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PRESENTE Y FUTURO

DEL HOMBRE
LEONARDO POLO

PRESENTE Y FUTURO
DEL HOMBRE

Segunda edición

EDICIONES RIALP, S.A.


MADRID
© 1993, by LEONARDO POLO
© 1993, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

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Anzos, S. L., Fuenlabrada (Madrid)
ÍNDICE

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN .............................................. 9

INTRODUCCIÓN ......................................................................... 11

1. LA ACTUALIDAD DE LOS CLÁSICOS ................................... 23

2. EL CONOCIMIENTO DE DIOS Y LA CRISIS DE LA FILO-


SOFÍA EN LA EDAD MEDIA .................................................... 39
PLANTEAMIENTO ............................................................................ 39
LOS TRES GRANDES MOMENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA .......... 41
a) Período ateniense ................................................................ 41
b) Período medieval ................................................................ 42
c) Período idealista .................................................................. 43
LA INTRODUCCIÓN DE ARISTÓTELES EN EL CAMPO MEDIEVAL ............ 44
LA VOLUNTAD EN ARISTÓTELES ....................................................... 45
ESCOTO PROCEDE A UN ARREGLO .................................................... 46
EL ESTATUTO DE LA INTELIGENCIA ................................................... 48
LA RUPTURA DEL ESPEJO: GUILLERMO DE OCKHAM ......................... 54
EL DOMINIO DE LO CREADO ............................................................ 57
LA TEOLOGÍA EN RÉGIMEN AFECTIVO ............................................... 58
ESCOTO FUNDADOR DE LA EDAD MODERNA .................................... 58

3. LA VERSIÓN MODERNA DE LO OPERATIVO EN EL


HOMBRE................................................................................ 60
ATROFIAS E HIPERTROFIAS................................................................ 61
EL PENSAMIENTO............................................................................. 62

5
EL HOMBRE ROMÁNTICO................................................................. 63
HEGEL: LA FILOSOFÍA DE LA CONCILIACIÓN .................................... 64
LA CRISIS POSTHEGELIANA ............................................................... 67
LA NEGACIÓN: ¿UNA NOVEDAD PURA? .............................................. 70
EL MIEDO A PENSAR ........................................................................ 71
LA VOLUNTAD ................................................................................. 73
NLETZSCHE: LA VOLUNTAD CURVADA .............................................. 74
LA AFECTIVIDAD ............................................................................. 76
ARCAÍSMO Y FRENESÍ ...................................................................... 77
EL TÉRMINO DE LA EDAD MODERNA .............................................. 78
CONCLUSIÓN: EL FUTURO OBTURADO ............................................. 81

4. LA FILOSOFÍA EN NUESTRA SITUACIÓN ........................... 84


LA SITUACIÓN DE LA CIENCIA ........................................................... 86
LA ACTUALIDAD DE LA TRADICIÓN ARISTOTÉLICA ............................. 88
LA DECISIÓN MODERNA: LA UTOPÍA DE LO SUPREMO ........................ 92
EL PRINCIPIO DEL RESULTADO .......................................................... 94
UN SER APTO PARA LA PURA MISERIA ................................................ 96
LOS REDUCCIONISMOS ...................................................................... 98
LOS SINCRETISMOS .......................................................................... 101
LA PESADILLA DE LA SOLEDAD .......................................................... 107
CONCLUSIÓN: UNA INSPIRACIÓN INSUFICIENTE ................................ 108

5. EL CONOCIMIENTO COMO OPERACIÓN VITAL ........... 110


ESPECULACIÓN Y TEORÍA ................................................................. 111
PRÁXIS Y KÍNESIS ............................................................................. 113
EL VIVIR, OPERACIÓN PERFECTIVA .................................................... 116
INMANENCIA Y TRASCENDENCIA ..................................................... 117
EL HOMBRE, UN SER PRÁXICO .......................................................... 118
LA PRAXIS MARXISTA ...................................................................... 119
LA CONGRUENCIA ........................................................................... 121

6. CONCIENCIA DE CRISIS EN LA CULTURA CONTEM-


PORÁNEA ............................................................................. 123
I. LA CRISIS DE NUESTRO TIEMPO ..................................................... 124
LA CONCEPCIÓN DEL COSMOS ......................................................... 124
LA IMAGEN UNIVERSAL DEL HOMBRE ............................................... 125
EL HOMBRE Y LA TÉCNICA ............................................................... 127
LA CRISIS DEL ESPÍRITU .................................................................... 130
LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL HOMBRE ........................................... 131
II. UNA RESPUESTA A LA CRISIS ........................................................ 131
SER Y NADA. CRIATURA Y DIOS ....................................................... 132
HISTORIA Y LIBERTAD ...................................................................... 136

6
CULTURA Y TÉCNICA ....................................................................... 137
INDIGENCIA DE ESPÍRITU .................................................................. 139

7. POR QUÉ UNA ANTROPOLOGÍA TRASCEN­DENTAL ..... 142


EL HOMBRE COMO SER QUE CO-EXISTE. LOS CUATRO MODOS DE ABAN-
DONAR EL LÍMITE MENTAL ........................................................... 150
TRES TESIS BÁSICAS SOBRE LA ANTROPOLOGÍA TRASCENDENTAL ...... 157
EL ABANDONO DEL LÍMITE Y ALGUNOS PRECEDENTES ....................... 170
CUATRO CAMPOS TEMÁTICOS........................................................... 174
ALGUNAS INDICACIONES SOBRE LOS ANTECEDENTES CLÁSICOS.......... 178
OTRAS INDICACIONES ACERCA DEL CARÁCTER DE ADEMÁS ................ 188

GUÍA BIBLIOGRÁFICA ................................................................. 195

7
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Se publica ahora la segunda edición de Presente y futuro


del hombre de Leonardo Polo. En ella se han corregido algu-
nas erratas que presentaba la primera, tarea que hay que agra-
decer a quien la ha llevado a cabo con rigor: Gonzalo Alonso
Basterreche. En esta nueva edición se ha considerado oportuno
mantener la Introducción de Ricardo Yepes que figuraba en la
precedente, pues aunque es incompleta respecto a las ediciones y
publicaciones de Polo que señala, fue él quien compuso y revisó
el texto que conforma el libro; esas insuficiencias se refieren a
libros y otros trabajos de Polo que han sido publicados en fe-
cha posterior, no sólo respecto del año de la publicación de este
libro (1993), sino también de la del fallecimiento del profesor
Yepes Stork (1996). Por eso también la Guía Bibliográfica, que
aparece al final del libro, ha sido reelaborada y completada por
Juan A. García González, Catedrático de Filosofía (Teoría del
conocimiento) de la Universidad de Málaga; es un trabajo que es
muy de agradecer al gran discípulo de L. Polo que es el profesor
citado. La gratitud se extiende asimismo a la revisión llevada a
cabo por Ángel Luis González, Catedrático de Metafísica de la
Universidad de Navarra.
El último capítulo del Índice se titula Por qué una antropolo­
gía trascendental; en el prólogo del prof. Yepes se habla de Cinco
Lecciones de Antropología. Estas son, en efecto, las cinco prime-

9
ras de un curso de 12 lecciones sobre antropología trascendental
que impartió Polo en la Universidad Panamericana de México,
D.F., en 1987 y corresponden al texto aquí incluido. El título con
el que aparecen se le puso en función de la temática, desgajada
del conjunto del texto.

JUAN FERNANDO SELLÉS


Profesor Titular de Antropología
Universidad de Navarra

10
INTRODUCCIÓN

Los tiempos que corren son en apariencia poco propicios para


la filosofía. Y sin embargo, el hombre y la mujer de hoy se siguen
haciendo las grandes preguntas acerca de la existencia humana
y del mundo que se han hecho en todos los tiempos. Enfrentarse
a esas ultimidades es la tarea más propia del filósofo: siempre se
encuentra una respuesta nueva, porque es nueva la situación des­
de la que se pregunta, como también es siempre nueva la verdad.
Este libro es la puerta de entrada a una de las respuestas más
originales que se han dado en los últimos tiempos acerca de la
verdad: la obra filosófica de Leonardo Polo 1. Para la mayor parte
de los estudiosos y del gran público esta filosofía es todavía poco
cono­cida. Sin embargo, tiene un interés propio tan evidente que
lo será mucho más en los próximos años.
Los primeros libros filosóficos de Leonardo Polo (Evidencia y
realidad en Descartes, El acceso al ser, El Ser) fueron publicados
entre 1964 y 1966. En ellos se hacían unas propuestas metafísi­
cas cuya formulación sigue siendo válida, aunque su Curso de
Teoría del Conocimiento (cuatro tomos, uno aún por publicar,
editados a partir de 1984) ha contribuido en mayor medida a

1
En Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo, Rialp, Madrid, 1991, 258
pp., puede encontrarse una semblanza biográfica de este autor y una relación
completa de sus obras. Ver también la Guía biliográfica al final de este volumen.

11
que esas propues­tas fueran de nuevo formuladas y entendidas
desde su conexión con la filosofía aristotélica.
Después, una considerable cantidad de artículos, su volumen
Quién es el hombre (publicado en esta misma editorial en 1991,
y editado ya en Italia) y sus conferencias y clases orales en la
Univer­sidad de Navarra y en distintas universidades america­
nas han con­tribuido a llevar a la conciencia de quienes le leen y
oyen el conven­cimiento de estar ante un pensamiento filosófico
de singular impor­tancia. En estos tiempos en los que muchos
intelectuales se quejan de estar en una «era del vacío», este hecho
supone un acontecimiento intelectual.
Este libro reúne escritos de Leonardo Polo, en su mayoría
inédi­tos, que permiten acercarse de modo sencillo a una de las
líneas maestras de su pensamiento filosófico.
Los textos presentados hablan por sí mismos: no van dirigi­
dos a especialistas. Estamos ante una visión del hombre radical­
mente op­timista y lanzada hacia el futuro (de ahí el título), una
auténtica filosofía de la esperanza. No es un análisis apresurado
y fácil. Es fruto de largos años de trabajo. Se trata de un plan­
teamiento con un alcance metafísico y gnoseológico que toma
su impulso de los reque­rimientos más exigentes de la filosofía.
Es un diálogo de tú a tú con los grandes filósofos de la histo­
ria, no un simple ejercicio de erudición o academicismo. Es un
planteamiento que da cuenta de nuestra situación intelectual y
nos ofrece una ambiciosa concepción filosófica, antropológica
y cultural.
El contenido de este libro muestra una de las líneas arguménta­
les más habituales en el pensamiento de Polo, que retoma cues­
tiones centrales de la historia del pensamiento filosófico aún no
resueltas. Desde ellas se prosigue la reflexión hasta plantear una
propuesta nueva: una antropología que el autor denomina «tras­
cendental». A su exposición se dedica el último capítulo del libro.
Los seis primeros están dedicados a los grandes temas filosóficos
que conducen hacia esa Antropología trascendental:
1. Aristóteles y la tradición griega, a los cuales se considera de
particular actualidad, por su interpretación del conocimiento hu­
mano y del hombre y, sobre todo, porque abren para la filosofía
dos grandes temas: el del fundamento y el del destino;
2. La metafísica clásica, ampliada desde la inspiración cristia­
na hasta el conocimiento de Dios y del ser humano;

12
3. La filosofía moderna, en especial Hegel, cuyo intento es
reformulado en diálogo con las consecuencias culturales que la
crisis de la modernidad ha traído hasta el presente.
Añadimos a continuación algunas observaciones sobre cada
uno de los capítulos del presente libro. Todos ellos han sido ente­
ramente revisados y parcialmente modificados por el autor para
dar a la imprenta esta edición.

***

El texto que abre este volumen, La actualidad de los clásicos,


procede de una conferencia pronunciada en la Universidad de la
Sabana (Bogotá) en agosto de 1984. En él se justifica de modo
sugerente por qué Aristóteles es «sumamente actual». No se tra­
ta de que los textos del Estagirita encierren dentro de sí mismos
problemas inextricables o aún no resueltos. Más bien se trata de
que desde Aristóteles cabe responder a los problemas planteados
en el mundo actual: sigue estando vigente, y de un modo parti-
cularmente in­tenso.
Son tres los motivos de esta actualidad: su reconocimiento del
valor de la ciencia, su interpretación no reduccionista del hombre
y la superación que hace de los mitos. La explicación del valor
sapien­cial de lo mítico es una de las tesis centrales de este primer
texto. Se sostiene, además, la distinción entre el saber mítico y el
filosófico al hilo de las siguientes ideas:
1. La verdad no tiene sustituto útil. La filosofía está en el or­
den de la verdad, no de la utilidad;
2. Los reduccionismos son interpretaciones pesimistas sobre
el hombre;
3. El saber filosófico se estrena con la averiguación sobre dos
temas humanos centrales: el fundamento y el destino;
4. La inspiración clásica, en concreto Aristóteles, establece
una correspondencia entre el fundamento y la mente (el noûs),
pero deja pendiente el conocimiento de Dios, tema que es abierto
por la inspi­ración cristiana (ver capítulo II).
En resumen, La actualidad de los clásicos presenta una idea
central: los clásicos, en especial Aristóteles, tienen una inspira­
ción filosófica que en los tiempos actuales puede ser repuesta con
mucha fecundidad explicativa. Pero es una inspiración que se
completa y amplía desde la perspectiva cristiana. Por eso en las

13
últimas páginas de esta conferencia se dibuja con vigor la raíz
cristiana del pensa­miento de nuestro autor: «lo más actual es el
cristianismo». «Somos capaces de un destino» es una idea básica
en su exposición, y es idea cristiana.

Las páginas incluidas bajo el título El conocimiento de Dios y


la crisis de la filosofía en la Edad Media, y las del capítulo siguien­
te, corresponden a un curso de conferencias pronunciado en 1978
y editado en una versión diferente y muy restringida. El comienzo
supone en apariencia un fuerte cambio de perspectiva: se trata de
plantear cómo es nuestro conocimiento intelectual de Dios.
En primer lugar se explican brevemente los tres grandes
momen­tos de la filosofía, distinción que tiene una gran impor­
tancia «estra­tégica» para entender el conjunto del pensamiento
de Polo en la línea heurística aquí presentada: Atenas (Sócrates,
Platón, Aristóteles), París (Tomás de Aquino, Escoto, Ockham,
Eckhart) y Berlín (Kant, Fichte, Schelling, Hegel). Son las tres
cumbres.
Estas páginas se centran especialmente en la segunda, el si­
glo xiv, exponiendo la teoría del conocimiento de Escoto. Se en­
tiende entonces en qué consiste la reducción o recorte (términos
que oiremos desde el comienzo del libro) de la inspiración clásica
aristotélica, mantenida sin embargo por Tomás de Aquino. En
unas pocas pági­nas quizá algo más «técnicas» se dibuja con cla­
ridad la trascendencia del retroceso de Escoto ante Aristóteles,
del cual son consecuencia Ockham y Descartes.
La vigencia del siglo xiv en la cultura actual es una interpreta­
ción concreta también presente en este capítulo que reapare­
ce tam­bién en otros escritos de Polo (capítulo de Kierkegaard
de Hegel y el posthegelianismo, y prólogo al libro de Ignacio
Falgueras La «res cogitans» en Espinosa, y en Claves del nomi-
nalismo y del idealis­mo contemporáneo).
El texto que sigue, La versión moderna de lo operativo en el
hombre, está basado en un artículo que, con el título de El hom-
bre en nuestra situación, se publicó en la revista Nuestro Tiempo,
n. 295, 1979, págs. 21-50. Después ha sido bastante modificado
por el autor.
En él se expone otra perspectiva de la Edad Moderna: qué le
ha pasado al hombre en ella. Se describe sucesivamente la crisis
del pensamiento, de la voluntad y de la afectividad, propuestas
por los reduccionismos como instancias explicativas únicas en
14
el angostamiento de la visión del hombre que está en la raíz de
la modernidad. La inspiración cristiana, que abrió la filosofía al
tema del fundamen­to, el destino y el conocimiento de Dios (ver
capítulo I y II), quedó entonces obturada.
En estas páginas, Polo expone las líneas maestras de su interpre­
tación de Hegel y del posthegelianismo. Hegel es la cumbre de la
modernidad. Su peculiar importancia radica en la magnitud de su
intento filosófico, condicionante de todo el pensamiento poste­
rior, que viene a ser así un «posthegelianismo» obligado a tomar
postura frente a él. Pero si se señala la limitación de este autor
(«El destino de Hegel no es el del pensamiento humano»), y se
descubre su reduccionismo metodológico («con un único método
no es posible pensarlo todo, ni agotar el pensar»), puede propo­
nerse una nueva síntesis.
Así queda anunciada la interpretación poliana del pensa­
miento: una facultad que tiene capacidad de operaciones múl­
tiples y distintas entre sí, pero susceptibles de ser unificadas. Es
éste un aspecto que se desarrollará ampliamente en su Teoría del
Conocimiento.
La conclusión de este capítulo es clara: la modernidad ha
absolutizado la dimensión operativa del hombre. Deshaciendo
ese equívo­co no es difícil volver a una propuesta optimista sobre
el futuro.
Los juicios sumarios a la situación actual («obturada» por
la crisis de las tres instancias señaladas) no debe difuminar el
evidente optimismo antropológico del autor. El lector encontrará
por primera vez unas breves alusiones a Kant, al hablar de la vo­
luntad, que tienen una formulación algo más especializada.

La filosofía en nuestra situación está basado en un artículo


que, apareció con el mismo título en la revista Nuestro Tiempo,
n. 289-290, 1978, págs. 5-38. También ha sido modificado
posterior­mente por el autor.
Además de las ideas explícitas afirmadas en este capítulo (la
complejidad de nuestra situación, la fecundidad de enfrentarse
con la ciencia, la historia no es un proceso sucesivo de fases as­
cendentes, etc.) aparece de nuevo aquí, como en el primer capítu­
lo, una propues­ta de regreso a los clásicos.
La perspectiva desde la que se plantea este regreso atiende
a algunos aspectos de la interpretación poliana de la historia
de la filosofía y, en general, de la historia y de la modernidad

15
desarrolla­dos en otros escritos. El sentido de la historia como un
trayecto libre, en el cual pueden quedar desaprovechadas algunas
virtualidades, alude de nuevo a la crisis del siglo xiv abordada en
páginas an­teriores.
Le sigue una interpretación de la acción como principio del
resultado, llevada a cabo por la modernidad. El desarrollo de
este principio se hace en seis apartados que muestran sus conse­
cuencias, y justifican la vigencia actual de los clásicos propuesta
en el capítulo primero. Se insiste, continuando la mención del
capítulo anterior, en los reduccionismos antropológicos opera­
dos en la edad moderna, y se mencionan los sincretismos, lógica
consecuencia de aquéllos.

El capítulo titulado El conocimiento como operación vital


tiene una especial importancia para entender lo que constituye la
puerta de la filosofía de Polo: la teoría del conocimiento.
Partiendo de una distinción inicial que conecta con lo ex­
puesto sobre el conocimiento como espejo en Escoto se establece
la distinción entre especulación y teoría. Teoría es una noción
aristotélica. Todo lo expuesto en este capítulo también es genui­
namente aristotélico, y está de acuerdo en la interpretación co­
rriente de los textos del Esta— girita sobre la praxis (acción) y la
kínesis (movimiento). La tesis nuclear es la enunciada en el texto
de la Metafísica, 1048 b, 18-36: praxis es aquella operación vital
en la que la acción misma es simultánea con su resultado; ver y
tener lo visto se dan al mismo tiempo; no hay hiato entre ambos.
Lo mismo cabe decir del vivir, del oír, del crecer, y de las opera­
ciones vitales.
De la adecuada comprensión de esta idea tan sencilla depen­
de la correcta interpretación de la filosofía aristotélica, tomista
y polia­na. La perspectiva clásica es reconquistada por Polo al
atender a la distinción aristotélica entre enérgeia y entelékheia.
El abandono del límite mental, método adoptado por nuestro
autor, insiste en esa distinción. Este capítulo muestra cómo en la
modernidad se perdió la idea de que el conocimiento es una pra­
xis, una operación vital, es decir, un acto. Para Aristóteles, acto
significa ante todo esto: opera­ción inmanente, ver y haber visto,
pensar y tener lo pensado. No es corriente entender que acto es
ante todo algo propio del conocimien­to. Suele aplicarse más a lo
que ya es, en contraposición a lo que todavía no es (potencia).
Y, en efecto, esos sentidos de acto están también presentes en

16
Aristóteles. Pero el principal es el que Polo explica en este capítu­
lo, a partir del texto citado 2.
Toda la teoría del conocimiento de Polo arranca de esta obser­
vación. Amplificando su alcance, y detectando cómo está ausen­
te en los pensadores modernos (Kant, Hegel, etc.), que dan una
interpre­tación «construccionista» del conocimiento, se muestra
esa teoría, desarrollada en los tres tomos del Curso antes mencio­
nado. Importa, pues, captar esta idea básica, resumida y explica­
da en este capítulo. Con ella se puede acceder además al método
característico de nues­tro autor: la detectación y abandono del
límite que para el pensa­miento supone la presencia mental del
objeto. También se menciona, por primera vez, en estas páginas.
Importa resaltar también la aparición de la noción de
congruen­cia: «En Teoría del Conocimiento cabe mostrar que to­
dos los errores son incongruencias», es decir, una inadecuación,
por exceso o por defecto, entre los temas que se tratan y las no­
ciones u operaciones mentales que se utilizan para exponerlos.
Recordemos que Polo in­siste en que las operaciones mentales son
varias, es decir, hay distin­tas «maneras de pensar» (la abstrac­
ción, la negación, el juicio, etc.).

El capítulo titulado Conciencia de crisis en la cultura contem­


poránea amplía la perspectiva abierta en los anteriores. En él se
hace balance, desde la inspiración cristiana, de la crisis de la cul­
tura contemporánea a la que ha conducido la quiebra del tema del
fun­damento, del destino, del conocimiento de Dios y la reducción
antro­pológica moderna. Y se apunta a una continuación de la
filosofía clásica, es decir, al aprovechamiento de sus implícitos.
Se esbozan muchas ideas que conectan con la propuesta de
una antropología trascendental que se expondrá después y que
aclarará en parte distinciones que aparecen ya aquí En primer lu­
gar la doble distinción que introduce la noción de creación entre
ser-nada y criatura-creador, siendo la segunda mucho más radical
que la prime­ra. Respecto de Dios (principio originario) el hom­
bre es dependencia pura o radical. El hombre es radicalmente
diferente de Dios (Polo dice que es una «diferencia trascenden­
tal», como se verá en el capí­tulo siguiente), en un triple aspecto,

2
Hay un amplio tratamiento de los sentidos del acto, y una justificación de
esta afirmación en R. YEPES STORK, La doctrina del acto en Aristóteles, Pamplona,
Eunsa, 1993.

17
abierto desde los llamados trans­cendentales personales: porque
conoce, porque es libre, y porque es capaz de destino.
Otra nación clave es la de universo, criatura distinta del hom­
bre, que se despliega y se une en una pluralidad de sentidos causa­
les. Los sentidos de la causalidad del universo y su conocimiento
es el tema de la física que Polo desarrolla en el tomo IV de su
Curso de Teoría del Conocimiento (en trance de publicación), y
cuya prosecución es el tema del fundamento, esto es, el ser como
primer principio (ya expuesto en su libro El Ser y al que de modo
meramente indicativo se ha aludido en el capítulo I).
En este capítulo (originalmente publicado como artículo en
mayo de 1967 en la revista Palabra) se mencionan, al hilo de la
exposición y sin estorbarla, otras nociones claves en la antro­
pología poliana que atienden a la vertiente esencial del hombre,
distinta realmente de su ser: mundo, o entorno que el hombre
forma a su alrededor, situa­ción, o modo de estar el hombre en
la historia, y cultura, en cuanto plasmación del espíritu objetivo,
que hace del mundo algo disponi­ble, es decir, algo de lo que yo
puedo disponer libremente. En suma, este capítulo, además de
su interés intrínseco, muestra el rendimiento de la antropología
trascendental, que se deriva de alcanzar el ser personal, y que
tiene en cuenta la situación aporética del hombre a que ha con­
ducido la historia del pensamiento filosófico en la línea argumen­
tativa aquí desarrollada.

Las Cinco lecciones de antropología trascendental fueron


pro­nunciadas en la Universidad Panamericana de México en el
verano de 1987. Pertenecen a la parte más inédita y culminar de
la filosofía de nuestro autor. Ya a lo largo de este libro han ido
apareciendo muchas nociones que tienen una cabal explicación
dentro de esta antropología, cuya exposición sistemática, sin em­
bargo, todavía no ha sido publicada. Polo ha considerado intere­
sante dar ya a la imprenta estas páginas, y que sirvan de adelanto
a ese futuro libro titulado Antropología trascendental.
Para los que ya conocen la filosofía de Polo, sin duda estas
Cinco lecciones resultarán todavía insuficientes, porque en ellas
no se expone un esquema completo de esta antropología. Se tra­
ta sola­mente de un comienzo, de una justificación de por qué es
necesaria, y un planteamiento inicial de cómo se llega a ella, y de
cómo se progresa en ella. En el fondo, estas Cinco lecciones son
un capítulo introductorio de ese futuro libro.

18
Para los lectores que no hayan estudiado a nuestro autor, es­
tas Cinco lecciones resultarán sin duda más arduas que las pági­
nas precedentes. Hay un cambio de nivel, que conviene advertir,
adecua­do al rigor requerido para una ampliación de la filosofía
tradicional como la que aquí se plantea. Quizá podrían haber­
se elegido otras lecciones más fenomenológicas o descriptivas.
Hemos optado sin embargo por las aquí presentadas porque lle­
gar a la antropología trascendental desde la teoría del conoci­
miento y desde el método propio de nuestro autor —el abandono
del límite— es el camino más adecuado para comprenderla.
Desde el planteamiento inicial que aquí se hace se puede llegar,
por una parte, a la comprensión de lo que Polo llama trascenden-
tales antropológicos, que son el despliegue y la caracterización
de las dos dimensiones, realmente distintas, del hombre: su ser y
su esencia. A lo largo de las Cinco lecciones veremos desarrolla­
das principalmente tres nociones que definen el ser del hombre:
libertad, co-existir y ser además. Pero hay otras como intimidad,
dar e intelecto que también son trascendentales antropológicos
y que aquí no se mencionan. El principal de todos ellos es la
libertad, que en la tercera de estas cinco lecciones recibe una par­
ticular atención.
Por su parte, en estas lecciones aparece ya la caracterización
de la esencia humana como disponer. La esencia humana se di­
ferencia radicalmente de la esencia del universo (tema también
tratado en estas páginas) y se expresa en nociones como tener,
crecer, manifes­tarse o expresarse... La sociedad, la ética, el hom­
bre como animal simbólico, etc., son desarrollos de este plan­
teamiento que llena todos los escritos antropológicos de nuestro
autor 3. Estos desarrollos se entienden mejor cuando se funda­
mentan en esta antropología tras­cendental.
Por tanto, estas lecciones pretenden solamente adelantar un
planteamiento que será mucho más amplio y rigurosamente

3
Algunos de estos escritos: Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo,
Rialp, Madrid, 1991, 258 pp.; además: La coexistencia del hombre, Actas de
las XXV Reuniones Filosóficas de la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Navarra, Pamplona, 1991, págs. 33-48; Tener y dar, en Estudios sobre la Laborem
exercens, BAC, Madrid, 1987, págs. 201-230; Antropología, Universidad de
Piura, PAD, editado por Pablo Ferreiro, Lima, 1985, págs. 1-55; La vida buena
y la buena vida: una confusión posible, en Atlántida, 7, 1991, págs. 28-36. He
hecho un breve resumen de esta antropología en Leonardo Polo y la Historia de
la Filosofía, en Anuario Filosófico, XXV, 1, 1992, págs. 101-124.

19
formu­lado en el libro Antropología trascendental. La conexión,
insisto, entre los primeros libros metafísicos de Polo y sus escri­
tos más divulgativos se hace desde esta antropología.
La dificultad fundamental de las páginas de este último ca­
pítulo, que no debe desanimar al lector, es la exposición del
abandono del límite, que tiene un cuádruple desarrollo: el ser
del universo —el fundamento o principio—, la esencia del uni­
verso —las cuatro cau­sas—, el ser y la esencia del hombre. Son
cuatro campos temáticos cuya explicación puede encontrarse en
algunos momentos un poco más árida. Lo importante es rete­
ner las nociones propuestas, y acep­tar la reiteración explicativa.
La explicación del carácter de único (mónon) propio del cono­
cimiento sirve como introducción al abando­no del límite, junto
con el tema del conocimiento transobjetivo como precedente ya
aparecido en la historia de la filosofía.
Sin embargo, hay nociones mencionadas en las páginas
anterio­res, que aquí reaparecen y se amplían: el disponer, la irre-
ductibilidad de la persona, su incomunicabilidad y crecimiento,
así como las referencias a la ética, las comparaciones con las per­
sonas trinitarias, y sobre todo las referencias a la creación, en
especial la superioridad del dar sobre el hacer como lo propio de
la persona divina y humana.
Por último, aparece en estas lecciones el entronque de Polo
con Tomás de Aquino. Ha quedado ya patente la inspiración
aristotélica y cristiana de nuestro autor. Importa insistir en que
Polo tiene una inspiración en Tomás de Aquino del mismo rango
que las dos ante­riores. Es más, en rigor, la filosofía de Polo es una
continuación de la filosofía tomista, hecha como un desarrollo,
aplicado a la antro­pología, de la distinción real entre essentia y
esse, que Tomás de Aquino estableció. Polo asume en toda su
amplitud el alcance de esa distinción y la extiende al hombre:
también en él se distingue el ser y la esencia. Ésa es la clave desde
la cual se construye todo el edificio de su pensamiento. Dicho de
otro modo, Polo pretende establecer la entera congruencia de la
distinción real al aplicarla a la antropolo­gía. Tomás de Aquino
es el descubridor e inspirador de la distinción real, pero su desa­
rrollo completo se puede efectuar en la antropolo­gía. Es éste el
intento poliano.

***

20
Sin duda, la obra de Leonardo Polo exigirá un estudio amplio
y detenido. Por el momento parece preferible presentarla como
lo que es: algo vivo, en constante proceso de creación y búsqueda
de la verdad, pendiente aún de publicar un magnífico cuerpo de
inéditos que no cesa de incrementarse. Los lectores de Leonardo
Polo que quieran continuar el estudio de su obra pueden encon­
trar una Guía bibliográfica al final de este volumen, con unas pe­
queñas orientacio­nes. Esperamos contribuir con ellas a difundir
una obra filosófica que, aunque deba recibir las críticas precisas,
pues de otro modo el diálogo en busca de la verdad no sería
auténtico, tiene sin embargo una savia creadora que la distancia
considerablemente de otras contemporáneas.
Agradecemos vivamente al autor las facilidades que nos ha
dado para acceder a sus escritos y publicar este libro 4. M.a José
Franquet, Ángel Luis González, Jorge Mario Posada y Patricia
Pintado Mascareño han llevado a cabo el trabajo de preparación
de estas páginas. A ellos, nuestro agradecimiento por su meri­
toria e imprescindible tarea, con el deseo de que puedan seguir
ayudando al autor en futuras ediciones y en los trabajos sobre su
material inédito.

RICARDO YEPES STORK

4
El tomo-homenaje del Anuario Filosófico, XXV-1, 1992, presenta un con­
junto de trabajos documentados sobre el pensamiento de Leonardo Polo.

21
LA ACTUALIDAD DE LOS CLÁSICOS

¿Qué es la actualidad de los clásicos? Ciertamente los clásicos


se pueden entender en un sentido muy amplio. Pero limitándonos
al ámbito de la filosofía, los clásicos son los grandes socráticos,
Platón y Aristóteles. Ellos aparecieron como los primeros pensa­
dores que remontaron una crisis, y cuyas fórmulas de solución
son ampliamente aplicables a nuestra situación, que también es
de crisis.
Platón es un gran iniciador, y tiene intuiciones muy poderosas.
Pero Aristóteles es el sistematizador, quien consigue verter esas
intuiciones en unos conceptos suficientemente precisos. Aunque
me ha costado algún tiempo llegar a esta conclusión (porque yo
empecé a ocuparme de la filosofía tomando como modelos a filó­
sofos modernos), me parece que el clasicismo en filosofía se pue-
de centrar sobre todo en Aristóteles.
La tradición aristotélica ha añadido algunos elementos rectifi­
cadores de ese gran momento de la filosofía, por ejemplo en la
interpretación de la voluntad. Es una corrección hecha por los
grandes teólogos y doctores medievales, que no solamente hacen
rectificaciones, sino también ampliaciones temáticas. Llevan a cabo
una más acabada interpretación de la realidad, del ser real. Ésta es,
justamente, una de las grandes aportaciones de Tomás de Aquino.
Existe, pues, una gran tradición aristotélica. Además, Aristó­
teles es hoy todavía una de las grandes claves de la filosofía.

23
Pienso que es el autor que más se estudia actualmente. Es como
una cantera inagotable. Nos hallamos en un momento muy claro
de retorno a Aristóteles; un momento para volver a considerar
sus más profundas formulaciones. Y se llega a notar que son
suma­mente actuales porque colman o remedian olvidos, omisio-
nes, de otras líneas de pensamiento de las que dependemos.
Aristóteles puede ser considerado actual en varios sentidos. En
primer lugar, por su interpretación de la técnica, del hacer huma­
no. Esa interpretación de la técnica contiene elementos muy valio­
sos, porque permiten hacernos cargo de una manera positiva, sin
las excesivas desconfianzas que predominan en el ambiente, de la
tecnología contemporánea y de la ciencia que la respalda.
También la ciencia es hoy objeto de interpretaciones escép-
ticas. Esta actitud, que ha llegado a predominar, da lugar a que
se la haya relativizado excesivamente. El cientificismo ha sido
atacado en las últimas décadas. Y esta crítica es ya un lugar co-
mún: que la ciencia no es un saber total, sino un saber particular,
que obedece a paradigmas de época, los cuales, como dice Kuhn,
son modificables a lo largo de la historia. Con esto, en definiti-
va, la ciencia no sería más que un género literario, comparable
con otros que apa­recen en algunos momentos de la cultura, a
pesar de que se le reconozca un cierto valor superior, un valor de
verdad, de averi­guación de la realidad, distinto y superior al
de otros géneros literarios.
No sé si será porque soy excesivamente occidental; pero no
estoy dispuesto a aceptar esa conclusión. Concedo un alto valor
a la ciencia. Por otra parte, esas relativizaciones de la ciencia
no se compaginan en modo alguno con la realidad. Son solu-
ciones muy sumarias, si se tiene en cuenta que nuestra cultura
está impregnada de ciencia. Resulta un poco ridículo que existan
personas que pretendan limitar tanto el ámbito de validez de la
ciencia, cuando, por otro lado, se vive, casi por entero, de la cien-
cia y de sus aplicaciones prácticas.
De otra parte, es claro que si semejantes actitudes se mantie­
nen es precisamente porque el hombre hoy no está a la altura
de la misma ciencia. En cierto modo ésta nos supera en muchas
líneas. Hemos creado demasiada ciencia; tanta que excede la ca-
pacidad de comprensión de una sola persona; y no existen pen-
sadores enciclopédicos como en otras épocas.
Además, la ciencia también nos supera respecto al modo
como intentamos conducir nuestra vida, que es a menudo irres-

24
ponsable, y contrasta así fuertemente con la perfección y el grado
de auto­control que con la ciencia hemos logrado incorporar a los
artefac­tos de la técnica. De hecho, hoy no nos consideramos a
nosotros mismos como seres cibernéticos.
En contra de esto, Aristóteles propone fundamentalmente,
insisto, una antropología que se puede considerar estrictamente
cibernética, quitándole a esta denominación lo que pueda tener
de mecanicista o de contagio y residuos de mecanicismo.
Por lo demás, no deja de ser llamativo que en una de sus úl-
timas declaraciones, cuando un periodista le preguntó qué iba
a ser en el futuro de la filosofía, Heidegger contestara que le
augu­raba un eclipse plurisecular. Y ante la pregunta por lo que
susti­tuiría a la filosofía, respondió, con cierto aire desalentado:
la cibernética.
Me parece que esta actitud heideggeriana de desprecio o des­
confianza por la cibernética no está justificada. La cibernética
no es propiamente una sustitución de la filosofía, sino que, en
cierto modo, es una de las líneas por donde la ciencia toma con-
tacto con la filosofía, o se aproxima a ella. Bien entendido: a la
filosofía de Aristóteles, pues en otras direcciones del pensamien-
to filosófico la comprensión cibernética del hombre, es decir, la
consideración de la virtud como la clave del desarrollo vital del
hombre, se halla totalmente ausente.
El tema de la virtud no aparece en la filosofía moderna, o
aparece siempre en un sentido despectivo, bajo una profunda
incomprensión: la virtud como actitud hipócrita o afectada. A
veces es reducida a la categoría de costumbre, como puro modo
estable de conducirse, lo cual de ninguna manera es lo propio de
la virtud, sino más bien una consideración secundaria. O tam-
bién se hacen de ella caricaturas: las personas virtuosas serían
las beatas morigeradas, gente en situación vital descendente, hi-
pócrita en el fondo. En fin, las virtudes han sido objeto de una
malísima litera­tura, y sin embargo, las virtudes son lo cibernético
en el hombre.
De manera que, para afrontar nuestra situación, los clásicos, y
concretamente Aristóteles, son sumamente útiles o, mejor, perti­
nentes. Esto significa más que útiles, pues la filosofía y la utilidad
son cosas distintas. La filosofía no «sirve» para nada. Si sirviera
para algo, sería un artefacto. La filosofía está en el orden de la
verdad, no en el de la utilidad. Lo que sucede es que sin filosofía
no se puede vivir, y por ello es necesaria. No puede prescindirse

25
de ella porque es un gran elemento aclaratorio, y el hombre sin
aclararse es muy desgraciado.
La filosofía clásica, la de Aristóteles en particular, es suma­
mente pertinente para enfrentarnos hoy con la ciencia y con
ese derivado suyo, la tecnología. Una y otra impregnan nuestra
vida; nos encontramos con ellas sin descanso, y nos condicionan
fuerte­mente. En tal situación, el planteamiento del Estagirita es
el único que —por así decirlo— nos proporciona un balón de
oxígeno, una posibilidad de respirar con facilidad, sin agobios ni
resquemores, en el mundo de la técnica y de la ciencia. Aristóteles
es profunda­mente científico, profundamente epistémico.
Un aristotélico no tiene nunca miedo a la ciencia, ni la deja a
un lado; la considera como una de las grandes hazañas del espí-
ritu. Y además, se mueve en ella sin desconfianzas, con dominio,
con cierta facilidad. Aunque después, por más que se conozca a
Aris­tóteles, hace falta mucho estudio de los materiales científicos
para que esa actitud de superioridad, y a la vez de simpatía, ese
afán de asimilación de lo científico, y esa connaturalidad de filo-
sofía y ciencia, que es tan clara en el aristotelismo, se lleve a cabo
efecti­vamente y no se quede en puro programa. Evidentemente
hay que conocer, aunque sea en sus líneas generales, los conteni-
dos de la ciencia. Pues bien, desde este punto de vista la filosofía
aristotélica puede cumplir una destacada misión.
De hecho, sólo una filosofía aristotélica puede aglutinar el
espíritu universitario. Las otras formas de filosofía son recorta-
das, cerradas, unilaterales. Por tanto, no sirven para cumplir esa
mi­sión, que también, a mi modo de ver, los filósofos y la filosofía
están llamados a cumplir en la universidad. De lo contrario, la
universidad se transforma en «pluriversidad»; se astilla en las
especializaciones: se produce incomunicación entre las distintas
ra­mas del saber, y se da una especialización excesiva en la mente
de los que se dedican al trabajo universitario. En este sentido,
ese espíritu universal —universitario— lo puede proporcionar la
filoso­fía. Pero, dentro de la filosofía, la única que está capacita-
da para lograrlo es la aristotélica, en cuanto que es sumamente
abierta a todos los tipos de saber y, a la vez, los abarca sin dejarse
arrastrar por alguno de ellos.
Otro de los aspectos positivos de la inspiración clásica es su
mayor alcance y su mayor esperanza respecto de lo humano.
Las interpretaciones modernas del hombre son muchas veces
reduccio­nistas: consideran al hombre según una u otra parte

26
suya, nada más; lo trocean. Estiman al hombre de acuerdo con
esa declaración típica de los reduccionistas: «el hombre no es
más que...», como también expresa Heidegger. Un pensamiento
reduccionista es el que dice que el hombre, o cualquier otra rea-
lidad, es sólo esto o aquello: «no hay más que esto». Recordarán
al viejo apólogo de los ciegos a los que presentaron un elefante
que no veían y sólo podían palpar: uno palpó la pata y dijo: este
animal es un árbol; otro palpó la trompa y dijo: este animal es
como una serpiente; otro palpó el vientre y dijo: este animal
es co­mo una pared... ¡Reduccionismo! Todas ellas son partes del
elefante, pero no son el elefante.
Los reduccionismos son así: «el hombre no es más que...». Por
ejemplo: no es más que instinto, y, dentro de los instintos, uno u
otro. Y si es uno, no es otro: o es el predominante. Consecuente­
mente, si el hombre no es más que «eso», el hombre capaz de
ciertas cosas, es incapaz de otras. Y si es incapaz, entonces se
le aplica también la fábula de la zorra y las uvas, con lo cual,
al cabo, se renuncia. Los reduccionismos implican renuncias: el
hombre no es capaz más que de muy pocas cosas, y por tanto
debe renunciar a lo que no está a su alcance.
Desde este punto de vista, la inspiración aristotélica es la
opuesta. Es —digamos— una inspiración de ataque: el hombre
es capaz de todo; el hombre es un ser universal; el alma, en cierto
modo, es todas las cosas —psykhé pós pánta— Y esto, precisa-
mente porque el hombre es intelectual. De manera que también
resulta ser un antídoto frente al pesimismo existencial que rezu-
man los reduccionismos, y que hace mucho más difícil enfrentarse
con la situación actual, que es muy compleja. Y si simplificamos
al hom­bre en sentido peyorativo o reductivo, entonces, natural-
mente, lo incapacitamos para hacerse cargo de la situación.
Pues bien, todos estos son aspectos de la actualidad de los
clásicos. Ellos inyectan optimismo. Y estamos muy necesitados
de él en el momento actual. Los clásicos ponen de manifiesto la
dignidad del hombre: el hombre es un ser muy capaz. Tiene sus
limitaciones, sus quiebras, pero puede hacerles frente. La filosofía
clásica es todo lo contrario de una filosofía resignada. La resigna­
ción, que está de moda y en boga, es una actitud que tenemos que
superar. Nuestros tiempos no son para la resignación: son para el
ataque. Si no atacamos los problemas, ellos nos devoran.
Si bien todo lo anterior es importante, me interesa aludir so-
bre todo a otro aspecto. Una de las características de nuestro mo-

27
mento cultural es la reposición de posturas primitivas. Estamos
viviendo en una época sumamente mítica, para escarnio de
Augusto Comte, quien decía que había tres estadios en la historia
de la humanidad: mítico, metafísico-religioso y positivo. Este úl-
timo sería la culmi­nación. Pero, en este momento, nos encontra-
mos con que Comte no tenía razón. En esta fase post-positivista
en que nos hallamos hoy, fase de falta de confianza en el saber
estricto, estamos repo­niendo por todos lados la actitud mítica.
Sin embargo, es Aristóteles, —y precisamente Aristóteles—
quien por primera vez se libró del mito. Pero bien entendido, ya
que el mito tiene un valor peculiar, y en esto Comte también se
equivocó. El mito no se debe ni se puede expulsar, pues consti-
tuye —así lo suelo llamar— una modalidad sapiencial, que tiene
aplica­ción práctica, ya que pensando o interpretando míticamen-
te, es decir, adoptando el modo de explicación propio del mito,
se hacen accesibles aspectos verdaderamente reales del hombre.
En este sentido, el mito es insustituible. Pero no debemos que-
darnos redu­cidos al mito, pues está hecho para ser superado, del
mismo modo que en el hombre hay muchos aspectos que deben
ser superados.
Lo mítico es característico del hombre, es un ingrediente
suyo. Expresa una de nuestras dimensiones. Pero no expresa la
dimen­sión a que nos debemos acoger o atener, sino precisamente
aquello que en nosotros debe ser superado.
En este sentido, Aristóteles también es actual, puesto que pro-
porciona una neta y estricta comprensión de lo que significa su-
perar mitos. Aunque, por otra parte, es un gran comprensor de
los mitos. Basta recordar aquella frase suya: «cuanto más viejo
me hago, más amante de los mitos me vuelvo». Se puede ser
amante de los mitos porque los mitos, insisto, son una forma de
sabiduría. Pero no se puede quedar uno en ellos.
Intentaré decir qué es estrictamente el mito como forma
sa­
piencial siguiendo ideas de mi discípulo y colega Ignacio
Falgueras Salinas. Después mostraré de qué modo Aristóteles
superó los mitos incluyéndolos, no deshaciéndolos, es decir, sin
considerarlos como una etapa históricamente atrasada, lo cual
no es verdad, pues la humanidad siempre ha tenido una dimen-
sión cultural mítica. El mito no se puede desterrar de la cultura
humana, ni se puede considerar como una etapa históricamente
transcurrida. El mito se supera de una determinada manera cuya
pérdida comporta la reposición del mito.

28
Pues bien, el mito es una de las modalidades sapienciales porque
cumple los requisitos de serlo. Considero que por sabiduría —y la
del hombre puede adoptar distintas variantes, por lo que se puede
hablar de diferentes modalidades sapienciales— hay que entender
las preguntas y las averiguaciones acerca de los dos temas centrales
que afectan al hombre, o con los que el hombre tiene que ver, que
son: el fundamento y el destino. Dicho de otra manera más rápida,
la sabiduría dice de dónde venimos y a dónde vamos.
Por un lado, el fundamento, el problema de los orígenes, de
los principios, de aquello de que dependemos en sentido causal,
en sentido de derivación; lo primario. Éste es un tema sapiencial
del que nunca nos hemos librado, porque nunca nos podremos
librar. ¿A qué se debe todo?, ¿cuál es la razón de ser de las cosas?
Ése es el tema del fundamento.
El otro tema sapiencial es el destino. En la filosofía de Aristó­
teles este asunto es tematizado con la noción de télos. En la inspi­
ración cristiana el tema del destino es más amplio que entre los
griegos; se intensifica. El fin es aquello a lo que uno se tiene que
destinar. Fuera del cristianismo el destino tiene un carácter un
tanto necesitarista. En algunas épocas, en el helenismo sobre
todo, el destino equivale a la fatalidad. Ciertamente se trata de
una variante de la noción aristotélica de télos, aunque un poco
degra­dada, característica de algunas épocas en las que se impone
la duda sobre la libertad; esto sin duda tiene que ver con la resig-
nación de que hablé antes.
Para el cristiano, en cambio, el destino tiene un sentido ac-
tivo: significa destinarse. No es aquello que nos domina desde
fuera o nos absorbe, o que pulsa nuestras fibras psicológicas, y
de lo cual, por lo tanto, somos prisioneros. No es la fatalidad
imperante en nuestra vida, sino que es justamente el gran inspi-
rador de nuestra libertad. El destino es entendido entonces como
destinación, como algo que uno toma en sus propias manos. Y es
así el sentido más profundo de la libertad.
Ambos temas, fundamento y fin o destinación, son los dos
grandes temas sapienciales. Bien entendido: en la sabiduría huma­
na, pues la sabiduría divina no versa sobre estos temas, porque
Dios no tiene fundamento ni tiene destino. Pero el hombre sí. El
hombre se encuentra ineludiblemente —digámoslo así— enclava-
do entre estas dos grandes instancias: el fundamento y el destino.
Pues bien, ¿que dice el mito acerca de esos dos grandes temas?
Con esto se verá por qué es una modalidad sapiencial. El mito,

29
acerca del fundamento —que es de lo que trata más— dice que
el fundamento está en pasado; que el fundamento fundó; que es
un acontecimiento primordial que ya tuvo lugar y del que deriva
todo el tiempo posterior. El fundamento es lo primordial. Pero
es lo primordial sólo en sentido temporal. El fundamento, en su
estricta función de fundar, fundó. Pero, precisamente porque fun-
dó, pro­piamente hablando, lo fundado por él no es más que una
especie de consecuencia: un corolario; es la historia en cuanto
que simple­mente se extiende en el tiempo.
Pero precisamente porque la historia se extiende en el tiempo,
al ser lo que sigue al fundamento en tanto que el fundamen-
to está enclavado en el pasado (lo primordial ya aconteció y ya
se consu­mó), queda desasistida. La capacidad de asistencia del
fundamen­to, es decir, su capacidad de seguir fundando, es escasa.
Según el mito, el hombre arranca de una situación fundamen­
tal, pero no puede encontrarse nuevamente con el fundamento
más que si se acuerda de él al hilo de una transmisión que es el
mito mismo. O, digámoslo así, en un intento de transmisión, no
de interpretación (la hermenéutica ya no es propiamente el mito.
Recuérdese la interpretación del mito que hace Freud. En ella se
pierde lo estrictamente típico del mito como forma sapiencial):
es una rememoración; un saber que en la narración —la cual, de
otra parte es anónima, es social, si se considera el mito como un
género literario— nos transmite que algo decisivo pasó.
En todo caso, el mito dice que algo pasó, y que de esto de-
pende el transcurso de la vida: tanto la vida social como la vida
individual. Pero el presente depende de tal manera de lo pasado
que, en cierto modo, está desasistido por ello. Esa dependencia
implica a la vez un no asistir del fundamento, es decir, un no
prestar actualmente la función de fundar lo fundado, puesto que
ésta fue ya ejercida, se consumó en el pasado.
Por eso, la historia es coda —en sentido musical, según una
expresión de Nietzsche—: es un añadido. La vida del hombre
está, en su estricto acontecer, infundada. Para saber en qué con-
siste su fundamentación hay que recurrir a lo que sucedió. El
fundamento es lo ancestral. Y el fundamento no está ahora fun-
dando, sino que fundó. Por tanto, lo que viene después es en cier-
to modo insigni­ficante, es vanidad. La vanitas vanitatum de que
habla el Eclesiastés está inscrita en esta comprensión. La vida del
hombre es vana. Sus tareas no son propiamente tareas; lo más
que se puede hacer es repetirlas.

30
Por eso, el tiempo mítico suele ser cíclico: se reitera; pero se
reitera precisamente porque no tiene suficiente arranque funda­
mental para dar el salto hacia algo nuevo. Y no lo tiene porque
el fundamento no está fundando, o sólo funda muy débilmente:
por­que toda su capacidad de fundar ya tuvo lugar.
Se comprende, pues, que esta interpretación mítica del funda­
mento es verdadera, aunque no es completa: no agota la compren­
sión del fundamento. Pero decir que el fundamento en cierto
modo fundó, y en cierto modo dejó de fundar, es verdad.
Muchos de ustedes habrán vislumbrado ya dónde radica la
verdad del mito. El mito plasma, o transmite, la experiencia del
pecado original. El pecado original es un acontecimiento estricta­
mente fundante de la historia, pero en el sentido de fundamento
insuficiente: en tanto que tuvo lugar el acontecimiento primor-
dial llamado pecado original —o, como también podría decir-
se, pecado fundamental o primordial—, en esa misma medida el
hombre está desasistido por el fundamento. Y en cierto modo,
desde esa fundamentación, lo que el hombre está haciendo no
vale nada. Así pues, el mito es una modalidad sapiencial: lo que
el mito dice es verdad.
A veces se dice que hay que desmitificar el cristianismo. A lo
cual hay que responder: él mismo os la desmitificaba, en el senti-
do de su superación. Porque el pecado original ha sido redimido.
Sólo cabe desmitificar en ese sentido. En cualquier otro sentido
no hay que hacerlo. Y queda claro que ese sentido del mito es el
más importante. No tiene sentido arrancar o desarraigar el mito
de la sabiduría cristiana, porque el pecado original es un hecho.
Y ade­más de un hecho es un dogma de fe.
Por lo demás, el mito aparece desde el tercer o cuarto mi-
lenio en las protoculturas agrícolas. Allí se desarrolla efecti-
vamente. Posteriormente el mito tiene muchas elaboraciones
y a veces cam­bia de sentido. Sin embargo, en lo que respecta
al saber del funda­mento, es lo que he dicho. En su expresión,
tal como nos ha llegado, cuando se le ve sin alteraciones, el
mito constituye un predominante cultural o sapiencial en las
civilizaciones arcaicas: la china, la sumeria, la egipcia. También
las culturas precolombinas de América están llenas de mitos.
En todas ellas aparece ese elemento radical: se narra que algo
decisivo pasó. Incluso en las preculturas existen elementos mí-
ticos, como consta, por ejemplo, en las investigaciones sobre
los pigmeos.

31
En fin, la antropología cultural se ocupa de los mitos, por ser
ella, ante todo, una antropología de orígenes. Es el tema central
de Lévy-Strauss. Sin embargo, la interpretación que hace Lévy-
Strauss de lo mitos es falsa, porque es estructural. Es decir, es
una interpretación solamente formal, una matematización del
mito, lo cual no le corresponde en modo alguno, y por ello es un
plantea­miento inadecuado.
Esa misma equivocación late bajo el término «mitología». El
mito no es logos. La «mitología» es un hierro de madera. A su
vez, una interpretación estructural del mito es otro hierro de ma-
dera. El estructuralismo no puede aplicarse al mito. El estructu-
ralismo es un craso error metódico, entre otras cosas por que es
una aplicación de ideas matemáticas, y, por lo demás, reducida,
pues tampoco todos los sentidos que tienen las estructuras mate-
máticas son recogidos por los estructuralistas. El estructuralismo
es una filosofía de segunda clase.
Ahora bien, ¿qué dice el mito acerca del destino? Dice que
lo que sobreviene, es decir, aquello a lo que el hombre va, es un
reino de sombras, un reino inefectivo, sin densidad real. Es el
problema del alma que vaga en una región de sombras, como
decía Safo. Es el Hades.
La noción de Hades surge precisamente porque en el mito el
operar humano posee muy poca densidad real, debido justamente
a que el acontecimiento primordial le desasistió en su continua­
ción. Por eso precisamente la resonancia de ese operar humano
en el destino, en el futuro —en la eternidad, diríamos—, es suma-
mente débil. Y por tanto al hombre corresponde un destino fan-
tasmal, espectral. La sapiencialidad mítica expresa una debilidad
en la destinación. Pero tampoco se puede decir que esto sea falso.
Insis­to, pues, en que el mito es una modalidad sapiencial.
Por su parte, la filosofía es otra modalidad sapiencial, pero
estrictamente diferente del mito. ¿En qué consiste la diferencia?
Consiste —y en Aristóteles, taxativamente, está la tesis— en que
para la filosofía el fundamento funda ahora. El fundamento fun-
da en presente: está fundando. El fundamento no ha desasistido,
sino que el fundamento está hasta tal punto que constituye la
constancia misma de la realidad. La realidad es sustancia porque
es funda­mental; y la physis humana también es fundamental. El
hombre es principio y fuente de sus actos. Sus acciones no se ex-
plican por algo que tuvo lugar en el pasado. Sus actos se ejercen
desde la actualidad de su naturaleza. La naturaleza es un princi-

32
pio en presente. Como se ve, la interpretación del fundamento en
el mito y en la filosofía son diferentes.
Lo propio de la filosofía es decir que el fundamento está fun-
dando. Toda la Física de Aristóteles lo dice: el mundo es ahora, y
es ahora en arkhé, en principiación estricta. O también, el mundo
no se explica por lo que fue, sino por una instancia estrictamente
contemplable. Y es contemplable porque se abre no a la rememo­
ración, al recuerdo o a la narración, sino al noûs.
El fundamento está presente. Paralelamente, en el hombre hay
una capacidad de presencialización. Esta capacidad ejercida es lo
que Aristóteles llama teoría o, de una manera más general, noûs.
El hombre puede contemplar y desvelar la índole fundamental de
la realidad; y puede hacerlo porque la consistencia fundamental
está ahí, ahora, y porque el pensar es acto actual.
En este sentido, es manifiesto que la interpretación filosófica
del fundamento —ésta que digo, y que alcanza su madurez en
Grecia, precisamente con Aristóteles— también es verdadera. Si
la versión mítica del fundamento es verdad, la de la filosofía es
todavía más abarcantemente verdadera.
El fundamento está fundando. No sólo fundó, sino que está
fundando. Aun así, el sentido débil de la fundamentación tam-
bién se encuentra recogido en Aristóteles en lo que él llamó causa
material: la causa según el antes al después. Éste es el sentido más
débil de la fundamentación según la filosofía aristotélica.
¿Y cuál es la interpretación filosófica del destino? Para Aristó­
teles el destino es el sentido más fuerte de la fundamentación,
esto es, el fin, el télos. El hombre es un ser que, teniendo natu-
raleza, en cierto modo material, pero que a la vez es capaz de
estricta copresencialización con la fundamentación que asiste en
presente, es capaz de télos. Y, así, el hombre tiene un destino en
términos estrictamente finales: el hombre espera un fin.
Pues bien, afirmo ahora que nuestra época se encuentra en un
nivel sapiencial y de autocomprensión mítico, o que los rasgos
del mito han vuelto a aparecer. Basta caer en la cuenta de la gran
duda que el hombre tiene acerca de su destinación en nuestra
situación cultural. ¿A dónde vamos? A una situación espectral,
a una situa­ción de volatilización. Un poeta español escribía un
soneto titulado «Los espectros de Hiroshima». ¿Qué destino
tenemos? Un destino negativo. ¿Cómo nos enfrentamos con el
futuro?; ¿qué hacer con el futuro? Nada. ¿Cuál es el sentido de
nuestra existencia actual? Muy escaso. Pensiero debole.

33
A su vez, ¿cuál es la explicación de lo que somos? Pues es pa-
leontológica. ¿Cómo se explica el ser del hombre? Por la evolu­
ción. Eso es un mito. La teoría de la evolución repone el sentido
mítico del fundamento. ¿Cómo se explica el psiquismo humano?
Por un trauma infantil. Otra vez el mito. ¿Cómo explica la mecá­
nica de Newton todo lo que pasa? Por condiciones iniciales. Se
supone que, si se establecieran completamente las condiciones
iniciales, se conocería todo el decurso de los acontecimientos y
de los fenómenos. Y eso también es mito.
Es increíble hasta qué punto Comte fue miope. Pero Comte
no sabía lo que es el mito; lo confundía con la mitología, con
creer en dioses y cosas de ese estilo; pero eso no es la clave del
mito. El mito es una modalidad sapiencial.
Interesa mostrar que la ciencia moderna aún sigue un mode-
lo de explicación mítica. Por eso Feyerabend dice que la ciencia
es una tradición. Y lo seguirá siendo mientras no se dé cuen-
ta de que no puede serlo. En todo caso, tal como nos ha sido
transmitida, la ciencia moderna sigue un modelo mítico, porque
busca explicar todo a partir de condiciones iniciales, es decir,
poniendo el funda­mento en el pasado. Es más, en ese modelo
de ciencia el mundo no tiene finalidad alguna. El principio de
inercia es exactamente lo mismo que decir que no hay télos. Y
la interpretación del mundo como una interacción homeostáti-
ca, también excluye el fin: la homeostasis es una situación sin
télos, es un equilibrio sin sentido; pura circularidad cíclica y,
por tanto, mítica.
La ciencia moderna tiene factores explicativos míticos. Donde
ese carácter se observa de una manera más neta es en la llamada
teoría de la evolución. Y todo el mundo está convencido de la
evolución. Y al que diga que no lo está se le considera retrógra-
do. Pero el retrógrado es el evolucionista. Decir que el hombre
viene del mono es un mito, estructural y formalmente. ¿Que yo
dependo enteramente de lo que pasó, que yo soy un puro tra-
sunto del tiempo cósmico? Eso se lo cuenta usted a su abuela,
como decimos en España. No es más que una narración mítica.
El racismo es otra reposición del mito.
Pero, cuando he dicho antes que el mito es una modalidad sa-
piencial, no trataba de insultar o descalificar a los evolucionistas,
sino de establecer cuál es el estatuto sapiencial de lo que dicen.
Justamente por esto no se puede decir que el evolucionismo es
una teoría, porque teoría es la consideración del fundamento en

34
pre­sente en cuanto que asiste a lo fundado. La teoría es la consi-
deración del fundamento en presente, en asistencia estricta.
Lo que no es mítico es decir que el hombre tiene un alma
creada por Dios. Si cada hombre tiene un alma creada por Dios,
entonces el alma viene de Dios en presente, y no del mono; si
viniese del mono estaría fundada en el pasado.
Pues bien, la ciencia debe ser consciente de lo que debería ser.
Lo que tiene de mito es distinto de su misma estructura sapiencial
si ésta es teórica. Se advierte entonces que la tesis de Feyerabend
es una renuncia al progreso de la ciencia. Porque, en rigor, la
ciencia avanza en la misma medida en que se separa del mito. Es
claro, entonces, que el tipo de explicación al que la ciencia debe
tender y por medio del cual progresará y se constituirá definitiva­
mente como tal —cosa que apenas comienza a lograrse— tendrá
lugar cuando acepte que hay fundamento en presente.
Así, por ejemplo, esto es aceptado ya en la cibernética. Para
la cibernética el fundamento no está en el pasado. En un modelo
cibernético hay una teleología muy clara: el sistema tiene entra-
das y salidas, pero, sobre todo, se tiene en cuenta la repercusión
de las entradas en las salidas siguientes. Y si hay repercusión
en las salidas siguientes, ¿cómo va a estar el fundamento en el
pasado? La reestructuración del sistema tiene lugar ahora; y ade-
más, en consideración a un resultado: no en consideración a un
anteceden­te, sino a una salida.
Por eso, es grande la diferencia entre la cibernética y el mundo
de Newton en donde la cibernética está completamente ausente
—puesto que se trata de un mundo homeostático, paralizado.
Y ésa es también la diferencia fundamental que hay entre la
Física de Aristóteles y la Física de Newton: en la de Newton todo
se explica por condiciones iniciales. Además, el principio de iner­
cia, como principio de la mecánica, equivale a decir que lo físico
carece de fin, como indiqué antes.
Pues bien, el necesario replanteamiento de la estructura funda­
mental de la ciencia tiene como modelo inspirador e impulsor a
Aristóteles. Esto es patente si la ciencia no es mera tradición, o
mito, es decir, cuando se intenta explicar los fenómenos físicos,
no por lo que pasó, sino por lo que está pasando ahora, y por lo
que pasará después.
Ya los físicos cuánticos aceptan esto: dicen que las partículas
se mueven en atención a la situación final, y que no cabe defi-
nirlas tan sólo a partir de situaciones antecedentes. Es una for-

35
mulación sorprendente y aparentemente paradójica. Hace que
muchos pre­gunten: ¿qué quiere decir usted?, ¿cómo una situa-
ción final, esto es, que todavía no existe, puede ser causa? Y hay
que responder: eso de que «todavía no existe» no significa nada,
si se atiende al sentido pleno de la fundamentación en presente.
Porque «todavía no existe» sólo se formula desde el punto de vis-
ta del tiempo. Pero el tiempo direccional no es la clave explicativa
ni el postulado básico de una explicación física. Considerarlo así
es un error. Aristóteles lo dice continuamente: explicar el después
según el antes no es explicar casi nada. En el fondo, es explicar
solamente desde la causa material. O se explica por un ahora,
o la explicación es débil. O se explica por un después, o no se
acaba de explicar, porque el después quiere decir lo superior, no
«lo que todavía no es». Por eso cuando se dice que lo superior,
como télos, no se ha alcanzado todavía, y como tal es un después
no explicativo, se toma el tiempo como única clave o trama de la
realidad, lo cual es propio del mito.
Hay en la ciencia moderna una tensión entre su elemento teó-
rico, que es la matemática, y el modelo de la realidad que acepta.
La física cuántica propende a resolver esa tensión a favor de la
matemática.
Con esto me parece que he dado un criterio suficiente para
distinguir el mito de la filosofía. Ahora bien, también se suele
decir que la filosofía deriva del mito. Pero eso es falso. Repito:
¿el mito es una modalidad sapiencial? Sí. ¿Es verdadero? Sí. ¿Por
qué lo es? Porque es verdad el pecado original y la materia es
un sentido de la principiación física. ¿El mito se puede reponer
y volver a ser el gran armazón sapiencial de una época? Sí. ¿Por
qué? Porque se olvida la Redención. Así de claro.
Pero bien entendido: por mucho que la filosofía sostenga que
el fundamento está en presente y no en pasado, que el funda-
mento es actual y no un fundamento que fundó, y por mucho
que diga que el hombre es racional, cabe una antropología trá-
gica: en el hombre existe el mal, y éste sólo es explicable desde
un brote originariamente malo. Por tanto, es claro que no basta
con la filosofía. Ni basta con Aristóteles. No es lo único que es
actual, pues lo más actual es el cristianismo. Pero, no obstante,
Aristóteles ayuda mucho.
Lo más actual es el cristianismo. Basta recordar esa frase
de la Epístola a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy
y por los siglos». Y esta otra: «Él es antes que todas las cosas, y

36
todas subsisten en Él», como dice San Pablo a los colosenses.
Pues bien, esto no es mito, sino su más radical superación. Pero
cuando se pierde esta comprensión reaparece el mito. ¿Por qué?
Porque entonces el hombre se encuentra en pecado; y por que
no sabe lo que es la Redención. Y desconfía. Por ello, tampoco
entonces tiene claridad sobre el destino. El agnosticismo es la
versión mítica del destino. Y es justificable, es verdad; pero bien
entendido: porque un hombre que no está asistido actualmente
por Dios, porque se ha apartado de Él, no puede destinarse a
nada, y naufraga en el futuro.
De manera que la clave de arco, la sapiencialidad radical es
la cristiana. Pero, en esto, Aristóteles nos recuerda, —y es ahí
donde los filósofos tenemos algo que decir— que si bien hay fun-
damento en el pasado lo más importante en la función de fundar,
su dimen­sión más central, es actual y futura, es ahora y es fin. Y
necesitamos saber esto para no caer en la desesperación, en el
hoyo del sinsentido.
Por eso, la filosofía de Aristóteles es profundamente humanis­
ta. Es una de las vetas por las que podemos recuperar el sentido
de nuestra propia dignidad. Los hombres somos seres dotados de
naturaleza. Y como seres dotados de naturaleza somos capaces
de ejercer actos desde nosotros mismos. Por tanto, no depende-
mos exclusivamente del pasado. Si esto no fuera así, quizá habría
que concluir que nuestra naturaleza es por completo corrupta. Es
sabi­do que para Lutero la gran oveja negra es Aristóteles. La cri-
sis medieval consiste en el rechazo de Aristóteles, en no aceptar
la fundamentación en presente. Y de ahí sale Lutero.
En definitiva, la actualidad de los clásicos es la actualidad del
fundamento, la actualidad que no podemos perder. Estamos asis­
tidos por el fundamento. A pesar de todo, a pesar de nues­tros pe-
cados, Dios no nos ha dejado de su mano. Las cosas y noso­tros
estamos en las manos de Dios ahora, y por tanto, los proyectos
que emprendemos los podemos destinar. Somos capaces de un des-
tino. No estamos sometidos a un destino fatal, sino que somos
capaces de ejercer nuestra destinación en sentido creativo.
Esto es sumamente importante para nuestra situación porque
—insisto— la atmósfera mítica que nos envuelve en definitiva
en un decaimiento. Si hiciéramos una revisión de la evolución
desde la perspectiva filosófica, veríamos que se puede admitir
que el código genético es una causa formal; el redescubrimiento
de la causa formal apunta a la fundamentación en presente. Y la

37
informática es también una teoría de la causa formal. Y como se
aplica a cosas materiales, es una teoría hilemórfica, o sea, com-
pletamente aristo­télica. En la informática hay causas en acto,
pues si no hay causas actuales, no hay mensaje.
En suma, he procurado señalar lo que es el mito y la justifica­
ción de su validez, y lo que es la filosofía en comparación con el
mito. La comprensión de la cultura en nuestra situación es bas-
tante mítica. Para superar esta situación es importante la actitud
clásica. Los clásicos son actuales.
Con todo, una pregunta queda pendiente de respuesta. La
filosofía clásica admite un paralelismo exacto entre el pensar y
el fundamento: como lo que pensamos lo pensamos actualmen-
te, también la realidad se consuma según la actualidad. ¿Este
parale­lismo es por entero correcto? Responder a esta pregunta
es decisi­vo para el futuro de la filosofía. Lo haremos en otra
ocasión.

38
EL CONOCIMIENTO DE DIOS Y LA CRISIS
DE LA FILOSOFÍA EN LA EDAD MEDIA

PLANTEAMIENTO
Se trata ahora de enfocar el más importante de todos los te-
mas: Dios. Dios es el Ser respecto del cual nosotros los hombres
(aparte de otras muchas cosas) nos jugamos el tipo, por activa y
por pasiva. Por activa, si estamos dispuestos a amarle y a cum-
plir su voluntad, tensándonos hacia Él. Y, por pasiva, si no lo
estamos. Porque el que no lo está, o deja de estarlo, perece sin
remedio; se condena eternamente, como es sabido. Sin embargo,
nuestra capa­cidad de Dios ha sido puesta en duda. Ya lo hemos
indicado.
Un tema de suma importancia, que debemos enfocar ahora de
manera pensante; ver hasta qué punto podemos pensar a Dios.
No consideraremos, pues, in recto, el conocimiento de la fe, sino
el correspondiente a la dotación cognoscitiva que como criaturas
racionales tenemos. Las dificultades del tratamiento completo
son evidentes. Sin embargo, la clave se encuentra en clima cris-
tiano —con preparación precristiana— y sería una necedad pres-
cindir de ella; la clave se encierra en unas palabras con las que el
Señor desbarató la torpe aporía de los saduceos acerca de la re-
surrección de los muertos: «Dios no es Dios de muertos, sino de
vivos» (Mt 22, 32). Para Él todos viven. Aplicando estas palabras
al conocimiento de Dios, hemos de concluir que se conoce a Dios

39
en tanto que nuestro pensamiento es un pensamiento viviente.
Un pensamiento muerto, un pensamiento asténico, cristalizado,
auto­matizado, difícilmente conoce a Dios. Y, si lo conoce, lo co-
noce mal. Conocer mal a Dios —conocerle malamente— es una
gran desdicha, y además es exponerse a que alguien descubra el
error del planteamiento y con escándalo le eche a uno en cara su
tontería. Pero la interpretación pesimista del pensar como algo
ajeno a la vida rige desde hace tiempo. Centraré mi intención en
deshacer tal interpretación.
Pensar a Dios es pensar por todo lo grande, y esto conlle-
va una experiencia profunda, espléndida, de nuestro pensar.
Si el pensar queda reducido a un apéndice sucedáneo, pura-
mente prag­mático, a una especie de instrumento desvitalizado,
se compromete el acceso a Dios. No perdamos de vista lo que
decíamos antes: el tema de Dios, desde el punto de vista del
conocimiento, es solida­rio del carácter vital del conocimiento.
Dios es Dios de vivos; si nuestro pensamiento piensa a Dios, es
porque está vivo para Dios: si no, no lo piensa. Un pensamiento
disecado, como un insecto etiquetado y clavado con un alfiler,
encerrado en una cajita, no piensa a Dios, o lo hace de una ma-
nera tan precaria que se confunde con pensar cualquier cosa.
Tomás de Aquino, que em­plea a veces la ironía, insiste en el
tema al hablar del conocimiento «imperfecto de lo imperfecto»:
la acumulación de dos imperfeccio­nes. Por el contrario, en la
medida en que nuestro pensamiento es viviente —y solamente
en esa medida—, nuestro itinerario mental in Deum será un
camino gallardamente recorrido.
Sentadas estas consideraciones, lo mejor sería ver el tema del
pensar en las aventuras de los grandes pensadores. Quizá sea éste
el modo adecuado de abordar el tema máximo que es, al mismo
tiempo, el más arduo, el que mayores esfuerzos entraña: el inago­
table conocimiento de Dios. Como los filósofos tenemos la suerte
de tratar por oficio con inteligencias humanas bien entrenadas,
plantearemos la cuestión con este enfoque. Y veremos de qué
modo se han «jugado el tipo», en orden a su pensar, algunos
grandes filósofos medievales.
El exceso de tema nos obligará a dejar sentadas las cosas de
manera rápida, sentenciosa y esquemática. Por consiguiente, bus­
cando lo decisivo, comenzamos con una alusión a los pensadores
más significativos de tres momentos históricos que indicaremos
en seguida.

40
LOS TRES GRANDES MOMENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA
La historia del pensamiento filosófico se condensa en tres mo-
mentos o períodos, sumamente concretos en el tiempo y en el
espacio. Tres períodos de una duración muy corta, en donde
el pen­samiento ha alcanzado la mayor altura: momentos estela-
res, creadores, unificantes. El resto de la historia de la filosofía es
la preparación o el desarrollo, la glosa y el aprovechamiento, de
lo que en esos tres momentos se pensó. Porque, repito, filosofía
abarcante se ha dado, sobre todo, en esos tres momentos, aunque
las etapas de preparación o consecutivas son imprescindibles y
muy interesantes también.
Los tres períodos presentan las siguientes características:
son cortos —setenta, ochenta años—, protagonizados por filó-
sofos agrupados en torno a pocas personalidades —tres, cua-
tro— y vin­culados a un área geográfica pequeña. Esto es lo que
ha ocurrido de hecho; pero además hay muchas razones para
que sea así.
Pasemos a señalar los tres grandes momentos y sus correspon­
dientes protagonistas:

a) Período ateniense
En la primera mitad del siglo IV a.C., en Grecia, concretamen­te
en Atenas, se da el primer momento de concentración del pen­sar,
al que colaboran, como se sabe, tres gigantes de la experiencia
intelectual: Sócrates, Platón y Aristóteles.
En menos de cien años (desde el fermento socrático hasta
la muerte de Aristóteles, en el año 322) se desarrolla una ac-
tividad pensante de la que todavía dependemos, esto es, cuyas
repercusio­nes y alcance no han sido agotados. Éste es el primer
momento cumbre del filosofar, ciertamente preparado por siglo
y medio de aguda inquisición.
Tres filósofos estrechamente vinculados, como es notorio.
Zubiri llama a Aristóteles «testamentario de Grecia». Cambiaría
una palabra y llamaría a Aristóteles «sintetizador de Grecia».
Todo el pensamiento griego está recogido, está viviendo en
Aristóteles. Aristóteles es la plenitud de la filosofía griega; ple-
nitud que le tocó llevar a cabo a un hombre no estrictamente
griego —Aristóteles era un meteco—, un extranjero en Atenas,
a la que incluso tuvo que abandonar para no correr la suerte de

41
Sócrates. En Aristóteles el conocimiento se funde directamente
con la vida entendida como realidad ascendente. El llamado neo-
platonismo deriva de Aristóte­les no menos que de Platón.

b) Período medieval
Corresponden a este segundo momento cuatro o cinco figuras
filosóficas de primer orden. Abarca la segunda mitad del siglo XIII
y el primer tercio del siglo XIV. Este momento supera al ateniense
por el número de pensadores, y también por la dificultad de la
situación. Porque, aunque los filósofos del área de Atenas se en­
cuentran sin duda en el marco de una cierta crisis, en el momento
culminante del medievo hay temblores profundos, corrientes espi­
rituales intensas a las cuales los pensadores responden y con las
cuales, en parte, ellos mismos se templan y, en parte, también se
destemplan cuando no son capaces de afrontarlas sin miedo.
En este período destacan cuatro inteligencias densas, agudas
y rápidas: Tomás de Aquino, cuya obra se desarrolla desde la mi-
tad del siglo XIII hasta su muerte, en 1274 (aunque poco antes de
su muerte Tomás de Aquino, agotado, deja ya de pensar); Duns
Escoto, que muere en 1308, todavía joven, después de desarro-
llar en una carrera muy breve una amplia tarea; Guillermo de
Ockham, cuya dedicación pensante termina hacia 1315 (murió
en una epi­demia de peste, probablemente en 1350). Conviene no-
tar que su filosofía está terminada antes de cumplir los 30 años,
porque luego Ockham se dedica a otra actividad de tipo político-
eclesiástico bastante desagradable; y, por último, Juan Eckhart
que muere antes que Ockham, pero cuya carrera intelectual sigue
todavía cuando Ockham se detiene. No se sabe tampoco exac-
tamente la fecha de la muerte del maestro Eckhart: aproxima-
damente en el año 1328, fecha que puede ponerse como final de
esta decisiva fase del medievo.
Son unos setenta y cinco años, un tiempo tan corto como el
ateniense; también en un área pequeña, cuyo centro es la Univer­
sidad de París.
A mi modo ver, es éste el momento más importante de to-
dos: el más complejo, el más radical, y al mismo tiempo, el más
proble­mático. Y no lo digo por partidismo, por simpatía con-
fesional —a algunos de estos pensadores no les tengo simpatía,
como se verá— sino porque sus repercusiones son todavía más
condicionantes que las del período ateniense. Dejo sentada, antes

42
de seguir adelante, una aserción: la modernidad está ya pensa-
da en este momento; sobre todo por los pensadores francisca-
nos: Escoto y Ockham, franciscanos y del área inglesa. Tomás de
Aquino y Eckhart son dominicos. De Eckhart depende la línea
reflexivo-especulativa alemana. Otra destacada época filosófica,
a saber, el siglo XVII, desde Galileo y Descartes hasta Leibniz, sólo
se entiende bien, a mi juicio, como un primer intento de resolver
las dificultades del Bajo Medioevo.

c) Período idealista
Después de las importantes figuras del siglo XVII, empiristas y
racionalistas, que desarrollan algunas consecuencias de la Edad
Media, llegamos al tercer gran momento filosófico, igualmente
concentrado en el tiempo y en el espacio. Se abre con la edición
de la Crítica de la Razón Pura, en 1781 (la segunda edición se
hizo seis años después) y se cierra con las lecciones que pronun-
cia Schelling, después de la muerte de Hegel —desde 1841— en
la Universidad de Berlín, en las que Schelling establece, por así
decirlo, el balance de la aventura en que el pensamiento alemán
se había embarcado a partir de Kant, la cual viene a ser también
una respuesta a una crisis largamente incubada.
Por consiguiente, el idealismo alemán abarca aproximadamen­
te setenta años: la misma duración que los otros dos momentos
ya reseñados; Kant está en Kónigsberg, pero el idealismo termina
gravitando en torno a la Universidad de Berlín.
Estos tres momentos condensan todo lo importante que se
ha pensado y se ha preparado en el terreno de la filosofía fuera
de ellos. Por ejemplo, lo que hay después del idealismo alemán
es una consecuencia de éste, en el que todavía estamos insertos;
intentan­do salir, intentando encontrar un nuevo punto de arran-
que, o conectar con otras maneras de pensar; con buenas posi-
bilidades de éxito, pero metidos en la búsqueda. El pensamiento
que sigue a Hegel hay que definirlo estrictamente como posthe-
geliano. Hegel es, de todos los pensadores alemanes, el más im-
portante histórica­mente, el que ha influido más. Hegel engloba
la vida en la razón.
Pero, a su vez, Hegel y también Kant son subsidiarios —y al
mismo tiempo canales— por donde nos llega la energía teórica
—y más tarde especulativa— acumulada en el período medieval,
el cual, por su parte, sirve de conexión entre el momento ateniense

43
y el momento idealista: por eso me parece tan importante: estu-
diar lo que en él pasó es esclarecedor. Allí está dicho casi todo
y, conociéndolo, queda uno curado de la petulancia ridícula, y
sin embargo tan frecuente, de creer que actualmente se piensan
cosas «ex novo», por primera vez.
Como es imposible decir en pocas páginas lo que los citados
pensadores elaboraron, en esa triple época de grandes síntesis,
me centraré en el período medieval. Y atacaré tan difícil tarea
con el planteamiento de una pregunta: ¿Qué acontece en esencia,
en el paso del siglo XIII al siglo XIV? ¿Qué se pone en juego en ese
momento de la historia del pensamiento humano?

LA INTRODUCCIÓN DE ARISTÓTELES EN EL CAMPO MEDIEVAL


Cuesta tiempo darse cuenta de que el mayor desafío dirigido
al pensamiento humano está en este momento. De él depende-
mos con la añadidura de pocas cosas nuevas porque, en el fondo,
lo que viene después consiste en versiones, reposiciones o desa-
rrollos simétricos de una porción de lo sacado entonces a la luz.
A principios del siglo XIII, sencillamente, aparece Aristóteles
entero. Al irrumpir Aristóteles, la calma que envolvía el pensa­
miento y los planteamientos de entonces se rompe. Tomás de
Aquino y Eckhart pasan al ataque; otros intentaron reponer el
clima anterior, pero no lo lograron.
A mi modo de ver, para entender a Tomás de Aquino, lo pri-
mero es advertir que no está encerrado en su época. Más aún: es
extemporáneo. Su época no reaccionó frente a Aristóteles como
Tomás de Aquino; lo hizo con mucho menos equilibrio o con
menos valentía. La audacia —indisciplinada— de Eckhart es una
exacerbada versión de la separación aristotélica del intelecto al
lado de la cual la interpretación averroísta resulta pálida.
Pero de Tomás de Aquino y de Eckhart hablaremos más tar-
de. Señalemos antes que, al aparecer plenamente Aristóteles, son
los franciscanos, y en su línea Escoto y Ockham, los que le hacen
frente, diciendo: ¡Atención! ¡Aristóteles es peligroso! ¿Por qué?
Porque si fuera cierto que se puede conocer la realidad como
dice Aristóteles, la revelación es superflua. La postura de Siger de
Bravante había sido una confesión suficiente al respecto. Se trata
de una crisis muy seria. Si uno se asusta de Aristóteles por esta
razón, porque se advierte o se cree advertir que su pensamien-

44
to hace superflua la revelación —y esta razón, naturalmente, es
central para pensadores que son a la vez teólogos— entonces, ló-
gicamente, el único remedio es poner coto a Aristóteles. Se suele
hablar de las relaciones entre fe y razón —el tópico está en todos
los manuales de filosofía—, pero no se suele decir hasta qué pun-
to ha imperado esta relación, que explica, en último término, los
caminos empren­didos a partir de este momento medieval.
No se trata de una cuestión académica. Es un desafío vi-
tal, pues tanto la fe como el pensar son vida, y toda la Edad
Moderna depende de la solución que se le dé. Porque lo sabían,
aquellos pensadores medievales lo vivieron con intensidad y se
dejaron el pellejo en el intento de resolverlo. Desde luego, Tomás
de Aquino se lo dejó y, a pesar de tener una poderosa humani-
dad y un temperamento flemático, a los cuarenta y nueve años
terminó agotado. Pero Escoto también se quema. Hay en él una
especie de paroxismo, de aceleración en el intento de hacerse con
la solución del problema. Escoto es un pensador rapidísimo y,
aunque su filosofía no me parece correcta, sin embargo, entiendo
su actitud, que se repite, que nos avisa y enseña, pues hace paten-
te a dónde se puede llegar, aun teniendo un notable talento, si no
se encaja bien el reto griego. Pone, al mismo tiempo, el tema de
la filosofía moderna en su verdadero lenguaje.
Éste es el primer asunto: la relación entre fe y razón. De él va
a surgir una peculiar interpretación del pensamiento.

LA VOLUNTAD EN ARISTÓTELES
Un segundo tema, solidario con el anterior, es la interpreta­
ción griega —y concretamente aristotélica— de la voluntad.
Para Aristóteles la voluntad es fundamentalmente órexis:
ape­tito. «Órexis» es una palabra griega que se puede traducir
por ham­bre, por deseo; de una manera más gráfica, se puede
traducir por ganas de asestar un mordisco a una fruta, o algo
así. Pero, preci­samente porque la voluntad para Aristóteles es
deseo, la voluntad solamente se pone en marcha, solamente se
despierta, si es prece­dida por el conocimiento. El famoso afo-
rismo nihil volitum quin praecognitum expresa exactamente lo
que es la voluntad para Aris­tóteles. La voluntad depende de la
inteligencia, es precedida por ella, porque no puede despertarse
si la inteligencia no le presenta algo, o porque, en definitiva, por

45
muy ardiente que sea, es pasiva respecto de la inteligencia, pues
como apetito se dirige a conseguir lo que la inteligencia presenta.
De manera que para Aristóteles lo activo en el espíritu humano,
o lo activo en el hombre —Aristóteles no sabe exactamente lo
que es el espíritu— es la parte intelectual, y así la llama poietikós,
agens. Lo hegemónico es el intelecto. La voluntad es una tenden-
cia; es, más bien, femenina; se toma de la materia. Lo propio de
la hembra, dice Aristóteles, es desear; pues lo mismo le pasa a la
voluntad. Por así decirlo, en Aristóteles la voluntad se tensa por
lo que el pensamiento presenta y, si la inteligencia no presenta, la
voluntad no quiere nada, no entra en escena1. No hay una vigi-
lancia propia de la voluntad. Es parasita­ria, por decirlo con una
mala palabra: parasitaria, pasiva cara a la actividad intelectual.
Por ello, para Aristóteles, lo inmortal en el hombre es el intelec-
to agente. Esto es lo que dice Aristóteles. De modo lapidario: el
alma es deseo y operación; pero el deseo lo es de operación. El
significado de la felicidad para Aristóteles es inseparable de esta
ecuación. Ahora bien, un medieval se orienta a buscar un nuevo
equilibrio, incluso a desplazar la importancia relativa de conoci-
miento y tendencia.

ESCOTO PROCEDE A UN ARREGLO


No conviene arreglar a Aristóteles porque arreglar las cosas
en filosofía es, siempre, confundirlas. Aunque suene paradójico,
los arreglos comportan una pérdida para el pensar. Aristóteles
piensa las cosas así, y de modo muy claro. Los que auténtica-
mente lo entienden —y Escoto lo entendió muy bien en algunos
puntos— lanzan una voz de protesta. Si el conocimiento, para
Aristóteles, es tan potente que agota el ser, ¿qué hacer con la
revelación, con la fe? Desde este punto de vista, Aristóteles es
incómodo para el teólogo. Pero, por otra parte, Escoto toma la
revancha. Porque, en cambio, la voluntad, según Aristóteles, está
deprimida con relación a lo que un cristiano sabe de la voluntad;
para un cristiano la voluntad no puede ser un mero apetito. ¿Por
qué? Porque tiene sus actos propios. El amor cristiano no es el
eros griego: y eso Escoto lo sabe perfectamente. La voluntad tie-

1
De suyo, o separada de la inteligencia, la voluntad no es temática. El deseo
natural de ver a Dios no es una prueba de su existencia.

46
ne un protagonismo: tiene una propia actividad. No es un mero
apetecer; la voluntad también es capaz de amar. Y amar no es
siempre apetecer. Además, esen­cialmente, la voluntad no puede
ser apetito, porque se puede poner en Dios y, naturalmente, en
Dios apetito no hay ninguno. Es falso decir que Dios desea. Que
Dios es deseo lo dirá Jacobo Boehme, introduciendo una gravísi-
ma distorsión en el pensamiento moder­no; distorsión que influye
decisivamente en Hegel. Si la voluntad es precisamente deseante,
en Dios no hay voluntad. Pero si en Dios hay voluntad, ni la vo-
luntad es precisamente deseo, ni la inteligen­cia es primaria, como
dice Aristóteles.
En Aristóteles el declive está así: activa la inteligencia, pasiva
la voluntad. Escoto lo invierte: lo activo es la voluntad; ¡luego
lo pasivo es el entendimiento! Al entender la inteligencia como
pasi­vidad consecutiva de-una fuerza diferente, abre la puerta a
graves sospechas acerca del alcance de nuestro conocimiento.
Además, una fuerza previa al pensamiento es rebelde al imperio
de las formas. El formalismo escotista se lleva mal con su volun-
tarismo. Pero las oscilaciones de su planteamiento no ocultan sus
preferen­cias. En definitiva, el intelecto no toma las riendas.
La victoria de Escoto sobre Aristóteles —una victoria tremen­
damente ambigua— coloca el tema del conocimiento en un calle-
jón sin salida. A pesar de su planteamiento sutil, agudo —doctor
subtilis le llaman—, desde Escoto no hay manera de remontar la
pendiente. En el camino del pensamiento, si se retrocede, el «dé-
ficit» es insubsanable. Y con Escoto, en este momento medieval,
hay un retroceso.
Escoto no acepta que la inteligencia sea tan potente como
dice Aristóteles porque percibe en ello un peligro. Escoto inten-
ta com­pensar esa amenaza apelando a su experiencia del amor
cristiano; en la apelación establece la primacía de la voluntad.
Si la voluntad es primariamente activa (lo único activo) y, co-
rrelativamente, la inteligencia se hace pasiva, Aristóteles es con-
trolado. Porque una inteligencia pasiva no puede conocer el ser
del todo, no puede agotar la realidad. Por otra parte, Aristóteles
asegura que nuestra inteligencia es abstractiva. Ahora bien, la
abstracción, se suele decir, es inferior a la intuición. El contacto
exacto con el ser habría de ser intuitivo. De darse en nosotros,
la intuición habría de estar a la altura de la voluntad, como una
culminación de su propia línea. Esto comporta: lo que crece en no-
sotros es la voluntad; en cambio, la inteligencia está estabilizada,

47
es unívoca. De aquí se sigue: las distinciones y las conexiones
mentales son, ellas mismas, reductivamente mentales. En estas
condiciones el infinito no es pensable o no es real por ello y no es
una idea (negativa). Escoto es el contrapunto de la dialéctica mo-
derna —y de Eckhart— porque disocia la actividad de pensar y el
infinito. De dicha disociación surge la noción de representación y
la preeminencia de una versión de la noción de posibilidad, para
Aristóteles secundaria. La perte­nencia de lo representado a lo real
—noción de modo en el racio­nalismo cartesiano— y la actividad
son difícilmente compatibles. Después, para Kant, la exis­tencia
no será un predicado real.
Las preferencias de Escoto comportan que el infinito y la
omnipotencia se reservan a la teología. Se atribuye al infinito
un estatuto absoluto, previo a la misma intelección divina e
inaccesi­ble a la humana. Escoto llama a las Personas divinas
«produc­ciones».

EL ESTATUTO DE LA INTELIGENCIA
A partir de aquí ¿qué hace la inteligencia abstracta, estabiliza­
da? ¿Qué empieza a ser en Escoto el pensamiento? Empieza a ser
un puro espejo de la realidad; y esto decide de antemano el esta-
tuto del conocer en el todo de la realidad. Creo que la metáfora
del espejo es ilustrativa.
Lo que pasa con un espejo es bien sabido, al menos para quien
ha pasado de la infancia. La realidad está a un lado del espejo;
sólo al otro lado del espejo —otro lado que no existe— está la
imagen reflejada. Pues «eso» es la inteligencia para Escoto.
Escoto no quiere decir, de ninguna manera, que nuestra
inte­ligencia no conozca nada (en este sentido no es agnóstico);
quiere decir que conoce lo que conoce virtualmente, o sea, que
el estatuto que en nuestra inteligencia tiene lo conocido es, rela-
tivamente a la realidad, posibilidad. La imagen que hay en el es-
pejo se parece enteramente, es simétrica —se suele decir—; más,
no sólo es pare­cida: es el doble de la realidad a la que refleja;
pero, en cuanto reflejo, no es, propiamente, real, sino lógico. En
verdad es sutil el enfoque de Escoto. Pues no se trata de poner
entre lo pensado y lo real una relación negativa: no por no ser
real, lo pensado es irreal. La negación es neutralizada por la vir-
tualidad especular, y lo pensado viene a ser así una formalidad

48
que puede considerarse en sí misma. El entero parecido hace
las veces, colma cualquier otra comparación y, por supuesto,
cualquier inquietud filosófica (la filosofía no comunica con la
teología). En la inteligencia esta­bilizada reina la calma. Más
aún, como la inteligencia no hace nada, su pasividad favorece
a la forma pensada, que no es un ente de razón sino essentia
imperturbable, natura communis. Lo he expresado con una me-
táfora relacionada con una palabra que ahora conviene usar: la
especulación2.
Como todos los grandes pensadores, Escoto emplea pocas
palabras, muy concisas y cargadas de sentido. De esta forma,
no metafóricamente, emplea Escoto la palabra latina «tantum»:
sólo. Lo pensado es sólo esencia (pensada). Lo pensado no es real
de ningún otro modo; en cuanto es un reflejo, la realidad está
fuera. Pero por ser sólo pensado, a lo pensado no le falta nada
para ser pensado. Y como pensar no es una actividad, la esencia
en cuanto posibilidad consiste en sí misma: supone por sí misma.
Ahora bien, de aquí va a surgir una distinción. Tantum se puede
entender de otro modo, a saber, como el estatuto absoluto de la
esencia pres­cindiendo de que sea real o pensada (en rigor, esta
distinción lleva consigo que esencia real equivalga a esencia reali­
zada, y esa reali­zación es voluntaria. La esencia tantum absoluta
no es realizada y es previa a la esencia pensada. Así se ordenan
las preferencias de Escoto).
Con todo, decir que lo pensado es un reflejo es incoativa-
mente un problema, y todo el escepticismo y el agnosticismo que
van a surgir después, lo mismo que los esfuerzos por superarlos,
depen­den precisamente de que se tome el objeto pensado como
reflejo o representación de la realidad. Porque, obviamente, des-
de el «tantum» se puede desarrollar una sospecha en cuanto
se intente asignar al pensamiento alguna función constitutiva.
Además, la absolutización del tantum lo aleja. ¿La esencia pen-
sada es un reflejo del absoluto? ¿O es únicamente reflejo de la
voluntariamen­te realizada? En la llamada teoría de los tres esta-
dos de la esencia (así enfocada, no al modo de Avicena) late una
problemática muy aguda.

2
El término especulación se emplea en varios sentidos. Puede significar, por
ejemplo, la distinción entre conocimiento teórico y conocimiento práctico, o
también la diferencia entre la verdad conocida y el ser que la causa. A partir de
Escoto la especulación se contrapone a la teoría. Trataré de mostrarlo.

49
Repito que la actitud de Escoto es sutil. Porque si essentia
(cogitata) est essentia tantum, sed non essentia absolute tantum,
según Escoto no se priva de objeto a la especulación, y el ser rea-
lizado se reserva a la voluntad; quien penetra lo real, quien toma
contacto con ello, es la voluntad. Tomar contacto con lo reali-
zado es amar, y, correlativamente, intuir. Si eso es lo produc­tivo,
si eso es lo real en el hombre, hemos neutralizado a Aristóte­les;
Aristóteles se ha equivocado completamente porque su inter­
pretación oréctica de la voluntad es deficiente; en cambio, al pri­
vilegiar a la voluntad, se controla completamente el estatuto de
lo pensado, reduciéndolo a sí mismo en su correspondencia es-
pecular con la realidad. Además, la correspondencia es reversible
sin peli­gro de proyección, como acontece, por el contrario, en la
partici­pación platónica.
Escoto habla de esse diminuto: un ser pequeñito —ése es el
ser de la correspondencia—. Con ello la intención de Escoto
queda clara. Si lo que pienso, en tanto que lo pienso, tiene un
«ser pequeñito», entonces la revelación es campo abierto: no es
super­flua, sino que está completamente justificada. Y además,
como amar de verdad es amar a Dios, se ha resuelto el problema
de la injerencia aristotélica en el alma medieval. Escoto podía
estar satisfecho3.
Sin embargo, insisto en que el asunto es ambiguo; por eso,
aunque Escoto merece admiración, su construcción filosófica y
su solución no me son simpáticas. Desde cierto punto de vista,
Escoto es el prototipo del apologeta en retirada. Una cosa es de-
fender la fe y otra ponerse a la defensiva respecto del alcance de
la teoría. La fe nunca es superrogatoria, como sospechaba Escoto
que iba a ser si Aristóteles tenía razón4.
Ciertas apologéticas suenan a composiciones forzadas por
preocupaciones de otras índoles. Así, cuando los modernos se
plantean el tema de Dios, hablan de Teodicea. ¡Leibniz! Teodicea
es justificación de Dios. Leibniz justifica la posibilidad de Dios, y
por cierto de un modo genial. Ahora bien, ¿a Dios hay que hacer-
le sitio en un rompecabezas?, ¿qué significa justificar a Dios? Tal

3
También Tomás de Aquino usa en varias ocasiones la noción de esse
diminutum en relación con cuestiones lógicas, en especial el valor real de la
cópula verbal. Volveremos sobre el tema.
4
El estudio del estatuto del objeto es muy importante. Le he dedicado varios
libros en que se expone una solución ni escotista ni moderna de la cuestión.

50
vez igualarle con los prestigios imperantes, no hacerle de menos.
Tal vez deprimir lo distinto de él para evitar que lo sustituya:
limitar la razón para hacer posible la fe, decía Kant. En cualquier
caso, se baja el rasero.
Aristóteles se equivocó en relación a la voluntad. Porque, si
bien es verdad que la voluntad es apetito, resulta falso reducirla
a apetito. Un cristiano lo sabe perfectamente; si no lo sabe, le
falta caridad. ¿Cómo va a ser un apetito amar al prójimo? El
samaritano ¿qué apetito tenía de recoger al herido tendido en
el camino, cargar con él y pagar sus gastos? Está claro que no
se trata de eso. El amor cristiano está por encima de cualquier
hermenéutica.
Pero compensar la eventual cortedad de Aristóteles transfor­
mando la inteligencia en un simple espejo, dejando la realidad fue-
ra de ella, sólo captable por la voluntad, es una contraparti­da fea.
Para sacar a la voluntad de su incompleta comprensión
aristo­télica no hay por qué pasarle la cuenta a la inteligencia:
no hay ninguna necesidad de hacerlo. Las operaciones de ambas
pueden ponerse y medrar juntas. Pero, además, la voluntad sin la
inteligen­cia queda en una situación francamente mala. Por con-
siguiente, no es correcta la solución de Escoto. Acierta al decir
que la voluntad no es sólo apetito; pero se equivoca al explicar la
voluntad. Porque Escoto afirma que la voluntad es espontánea. Y
¿qué significa espontaneidad en Escoto? Significa, exactamente:
la voluntad está siempre despierta, se desencadena de suyo, no
está a la espera de la noticia intelectual. Es la «perseitas» de la
voluntad.
Ahora bien, interpretar la actividad de la voluntad como sim­
ple espontaneidad no es suficiente. De manera que incluso por
eso —porque la voluntad no sólo es un ímpetu— Escoto se que-
da corto. Y si a ese quedarse corto se añade el sacrificio inútil de
los actos intelectuales, la solución escotista no tiene sentido. Este
sin sentido ha devastado la filosofía moderna, por cuanto la in-
terpretación fundamental del ser propuesto por los griegos se ha
vertido en espontanismo. Es esto lo que he sugerido antes al decir
que la filosofía moderna es simétrica. La explicación del objeto
pensado se busca en el trayecto desde el sujeto hasta él. Pero esta
derivación es incorrecta.
Lo mejor no es enemigo de lo bueno y la inteligencia no es
enemiga de la voluntad, no hay pleito entre ambas. Este pleito
comporta una especie de prosopopeya barroca como las emplea­

51
das por Calderón de la Barca en sus Autos Sacramentales. No
conviene al filósofo pensar así las dos facultades del espíritu.
Inteligencia y voluntad están unidas, en último término, en el
propio sujeto. A pesar de ello no se deben confundir. Hay pensa­
dores que dispuestos a fallar el pleito, las han confundido. Es
el caso de Schelling. Hegel funciona sobre la idea de una iden-
tidad (que comporta una peculiar alternancia) entre voluntad e
inteligen­cia. Como se ve, el asunto sigue pendiente y los plantea-
mientos surgidos al filo de los siglos XIII y XIV llegan lejos.
Pero ¿tantas consecuencias puede tener que la inteligencia
haga las veces de un espejo? Al parecer no pasa nada, porque lo
que hace un espejo es doblar, no modificar. Pero eso, Aristóteles
no lo hubiera dicho nunca. Dice que la inteligencia «toca» la
realidad; no sólo es visual, sino táctil. La inteligencia penetra.
Intelecto viene de intus legere: leer o recoger dentro. Conocer es
conocer por dentro. Lo que se puede reflejar es lo de fuera; es la
figura; pero no se puede reflejar el «dentro». El «dentro» no se
puede reflejar salvo que se destripe. Pero si se destripa, o anali-
za, ya no es un «dentro», sino que se ha sacado fuera. El «den-
tro» se hace inasequible, huye de la extirpación, y queda sólo la
exteriori­dad, la superficie como término ideal brillante —nique-
lado—: es la desolación de la ostentación pura.
Otras muestras de la perturbación escotista: 1.º Definimos
la verdad como la adecuación entre el entendimiento y la cosa.
A veces se sugiere que esa adecuación significa que la inteligencia
copia la cosa. Eso es Escoto, no Aristóteles; 2.º El mecanicismo,
es decir, la interpretación del universo acudiendo a la fuerza y la
forma especulativa. 3.º Los reduccionismos psicologistas, clara­
mente paralelos a la espontaneidad voluntaria.
Demos otro paso desde la interpretación escotista de la inteli­
gencia. Repito que, en este pensador, el estatuto especulativo del
saber no lleva consigo falsedad: el espejo está bien hecho, y, por
consiguiente, refleja sin desfigurar. Pero ¿quién le asegura a uno,
si cuenta sólo con el espejo, que el espejo es plano? Tal vez el
espejo esté mal hecho; entonces lo que aparece en el espejo será
una contorsión de la realidad. Además, como ya se ha indicado,
es imposible que todo sea cognoscible en el modo de un reflejo
salvo que todo sea superficie y nada más—: el empirismo inglés
se con­formó con esta restricción y centró su atención en la co-
rrección de los defectos del espejo. Así, para Bacon de Verulamio,
el espejo está estropeado —encantado, dice— y urge arreglarlo.

52
El pensa­miento alemán no se conformó, y su intento de profun-
dizar dio lugar a un construccionismo reflexivo.
Si la adaequatio es una copia, siempre queda la sospecha de
si no será una caricatura: lo que pasa cuando uno se ve en un
espejo cóncavo o convexo. Pero si en la inteligencia las cosas
se hacen raras, irreconocibles, sería precisa una especie de rec-
tificación, que no se sabe por otro lado cómo hacer. Rectificar
una deforma­ción de noticias acudiendo a una serie de artilugios
—codificacio­nes y descodificaciones— es posible en particular.
Pero rectificar si todo el receptor está estropeado, y la rectifica-
ción es de su misma índole, carece de sentido. El empirismo re-
curre a instancias cog­noscitivas distintas del pensar. Por ejemplo,
Newton procede se­gún el acuerdo posible entre el pensamiento
y la imaginación.
La sospecha de que las formalidades de Escoto no son verda­
deras ellas solas (en el débil sentido que la verdad conserva en el
caso) está a la vuelta de la esquina, porque un speculum, en to­
do caso, es una pantalla; pero no es una energía: no asimila, no
es una consideración interna: Escoto ha desvitalizado la inteli-
gencia; las formalidades son capaces de dar razón de sí tan sólo
en cuanto posibles. Es imparable la sospecha acerca del valor
cognoscitivo de nuestro pensamiento en cuanto precisivamen­
te objetivo, que es otra manera de decir que es especulativo.
Si nuestro pensamiento es representativo —y nada más—, la
pregunta acerca de si se parece «de verdad» o no se parece a
la realidad factual —no posible— es puro vértigo. En rigor, el
vértigo se debe a una interpretación deficitaria del pensar que
se encuentra consigo mismo al intentar salir. Como decíamos,
Escoto evita la proyección platónica ate­niéndose a lo especula-
tivo, estabilizándolo, renunciando a salir especulativamente de
la especulación. Ello sólo es posible mante­niendo separadas la
espontaneidad voluntaria y el espejo. Pero si la voluntad se inte-
resa por el pensar, la sospecha toma cuerpo, ya que la voluntad
posee su propio criterio de realidad, pues el bien ha de coincidir
con la cosa.
Esta sospecha inquieta, roe a los filósofos modernos. No sólo
a Kant. La Crítica de la Razón Pura es el punto de partida de
un nuevo y enorme intento de movilización de la filosofía, pero
espe­culativa; es un intento de justificación radical de la especu-
lación. Suena bien decir: «formas a priori». Pero ¿qué son las
formas a priori? Espejo preparado, funciones especulares. Detrás

53
de ellas está la espontaneidad, que en último término, como rea-
lidad, es voluntad.
Kant no ha dado realmente ningún paso más allá del plantea­
miento de Escoto. Se está moviendo dentro de dicho planteamien­to,
esforzándose en articular o conectar espontaneidad y formali­dad.
De esta manera saca a luz una serie de elementos, de condi­ciones
y de planos, pero sin rebasar a Escoto, sin superarlo. Por una
parte, Kant consigue recomponer la unidad de la especulación.
Para ello, sin embargo, tuvo que apelar a una inspiración que
no proviene de Escoto, sino de Eckhart (a través de Cusa y
Leibniz). En Eckhart está la clave de la dialéctica moderna, es
decir, de la conciliación del pensar consigo mismo por encima
de la contradic­ción. Por otra parte, sin embargo, el empalme de
espontaneidad y formalidad es tardío, precario y equivocado.
La energía de la voluntad no es intrínseca al pensar; además,
la espontaneidad es una incorrecta interpretación de la activi-
dad voluntaria. Dicho rápidamente: voluntad e inteligencia no
funcionan igual. La espon­taneidad significa un sometimiento
catastrófico para la inteligen­cia. Es un caso extremoso de re-
duccionismo dinámico.

LA RUPTURA DEL ESPEJO: GUILLERMO DE OCKHAM


La tormenta estalló mucho antes de Kant, ya en el mismo
siglo XIV, poco después de Escoto. Concretamente, con Ockham.
Su razonamiento, más o menos, fue el siguiente: si es verdad
eso de que lo único activo es la voluntad, las formalidades se
hacen añicos. Porque si la única actividad real es la voluntad, la
voluntad actúa sin tener que ver con ningún plan, ni con ninguna
forma, en cuanto que tal voluntad: a priori, la voluntad es pura
arbitrariedad. Pero si la voluntad es pura arbitrariedad, no hay
forma que le resista. ¿Qué es lo que se corresponde como reali-
dad con la volun­tad cuando ésta ha pulverizado el espejo? Una
pura facticidad contingente, mero producto de la arbitrariedad
de Dios (o del hombre). De aquí resulta también una nueva ver-
sión de la intui­ción. La voluntad como arbitrio puro es la forma
extrema del voluntarismo.
Escoto no dice esto, pero el que siembra vientos cosecha tem-
pestades. Cuando un planteamiento está equivocado, progresi­
vamente la desviación se va haciendo mayor, porque la filosofía

54
tiene un grado muy elevado de inflexibilidad. Una inteligencia
exenta, separada de la voluntad, es un límite para la actividad
voluntaria. Nótese bien: la voluntad absoluta tiene como límite
la regularidad. Ésta es la paradoja del voluntarismo.
Ockham es consecuente a su modo. Si la voluntad lo es todo,
hay que romper el espejo: nominalismo. El nominalismo es la
pura consecuencia de la voluntad totalitaria y desbocada, que no
está previamente regulada. Y ¿quién regula a la voluntad si no es
la inteligencia?5.
No conviene decir que la prioridad de la inteligencia hace
pasiva a la voluntad; pero sí debemos decir que la prioridad de
la actividad intelectual respecto de la voluntad es imprescindible.
Salvo que aceptemos a Ockham. Pero si lo aceptamos, no se pue-
de conocer nada de modo intrínsecamente justificado. A Dios,
desde luego, no. Y al resto, tampoco. Hay que llegar a la conclu-
sión proclamada por Lutero, que tampoco dijo nada nuevo: la
razón está pervertida sin remedio; en el fondo, se aprecia su uso
como pura nulidad, porque obedece a la soberbia albergada por
la volun­tad, caída (también para Kant es radicalmente mala la
deriva del entendimiento hacia el objeto de experiencia).
Desde el ángulo de la psicología podemos buscar una explica­
ción para el voluntarismo. Una preocupación obsesiva afecta a
la totalidad del pensamiento. El desmesurado reflejo de alarma
frente a Aristóteles lleva al atrincheramiento. Han querido que-
darse con la fe sacrificando la actividad de la razón. Es un error
craso; el paso siguiente es el fideísmo o el arbitrismo de Ockham.
Si el fideísmo es la fe por reducción al absurdo, el arbitrismo
de Ockham es la absoluta desorganización. Si yo me atribuyo el
ser voluntario ockhamista, yo soy un ser caótico, un ser que al
coexistir se limita a sentir y despertar miedo. Esto ya es ateísmo
declarado.
Hobbes entendió muy bien la significación antropológica del
nominalismo. Su famosa tesis: homo homini lupus es simple glo-
sa del voluntarismo de Ockham en el nivel humano. Hobbes es
nomi­nalista, pero además es hipersensible. Hobbes sigue siendo
actual; hoy día, muchos hombres viven aterrados ante lo incon-

5
Es curioso constatar en algunos intentos de confrontación del aristotelismo
con el neopositivismo un desplazamiento del ens ut verum del aristotelismo
tomista hacia Escoto. La cuestión planteada es si la lógica de Aristóteles es
especulativa en el sentido aquí expuesto.

55
trolable, que es lo más vulnerante. Hobbes se sintió siempre so-
brecogido por la presencia del terror en su alma, asustado ante
todo y siem­pre. Pero, lógicamente, quien percibe en el hombre
una voluntad agresiva sin freno, si él no es el lobo mayor de
todos —Hobbes no lo era—, sólo puede temer. De ahí que lo
específico del hombre sea la previsión de la amenaza. El aspecto
hostil de la vida se extiende hasta el miedo cósmico. El hombre
se encuentra perdido en el mundo. Las estrellas, la inmensidad
del Universo con su inexplica­bilidad mecánica, es decir, en su
puro energetismo espontáneo, produce espanto. El único refugio
es el Leviatán, Dios suscitado por la entrega de nuestra propia
sustancia dinámica.
Es el mismo sentimiento propagado por los escritores que
juegan con los terrores del año dos mil. Estamos solos en el
Universo. Teilhard de Chardin lo apuntó. Si la humanidad está
sola, ¿de qué nos sirve la solidaridad humana? Prácticamente
de nada. Es una seria advertencia frente al ideal del colectivis-
mo universal. La soledad de todos juntos, ¿qué valor soterioló-
gico tiene?
La humanidad no es autosuficiente, ni en el nivel del indivi-
duo, ni en el de la colectividad. No lo es. A lo sumo lo parece en el
trance del anhelo de superar el intolerable presente, o como futu-
rología. La esperanza de Marx mira a un colectivismo sin tensio-
nes internas —igual que Hobbes—. Pero tal colectivo no resuelve
el problema de la desolación cosmológica. Dentro del Universo se
siente temor de la misma manera siendo uno que siendo billones.
El miedo a la explosión demográfica es una aprensión de segunda
fila. El gran miedo es que el hombre —la humanidad— esté solo.
Si no hay nadie más que nosotros, el encogimiento es la contra-
partida de la inmensidad mundana. A su vez, el encogimiento
proyecta la violencia.
Preguntamos de nuevo: todo esto ¿a qué se debe? ¿Cuál es el
estilo de Ockham? La respuesta es que esta doctrina —sin juzgar
a la persona, no somos competentes para hacerlo— es fruto de la
acidia, de la tristitia spiritualis. De ella trató con lucidez Tomás
de Aquino. En el fondo está el desaliento. Ockham desiste; al
parecer, Dios no está a nuestro alcance. O, lo que es lo mismo,
el hombre no puede desarrollar ningún proyecto coherente en
términos hu­manos (ni siquiera apoyado —como es lógico pen-
sar— por la vo­luntad de Dios: pues la voluntad nominalista no
es ningún apoyo). La tristeza es el horizonte de la esperanza en-

56
capotado. La tristeza del espíritu, dice Tomás de Aquino, es el
dolor más agudo de todos.
La consecuencia es la contracción, la reducción de la inspira­
ción de que ya hemos hablado. Si el hombre es incapaz de ha-
cer algo práctico con respecto a Dios —absolutamente nada—,
sólo le queda actuar cara a este mundo. La concentración de
la preocupa­ción humana en el mundo es solidaria de su ju-
bilación respecto de Dios. Tampoco la secularización es una
manía tan reciente como suele decirse. La jubilación respecto
de Dios está dada desde el momento en que es imposible todo
proyecto dirigido hacia Él. Como es evidente, si Ockham está
en lo cierto, tal proyecto no existe. Dios se aleja definitivamente
de mí: no porque esté infini­tamente alejado, sino porque yo no
me puedo acercar de ninguna manera: ¡ni un milímetro! Todo
intento de acercarme hacia Él se quiebra de antemano. No hay
formulación en términos humanos de este proyecto. Así pues, si
yo intento algo respecto de Dios, finjo un simulacro, un flatus
vocis et operis, un gesto pensante vano y espectral, un artificio
práctico. Al final, las formulaciones dog­máticas corren la mis-
ma suerte.
Estoy ahora en cierta situación respecto de Dios. Esta situa­
ción no la puedo mejorar. Carece de sentido pensar o esperar
que, en un momento ulterior, algún proyecto cara a Dios sea
fructífero, y que algo mío salga de él modificado en términos de
relación con Dios. De dicho proyecto no se obtiene resultado al-
guno; el proyec­to carece de sentido y la optimación es imposible.
Así pues, la acidia es puro pesimismo existencial. En todos
los melancólicos, pequeños y grandes, de la cristiandad está la
acidia.

EL DOMINIO DE LO CREADO
Si yo soy, por otra parte, el ser más terrible de la creación,
por ser el más voluntario, el que tiene más poder —el poder es
la voluntad misma—, me compete precisamente dominar a las
criatu­ras sin contemplaciones. Si las criaturas son ajenas a este
propósi­to, dominarlas consistirá en transformarlas. Es la técnica
como ataque ontológico.
Como Dios se me da muy mal y dominar lo creado se me da
bastante bien, naturalmente me dedicaré a esto último. Tampoco

57
el secularismo es descubierto y diagnosticado por Bonhöeffer,
Hamilton o Robinson, por primera vez, ni siquiera por los ilus-
trados del XVIII: está literalmente en Ockham: es pura y simple-
mente acidia. Y esto está previsto por Tomás de Aquino (o lo
vivió alguna vez y lo superó, pues en otro caso no hubiera podi-
do hablar con profundidad de ello). Pero quizás Ockham lo so-
brellevó peor: al menos su doctrina está inmersa en el pesimismo.
A Lutero le pasa lo mismo. Lutero no tiene proyecto re-
ligioso posible. Es la jubilación del cristianismo en términos
antropológi­cos. Por eso, cuando se oye decir: «somos exce-
sivamente antropo­lógicos», hay que objetar: ¡No hay tal! Lo
que se incuba en Escoto y se concreta de manera definitiva en
Ockham es el pesimismo antropológico. El pesimismo antro-
pológico por excelencia es la tesis según la cual el hombre no
tiene nada que hacer respecto de Dios porque no puede amarle
con toda su mente.

LA TEOLOGÍA EN RÉGIMEN AFECTIVO


Si la voluntad es pura arbitrariedad y la inteligencia pura
pasividad, un espejo roto, ¿qué hacer respecto de Dios? ¡Como
no sea recitar cánticos espirituales! La afectividad pasa también
aquí a un primer plano.
La crasa invasión de la teología por el sentimiento es otra
consecuencia de la tesis de Ockham. Cuando ha fallado la inteli­
gencia y se ha descontrolado la voluntad, todavía queda una
cosa: el delirio carismático de la afectividad, uno de los objetivos
de la «devotio moderna». La intolerancia correspondiente se re-
fleja en la liturgia. Se postula una religiosidad modificada, puesta
de acuer­do con el sentir actual. No insisto en el tema.

ESCOTO FUNDADOR DE LA EDAD MODERNA


El discurrir de la Edad Moderna se preparó a principios del
siglo XIV; la falta de conciencia histórica, sin embargo, nos lo
oculta. Muchos piensan que Descartes, o quizá Galileo, es el fun­
dador de la Edad Moderna. Mejor sería decir que son quienes la
ponen en marcha, pero detrás de Descartes está Escoto. Por su
parte, el nominalismo es el fundador del pesimismo existencial.

58
Descartes es un voluntarista que trata de someter la inteligen­
cia al imperio de ciertos actos voluntarios. La inteligencia es
inca­paz de presentar resistencia, porque es pasiva. Los actos
volunta­rios que contribuyen a la constitución de la filosofía te-
mática de Descartes son, principalmente, cuatro: la duda, la afir-
mación, el análisis y el sometimiento. Con ellos se corresponden:
la secuencia pienso-soy; la noción de sustancia; las ideas claras y
distintas; la idea de Dios.
Baste otro ejemplo. También hay quien dice que Freud ha des-
cubierto un gran secreto. Pero más bien conviene notar que Freud
se ha limitado a interpretar. La estructura —o como se dice ahora,
el modelo— con que piensa Freud viene de Escoto.
Según Freud el hombre es libido en puro conflicto con la con-
ciencia, es decir, con la instancia cogitativa del hombre; como la
libido está obsesivamente lanzada a satisfacerse, si la conciencia
le pone una barrera, o se suprime o estalla el conflicto. Uno se
queda pensando: ¿cómo es determinada la noción de libido? ¡La
libido es espontánea! Casi tan espontánea como la voluntad de
Escoto y tan arbitraria como la voluntad de Ockham. ¿Qué le
pasa al yo y al superyó del hombre? Que están muertos sin la
libido, como las velas sin el viento. Tan muertos como el estatuto
especu­lativo de la inteligencia de Escoto. ¿El principio de reali-
dad en su incoherencia con la libido?: Hobbes.
La originalidad de Freud es, como tantas otras, escasa. No
hay tales originalidades. Las grandes bazas del pensamiento ya
se han jugado y, cuando la partida está vencida, empeñarse en
seguir la misma línea de juego no añade apenas nada. La gran
partida del pensamiento se jugó en los siglos XIII y XIV. Hemos
visto el estilo de algunos protagonistas. Otros jugaron de distinta
manera.
La pregunta ahora pertinente es ésta: ¿se tuvieron en cuenta
todos los factores o de manera suficiente?, ¿no cabe ampliar el
juego? La pregunta interesa al futuro de la filosofía.

59
LA VERSIÓN MODERNA DE LO OPERATIVO
EN EL HOMBRE

Vamos a proseguir el examen de la situación actual. Y dentro


de esta situación, tan compleja, destacaremos una pregunta: ¿qué
le pasa al hombre hoy?
Desde luego, esta pregunta, para tener una contestación
com­pleta, habría de ser conectada a muchas variables. No es de
presu­mir que el hombre se considere y se comporte en todas par-
tes igual, o que todos los hombres tengan la misma conciencia de
sí mismos. Por eso debemos concretar algo más: ¿qué le pasa al
hombre en la situación presente, entendida como fase terminal
de la Edad Moderna?
Evidentemente, hay gente no influida por la Edad Moderna,
o sólo de una manera relativa, parcial. Muchos pueblos han en-
trado en contacto con la cultura occidental hace poco y hasta
entonces seguían un camino distinto del emprendido por los pue-
blos prota­gonistas y, a la vez, afectados por las consecuencias de
la tremenda dispersión dinámica suscitada en Occidente en los
últimos siglos. Incluso dentro de las áreas occidentales es oportu-
no destacar dife­rencias. Hay unas más vinculadas, otras menos,
al movimiento de ideas y a los problemas que se van sucediendo
y acumulando en Europa. En suma, no sería correcto entender
a todos los hombres, ni a todo en el hombre, definidos estricta-
mente así: como inmersos en la situación actual en función de la
moderna historia de Oc­cidente.

60
Hechas estas sumarias precisiones, es posible afrontar la pre­
gunta: ¿cuál es la interpretación del hombre (interpretación y
tam­bién autointerpretación) que constituye el punto de llegada
de la moderna trayectoria occidental? Esta pregunta deberá ser
contes­tada también al tratar de los reduccionismos. Ahora vamos
a ocuparnos del pensamiento, la voluntad y los sentimientos, es
decir, de lo propiamente específico en el hombre. Los reduccionis­
mos, en efecto, son un corolario y una abdicación.

ATROFIAS E HIPERTROFIAS

Delimitada así la pregunta, cabe responder del siguiente


modo: se han producido hipertrofias y atrofias; alguna dimen-
sión del ser humano se ha agigantado (se ha proyectado de una
manera excesiva); otras, en cambio, han sufrido una paralización
o regre­sión (han experimentado una involución e, incluso, han
degene­rado).
En términos muy amplios se puede decir que las dimensiones
operativas más importantes del hombre son tres: el conocimien-
to, las tendencias que culminan en la voluntad y lo que, usando
una palabra algo vaga, convendremos en llamar afectividad. El
hom­bre, considerado en el plano operativo, está constituido por
esas tres dimensiones o elementos, que también suelen interpre-
tarse como capacidades, facultades, etc., con las que se vive, a
través de las cuales se explica y acontece la conducta humana.
De estas tres dimensiones decimos que unas se han atrofiado
y otra se ha hipertrofiado. ¿Cuáles exactamente? Entiendo que en
nuestra época, y con las precisiones antes señaladas, se han atro­
fiado el pensamiento y la voluntad; en cambio, lo sentimental ha
alcanzado una especie de papel principal, asumiendo funciones
que ya no cumplen las otras dimensiones humanas, precisamente
porque se han debilitado.
De manera que la afectividad está a flor de piel y se está en-
cargando de llevar al hombre adelante, en la escasa medida de
su capacidad. Por su parte, las otras dimensiones, y sobre todo
el pensamiento, se han inhibido. Y esto es un aspecto importante
de lo que está pasando ahora; es la modificación experimentada
por mucha gente, en virtud de su dependencia de la historia del
Occi­dente moderno. Atendiendo a este empobrecimiento, y a la

61
preca­riedad consiguiente, algunos declaran la desaparición del
hombre o su muerte.
Para plantear estos asuntos es preciso acudir a la conciencia
histórica. Porque los cambios en el orden e importancia de las di-
mensiones mencionadas han ido «sucediendo», y ahora estamos
en un momento más de la andadura. Nuestro momento, por lo
tanto, sólo se logra entender si comprendemos cómo se ha llega­
do a él.
Es correcto afirmar que la dimensión humana sometida a un
primer proceso debilitador ha sido el pensamiento. A medida
que el pensar va disminuyendo, la voluntad intenta tomar su
puesto, pero la voluntad ha encontrado también obstáculos que
la han paralizado, y entonces, de una manera muy franca, ha
eclosionado la dimensión sentimental. Retrocediendo algo más
en el tiempo, esto es, con una mayor conciencia histórica, de-
beríamos modificar el diagnóstico anterior: a finales de la Edad
Media la crisis del pensamiento fue promovida por el volunta-
rismo, es decir, por una peculiar versión de la voluntad. Pero en
orden a lo que interesa ahora destacar es preferible la secuencia
indicada. Ya nos hemos ocupado de los decisivos acontecimien-
tos del siglo xiv.

EL PENSAMIENTO
¿Por qué el pensamiento se ha estrechado? ¿Y cómo se ha ido
estrechando? Para responder a estas preguntas hay que señalar
desde dónde se ha decaído.
Dentro de la Edad Moderna, el momento de mayor esplendor
y de máximas ambiciones intelectuales es el idealismo alemán.
Dentro del idealismo alemán, la figura más importante, al menos
históricamente, por su influencia posterior, es Hegel.
Hegel intentó pensar por todo lo alto: intentó pensar absolu­
tamente el Absoluto. ¿Por qué lo intentó? ¿En función de qué
factores o de qué preocupaciones llevó a cabo su tarea filosófica,
realmente titánica? La llevó a cabo por una preocupación funda­
mental, a saber, para dar una solución, una salida, a su situación,
al momento histórico en el que él se encontraba.
Según esto, lo primero que conviene hacer es describir la si-
tuación en que Hegel comienza a pensar, dentro de la cual el
filósofo alemán toma impulso para intentar una construcción

62
espe­
culativa de gran categoría. (Hay otros factores, estricta-
mente filo­sóficos y teológicos, de los que Hegel echa mano. Pero
ahora no podemos examinarlos). Esa situación se suele llamar
romanticis­mo. Hegel es el máximo filósofo romántico.

EL HOMBRE ROMÁNTICO
Entre las características del hombre romántico resalta una,
a la que, en definitiva, conducen las demás: el desgarramiento
inte­rior. El hombre romántico se encuentra con una serie de fac-
tores internos, entrañables, propios también de la circunstancia
o del mundo con que se siente vinculado, apreciados según una
insupe­rable «oposición». Todo aparece como contrapuesto. En
cuanto se condensa un asunto aparece el contrario. No se trata
simplemente de diferencias, de meras oposiciones relativas, sino
de «contrarie­dades» tajantes. También se podría formular así: el
hombre román­tico es un hombre contrariado; vive en un estado
de malestar provocado precisamente por el choque, el vaivén y la
imposibilidad de integrar.
Para el hombre romántico él mismo y toda la realidad están
constituidos en forma de contradicción contrariante: el día, la
noche, no son para él simples determinaciones diferentes, sino
opuestas. El sueño, la vigilia; la apariencia, la realidad; el hom-
bre, el mundo; la vida, la muerte; la sociedad, el individuo; el
amor, el odio; la revolución, el pasado. Siempre que intenta es-
tablecerse o dirigir su vida por un cauce, aparece otro aspecto
que no es simplemente distinto, o una eventual posibilidad, sino
estrictamen­te opuesto. El hombre romántico es el hombre «con-
trariado»; también el hombre «escindido».
La sensibilidad y la razón, la necesidad y la libertad, el anhelo
lírico y lo prosaico, luchan entre sí. Reina una especie de guerra
o desarmonía global. Así vivió el hombre romántico y en todas
sus manifestaciones culturales —la revolución, el racionalismo,
la mú­sica, la literatura— se formulan las contraposiciones en las
que se halla comprometida una conciencia desgraciada. El hom-
bre con­trariado, el hombre escindido es el hombre desgraciado.
A lo largo del siglo xviii se fue incubando el síndrome román­
tico hasta explotar en tiempos de Hegel, a principios del siglo xix.
El romanticismo continuó, se fue modificando —entre otras co-
sas, precisamente por lo que le pasó a Hegel con la filosofía—, y

63
todavía nosotros tenemos un componente romántico, contra el
cual a veces se intenta reaccionar: hay personas y movimientos
actuales que intentan desprenderse del romanticismo o calificar-
lo de periclita­do; sin embargo, es constatable que el astillamiento
interior todavía no ha desaparecido: ahí están los reduccionis-
mos, de los que ha­blábamos, para probarlo. El romántico, al me-
nos, no aceptó el reduccionismo, y vivió su desintegración íntima
como un drama.

HEGEL: LA FILOSOFÍA DE LA CONCILIACIÓN


El drama del desgarramiento y de la contrariedad tiene como
solución normal —si es que la tiene en cierto nivel— alcanzar la
conciliación. Hegel intenta la conciliación pensándola: la filoso-
fía de Hegel es la filosofía de la conciliación. Si el hombre está
des­garrado, hay que mostrarle cómo puede unificarse. Hay con-
trarios: pues a pesar de los contrarios; mejor aún, a través de los
contra­rios. Si unas cosas niegan a otras, el camino es aprovechar
la negación.
Para pensar esto hace falta una poderosa inteligencia y, al
mismo tiempo, una gran energía espiritual; hace falta dedicarse a
la tarea de pensar con una gran concentración. Hegel, cuya vida
tiene períodos gloriosos, pasa también por otros de cansancio, de
agotamiento o de hipocondría, de experiencia nocturna, como él
mismo dice.
Hegel afrontó su propósito con un método: el método dialéc­
tico; aunque no lo inventó él, lo utilizó con gran habilidad. En
esbozo es lo siguiente: en lugar de tomar las contraposiciones
como dadas a la vez, se las considera distribuidas en un proceso
que es real a través de ellas. Ahora bien, si las contraposicio-
nes son momentos distintos —si son, aparecen y constituyen un
proceso—, resulta que en vez de estrellarse en ellas se las puede
pensar y conectar. Consideradas en proceso, las oposiciones ad-
quieren una nueva significación. Y esta nueva significación es el
paso de una a otra: el paso de un momento a su contradictorio
es una renovación, el logro de algo nuevo. Con esto parece ase-
quible empezar a dar una interpretación optimista, una solución,
al empantanamiento que la contrariedad produce en el hombre
romántico. En lugar de ver dos cosas opuestas dentro o delante
de mí en rígida simultanei­dad o en inestable alternancia —lo que

64
es un atasco— vamos a considerarlas fluyendo o en proceso. Si
los pensamos en proceso, los contradictorios, precisamente por
ser tales, aportan una rigu­rosa innovación. La contradicción no
solamente deja de ser un atasco, sino que al revés, se puede tran-
sitar: es el modo más audaz e intenso de seguir adelante. De esta
manera ya tenemos la salida. Al considerar los contrarios como
momentos de un proceso en el que el segundo es completamente
nuevo, por completamente dis­tinto, respecto del primero, hemos
doblado, por decirlo así, el cabo de las Tormentas romántico.
Estamos navegando hacia algo pro­metedor, en lugar de naufra-
gar en nuestro desgarramiento interno.
Y aún más, pues después de pasar de un estadio a su contra­
dictorio, las posibilidades de novación del proceso no se han
ago­tado, sino que cabe seguir pensando. Y seguir significa pre­
cisa­mente establecer lo que antes no existía de ninguna mane-
ra: man­teniéndose en la misma intención negadora innovadora,
recuperar y englobar los momentos anteriores. De esta manera
adquiere cuerpo la conciliación.
De A pasamos a NO-A. Con esto hemos cambiado, hemos
conseguido un movimiento neto, progresivo (por lo mismo, o en
la medida en que NO-A se distingue de A): si lo que más se dis-
tingue de A es su negación, el movimiento, mejor, el paso a esta
última es realmente fecundo.
Pero todavía se puede innovar más. Se puede pensar en lo que
hasta aquel momento no se ha tematizado: la unión entre los dos
momentos, la y; es decir, en lugar de A, NO-A separados, pensa­
mos A y NO-A juntos, concretados.
Para entenderse, cabe decir, aunque no sea terminología del
gusto de Hegel, que en una primera mediación se ha pasado de la
tesis a la antítesis, y en el momento siguiente se vuelve tanto a
la antítesis como a la tesis abarcando las dos.
Pues bien, abarcar las dos, establecer la y entre la tesis y la
antítesis, es una situación nueva respecto de la pura separación
de tesis, antítesis: es la generalidad o el universal, como Hegel lo
llama.
Con esta consideración conjunta, universal, que abarca la te-
sis y la antítesis hemos logrado un paso que es una gran novedad
y, al mismo tiempo, un asumir, un recoger, sin dejar que nada
se quede atrás o fuera (ni la tesis ni la antítesis). Esa función
conser­vante, por triunfo sobre la separación, es lo que Hegel lla-
ma Aufhebung, palabra alemana dotada de una doble significa-

65
ción que Hegel encuentra muy apropiada para su intento. Por
una parte, es la supresión de la separación entre tesis y antítesis y,
por otra parte, es la conservación elevante, que cumple la síntesis
porque reúne y no permite que se queden atrás los momentos
anteriores. Y todavía más: el universal no se separa de lo que
engloba: no es «abstracto», sino universal concreto según lo asu-
mido. Es el sentido que Hegel da al concepto, y a la identidad de
lo racional y lo real —idealismo absoluto.
Éste es el esquema metódico según el cual Hegel procede, y
por medio del cual da una solución o marca un camino de pro-
greso que permite —según él— superar la crisis de sus contem-
poráneos.
La intención de Hegel es una intención de Absoluto, aun-
que no necesariamente óptima, pues con este planteamiento el
Absolu­to sólo puede ser resultado, y también una intención tera-
péutica en orden a la crisis romántica (la preocupación terapéu-
tica está pre­sente en el pensamiento moderno, y en grado muy
acusado en el siglo xix).
Hegel ha pretendido arbitrar una solución, y no de compromi­
so, no una simple aspirina ecléctica, sino una solución definitiva
por su elevación que exige pensar terminal e infinitamente. Desde
luego, para atreverse a pensar, a partir de A, NO-A como determi­
nación positiva, y luego ser capaz de pensar los dos en una única
consideración, hace falta un talento especulativo de primer orden
Con todo, es oportuno advertir que la dialéctica hegeliana es a
veces forzada o arbitraria. Por otra parte, la curación presupone
la enfermedad; o, en términos filosóficos, lo verdadero lo falso.
El método dialéctico comporta que se alcanza la verdad —el
tercei momento, la síntesis— a través del error —la separación de
los dos primeros momentos—. Como Hegel pretende lograr me-
tódicamen te el saber Absoluto, su construcción es teológicamen-
te inadmisi­ble (recoge la gnosis de Boehme y es afín a la exégesis
luterana de Fil 2, 5-11). Poner en Dios el principio del resultado
es un puro equívoco.
En cualquier caso, Hegel representa dentro de la Edad
Moder­na el momento de máxima intensidad pensante. Hegel es
el pensa­dor moderno más ambicioso, justamente porque quiere
pensar la situación agudamente crítica de su época. Y pensar la
situación no es solamente detectarla, describirla, etc., sino sa-
carla del atollade­ro, darle solución. Para Hegel, pensar tiene ca-
rácter curativo por cuanto el pensamiento es capaz de superar

66
cualquier impasse; tal capacidad es enfocada como pensamiento
que progresa envolvien­do, o progreso que es pensamiento gene-
ral y abarcante en su término.
El proceso de pensar recibe en sí el drama romántico metódi­
camente, y al recibirlo lo resuelve. La intención de Hegel es, des-
de este punto de vista, sumamente lúcida. Pero sólo sirve para
ese cometido.

LA CRISIS POSTHEGELIANA

Sin embargo, muy poco después de la muerte de Hegel, bas­


tantes pensadores llegaron a la conclusión de que había fraca-
sado. Con otras palabras, su solución, su método (el proceso
dialéctico que Hegel había adoptado precisamente en cuanto
progresivo), era una solución superficial y el progreso metódico
sólo aparente.
No les faltaba razón a estos críticos. La observación pertinen­
te, en el fondo, es muy sencilla: el método dialéctico, para ser un
auténtico proceso innovador debe cumplir necesariamente una
condición (Hegel mismo dice que ha de cumplirse), a saber, que
la forma de pensar, el método mismo, no sea meramente formal,
meramente lógico, sino generador de los contenidos. No se trata
sólo de ordenar unos contenidos ya dados, sino de que los conte­
nidos, o determinaciones, vayan apareciendo justamente en cada
uno de los momentos del proceso.
Por lo tanto, la dimensión formal del proceso mental dialécti­
co, la índole de su lógica, ha de ser plenamente solidaria de la gé-
nesis de contenidos. Así pues, no basta con pensar en general que
de A se pasa a NO-A, y que de aquí se pasa a A y NO-A, sino
que es menester que en cada caso A sea un contenido y NO-A sea
otro, y que lo sea justamente como el momento estricto que es.
Es decir, es preciso que NO-A sea B como tal NO-A, como
NO-A referido justamente a tal A. Y que a su vez A y NO-A sea
un nuevo contenido, no una simple generalidad abstracta, sino,
en definitiva, como decíamos, un «universal concreto»: no una
pura forma de pensar, sino un modo de pensar y algo pensado,
un contenido del pensar.
Ante esto los posthegelianos que critican a Hegel dicen: tal
exigencia realmente no ha sido cumplida. Señalaré, de paso, que

67
desde Aristóteles esta crítica se funda mejor. Pero ahora interesa
destacar el sentido histórico de la crítica.
Hegel no ha conseguido su propósito porque ha pensado dia­
lécticamente el pasado. Lo pensado ya estaba dado. Ahora bien,
pretender que un método, aprestado para ser la génesis de los
contenidos mismos, sea un método válido respecto del pasado es
un quid pro quo, un puro equívoco.
En especial, ¿cómo se puede hacer una filosofía de la his-
toria con el método dialéctico? En rigor, es imposible, porque
el método dialéctico es un pretendido método generador, es un
proceso que genera los contenidos mismos, y ¿cómo generar el
pasado? Del pasado Hegel se ha enterado leyendo libros, no
dialécticamente.
Por lo tanto, la filosofía de la historia conducida con el método
dialéctico es una confusión, un programa frustrado de inmedia-
to, que solamente se enuncia. Pensar dialécticamente la Historia
care­ce de sentido, puesto que la Historia es pasado. El aconteci-
miento de tal pensar no es el acontecer histórico.
La única forma de medir si el método dialéctico cumple su
promesa sería extenderlo al futuro. En todo caso, lo susceptible
de ser generado es el futuro. El pasado, desde luego, no, porque
el pasado ya «ha sido».
Sin embargo, pensar generativamente el futuro ofrece tam-
bién una dificultad insuperable. Desde luego, Hegel fue perfec-
tamente consciente de esta dificultad. Más aún: lo prohibió en
absoluto.
En efecto, basta un mínimo de sentido crítico para darse
cuen­ta de que el futuro no es generado porque se piense, por muy
dialécticamente que se piense. Más aún, la dificultad no es asunto
de simple sentido crítico, sino sistemática. Para estar plenamente
convencido de que el método dialéctico es un método cumplido,
es imprescindible haber alcanzado con él un éxito total, comple-
to. Y para ello es menester que ya se haya llegado a la síntesis
última; es decir, que ya se haya generado todo, y se haya logrado
como resultado el saber absoluto ahora, ya: en presente. Se trata
de un método efectivo por ser concreto, no de un programa.
Pero si la garantía de que el método dialéctico es efectivamen­
te capaz de pensarlo todo estriba en que pensemos todo y, por lo
tanto, en que ya está pensado todo, entonces nos hemos cortado
las manos: ya no podemos pensar el futuro como una novedad, es
decir, dialécticamente. ¿Cómo vamos a pensar el futuro como una

68
novedad si tenemos que admitir que ya lo hemos pensado todo y,
por lo tanto, que ya no hay nada más por pensar? Si no admitimos
que, con él, lo hemos pensado todo, de ninguna manera podemos
saber si el método dialéctico sirve para pensarlo todo.
Ésta es la dificultad insuperable del método dialéctico. Hubo
quien se dio cuenta y, en consecuencia afirmó que este método es
inútil o aparente, que está aquejado de una dificultad que él mis-
mo se provoca y de acuerdo con la cual resulta completamente
estéril. Porque no puede ser una generación del pasado, cosa que
carece de sentido, ni tampoco una generación del futuro no sido,
pues el propio método se lo prohíbe a sí mismo.
Otros pensadores se quedaron a medio camino en la crítica; tal
es el caso de Carlos Marx. Marx rechazó como inaceptable la pre-
tensión hegeliana de haber alcanzado el momento de síntesis total.
Si el método dialéctico ha de valer para el futuro, el presen-
te no puede ser sintético, sino que ha de ser contradictorio: la
síntesis tiene que venir después. Marx se dedicó a buscar una
contradic­ción fundamental —él mismo era un hombre contra-
riado—, no resuelta en su presente; y la encontró en la relación
entre las clases. La relación conflictiva entre el capital y el prole-
tariado le permite decir que la dialéctica puede continuar, pues si
estamos en una situación de contradicción la síntesis será ulterior
y el futuro queda abierto.
Pero de esta forma la dificultad del método dialéctico no se
puede subsanar. A partir de una situación actual antitética, no
cabe estar seguro de ninguna manera de que el método dialéctico
alcan­ce una última síntesis —puede ser un proceso al infinito—.
Y si uno no puede estar seguro de que el método dialéctico es
válido, ¿cómo apostarlo todo a la síntesis ulterior, síntesis cuya
perfección —im­pensable ahora, pues entonces no sería futura—
sólo se dará si el método dialéctico es válido completamente, sin
la mínima posibi­lidad de ser falso, o parcial, o indefinido?
Hegel sostiene que, o su presente —un presente absoluto— es
la síntesis definitiva, o el método dialéctico no vale, y tiene razón.
Se le puede contestar que en ese caso la historia ha terminado y
que aunque haya habido un grandioso proceso, todo ha tenido
lugar ya. Después de lo cual, lo procedente es descartar el méto-
do dialéctico.
Marx advirtió sólo a medias las dificultades intrínsecas del
método dialéctico (endosar la dialéctica a la materia es un efu-
gio). Otros las comprendieron mejor, y, en consecuencia, dejaron

69
de lado el método dialéctico. Pero entonces la situación es graví-
sima para el pensamiento. Y por si fuera poco aún queda una di-
ficultad mucho más seria que aducir frente al método dialéctico.
Es la siguiente: se pretende pensar negativamente la novedad y
para ello se considera la contradicción integrada en un proceso,
con lo que se asegura el carácter procesual del proceso mismo,
puesto que es así como se consigue un proceso no inercial, el lo-
gro de novedades estrictas.

LA NEGACIÓN: ¿UNA NOVEDAD PURA?


Sin embargo, ¿una negación es una novedad estricta respecto
de lo que se niega? Si uno detiene la atención sobre esta pregunta
tiene que responder negativamente. La negación no es completa­
mente nueva respecto de lo negado. La antítesis no es una novedad
completa respecto de la tesis. NO-A será todo lo distinto de A que
se quiera, pero es distinto de A en cuanto NO-A. Por lo mismo,
NO-A ya está implicado en el primer momento. No es una com­
pleta novedad. Está vinculado a A y por ello, precisamente, se es-
tablece la vinculación general, es decir, la reunión sintética.
Si los momentos se determinan uno por el otro, son determi­
naciones recíprocas y, por lo tanto, ninguno supone una novedad
completa respecto del otro. En suma, una determinación recípro-
ca entre nociones particulares no es pensable antes de una idea
gene­ral. El momento de la generalidad no es posponible. Y, en
conse­cuencia, no hay lugar para la Aufhebung.
Después de esta última observación el método dialéctico que­
da descalificado, eliminado. No cumple el programa, ni siquiera
es un proceso de la índole pretendida, ya que de él no resultan
verdaderas novaciones1.

1
Esta esquemática exposición del método dialéctico es la menos abstrusa que
se me ocurre. Permítanme, sin embargo, algunas matizaciones. Los argumen­tos
históricos frente al método, en cierto sentido, no son enteramente válidos. Pues
en alguna medida son ad hominem. Ahora bien, en rigor la filosofía hege­liana es
teología —teosofía gnóstica—; y ello en el preciso sentido de que el sujeto no
es el hombre entendido como particular, sino el Sujeto Absoluto, esto es, Dios (o
Hegel identificado en términos monofisitas con Dios). Por eso, argumentar ad
hominem no es procedente. El método dialéctico es sólo una parte de la especu­
lación hegeliana: la génesis de lo que el Sujeto Absoluto contempla. Claro es que
en este sentido la teología de Hegel es falsa: Dios no tiene partes; lo que Dios
contempla no puede ser generado al margen de la contemplación misma, etc.

70
EL MIEDO A PENSAR
Antes de Hegel la situación era ésta: la crisis romántica.
Hegel viene a decir: aquí está la solución; dejen ustedes de llorar,
contem­poráneos, yo les ofrezco la salvación, yo soy su médico,
curo su hipocondría. Pero su medicina resulta ser un remedio
falaz. Es una medicina que se autodestruye, un castillo de arena
que se derrum­ba. Toda la enorme construcción hegeliana se viene
abajo —el Sujeto Absoluto, Hegel realmente no lo construye—
en virtud de las observaciones reseñadas.
Luego la crisis romántica queda intacta; sólo que ahora la
situación ha empeorado. Porque cuando a un enfermo le dicen:
«aquí está el ungüento mágico» y la pócima después de probarla
no da resultado, el enfermo se agrava porque se decepciona. Si
antes estaba mal, la frustración de la gran esperanza de curación
ofrecida no le deja como estaba, sino que le hunde más en la
miseria.
Aquí se inicia en gran escala la experiencia de la desespera­
ción. La mentalidad romántica, después del proyecto de solución
dialéctica, queda apabullada y desencantada. El desgarramiento
interior es ahora rematadamente insuperable.
Tal experiencia ha tenido resonancia, ha alcanzado o contagia­
do a muchas personas. Y ha producido, entre otros, un efecto
que directamente interesa para esta exposición: justamente, ha
inhibido el pensamiento.
La inhibición del pensamiento se generaliza después de
Hegel. Después de él los que se lanzan a filosofar lo hacen es-
carmentados. ¡Cuidado!, que Hegel intentó pensar el Todo, y
no es que la construcción le saliera mal ni que él fuera un inep-
to, sino que, sin más, estaba vacía. Era una construcción enor-
me, y a la vez una pura inanidad, pues se desmiente a sí misma
constitutivamente.
Y si esto le ha ocurrido a Hegel, cualquiera de menor talla
intelectual, si no anda con tiento, sin duda incurrirá en una aluci­
nación peor. Es así como desde Hegel el pensamiento está en
retirada. Desde entonces sólo se hacen reposiciones finitistas del

Por lo demás, como teólogo la influencia histórica de Hegel no es ahora del caso.
Históricamente la argumentación que he reseñado es válida, aunque tampoco es
toda la que cabe dirigirle. Resueltos estos escrúpulos teóricos, prosigamos el hilo
de la exposición.

71
pensar (el mismo Heidegger, el mayor filósofo posterior a Hegel,
comenzó renunciando a pensar el Absoluto), en atención a que
Hegel, nada menos, ha fracasado. La restricción inaugural de la
Edad Moderna es confirmada.
Por lo tanto, asistimos a un pesimismo, no ya producido
por el desgarramiento romántico, sino como desconfianza en
el ejerci­cio mismo del pensamiento filosófico. Éste se limita a
acometer tareas más ligeras y se convierte en un pensamiento
corto, hecho según modelos tímidos y, en consecuencia, también
fácilmente recusables. Con lo cual el escarmiento y el pesimismo,
en lo que respecta a la capacidad humana de pensar la verdad,
se van agra­vando cada vez más. Viejos escepticismos vuelven a
dominar la escena.
Llegamos de esta forma a un desenlace enclavado dentro
de la última actualidad. Hoy día la gente no se atreve a pensar
práctica­mente nada. Bien entendido: en tanto que se depende
del pensar moderno, cuyo máximo representante, el más au-
daz y ambicioso, y por otro lado también el más poderoso, es
Hegel.
La conclusión extraída estriba en reducir el pensar a una di-
námica vacía, incapaz de generar ningún contenido: ni siquiera
lo toca. Una formalización asténica, desprovista de verdad, y por
ello puramente aleatoria: es una casualidad que tales formalida-
des se correspondan con el mundo real. De entrada no se puede,
por la consideración de la formalidad misma, averiguar en modo
algu­no qué es lo pensado en términos de formalidad. Incluso se
llega a decir que el pensar formal es tautológico. En orden a los
signifi­cados el pensamiento es estrictamente dependiente de una
instan­cia externa. A esto se le llama verificación. La verdad no
reside en el pensar.
Las hipótesis están ahí, en ocasiones incluso como un siste-
ma perfectamente cerrado; pero en el nivel formal. No se sabe
en ellas mismas si pueden llegar a tener alguna relación con
la realidad. ¿Hay que conformarse con esta postergación del
momento veritativo a que nos condena, por ejemplo, el neopo-
sitivismo? Esta sentencia tan restrictiva ¿responde bien, aunque
sólo sea como descripción, a la marcha actual de la ciencia?
Intentaré responder a estas preguntas más adelante. Por el mo-
mento, baste con decir que la apreciación actual del alcance
del pensamiento es crudamen­te escéptica. Nos movemos entre
irrealidades.

72
El pensamiento sufrió un vapuleo, una especie de desplome a
partir de Hegel, cuya filosofía es una construcción gigantesca que,
pronto se vio, no sirve para nada, es tan absoluta como estéril2.

LA VOLUNTAD
Esto se dijo hace ya tiempo —por ejemplo, Kierkegaard, cuya
componente irracional es clara—. Sin embargo, se siguieron tren­
zando sistemas formales; éstos tuvieron bastante éxito, permitie-
ron albergar nuevas esperanzas —si bien cada vez más modestas
en calidad—, pero la confianza en el pensar no ha cesado de
disminuir. Y como consecuencia se le buscó un sustituto, que,
como ya ocurrió a finales de la Edad Media, trató de fijarse en
la voluntad. La conexión de la voluntad con el pensamiento for-
malizado es el voluntarismo pragmatista, característico de tantas
corrientes del último tercio del siglo pasado y de la primera mi-
tad de éste. Pero la actitud pragmática presupone una exaltación

2
Los marxistas, no obstante, han sostenido que la dialéctica no es estéril. Se
libran, por así decirlo, de este desmoronamiento, pero ¡a qué precio! A costa de
negar la fecundidad del método en el nivel espiritual, más aún, a costa de un
equívoco acerca del estatuto de la dialéctica, que deja de ser filosofía al perder
su sentido ascensional (segado con la noción de superestructura —Überbau—).
Quedarse con una dialéctica a la que, para abrirla al futuro, se le amputa
la altura, sólo puede hacerse esquivando el ir al fondo de la cuestión. Un pensar
dialéctico arreglado es un medio pensar. Una Aufhebung a favor del porvenir es
el arrasamiento del presente.
Por otra parte, el pensamiento marxista actualmente se ha paralizado debido
a que —dentro de la dinámica del mundo socialista—, el paso a la síntesis
ha sido imposible. Incluso para muchos el proceso dialéctico es un proceso al
infinito que, por lo tanto, nunca llega a síntesis definitiva. De esta manera el
marxismo es convertido en un craso relativismo histórico al borde del cinismo.
Sin contar con que del socialismo no parece haber resultado superestructura
cultural alguna, lo que obliga al pensador marxista al sincretismo.
Ocurre, asimismo, que una tesis y una antítesis sin síntesis convierten a la
dialéctica en un puro juego que se presta a una aplicación táctica desde el punto
de vista político, pero perdiendo toda seriedad teórica. Como también el paso
a la antítesis acaba siendo imposible, el proceso se detiene y se desvanece (la
antítesis dentro del sistema establecido en los países marxistas estaba prohibida).
Por otra parte, el triunfo del pensamiento formal matemático sobre la
dialéctica es innegable. Matemática y dialéctica, como Hegel vio con toda clari­
dad, son incompatibles. Por lo mismo, si la filosofía y la dialéctica son solidarias,
la matemática aniquila a la filosofía. De todos modos, el pensamiento matemáti­
co, él solo, es insuficiente.

73
de la voluntad. Es el tema de la ilustración, del que trataremos
en otro lugar.
Reseñemos algunas versiones modernas de la voluntad. En
este asunto la clave es Kant. El balance neto de la limitación kan-
tiana de la razón teórica es una absolutización de la voluntad que
permite conferirle un carácter ético incondicionado, es decir, un
estatuto posicional real, indudable e inconmovible, al que Kant
llama factum, correlativo a una postulación normativa tan gene-
ral como vacía (o sea, completamente general y presentemente
vacía). Esta crispación es interpretada dinámicamente por Fichte
como el ápice puro de un descenso y un ascenso dialécticos a
los que llama sistema o teoría de la ciencia (algo así como una
versión voluntarista del neoplatonismo con el Uno reducido a un
punto). Con otras palabras, si en Kant el rendimiento racional
de la voluntad es nulo, en Fichte se da una injerencia impulsante,
pero entrópica, que Schelling trata de invertir declarando que lo
que quiere en la voluntad es la razón. También Hegel procede a
una soldadura de la grieta kantiana (que es una oposición ro-
mántica más), pero rechazando la prioridad aislada del yo quiero
como deber, desecha­da por ser una postura orgullosa y alejada
de la realidad. De acuerdo con la identificación de realidad y
racionalidad en el proceso, la inmovilidad kantiana es sustituida
por la fluidez que disuelve la firmeza de la ética y la compromete
sin remedio con la necesidad: la diferencia entre el deber ser y el
ser desaparece, pues el proceso no puede ser distinto de como es
(la paradoja de la dialéctica es ésta) y, encima, tiene como resul-
tado el Absoluto que asume todos los posibles.

NLETZSCHE: LA VOLUNTAD CURVADA


Sin embargo, la grieta kantiana tiene otro sentido virtual, a sa-
ber, la preeminencia radical de la voluntad sobre la racionalidad.
Esta preeminencia entraña que la voluntad es capaz de ser sola, o
en soledad, es decir, sin necesitar de la razón. En la crítica al idea-
lismo absoluto, o sea, en la crisis histórica del posthegelianis­mo,
esta virtualidad es aprovechada por Nietzsche. En última instan-
cia, la crítica de Nietzsche a Hegel equivale a la observación de
que el proceso dialéctico es una mediación a parte post, y por lo
mismo, una subordinación del yo al proceso, un descentramiento
del yo que sólo existe a expensas de lo otro que él —el yo dia-

74
léctico es el tiempo—. Ahora bien, el yo sólo es real en cuanto se
quiere en un querer, esto es, como centro reduplicativamente rati-
ficante. O lo que es igual, el yo es incompatible con lo otro; más,
es el radical poder de pasarse sin otro. Este poder que no se aban-
dona a sí mismo domina la debilidad humana: es el adveni­miento
del superhombre y también el acontecimiento de la nada. Nada
significa en Nietzsche la desaparición del otro en la voluntad para
el poder. Una voluntad no para el otro. El otro es la nada. Bien
entendido, no como nada pensada, sino como nada en el orden
de la voluntad. La nada del otro para la voluntad significa eterno
retorno. Eterno retorno significa nada para siempre, o siempre
la reposición de lo mismo que elimina lo otro para la voluntad.
Es así como la voluntad está más allá del bien y del mal, o en su
interés dominante.
Así pues, el aislamiento de la voluntad es doble: respecto de la
razón y respecto de lo otro. Esta última soledad es la más grave,
pues es la muerte del poder de amar. La voluntad para el poder
es la impotencia amorosa pura.
Precisamente por eso, también la voluntad ha fracasado. No
es de extrañar la quiebra del voluntarismo posthegeliano, cuyo
máximo exponente es Nietzsche (el que mejor lo ha entendido y
definido), porque ya de antemano estaba condenado. En efecto,
el voluntarismo nihilista es un reduccionismo más, esto es, una
espe­cial interpretación de la energía humana radical, que conlle-
va la amputación del amor.
Después de Nietzsche hubo otras formulaciones de la volun-
tad un poco más al alcance del común de las gentes, pero no
menos interesadas. Tales formulaciones (por lo demás, ya pro-
puestas a principios de la Edad Moderna) han moldeado una
voluntad prag­mática a la búsqueda de resultados mediante el uso
instrumental del pensar formal. Pero en este nivel la omnipoten-
cia del resultado es el éxito, y el éxito da paso a la automación;
en la medida en que se instala lo automático, la voluntad queda
jubilada: ya no es una fuerza eficaz. Sólo interviene cuando la in-
formación formalizada se revela limitada. Pero entonces equivale
al azar.
Esquemáticamente se puede afirmar que la voluntad se ha en-
contrado, al hacerse cargo de la dirección de la Historia y de los
asuntos humanos, con unos mecanismos suscitados que funcio-
nan solos, y que así han arrebatado el protagonismo a la volun-
tad misma. Estamos ante un régimen funcional que nos arrastra,

75
pues se impone de suyo, en el cual la voluntad tiene muy poco
que hacer. La tecnología —y estamos en un momento de tecno-
logía abundante e impregnante de todos los órdenes de la vida—
en el fondo inhibe también a la voluntad. Ésta ha de preguntarse
a qué se dedica si todo está mecanizado. No encuentra respuesta.

LA AFECTIVIDAD
Tras la jubilación de la voluntad, el hombre se pregunta:
¿y ahora queda algo en mí de mí? Cuestión planteada por bas-
tantes filósofos contemporáneos. Otros no la han formulado
directamen­te, pero también son tributarios de ella. ¿Cómo me
enfrento yo ahora con las cosas? ¿Qué soy, si soy algo más que
un trasunto de la necesidad o del azar universal? ¿Qué responde
en mí a la reali­dad, si ya la voluntad no me sirve para nada y el
pensamiento es una mera formalidad casualmente acertante que
ha pasado a ins­talarse en automatismos externos a mí, y nada
más? Pues no me quedan más que mis afectos3.
Sin embargo, vivir a base de afectos, de mis sentimientos, de
agra­dos, de desagrados, buscando tal tipo de placer, huyendo de tal
tipo de dolor, es encontrarse con una dotación muy pre­caria.
Precaria: porque si ha fracasado el pensamiento, si ha fracasa­
do la voluntad, ¿cómo se puede pretender que medre la afectivi­
dad? La afectividad aislada es muchísimo menos de fiar que las
dos facultades humanas mencionadas; es más una pasividad que
algún tipo de poder.
La afectividad, cuando se enfrenta con la tecnificación como
precipitado pragmático formal envolvente, recibe toda clase de
heridas. Se percibe enseguida la dificultad del ajuste afectivo con
esos entramados, con esas redes articuladas mecánicamente, téc­
nicamente.
La afectividad se encuentra de entrada a disgusto en los pro­
cesos automáticos —ellos funcionan por su cuenta y, natural-
mente, la afectividad no se adapta bien; al revés, se encuentra
más bien forzada por ellos—, y, por lo tanto, la primera reac-
ción afectiva es rehuir. Pero este movimiento de retracción es
doblemente peligro­so. En la misma medida en que una afecti-

3
El formalismo positivista sanciona sin remedio esta conclusión. Fuera de
su enteco y reducido criterio de significado sólo hay lugar para las emociones.

76
vidad se encuentra herida, vulnerada, «traumatizada» —si vale
este término del que tanto se abusa—, no sirve para nada nor-
mal, pues sólo busca el consuelo y se agarra a cualquier cosa
para lograrlo.
Ahora bien, si eso es lo que pasa, encarar el futuro basándo-
se en la instancia afectiva es imposible. Cuando se intenta vivir
desde la afectividad y ocurre de inmediato que la afectividad se
retrae al chocar con la rigidez de la realidad, el resultado es la
desorganización. Paradójicamente, en un mundo recargado de
organización instrumental, el hombre afectivo se disuelve, va a
la deriva.

ARCAÍSMO Y FRENESÍ
La afectividad induce, por cuanto vulnerada, al salvajismo o al
arcaísmo. Con ello la afectividad anhela un refugio para quedar
protegida, a resguardo. Esa solución viene sugerida justamente
por oposición a la tecnificación. Así se produce una nostalgia del
estado «natural», de una vida bucólica o naturalmente paradi-
síaca. Esta nostalgia del pasado es, a veces, la magnificación de
lo arcaico en el hombre, es decir, de sus bases biológicas, de su
«paleoestructura». En este buceo hacia lo elemental, o hacia lo
infantil, se inscribe el psicoanálisis y los últimos representantes
del estructu­ralismo desintegrado (por ejemplo, Derrida, Deleuze,
nietzscheanos al revés).
Por su parte, el ecologismo, esa especie de amor a la natura­
leza ahora tan despierto, arranca de la imaginación de un paraíso
al modo de Rousseau sin golpes ni choques, rico en armonías
homeostáticas, en intercambios equilibrados.
Pero esto no es todo lo que le puede pasar a la afectividad:
puede también intentar ganarle la mano a los automatismos.
Tiene algunos recursos para ello. Pero entonces ha de suscitarse
a sí misma en un régimen que suelo llamar «frenesí». La afectivi-
dad frenética se enfrenta con los automatismos y supera su rígido
perfil haciendo saltar su concreta configuración y procediendo a
la re­combinación de sus fragmentos.
Con esto también se vuelve a una situación primitiva, mítica,
porque esto es pura y simplemente el programa de vida que apa­
rece en el mito de Dionisos (la forma de vida dionisíaca es justa­
mente la combinatoria sin fin).

77
La combinatoria sin fin obedece a motivos afectivos muy anti­
guos. Entre otras cosas, el intento del «kaleidoscopio» cósmico
es el recurso a la agitación que borra todos los límites. Es como
decir que, si los automatismos están montados de una determi-
nada ma­nera, nosotros podemos montarlos de otras siempre dis-
tintas. De este modo, «frenéticamente», con una rapidez cada
vez mayor, estrenando constelaciones siempre diferentes, en una
especie de «rock-and-roll» cósmico y social, se pretende vivir en
espirales libres traspasando todas las normas.
Sin embargo, después del frenesí adviene sin remedio otro
estado; lo que clásicamente se entiende por estragamiento. Estra­
gamiento, porque una afectividad acelerada dionisíacamente
ter­mina exhausta. La afectividad no se puede mantener sin fin
exacerbadamente.
Otras importantes modalidades afectivas son el resenti-
miento, la fascinación, la obsesión y las que aparecen en el
comportamien­to autista. Todas ellas son también deficitarias y
negativas e impi­den afrontar el futuro. Para no hacer demasiado
oscuro el cuadro, omito su exposición.
En resumen, la afectividad, si se «traumatiza», se retira, pero
si intenta tomar la mano y se lanza a una actividad de tipo frené­
tico, al final decae. Entonces llega a notar que necesita un apro­
visionamiento de energía supletoria. En ese momento acude al
estimulante, a la droga, a toda esa serie de procedimientos me­
diante los que se pretende devolver algún tipo de energía a la
afec­tividad inexorablemente agotada en la misma medida en que
se abusa de ella.
En último término, se acude a la invocación de una fuerza ex-
traña capaz de insertar un nuevo poder. Pero eso es la idolatría, el
entregar la propia vida a otra criatura para que esa otra criatura
la alimente en la propia raíz. Ni siquiera el reduccionismo que
apela a los instintos se salva de este derrumbamiento.

EL TÉRMINO DE LA EDAD MODERNA


Así pues, tenemos un pensamiento jubilado, una voluntad
egoísta o pragmática que ha desistido a las claras de hacerse car-
go del destino humano, y una afectividad que, por un lado, tam-
poco es capaz de ofrecer ningún tipo de programa organizado y,
por otro, se acelera, decae e invoca.

78
Es fácil ver que el punto de llegada de todo esto es la paráli-
sis, el cansancio, la catatonia. Nuestra situación es una situación
improseguible. En tanto que dependemos de la Edad Moderna,
pare­ce que no podemos avanzar.
La Edad Moderna se ha acabado. Y se ha acabado así: por
un derrumbamiento de todas las instancias humanas a las que,
forzán­dolas, ha acudido el propio hombre para poder continuar.
Al final las ha gastado todas.
Con seguridad aquí debe haber un error, una equivocación
de principio. Tiene que haberlo, porque este derrumbamiento del
hombre entero y esta paralización de la energía histórica no pue­
den obedecer a ninguna razón positiva. Ya hemos indicado el
núcleo del error: el estrechamiento de la inspiración clásica.
Pero el error tiene que estar, antes de nada, en el pensamiento.
Es preciso señalar una equivocación. No es difícil notar cuál ha
sido ésta: el fracaso de la dialéctica no es el final de todo el pen-
samiento humano. No está justificado declarar que, si es impo­
sible la pretensión de formalizar y, a la vez, generar contenidos
reales, hemos de renunciar a conocer la realidad, o conformar-
nos con una mera formalización hipotética, etc. Para advertir lo
injus­tificado de semejante desilusión, conviene empezar amplian-
do nuestra conciencia histórica. El proyecto dialéctico, aunque
parez­ca muy ambicioso, no es el único modo de pensar, ni tam-
poco el primero, ni el mejor, ni tan siquiera un pensar correcto.
Es una deformación de una de las formas de pensar —el método
negativo— que no decide el alcance del conocimiento. Por eso, el
fracaso de Hegel no debe inducir a desistir de pensar, sino sim-
plemente a abandonar la dialéctica y a buscar de otra manera el
carácter activo de la intelección. Por ello mismo, no quedamos
reducidos a la matemática, ni tampoco obligados a desecharla —
como hace He­gel—. Desde luego, el pleito entre la matemática y
la dialéctica debe zanjarse a favor de la primera, que es un modo
mejor ajustado de pensar la relación entre lo general y lo particu-
lar sin supresión ni anticipación de este último (la diferencia con
el procedimiento hegeliano es patente).
No hay por qué escarmentar. Es perfectamente comprensible
la quiebra hegeliana, porque se trata efectivamente de una sín-
tesis mal emprendida y mal hecha a partir de una interpretación
parcial del pensar. El destino de Hegel no es del pensamiento
humano. Aunque es mucho lo que habremos de poner de ma-
nifiesto para que esta declaración no suene tan sólo a un vago

79
optimismo, a una simple actitud, o una inocua aspiración, sí es
cierto que el tipo de método empleado por Hegel para construir
la síntesis es insuficien­te. Una razón importante es ésta: el hom-
bre no tiene un solo modo de pensar, sino varios. Emprender una
labor de síntesis siguiendo un único modo de pensar, en el fondo
es renunciar a una unifica­ción de los distintos métodos. En Hegel
hay un claro reduccionismo que podemos llamar metódico. Con
un único método no es posible pensarlo todo, ni agotar el pensar.
Tampoco cabe una matemática universal, pues la rectificación de
la dialéctica no pue­de ser única.
La síntesis requiere numerosos procedimientos bien articula­
dos. Hegel emplea tan sólo uno de ellos. En tales condiciones la
crisis es inevitable. Por eso, repito, el derrumbamiento de Hegel
no es el fin de toda esperanza de síntesis, sino la insuficiencia con-
fesada de un método mal conducido, sobrecargado, desfigura­do
por una pretensión descolocada. Hegel es unilateral.
Realmente, Hegel no quiere ser sincrético; eso es eviden-
te. Quiere, en efecto, conseguir una verdadera unificación, una
totali­zación, una absolutización del saber en que quepa la vida,
el arte, la historia, el mundo y la ciencia: todo. Pero lo hace con
un método, solamente con uno. Hay una falta de adecuación
entre su intención y el procedimiento que sigue.
Conviene examinar qué otros métodos hay, de qué otras ma­
neras se puede emprender una coordinación de nociones, una
integración, un pensar unificante de la multiplicidad. Y, en conse­
cuencia, ponerse a la altura, medirse con la característica de fon-
do de nuestra situación: la complejidad. Para ello es conveniente
averiguar cómo está la ciencia. Pero antes hemos de recurrir de
nuevo a los clásicos.
En lo que respecta a la voluntad, es un gran error considerar-
la aislada, como imperio dominante, o tendencia dirigida única-
mente a resultados prácticos. Dicha limitación no es acertada.
Ésa es una de las funciones de la voluntad, del querer humano,
pero no la más alta. Amar es un acto humano voluntario más
fuerte y propiamente libre. Es preciso volver a encargar a la vo-
luntad —aparte del logro de resultados prácticos— de un menes-
ter superpráctico como es el amor: centrar la felicidad de uno en
la de los demás. En último término, el amor es una capacidad de
trascenderse a sí mismo y, por tanto, no permite prescindir del
otro ni de su dominio pragmáti­co. El amor humano vinculado
al amor divino es capaz de resta­blecer a la voluntad en su vigor

80
propio y de sacarla del rincón inservible en que mucha gente la
ha colocado.
Y en lo que respecta a la afectividad, su hipertrofia es ambi­gua,
pues termina en una inhibición por trauma, o en un agota­miento.
Habrá que hacer con la afectividad una cosa muy impor­tante:
sosegarla, matizarla. Pues la hipertrofia lleva consigo la globali-
zación, la masificación, de la afectividad. La afectividad, cuando
funciona bien, de una manera sana —cuando es una afecti­vidad
humana integrada—, contribuye al perfeccionamiento del hom-
bre. Pero para ello ha de ajustarse en cada caso, dejar de funcio-
nar como afectividad desnuda, que se dispara en bloque. Éste es
el régimen de la afectividad cuando se encuentra sola, desasistida
de la inteligencia y de la voluntad, que son las faculta­des capa-
ces de marcar el matiz. Matizar significa discernir lo trivial y lo
importante. Es ésta la función propia de los sentimientos en co-
nexión con las aptitudes del sujeto. Una confusión en este orden
acarrea consecuencias desastrosas.

CONCLUSIÓN: EL FUTURO OBTURADO

Como se ha visto, nuestra situación es improseguible: no


so­mos aptos para continuar, hemos agotado nuestros recursos.
Decía también que el agotamiento obedece a varios errores. Es
posible seguir, pero se precisa un reajuste y una rectificación de
gran alcance. Unas cuantas observaciones más perfilarán la tarea.
Si nuestra situación es improseguible —hemos dilapilado
nues­tros recursos—, quiere decirse que se ha obturado el futuro.
Así es, en efecto:
a) En el planteamiento hegeliano, la razón vuelve la espalda
al futuro, se establece según la absoluta plenitud del presente que
alberga y descifra al pasado entero. Esto comporta que el futu-
ro, la historia posthegeliana, carece de razón: es irracionalidad,
locura, alienación irremediable, superfluidad sin sentido. Hegel
mismo lo declara sin ambages. Paralelamente, filosofía posthege-
liana signi­fica: pensamiento enredado en el problema de su jus-
tificación en cuanto posthegeliano. La crítica histórica a Hegel
significa: des­montaje del saber absoluto para hacer posible algún
tipo de saber posterior a Hegel. Es el saber justificándose de un
modo paradóji­co: disminuyendo su alcance para no aniquilarse.
Es un saber achatado por temor a su propio agotamiento cul-

81
minar. Un absur­do gigantesco: el problema de la supervivencia
gravitando sobre el saber humano y frenándolo.
b) En el planteamiento de Nietzsche, la voluntad reniega del
futuro. La voluntad para el poder es la tendencia curvada sobre
su propio dominio, marginando la venganza y la esperanza, es
decir, todo lo que desde cualquier futuro pudiera advenir. Es una
tenden­cia condenada a no crecer. El eterno retorno de lo mismo
es también un modo de elevar el presente a un estado definitivo,
o, como dice Nietzsche, la voluntad para el poder y además nada.
Este «además» es la cancelación del futuro, pues el futuro, si es y
es para el amor, es el lugar del incremento, el «además» positivo,
no yuxtapuesto, sino la capacitación para un mejor correspon-
der. Voluntad para el poder, y además nada, no significa sólo
voluntad para el poder, sino el corresponderse con la nada que
garantiza un actualismo presencial puro. Se trata de otro enorme
absurdo: la voluntad queriendo de antemano librarse de su cons-
titutivo respec­to a otro, la tensión ya completamente tensada:
por eso, además, nada.
c) La incapacidad de futuro de la afectividad hipertrófica y
abandonada a sí misma, ha sido puesta de manifiesto. En el fre-
nesí, el hacer y deshacer las configuraciones es un puro gasto de
tiempo, un remedio para el aburrimiento, que recae siempre de
nuevo en él para huir aún otra vez. No hay impulso, sino tan sólo
el trance de esquivar: una reiteración.
La desaparición del futuro es un acontecimiento de suma gra-
vedad. Ya he dicho que obedece a un error posible de subsanar.
Pero la gravedad del citado acontecimiento aconseja mirarlo más
de cerca. ¿Por qué, en última instancia? La respuesta es fácil: el
futuro se pierde al absolutizar lo operativo en el hombre —el sa-
ber absoluto, la voluntad absoluta, la afectividad en bloque—.
¿Acaso tal absolutización es ilícita, además de errónea? Sí, puesto
que va acompañada de una pérdida insubsanable. Ahora bien, se
trata de la pérdida del futuro. ¿Es entonces, que el futuro no está
al alcance de nuestro operar, puesto que al absolutizar a éste lo
perdemos? ¿Y cómo sería posible lograr el futuro al margen de
nuestro ope­rar? Tampoco la respuesta es demasiado complicada:
al absolutizar nuestro operar olvidamos su propia índole acti-
va y su raíz, y de esta manera acabamos secándolo, haciéndolo
inhábil. No es correcto ni lícito pretender agotar al hombre en
su dimensión operativa. Con esto sólo se logra una ruinosa au-
tonomía, que no traspasa el plano de los medios y confunde la

82
operación con la fuerza. La Edad Moderna ha sido pródiga en
la acu­mulación de medios. Pero ¿qué es un medio?
¿Dónde nace el operar humano? ¿De qué instancia deriva, al
margen de la cual se disipa, o se detiene en su carácter medial?
Estas preguntas nos invitan a centrar la atención en lo radical en
el hombre. Pero antes de ello es preciso exponer la versión aristo­
télica de la operación humana. Ello nos permitirá perfilar mejor
el sentido de la actualidad del aristotelismo.

83
LA FILOSOFÍA EN NUESTRA SITUACIÓN

Resumamos en dos trazos lo más característico del presente


histórico: la complejidad de la situación humana en todas sus
facetas sociales o culturales, y la parcialidad de los procedimien-
tos que se arbitran para enfrentarse con ella. La diferencia de
nivel entre la situación y las actitudes o inspiraciones se agrava
si la especialización y la unilateralidad de los puntos de vista son
ungi­das con la declaración de «nada más», propia de los llama-
dos reduccionismos. En los reduccionismos toca fondo la insu-
ficiencia de las actitudes respecto de nuestra situación tal como
real —y obviamente— es; a saber: muy complicada.
Como digo, es obvio (pero muchas veces se pasa sobre ello
como sobre ascuas) que la situación actual es estrictamente com­
pleja. Se toma noticia del asunto, pero se olvida de inmediato.
Con frecuencia, después de darse cuenta de que la situación ac-
tual se caracteriza por la interdependencia cuasi fisiológica de
factores, se intentan desarrollar actividades desde una inspira-
ción adoptada al margen de dicha apreciación. Así pues, se pasa
por alto lo obvio. La generalidad de la gente no es congruente:
ha oído hablar de la enormidad del entorno, de la multiplicidad
de las variables en juego, pero a la hora de actuar, o a la hora de
formular algún programa, no se atiene a ello, y por ello se preci-
pita, se aturde y se desanima.
Todos los tiempos son duros. El mundo histórico humano
está surcado de quiebras y de omisiones y se resiste al control

84
unitario. Sin embargo, no siempre ha faltado la capacidad para
enfrentarse adecuadamente con la situación. Pero el presente re-
sulta doble­mente áspero porque hay un desfase, una diferencia,
entre la situación y el modo como se actúa en ella. En la falta
de adecuación entre la actitud y los asuntos estriba la verdadera
penuria de nuestro tiempo; no es sólo difícil de suyo; es difí-
cil, además, por­que siendo muy complejo se trata como si no lo
fuera. Y en esta diferencia aparece agravada la dificultad. Al no
afrontar en sentido propio la situación nos sentimos arrastrados
por el acontecer.
¿Qué fenómeno, también muy característico del presente, es
consecuencia de la inadecuación entre la índole de la situación y
la manera de vivirla? De esta inadecuación surge algo así como
este proceso: se vislumbra un problema; alguien, o un grupo,
inventa una solución; intenta aplicarla, y al cabo se encuentra
con el pro­blema no resuelto, o, si se resuelve en parte, con que
aparecen nuevos problemas. Este proceso es inevitable y también
bastante rápido.
¿Qué impresión general queda entonces flotando en el aire?
¿Cuál es el balance psicológico neto de la secuencia: proble-
ma —solución insuficiente— aumento de problematicidad o
surgimien­to de un problema nuevo? Pues justamente el siguien-
te: por un lado, un desencanto, una desilusión; en definitiva, un
escarmiento. Se esperaba el éxito; además, los medios técnicos
utilizados son abundantes y en principio existe la convicción,
más o menos pre­tenciosa, de que son muy eficaces: pero el pro-
blema no se resuelve y la misma complejidad de la situación apa-
rece perturbada por disfunciones (las cosas no encajan, sino al
revés: quedan en posi­ciones violentas, alteradas, discordantes)
¿Qué pasa? Aquella solu­ción parecía buena, pero no lo es y no se
sabe exactamente por qué. Una sensación de fracaso unida a una
última consecuencia: la tentación de detenerse, de no hacer nada,
de ahuyentar cualquier tipo de problema.
Desde un punto de vista afectivo (la afectividad es la índole del
humano repercutir) la secuencia que acabo de describir da lugar
al cansancio. Conviene decirlo, la nuestra es una época can­sada.
Parece incluso estar de moda el derrotismo, o una mentali­dad
conservadora: el miedo a moverse, el sentirse desbordado de an-
temano por lo que pueda sobrevenir o desencadenarse.
Se habla, por ejemplo, del crecimiento cero, y entretanto se
están planteando problemas muy graves: el de las reposiciones,

85
por ejemplo. Como es sabido, la reposición de hembras fértiles
(es la terminología, un poco dura en uso) no está asegurada en
los países de Occidente. Ha habido (estamos en él) una especie de
cansancio genético. La reposición de investigadores, de mentali-
dades capaces de planteamientos amplios —una necesidad cada
vez más urgen­te—, tampoco está asegurada. Ciertamente, hay
muchos estudian­tes, pero el deterioro de la enseñanza es palma-
rio y los centros de investigación están bastante peor que hace
años. Por ejemplo, la investigación matemática está empezando a
detenerse. Esta inves­tigación es muy importante y ha proporcio-
nado el gran depósito de formalizaciones a partir de las cuales la
civilización moderna occidental ha ido hacia adelante.
Toda esta serie de cosas indican dejación; al aflojar la marcha
no solamente no es posible mantener la cota alcanzada, sino que
se apunta hacia abajo. Nuestra década está ya instalada en la
decepción.
¿Qué tiene que ver con todo esto la filosofía? Se advierte una
ausencia, un retraimiento de la filosofía. Este mutismo —mal
com­pensado por la retórica culturalista— viene de un descalabro
del que la filosofía moderna no se ha repuesto: las consecuencias
de la discusión del pensar especulativo trascendental e idealista
señalan el agotamiento de la inspiración moderna. La desorien-
tación ema­nada de dicho fracaso se nota claramente en el nivel
de pensamien­to, en la de voluntad, y en ese fenómeno también
característico del más inmediato presente: el desbocamiento de
lo afectivo. Sin em­bargo, la quiebra de la filosofía moderna no se
debe tomar como una jubilación definitiva de los grandes ideales,
diluidos para siem­pre en lo ilusorio, ni obliga a encerrarse en el
astillamiento de los reduccionismos, ni siquiera a refugiarse en
componendas de corto alcance, hoy también en boga, ni a ese
quedarse a medio camino entre el interés práctico y el pensar que
se llama hermenéutica. Se puede aspirar sin utopía a una síntesis,
aunque no dialéctica, mo­dalidad hace tiempo ya denunciada o
contestada, como se dice ahora.

LA SITUACIÓN DE LA CIENCIA
En el camino hacia la nueva síntesis posible deberíamos aten­
der, por lo pronto, a las indicaciones provenientes del saber que
permanece válido después de la crisis de la filosofía moderna,
esto es, el saber científico. Con todo, hoy la apreciación de la

86
ciencia no es enteramente afirmativa; la vinculación a la situa-
ción misma, que comporta su trasvase a la sociedad (extramuros
de Universi­dad), ha hecho sospechosa a la ciencia: la gente le
tiene miedo, la incluye en el famoso tema de los terrores milena-
ristas, de las amenazas y peligros de lo extraño, pues en ella se
concentra un poder que no se acierta a controlar. La ciencia es
plural, pero ofrece hoy dos grandes temas directores inagotados
y sugestivos: la Energía y la Información. Sobre estos dos temas
versa, de un modo u otro, el enorme esfuerzo de la investigación
científica.
Se siente miedo ante el poder de la ciencia: si cae en manos
de gente poco escrupulosa, sin valores morales, puede desatar el
in­fierno. Incluso se duda de que exista algún modo humano de
dirigirla. Ahora bien, si el gran medio de dominio construido por
el hombre se nos ha ido de las manos, el futuro es lo más terrible,
pues parece imposible llamarlo nuestro, al ser configurado por la
tecnología emancipada. La ciencia aplicada nos ha arrebatado el
futuro. Pero la humanidad sin futuro es un remedo de la anciani­
dad titubeante y decrépita. Sin embargo, si nos atrevemos a mi-
rarla de frente, la ciencia actual abre perspectivas alentadoras.
Por un lado, deja anticuados el mecanicismo y el positivismo, y
permite tomar contacto y recuperar vigorosamente una serie de
plantea­mientos olvidados durante siglos, de origen muy antiguo;
por otro lado, cara al futuro nos permite empezar a remontar
esa decepción a partir de la cual el pensamiento se ha declarado
estéril, puramen­te formalizado.
Además, en la ya señalada diferencia entre la situación y la
actitud, el factor de compensación es precisamente la ciencia. La
extrañeza y la desconfianza ante la ciencia se deben en gran parte
a ello; y el empantanamiento global, a que es demasiado pedir
del factor de compensación un valor operativo completo si no
lo entendemos, si no lo asimilamos. Pero en él ha de buscarse la
sugerencia de solución.
Como una virtualidad abierta por la teoría de la ciencia, se
cuenta la posibilidad de enlazar con el pensamiento clásico. Así
llegamos de nuevo a un asunto central: la actualidad de los clási-
cos. Al no ser un asunto lateral, conviene abordarlo sin remilgos
hermenéuticos. La actualidad de los clásicos no es una eventuali-
dad entre otras, sino una inspiración capaz de hacerse cargo de la
situación según su complejidad, esto es, en el nivel de la síntesis.
Para proceder de un modo sencillo, trataré de aclarar dos cosas:

87
primera, qué se entiende aquí por pensamiento clásico; segunda,
en qué sentido se toma a los clásicos como actuales, porque so-
bre ello hay diversas opiniones, a mi modo de ver, no suficientes
y portadoras de cierta confusión.

LA ACTUALIDAD DE LA TRADICIÓN ARISTOTÉLICA


Por pensamiento clásico entiendo el que crece hasta la gran
crisis acontecida en Occidente durante el siglo xiv. El pensamien-
to clásico se desarrolla a partir del área mediterránea. Comienza
en una serie de focos: Egipto, lo que se suele llamar el Creciente
Fértil; prosigue en Grecia, que recibe muchos de esos estratos
previos y, después de elevarlos, los proyecta en formas políticas
unitarias e incluso imperiales: el Helenismo y Roma; y, por últi-
mo, emprende un salto, una reasunción y remodelación a partir
de motivos bíblicos y, sobre todo, de la inspiración cristiana; el
pro­ceso culmina en los siglos xii y xiii de nuestra era. Dentro del
pensamiento clásico resalta por su fuerte coherencia y continui-
dad la tradición que arranca de Aristóteles, en quien se conden-
sa el pensamiento griego anterior. En esta tradición me fijaré de
modo especial.
Desde luego, el pensamiento clásico no queda interrumpido
por completo a principios del siglo xiv. Hay elementos clásicos,
aunque parciales, en el Renacimiento, a lo largo del Barroco y del
Romanticismo que llegan hasta nosotros, no cabe duda, si bien
en concurrencia con intenciones totalmente dispares. Ese otro
tipo de intenciones constituye lo que podemos llamar la moder-
nidad, cu­yas últimas ondas estamos recibiendo, frenadas en los
núcleos que todavía, aunque sea por inercia, la mantienen.
La tradición aristotélica es la historia de un planteamiento
que va creciendo y reconociéndose a sí mismo, organizándo-
se, incor­porando factores y aportando otros superiores con los
cuales se constituyen síntesis —no sistemas— que en esforzada
lucha domi­nan el pensar mediterráneo y europeo hacia finales
del siglo xiii. En el siglo xiv hay una crisis aguda (ya incoada
en el xiii), y aunque la corriente aristotélica atraviesa esa crisis,
sin embargo, unida a ella, comienza a entrar en escena otra
intención.
A pesar de la crisis del siglo xiv, el aristotelismo es actual:
pero hemos de precisar el sentido de la actualidad del aristotelis­

88
mo, porque es muy peculiar. A veces se ha entendido a los clá-
sicos según una interpretación evolucionista de la Historia. El
evolucio­nismo histórico lleva a entender el pasado como una
etapa en serie y seguida por la modernidad. Si la historia es
un proceso que va alcanzando cotas a partir de las cuales se
da un avance ulterior, las cotas anteriores quedan detenidas:
están ya logradas; se dan, y siempre cabe recurrir a ellas como
a un antecedente seguro, tan seguro que ha permitido el paso
ulterior. El pasado puede entonces ser olvidado, o atendido
intermitentemente; está quieto y guarda­do, acontecido en su
momento, como preparador, como precursor, pues la Historia
es un desarrollo cuyas fases anteriores cuentan en calidad de
supuestos. De ser así, si el pasado fuera simplemente seguido
por lo que preparó, el pensamiento desarrollado a lo largo de
la Antigüedad y de la Edad Media —por lo menos de manera
hegemónica— hasta finales del siglo xiii, tendría una actua-
lidad muy relativa: su consideración sería útil para encontrar
los estadios previos al presente, pero no sería completamente
necesaria: colo­cado en su momento, un momento definido por
haber sido seguido por otro, estaría detrás, no dentro; y los
problemas, las inquietudes de hoy, no serían abordables desde
él. En este sentido no cabe hablar de una estricta, de una fuerte
actualidad de los clásicos.
Ahora bien, ¿y si la Historia no fuera una evolución, por no
ser la historia del pensamiento un proceso serial? Éste es el punto
que interesa destacar. La Historia no es un proceso sucesivo de
fases que abren otra y quedan como un precedente o una parte.
Hay razones para pensar que no es así. Hace sesenta u ochenta
años, estaba vigente la famosa teoría del progreso indefinido. Se­
gún ella, la Edad Moderna es superior a los tiempos anteriores y,
en general, las fases históricas son la superación de las preceden-
tes. Pero la teoría del progreso indefinido, dicho con indulgen-
cia, es en la situación presente una pesada broma. Desasistida de
la inten­ción moderna, la situación no es prorrogable. Tenemos,
como decía, dificultades en lo referente a la continuidad históri-
ca: un problema de futuro ante el cual el optimismo de nuestros
abuelos es pura inanidad. Pero no basta con señalar el desfonda-
miento de la filosofía moderna: también es insostenible la consi-
deración del pensamiento antiguo y medieval (que no es todo el
pensamiento cristiano) como antecedente de fases que entrañan
un progreso relativo.

89
Como antecedente de la modernidad, el aristotelismo es inser­
vible, porque la modernidad no sabe cómo proseguir. Además, el
intento de sustituirlo que, buscando un progreso y una mejora,
culmina en Hegel, está hueco. Aunque ahora no puedo justificar
el aserto, diré que los vacíos de Hegel son debidos a una medio-
cre lectura de Aristóteles y a una ignorancia de su amplificación
to­mista.
De todo esto se sigue que la teoría de la antecedencia del
aristotelismo ha de ser revisada. Propongo lo siguiente: hay que
reconquistarlo; efectivamente, está lejos de nosotros, pero no
por­que haya sido superado, sino porque la trayectoria posterior,
en definitiva, lejos de aprovechar sus virtualidades, es un recorte
de las mismas. La inspiración del aristotelismo es difícil de en-
tender porque, en vez de ser una parte de la modernidad, es más
amplia y ambiciosa que ella. Acontece, a la inversa del evolucio-
nismo histó­rico, que lo posterior es más estrecho que lo anterior.
Los clásicos no son una mera fase histórica, pues no hemos sabi-
do sacar partido de todas sus averiguaciones.
Si la Edad Moderna ha constituido su andadura aprovechan-
do una porción de implícitos precedentes, pero descartando la
mayo­ría de ellos, conviene señalar en qué estriba la diferencia
entre la modernidad y la inspiración clásica. ¿En qué sentido
exacto se ha aprovechado, según decimos, sólo una parte de ella?
La respuesta a esta pregunta se desprende de la consideración
atenta del plan­teamiento propuesto. Repasémoslo: los clásicos
se han quedado atrás, se han alejado, en la medida en que han
permanecido desa­provechados, y, por tanto, hoy es imprescin-
dible, es urgentísimo conquistarlos, esto es, eliminar el recorte
de su inspiración. Y ello porque ese filón recortado del que han
vivido los últimos siglos, se ha agotado, y en ese agotamiento
nos encontramos. Insisto, la Época Moderna es un recorte, una
porción de la inspiración clási­ca. ¿Nada más? Desde luego, esta
porción ha sido desarrollada enormemente e incluso de un modo
insospechable; pero, a la larga, también ha aumentado el vacío
dejado por las dimensiones aban­donadas, desaprovechadas. Por
ello tiene sentido la vuelta a Aris­tóteles.
Lo mejor de la filosofía moderna es su exaltación de la liber­
tad; hoy reina una versión mezquina de la libertad. ¿La exaltación
moderna es ilusoria? A mi modo de ver, es ambigua porque se ha
llevado a cabo a expensas de los hallazgos clásicos, de acuerdo
con lo que suelo llamar interpretación simétrica del fundamento;

90
por decirlo así, se ha desnudado a un santo para vestir a otro, lo
que revela una falta de inspiración y cierto parasitismo.
En rigor, las parcialidades, las omisiones, las crisis, los desfa­
llecimientos, los robos en que se incurre obligan a un rescate, a
una reasunción de la altura perdida. La clave de la problema-
ticidad de lo histórico radica aquí. La actualidad de los clási-
cos o, si se prefiere, su actualización, es tan importante como el
perfecciona­miento humano. En esta observación apunta ya la
respuesta a la pregunta anterior. Cabe otra pregunta más apre-
tada: ¿por qué es importante el perfeccionamiento humano? Por
lo pronto, porque, si no se perfecciona, el hombre se detiene y
decae. Pero hay más: ¿es importante en absoluto? Sí, en rigor el
perfeccionamiento hu­mano ha de referirse al Absoluto; con otras
palabras, es voluntad de Dios. Todavía de otro modo: marca el
estricto sentido creatural del hombre, su puesto en el Cosmos.
Esta observación perfila la diferencia entre los clásicos y la mo-
dernidad. Pero volvamos a ocuparnos por unos momentos de la
Historia.
Se puede vislumbrar que, efectivamente, la Historia es el apro­
vechamiento de virtualidades. La Historia marcha hacia adelante
en la medida de las posibilidades que edita, desarrolla o aplica.
Siempre la Historia camina hacia adelante —si no, no es Historia-
pero no está dicho que ese ir adelante —que es la Historia mis-
ma— no deje inéditas, sin aprovechar, algunas, en ocasiones las
más importantes, proyecciones de las terminalidades ya alcanzadas.
Referida siempre, repito, a la explotación de consecuencias posi­
bles, una marcha hacia adelante procede a través de pasos conse­
cutivos, pero los pasos con los que ciertas posibilidades se hacen
no agotan de suyo, o siempre, la potencialidad del pasado históri­
co. Por eso, la Historia no es sólo una serie. Puede haber grandes
núcleos, grandes depósitos de virtualidades que después han sido
prescindidas, abandonadas o rechazadas. Respecto de lo abierto
en el siglo xiii es preciso señalar una renuncia, mezcla de desistir
y disentir; y por esa renuncia, lo abierto entonces está separado de
nosotros por siete siglos; ahí está, siete siglos hace, sin hacer.
Ahora hemos de señalar eso que ha quedado sin hacer. Pues la
diferencia existe, porque de las tesis e implícitos clásicos sólo una
vena ha sido transitada y llevada hacia delante en cuanto que
algo no quiso hacerse. Cabe apreciar en la raíz del recorte una
decisión libre. En un momento estalló la decisión en cuya virtud
de la herencia disponible solamente se explotaría una parte.

91
Dicha decisión es muy neta. Insistiré en ella en el apartado
siguiente. Habría que tratarla más largamente, porque es crucial,
pero, obligados como estamos a ser breves, limitémonos a evocar
los motivos en que se apoya.
Dejamos sendas posibles porque pensamos que verdadera­
mente no las hay, o sea, porque nos sentimos incapaces o nos
resistimos a recorrerlas: no nos hacemos cargo de ellas porque
las estimamos demasiado arduas, irreales, marginales a los pro-
yectos para cuyo desarrollo somos aptos —nosotros, seres solita-
rios y mediocres—. El momento libre del que brota y se alimenta
toda la Edad Moderna, se destaca en la medida-en que se aban-
donan caminos, se desconocen factores, se niegan capacidades.
Ese mo­mento, probablemente, es el de mayor problematicidad
de toda la historia de Occidente, por lo menos en el nivel de la
cultura y del pensamiento. Y comparado con las crisis modernas,
es también mucho más dramático, porque es mucho más poten-
te. El momento en que un grupo numeroso de europeos medie-
vales deciden limi­tarse, aprovechar unas posibilidades y rechazar
otras, es más negativo —en el fondo, más importante, más decisi-
vo— que, por ejemplo, el romántico, porque es el acontecimiento
del pesimis­mo teo-antropológico. El romanticismo es una enfer-
medad con­secutiva.

LA DECISIÓN MODERNA: LA UTOPÍA DE LO SUPREMO


Ese pesimismo radical del siglo xiv encuadra la decisión acer­
ca de la enorme herencia. Se tomó una parte, se trató de desarro­
llarla, vivir de ella lanzándola hacia delante, historificándola. ¿A
qué afectó la decisión? A lo que para los clásicos era decisivo,
pues se renuncia con ella a ciertos objetivos, a ciertas posibilida-
des cara a la Realidad Suprema que los clásicos tenían en cuenta
por enci­ma de todo; y se renunció por considerar excesiva cierta
esperanza. En aquel momento no se dijo que tales posibilidades
no fueran magníficas, pero sí se dijo y se pensó que no eran ase-
quibles; eran muy bellas, pero no estaban al alcance del hombre.
Así pues, esta decisión, a fin de cuentas, recorta la misma deci-
sión clásica. Es la decisión de negar la fecundidad ascendente de
la libertad: como la decisión decide acerca de la libertad, aleja,
extraña las metas supremas declarándolas inasequibles, carentes
de valor práctico, y se queda con la libertad sola. De acuerdo con

92
tal declaración, el proyecto a que la inspiración clásica se atrevía
no era descalificado axiológicamente, pero se separaba de la rea-
lidad. Esta separación no es obra de pesimismo neorromántico:
es obra del siglo xiv.
No se osa negar que sería maravilloso apuntar a lo supremo,
pero no hay tal camino. El desaprovechamiento de las virtualida­
des no consistió en no apreciarlas, sino en sostener que no eran
realizables. Por eso, la Edad Moderna se inaugura con una drás-
tica contracción del horizonte (o con una indeterminación del
mismo). En el inicio de la Edad Moderna hay una mentira: la
falsa postu­lación de la incapacidad humana de Dios: la mentira
de declarar ilusorio lo más verdadero del hombre. Esto se ad-
vierte si se lee a los fundadores de la Edad Moderna. La nueva
etapa se inicia con una convicción muy pesimista, que conduce
progresivamente a algo parecido a la famosa apreciación de las
cualidades de las uvas por parte de la zorra de la fábula. Aquellos
hombres comenzaron diciendo: el ideal en que se creía no es rea-
lizable. Si limitamos nuestras ambiciones, las concentraremos
mejor y lograremos satis­facerlas. Hemos de ser más prácticos
y realistas. Echemos cuentas, examinemos con cuidado la capa-
cidad del hombre; no partamos alegremente de que es capaz de
todo; no nos engañemos: no vaya a ser que estemos persiguiendo
algo que jamás vamos a conseguir. Necesitamos garantías.
La Edad Moderna empezó con el intento de saber a qué atener-
se, y siempre ha estado enredada en una tarea de asegura­miento,
preocupada por el problema de estar ciertos de los medios de rea-
lización de que disponemos. ¿Cuáles son los recursos con que con-
tamos, las tendencias, las fuerzas humanas o extrahumanas que
efectivamente funcionan, de cuáles dependen los conocimien­tos y
la conducta, cuáles, después de todo, prevalecen? Pues son unas
cuantas, y nada más (cada vez menos). Con ellas, lo que los clási-
cos —¡ingenuos!— anhelaban es imposible. La Edad Moderna es,
pues, en su misma arrancada, la renuncia a lo que convendre­mos
en llamar la optimación humana. Si Dios queda fuera de nuestro
alcance, ¿qué resta sino cada uno y el mundo?
Los clásicos —ni ingenuos ni infantiles— eran perfectamente
conscientes de que entre la realidad empírica —lo que se consta­
ta de hecho— y los altos ideales hay una distancia muy difícil
de colmar: no la negaron nunca, y más de uno se asustó de ella
(vgr. Plotino). Siempre admitieron que la optimación del hombre
—o sea, la aventura de alcanzar, partiendo de la situación empí-

93
rica constatable (llena de quiebras, de debilidades, de todos los
defectos que se quiera), una comunicación con el Absoluto— es
empresa ardua: pero no imposible, no utópica; tiene sentido, a
pesar de que cuando uno contempla lo inmediato muchas veces
podría desani­marse al apreciar entre el ideal humano y lo in-
mediato un desnivel fabuloso que exige, para ser salvado, una
áspera lucha. En rigor, lo exige todo.

EL PRINCIPIO DEL RESULTADO

Pues bien, insisto en ello, la Edad Moderna se inaugura con


la advertencia clara de que esa empresa ideal forma parte de la
herencia que constituye lo clásico: pero se decidió a renunciar,
no porque aquello a lo que apunta no existiera (aunque se acabó
negándolo), sino porque no hay camino conductor. El proceso
de optimación humana no se podía formular en términos tan
ideales, tan intrínsecos y ambiciosos como hasta entonces se ha-
bía hecho. Esta tesis pesimista lastra a los pensadores a partir
del siglo xiv; y después, aunque algunos lo han intentado, na-
die ha remontado la oclusión de caminos, de métodos. La Edad
Moderna es una res­tricción de horizontes humanos, que se deci-
de de acuerdo con el criterio de atenerse a lo realizable, a lo que
efectivamente puede ser llevado a cabo. Hay, tal vez, cosas en
el fondo más atractivas: ¡Ojalá!; pero no están a nuestro alcan-
ce. Desde su inicio los movi­mientos espirituales de la moderni-
dad suponen esta restricción radical. Basta citar a Guillermo de
Ockham, al que ya se le aplicaba el nombre de moderno; venera­
bilis inceptor le llamaron sus discí pulos; a Maquiavelo, Lutero,
Bacon, Bruno, Descartes, Hobbes, Locke, revolucionarios sega-
dores de ideales. ¿Por qué es preci­so renunciar? Estos hombres
renunciaron porque sujetaron sus aspiraciones a lo que conviene
llamar el principio del resultado, —sin otra alternativa que el
inmediatismo de la intuición intelectual o afectiva.

1) Si yo no soy capaz de constatar que, efectivamente, lo que


me propongo se hace; si en un plazo razonable —y siempre en
esta vida— no llego a estar seguro de su cumplimiento, de que va
a resultar, ¿para qué aplicar mi esfuerzo? Lo óptimo, de acuerdo,
es lo óptimo; pero ¿cómo comprobar que ejerciendo la acción
por esa línea va a ser en un ahora del tiempo de esta vida? El óp-

94
timo compite con el resultado, y es éste el que sale ganando. Así
rige el principio del resultado. En la filosofía de Hegel también el
óptimo está subordinado al resultado. Esta subordinación inva-
lida su tra­tamiento del Absoluto. ¿Qué implicaciones tiene este
principio para el hombre? ¿Qué tipo de modificación introduce?
¿Qué suce­de con el hombre cuando el principio del resultado se
erige en guía única, en el gran criterio para esbozar cualquier
proyecto y para otear el futuro —la acción y la intención—?
¿Cómo hay que inter­pretarlo, si la optimación real es utópica y
en su lugar aparece este criterio rotundamente restrictivo: vale el
resultado y sólo él; lo demás está en las nubes?
2) Lo primero que ha de afirmarse acerca del hombre si sólo
puede intentar resultados —y ésta es una tesis casi constante en
el nivel filosófico, y en el nivel científico, físico, psíquico, social,
etc.— es la primacía de la eficiencia desnuda, de la eficacia.
Que el hombre es un ser eficaz significa que tiene o, más bien,
es tenido por una fuerza: por un instinto, por un impulso; en
último término, por un dinamismo primordial. Tal dinamismo,
por ser primordial, solamente enlaza con las formas, con la temá-
tica, solamente adquiere configuración, en un momento ulterior.
Prime­ro es la fuerza, la acción; y luego la forma. El hombre es
una dinámica a la busca de configuración. Esta tesis implica: las
únicas formas accesibles al hombre son las que puede alcanzar
su dina­mismo. Por lo tanto, tales formas —o formalidades— no
son activas sino pasivas. Para el pensamiento ello comporta que
no puede traspasar las formas reflejadas en él, en su pantalla
especulativa, y cuyo origen es externo al pensar (a priori o em-
píricamente). Tal pensar no es viviente. He aquí la segunda tesis
acerca del hombre derivada del principio del resultado, en que
desemboca o se con­creta la reducción que los fundadores de la
Edad Moderna intro­dujeron en la inspiración de los clásicos.
Este modelo humano aparece ya en Duns Escoto. Escoto sos-
tiene que el hombre —todo ser— es únicamente espontaneidad,
pura espontaneidad, y sólo ulteriormente, en segundo término o
secundariamente, formalidad.
Esta tesis está en Descartes, en el empirismo inglés, en Kant y
llega hasta Freud. Esta tesis no es aristotélica. Para Aristóteles, el
ser y la vida humana son tales que a la energía le acompaña ya,
desde su principio, la forma. Ambos son primarios. Por tanto, en
términos absolutos, la forma no es resultado de un dinamismo (no
hay energía en algún momento sola, sin forma). Partiendo de esa

95
conjunción primaria cabe alcanzar una forma superior, también
energética. El hombre es optimable precisamente porque su ener­
gía está ya formalizada, y por tanto, lo ulterior es una hiperforma
del principio, una forma más alta: un hábito. Es ésta una diferencia
precisa y de enorme alcance (se refiere a lo que se puede esperar)
entre la concepción aristotélico-tomista y la concepción moderna
del hombre. No tiene sentido la optimación humana si la energía
de que se dispone alcanza la forma sólo en un momento ulterior
a su desencadenamiento. Insisto, en la teoría clásica el hombre es
optimable porque no hay primero un dinamismo pobre, desnudo;
así el óptimo es posible y no utópico. En cambio, si el hombre es
un dinamismo que se configura posterior o especularmente tan
sólo, el óptimo se pierde, es inasequible: lo ulterior es, como per-
fección del principio dinámico, terminal o indefinido. Con otras
palabras, si la forma es ulterior a la eficiencia, no hay nada que
hacer respecto de un óptimo intrínseco.
En definitiva, de esta diferencia deriva una antropología situa­
da en un nivel más bajo. Pues bien: en la medida en que la ciencia
actual se ocupa de la energía y de la información, desmiente el
reduccionismo antropológico. La ciencia actual le hace a uno
no­tar, si tiene un poco de lucidez, que la tesis clásica acerca del
hombre es la adecuada, y que la tesis moderna no lo es.
Cualquiera que conozca, aunque sea someramente, la última
temática de la ciencia, sabe que la configuración de la energía es
imprescindible de entrada. No hay ninguna energía sin configu-
rar en su principiar (una energía informe es un contrasentido:
no es enérgica); por lo tanto, la omnipotencia del resultado, el
hombre recluido en una elementalidad dinámica que aspira al re-
sultado y nada más, es una limitación inaceptable. La posibilidad
de una reconquista de la convicción de que el hombre es un ser
capaz de mejorar intrínsecamente está al alcance del que sabe la
importan­cia de la forma en la física de hoy.
Ahora bien, la reducción en que se apoya la Edad Moderna
(la reducción de la inspiración de los clásicos) no se detiene aquí.

UN SER APTO PARA LA PURA MISERIA


3) Si el hombre es energía antes de poseer una configuración,
es posible quedar reducido a una situación de completa miseria.
Nos encontramos, por así decirlo, en los antípodas de la optima­
ción humana.

96
Para los aristotélicos, insisto, el hombre es fundamentalmen-
te un ser optimable. Tendrá todas las quiebras que se quiera y
que no se niegan. Pero es menester verlo desde el punto de vis-
ta de su capacidad de perfección. Pues bien, si uno se atiene, en
cambio, a esa tesis primaria acerca del hombre que inaugura la
Edad Moder­na, a saber: el hombre es una fuerza antes de ser una
configuración, se abre la posibilidad de aceptar una situación de
miseria pura: el hombre puede ser interpretado como un ser com-
pletamente mise­rable. Una situación de miseria en toda la línea,
en grado absoluto, en algún momento de esta vida, no la pue­de
aceptar un clásico. El clásico puede admitir que el hombre tiene
muchas miserias, y, ciertamente, lo admite. Pero no dirá nunca
que el hombre, es, alguna vez, miseria y nada más, porque un ser
configurado de antemano cuenta por lo menos con cierta riqueza,
aunque sea pequeña o esté muy distante del máximo de perfec-
ción de que es capaz.
¿Cómo se puede pensar la reducción a la miseria? El hombre
es una dinámica tendente a la configuración que no ha alcanzado
todavía: si esa tensión que desemboca en la configuración queda
separada de ella, y en principio lo está, entonces es sólo mise-
ria, escueta desgracia. Después de haber negado la optimación
(en rigor, por lo mismo), reducido el hombre a un dinamismo a
la búsqueda de resultados, obviamente, si los resultados no son
logra­dos, queda (o resulta: es igual) un ser defraudado, decep-
cionado: nada más que un dinamismo insatisfecho en absoluto.
La tesis de que el hombre es un miserable sin paliativos —una
corrupción total—, muy temprana también en la Edad Moderna,
fue divulgada por Lutero. Paralelamente, según Lutero, la opti-
mación humana no es intrínseca. La misma tesis reaparece, por
ejemplo, en Pascal, aunque Pascal sabe que la miseria humana no
es insuperable.
Asimismo, la tesis de que el hombre puede ser reducido a una
situación de miseria pura le sirve a Carlos Marx para formular
su versión del proletariado. El proletario es el hombre explotado,
depauperado, por cuanto completamente privado del resultado
de su dinámica configurante. La interpretación marxista del tra-
bajo es anticuadamente moderna. El trabajo es la dinámica que
trans­forma, que crea valor, pero si no es primariamente formal
en el momento del trabajador y si el valor terminal del trabajo
es arre­batado, se constituye la situación de miseria ilimitada. Así
pues, la tercera posibilidad implícita en la interpretación moder-

97
na del hom­bre es ésta: el hombre es un ser apto para estar en este
mundo en situación de miseria absoluta.

LOS REDUCCIONISMOS
4) Un cuarto aspecto de la visión moderna del hombre consis­te
en el general intento de saber a qué atenerse respecto del hombre
mismo. Este intento recae, de acuerdo con lo dicho, en averiguar
la fuerza albergada en el hombre; uno quiere saber respecto de
sí mismo con miras al resultado, a lo asequible, a lo factible. Al
plantear el problema de sí mismo en estos términos, la pregunta
se concreta en el tipo de dinámica psíquica que el hombre po-
see. ¿Cuál es el impulso, la dotación tendencial eficaz que hay en
el hombre? y, en consecuencia, ¿cuáles son los objetivos a que el
hombre puede aspirar?
Pues bien, las variadas opiniones acerca de este punto tro-
cean al hombre. La respuesta al intento de averiguar cuál sea la
autén­tica fuerza psíquica, o vital, suele ser siempre muy sumaria.
La fuerza psíquica del hombre (si tiene sentido hablar así) es
multifor­me; pero, dada la urgencia con que se afronta el asunto,
se suele considerar tan sólo una veta de esa fuerza. Al atenerse
a ella, naturalmente, se incurre en reduccionismo: la fuerza del
hombre es ésa, y nada más.
Normalmente, para tratar de fuerzas psíquicas, se recurre a la
noción de instinto; se trata de saber cuál es el instinto principal o
central, el instinto actuante en el hombre, el que debe aprovechar
y satisfacer, al que no puede oponerse. Ahora bien, debido a la
riqueza interior del hombre, se registra una pluralidad de instin-
tos, que se substituyen unos a otros en la discusión de su valor
pri­mario.
a) Algunos pensadores afirman que el instinto más importan-
te es el instinto de sobresalir, de ser conocido o alabado, de valer
frente a los demás. Esta tesis la sostuvo con fuerza, a principios
del siglo xvi, un pensador muy influyente: Maquiavelo. Para él,
la virtud típica del príncipe es el anhelo de gloria, de fama.
b) Para otros, la fuerza que encauza realmente al hombre es
el poder, no aureolado de gloria, sino el poder puro. El hombre
pretende ganar, prevalecer, o el dominio de los otros sin adornos
de ninguna clase. Tampoco es ésta una idea demasiado moderna,
aunque esté muy extendida. Esto se le ocurrió a Hobbes, un pen­

98
sador inglés del siglo xvii, y luego fue repetido, en clave lúdica,
por Nietzsche, en la segunda mitad del siglo xix. Algunos psicoa­
nalistas dicen lo mismo.
c) Hay quienes todo lo apuestan al instinto de conserva-
ción, que homologa al hombre y los animales. El instinto de
conserva­ción fue magnificado por primera vez en la historia
de forma neta también por Hobbes. En el siglo pasado Darwin
fundó su especu­lación acerca del proceso mismo de la vida en
este instinto.
d) Otros dicen que el instinto más importante del hombre, la
tendencia decisoria, se centra en la felicidad radicada en el he-
cho mismo de vivir: una felicidad elemental, la captación pura y
simple del valor de la vida en el momento, en su inmediato tener
lugar. Esta idea fue puesta en circulación por Rousseau, a media-
dos del siglo xviii, y es, evidentemente, también la tesis que han
manteni­do los llamados hippies.
e) Otros indican que el instinto más importante del hombre es
el de apropiación. La felicidad razonable se encuentra, ante todo,
en ser propietario y, a través de la propiedad, en tener éxito y segu-
ridad. Esta idea viene de Locke, filósofo inglés del siglo xvii, y es
característica de lo que se suele llamar burguesía.
f) Para otros, lo importante en el hombre es el instinto sexual,
que es la fuerza central, a la que se subordina todo lo demás,
que siempre permanece y todo lo tiñe. El instinto de placer, o el
principio de placer, como lo llama Freud, tiene su manifestación
máxima en el sexo.
g) Por su parte, los socialistas afirman que el instinto funda­
mental del hombre es el gregario, el instinto de agruparse, pues
el hombre tiene una necesidad radical de vivir con los demás, de
tal manera que la soledad le angustia, le incapacita y le priva de
configuración: es el encuentro de la nada.
h) Según otros, y no son pocos, el instinto más importante
del hombre surge de su condición de enfermo y se concreta en la
exigencia de sanar. Es el hombre como animal enfermo, cuya mo-
tivación, cuya tendencia primaria, es curarse: lo que podríamos
llamar la interpretación terapéutica del hombre. Tal interpreta-
ción está muy extendida en nuestro tiempo, y en el siglo xix fue
expre­sada con fuerza por Kierkegaard.
Cabe preguntar: ¿con qué nos quedamos? Y también: ¿no
habremos omitido lo más importante? A lo mejor resulta que
estas opiniones están equivocadas, porque afirmar que el hom-

99
bre es un ser instintual es olvidar que lo dominante en él es algo
muy dife­rente: la inteligencia. Tampoco esto se deja de decir, por-
que al fin y al cabo es verdad, aunque no formulado de manera
reduccio­nista.
En lo que se refiere al tema de los instintos, psicólogos y an-
tropólogos importantes han negado sin más que el hombre siga
automáticamente sus instintos: el más característico es un ale-
mán, Gehlen, que escribió un libro con este título: El hombre,
publicado en 1940, que ha tenido una influencia amplia. Gehlen
niega que la noción de instinto sea una explicación antropológi-
ca suficiente.
Algunos psicólogos se mueven en una línea paralela. Afirman
que el hombre es un ser rigurosamente maleable; lo de menos
es fijar de antemano instintos, porque en cualquier caso no son
inva­riables y se pueden manejar. Si se acierta a saber cuáles
son los resortes humanos, es posible apoderarse técnicamente
de ellos, y dominarlos. Esto también lo pensó Maquiavelo. El
hombre como ser maleable o manipulable es un tópico actual.
Uno de los últimos representantes del conductismo, Skinner,
con su idea del troquela­do de la conducta, sostiene la misma
tesis que Maquiavelo.
Por otra parte, si nos atenemos a la idea del hombre disuelto
en instintos —los que sean— ¿qué decir de lo diferente al instinto
principal? Pues que se trata de una actividad simbólica, represen­
tativa, secundaria e inadecuada. La teoría del hombre como ser
instintual, conduce a reducir el conocimiento de sí a formas sim­
plemente fantásticas. Con esto se justifica una amplia modalidad
de hermenéutica. También esta idea aparece de una manera neta
en un pensador inglés ya citado: Thomas Hobbes.
He aquí algunos reduccionismos típicos. La aceptación de los
reduccionismos, sobre todo en lo que se refiere al hombre, es una
torpeza y una inhabilitación muy grave. El reduccionismo, ya lo
he dicho, es inadecuado para la situación actual y para el hom-
bre mismo, que es de entrada, lo ha sido siempre, una entidad
suma­mente compleja. Los reduccionismos terminan en simplifi-
caciones prácticas. La situación, el hombre, son afrontados, por
el hombre mismo, de una manera insuficiente. El reduccionista se
condena a embarcar su vida, a entregarla a una vía, a un conduc-
to, a una capacidad de desarrollo. Con ella se ha de identificar,
o como hoy se suele decir, asumir, embarcarse. Como si el hom-
bre fuera un inspector que pregunta: ¿cuál es mi fuerza?, ¿cuál

100
es el tren o el avión que hay dentro de mí? Y, en cuanto averigua
el vehículo que lleva dentro, se embarca en él, y así viaja por la
existencia.
Tratarse a sí mismo de esta manera es un estólido abdicar
de la condición humana. Esto es claro, pero también se percibe
que sucede hoy, desgraciadamente, con bastante frecuencia. Si se
per­mite un lenguaje un poco más técnico, apelaría a la noción de
hombre anancástico. El anancástico es incapaz de funcionar en
su integridad desde sí, y entonces, para vivir, ha de recurrir a algo
que tenga lugar en él fatalmente, sin ser él mismo su protagonis-
ta; un hombre necesitado de entregarse a un proceso determinista
como el único bastón con el cual es capaz de andar. Pues bien, el
tempe­ramento anancástico, que puede ser enteramente patológi-
co, que abunda en las clínicas, es inducido por los reduccionismos.
Mani­fiestamente, el reduccionismo debe ser desechado en todos
los órdenes: en el plano histórico, en el plano científico y en el
plano de la autointerpretación.

LOS SINCRETISMOS
5) Si los reduccionismos están a la orden del día y se pro-
digan sin recato, también con frecuencia se juega a los sincre-
tismos. Las razones de este juego son fáciles de apreciar. La
dispersión de las inspiraciones y las actitudes contrasta con la
real conspiración de los factores de la época presente. Tal con-
traste da lugar al intento de reunir los fragmentos, de establecer
algo así como un mosaico o confederación. Justamente esto es
el sincretismo. Los griegos utilizaban la palabra en este sentido:
la confederación, los pactos, las asociaciones en general. De ese
uso griego, sociológico o polí­tico, la palabra ha emigrado, sobre
todo a partir del Renacimiento, a designar una serie de posturas,
primero de tipo religioso y des­pués humano en general (referidas
al pensamiento o a la conduc­ta), propensas a la amalgama cons-
tructiva. Echando mano de los fragmentos se pretende llegar a
su conjunción, a algún tipo de coordinación con que superar las
limitaciones de los fragmentos separadamente considerados o
utilizados.
El sincretismo es un modo, o un intento, de superar los
incon­venientes, por otra parte claros, de los reduccionismos. Es
fácil, sin duda, para sectores amplios de personas, admitir un

101
planteamien­to, un enfoque, una interpretación unilateral, pero es
normal tam­bién percibir más cosas de las que cada interpretación
es capaz de abarcar o de explicar. Y como tales interpretaciones
son varias, atenerse a varias por separado es dislocarse; por eso
se acude a otro tipo de planteamiento: se intenta combinar, reu-
nir algunas de ellas y construir un armatoste explicativo para su-
perar las limita­ciones de los fragmentos aislados. La intención de
los sincretismos no es mala, dados los inconvenientes de los re-
duccionismos; por lo menos a la larga, no cabe conformarse con
ser un maniático. Hay que llegar a un acuerdo, a un compromiso
de elementos, aunque éstos sean dispares. De manera sincretista
está uno más a la altura de esa característica de los tiempos que,
repito, es obvia, a saber: la complejidad. Entre reduccionismo y
sincretismo, ¿no es preferi­ble el último?
Ahora bien, conviene preguntar si basta con echar mano de
un conjunto de trozos y, por otra parte, si esa serie de fragmentos
son susceptibles de combinación: no vaya a ser que las construc-
ciones sincréticas sean confusas, estén cosidas de una manera
tosca, como remiendos. ¿Son suficientemente unitarias? El sin-
cretismo tiene un matiz peyorativo; se dice que una construcción
es sincrética cuan­do no es suficientemente coherente, es decir
cuando los factores que se tienen en cuenta no son unificados con
suficiente fuerza y claridad. El sincretismo ha venido a tener esta
acepción, sobre todo en el plano de la historia de las religiones y
en la filosofía, porque en toda unificación de heterogéneos queda
siempre pendiente la cuestión de si está bien urdida. Si la cons-
trucción estuviera bien hecha, ya no se hablaría de sincretismo,
sino de otra cosa: de integración, o de síntesis. Con la palabra
síntesis se quiere indicar una suficiencia en la unificación de los
factores que se toman en consideración. Con la palabra sincretis-
mo se quiere indicar que esa suficiencia no se ha conseguido, por
ser la reunión de los fragmen­tos caprichosa o no suficientemente
hábil e inteligente.
Actualmente hay bastantes maneras de combinar elementos
de claro carácter sincretista —no son síntesis o integraciones—.
Mu­chos intentos de remediar las unilateralidades reduccionistas,
apuntando a satisfacer una exigencia claramente contenida en
nuestra situación, no llegan a lograrlo porque no pasan de ser
mezclas. Y ello por varios motivos: a veces no se tiene suficiente
lucidez o inspiración para integrar con rigor; otras veces se trata,
por así decirlo, de una causa perdida de antemano, por cuanto

102
los fragmentos son incompatibles, y se unifican de modo super-
ficial y malamente. Estamos ante reuniones sin vinculación firme
entre los distintos elementos.
El tema es muy actual, y se puede apreciar en muchos niveles
de la sociedad o de la vida humana: en el pensamiento (no en el
pensamiento estricto, que es incompatible con la mezcla), en la cul-
tura, en el ensayo o en el ámbito «artístico», y también en la vida
corriente, en las confusas cocteleras que son las opiniones de las
gentes, y, no cabe duda, en los periódicos —misceláneas.
Voy a proponer unos cuantos ejemplos. Primero, en el nivel
de pensamiento. Hace años estuvo bastante de moda —ahora
ha remitido— el propósito de mezclar —de unificar, dicen— el
marxis­mo con el psicoanálisis. Marcuse es efectivamente sincre-
tista, un conato de interpretar a Freud desde el punto de vista
marxista y, al mismo tiempo, de introducir una inyección freu-
diana en el marxismo. Eso no se puede hacer porque Freud y
Marx no son compatibles.
También se pretende la combinación del psicoanálisis y el
estructuralismo. Hay bastantes autores, sobre todo franceses
—Lacan, por ejemplo— que funcionan así. Ahora bien, psicoa-
nálisis y estructuralismo son métodos o modelos teóricos dis-
tintos. El es­tructuralismo viene a ser un objetivismo total, casi
espinosista, en el que el sujeto no significa nada. En cambio, el
psicoanálisis es una especulación acerca de las energías psíquicas
según la cual las ideas carecen de autonomía, y que apela, en
los antípodas del conductismo, a un peculiar lenguaje indirec-
to, privado, susceptible tan sólo de una hermenéutica bastante
arbitraria, de intención terapéutica y no veritativa: el plano de
confrontación comunicativa científica es ajeno al psicoanálisis,
psicologismo unilateral que abarca la opinión discrepante en su
pretensión diagnosticadora. Si se acepta, cualquiera otra opinión
queda anulada: las dos no se pueden mantener a la vez.
También a veces se intenta hacer una mezcla entre el estructu­
ralismo y la dialéctica, no sólo la marxista, sino en general el
pensar dialéctico. Se procede así, entre otras cosas, porque el es-
tructuralismo es más moderno y como el método dialéctico tiene
ciertos inconvenientes ya descubiertos, se ha querido apuntalarlo
con la solidez que parecía tener el método estructuralista. Escue­
tamente, el estructuralismo es un método relacionista, es decir,
que funciona con la relación como categoría central: los elemen-
tos son elementos entre sí, esto es, en tanto que relacionados.

103
Además, es holístico: un pensar de totalidades. Los elementos,
por estar vincu­lados entre sí, constituyen una totalidad. En ter-
cer lugar, es un pensamiento objetivista; la estructuración de los
elementos no corre a cargo del sujeto humano, no implica nin-
gún elemento a priori en el sentido kantiano, sino que se «hace»
suyo y sin inter­vención del tiempo, en un plano estrictamente
formal. Además, el estructuralismo, precisamente por la impor-
tancia conferida a la consideración relacional, formal y holística,
no tiene inconveniente alguno en apelar a la matemática.
Pues bien, el método dialéctico no es sincrónico de entrada,
sino arbitrado precisamente para pensar lo temporal, para pen-
sar los procesos. Admite la determinación separada de los mo-
mentos, que sólo es superada en un tercer momento (negación
segunda); rechaza la matemática, la descalifica como un pensar
inerte, homo­géneo, vacío y no teleológico, y recurre siempre al
sujeto. Así pues, no hay más remedio que elegir: o se es estructu-
ralista o se es dialéctico; las dos cosas a la vez, no. Por otra parte,
el método dialéctico, tal como se utiliza en la izquierda hegeliana,
se centra en la antropología, y en especial en el interés de cons-
truir una teoría acerca del futuro humano. Los estructuralistas,
en cambio, propenden al estudio de los primitivos, de lo arcaico:
sin más, su método no es genético. Las características más impor-
tantes del pensar dialéctico están ausentes del estructuralismo, y
no sólo por omisión, sino porque el estructuralismo las elimina
para constituir­se como tal. Un estructuralismo dialéctico, o vice-
versa, es como un hierro de madera: una mezcla imposible.
Por otra parte, algunos pensadores norteamericanos han
inten­tado la unificación entre lo que se suele llamar el pragma-
tismo —característico del pensamiento anglosajón— y una serie
de consi­deraciones que pertenecen más bien al tipo de pensar
existencialista. Éste sería el caso de un filósofo —filósofo en el
sentido lato de la palabra— llamado Dewey. Pragmatismo y exis-
tencialismo son dos modos de afrontar la historia muy diferen-
tes. Me limito a señalar que la obra de Heidegger Ser y Tiempo
contiene una comprensión profunda de lo útil, que comporta una
especie de aniquilamiento ontológico del utilitarismo. Un prag-
matismo existencialista es, lo mismo que la dialéctica estructural,
un centauro teórico. Con vagas afinidades, con nebulosas confa-
bulaciones —como sería un común ateísmo— no se construye
nada serio. La unidad de la filosofía en su historia es cuestión
mucho más pro­funda.

104
Otro ensayo de unión: la hipótesis evolucionista, con una
in­terpretación general del universo y con la tesis cristiana
acerca del fin de la Historia. Teilhard de Chardin intenta una
síntesis de este tipo. El evolucionismo, una cosmología y la
escatología, entendidos como tres puntos de vista acerca de
lo mismo. Pero evidentemente no lo son. El evolucionismo no
puede ser una cosmología comple­ta, la escatología —como
tesis acerca de la historia— no equivale a una cosmología, ni
el evolucionismo vale para entender lo históri­co; son cosas
dispares cuya unión da lugar a una confusión asom­brosa. No
digo ya cuando, no queriendo renunciar al pensamiento casi
panteístico de Teilhard, se le añade otro tipo de pensar «teo­
lógico», que se ha venido a denominar teología de la muerte
de Dios. Entre la teología de la muerte de Dios y el pensamien-
to de Teilhard hay un abismo infranqueable. Se es panteísta,
cosmologista (y la figura de Nuestro Señor se vierte dentro
de la hipótesis evolucionista aplicada a toda la realidad, con
Cristo como punto omega del proceso cósmico) o, con una
raíz protestante, se propo­ne una hirsuta teología negativa,
esto es, a Dios como el absoluta­mente otro, creador arbitrario
del cual no se puede tener la menor noticia, extraño a lo que
pasa en este mundo, que, en estricta correspondencia, se secu-
lariza a fondo.
También se ha querido unir una psicología fundada en la in-
trospección y en la hermenéutica de lo que pasa dentro, como
es el caso de la psicología profunda (no sólo del psicoanáli-
sis), con el conductismo, que renuncia en absoluto a considerar
introspectiva­mente al hombre y sostiene que lo que hay entre el
estímulo y la respuesta es una «caja negra» o vacía cuyo examen
es imposible. Hay estudios de antropología cultural, de sociolo-
gía, en los que se recurre a elementos conductistas y de psicología
profunda, lo que da lugar a otra penosa mezcla.
Es frecuente, en el nivel de la opinión, combinar un individua­
lismo exacerbado con una serie de tópicos deterministas. Algunos
aceptan que están definidos, o que son lo que son, en virtud, por
ejemplo, de la sociedad, y por otra parte pretenden no depender
de nada, y tomar sus propias decisiones en régimen solipsista,
con una libertad absoluta. Estas dos actitudes son incompatibles
en teoría: el sociologismo es un reduccionismo, el individualismo
es otro y la fragmentación que llevan consigo da lugar, al reunir-
los, a una basculación, a un peloteo sofístico.

105
Otro caso es el pensamiento combinatorio, que requeriría un
estudio largo porque es interesante y difícil. La combinatoria no
es exactamente el estructuralismo; tiene que ver con la lógica y
la matemática y, por otra parte, con una serie de anhelos huma-
nos referidos al afán de construcción de infinitos. La intención
combi­natoria, cuando se descontrola, toma a su cargo el pro-
pósito de anular la individualidad. Justamente a través de las
combinaciones, construidas y reconstruidas, el todo queda más
enlazado o menos inerte, y pierde su firmeza y sus límites. Los ex-
cesos combinatorios vienen a ser los sincretismos más generales,
o el sincretismo a ultranza, sin reparar en normas, géneros o in-
compatibilidades, que se fuerzan sin otro motivo que el odio a lo
distinto separado. Por eso la combinatoria puede aparecer como
originalidad snob, como conformismo, o como transgresión.
La presencia de la combinatoria en el arte moderno es muy
clara. Se trata de conseguir las uniones más insospechables, aun­
que sean monstruosas. Cuando esto se vierte en una tendencia
conformista, igualitaria, hace acto de presencia lo churrigueres-
co, la acumulación de discordancias, los recursos híbridos.
En este nivel están los tópicos, los eslóganes. Cuando se exa­
minan, resalta que cada uno es de su propia ralea, pero se usan
pasando de uno a otro sin plantearse problema alguno, esto es,
sin conciencia crítica. Un recuento de eslóganes llevaría mucho
tiem­po. Señalemos que dependen de los medios sociales: los tó-
picos españoles o americanos no son los mismos.
Los sincretismos obedecen a la necesidad perentoria de supe­
rar la unilateralidad de los reduccionismos. Por otra parte, en
cuanto baja la tensión separatista, los mismos reduccionismos
se prestan a la mezcla. ¿Por qué el sincretismo como tal? ¿Cómo
incidir en la confusión sin caer en la cuenta? La razón está en una
serie de factores:
a) El estrechamiento de nuestra conciencia histórica. Al apli­
car el procedimiento hermenéutico a la historia, el pasado se ale-
ja y el presente es sólo el presente. Ahora bien, las ideas que se
intentan unir tienen su arranque en épocas bastante separadas,
en todo caso más allá de la conciencia histórica del común de
la humanidad. Como dichas ideas arrancan de fuentes descono-
cidas, se toman sin saber cuál es su constitución originaria. En
tanto que están ahí, en una situación de anonimato, las ideas
aparecen borro­sas; separadas de quien las pensó, se hacen plás-
ticas, maleables —lo peor que les puede ocurrir a las ideas—, se

106
prestan a confluir con otras cuyo origen también se desconoce y
cuya significación estric­ta queda oculta.
b) Por otra parte, la necesidad de síntesis es legítima e inelu­
dible; la integración de factores no admite espera. Cuando se
procede a satisfacer esta necesidad de nuestro tiempo con una
serie de fragmentos teóricos, culturales, cuya significación es bas-
tante lábil, la unificación es defectuosa.
c) Una última razón hay que verla en el fracaso de un gran
intento de conciliación abarcante llevado a cabo a principio del
siglo xix. Este fracaso ha repercutido en forma disuasoria. Es la
filosofía de Hegel, que se estudió en el capítulo anterior.

LA PESADILLA DE LA SOLEDAD
6) Otra idea se abre desde aquí. Vamos a exponerla rápida­
mente. Si el hombre es una fuerza que, so pena de entera des-
dicha, tiene que alcanzar resultados, ¿de quién se puede fiar?
Obviamen­te: de nadie más que de sí mismo; ahora bien, si el
hombre sólo se puede fiar de sí, ¿en qué situación está con re-
lación a lo diferente de él mismo? En una situación de desam-
paro próxima a la hostili­dad y la guerra. El hombre, para ser,
no cuenta con la colaboración del mundo, no tiene ninguna
correspondencia amistosa con lo distinto de él, puesto que es
miseria que necesita satisfacerse, amenazada de insatisfacción
definitiva.
¿Optimismo? No hay ninguno, ha desaparecido del horizon-
te. El hombre sólo puede interesarse por sí mismo, por llenar el
horrendo vacío de un dinamismo informe, que busca, incapaz
de más, condenado a ello, su propia satisfacción: pues el dina-
mismo informe es su propia desdicha antes de nada: a priori.
Consecuen­cia: la hostilidad universal. La tesis que excluye la
amistad es la negación de Dios. ¿Cómo admitir un Creador que
ama? Si el hombre tiene que satisfacerse, y para ello sólo puede
contar consi­go, la idea de un Dios amoroso es absurda. Por su
parte, el universo es un insulto, o, en todo caso, un enemigo al
que vencer y explotar, y nada más. La tesis dice que el hombre
sólo puede recurrir a sí mismo, que no tiene colaboradores para
existir, y no encontrará nunca una correspondencia favorable,
otorgada, en la realidad, en el medio externo. Esa tesis, que ha
envenenado al hombre y le ha llevado a la violencia, a la desespe-

107
ración, al odio, a la apatía, es también una consecuencia del prin-
cipio del resulta­do. El hombre abandonado, grotesco redentor de
sí mismo, alucina a muchos pensadores: lo que se ha venido a lla-
mar existencialismo es la violenta formulación de esta pesadilla.
Todo lo que yo no soy, no se ocupa de mí; estoy abandonado en
el mundo. La humanidad está sola; es la excepción en un mundo
indiferente.

CONCLUSIÓN: UNA INSPIRACIÓN INSUFICIENTE


Esta postura tampoco es aristotélica. Los pensadores aristoté­
licos partieron de que la realidad, en muchos casos enemiga, en
el fondo es amistosa. Hablaron del carácter trascendental de la
reali­dad: la realidad es verdadera, la realidad es buena, la reali-
dad es bella. De acuerdo con esto, la realidad colabora conmigo,
yo soy tratando con lo real, y no sólo soy un dinamismo en busca
de un resultado. La realidad se me abre, se me da. Yo no estoy
sólo: está la realidad, que no es algo mostrenco, extraño, sino un
fundamen­to asistente, que me sale al encuentro. La realidad es.
Los aristo­télicos, sobre todo los cristianos, no negaron la exis-
tencia de pode­res malignos: lo sabían claramente, mejor que los
modernos (es, por ejemplo, la existencia del diablo: el diablo es
el poder enemigo por excelencia); pero la realidad como tal no
es enemiga ni tampo­co indiferente. «La inmensidad del espacio,
la indiferencia de las estrellas me aterran», así sentía Hobbes.
Para la optimación del hombre, los clásicos cuentan con la cola-
boración, más, con la conspiración de la realidad, que, en último
término, está de nuestro lado. El hombre: el ser real respaldado
por la realidad. Es preciso recuperar esta profunda verdad, pues
la verdad es el fondo de las cosas, que no son meras cosas situa-
das ahí, indiferentes, en una muda inercia objetiva delante de mí,
y en sí reducidas a un mero ser de hecho carente de significación,
de capacidad de aquiescen­cia. La verdad significa que la realidad
me dice que sí: por eso yo no tengo que ser desconfiado ni cínico.
La carga de existir no corre entera a mi cargo, yo no me llevo a
mí mismo a cuestas.
Seguiremos pensando en estos temas importantes, inago-
tables. Aquí quería poner de manifiesto que el planteamiento
aristotélico contiene posibilidades desperdiciadas por los mo-
dernos. Tales vir­tualidades permiten sostener que el hombre es

108
un ser optimable. Esto significa que no es bruta dinámica, sino
energía formalizada de entrada, capacidad de aspirar a ser más.
Correlativamente, el hombre no es pura miseria: puede ser me-
nesteroso, puede encon­trarse en situaciones terribles, pero no se
le puede arrancar —ésta es una palabra clásica— su naturaleza
propia. Por último, el univer­so no es un insulto, no es una indife-
rencia total; por tanto, yo no dependo únicamente del resultado.
La optimación no es sólo una posibilidad: es la vigencia de lo
trascendental en la vida. Para que nuestra optimación sea posi-
ble, la realidad ha de aportar también su iniciativa. Así pues, la
inspiración clásica es magníficamente amplia. No ignora lo ne-
gativo en el hombre ni en las cosas, no niega nada de lo que los
modernos ponen de relieve. Pero lo negativo no es lo único, ni
lo decisivo, y, en consecuencia, el hombre puede esperar mucho
más. El destino del hombre es supe­rior a cualquier resultado.
Tal como se va orientado temáticamente, la ciencia sugiere
con seguridad que hemos de reconquistar la perspectiva clási-
ca, que no estamos forzados a seguir aceptando la reducción del
horizonte con que la Edad Moderna emprendió su trayectoria.
Los pensado­res clásicos son actuales, no unas fases pasadas a
partir de las cuales hayamos construido otras nuevas, porque
poseen una espe­ranza cierta que fue rechazada en los inicios de
la era histórica a cuyo final hoy asistimos. La aludida actualidad
permite, y en cierto modo exige, una continuación que acentúe la
importancia del futuro para el hombre.

109
EL CONOCIMIENTO COMO OPERACIÓN VITAL

Hemos visto una parte de la discusión en curso durante ese


gran período del filosofar que se extiende desde el Comentario de
Tomás de Aquino a Las Sentencias de Pedro Lombardo hasta la
muerte del maestro Eckhart. Los últimos años de Eckhart trans­
currieron, por cierto, complicados con una serie de condenacio-
nes promovidas por los franciscanos: en aquellos momentos, los
fran­ciscanos iban lanzados hacia el nominalismo, y la deriva de
Eck­hart hacia una mística casi gnóstica provocó una violenta
reacción. Algunas expresiones de Eckhart son inadmisibles; pero,
no debe­mos olvidarlo, Eckhart es un pensador al ataque y, por
lo tanto, sostiene que el hombre conoce a Dios y lo conoce de
Verdad. Eckhart admite sin reticencias el alcance real de la inte-
ligencia. Lo mismo que Tomás de Aquino, aunque de un modo
menos ponde­rado y correcto.
La modificación de la manera de enfocar el tema del conoci­
miento (mucho más temprana de lo que se suele decir) tiene
lugar a principios del siglo xiv. El recorte de inspiración que ca-
racteriza en términos de conocimiento a la Edad Moderna es la
consecuen­cia de problemas medievales mal enfocados.
Este recorte lleva consigo una cierta insuficiencia, una falta
de esperanza, de aliento. En cierto modo, como dice Husserl,
la Edad Moderna ha hecho un voto de pobreza en materia de
conocimien­to; pero la inteligencia es, probablemente, una facul-
tad a la que no conviene este tipo de voto; como el tema de Dios

110
es el más alto, cualquier disminución o falta de ejercicio de la
inteligencia intro­duce una dificultad artificial, sumamente des-
aconsejable. Limitar la capacidad de nuestra inteligencia cuando
se trata de Dios, lleva a resultados nefastos. Si se estudia una
gallina, o un átomo, cosas en definitiva muy imperfectas, o si se
trata de explicar los eclipses o el sistema solar, los recortes en el
alcance de nuestra capacidad de conocer no son tan desdichados.
Incluso esta limitación es oportuna, pues, dada su superioridad,
para conocer las cosas im­perfectas nuestro entendimiento ha de
funcionar a medio gas. Ya me he referido al tópico de Tomás
de Aquino (tan poco explotado, como tantos otros suyos) del
«conocimiento imperfecto de lo imper­fecto». El conocimiento
de lo imperfecto se puede permitir el lujo —o la pobreza, que es
lo mismo en este caso— de ser imperfecto. No debe, en cambio,
aceptar esta limitación como insuperable.
El conocimiento humano de Dios, siempre insuficiente, no
puede permitirse ese lujo. En este sentido es preciso volver al
modo de ejercicio del conocimiento antes de la crisis medieval:
crisis no remontada en la época posterior, y debida en concreto a
haber reducido el alcance de nuestro conocimiento.
Constituiría una imprudencia, supuesta la complejidad de
nuestra coyuntura, no atender a la amplitud del conocimiento
aceptada por los pensadores anteriores a Escoto; concretamente,
al descubrimiento original, que es obra griega, y a la síntesis, leal
y abierta, de Tomás de Aquino, punto culminante de la filosofía
clásica. La filosofía empieza a declinar en Escoto.

ESPECULACIÓN Y TEORÍA
Para notar la limitación con que durante la Edad Moderna se
utiliza el pensamiento, debemos estudiar las diferencias existen-
tes entre especulación y teoría. De este modo conectamos con el
momento griego.
La noción clásica de conocimiento es la teoría; la noción mo­
derna, desgajada de la clásica, es la noción de especulación. El
moderno especula; el clásico ejerce la teoría. La teoría es la for-
ma suprema de vida; no está, en absoluto, reñida con la vida;
todo lo contrario: es su ápice. El sentido auténtico de la palabra
teoría debe ser rescatado, porque en la situación de penuria en
que nos encontramos sería necio y peligroso prescindir de los

111
grandes hallazgos clásicos. Conviene evitar una petulancia ya
mencionada: entender superada la filosofía antigua y aceptar
que vivimos en una época distinta de las anteriores por cons-
tituir un momento supe­rior. En orden al conocimiento nues-
tro momento no tiene nada de estelar; es más bien crepuscular.
Estamos a punto de sumirnos en una especie de apagón mental.
Si Dios no lo remedia, y si nosotros no hacemos algo —y esto
nos incumbe también a los filósofos—, si los hombres no nos
atrevemos a pensar en serio, podemos irnos a pique en un futu-
ro próximo por inepcia teórica.
Puede parecer que no es excesivamente grande la diferencia
inicial entre especulación y teoría1. Pero un pequeño error al
co­mienzo se va agrandando después. La especulación es inte-
ligencia congelada, cada vez más cristalina; precisamente por
eso, tal vez, puede reflejar mejor; pero solamente puede refle-
jar. La teoría es inteligencia viviente. La diferencia es, en cier-
to modo, impercepti­ble —ya veremos por qué—, y, en cierto
modo, inmensa. ¿En dónde está la diferencia? La teoría es aque-
lla versión del conocimiento según la cual su tema está en con-
mensuración exacta con su ejer­cicio. En este sentido, la teoría
es la forma más alta de la operación vital, a la que Aristóteles
llama praxis teleía. Se trata de operacio­nes vitales del ser hu-
mano y, con restricciones, de los animales, los cuales también
conocen, a su modo.
La inteligencia es viviente. Hemos de volver a Aristóteles para
vislumbrar —al menos vislumbrar— la esencia de nuestro conoci­
miento. En definitiva, lo mismo pensaba Tomás de Aquino, teólo­
go cristiano no atacado de acidia o de miedo. Evidentemente
Aristóteles se equivocó, por defecto, en orden a la voluntad. Por­
que la voluntad no es sólo apetito. Así, el tema de la voluntad
queda abierto a una mejor comprensión. Escoto llamó la aten-
ción sobre este punto. También lo hicieron, incluso con mayor
energía, otros voluntaristas. Sólo que, al intentar determinarla
de otra ma­nera, fracasaron. Además, los más decididos volunta-
ristas, al defi­nir la función de la voluntad, acaban deslizándose
hacia una ver­sión deprimente del pensar. Por ejemplo, Nietzsche.

1
Filosofía especulativa puede significar simplemente saber teórico contra­
puesto a filosofía práctica. Más adelante veremos de qué aspecto de la teoría
deriva la especulación. Ambas versiones del conocimiento no deben declararse
incomunicadas.

112
Según Nietzs­che, la verdad es una falsedad necesaria para volun-
tades débiles.
Aristóteles experimenta el inteligir: lo vive. No es tarea pos-
tulativa, ni un trenzado de hipótesis; es actividad que se ejerce.
Y, por tanto, para comprender el pensamiento es imprescindible
tomarlo en su ejercicio. Para saber qué es el pensamiento es me-
nester pensar.
Y, al pensar como Aristóteles, se da uno cuenta del signifi-
cado de la teoría. Para Aristóteles la teoría es la forma más alta
de vida. No se le ocurre reducirla a especulación. Se refiere con
frecuencia al pensar como a la actividad por excelencia, hasta el
punto de valer por todas las demás.
A la operación vital, Aristóteles la llama praxis. Aristóteles (si
descontamos un precedente platónico más estrecho) es el autor
del uso técnico de esta palabra; tiene el «copyright» en el orden
filo­sófico y nadie puede, con derecho, darle un sentido inferior al
alcanzado por el pensador griego.
Según Aristóteles, la praxis suprema es la teoría. En la Meta­
física se dice: si eso que nosotros logramos algunas veces —ejer-
cer la teoría de verdad, vivir a ese nivel— alguien lo hace siempre,
es Dios. Es decir: si tomamos la teoría no de modo intermitente
sino ininterrumpido, eso es Dios. Dios es se deduce de la plenitud
vital que nosotros alcanzamos esporádicamente. La verdadera
prueba, mejor dicho, el enfoque o el planteamiento aristotélico
del tema de Dios es éste: Dios es la teoría absoluta ¿Por qué?
Porque la teoría es vida por excelencia. Dios es el Viviente: la
Vida sin interrupción en su nivel máximo2.

PRÁXIS Y KÍNESIS

La teoría —el pensar— es la práxis por excelencia; es vida.


Es importante entender la noción aristotélica de praxis. Para ello
lo mejor es distinguirla de lo que Aristóteles llama kínesis: aquel
tipo de movimiento que no es vital, porque está compuesto de
acción y pasión. Este tipo de composición implica la exterioridad
de la perfección acabada respecto del actuar.

2
En algunos pasajes Aristóteles entiende como equivalentes práxis y acto
—enér­geia—. Cfr. Metafísica 1048b, 18-36. Este pasaje no fue traducido por
Moerbeke.

113
El movimiento vital, la práxis, no está compuesto de este
modo, por cuanto es aquel movimiento que alcanza, en pretérito
perfecto, el fin.
—Kínesis es la actividad cuyo término es exterior a ella misma.
—Práxis teleía es la actividad perfectiva en su ejercicio mismo.
Aristóteles lo dice con pocas pero exactas palabras:
Cuando veo, tengo lo visto. Cuando edifico, no tengo lo edifi­
cado. Cuando tengo lo edificado, dejo de edificar. Cuando tengo
lo visto, sigo viendo.
El movimiento (práxis átelés) que se detiene en un término
—en lo que Aristóteles llama péras— tiene razón de medio. Sólo
es actio en la passio.
Consideremos los arquitectos o los obreros construyendo
una casa: están construyendo hasta que la casa está construida.
Distin­gamos el movimiento considerado en la casa, en cuanto
está siendo construida, y el movimiento considerado en los artí-
fices, en cuanto están construyéndola. Como este movimiento se
comunica al móvil —es imposible sin la comunicación—, la casa
se hace; sin embargo, dicha comunicación cambia el signo del
movimiento: lo hace im­perfecto. En cuanto la casa ha sido hecha,
o es perfecta, el movi­miento cesa. Los constructores no tienen ahí
nada por hacer (si tienen algo más que hacer, la casa, como es
obvio, no se ha terminado). Por lo tanto, ese movimiento tiene
término. No tiene fin —télos— dice Aristóteles, no posee el fin,
sino que «tiene» término, límite: se acaba. La kínesis transita
hasta el hacerse de su efecto: ésta es su peculiar movilidad. En la
praxis tal movilidad no se da: comparada con la kínesis la praxis
es inmóvil3.
Los movimientos puramente mediales no son vitales; lo que
tienen de activos está unido a otro movimiento —mejor, movili­
dad— que es pasivo: actio in passo; una vieja fórmula, también
desgastada, pero muy significativa. De tal manera, el movimiento,
en su dimensión activa, se termina en cuanto la obra está hecha;
es decir, en cuanto la imperfección de la passio ha sido colmada.
El ejemplo aristotélico es claro: se edifica mientras no se tiene lo
edificado; cuando se tiene —aquí tener no es poseer— lo edifica-

3
Una advertencia: no debe confundirse el movimiento con la movilidad por
unidos que estén. Propiamente, ningún movimiento se mueve. La expresión
«consta al sentido que algo se mueve» no comporta que el movimiento conste
al sentido.

114
do se deja de edificar. Es un tipo de movimiento, justamente, no
vital. Los movimientos que son así —transitivos—, cuya eficacia
reside en una transformación de materia —pasan a otro hypokéi­
menon, diría Aristóteles—, los movimientos trasladados a otro,
no son práxeis; son kinéseis. La kínesis termina cuando ha sido
colmada la poten­cialidad, en cuanto ha terminado la obra que se
pretendía hacer. Pues bien, ese transvase no existe en la práxis.
Al contrario de lo que ocurre con los movimientos transiti-
vos, los movimientos vitales se caracterizan porque tienen fin:
télos, no péras. Tener fin quiere decir tenerlo ya, poseerlo. Por
eso el fin está en pretérito perfecto cuando se trata de práxis. «Se
ve y se tiene lo visto»: se tiene ya lo visto. Por tanto, la actividad
vital llamada teoría, que es la máxima, la práxis por excelencia,
de ninguna manera y en ningún momento es un dinamismo en
busca de su término. Es un acto —enérgeia— perfecto: en cuanto
se ejerce, ya está en su fin. Cuando pienso, tengo lo pensado. No
voy por lo pensado, sino que lo tengo. Si fabricara con mi cono-
cimiento lo que conozco, ejercería mi conocer antes de conocer
algo, lo cual es manifiestamente inadmisible (justamente porque
Aristóteles no percibe algo semejante en la voluntad, la entiende
como órexis, no como práxis).
En la operación vital el hiato entre el ejercicio y el término
no se da, pues el término ya está dado —al y en el operar—; hay
una íntima compenetración, en virtud de la cual el movimiento
al tener lugar, en esa misma medida, ya de antemano ha logrado
la forma en acto, la cual no es resultado del movimiento, ni en
un sustrato material sino en el movimiento mismo: ahí es. Éste
es el auténtico sentido de la expresión aristotélica, recogida por
Tomás de Aqui­no: «vita in motu». La vida está en el movimien-
to; ese movimiento en que está la vida es la práxis, no la kínesis.
Comparada con la kínesis la práxis es inmóvil: por eso vivir es
—para los vivientes— ser. El alma es oréctica, y no únicamente
práxica, porque el vivien­te no ha alcanzado todos sus fines. Pero,
por lo mismo, la órexis lo es de práxis.
La observación de Aristóteles es muy precisa: incluso hay mo-
vimientos en el vivo que no son práxicos. Por ejemplo, adelga­
zar o engordar —o enfermar y sanar—: no son práxeis, porque
tienen péras. Se engorda hasta que se llega a cierto peso, o se en-
flaquece hasta cierto límite. Ganar peso o perder peso no es una
operación vital. Por el contrario, crecer sí es operación vital; cre-
cer es tajantemente distinto para Aristóteles de engordar. Porque

115
sólo hay operación vital si la operación misma ha alcanzado ya
eso que para la kínesis es término, y que aquí no puede llamarse
propiamen­te término, sino forma y fin: forma intrínsecamente
poseída.
No acontece el conocer como un trayecto dinámico anterior
a lo conocido. En cuanto hay dinámica cognitiva ya, de antema-
no, se conoce lo conocido. Se ve y se tiene ya lo visto. Y preci-
samente porque ya se tiene lo visto al ver, no por tener lo visto
se termina de ver. La diferencia con la kínesis está perfectamente
trazada, con esa economía de medios expresivos característica de
los grandes filósofos4.
Lo animado es descubierto en su estructura operativa; me-
jor dicho, en su índole misma, en esta observación aristotélica.
Obser­vación que tiene la marca de la verdad; cualquier intento
de modi­ficarla significa una pérdida, o un error. Cabe profun-
dizar en ella, no desmontarla. A mi modo de ver, se profundiza
en la práxis intelectual al detectar en la posesión de objeto el
carácter de límite, aunque en un sentido distinto del propio de la
kínesis. Pero ahora no tratamos de este tema.

EL VIVIR, OPERACIÓN PERFECTIVA


Como hemos dicho, hay praxis cuando el movimiento alcan-
za ya su término (que, por lo tanto, no es un término, sino un
fin poseído o sido en pretérito perfecto) y, por consiguiente, se
prepa­ra para seguir. Llamo a esto hiperformalización. Porque
una ope­ración que ya ha alcanzado de antemano su fin, abre ul-
teriores fines y, por tanto, es perfectiva respecto de su principio.
He aquí la posibilidad de optimación, es decir, de hábitos.
De la misma noción de operación vital se desprende una con­
secuencia indiscutible: vivir es perfeccionarse. Vivir es perfeccio­
narse, no realizarse. En tanto que se vive, no sólo se sigue viviendo,
sino que acontece la perfección.
Queda clara la diferencia entre el movimiento vital y la kí­
nesis. La casa efectuada es perfecta en cuanto terminada. Pero
entonces cesa la acción por medio de la cual llega a estar reali-
zada. Sería absolutamente supererogatorio seguir; si la casa está

4
Baste esta observación: como el objeto se posee ya, puede parecer que es
dado sin operación. Así se pasa de la teoría a la especulación.

116
terminada, se acabó. A una cosa suficientemente hecha hay que
dejarla. La vida, en cambio, no se puede dejar; no porque no está
nunca suficiente­mente hecha, sino porque como está más que
hecha, de antemano, se abre a un horizonte ausente en la kínesis:
la perfección propia.
He aquí bien formulada la profunda inspiración de los pensa­
dores clásicos. Los pensadores clásicos entienden que el desti-
no de la vida es la perfección. Me gusta emplear otra palabra
—optima­ción—, porque conviene rescatarla de ciertos usos que
empiezan a ser habituales en algunos ensayistas más listos o más
sincréticos. Vivir no es realizarse; vivir es optimarse.
Vamos a decirlo de nuevo: praxis es operación vital; opera-
ción vital significa movimiento que ya ha alcanzado el fin en pre-
térito perfecto. Así, como lo alcanzado no es su término, sino su
pose­sión, haberlo alcanzado tiene un ulterior destino: la praxis
se abre a la perfección. La noción de praxis acentúa la diferencia
entre movimiento y móvil. De suyo, el movimiento no es móvil:
el movimiento no se mueve. Esta observación no debe omitirse
cuan­do se trata de exponer la profunda comprensión aristotélica
del movimiento.

INMANENCIA Y TRASCENDENCIA
También cabe decir que la praxis es la inmanencia. Inmanencia
es el estar la vida en el movimiento, y ser vivo el movimiento.
Por cuanto soy vivo ya tengo según mi actividad. Eso es inma-
nencia; pero precisamente la operación inmanente se abre a la
trascenden­cia; se abre a la hiperformalización. Es decir, tiene un
destino posible para ella, imposible para las kínesis. Terminada
su obra, las kínesis dejan de ser: aunque en cierto modo son tras-
cendentes —más bien transeúntes—, se caracterizan por tener
término y por no poder trascender ese término, ni siquiera po-
seerlo. Por el con­trario, la actividad que posee de antemano, o
que es activa en cuanto posesiva, no se detiene en un término; el
poseer una per­fección en pretérito perfecto, se abre a una mayor
perfección. Si la mayor de las praxis es la actividad de la inteli-
gencia, resultará que la inteligencia es la facultad de trascender en
sentido estricto. Y lo es precisamente por ser la más inmanente.
No tiene sentido oponer inmanencia y trascendencia. Solamente
puede trascender lo inmanente. Solamente puede trascender la

117
vida. Un ente que ande por ahí ejecutando kínesis —un planeta,
un trozo de hierro, o un electrón— no es capaz de trascender. Lo
que puede trascender es la praxis. Por eso, deducir de la noción
de praxis el ateísmo sería una triste confusión. Ocurre, sin duda,
que el principio del resul­tado disuelve la noción de práxis5.

EL HOMBRE, UN SER PRÁXICO

Poner la voluntad como espontaneidad antes de la inteligen-


cia lleva a concluir que los objetos son hechos por una fuerza, por
una kínesis a priori. La noción de espontaneidad es la clave de
la Crítica de la Razón Pura. Las síntesis a priori son espontáneas
(de lo contrario no son síntesis); en definitiva, el conocimiento
para Kant es una espontaneidad a la búsqueda de la formalidad
y del objeto pensable con ella; el objeto es pensable en cuanto re-
ferido a una condición posibilitante últimamente espontánea. El
elemento obje­tivo sobre el que versa la espontaneidad está dado
pasivamente.
La concepción de Kant no puede ser más clara, ni más esco­
tista, ni más kinética. Si el pensamiento va en busca de construir
en algo que no tiene de antemano a través de una formalidad,
que previamente es tan sólo una función porque no es sino una
espon­taneidad, tal pensamiento es kínesis, no es práxis. Es fa-
bricante en sentido físico: ¡lo que el pensamiento en modo al-
guno es! La animación reflexiva de la versión especulativa de la
inteligencia da lugar a una confusión aterradora. De entrada, el
planteamiento kantiano es externo al conocimiento.
Según el moderno voluntarismo, la fuerza de nuestro espí-
ritu está en búsqueda constructiva. Considerarse uno a sí mis-
mo como se considera un arquitecto respecto de la casa —es el
tópico resu­mido en la idea de «realizarse»— es desvitalizarse:
interpretarse como ser kinético, no como ser práxico. Pero un ser
kinético no está vivo. Cabe la composición de movimientos iner-
tes y vivos. Por ejemplo, la aplicación de una actividad viva res-

5
Lo que Tomás de Aquino llama acto de ser, no debe confundirse con la
praxis cognoscitiva o enérgeia. Es un distinto sentido del acto, una averiguación
ulterior. Sin embargo, en el hombre el acto de ser se abre paso o toma contacto
con la operación a través del hábito. También el hábito es acto.

118
pecto de algo que no está vivo; pero esto es un derivado, porque
la vida en cuanto tal no es eso. La vida posee de antemano el fin.
La interpretación no práxica del inteligir da lugar a su in-
terpretación; es decir, a entender que nuestros conocimientos
objeti­vos han de ser fabricados por una dinámica anterior a ellos
mis­mos. Es, repito, el modelo de los albañiles en relación con la
casa. El conocimiento viviente no procede así. El conocimiento
no es una actividad aplicada, artesana de sus propios logros. El
conoci­miento viviente es un acto que posee en pretérito perfecto.
Y como ya posee, se abre siempre ulteriormente. Al abrirse ulte-
riormente, vuelve a alcanzar, intensificado, el fin6.

LA PRAXIS MARXISTA
En sentido marxista, la práxis es en cuanto es transformación.
Ahora bien, en la transformación hay actio y passio. Interpretar la
economía —y la teoría— como lo hace Marx, equivale a sostener
que el hombre es un ser viviente, sencillamente, por su intención
transformante y nada más. Recuerden, por ejemplo, la famosa
tesis XI sobre Feuerbach. Marx ignora el estatuto viviente —en
rigor, parte de la interpretación especulativa del conocimiento—
de la praxis, y la reduce a transformación de algo externo: trans-
formar es la actividad propiamente humana. En la tesis citada
hay, por lo menos, una petición de principio: pues la actividad
transformante es un movimiento derivado, no la actividad más
propiamente hu­mana. ¿Por qué? Porque no es vital. Para que
exista operación vital es menester la superación de ese tránsito en
virtud del cual el resultado emerge, desde el movimiento que se
lleva a cabo, en la movilidad del hacerse lo que necesita hacerse.
Marx concede al trabajo humano transformador un estatu-
to global que no le corresponde; porque el trabajo humano es
antece­dido por el pensar. La transformación de lo otro es una
secuela, una consecuencia, una aplicación, una ejecución, pero
no es la entraña viva del trabajo mismo.

6
Así pues, la praxis cognoscitiva es un sentido del acto que Aristóteles llama
enérgeia. El movimiento transitivo es acto imperfecto. Aristóteles admite otro
sentido del acto, al que denomina entelékheia, vinculado a su interpretación de
la realidad como sustancia. No trataré en estas páginas de las aporías que esta
pluralidad de sentidos del acto comporta.

119
Ahora bien, ¿por qué este desliz de Marx? Porque, en definiti­
va, el trabajo, la práxis humana, está al servicio de una necesidad
antecedente por satisfacer. Lo previo en absoluto del hombre es
necesitar.
Según la decisiva definición de Marx, el hombre es el ser de
necesidades. Esta definición no es un hallazgo de Marx, pues fue
sentada en el siglo xviii. La modernidad de Marx es arqueológi-
ca. Marx es un retroceso respecto de Hegel.
La actividad autorrelativa (ciertamente, se enuncia una impo­
sibilidad) de un ser que es necesidad de antemano ha de ser de
índole kinética. Si todo lo que cabe hacer es satisfacer una necesi­
dad, se desvanece cualquier otro objetivo. Con lo cual la optima­
ción se ha eliminado. Por eso es dramático, y problemático, el
uso de la palabra optimación por parte de ciertos pensadores que
se dicen marxistas. Si un movimiento no posee ya la finalidad,
no puede lograr una mayor perfección. El dinamismo humano
en sentido marxista es una violenta necesidad necesitante. Y, por
tanto, únicamente puede intentar satisfacer el vacío de la necesi-
dad todavía insatisfecha.
Satisfacer un necesitar no es optimarse de ninguna manera. El
único ser capaz de perfección propia es justamente aquél que, al
ya estar dotado, se puede abrir a un destino ulterior. La optima­
ción la abre la vida. Y la pérdida del sentido de la vida da lugar a
la pérdida de la posibilidad misma de la optimación.
La Edad Moderna, ya lo hemos indicado, se inaugura con una
drástica restricción de la esperanza que conlleva la degradación
de lo óptimo a la condición de utopía. El carácter utópico de lo
óptimo es el estatuto inaugural de la Edad Moderna. Si se quiere,
éste es el postulado de lo que se suele llamar mentalidad burguesa.
Marx no es un crítico suficiente de la burguesía, porque incurre en
su mismo error y lo consagra. El ser como pura necesidad antece­
dente no es operativamente sino transformación consecuente. La
transformación tiene como destino satisfacer la necesidad: se ha
cerrado un círculo del que no es posible salir: se inicia como kíne­
sis para retornar de igual modo; es una inmanencia al revés, una
inmanencia que es la última palabra. Pero la inmanencia no es la
última palabra: es la primera palabra de la vida.
Si se pierde la inmanencia, se desvanece la trascendencia, y si
se empieza sin inmanencia, la transformación subsiguiente invierte
la inmanencia. Con lo cual el óptimo se borra. Si sólo puede vivir
transformando, ¿qué es el viviente humano? Un ser agresivo, que

120
incide en el resto sin respetarlo porque lo tiene que asumir en su
propia órbita para hacerlo útil en orden a su previo vacío inte­rior:
algo así como un circuito trófico, una magnificación de la gula.
Bacon de Verulamio lo formuló diciendo que la vida del hom­
bre en la tierra es el ataque a la naturaleza. La interpretación
tecnológica de la vida de Bacon reaparece en Marx. Desde este
punto de vista —que es nuclear— Marx es un pensador burgués,
antiecológico. La raíz de la mentalidad burguesa está en suponer
que el hombre es un ser transformante por ser un ente problemá­
tico. El hombre es en este mundo transformando, atacando a la
naturaleza. El mecanicismo es la concepción del ser como una
colección de rigideces y choques; la dialéctica de la lucha de cla-
ses es asimismo una especie de gresca gigantesca.
Es evidente que en la Edad Moderna se abren otros horizon-
tes —Colón descubre el Nuevo Mundo—; tales horizontes per-
miten aventuras titánicas, todavía inacabadas. Pero si se obtura
la opti­mación, vivir es un transcurrir pragmático. Sólo tenemos
tiempo para sobrevivir, y para hacer menos problemática o más
placentera la supervivencia.
La falta de comprensión de la índole de la operación vital da
lugar al olvido del sentido de la misma vida. La vida es un operar
referido a principios llamados facultades (esta palabra también es
clásica, y debe conservarse). La operación vital sólo se entiende si
uno se detiene en ella misma; se muestra entonces como acabo de
decir: no es ningún movimiento «a la búsqueda de resultados»;
ese movimiento habría de tener un tramo dinámico desnudo de
formalización, desnudo de haber alcanzado ya. Ningún viviente
se mueve de tal manera que su movimiento tenga un tramo ante-
rior a una configuración poseída. La noción clásica de naturaleza
se decide aquí. Lo característico de la noción de naturaleza es la
dotación formal previa, que impide la existencia de una eficien-
cia desnuda, miserable, a la caza de una formalización ulterior a
su desencade­namiento. Si se pierde lo intrínseco de la operación
vital, se ignora su arranque, su principiación.

LA CONGRUENCIA
Propongo llamar congruente al acto que no es menos que la
forma que, en estricta contemporaneidad con su mismo ejercicio,
es lograda. Ese acto es coherente consigo mismo. Ni las formas

121
vitalmente poseídas son fuera del acto, o dadas de suyo, ni el acto
está nunca ayuno de formalidad. En Teoría del Conocimiento
cabe mostrar que todos los errores son incongruencias. Las
incongruen­cias pueden ser debidas a un abuso de método o al
intento de captar temas sin acto mental suficiente.
Caso patente de incongruencia por abuso de método es la
dialéctica de Hegel. Caso de incongruencia por defecto de acto
—por intentar una formalización que, en definitiva, no es vital,
sino puramente reducida a sí misma— es la noción platónica de
intui­ción, es decir, la intuición de formas en sí, que no es vital,
pues lo que se dice intuido no es poseído por operación alguna
—es en sí—. El método dialéctico tampoco es vital porque es un
método que no está suficientemente dotado de posesión formal
en cada uno de sus momentos. La dialéctica, en suma, es una
generación equívoca.
La práxis aristotélica es congruente, pues el acto —enérgeia—
que alcanza de antemano, y no va más allá de lo que alcanza de
antemano si no para traer a conmensuración y abrirse a lo ópti-
mo, es la congruencia en cuanto que tal.
Juan de Santo Tomás dice lo siguiente: intellectus noster, et
formando intelligit, et intelligendo format. Nuestro entendimien-
to —nuestra inteligencia— formando entiende y entendiendo
forma. Es la praxis de Aristóteles. Estos temas, tan concentrados,
se pueden nombrar de muchas maneras. Formando entiende: es
de­cir, si no forma, no entiende. Pero entendiendo, forma. A veces
se ha querido ver alguna afinidad en Juan de Santo Tomás con el
llamado racionalismo cartesiano. Pero el cogito de Descartes es
la hipótesis de un conocimiento separado de todo conocido. Esta
separación es función de la duda. La duda es voluntaria.

122
CONCIENCIA DE CRISIS EN LA CULTURA
CONTEMPORÁNEA

En términos generales, la Constitución Pastoral Gaudium et


spes del Vaticano II se expresa, respecto de la cultura, con pala­
bras de aliento y esperanza. Hace constar que la cultura es un
bien muy positivo, al servicio del perfeccionamiento del hombre
y apto, efectivamente, para ello. No se trata de un valor aparente
que haya que abandonar en pleno desengaño. La Constitución
nos dice que hay que utilizar la cultura con seriedad y aliento.
Resuena de nuevo el aspecto radicalmente positivo de toda ins-
piración cristiana.
Esta enseñanza es tanto más de apreciar, cuanto que la estima­
ción de la cultura es hoy más bien negativa. Diríamos que en este
punto la Iglesia toma el relevo, en el momento más difícil, de aque-
lla actitud del espíritu, dominante en el siglo xix, apoyada en una
tesis optimista acerca del futuro histórico: la doctrina del Progreso.
La Iglesia, en este terreno, se hace más progresiva que los
progresistas, puesto que aporta su optimismo esencial en el mo­
mento en que las ideas surgidas en el xix han perdido fuerza y
confianza, y se han deslizado hacia diagnósticos decididamente
negativos. De este modo, el pleito con el espíritu moderno queda
zanjado en lo decisivo.
Sin embargo, creo que hay que tener en cuenta los dos pun-
tos de vista: el punto de vista cristiano y el punto de vista de
los herederos del espíritu moderno. Porque si la Iglesia es el in-

123
térprete más autorizado de las esperanzas del hombre —dado
que la Iglesia se atreve valientemente a esperar la destinación
del hombre al Bien infinito—, por otra parte los herederos de la
esperanza seculariza­da, que ahora se encuentran desalentados,
también tienen cartas en el asunto, por ser, en último término, los
sucesores de quienes crearon uno de los tramos más importantes
de la cultura humana. En este sentido me parece que es preciso
referirse sintéticamente a ese diagnóstico pesimista que enuncia-
ré aquí siguiendo de cerca indicaciones de W. Schultz.

I. LA CRISIS DE NUESTRO TIEMPO


Vivimos un tiempo de crisis. Pero no demos mucho énfa-
sis a esta palabra. Crisis, escuetamente, significa que ciertas
conviccio­nes pasadas han perdido su firmeza y no han sido reno-
vadas. En nuestra época aparece una conciencia de crisis, cuyas
manifestacio­nes principales son: la crisis de la idea del cosmos,
surgida en el plano científico; la crisis de la imagen universal del
hombre, moti­vada por razones históricas; la crisis de la idea de
que el hombre tiene un poder que se ejerce en el orden cultural,
basada en la situación actual de la técnica; la crisis de la hege­
monía del espíritu, por razones de varios tipos, por ejemplo, las
que proceden de la Psiquiatría y de la Historia como ciencia.
Finalmente, está en crisis la dimensión religiosa del hombre.

LA CONCEPCIÓN DEL COSMOS

Está en crisis la idea unitaria de cosmos. Es importante esta


vacilación, porque lo que el hombre piense del universo no se
puede separar de lo que piensa sobre sí mismo: el hombre y el
universo no son dos totalidades separadas; el hombre guarda
una estricta relación con el universo. Porque su naturaleza, en
gran parte, está constituida por elementos del mismo; porque el
universo es el gran teatro donde se desarrollan las actividades
del hombre, y, por tanto, es integrante de nuestros proyectos,
en cuanto que se realizan en él, y porque además el mundo aco­
gerá nuestro cuerpo al final de nuestro existir. De forma que lo
que pensemos del universo influirá necesariamente en nosotros.
Es obvio que las ideas actuales sobre el universo son distintas

124
de las que sostuvieron las culturas babilónica o griega, Galileo
o Newton, o los mecanicistas del siglo xix. Pero, en cualquier
caso, todas esas ideas coincidían en poseer un contenido unita­
rio. Cualquiera de esas concepciones, por absurda o incompleta
que hoy parezca, era una convicción. Definiendo con tanta preci-
sión lo que lo es el universo, se determinaba también lo que era
el hombre y lo que le iba a ocurrir en ese gran teatro.
En cambio, la situación actual se caracteriza por carecer de una
convicción global acerca del universo: no sabemos, no tenemos
ninguna concepción última de cómo es el universo. No es que no
tengamos una buena Física, ni que se haya paralizado la investiga­
ción en este campo. Es que nuestra Física y los datos obtenidos en
la investigación no nos proporcionan una imagen del universo que
sea inequívoca. No podemos lograr una visión unitaria; es decir,
no podemos alcanzar lo que los griegos llamaron Cosmos. Como
dice Jaspers, el hombre se encuentra perdido entre dos infinitos: lo
infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Nuestras Físicas son teorías matemáticas, que no podemos
representar imaginativamente. No podemos asegurar tampoco
que aquello de que nos hablan sea real. Muchas afirmaciones
científi­cas de hoy se basan en premisas subjetivas no justifica-
das por el desarrollo teórico. Por ejemplo, la brillante física de
las partículas elementales ¿es reflejo de la realidad? No lo sabe-
mos: son concep­tos matemáticos: no cabe decidir con seguridad
si les corresponde o no realidad (o qué realidad precisa tienen.
Por ejemplo, las ecuaciones de onda no «exhiben» la carga ni la
masa. Los fotones son funciones de onda... ¿?).
De este modo se puede afirmar que estamos desorientados
acerca de aquello que nos rodea, y también de nuestros proyec-
tos, en cuanto que integrados en el universo. Con la biología
ocurre igual. En el Megalítico, en Grecia, en la Edad Media, etc.,
había concepciones totales de la vida. Hoy la vida es otro enig­
ma. Sabe­mos mucho de ella, pero nada definitivo.

LA IMAGEN UNIVERSAL DEL HOMBRE

Está en crisis la imagen universal del hombre, por razones


históricas. Historiologías no ha habido siempre. La reflexión his­
tórica empezó en el siglo xix, aunque es preciso señalar un ante­
cedente magnífico: el de San Agustín. El primer hombre, después

125
de San Agustín, que se planteó seriamente el tema de la Historia
fue Hegel. En todo el siglo xix se contempla la Historia con sen-
tido positivo y optimista. Se está completamente seguro de que
la Historia es una continua cadena de evolución progresiva. Pero
a finales del siglo, Dilthey afirma: No podemos tener una visión
total de la Historia.
El tema de la unidad de la Historia es propiamente un descu­
brimiento cristiano. Baste recordar que hay tres hechos centrales
en el cristianismo que tienen carácter histórico: el pecado de ori-
gen, el fin del mundo y la Encarnación del Verbo. La Revelación
es Historia de la Salvación del Pueblo de Dios.
Hegel sostiene que la Historia tiene un sentido, y un valor
unitario: es un desarrollo que obedece a leyes muy precisas y
que mira a una meta. Este desarrollo es racional. La absoluta
raciona­lidad de la Historia está hoy en crisis, porque no vemos
que la Historia tenga un sentido unitario. Se nos ha disgregado
en un conjunto de culturas, períodos, etapas, etc., que no son
continuos ni están en relación con los demás, y se hace difícil
crear un sistema para articularlos entre sí. Pero, precisamente,
esta disolución de la racionalidad de la Historia afecta a la racio-
nalidad misma del hombre.
A la razón humana se le ha atribuido siempre la universalidad
como carácter que la diferencia de las demás realidades, que son
particulares: la mente humana es una facultad que universaliza,
de tal modo que los conceptos que elabora son siempre válidos
más allá de lo concreto. La inmutabilidad y la universalidad son
dos caracteres que tiene la verdad con asiento en la razón. Dos
más dos son igual a cuatro siempre. De la unidad de la razón
se ha querido derivar la unidad de la especie humana. Es decir,
entende­mos la razón como raíz de la comunidad. Las verdades
son válidas para todos; luego la razón es común. Dos más dos son
igual a cuatro siempre y para todos.
Si la Historia tiene, en efecto, un sentido racional, no ofrecerá
obstáculo a las dos notas anteriores: que las verdades sean váli-
das siempre, y para los individuos de todas las épocas.
Esto hoy se presenta como objeto de duda. ¿Qué es la univer­
salidad? Se suele afirmar que la universalidad consiste en que la
razón puede reducir a unidad toda diversidad; que la inteligencia
es un principio unificante de la diversidad, la raíz de la universali­
dad está en la unidad. Si es así, unificará las unidades universa-
les finitas y las agrupará en otra unidad suprema y única. De

126
donde resulta que la universalidad es creciente y deberá reducir
todas las diferencias llegando a una suprema unidad. Pero, según
Dilthey, la razón no puede extender su sentido unitario a toda la
Historia. Su unidad es válida para los individuos de una época,
pero no para los individuos de todas las épocas. Es el relativismo
histórico. La razón se fragmenta en la Historia, lo que equivale
a decir que la unidad de la razón no triunfa sobre la Historia.
La Historia como totalidad no es racional, y, por consiguiente,
existen tantos tipos de hombres como épocas1
La idea de que hay una discontinuidad entre el pasado y el
futuro, de que la estructura de la Humanidad de hace quinientos
años, pongamos por caso, no se parece en nada a la actual, es
la crisis de la comunidad específica del hombre. El remedio que
ofrece la hermenéutica es débil.

EL HOMBRE Y LA TÉCNICA
Está en crisis la idea de que el hombre tiene un poder que
se ejerce en el orden cultural. Esta crisis arranca de la situación
actual de la técnica.
Técnica ha habido siempre, hasta el punto de que cuando se
trata de fósiles con caracteres más o menos humanos, el criterio
para decidir si corresponden efectivamente a un hombre se cen-
tra en averiguar si, en los lugares cercanos al hallazgo, se encuen-
tran utensilios que pueden ser considerados como producidos.
Este hecho es signo de humanidad.
Los animales pueden asociar a su conducta biológica algunos
elementos del mundo exterior. Pero, desde luego, ninguno es ca-
paz de transmitir objetivamente su modelo de conducta para ser
repe­tido por los demás.
Para afirmar que nos encontramos ante un instrumento técni­
co, la condición más importante es ésta: que el elemento del
mundo exterior que el hombre asocia a su operar quede incorpo­

1
Esta conclusión no es muy rigurosa. Por una parte, la universalidad no
es el único criterio de unidad; por otra, ningún ser humano agota la esencia
del hombre, por lo que la unidad de las culturas no se contrapone a la de la
Historia. Dilthey es un posthegeliano. Más que a la razón, habría que atender a
las modalidades sapienciales, es decir, a la manera de encarar el fundamento y
el destino. A la descripción de dos de ellas —el mito y la filosofía— se dedicó el
primer estudio de los reunidos en este libro.

127
rado a la Humanidad de manera superior a la pura asimilación
psicológica individual. Los hallazgos del hombre traspasan el
puro ser pensado por alguno, y quedan socializados, constitu-
yendo el punto de par­tida para otros posibles inventos. Es así
como la técnica progresa, sin que esté sometida a los avatares de
la existencia psicológica. En virtud del carácter social del hombre
sus ideas le sobreviven. El instrumento técnico debe tener una
existencia en el ámbito de la Humanidad que no sea puramente
psicológica. Los libros, por ejemplo, no significan otra cosa que
la situación social de las ideas. Los puede leer todo el mundo.
Podemos decir que no habría técnica sin sociedad ni tampoco
sociedad sin técnica. Es evidente que lo que está escrito en un li-
bro (espíritu objetivado) estuvo primero dentro del pensamiento
(situación subjetiva de lo espiritual). La técnica progresa porque
la razón humana es objetivable de modo transpsíquico.
Hoy tenemos mucho más espíritu objetivo que capacidad
sub­jetiva de asimilarlo. Hoy nadie es capaz de aprender todo el
saber encerrado en las bibliotecas. Se nos plantean enormes pro-
blemas de especialización. ¿Cómo socializar la inteligencia de los
hom­bres? A poco que se reflexione sobre estos temas, podremos
sacar la consecuencia de que lo que se llama progreso técnico
nada tiene que ver con el proceso biológico de la evolución, pues
se funda en situaciones objetivadas y no en mutaciones del orga­
nismo. Si el hombre ha progresado técnicamente, no es porque
su soma se haya ido perfeccionando, sino por que se ha apoyado
en la dinámica especial de la técnica que marcha a partir de obje-
tivaciones. El hombre es un ser que integra objetos en su conduc-
ta y actúa a partir de esos objetos. El animal recibe un estímulo
del exterior; lo asocia en su sistema nervioso, y lo transforma
en una representa­ción que a su vez determina una reacción del
animal: una respuesta. El hombre es así en determinados moldes
de su ser; pero lo deci­sivo del hombre no es esto; la conducta del
hombre no se desenca­dena desde su constitución biológica: no es
instintiva. La conducta del hombre se desencadena en la medida
en que asimila el espíritu objetivado.
La técnica progresa tomando como punto de partida el pro­
ducto técnico. El hecho de que el pensar técnico haya sido plas-
mado hace que a partir de esa situación pueda venir otro invento,
y esto permite el progreso. Precisamente la democracia tiene una
de sus condiciones de posibilidad en el estatuto socializado de las
inven­ciones humanas.

128
La técnica funciona a partir de una situación objetivada. Para­
lelamente, el desarrollo de la naturaleza de un hombre, desde que
nace, no es la pura consecuencia de un crecimiento biológico,
que continúa después de la gestación materna a lo largo de las eta-
pas de la vida. El hombre integra, se incorpora el ámbito cultural y
actúa desde él. El hombre no es viable sólo somáticamente. Co­mo
decía Aristóteles, el hombre es tan esencialmente social que para
no necesitar de la sociedad haría falta ser más que hombre (Dios)
o menos que hombre (animal). Actualmente la técnica está en crisis
por el hecho siguiente: porque ese carácter integrante del desarrollo
humano que tienen sus inventos se ha hecho dic­tatorial. La técnica
se desarrolla ella misma cada vez más, y el hombre, al ser arrastra-
do por ella, ve afectada su finalidad espi­ritual.
Ahora bien, todas las acciones humanas tienen un sentido final:
operar es operar para algo. Sin esto no se desencadena­ría ninguna
acción humana. Pero la acción humana asocia los obje­tos técnicos,
y de ello resulta que el sentido finalista de las accio­nes humanas no
se puede perfilar al margen de los objetos téc­nicos.
El progreso técnico se articula en la medida en que conserva
una objetivación y en la medida en que esa conservación no es
inerte, es decir, en la medida en que a partir de ella algo se hace
posible. Una situación técnica alcanzada, virtualmente encierra
un conjun­to de posibilidades.
El progreso técnico es, en último término, indefinido, ya que
al alcanzar un nuevo estadio técnico se abren nuevas posibilida-
des. No podemos llegar a una situación en la que la técnica no
dé más de sí; la técnica no tiene fin. Pero hemos dicho antes que
las operaciones del hombre están ligadas a la técnica y también
hemos afirmado que las acciones humanas tienen un sentido fi-
nal. La hipertrofia de la técnica hace problemático que las accio-
nes huma­nas alcancen su fin. La capacidad humana de llegar a
alcanzar terminativamente su finalidad queda en suspenso en la
medida en que interviene el objeto técnico. Si la acción humana
se impone sobre el objeto técnico, puede alcanzar su finalidad;
pero si el objeto técnico, por su magnitud, se impone sobre la
acción huma­na, el hombre no puede asumir su finalidad y queda
subordinado a la manera de ser de la técnica.
Si la técnica llega a imponerse es deshumanizante en la medida
en que su éxito hace que el hombre pierda su fin propio y quede
sujeto al proceso de posibilitaciones de la técnica, reducido a una
pieza de la gran maquinaria. Con razón dice W. Schultz que «hoy

129
la técnica es el conjunto de productos objetivados con poder deter­
minante». En esta frase, «poder determinante» significa que la es-
tructura propia de la producción objetivada absorbe la finalidad
humana. El hecho de que la cultura no tenga determinación final
se debe a la reapertura indefinida de las posibilidades factivas. Si
esto es así, resulta que la subordinación del hombre a la marcha
del progreso le encierra y le desorienta. No sabemos a dónde va la
técnica. La técnica hace imprevisible el sentido último del aconte­
cer humano. Estamos en una línea histórica que nos impele —y no
sólo porque queramos— a la realización de una serie de posibilida­
des encerradas en la situación actual. Estamos comprometidos con
la técnica y no sabemos a dónde nos lleva ésta. Desde este punto
de vista, el optimismo progresista es sólo aparente.

LA CRISIS DEL ESPÍRITU


Está en crisis el concepto mismo de espíritu. La imagen clásica
del hombre lo ha considerado constituido por dos factores que no
son homogéneos: espíritu y cuerpo. Hoy se piensa en amplios sec-
tores que, entre estos dos elementos, existe una relación tal que el
espíritu esta privado de toda influencia sobre el cuerpo. Según esto,
el elemento dinámico que impone su ley, es más bien el elemento
no espiritual del hombre. En el mismo instante en que afirmamos
que en el hombre existen fuerzas infraconscientes o infraespirituales
—cuya índole, por otra parte, no se llega a preci­sar— a las que co-
rresponde la hegemonía, entra en crisis la imagen clásica del espíritu.
Según la imagen clásica, el espíritu es el que predomina, el que
manda. Hoy, aunque todavía algunos sectores nieguen la existen-
cia del espíritu (lo que no constituye propiamente una crisis del
espí­ritu), no es esto lo decisivo. Más importante que la negación
de la existencia del espíritu es que hoy no se percibe la hegemo­
nía del espíritu. Esta crisis es lógica: si somos incapaces de una
concepción última del universo, de dar un sentido unitario a la
Historia y de realizar el fin último de nuestras acciones, ¿que fuer-
za puede tener el espíritu?
La crisis del espíritu consiste en que se nos ha quedado redu­cido
a algo superficial, impotente, o, como diría un marxista de la vieja
escuela, a algo superestructural. No se niega que el espíritu sea lo
más alto en valor. Lo que no se ve es qué influencia tiene y cómo
puede imponerse a las fuerzas que podríamos llamar infe­riores.

130
Si no percibimos la fuerza del espíritu, y no podemos dirigir
la técnica, y la técnica está íntimamente ligada a la sociedad,
resultará como consecuencia una crisis de la sociedad. La crisis
de la sociedad es patente, y puede concentrarse en dos puntos:
la crisis de la Moral y del Derecho, es decir, de una Norma es-
piritual y justa, y la crisis del puesto del hombre en la sociedad,
que se refleja en que estamos desorientados acerca de cuál sea el
estatuto social de cada uno.

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL HOMBRE


Está también en crisis la dimensión religiosa del hombre. Es la
condensación de todas las demás: si no sabemos qué es el universo,
ni vemos la unidad de la Historia, ni poseemos nuestra finalidad, ni
dominamos nuestra constitución, si no tenemos una convicción fir­
me acerca de nada de esto, cabe concluir que el hombre no tiene
esencia, un modo de ser determinado. Esto no significa que el hom-
bre no exista. Por el contrario, estas crisis hacen más gravosa nues-
tra existencia y, entonces, percibimos más claramente que existimos;
el dolor nos remite inexorablemente al hecho de que existimos.
¿Qué es la existencia? El existencialismo sostiene que el hom­
bre existe, es un puro existir, que no consiste en esencialidad
algu­na, sino en puro acontecer. Somos lo que llegamos a ser, lo
que estamos siendo, lo que nos pasa: somos como ocurrimos.
Pero si el hombre es puro suceso, es radicalmente eventual y fini-
to, y además con una finitud insuperable. Pero de la finitud insu-
perable no sabe­mos siquiera qué puede querer decir. Entonces la
existencia humana es absurda.
Ésta es la forma más moderna de ateísmo: como nosotros esta-
mos afectados por una finitud insuperable, no sabemos qué quiere
decir que Dios exista. Nos quedamos en la pura soledad de la exis­
tencia. En ello estriba la crisis de la convicción teísta. (Si Dios exis-
te, nuestra finitud no es lo único, ni siquiera respecto de sí misma.)

II. UNA RESPUESTA A LA CRISIS


La respuesta de la Iglesia a la crisis del mundo contemporá-
neo está expresada en la Constitución Gaudium et spes, docu-
mento del que puede decirse que es uno de los más importantes

131
del siglo xx. En la Gaudium et spes la Iglesia enseña la actitud
que los cristianos deben adoptar para enfrentarse con los proble-
mas del mundo moderno: esta actitud es optimista. Basándome
en esta actitud intentaré una respuesta personal, inspirada en al-
gunas de las con­vicciones cristianas.
Desde el punto de vista cristiano crisis significa desgarramien­
to, y la pluralidad de crisis confirma que el hombre está dividido.
La coexistencia de las cinco vacilaciones reseñadas atenta contra
lo enterizo del hombre, y este atentado es especialmente grave
desde el punto de vida cristiano. Tal forma de división de lo hu-
mano, para un cristiano, constituye una situación que puede lla-
marse propiamente herejía.
La herejía es formalmente división (en el orden dogmático,
de hecho puede haber muchos errores en las conciencias de los
indi­viduos, pero únicamente cuando estos errores producen una
divi­sión nos encontramos ante una situación de herejía). Hoy el
hom­bre está en una situación de herejía en relación a sí mismo:
el hombre está dividido entre una serie de inseguridades; sin
embar­go, las vive como actitudes, pese a que ello es incongruente,
pese a que supone una contradicción. Y, a diferencia del hombre
ro­mántico, no vislumbra la conciliación, ha renunciado a ella.

SER Y NADA. CRIATURA Y DIOS


El punto central de la enseñanza cristiana es Cristo mismo. El
pensamiento cristiano, como tal, es pensamiento que tiene como
eje a Cristo. Pero además —aunque la religión cristiana es la úni-
ca cristocéntrica— también es creacionista.
El creacionismo forma parte del mensaje cristiano de una ma-
nera esencial (aunque no central), hasta tal punto que fuera de él
la noción de creación no se abre paso, al menos en la civilización
occidental. Creación significa dos cosas:
1 .a) Que la distinción más importante que se puede sentar no
es aquella que existe entre lo que se mueve y lo inmóvil, o entre
lo transitorio y lo permanente, porque la distinción entre ser y
nada lo supera. El pensamiento griego creía que la diferencia real
más importante es la que existe entre lo efímero —aquello que
no puede permanecer en su ser— y lo eterno —lo que permanece
siempre en su ser—. Por ello el pensamiento griego no es creacio-
nista. En cambio, el pensamiento cristiano considera que es más

132
radical la distinción entre ser y nada. Los griegos conocieron esta
distinción, pero entendían que no tenía sentido real. El creacio-
nismo significa, por el contrario, que el ser es realmente lo más
distinto de la nada.
2.a) Significa, también, que si el ser se distingue de la nada
en sentido real, todavía hay una distinción mayor: aquella que
existe entre lo que se distingue de la nada y Dios. Estas dos notas
definen la noción de creación.
El ser que se dice creado se distingue radicalmente de la nada,
y por ello es ser «extra-nihilum». A su vez, define al ser creado el
hecho de que la creación es «ad extra» respecto del creador. Pero
de tal forma que la distinción que expresa el «extra-nihilum»
es incomparablemente inferior a la que expresa el «ad extra».
Dicho de otro modo: el ser creado se distingue mucho menos de
la nada que de Dios. Estar convencido de esto y vivirlo es una
parte del cristianismo. En la mayoría de los casos no vivimos esta
convic­ción: tenemos miedo a la nada —a extinguirnos— y deja-
mos al margen el hecho de que hemos de encontrarnos con Dios.
Vivenciamos la muerte desde la diferencia que hay entre ser y no
ser, y no desde la diferencia que hay entre estar sin ver a Dios y
estar con Él, a pesar de que lo primero es mucho menos impor-
tante que lo segundo. El abismo que separa el ser de la nada es
más fran­queable que el que separa al ser creado de Dios. Dios,
desde el punto de vista creacionista, es la radical Trascendencia, y
eso quiere decir que Dios no se transmuta en criatura de ningún
modo: Dios no forma parte en manera alguna de la criatura. La
relación entre Dios y la criatura es pura relación de razón, no es
real en ningún sentido. La afirmación de que la criatura está más
cerca de la nada que de Dios supone que de suyo la criatura es
nada. Esto no quiere decir que la criatura sea nada —entonces
no sería «extra-nihilium»— sino que quiere decir justamente que
la distinción entre la criatura y Dios es incomparablemente supe-
rior a la distinción entre ser y nada. Por eso, la expresión «Dios
y la criatura» no tiene sentido: no existe ningún sentido posible
de totalidad en el que Dios y la criatura sean factores. El carác-
ter copulativo de la y entre Dios y la criatura es completamente
irreal: Dios y la criatura no significa algo más que Dios. A su vez,
esto es absolutamente incompatible con las interpretaciones de
lo divino que se hagan al margen de la creación, porque en estas
interpretaciones Dios y lo que no es Dios constituyen un todo.
Por ejemplo, en el Panteísmo se llama Dios a todo aquello que

133
no es Dios. La idea griega del cosmos es otra interpretación en
la que Dios se compone con aquello que no es Dios. Todo esto
es insuficiente. Sostener que Dios es la trascendencia creadora
implica que Dios es absolutamen­te extracósmico.
La criatura es una dependencia pura, en orden a la cual Dios es
la Trascendencia: está más allá del todo. A causa de esto Dios
recibe un primer nombre que es el de Señor. La criatura es una
dependencia pura, y en este sentido se dice que Dios es el Señor,
no por comparación al señorío humano, sino para establecer la
correspondencia entre la dependencia pura y aquel de quien se
depende. De esta distinción surge la noción de omnipotencia.
Aquel de quien depende la diferencia radical entre el ser y la nada
es omnipotente, y asimismo misericordioso, pues la creación no es
un descenso ontológico necesario.
El cosmos no es Dios. Propiamente hablando, no se puede
admitir el cosmos como noción abarcadora y total de la reali­
dad. Dios está fuera del cosmos. El Dios-Todo, el «Pantheos»,
ha muer­to. Dios no es un elemento del universo en tanto que
Dios. Todas las interpretaciones teístas del cosmos caen sin más,
de tal modo que la consecuencia que trae consigo la noción de
creación es la desacralización del Universo: una profanación, si
profanación sig­nifica que aquello que se confundía con Dios es
desdivinizado. El cristianismo es desdivinización del cosmos, y
en este sentido el cristianismo profana. Todos los paganos lo han
considerado así. (Con todo, Schmidt ha demostrado, con gran
abundancia de datos, que la más antigua idea de Dios es crea-
cionista. Por otra parte, la Encarnación del Hijo de Dios y la vo-
cación consecutiva compen­san sobradamente esa profanación).
La primera consecuencia de la noción de creación es la desdi­
vinización del universo, al que además impone una dependen-
cia radical que a primera vista implica una pasividad: depender
impli­ca, fuera del ser de que se depende, una pasividad. Sin em-
bargo, esto es imposible en nuestro caso, porque una pura pa-
sividad no sería un «extra-nihilum». Hay que afirmar todo lo
contrario: esa radical dependencia es actividad. La paradoja de
la creación es que su dependencia es lo que constituye a la cria-
tura en tanto que actividad, en tanto que acto porque como su
dependencia es abso­luta, para ella ser es mantenerse en el ser, no
estar constituida finalmente, suficientemente. Crear no es produ-
cir algo que ya fuese bastante, porque entonces se rompería la
dependencia absoluta. La creación tiene que ser algo continuo y

134
no algo instantáneo. La exigencia de continuación —para ser—
no afecta a Dios, sino que es una exigencia de la criatura. Toda
la menesterosidad de la criatura es, de esta forma, actividad: la
criatura exige un «ser mantenida en su ser», y esto es justamente
su enérgeia o actividad. Por eso a Dios se le da otro nombre:
Actividad Primaria o Acto Puro.
La esencia del universo se nos ofrece de un modo plural, pero
si el ser del universo es la actividad, su unidad sólo se puede des-
plegar en un sentido causal. La criatura Universo se despliega en
una pluralidad de sentidos causales. El problema de la unidad del
universo es el de la unidad de los sentidos causales.
El tratamiento de este problema compete a la Metafísica
—que queda así justificada—, y fuera de ella es inabordable.
La tesis creacionista afecta también al hombre, que por no de-
pender absolutamente al universo, es digámoslo así, criatura por su
cuenta. Si la criatura es dependencia pura, no cabe que una criatura
dependa absolutamente de otra. Todas las criaturas son dependien-
tes de Dios, y a la vez no dependientes en su ser entre sí. Por eso se
abre la posibilidad de que el hombre, a pesar de ser criatura, no esté
incluido en el sentido unitario del universo. Sería posible, en efecto,
que el hombre significase, en cuanto que criatu­ra, una independen-
cia radical respecto de la unidad del universo: sería posible que la
independencia del hombre significase que el hombre no pertenece
al universo —precisamente en cuanto guarda una estricta relación
con él—, que el hombre es extracósmico.
Razones que aquí cabe aducir para sostener que el hombre no
está incluido en el universo son: el hombre puede presentar el uni-
verso, fenomenalizarlo, hacerlo patente. Es lo que se llama cono-
cer. Conocer es objetivar, poseer fuera de la realidad. El universo
está abierto al hombre en situación de objetividad, lo que equivale
a decir que el hombre está fuera del universo, porque en otro caso
sería absolutamente imposible que lo presentara de una manera
objetiva. En segundo lugar, el hombre no puede ser inclui­do en
el universo porque tiene libertad, y la libertad es irreductible a la
noción de causa, ya que una libertad dependiente de la causa­lidad
es una contradicción. El hombre es un ser libre, y, en la misma
medida en que lo es, no pertenece al universo. Persona significa
subsistencia frente a todo. El hombre como persona es la criatura
que se mantiene, que se sostiene «frente a», es la criatura que se
enfrenta, y este enfrentarse y mantenerse significa también un des­
tinarse que apunta más allá del Universo.

135
Así pues, la unidad del universo no puede ser el último senti-
do de la unidad, ni siquiera en el plano de la creación, porque el
hombre trasciende la unidad del universo.

HISTORIA Y LIBERTAD
En este punto el creacionismo es continuado por el cristo-
centrismo. La existencia de Cristo no se reduce a la noción de
crea­ción. El pensamiento cristiano, en relación con la Historia,
es completamente original. La Historia es una idea netamente
cristia­na. La idea de Historia se distingue de la de cosmos. Lo
caracte­rístico de la idea de Historia es su signo direccional, que
rebasa radicalmente el carácter cerrado propio de la idea de cos-
mos. La Historia es el ámbito en el que tienen lugar novedades
radicales. Los acontecimientos históricos son aquellos en los que
se concreta el carácter «ex novo» con mayor intensidad.
Dios incide en la Historia rompiendo su hipotética continui­
dad por medio de la Encarnación, que no está determinada por
situaciones anteriores y que divide la Historia en dos grandes
tiempos. La discontinuidad que de ello resulta rebasa la disconti­
nuidad de que hablaba Dilthey, simplemente psicológica, y es el
carácter más propio de la Historia.
La Encarnación es la principal oposición a la idea de continui­
dad histórica, pues divide la Historia en lo anterior a ella, y lo
que sucede desde ella. El hecho de la libertad nos impide tam-
bién hablar de continuidad. La existencia de decisiones libres
hace sur­gir acontecimientos abundantes que, en último extremo,
equivalen a novedades radicales. Por ello la Historia, en su raíz
última, no es causal sino libre. Sin embargo, la discontinuidad de
la Historia no es un obstáculo para su unidad. La unidad de la
Historia se encuen­tra en la Iglesia —Cristo en último extremo—:
la unidad de la Historia resulta ser teológica, no meramente me-
tafísica y tampoco precisamente racional.
La Historia es algo distinto de un simple proceso intracósmi-
co. Si el modo de ser de la Historia no es el del universo, tampoco
lo será su unidad.
El hombre puede ser considerado en orden al universo y en
orden a la Historia. En el primer sentido, el hombre se ha de
entender como quien está en el mundo. Mundo y universo no
deben confundirse. El mundo es la correspondencia del estar hu­

136
mano con el universo, en tanto que tal estar no se sume en el
universo. La diferencia entre mundo y universo es el único modo
de admitir una relación del hombre con el universo compatible
con la irreductibilidad del hombre al universo.
Según su referencia a la Historia, el hombre se encuentra en
situación. Estar en el mundo y estar situado no son tampoco
cosas idénticas. Lo que hay en el hombre de situación no es re-
ferible al mundo, sino a la Historia. La situación del hombre
no podemos entenderla como localización según coordenadas
cartesianas, ni como algún tipo de ubicación, sino en orden a la
opción, a actitu­des, en orden a tener que elegir: el hombre se en­
cuentra en situación de tener que elegir en virtud de su libertad.
Lo más peculiar de la situación es que es insostenible, que es
improrrogable. No se puede estar siempre en la misma situación,
y en la medida que el hombre se mantiene en su situación, o, lo
que es lo mismo, se exime de cambiar de situación, se autodestru-
ye. La situación se caracteriza por ser formalmente transitoria.
Esta transitoriedad hay que entenderla en el sentido de que no
hay más remedio que abrir una nueva situación. Las situaciones
son intrahistóricas y además inexorablemente plurales, por no
ser posible permanecer en una de ellas. Además, las situaciones
no son inter­cambiables: en cada caso sólo hay una situación.
El concepto de época alude a los diferentes estados situacio-
nales. La Historia no es una única situación: lo histórico es la
transmutación de una situación en otra en virtud de la libertad.
Sin el poder de trasmutar su situación el hombre se habría ex-
tinguido. La condición más propia de la viabilidad humana es la
transforma­ción situacional, y el hombre es, en este sentido, y sólo
en este sentido, histórico.

CULTURA Y TÉCNICA
Si consideramos la técnica desde un punto de vista cristiano
cabe decir lo que sigue:
La técnica tiene una estructura que no es la de causa-efecto,
no es intracósmica, porque consiste en la apertura a un futuro,
en la medida en que el pasado se conserva. Por el contrario, en
el universo ocurre que el pasado es pasivo, potencial, y el futuro
no se abre como responsabilidad libre, sino que, en vez de él,
ocurre la unidad de orden. Si sólo admitimos la relación causa-

137
efecto para analizar la realidad, ni la técnica ni la Historia son
comprensibles. No podemos reducir todos los modos de realidad
al modo de realidad del universo. La estructura que hace que la
operación humana no sea meramente psicológica es el prototipo
de lo que llamamos cultura. La cultura puede entenderse en refe-
rencia a otras realidades: en referencia al mundo hace del mundo
lo dispo­nible. La estructura técnica es aquella según la cual el
mundo está a nuestra disposición. La cultura tiene que ver tam-
bién con la Historia desde el punto de vista de la situación. En
este sentido hay que afirmar la imposibilidad de una unidad de
la cultura: la cultura es formalmente plural, porque no es suscep-
tible de un éxito, de una culminación definitiva.
El tipo ideal de cultura sería aquel con que la operación hu-
mana tuviese resultados infalibles; pero el operar humano se
carac­teriza porque no es infalible; y ello hace que la Cultura sea
plural. Toda técnica se revela, a la larga, como no infalible.
El operar humano no es infalible en su propio modo de ser,
mientras que el universo ofrece necesidad, porque su modo diná­
mico de ser es causal. La situación histórica del hombre está consti-
tuida, de suyo, por la no infalibilidad. De ello resulta que la técnica
es para el hombre el enfrentamiento con un horizonte de problemas.
Y desde un punto de vista cristiano se puede afirmar que el hom-
bre está constantemente amenazado de no alcanzar su fin, sin que
ello equivalga a decir que no puede alcanzarlo. De ahí la completa
necesidad de añadir al saber técnico el saber de salva­ción, que aun
siendo superior a la técnica e imprescindible, no elimina el riesgo.
Hay que señalar que la técnica no es un descubrimiento cris­
tiano, pero también que existe un sentido cristiano de la técnica,
constituido por dos notas: la técnica lleva adelante el proceso de
separación del hombre respecto del universo, en la misma formu­
lación del saber operativo. Lo que diferencia la cultura cristiana
de las otras es que el saber operativo del hombre cristiano no
es imitante, no se inspira en el sentido rítmico del cosmos. Los
técni­cos paganos son ritualistas, toman como modelo los proce-
sos cós­micos. La cultura cristiana es apertura de posibilidades
sin modelo cósmico y, por tanto, es cada vez más autónoma con
relación al universo. El sentido cristiano de la técnica tiene ade-
más otra nota: posee una intención optimista, no por declarar la
cultura infalible, sino porque hace que la técnica sea susceptible
de un destino. Este destinar la técnica es libre y hace que se pue-
dan trascender sus posibilidades inmediatas.

138
La unidad de la cultura no es algo intraespecífico, no pode-
mos encontrarla en el orden humano. Si no admitimos la exis-
tencia de otros seres inteligentes distintos a nosotros, no existe
unidad posi­ble en la cultura. El problema de la unidad de la cul-
tura nos lleva a preguntarnos si la humanidad está sola. Si de
alguna manera se puede hablar de cooperación entre el hombre
y Dios, la cultura tendría una trascendencia insospechada en una
perspectiva mera­mente humana. El tema de la colaboración del
hombre con Dios es el único modo de plantear la unidad de la
cultura en la Revela­ción: «Sin mí no podéis hacer nada». Además
de la interpretación de esta frase en orden a la Gracia —uno de
los grandes capítulos de la Teología— se puede extender a la re-
lación del hacer humano con la iniciativa de Dios. Este encuentro
presta a nuestro operar un valor trascendente. Con ello la cultura
se abre a unos resultados superiores a las inmediatas posibili-
dades que la propia cultura posee. La técnica no sólo libera al
hombre de cierto tipo de escla­vitud, le impele al progreso y en
este sentido es humanizante, sino que además, a través de ella,
el hombre queda estrechamente relacionado con Dios. De ahí la
hondura del optimismo cristiano ante la técnica.
El tema de la cultura cristiana en cuanto es santificada o en
cuanto que hace posible un encuentro entre operación humana y
divina, es un tema de enorme interés, que aquí sólo cabe indicar.
«Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación
de los siglos». Sin la colaboración de Dios, sin ese cotidiano
«estar con vosotros», operativamente, el hombre se encontraría
solemnemen­te solo en su operar. Todo ello forma parte del pensa-
miento cris­tiano y está estrictamente indicado en la Revelación.
Pero esto no quiere decir que el operar humano con la colabo-
ración de Dios cobre un valor infalible. No sabemos el senti-
do exacto en el que Dios acepta o no nuestras obras y las dota
de una resonancia eterna. La técnica es y sigue siendo falible,
aunque vaya más allá de su horizonte de época. Y, sin embargo,
«Para el que cree, todo es posible».

INDIGENCIA DE ESPÍRITU
La respuesta cristiana a la opinión que pone en duda o deja
en suspenso la interpretación hegemónica del espíritu consiste en
afirmar que existe algo más grave que la debilidad del espíritu. La

139
respuesta cristiana va mucho más allá que todas las teorías que
ponen de relieve esta crisis, puesto que ya no se trata sólo de de-
bilidad o impotencia, sino propiamente de corrupción. Estamos
ante el tema del pecado. El pecado es, ante todo, un misterio que
la tradición cristiana ha designado como mysterium iniquitatis.
Al tema del pecado va ligado en su origen el tema del mal. Para el
cristiano, el mal es consecuencia del pecado, y el punto negativo
y débil del espíritu tiene su origen en el misterio de iniquidad.
No podemos agotar la comprensión del pecado desde el punto
de vista divino, pero además, como el pecado no es creado, es
un tema que desborda la misma idea de absurdo. En la noción
de pecado con­centramos todo lo que hay de infrarracional en el
espíritu mismo: esto es un puro enigma, porque nada hay más
extraño que en el seno mismo del espíritu se instale lo irracional.
Por otra parte, la idea que la conciencia moral de la humanidad
tiene del pecado es un poco estrecha y un poco parcial. El peca-
do es un ámbito que tiene su propia dinámica y que no se suele
abarcar en una visión general.
Para el cristianismo este misterio sería una pura hipótesis si el
hombre no hubiera tenido que ver con la actuación de seres espi­
rituales que no son humanos. El pecado es difícilmente compren­
sible sin aludir al tema del diablo. El pecado exige a Diabolus, es
decir, el carácter mentiroso, engañoso de una inteligencia. El nom­
bre de Satanás hace alusión al espíritu destructor en cuanto que
quiere apoderarse, por envidia y avidez, de aquello que no tolera
en otro. Esta articulación es el núcleo del sentido de la corrupción
del espíritu. Lo irracional del espíritu no es sólo lo que descubre
la psiquiatría como instintos o fuerzas no espirituales. En el orden
del espíritu existe lo irracional mismo. Lo cristiano es decir que
ese enmarañamiento que hace estéril el espíritu existe en su seno
mismo. Afirmamos que la corrupción espiritual existe y que en ella
el sentido de la crisis del espíritu llega hasta su extremo y que esta
formulación es la más apta para expresar la división del espíritu
(más, por ejemplo, que las tesis freudianas). Entendido así, lo de-
moníaco tiene no sólo un sentido personal, sino el de un elemen­to
que está interfiriendo en el funcionamiento normal del espíritu.
La esencia misma del desastre del espíritu es esta estructura. Un
espíritu es mentiroso porque se toma a sí mismo por lo que no es:
se trata de una falacia que revierte y es sufrida por el propio espíri-
tu. El engaño más profundo que puede darse es aquel por el que el
espíritu se considera haciendo abstracción del resto, y como si no

140
tuviera que ver con la unidad superior a él. Sería algo así como la
pura radicalización de la introversión, mediante la cual el espíritu
se curva sobre sí mismo y se aísla. En este preciso momento se
rompe su propia unidad dependencial. Podemos decir que lo de-
moníaco es ese atentado contra toda unidad. Es entonces cuando
el espíritu ya no es una fuerza, sino una indigencia pura.
Admitir la indigencia del espíritu no supone que la naturaleza
humana esté corrompida en un sentido insuperable. La corrupción
del espíritu no lo somete por completo. El pecado es una herida.
El hombre no puede ser definido por su enfermedad; el hombre
enfermo sigue siendo hombre y no sólo enfermo. El reconocer esta
herida espiritual no es un obstáculo para la hegemonía del espíritu:
¿cabe establecer una unidad entre lo que el espíritu tiene de orde­
nado y de desordenado, entre lo que tiene de falso y de auténtico?
La respuesta cristiana afirma que no existe esa unidad a no ser que
la entendamos como una lucha cuyo teatro es el interior del espí­
ritu. Esta lucha tiene un carácter muy especial: culmina en batallas
en que la derrota se produce sin más. En su culminación, la rela­ción
entre el bien y el mal, entre el espíritu falsificado y el verda­dero se
reduce a la gran batalla del Apocalipsis, que queda en intento de
lucha desbaratada. El intento de pugna se frustra radical­mente, ni
siquiera existe confrontación: basta con que la fuerza del espíritu
haga su aparición para que la falsedad quede derrotada.
La capacidad del espíritu de alcanzar su ser verdadero se cifra
esencialmente en la libertad. La fuerza, la verdad del espíritu es la
libertad; el pecado es la esclavitud.
¿Qué es el ateísmo en relación con lo anterior? El ateísmo
tiene una razón de ser fundamental: el miedo. ¿Por qué califico el
ateís­mo como cobardía existencial o espiritual? Porque el miedo
es consecuencia, en este terreno, de que la criatura está más cerca
de la nada que de Dios. El «extra-nihilum» establece una distin-
ción menos importante que el «ad extra». Para el acercamiento
a Dios es necesaria una osadía suprema, un supremo coraje que
es la raíz misma del valor humano. Dios es absolutamente tras-
cendente, y enderezarse a Él supone una superación de sí mismo.
El no atre­verse a dar ese salto definitivo, el carecer de coraje para
«soltarse de sí mismo» es la explicación del ateísmo.

141
POR QUÉ UNA ANTROPOLOGÍA
TRASCENDENTAL

En el libro titulado Curso de Teoría del Conocimiento apa-


rece insistentemente —es uno de los asuntos centrales que trato
de exponer— la noción de operación inmanente. El conoci-
miento es un acto. Sólo se conoce en acto. Éste es el plantea-
miento aristoté­lico que propongo formular axiomáticamente.
Con todo, dentro de los actos cognoscitivos la operación inma-
nente es —digámoslo así— el mínimo. Se puede conocer ope-
rativamente, ejerciendo operaciones. Así conoce la sensibilidad
y así conoce también la inteligencia —el conocimiento intelec-
tual humano también es operativo—. Pero se puede inteligir
por encima de la operación o de un modo no operativo, ya que
—insisto— la operación cognoscitiva no es el acto cognoscitivo
supremo o superior. Además, ninguna operación se conoce a
sí misma (sino al objeto que posee), de manera que ni siquiera
cabe saber que se conoce con operaciones si un acto superior
no las manifiesta.
También en ese Curso de Teoría del Conocimiento propon-
go al respecto lo que llamo axioma de la jerarquía: cuando se
trata del conocimiento —o en general, siempre que estamos en
lo inmaterial creado—, la distinción más propia o más correcta
es la distinción de grado, jerárquica, y no la simple distinción
numérica. Se trata de distinciones entre lo superior y lo inferior.

142
Pues bien, insisto, el conocimiento operativo es el conocimiento
inferior. Por encima de él existen otros niveles o modos de co-
nocer: otro tipo de actos cognoscitivos, de los cuales podemos
destacar tres: el conocimien­to habitual —considero que es un
conocimiento en acto, aunque no actual, superior al conocimien-
to operativo—, y —claro está— el conocimiento como acto de
ser: ipsum Esse subsistens, es decir, Dios, o como esse hominis.
En el caso del conocimiento divino, el supremo acto de conocer
se convierte con el ser originario. En el hombre no se puede decir
que el acto de ser sea originario.
Pues bien, si se admite este planteamiento, creo que se puede
llegar a lo que propongo en otros libros publicados antes de ese
Curso de Teoría del Conocimiento, en los años 60: El acceso
al ser, y El Ser I. En ellos expongo un modo, un método, de
afrontar los grandes asuntos de la metafísica, y, junto con eso,
la tesis de que también con ese método se puede distinguir la
metafísica de la antropología en el plano trascendental. Esto es
lo que suelo llamar la ampliación de lo trascendental.
Existe un planteamiento metafísico correcto y válido, que es
el desarrollado, sobre todo desde Aristóteles, en la gran tradición
filosófica occidental. Pero estimo que se puede —y eso en los
clásicos no está— ampliar ese planteamiento. O, dicho de otra
manera: si se acepta asignar a la metafísica (la filosofía primera)
la tarea de afrontar lo que, ya en Platón y Aristóteles, sin llamar-
los así, son temas trascendentales y que son formulados como
tales por los medievales; si se acepta que la metafísica es filosofía
trascen­dental, o filosofía de trascendentales —filosofía primera,
que es por otra parte la designación propiamente aristotélica—,
entonces la antropología, sin ser la metafísica, distinguiéndose de
ella, también es trascendental.
¿Por qué? La justificación de lo que llamo ampliación del
planteamiento trascendental es bastante compleja: obedece a
mo­tivos de fondo y a preocupaciones sobre problemas históricos
y sistemáticos. Pero si esto que propongo es correcto, esa correc-
ción descansa —supuesto que el tema de la metafísica es el ser—,
ante todo, en que el ser del hombre no es el ser del que se ocupa
la metafísica. El ser de que se ocupa la metafísica es el ser como
principio, o el sentido principial del ser. Ese sentido no incluye la
libertad. Ser principio no significa ser libre. Por eso, en un plan­
teamiento que sólo detecta o logra alcanzar el conocimiento del
ser como principio (o el sentido fundamental del ser), es decir, lo

143
primero —porque la filosofía primera trata de lo primero, y lo
primero es el principio—, como el principio no incluye la liber-
tad —no equivale a ella: la libertad no es principio—, la libertad
es considerada como asunto meramente categorial. Asimilada al
or­den categorial, la libertad se entiende como una propiedad de
un cierto tipo de actos: en concreto, de los actos voluntarios, y
nada más.
Pues bien, a mi modo de ver, eso es insuficiente para la li-
bertad. La libertad hay que ponerla en el plano trascendental;
pero no puede ser entendida desde el ser principial. No puede
ser entendida como fundada, porque una libertad fundada es
contra­dictoria. En una libertad dependiente y principiada, no se
conserva la noción de libertad: eso es la anulación de la propia
noción de libertad. Para ser libre es menester, no digo indepen-
dencia, pero sí no estar precedido por una instancia más profun-
da o más radi­cal, y por tanto, no estar fundado. Sin embargo,
la libertad tampo­co debe confundirse con el fundamento. A la
libertad no le corres­ponde ser fundamentada ni ser fundamento.
Ninguna de las dos cosas es compatible con la libertad. Ésa es
una de las preocupa­ciones o uno de los motivos que llevan a esta
ampliación: abrir o recabar para la libertad un peculiar valor
trascendental.
Es evidente que eso no puede hacerse si sólo consideramos lo
metafísico, porque lo metafísico —como su nombre indica, y en
ese sentido es buena la designación de Andrónico de Rodas— es
lo que está más allá de lo físico. Es trascendental como transfí­
sico: es lo primario desde lo físico. Pero en lo primario desde lo
físico no se descubre la libertad. Donde se descubre la libertad,
o donde la libertad aparece, es, justamente, en la antropología:
no en una averiguación de lo que es extramental, más allá, etc.
Esto —lo extramental— es válidamente trascendental: es un sen-
tido correcto de lo trascendental. Pero el ser humano es tan real,
o incluso más que el ser del universo. Por tanto, debe haber un
sentido de lo trascendental que no sea metafísico, sino precisa-
mente antropo­lógico.
Pero ¿qué nuevo ámbito de lo trascendental se dibuja así? Si
se habla de lo transfísico, también se puede hablar de lo trans-
ope-rativo. Es precisamente la consideración del conocimiento
como operación, en cuanto que el conocimiento como operación
no es el más alto —el conocimiento siempre es acto, pero la ope-
ración no es el acto supremo de conocer— lo que permite decir

144
que se puede establecer un trascender respecto del operar: un
trascender en la línea, digámoslo así, de la operación.
Lo anterior se puede decir también de este modo: el cono-
cimiento operativo es un conocimiento de objeto: por ejemplo,
pensar-pensado cuando se trata de operaciones intelectuales, o
ver-vis­to, etc., cuando se trata de operaciones sensibles. Cuando
se trata de operaciones —en el sentido más riguroso se alude en-
tonces a las intelectuales, que son las más altas, ya que a su vez
entre las operaciones también hay jerarquía—, se puede decir
que si conozco objetivamente o de un modo operativo, lo que
conozco, lo inteligido en acto, se llama lo intencional. Pues bien,
si se puede hablar de lo transoperativo —y no sólo de lo trans-
físico— habrá un cono­cimiento que sea trascendental respecto
del conocimiento objetivo, y lo conocido en él será superior a
lo conocido intencionalmente. Si el conocimiento operativo no
es el más alto, no puede agotar lo cognoscible. Por eso, no se
puede conocer lo trascendental de manera objetiva. Es preciso
trascender el objeto. Ese trascender el objeto —en cuanto que es
trascender el objeto que es pensado—, es un trascender que lleva
a la metafísica.
Si consideramos no sólo lo conocido, el objeto, sino el acto de
conocer que es la operación, nos daremos cuenta de que existe
lo trascendental respecto de la operación. Y eso es justamente lo
trascendental en la línea del espíritu. En el plano del objeto no po-
seemos el espíritu. El objeto propio del conocimiento objetivo es la
quidditas sensibilis, pero no el espíritu. Respecto de la quiddi-tas
sensibilis como objeto, puedo entender lo trascendental como
trans-objetivo, o el más allá de lo que capto como objeto. Pero
eso se refiere a lo conocido. En cambio, si tomo en cuenta el cono-
cer, también tengo que decir que la operación no es trascendental;
pero que hay un sentido de lo trascendental que debe descubrirse
por la línea de la operación, o trascendiendo la operación. No
trascen­diendo el objeto, sino la operación.
Se puede decir que el trascender el objeto es un trascender
extramental, que me lleva más allá de lo pensado. Me lleva a la
radicalidad de lo pensado, pues me permite devolver lo pensado
a la realidad, por ejemplo, en forma causal predicamental; y des-
de lo causal predicamental puedo ir a lo principial trascendental,
ya que al conocer el sentido unitario de las causas físicas es po-
sible llegar al ser como fundamento, o al sentido principial del
ser. Pues bien, si el trascender el objeto lleva a lo extramental,

145
trascender la operación permite alcanzar otro sentido de lo tras-
cendental distin­to del trascendental metafísico o extramental.
Porque el acto de conocer no es extramental. El acto de conocer
no puede ser más distinto de sí mismo: de ninguna manera es ex-
tramental, no puede estar más allá. Y si la operación no es el acto
de conocer más alto, es evidente que también se debe trascender
la operación. Pero al trascender la operación —no el objeto po-
seído por la operación, sino la operación misma—, debemos en-
contrar lo trascendental espiritual, no lo transfísico o metafísico,
si no, por decirlo así, lo trans-inmanente. Y ahí, en esta línea, es
donde se puede colocar la libertad como trascendental; la liber-
tad trascendental.
No sé si la distinción aludida se ve con nitidez. Pero estimo
que debe ser sentada. Hay que admitir el carácter —digámoslo
así— dual que tiene el conocimiento operativo, en el cual por
una parte está la operación de conocer y, por otra, aquello que la
operación posee, que es justamente lo conocido: el objeto. Lo co-
nocido no es la operación de conocer; la operación de conocer no
se puede conocer en términos objetivos. Por una parte tenemos el
objeto, y por otra el acto de conocer el objeto. Están íntimamente
unidos, pero no se deben confundir.
Pues bien, la consideración del objeto nos puede llevar de lo
físico a lo transfísico. Así descubro la metafísica. Sin embargo,
con ello no se ha tomado en cuenta la operación de conocer, sino
más bien lo conocido por la operación. Pero si la operación de
conocer es suficientemente discernible de lo conocido, también
es posible trascender o ir más allá en la línea de la operación.
Y a esto no se le puede llamar transfísico o metafísico, porque
la operación de conocer no es física. «Metafísica» es una bue-
na designación, por­que existe la realidad física, y más allá lo
metafísico, a lo que se llaga trascendiendo lo físico, por decirlo
así. Pero trascender la operación en cuanto que operación de
conocer —en cuanto que operación inmanente— no conduce a
lo transfísico, sino que es un trascender en la línea del espíritu,
pues la operación como tal es inmaterial. Lo conocido objetiva
o intencionalmente, también es inmaterial, pero es intencional:
versa sobre lo material, sobre las realidades físicas. Su inmateria-
lidad es sólo intencional. Y es inten­cional respecto de lo físico. En
cambio, no se puede decir de ninguna manera que la operación
inmanente sea física; ni siquiera que sea intencional respecto de
lo físico. Lo intencional es el objeto, no la operación.

146
Según esto, queda justificado lo trascendental metafísico, o
que se puede hacer una metafísica trascendental. Pero esto no es
todo: se abre por así decirlo, una dualidad. ¿Qué se ha desarro-
llado siguiendo los grandes descubrimientos griegos y medieva-
les? Pro­piamente hablando, una metafísica y una física. Por su
parte, la psicología es una ciencia intermedia, en la que aparecen
algunos temas humanos. Sin embargo, no el de la persona, que
no encaja bien con el enfoque de esta ciencia. A mi modo de ver,
la psicología se queda corta en esta línea, y me parece necesario
desarrollarla.
Con todo, lo que llamo ampliación de lo trascendental —una
antropología trascendental como distinta de la metafísica— no
es estrictamente necesaria. Si lo fuera, habría que decir que hay
un positivo lapsus en la filosofía clásica, cosa que no acepto. Pero
sí hay que decir que la línea de investigación que parte de la
consi­deración de la operación inmanente en tanto que operación
—no de su objeto, sino de la operación misma—, y que dé lugar
a una antropología trascendental, apenas está desarrollada en la
filosofía clásica.
¿Es imprescindible hacerlo? No. ¿Es oportuno? ¿Conviene ha­
cerlo? Sí. Más aún, esa oportunidad es justamente nuestra situa­
ción, nuestro presente histórico, y ello porque una de las claves de
la filosofía moderna es el intento de hacer una antropología tras­
cendental. La filosofía moderna es una filosofía del sujeto. Si uno
no se atreve a abrir el ámbito de la antropología trascendental,
entonces hay que decir que aunque la filosofía clásica es correcta,
y la metafísica clásica válida, sin embargo, la ampliación temáti-
ca que intenta la filosofía moderna no puede ser asimilada por un
pensador clásico, o por quien admita la filosofía clásica y parta
de ella. Habría como un divorcio entre la filosofía clásica y la
moder­na. Ese divorcio es admitido muchas veces: se dice que son
dos filosofías inconciliables; e incluso se dice que la moderna es
peli­grosa y falsa, que se cifra en un antropocentrismo, etc. Pero
con estas actitudes de reluctancia o alergia nada se consigue. Es
menes­ter pensar la antropología trascendental.
Con todo, insisto la antropología trascendental no es necesa-
ria. También cabe argüir que lo que han intentado los filósofos
modernos es un error y que la filosofía moderna está refutada.
Respuesta: sí; contiene muchos errores. Pero de todas maneras
el espíritu es irreductible a lo físico. El espíritu no es físico. El
sujeto cognoscente no es el principio de lo físico, ni al revés: lo

147
físico no conoce. Por la línea de lo físico no se llega a lo espiri-
tual, o si se llega, se llega de una forma muy débil. Podría bastar
con una consideración predicamental del hombre, dejando que
la antropo­logía sea una filosofía segunda. Puede valer. Sin em-
bargo, sin que sea absolutamente necesario, en la medida en que
sea posible —y lo aconseja nuestra altura histórica—, desarrollar
una antropología trascendental es conveniente. Y aquí «conve-
niente» quizá nombra más que «necesario», porque señala algo
así como un deber. Por esta línea no debemos detenernos: es un
deber precisamente por­que la filosofía moderna no ha planteado
bien la antropología trascendental. Si lo hubiera hecho, nos po-
dríamos excusar; bastaría complementar la filosofía clásica con
la moderna, haciendo las rectificaciones que fueran del caso para
ajustarías bien, etc. Pero justamente conviene porque la filosofía
moderna se ha equivocado. En efecto, que la filosofía moder-
na esté equivocada no significa que el intento de encontrar una
antropología trascendental sea una equivocación, sino más bien
que la antropología moderna no es, en rigor, trascendental. Con
otras palabras, la antropología de la filosofía moderna es una
equivocación en orden a la trascendentalidad del ser humano.
La antropología trascendental es convenien­te, no sólo porque
el filósofo debe tratar de investigar cuanto se pueda, sin desistir
y sin quedarse corto, sino también porque al hacerla se trata de
corregir la filosofía moderna. Porque a la filosofía moderna hay
que corregirla en sus propios términos, no con argumentos saca-
dos de la filosofía clásica, porque la filosofía clásica es metafísica
y la antropología moderna no es propiamente una metafísica. La
corrección no extrínseca del intento moderno en sus propios tér-
minos, sin que provenga de otra instancia, es una antropología
trascendental, siempre que la noción de antropología trascenden-
tal no sea un delirio. Pero el hecho de que se hayan equivocado
los modernos no debe hacernos pensar que es un delirio, porque
el error nunca debe producir una paralización. ¿Se han equivoca-
do? ¿Entonces es que no se puede pensar aquello a que apuntan?
No. Más bien, vamos a ver por qué y en qué se han equivocado.
La intención de la filosofía moderna es evidente. Cuando
Kant dice que va a llevar a cabo un giro copernicano no puede
ser más claro: se trata de darle la vuelta a la filosofía tradicional.
Ahí está su idea del yo legislador. La filosofía kantiana es una
filosofía del sujeto. Kant tiene errores; sí. Pero la intención está
muy clara. Otra cosa es que se frustre, que Kant no la sepa lle-

148
var a cabo, o que lo haga mal. Pero, insisto, los errores no son
motivos para desistir. Y menos para dejarse arrebatar una línea
de pensamiento que nos pertenece. Porque el tema de la persona
no es griego, sino cristia­no. Un hombre rescatado, un hombre
redimido —por el que ha muerto Dios— es un tema muy serio.
Dios no ha muerto por las hormigas, ni por las ovejas, sino por
el hombre.
Estas indicaciones están hechas, ante todo, para tratar de
justificar la designación de «antropología trascendental» y, por
otra parte, para aclarar qué se quiere decir con ella. Antropología
trascendental sin más; no antropología predicamental; no
psicolo­gía. Una filosofía del espíritu. Y si la metafísica permite
un descu­brimiento de lo trascendental, al tratar del espíritu se
conseguirá mucho más, porque el ser del espíritu no puede ser
el de lo material. Por lo tanto, hay que ampliar el planteamien-
to de lo trascendental. Ahora bien, la antropología trascenden-
tal es una ampliación del planteamiento trascendental, y no una
subordina­ción de la antropología a la metafísica. Si hubiera sub-
ordinación, insisto, la antropología sería una filosofía segunda,
según el sentido que esa expresión tiene en la tradición, y por eso
mismo no sería trascendental.
Insisto. En última instancia, la filosofía moderna es un gran
intento de conseguir una antropología trascendental; pero es
un intento fracasado. Que sea un intento fracasado no significa
que la empresa como tal sea desatinada, sino que ha sido mal
emprendi­da. Así pues, con una antropología trascendental se con-
siguen dos cosas. Por un lado, una ampliación del planteamiento
trascenden­tal, que es justificada. Por otro, combatir la filosofía
moderna en su propio terreno, y no desde la metafísica. ¿Es con-
veniente? Sí. ¿Es imprescindible o absolutamente necesario? No,
porque basta­ría con refutar a los modernos en ese orden de cosas;
y por extensión del criterio de analogía —que es el que se usa en
metafí­sica—, tratar el tema del hombre. De este modo se logra
una antropología bastante correcta. Pero no es trascendental y,
por lo tanto, se queda corta; no falla, no se equivoca, pero desa-
rrolla muy poco su propio tema.
Estas consideraciones hay que hacerlas para que quede senta­
do lo que se pretende, el alcance del planteamiento que no es ni
más ni menos que éste: el ser del hombre no es el ser del que se
ocupa la metafísica, ni puede serlo. El tratamiento metafísico del
ser del hombre es analógico y nada más. Se lleva a cabo por una

149
cierta extensión o extrapolación, la cual no permite tratar del
hombre en sentido trascendental; sólo permite hacer de la antro­
pología una filosofía segunda. Enfocar la filosofía del hombre
como filosofía segunda no es equivocado, pero se queda corto;
el hombre merece más. El estudio del hombre no es agotado de
esa manera. La sentencia de que el ser del hombre no es el ser
del universo —que es el ser del que se ocupa la metafísica— nos
invita a la ampliación de lo trascendental. Quizá suene mal, por-
que esa ampliación ha sido intentada por los modernos, pero no
lograda. Por eso, se trata de hacer a la vez una crítica de fondo
a la filosofía moderna en su propio terreno. Que la filosofía mo-
derna sea in­correcta no comporta que el terreno que explora sea
ilusorio, pues lo que ella trata de descubrir merece ser descubier-
to. No conviene desistir.

EL HOMBRE COMO SER QUE CO-EXISTE.


LOS CUATRO MODOS DE ABANDONAR EL LÍMITE MENTAL
Con unas indicaciones mínimas y apenas desarrolladas,
hemos visto que la antropología trascendental, o lo que es lo
mismo, la propuesta de una ampliación del planteamiento tras-
cendental clá­sico, puede tener un sentido correcto y no carece
de justificación. Ahora voy a intentar exponer de qué manera
he afrontado el asunto y cómo me he abierto camino hacia esto.
Hace muchos años que lo entendí: no había más remedio —sin
que sea estrictamente necesario— que ocuparse filosóficamente
de un sentido del ser que, aunque no es ni se reduce al ser de la
metafísica, no lo excluye, y es enteramente compatible con él. A
esta convicción responde el título de una conferencia mía titula-
da La coexistencia del hombre.
De entrada, admitiendo que ser y existir son equivalentes, la
antropología trascendental es la doctrina acerca del ser del hom-
bre en cuanto que coexistencia. El hombre no se limita a ser, sino
que el ser humano es coexistencia (co-ser o ser-con). El ser que
corres­ponde a la metafísica es existir. Si la antropología no se
reduce a la metafísica, es porque el ser del hombre es más que
existir y ser: es co-ser, coexistir; es ser-con: entre otros, con el ser
de la metafí­sica. La historia de la metafísica es el desarrollo de la
considera­ción del ser en sentido principial. Pero si ahora convie-
ne añadir el tema del hombre como irreductible a la metafísica,

150
habrá que entenderlo como el ser-con. O, como dice Heidegger,
aunque sin desarrollarlo, el ser del hombre es mit-sein (co-ser, co-
existencia). Más que decir del hombre que es, se debe decir que
«co-es»: coexiste.
El ser del hombre es el ser segundo (no en el sentido de las
filosofías segundas o derivadas), en el sentido de que no puede
ser único. El ser humano no puede ser el único ser, o el sentido
del ser como ser único. Por lo tanto, coherentemente, el existir del
hombre ha de ser co-existir. En términos de coexistencia, el ser
humano es compatible con el ser principial (que no es segundo), a
la vez que en él estriba la ampliación trascendental. En la noción
de co-existencia están connotadas la compatibilidad y la amplia-
ción; con esa noción, tomada en sentido trascendental, último o
radical, se justi­fican ambas a la vez.
El coexistir no se reduce a aquello con lo que coexiste; es una
ampliación del existir. No se reduce, porque el ser del universo
no coexiste con el ser del hombre. Lo trascendental de que trata
la metafísica no es una existencia o coexistente: existe sin más;
es y nada más. En cambio, el ser del hombre no es sólo ser: es
co-ser, mit-sein. ¿Por qué el ser del hombre no se reduce al ser del
univer­so? Porque el hombre coexiste y el universo no.
El ser del universo no alude a la co-existencia. Con esto, al me­
nos proponemos un nombre para ese ser que no se reduce al ser
del universo. Co-existencia designa el ser del hombre como un
ser que no se reduce a existir. Se puede decir que el universo exis-
te, pero no que co-existe. Se puede decir que el hombre existe,
pero no basta con eso; conviene decir que co-existe. La amplia-
ción es obvia, pero es una ampliación que, por así decirlo, redun-
da en lo ampliado. No se trata simplemente de una dilatación, de
un añadir, o de poner una cosa junto a la otra, es decir, por una
parte la metafísica (el universo) y por la otra la antropología (el
hombre). No es eso. La ampliación es propia de lo que amplía.
Cuando existe el hombre, precisamente añade al existir el co-
existir, pero bien entendido: lo añade en tanto que él lo recaba
para sí, porque esa ampliación es propia del hombre en estricta
compatibilidad con el universo.
Por eso, la antropología trascendental es una ampliación y no
una eliminación de la metafísica —como en Kant—, por más que
no se reduzca a ella. La doctrina kantiana del sujeto conduce al
agnos­ticismo metafísico. Sin embargo, abrir el camino hacia la
antropo­logía trascendental no obliga a caer en un agnosticismo

151
metafísico, sino todo lo contrario. El coexistir indica que hay
ampliación y compatibilidad a la vez. Alude a que el ser del hom-
bre no es reductible al ser del universo, pero que a la vez es una
ampliación respecto de él, porque es coexistente con el universo.
Podría objetarse que esta indicación del ser humano como
co-existir es meramente lingüística. No lo es. El desarrollo que
permite esa noción mostrará el contenido de la antropología
tras­cendental.
En todo caso, si no se considera el ser del hombre como coexis-
tencia, no tiene justificación hablar de antropología trascen­dental
como ampliación de lo trascendental. Porque el ser del hombre
es el ser que no se limita a ser, sino que le es intrínseco coexistir.
¿Sólo es en tanto que coexiste? Este «sólo» sí que es meramente
indicativo. Porque coexistir indica riqueza, no soledad. «Sólo» es
una noción reductiva. Quizá no hay más remedio que emplear-
la. Pero la consideración trascendental del ser humano —como
irreductible al universo— excluye el monismo. En cambio, la me-
tafísica no excluye el monismo tan claramente. La prueba es que
los primeros metafísicos griegos —Parménides, en concreto- son
monistas, y el monismo (un único ser) ronda con frecuencia a la
metafísica.
Ahora bien, el hombre no es el ser único. Es un ser no único
(mónon), sino co-ser. Coexistencia no es inferior al mónon, sino
al revés. Esta es la orientación hacia la ampliación trascendental.
Sin ella no se puede hacer la antropología trascendental sin errar.
El error de la antropología moderna es que en ella se intenta y se
frustra la ampliación: a partir de la preocupación por el ser del
hombre, cae en monismo, y eso es incompatible con el hombre.
La ampliación trascendental no significa mónon.
La posibilidad de caer en el monismo acompaña a la filosofía,
con frecuencia se insinúa en ella, e incluso la domina. Plotino, por
ejemplo, habla del hombre como mónon: el hombre es el único
a la búsqueda de la fusión con el único (mónon pròs mónou).
Pero éste es un mal planteamiento. El prestigio de lo único es lo
que la antropología trascendental debe eliminar. La condición de
posibi­lidad —por decirlo metódicamente— de la antropología
trascenden­tal es la exclusión del monismo. Porque si decimos
que el ser del hombre se reduce al ser de la metafísica (o el de la
metafísica al del hombre), la metafísica (o la antropología) ad-
quiere un carácter monístico casi inevitable. Por ejemplo, para el
hombre se elimina que coexista. En cambio, si no reducimos el ser

152
del hombre al ser metafísico, y sostenemos la coexistencia del
hombre, lo que se gana no es estrictamente necesario o impres-
cindible, pero sí muy con­veniente: es una indicación extraordi-
nariamente importante: que el ser no significa mónon. Si el ser
significa mónon, la antropología trascendental se anula. Por lo
tanto, el colmo del error no es el monismo, sino que el monismo
se acepte al intentar la ampliación trascendental.
Si no se considera más que lo trascendental respecto de lo
físico, se puede llegar a la noción de uno como único: el uni-
verso y nada más. To pân, «panteísmo», se suele decir. El ser de
Parménides, o lo que dicen los estoicos: el universo es lo úni-
co. En última instancia no existe más que lo único. Por tanto,
en cuanto hay pluralidad o dualidad, se decae. La díada, dice
Platón, es la imper­fección; lo perfecto es el mónon. O, más en
general, esto se ve en el planteamiento griego de lo uno y lo múl-
tiple. Metafísicamente podemos admitirlo, aunque también es in-
correcto; pero si se trata del ser del hombre, el monismo es pura
incoherencia: el quid pro quo más grave en que se puede incurrir.
Por eso, la antropología moderna es una equivocación: una
frustración de la ampliación de lo trascendental. El giro coperni-
cano es una trasposición del mónon. Con eso no se gana nada. Si
hay ganancia es porque se nota que mónon es inferior a coexistir.
Así pues, resulta claro que para poder intentar justificadamen­te
una antropología trascendental —una ampliación de lo trascen­
dental— es preciso cambiar la orientación; es decir, conviene
elimi­nar el prestigio de lo único. Al ampliar lo trascendental no
pode­mos incurrir en monismo —sería el colmo de la inconse-
cuencia—, porque eso es tanto como pretender abrirse al hombre
haciendo que aparezca en él aquello que éste deja atrás: aquel
pretendido carácter trascendental que el ser del hombre excluye.
Una «contra factura», en términos de Einstein. Una incoheren-
cia, un fracaso total. Eso es Espinosa, Kant, Hegel... Trasponer
al hombre el monismo es un error elevado al cuadrado. Si ya es
una equivoca­ción en metafísica, en antropología es un disparate.
Por tanto, a diferencia de lo que pensaba Platón, la díada
tiene valor trascendental, y como tal es una ganancia: es supe-
rior al mónon. El monismo es un lastre de la metafísica que en
antropo­logía es preciso controlar. Sólo entonces se puede em-
pezar la antropología trascendental. Coexistencia implica dua-
lidad. Si se admite el prestigio del ser único, desde el monismo,
la dualidad es imperfección. Y hay que derivarla del mónon.

153
Para Plotino la pluralidad es algo así como la descompresión, o
disipación, del uno.
Pues bien, para emprender la antropología trascendental se
precisa de una amplia perspectiva: co-existir es más perfecto,
digá­moslo así, que existir; el ser del hombre es superior al ser de
que trata la metafísica, al ser del universo. Según esto, también
en lo trascendental es superior la antropología a la metafísica;
pero bien entendido: sin que esto comporte rivalidad u oposi-
ción. No implica tampoco opción entre ambas. Si precisamente
el ser del hombre comparece como coexistencia, no hay incom-
patibilidad entre el hombre y el mundo, entre la antropología y
la metafísica. No se trata de elegir: aut, aut: eso sería erigir el
mónon como criterio. Si el ser del hombre es coexistencia, no
hay aut. Es decir, no se trata de una distinción dialéctica o nega-
tiva. El ser del hombre no es la negación del ser del universo; es,
más bien, su ratificación. La antropología, más bien, ratifica la
metafísica, no se opone a ella o la sustituye. Para entender esto
hay que eliminar el criterio monista, el prestigio de lo único,
porque si lo más alto es el mónon, la coexistencia no puede ser
una ampliación en sentido trascendental. Son dos enfoques, y
precisamente el prestigio del enfoque monista es lo que ha estro-
peado la antropología moderna.
La apertura hacia el tema del sujeto, el subjetivismo modeno,
es una equivocación en términos de antropología, en tanto que
induce al monismo, al solipsismo; y en esa misma medida ese
tema —el sujeto— está mal planteado. Porque sujeto tiene que
ser coexistir; si no, no puede ser. La noción de sujeto único es un
absurdo. ¿Cómo se sabe? Por la antropología, porque la noción
de sujeto es antropológica1.
Si la antropología trascendental no es sólo el anuncio de una
temática, sino también un método, un modo de desarrollar la
ampliación de lo trascendental, la clave del desarrollo de este
planteamiento está en el tratamiento, bajo cierto enfoque, de la
unicidad. La unicidad —así se describe en el tomo segundo de mi

1
La noción de sujeto es antropológica; o tiene un sentido antropológico
que no es metafísico. Sujeto en sentido metafísico significa substancia o
hypokéimenon. De ahí se llega entonces a una única sustancia —Espinosa—
Pero sujeto en sentido antropológico no significa substancia, sino yo o persona.
Cualquier confusión al respecto destruye el planteamiento de la antropología
trascendental: introduce rasgos metafísicos en antropología, y entonces ya no
hay tal ampliación trascendental.

154
Curso de teoría del conocimiento— es precisamente la presen-
cia mental. Y ¿qué es la presencia mental? La consideración de
la operación mental. Y eso —también se dice allí— es el límite
mental. Pues bien, el método de acuerdo con el cual se puede ha-
blar de metafísica y de antropología sin mutuas sustituciones o
incompa­tibilidades es el abandono del límite mental. Abandonar
el límite mental es justamente el método a través del cual se pue-
de estudiar el ser del hombre sin incompatibilidad con el ser del
universo.
Del abandono del límite mental —detectarlo y abandonar-
lo— se ocupa El acceso al ser, un libro que publiqué en 1964.
Allí formulé globalmente este planteamiento de la siguiente ma-
nera: el abandono del límite mental abre cuatro grandes temas
en tanto que ese abandono puede hacerse de cuatro maneras —es
metódicamen­te cuádruple—. Esos asuntos que se hacen accesi-
bles o a los que se accede en la medida en que se abandona el
límite mental son: de una parte, lo que suelo llamar el ser extra-
mental, es decir, el ser de que se ocupa la metafísica, y la esencia
extramental. De otra, otros dos campos temáticos: la coexisten-
cia humana y la esencia del hombre. Por eso, después de decir
qué significa abandonar el límite mental, o sea, de exponer o es-
tablecer la metodología, había que escribir cuatro libros. El Ser I,
trata de la existencia extramen­tal; El Ser II tenía que tratar de la
esencia extramental; El Ser III, de la coexistencia humana y El
Ser IV de la esencia humana. Este era el proyecto de publicación.
Sólo quedó El acceso al Ser y El Ser I. El Ser I es la formulación
de la temática metafísica desde el aban­dono del límite mental.
Es decir, el estudio del ser como principio, que es justamente el
tema de que se ocupa la metafísica. O, dicho de otro modo, es
el tema de los primeros principios, que son tres: el principio de
identidad —que no es el principio de unicidad (la unicidad es la
presencia mental, que se abandona para poder formular el prin-
cipio de identidad)—, el principio de causalidad y el principio de
no contradicción. Éstos son los tres grandes temas existenciales
de la metafísica. La metafísica versa sobre el ser como identidad,
sobre el ser como principio trascendental de causalidad y sobre
el ser como no contradicción.
Por su parte, la esencia extramental —que sería el tema de
El Ser II— es justamente aquella esencia cuyo ser es principial;
la esencia correlativa con el ser principial creado. En tanto que la
esen­cia se distingue del ser (es la distinción real tomista essentia-

155
esse), la esencia extramental es la principialidad dependiente, es
decir, la principialidad predicamental. Por eso, la esencia extra-
mental son las cuatro causas en tanto que concausales, o sea, en
concausalidad. Se podría haber publicado el libro El Ser II, pero
no lo voy a hacer porque su contenido queda recogido en el tomo
cuarto del Curso de Teoría del Conocimiento. En ese libro se ex-
pone de qué manera se abandona el límite mental para advertir los
primeros principios (el ser de que trata la metafísica) y las causas
predicamentales (es decir, la esencia extramental en cuanto distin-
ta realmente del ser extramental). Quedan entonces por exponer la
coexistencia humana —el ser humano— y la esencia del hombre,
asuntos de los que se ocupa otro libro aún sin publicar —Antropo­
logía trascendental—, en el cual se recogen los dos volúmenes (El
Ser III y El Ser IV) antes citados.
Aludo a este programa de publicación, porque es justamente
el abandono del límite, o sea, el abandono de la unicidad, según
distintos modos, lo que permite abordar esos cuatro temas, y,
en particular, el acceso temático a la coexistencia y a la esencia
huma­na. Se trata de ver cómo el abandono del monismo es el
abandono de la unicidad, y que eso es el abandono del límite
mental, el cual tiene, por así decirlo, cuatro dimensiones, se
puede hacer de cuatro maneras, cada una de las cuales abre un
tema distinto.
En suma, la justificación de la antropología trascendental es
la siguiente: si al abandonar el límite mental se alcanza con una
de las dimensiones un ser distinto del ser como principio, se al-
canza el ser del hombre (que no es el ser como principio). Con
otra se descubre también el ser como principio: la metafísica. De
modo que la compatibilidad o la coordinación del ser humano
que estu­dia la antropología con el ser de la metafísica está en
que se puede abandonar la unicidad de cuatro maneras, siendo
la unicidad el límite mental. Esto es lo que se trata de ver: qué
es abandonar la unicidad, y por qué se puede hacer de cuatro
maneras (que corres­ponden a cuatro grandes temas): el ser y la
esencia de que tratan la metafísica y la física, y el ser y la esencia
del hombre.
La articulación de la antropología con la metafísica está en
que son dos modos de abandonar el límite mental, es decir, la
unicidad. Si el límite mental se abandona de una manera, aparece
la temática de la física; de otra manera, la temática de la metafí-
sica; de otra, la temática de la antropología, que es doble: el ser y

156
la esencia humana. A su vez, en definitiva, el que la antropología
sea una ampliación trascendental respecto de la metafísica, tiene
lugar en virtud de la pluralidad de dimensiones del abandono
de lo único. Y lo único, estrictamente, no es más que el límite
mental. El mónon, considerado coherentemente, es sólo eso: la
presencia men­tal. Insistiremos en estas cuestiones para desarro-
llar el plantea­miento de la antropología, como ampliación de lo
trascendental, y como distinta de la metafísica; es decir, del ser
del hombre como coexistencia. Porque estas formulaciones son
equivalentes.

TRES TESIS BÁSICAS SOBRE LA ANTROPOLOGÍA


TRASCENDENTAL
Conviene decir que el planteamiento propuesto sobre la an­
tro­pología trascendental es bastante difícil. Exponerlo tiene la
ventaja de obligarse a aclararlo un poco. Admitido que el plan-
teamiento no sea incorrecto, no está mal encontrarse con lo difí-
cil. Para el filósofo es bueno acostumbrarse a la dificultad de los
plantea­mientos.

Primera tesis. Hasta el momento he formulado tres tesis. La


primera dice que se puede hablar de antropología trascendental
en la misma medida en que la averiguación acerca del ser huma-
no no se reduce a la metafísica. El ser humano se estudia de una
manera oblicua si se asimila al ser metafísico. En esa asimilación
se pierde lo verdaderamente peculiar del ser humano. Así pues,
hablar de antropología trascendental es lo mismo que proponer
una ampliación de lo trascendental o, también, mantener la tesis
de que la antropología no se reduce a la metafísica. Lo cual no
comporta desdoro para la metafísica, ni tampoco una limita-
ción, sino simplemente una diferencia, una distinción. Y es que
no hay un único sentido del ser. El sentido del ser que correspon-
de al hombre no es el mismo que corresponde al ser que estudia
la metafísica.
La metafísica es originariamente griega, y los griegos no
consideraron al hombre en su peculiaridad más estricta. Lo
entendie­ron como naturaleza, sobre todo en la llamada época
antropológi­ca, que se inicia con la sofística, tras la crisis de los
planteamientos de los filósofos presocráticos —que estudiaron la

157
physis—. Y como superación de la sofística, los grandes socrá-
ticos proponen la no­ción de physis humana, de naturaleza del
hombre. Por eso se puede decir que la antropología griega es la
consideración del hombre como physis. Pero eso no es todavía el
estudio del hombre como esse, como ser; no es todavía el estudio
del ser humano.
Por otra parte, en el planteamiento cristiano es conveniente
el estudio del ser humano. En dicho planteamiento se descubre el
ser del hombre: en el cristianismo el ser humano no sólo es natu-
raleza, sino también persona; y la persona alude al ser. El hombre
es un ser personal. Ser persona no es physis, ni tampoco el ser
del que trata la metafísica. ¿Cabe una formulación metafísica de
la noción de persona? A mi modo de ver, esa formulación ofre-
ce inconve­nientes. Desde luego, la persona es un tema teológico,
pero la teología no es la filosofía. En teología especulativa se ha-
bla de las Personas divinas al estudiar la Trinidad, de la Persona
de Cristo con dos naturalezas —donde, por lo demás queda cla-
ro que la persona es distinta de la naturaleza humana—, etc. Y
también desde la teología se puede proponer que el hombre es
persona. Pero estimo que el ser del hombre como persona puede
ser asimis­mo un tema filosófico.
A mi modo de ver, el estudio del hombre como ser personal
pertenece también a la filosofía. Y ésa es la antropología tras-
cendental que propongo, la cual, según pienso, no es la metafí-
sica. ¿Por qué? Porque «metafísico» significa lo transfísico: lo
que está más allá de lo físico. A su vez, la filosofía primera —que
es el título estrictamente aristotélico, no el de metafísica— es el
estudio de lo primero y, por eso, del ser como principio; de un
sentido del ser que es el sentido principial. Ahora bien, ¿hay que
considerar supe­rada esta noción? No. La metafísica ha de seguir
estudiando un tema perfectamente real. No se puede decir que
sea pasado o histórico. El sentido principial o fundamental del
ser es indiscuti­ble. Por tanto, la metafísica no queda eliminada
ni sustituida. Pero la persona no es principio, ni es fundamento.
Es otro sentido del ser. O, dicho de otra manera, al proponer
la ampliación de lo trascendental —con la antropología— se le
quita a la metafísica su carácter de monopolio respecto del tema
del ser. El ser no incumbe sólo a la metafísica, que —tal como
ha sido planteada— estudia el ser como fundamento o principio.
Pero hay un ser, un sentido del ser, que no es ése. Es la persona.
El sentido del ser como persona es también radical, pero —según

158
me parece— esa radicalidad no se debe asimilar a la noción de
fundamento.
Una indicación de que el sentido personal del ser no se pue-
de asimilar al ser como fundamento está en que en otro caso
sería imposible hablar de Personas divinas, pues ¿cómo se hace
compa­tible la Unidad y la Trinidad en Dios? Si la Unidad y la
Trinidad tuviesen el mismo sentido, se tendría a mi entender una
contradic­ción. Pero esto es sólo una sugerencia de cómo el plan-
teamiento puede irse formulando.
En el hombre se aprecia algo similar, aunque de otra ma-
nera. El ser personal es el «quién» o «cada uno». En cambio,
la natura­leza humana es, por así decirlo, lo común. Todos los
hombres somos de la misma naturaleza, pero no todos somos
la misma persona. Es patente. Hasta el punto de que si la no-
ción de persona se aplica de modo común, no es verdadera-
mente designativa del ser humano. Si se toma «persona» como
un término común, en­tonces todos somos «eso» que se llama
persona: yo soy persona, tú eres persona, él es persona; persona
se predica, y se pierde de vista que la persona es el «quién», es
decir, la irreductibilidad a lo común (o a lo general y a lo uni-
versal) por coexistir. La persona que soy yo se distingue de la
persona que es usted: somos irreduc­tibles. Hablar de persona
de modo común, o en sentido general, es una reducción. Nadie
es la persona que otro es, porque entonces no coexiste. La na-
turaleza humana sí puede ser considerada en universal; pero
no la persona, pues en íntima coherencia con la diferencia irre-
ductible de la persona, las personas coexisten. Per­sona alude a
muchos significados —todos ellos trascendentales—, pero ante
todo significa irreductibilidad, es decir, quién. Quién es coexis-
tir irreductible. Se puede hablar de «quién» en universal; pero
su consideración como universal no es la persona (sino en todo
caso, la «personalidad»; pero la personalidad no coexiste). Por
eso, hay que tratar de ir más allá, o notar la insuficiencia que el
planteamiento griego muestra al tratar de la persona. Persona
es lo más digno, dice Tomás de Aquino. Pero entonces la unidad
no es superior a ella. Por eso no vale considerarla en universal.
Como pensamos en universal, podemos trasponer a universal la
noción de persona, es decir, entenderla como un concepto. Pero
tenemos que darnos cuenta de que no es así: la persona no es un
universal, porque en virtud de su coexistir el uno no es superior
a ella. Es absolutamente imposible una sola persona.

159
En Dios, dice Tomás de Aquino, las Personas se describen
como relaciones de oposición. El Padre no es el Hijo; el Hijo
no es el Padre, etc. Eso justamente es lo que hay de distinto en
Dios, por decirlo de alguna manera. Así pues, es compatible con
la identidad o la simplicidad divina la oposición de relaciones:
de relaciones subsistentes, por otra parte, pues son Personas. De
estas relaciones subsistentes, una es el Padre, otra el Hijo y otra
el Espíritu Santo. No conviene hablar de la personalidad divina,
sino de Personas divinas; y cada una es la Persona, el Quién que
es. El tres en Dios es trascendental.
El hombre también es persona. Ser personal significa quien.
Quien significa coexistir. La metafísica se formula a veces en gene-
ral o con conceptos universales. Se habla por ejemplo del concepto
universal de ente. Valga; pero entender la persona en universal no
es correcto. ¿Se puede hacer? Sí; pero por exigencias lingüísticas.
En rigor, «cada» persona es irreductible. Por tanto, no basta una
noción general ni universal. Habría que decir la persona «fulano»
y la persona «mengano»; «fulano» y «mengano» indican la radi-
calidad de la persona. ¿Por qué? Pues precisamente por la consi-
deración del «quién»; no por la consideración de la singularidad o
porque los universales no sean reales, etc. Ésos son plan­teamientos
que obedecen a motivos de tipo gnoseológico o metafísico. No se
puede decir que un gato individual sea persona. El gato singular
no es «quién»: ésa es la cuestión. Y tampoco está bien decir que la
persona sea un individuo. El hombre no es un singular ni un uni-
versal, sino persona, es decir, enteramente irreductible. Persona no
significa unum in multis, sino lo radicalmente superior.
Con esto se refrenda la primera tesis, según la cual el ser que
estudia la antropología trascendental no es el ser de que trata la
metafísica. El hombre es un ser distinto. Y ese sentido del ser lo
podemos describir así: es el ser personal. Al hombre le correspon­
de el ser personal. Al ser en sentido fundamental no le corres-
ponde ser persona. Al entender algo como fundamento o como
causa, no por ello se le entiende como persona. No por entender
el ser fundamental se entiende la persona. En cambio, el ser hu-
mano o se entiende como persona o no se entiende; o se le entien-
de sesgadamente o por extrapolación.
Por lo tanto, me parece que queda justificada la antropología
trascendental. Todavía cabe aclararla desde otros puntos de vis-
ta, que intentaré desarrollar. Pero basta esto como presentación
de la primera tesis (hablar de antropología trascendental implica
una ampliación de lo trascendental). La persona es trascendental

160
de una manera distinta a como se habla de trascendentales en
metafí­sica, sobre todo a partir de la Edad Media.

Segunda tesis. La segunda tesis dice así: para que la amplia-


ción del trascendental con la antropología no comporte desdoro
o des­calificación de la metafísica, y sentar a la vez suficientemente
la diferencia, se dice que el ser humano no se debe llamar exis-
tencia, sino co-existencia. El ser que estudia la metafísica se llama
existencial sin incorrección. Algunos sostienen que no es correcto
llamar existencia al actus essendi, porque el existir es empírico.
No lo acepto. El ser que trata la metafísica es el ser como existen-
cia, porque para ser fundamento hace falta existir: no se puede ser
fundamento sin existir, por más que sea preciso aclarar el término
existencia; pero no sería del caso ahora y es un tema metafísico
que trato en El Ser I.
Se puede decir: el ser que estudia la metafísica se convierte
con la existencia. Pero el ser que estudia la antropología tras-
cendental no se convierte, porque es coexistencia. Eso es cohe-
rente ante todo con la ampliación de lo trascendental. Porque
esa ampliación no es una simple generalización, ni un universal
superior —a pesar de que se suele decir que lo trascendental es
lo universalísimo—: con la ampliación de lo trascendental no se
trata de un superuniversal, sino de algo distinto. La persona no
es universal. Precisamente por esto, el ser del que trata la antro-
pología trascendental no es el que equivale a la existencia; no
se llama existencia, sino coexistencia. Y ello es coherente con la
ampliación. Precisamente por ser coexis­tencia, no le resta nada
a la existencia. La coexistencia no se da sin la existencia. Por eso
es enteramente compatible con ella; no riñe con la existencia,
no la excluye. El co-existir humano exige el existir con el cual
co-existir, aunque existir no sea co-existir. El hombre co-existe
con el ser en sentido fundamental, aunque el ser funda­mental no
sea co-existir (y sin que el co-existir se agote con ello). Coexistir
es, por así decir, el ser ampliado por dentro: la intimidad, el ser
como ámbito.
Por eso, la palabra «ampliación» se puede proponer de la ma-
nera indicada: no es una designación, digámoslo así, puramente
metódica, sino que alude al tema mismo, porque la ampliación
es la co-existencia. Es decir, la ampliación tiene que ser referida
a ella misma. Y referir la ampliación del ser al ser, tiene que ser
«ser- con» o co-existir: co-ser; ser acompañándose, por así decir
161
(todas éstas son expresiones indicativas). Y co-existir es caracte-
rístico de la persona.
Por tanto, aunque la persona es irreductible, significa coexis-
tencia. En Dios es claro; pero también en el hombre. Y desde luego,
no se dice que los animales coexistan. Coexisten las perso­nas. En
consecuencia, el ser humano, la coexistencia, no significa mónon,
único. O, dicho de otra manera, no tiene sentido una persona
única. Las personas son irreductibles; pero la irreductibilidad no
significa persona única. No es posible una persona única. De una
parte, las personas coexisten con aquello que no es co-existencia,
es decir, con el ser fundamental. Pero también co-existen entre sí:
hay co-existencia personal. La irreductibilidad de la per­sona no
es aislante; no es separación. Por eso, persona tampoco significa
substancia. La substancia es lo separado; pero lo separado no
coexiste, sino que más bien se aísla. Las sustancias existen cada
una de ellas por su cuenta; existen, pero no coexisten. Leibniz lle-
vó esto a sus últimas consecuencias con su idea de mónada. Pero
la persona ni es una mónada, ni es sin ventanas.
Todo lo anterior me parece patente, aunque, es un asunto
que ha de ser explorado cada vez más para que no se quede
en una presentación o un anuncio —como el superhombre de
Nietzsche—. Se trata de una teoría del ser personal. Y eso es,
ante todo, antropología trascendental. También puede ser teolo-
gía, pero an­tes es filosofía.
A la vez, es un planteamiento que abre también una vía para
el acceso a Dios distinta de la que permite la metafísica: un ac-
ceso antropológico a Dios. Desde luego, la metafísica desarrolla
vías de acceso a Dios. Son las cinco vías tomistas; pero son dis-
tintas del acceso a Dios en antropología. Las vías metafísicas ter-
minan en Dios como principio: Dios como primer motor, como
causa pri­mera, como ser necesario del que dependen los contin-
gentes, Dios como primero en el orden de la participación de las
perfecciones puras y Dios como inteligencia de la que depende
el orden. En todas estas vías Dios es entendido como primero.
Así lo dice Tomás de Aquino: concluimos en el primer motor,
al que llama­mos Dios; concluimos en la primera causa, a la que
llamamos Dios, etc. Pero eso es así porque se llega a Dios desde
el sentido del ser como principio. Y es obvio que a Dios corres-
ponde el sentido principial del ser. Sin embargo, Dios no se agota
en ser principio. Porque el ser personal, coexistente, también se
puede decir de Dios. ¿Se logra con eso una sexta vía metafísica?

162
No, porque en antropología no se considera a Dios como princi-
pio o como causa. Dios es el creador de la persona humana, pero
ser creador de la persona no significa ser causa de la persona.
Aunque esto también habrá que justificarlo más adelante.
En todo caso, eso se puede decir de otra manera: crear no
siempre significa lo mismo. ¿Por qué? Porque depende del ser
que sea creado, y el ser personal es distinto del ser fundamen-
tal. Tomás de Aquino dice que el ser se divide en dos: creado e
increado. Se puede añadir que la criatura también se divide en
dos. Por tanto, la creación será distinta para esas dos creaturas.
De otra parte, sólo este planteamiento permite la libertad tras-
cendental. En el orden de la fundamentación no cabe más que
una libertad fundada, la cual plantea un enorme problema, y no
es una libertad trascenden­tal, sino una libertad secundaria. En
el fondo es una libertad imposible. Aunque en cierto sentido se
puede hablar de una liber­tad más o menos fundada, al menos
por lo que se llama motivo. Pero en ese sentido la libertad no es
trascendental.
¿En qué sentido la libertad es trascendental? Como libertad
personal. Pero de ese modo, ¿qué significa libertad? Por lo pron-
to, señalemos que es un nuevo sentido de la libertad, y que se ha-
lla en el orden del esse humano, del ser personal, no en el orden
de la naturaleza del hombre, en la cual también hay libertad, o,
mejor, a la cual se extiende la libertad. Y así, en tanto que se ex-
tiende a la naturaleza, puede ser considerada desde la metafísica,
aunque plantea siempre problemas muy difíciles. Ante todo, una
cierta incompatibilidad, porque una libertad fundada no es pro-
piamente libertad, o lo será secundaria o parcialmente. Por eso, la
libertad ha de ser personal. Si es trascendental, si está en el orden
del esse, dicho esse es la persona y no el fundamento. Pero enton-
ces no es susceptible de consideración metafísica. Por eso ha de
equivaler a co-existir y distinguirse del fundamento. Libertad y
fundamento son compatibles. Libertad y fundamento no derivan
uno del otro, si se entienden propiamente. Si la libertad se pone
en la línea del fundamento, o bien es fundada, y entonces o no
es libre, o lo es precariamente; o bien, si es infundada, se llega
a Ockham —arbi­trariedad— o a Sartre —absurdo—. O a una
voluntad caprichosa, o a un sinsentido.
Ahora bien, ser libre no significa carecer de fundamento, sino
un sentido del ser distinto del fundamento, que no está en la
línea de lo fundamental: ni como fundamento ni como fundado

163
o infun­dado. ¿Conviene sentar esta distinción? Sí, aunque no es
impres­cindible, porque ya la teología estudia a la persona, y tal
vez bastaría con eso. Por la Revelación sabemos de la libertad
con la que Cristo nos liberó, etc. Por eso digo que la antropología
tras­cendental no es necesaria, aunque es sumamente conveniente
y oportuna; entre otras cosas, porque resuelve la cuestión de la
arbitrariedad o del absurdo.
Y es que la libertad en el plano de la coexistencia no es ar-
bitraria: no puede serlo. En cambio, la libertad en el orden del
fundamento, o es poca libertad, o es una libertad absurda —en el
sentido sartreano—. Sartre alude a esa distinción en Ser y nada:
el ente por un lado, como en soi, y la libertad por otro como
nada o pour soi. Pero la libertad es la coexistencia, no la nada.
De todas maneras la filosofía moderna ha intentado entender
la libertad como trascendental, y habla en efecto de libertad tras­
cendental. Kant, por ejemplo, califica su filosofía como trascen­
dental (aunque este sentido de lo trascendental no es clásico).
Para él —se puede decir— la libertad es un trascendental (en el
sentido en que él lo entiende) puesto que es la ratio essendi del
imperativo categórico. El imperativo categórico es trascendental,
es decir, absolutamente imperativo: un imperativo puro, no con-
dicionado, precisamente porque el sujeto es libre. Pero Kant sigue
pensando en términos fundamentales, porque entonces la libertad
funda el imperativo categórico. De cualquier modo, ya en Kant la
libertad aparece así, como trascendental, aunque sin ampliación
de lo tras­cendental, pues al hablar de ratio essendi y ratio cognos­
cendi la piensa en sentido fundamental. El sentido kantiano de lo
trascen­dental no es el clásico, pero sí simétrico con el clásico.
Así pues, la libertad trascendental ha de pensarse en tér-
minos de coexistencia y no en términos fundamentales. En el
orden coexistencial no se debe hablar de fundamentación. Los
«co-existentes» no son fundamentos entre sí; son algo más alto
o elevado que fundamento. Valga una ilustración: genitum non
factum, se dice del Hijo en el Credo. Esto significa que el Padre
no es causa del Hijo. Es el Padre del Hijo, pero no su causa. En
Dios, interna­mente, no hay causalidad. La causalidad divina es
ad extra. Razón de más para decir que hay un sentido del ser que
no está en el orden de la causalidad o de la fundamentación. Si a
ese sentido del ser le llamamos ser-con o co-existencia, es patente
que, por un lado, el coexistir es compatible con el existir, con el
ser; por otro, queda claro que en la coexistencia de las personas

164
entre sí tampoco hay una relación de fundamentación, y tampo-
co de las personas res­pecto del universo. Y sólo por eso se puede
decir que todos los hombres somos iguales. O que la persona hu-
mana no procede de sus padres, sino que es creada directamente
por Dios. Eso se dice del alma, pero con muchísima más razón
hay que decirlo de la persona.
Entre los filósofos que han hablado de la libertad trascenden-
tal cabe señalar a Karl Jaspers y a Martin Heidegger. En Vom
Wesen des Grundes, libro del ciclo de Ser y tiempo, dice asimis-
mo que la libertad es el fundamento: el fundamento sin funda-
mento: Ab- grund. Y también en Jaspers la libertad se asimila al
fundamento. Por eso en ninguno de estos autores la libertad tras-
cendental se convierte con la coexistencia. Más bien, reclaman
la libertad como autonomía, pero en atención al fundamento,
siguiendo más o me­nos la línea kantiana.
Con todo, la importancia que la filosofía moderna concede a
la libertad es muy grande. Ya Descartes sostiene que lo más pare­
cido a Dios, y lo más importante en el hombre es la libertad: la
voluntad libre. Pero no interpreta la voluntad libre en el orden
de la coexistencia; o sea, no es una libertad personal. Y por eso
la filosofía moderna comete aquí incoherencias.
Sin embargo, en este punto mejor que refutar a la filosofía
moderna es corregirla, es decir, señalar que estos filósofos inten-
tan formular nociones que permanecían inéditas, pero no acier-
tan. Aun así, ese intento no está dirigido al vacío: apunta a un
asunto legítimo, aunque lo aborde de manera incorrecta. Y es
que siempre que se pueda salvar algo de lo que los otros han
pensado, se debe hacer. Respecto de la historia de la filosofía, la
interpretación in peius debe ser excluida. Ningún autor, o mejor,
ningún sistema, tesis o teoría filosófica formulada debe ser inter-
pretada peyorati­vamente, porque no le faltará algo de verdad, y
es preciso rescatar lo que ella vislumbra. Por eso, siempre se debe
tratar in melius: entender mejorando. Si el autor no da más de
sí, es menester, por lo menos, salvar lo que de verdad vislumbra.
En este caso, que la libertad no cabe en el planteamiento sólo
fundamental, o que es un tema que falta por investigar. Y en vez
de declarar que se ha equivocado, parece mejor seguir adelante.
Por eso digo: la libertad trascendental es coexistencial. Y eso es
lo que la filosofía moderna no ha visto. La libertad es un tras-
cendental coexistencial, no exis- tencial. Por lo tanto, no se trata
aquí de un «existencialismo», sino —si quieren— de un «coexis-

165
tencialismo». Y es que la misma deno­minación de «existencialis-
mo» es mala, desde esta propuesta.
Pues bien, ésa es la segunda tesis: que la ampliación de lo tras-
cendental resulta coherente si esa ampliación lo es en términos
de ser-con o co-existencia, y no de existencia. Se distinguen así
la coexistencia personal y la existencia fundamental. Esto debe
quedar bien entendido, pues como en el hombre es muy fuerte
la tendencia a pensar causalmente —ya que siempre intenta ave-
riguar algo acerca del fundamento o principio—, al abordar la
temática de la antropología trascendental es preciso desprender-
se de esa incli­nación. Y esto es precisamente lo que la filosofía
moderna no logra.
La tendencia a pensar causalmente es tan fuerte, entre otras
cosas, porque el hombre está en el universo y coexiste con él
construyendo un mundo. No es un ser-en-el mundo (in der-Welt-
sein), como dice Heidegger, sino que coexiste en el mundo. Y me-
nos aún, claro está, es un ser intracósmico. La persona trascien­de
el universo. Pero que lo trascienda no quiere decir que sea fun-
damento del universo. Desde luego no lo es. Quiere decir que lo
trasciende añadiendo al universo el «con»; añadiendo a la exis­
tencia la coexistencia.
Insisto. Como tendemos a buscar el porqué, y nuestra investi­
gación suele ir dirigida hacia el fundamento, este planteamiento
—coexistir no es lo mismo que existir, y no está en el orden del
fundar— puede resultar extraño, sobre todo si se sostiene tam-
bién que el co-existir es un sentido del ser superior al existir y al
fundamento. Porque consideramos desde antiguo que el funda-
mento es lo más alto. Metafísicamente es verdad: lo primero en el
orden fundamental es lo más alto: el primer principio. Sobre esto
—De primo principio— han tratado muchos metafísicos. Y por
eso nos puede parecer que el primer principio es la culminación
del ser. Sin embargo, coexistir es más que ser el primer principio.
Y eso resulta quizá forzado para nuestra mente, que anhela cono-
cer lo primero. Pero ¿por qué no anhela conocer lo más íntimo?
El primer principio, si bien es lo primero, no es lo más alto ni
lo más íntimo. Lo más íntimo es la persona, y la persona no es
menos radical que el fundamento; sólo que su radicalidad no
es funda­mental.
Pues bien, ¿cuál es la radicalidad más radical que el fundar?
¿En el ser hay algo más que fundar? Sí. Es una convicción que a
veces aparece y sobre la que se vuelve a menudo. Es lo que está

166
expresado en la tesis de que el bonum est diffusivum sui (el bien
es difusivo por sí mismo). Con todo, que el bonum sea diffusivum
sui conserva en último término una reminiscencia fundamental,
por­que el difundirse está pensado en términos de degradación.
Que el bien sea difusivo de sí alude al fundamento en cuanto
que da lugar a lo derivado, que es justamente el término de la
difusión.
Sin embargo, ese ser el bien difusivo de sí implica algo así como
un otorgar: una benevolencia; y en cuanto hay benevolencia ya es-
tamos por encima de la fundamentación. Así pues, en la expresión
bonum diffusivum sui se concitan, por así decirlo, la consideración
del bonum como fundamento y como otorgante. Pero como otor-
gante, el bien ya no es exactamente fundamento.
Esto también aparece en Tomás de Aquino. Cuando dice que
Dios es la causa eficiente de la criatura es claro que lo está en-
tendiendo en el orden fundamental. Pero cuando dice creatio
est donatio essendi, eso ya no está entendido en el orden funda-
mental. Amplía la consideración causal. Cuando se regala no se
funda, no se causa; se hace más que fundar. Es decir, se da el ser:
no se causa o se hace, sino que se da. ¿Qué es más propio de la
creación hacer el ser o dar el ser? (Bien entendido: ex nihilo sui
et subjecti, o sea, sin sujeto. Aquí también encontramos la suge-
rencia de que la noción de sustancia no es radical. Lo separado
no es primario, porque ese ex nihilo es ex nihilo substantiae.
No vale ni materia ni sujeto preexistente: nada previo). Pero no
es lo mismo facere extra nihilum, que dar el ser extra nihilum.
Es más alto dar el ser que hacerlo (ex nihilo). La visión donal de
la creación es más que la artesanal. ¿Qué es más propiamente
crear: fundar o dar? Dar; y en cuanto se da, ya estamos en el
orden de la coexistencia.
Estas observaciones no intentan quitarle importancia a la no­
ción de fundar. Es más, digo que esa noción es legítima. Es un
sentido del ser. Hay una criatura que es criatura fundada, y esa
criatura es justamente la que existe, la que está en el orden de los
primeros principios. Pero se puede ver que hay otro sentido del
ser no existencial y que, por lo tanto, no es del orden del funda­
mento; es más alto. Este sentido del ser es el que conviene a la
noción de persona, pues hay que pensarlo así: el ser personal es
coexistencial.
Y la razón profunda de esto se ve al entender hasta qué punto
la persona es incompatible con el monismo. Porque la noción de

167
persona única es absolutamente incoherente. Más aún, persona
única sería la tragedia pura. Por eso, lo peor que le puede pasar
a un ser personal es aislarse o ensoberbecerse. El egoísmo y la
soberbia son contrarios al ser donal. Por eso, no vale decir que
el hombre es simplemente un sujeto. Tenemos que ir del sujeto
al yo. Y del yo a la persona. Porque tampoco es suficiente de-
cir que el hombre es un yo. Lleva al «egotismo»: auto-persona
—autoconciencia— de ninguna manera, sino coexistencia. El
sujeto moderno se enfrenta, especulativamente, con la represen-
tación; se aísla de cual­quier otro al enfrascarse en el problema de
la certeza. Ningún filósofo moderno ha resuelto la cuestión
de la intersubjetividad.
Por lo demás, eso es coherente con que Dios no puede ser
unipersonal: es tripersonal. Si Dios no fuera trinitario, si fue-
ra mónon, la tragedia estaría en Dios mismo. ¿Quién ha pre-
tendido que la tragedia está inserta en Dios? Nietzsche. No es
ateísmo, sino teísmo trágico. Dionisos es el dios de su teísmo
trágico. Un teísmo ateológico, por así decirlo, porque Dionisos,
él mismo, no es susceptible de lógos, no es lógico. El lógos per-
tenece a Apolo, pero no a Dionisos, en el dualismo con que
empieza la filosofía nietzscheana, y que no deja nunca de estar
presente en ella. Cuando Zaratustra empieza a plantearse el
problema de la eternidad, la enfoca como eterno retorno de
lo mismo, y encuentra entonces la divini­dad, la entiende como
Dionisos y, por tanto, trágica: Dionisos está sólo, juega consigo.
En cuanto se admite el monismo en la persona —sola o única—
lo óntico es trágico. Y lo es porque no puede coexistir con su
igual, de modo que entra en pérdida, aboca a la nada. Por eso,
la nada para siempre, dice Nietzsche. Por aquí va su nihilismo.
En Nietzsche hay como una exuberancia vital princi­pial o fun-
damental renovada, pero no personal: está llena de pa­sión, pero
no es personal. Y por eso inserta en sí misma la tragedia y el
dolor. «Profundo es el dolor», dice, y «profundo es el placer».
Esa escisión se da también en Dionisos, que es la interpretación
trágica de la divinidad. Pero esa interpretación es absurda. Sin
embargo, ¿por qué piensa de esa manera? Porque Nietzsche no
alcanza la coexistencia. El lo dice así: un sol no puede calentar
a otro sol; lo más alto, si es plural, no admite coexistencia. Un
sol es frío para el otro, cada uno se aísla. Pero entonces sólo
cabe la compasión, el descenso ontológico. Zaratustra baja de
la montaña.

168
Bien, ésta es la segunda tesis: la ampliación del trascendental
es, por así decirlo, insistente; y por eso es coexistencia. Implica
un «respecto a» que es intrínseco. En Dios es la relación subsis-
tente. Es un ser respectivo, un ser que no puede ser unipersonal.

Tercera tesis. Dice que para investigar el ser del hombre es


preciso darse cuenta de que el ser hombre es superior a la unici-
dad. Esta tesis la formulé al principio haciendo alusión a obras
anterio­res mías, pero conviene repetirla. Metafísicamente la uni-
cidad es el mónon: la noción de único, que lleva al panteísmo: la
totalidad del único, el único total. Ahora bien, el planteamiento
de una ampliación trascendental exige abandonar lo único. Suelo
decir que el método para acceder al ser personal es el abandono
de la unicidad. Ello nos obliga a establecer con precisión qué
significa unicidad, o, por así decirlo, dónde se da o dónde está.
Pues bien, la unicidad no es el fundamento. No se trata de
un monismo de tipo ontológico o fundamental. La unicidad es
la característica descriptiva de la operación intelectual. Por eso
empecé hablando de las operaciones mentales.
Esta tesis también tiene dificultades. Con lo dicho, me parece
que las dificultades de las dos primeras tesis están hasta cierto
punto controladas. El ser que estudia la ampliación de lo tras-
cendental es el ser-con, la persona, pues no puede ser único: sería
una tragedia ontológica. Y una tragedia ontológica es imposible:
lo último, lo más importante, no puede ser lo trágico. La trage-
dia puede aparecer en la vida humana porque el hombre peca
precisa­mente por desvinculación del coexistir, por pretender no
coexistir. El pecado original es un pecado contra la coexistencia.
Es querer vivir sólo: desobedecer a Dios y actuar sin Él, rompien-
do la comu­nidad con Dios. Y quien habla de comunidad habla
de coexisten­cia; desde el punto de vista de la persona, comuni-
dad significa coexistir.
La tercera tesis dice así: la persona es superior a la unici-
dad, y, por tanto, si hay un método para la antropología, será
el camino por el cual descubramos, a partir de la unicidad, la
superioridad de la persona. Entonces lo primero es intentar de-
cir qué significa estrictamente unicidad. Y digo: «lo único» que
significa «unici­dad» es la presencia mental. Es decir, aquel acto
cognoscitivo de la inteligencia que posee objeto: la operación
inmanente. La ope­ración inmanente se describe bien con la no-
ción de unicidad.

169
Según esto, el procedimiento, la vía o método por el cual se
puede desarrollar la temática de la antropología trascendental
es el abandono del límite mental: el abandono de la unicidad.
Porque unicidad significa límite. Es obvio por esta equivalencia:
presencia equivale a unicidad; y presencia equivale a límite. Si
es presencia o unicidad mental, el límite será el límite mental. Y
tiene que ser así, porque el conocimiento operativo es el más bajo
dentro de la jerarquía de los actos del conocimiento.
El conocimiento siempre es en acto. Pero el operar intelectual,
es decir, el acto cognoscitivo que es una operación, es el ínfimo
de esos actos. En el conocimiento operativo también hay jerar-
quía: ver es más bajo que abstraer y abstraer que concebir, etc.
En el orden intelectual, los actos mínimos son las operaciones
intelectua­les. Por encima de ellas hay otros actos intelectuales.
Pues bien, el método en virtud del cual se puede acceder al
ser del hombre —me parece, y así lo propongo— es, ante todo,
descu­brir, desvelar o detectar que la operación como presen-
cia mental es unicidad y límite; y, detectado esto, abandonarla.
Detectar al límite permite abandonarlo, y al abandonar el límite
se puede acceder a una temática más amplia, uno de cuyos temas
es justa­mente el esse del hombre, es decir, la coexistencia.
Lo que llamo detectar el límite mental en condiciones de aban-
donarlo y, por tanto, de manera que entren en juego actos cognos-
citivos superiores, es el método que permite descubrir y acceder a
cuatro grandes temas: dos metafísicos y dos antropológicos. Por
eso digo que el abandono del límite mental tiene cuatro grandes
dimensiones o, lo que es igual, que se puede llevar a cabo en cuatro
direcciones. Vamos a ver si expongo esto de manera coherente.

EL ABANDONO DEL LÍMITE Y ALGUNOS PRECEDENTES


El límite mental es la operación intelectual como acto cognos­
citivo ínfimo de la inteligencia. Cabe detectarlo; y, al detectarlo,
se abandona (o peor dicho, se supera. Prefiero no usar la noción
de superación). Su abandono abre una temática más amplia, que
se corresponde con actos intelectuales superiores a las operacio-
nes. Ese abandono se puede hacer de cuatro maneras, por lo que
hablo de cuatro dimensiones del abandono del límite mental,
que se corresponden con cuatro grandes temas: la existencia ex-
tramental, que es el tema de la metafísica, y la esencia extramen-

170
tal, que es un tema fisicometafísico. Luego la existencia humana,
a la que llamo coexistencia, y la esencia humana, a la que llamo
—ya se verá por qué— el disponer.
¿Por qué cuatro temas? Primero, porque de esas cuatro mane-
ras se lleva a cabo el abandono del límite. Pero desde otro punto
de vista, porque ésta es la manera de enlazar tanto la temática
metafísica y física como la temática antropológica con el gran ha-
llazgo filosófico de Tomás de Aquino. Es decir, esto es una nueva
exposición de la distinción real de essentia y esse. La distinción
real entre esencia y acto de ser es lo característico de toda criatura,
lo que la distingue de Dios. Esta tesis es la cumbre del tomismo y,
por tanto, de la filosofía clásica. La filosofía clásica culmina en esta
tesis: la esencia y el esse se distinguen realmente in creatis.
Ahora bien, como el ser del hombre es creado, y se distingue de
la existencia extramental —también creada—, hay dos senti­dos
de la creación: el fundamental y el coexistencial —o propiamente
donal—. La creación del hombre no es el sentido fundamental de
la creación, sino el propiamente donal. Por tanto, también hay una
diferencia entre la distinción real de la esencia del hombre y el ser
humano y la distinción real essentia-esse en la creatura fundamen­
tal. La distinción real se descubre a fondo si se trata en metafísica
y además en antropología —de modo que se adviertan y se acceda
a ellas en su distinción yendo más allá de la operación: conociendo
algo más que lo que conoce la operación—. En suma, el principal
antecedente del planteamiento propuesto es la distinción real es­
sentia-esse tal como es expuesta por Tomás de Aquino. Propongo
una nueva exposición atendiendo a la distinción entre el ser huma­
no —y su esencia— con el ser del universo y su esencia física. Con
ello se logra una mejor intelección de ambos sentidos del ser y de
la esencia, superior a lo que conocen las operaciones.
¿Y qué conocen las operaciones? Objetos. Luego el conocimien-
to trascendental, rigurosamente hablando, debe ser transobje­tivo.
Transobjetivo porque se alcanza al abandonar el límite men­tal:
con actos superiores a las operaciones. Al abandonar la opera­
ción, ya no se conocen objetos, sino más que objetos. Y ese cono­
cimiento transobjetivo es cuádruple.
Por lo demás, la propuesta de conocimiento transobjetivo, es
decir, de «superar» el conocimiento objetivo, ha sido formulada
con frecuencia en la historia de la filosofía. Por ejemplo en Platón.
Cuando él dice que el pantelõs ón, es decir, la plenitud de la reali-
dad es el bien, y el bien está más allá de las ideas, está indicando

171
lo transideal o transobjetivo. El bien es transobjetivo o trans­ideal.
Eso se repite de manera más radical —aunque a la vez de forma
confusa— en Plotino. Además, precisamente por la influen­cia del
platonismo y del neoplatonismo, eso está presente también en la
filosofía medieval. Por ejemplo, cuando Tomás de Aquino habla
del conocimiento por connaturalidad, que no es objetivo.
Por su parte, en la filosofía moderna la noción de transobjeti-
vidad se ha formulado algunas veces. En ocasiones bajo la forma
de una descalificación rotunda del conocimiento objetivo —cosa
que no comparto, porque el conocimiento objetivo, intencional
es válido, aunque no es el superior—. Otros dicen que el cono-
cimiento objetivo es el único conocimiento, pero que con él no
se llega a todo. Por tanto, habría que apelar a lo emocional, a
manera de intuición, como la intuición emotiva de los valores
en Max Scheler, a la empatía, etc. Algunos modernos hablan de
transobjetivo en el sentido de irracional. Se puede llegar a lo tran-
sobjetivo en el voluntarismo. El Dios de Ockham seguramente
no es objetivo; no se puede hablar objetivamente de Dios, porque
Ockham ha desca­lificado las objetivaciones, el valor supositivo
de las ideas. Dios es voluntad arbitraria, y eso obviamente es irra-
cional. El irracionalismo muchas veces es una descalificación del
conocimiento objetivo. Otros, como Jaspers, hablan de lo tran-
sobjetivo en el sentido de un trascender o de un ir más allá. Sin
embargo, Jaspers no controla el modo de hacerlo.
Mi propuesta es un modo de controlar el conocimiento tran-
sobjetivo. Si se detecta el límite, se abandona, es decir, se puede
transobjetivar, puesto que el límite es la presencia de objetos. Si
abandono la presencia, ya no objetivo. Pero hay control, pues
esto no comporta que caiga en lo irracional, o que no conozca
nada, sino actos intelectuales superiores a las operaciones.
También Heidegger apela a lo transobjetivo en el sentido de
que para él lo objetivo es —por así decirlo— una desvinculación
de lo conocido en orden al comprender existencial, el sentido
del ser, y a lo que él llama precomprensión: Vor-begriff; Vor-
haben. Eso, dice, es lo mismo que el existir humano. Pero para
Heidegger el hombre es existencia, no coexistencia, a pesar de su
alusión al Mitsein, que no desarrolla suficientemente. Conocer
sería un modo de existir el hombre: el hombre conoce lo que se
llama ser, siendo. Y entonces, si es siendo como se conoce lo que
se llama ser, si el conocimiento coincide con la existencia, está
más allá del objeto, porque el objeto sería lo que se representa.

172
Está delante, pero no es alcanzado por un impulso cognoscitivo
que sea solidario con, y parta de, la existencia misma. Por eso
se puede decir que en Heidegger el objetivismo es considerado
como una manera impro­pia de conocer.
Incluso para Hegel el conocimiento de lo absoluto no es
meramente objetivo, sino objetivo-subjetivo. Así lo expresa él
mismo. Con todo, a mi modo de ver, ése no es un propósito
de transobje­tividad tan claro como el que puede apreciarse en
Platón, cuando habla del bien, o en autores existencialistas in-
fluidos por Kierkegaard, cuyo planteamiento también sería un
intento de transob­jetivación.
Lo cierto es que este asunto de que el conocimiento objetivo
no es el más alto o que acontece algo superior, aparece en la his-
toria de la filosofía, asociado con frecuencia a la versión especu-
lativa del objeto. Su descalificación lleva a admitir que lo supe­rior
en la vida sería el querer o las emociones, es decir, algo de tipo
irracional. Eso está también en Nietzsche, cuando sostiene que la
verdad objetiva es asunto del hombre, pero no del super­hombre.
También queda claro que la cuestión aparece a lo largo de la his-
toria de la filosofía sin control intelectual. Propongo jus­tamente
dicho control: la limitación del conocimiento objetivo se detecta
con actos intelectuales superiores a la operación inmanen­te. Sin
esos actos superiores la limitación del conocimiento objeti­vo no
se notaría de ninguna manera. Por tanto, es incorrecto sostener
que el hombre sólo conoce objetivamente y que para subir en la
consideración de lo humano hay que dejar atrás al conoci­miento.
Con eso se ilustra la tesis de que para alcanzar al ser humano
—para llegar a él— es menester abandonar el límite mental. Pero,
bien entendido, el abandonar el límite mental no sólo permi­te
alcanzar la existencia humana y la esencia del hombre. Si el ser
humano equivale a coexistencia, alcanzarlo ha de permitir tam-
bién acceder a la existencia y a la esencia extramental, es decir, a
los temas de la metafísica y la física-metafísica.
Al sentar esas cuatro dimensiones también se ve que la antro­
pología no se reduce a la metafísica y que, por lo demás, no se
aísla de ella, puesto que tanto la antropología como la metafísica
—tal como las entiendo— son desarrollos de la gran tesis sobre
la cria­tura que es la distinción real entre ser y esencia. Luego,
cabe acceder a la temática metafísica, enfocada desde la distin-
ción real, de esa manera: por el abandono del límite. La temática
antropológica es una ampliación.

173
CUATRO CAMPOS TEMÁTICOS

Ahora expondré sucintamente, o en esquema, esos cuatro


grandes campos temáticos.
¿Cómo se abandona el límite para advertir la existencia ex-
tra- mental? Se abandona el límite —es decir, la operación— y
se pasa a un acto superior, que es el hábito de los primeros prin-
cipios. Por lo demás, esa noción, la de hábito de los primeros
principios, es enteramente clásica. Sin embargo, al sentido clásico
de la noción hay que añadir: el conocimiento de los primeros
principios —que es propiamente habitual— es una manera de
abandonar el límite, porque el hábito es otro acto intelectual,
superior a la operación. El hábito de los primeros principios es
el conocimiento del ser en sentido fundamental. Por eso, ese há-
bito es aquel abandono del límite mental, según el cual se co-
noce estrictamente o de modo axiomático la metafísica. Como
los primeros principios son axio­mas, son el modo de formular
axiomáticamente el conocimiento del fundamento, y éste es el
mejor modo de plantear la metafísica, pues con él se distinguen
netamente el acto de ser creado del increado. Ninguno de ellos
es la entelékheia aristotélica, que es un sentido del acto que ha
de revisarse porque no es trascendental, y además porque la asis-
tencia del fundamento, siendo intrínseca, no puede ser actual (lo
actual es el objeto cuyo conocimiento se abandona). Téngase en
cuenta que Aristóteles no dice que Dios sea entelékheia: lo lla-
ma enérgeia, nóesis noéseos nóesis. Tampoco esta designación es
acertada, puesto que la operación cognoscitiva es el límite men-
tal y no se conoce a sí misma, pero es sumamente significativa.
En última instancia, Aristóteles no es un filósofo de la sustancia.
Sus dos sentidos del acto —enérgeia y entelékheia—, el primero
enteramente correcto, han de distinguirse del acto de ser tomista.
Llamo al acto de ser-creado-del universo persistencia, y lo descri-
bo como comienzo que ni cesa ni es seguido. Es el primer princi-
pio de no contradicción. Llamo al acto de ser divino Origen. Es
el primer principio de identidad.
¿Cómo se conoce la esencia extramental al abandonar el lí-
mite? En el modo que llamo explicitación. La formulación de la
explicitación es el estudio del orden predicamental. Ver, hallar el
orden predicamental es conocer las causas. La explicitación tam-
bién es un cierto abandono del límite mental, al que llamo pugna
de la operación con los principios predicamentales o devolución

174
del objeto a la realidad. Las causas se hallan o encuentran, pero
no son poseídas por la operación, sino que ésta pugna con ellas.
La pugna es posible por el mantenimiento de la manifestación
de la presencia mental por hábitos inferiores al hábito de los
primeros principios. Como la presencia mental es una prioridad,
un acto, pero no trascendental ni físico, pugna o se confronta con
las causas físicas.
La esencia se conoce explicitando todas las causas en tanto
que concausas (las causas lo son ad invicem). La existencia ex-
tramental se advierte; la esencia extramental —es decir, el orden
de las cau­sas— se halla, se encuentra o se contempla. Y encon-
trar las causas equivale a explicitar. Más aún: como las causas
son concausales (ad invicem), cabe explicitar la concausalidad
entera cuádruple, que es la esencia extramental, pero también
concausalidades triples y la concausalidad doble o hilemórfíca.
Así se encuentran las nociones de movimiento físico, sustancia y
naturaleza, que son inferiores a la esencia extramental. La esen-
cia extramental se describe como la unidad de orden cumplida;
pero el orden no se cumple por entero, porque ese cumplimiento
corre a cargo de causas distintas. Por eso la esencia extramental
es potencia y se distingue del acto de ser.
A su vez, en el abandono del límite, la coexistencia humana
se conoce alcanzándola. La coexistencia humana no se advierte
ni se halla, sino que se alcanza. Alcanzar es llegar a lo que llamo
además. Alcanzar es alcanzar el carácter de «además». Pues si
se trata de coexistencia, es decir, de ampliación del orden tras-
cendental y, por otra parte, si la coexistencia es, a la vez, lo más
íntimo o irreduc­tible —no sólo lo más propio— entonces sólo se
conoce en la medida en que se alcanza. En cambio, no se puede
decir exacta­mente que la existencia extramental se alcance, sino
que se advierte (la esencia extramental se encuentra, se halla),
porque lo extramen­tal se distingue del ámbito de la persona.
Pero la persona se conoce si se alcanza.
Si el abandono del límite mental me permite conocer mi
coexis­tencia, entonces la alcanza acompañándola: rigurosamen-
te hablan­do, no la conozco, pues ser persona humana significa
alcanzar a ser (la persona humana es creada, no la identidad
originaria). Alcanzar a ser denota acompañamiento, no término
(el ser no es resultado). Tampoco persona humana significa uno
mismo, pues lo mismo es el objeto pensado. Alcanzar a ser acom-
pañando, coexis­tir, es simplemente más que llegar a ser, y cabe

175
describirlo como futuro sin desfuturización. El futuro es deno-
tado por el alcanzar: la no desfuturización, por el no llegar a ser,
que es superfluo en atención al acompañamiento. Según esto, la
persona es intimidad abierta. Y eso es luz, libertad trascendental.
La libertad esencial es íntimamemnte asistida: asiente. Asentir es
disponer. De acuerdo con la potencialidad de la esencia del hom-
bre —realmente distinta del acto de ser humano—, la libertad
esencial enlaza con la mani­festación habitual.
Ahora bien, en esta línea metódica la coexistencia huma-
na se describe como lo que llamo carácter de además. Esto es
coherente, pero no resulta fácil de exponer, y a primera vista
parece un artificio meramente lingüístico, pues «además» es
un adverbio. ¿Qué quiere decir que la coexistencia humana
es un adverbio? En cierto modo ya Eckhart lo indica, cuando
dice que el Hijo de Dios es el Verbo, y el hombre es el adver-
bio2. El adverbio existe con el verbo. ¿Y qué criatura coexiste
respecto del Verbo? La llamo «además» en tanto que ninguna
criatura añade nada a Dios, de manera que además redunda
en la criatura: ella alcanza a coexistir sin añadirse, sino extra
nihilum. Cabe, por tanto, distinguir dos sentidos de este adver-
bio. Además, por lo pronto, es el sobrar cara a la operación: el
puro no agotarse al conocer operativamente, eso es el primer
sentido del además. Por eso, también se puede decir que el
hábito es además de la operación. No obstante, el hábito se
distingue del además extra nihilum: es superior a la operación,
no es causado por ella, sino la luz del intellectus ut actus que
la manifiesta. Justamente esa luz es la coexistencia humana3.
El ca­rácter de además de la coexistencia humana tiene que ser
—diga­mos— el carácter de entero sobrar de la luz intelectual
creada respecto de la unicidad del límite, es decir, respecto del
operar. Por ser acto extra nihilum, es también acto distinto
realmente de la esencia del hombre (o acto más distinto de
Dios que de la nada, y acto más distinto de la nada que de la
esencia. En tanto que distinto de la nada, es acto-además o
coexistencia. En tanto que distinto de la esencia, la ilumina. La
esencia del hombre es la manifestación habitual).

2
Nótese que, en este sentido, «además» es el adverbio que expresa la pura
adverbialidad.
3
El intellectus ut actus, es decir, el intelecto agente aristotélico, en antropo­
logía es un trascendental personal.

176
Por fin, el abandono del límite que permite acceder a la
esencia del hombre es lo que llamo detención. Detenerse en
el límite es su manifestación habitual. O si se quiere, el modo
como se pasa desde el límite a los hábitos. Porque es en los
hábitos donde la naturaleza del hombre es esencia. La esencia
extramental se distingue de las naturalezas físicas porque ella
es la concausalidad cuádruple y aquéllas son concausalidades
triples. Así pues, la esencia extramen­tal añade a las naturalezas
la unidad del orden (es decir, la causa final). Por eso, la esen-
cia extramental se describe como perfección de las naturalezas.
Dicha perfección es el universo físico4. Por su parte, la esencia
del hombre es la perfección de su naturaleza; pero esta perfec-
ción es habitual, y no la causa final (los hábitos no son causas
físicas). La distinción entre la esencia extramental y la esencia
del hombre es obligada si el acto de ser humano no es un primer
principio (de acuerdo con la propuesta ampliación de lo tras-
cendental). La esencia del hombre es la perfección intrínseca de
una naturaleza procurada por el acto de ser coexistencial. Esa
perfección es habitual, y, por tanto, se describe como disponer.
Consideradas desde la esencia, las operaciones que el hombre
ejerce son modalidades dispositivas con las que se corresponde
lo disponible. El disponer no debe confundirse con lo dispo-
nible. El deber moral exige no incurrir en dicha confusión, en
la que el hombre incurre cuando pretende autorrealizarse. Tal
pretensión es ilusoria porque el ser humano y la esencia del
hombre se distinguen realmente. En este sentido la esencia se
denomina detención.
En resumen, la tercera tesis dice que si no abandonamos el
límite mental, es decir, si no nos damos cuenta precisamente de
qué significa presencia, unicidad, y no vamos más allá, enton-
ces no podemos plantear la antropología trascendental. Pero,
en rigor, tampoco podemos formular la metafísica axiomática-
mente ni de­sarrollar el estudio de la concausalidad física. Por
su parte, el conocimiento de Dios como principio de identidad
u origen es metafísico. Pero cabe un conocimiento de Dios des-
de la antropología.
Esta exposición esquemática recoge —de manera sucinta—
el pensamiento global de la filosofía que propongo y a cuyo

4
Como esencia, el universo físico se distingue de su acto de ser, que es la
persistencia, un primer principio, como ya se indicó.

177
desarro­llo responde, más o menos en directo, todo lo que he ido
escribien­do. Dicho esto, intentaré justificar que la equivalencia
de coexistir y «además», la cual se descubre según una de las
maneras de abandonar el límite, no permite lo que se llama «au-
torrealización», si este término no se usa en su uso corriente, que
es más bien vago.

ALGUNAS INDICACIONES SOBRE LOS ANTECEDENTES CLÁSICOS


He expuesto de una manera esquemática los grandes temas
que se hacen accesibles con lo que llamo el abandono del límite
mental. Como son temas notablemente diferentes, es preciso que
el límite mental se abandone de varias maneras o, como suelo
decir, que tenga varias dimensiones. Es un método plural con el
que se recoge la distinción real de Tomás de Aquino, y se aplica a
la antropología, lo cual no se acostumbra a hacer, a pesar de que
es donde, especialmente hoy, la distinción entre essentia y esse es
más relevante. De ahí también la distinción entre antropología
y metafísica sin tener que considerar a aquélla como filosofía
segun­da. El ser del hombre es superior al ser del universo. Por
tanto, parece oportuno aplicar la distinción real entre essentia y
esse en antropología, puesto que por esa elevación del ser y de la
esencia humanas, se corre el peligro de dejar un poco oscuro su
carácter de criatura.
Decíamos que se accede al ser o a la existencia extramental
abandonando el límite en el modo de advertir el significado es-
tricto de los principios primeros. El conocimiento de los prin-
cipios pri­meros es el llamado intellectus principiorum o hábito
de los prime­ros principios. De manera que hasta aquí, esto del
abandono del límite, aunque sea con una terminología diferente,
parece estar de acuerdo —a manera de un desarrollo— con ave-
riguaciones logradas por la filosofía clásica.
A su vez, según digo, la esencia extramental se explícita. Es el
abandono del límite en una segunda dimensión. La esencia extra-
mental es el tema de las causas predicamentales y la investigación
de sus correlaciones, etc. La física causalista fue formulada por
Aristóteles. Las rectificaciones que estimo necesarias se centran
en la noción de entelékheia. Y han sido ya indicadas.
En algunos textos de Tomás de Aquino contenidos en la
Expo-sitio in Boetii De Trinitate se dice que el conocimiento de
los principios puede tener dos sentidos: el físico y el metafísico.

178
El sentido físico es el conocimiento de principios que son sólo
principios. En terminología tomista, principios que, aparte de
serlo, no hay por qué decir que sean quiditativos. Ése es el asun-
to de la física: los principios predicamentales. Y son meramente
eso: causas, como parece desprenderse claramente de esos textos.
Pero enton­ces se podría preguntar por qué se habla de esencia,
porque parece que la esencia tiene que ver con lo quiditativo. Sin
embargo, a mi modo de ver, la esencia física, en rigor, es la con-
sideración de la concausalidad total, que llamo cuádruple. Esto
se desprende del abandono del límite y de la rectificación antes
aludida. Se agota la consideración de lo físico si se explicitan
todos los principios que son sólo principios.
En cambio, cuando se trata de los principios metafísicos
Tomás de Aquino sostiene que hay que distinguir su carácter de
principio, que es respectivo a lo principiado, de su propia índole,
que es quiditativa o esencial. Por eso, el conocimiento de esos
principios es doble, pues no es lo mismo conocer que son princi-
pios (lo que se logra desde lo principiado) y conocer su esencia
(lo que no siempre se logra). Tomás de Aquino dice que son tres:
Dios, el alma y —siguiendo el planteamiento aristotélico— los
as­tros —las sustancias ingenerables e incorruptibles—: las esferas
celestes. Y bien, descartando las esferas (los astros no son como
pensaba Aristóteles), quedan el alma y Dios como principios con
esencia. En Dios se ha de convertir la esencia con la identidad
originaria, por lo que es inaccesible. Por su parte, el alma es asun-
to antropológico. ¿Se puede decir exactamente que el alma es
princi­pio y esencia, o algo más que principio? Metafísicamente sí
(aun­que no es un principio primero). Pero en antropología hay
que considerarla de otro modo. Porque, efectivamente, el alma
es la parte inmortal de la naturaleza del hombre. Pero es una
esencia realmente distinta del esse humano en cuanto habitual-
mente per­feccionada. A su vez, el esse humano es suficientemente
distinto del esse del universo —que estudia la metafísica— y no
se puede decir que sea primer principio, ni que se conozca con
el hábito de los primeros principios. Por eso, el carácter princi-
pial del alma se ha de tratar con cuidado. En cuanto se refiere al
esse hominis, entonces ya no se refiere a un principio primero.
Admitida la inmortalidad del alma, no por eso deja de ser perfec-
tible, y ha de tenerse en cuenta que sin el conocimiento de Dios la
inmortalidad es simple desolación. Si se entiende que el alma es
sustancia, se la reduce a ipseidad y se la separa de la coexistencia.

179
Si se acepta que es capax Dei, todavía queda por averiguar el acto
que satura esa capacidad5.
Por lo demás, con el abandono del límite mental —que es la
unicidad— se puede alcanzar la coexistencia humana (también
cabe la demora o detención en la esencia, es decir, la coincidencia
esencial con la propia naturaleza). En todo caso, se podría de-
cir que alcanzar la coexistencia humana, epistemológicamente,
es el hábito de la sabiduría. El conocimiento transobjetivo del
esse hominis es también un conocimiento habitual —al menos
habitual—; pero se trata de un hábito superior al hábito de los
primeros principios.
El hábito de la sabiduría también es conocido por la filosofía
clásica. Sin embargo, a mi modo de ver, se ha estudiado muy sucin-
tamente o resaltando sus connotaciones morales. El mismo nom-
bre «filosofía» marca cierta distancia respecto de la sabiduría. Por
otra parte, ese hábito no es sobrenatural y los teólogos medievales
conceden más atención a la sabiduría como don sobrenatural.
Pero eso no compete aquí, porque no se trata de exponer una
antropología de la fe. El hábito de sabiduría manifiesta que la
esencia del hombre no es la réplica de la persona humana y los
problemas que ello comporta.

AUTORREALIZACIÓN Y DIFERENCIA EN ANTROPOLOGÍA


Si el límite mental es la presencia mental y la presencia mental
equivale a las operaciones intelectuales, tiene sentido decir que
el esse humano es además de las operaciones. El ser extramental
se advierte; en cambio, el ser humano se alcanza; su superioridad
respecto de la presencia mental es, por así decirlo, más intensa.
Alcanzarlo desde el límite es el carácter de además: conocer eso
que se expresa con ese adverbio.

5
Es imposible que dicho acto sea una operación, pues al saturar la capaci­
dad tendría que ser subsistente y la noción de operación subsistente no se puede
admitir. Añádase que si el intellectus ut actus es un trascendental personal, ningu­
na operación lo agota, pues los hábitos manifiestan las operaciones (también por
esto el conocimiento de Dios no puede ser una operación, pues carece de sentido
que sea manifestado por otro acto).
Conviene distinguir el intellectus ut actus, el intellectus ut habitus, las opera­
ciones intelectivas y el intellectus ut potentia. Por otra parte, la voluntas ut natura
es una potencia pasiva, según Tomás de Aquino.

180
¿Qué se expresa entonces con el adverbio además? Pues, res-
pecto de las operaciones, que el hombre no se agota en pensar (o
en querer). Decir que el hombre es una res cogitans resulta apre-
surado. El ser no es el operar. Se dice que el hombre es además de
conocer operativamente, porque el ser humano se distingue real­
mente de su esencia, y el pensar operativo es del orden de lo esen-
cialmente manifiesto. Por tanto, esa distinción ha de ser tam­bién
manifiesta. Y eso significa: el ser humano no se destina a su esencia
que, por eso, es el disponer no disponible, la detención. El carácter
de además se distingue de la detención: la coexistencia no se detie-
ne, no llega a término (esencial) o, como suelo decir, la coexisten-
cia carece de réplica: esa carencia es la esencia del hombre.
La coexistencia no se encauza, no se alcanza, a través del dis-
poner esencial. La esencia del hombre es la perfección de su na-
turaleza, no del ser personal, que es realmente distinto de ella.
Y esto es lo que expresa el carácter de además, alcanzado por el
hábito de la sabiduría. La sabiduría habitual no es nada parecido
a la nóesis noéseos nóesis, sino el conocimiento de la insaturabi-
lidad del intellectus ut actus por los hábitos y por las operacio-
nes. Aunque la perfectibilidad de la naturaleza del hombre sea
irrestricta, ello es debido a la coexistencia. La idea de infinitud
es insuficiente para la coexistencia (Duns Escoto se queda corto),
pues no expresa bien que la coexistencia es sin término. Tampoco
la inmortalidad del alma decide la cuestión. Es al revés: la in-
mortalidad del alma se debe a la coexistencia, que trasciende la
infinitud o sucumbe a la desgracia pura que para la coexistencia
es el monismo. Persona y bien absoluto; persona y verdad plena;
persona y ser, son expre­siones de esa desgracia en tanto que bien,
verdad y ser son trascen­dentales metafísicos, no antropológicos,
si detrás de ellos, la iden­tidad originaria no fuera persona —Deus
Pater—, pues el coexistir quedaría sólo6.
Llamo a la esencia del hombre como perfección de su natura­
leza, detención. La detención es el disponer: es preciso detenerse

6
Deus Pater, et Filius in sinu eius, et Spiritus Sanctus ab utroque. La Santísi­
ma Trinidad es misterio revelado. La desolación del monismo para la persona es
descubierta al alcanzar el carácter de además abandonando el límite mental. Salvo
desolación, el carácter de además comporta la omnipotencia y la misericordia
de Dios. Omnipotencia y misericordia son nombres personales divinos ad extra
(comunes) que se convierten entre sí cuando la criatura es persona, y que expre­
san la atracción según la cual la coexistencia es creada (también perdonar es
misericordia omnipotente).

181
en el disponer para no confundirlo con lo disponible. La persona
humana no dispone de su esencia, sino de acuerdo con ella. La
detención indica que la esencia no es el cauce de la coexistencia,
o bien, que la coexistencia no puede pretenderse en términos de
identidad (la identidad es originaria y no un resultado, y sin distin­
ción real de esencia y ser no cabe criatura), pues esa pretensión
aislaría o terminaría en el solus ipse. Por su parte, la naturaleza
proporciona las modalidades dispositivas que son esencialmente
perfeccionadas. Tales modalidades han de ser ejercidas.
La esencia no encauza la coexistencia porque no mantiene la
no desfuturización. Y esto es la detención. Ahora bien, en otro
sentido la esencia no se detiene: las modalidades dispositivas pa-
san al hábito, y el hábito a ellas, de modo que la esencia crece y el
nivel de las operaciones sube. Este vaivén de operaciones y hábi-
tos está orlado por la coexistencia. Así el hábito de los primeros
principios no es seguido por operaciones (los primeros principios
no están al alcance de las modalidades dispositivas) y señala la
superioridad de la libertad sobre el ser del universo. A su vez, el
hábito de sabiduría señala el respecto del coexistir al creador. Es
de notar que estos dos hábitos no son simétricos.
Más allá de la simetría con el ser del universo, la libertad
humana es trascendental. La libertad es una dotación de la que
depende la esencia del hombre. Tal dependencia asegura el dis-
poner, o sea, la esencia en el nivel de los hábitos. Asimismo, la
libertad humana se distingue del fundamento que es principio sin
libertad, no en el modo de un nuevo principio, sino como coexis-
tencia respecto del principio: el respecto de la coexistencia al ser
del universo no es recíproco, pues el ser del universo no coexiste.
Por eso, el ser del universo en el hombre es un hábito. Con otras
palabras, sin perjuicio de su independencia (el ser del universo no
depende del hombre, porque es creado), se adscribe a una nueva
dependencia creada de acuerdo con la coexistencia no simétrica,
y carente de réplica. La ampliación de lo trascendental rectifica la
filosofía moderna. La simetría con el fundamento es una amplia­
ción frustrada. Frente a ella propongo: como el ser del universo
no coexiste, es habitualmente esencializado.
La coexistencia humana es «esencializante» del ser del univer­
so, es decir, no lo deja al margen como una cosa en sí. Como, con
todo, el hombre no crea el universo, conviene decir que lo asimila
habitualmente. No se dice que la esencia del hombre sea la esen-
cia del universo, sino que le dota de aquello de que es incapaz el

182
ser del universo. Pero el ser del universo es incapaz precisamente
de «esencializarse» él mismo, puesto que es realmente distinto de
su esencia.
Al esencializar el ser, la libertad no se confunde ni se identifica
con él, sino que coexiste con él dotándole de lo que éste es incapaz.
He aquí la exclusión de simetría. La distinción de la coexistencia
respecto del ser es radical: se retrotrae al ser del universo en tanto
que lo esencializa. De acuerdo con esto, el ser humano puede des-
cribirse como aquel que perfecciona, o que se adscribe al ser del
universo según la perfección de que éste es incapaz de suyo7.

7
Queda por examinar la intersubjetividad en el orden humano, es decir, la
pluralidad de coexistencias personales. Conviene notar, ante todo, que los hom­
bres poseen la misma naturaleza o, mejor dicho, que la pluralidad de personas
posee una naturaleza común. Sin comprometerse con la palabra, cabe hablar
de especie humana, al menos en sentido biológico. En este nivel se registran
muchos aspectos; por ejemplo, la dualidad de sexos, y consecuentemente, la
institución familiar; la historia en su sentido más elemental, como la no contem­
poranei­dad de todos los seres humanos —nacimiento y muerte—; la técnica
como condición de viabilidad específica y la consiguiente división del trabajo,
la hostilidad y la cooperación. Estos rasgos específicos son complejos. Como la
naturaleza del hombre es viviente, su comunidad comporta convivencia. Y
como las personas están llamadas a perfeccionar su naturaleza, la convivencia
es compleja y proble­mática, pues si su naturaleza es común, su esencia no lo es:
cada coexistente perfecciona la naturaleza más o menos, y también la degrada
(algunos hábitos son vicios). Con todo, a pesar de las quiebras de la convivencia
—constatables y abundantes—, las esencias de los coexistentes comportan
convocatoria, no sólo porque los problemas —constatables— de la convivencia
deben ser resueltos, sino porque la mera convivencia no ofrecería problemas
si los seres humanos no dispusieran de acuerdo con su esencia (son problemas
planteados por una «esenciación» deficiente y cuya solución estriba en subsanar
esa deficiencia: es incohe­rente acudir para ello a lo disponible). Por otra parte, el
aislamiento de la persona es trágico, como ya he dicho, y, al carecer de réplica,
ha de apelar a la mediación de las esencias que llamo convocatoria.
La convocatoria es la sociedad. Según Aristóteles, los hombres no se unen
sólo para convivir sino para vivir bien; la vida buena es la vida virtuosa y el
diálogo. El lenguaje humano es un hábito y un modo de disponer. Hábitos muy
importantes, como la veracidad, la confianza mutua y la amistad están vinculados
a la comunicación. Se destaca así el carácter manifestativo de la convocatoria de
las esencias de los coexistentes. La manifestación arranca de la intimidad perso­
nal. A este arrancar cabe llamarlo inspiración. En cuanto inspirada, la manifesta­
ción es frecuentemente simbólica. Los símbolos son expresiones de lo nuevo. En
rigor, para cada coexistente el otro no es tan sólo otro sino novum (la pluralidad
del carácter de además comporta —sólo es posible así— novedad, pues ha de ser
compatible con la desfuturización). Por ser expresivos de lo nuevo, en los símbo­
los se apoyan las instituciones y los ritos, cuya crisis se debe a la desaparición
de ese apoyo.

183
Uno de los rasgos más notables de la filosofía moderna es la
interpretación del hombre de acuerdo con sus dinamismos. Pero
la antropología dinámica tiene el grave inconveniente de sobre-
cargar el dinamismo natural del hombre con unas tareas que no
puede ni tiene que llevar a cabo, pues el planteamiento comporta
un doble empobrecimiento: en el punto de partida y en el rendi-
miento. No es correcto atribuir a lo dinámico valor simbólico,
pues en su punto de partida no es ni siquiera formal.
Es peculiar de la filosofía moderna, por ejemplo, la noción de
autorrealización. Si el ser del hombre se inicia en un primario di-
namismo, entonces hablar de la realidad del hombre es hablar de
autorrealización: pero eso equivale a atribuir al operar humano
una tarea abrumadora y, por otra parte, innecesaria y de corto
alcance. Si, por el contrario, se dice que el ser humano es ade-
más de la operación, de su dotación natural o de su perfección
esencial, entonces no hace falta acudir a la noción de autorrea-
lización. La distinción real essentia-esse implica que el hombre
esencialmente no se autorrealiza. Para que se autorrealizara se-
gún un dinamismo haría falta que su dotación esencial fuese un
logro terminal e idéntica con su ser como un resultado a partir
de una indeterminación inicial. Pero, insisto, esa identificación es
incorrecta respecto de Dios, es decir, de la identidad originaria, y
también en el hombre, pues la distinción real essentia-esse sienta
la imposibilidad radical de autorrealización, idea que anula la
riqueza de la noción de criatura; la criatura es extra nihilum.
Aunque sea a partir de algo, en el sentido de que exige actua­
lizar una potencialidad, la autorrealización pone la potencia an-
tes que el acto. Por eso, el planteamiento es muy equivocado. Y en
todo caso no es propiamente antropológico, sino una extrapola­
ción de lo metafísico. La noción de causa sui es metafísica. Por
eso, la distinción de la metafísica y la antropología es muy conve-
niente y oportuna. Si no, al caer en cuenta de que el hombre no es
sólo su operación, se puede estar tentado de atribuir a la acción
una tarea que la reduce a puro dinamismo en busca de un acto, o
cuyo acto es el resultado final. Con esto se concede a la potencia
un carácter previo, puesto que es la búsqueda del acto. El acto
es terminal, o como dice Hegel, el absoluto es el resultado. La
noción de causa sui es insostenible. No es más que una manera
equivocada de referirse al absoluto.
Con lo anterior intento poner de manifiesto por qué la aludida
denominación adverbial es adecuada para el ser del hombre. Si al

184
abandonar el límite se alcanza el carácter de además, y alcanzar
el carácter de además es conocer el esse hominis, entonces el esse
hominis no puede ser considerado como término o como resulta-
do o efecto. Por eso, el carácter de además se descubre en el aban-
dono de la operación, y no, en modo alguno, según la eficacia de
la operación. Si fuera según la eficacia de su actuar, tendríamos
una autorrealización. Por eso, proponer que es en el abandono
del límite como se llega a los grandes temas tanto de la metafísica
como de la antropología —aunque según dimensiones distintas
del abandono— es un modo de controlar los planteamientos de la
filosofía moderna, dominados por la noción de causa sui y por
la de autorrealización o de absoluto como resultado.
¿Se puede decir entonces que la antropología moderna se ocupa
del ser humano? No. Por tanto, no es en verdad una antropología
trascendental. ¿Qué significa trascendental en la filosofía moder-
na? Pues lo que dice Kant: la consideración de lo lógico como
productivo. Si considero lo lógico como no productivo, la lógica
es formal; si considero lo lógico como condición de posibilidad, es
decir, como a priori constitutivo, entonces tengo la lógica trascen-
dental. Para Kant, la lógica trascendental es la considera­ción de
un a priori que ejerce una acción sobre un producto. La Crítica de
la Razón Pura está construida de acuerdo con este planteamiento.
En definitiva, Kant no hace más que fisicalizar la razón o pensarla
en términos fundamentales. Pero eso no es antro­pología, sino una
interpretación simétrica del fundamento.
En suma, la autorrealización es una noción fundamental. La
causa sui también es fundamental. La discusión de todo esto co-
rresponde a la metafísica, pero es ajena a la antropología, si es
que la antropología se distingue suficientemente de la metafísica.
Ahora bien, a mi modo de ver, esa distinción se establece de ma-
nera suficiente si se llega al ser y a la esencia del hombre como
temas correspondientes a modos o dimensiones de abandonar
el límite mental distintos de los que permiten llegar al ser y a la
esencia extramental.
¿Hay que abandonar el límite mental para conocer el ser
como principio y los principios predicamentales? Sí; y precisa-
mente porque el pensar humano no es causal. Por lo tanto, habrá
dimensiones del abandono del límite que se cifran en la adver-
tencia de la distinción entre el límite y lo causal, o fundamental.
El límite mental es la operación inmanente. Y las operaciones
inmanentes no principian, puesto que poseen ideológicamente.

185
Esa manera de poseer no tiene absolutamente nada que ver con la
producción ni con la noción de causa. La temática metafísica exige
una distinción suficiente de los principios respecto de la operación
inmanente. Y esa distinción suficiente implica que la operación se
detecte como límite.
Al glosar las cuatro dimensiones del límite se puede sentar
esta tesis: el conocimiento del fundamento es el conocimiento de
lo distinto del límite, porque el límite mental no es fundamento.
El límite mental es la operación, y la operación es el conocimien-
to del objeto; pero el objeto es intencional, y no es fundamental-
mente real. En modo alguno lo intencional es real. Y menos aún
es principio. Por tanto, el abandono del límite es aquí darse cuen-
ta de que si existen principios, esos principios son extramentales.
Por tanto, también se puede decir que el tema de la metafísica (y
de la física) es el ser extramental y la esencia extramental.
Paralelamente, para conocer lo humano hay que abandonar
el límite de una manera que no nos lleve a lo extramental, sino
que, por así decirlo, nos mantenga en lo humano. ¿Cómo se man-
tiene uno en lo humano cuando se trata del ser? Diciendo que
el ser humano no es un principio o un fundamento (de la opera-
ción), porque eso corresponde a lo extramental y el ser humano
no es extramental, sino además de lo mental. Ese además no es
un primer principio, e, inversamente, tampoco se puede decir que
el primer principio sea además.
La metafísica trata de la existencia —del ser que existe—; la
antropología, como ampliación del trascendental, trata del ser
como coexistir o coexistencia. Se accede a la coexistencia huma-
na en tanto que además de lo mental, no en tanto que extramen-
tal. Y ser además se convierte con la coexistencia. Se vislumbra
la cohe­rencia entre la distinción de antropología y metafísica;
y el aban­dono del límite mental como método de acceso a los
grandes temas del ser y de la esencia8.
Si no se trasciende la operación de pensar y el objeto intencio­
nal, no se puede llegar a lo real en cuanto que real. El conocimien-
to intencional es un modo válido de conocer; pero es aspectual.
Aban­donar el límite mental no es apelar a la voluntad o al senti-

8
Es patente que Tomás de Aquino acude muchas veces a un planteamiento
causal, también cuando trata del hombre. Pero Tomás de Aquino no desarrolla
mucho la antropología, sino que más bien se mueve en el plano metafísico. Ya he
dicho que eso no es incorrecto, aunque propongo ir más adelante.

186
miento, para hacer entonces una metafísica o una antropología de
tipo voluntarista o sentimental. Nada de eso. De Aristóteles tomo
el intelectualismo radical, pero no me parece que el conocimiento
humano sea sólo operativo, o que la operación sea el modo más
alto de conocer. Con frecuencia se ha notado que el conocimiento
objetivo es limitado.
Una breve alusión a la ética. Es evidente que la moral tra-
dicional es más correcta que las morales modernas. Pero eso se
debe a que, al caer en la cuenta de la importancia de la libertad
en el hombre, se concluye que hago la moral que quiero. Porque
sólo desde la libertad puedo hacer una moral y si la hago des-
de la libertad, entonces no la hago desde la naturaleza. Al fin
se llega a decir que el hombre no tiene naturaleza. Sin embar-
go una moral que nada tiene que ver con una naturaleza (una
moral situacional o consecuencialista; o absoluta o autónoma;
o una moral ineficaz, pura intuición sentimental de valores, etc.)
es muy endeble en la práctica. Ahora bien, si los planteamientos
modernos no dan lugar a una moral bien justificada, ello se debe
a que la libertad ejerce una fuerte presión sobre la naturaleza,
porque se interpreta como fuerza, como espontaneidad arbitraria.
Lo cual es fisicalismo o, en todo caso, pseudometafísica. Por eso,
si la antropología se distingue suficientemente de la metafísica, si
—por así decirlo—, la deja tranquila y no la atosiga, la libertad
no se confunde con el funda­mento y los inconvenientes de la ética
moderna se evitan. La esencia del hombre no deja fuera la natu-
raleza. Si se admite la esencia humana, con mayor razón se tiene
que decir que hay una naturaleza humana, porque la esencia es la
consideración culminar de la naturaleza.
Insisto. En cuanto recarguemos la metafísica con cuestiones
antropológicas, resulta una mala metafísica y una mala antro-
pología —por ejemplo la interpretación espontanista, o como
fuerza, de la libertad—. También puede ocurrir que se caiga en
cuenta de que la libertad no es una fuerza. Y entonces se concluye
que la libertad no existe. Si la libertad carece de fuerza, entonces,
como interesan las fuerzas, se liquida la libertad. O puede ocurrir
al revés: como la libertad existe, tengo que interpretarla como
fuerza absoluta: como una fuerza radicalmente primaria. Por lo
tanto, el hombre tiene que hacerse libremente. En ambos casos se
produce una confusión. En uno, la libertad se niega, por no ser el
fundamento; y en el otro, la libertad se desvirtúa por interpretarla
como fun­damento.

187
Por eso, aunque lo que aquí se dice no está en Aristóteles, me
parece que con ello se recoge el espíritu de la filosofía aristotéli-
ca. Por otra parte, si se atiende a las distinciones que Tomás de
Aquino formula y se las compara con las de los autores moder-
nos, se podrá notar que estos últimos están obsesionados con la
identidad —la cual en rigor es formal para ellos, una mera iden-
tidad lógica—, por lo que las diferencias se vuelven escasas o no
son suficientemente precisas. El genio de Aristóteles es un genio
dis­cernidor, porque es un gran observador. Aquí está la clave para
desarrollar a Aristóteles y, no obstante conservar el espíritu de su
filosofía, o sea, no dejar de ser aristotélico al tratar temas de los
que él no se ocupó.
¿Aristóteles distingue suficientemente al hombre de lo que
no es el hombre? La ampliación de lo trascendental implica la
diferencia entre existencia y coexistencia. Aristóteles entendió
esa diferen­cia como diferencia específica: el hombre es el único
animal racio­nal y el único ser racional que es animal. Aquí evi-
dentemente hay una diferencia. Pero ¿es suficiente la diferencia
específica? Estimo que no, porque la persona no es definible, sino
que es trascenden­tal. Por ello, la persona debe ser una distinción
en el orden de los trascendentales. O, dicho de otra manera, la
ampliación de lo trascendental tiene que ser un discernimiento
de trascendentales. La ampliación de lo trascendental distingue
lo que es trascendental respecto de lo físico, de lo trascenden-
tal personal; descubre tras­cendentales que no son transfísicos o
transdefinicionales —en el sentido general que la definición tiene
en Aristóteles—, sino que son transoperativos. Y eso es lo que
significa además: es el modo de acceder al esse humano.

OTRAS INDICACIONES ACERCA DEL CARÁCTER DE ADEMÁS


He intentado distinguir la advertencia del ser extramental del
alcanzamiento del ser humano. Para la advertencia del ser extra-
mental se precisa el hábito de los primeros principios. El conoci­
miento objetivo no es suficiente. Para conocer las causas hay que
explicitarlas precisamente en tanto que contradistintas de la ope­
ración mental, porque la operación mental no es una causa, ni el
fundamento, ni nada que se le parezca. Ahora bien, abandonar
las operaciones mentales de ninguna manera quiere decir que
ponga en entredicho su valor. El abandono del límite no es una

188
crítica del conocimiento objetivo. Filosofía crítica es la kantiana;
averiguar diferencias no es criticar o descalificar. Al discernir no
se quita valor al objeto. El conocimiento operativo es válido. Y
lo distinto de él también. Una filosofía de la diferencia es, si se
quiere, una filosofía del también. En ella el carácter de además
debe aparecer y jugar un gran papel.
Ahora bien, ¿se puede decir que lo extramental es además de
la operación? No; hay que decir simplemente que es extramental,
que no se conoce con la operación, o que no basta con ella. Se
conoce con un hábito, pero no es un además intrínsecamente,
es decir, además no es un carácter del tema mismo. En cambio,
cuando se trata de la coexistencia humana, como, en rigor, tiene
que ser del orden de lo humano, es decir, como no puede verse
como algo externo al hombre, según es externo lo extramental,
sino que —por así decirlo— es un insistir en lo humano, más allá
de la operación, entonces se puede decir que la existencia huma-
na sí es precisamente además de la operación. Y precisamente
por serlo intrínsecamente se describe como coexistencia9.
Lo que está en discusión en la filosofía moderna es el tema de
la libertad, el tema del sujeto. Se habla de antropocentrismo, etc.
Pero ¿no hará falta una investigación en ese orden, precisamen-
te para hacer notar la insuficiencia del tratamiento moderno de
estos asuntos? Y no por ello hay que interpretarlo in peius. Más
bien se trata de proseguir en lo que los modernos vislumbraron,
sin ser capaces de desarrollarlo por prescindir de los hábitos, des-
de una inspiración clásica, y ampliando la temática clásica. Por
tanto, no es cuestión de originalidad. Lo que hay es un intento de
retomar asuntos que quedan pendientes: que están más o menos
anuncia­dos, confusamente entrevistos o esbozados. Y como hacer
filosofía es hacer filosofía hoy —la filosofía no es un asunto del
pasado—, resulta que este enfoque es oportuno. Lo oportuno es
lo que conviene ahora; y ahora conviene enfrentarse a la filosofía
moder­na y, por otra parte, desarrollar y completar la filosofía de
inspi­ración clásica. Sin embargo, bien entendido: la inspiración
clásica no es del pasado, sino una inspiración que se ha de hacer
9
Todo esto es difícil de decir. Son planteamientos que acuden a la mente o
se descubren antes de decirlos; por eso se enredan bastante al expresarlos. Para
conseguir aclararse hay que forzar el lenguaje, luchar con él. Intento comunicarles
una propuesta. Que se me haya ocurrido no significa originalidad alguna. La
originalidad no es un valor filosófico. Simplemente, lo expongo tratando de
sentar un balance de la filosofía moderna, y de continuar la filosofía clásica.

189
valer hoy. En todo caso, como es evidente que los asuntos an-
tropológicos han sido uno de los grandes centros temáticos de
la preocupación de los filósofos modernos, aunque tratados
de una manera bastante impropia, como a continuación tra-
taré de justificar todavía más, queda claro que eso es lo que
conviene llevar a cabo.
Si no me limito a pensar, precisamente porque el pensar es lí-
mite, soy además ¿Además de qué? Ante todo, además de pensar.
Por eso no es bastante cogito ergo sum. Mejor: cogito y además
sum; cogito ergo sum subordina el sum al cogito y se concluye
que soy una res cogitans. Pero no, más bien se debe decir cogito y
además sum. No es lo mismo. Por tanto, no es que se añada el sum
al cogito o se adose al cogitare. No. Además no significa añadir, ni
es un añadido, sino que significa estar más allá y en ese más allá
estar el además. O sea, ese más allá, se mantiene como más allá en
términos de además: el más allá es además, no un simple añadido
al pensar, ni una ratificación del pensar —cogito ergo sum—. Y,
por tanto, además es una designación del acto de ser.
Con todo, no hay por qué decir que esa designación del acto
de ser corresponda a los primeros principios. El ser humano
es además. Y que sea además quiere decir que no se agota en
una consideración actual: que es acto, pero no es actualidad. En
cam­bio, el acto de pensar es acto, pero acto actual. Si soy ade­
más, no soy un mero acto actual, porque según la actualidad me
consuma­ría, no sería además. La operación de conocer es bastan-
te. Cada operación de conocer se conmensura con su objeto, y
por tanto es bastante. Pero ese bastar es límite. Y respecto de mi
ser desde luego que lo es, porque mi ser es un puro sobrante. Y
eso significa acto; pero no acto actual, sino acto además.
«Dijiste basta, pereciste» (San Agustín). Ahora bien, el pensar
es bastante; sin embargo, el pensar no perece. Porque el acto de
pensar es actual; es presencia —presencia mental—, justamente
porque es bastante para el objeto, y el objeto es bastante para
el acto de pensar. Es lo que llamo axioma de la conmensura­
ción. El acto de conocer se conmensura con el objeto; el objeto
se conmen­sura con la operación. Este bastar es el límite mental.
En cambio, el ser del hombre no se conmensura con objeto. Y
precisamente porque no se conmensura es coexistencia, además.
Además equiva­le, en equivalencia trascendental, a coexistir.
Coexistir es además. Sólo se coexiste si se es además. O, dicho
de otra manera, sólo se coexiste si se vale. Y este valer es algo

190
más que el valor del que habla Max Scheler, o el valor en el sen-
tido de Nietzsche. El ser humano es un ser que vale. Y precisa-
mente por eso, en su esencia, es moral. La moral es una cuestión
de capacidad, porque no toda esencia es capaz de cumplir una
norma moral.
A veces se dice que la moral es una restricción. Absolutamente
falso. Es un enfoque que depende de la noción de autorrealiza-
ción. Pero el además está más allá de la autorrealización. El ser
además es un sobrante; y al ser un sobrante da de sí. Lo cual es
mucho más que la voluntad de poder de Nietzsche.
Si el hombre se considera al margen de la moral, se le conside-
ra incapaz de moral. No es que sea una aspiración legítima, sino
que es irrenunciable, porque si el hombre renuncia, se abaja. Si
no vivo de acuerdo con una moral, es que no sería capaz de ella.
Ser moral es siempre ser capaz de. La moral tiene que ver con la
dignidad humana y la dignidad humana es la persona. A su vez,
una moral sin virtudes es parcial. ¿Qué es la virtud? Crecimiento
en el orden de la capacidad. Por eso, si se renuncia a la moral, se
deja de crecer. Crecer es mucho más que autorrealizarse, porque
autorrealizarse es poner el absoluto en el término. En cambio,
crecer es precisamente estar más allá del término. ¿El absoluto es
el resultado? Con eso se está pensando el absoluto al margen del
crecimiento, porque el absoluto como resultado no es más que
un balance, y además insuperable: ya no hay más. Pero el creci-
miento es precisamente ser más capaz.
Sin embargo, todo esto —ser más capaz; la virtud—, es del
orden de la esencia humana. Pero eso es así en el orden de la esen-
cia porque en el orden de la coexistencia o del esse se alcanza el
carácter de además. Por eso digo que la esencia humana se puede
describir como el disponer. La designación de la esencia humana
como disposición alude inevitablemente a la libertad como tras-
cendental: a un ser que es libertad. Porque la libertad se con­vierte
con el además. Si soy además, soy libre. Libre, que no quiere decir
arbitrario. No. La libertad es la riqueza de mi ser. Esa riqueza de
mi ser, en la esencia es el crecimiento de mi capacidad; por ejem-
plo, mi capacidad moral. ¿Soy capaz de moral? Sí. Ahora bien,
¿la moral tiene un carácter terminativo para mí? No. ¿Por qué?
Porque en cuanto que soy moral crezco en virtud. Por lo tanto,
no termino. Por eso no vale lo de que el absoluto es el resultado.
Con esto hemos avanzado un poco en un difícil asunto. Y es
que acceder bruscamente al carácter de además puede dar lugar

191
a una filosofía inexpresable, o tan lejana a la formación normal
que puede parecer una ocurrencia genialoide: ¿carácter de ade-
más? Una ocurrencia más en este tiempo barroco. Allá cada cual
con su saber particular. Para entenderlo, primero hay que saber
la gran filosofía. Por ejemplo, hace falta saber lo que es una ope-
ración mental —lo cual no lo sabe todo el mundo.
Pienso y además soy, o soy además de pensar. Porque además
es, ante todo, además de la operación mental; si pienso, el ser que
me corresponde es además: mi ser es además. Con esto se deja
atrás a Descartes. Cogito y además sum. Y además, de tal manera,
que es además respecto del cogito. Y es además respecto del cogito
porque ese además se mantiene como además. Es decir, es acto,
cosa que el sum no es en Descartes. El sum cartesiano no es más
que un cuantificador existencial.
Y eso es, por otra parte, lo que Kant le reprocha cuando se-
ñala que el cogito sum es un paralogismo: Descartes juega con
la reali­dad empírica. Y por eso el término medio no es universal.
Pero el sum del «yo pienso en general» —Ich denke Überhaupt,
es decir, la conciencia trascendental—, no podría ser empírico,
porque está en el orden lógico-trascendental. Así que el sum car-
tesiano es empíri­co. El reproche kantiano es válido, a pesar de
que el cogito ergo sum no sea un silogismo y Kant lo trate como
si lo fuera. No es que haya paralogismo, porque Descartes no
hace un silogismo. Él piensa que cogito-sum es una intuición. Y
entonces hay que decir: el modo como Descartes accede al sum
desde el cogito no permite alcanzar el sum humano. Para evitar
entender el sum como un cuantificador existencial (tampoco es
correcto enfocarlo como uni­versal) hay que alcanzarlo: es acto-
además; un acto cuyo carácter intrínseco es además; un acto in-
agotable como actus essendi.
Se suele hablar de principio de inmanencia y principio de
trascendencia. Y no es ajustado, porque el principio de inma-
nencia, en rigor, no es tal principio. Más bien es esto: operación
inmanente; y acto de ser además. Es un trascender de acuerdo
con el carácter de además. En cambio, ir de la inmanencia a la
metafí­sica, es decir, al acto de ser metafísico o principial, no es
trascender con el carácter de además.
El carácter de además permite entender que el ser humano
es inagotable como acto. Por tanto, que no se consuma en un
resultado, sino que redunda en la esencia como perfección de la
natu­raleza aunque ésta no es su réplica. De ninguna manera es

192
causa sui. Con la noción de causa sui lo único que se consigue es
satisfa­cer una necesidad; establecer un balance: es causa sui, y ya
está. Pero del ser humano no puede decirse «ya es», porque el ya
es un carácter del objeto.
Y esa inagotabilidad, ¿qué expresa? Ante todo se puede decir:
libertad. Porque ser además es no depender de la necesidad, no
estar atado (como el ente de Parménides). Y eso es libertad tras-
cendental, no libertad de elección, porque se elige en función de
un motivo o para poseer algo que no se tiene, etc. La elección es
del orden de los proyectos prácticos del hombre. Porque el hom-
bre, desde el punto de vista de su naturaleza, necesita. Pero aten­
diendo a su ser, es decir, a su carácter personal, ser libre significa
mantenerse en el además, es decir, ser que coexiste. Como ya he
dicho, el además no es el mónon. El mónon ya se ha consumado;
y, entonces, lo único que puede hacer es derivar hacia abajo: algo
así como una descompresión. O bien dar lugar a una serie infini-
ta de atributos, como la mónada de Leibniz.
Además es más que brotar, porque brotar se refiere a lo que
brota, y lo que brota tiene algo de terminativo. Ésta es la vieja
noción de physis presocrática, la primera formulación filosófica.
La physis es la génesis verbal de un sustantivo. De manera que,
de una parte es un verbo: un brotar; pero un verbo que busca
una consistencia, una fijeza actual, y se consuma según esa fijeza
ac­tual. Y así es un verbo y un nombre. Pero el carácter de además
no es ni un verbo ni un nombre. Por eso acudo a la expresión
adverbial.
Lo que se ha abandonado con el además es la suposición.
Porque presencia significa suposición del objeto. En sentido estric­
to el objeto es lo supuesto. La distinción entre suposiciones, por
ejemplo de Ockham, e incluso las anteriores —las de tipo más o
menos platónico encontradas por pensadores medievales anterio­
res—, son sentidos lógicos de la suposición: sentidos derivados.
Pues bien, si se abandona el límite mental, la suposición, se
alcanza el además. Si se supone, ya no se puede decir además,
porque suponer es fijar. Pero el además es un acto completamen-
te actuoso, no actual; y, por tanto, libre. Aquí el acto se mantiene;
y al estar en el mantenimiento, es inagotable.
Actus essendi-essentia. Ese actus essendi no es estático, sino pre-
cisamente la actuosidad: no acto actuante, sino actuosidad. Una
metáfora de la actuosidad es la llama que no se consume; como la
zarza ardiente del Éxodo: un fuego que ni se consume ni consume.

193
En definitiva, es el Espíritu Santo. Arder así, eso es el espíritu. El
además es el ser espiritual humano creado, coexistente.
Estos repetidos ensayos de proporcionar indicaciones del ca-
rácter de además se deben a su enorme dificultad: es difícil por-
que no es un objeto.
Fabro habla de acto intensivo. Pero la intensidad es como
cierta concentración o adensamiento. El además no es una mayor
intensidad del acto. La intensidad va por la línea de la búsqueda
de la unidad, del mónon. Pero un acto que se concentra en sí mis-
mo ahí se queda. Y el ser del hombre no se queda: es coexistir, de
tal manera que está en el coexistir. La intensidad es un intento
de orden metafísico. Pensar la intensidad sería pensar la unidad
del acto de ser.

194
GUÍA BIBLIOGRÁFICA

Dejando al margen la multitud de artículos, capítulos y con-


ferencias, es decir, los escritos menores, aquí intentaremos agru-
par temáticamente los libros publicados por Leonardo Polo:

a) Su planteamiento filosófico: el límite mental y su abandono


metódico.
Polo formuló su planteamiento filosófico en sus dos primeras
obras: Evidencia y realidad en Descartes 1 y El acceso al ser 2.
En la primera, que publica su tesis doctoral, pone a prueba su
enfoque frente al subjetivismo cartesiano. Y la segunda, que es la
presentación formal de su propuesta filosófica, se divide en tres
capítulos: el primero dedicado al examen del conocimiento hu-
mano, el segundo a estudiar el idealismo hegeliano, y el tercero
para exponer su descubrimiento del límite mental y anunciar las
cuatro dimensiones de su abandono.
Pero el tono críptico del libro y la abrupta exposición de su
propuesta filosófica, reconocidos por el propio Polo, hacen de
esta presentación algo de difícil acceso.

1
Eunsa, Pamplona 20073.
2
Eunsa, Pamplona 20042.

195
Por ello, una ampliación y aclaración de sus dos primeros ca-
pítulos son éstas otras obras. Al segundo capítulo se añaden más
extensamente: Introducción a Hegel 3, y Hegel y el posthegelia­
nismo 4. Y el primer capítulo se desarrolla y justifica con el Curso
de teoría del conocimiento 5.
Ésta es la obra en la que Polo se da más a conocer; porque en
ella, con un lenguaje más maduro, Polo expone su interpretación
del conocimiento humano en diálogo con Aristóteles, Tomás de
Aquino, Descartes, Hegel, Heidegger y otros grandes filósofos.
De hecho, Polo prefiere que las tesis de sus primeros libros sean
entendidas desde este curso y sus obras posteriores6.
La lectura del Curso de teoría del conocimiento permite fa-
miliarizarse con dos aspectos fundamentales de la filosofía de
Polo, que en este libro ya han quedado muy de manifiesto: la
inspiración aristotélica de su teoría del conocimiento; y las notas
peculiares de la operación intelectual, que permiten descubrir en
ella el límite mental. Detectando bien ese límite se está en condi-
ciones de entender qué supone su abandono para el conocimien-
to de la realidad.
Además, su propuesta filosófica conlleva la distinción de las
operaciones mentales (la incoativa, que es la abstracción, y las
prosecutivas: negación y razón). Distinción que permite entender
la historia de la filosofía desde una clave nueva: en las distintas
épocas filosóficas se han ejercido con más intensidad unas opera-
ciones mentales que otras. Los problemas filosóficos de cada una
de esas épocas responden entonces al uso insuficiente de otras
operaciones mentales, que en su momento no fueron advertidas
o ejercidas.

b) Desarrollo de su método filosófico: las cuatro dimensiones del


abandono del límite mental.
Las obras que exponen el abandono del límite mental en sus
cuatro dimensiones son las siguientes.

3
Cuadernos del «Anuario filosófico» nº 217. Universidad de Navarra, Pamplona
2010.
4
Eunsa, Pamplona 20063.
5
v. I: Eunsa, Pamplona 20063; v. II: Eunsa, Pamplona 20064; v. III: Eunsa,
Pamplona 20063; v. IV: Eunsa, Pamplona 20042.
6
Ver Prólogo al Curso de Teoría del Conocimiento, v. I.

196
La primera dimensión, que es el método de la metafísica, en el
libro El ser I: la existencia extramental 7, al que se puede añadir
El conocimiento habitual de los primeros principios 8.
La segunda, que permite el conocimiento racional de la rea-
lidad, la física de causas, se expone en el tomo IV del Curso de
teoría del conocimiento; al que se puede agregar El conocimiento
del universo físico 9.
La tercera, que accede al ser personal, está expuesta en el li-
bro Antropología trascendental, v. I: La persona humana 10.
Y a la cuarta, que se demora en la consideración de la esencia
del hombre, se dedica el libro Antropología trascendental, v. II:
La esencia de la persona humana 11; al que se puede agregar La
esencia del hombre 12.

c) Otras obras de historia de la filosofía:


Además de su propia filosofía, o como un derivado de ella, Polo
ha dedicado también su atención a los grandes filósofos de la his-
toria del pensamiento humano. En este ámbito los libros más im-
portantes, además de los citados sobre Descartes y Hegel, son éstos:

Introducción a la filosofía. Eunsa, Pamplona 20023.


La crítica kantiana del conocimiento13. Cuadernos del «Anuario
filosófico» nº 175. Universidad de Navarra, Pamplona 2005.
Nietzsche como pensador de dualidades. Eunsa, Pamplona 2005.
Nominalismo, idealismo y realismo. Eunsa, Pamplona 20012.

d) Otras obras antropológicas:


d1) Obras más generales:
Curso de psicología general. Eunsa, Pamplona 20102.

7
Eunsa, Pamplona 19972.
8
Cuadernos del «Anuario filosófico», nº 10. Universidad de Navarra, Pamplona
1993; incluido en Nominalismo, idealismo y realismo.
9
Eunsa, Pamplona 2008.
10
Eunsa, Pamplona 20103.
11
Eunsa, Pamplona 20102.
12
Eunsa, Pamplona 2011.
13
Hay traducción portuguesa: A critica kantiana do conhecimento. Escala, Sao
Paulo 2007.

197
Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos 14. Unión
editorial, Madrid 19972.
Lecciones de psicología clásica. Eunsa, Pamplona 2009.
Persona y libertad. Eunsa, Pamplona 2007.
Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo15. Rialp, Madrid
20076.

d2) Obras con una temática más particular:

Antropología de la acción directiva (coautor con C. Llano).


Unión editorial, Madrid 1997.
Ayudar a crecer. Cuestiones filosóficas de la educación. Eunsa,
Pamplona 20071r.
El hombre en la historia. Cuadernos del «Anuario filosófico» nº
207. Universidad de Navarra, Pamplona 2008.
El profesor universitario. Universidad de La Sabana, Bogotá
19972.
El significado del pudor. Universidad de Piura, Piura 1991.
El yo. Cuadernos del «Anuario filosófico» nº 170. Universidad
de Navarra, Pamplona 2004.
La interpretación socialista del trabajo y el futuro de la empre­
sa. Cuadernos «Empresa y humanismo» nº 2. Universidad de
Navarra, Pamplona 1987.
La originalidad de la concepción cristiana de la existencia. Eunsa,
Pamplona 20102.
La persona humana y su crecimiento. Eunsa, Pamplona 19992.
La vertiente humana del trabajo en la empresa (coautor con
Gilder, Llano y Pérez López). Rialp, Madrid 1990.
La voluntad y sus actos. Cuadernos del «Anuario filosófico», nnº
50 y 60. Universidad de Navarra, Pamplona 1998.
Las organizaciones primarias y las empresas. Cuadernos
«Empresa y humanismo», nnº 99 y 100. Universidad de
Navarra, Pamplona 2007.

14
Hay traducción inglesa: Ethics. A modern version of its classics themes. Sinag-
Tala, Manila 2008.
15
Hay traducción italiana: Chi é l'uomo: uno spìrito nel tempo. Vita e pensiero,
Milán 1992.

198
e) Obras aún inéditas:

En el archivo de la obra de Polo en la universidad de Navarra


se conservan aún bastantes manuscritos todavía inéditos. Muchos
de ellos tendrían que ser incluidos en el grupo de los estudios so-
bre historia de la filosofía; otros de esos inéditos se refieren a as-
pectos de la Antropología transcendental; también se conservan
varias lecciones de teoría del conocimiento.
Desde esta somera y discutible clasificación se puede decir
que la lectura más fácil de Polo es la referente al grupo de escritos
de antropología (d). Esto no quiere decir, por supuesto, que esos
escritos estén desconectados de los anteriores. Hay una unidad
de conceptos, ideas y modos de decir en toda la obra poliana; las
ideas clave afloran en cualquier escrito, y remiten unas a otras.
Pero si se quiere un orden para introducirse en la arquitectura
global del pensamiento de Polo que en este libro se ha querido
presentar, conviene empezar por los escritos antropológicos.
Después debe progresarse en dos direcciones: los tomos de
teoría del conocimiento y los propios de la propuesta filosófica
de Polo. Con ese bagaje, será mucho más fácil llegar a compren-
der el límite mental y la fecundidad de su abandono, y tener
sobre ellos una perspectiva adecuada. Muchas de las dificultades
terminológicas de los libros de Polo quedan muy atenuadas si se
sigue este itinerario.
Por otro lado, hay ya algunos buenos libros16 para introducirse
en la filosofía de Polo (Corazón, R.: El pensamiento de Leonardo
Polo. Rialp, Madrid 2011), y sobre su pensamiento se edita anual-
mente la revista Studia poliana, Pamplona 1-14 (1999-2012). El
Instituto de estudios filosóficos Leonardo Polo (Málaga), que dis-
pone de una página en la red dedicada a Leonardo Polo: www.
leonardopolo.net, publica también periódicamente la revista
Miscelánea poliana, Málaga 1-35 (2005-2012).
JUAN A. GARCÍA GONZÁLEZ
Málaga, febrero de 2012

16
Corazón-García-Haya-Padial-Sellés: La antropología trascendental
de Leonardo Polo. Unión editorial, Madrid 2009. Falgueras-García-Yepes.
El pensamiento de Leonardo Polo. Cuadernos del «Anuario filosófico», nº 11.
Universidad de Navarra, Pamplona 1994. Pifarré, L.: Entender a Leonardo
Polo. Teoría del conocimiento. PPU, Barcelona 2011. VV.AA.: Actas del congreso
internacional sobre el pensamiento de Leonardo Polo. «Anuario filosófico»
Pamplona 29-2 (1996) 291-1120.

199
Este libro, publicado por
Ediciones Rialp, S.A.,
Alcalá, 290, 28027 Madrid,
se terminó de imprimir
en Gráficas Anzos, S.L.,
Fuenlabrada (Madrid),
el día X de XXXX de 2012.

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