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Una breve biografía de Jesús de Nazaret.

El día de hoy voy compartir un estrato del libro de nuestro gran amigo El Búho de Minerva,
quién a través de esta obra ha analizado la figura histórica de Jesús abordando una a una
las cuestiones relativas a su vida, habiendo examinado todas las piezas del rompecabezas,
juntándolas y presentando los resultados de esta investigación como una pequeña
reconstrucción de la vida de Jesús de Nazaret.

Jesús nació alrededor del año 5 a.C en Nazaret, el hijo de un tallador de piedra y madera
llamado José y su esposa María. Las fabulosas historias de la Navidad, incluyendo su
nacimiento virginal y el hecho de que haya nacido en Belén, son con toda probabilidad
leyendas nacidas posteriormente en las primeras comunidades cristianas. Contrario a lo que
la tradición católica y ortodoxa ha enseñado, Jesús tuvo cuatro hermanos llamados
Santiago, José, Judas y Simón y al menos dos hermanas.

Durante la ocupación romana de Israel aparecieron una multitud de movimientos judíos que
anunciaban que el curso ordinario de la historia estaba por llegar a un violento final. Dios
estaba a punto de intervenir decisivamente en el mundo humano, cumpliendo las promesas
que hizo al pueblo hebreo por boca de los antiguos profetas. Los poderes demoníacos que
controlaban el mundo serían aniquilados, la soberanía política de Israel sería restaurada, los
paganos reconocerían la supremacía del dios judío y el Mesías, el heredero del rey David,
aparecería para reclamar el trono de su ancestro. El mundo sería sometido a un juicio divino
que rectificaría todas sus injusticias, recompensando a los justos y castigando a los
pecadores, incluso los muertos participarían de este “ajuste de cuentas” cósmico pues se
levantarían de sus tumbas, algunos para ser parte de este Mundo Nuevo mientras que otros
para enfrentar la ira de Dios.

Uno de estos movimientos fue fundado por Juan Bautista, quién anunciaba que este juicio
final estaba tan cerca que “𝙚𝙡 𝙝𝙖𝙘𝙝𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙖́ 𝙮𝙖 𝙚𝙣 𝙡𝙖 𝙧𝙖𝙞́𝙯 𝙙𝙚 𝙡𝙤𝙨 𝙖́𝙧𝙗𝙤𝙡𝙚𝙨 𝙮 𝙩𝙤𝙙𝙤 𝙖́𝙧𝙗𝙤𝙡 𝙦𝙪𝙚
𝙣𝙤 𝙥𝙧𝙤𝙙𝙪𝙯𝙘𝙖 𝙛𝙧𝙪𝙩𝙤 𝙨𝙚𝙧𝙖́ 𝙖𝙧𝙧𝙤𝙟𝙖𝙙𝙤 𝙖𝙡 𝙛𝙪𝙚𝙜𝙤” (𝙈𝙩. 3:10//𝙇𝙘. 3:9). ¿Qué había que hacer
para salvarse del castigo venidero? Arrepentirse de sus pecados y sumergirse en las aguas
del río Jordán, el mismo río que el pueblo hebreo cruzó siglos atrás para entrar en la Tierra
Prometida. Así, el bautizo de Juan no solo era un signo de que el bautizado se había
purificado interiormente, sino de que estaba listo para ser parte del renovado Israel, el cual
sería restaurado después del juicio de Dios. Cuando Jesús tenía aproximadamente treinta
años de edad decidió unirse a este movimiento y, al igual que los demás seguidores del
Bautista, se sumergió en las aguas del Jordán en preparación para el inminente juicio
celestial.

Las actividades de Juan Bautista no estaban libres de tintes políticos. Anunciar que Dios
violentamente cambiará el orden presente implica necesariamente creer que ese orden, y
particularmente sus estructuras de poder, son contrarias a la voluntad divina. En particular,
Juan era un feroz crítico de los herodianos, la dinastía títere patrocinada por Roma para
subyugar a la región. Temiendo que la predicación del Bautista cause una sublevación,
Herodes Antipas arrestó y decapitó a Juan. Las voces de descontento y de esperanza por
una intervención divina, sin embargo, no callaron. Poco después de que Juan fuera
encarcelado, Jesús apareció en la escena pública como el líder de su propio movimiento,
anunciando un mensaje similar al de su maestro: “𝙀𝙡 𝙩𝙞𝙚𝙢𝙥𝙤 𝙨𝙚 𝙝𝙖 𝙘𝙪𝙢𝙥𝙡𝙞𝙙𝙤 𝙮 𝙚𝙡 𝙍𝙚𝙞𝙣𝙤 𝙙𝙚
𝘿𝙞𝙤𝙨 𝙚𝙨𝙩𝙖́ 𝙘𝙚𝙧𝙘𝙖. ¡𝘼𝙧𝙧𝙚𝙥𝙞𝙚́𝙣𝙩𝙖𝙣𝙨𝙚 𝙮 𝙘𝙧𝙚𝙖𝙣 𝙚𝙣 𝙡𝙖𝙨 𝙗𝙪𝙚𝙣𝙖𝙨 𝙣𝙪𝙚𝙫𝙖𝙨!” (𝙈𝙘. 1:15). Con estas
palabras Jesús empezó a desplazarse como un profeta itinerante entre los pueblos de su
tierra natal de Galilea, en el norte de Israel.

El mensaje central de Jesús fue anunciar la inminente llegada del Reino de Dios. Cada
uno de sus actos y palabras históricamente verificables apunta a esa conclusión.
Jesús, al igual que su maestro Juan, creía que Dios estaba a punto de manifestarse
decisivamente en la historia humana, tal como lo había hecho siglos atrás cuando
liberó a los hebreos de Egipto. El Reino de Dios que predicaba no estaba “allá arriba”,
en el cielo invisible a los ojos, sino que iba a ser una utopía, un mundo perfecto que
aparecería “aquí abajo” después de que la tierra haya sido purificada por el fuego
divino. En efecto, Jesús, al igual que Juan, enseñaba que la llegada del reinado de
Dios no sería gradual o pacífica, sino que sería inaugurada por un cataclísmico juicio
divino donde participaría vivos y muerto, juicio que decidiría quiénes serían parte del
Mundo Nuevo y quiénes sería consumidos por el fuego celestial.

Jesús cimentó su autoridad mediante exorcismos y sanaciones que sus contemporáneos


veían como milagrosos, los cuales eran entremezclados con su anuncio de la inminente
llegada del Reino de Dios. En efecto, si bien Jesús no fue el único exorcista y sanador de su
época, este parece haber sido único en la forma que utilizaba estos actos como
demostraciones palpables de la inminente victoria de los poderes de la luz sobre las
tinieblas. Más aún, a ojos judíos, las habilidades de Jesús lo asemejaban a Elías, un profeta
que en el pasado también se desplazó en el norte de Israel realizando milagros y que
algunos creían volvería a aparecer al llegar el final de los tiempos. Es bastante probable que
Jesús haya intencionalmente moldeado su imagen precisamente para invitar a esa
comparación.

La pronta llegada del Reino significaba que toda la energía de uno debía enfocarse para su
adviento. Es por eso que Jesús urgía a sus oyentes a abandonar a sus familias y posesiones
para unirse a su misión, también como predicadores y exorcistas itinerantes dedicados a
preparar a Israel para la llegada del Día Final. Las radicales demandas de Jesús causaban
conflictos en las familias de sus seguidores. Los propios familiares de Jesús, incluyendo su
madre y hermanos, al principio fueron incrédulos y pensaban que había perdido la cabeza,
aunque posteriormente se unieron a su movimiento y llegaron a ser distinguidos miembros
de la Iglesia primitiva.

El mensaje de Jesús, al igual que el de Juan, tenía una dimensión política. Para Jesús la
llegada del reinado de Dios implicaría la restauración de la soberanía política del pueblo
israelita, tal y como fue prometido por los profetas de antaño. Acorde a esas expectativas
Jesús eligió a doce discípulos prometiéndoles que se sentarían en doce tronos para
gobernar a las doce tribus de Israel, las cuales serían milagrosamente reconstituidas
después de haber estado dispersas durante siglos. Llegado el final de los tiempos Israel
volvería a ser lo que fue en el pasado: una nación independiente, conformada por la unión
de las doce tribus bajo el gobierno de un descendiente del rey David. ¿Y quién sería ese rey
davídico que se sentaría en el trono? Aunque Jesús parece haber sido cauto en proclamarlo
públicamente, los eventos que rodean su vida hacen evidente que pensó que sería él
mismo. Jesús, además de presentarse a sí mismo como el profeta final previa la llegada del
Reino de Dios, creía que era el Mesías, el esperado heredero de David que se sentaría en el
trono de Israel.

Sin embargo, pese a que el mensaje de Jesús era una expresión del nacionalismo judío
propio de su tiempo, su actitud respecto a los gentiles no era completamente negativa. A
pesar de que Jesús se entendía a sí mismo como enviado “solamente hacia las ovejas
descarriadas de la casa de Israel” (Mt. 15:24) y evitaba entrar en ciudades paganas, él
parece haber creído que los gentiles también participarían de alguna forma en el Reino de
Dios. Las disputas que surgieron durante los primeros años de la Iglesia sobre cómo
sucedería esto indican que Jesús no fue muy claro respecto a ese punto. Lo que si queda
claro es que él, a diferencia de otros judíos, no creía que llegado el Juicio Final los gentiles
serían exterminados o sometidos al yugo israelita. Más bien, Jesús compartía la visión del
profeta Isaías, quién creía que llegada la Redención Final los paganos abandonarían a sus
ídolos para adorar al Dios de Israel. Muchos iban a venir de oriente y occidente para
participar del banquete del Reino de Dios.

Jesús reservaba sus palabras de condena más duras contra la élite económica y religiosa
israelita. Para Jesús, era “más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un
rico entre en el Reino de Dios” (Mc. 10:25). La llegada del Reino de Dios traería consigo una
reversión de las posiciones sociales del presente. Bienaventurados quienes eran pobres,
hambrientos y necesitados, pues mañana entrarán en el Reino. En cambio, Jesús
profetizaba que los ricos y poderosos serían arrojados a la oscuridad, donde habría llanto y
rechinar de dientes. Los marginadores serían marginados, y las prostitutas y pecadores
entrarían al Reino antes que quiénes se llamaban a sí mismos santos. La creencia en este
“ajuste de cuentas” respondía no sólo a las creencias apocalípticas del judaísmo de la
época, sino también a los amargos conflictos sociales entre campesinos, terratenientes,
élites urbanas y aristócratas que caracterizaban el mundo en el que se movía Jesús.

El feroz ataque de Jesús contra la élite económica y religiosa judía, sin embargo, no debe
confundirse con un repudio en contra del judaísmo, como lamentablemente se ha hecho a
través de la historia. Al contrario, la proclamación del Reino de Dios y las pretensiones
mesiánicas de Jesús sólo tenían sentido dentro del judaísmo. Jesús no buscó fundar una
religión distinta a la de sus ancestros ni rechazar la validez de la Ley de Moisés. Sus
disputas respecto a la Torá más bien versaban en cómo interpretar sus mandamientos, no
cuestionar su obligatoriedad. Concretamente, Jesús interpretó la Torá de modo “liberal” con
respecto a mandamientos ceremoniales como mantener el Sábado, pero de modo “estricto”
respecto a mandamientos morales como el amor al prójimo. Las posturas de Jesús, sin
embargo, se enmarcan cómodamente dentro del judaísmo de su tiempo. La separación del
cristianismo de s-u religión madre no fue obra del Nazareno, sino que ocurrió décadas
después de su muerte.

Al final de su vida, como judío devoto, Jesús viajó a Jerusalén para participar en el festival
anual de la Pascua, festival que recapitulaba como siglos atrás Dios liberó al pueblo israelita
de su esclavitud en Egipto. Las multitudes de peregrinos que el festival atraía, así como su
naturaleza nacionalista, lo convertía en un momento de altísima tensión. Durante la
ocupación romana el festival naturalmente alimentaba la esperanza de los judíos de que
Dios replicaría lo obrado en el pasado y los liberaría de su nuevo opresor. Los disturbios y
tumultos durante este periodo no eran infrecuentes y las legiones romanas se desplazaban a
Jerusalén para preservar el orden, pese que la presencia de tropas paganas enardecería
aún más a las muchedumbres devotas. Fue en este auténtico barril de pólvora que Jesús,
profeta apocalíptico y pretendiente mesiánico, llevó su mensaje.

Jesús entró a Jerusalén montado en un asno, un acto deliberadamente orquestado para


aludir a las palabras del profeta Zacarías, el cuál profetizó que así entraría el futuro rey de
Israel. Con este gesto simbólico, Jesús mandó un claro mensaje político: era él, no César ni
Herodes, quién debía sentarse en el trono israelita. Las muchedumbres judías captaron el
mensaje perfectamente bien, aclamando: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David” (Mc 11:9-10). Poco después,
Jesús entró en el Gran Templo de Jerusalén donde violentamente volcó las mesas de los
mercaderes, gesto que significaba que pronto Dios destruiría y reconstruiría el Templo, uno
de los eventos que algunos judíos esperaban ocurriesen al final de los tiempos. Estos dos
actos públicos pusieron en alerta a las autoridades de la presencia de un agitador, cosa que
precipitó el final dramático de su vida.

Por razones que nunca conoceremos Judas Iscariote, uno de los discípulos más cercanos
de Jesús, lo traicionó y colaboró con las autoridades para capturarlo. Jesús fue primero
interrogado por las autoridades judías de Jerusalén, las cuales comprobaron que él creía ser
el Mesías, precisamente el tipo de persona que fácilmente podría encender una revuelta. Al
día siguiente Jesús fue llevado ante Poncio Pilato, el gobernador romano, quién
sumariamente lo condenó a ser crucificado por sedición en contra de Roma. Jesús fue
desnudado, azotado, y llevado a las afueras de Jerusalén donde fue clavado a una cruz
junto a otros individuos también condenados por sedición. Sus seguidores, con la excepción
de un pequeño grupo de mujeres que presenciaron su ejecución desde lejos, lo
abandonaron a su suerte. Pocas horas después, su excruciante tortura terminó cuando
expiró por desangramiento y asfixia. El cartel que colgó de su cruz, aunque fuese una burla,
decía la verdad: Jesús murió por llamarse a sí mismo “el Rey de los Judíos”.

Este pudo haber sido el final de la historia. Sin embargo, como ha ocurrido en otros
movimientos mesiánicos y apocalípticos a través de los tiempos, la fe de los seguidores de
Jesús encontró la forma de sobrevivir a la aparente desconfirmación. Los recuentos
evangelísticos sobre este punto son sorprendentemente vagos y contradictorios, pero de lo
que no hay duda es que los discípulos tuvieron vívidas experiencias que los convencieron de
que su maestro estaba con vida. Siendo devotos judíos convencidos de estar viviendo en el
final de los tiempos, ellos interpretaron estas experiencias como prueba de que Jesús había
resucitado. La resurrección universal, uno de los eventos que se esperaba inauguraría el
Reino de Dios, había empezado y el primero en levantarse fue Jesús de Nazaret,
convirtiéndose así en “el primer fruto de la cosecha, el primero en resucitar” (1 Cor. 15:20).

Los esfuerzos por racionalizar la inesperada muerte de Jesús dieron a lugar la primera
desviación real entre el cristianismo y el judaísmo. Para los judíos, el Mesías siempre fue un
“Mesías Triunfante”, alguien de gran poder y majestad que aplastaría a los enemigos de
Israel y lo conduciría a la victoria. Aferrarse a la creencia de que Jesús era el Mesías
después de su humillante ejecución sólo fue posible reinterpretando radicalmente la
naturaleza de esta figura. Convencidos de que la crucifixión de Jesús tenía que de alguna
forma ser parte del plan divino, los primeros cristianos reinterpretaron varios pasajes de las
escrituras hebreas, concluyendo que en realidad “desde siempre” estuvo profetizado que el
Mesías debía sufrir y morir para expiar los pecados de la humanidad, pese a que ningún otro
grupo judío en la historia había leído sus escrituras de ese modo. Así, los seguidores de
Jesús empezaron a proclamarlo como un “Mesías Sufriente”, un tipo de Mesías antes
desconocido en el judaísmo.

Sin embargo, detrás de la nueva teología del “Mesías Sufriente” todavía sobrevivía la vieja
teología del “Mesías Triunfante”, pues los primeros cristianos también anunciaron que su
resucitado maestro iba regresar pronto con ejércitos celestiales para destruir el orden
presente y fundar el Reino de Dios en la tierra, cumpliéndose así lo que había profetizado en
vida. En concreto, inspirados por sus experiencias místicas, los primeros cristianos
empezaron a identificar a su maestro resucitado con el “Hijo del Hombre” mencionado en el
libro de Daniel, una figura angelical que descendería del cielo para aniquilar los poderes
demoníacos que oprimían a Israel y restaurarlo gloriosamente. Es posible que el Jesús
histórico haya hablado también de ese ángel apocalíptico, pero hoy en día los académicos
no han llegado a ningún consenso sobre este punto.

Aunque Jesús nunca se declaró divino, la convicción de que había resucitado y se había
convertido en ese ángel de la destrucción fue el primer paso en su transformación de
hombre a Dios. En efecto, pocas décadas después de su muerte algunas comunidades
cristianas ya creían que Jesús no sólo se había convertido en un ser celestial
póstumamente, sino que había sido una figura angelical antes de su nacimiento. Más
adelante otros irían incluso más allá, identificando a Jesús como el “Logos” de Dios, el
responsable de la mismísima creación. Este proceso de divinización, sin embargo, no fue
uniforme y hubo voces disidentes. El propio Nuevo Testamento preserva textos donde Jesús
empezó como un simple humano, y durante los siglos posteriores sobrevivieron en Israel
comunidades de cristianos que seguían creyendo que Jesús no fue divino. La metamorfosis
de Jesús de hombre a Dios fue facilitada en gran parte por la expansión del cristianismo
dentro del mundo greco-romano, donde la línea que separaba a los humanos de los dioses
era mucho más tenue que en el judaísmo.

En efecto, lo que transformaría al cristianismo de una pequeña secta judía a la religión


universal que conocemos hoy fue su apertura hacia los gentiles. Convencidos de que el
triunfante retorno del Mesías estaba próximo, los primeros cristianos redoblaron sus
esfuerzos para preparar a sus compatriotas judíos para la llegada del gran día, no solo en
Israel, sino en las sinagogas dispersas a través del mediterráneo. Ahí, para su sorpresa,
descubrieron que los oídos paganos también eran receptivos a su mensaje. Como Jesús no
había dejado instrucciones al respecto, hubo un agitado debate si estos gentiles debían
convertirse al judaísmo o no para ser parte de la comunidad. Al final, la opinión de cristianos
como Pablo prevaleció: los gentiles no necesitaban obedecer toda la Torá para entrar en el
Reino de Dios, sino que bastaba con abandonar a sus ídolos, obedecer un código de moral
básico, y aceptar a Jesús como el Mesías. Así, a través del mediterráneo empezaron a
aparecer pequeñas comunidades de gentiles que esperaban ansiosos el inminente regreso
de Jesús y la instauración del Reino de Dios en la tierra.

Sin embargo, el final nunca llegó. Jesús de Nazaret, al igual que todos los profetas
apocalípticos hasta el día de hoy, estaba equivocado. La rueda de la historia siguió girando
indiferente a las profecías del Nazareno. Pasaron las décadas y finalmente la primera
generación cristiana falleció. Todos probaron la muerte. No obstante, como ha sucedido en
otros movimientos apocalípticos a través de la historia, esto no acabó con la fe de sus
adeptos. El movimiento toma vida propia y sus nuevos adherentes encuentran en la naciente
comunidad significado, consuelo y propósito al margen de lo que las profecías originales
hayan dicho. Con ojos frescos, futuras generaciones de cristianos, ahora casi todos gentiles,
paulatinamente reinterpretaron las doctrinas de los primeros discípulos. El “Reino de Dios”,
un concepto originalmente íntimamente relacionado con la identidad política del pueblo
israelita fue poco a poco espiritualizado y el retorno de Jesús, antes visto como inminente,
progresivamente postergado hacia el futuro indefinido.

Dos mil años han pasado. El cristianismo de hoy es completamente distinto a la secta judía
que fue en sus orígenes. Hoy, las doctrinas sobre el fin del mundo juegan un rol
relativamente menor en la vida espiritual de la mayoría de cristianos. Sin embargo, los ecos
de las enseñanzas apocalípticas de su fundador todavía resuenan hasta nuestros días. De
tanto en tanto, al grito de “¡Cristo viene pronto!” nuevos movimientos apocalípticos han
aparecido rutinariamente a través de los siglos, solo para compartir la misma decepción que
vivieron los primeros seguidores del Nazareno. Y es que, pese a todas sus metamorfosis
doctrinarias, el impulso apocalíptico que dio vida al cristianismo está demasiado impregnado
en sus escrituras como para desaparecer. Es por eso que entre las fórmulas doctrinales del
credo niceno, muchas de ellas alejadas de las enseñanzas originales de Jesús, todavía se
oye, como un murmullo, la voz de sus primeros discípulos:

“De nuevo vendrá con gloria,

para juzgar a vivos y muertos,

y su reino no tendrá fin.”

𝗥𝗲𝗳𝗹𝗲𝘅𝗶𝗼𝗻𝗲𝘀 𝗙𝗶𝗻𝗮𝗹𝗲𝘀.
Aunque algunos de sus detalles todavía son objeto de debate académico, la breve biografía
que he presentado no resultaría extraña para ningún investigador moderno del Nuevo
Testamento. De hecho, pequeñas biografías similares a esta pueden encontrarse en obras
de grandes expertos de la actualidad. Esta biografía, en realidad, tampoco se desvía
demasiado del recuento que aparece en las fuentes que tenemos sobre la vida de Jesús y
particularmente la de los evangelios sinópticos, los cuales esencialmente lo presentan como
un profeta apocalíptico (invito al lector a leerlos ahora, teniendo en mente lo aprendido en
este libro). Sin embargo, el personaje que he descrito es uno que es radicalmente distinto al
que la mayoría tiene en la mente cuando piensa en Jesús de Nazaret.

Si el lector encuentra al Jesús de la historia como un personaje alienante no está solo. Jesús
de Nazaret, el exorcista, nacionalista judío, y anunciador del final de los tiempos parecería
ser lo opuesto a lo que muchos esperan encontrar cuando salen a la búsqueda del Jesús
histórico. Sean creyentes o escépticos, quienes hemos crecido en occidente tenemos un
profundo impulso, a menudo inconsciente, de imaginarnos un Jesús a nuestra imagen y
semejanza. Nos gusta creer que el Nazareno fue “uno de nosotros”, que compartía nuestras
ideas, prejuicios y preocupaciones, y que lo único que lo separa de nuestro tiempo es su
túnica y sandalias. Progresistas y conservadores, pese a todos sus desacuerdos, están
unidos en su ingenua fe de que dos mil años atrás Jesús esencialmente predicaba los
mismos evangelios que ellos ahora predican, por lo que las enseñanzas del "Rabino de
Galilea" pueden fácilmente ser puestas al servicio de sus proyectos ideológicos. Pero eso es
una ilusión. Jesús, el hombre que caminó en los senderos de Israel dos milenios atrás, no es
uno de nosotros. Sus enseñanzas pertenecen a un mundo que ya no existe. Las palabras
del gran Albert Schweitzer, escritas más de cien años atrás, todavía tienen plena validez:

El estudio de la Vida de Jesús ha tenido una historia curiosa. Salió en la búsqueda del
Jesús histórico, pensando que cuando lo encontrase podría traerlo directamente
hacia nuestro tiempo como Maestro y Salvador. Aflojó las cadenas con las cuales
había sido atado por siglos a las duras rocas de la doctrina eclesiástica, y se alegró
de ver vida y movimiento regresar nuevamente a la figura una vez más, y al Jesús
histórico caminando, así parecía, a su encuentro. Pero Él no se queda. Él pasa por
nuestro tiempo y regresa al suyo. Lo que sorprendió y decepcionó a la teología de los
últimos cuarenta años es que, a pesar de todas las interpretaciones forzadas y
arbitrarias, no pudieron hacer que Él permanezca en nuestro tiempo, y tuvieron que
dejarlo ir. Él regresó a su propio tiempo, no debido a la aplicación de ningún ingenio
histórico, sino por la misma necesidad inevitable por la cual un péndulo liberado
regresa a su posición original.

Schweitzer detectó que la búsqueda del Jesús histórico está empapada de una ironía
trágica. Los primeros investigadores que se atrevieron a desafiar los dogmas arcanos y salir
por su cuenta al encuentro de Jesús como realmente fue lo hicieron con la esperanza de
hallar a alguien cuyas enseñanzas pudieran fácilmente ser transportadas y puestas en
práctica en nuestro mundo moderno. No fue así. Las palabras del Jesús histórico, el heraldo
del apocalipsis, no pueden ser traídas a nuestro tiempo sin tergiversar completamente su
mensaje. Progresistas y conservadores pueden darse mutuamente consuelo, pues el Jesús
de la historia los deja a ambos igualmente insatisfechos:

Los progresistas que esperan encontrar en Jesús un “profeta del cambio social” tienen que
lidiar con el hecho de que él simplemente no compartía nuestro optimismo, nacido de la
Ilustración, de que el mundo puede ser transformado a través de bienintencionadas
reformas. Para el Nazareno el dolor, la enfermedad, y la injusticia no eran problemas
“sociales” que podían ser resueltos por el ser humano, sino que eran la obra de poderes
satánicos, los cuales sólo serían derrotados por un violento acto divino. La salvación
provendría de Dios y no del hombre. Más aún, lejos de predicar un evangelio de tolerancia,
relativismo, y corrección política, Jesús afirmó la supremacía del Dios de Israel y no tenía
reparo alguno en condenar a la destrucción perpetua a quienes no estaban de acuerdo con
él. Por si fuera poco, el ideal político de Jesús es uno que difícilmente sería celebrado por
los progresistas, pues aunque algunos quieran pintar al “Reino de Dios” como una utopía
comunista, lo cierto es que describe una teocracia monárquica que quizá tenga más en
común con las teocracias del medio oriente de lo que nos gustaría pensar. En efecto, la
visión de Jesús, como se esperaría de un campesino del siglo I, es una visión esencialmente
conservadora, una que ve en el pasado ancestral una “época dorada” a la que se añora
regresar y que arraiga su moral en la obediencia a Dios y sus Sagradas Escrituras. El
mensaje del Nazareno simplemente no puede ser secularizado sin destruirlo completamente.

Sin embargo, el Jesús de la historia probablemente cause más dolores de cabeza a los
conservadores. Contrario a lo que han enseñado durante siglos, Jesús no buscó fundar una
Iglesia o iniciar una nueva religión. Al contrario, el rabino de Galilea fue un judío devoto y sus
enseñanzas una expresión del nacionalismo judío de su tiempo. Más aún, pese a que el
profeta Nazareno tenía una opinión muy elevada de sí mismo, nunca declaró ser Dios.
Quienes desean defender la ortodoxia cristiana también deben lidiar con el hecho de que
Jesús demostrablemente se equivocó justamente respecto al punto central de su mensaje: la
“inminente” llegada del fin del mundo, el cuál después de dos mil años no se ha
materializado aún. Por si fuera poco, el feroz repudio de Jesús contra la opulencia y su
condena a los ricos difícilmente se compaginan con el amorío que los conservadores de hoy
tienen con el capitalismo y los valores burgueses. Jesús ordenó a sus seguidores abandonar
todo y prepararse para un “ajuste de cuentas” donde los primeros se volverían los últimos.
Es por lo tanto irónico que quienes hoy profesan ser sus seguidores más fieles
frecuentemente sean quienes visten de púrpura y fino lino mientras enseñan que se puede
servir a Dios y a Mammón: desde los palacios del Vaticano hasta las mega-iglesias
evangélicas. El Jesús histórico parecería ser la antítesis de lo que el conservadurismo
cristiano adora en sus altares.

Tal parece ser que Jesús, el amigo de las prostitutas y pecadores, está destinado a causar
tanta ofensa en nuestro tiempo como en el suyo. Las conclusiones del estudio histórico de
su vida nos dejan en una difícil encrucijada. Si bien la mayoría de público, (especialmente en
el ámbito latinoamericano), de momento permanece felizmente inconsciente de los
resultados de la investigación histórica de Jesús, cada vez son más las publicaciones como
esta que buscan cerrar el abismo que existe entre la academia, el púlpito, y lo que cree el
público en general. Es solo cuestión de tiempo para que el Jesús histórico sea parte del
debate público. La teología y filosofía del futuro tendrán que resolver difíciles preguntas.
¿Buscarán una forma de ignorar al Jesús histórico para seguir adorando al Cristo de la Fe,
es decir, una proyección de nuestros propios gustos y prejuicios? ¿Descartarán al
cristianismo como una reliquia histórica, refutada y desmentida, para voltear la página y
buscar nuevos fundamentos para nuestra identidad y moral, como Nietzsche propuso? ¿O
encontrarán el camino para ver en el Jesús de la historia, en toda su esencia humana,
demasiado humana, la inspiración para revolucionar la moral y religión de nuestra era?
Estas son preguntas que se escapan del alcance de este libro. Dejaré que el lector llegue a
sus propias conclusiones.

Estracto del libro de Adrián Santiago Pérez (El Búho de Minerva).

Edición: Indagando en la Biblia

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