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Bajo el manto estrellado del universo, la Tierra danza en un eterno verso, girando

con gracia, con sublime amor, en un abrazo cósmico, un eterno ardor.

En el inicio de los tiempos, en la alborada, se fraguó su giro, su danza sosegada, en


el eco del Big Bang, en la vastedad, la Tierra comenzó su dulce serenidad.

Susurros de ángeles, melodías divinas, guiaron su danza entre sombras y brisas, un


vals eterno, un romance sin final, entre estrellas y planetas, en el vasto portal.

Con un suspiro de la creación, un latido, la Tierra abrazó su destino, su sentido, y


en el éxtasis del movimiento y la pasión, se entregó al giro, al eterno vaivén.

En cada noche, en cada aurora dorada, la Tierra se entrega, enamorada, a girar en


la esfera del amor y la luz, bailando con el Sol, con la Luna, en su cruz.

El Sol, testigo de su danza encantada, acaricia su rostro, su piel plateada, mientras


la Luna, en su manto plateado, le susurra secretos en el cielo estrellado.

Así, la Tierra gira, en un eterno romance, bajo el manto del cosmos, en un eterno
trance, su danza etérea, su giro sin final, una poesía cósmica, un canto celestial.

En el vasto lienzo del universo infinito, la Tierra danza, en su eterno rito, tejiendo
sueños, entre estrellas y mar, en un baile eterno, en un amor sin par.

En el corazón del cosmos, en su sagrado altar, la Tierra gira, en su dulce cantar, una
melodía eterna, un eco en la eternidad, en el baile del amor, en su divina verdad.

Por siempre y para siempre, en el infinito cielo, la Tierra gira, en su eterno anhelo,
un poema en movimiento, un verso celestial, en el eterno romance del universo
inmortal.

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