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“DE COQUINA”

“El hombre es lo que come... por


eso la sangre de patata no es
buena para hacer la revolución.”

Feuerbach

Los antropólogos parecen coincidir en la consideración de los


rasgos culinarios como los más permanentes en la conformación de la
cultura de los pueblos. La cocina cumple una misión primordial en el
establecimiento del entramado de los factores cohesionantes que
permiten la formación de unidades culturales homogéneas en las que los
individuos se reconocen a sí mismos como pertenecientes a una
colectividad. Si la misión de la cultura es brindar seguridad frente a la
hostilidad del mundo circundante, la cocina se erige en uno de sus más
importantes bastiones por su condición de filtradora y organizadora de
los elementos nutrientes que cada ser humano ha de incorporar para su
subsistencia. Lo más íntimo de cada individuo, su interioridad, es violada
necesariamente cada día por elementos que le son ajenos pero
imprescindibles. Es por ello que se hace necesario controlar esos
elementos cuidadosamente y especialmente en el caso del género
humano por su condición específicamente omnívora.

El omnivorismo es un táctica adaptativa no demasiado extendida


en el reino animal y que presenta una acusada bifacia. Es lo que
Fischler(1) muy agudamente llama “la paradoja del omnívoro”. Por una
parte sus ventajas adaptativas son palmarias: disfrute de un mayor
número de especies nutrientes, permisividad de conquista de un mayor
número de hábitats, adaptación a los cambios climáticos, etc. La otra
cara la presenta esa misma falta de especialización que conlleva una
pérdida de la capacidad de distinción instintiva de los alimentos que son
beneficiosos de los que son nocivos de que gozan las especies
nutritivamente especializadas. La libertad de elección se ve constreñida
por la prudencia. La necesidad de experimentación y búsqueda de nuevas
fuentes nutritivas, por el conservadurismo, lo que Fishler sitúa en “la
tensión, la oscilación entre los dos polos: el de la neofobia (prudencia,
temor a lo desconocido, resistencia a la innovación) y el de la neofilia
(tendencia a la exploración, necesidad de cambio, de novedad, de
variedad)” (1) .

Está demostrado que en otras especies omnívoras el factor


selectivo de los alimentos beneficiosos es el aprendizaje social, un
mecanismo adaptativo que permite sortear la paradoja mediante una
capacidad comunicativa que hace circular la información basada en la
experiencia (beneficio/perjuicio) entre los distintos miembros de la
especie.

En el caso de la especie humana y dada su especialización en dar


contenidos simbólicos a esa capacidad comunicativa que disfrutan otras
especies, el dilema se resuelve de una manera mucho más sofisticada. La
comunión social en torno a la alimentación tiene su clave en la
conversión de la información en un sistema de signos que regulan de una
manera radical el hecho biológico individual de la incorporación de
nutrientes. Gramática, sintaxis y liturgia se aúnan para convertir el hecho
biológico en hecho social primero y cultural después. La domesticación
de la materia “salvaje”, la tarea de “pensar” la comida, la separación o la
conversión de los alimentos de “malos para pensar” en “buenos para
pensar”, según feliz y célebre máxima de Levi-Strauss (2) cimientan sin
lugar a dudas el estadio más primario de todas las culturas que ha
producido la humanidad. Es la babelia de las cocinas, que se emparenta
con la babelia de las lenguas en su diversidad y en su esencialidad
radical.

Y como cada lengua, cada cocina está asentada sobre un sustrato


base desde el que se eleva el tronco y las ramas del árbol de las palabras
y de los sabores. Cada cultura ha desarrollado unos códigos muy precisos
y perfectamente seleccionados que permiten a sus miembros sentirse
incluidos en ella y completamente a salvo de peligros derivados del
consumo de materias perjudiciales. Es como una especie de seguridad
social contra el envenenamiento o la alienación. Ello se hace patente en
la constante cultural de considerar y de nombrar a los miembros de otras
comunidades como “comedores de”, y esa misma constancia demuestra
que la elección o no de determinados alimentos como apropiados para
ser consumidos no tiene por qué guardar una relación directa con las
cualidades nutricionales de los mismos, sino con que hayan sido
“intelectualizados”, determinados como buenos o malos “para pensar”.
Así, esa distancia de lo puramente lógico desde el punto de vista del
omnivorismo, unida al etnocentrismo propio de cada sistema cultural,
hace que los tabúes o los consumos de cada pueblo aparezcan como
incomprensibles, absurdos y repulsivos a los miembros de otro pueblo.
Lucien Febvre (3) hablaba en la primera mitad de este siglo de
“fondos de cocina”, bases culinarias de las distintas culturas que
proporcionan el carácter gastronómico principal a las mismas y las
identificaba principalmente con las materias grasas usadas para la
cocción de los alimentos. El aceite de oliva o de semillas , la grasa de
cerdo o de vaca , el ghee (mantequilla de leche de vaca hindú), dan
carácter a las cocciones de las cocinas que las utilizan y envuelven con la
película de su sabor a todos los demás alimentos. Son estos fondos los
que mantienen a lo largo de los siglos inalterables el carácter de las
distintas cocinas, porque su principal característica es el
conservadurismo, la inalterabilidad de las sensaciones gustativas de los
miembros de una cultura determinada que así se sienten cohesionados e
inmersos en su matriz más protectora. Cuanto más tradicionales sean las
estructuras de una cultura más reacia a la innovación de cualquiera de
sus elementos culinarios, porque la cohesión se hace más necesaria
cuanta más inseguridad individual fuera del grupo exista en una
colectividad.

Además de estos “fondos” básicos, se suelen dar otros factores en


la individualización de cada cocina. La religión se erige en el principal
de ellos desde el momento en que tiende naturalmente y por su propia
dinámica interna a sacralizar y por tanto a regular y a controlar el mayor
número de elementos de la cultura a la que cupula. Marvin Harris (4) ha
estudiado las principales interdicciones o preceptos que las religiones
han inferido en los distintos sistemas culinarios, especialmente la vaca en
el ámbito hindú, el cerdo en el musulmán y la inverosímil lista de
alimentos prohibidos en el hebreo. Aunque muy contestado por la
antropología ortodoxa parece haber demostrado que tales factores se
deben fundamentalmente a razones puramente ecológicas, y que se
basan en consideraciones de costes y beneficios nutricionales en las que
casi de una manera instintiva (en el sentido de un instinto de carácter
social o un sentido común colectivo) una cultura tiende a colocar bajo un
mando de interdicción religiosa aquellos alimentos cuyo coste de
producción supera a los beneficios nutricionales que pudiera aportar al
conjunto de la colectividad.

Aparte de las estrictas prohibiciones religiosas encontramos


otros casos en los que las tendencias nutricionales se ven mediatizadas
por factores históricos y de coyunturas socioculturales muy especiales.
Tal es el caso de la cocina española, una cocina en la que los productos
del cerdo gozan de una ubicuidad sin parangón, y que ha dado lugar a
una variedad de embutidos y preparados casi infinita. Desde
prácticamente el siglo XV se la puede considerar una cocina militante, en
la que el abusivo consumo de cerdo está condicionada por la imperiosa
necesidad por parte de la población mayoritaria de credo católico de
demostrar la no adscripción a las otras dos religiones, la judía y la
musulmana con la que convivía, no considerando mejor manera de
demostrar una perfecta “limpieza” de sangre que la inmisericorde mezcla
de la misma con la grasa porcina a la que las otras confesiones eran
totalmente desafectas. “Untaré mis versos con tocino / para que no los
muerdas, Gongorilla” metaforiza Quevedo para acusar a su rival
Góngora de criptojudío. Incluso en español, la palabra alternativa para
designar al cerdo, marrano, proviene del vocablo árabe que se usa para la
interdicción de carácter religioso: mharam.

Un caso curioso (que ya recogía el propio Walter Scott en un


capítulo de Ivanhoe) es el de la lengua inglesa, una lengua conflictiva en
sus orígenes, formada por la lengua sajona de origen germánico y la
francesa que llevaron los invasores normandos y por éstos impuesta a la
población autóctona,. Una especie de rebeldía o de repugnancia llevó a
los hablantes sajones a mantener su lengua vernácula en la denominación
de los animales vivos que formaban sus ganados (pig, cow, calf, sheep,
deer) y consentir nombre normando a esos mismos animales una vez
muertos y listos para ser consumidos (pork, beef, veal, mutton,
venison).(5)

Pero a pesar del carácter conservador que impone a la cocina el


ala precautoria del omnivorismo, el otro ala, el de la necesaria
experimentación, innovación y desafío pugna por imponer su actividad
inscrita también en el código genético humano, en cuanto se dan las
necesarias condiciones.

Desde el tránsito de lo crudo a lo cocido o a lo podrido de que


hablaba Levi-Strauss, primer paso para la concreción de la actividad
incorporadora como actividad cultural, hasta la invención del
microondas, la cocina ha sufrido una serie de revoluciones muy
espaciadas en el tiempo pero de pasos muy profundos y conmovedores.
La fabricación del pan, el aceite, el vino son hitos tan importantes como
los del fuego, la rueda o el arado. La invención del “garum” revolucionó
la cocina de todo el Imperio Romano hasta su final. La extensión del
cultivo de las leguminosas (frijoles, lentejas y guisantes) en la Europa del
siglo X supuso un aporte de proteínas en el campesinado que permitió el
despegue económico de los siglos posteriores (6). La búsqueda de las
especias fue directamente responsable del agrandamiento del mundo
conocido por la civilización occidental.

Los intercambios culinarios se hicieron más frecuentes a causa de


los descubrimientos geográficos y los intercambios comerciales se
acrecentaron con el desarrollo de las comunicaciones. Especias y
especies de lejanos países pasaron a engrosar los fondos de cocina de
Occidente y a enriquecer la lista de sabores conocidos.

------------- O -------------
II

“El mundo está dividido en dos partes


cuya frontera pasa por los alrededores
del Loira. Al Sur viven pequeños hombre
morenos que consumen aceite de oliva.
Son unos dioses. Al Norte, grandes
hombres que consumen mantequilla; son
esquimales.”

M. de Unamuno
(con la mala sombra
que le caracterizaba)

“La cocina española está llena de


ajo y de prejuicios religiosos.”

Julio Camba

El descubrimiento del Nuevo Mundo supuso la última de las


grandes revoluciones gastronómicas y sus efectos son los vigentes hoy
en día en todo el mundo, aunque su gestación se dio naturalmente en el
meollo de lo que era entonces la civilización occidental: la Europa
Atlántica y la Mediterránea. De América llegaron sobre todo nuevos
productos, ya que no nuevas formas de cocinarlos. Dichos productos se
superpusieron en la cocina europea a los tradicionales y se acoplaron a
los “fondos de cocina” en uso y fue tal la conmoción que produjeron que
si se eliminasen hoy de golpe, ninguna cocina europea y tal vez mundial
sería la misma.

Tres fueron los productos que más incidieron en el cambio: el


maíz, la patata y el tomate y cada uno tuvo una responsabilidad diferente.
El maíz alimentó de grano las zonas en las que las gramíneas
tradicionalmente no se adaptaban bien. La facilidad de la patata para
crecer en cualquier terreno y clima la extendió como alimento de las
masas pobres europeas que pasaron a contar con un nutrimento barato y
fácilmente conservable como alternativa al siempre escaso y tradicional
pan de gramíneas. Pero el producto que más ha cambiado la cocina no
sólo de Occidente, sino de todo el mundo ha sido sin duda el tomate.

En el caso del Mediterráneo, que fue donde primero se extendió,


supuso no sólo la irrupción de un elemento de color rojo intenso que
alegró los platos tradicionales, sino toda una conjura para alterar el sabor
y la textura de todos y cada una de las especialidades propias de todas y
cada una de las regiones del Mare Nostrum. Si la aceptación de la patata
responde a factores, al menos en un principio, puramente económicos, la
del tomate responde a una profunda fascinación por la versatilidad de sus
cualidades. Si la patata supuso una revolución nutricional para occidente,
el tomate supuso una revolución gastronómica. Desde su incorporación
se convirtió en un elemento indispensable y fuente fundante de
especialidades que a su calidad nutritiva sumaban la maravilla de sus
tamizaciones.

Aliado con el aceite de oliva, con la cebolla y con el ajo se


convirtió en la fórmula más usada como base de los guisos de toda la
cuenca. Desde Turquía a Marruecos, desde Portugal a Grecia, todas las
cocinas participan de la inexcusabilidad del sofrito, un fondo perfumado
que hermana todos sus platos más allá de diferencias culturales o
religiosas y más allá del carnivorismo o el vegetarianismo. La paella, la
musaka, la fasulia turca, el cuscus y la harira, los potajes, el tajine...

En crudo y en compañía de otros (siempre los mismos) ha dado


lugar a una suerte de juego culinario en el que el azar y tal vez una forma
de empatía cultural combinatoria han producido una asombrosa
coincidencia gastronómica: el tomate, el pan y el aceite de oliva se erigen
en las tres patas del banco mediterráneo y dan lugar a tres platos
distintos: el tabuleh (7) de Líbano, la pizza de Italia y el gazpacho de
Andalucía. El carácter de crisol del Mare Nostrum nos se ha agotado aún.

El fruto rojo, que fue considerado tóxico y hasta afrodisíaco


(pomme d’amour fue el primer nombre que recibió en Francia) y que no
consumían los indígenas americanos de la zona chilena y peruana de
donde procede antes de la llegada de los europeos se convirtió así, por
méritos propios, en el rey del taller del alquimista, no gratuitamente
pertenece a la familia de las solanáceas entre las que cuenta con primas
tan sugerentes como la belladona y la mandrágora...

--------------- O ---------------
III

Todo lo que me gusta


es inmoral,
es ilegal
o engorda.

Pensamiento finisecular

Hoy en día parece que estamos asistiendo sobre todo en las zonas
donde tiene su asiento la civilización occidental a una nueva revolución
gastronómica que se manifiesta en todos los frentes relacionados con la
actividad incorporadora del hombre. En el tema de la diversidad
asistimos a la universalización, al calor de la globalización cultural,
política y económica de determinados modos de consumo que se van
gradualmente desvinculando de las formas culturales autóctonas para
pasar a depender de los intereses de las empresas multinacionales que
conforman la cara no visible pero detentadora auténtica e indiscutible del
Poder en este paso de milenios . Es un proceso bidireccional: por un lado
extienden platos y fondos de cocina de países muy diversos por el resto
del mundo (pizza, currys, paella) mientras que por otro envuelven toda
esa diversidad ofrecida en una sola estructura, en una forma unívoca de
producción y consumo perfectamente controlada. La tendencia es a la
implantación de una cocina mundial y única en la que los fondos de
cocina tradicionales, basados en productos arraigados tradicionalmente
en la ecología, economía y cultura autóctonas de cada lugar o región, son
sustituidos por otros diseñados, fabricados en serie y distribuidos por
conglomerados industriales perfectamente centralizados y organizados de
acuerdo con los estudios de mercado que sus propios gabinetes de
expertos realizan. Ya no se trata de que unos productos ajenos a la cocina
tradicional de un lugar se superpongan a los propios y acaben
enriqueciéndola en procesos de aculturación perfectamente medibles por
la propia sociedad que los genera, sino de la sustitución del acceso del
consumidor a las fuentes primarias de producción y al control directo del
proceso de elaboración de los platos por un dirigismo de los planos
sintáctico, gramático e incluso litúrgico del hecho alimenticio.

A este dirigismo se suman, íntimamente interrelacionados con él,


los nuevos modos de vida que la modernidad impone en un proceso
imparable de destrucción de los ritmos cotidianos que marcan las
diferentes funciones biológicas y sociales de los individuos de las
colectividades modernas. A las nuevas formas de producción se
corresponden nuevas formas de relación con el mundo. Así, como apunta
Vázquez Montalbán, “la cocina tradicional no tiene nada que ver con la
prisa. Descansaba en el pilar de una división familiar del trabajo, y, por
lo tanto, en la existencia de la mujer cocinera que podía vigilar la
cocción del puchero durante las horas que hicieran falta. También
contaba con un espacio más humano, en el cual el trabajo de los otros
miembros de la familia estaba lo suficientemente cerca del hogar como
para ir a comer al mediodía y luego volver a trabajar, práctica que se
sostuvo, incluso en las ciudades industriales, antes de que reventara por
los descosidos de la presión demográfica.” (8) El problema está en que las
partes positivas de la modernización (ruptura de relaciones de
dominación patriarcales, religiosas y políticas, libertad de elección en la
función que se desea realizar en el mundo laboral y familiar, etc.) no son
sustituidas por alternativas racionales y consensuadas por toda la
sociedad, sino por otras totalmente impuestas por los intereses
económicos desnudos de los conglomerados de poder que conforman el
tardocapitalismo o poscapitalismo (dependiendo del tipo de análisis que
se haga) dominantes en este paso de milenio.
Así, la transmisión de los gustos culinarios deja de estar en
manos de la familia y pasa a depender de la publicidad, que conformará
las tendencias gastronómicas dominantes en perfecta consonancia con
los intereses industriales que representa. La comida será un mero trámite
cotidiano en lugar de un rito de reconocimiento del mismo valor que el
de la mayoría de los animales gregarios ejercitan con el olfato. Aunque
por otra parte su valor simbólico no se pierde totalmente, sino que se
transforma en liturgias de frecuencia variable, plenamente recogidas en
la cultura del ocio que el propio sistema distribuye y explota
integradamente. Ello es perfectamente observable en el mundo juvenil,
donde determinado tipo de comida o determinado tipo de logo de comida
(frecuentemente tildable de “comida basura”) se convierte en una marca
más de integración en un grupo, donde la simbología, el lenguaje, los
sabores les vienen dados por la agresividad publicitaria como marcas
personales de rebeldía frente a un mundo adulto al que se representa
paradójicamente como monótono y uniforme, con el agravante además
de que la nueva cultura estética que se trata de vender para todo el
mundo se basa en la consideración de esos mismos valores juveniles
como perfectamente asumibles por el resto del conglomerado social. El
culto al cuerpo, al cuerpo juvenil se entiende, es el valor más en alza en
los mercados emisores de mensajes culturales. Con lo que la nueva
paradoja está servida.

Lo más curioso de todo este cambio de valores está en que en


realidad conviven los nuevos usos con atávicas presencias de miedos y
lacras que no han podido ser no ya eliminadas, sino tan siquiera
disimuladas por los administradores, cuando no han sido directamente
utilizadas como nuevas fuentes generadoras de beneficios.

Por una parte tenemos toda la sustitución de la teología de la


alimentación tradicional, con sus prohibiciones religiosas y sus
supersticiones oscurantistas, por una nueva basada en el culto a la salud
y la estética corporal, que por supuesto no siempre responden a las
necesidades más perentorias del ser humano, y cuyas normatizaciones,
como las de todas las teologías, tienden al dogmatismo. El concepto de
pecado, lejos de diluirse en la racionalidad de los tiempos, se alza de
nuevo transformado en manos de médicos, sacerdotes dietistas y
diseñadores de moda en el nuevo azote de la conciencia del individuo. La
obesidad, signo de distinción en épocas pasadas o en culturas actuales
ancladas aún en la tradición se ha convertido en una obsesión social cuya
eliminación determina buena parte de las actividades particulares y de
los ofrecimiento de servicios de la industria dominante. En un momento
en que , como afirma Bourdieu (9), es tan difícil determinar los
parámetros de distinción en materia gastronómica a no ser en la actual
tendencia inversa según la cual las clases superiores vienen a tener
figuras más estilizadas que las clases populares debido a que pueden
dedicar más presupuesto y más tiempo al cultivo de su cuerpo, más que a
la cantidad y la calidad de los alimentos que ingieren, a los que ya
prácticamente todo el mundo tiene acceso.

Hipernutrición y sedentarismo son la causa última de la peor de


las enfermedades sociales, enfermedad que los nuevos sacerdotes
asimilan a la culpa tal como antes se asimilaba la sexualidad libre con el
pecado. Por algo la palabra régimen, la más asociada en los últimos
tiempos a la comida, tiene curiosa correspondencia en política con la
instauración de gobiernos férreos de inequívoco carácter militar. Los
cuerpos y los pueblos necesitan ser metidos en cintura por los expertos
dietistas.

El otro fenómeno constatable es fruto del alejamiento del


consumidor de la materia originaria objeto de su consumo. Los
consumidores van teniendo cada vez menos acceso a los productos en
bruto, a la materia prima alimentaria que puede ser apreciada en su
salvajidad antes de ser convertida en materia cultural en forma de comida
cocinada y cuyo origen es aproximadamente conocido. Por el contrario,
la tendencia general es al ofrecimiento de las comidas elaboradas o
semielaboradas, en las que las materias primas han sido ya previamente
transformadas en remotos y desconocidos lugares y cuya preparación
sólo necesita de la fase final de la actividad culinaria, la cocción, cuando
no el simple calentamiento del producto ya cocinado. Ello tiene como
consecuencia un regreso a los orígenes en los que el omnivorismo
presentaba la crucial paradoja que hizo progresar el arte culinario.
Efectivamente la desconfianza, totalmente conjurada a lo largo de la
historia por la “intelectualización” de la comida y su reducción a materia
familiar y segura por medio de la cocina, vuelve a mediatizar en gran
medida la actividad nutriente del hombre actual. Los productos ya no se
sabe de dónde vienen exactamente. Se adquieren parcial o totalmente
transformados, cortados, triturados, cocidos o liofilizados. Se les añaden
en los lugares de producción elementos desconocidos, sospechosos, a
veces insospechados: conservantes, colorantes, edulcorantes,
potenciadores del sabor, etc. Y además ya no se corresponden con los
usos familiares y tradicionales a las que se estaba acostumbrado y que
daban seguridad y sentimiento de arraigo.

El miedo justificado, aliado con la rumorología pánica, en la que


se mezclan datos científicos sobre inductores cancerígenos, noticias de
envenenamientos masivos e incluso serpientes interesadas por
competencias industriales, producen estados de suspicacia personales o
colectivos que tienen mucho que ver con los miedos ancestrales a las
comidas que se cocinaban “fuera” de la comunidad, las cocinas malditas
de ingredientes inmundos e innombrables, las inmundas ollas de las
brujas en los aquelarres.

Otro bucle impertinente: como también pone en evidencia Fishler


la forma en la que el hombre actual consigue sus alimentos,
recolectándolos de los estantes de las grandes superficies, se asemeja
curiosamente a la de su ancestral antepasado que recolectaba los suyos
en la inhóspita sabana.

(1) Claude Fischler: El (h)omnívoro


Ed. Anagrama, Barcelona, 1995.
(2) Claude Levi-Strauss: El pensamiento salvaje
FCE, México, 1989.
(3) Citado por C. Fishler: El (h)omnívoro
(4) Marvin Harris: Bueno para comer
Alianza Editorial, Madrid 1990.
(5) Henriett Walter: “La aventura de las lenguas en Occidente”
Ed. Espasa, Madrid 1997.
(6) Umberto Eco: Frijoles, lentejas y civilización europea
Revista digital mexicana Opera Mundi, nº 17, julio, 2001
http://www.operamundi.com.mx/index2.html
(7) Especie de ensalada cuya base el burghul (sémola de trigo
parecida al cuscus), tomate picado y aceite de oliva y adornada con
hierbabuena. Admite más vegetales (pepino, pimiento, etc.).
(8) M. Vázquez Montalbán: Contra los gourmets
Ed. Grijalbo Modadori, Barcelona, 1997
(9) P. Bourdieu: La distinción: criterios y bases sociales del gusto
Ed. Taurus, 1988

Manuel Harazem
Publicado en ARTyCO, Nº 13,
verano de 2001

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