lejos allá a la derecha (y llegar hasta ahí implicaría ganar electrones, no perderlos), estos elementos
tratarán de parecerse al gas noble del período anterior, un renglón más arriba. De esta manera, el cesio, por ejemplo,
tenderá a perder un electrón para imitar lo más posible al xenón.

Por su menor tamaño y alta afinidad electrónica, los elementos que están a la derecha de la tabla periódica tienen
una alta tendencia a ganar electrones. Por el contrario, los elementos que se encuentran del lado izquierdo, de
mayor tamaño y menor energía de ionización, los pierden fácilmente.

A todo esto, el cloro, que está justo debajo del flúor, también se encuentra a un espacio de su correspondiente gas
noble, el argón. Por lo tanto, igualmente tenderá a hacerse de un solo electrón. Lo mismo ocurre con el bromo, que
comparte grupo con los dos anteriores (conocidos en conjunto como “halógenos”, los formadores de sales), también
necesita un electrón para parecerse al noble kriptón. Y del otro lado de la tabla pasa algo parecido: todos los
elementos del grupo del litio (conocidos como “metales alcalinos”) tenderán a ceder un electrón para llegar al gas
noble correspondiente, mientras que los del grupo del berilio (los metales alcalinotérreos) lo harán perdiendo dos.

Dicen que la belleza está en los detalles, y acá la tabla periódica nos regala uno sublime. Si miramos detenidamente
los elementos representativos, vamos a descubrir que por esas cosas de la vida –o de la química (¿o serán lo
mismo?)– el flúor y el cloro, que tienden a reaccionar ganando un electrón, están separados por ocho elementos. A
su vez, el cloro está ubicado a otros ocho del bromo, que también se comporta muy parecido. Si seguimos mirando
bien, veremos que igualmente son ocho los que separan a todos y cada uno de los metales alcalinos entre sí, y
también a los alcalinotérreos. Y ocho son las notas en una escala musical. Con los ojos cerrados, la mente en la tabla
y el oído atento, podremos escuchar dos elementos sonando parecido entre otros tantos que suenan distinto, como si
fuera una orquesta algo dispersa. Nada más ni nada menos que 118 elementos en perfecta armonía, formando una
composición magnífica mucho tiempo después de que Newlands diera el tono, Chancourtois ajustara las clavijas y
Mendeléyev iniciara la sinfonía.
- Estructura Atómica y Clasificación Periódica -

Ejercitación
RECORDAR NO USAR TABLA PERIÓDICA EN LA RESOLUCIÓN:

1- Colocar C o I (correcto o incorrecto) y justificar en AMBOS casos:


a. Los nucleidos y son isótopos porque tienen el mismo número másico.
b. Los nucleidos y son isótopos porque tienen el mismo número de protones y distinto
número de neutrones.
c. Cuando un átomo de sodio (Z=11, A=23) pierde un electrón, se transforma en el ion
d. Los nucleidos y son isóbaros.

2- De la siguiente lista de átomos:


Seleccionar:
a. los isótopos
b. los isóbaros. Justificar la respuesta

3- Indicar cuál es el error en el llenado de las configuraciones y marcar con una X la correcta
a. 1s2 2s2 2p6 3s2 3p6 3d5 4s1
b. 1s2 2s2 2p4
c. 1s2 2s2 2p6 3s2 3p6 4s2 4p6 5s2
d. 1s2 2s2 2p6 3s2 3p4 4s2

4- Colocar C o I (correcto o incorrecto) y justificar en AMBOS casos:

a. En el tercer nivel de energía se pueden ubicar como máximo 32 electrones.


b. El subnivel 4 d se completa primero que el 5 s.
c. El período en el que se halla un elemento coincide con la cantidad de electrones ubicados en el último
nivel de energía.
d. Un elemento cuya C.E termina en s es no metal.
e. En un átomo siempre hay igual número de protones que de neutrones.
f. Un elemento cuya C.E termina en f es un gas noble.

5- Escribir la configuración electrónica de los siguientes elementos e indicar a qué grupo y período
pertenece cada uno

12Mg
21Sc

87Fr

60Nd

48Cd

25Mn

18Ar

27Ba

14Si

27Co

33As

20Ca

26Fe

30Zn
36Kr

6- Dados los siguientes elementos indicar, en función de su C.E, si serán representativos, de transición o de
Transición Interna.

35Br 28Ni 11Na 58Ce

19K 16S 13Al 80Hg

7- Indicar bloque, grupo y período al que pertenecen los elementos cuyas CE son:

a. [Ar] 3d10 4s2 4p3


b. [Kr]4d10 5s2 5p3
c. [Ar]3d10 4s2 4p6
d. [Xe] 6s1

8- Agrupar las siguientes CE en parejas que representen átomos con propiedades químicas semejantes

a. 1s2 2s2 2p5


b. 1s2 2s1
c. 1s2 2s2 2p6
d. 1s2 2s2 2p6 3s2 3p5
e. 1s2 2s2 2p6 3s2 3p6 3d10 4s1
f.
1s2 2s2 2p6 3s2 3p6 4s2 3d10 4p6

9- Analizar la información suministrada e indicar en qué grupo y período se encuentran los átomos de los
siguientes elementos:

A: produce un anión monovalente que posee 18 electrones;

R: posee 19 protones en el núcleo;

T: tiene sus 3 últimos electrones en el orbital 5p;

D: pierde 2 electrones y la CEE del ion formado es 2s22p6

10- Sabiendo que el elemento X tiene como número másico 73 y que su C.E termina en 4 p 2, calcular el
número de neutrones que posee dicho elemento en su núcleo.

128
11- Determinar el número de neutrones que tiene en el núcleo el elemento X, si su configuración
electrónica termina en 5 p4.

12- Sabiendo que la C.E del elemento Y termina en 5 s2 y que en su núcleo hay 50 neutrones, calcular el
número másico.
13- Determinar el número másico del elemento X sabiendo que tiene 45 neutrones en su núcleo y que es
isótopo del elemento Z que tiene 44 neutrones y que su configuración electrónica termina en 4 p5.

14- Un átomo A tiene 20 protones y 20 neutrones en su núcleo. Un átomo R tiene un número másico igual
a 65 y 35 neutrones en su núcleo. ¿En qué período y grupo se hallan los elementos A y R?

15- El elemento 55 X pertenece al cuarto período y al grupo 7 o VII B ¿Cuántos protones y neutrones tiene
en su núcleo?

16- Dados los átomos 88Q (que tiene 50 neutrones en su núcleo) y R (que forma un anión divalente con
CEE 5s2 4d10 5p6), indicar:
a) La CEE de Q.

b) El número de protones que tiene el catión Q 2+.

c) El número de partículas eléctricamente neutras del átomo 127R

17- El elemento X posee 6 niveles de energía y se sabe que su C.E termina en s y que dicho subnivel está
incompleto.
a. ¿Cuál es el número atómico de X?
b- ¿En qué grupo y período se halla?

18- Se sabe que el elemento Y tiene como número másico 209. Sabiendo que se tienen 43 neutrones más
que protones, calcular el número atómico de Y y el número de neutrones.

19- El elemento M se encuentra en el período 5, grupo 3 o III B. Si se sabe que en su núcleo hay 50 neutrones
calcular el número másico de M.

20- El elemento radio (Ra) tiene número másico 226. Si se sabe que hay 50 neutrones más que protones:

a. ¿Cuál es el número atómico del Ra?


b- ¿Cuántos neutrones posee?

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