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Inti: Revista de literatura hispánica

Number 77 Article 18
Literatura Venezolana del Siglo XXI

2013

Hacia un ars poética


Alejandro Oliveros

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Oliveros, Alejandro (April 2013) "Hacia un ars poética," Inti: Revista de literatura hispánica: No.
77, Article 18.
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HACIA UN ARS POÉTICA

Alejandro Oliveros

Una de las formas de epistemología más desacreditadas en estos tiempos de


crisis epistemológica es lo que se conoce como “insight”. Un eufónico término
anglosajón que, como tantos otros vocablos de ese origen, no acepta con facilidad
su traslado a otra lengua. Se trata de una palabra que integra una preposición,
in (dentro, adentro), y un sustantivo, sight (mirada). Sería algo así como “mirar
desde dentro”, literalmente. O “mirada interior”, que no es mucho más preciso.
En inglés, la palabra deriva de internal sight, probablemente del alemán einsicht.
Shakespeare no parece haberla empleado y se define hoy en día, de acuerdo al
OED, como “Internal sight, mental visión or perception”. Aunque su segunda
significación es la que más nos interesa: “2. The fact of penetrating with the
eyes of understanding into the inner character or hidden nature of things”. En
castellano, los diccionarios escogen, de la manera más descaminada, la palabra
“percepción” para ofrecerla como equivalente. O “perspicacia”, aun menos
útil, lo mismo que “conocimiento”. “Entendimiento”, se acerca a la esencia del
término en inglés, si no fuera porque la Real Academia, siempre real y siempre
academia, la define como “Potencia del alma, en virtud de la cual concibe las
cosas, las compara, las juzga, e induce otras de las que ya conoce”. Como bien
puede y suele suceder cuando consultamos el DRA, ahora entendemos menos.
Se me ocurre que, en términos estrictamente demóticos, insight vendría siendo lo
que, mejor que nada, revela la expresión, “Se me encendió el bombillo”. Porque
es algo que ocurre así, de manera involuntaria y espontánea, sin planificación o
cualquier forma de apriorismo. No es que “encendí el bombillo”, sino que “se
me encendió”. Como por su cuenta. Como la rosa que es “sin porqué, florece
porque florece”. Lo interesante de la segunda definición de OED es que destaca
la capacidad que tiene el insight de acceder a la “naturaleza escondida de las
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cosas”. Porque gracias a él podemos conocer situaciones ante las cuales los
métodos de conocimiento convencionales resultan insuficientes.
A pesar de no ser una de las formas de conocimiento más favorecidas
por estructuralistas y post-estructuralistas, fue precisamente un insight lo que
me reveló, bien tardíamente, por lo demás, lo que podríamos llamar mi “arte
poética”. Si bien es cierto que en uno de mis libros, escrito a comienzos de los
ochenta, aparece un texto con ese nombre en el original latino “Ars poetica”,
el asunto era el oficio de poeta en términos universales. El reiterado axioma
según el cual ningún poeta, con el limitado instrumento que se le ofrece, que es
el lenguaje, llega a decir enteramente lo que se propone. Lo que no se expresaba
en mi poema era una visión personal de la cuestión a la que refiere un “ars”.
¿A qué poética me había acogido durante mi largo ejercicio del oficio de poeta.
Durante años, mejor, décadas, dediqué no pocas reflexiones al tema. ¿De acuerdo
a qué principios escribía yo cuando escribía?
En tanto, mis colecciones se sucedían, con un frecuencia poco menos que
indeseada por el autor. Seguía publicando libros, los años continuaban su marcha
cruel, y no daba con una manera de explicarme y explicar. ¿A qué se debía que
mi obra poética se desarrollase de esa manera, sometida a las influencias más
variadas y presentada en las formas más disimiles? En mi primer poemario
(Espacios, 1974) habían sido Machado, William Carlos Williams y George
Oppen. Más tarde, esos modelos serían desplazados por los de Snodgrass, Robert
Lowell, Philip Larkin, Allen Tate y Ezra Pound (El sonido de la casa, 1983).
Luego, se sucedieron las influencias de Propercio y los surrealistas (Preludios,
1993); Ovidio (Tristia, 1996); la poesía del antiguo Egipto, Esquilo, Novalis,
Sánchez Peláez, Celan (Magna Grecia, 1999) hasta Michaux, Confucio y los
poetas latinos tardíos (Poemas del cuerpo, 2005). Se alternaban los asuntos y,
también, las formas. Desde los versos cortos y contenidos, al coloquialismo,
la fragmentación, los sonetos anglosajones, los endecasílabos, el poema en
prosa, los himnos, los versos libres y no tan libres. Enfrentado a las limitaciones
tantas de mi lírica, reconocía la falta de un “ars poetica” coherente como la
más grave. Una certeza que me producía un sordo complejo de inferioridad. Es
cierto que ninguno de mis escasos lectores, varios de los cuales han terminado
siendo mis prologuistas, lo habían resaltado. Pero no sería justo pedirles que,
a la generosidad, se sume el oficio de críticos literarios.
Pero fue un insight, esa desacreditada forma de episteme, lo que me ocurrió
una mañana del invierno de 2011, en uno de los espacios incontables del Palazzo
Reale de Milán. Justo a la entrada de la muestra dedicada a la Transvanguardia
italiana. Algo inesperado. No podría pensar que una exposición de pintura habría
de revelarme, en una suerte de epifanía, la clave escondida de un trabajo al cual
había dedicado no pocas de las mejores horas de mi vida. A la entrada misma de
los salones habían colocado un pendón con fotografías recientes de cinco de los
miembros del influyente movimiento plástico, Sandro Chia, Mimmo Palladino,
Nicola de Maria, Enzo Cucchi y Francesco Clemente. Debajo de los rostros
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avejentados y nobles de estos maestros, quienes una vez quisieron tomar el mundo
del arte por asalto, se leía una declaración de principios. Los fundamentos de
la tendencia tal como los formulara el crítico Achille Bonito Oliva a mediados
de los setenta. Los cuales no eran, en verdad, especialmente nuevos para mí,
porque los había conocido cuando me tocó reseñar la exposición de Clemente
en el Museo Guggenheim de Nueva York, a finales del siglo pasado. Lo que
decía Oliva en el pendón lo había ya leído e incluso citado textualmente cuando
escribí la crónica. Pero ahora, atraído misteriosamente por lo que se reproducía
en el pendón, los mismos conceptos, las mismas frases, se presentaban en forma
de epifanía. Sentí que aquello estaba escrito especialmente para mí. Era una
sensación extraña e inefable. Miré a mi alrededor a ver si a los otros visitantes
les ocurría lo mismo. Pero, después de mirar con indiferencia, que es la actitud
más corriente en estos casos, seguían de largo e ingresaban a las salas donde
los esperaba aquella selección memorable de trabajos de los cinco maestros
transvanguardistas. Por mi parte, en un primer intento, no pude terminar de leer
el luminoso, al menos para mí, texto. Era algo demasiado personal, demasiado
preciso y revelador. ¿Cómo no me había dado cuenta hasta ese momento? ¿Cómo
tuve que esperar justo cuarenta años para saber lo que tenía que haber sabido
desde que comencé a escribir poemas? Abandoné momentáneamente la lectura
y caminé hasta el imponente espejo de tiempos de Napoleón y Stendhal, que se
encontraba colgado en una pared a mi izquierda. Vi mi rostro confundido en el
azogue y me dije: “Alejandro, eso es lo mismo que tú has hecho con tu poesía”.
El texto hablaba de lo que Oliva llamaba la “crisis general de la civilización
occidental, que había producido un cuestionamiento del optimismo productivo
de la economía y del optimismo experimental de las neo-vanguardias”. La crisis
se habría producido a mediados de los setenta. Sin saber que se trataba de algo
tan trascendente, recuerdo mi desconfianza a la hora de escribir durante esos
años los poemas que integrarían mi primera colección, publicado en 1974. Ya
en ese momento sentí el agotamiento de la poesía escrita en nuestros países
bajo las influencias más diversas. No me atraían las tendencias, tan formidables
por lo demás, de la lírica francesa, los surrealistas, especialmente, pero también
Michaux y Perse, que tantos seguidores habían encontrado entre los poetas
venezolanos que me habían precedido. Tampoco los poetas beatniks, con
Whitman y Eliot, lo más conocido e influyente de la tradición anglosajona
en Venezuela. En esa colección, que llamé Espacios, me había acogido al
ejemplo de Machado en sus Campos de Castilla, un autor preterido por las
vanguardias de los años sesenta y setenta. Y tenían razón porque, como se
sabe, nada menos vanguardista que este libro del vate sevillano. Pero, si todo
en mi Espacios hubiese sido Machado, no habría ningún sobresalto. ¿Cómo
entender que, en mi segundo libro, El sonido de la casa, el maestro andaluz no
apareciera por ninguna parte y, en su lugar, modelos tan remotos como W.D.
Snodgrass o Larkin. En otro párrafo de la introducción donde Oliva sintetizaba
los principios estéticos de la transvanguardia, encontré lo que podía considerar
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como los fundamentos de un “ars poetica”. En esas apretadas líneas, Oliva


proponía la superación de uno de los credos de la modernidad. Esa concepción
de la obra de arte como “forma orgánica”, y del trabajo del artista o poeta como
desarrollo, como evolución, que los teóricos de lo moderno habían precisado
en Baudelaire, padre ineludible de toda modernidad. Una frase se me antojó
como la clave para encontrar un principio teórico ha todo lo que hasta ahora he
escrito en forma de versos. Y, nunca olvido mi asombro, no tenía nada que ver
con Baudelaire, Poe o Mallarmé., sino con Darwin, el Charles Darwin de El
origen de las especies. Decía Oliva: “Las neo-vanguardias de la segunda post-
guerra se desarrollaron de acuerdo a una idea darwiniana y evolucionista… La
transvanguardia, por el contrario, trabaja fuera de estas coordinadas obligadas,
siguiendo una trayectoria nómada…” Para mí, en ese momento del húmedo
invierno milanés, esas palabras eran toda una revelación. La propia verdad
revelada en unos espacios tan poco propicios como los de Palazzo Reale. Descubrí
que el “nomadismo” que tanto me acomplejaba, podía ser considerado como
una categoría estética. La premisa que justificaba mi “trashumancia estilística”.
Lo que hasta ese momento había considerado como el estigma más obvio de mi
poesía, no lo era realmente, de acuerdo a Achille Bonito Oliva y los maestros
transvanguardistas. Enseguida me identifiqué con estos artistas que, cada uno
por su lado, hacían con sus pinturas y esculturas lo que yo había hecho con mis
poemas. Me sentí como ellos, incurso en una de las prácticas más duramente
condenadas por la ortodoxia modernista. Lo que se conocía como “eclecticismo
estilístico”. Una condena reiterada por los críticos de los años sesenta, quienes,
cuando querían desconsiderar a un poeta o artista que no se acogiera a los
principios del organicismo comentaban: “Lo que ocurre con X es que es muy
ecléctico”. Que es lo que yo he sido toda mi vida. He tomado de uno y otro.
No tengo un estilo propio de acuerdo a las convenciones de la modernidad. Mi
obra poética no ha evolucionado en términos darwinianos. He avanzado sin
una línea de desarrollo. A mediados de los noventa publiqué Tristia, en el cual
retrocedía a algunos de los asuntos de Espacios, escrito veinte años antes. Y,
además, escritos en forma de sonetos anglosajones sin rima. No parecía haber
un centro formal en lo que había publicado. Y pocas cosas más graves para un
poeta de la modernidad, inaugurada por Baudelaire y celebrada por los críticos
a lo largo de justo cien años. Pero he aquí que la lectura del pendón milanés me
había revelado la esencia de un estilo tan digno como cualquier otro. Un estilo
que Oliva llamaba “policéntrico y diseminado”. Sin rasgos de evolucionismo,
más bien se trataba de la “superación constante de las contradicciones”. De los
sonetos anglosajones de Tristia no evolucioné a ninguna parte, sino que reuní
elegías, himnos, poemas “herméticos” y homenajes en un volumen, Magna
Grecia, publicado a finales de 2001. Luego fue mi Poemas del cuerpo y otros,
donde la reiteración en el nomadismo estilístico es mucho más que obvia.
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Ahora, que tengo frente a mí el volumen de mis Poesías reunidas, publicado


por Pretextos en 2012, siento por fin superada la ausencia de un “ars poetica” en
mi trabajo. Me he convencido de que mi falta de evolucionismo no es postura
condenable en estos tiempos de superación de la modernidad e instauración de
una neomodernidad. Mi nomadismo estilístico puede ser considerado como
una poética tan legítima como cualquier otra. Un descubrimiento al que llegué
gracias a ese método de conocimiento, tan injustamente preterido, que es lo que
los anglosajones, con sabiduría, han llamado insight.

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