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Number 77 Article 18
Literatura Venezolana del Siglo XXI
2013
Citas recomendadas
Oliveros, Alejandro (April 2013) "Hacia un ars poética," Inti: Revista de literatura hispánica: No.
77, Article 18.
Available at: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss77/18
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HACIA UN ARS POÉTICA
Alejandro Oliveros
cosas”. Porque gracias a él podemos conocer situaciones ante las cuales los
métodos de conocimiento convencionales resultan insuficientes.
A pesar de no ser una de las formas de conocimiento más favorecidas
por estructuralistas y post-estructuralistas, fue precisamente un insight lo que
me reveló, bien tardíamente, por lo demás, lo que podríamos llamar mi “arte
poética”. Si bien es cierto que en uno de mis libros, escrito a comienzos de los
ochenta, aparece un texto con ese nombre en el original latino “Ars poetica”,
el asunto era el oficio de poeta en términos universales. El reiterado axioma
según el cual ningún poeta, con el limitado instrumento que se le ofrece, que es
el lenguaje, llega a decir enteramente lo que se propone. Lo que no se expresaba
en mi poema era una visión personal de la cuestión a la que refiere un “ars”.
¿A qué poética me había acogido durante mi largo ejercicio del oficio de poeta.
Durante años, mejor, décadas, dediqué no pocas reflexiones al tema. ¿De acuerdo
a qué principios escribía yo cuando escribía?
En tanto, mis colecciones se sucedían, con un frecuencia poco menos que
indeseada por el autor. Seguía publicando libros, los años continuaban su marcha
cruel, y no daba con una manera de explicarme y explicar. ¿A qué se debía que
mi obra poética se desarrollase de esa manera, sometida a las influencias más
variadas y presentada en las formas más disimiles? En mi primer poemario
(Espacios, 1974) habían sido Machado, William Carlos Williams y George
Oppen. Más tarde, esos modelos serían desplazados por los de Snodgrass, Robert
Lowell, Philip Larkin, Allen Tate y Ezra Pound (El sonido de la casa, 1983).
Luego, se sucedieron las influencias de Propercio y los surrealistas (Preludios,
1993); Ovidio (Tristia, 1996); la poesía del antiguo Egipto, Esquilo, Novalis,
Sánchez Peláez, Celan (Magna Grecia, 1999) hasta Michaux, Confucio y los
poetas latinos tardíos (Poemas del cuerpo, 2005). Se alternaban los asuntos y,
también, las formas. Desde los versos cortos y contenidos, al coloquialismo,
la fragmentación, los sonetos anglosajones, los endecasílabos, el poema en
prosa, los himnos, los versos libres y no tan libres. Enfrentado a las limitaciones
tantas de mi lírica, reconocía la falta de un “ars poetica” coherente como la
más grave. Una certeza que me producía un sordo complejo de inferioridad. Es
cierto que ninguno de mis escasos lectores, varios de los cuales han terminado
siendo mis prologuistas, lo habían resaltado. Pero no sería justo pedirles que,
a la generosidad, se sume el oficio de críticos literarios.
Pero fue un insight, esa desacreditada forma de episteme, lo que me ocurrió
una mañana del invierno de 2011, en uno de los espacios incontables del Palazzo
Reale de Milán. Justo a la entrada de la muestra dedicada a la Transvanguardia
italiana. Algo inesperado. No podría pensar que una exposición de pintura habría
de revelarme, en una suerte de epifanía, la clave escondida de un trabajo al cual
había dedicado no pocas de las mejores horas de mi vida. A la entrada misma de
los salones habían colocado un pendón con fotografías recientes de cinco de los
miembros del influyente movimiento plástico, Sandro Chia, Mimmo Palladino,
Nicola de Maria, Enzo Cucchi y Francesco Clemente. Debajo de los rostros
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avejentados y nobles de estos maestros, quienes una vez quisieron tomar el mundo
del arte por asalto, se leía una declaración de principios. Los fundamentos de
la tendencia tal como los formulara el crítico Achille Bonito Oliva a mediados
de los setenta. Los cuales no eran, en verdad, especialmente nuevos para mí,
porque los había conocido cuando me tocó reseñar la exposición de Clemente
en el Museo Guggenheim de Nueva York, a finales del siglo pasado. Lo que
decía Oliva en el pendón lo había ya leído e incluso citado textualmente cuando
escribí la crónica. Pero ahora, atraído misteriosamente por lo que se reproducía
en el pendón, los mismos conceptos, las mismas frases, se presentaban en forma
de epifanía. Sentí que aquello estaba escrito especialmente para mí. Era una
sensación extraña e inefable. Miré a mi alrededor a ver si a los otros visitantes
les ocurría lo mismo. Pero, después de mirar con indiferencia, que es la actitud
más corriente en estos casos, seguían de largo e ingresaban a las salas donde
los esperaba aquella selección memorable de trabajos de los cinco maestros
transvanguardistas. Por mi parte, en un primer intento, no pude terminar de leer
el luminoso, al menos para mí, texto. Era algo demasiado personal, demasiado
preciso y revelador. ¿Cómo no me había dado cuenta hasta ese momento? ¿Cómo
tuve que esperar justo cuarenta años para saber lo que tenía que haber sabido
desde que comencé a escribir poemas? Abandoné momentáneamente la lectura
y caminé hasta el imponente espejo de tiempos de Napoleón y Stendhal, que se
encontraba colgado en una pared a mi izquierda. Vi mi rostro confundido en el
azogue y me dije: “Alejandro, eso es lo mismo que tú has hecho con tu poesía”.
El texto hablaba de lo que Oliva llamaba la “crisis general de la civilización
occidental, que había producido un cuestionamiento del optimismo productivo
de la economía y del optimismo experimental de las neo-vanguardias”. La crisis
se habría producido a mediados de los setenta. Sin saber que se trataba de algo
tan trascendente, recuerdo mi desconfianza a la hora de escribir durante esos
años los poemas que integrarían mi primera colección, publicado en 1974. Ya
en ese momento sentí el agotamiento de la poesía escrita en nuestros países
bajo las influencias más diversas. No me atraían las tendencias, tan formidables
por lo demás, de la lírica francesa, los surrealistas, especialmente, pero también
Michaux y Perse, que tantos seguidores habían encontrado entre los poetas
venezolanos que me habían precedido. Tampoco los poetas beatniks, con
Whitman y Eliot, lo más conocido e influyente de la tradición anglosajona
en Venezuela. En esa colección, que llamé Espacios, me había acogido al
ejemplo de Machado en sus Campos de Castilla, un autor preterido por las
vanguardias de los años sesenta y setenta. Y tenían razón porque, como se
sabe, nada menos vanguardista que este libro del vate sevillano. Pero, si todo
en mi Espacios hubiese sido Machado, no habría ningún sobresalto. ¿Cómo
entender que, en mi segundo libro, El sonido de la casa, el maestro andaluz no
apareciera por ninguna parte y, en su lugar, modelos tan remotos como W.D.
Snodgrass o Larkin. En otro párrafo de la introducción donde Oliva sintetizaba
los principios estéticos de la transvanguardia, encontré lo que podía considerar
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