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Les daré una Torre

Por Juan Forn

En abril de 1918, Lenin dio orden de destruir toda la estatuaria zarista y reemplazarla con monumentos al
bolchevismo y la Revolución. Hay una foto de esa época en donde se lo ve inaugurando un par de estatuas

gemelas de Marx y Engels de medio cuerpo. La leyenda dice que, en plena inauguración, Lunacharski

comentó en voz baja que parecían una pareja tomando un baño de asiento. En ninguna revolución hay mucho

espacio para el humor. La rusa tuvo en sus inicios la suerte de contar con Lunacharski como Comisario de las

Artes. Y Lunacharski tuvo la milagrosa fortuna de que Lenin y Trotsky lo autorizaran a dar a los vanguardistas

rusos de la época un lugar en la construcción del Hombre Nuevo. De todos esos vanguardistas, ninguno tan

delirante y genial (lo que no es poco decir en una lista que va de Malevitch a Maiacovski y de Eisenstein a

Grodchenko) como Tatlin, el hombre que soñó el monumento más alucinado que pueda concebirse y por
supuesto no logró hacerlo realidad.

Tatlin es famoso por esa torre que nunca construyó, el Monumento a la Tercera Internacional. Iba a medir

cuatrocientos metros de altura, iba a girar sobre su eje en forma espiralada (en realidad, cada una de sus

partes iba a girar a diferente velocidad: el cubo inferior daría un giro por año; el cilindro siguiente, un giro

completo cada mes; la cúpula de cristal rotaría cada día sobre su eje y cada noche cubriría el cielo ruso de
consignas revolucionarias), iba a ser una cachetada a Eiffel y su vacuo mercantilismo arquitectónico, iba a ir

más allá del Coloso de Rodas y del Faro de Alejandría y ni hablemos de la Torre de Pisa. Iba a ser el

pararrayos del mundo, o más bien su antípoda, cuando empezara a irradiar en todas direcciones los rayos del
bolchevismo y la Revolución. Iba a ser, en palabras de Lunacharski, el primer monumento soviético sin barba.

Pero no sólo no se construyó nunca, sino que tampoco se sabe con certeza si iba a ser una torre: después de

caer en desgracia, Tatlin se pasó la segunda mitad de su vida entre gallinas, inventando una máquina de volar

que bautizó Letatlin (no era un autohomenaje: “letat” quiere decir volar, en ruso), pero en sus ratos libres

volvía de tanto en tanto a los planos de su Torre, que por supuesto se perdieron luego de su muerte más que

anónima, en 1953. Uno de sus colaboradores, de los pocos que siguieron visitándolo veinte, treinta años
después de fracasar clamorosamente en el utópico intento de construirla, aseguraba que, en sus últimos
tiempos, Tatlin había recuperado a tal punto el amor por la navegación de sus años juveniles, cuando era

cadete de marina (venía de una familia de holandeses constructores de barcos, migrados a Rusia), que había

empezado a pensar que la Torre debía ser un objeto que se trasladara por la URSS sobre las aguas. ¿Acaso

el bolchevismo no era capaz de cambiar hasta el curso de los ríos en su territorio? ¿Qué le impedía trasladar
por aquellas aguas un objeto de cuatrocientos metros de altura?

Tatlin tenía treinta años cuando fue puesto a cargo de la renovación estatuaria en el nuevo Estado soviético e

inició su magno proyecto, inspirado en partes iguales por el modernismo de Occidente, el espíritu

revolucionario y la milenaria alma eslava. Debió saber que nunca llegaría a construir su Torre, y no sólo por

razones estructurales o económicas. La reacción oficial a la maqueta de cinco metros de altura que presentó

en público en 1921 fue tibia: Trotsky celebró el rechazo a las formas tradicionales pero le inquietó un poco que

la Torre pareciera el esqueleto de una obra en perpetua construcción. Ehrenburg elogió el diseño pero

lamentó la falta de figuras humanas. Shklovski dijo que sería el primer monumento hecho de hierro, vidrio y

revolución. Pero lo que decidió a Stalin a descabezar de cuajo el proyecto fue oír que la Torre generaría

asociaciones e interpretaciones de la misma manera en que lo hacía la poesía con las palabras, y que esas
asociaciones e interpretaciones flotarían en el aire soviético como perpetuos copos de nieve.

Una de las curiosidades del avant-garde revolucionario ruso fue su fascinación con Marte (por ser el planeta

rojo). Puede decirse, en más de un sentido, que Tatlin inventó la arquitectura extraterrestre: a pesar de su

enorme masa, la Torre debía ser más aérea que cualquier otro monumento. De hecho, inicialmente la idea era

que fuese un dirigible en perpetua órbita por los cielos soviéticos, lo que la convierte en el artefacto más

marciano de la Rusia bolchevique. Y así se la recibió cuando aquella maqueta de cinco metros de altura fue

presentada en el pabellón soviético de la Exposición de París de 1925: ni siquiera Le Corbusier y Mies Van

der Rohe la pudieron tomar del todo en serio. La maqueta quedó a cargo del PC francés, que se olvidó de
pagar la tarifa del depósito y, cuando quisieron acordarse, nadie sabía adónde había ido a parar.

La mística de la Torre de Tatlin para las generaciones siguientes, especialmente en Occidente, tiene mucho

que ver con lo poco que se sabe de ella y de su inventor. En 1968, con los aires revolucionarios impregnando

la atmósfera, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo dedicó una muestra de homenaje a Tatlin: no tenían

una sola pieza original del autor, ni siquiera las cacerolas y demás enseres domésticos que supo diseñar en

sus inicios. Sólo había apuntes dispersos y testimonios orales y un par de fotos de Tatlin y su equipo

sonriendo orgullosos junto con la maqueta terminada. La reconstrucción de aquella maqueta (que se

convertiría en el logo de una famosa colección de libros de la Nueva Izquierda) viajó a Eindhoven al año

siguiente y cuando volvió fue imposible de rearmar: alguien se había robado algunas piezas. Algunos dijeron

que había sido mal armada de antemano, otros dijeron que era imposible de armar tal como la había
imaginado Tatlin. Lo mismo sucedió en una megamuestra del Pompidou de 1984, titulada París-Moscú: se

exhibió allí otra maqueta de la Torre pero nadie le prestó especial atención. Ya soplaban los vientos de la
posmodernidad: se la consideró un mero ejemplo más de que los soviéticos eran los indiscutidos creadores
del género ciencia-ficción.

El círculo se cierra en 1999 cuando el historiador japonés de arquitectura Takehiko Nagakura, un especialista

en monumentos nunca construidos, realizó un cortometraje espectral en que la Torre de Tatlin ocupa su lugar

en el cielo peterburgués, mucho más alta y solitaria y perdida entre las nubes que sus dos solemnes vecinos,

el Palacio de los Soviets y la Basílica de Firminy junto al río Neva. Las distintas partes de la Torre giran sobre

sus ejes. Todo lo que ansió Tatlin de ella ha encarnado en esas imágenes. Lo único que Nagakura no se

atrevió a hacer es a darle palabra a la Torre, de manera que la cúpula no proyecta consignas que floten como

copos de nieve en el cielo de esa ciudad que, si tuviera la Torre, y esa Torre hablara, sería sin la menor duda
el paisaje que más me gustaría contemplar cuando me llegue el momento de dejar este mundo.

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