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Siete días de mayo: la sombra de un golpe

sobre Washington
Posted by Emilio de Gorgot

Vamos a hablar de una película, pero también de un periodo fascinante de la historia


estadounidense. Hubo un momento, a principios de los años sesenta, en que a un par de
escritores —Fletcher Knebel y Charles Bailey— les dio por imaginar un complot militar para
derrocar por la fuerza al gobierno de los Estados Unidos de América. Algo que hoy quizá nos
pueda parecer improbable, desde luego. Algo que incluso unos años antes de la publicación de
su libro, en la época de posguerra, a nadie se le hubiese ocurrido plantearse. Las fuerzas
armadas habían sido las grandes defensoras de la nación y de las democracias occidentales
frente al ascenso del fascismo en Europa y Japón. ¿Cómo sospechar de tan nobles y heroicas
instituciones?
Pero lo cierto es que cuando en 1962 se publicó el libro Seven days in May, no solamente se
convirtió en un éxito de ventas sino —lo que resulta más significativo— que personalidades tan
destacadas como el propio presidenteJohn F. Kennedy se interesaron vivamente por él. De
hecho se reveló como un lector entusiasta: al saber que el director John Frankenheimer y el
actor Kirk Douglas intentaban sacar adelante la versión cinematográfica, Kennedy animó la
empresa cuanto le dejaba su posición, prestándose a colaborar con la realización de la película
por mediación de su gabinete. El entusiasmo de Kennedy por la obra no era exclusivamente
literario: Seven days in May era un libro interesante por todo lo que se contaba en él, un buen
ejercicio de política-ficción. Pero no dejaba de tener las hechuras del típico best-seller y no era
una obra maestra. Sin embargo, según parece, el Presidente encontraba plausible lo narrado
en el argumento: una conspiración de la cúpula militar para, aprovechando un domingo de
maniobras en que las fuerzas armadas simulaban una alerta máxima, abolir el poder
democrático y hacerse con el timón de la nación por la fuerza. La idea puede parecer
exagerada y más en un país que, con todos los defectos de su sistema, tiene una arraigada
tradición democrática. Pero, situándonos en aquel 1962, la hipótesis no resultaba
completamente descabellada. El afán de Kennedy por ayudar a difundir el mensaje de la novela
tenía buenos motivos. En el ámbito político existía bastante recelo sobre la postura ideológica
de no pocos mandos militares: las fuerzas armadas estadounidenses distaban mucho de gozar
con una alta oficialidad impecablemente democrática. Algunos importantes generales habían
dado serias muestras de un extremismo que rayaba en la extrema derecha, cuando no podía
calificarse directamente como tal. Esto era algo que no le escapaba ni a Kennedy ni a otros
políticos sensatos. Por fantástica que la hipótesis se les hubiese antojado unos años antes,
cabía preguntarse: en el momento en que se produjese algún acontecimiento o giro político que
provocase una ruptura ideológica definitiva entre el gobierno y las fuerzas armadas, ¿cuál será
la actitud de esos altos oficiales? ¿Podría realmente desarrollarse una conspiración?

John Frankenheimer captó a la perfección el estilo adusto del brillantísimo guionista y


maestro de la fantasía televisiva, Rod Serling.

Obviamente, la hipótesis del complot militar era el peor de los casos posibles, pero desde
algunos años atrás las relaciones entre el ejecutivo y el Estado Mayor distaban mucho de ser
felices. El propio Kennedy y su Secretario de Defensa, Robert Mcnamara, habían tenido serios
encontronazos con algún que otro mando militar de corte extremista. El jefe del Estado Mayor
del Aire,Curtis LeMay había tenido serias discrepancias con la Casa Blanca durante famosa
“crisis de los misiles”, insistiendo en que se permitiese a sus aviones lanzar bombas nucleares
sobre Cuba. La negativa del Presidente había enfurecido a LeMay, además de significar el
principio de la agria enemistad entre el general y McNamara. Una enemistad, por cierto, que se
prolongaría a sucesivos gabinetes: ya fallecido Kennedy, el comandante de la aviación seguía
enfrentándose al todavía Secretario de Defensa con motivo de las tácticas a emplear en la
guerra de Vietnam. Aquello provocó que LeMay empezase a recibir presiones para aceptar un
retiro voluntario, cosa que hizo sólo para meterse en política: se presentó como candidato a
vicepresidente de los EEUU con un partido independiente, como segundo —nada más y nada
menos— que el varias veces gobernador de Alabama, George Wallace. Bien notorio, para
quien no conozca al personaje, por su racismo y su furibunda defensa del segregacionismo.
Por si fuera poco, la cúpula política no podía ignorar que LeMay había sido arquitecto de varios
de los más sanguinarios bombardeos de la II Guerra Mundial (se calcula que sus bombardeos
mataron entre un cuarto de millón y medio millón de japoneses), que era un ferviente partidario
de la doctrina de “atacar primero” y que, como notábamos, no era reacio al uso de armas
nucleares.
Volviendo a 1962 y al panorama que Kennedy se encontraba entre la oficialidad, no menos
preocupante resultaba la electoralmente poco exitosa pero sonada carrera política del ex-
general Edwin Walker, poseedor de un preocupante historial de desvaríos ideológicos.
Graduado en West Point, Walker había sido dirigido cuerpos de infantería en la II Guerra
Mundial y en la Guerra de Corea. A mediados de los cincuenta fue destinado como
comandante en la guarnición de Little Rock, Arkansas. Allí comenzaron los problemas entre el
general y la Casa Blanca. El instituto de Little Rock iba a recibir a nueve alumnos negros por
primera vez en su historia y se esperaban tumultos durante el primer día de clase. El
presidente Dwight D. Eisenhower, deseoso de favorecer la política de integración, aprovechó
que en la ciudad había un cuartel de infantería y ordenó al general Walker que usara a sus
soldados para proteger a los nuevos alumnos y evitar disturbios. El general cumplió la orden a
regañadientes, pero hizo notar que darle aquel uso al ejército iba “contra su conciencia” y el
Presidente llegó a criticarlo públicamente por posicionarse políticamente llevando el uniforme.
No hay que olvidar que el propio Eisenhower tenía una brillante carrera militar a sus espaldas,
de hecho llegó a la presidencia gracias a ser el militar más admirado de la nación: general de
cinco estrellas y comandante máximo del Desembarco de Normandía entre otras cosas. Pero
eso, como vemos, no evitó que una vez ejerció el poder civil tuviese relaciones muy tensas con
algunos mandos del ejército.
Tras proteger a los alumnos de Little Rock, cumpliendo aquellas órdenes con las que no estaba
de acuerdo, Walker terminó presentando una carta de dimisión al Presidente, pretendiendo
renunciar a sus galones e incluso a su pensión militar. Einsenhower rechazó la dimisión, quizá
para evitar un escándalo, y a cambio le ofreció el puesto de comandante de las tropas
estadounidenses acuarteladas en Alemania. Pero para entonces Walker ya era un activo
habitual en círculos extremistas tanto de corte político como religioso. En Alemania, el díscolo
general se dedicó a adoctrinar a sus soldados distribuyendo publicaciones de un lobby
ultraderechista. El asunto fue destapado por la prensa y Einsehower relevó a Walker de su
nuevo cargo. El general volvió a presentar su renuncia. Esta vez el Presidente sí aceptó. Ya
como civil, Walker empezó una carrera política consistente en ir por todo el país dando mítines
ante una audiencia entusiasta, si bien electoralmente minoritaria. Los autores de Seven days in
May modelaron el personaje principal de su libro —un general golpista— basándose en la
figura de Edwin Walker.

El extremista general Walker, enfrentado a Eisenhower y Kennedy, sirvió para modelar la


figura de un posible militar golpista en la ficción.
En 1962 —el año de publicación— volvieron a usarse tropas para garantizar la asistencia de un
alumno negro a clase, esta vez e la Universidad de Mississipi. Edwin Walker volvió a estar
presente, pero ya no como jefe militar poniendo orden en nombre del gobierno, sino como civil,
protestando activamente contra la presencia de soldados para garantizar la política de
integración. Walker, convertido en un revoltoso populista, alentaba a sus partidarios por radio,
animando a que la gente acudiese a la Universidad para ofrecer resistencia a “los Anticristos
del Tribunal Supremo” que habían permitido el uso del ejército para ofrecer cobertura y
protección a un alumno negro en su primer día de clase. Sobre el papel, la protesta de Walker
se ceñía a lo que él consideraba un empleo inapropiado de las fuerzas armadas, pero nadie
ignoraba que sus ideas segregacionistas estaban detrás (el infame George Wallace también
estaba involucrado en el asunto).

Durante varias horas de disturbios se produjeron dos homicidios, varios policías recibieron
disparos de bala por parte de la multitud que protestaba y hubo cientos de heridos.El ex-
general Walker fue detenido bajo la acusación de insurrección contra el gobierno federal. Fue
condenado, pero no llegó a pisar la cárcel: después de un inexplicable tira y afloja en torno al
dictamen de su examen psiquiátrico, sólo pasó unos días en una institución mental y salió libre
sin más problemas. Más tarde inició una lucrativa campaña de demandas contra la prensa: los
periodistas habían señalado el papel de Walker como instigador de actos violentos contra la
policía en las revueltas, actos que habían incluido los famosos tiroteos contra agentes de los
U.S. Marshalls. Los tribunales de Texas le dieron la razón al ex-general, afirmando que los
titulares de los periódicos habían sido “difamatorios”. Edwin Walker ganó más de tres millones
de dólares en compensaciones, así que salió bien parado de su acto de insurrección
(curiosamente, su única y breve condena carcelaria llegó mucho más tarde, en 1976: cuando
contaba con sesenta y seis años fue detenido por conducta pública indecente tras meterle
mano a un policía de paisano en un parque).

No resulta extraño, pues, que cuando kennedy llegó al poder cundiesen las dudas sobre lo que
podía cocerse internamente en las fuerzas armadas y lo extendidas que pudieran estar ciertas
actitudes antidemocráticas entre los mandos militares. No había ayudado el discurso de
despedida del presidente saliente. Pese a su célebre carrera militar y su condición de héroe de
guerra, Dwight D. Eisenhower alertó a la nación sobre el “complejo industrial-militar” que
intentaba apoderarse de los hilos del poder. Eso, en directo, en televisión y ante todo el pueblo
estadounidense. Eran unas palabras chocantes viviendo del más famoso de los ex-generales
estadounidenses. Podría decirse pues que el recelo de la Casa Blanca ante el ejército no era
una manía personal de Kennedy. Generales de tan alto rango como LeMay y Walker habían
demostrado poco aprecio por las decisiones de la Casa Blanca, aunque ninguno de ellos había
llegado a rebelarse abiertamente vistiendo el uniforme. Era un signo preocupante. Otros
comandantes militares podían también albergar parecidas actitudes radicales, aunque más
discretamente. Resultaba inquietante pensar en que militares con esas características pudieran
terminar poniéndose de acuerdo para pararle los pies a Washington. Más o menos remota
según la opinión de cada cual, pero la posibilidad estaba ahí: en el momento en que ya no les
gustase el gobierno democráticamente elegido, quién sabe si intentarían ejercer algún tipo de
presión o incluso dar un puñetazo sobre la mesa. ¿Era esta posibilidad real? ¿Resultaba
factible un golpe de estado?

En mitad de este ambiente se publicó Seven days in May. La novela trataba de manera quizá
algo simplista pero muy elocuente el desarrollo de un complot en la cúpula de las fuerzas
armadas. Aun tratándose de pura elucubración ficticia, el argumento no parecía demasiado
inverosímil. Es más, por momentos se antojaba preocupantemente realista.
El guión para la adaptación cinematográfica fue elaborado nada menos que por Rod Serling,
autor de la inolvidable serie The twilight zone. El trabajo resultante —para algunos, el más
logrado guión de Serling— mejoraba bastante el libro original, afilando los diálogos,
concretando más las situaciones y adoptando una narrativa sencilla, cortante, repleta de
pequeños detalles que apelaban a la inteligencia y aguda percepción del espectador. La
probada solvencia de Serling para elaborar historias de suspense, terror psicológico y ciencia-
ficción se tradujo en un brillante ejercicio de política-ficción sin concesiones. El director del film
tampoco pudo ser más indicado: John Frankenheimer no solamente se había especializado en
cine político con su notable The Manchurian candidate, sino que supo captar a la perfección el
estilo adusto y milimétrico que Rod Serling le había conferido al guión. Como decíamos más
arriba, Frankenheimer fue el principal y más entusiasta impulsor de la adaptación
cinematográfica del libro, junto a Kirk Douglas. El actor quería interpretar inicialmente al general
golpista que conspira para derrocar al Presidente, pero cedió ese papel con el fin de que Burt
Lancasteraceptase formar también parte del rodaje. El reparto principal se completó
con Fredric March y Ava Gardner, ambos igualmente brillantes en sus trabajos, muy
especialmente un espectacular March que redondeó soberbiamente un Presidente ficticio que
bien podría haber caído en la caricatura.
En el argumento del film, el coronel Casey (Kirk Douglas) es el principal ayudante y mano
derecha del general Scott (Burt Lancaster). El general Scott es el jefe del Estado Mayor
Conjunto; por lo tanto la máxima autoridad militar por debajo del Presidente y el Secretario de
Defensa. Es el militar más importante del país y sólo está obligado a obedecer órdenes de la
Casa Blanca. Sin embargo, el general es un personaje polémico a causa de su oposición
pública a un tratado de desarme nuclear que se acaba de firmar con la URSS. Su postura
frente al tratado lo ha convertido en una figura mediática. El discurso populista que defiende lo
ha convertido en un personaje admirado por muchos norteamericanos, aunque otros ven con
recelo que el más alto mando militar del país se dedique a hacer lo que casi parece una
campaña política propia. Pese al carácter controvertido del general Scott, el coronel Casey
admira y respeta a su jefe. Además, parece compartir su actitud sobre el tratado de desarme,
aunque al contrario que su superior apenas se permite pronunciarse políticamente. Casey se
centra en su profesión: trabaja abnegadamente en la preparación de unas maniobras que se
celebrarán esa misma semana. Se trata de un ejercicio de Alerta Máxima, un simulacro de
respuesta ante un hipotético ataque sorpresa soviético. En el desarrollo de dicho ejercicio
participarán las fuerzas de tierra, mar y aire, además del mismísimo Presidente, que simulará
huir en helicóptero a un búnker.

Durante esos días, mientras desarrolla su trabajo en el Pentágono, el coronel Casey observa a
su alrededor ciertos detalles extraños a los que en principio no concede demasiada
importancia, pero que cuando empiezan a acumularse van despertando progresivamente su
suspicacia. Se trata de pequeñas cosas que, en principio parecen, no tener conexión entre sí.
En este punto inicial del film, el guión de Serling va desgranando esos detalles hábilmente, a
modo de pequeñas pistas, a veces con tanta sutileza que el espectador se las pierde si osa
pestañear. El coronel Casey decide no tomarse en serio sus propias sospechas cuando los
indicios parecen conducir a algún tipo de conspiración urdida por su admirado superior, algo
que le parece inconcebible. Pero cuando la cantidad de indicios se vuelve abrumadora, deduce
que realmente existe de un complot y que el programado simulacro de Alerta Máxima será la
excusa para llevar a cabo un golpe de estado. Casey, pese a no tener pruebas fehacientes de
la conspiración, acude a la Casa Blanca y alerta al Presidente. A partir de ahí, el argumento es
un tira y afloja para tratar de descubrir si el complot es verdadero y, de serlo, buscar la manera
de anularlo en una lucha contrarreloj entre el poder político y la sediciosa cúpula militar.

Siete días de mayo no es una película de acción. Quien espere tiros y persecuciones quedará
bastante decepcionado. Es un thriller político basado sobre todo en los diálogos y las
informaciones que el guión va suministrando al espectador a modo de pistas y pequeñas
píldoras, sobre todo durante la milimétricamente construida primera parte del film. Otra de sus
bazas son los duelos interpretativos, muy especialmente algunas secuencias memorables entre
Kirk Douglas, Fredric March y un arrollador Burt Lancaster que sin recurrir a aspavientos, borda
sin embargo el rol de militar de peligroso corte fascistoide. En Siete días de mayo tampoco hay
música espectacular ni se busca el entretenimiento fácil. De hecho, la película podría parecer
un episodio largo y elaborado de The twilight zone, y no sólo por el hecho de compartir
guionista, sino también por el estilo en que está filmada.
El general LeMay quiso terminar la Crisis de Cuba a base de bombas nucleares. Se enfadó
mucho cuando Kennedy no se lo permitió.

Algunos resortes del argumento podrán parecernos un tanto “naif” vistos desde el día de hoy,
como el inocente idealismo con que es representado el Presidente de los Estados Unidos. Pero
cabe recordar dos cosas: primero, la película fue rodada durante la era Eisenhower-Kennedy,
esto es, durante la época de mayor popularidad de la figura del Presidente. Antes de que
aparecieseNixon y la figura del Presidente perdiese todo su aura ante el público americano. Y
segundo, que dentro el argumento de Siete días de mayo el Presidente es no solamente un
personaje, sino también un símbolo: representa al sistema democrático, al pueblo que lo ha
elegido mediante votación frente al posible establecimiento de un poder militar por la fuerza.
Ciertamente, Siete días de mayo es una película maniqueísta en algunos aspectos, pero no
podría ser de otra manera sin que la seca narración perdiese parte de su fuerza. Ha de ser así
porque la historia plantea una dicotomía abierta: democracia frente a subversión militar, y no
deja mucho lugar para las medias tintas. No es una película ambigua ni psicológica —aunque
algunos personajes principales están muy adecuadamente definidos—, tampoco tiene vocación
de documental. Es más bien un ejercicio de pura reflexión política y un toque de atención al
público sobre lo que podría estar cociéndose dentro de su propio país, en un momento donde
las tensiones internas y externas estaban alcanzando cotas máximas: ¿saben ustedes
realmente cómo son y cómo piensan quienes comandan las fuerzas armadas y tienen el control
directo del armamento? ¿Están ustedes dispuestos a confiar ciegamente en ellos? ¿Qué
sucedería si un buen día esos señores deciden que no les gusta el poder político
democráticamente elegido y deciden derrocarlo mediante el uso de la fuerza? ¿Cómo
reaccionarían ustedes? ¿Hasta qué punto hay que vigilar al poder militar?
Además se dio una particular circunstancia: el film fue estrenado después de que el presidente
Kennedy fuese asesinado en Dallas. Aunque la mayor parte del público daba por buena la
explicación oficial que atribuía el crimen a un asesino único —las teorías conspirativas sobre el
suceso aún no estaban en boga—, no cabe duda de que la muerte de Kennedy ayudó a que se
empezase a incubar en el estadounidense una nueva manera de percibir su propia la nación. El
famoso tiroteo de Dallas parecía contradecir la creencia común de que la democracia era una
realidad asentada y felizmente aceptada por todos, o de que la estabilidad política podía darse
por sentada. La paranoia anticomunista de McCarthy había pasado de moda —aunque estas
cosas siempre dejan huella— y la gente medianamente normal ya no pensaba que el aparato
del Estado estaba repleto de soviets encubiertos (precisamente el querer forzar esa idea había
causado la desgracia pública del hasta entonces persuasivo senador) sin embargo, el que el
Presidente fuese abatido a tiros en público constituyó un verdadero “shock”. Por más que el
asesinato de Kennedy se atribuyese a un simpatizante comunista, Lee Harvey Oswald,
semejante hecho abría la puerta para que algunos pensaran que quizá no sólo los pro-
soviéticos estaban descontentos con el sistema. Tal vez Oswald era un fanático, pero ¿qué
garantías había de que en otros círculos, como el militar, no se destapase también algún
lunático? Algunos militares habían dado buenas muestras de no tener una mentalidad
demasiado tolerante. Nadie era capaz de asegurar que alguien similar a Walker o LeMay no se
propusiera un día terminar con otro presidente, pero valiéndose no de una escopeta de
precisión, sino del aparato militar.
Pero dado que la narración tiene esa sequedad tan típica de Serling y del mejor
Frankenheimer, sin melodramas innecesarios ni distracciones fáciles, la película sigue siendo
muy fácil de disfrutar hoy en día, al menos para quien guste del thriller político en estado puro.
No ha quedado anticuada gracias a la sencilla vigorosidad de su estilo, aunque es obviamente
un producto de su tiempo. Como también lo son las contemporáneas Punto límite deSidney
Lumet o Dr. Strangelove de Stanley Kubrick, que también reflejan la ansiedad que la
proliferación nuclear causaba en la sociedad estadounidense. Cualquier ciudadano podía
hacerse turbadoras preguntas sobre aquellos que tenían “el dedo sobre el botón”, sobre cuáles
eran los mecanismos de control en el caso de que alguien decidiera sobreponerse al poder civil
o sencillamente cometiera un error en todo el proceso. La proliferación de armamento atómico,
los casos de militares extremistas y sus abiertas discordancias con la Casa Blanca, el
incremento de la tensión con la URSS, el escalofriante episodio de la Crisis de los Misiles en
Cuba, el asesinato de Kennedy… el estadounidense medio tenía buenos motivos para recibir
con los brazos abiertos aquellos films que reflexionaban en voz alta sobre la tenebrosa deriva
de la era atómica. De todas estas películas, Siete días de mayo no es la más cínica —ese
honor le corresponde obviamente al film de Kubrick— pero sí la que presenta el asunto de
manera más realista e inquietante.
Tal vez ahora, en pleno siglo XXI, un levantamiento militar contra Washington nos parece más
improbable. Muchos pensarían más bien que los presidentes de los Estados Unidos no son ya
héroes idealistas que representan noblemente al pueblo, sino que sirven (o en el mejor de los
casos, ceden) a intereses que, tal y como advertía Eisenhower, han conciliado los respectivos
anhelos de poder de la maquinaria militar y de la maquinaria corporativa. E incluso quienes
quieran ver a los inquilinos de la Casa Blanca como honestos tutores de una democracia
limpia, difícilmente imaginarán que la cúpula militar quiera deshacerse de ellos si las cosas se
ponen feas. Pero eso no significa que Siete días de mayo haya perdido su vigencia. En
absoluto. Puede que la conspiración que describe ya no sea tan factible en nuestros días (en
los Estados Unidos, se entiende… porque en España sin ir más lejos hemos vivido algún golpe
militar no hace tanto tiempo) y ahora mismo es difícil imaginar a un general estadounidense
intentando tomar la Casa Blanca por la fuerza. Pero la reflexión del film continúa siendo
igualmente poderosa. Allá donde hay un poder, surgen contrapoderes en ocasiones de una
naturaleza preocupante. Allá donde hay un Estado, puede aparecer un mini-estado dentro del
primero. Las maquinarias políticas y militares están compuestas por seres humanos y tienen a
seres humanos en puestos clave; dado que los seres humanos son falibles, cabe temer que las
maquinarias para las que trabajan también lo sean. Los hechos que Siete días de mayo cuenta
y las reflexiones que hace siempre serán importantes en algún tiempo y lugar. Siempre habrá
elementos opuestos a la voluntad de la mayoría democrática; no siempre estarán en situación
de intentar subvertir esa voluntad, pero es importante que una sociedad se preocupe de que
nunca lleguen a estarlo. ¿Quién puede afirmar con seguridad en qué puestos de importancia no
estarán algunos de esos elementos o cómo reaccionarán en un momento dado? Es una
interesante cuestión, que no se limita únicamente al ámbito militar, aunque en esta película sea
el ejército quien centra la atención. Quién sabe, quizá cambiando el concepto “era nuclear” por
“crisis económica”, todavía podamos sentirnos identificados:
“El general Scott no es el enemigo. Incluso los muy emocionales e ilógicos lunáticos marginales
tampoco son el enemigo. El enemigo es una era; la era nuclear. Ha matado la fe del hombre
sobre su propia capacidad para tener alguna influencia sobre lo que le ocurre. De esto surge un
sentimiento de hastío y de ahí la frustración, un sentimiento de impotencia, de indefensión, de
debilidad.”
Y bueno, a quien no le apetezca llegar tan lejos ni reflexionar tanto y quiera tomarse Siete días
de mayo como lo que en principio es, sólo como un mero ejercicio de ficción… no hay
problema, hallará aquí una gran película de intriga, con un guión magnífico, grandes actores
(sobre todo un inolvidable Lancaster) y ese tipo de apelación a la inteligencia del espectador
que cada vez abunda menos en las salas de cine.

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