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CUADERNILLO DE LECTURAS LITERARIAS

PRACTICAS DEL LENGUAJE

Escuela Secundaria

2024

Curso: 3° año “A”

Prof.: Florencia Castellano

1
Una rosa para Emilia
[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las
mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la
casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que
hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo,
decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII;
asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto
invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el
recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la
señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de
algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la
ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos
ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y
anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un
cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el
Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin
delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su
padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el
padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de
este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de
ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una
mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de
la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la
señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta.
Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le
interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o
enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una
nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada
caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la
contribución fue archivada sin más comentarios.

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Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que
fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde
que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes.
Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera
que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor
pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las
cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se
levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas,
perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un
retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa,
vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura
y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en
otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada,
como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos,
perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón,
prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los
visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que
hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su
cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes
dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un
comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago
contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros
debemos…
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia…
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no
pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a
estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo
que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto

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del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su
prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió
su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó
de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron
recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a
la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto
constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto
y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens,
anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay
una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna
culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó
cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita
Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más
joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle
algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que
huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la
finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos,
husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban
al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la
puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa.
Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que
al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un
ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo
de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad
recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que

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los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes
casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita
Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en
la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella
llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que
hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en
su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera
querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en
cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora
que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a
conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita
Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra
ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba
muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del
difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia
rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto.
Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había
quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse
a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el
cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de
expresión a la vez trágica y serena…
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y
ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por
el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer
el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera
que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a
equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo
empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando
en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler…
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse

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a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos,
que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una
verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige– y
exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia
tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido
al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a
cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”,
y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la
tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el
vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las
señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que
había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el
reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera
necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno
para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre
Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún
una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando
en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de
los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la
faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para
qué se va a emplear.

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La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en
los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la
trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que
en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo
mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se
casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre
Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la
calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa,
un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes
amarillos….
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia
para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en
aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita
Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que
ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca
de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de
nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la
señorita Emilia tenía en Alabama….
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que
pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a
casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado
un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos
enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la
camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y
nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran
todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido….
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación
de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo
desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a
arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus
primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita
Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se
fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al
negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita
Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la
puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la
ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por

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espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto
era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su
mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a
ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo.
Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso
como el de un hombre joven….
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o
siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas
de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente
con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento
veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de
pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas
de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas
imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo
y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue
la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números
metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y
encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo
de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin
abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había
cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o
no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la
señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable,
tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para
cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma,
pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y
áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la
cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de
sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó
entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por
la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron

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inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a
contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de
su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En
el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado
uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya,
como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su
matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado
no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y
separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los
últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para
abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció
invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera
parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un
marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador;
sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que
apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía
un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el
tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En
una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los
calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el
largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo
que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que
estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada
por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e
inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible
polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
FIN

William Faulkner fue un escritor estadounidense, reconocido mundialmente por sus


novelas experimentales y galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1949 «por su
poderosa y artísticamente única contribución a la novela contemporánea estadounidense.

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La liga de los pelirrojos
[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

Había ido yo a visitar a mi amigo el señor Sherlock Holmes cierto día de otoño del año
pasado, y me lo encontré muy enzarzado en conversación con un caballero anciano muy
voluminoso, de cara rubicunda y cabellera de un subido color rojo. Iba yo a retirarme,
disculpándome por mi entremetimiento, pero Holmes me hizo entrar bruscamente de un
tirón, y cerró la puerta a mis espaldas.
-Mi querido Watson, no podía usted venir en mejor momento -me dijo con expresión
cordial.
-Creí que estaba usted ocupado.
-Lo estoy, y muchísimo.
-Entonces puedo esperar en la habitación de al lado.
-De ninguna manera. Señor Wilson, este caballero ha sido compañero y colaborador mío en
muchos de los casos que mayor éxito tuvieron, y no me cabe la menor duda de que también
en el de usted me será de la mayor utilidad.
El voluminoso caballero hizo mención de ponerse en pie y me saludó con una inclinación
de cabeza, que acompañó de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos, medio
hundidos en círculos de grasa.
-Tome asiento en el canapé -dijo Holmes, dejándose caer otra vez en su sillón, y juntando
las yemas de los dedos, como era costumbre suya cuando se hallaba de humor reflexivo-.
De sobra sé, mi querido Watson, que usted participa de mi afición a todo lo que es raro y se
sale de los convencionalismos y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Usted ha
demostrado el deleite que eso le produce, como el entusiasmo que le ha impulsado a
escribir la crónica de tantas de mis aventurillas, procurando embellecerlas hasta cierto
punto, si usted me permite la frase.
-Desde luego, los casos suyos despertaron en mí el más vivo interés -le contesté.
-Recordará usted que hace unos días, antes que nos lanzásemos a abordar el sencillo
problema que nos presentaba la señorita Mary Sutherland, le hice la observación de que los
efectos raros y las combinaciones extraordinarias debíamos buscarlas en la vida misma, que
resulta siempre de una osadía infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la
imaginación.
-Sí, y yo me permití ponerlo en duda.
-En efecto, doctor, pero tendrá usted que venir a coincidir con mi punto de vista, porque, en
caso contrario, iré amontonando y amontonando hechos sobre usted hasta que su razón se
quiebre bajo su peso y reconozca usted que estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez
Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, dando

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comienzo a un relato que promete ser uno de los más extraordinarios que he escuchado
desde hace algún tiempo. Me habrá usted oído decir que las cosas más raras y singulares no
se presentan con mucha frecuencia unidas a los crímenes grandes, sino a los pequeños, y
también, de cuando en cuando, en ocasiones en las que puede existir duda de si, en efecto,
se ha cometido algún hecho delictivo. Por lo que he podido escuchar hasta ahora, me es
imposible afirmar si en el caso actual estamos o no ante un crimen; pero el desarrollo de los
hechos es, desde luego, uno de los más sorprendentes de que he tenido jamás ocasión de
enterarme. Quizá, señor Wilson, tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo el
relato. No se lo pido únicamente porque mi amigo, el doctor Watson, no ha escuchado la
parte inicial, sino también porque la índole especial de la historia despierta en mí el vivo
deseo de oír de labios de usted todos los detalles posibles. Por regla general, me suele
bastar una ligera indicación acerca del desarrollo de los hechos para guiarme por los
millares de casos similares que se me vienen a la memoria. Me veo obligado a confesar que
en el caso actual, y según yo creo firmemente, los hechos son únicos.
El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si aquello le enorgulleciera un poco, y sacó
del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras él repasaba la
columna de anuncios, adelantando la cabeza, después de alisar el periódico sobre sus
rodillas, yo lo estudié a él detenidamente, esforzándome, a la manera de mi compañero, por
descubrir las indicaciones que sus ropas y su apariencia exterior pudieran proporcionarme.
No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen.
A juzgar por todas las señales, nuestro visitante era un comerciante inglés de tipo corriente,
obeso, solemne y de lenta comprensión. Vestía unos pantalones abolsados, de tela de
pastor, a cuadros grises; una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada delante;
chaleco gris amarillento, de la que colgaba para adorno un trozo, también de metal,
cuadrado y agujereado. A su lado, sobre una silla, había un raído sombrero de copa y un
gabán marrón descolorido, con el arrugado cuello de terciopelo. En resumidas cuentas, y
por mucho que yo lo mirase, nada de notable distinguí en aquel hombre, fuera de su pelo
rojo vivísimo y la expresión de disgusto y de pesar extremados que se leía en sus facciones.
La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la
cabeza, sonriéndome, en respuesta a las miradas mías interrogadoras:
-Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos estuvo dedicado a trabajos manuales, de
que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos
tiempos ha estado muy atareado en escribir no puedo sacar nada más en limpio.
El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el periódico, pero
con los ojos en mi compañero.
-Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo
averiguó, por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan
verdad como el Evangelio, y empecé mi carrera como carpintero de un barco.
-Por sus manos, señor. La derecha es un número mayor de medida que su mano izquierda.
Usted trabajó con ella, y los músculos de la misma están más desarrollados.
-Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?

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-No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he descubierto
eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de vuestra orden, usa usted un
alfiler de corbata que representa un arco y un compás.
-¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?
-Y ¿qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en
una anchura de cinco pulgadas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca
del codo, indicando el punto en que lo apoya sobré el pupitre?
-Bien, ¿y lo de China?
-El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca sólo ha podido ser dibujado en
China. Yo llevo realizado un pequeño estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido
incluso a la literatura que trata de ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con
un leve color sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo
colgar de la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aun más.
El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona, y dijo:
-¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted era una cosa
por demás inteligente; pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún
mérito.
-Comienzo a creer, Watson -dijo Holmes-, que es un error de parte mía el dar
explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan
ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede enseñarme usted ese
anuncio, señor Wilson?
-Sí, ya lo encontré -contestó él, con su dedo grueso y colorado fijo hacia la mitad de la
columna-. Aquí está. De aquí empezó todo. Léalo usted mismo, señor.
Le quité el periódico, y leí lo que sigue:
«A la liga de los pelirrojos.- Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, Penn., EE.
UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a un salario de
cuatro libras semanales a cambio de servicios de carácter puramente nominal. Todos los
pelirrojos sanos de cuerpo y de inteligencia, y de edad superior a los veintiún años, pueden
optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las once, a Duncan Ross. en las
oficinas de la Liga, Pope’s Court. núm. 7. Fleet Street.»
-¿Qué diablos puede significar esto? -exclamé después de leer dos veces el extraordinario
anuncio.
Holmes se rió por lo bajo, y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando estaba de
buen humor.
-¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? -dijo-. Y ahora, señor Wilson,
arranque desde la línea de salida, y no deje nada por contar acerca de usted, de su familia y
del efecto que el anuncio ejerció en la situación de usted. Pero antes, doctor, apunte el
periódico y la fecha.

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-Es el Morning Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa. Exactamente,
de hace dos meses.
-Muy bien. Veamos, señor Wilson.
-Pues bien: señor Holmes, como le contaba a usted -dijo Jabez Wilson secándose el sudor
de la frente-, yo poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City.
El negocio no tiene mucha importancia, y durante los últimos años no me ha producido
sino para ir tirando. En otros tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la
actualidad sólo conservo uno; y aun a éste me resultaría difícil poder pagarle, de no ser
porque se conforma con la mitad de la paga, con el propósito de aprender el oficio.
-¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar? -preguntó Sherlock Holmes.
-Se llama Vicente Spaulding, pero no es precisamente un mozalbete. Resultaría difícil
calcular los años que tiene. Yo me conformaría con que un empleado mío fuese lo
inteligente que es él; sé perfectamente que él podría ganar el doble de lo que yo puedo
pagarle, y mejorar de situación. Pero, después de todo, si él está satisfecho, ¿por qué voy a
revolverle yo el magín?
-Naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es para usted una verdadera fortuna el poder
disponer de un empleado que quiere trabajar por un salario inferior al del mercado. En una
época como la que atravesamos no son muchos los patronos que están en la situación de
usted. Me está pareciendo que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.
-Bien, pero también tiene sus defectos ese hombre -dijo el señor Wilson-. Por ejemplo, el
de largarse por ahí con el aparato fotográfico en las horas en que debería estar cultivando su
inteligencia, para luego venir y meterse en la bodega, lo mismo que un conejo en la
madriguera, a revelar sus fotografías. Ese es el mayor de sus defectos; pero, en conjunto, es
muy trabajador. Y carece de vicios.
-Supongo que seguirá trabajando con usted.
-Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos, y en la actualidad componen mi casa él y una
chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los
tres llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso estamos bajo techado, pagamos
nuestras deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio.
Spauling se presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo
periódico en la mano, y me dijo: «¡Ojalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le
pregunté: «¿De qué se trata?» Y él me contestó: «Pues que se ha producido otra vacante en
la Liga de los Pelirrojos. Para quien lo sea equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo
entendido, son más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios
andan locos no sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo
un huequecito a pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le
pregunté. Mire, señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a
mí, en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie
fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las
cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia. «¿Nunca oyó usted hablar de la Liga
de los Pelirrojos?», me preguntó con asombro. «Nunca.» «Sí que es extraño, siendo como
es usted uno de los candidatos elegibles para ocupar las vacantes.» «Y ¿qué supone en

13
dinero?», le pregunté. «Una minucia. Nada más que un par de centenares de libras al año,
pero casi sin trabajo, y sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones.»
Se imaginará usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no
marchaba demasiado bien desde hacía algunos años, y un par de centenares de libras más
me habrían venido de perlas. «Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien -me
contestó mostrándome el anuncio-: usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una
vacante, y en el mismo anuncio viene la dirección en que puede pedir todos los detalles.
Según a mí se me alcanza, la Liga fue fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah
Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los
pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a saber que había dejado su enorme fortuna
encomendada a los albaceas, con las instrucciones pertinentes a fin de proveer de empleos
cómodos a cuantos hombres tuviesen el pelo de ese mismo color. Por lo qué he oído decir,
el sueldo es espléndido, y el trabajo, escaso.» Yo le contesté: «Pero serán millones los
pelirrojos que los soliciten.» «No tantos como usted se imagina -me contestó-. Fíjese en
que el ofrecimiento está limitado a los londinenses, y a hombres mayores de edad. El
norteamericano en cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer a su vieja
y querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se tiene el
pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo auténtico, vivo,
llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor Wilson, no tiene sino
presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el molestarse por unos pocos
centenares de libras.» La verdad es, caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi
pelo es de un rojo vivo y brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso,
yo tenía tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había
encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto, que pensé que
podría serme de utilidad; de modo, pues, que le di la orden de echar los postigos por aquel
día y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo de tener un día de fiesta, de
modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos hacia la dirección que figuraba en el
anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor
Holmes. Procedentes del Norte, del Sur, del Este y del Oeste, todos cuantos hombres tenían
un algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo al anuncio.
Fleet Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope’s Court producía la impresión del carrito
de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se
congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón,
naranja, ladrillo, cerro setter, irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no
eran muchos los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que
esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no quiso ni oír
hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el caso es que, a fuerza de
empujar a éste, apartar al otro y chocar con el de más allá, me hizo cruzar por entre aquella
multitud, llevándome hasta la escalera que conducía a las oficinas.
-Fue la suya una experiencia divertidísima -comentó Holmes, mientras su cliente se callaba
y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé-. Prosiga, por favor, el interesante relato.
-En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de tabla, a la que estaba
sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se
presentaban los candidatos les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para
descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar

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una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecito se mostró más
inclinado hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a
fin de poder conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson -le
dijo mi empleado-, y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga.» «Por cierto que se
ajusta a maravilla para el puesto -contestó el otro-. Reúne todos los requisitos. No recuerdo
desde cuándo no he visto pelo tan hermoso.» Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza,
y me estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se
abalanzó hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos y me felicitó calurosamente por mi
éxito. «El titubear constituiría una injusticia -dijo-. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar
el que yo tome una precaución elemental.» Y acto continuo me agarró del pelo con ambas
manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo: «Tiene usted lágrimas en
los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que tengamos sumo cuidado,
porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas con peluca postiza, y la
otra, con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de cera de zapatero
remendón, como para que se asquease de la condición humana.» Dicho esto se acercó a la
ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo que había sido ocupada la
vacante. Se alzó un gemido de desilusión entre los que esperaban, y la gente se desbandó,
no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. «Me llamo Duncan Ross -dijo
éste-, y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble
bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la
tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gravedad: «¡ Vaya
por Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural,
la finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su
conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi
cara se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba, la
vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentenció que eso no
importaba. «Tratándose de otro -dijo-, esa objeción podría ser fatal; pero estiraremos la
cosa en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo
de sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un
negocio mío», contesté. «¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson -dijo Vicente
Spaulding-. Yo me cuidaré de su negocio.» «¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a
dos.» Pues bien: el negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido,
señor Holmes, especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de
paga; me venía, pues, perfectamente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además,
yo sabía que mi empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le
presentase. «Ese horario me convendría perfectamente -le dije-. ¿Y el sueldo?» «Cuatro
libras a la semana.» «¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.»
«¿Qué entiende usted por puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted
que hacer acto de presencia en esta oficina, o, por lo menos, en este edificio. Si usted se
ausenta del mismo, pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es terminante el
testamento. Si usted se ausenta de la oficina en estas horas, falta a su compromiso.» «Son
nada más que cuatro horas al día, y no se me ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo
hiciese, no le valdrían excusas -me dijo el señor Duncan Ross-. Ni por enfermedad,
negocios, ni nada. Usted tiene que permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y
el trabajo?» «Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el
primer volumen. Usted tiene que procurarse tinta, plumas y papel secante; pero nosotros le
suministramos esta mesa y esta silla. ¿Puede usted empezar mañana?» «Desde luego que

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sí», le contesté. «Entonces, señor Jabez Wilson, adiós, y permítame felicitarle una vez más
por el importante empleo que ha tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de
mí con una reverencia, indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi
empleado, sin saber casi qué decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena
suerte. Pues bien: me pasé el día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando llegó
la noche, volví a sentirme abatido, porque estaba completamente convencido de que todo
aquello no era sino una broma o una superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué
finalidad podían proponerse. Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de
hacer un testamento semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo
como el de copiar la Enciclopedia Británica. Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue
posible por darme ánimos, pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del
todo la idea. Sin embargo, cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello,
compré un frasco de tinta de a penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete
pliegos de papel de oficio, y me puse en camino para Pope’s Court. Con gran sorpresa y
satisfacción mía, encontré las cosas todo lo bien que podían estar. La mesa estaba a punto,
y el señor Duncan Ross, presente para cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló
para empezar la letra A, y luego se retiró; pero de cuando en cuando aparecía por allí para
comprobar que yo seguía en mi sitio. A las dos me despidió, me felicitó por la cantidad de
trabajo que había hecho, y cerró la puerta del despacho después de salir yo. Un día tras otro,
las cosas siguieron de la misma forma, y el gerente se presentó el sábado, poniéndome
encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en pago del trabajo que yo había realizado
durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Me presenté todas las
mañanas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a
venir una vez durante la mañana, y al cabo de un tiempo dejó de venir del todo. Como es
natural, yo no me atreví, a pesar de eso, a ausentarme de la oficina un sólo momento,
porque no tenía la seguridad de que él no iba a presentarse, y el empleo era tan bueno, y me
venía tan bien, que no me arriesgaba a perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho
semanas, durante las cuales yo escribí lo referente a los Abades, Arqueros, Armaduras,
Arquitectura y Ática, esperanzado de llegar, a fuerza de diligencia, muy pronto a la b. Me
gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía casi lleno un estante con mis escritos. Y de
pronto se acaba todo el asunto.
-¿Que se acabó?
-Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana misma. Me presenté, como de costumbre, al
trabajo a las diez; pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma,
clavado con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted
mismo.
Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas,
que decía lo siguiente:
Ha Quedado Disuelta
La Liga De Los Pelirrojos
9 Octubre 1890

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Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás
del mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra
consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.
-Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida -exclamó nuestro cliente sonrojándose hasta
la raíz de sus rojos cabellos-. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse,
me dirigiré a otra parte.
-No, no -le contestó Holmes empujándolo hacia el sillón del que había empezado a
levantarse-. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina,
que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de
divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
-Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero
nadie sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la
planta baja, y le pregunté si podía darme alguna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de los
Pelirrojos. Me contestó que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le
pregunté por el señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese
nombre. «Me refiero, señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. «¿Cómo? ¿El
caballero pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de
un procurador, y me alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus
propias oficinas. Ayer se trasladó a ellas.» «Y ¿dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas
oficinas. Me dió su dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San
Pablo.» Marché hacia allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré
con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales, y nadie había oído hablar allí del
señor William Morris, ni del señor Duncan Ross.
-Y ¿qué hizo usted entonces? -le preguntó Holmes.
-Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme
ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría
noticias por carta. Pero esto no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder una
colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su
bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
-Y obró usted con gran acierto -dijo Holmes-.
El caso de usted resulta extraordinario, y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me
ha informado, deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a
primera vista parece.
-¡Que si se juegan cosas graves! -dijo el señor Jabez Wilson-. Yo, por mi parte, pierdo nada
menos que cuatro libras semanales.
-Por lo que a usted respecta -le hizo notar Holmes-, no veo que usted tenga queja alguna
contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha
embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos
conocimientos que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han
causado ningún perjuicio.

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-No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron
haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que
les ha costado treinta y dos libras.
-Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de preguntas, señor
Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien primero le llamó la atención acerca del anuncio,
¿qué tiempo llevaba con usted?
-Cosa de un mes.
-¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?
-Porque puse un anuncio.
-¿No se presentaron más aspirantes que él?
-Se presentaron en número de una docena.
-¿Por qué se decidió usted por él?
-Porque era listo y se ofrecía barato.
-A mitad de salario, ¿verdad?
-Sí.
-¿Cómo es ese Vicente Spaulding?
-Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años. Tiene en la
frente una mancha blanca, de salpicadura de algún ácido.
Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:
-Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas como para llevar
pendientes?
-Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.
-¡Ejem!-dijo Holmes recostándose de nuevo en su asiento-. Y ¿sigue todavía en casa de
usted?
– Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.
-¿Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?
-No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se hace por las
mañanas.
-Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi opinión acerca de
este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión
allá para el lunes.
***

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-Veamos, Watson -me dijo Holmes una vez que se hubo marchado nuestro visitante-. ¿Qué
saca usted en limpio de todo esto?
-Yo no saco nada -le contesté con franqueza-. Es un asunto por demás misterioso.
-Por regla general -me dijo Holmes-, cuanto más estrambótica es una cosa, menos
misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y
adocenados, de igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en
este asunto de ahora tendré que actuar con rapidez.
-Y ¿qué va usted a hacer? -le pregunté.
-Fumar -me respondió-. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a
usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz
aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla
apuntando fuera, igual que el pico de algún extraordinario pajarraco. Yo había llegado a la
conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes saltó de
pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la
pipa encima de la repisa de la chimenea, diciendo:
-Esta tarde toca Sarasate en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus
enfermos prescindir de usted durante algunas horas?
-Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.
-En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la City, y por el
camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa incluye mucha
música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la francesa. Es música
introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia. Vamos.
Hasta Aldersgate hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó
hasta Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la
mañana. Era ésta una placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro
hileras de desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de
verjas, dentro del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban
valerosamente contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas doradas y un
rótulo marrón con el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas, en una casa que hacía
esquina, servían de anuncio al local en que nuestro pelirrojo cliente realizaba sus
transacciones. Sherlock Holmes se detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó
detenidamente con ojos que brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó
despacio calle arriba, y luego calle abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en
los edificios. Regresó, por último, hasta la casa del prestamista, y, después de golpear con
fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en el
acto un joven de aspecto despierto, bien afeitado, y le invitó a entrar.
-No, gracias; quería sólo preguntar por dónde se va a Stran -dijo Holmes.
-Tres a la derecha, y luego cuatro a la izquierda contestó el empleado, apresurándose a
cerrar.

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-He ahí un individuo listo -comentó Holmes cuando nos alejábamos-. En mi opinión, es el
cuarto en listeza de Londres, y en cuanto a audacia, quizá pueda aspirar a ocupar el tercer
lugar. He tenido antes de ahora ocasión de intervenir en asuntos relacionados con él.
-Es evidente -dije yo- que el empleado del señor Wilson entre por mucho en este misterio
de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le preguntó el camino únicamente
para tener ocasión de echarle la vista encima.
-No a él.
-¿A quién, entonces?
-A las rodilleras de sus pantalones.
-¿Y qué vio usted en ellas?
-Lo que esperaba ver.
-¿Y por qué golpeó usted el suelo de la acera?
-Mi querido doctor, éstos son momentos de observar, no de hablar. Somos espías en campo
enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las travesías que
tiene en su parte posterior.
La carretera por la que nos metimos al doblar la esquina de la apartada plaza de Saxe-
Coburg presentaba con ésta el mismo contraste que la cara de un cuadro con su reverso.
Estábamos ahora en una de las arterias principales por donde discurre el tráfico de la City
hacia el Norte y hacia el Oeste. La calzada se hallaba bloqueada por el inmenso río del
tráfico comercial que fluía en una doble marea hacia dentro y hacia fuera, en tanto que los
andenes hormigueaban de gentes que caminaban presurosas. Contemplando la hilera de
tiendas elegantes y de magníficos locales de negocio, resultaba difícil hacerse a la idea de
que, en efecto, desembocasen por el otro lado en la plaza descolorida y muerta que
acabábamos de dejar.
-Veamos -dijo Holmes, en pie en la esquina y dirigiendo su vista por la hilera de edificios
adelante-. Me gustaría poder recordar el orden en que están aquí las casas. Una de mis
aficiones es la de conocer Londres al dedillo. Tenemos el Mortimer’s, el despacho de
tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el
restaurante vegetalista y el depósito de las carrocerías McFarlane. Y con esto pasamos a la
otra manzana, Y ahora, doctor, ya hemos hecho nuestra trabajo, y es tiempo de que
tengamos alguna distracción. Un bocadillo, una taza de café, y acto seguido a los dominios
del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no existen clientes
pelirrojos que nos molesten con sus rompecabezas.
Era mi amigo un músico entusiasta que no se limitaba a su gran destreza de ejecutante, sino
que escribía composiciones de verdadero mérito. Permaneció toda la tarde sentado en su
butaca sumido en la felicidad más completa; de cuando en cuando marcaba gentilmente con
el dedo el compás de la música, mientras que su rostro de dulce sonrisa y sus ojos
ensoñadores se parecían tan poco a los de Holmes el sabueso, a los de Holmes el
perseguidor implacable, agudo, ágil, de criminales, como es posible concebir. Los dos
aspectos de su singular temperamento se afirmaban alternativamente, y su extremada

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exactitud y astucia representaban, según yo pensé muchas veces, la reacción contra el
humor poético y contemplativo que, en ocasiones, se sobreponía dentro de él. Ese vaivén de
su temperamento lo hacía pasar desde la más extrema languidez a una devoradora energía;
y, según yo tuve oportunidad de saberlo bien, no se mostraba nunca tan verdaderamente
formidable como cuando se había pasado días enteros descansando ociosamente en su
sillón, entregado a sus improvisaciones y a sus libros de letra gótica. Era entonces cuando
le acometía de súbito el anhelo vehemente de la caza, y cuando su brillante facultad de
razonar se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al punto de que quienes no
estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de soslayo, como a persona cuyo saber
no era el mismo de los demás mortales. Cuando aquella tarde lo vi tan arrebujado en la
música de St. James Hall, tuve la sensación de que quizá se les venían encima malos
momentos a aquellos en cuya persecución se había lanzado.
-Seguramente que querrá usted ir a su casa, doctor -me dijo cuando salíamos.
-Sí, no estaría de más.
-Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán varias horas. Este de la plaza de Coburg es
cosa grave.
-¿Cosa grave? ¿Por qué?
-Está preparándose un gran crimen. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos
a tiempo de evitarlo. Pero el ser hoy sábado complica bastante las cosas. Esta noche lo
necesitaré a usted.
-¿A qué hora?
-Con que venga a las diez será suficiente.
-Estaré a las diez en Baker Street.
-Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el revólver al bolsillo, porque quizá la cosa sea
peligrosilla.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre sus tacones, y desapareció
instantáneamente entre la multitud.
Yo no me tengo por más torpe que mis convecinos, pero siempre que tenía que tratar con
Sherlock Holmes me sentía como atenazado por mi propia estupidez. En este caso de ahora,
yo había oído todo lo que él había oído, había visto lo que él había visto, y, sin embargo,
era evidente, a juzgar por sus palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había
ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí se me presentaba
todavía todo el asunto como grotesco y confuso. Mientras iba en coche hasta mi casa de
Kensington, medité sobre todo lo ocurrido, desde el extraordinario relato del pelirrojo
copista de la Enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg Square, y las frases ominosas con
que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué expedición nocturna era aquélla, y por qué
razón tenía yo que ir armado? ¿Adonde iríamos, y qué era lo que teníamos que hacer?
Holmes me había insinuado que el empleado barbilampiño del prestamista era un hombre
temible, un hombre que quizá estaba desarrollando un juego de gran alcance. Intenté

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desenredar el enigma, pero renuncié a ello con desesperanza, dejando de lado el asunto
hasta que la noche me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa y me encaminé, cruzando el Parque y
siguiendo por Oxford Street, hasta Baker Street. Había parados delante de la puerta dos
coches hanso, y al entrar en el Vestíbulo oí ruido de voces en el piso superior. Al entrar en
la habitación de Holmes, encontré a éste en animada conversación con dos hombres, en uno
de los cuales reconocí al agente oficial de Policía Peter Jones; el otro era un hombre alto,
delgado, caritristón, de sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
-¡Aja! Ya está completa nuestra expedición -dijo Holmes, abrochándose la zamarra de
marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza-. Creo que usted, Watson.
conoce ya al señor Jones, de Scotlan Yard. Permítame que le presente al señor
Merryweather, que será esta noche compañero nuestro de aventuras.
-Otra vez salimos de caza por parejas, como usted ve, doctor -me dijo Jones con su
prosopopeya habitual-. Este amigo nuestro es asombroso para levantar la pieza. Lo que él
necesita es un perro viejo que le ayude a cazarla.
-Espero que, al final de nuestra caza, no resulte que hemos estado persiguiendo fantasmas -
comentó, lúgubre, el señor Merryweather.
-Caballero, puede usted depositar una buena dosis de confianza en el señor Holmes -dijo
con engreimiento el agente de Policía-. Él tiene pequeños métodos propios, y éstos son, si
él no se ofende porque yo se lo diga, demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de
sí mismo a un detective hecho y derecho. No digo nada de más afirmando que en una o dos
ocasiones, tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de Agra, ha andado más
cerca de la verdad que la organización policíaca.
-Me basta con que diga usted eso, señor Jones -respondió con deferencia el desconocido-.
Pero reconozco que echo de menos mi partida de cartas. Por vez primera en veintisiete
años, dejo de jugar mi partida de cartas un sábado por la noche.
-Creo-le hizo notar Sherlock Holmes -que esta noche se juega usted algo de mucha mayor
importancia que todo lo que se ha jugado hasta ahora, y que la partida le resultará más
emocionante. Usted, señor Merryweather, se juega unas treinta mil libras esterlinas, y
usted, Jones, la oportunidad de echarle el guante al individuo a quien anda buscando.
-A John Clay, asesino, ladrón, quebrado fraudulento y falsificador. Se trata de un individuo
joven, señor Merryweather, pero marcha a la cabeza de su profesión, y preferiría esposarlo
a él mejor que a ningún otro de los criminales de Londres. Este John Clay es hombre
extraordinario. Su abuelo era duque de sangre real, y el nieto cursó estudios en Eton y en
Oxford. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos, y aunque encontramos
rastros suyos a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Esta semana
violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va y viene por Cornwall recogiendo fondos
para construir un orfanato. Llevo persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos
encima.
-Espero tener el gusto de presentárselo esta noche. También yo he tenido mis más y mis
menos con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que va a la cabeza de su

22
profesión. Pero son ya las diez bien pasadas, y es hora de que nos pongamos en camino. Si
ustedes suben en el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo trayecto en coche,
y se arrellanó en su asiento tarareando melodías que había oído aquella tarde. Avanzamos
traqueteando por un laberinto inacabable de calles alumbradas con gas, y desembocamos,
por fin, en Farringdon Street.
-Ya estamos llegando -comentó mi amigo-. Este Merryweather es director de un Banco, y
el asunto le interesa de una manera personal. Me pareció asimismo bien el que nos
acompañase Jones. No es mala persona, aunque en su profesión resulte un imbécil perfecto.
Posee una positiva buena cualidad. Es valiente como un bull-dog, y tan tenaz como una
langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que habíamos visitado por la mañana.
Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un
estrecho pasaje, y cruzamos una puerta lateral que se abrió al llegar nosotros. Al otro lado
había un corto pasillo, que terminaba en una pesadísima puerta de hierro. También ésta se
abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra
formidable puerta. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna, y luego
nos condujo por un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después de abrir una tercera
puerta, desembocamos en una inmensa bóveda o bodega en que había amontonadas por
todo su alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas dentro.
-Desde arriba no resulta usted muy vulnerable -hizo notar Holmes, manteniendo en alto la
linterna y revisándolo todo con la mirada.
-Ni desde abajo -dijo el señor Merryweather golpeando con su bastón en las losas con que
estaba empedrado el suelo-. ¡Por vida mía, esto suena a hueco! -exclamó, alzando
sorprendido la vista.
-Me veo obligado a pedir a usted que permanezca un poco más tranquilo -le dijo con
severidad Holmes-. Acaba usted de poner en peligro todo el éxito de la expedición. ¿Puedo
pedirle que tenga la bondad de sentarse encima de una de estas cajas, sin intervenir en
nada?
El solemne señor Merryweather se encaramó a una de las jaulas de embalaje mostrando
gran disgusto en su cara, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, sirviéndose de la
linterna y de una lente de aumento, comenzó a escudriñar minuciosamente las rendijas entre
losa y losa. Le bastaron pocos segundos para llegar al convencimiento, porque se puso
ágilmente en pie y se guardó su lente en el bolsillo.
-Tenemos por delante lo menos una hora -dijo a modo de comentario-, porque nada pueden
hacer mientras el prestamista no se haya metido en la cama. Pero cuando esto ocurra,
pondrán inmediatamente manos a la obra, pues cuanto antes le den fin, más tiempo les
quedará para la fuga. Doctor, en este momento nos encontramos, según usted habrá ya
adivinado, en los sótanos de la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos
londinenses. El señor Merryweather es el presidente del Consejo de dirección, y él
explicará a usted por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés en
los criminales más audaces de Londres.

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-Se trata del oro francés que aquí tenemos-cuchicheó el director-. Hemos recibido ya varias
advertencias de que quizá se llevase a cabo una tentativa para robárnoslo.
-¿El oro francés?
-Sí. Hace algunos meses se nos presentó la conveniencia de reforzar nuestros recursos, y
para ello tomamos en préstamo treinta mil napoleones oro al Banco de Francia. Ha corrido
la noticia de que no habíamos tenido necesidad de desempaquetar el dinero, y que éste se
encuentra aún en nuestra bodega. Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil
napoleones empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento, nuestras
reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente guardar en una sucursal, y el
Consejo de dirección tenía sus recelos por este motivo.
-Recelos que estaban muy justificados -hizo notar Holmes-. Es hora ya de que pongamos en
marcha nuestros pequeños planes. Calculo que de aquí a una hora las cosas habrán hecho
crisis. Para empezar, señor Merryweather, es preciso que corra la pantalla de esta linterna
sorda.
-¿Y vamos a permanecer en la oscuridad?
-Eso me temo. Traje conmigo un juego de cartas, pensando que, en fin de cuentas, siendo
como somos una partie carree,quizá no se quedara usted sin echar su partidita habitual.
Pero, según he observado, los preparativos del enemigo se hallan tan avanzados, que no
podemos correr el riesgo de tener luz encendida. Y. antes que nada, tenemos que tomar
posiciones. Esta gente es temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían
causarnos daño si no andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes
escóndanse detrás de aquéllas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes los cercan
rápidamente. Si ellos hacen fuego, no sienta remordimientos de tumbarlos a tiros, Watson.
Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado, sobre la caja de madera detrás de la cual
estaba yo parapetado. Holmes corrió la cortina delantera de su linterna, y nos dejó; sumidos
en negra oscuridad, en la oscuridad más absoluta en que yo me encontré hasta entonces. El
olor del metal caliente seguía atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a brillar
instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo de la bodega,
ejercieron una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis nervios, tensos por la más
viva expectación.
-Sólo les queda un camino para la retirada -cuchicheó Holmes-; el de volver a la casa y salir
a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho ya lo que le pedí, ¿verdad?
-Un inspector y dos funcionarios esperan en la puerta delantera.
-Entonces, les hemos tapado todos los agujeros. Silencio, pues, y a esperar.
¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando notas más tarde, resulta que la espera fue de
una hora y cuarto, pero yo tuve la sensación de que había transcurrido la noche y que debía
de estar alboreando por encima de nuestras cabezas. Tenía los miembros entumecidos y
cansados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el
más alto punto de tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que no sólo
escuchaba la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía por su mayor
volumen la inspiración del voluminoso Jones, de la nota suspirante del director del Banco.

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Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón hacia el piso de la bodega. Mis
ojos percibieron de pronto el brillo de una luz.
Empezó por ser nada más que una leve chispa en las losas del empedrado, y luego se alargó
hasta convertirse en una línea amarilla; de pronto, sin ninguna advertencia ni ruido, pareció
abrirse un desgarrón, y apareció una mano blanca, femenina casi, que tanteó por el centro
de la pequeña superficie de luz. Por espacio de un minuto o más, sobresalió la mano del
suelo, con sus inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como había aparecido, y
todo volvió a quedar sumido en la oscuridad, menos una chispita cárdena, reveladora de
una grieta entre las losas.
Pero esa desaparición fue momentánea. Una de las losas, blancas y anchas, giró sobre uno
de sus lados, produciendo un ruido chirriante, de desgarramiento, dejando abierto un hueco
cuadrado, por el que se proyectó hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de
los bordes una cara barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y
luego, haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se lanzó hasta sacar
primero los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima del borde. Un
instante después se irguió en pie a un costado del agujero, ayudando a subir a un
compañero, delgado y pequeño como él, de cara pálida y una mata de pelo de un rojo vivo.
-No hay nadie -cuchicheó-. ¿Tienes el cortafrío y los talegos?… ¡Válgame Dios! ¡Salta,
Archie, salta; yo le haré frente!
Sherlock Holrnes había saltado de su escondite, agarrando al intruso por el cuello de la
ropa. El otro se zambulló en el agujero, y yo pude oír el desgarrón de sus faldones en los
que Jones había hecho presa. Centelleó la luz en el cañón de un revólver, pero el látigo de
caza de Holmes cayó sobre la muñeca del individuo, y el arma fue a parar al suelo,
produciendo un ruido metálico sobre las losas.
-Es inútil, John Clay -le dijo Holmes, sin alterarse-; no tiene usted la menor probabilidad a
su favor.
-Ya lo veo-contestó el otro con la mayor sangre fría-. Supongo que mi compañero está a
salvo, aunque, por lo que veo, se han quedado ustedes con las colas de su chaqueta.
-Le esperan tres hombres a la puerta -le dijo Holmes.
-¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a usted detalle. Le felicito.
-Y yo a usted -le contestó Holmes-. Su idea de los pelirrojos tuvo gran novedad y eficacia.
-En seguida va usted a encontrarse con su compinche -dijo Jones-. Es más ágil que yo
descolgándose por los agujeros. Alargue las manos mientras le coloco las pulseras.
-Haga el favor de no tocarme con sus manos sucias -comentó el preso, en el momento en
que se oyó el clic de las esposas al cerrarse-. Quizá ignore que corre por mis venas sangre
real. Tenga también la amabilidad de darme el tratamiento de señor y de pedirme las
cosas por favor.

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-Perfectamente-dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita-. ¿Se digna, señor, caminar
escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y conducir a su alteza hasta la
Comisaría?
-Así está mejor -contestó John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una gran
inclinación cortesana, y salió de allí tranquilo, custodiado por el detective.
-Señor Holmes -dijo el señor Merryweather, mientras íbamos tras ellos, después de salir de
la bodega-, yo no sé cómo podrá el Banco agradecérselo y recompensárselo. No cabe duda
de que usted ha sabido descubrir y desbaratar del modo más completo una de las tentativas
más audaces de robo de bancos que yo he conocido.
-Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el señor John Clay-contestó Holmes-. El asunto
me ha ocasionado algunos pequeños desembolsos que espero que el Banco me reembolsará.
Fuera de eso, estoy ampliamente recompensado con esta experiencia, que es en muchos
aspectos única, y con haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga de los
Pelirrojos.
Ya de mañana, sentado frente a sendos vasos de whisky con soda en Baker Street, me
explicó Holmes:
-Comprenda usted, Watson; resultaba evidente desde el principio que la única finalidad
posible de ese fantástico negocio del anuncio de la Liga y del copiar la Enciclopedia, tenía
que ser el alejar durante un número determinado de horas todos los días a este prestamista,
que tiene muy poco dé listo. El medio fue muy raro, pero la verdad es que habría sido
difícil inventar otro mejor. Con seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo que
sugirió la idea al cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales eran un señuelo
que forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para ellos, que se jugaban en el
asunto muchos millares? Insertan el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la
oficina, y el otro incita al prestamista a que se presente a solicitar el empleo, y entre los dos
se las arreglan para conseguir que esté ausente todos los días laborables. Desde que me
enteré de que el empleado trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún
motivo importante para ocupar aquel empleo.
-¿Y cómo llegó usted a adivinar este motivo?
-Si en la casa hubiese habido mujeres, habría sospechado que se trataba de un vulgar enredo
amoroso. Pero no había que pensar en ello. El negocio que el prestamista hacía era
pequeño, y no había nada dentro de la casa que pudiera explicar una preparación tan
complicada y un desembolso como el que estaban haciendo. Por consiguiente, era por
fuerza algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar la afición del
empleado a la fotografía, y el truco suyo de desaparecer en la bodega… ¡La bodega! En ella
estaba uno de los extremos de la complicada madeja. Pregunté detalles acerca del
misterioso empleado, y me encontré con que tenía que habérmelas con uno de los
criminales más calculadores y audaces de Londres. Este hombre estaba realizando en la
bodega algún trabajo que le exigía varias horas todos los días, y esto por espacio de meses.
¿Qué puede ser?, volví a preguntarme. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un
túnel que desembocaría en algún otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a
visitar el lugar de la acción. Lo sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Lo

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que yo buscaba era descubrir si la bodega se extendía hacia la parte delantera o hacia la
parte posterior. No daba a la parte delantera. Tiré entonces de la campanilla, y acudió,
como yo esperaba, el empleado. El y yo hemos librado algunas escaramuzas, pero nunca
nos habíamos visto. Apenas si me fijé en su cara. Lo que yo deseaba ver eran sus rodillas.
Usted mismo debió de fijarse en lo desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que
estaban. Pregonaban las horas que se había pasado socavando el agujero. Ya sólo quedaba
por determinar hacia dónde lo abrían. Doblé la esquina, me fijé en que el City and
Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y tuve la sensación de haber resuelto el
problema. Mientras usted, después del concierto, marchó en coche a su casa, yo me fui de
visita a Scotland Yard, y a casa del presidente del directorio del Banco, con el resultado que
usted ha visto.
-¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían esta noche su tentativa? -le pregunté.
-Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a entender que ya les tenia sin
cuidado la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras: que habían terminado su
túnel. Pero resultaba fundamental que lo aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que
fuese descubierto, o el oro trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro
día cualquiera, porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí
que vendrían esta noche.
-Hizo usted sus deducciones magníficamente -exclamé con admiración sincera-. La cadena
es larga, pero, sin embargo, todos sus eslabones suenan a cosa cierta. ,
-Me libró de mi fastidio -contestó Holmes, bostezando-. Por desgracia, ya estoy sintiendo
que otra vez se apodera de mí. Mi vida se desarrolla en un largo esfuerzo para huir de las
vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
-Y es usted un benefactor de la raza humana -le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentario:
-Pues bien: en fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L’homme c’est ríen,
l’ouvre c’est tout, según escribió Gustavo Flaubert a George Sand.
*FIN*

Arthur Conan Doyle ​ fue un escritor y médico británico de ascendencia irlandesa, ​ creador
del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye
relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

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Nido de avispas
[Cuento - Texto completo.]

Agatha Christie
John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un
hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al
sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.
Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado
y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.
Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó
en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos
esperaba.
-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: “Si alguna vez se pierde en aquella parte del
mundo, venga a verme.” Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene
jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se
hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro
sillón-. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.
-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?
Poirot asintió gravemente.
-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.
Harrison se rió.
-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si
puedo preguntar.
-Claro que sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía
allí un asunto de importancia.
-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los más graves delitos.

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-¿Acaso un …?
-Asesinato -completó Poirot.
Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera
poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento
lo invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.
-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento, nadie.
-¿Qué?
-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después.
Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Sí, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.
-Vine, monsieur Harrison, porque … me agrada usted -y con voz más despreocupada
añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:
-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton?
Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a
destruir el nido.
-¡Ah! -exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?

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-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el
mío.
-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.
-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot
permaneció serio.
-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con
petróleo?
-¡Segurísimo. ¿Por qué?
-¡Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que
firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por
Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su
parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?
La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede decirme si usted es de su gusto?
-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la
señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a
Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece
justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

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-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista y
ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con
mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra “sorprendente” y, sin embargo,
no demuestra hallarse sorprendido.
-No lo comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rió.
-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a
cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un
Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al
sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora
comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los
pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en cuanto a
Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted
dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe
prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el
hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas
regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento.
Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De
hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de
negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué
hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?
-Langton jamás…
-¿A qué hora? -lo atajó.
-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás…
-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.
Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por
encima del hombro.

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-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré
a las nueve.
Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme: “Langton jamás…”, etcétera. ¡Me aburre su “Langton jamás”! No
lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido
de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el
exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del
bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era
un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No
obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo
inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una
noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante
rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese
sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la
carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah…! ¡Oh…! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
-No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo
usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a
este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labio fino y bien
parecido.

32
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a
la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco
en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los
niños.
-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos
fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me
interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré
demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de
su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el
momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado
de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco
de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su
propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.
Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en
su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo
agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió
un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco

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antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot
sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió
inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que había comprado
cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo
raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted
expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció
el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos
indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a
Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado
entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio
de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que
padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de
veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de
muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más
en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes.
Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de
registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el
cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue
particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis
sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin
duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!

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-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria
rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede
sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de
repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison.
Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un
asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?
Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del
hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:
-Fue una suerte que viniera usted.
FIN

Agatha Mary Clarissa Miller, conocida como Agatha Christie, fue una escritora y dramaturga
británica especializada en el género policial, por cuyo trabajo obtuvo reconocimiento a nivel
internacional.​

EN DEFENSA PROPIA
Rodolfo Walsh

«Yo, a lo último, no servía para comisario» – dijo Laurenzi, tomando el café que se
le había enfriado -. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en
que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo
los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el
escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba
poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás,
hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas
macanas es la que le voy a contar.

Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. “Eso le indica – murmuró con sarcasmo,
mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café – que mi fortuna
política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando

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por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.

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La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo,
el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?»
– Es por el solsticio estival – expliqué modestamente.
– Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta
y el nombre de la fiesta.
– Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el
fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.
– Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho
muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en
que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando
empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor
y no se pensaba en nada.

Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz
del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo
podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.
Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces
siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más
suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos
años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por

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medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si
se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después
hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se
palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a
costa suya.

Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no
terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también
festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha
próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que
sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un
caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había
unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la
sombra.
La puerta cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el
timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver
cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los
vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se
cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo
que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver.
Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se
les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.

Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a
año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los
huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche,
vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.

Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma
comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos
muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es
mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro? –
le pregunté. “El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo
a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me
acordé del doctor, del doctor y de su madre».

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna


ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y
un poco dolorosa.
– Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado,
absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo
caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió
leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y
como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo

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pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete
de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a
amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó
mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de
espadas.

Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál
era mi deber, que yo conocía, o debía conocer, el Código de Procedimientos, que
él, desde ya, se iba a excusar de entender en la causa, pero que su reemplazante
de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba,
observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
Le aseguré que no faltaba más. Le dije que si estaba bien que hiciera una
inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas
y lo tuviese demorado hasta que el doctor Fulano dispusiera lo contrario?
Entonces se echó a reír y comentó:

-¡Muy bien, muy bien, eso me gusta!

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me
encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre “El Jilguero”, y
también “El Alcahuete”, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente
nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista
en un hospital, pobre tipo.

Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara
flaca donde parecían faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo
hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a
quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el
plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste, y entonces se
acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.

Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría de ese viejo. Dejó el
38 sobre la mesa, con cuidado, porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin
levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que
leía cuando entró Luzati.
-¿Lo conoce, doctor? -le pregunté.
-Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que
tenía detrás de él.
-¿Y de eso -señalé-, no pensaba decirme nada?
-Usted tiene ojos -respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que eran la colección de
La Ley, y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel,
y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato, con la foto y el vidrio
perforados.

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-Quédese quieto, doctor, no se mueva -le previne y di la vuelta al escritorio, me
paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos,
y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara
cadavérica y severa. Pero él me corrigió: “Un poquito más a la izquierda”, dijo.
-¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
-No se siente nada -contestó- y usted lo sabe.

Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y


allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la
pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde
seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y
que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con
dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor
había matado en defensa propia.

Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir:
“Qué raro”, y me miró sin moverse.
-Qué raro, doctor -le dije caminando otra vez hacia la biblioteca-, que usted, que
solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque a
mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra
Luzati, por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
-¿Y eso? -dijo- Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
-Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un
viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.
-En el treinta -murmuró- Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir
que no vino a robar, sino a vengarse.
-Todavía no sé lo que quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este
infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se
puso la mejor ropa para venir a verlo a usted, alguien que vivía de la pequeña
delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas: alguien que
si llevaba un arma encima era para darse coraje; que este tipo, de golpe, se
convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted.

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón y me vio con el
retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si
no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa
cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque
el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije:
“Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí”, y me senté en cualquier parte sin
pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque
necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar por ejemplo en esa cara
que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara
devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía

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simplemente “Alicia Reynal, toxicómana, etcétera”. Pero cuando pasó un rato muy
largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
-Hace mucho que no la ve.
-Mucho -dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.
Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para
comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo el
“Alcahuete” había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o
lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo
con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre
inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que
estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el
tiro que él mismo disparó -un petardo más en esa noche de petardos- contra la
biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado
sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta
apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el
tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de la mano del muerto, que era donde
debía estar.

Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más, ya no iba a ver nada, porque no
quería ver nada. Así que al final me paré y le dije:
-No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que
es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre
quiso asaltarlo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo,
si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que
ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me enganché por segunda vez junto al
“Alcahuete”, y de un bolsillo del impermeable saqué la pistola de pequeño calibre
que sabía que iba a encontrar allí, y me la guardé. Todavía la tengo. Habría
parecido raro, un muerto con dos armas encima.
El comisario bostezó y miró su reloj. Lo esperaban a almorzar.
-¿Y el Juez?- pregunté
-Lo absolvieron. Quince días después renunció y al año se murió de una de esas
enfermedades que tienen los viejos.

Rodolfo Walsh ​ fue un periodista y escritor argentino. Es reconocido por ser un pionero en la
escritura de novelas testimoniales como Operación Masacre —considerada la primera novela
de no-ficción—​ y ¿Quién mató a Rosendo?, aunque también sobresalió como escritor de
ficción.

LA MUERTE Y LA BRÚJULA, JORGE LUIS BORGES

De los problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan


extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos

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de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor
de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen,
pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto
asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la
participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese
criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste
nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin,
pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.

El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el
estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy
notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada
divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día
tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor
Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el
Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había
permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y
de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin
esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día
siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos
libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró
el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3
minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor
Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi
desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al
corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas
después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el
comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.

—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un
imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores
zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error.
Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la
realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la
realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted
ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo
preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un
imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del
hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—.
Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala;
un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher

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Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim;
una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura
divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego,
se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere;
no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías
—murmuró Lönnrot.
—Como el cristanismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische
Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña
máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que


le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento.
Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo
mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de
los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable
Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está
compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de
Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato
de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición
enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto
número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato
señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.

De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de


la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los
diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el
investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para
dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del
periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier
hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de
la Historia de la secta de los Hasidim.

El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado


y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno
de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una
antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como
enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la
pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme
las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del
crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el

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firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un
álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían
reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido
identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos
arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para
degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les
pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de
bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza
eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el
teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un
hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba
dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos
sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó
la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de
una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado
desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que
conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias.
Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés,
abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había
empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de
salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le
comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos
del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado
pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que
Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius
inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba
en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al
despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se
movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso.

Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no
observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el
escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que
les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja,
gutural, ellos con las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al
cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan
borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines
enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y
verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la
dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron.
Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una
sentencia en una de las pizarras de la recova.

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Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius—Ginzberg. Había en el suelo una


brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en
un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus(1739), de Leusden—
con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a
Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario
interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro
salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del
alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba
subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum
incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir
—agregó—, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente
anochecer.
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.

Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz


de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último
Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables
de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres
judíos”; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot
antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del
triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró
que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable
negligencia al comisario Franz Treviranus.

Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo


abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de
la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres
de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la
Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo
equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese
triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y
mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales
locuras.

Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes.
Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el

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espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un
compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la
palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario.
Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha
permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel;
podemos estar muy tranquilos.
—Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy
tranquilos.
—Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los
Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de
la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de
curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un
caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más
afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina
visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota
posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó...
Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad
(nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban
ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación.
Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en
una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó
de haberle dedicado cien días.

El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la


turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros,
vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía
del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la
quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban.
Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro
en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.

Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón


principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la
vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los barrotes,
casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con
una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.

Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de


rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba
en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho
lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en
otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la

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casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio
una estrecha persiana.

La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot,


que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del
sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa
de salida.

Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular


definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante
comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió
por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en
espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera,
el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles
con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en
ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos
antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita
y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la
simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.

Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los
losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo
asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se
arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró
su voz.
—Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha,
apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en
su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no
menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik
Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e
hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con
una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada
quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos
y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi
cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos
como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la
sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se
alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era
imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban
realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi

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hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con
dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en
torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los
materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una
palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.

El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con
algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca.
Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y
acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la
madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el
insomio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un
artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del
Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la
mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una
sola puñalada en el pecho.Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia
le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por
la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la
muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el
miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de
que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca
de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí
que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a
justificar esa conjetura.

Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo


“sacrificio” elegí la del tres de enero. Muró en el Norte; para el segundo “sacrificio”
nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía
la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan.
Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí
encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido
articulada.

El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó,


un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable
sobrellevé (suplementado por una tenua barba postiza) en ese perverso cubículo de
la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé,
uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido
articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió
el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el
razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte,
otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el
Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatroletras; los arlequines
y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el

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manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de
ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de
cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted
agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto
que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado,
Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.

Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en
rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza
impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el
grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las
muertes simétricas y periódicas.

—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto


griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que
bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me
dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8
kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de
camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de
nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-
Roy.
Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto,
que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

Jorge Luis Borges fue un escritor, poeta, ensayista y traductor argentino,


extensamente considerado una figura clave tanto para la literatura en habla hispana
como para la literatura universal.

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