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Hubert Benoit

SOLTAR
TEORÍA Y PRÁCTICA DEL DESAPEGO
SEGÚN EL ZEN
Título original: Lachêr prise: théorie et pratique du détachement selon le Zen
Primera edición: La Colombe. Editions du Vieux Colombier, Paris, 1954.
Traducido del francés por Diego Zeziola, 2019.

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ÍNDICE

PRÓLOGO de Swami Siddheswarananda 4


PREFACIO del autor 5

PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1. La preparación progresiva para la iluminación súbita 6
CAPÍTULO 2. Percepción exterior y percepción interior. Sensación y sentimiento 18
CAPÍTULO 3. ‘Experimentar’ 23
CAPÍTULO 4. La voluntad de experimentar. Su naturaleza contradictoria 29
CAPÍTULO 5. El nacimiento del pensar 35
CAPÍTULO 6. Pensamiento sensorial y pensamiento intelectual.
El pensamiento consciente imparcial 47

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 1. Los tres planos cósmicos 58
CAPÍTULO 2. El combate de la vida humana 68
CAPÍTULO 3. La idea de perfección 84
CAPÍTULO 4. El hombre desgarrado 92
CAPÍTULO 5. El ilusorio ‘enigma’ de la muerte 100
CAPÍTULO 6. El término de la búsqueda intelectual 107

TERCERA PARTE
CAPÍTULO 1. La jerarquía psicomotriz 112
CAPÍTULO 2. La estructura total del hombre 121
CAPÍTULO 3. La estructura del mundo verbal 128
CAPÍTULO 4. Los dos automatismos de la mente 135
CAPÍTULO 5. La ‘palabra’ 141
CAPÍTULO 6. Las asociaciones de ideas 146
CAPÍTULO 7. La expresión del pensamiento 152
CAPÍTULO 8. Naturaleza hipnótica de nuestra atención actual 156
CAPÍTULO 9. El lenguaje no-convergente 163
CAPÍTULO 10. El lenguaje no-convergente (continuación) 166
CAPÍTULO 11. Los métodos espirituales 171
CAPÍTULO 12. La aproximación del satori 175
CAPÍTULO 13. Condiciones requeridas para la eficacia del ‘contra-trabajo interior’ 179

POSTFACIO. El trabajo del doctor Hubert Benoit, por Margaret J. Rioch 186
BIBLIOGRAFÍA 197

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PRÓLOGO

La próxima aparición de Buda, prevista por las escrituras budistas (Puranas) bajo
el nombre de Maitreya, buda de la compasión, no necesariamente debe tomar la forma
de un ser humano. Antes de morir, el Bienaventurado declaró que legaba a la
posteridad la DOCTRINA; e insistió en el hecho de que había que considerar esta
Doctrina y no su persona. Exhortó a cada ser humano a realizar en sí mismo la luz de
la consciencia.
Una doctrina puede, al igual que un ser humano, elevarse al rango y a la
dignidad de una Encarnación. Si la noción teológica y puránica de Encarnación se
aplica a las Personas que aportan a sus semejantes ‘sabiduría y salud’, no es contrario a
la tradición considerar la Revelación misma como una Persona encarnada en una
Doctrina. Vistos de esta manera, el Mahabharata, el Ramayana y las mitologías budistas
(Puranas) son Encarnaciones que revisten la dignidad de entidades vivas.
Buda expresó la Verdad para que los hombres sean iluminados por la
comprensión y no para que se apeguen a su persona. La Doctrina es la Revelación. La
Doctrina es la Encarnación. Los budistas Mahayana esperan la reencarnación del
Bhagavan Buda bajo la forma del Señor Maitreya. Nosotros, que creemos en la
preeminencia de la Doctrina, declaramos con certeza que el libro actual del doctor
Hubert Benoit es el más notable comentario de la Doctrina tal como la expuso la escuela
Mahayana bajo su forma china de budismo Zen. La Doctrina contenida en este libro
puede realmente considerarse como el cumplimiento de la promesa en la que muchos
hombres depositan su esperanza, como la venida del Señor Maitreya.
La obra que leerá es uno de los documentos maravillosos a los que uno desea
un público universal. La felicidad de penetrar una doctrina tal es para mí el privilegio
de una vida humana.

Swami Siddheswarananda

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PREFACIO

Este libro es la culminación de los estudios que componen La doctrina suprema.


Pese a su forma teórica, esos estudios perseguían un fin práctico; cuando se trata de la
realización humana, el fin de toda teoría es esencialmente práctico.
Sin embargo, La doctrina suprema no alcanzaba a resolver la cuestión de una
técnica que llevara a cabo el ‘soltar’. No sabía entonces si una técnica tal era posible o
si la comprensión intuitiva bastaba.
Desde entonces, adquirí la convicción de que debe intervenir un ‘ejercicio’
especial para actualizar nuestra comprensión. La tercera parte del presente trabajo está
enteramente consagrada a este ejercicio, al análisis del lenguaje –análisis en el cual se
basa el ejercicio– y a las condiciones requeridas para su eficacia.
Las dos primeras partes constituyen largos preámbulos, pero su lectura es del
todo necesaria para comprender el final del libro. La concepción del Zen sobre la
realización es tan chocante para nuestras opiniones habituales que he creído necesario
reunir todas las perspectivas capaces de sostenerla.

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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1
LA PREPARACIÓN PROGRESIVA
PARA LA ILUMINACIÓN SÚBITA

En nuestro estado habitual de desarrollo, vivimos necesariamente nuestra


situación de cara al mundo exterior según una interpretación que la vuelve un doloroso
impasse. Por falta de suficiente comprensión, la perspectiva que tenemos de nuestra
situación nos genera un ‘problema’ insoluble. No es una manera particular de vivir lo
que constituye el impasse, sino la ignorancia en la cual se llevan a cabo todas las maneras
posibles de vivir. Por lo tanto, es utópico buscar una forma de vida que sea la solución.
En la situación en la que estamos, no podemos ni avanzar ni retroceder.
Sin embargo, como reza un proverbio chino: ‘Donde hay un impasse, hay una
salida’. Porque el impasse mismo es la salida; porque la realización total del impasse
destruye su falsa apariencia. Mientras se lo plantee, el ‘problema’ es insoluble. Hay una
solución, pero no es la solución al ‘problema’; es la percepción de que en realidad nunca hubo un
problema.
Me interesa por lo tanto abandonar la búsqueda de nuevos comportamientos
‘liberadores’ y profundizar mi comprensión. Quiero intentar ver el impasse para ver
que no existe. Usando todas las ideas que han despertado en mi mente las enseñanzas
metafísicas, quiero volver al gran ‘problema’ de mi situación ante el mundo exterior, ya
no para resolverlo, sino para reconsiderarlo por completo.

Tan pronto como evoco mi situación de cara al mundo exterior, se me presentan


ideas a examinar sobre la percepción y la atención. Dado que mi perspectiva actual de
esta situación es imperfecta, mi percepción del mundo y mi atención al mundo también
son imperfectas. ¿Cómo puedo concebir la percepción perfecta, la atención sin error,
que me permitiría ‘eliminar por completo en un instante la cueva de fantasmas’? Pero,
antes que nada, ¿en qué consisten en general la percepción y la atención?
Percibo conscientemente un objeto; estoy atento a él. En realidad, no percibo el
objeto tal como es en sí, en su totalidad que manifiesta el Absoluto. Percibo una
representación mental elaborada en mí al contacto con este objeto exterior que estimula
mis órganos sensoriales. Sin embargo, lo que percibo no deja de estar relacionado con
la realidad del objeto exterior. Mi representación mental imita ciertos aspectos de esta
realidad, es decir que se adecua parcialmente al objeto exterior. Además, la experiencia
me prueba que mi imagen del objeto es de uso práctico y que no yerro al actuar como
si fuera una imagen verdadera. La relación que existe entre mi imagen percibida del
objeto y el objeto real es comparable a la relación que existe entre una sección de un
volumen y el volumen en sí: la sección no es idéntica al volumen, pero se adecua
parcialmente a él; me informa sobre el volumen de modo imperfecto pero verdadero.
La adecuación parcial de mi imagen mental a la realidad del objeto supone una
identidad de estructura entre el objeto y yo. Si el contacto con el objeto, a través de mis

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órganos sensoriales, despierta en mi mente una imagen adecuada, es debido a un
fenómeno de resonancia que supone un acuerdo estructural entre el objeto y yo. Si
produzco la nota ‘la’ cerca de un violín, solo empezará a vibrar por resonancia la cuerda
que emite la nota ‘la’. Lo que emana de un objeto y estimula mis órganos sensoriales
despierta en mí una vibración mental compleja que está en concordancia con la
emanación. El objeto desata la aparición de esta vibración en mí, pero no la produce. La
vibración existía previamente en mí y el objeto solo la despertó o actualizó.
Pero si bien mi percepción del objeto supone una identidad de estructura entre
mí y el objeto, yo no percibo esta identidad. Todo sucede como si yo no ofreciera mi
centro. Mi respuesta a la emanación del objeto es superficial, parcial; no me brinda más
que una consciencia parcial del objeto y de mí mismo.
La situación podría ser diferente. Si yo estuviera totalmente abierto a la
emanación del objeto, sería en mi centro mismo donde se produciría el fenómeno de
resonancia, en ese centro donde reside la misma y única Realidad que reside también
en el centro del objeto. La imagen que se formaría entonces en mí sería totalmente
adecuada al objeto; mi percepción del objeto sería al mismo tiempo percepción del
objeto total, de mí yo total, y de la hipóstasis que nos hace idénticos bajo nuestras
diferencias.
Mi percepción ordinaria no es esa. Está ausente la hipóstasis que podría
mantener la identidad en la discriminación. A falta de esta hipóstasis, la identidad-en-
la-discriminación se escinde en discriminación e identificación. La discriminación entre
el objeto y yo corresponde a todo lo que falta en mi imagen parcialmente adecuada; el
objeto, en cuanto que se me escapa su totalidad, me es extraño. Y la identidad, no
percibida, es reemplazada por una fusión de los dos polos sujeto-objeto, es decir, por
una identificación. En la percepción ordinaria, me identifico con un objeto cuya realidad
se me escapa, así como se me escapa también mi propia realidad.
Dije que podría ofrecer mi centro al fenómeno de resonancia pero que no lo
hago. También se puede decir que el mundo exterior se ofrece a desencadenar en mí
una resonancia total pero que la rechazo. ¿A qué corresponde este rechazo? A mi
reivindicación fundamental de ser-absolutamente-en-cuanto-distinto. Según mi óptica
ilusoria actual, existe un antagonismo entre mí y el mundo exterior puesto que este, por
tener ciertos aspectos, amenaza con destruir mi ser individual. Según esta visión, el
mundo exterior es en potencia un No-Yo, un adversario irreductible. Enfrentado a él,
pretendo que no es y que yo sí soy. Pretendo, como ser distinto, ser el Absoluto,
permanente, inmutable, no condicionado. Sin duda, estoy inevitablemente
condicionado en cierta medida por el mundo exterior, pero mi pretensión absoluta está
a salvo mientras me rehúse a dar mi centro a este condicionamiento; estoy dispuesto a
entrar en resonancia parcial o periférica con la estimulación del mundo exterior, pero
no en resonancia total o central. Si de hecho admito estar parcialmente condicionado
por el mundo exterior, es porque no veo la percepción como un condicionamiento del
mundo a mí, sino como una posibilidad de que yo condicione al mundo. No considero
mi conocimiento perceptivo del objeto como una identidad entre el objeto y yo (lo cual
aniquilaría mi pretensión de ser-en-cuanto-distinto) sino como una superioridad mía
sobre el objeto. Cuando compro una corbata, no veo que la corbata me elije tanto como

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yo la elijo a ella; veo solo que yo la elijo, de modo de preservar mi visión de mí no
condicionado. En toda percepción, el mundo me conoce al mismo tiempo que yo lo
conozco, pero no quiero ver esta percepción más que como un conocimiento mío del
mundo, es decir como una posibilidad para mí de condicionar el mundo, es decir como
una prueba de mi poder. La pérdida de una posibilidad perceptiva, la pérdida de la
vista por ejemplo, se siente como una negación, lo cual demuestra bien que gozar de
vista se sentía como una afirmación, como un poder de condicionar el mundo exterior.
Hay otra manera en la que llego a interpretar mi condicionamiento parcial, en
la percepción, como una afirmación de mi ser distinto. Al animar una parte de mí, el
mundo exterior hace que yo me conozca, me da cierta consciencia de mí mismo. Capto
la imagen que el mundo suscita en mí y, como esta es un aspecto de mí, me capto en
ella. En la impresión que obtengo de lo que sucede en mí, elimino el papel que juega el
mundo exterior; no veo que el mundo y yo nos creamos mutuamente en perfecto pie
de igualdad; solo me veo crearme a mí mismo; me veo condicionar yo mi propia
realización y usar para ello el mundo como un simple instrumento.
Volvamos ahora a la atención. La atención perfecta puede definirse así: el acto
por el cual, en respuesta al ofrecimiento del mundo exterior, espero (j’attends) la
aparición de la consciencia total y simultánea del mundo exterior y de mí mismo. Esta
atención perfecta sería a la vez activa y pasiva, ya que sería la aceptación de un regalo
ofrecido; me abriría activamente a una acción venida de fuera; eligiría abrirme sin elegir
a qué me abro.
Pero mi atención, tal como opera en mi actitud actual de oposición al No-Yo,
es necesariamente imperfecta. Es apertura de mi periferia, pero cierre de mi centro. Me
rehúso a esta interpenetración completa del mundo exterior y de mí mismo que podría
ser la percepción perfectamente atenta. Debido a que ignoro la identidad central de los
dos polos sujeto-objeto, esta interpenetración me parece una negación recíproca:
comer-ser comido. Ahora bien, quiero comerme el mundo exterior sin ser comido por
él. Por lo tanto, solo me abro al mundo en cuanto considero mi penetración
concomitante en él. Solo dejo que el mundo venga a mí para captarlo, como la araña
con su presa. Me identifico con tal aspecto del mundo solo para incorporarlo en mí. Mi
atención actual no es solo espera (attente) sino también tensión; es comparable no a una
mano abierta e inmóvil, lista para recibir, sino a una mano que se lanza y capta la presa
esperada.
Con esta actitud, mi atención es necesariamente parcial. Solo mi centro es
universal y por consiguiente está en armonía con todos los aspectos del Universo; mi
periferia es personal, está estructurada de manera particular, armoniza de manera
selectiva con ciertos aspectos del mundo exterior. Como le deniego mi centro al
fenómeno de resonancia, mi atención está al servicio de mis afinidades personales. La
atención perfecta sería la atención a todos los aspectos del mundo exterior cuyas
emanaciones me llegan al mismo tiempo; por el contrario, la atención imperfecta me
pone en relación consciente con un solo aspecto, más o menos complejo pero único, del
mundo exterior; es lo que se expresa corrientemente al decir que uno no puede prestar
atención a más de una cosa a la vez.

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Veamos ahora más de cerca en qué consiste la denegación de mi centro, su
cierre al mundo exterior. La emanación que viene a mí desde el objeto, a través de mis
órganos sensoriales, desencadena en mí el fenómeno de resonancia; puede describirse
como una corriente de energía cósmica que une dos polos, el objeto y yo. Pero es debido
a nuestros centros que el objeto y yo somos dos polos. La corriente cósmica de la
percepción toca necesariamente mi centro. La denegación de la que hablamos no
consiste en que mi centro quede fuera del circuito, sino en que la corriente no se
consuma y, por el contrario, sea desviada, reenviada hacia mi periferia. La corriente
desviada se consume en una imagen, aspecto parcial y periférico de mi ser que juega
así, anormalmente, el papel de polo o centro. Mi verdadero centro no cumple su
función; esta función, en cambio, la cumple un punto excentrado de mí mismo. Así
sucede mi identificación con una imagen.
Esta forma de representar lo que sucede en mí durante mi atención ordinaria
da cuenta de dos aspectos, el de la ‘espera’ y el de la ‘tensión’, que hemos señalado: la
parte del circuito que une el centro del objeto a mi verdadero centro corresponde a la
espera, a la apertura, a la descontracción; el final del circuito, que va de mi verdadero
centro a un falso centro periférico, corresponde a la tensión, al cierre, a la contracción.
Si solo sucediera la primera parte, la percepción sería iluminación; debido a que se
agrega la segunda parte, la percepción se vuelve obnubilación, falsa interpretación,
‘Maya’.
A la segunda parte del circuito, refractada de mi verdadero centro sobre un
centro ilusorio, está ligada mi afectividad. Toda percepción consciente me afecta en mi totalidad
porque la corriente cósmica que sostiene este fenómeno pasa por mi centro en lugar de consumirse allí. Si
mi centro aceptara esta energía que le llega, no se vería afectado, pues esta energía es
suya, ya que el centro del objeto y mi propio centro son idénticos. Y cuando soy afectado
al atravesarme la energía cósmica, no es esta energía propiamente lo que me afecta sino
el dualismo desgarrador de mi aceptación y mi rechazo. El dualismo desgarrador no
reside, como suelo creer, entre el objeto exterior y yo; reside por completo en mí, entre
mi verdadero centro, que no asume su función, y mi falso centro periférico, que asume
indebidamente esta función. Cuando me afecta con fuerza tal o cual incidente de mi
vida, me siento como desplazado interiormente, ‘fuera de mí’, y es solo tras un tiempo más
o menos largo que me ‘reestablezco’ en mí mismo. Esta intuición interior justa
corresponde a la tensión de la que hablamos entre el centro verdadero y el falso. Lo que
me desplazó así no fue la cosa percibida, sino la concomitancia en mí de mi apertura y
de mi cierre a la emanación del mundo exterior.
Esta representación del circuito perceptivo en dos segmentos, uno centrípeto y
el otro centrífugo, nos permite comprender mejor lo que nos enseña el Zen. El Zen nos
dice que ya estamos en el estado de satori pero que nuestra agitación nos impide darnos
cuenta de ello. El segmento centrípeto de la percepción representa la percepción
perfecta, iluminante, la del satori; y podemos ver que este segmento ya existe de hecho
en nosotros. En resumen, no nos falta nada de lo que debe suceder normalmente en
nosotros; pero estamos afligidos porque sucede algo de más, una complicación inútil,
representada por el segmento centrífugo. Nuestra aflicción no es que nos cerramos en
lugar de abrirnos, que rechazamos en lugar de aceptar, sino que sobreañadimos el cierre

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a la apertura, el rechazo a la aceptación. No tenemos que hacer algo que ahora
omitimos, sino neutralizar algo que hacemos de más.
Ahora podemos profundizar el estudio de la atención. Tras distinguir la
atención perfecta y la imperfecta, podemos descubrir, en la atención imperfecta
ordinaria, una nueva discriminación.
La atención imperfecta es el acto por el cual espero y capto la aparición de una
consciencia parcial del mundo y de mí mismo. La imagen que percibo del objeto es
comparable, como dijimos, a una sección plana del volumen del objeto. Y mi imagen
mental, calcada de esta imagen del objeto, es comparable a una sección plana del
volumen de mi ser. La adecuación parcial que existe entre el objeto y yo, en la
percepción, consiste en la identidad de estas dos secciones. Estas dos secciones, la del
objeto y la de mi ser, coinciden, y es por ello que hemos podido decir que la percepción
implica una interpenetración del mundo exterior y de mí mismo.
Pero esta coincidencia entre la imagen exterior y la imagen interior se puede
producir de dos maneras opuestas: o bien la imagen exterior condiciona la aparición de
la imagen interior, o bien la imagen interior condiciona la aparición de la imagen
exterior. Ya hemos descrito la primera manera; estudiemos ahora la segunda.
Antes que nada debemos precisar que nos ocuparemos aquí solo de la atención-
percepción que resulta en una imagen nueva, que establece un puente parcial nuevo
entre el mundo exterior y nosotros. Dejamos de lado las imágenes antiguas acumuladas
en nuestra memoria, trazas mnémicas de puentes de otrora. Cuando fantaseo, mi film
imaginativo se compone de imágenes que ya no podemos denominar ni exteriores ni
interiores; son a la vez ambas y ni lo uno ni lo otro. También puedo ver el contenido de
mi memoria como la sumatoria de todas las secciones realizadas en mi volumen, es
decir, como el material ofrecido a la integración de mi Realidad.
Estudiemos entonces la atención-percepción que resulta en una imagen nueva
en el caso en que la imagen interior condiciona la imagen exterior. Denominamos a
esta atención ‘creadora’, en oposición a la atención ‘receptora’ que vimos
anteriormente. En la atención receptora había, como dijimos, espera descontraída y
tensión contraída; precisemos ahora que la descontracción precedía, condicionaba la
contracción; primero me abría al objeto exterior que observaba, luego captaba la
imagen que se formaba en mi mente. En la atención creadora, el proceso es más
complejo y comienza de forma inversa: la contracción precede la relajación. Veámoslo:
busco la solución de un problema, es decir que busco salir de una confusión; ¿qué hago?
Primero, capto todos los elementos que distingo en la confusión a ordenar; es decir,
planteo mi problema, formulo sus términos. Esta operación mental es un esfuerzo de
contracción. Luego, ceso este esfuerzo y, como si olvidara súbitamente y dejara lo que
capté, espero en un esfuerzo de relajación mental; si no aparece nada, volveré a contraer
y a relajar. Finalmente, la solución llega. Si me observo con cuidado, veo que la solución
me llega en la relajación y que su llegada en sí es relajación. Podría quedarme ahí,
sabiendo que la solución está, sin captarla. En general, la capto al formularla en
palabras, mediante un esfuerzo mental que es de nuevo un esfuerzo de contracción;
pero insistamos sobre el hecho de que mi captación del descubrimiento no es el
descubrimiento en sí, pues este implica por el contrario una relajación. Capto mi

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pensamiento en las palabras, en un esfuerzo de contracción; pero, antes de esta
captación, mi pensamiento nace en la relajación y sin palabras. Una vez que he
formulado mi descubrimiento, que lo he podido expresar oralmente o por escrito, hay
una imagen exterior, que podrá ser objeto de la atención receptora de otro. Pero esta
imagen exterior apareció en el mundo por el fenómeno de resonancia, en respuesta a
una imagen interior que había en mí. El circuito energético fue de mí hacia el mundo.
Mientras que, en la atención receptora, tomaba conciencia de mí al tomar conciencia
del mundo, en la atención creadora tomo conciencia del mundo al tomar conciencia de
mí.
Estas dos modalidades de mi atención ordinaria me dan cierto conocimiento de
mí mismo y del mundo, es decir un conocimiento de ciertos aspectos de la Realidad.
Pero estos aspectos son siempre particulares, representados por imágenes particulares.
Así pues, la atención ordinaria, que supone siempre un sujeto y un objeto, no puede
darme en ningún caso el conocimiento total.
¿Qué otra atención debe intervenir?

Hemos visto que, en mi pretensión de ser-absolutamente-en-cuanto-distinto,


rechazo ser condicionado en mi centro por el mundo exterior. No me doy cuenta de
que este condicionamiento central no es nada que temer, pues el centro del mundo
exterior condicionante y mi centro condicionado son uno en la Realidad principal. Mi
condicionamiento total o central no podría ser una restricción porque el dualismo sobre
el cual descansa toda restricción imaginable estaría conciliado en él. El hombre que, al
momento del satori, ‘suelta’ y se deja condicionar totalmente, percibe que la oposición
Yo–No-Yo jamás existió y que todo en el Universo, incluido él mismo, ha sido siempre
perfectamente libre; se siente libre en la obediencia a la naturaleza de las cosas porque
el Principio de esta naturaleza de las cosas es su propio Principio.
En mi estado actual, sé teóricamente lo que acabo de explicar, pero no lo
comprendo con todo mi ser; cuando dejo de pensar metafísicamente para regresar a la
vida, todo sucede en mí como si no hubiera comprendido nada; la oposición Yo–No-
Yo está presente, me hace ver mi condicionamiento central por parte del mundo
exterior como la destrucción de mi Ser por el Ser del mundo, es decir como mi No-Ser.
Con todas mis fuerzas, rechazo este condicionamiento central, rechazo ser afectado en
mi centro por el mundo exterior.
Mi ignorancia tiene una consecuencia se diría trágica y al mismo tiempo cómica:
mientras que mi apertura a mi condicionamiento central por parte del mundo me
revelaría como perfectamente libre y no afectado, mi rechazo de este condicionamiento
–que creo debe de afectarme hasta el abatimiento– hace que me vea afectado. El gesto
por el cual esquivo una espada que creo ver cayéndome directamente en la cabeza crea
una espada de Damocles imaginaria que siento siempre encima de mí, suspendida de
un hilo de resistencia variable; de allí las fluctuaciones de mi afectividad, que van desde
el terror (cuando el hilo me parece fino) a la arrogancia (cuando el hilo me parece
sólido).
Al ver que es precisamente nuestro rechazo de ser afectados lo que desencadena
toda nuestra afectividad, podemos interpretar correctamente nuestra curiosa actitud

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ambivalente hacia nuestra afectividad. Si por un lado abomino la perspectiva de ser
afectado totalmente, por el otro me gusta ser afectado parcialmente. A primera vista,
esto podría sorprendernos ya que ser afectado parcialmente no es, en definitiva, sino un
mal menor comparado con ser afectado totalmente. Pero mi condicionamiento central
por parte del mundo exterior lo supongo tan aterrador –de hecho, es el peor de los
miedos que puede concebir un ser humano– que todo lo que acompañe la
neutralización de este horror lo siento como bueno. Mi condicionamiento central no es
visto como cierto mal frente al que mi condicionamiento parcial no sería sino un mal
menor; mi condicionamiento central es visto como un mal infinito, como ‘el Mal’, el No-
Ser; comparado con este imaginario negativo infinito, todo lo que me defiende de él me
parece positivo; todo lo que parece liberarme del No-Ser se me presenta necesariamente
como Ser.
Es por eso que concedo tanto valor a mi vida afectiva. Aunque tal fenómeno
afectivo me parezca muy desagradable, incluso odioso, me aferro fuertemente a mi
afectividad. Cuanto más vibro afectivamente, más me siento ‘vivir’; contemplar la
detención de toda vibración afectiva me parece la muerte. Sin duda podría suceder que,
tras un período en el que vibré demasiado fuerte y demasiado tiempo, me refugie en un
estado de anestesia, una suerte de muerte provisoria; pero, cuando recupero mis
fuerzas, me ofrezo de nuevo a la vibración afectiva ‘vivificante’.
En resumen, me habitan dos parcialidades contradictorias: profundamente, de
forma implícita, desde una perspectiva de totalidad, rechazo todo condicionamiento,
toda ‘afectación’ que me genere el mundo exterior. Superficialmente, de forma
explícita, desde una perspectiva parcial, aspiro a ser condicionado y me gusta mi
afectividad. Vivo en función de dos juicios contradictorios: el juicio implícito que
asimila al No-Ser mi posibilidad de ser afectado y el juicio explícito que asimila esta
posibilidad al Ser. Esta contradicción se traduce, en mi psicología concreta, en la doble
y utópica nostalgia de devenir cada vez más insensible al sufrimiento y cada vez más
sensible a la dicha.
Examinemos de cerca esta nostalgia. Deseo la impasibilidad ante el mundo en
cuanto este me puede negar y la sensibilidad ante el mundo en cuanto me puede
afirmar. Proyecto fuera, así, una contradicción que es en realidad interior. Así
proyectada, la contradicción es inconciliable: los aspectos afirmativos y negadores del
mundo estarán siempre opuestos en una perspectiva que justamente los opone. Si
quiero llegar un día a una conciliación de esta contradicción interior, debo reformularla
en su origen. Al abandonar la distinción dicha-sufrimiento y reunir ambos términos
bajo el término único de emoción, veo que mi contradicción es la siguiente: quiero, a la
vez, devenir impasible a toda emoción y sentir cada vez más emoción.
Hay, de hecho, una posibilidad teórica de conciliación: quiero experimentar (pues
experimentar me hace sentir mi ser, me afirma) sin desplazarme interiormente (pues este
desplazamiento niega mi ser autónomo). En otro estudio [La doctrina suprema],
establecimos la distinción entre ‘emoción’ y ‘estado emotivo’, y dijimos que el hombre
del satori tiene emociones sin estados emotivos; este hombre siente sin ser afectado,
siente sin ser desplazado interiormente. Pero el estado de satori es solo teórico para mí
hoy; no puedo esforzarme de modo práctico hacia esta sensibilidad impasible; tal como

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soy ahora, soy incapaz de tener la menor emoción sin un estado emotivo
correspondiente, es decir, incapaz de experimentar afectivamente sea lo que sea sin un
desplazamiento interior. Lo que se me propone en la práctica tiene la forma de un
dilema: o bien experimento y entonces necesariamente soy desplazado de mi centro; o
bien no soy desplazado de mi centro pero entonces no experimento nada.
Este dilema lo vivo de hecho, pero esto no alcanza para lograr su resolución.
Hace falta que lo viva conscientemente, pues solo nuestra intuición intelectual puede
superar, al conciliarlas, nuestras aparentes contradicciones. Pero hasta el momento,
nunca viví conscientemente este dilema; siempre he querido experimentar, nunca no
experimentar. Me ha sucedido a menudo no querer experimentar esto o aquello, pero
siempre con la voluntad de experimentar lo contrario; por ejemplo, he rechazado la
agitación interior, pero entonces he querido experimentar la calma; nunca he querido
no experimentar y punto, rechazando todas las cosas particulares propuestas a mi
sentimiento. Como en mi concepción explícita identifico experimentar con ‘vivir’, y no
experimentar con ‘no vivir’, siempre he querido ‘vivir’, nunca ‘no vivir’.

A riesgo de repetirnos, insistamos sobre esta parte de nuestra exposición porque


es esencial. En mi psicología concreta, vivo conscientemente un dilema insoluble: quiero
vivir los aspectos positivos de la vida y no quiero vivir sus aspectos negativos. Este dilema
es insoluble porque está proyectado en el mundo exterior y situado así fuera de mí. Pero
este dilema es la expresión falaz del verdadero dilema: quiero experimentar la vida sean
cuales sean sus aspectos y al mismo tiempo no quiero experimentar la vida sean cuales
sean sus aspectos. Y este verdadero dilema puede resolverse porque sus dos términos se
sitúan en mí. Hasta ahora no ha sido resuelto porque mientras que su primer término
es consciente, su segundo término siempre ha permanecido inconsciente. Nunca hasta
ahora he reconocido mi rechazo de experimentar sea lo que sea, es decir, según mi
perspectiva actual, mi rechazo de ‘vivir’.
Reconozco ahora la existencia de mi rechazo de vivir. Comprendo que este
rechazo no es el deseo de mi muerte psicológica; es el deseo de un estado en el que mi
organismo funcionaría con todas sus percepciones sensoriales, pero en el que yo no
experimentaría nada bajo el ángulo de la ‘afirmación o negación de mi Ego’, es decir,
ninguna vibración afectiva, ningún sentimiento. Es el deseo de un estado en el que yo
sería como un autómata a quien nada la importara personalmente.
No digo que este rechazo de experimentar sea más sabio que la voluntad de
experimentar; no es ni más sabio ni más insensato. Es el segundo polo de una actitud
dualista en la que, al ver la vida bajo el ángulo ilusorio de mi afirmación-en-cuanto-
distinto, estoy constreñido a apreciar y detestar a la vez este falso rostro de la vida. Si
deseo ver un día el verdadero rostro de mi vida, no debo reemplazar mi deseo de
experimentar por mi rechazo de experimentar, sino realizar conscientemente mi
rechazo a la vez que continúo realizando conscientemente mi deseo. Jamás hasta ahora
he adherido a mi vida realmente; la he reivindicado explícitamente y la he rechazado
implícitamente; ahora debo rechazarla y desearla explícitamente para conseguir un día
adherir a ella.

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Tras esta comprensión, aparece en mí algo nuevo: junto a mi voluntad de
experimentar, mi rechazo consciente de experimentar. Pero aunque este rechazo es
nuevo en cuanto consciente, no es realmente nuevo, siempre ha habitado en mí.
Cuando yo era desplazado por lo que experimentaba, había siempre en mí una
resistencia a este desplazamiento, y es por eso que me sentía agitado por un conflicto
interior. La ‘fluctuación del alma’ de la que habla Spinoza supone estos dos polos, mi
deseo y mi rechazo de experimentar. Pero esta resistencia era solo una reacción, era
como un contraataque enteramente condicionado por el ataque. De los dos adversarios,
uno era siempre ofensivo, el otro siempre defensivo. Así, este dualismo no podía llevar
a un equilibrio simétrico que activara la conciliación. El reconocimiento consciente de
mi rechazo de experimentar permite por fin un reencuentro constructivo.
Pero mi reconocimiento consciente de mi rechazo de experimentar, aunque
permita por fin un reencuentro constructivo, no basta para organizarlo. Hace falta
además que yo comprenda cómo realizar mi voluntad de no experimentar. ¿Voy a hacer
esfuerzos, en el transcurso de mi vida cotidiana, para permanecer impasible? Si obrara
así, sería para experimentar que no experimento, lo cual no cambiaría en nada mi
actitud habitual de ‘querer experimentar’.
De hecho, la cuestión de ‘cómo realizar nuestra voluntad de no experimentar’
constituye el difícil problema al cual se dedica todo este libro. Nos es imposible
responderlo de inmediato. Es necesario un largo trabajo de limpieza antes de poder
exponer la técnica del ‘contra-trabajo interior’.
Hemos visto que nuestro hábito actual de ‘querer experimentar’ está
íntimamente ligado a la forma en que funciona nuestra atención. Se trata pues de
descubrir cómo hacer funcionar en nosotros una nueva atención. Por el momento, todo
lo que podemos decir sobre el tema es que, en la atención ordinaria, era una imagen la
que condicionaba la atención, y esta a la vez condicionaba un querer. En la nueva
atención, no será igual; esta vez, habrá primero un querer, la voluntad de no
experimentar; luego esta voluntad condicionará la nueva atención; y esta condicionará
finalmente su imagen.
Podemos denominar esta nueva atención, la inversa a la atención ordinaria,
‘contra-atención’. Precisemos una vez más que esta contra-atención no será de ningún
modo la atención perfecta; no tenderá hacia lo que el Zen llama la ‘visión de la propia
naturaleza’; no será un esfuerzo por ‘abrir el tercer ojo’; será solo el polo antagónico y
complementario de la atención ordinaria ya presente en nosotros; será el polo cuyo
desarrollo consciente es necesario para equilibrar la atención ordinaria; será tan
imperfecta, tan parcial como la atención ordinaria. Pero el día en que esta contra-
atención imperfecta haya alcanzado su desarrollo completo frente a la atención
ordinaria imperfecta, el equilibrio obtenido permitirá la aparición de la atención
perfecta y esta sí será ‘la visión de la propia naturaleza’, ‘la apertura del tercer ojo’,
revelación de nuestra identidad con el mundo exterior.
El desarrollo de esta contra-atención que es el rechazo consciente de
experimentar constituye el trabajo preparatorio para el satori, trabajo cuya necesidad
el Zen reconoce; trabajo que no es una realización progresiva del estado de satori, sino
una preparación progresiva para la revelación abrupta de este estado. Veamos cómo

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este método no pertenece a la categoría de ‘hacer algo para liberarse’ sino a la categoría
de ‘no hacer’.
Los ‘espiritualistas’ oponen la vida del hombre que trabaja interiormente por su
liberación a la vida del hombre medio que, según ellos, no haría ningún trabajo interior
de este orden. Esta oposición es errónea. La única diferencia real entre estos dos
hombres es que el primero explicita su intención de una realización total mientras que
el segundo no la explicita. Pero todo hombre trabaja, se dé cuenta o no, para llenar su
falta fundamental, para resolver el problema de su condición insatisfecha, para salir del
dilema del Ser y la Nada, para alcanzar, mediante una absolución definitiva, el cese de
su proceso interior. Todo lo que hace el hombre aspira a compensar una desarmonía
fundamental; busca, a través de todas sus acciones, sentimientos y pensamientos, la
consumación armónica de sí mismo. Todas las tentativas humanas quieren ser
armonizantes. Que un hombre busque su armonía mediante la obtención de dinero, de
poder, de placeres corporales y mentales, o de la gloria, o del amor a otros, o de estados
de consciencia dichos ‘superiores’, en el fondo poco importa; todo hombre tiende a salir
del dualismo afirmación-negación buscando una afirmación que sea entera y
definitivamente victoriosa sobre la negación. Todo hombre hace un trabajo interior incesante en
vistas a su liberación, sea cual sea la modalidad bajo la cual se presenta ese trabajo; y no puede siquiera
hacer otra cosa.
El Zen nos dice que es precisamente esta actividad ‘liberadora’ constante lo que
nos impide ver que somos libres; fundada sobre la ilusión de que somos esclavos, esta
actividad consolida día tras día la ilusión que implica. El Zen nos muestra que
descubriremos nuestra libertad en el instante en que al fin dejemos de hacer un trabajo
interior para liberarnos.
Pero tampoco nos dice: ‘Dejad de hacer todo trabajo interior liberador’, pues
eso nos resulta imposible; todo esfuerzo en ese sentido solo llevaría a modificar la
modalidad del trabajo interior. No podemos suprimir nuestro trabajo interior
‘liberador’ pues este trabajo es toda nuestra vida actual. Y además, hemos comprendido
que no hay nada que suprimir en nosotros, sino que todo está por cumplirse; el ‘error’ no
tiene ninguna existencia positiva, no es sino una palabra que indica la manifestación
incompleta de la verdad. No hemos de abandonar nuestro trabajo interior, sea cual sea
su modalidad; hemos de edificar ante él su antagonista y complemento, un contra-
trabajo interior. Y este contra-trabajo realizará nuestro rechazo consciente de
experimentar.
Sea cual sea la compensación, grosera o ‘espiritual’, a través de la que un
hombre trabaja para su liberación, esta pertenece siempre al dominio del ‘querer
experimentar’. Tiende siempre hacia una experiencia, es decir, hacia ‘experimentar algo’.
En su límite, en las concentraciones ‘espirituales’ más sutiles, se trata de experimentar
‘nada en absoluto’, lo cual sigue siendo radicalmente lo inverso de ‘no experimentar’.
Todo trabajo interior ‘liberador’ conduce en resumen a querer experimentar tal
o cual cosa; el contra-trabajo que es necesario desarrollar para equilibrarnos y
ofrecernos a la revelación de nuestra libertad debe comprenderse como este ‘no-querer
experimentar’ del que hablamos ahora. Este es el querer que representa el trabajo
preparatorio para el satori, trabajo zen del tipo ‘no hacer’.

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Más precisamente, el trabajo preparatorio para el satori comprende dos
aspectos: uno de ellos ya está naturalmente realizado en nosotros, es el ‘hacer’ que
representa nuestro trabajo interior compensador; es nuestra manera de vivir habitual,
manera que sigue, en todas sus modalidades, el ‘querer experimentar’. El otro aspecto
no está naturalmente realizado en nosotros y solo aparece en función de una
comprensión metafísica; es el ‘no hacer’ que representa la voluntad de no experimentar.
Cuando el Zen afirma que el trabajo preparatorio para el satori es del tipo ‘no hacer’,
está desatendiendo el aspecto del ‘hacer’ ya realizado y solo se ocupa del otro aspecto.
Por el contrario, alude al aspecto del ‘hacer’ cuando dice: ‘Cuando tengo hambre,
como’. Aquí, intentamos mostrar la necesidad de ambos aspectos: nuestra armonía
ternaria implica la confrontación en pie de igualdad de ambos polos inferiores.
Veamos bajo otros ángulos el juego de esta ley fundamental en nuestra
preparación para el satori. En el transcurso de mi vida habitual que se desarrolla según
el ‘hacer’, el ‘querer experimentar’, soy ávido y reivindicador de la afirmación de mi
Ego; aunque el juego de mi atención sea alternativamente de contracción y relajación,
mi actitud general es de contracción permanente.1 Cuando me ejercito en ‘no-querer
experimentar’, ¿puedo decir que estoy relajado? Claro que no. Mi actitud esta vez es de
una contracción inversa a la precedente; puedo llamarla una ‘contra-contracción’. Y
solo cuando el desarrollo de la contra-contracción sea igual al de la contracción
aparecerá la relajación, el ‘soltar’ del que nos habla el Zen. El ‘soltar’ no es nada en lo
que me pueda ejercitar; debo ejercitarme en la no-voluntad de experimentar, lo cual es
muy diferente, para conseguir un día ‘soltar’.
La idea de rebeldía impregna el pensamiento filosófico de nuestra época.
Examinemos cómo aparece aquí. Mi ‘querer experimentar’, que es reivindicación de la
afirmación, es una actitud habitual de rebeldía ante el eventual No-Yo, ante mi eventual
condena en mi juicio interior. Los esfuerzos de aceptación pueden paliar más o menos
la angustia de esta rebeldía natural, pero no sabrían neutralizarla. La no-voluntad de
experimentar no es una aceptación; al contrario, corresponde a una actitud de no
rebelarme ya contra el No-Yo, sino contra la rebeldía anterior que me hacía considerar
todavía este No-Yo; me rebelo, no ya contra el eventual resultado desdichado de mi
‘juicio’, sino contra el ‘juicio’ mismo, o más bien contra mi aceptación de este ‘juicio’.
La no-voluntad de experimentar es una ‘contra-rebeldía’ que equilibra la rebeldía y
permite la aparición ulterior de la aceptación.
El Vedanta nos dice que podemos ser ‘el espectador del espectáculo’. Pero no
podemos hacer ningún esfuerzo directo en este sentido. En cuanto quiero experimentar,
en cuanto funciona en mí la atención ordinaria, me identifico con los objetos, es decir
que soy un espectáculo sin espectador. En cuanto no quiero experimentar, soy al
contrario un espectador sin espectáculo; y esta actitud complementaria es necesaria
para que pueda un día ser ‘el espectador del espectáculo’.
En conjunto, el ‘no-querer experimentar’ que se desarrolla frente al ‘querer
experimentar’ no disminuye a este último, sino que lo realiza al respaldarlo con su

1De la misma manera, en el músculo contraído, cada fibra muscular individual pasa sin cesar
por alternancias de contracción y descontracción.

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contradicción complementaria. Hemos dicho antes que somos desdichados porque
sucede en nosotros algo de más, una complicación inútil. Pero no podemos quitarnos
esta complicación. Debemos edificar una contra-complicación que equilibre la primera.
Este desarrollo progresivo del ‘no-querer experimentar’ frente al ‘querer
experimentar’ plantea el problema principal de nuestra vida pues, desde nuestra
perspectiva actual, equivale a organizar el reencuentro de nuestro ‘querer vivir’ y de
nuestro ‘no-querer vivir’.

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CAPÍTULO 2
PERCEPCIÓN EXTERIOR Y PERCEPCIÓN INTERIOR.
SENSACIÓN Y SENTIMIENTO

He comprendido que el trabajo interior que llevo a cabo, desde que existo,
contra mi condición angustiada, es justo pero insuficiente. Es necesario un ‘contra-
trabajo’ para equilibrar este trabajo y neutralizar mi ilusoria esclavitud. He
comprendido al mismo tiempo que este contra-trabajo consiste en realizar poco a poco
la consciencia de mi voluntad de no experimentar.
Para alcanzar esta realización, debo primero comprender en qué consiste este
‘experimentar’ que quiero y que no quiero. Pero estudiar el ‘experimentar’ supone –
más adelante veremos por qué– establecer una distinción importante a la que ahora
hemos de dedicarnos. Se trata de la distinción entre percepción exterior y percepción
interior, entre ‘sensación’ (sentir) y ‘sentimiento’ (ressentir).
Estoy en la montaña, delante de un vasto paisaje. Miro el paisaje y me invade
una gran alegría. Dos percepciones coexisten en mí, la percepción visual del lugar y la
percepción de mi alegría. Estas dos percepciones son dos fenómenos psicológicos
diferentes. Cuando veo el paisaje, se trata de esta percepción sensorial que hemos dicho
que es la elaboración en mí, por resonancia, de una imagen mental que reproduce
ciertos aspectos del objeto exterior. Esta percepción me informa objetivamente sobre el
mundo exterior; así pues, aunque la imagen percibida sea una imagen fabricada en mi
mente, la llamaremos percepción exterior. Esta depende en parte del mundo exterior, de
la estructura de este mundo. Diez hombres con ojos en estado funcional satisfactorio
tienen la misma percepción exterior del paisaje; todos los hombres ven que tal pico es
más alto que aquel, todos ven que el cielo está despejado, están de acuerdo sobre la
presencia de un arroyo aquí, de una casa allá, etc...
Mi percepción de mi alegría es de otro tipo; es personal. Un amigo que me
acompaña siente, ante la amplitud del paisaje, una angustia aplastante. Otro amigo
reconoce la belleza del paisaje pero no siente nada y encuentra absurdo que uno se
exalte o deprima por las montañas. ¿Qué es entonces esta alegría que siento? ¿Cómo
comprender este nuevo tipo de percepción, que llamaremos, por oposición a la primera,
percepción interior?
Nos ayudará aquí lo que hemos comprendido sobre la percepción exterior o
sensorial. Esta, recordemos, implica un fenómeno de resonancia que conecta, en una
vibración idéntica, al objeto exterior y a mí gracias a la identidad esencial de nuestra
estructura. Precisemos que esta estructura, que descubro en mí a propósito de la
percepción sensorial, no me distingue de otros hombres; se trata de una estructura
general que caracteriza al ser humano. Percibo sensorialmente en cuanto soy el hombre
primordial, prototípico, no en cuanto soy tal hombre particular. Es entre esta estructura
humana general (de la cual participo) y la estructura del objeto exterior que hay una
identidad esencial; como la cuchara de arcilla y la jarra de arcilla tienen, bajo sus
diferentes formas, la misma estructura esencial de arcilla. El objeto y yo somos diferentes
modalidades de la manifestación del Principio Absoluto, pero existimos en virtud de la

18
misma manifestación del mismo Principio, y esta manifestación es la estructura cósmica
fundamental que da identidad estructural a todo lo creado.
La percepción interior consiste también en un fenómeno de resonancia que
conecta, en una vibración idéntica, dos estructuras sostenidas por la misma identidad
esencial. Pero esta vez los dos polos entre los que se produce el fenómeno de resonancia
residen ambos en mí. El primer polo, o polo activador, no es ya una forma exterior,
sino una imagen interior, la imagen fabricada por mi mente a partir de la percepción
sensorial. Esta imagen, que es un aspecto de mi ser en cuanto soy un hombre en general,
hace vibrar, por resonancia, mi ser en cuanto soy un hombre particular. El hombre
personal, único, que soy, consiste en una estructura particular, diferente de mi
estructura de hombre en general; ubicada en el corazón de mi estructura general, esta
estructura personal emana de ella como mi estructura general emana de la naturaleza
cósmica fundamental.
Lo que me permite conocer la existencia y las características de esta estructura
personal son justamente los fenómenos de resonancia que responden en mí a imágenes
mentales. En primer lugar, descubro la existencia de esta estructura personal al
constatar que la misma imagen sensorial puede producir, en mí y en otro, resonancias
opuestas. Luego, descubro que esta estructura personal es de naturaleza dualista: en
efecto, mis resonancias interiores se dividen en ‘agradables’ o ‘desagradables’, dicha o
sufrimiento, con indiscutible evidencia. Algunas resonancias podrán ser inciertas, estar
en la frontera de las dos partes estructurales, pero no hay duda alguna en cuanto a la
naturaleza bipartita de mi estructura personal.
Puedo expresar este dualismo de mis percepciones interiores diciendo que,
cuando estoy feliz, hay un acuerdo entre mi imagen sensorial y mi estructura personal y,
cuando sufro, hay un desacuerdo entre estos dos polos. Es imposible, sin embargo,
concebir un fenómeno de resonancia que sea un desacuerdo. En realidad siempre hay
acuerdo entre la imagen sensorial y mi estructura personal; el desacuerdo no está allí,
sino entre las dos partes de esta estructura. Veámoslo más claramente.
Mis percepciones interiores constituyen este dominio psíquico que puedo llamar
el dominio de mis gustos y aversiones, de mis ‘me gusta’ y ‘no me gusta’, de las
impresiones que tengo de ser afirmado o negado; en otras palabras, de mis afinidades
positivas y negativas con el mundo exterior percibido a través de mis órganos
sensoriales. Estas afinidades están constituidas por asociaciones que unen mis imágenes
sensoriales a la imagen de la afirmación de mi existencia o de su negación. Estas
asociaciones son en parte innatas, en parte adquiridas en el transcurso de las
circunstancias de mi vida.
Todo sucede como si hubiera en mí dos representaciones del mundo, una que
contendría los aspectos del mundo asociados a la afirmación de mi existencia, la otra
los aspectos asociados a la negación de mi existencia. Estas dos representaciones son
como dos refracciones diferentes de mi percepción sensorial del mundo en el conjunto
de mi ser personal. Podría decirse que una de las refracciones es positiva, la otra
negativa; la primera constituye el mundo del ‘Yo’, la segunda el mundo del ‘No-Yo’.
Cuando el mundo interior del ‘Yo’ entra en resonancia bajo el efecto de una imagen
mental asociada a mi afirmación, siento esta vibración como una alegría; cuando al

19
contrario mi mundo interior del ‘No-Yo’ entra en resonancia bajo el efecto de una
imagen mental asociada a mi negación, siento esta vibración como un sufrimiento.
La composición de estos dos mundos interiores depende de asociaciones que
pueden ser, como dijimos, innatas o adquiridas. Si un niño de cuatro años siente una
gran alegría al oír música, si, como se dice, este niño es un músico nato, quiere decir
que la música es una parte importante de su representación positiva del mundo; pero
la música puede formar parte, más tarde, del mundo interior negativo de este mismo
ser si se asocia a acontecimientos que lo niegan profundamente. Vemos que este mundo
interior bipartito, que constituye mi estructura personal, no es sino mi memoria. Pero hay
que comprender aquí esta noción de memoria en su acepción más amplia; desborda el
marco de mi vida personal y se remonta a la vida de todos mis antepasados; nos topamos
aquí con la ‘reminiscencia’ platónica. Cuando me encuentro por primera vez con un
ser o en un lugar con los que estoy conectado por una afinidad positiva particularmente
intensa, tengo la impresión de que conozco desde siempre a este ser o lugar y que ahora
los vuelvo a encontrar.
Mis imágenes mentales se sitúan entonces entre el mundo exterior no dualista y
mi mundo interior dualista. Se producen por resonancia a partir de la excitación del
mundo exterior. Luego emiten a su vez una excitación que hace vibrar por resonancia
mi mundo interior, en su parte de ‘Yo’ o en su parte de ‘No-Yo’, causándome alegría o
sufrimiento. Existen dos fenómenos de resonancia, dos percepciones: la percepción
sensorial o exterior que podemos llamar ‘sensación’ y la percepción interior que
podemos llamar ‘sentimiento’.
Las dos estructuras que entran en resonancia en el transcurso de ambas
percepciones presentan grandes diferencias. Mi estructura humana general
corresponde al Universo tal cual es, no dualista2; ella misma es pues no dualista y todos
sus aspectos están unificados con armonía; soy yo en cuanto no soy distinto, en cuanto
soy similar a todos los demás hombres. Es un microcosmos similar al macrocosmos, es
el hombre primordial, réplica de toda la creación. Mi estructura personal, por el
contrario, corresponde al mundo interior registrado en mi memoria, y este mundo es
dualista, escindido en positivo y negativo; ella misma es pues dualista. Como no es una,
los diversos aspectos de sus dos mitades no están unificados con armonía; es múltiple.
Soy yo en cuanto quiero ser distinto.
Psicológicamente, mi estructura personal corresponde a la multiplicidad de mis
‘yoes’, personajes diversos que no se conocen entre sí. Mi estructura humana general
corresponde al ‘Yo’ único, no personal, que soporta a todos mis ‘yoes’.
Mi estructura humana general soy yo en cuanto tengo sensación, es decir, en
cuanto fabrico imágenes mentales a partir de formas exteriores o de imágenes mentales
ya fabricadas. Mi estructura personal soy yo en cuanto tengo sentimiento, es decir, en
cuanto tengo emociones a propósito de mis imágenes mentales.
Mi estructura humana general corresponde a mi sistema cerebro-espinal,
sistema que recibe las emanaciones del mundo exterior y elabora las imágenes mentales.

2No se debe confundir dualismo con dualidad. El Universo consta de una dualidad conciliada,
Yin y Yang conciliados por Tao; pero, precisamente a causa de esta conciliación de Tao, esta
dualidad no es un dualismo.

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Mi estructura personal corresponde a mi sistema nervioso vegetativo, también llamado
autónomo (yo-en-cuanto-soy-distinto) o vago-simpático (dualismo); este sistema no se
ocupa del mundo exterior sino únicamente de mi mundo interior; reacciona no al
mundo exterior sino a los beneficios o las heridas que mi existencia recibe del mundo
exterior, sea directamente o a través de mis imágenes mentales.
Tengo pues dos cerebros: uno reunido, unificado en mi sistema cerebro-espinal;
el otro difuso, esparcido por todo mi organismo, íntimamente ligado a cada una de las
innumberables células que componen mi cuerpo. Y estos dos cerebros son los aspectos
materiales de mis dos estructuras; son los aparatos vibratorios que corresponden a mis
dos tipos de resonancia perceptiva, a mi ‘sensación’ y mi ‘sentimiento’.
Tras establecer la distinción entre percepción exterior y percepción interior,
estudiemos con más detalle la percepción interior, el ‘sentimiento’. ¿Qué sucede en mí
cuando siento una alegría o un sufrimiento? Esta percepción es muy diferente de la
percepción sensorial. De hecho, en la percepción sensorial, había resonancia entre el
mundo y mi organismo, entre el objeto exterior y yo, es decir entre dos criaturas
distintas, cada una de las cuales constituye un todo armónico. La montaña que miro es
un microcosmos al igual que yo, un microcosmos distinto del mío. Como esta montaña
es verdaderamente distinta de mí, la imagen mental que ésta condiciona en mí por
resonancia tiene una autonomía que me permite captarla. Por eso puedo decir que
percibo sensorialmente (je sens) la montaña. Pero en la percepción interior que conduce
a mi alegría, no hay resonancia entre dos microcosmos distintos; hay resonancia entre
dos modalidades estructurales de un único microcosmos, de mi ser único. Mi imagen
mental, distinta de mí en cuanto resultaba de la emanación del objeto exterior, ya no es
distinta en cuanto que, captada por mí, excita ahora mi estructura personal. Así pues,
la vibración de mi estructura personal, por resonancia con la imagen, no posee ninguna
autonomía y por lo tanto no podría de ningún modo ser captada. La vibración de mi
estructura general, en la sensación, estaba localizada en mí, de modo que esta parte
vibrante, distinta de mi totalidad, existía para esta totalidad; yo-sujeto podía captar la
imagen-objeto. Pero la vibración de mi estructura personal, en el sentimiento, no está
localizada, toca todo mi ser; no queda nada de mí con relación a lo cual mi totalidad
vibrante pueda existir. Así pues, me es imposible captar mi alegría. Mientras que puedo
decir que percibí sensorialmente la montaña, no puedo decir que siento (je ressens) mi
alegría.
Si no puedo decir que siento mi alegría, ¿qué es entonces aquello de lo que tengo
consciencia en ese momento? Encontraremos la respuesta en la frase corriente: ‘me siento
alegre’. Cuando hay sentimiento, es de mí mismo que soy consciente, de mi organismo
psicosomático. Si mi ‘sensación’ es consciencia de la existencia del mundo exterior, mi
‘sentimiento’ es consciencia de mi propia existencia.
Esta consciencia de mi propia existencia, que ahora quiero estudiar, ha de estar
bien definida. Es una consciencia global y sintética, no parcelaria ni analítica. No se
trata de la consciencia objetiva que puedo tener de mi mano al observarla como observo
un objeto cualquiera, ni de la consciencia que puedo tener de uno de mis fenómenos
psíquicos al aislarlo del resto; no se trata tampoco de la consciencia que puedo tener de
un dolor de estómago. Se trata de mi consciencia global de existir. Es una consciencia

21
muy particular que, como se verá, debe entenderse como negativa; me informa, en
efecto, sobre las variaciones cuantitativas de una opacidad que parece separar mi
consciencia de la consciencia de sí misma; es decir, me indica en qué medida yo no me
siento ‘ser’.
Desarrollemos este punto delicado. Cuando estoy cansado, deprimido, en un
estado ‘negativo’, siento mi organismo pesado, denso, opaco. Cuando estoy en buena
forma, lleno de salud y de fuerza, siento mi organismo ligero, sutil, transparente. Si he
fumado opio o consumido cocaína, mi organismo me parecerá tan ‘sutilizado’ que casi
no lo sentiré; tendré la impresión de no ser sino un puro pensamiento; y al mismo
tiempo me sentiré extraordinariamente alegre. En el transcurso de la serie subjetiva
ascendente de estas tres experiencias, me he sentido cada vez menos como un
organismo; mi cuerpo psíquico y mi pensamiento me han aparecido cada vez más
transparentes y ligeros; mi consciencia de existir ha disminuido en intensidad; me he
sentido cada vez menos como una persona distinta; mi cenestesia se ha manifestado
cada vez menos (en francés se dice incluso: ‘estoy tan feliz que ni me siento’). A medida
que mi cuerpo físico y mi pensamiento, al disminuir en opacidad, perdían realidad, mi
consciencia, por el contrario, adquiría cada vez más realidad. Cuanto más rápidos,
ligeros, sin importancia, irreales se volvían mis pensamientos, más real e importante
parecía mi consciencia. Y al mismo tiempo, cuanto más real parecía mi consciencia,
más me sentía yo ‘ser’, independientemente de mi cuerpo y de mi pensamiento. Habría
podido decir, a la inversa de Descartes: ‘Ya no pienso, ergo soy’. ¿Cómo interpretar
estos ‘datos inmediatos’ de mi consciencia?
Hemos dicho que mi ‘sentimiento’ es la percepción de las variaciones de la
consciencia que tengo de mi propio organismo, es decir de mi consciencia de existir
como cuerpo físico y como pensamiento. Dado que mi cuerpo y mi pensamiento son
los dos aspectos de la manifestación de mi ‘ser’, la percepción de su existencia es la
percepción de la manifestación de mi ‘ser’. Ahora bien, cuanto más se sutiliza y se
aligera la manifestación de mi ‘ser’, es decir, cuanto menos me siento existir, más tengo
la impresión de ‘ser’ y más feliz me siento. Todo sucede pues como si mi consciencia de
existir personalmente fuera el reflejo inverso de mi consciencia de ‘ser’; a menor
‘sentimiento’, mayor la impresión de acercarme al instante en el que sería consciente
de ‘ser’, es decir del instante en el que mi consciencia tomaría consciencia de sí misma.
Por eso hemos dicho que mi consciencia global de existir debía entenderse como
negativa; me informa, no sobre mi ser, sino sobre las variaciones de una opacidad que
parece separar mi consciencia de la consciencia de sí misma, que parece pues separarme
de mi ‘ser’. La consciencia de la manifestación de mi Principio parece separarme de
este Principio.
Por el momento no podemos profundizar más, ya que nos falta trazar otra
distinción que será el objeto del siguiente capítulo. El fin de nuestro estudio actual era
establecer la existencia en nosotros de dos percepciones diferentes: la percepción
sensorial, exterior, que nos brinda un conocimiento positivo del mundo; y la percepción
interior, cenestésica, que parece brindarnos un conocimiento positivo de nuestra
existencia pero que en realidad nos brinda un conocimiento negativo sobre la ausencia
ilusoria de nuestro ‘ser’.

22
CAPÍTULO 3
‘EXPERIMENTAR’

La distinción que hemos establecido entre la ‘sensación’ y el ‘sentimiento’ nos


permitirá abordar ahora el estudio del ‘experimentar’ (éprouver). Este proceso psicológico
difiere de los otros dos, aunque está íntimamente relacionado con ellos.
El sentido común confunde las tres nociones de ‘sensación’, ‘sentimiento’ y
‘experiencia’; prueba de ello es que las tres palabras se suelen usar indistintamente.
Incluso el psicólogo, aunque distingue con facilidad la ‘experiencia’ de la percepción
sensorial, está tentado de confundirla con la percepción interior.
Sin embargo, la misma palabra ‘experiencia’ nos encamina hacia una justa
distinción. Evoca las ideas de ‘experimento’, de ‘prueba’; ¿y para qué probaríamos algo
si no fuera para evaluarlo, es decir para juzgarlo? ‘Experimentar’ no es tener una
percepción, ni exterior ni interior; es hacer un juicio sobre tal aspecto del mundo
exterior, que percibo, en función de mi ‘sentimiento’; es una evaluación de mi
‘sensación’ (y de la cosa percibida sensorialmente) en función de mi ‘sentimiento’. Es
una operación intelectual por la cual evalúo tal percepción sensorial, es decir tal imagen
mental, según la manera en que esta influye sobre mi consciencia de existir.
Así pues, para retomar nuestro ejemplo, cuando veo la montaña y me siento
alegre, no hay allí todavía un ‘experimentar’; pero cuando pienso: ‘La montaña es
hermosa, me gusta la montaña’, entonces ‘experimento’.
En esta operación intelectual que es el ‘experimentar’, debemos distinguir dos
elementos: una asociación mental y un juicio propiamente dicho. Primero asocio mi
imagen sensorial de la montaña a la modificación alegre de mi consciencia de existir;
las asocio en una relación de causalidad; pienso que la montaña causa mi alegría.
Luego, en virtud de esta asociación causal, decreto que la montaña es ‘buena’, es decir,
como demostraremos más adelante, que la montaña ‘debe existir’.
Teóricamente, estos dos elementos que coexisten en el ‘experimentar’ no son
inseparables; el primero podría producirse sin el segundo. Yo podría asociar
mentalmente la montaña a una alegría sin que eso conllevara un juicio que otorgara a
la montaña un valor positivo. Podría ceñirme a pensar: ‘La imagen de la montaña me
acerca a mi consciencia de ser y, por eso, me parece constructiva, positiva’. Podría
pensar también: ‘La percepción sensorial de un chiquero maloliente me aleja de mi
consciencia de ser y, por eso, me parece destructiva, negativa’. Es decir que la operación
mental que asocia ‘sensación’ a ‘sentimiento’ podría no ser un juicio de lo que percibo;
podría no ser un ‘probar algo’ y no llevar, por consiguiente, a conceder a la cosa
percibida una etiqueta positiva o negativa, ‘bien’ o ‘mal’.
Pero en la práctica es distinto y el juicio es inevitable. ¿Por qué? La razón no
está en la experiencia misma de mi contacto con el mundo exterior; no está en los tres
procesos, ‘sensación’-‘sentimiento’-‘experiencia’, que constituyen esta situación. Reside
más allá, en ciertas convicciones implícitas, o ‘creencias’, o ‘falsas identificaciones’, que
existen en mí y que son independientes de la situación. Estas ‘creencias’ forman un
encadenamiento, cuyos elementos enumeraremos en el orden en que se condicionan.

23
El primer eslabón es mi convicción ilusoria de no ser más que mi propio
organismo, es decir mi identificación exclusiva con mi organismo. Mi discriminación entre mi
organismo y el resto del Universo establece dos términos que tomo por dos entidades
mutuamente excluyentes de cara al Uno Absoluto; me identifico con mi organismo y
no con el resto del Universo. La ilusión aquí no reside en mi identificación con mi
organismo sino en su carácter exclusivo; la ilusión de mi creencia no consiste en creer
que ‘Yo’ soy mi organismo, sino en creer que ‘Yo’ no puedo ser también el resto del
Universo, cuando ‘Yo’, es decir mi Principio, es también el Principio de todo el
Universo. Toda convicción ilusoria lo es por ser limitada, incompleta, e implicar una
contra-convicción.
Mi convicción ilusoria de no ser más que mi organismo es mi error (es decir, mi
verdad incompleta) fundamental; es un aspecto de mi ‘pecado original’. Antes de pasar
a otros eslabones de mi ignorancia, veamos que este error primordial es realmente,
como dijimos, independiente de la experiencia. Sin embargo, se ha actualizado en mí a
raíz de la experiencia; cuando yo estaba en el útero materno, no me identificaba
exclusivamente con mi organismo más que de un modo virtual, pues el resto del
Universo no existía para mí. Hizo falta que naciera y que experimentara el contacto del
mundo exterior para que discriminara entre este mundo y mi organismo; es, por cierto,
debido a la experiencia que se actualizó en mí la identificación exclusiva con mi
organismo. Pero el contacto entre mi organismo y el mundo exterior fue una unión por
resonancia en una identidad estructural; y esta unión no conllevaba en sí misma
ninguna discriminación irreductible ni identificación exclusiva. Esta identificación
apareció en mí como una interpretación de la experiencia y, aunque esta interpretación se
efectuó a propósito de la experiencia, fue independiente de ella.
Puede resultar extraña al sentido común la idea de que el recién nacido interprete
la experiencia de sus primeros contactos con el mundo exterior. Es porque el sentido
común confunde por error la actualización del pensamiento con su expresión. Sin
desarrollar en profundidad esta importante cuestión, debemos abordarla aquí
brevemente. Entre el Inconsciente principal, fuente intemporal de todo pensamiento, y
el pensamiento consciente formulado en palabras, existe una operación mental que
consiste en la actualización no formulada de tales o cuales pensamientos. El cerebro del
recién nacido es, desde luego, incapaz de formular un pensamiento consciente, pero
tiene todo lo necesario para que se actualicen en él los pensamientos más simples, es
decir los más generales. ‘Hay algo además de mi organismo’ y ‘Yo soy mi organismo’
son dos pensamientos elementales que se actualizan en el cerebro recién nacido de un
ser humano, incluso si el ser no tuviera jamás una formulación consciente a lo largo de
su existencia posterior (al igual que se actualizan en el cerebro del animal, como lo
muestra su comportamiento, aunque no puedan jamás tener una formulación
consciente). Remarquemos que cuanto más elemental o general es un pensamiento,
abarcante de una multitud de conceptos particulares, más fácil es de actualizar, pero más
difícil de expresar de forma consciente. Todo recién nacido actualiza pensamientos metafísicos
de una inmensa generalidad (como también lo hace el animal), pero pocos hombres
adultos llegan a tomar consciencia de tales pensamientos. En la evolución del
pensamiento del ser humano, la actualización no formulada de pensamientos se realiza

24
desde los más generales hacia los más particulares, mientras que la formulación
consciente de los pensamientos se realiza desde los más particulares hacia los más
generales.
Veamos todas las ‘creencias’ que se desencadenan una vez establecida esta
interpretación errónea de la experiencia. Mi identificación exclusiva con mi organismo
engendra en mí la hipótesis ilusoria de que ‘soy-absolutamente-en-cuanto-distinto’. De allí mi
reivindicación de verificar esta hipótesis, es decir mi reivindicación de ‘tener la sensación de
ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. De allí mi convicción ilusoria de que me falta algo esencial
mientras esta reivindicación no esté satisfecha. De allí mi búsqueda necesaria de una
experiencia que me proporcione la consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-
distinto’. De allí mi búsqueda necesaria de un contacto con el mundo exterior que me
proporcione esta experiencia. De allí mi búsqueda necesaria de cierto aspecto del
mundo exterior que se revele capaz de darme este contacto. De allí mi necesidad de
evaluar, de experimentar los aspectos del mundo exterior para reconocer su aptitud
para procurarme la consciencia que reivindico. Vemos cómo la necesidad de
experimentar se encuentra al final de este largo encadenamiento de convicciones
ilusorias. Todo sucede en mí como si yo debiera buscar, a través de la ‘experiencia’, un
hipotético contacto con el mundo exterior que me diera la consciencia absoluta de mi
‘ser-en-cuanto-distinto’, es decir mi consciencia de ‘ser’, tal como la concibo hoy en día.

Pronto usaremos todas estas nociones para mostrar que nuestro ‘experimentar’
es necesariamente, en nuestra condición actual, un juicio. Pero deseamos abrir un
paréntesis y explicar por qué la búsqueda de nuestra consciencia de ‘ser-en-cuanto-
distinto’ solo puede ser en vano. No es porque las premisas de esta búsqueda sean
ilusorias. El carácter ilusorio de las premisas implica solo que el resultado también será
ilusorio. Pero aunque las premisas me parezcan reales y el éxito de mi búsqueda me
parezca tan real como estas, será un éxito para mí; es decir que, sin ‘ser-absolutamente-
en-cuanto-distinto’, tendré la sensación de serlo. De hecho, no solo es evidente que no
puedo ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’, sino que ni siquiera puedo tener la
sensación de serlo. En efecto, como hemos visto, tengo la impresión de acercarme a mi
consciencia de ‘ser’ en la medida en que obtengo la disminución de mi consciencia de
existir. Sin duda es posible, gracias a un estimulante material (opio) o sutil (una imagen
mental suscitada con intensidad por un ejercicio de concentración), alcanzar un estado
extático en el que queda abolida mi consciencia de existir y exaltada mi consciencia de
‘ser’. Pero siempre faltará algo para la satisfacción perfecta de mi reivindicación: la
estabilidad de esta satisfacción. Puedo alcanzar tal estado pero no puedo permanecer
en él definitivamente (lo que correspondería, en el tiempo, al carácter absoluto, es decir
intemporal, de mi consciencia de ‘ser’). En efecto, o bien recaigo de este éxtasis
reivindicado a un estado más ordinario en el que vuelvo a encontrar mi consciencia de
existir, obstáculo para mi consciencia de ‘ser’, o bien me quedo en el estado en el que
ya no tengo consciencia de existir y cuya culminación fatal es la muerte (pues no puedo
cuidar mi existencia en un estado en el que ha desaparecido mi consciencia de existir);
y en la muerte desaparece necesariamente mi consciencia de ‘ser-absolutamente-en-
cuanto-distinto’.

25
La búsqueda de la consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’,
búsqueda efectuada a través del ‘experimentar’, implica pues una contradicción
interna: el procedimiento mediante el cual me esfuerzo hacia esta consciencia tiende a
la desaparición completa de mi ser distinto. Es como el asno del avaro: el avaro quiere
tener un asno que viva sin comer, entonces no lo alimenta; posee, ciertamente, durante
un tiempo, un asno que vive sin comer, pero este resultado no se puede adquirir con
estabilidad; el asno muere. Al tender hacia mi ‘ser’ distinto, tiendo también
necesariamente hacia mi ‘no-ser’ distinto.

Volvamos ahora a la cuestión que estábamos desarrollando. ‘Experimentar’


conlleva una asociación causal entre mi ‘sensación’ y mi ‘sentimiento’, seguidos de un
juicio; es posible concebir teóricamente esta asociación sin el juicio consecutivo pues la
asociación causal entre ‘sensación’ y ‘sentimiento’ no contiene en sí misma la necesidad
del juicio. Sin embargo, en la práctica, este juicio es inevitable. De hecho,
independientemente de la experiencia en sí misma, existe en mí la creencia en una
experiencia capaz de darme mi consciencia de ‘ser’ y la tendencia forzosa a descubrir
esta experiencia. Es esta tendencia que me fuerza a evaluar todas mis vivencias, a
evaluar todos los aspectos del mundo exterior con los que entro en contacto. Dado que
creo que, entre las ‘diez mil cosas’, hay una que guarda el secreto de mi ‘ser’, no puedo
tener la vivencia de ninguna de esas cosas sin juzgarla en función de mi búsqueda. En
la práctica, experimentar es necesariamente juzgar.
‘Experimentar’ conlleva entonces, además de la asociación entre ‘sensación’ y
‘sentimiento’, el juicio de la cosa percibida. Pero ¿qué es exactamente juzgar? Juzgar
también consiste en una asociación mental, pero diferente de la primera y superpuesta
a esta. Cuando veo la montaña y me siento feliz por ello, se establece una primera
asociación causal entre mi percepción de la montaña y mi felicidad, asociación que
podría expresarse así: ‘La visión de la montaña me hace feliz’. Pero cuando llego a
pensar: ‘¡Qué maravilla esta montaña!’, es decir cuando asigno a la montaña un juicio
aprobatorio, ya no se trata de una asociación causal, sino de una asociación
identificatoria entre la imagen de la montaña y una imagen abstracta que ahora hemos
de definir. Aunque nuestros juicios se expresen bajo modalidades indefinidamente
variadas, todos son de dos tipos: aprobatorios o desaprobatorios. Recordemos que
nuestros juicios evalúan la aptitud de la cosa percibida para acercarnos a la consciencia
de nuestro ‘ser’; no hay pues, para ninguno de nuestros juicios, sino una alternativa: o
bien la cosa percibida es apta para acercarme a la consciencia de mi ‘ser’, o bien no lo
es. Todo juicio es, pues, o una asociación identificadora entre la cosa percibida y mi
‘ser’, o una asociación identificadora entre la cosa percibida y mi ‘nadidad’. Y esta
asociación identificadora se superpone a la asociación causal entre ‘sensación’ y
‘sentimiento’; si mi percepción me ha acercado a mi consciencia de ‘ser’, mi juicio la
identifica con lo que ‘debe existir’; si mi percepción me ha alejado de mi consciencia de
‘ser’, mi juicio la identifica con lo que ‘no debe existir’.
Veamos de qué modo mi juicio es relativo y de qué modo es absoluto. Es relativo
en que, cuando decreto que tal cosa es apta a acercarme a la consciencia de mi ‘ser’,
veo este acercamiento como más o menos importante. Pero es absoluto en que esta

26
consciencia de mi ‘ser’, a la cual decreto que la cosa percibida me acerca, es absoluta
pues es consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. Cuando juzgo, pareciera
que asigno a las cosas valores relativos, pero en realidad les asigno grados relativos de un
valor absoluto, positivo o negativo. La nota positiva que le doy a una cosa y la nota
negativa que le doy a otra cosa no son absolutas, pero la discriminación que hago entre
positividad y negatividad es absoluta porque la discriminación que hago entre el
acercamiento y el alejamiento de mi consciencia de ‘ser’ es absoluto. Y no podría ser de
otro modo, mientras me crea separado de la consciencia de mi ‘ser’. El evidente absurdo
de esta mezcla de lo absoluto y lo relativo en el mismo plano se explica por el carácter
ilusorio de las convicciones de las que hablamos antes, convicciones que sostienen
nuestros juicios de valor. Las asociaciones identificadoras que constituyen nuestros
juicios son las ‘falsas identificaciones’, que el Vedanta nos muestra que existen en
nosotros.
Es el ‘experimentar’, es mi juicio, el que edifica, en un constante reajuste, mi
estructura personal. Cataloga los aspectos del mundo exterior de los que he tenido
experiencia, en más o menos positivos y más o menos negativos, modelando así la
estructura de mi mundo interior en sus dos aspectos, ‘Yo’ y ‘No-Yo’. Por cierto, el
condicionamiento que existe entre mi ‘experimentar’ y mi estructura personal es
recíproco; en efecto, según mis juicios anteriores, yo dirijo mi investigación
experimental del mundo; y según mis nuevas experiencias, reajusto mis juicios
anteriores, es decir mi estructura personal. Mi ‘experimentar’ es dirigido por mi
memoria y a su vez la condiciona.
Dado que el ‘experimentar’ es un juicio, surge la cuestión del carácter parcial o
imparcial de este juicio. Esta cuestión se resuelve rápido: todo juicio es parcial si se lo
considera absoluto. De hecho, todo juicio utiliza necesariamente un criterio formal y
este criterio, relativo, conlleva dos aspectos contrarios. El más imparcial de los jueces
de lo criminal es parcial en estar ‘en contra’ de la muerte y ‘a favor’ del respeto de la
vida de otro. Mi ‘experimentar’ es parcial dado que está a favor del acercamiento de mi
consciencia de ‘ser’ y en contra de su alejamiento. El único juicio imparcial imaginable
se referiría al criterio absoluto de la Realidad Una; pero como esta Realidad es idéntica
en todas las cosas particulares, estas son iguales ante ella y el juicio queda abolido.
‘Experimentar’ es siempre hacer una interpretación parcial de la experiencia.
Ahora que hemos visto con claridad en qué consiste ‘experimentar’, volvamos
sobre el conjunto de tres procesos que funcionan durante todas mis experiencias: la
‘sensación’, el ‘sentimiento’ y el ‘experimentar’.
Esta tríada funcional está dispuesta de forma lineal: la ‘sensación’ está en uno
de los extremos de la serie, ‘experimentar’ está en el otro extremo, y el ‘sentimiento’
está entre los dos.
La ‘sensación’ produce formas mentales indefinidamente variadas, pues
reproduce con fidelidad los aspectos indefinidamente variados del mundo exterior. Este
proceso flexible se adapta con exactitud a los cambios de la vida universal. Representa
lo múltiple relativo.

27
‘Experimentar’ produce una forma mental única, pero dualista, afirmación
categórica de signo + o –: ‘Esto debe ser’ o ‘Esto no debe ser’. Este proceso rígido
representa el Uno Absoluto; es como su proyección dualista en el plano formal.
El ‘sentimiento’, el mundo de nuestros estados interiores sensibles, produce
formas psicológicas que representan una multiplicidad simplificada; es cierta
integración de la ‘sensación’. Estas formas intermediarias, en constante reajuste,
corresponden a los samskaras en la terminología del Vedanta, a los complejos del
psicoanálisis.
Las formas de la ‘sensación’ tienen una realidad relativa; la forma dualista del
‘experimentar’ representa simbólicamente la Realidad Absoluta Informe [sin forma].
Las formas del ‘sentimiento’ tienen una realidad ilusoria.
En mi proceso interior relativo a mi ‘ser’ o mi ‘nadidad’ –proceso del cual cada
una de mis experiencias constituye un episodio–, la ‘sensación’ representa los hechos de
la causa, el ‘experimentar’ representa al juez y el ‘sentimiento’ a los testigos. Los testigos
son los intermediarios necesarios entre los hechos de la causa y el juez. El juez interpreta
la causa al relacionarla con los testimonios. Así, el ‘sentimiento’ es un término medio
entre la ‘sensación’ y el ‘experimentar’, mientras que el ‘experimentar’ une
asociativamente la ‘sensación’ al ‘sentimiento’.
Veamos más de cerca cómo estos tres procesos se condicionan mutuamente.
Desde un punto de vista analítico y teórico que inmoviliza los elementos analizados, es
decir desde un punto de vista estático, me parece que la ‘sensación’ condiciona el
‘sentimiento’ y que este condiciona el ‘experimentar’; de hecho, primero percibo
sensorialmente, luego se modifica mi cenestesia, y al final juzgo según esta modificación.
Pero en la realidad, estos procesos son dinámicos; no percibo sin querer percibir,
no tengo sentimientos sin querer tener sentimientos, no experimento sin querer
experimentar. Ahora bien, acabamos de ver que la reivindicación de tomar consciencia
de mi ‘ser’ durante un contacto con el mundo exterior existe en mí antes de la
experiencia misma y constitutye su principio directivo. Esta reivindicación modela mi
fuerza vital en un ‘querer experimentar’ y es por lo tanto este querer lo que está primero.
Luego, el ‘querer experimentar’ condiciona el ‘querer el sentimiento’ y este condiciona
el ‘querer la sensación’.
Estas dos series inversas son ciertas cada una a su modo. Desde un punto de
vista cronológico, es la ‘sensación’ la que comienza; pero desde un punto de vista causal,
el primer término es el ‘querer experimentar’; quiero tener sentimiento porque quiero
experimentar y quiero tener sensación porque quiero tener sentimiento.

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CAPÍTULO 4
LA VOLUNTAD DE EXPERIMENTAR.
SU NATURALEZA CONTRADICTORIA

El estudio precedente nos ha mostrado que el ‘experimentar’ es un juicio parcial


y cualitativamente absoluto. Por otro lado, es un proceso dinámico: experimento solo
porque quiero experimentar.
Este ‘querer experimentar’ es forzoso, es una necesidad. El móvil de esta
obligación reside en la voluntad por la cual el Principio Absoluto engendra su
Manifestación. Cada criatura quiere absolutamente su ‘ser’ porque el Ser principal se
quiere absolutamente en cada criatura. Desde el instante en que me identifico
exclusivamente con mi organismo, mi reivindicación de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-
distinto’ es absoluta; mi búsqueda de la consciencia de mi ‘ser’ es necesaria, forzosa.
En este capítulo, estudiaremos el funcionamiento de nuestra voluntad de
experimentar y la contradicción interna que implica. Demostraremos así que esta
voluntad es, propiamente hablando, absurda y que no podría llegar al término al cual
tiende. Pero la demostración de que la voluntad de experimentar es absurda no debe
entenderse como una condena, como un juicio que decretara que esta voluntad no debe
existir. Establecemos este absurdo solo para afirmar ulteriormente la necesidad de hacer
funcionar en nosotros, para nuestra armonización, un absurdo de sentido contrario que
será el ‘querer no experimentar’.
Para comprender claramente la contradicción interna que implica nuestra
voluntad de experimentar, primero tenemos que eliminar una falsa interpretación y
demostrar que esta contradicción no reside en el dualismo ‘Yo–Mundo exterior’.
Quiero evaluar el mundo exterior para encontrar en él el contacto que me dará la
consciencia de mi ‘ser’. Esta evaluación del mundo se hace en función de mi estructura
personal, utilizando mi ‘sentimiento’ como criterio. Pero la experiencia del contacto del
mundo consiste en un doble fenómeno de resonancia que concierne de igual manera al
mundo y a mi estructura personal. Evaluar el mundo en función de esta estructura es
pues también evaluar esta estructura en función del mundo. La voluntad de experimentar es
tanto voluntad de experimentarme como voluntad de experimentar el mundo. La contradicción que
reside en mi voluntad de experimentar no opone el mundo exterior a mí; no consiste
en el dualismo ‘Yo–Mundo exterior’.
Veamos cómo se expresa este no-dualismo entre el mundo exterior y yo en mi
voluntad de experimentar. Cuando voy hacia el mundo para experimentar, no es el
mundo lo que me interesa sino esta consciencia de mi ‘ser’ absoluto que quiero
encontrar en mi contacto con el mundo. No es mi ‘yo’ (moi), mi organismo, lo que me
interesa, sino esta consciencia de ‘ser’ que quiero encontrar al ofrecer mi organismo al
contacto del mundo. El mundo exterior y mi propio organismo son simples medios
utilizados en conjunto para el mismo fin. Si encontrara mi consciencia de ‘ser’, estos
dos medios se volverían en seguida igualmente inútiles. Cuando un hombre vive una
experiencia extática en la que tiene la impresión de alcanzar su realización, pierde todo
interés por el mundo exterior y por su propio organismo, lo cual se expresa en el

29
pensamiento: ‘Ya me puedo morir’. Si me aplico a una tarea en la que veo un valor
absoluto –es decir, una tarea cuya consumación me parece que sería la experiencia
capaz de realizar la consciencia de mi ‘ser’– pienso: ‘No puedo morirme antes de
terminar’. Lo cual supone que podría morir sin inconveniente después de esta
experiencia. En cuanto a mi voluntad de experimentar, el mundo exterior y mi
organismo son útiles juntos y dejan de serlo juntos.
Este no-dualismo del mundo exterior y de mi organismo se expresa
psicológicamente mediante la noción de mis ‘estados’. A cada instante, estoy en cierto
‘estado’. Se suele hablar de ‘estado interior’; pero, en lo que concierne a mi visión
subjetiva de las cosas, mi ‘estado’ es tanto exterior como interior. Cuando estoy en un
‘estado’ negativo, cuando estoy ‘de mal humor’, experimento como idénticamente
negativos el mundo exterior y a mí mismo. Cuando estoy en un ‘estado’ positivo,
eufórico, experimento como idénticamente positivos el mundo exterior y a mí mismo.
Y mi ‘estado’ es una especie de remolino circular que tiende a inmovilizar mi ‘experimentar’: veo el
mundo como triste porque estoy triste y estoy triste porque veo el mundo como triste; la manera en que
experimento el mundo y la manera en que me experimento se condicionan mutuamente como los reflejos
de un objeto en dos espejos enfrentados.
La palabra ‘estado’ expresa bien esta tendencia estabilizadora, que corresponde
en el mundo psíquico al fenómeno de la inercia en el mundo físico. Sin embargo no hay
aquí inmovilidad; mientras estoy en un ‘estado’ alegre o triste, siento mi fuerza vital
moverse sin cesar en mí; mi ‘estado’ es un proceso dinámico. Pero este proceso conlleva
una tendencia a estabilizar la modalidad según la cual se efectúa. Mi ‘estado’ consiste
precisamente en esta tendencia de mi movimiento vital a perseverar en la forma en que
se encuentra; mi ‘estado’ no conlleva en sí mismo ninguna tendencia a modificarse. Si,
de hecho, cambia de un momento del día al otro, es porque intervienen nuevos
contactos entre el mundo exterior y yo, por vía psíquica o vía física. Mi ‘estado’ es
comparable al giroscopio que posee, en virtud de su rotación, una tendencia a
inmovilizar su eje en la posición donde lo colocan las circunstancias exteriores.
Comenzamos a ver la contradicción que reside en mi voluntad de experimentar.
Aunque esta voluntad es en su origen una tendencia a experimentar sin parar hasta la obtención del
‘estado’ perfecto en el que yo tenga la consciencia de mi ‘ser’, funciona de hecho como una tendencia a
inmovilizar el ‘estado’ imperfecto en el que estoy en cada instante, es decir como una tendencia a continuar
experimentando lo que estoy experimentando. Cuando analizamos las convicciones implícitas
ilusorias que están en el origen de mi voluntad de experimentar, vimos que esta
voluntad consiste en un esfuerzo por acercarme a mi consciencia de ‘ser’ mediante la
disminución de mi consciencia de existir. Y ahora vemos que mi voluntad de
experimentar funciona como una tendencia a fijarme en mi consciencia presente de
existir. Hay allí un desacuerdo que hace falta explicar para profundizar nuestra
comprensión del problema.
Antes de explicar esta contradicción que está en el seno mismo del ‘querer
experimentar’, observemos aun mejor cómo funciona en nosotros. Voy a enfrentarme
en un duelo; pienso que quizá esté muerto en unas horas; repentinamente veo el valor
infinito de todo lo que mi vida podría haber contenido y que no he podido vivir; evoco
todas las realizaciones cuyas posibilidades mi muerte quizá anulará; me pregunto cómo

30
he podido vivir en esta ciega inercia; estoy seguro de que, si sobrevivo al enfrentamiento,
a partir de entonces actuaré de un modo bien distinto. El duelo pasa sin daño y puede
ser que, bajo la influencia del shock, haga cierats acciones diferentes, pero ciertamente
no las viviré de una manera distinta; experimentaré quizá otros contactos con el mundo
exterior, pero siempre con la tendencia a continuar experimentando lo que esté
experimentando.
Por lo demás, la perspectiva de una muerte próxima no es necesaria para hacer
las mismas constataciones. Puede sucederme, una noche cualquiera, evocar el día que
ya no podré vivir y todos mis años idos; tendré entonces el sentimiento doloroso de no
haber podido aprovechar todavía lo que debía aprovechar, de haber ‘perdido el
tiempo’; la noche siguiente, sin embargo, será lo mismo. Estos dos ejemplos muestran
cómo coexisten en mí la tendencia a tener sin cesar nuevas experiencias y la tendencia
a inmovilizar mi experiencia presente. Mi tendencia a tener sin cesar nuevas experiencias
funciona en mí en cuanto visualizo mi vida en abstracto, de forma general, teórica; mi tendencia a
inmovilizar mi experiencia presente funciona en mí en cuanto vivo mi vida en concreto, de forma práctica.
En teoría, quiero lo desconocido, en un movimiento que no supone detención antes del
fin último; en la práctica, no puedo querer sino lo conocido, en un movimiento hacia
una inmovilidad. En este movimiento hacia una inmovilidad, mi voluntad no es voluntad de
movimiento sino de la inmovilidad hacia la cual el movimiento me lleva. Dicho de otro
modo, aun cuando parece que quiero investigar la naturaleza de las cosas, en realidad
quiero establecerme en un ‘estado’ que, al inmovilizar cierta relación entre el mundo y
yo, sea todo lo contrario de dicha investigación. Mi voluntad de experimentar es, en
principio, voluntad de investigar el mundo, pero cuando funciona, no funciona como
una investigación móvil, que pasa de una experiencia a la otra, sino como una
investigación en sitio, que inspecciona la experiencia presente con obstinación.
La explicación de este dualismo, de esta contradicción entre la teoría y la
práctica de mi voluntad de experimentar, está contenida en mis convicciones implícitas
ilusorias. La hipótesis según la cual ‘soy absolutamente en cuanto distinto’ engendra la
reivindicación de un contacto con el mundo que me dé la consciencia de mi ‘ser’. Pero
esta reivindicación original contempla el mundo exterior solo bajo el ángulo de mi
posible afirmación. La ilusión que hay aquí no consiste en el hecho de que contemple
el mundo como afirmante, sino en el hecho de que lo contemple como exclusivamente
afirmante (corolario de mi identificación exclusiva con mi organismo). Mis convicciones
ilusorias teóricas engendran así mi voluntad, también teórica, de experimentar lo
desconocido; en cuanto suponga que lo desconocido es únicamente afirmante, mi
voluntad de experimentar es voluntad de experimentar lo desconocido. Mi impulso
hacia la existencia es, originalmente, un movimiento puro que no debe detenerse antes
de la obtención de la consciencia de mi ‘ser’. El recién nacido se lanza hacia la vida con
toda confianza.
Pero cuando este movimiento se efectúa en la práctica, todos los aspectos del
mundo exterior que experimento se revelan negadores al mismo tiempo que afirmantes.
O bien estos dos lados de la realidad práctica se manifiestan juntos (las espinas de la
rosa); o bien se manifiesta solo el lado afirmante, pero entonces el negador está sin
embargo presente en la inseguridad de la experiencia (soy rico pero podría acabar en

31
la ruina; alguien me ama pero podría dejar de amarme; etc...). Este imprevisto dualismo
de la experiencia niega la pureza de mi movimiento inicial, movimiento que suponía
un mundo únicamente positivo. Había partido en un viaje de investigación en un
mundo inmóvil; y en cambio me inmovilizo para investigar un mundo que la vida
inestable mueve bajo mi mirada. Partía para una actividad y en cambio me agito en el
lugar.
Podría sorprender que, al permanecer en el ‘estado’ imperfecto en el que estoy
ahora, no lo deje para ir hacia un ‘estado’ todavía desconocido. Pero mi búsqueda, en
virtud de su origen metafísico, es cualitativa, no cuantitativa. Para verificar la hipótesis
según la cual ‘soy absolutamente en cuanto distinto’, busco una afirmación pura de
parte del mundo exterior. Es la pureza de esta afirmación lo que me importa; una sola
afirmación pura, por pequeña que sea, bastaría para verificar la hipótesis. Esta eventual
pura afirmación representa para mí la Realidad Absoluta. Desde que se me presenta
como posible, en una experiencia que la incluye junto con mi negación, esta posibilidad
me fascina; poco importa que se presente mezclada con su contrario. Me pego a la
experiencia con la esperanza de destilar de ella la pura afirmación.
Intentemos expresar lo anterior con una parábola. Supongamos que un hombre
se siente amenazado de muerte inminente por un tirano, en cuanto no consiga hallar
un fragmento de oro puro. Este hombre ve, en el barro de un arroyo, un reflejo amarillo
que le revela la presencia de una pepita de oro. Si su deseo fuera relativo, seguiría su
camino con la esperanza de encontrar en otro lado una pepita más fácil de recoger.
Pero lo anima una reivindicación absoluta, urgente; por lo tanto, lo fascina el reflejo
amarillo; se detiene y hurga en el charco de barro para recoger el oro. Si deja este
charco, es porque otro charco le presenta otro reflejo amarillo; solo entonces dejará su
primera investigación y emprenderá una nueva. Pero este movimiento no lo ha llevado
sino a una nueva inmovilidad; hurga en el barro de la misma manera, buscando
encontrar la pepita que siempre se le escapa. Parece actuar al desplazarse de un charco
al otro; en realidad, no hace sino agitarse en el lugar, ahora en un sitio y luego en otro.
Así pues, tengo tendencia a pegarme al ‘estado’ que experimento actualmente
con la esperanza de que su aspecto negativo quede anulado; mi voluntad de
experimentar no se traduce en una tendencia a actuar hacia lo desconocido, sino en
una tendencia a agitarme en lo que conozco con la esperanza de descubrir en ello mi
pura afirmación. Si examino mi vida pasada con honestidad, veo funcionar en ella mi
tendencia a la repetición; a medida que pasaban los años, me fijé más y más en ciertas
relaciones estereotípicas con el mundo exterior. Si soy ambicioso, es decir si encuentro
en el hecho de dominar a otros un sentimiento de afirmación, persevero en la búsqueda
de poder; cientos de veces he tenido ocasión de constatar que esta experiencia no me
da la consciencia de ‘ser’ perfecta y definitiva que es mi meta real; sin embargo,
continúo agitándome en esta experiencia con la esperanza de alcanzar esa meta. Si soy
ávido de riqueza, continúo también agitándome para obtener o conservar mis riquezas,
aunque estas no me hayan dado jamás la satisfacción perfecta; es decir que me fijo en
el ‘estado’ que está conectado para mí al hecho de poseer algo. Si soy masoquista, es
decir si visualizo mi afirmación en el hecho de tolerar victoriosamente la maldad de
otros o del destino, persevero en mi ‘estado’ doloroso con la esperenza de eliminar un

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día toda la negatividad. La inestabilidad de ciertos seres no es una excepción a esta ley;
repiten incansablemente la experiencia de cambiar de hogar, o de trabajo, o de amigos,
etc...; pese a las apariencias, se trata también en ese caso de una agitación en el lugar.
Los gestos que hago y que parecen manifestar una actividad interior son solo saltos de
un ‘estado’ a otro ‘estado’. Si estoy triste y voy al cine para obtener una modificación
de mi humor, no quiero dejar mi ‘estado’ sino para estar en otro ‘estado’, distinto por
su tonalidad pero no por naturaleza.
Mi estado, consecuencia de mis convicciones implícitas ilusorias, es un modo de
funcionamiento, también ilusorio, en el que intentan conciliarse en mí el ‘ser’ y el
‘devenir’; el ‘devenir’ lo representa simbólicamente la agitación; el ‘ser’ la repetición,
estar ‘en el sitio’. Mi voluntad de experimentar –agitación en el lugar, es decir a la vez
movimiento y fijación–, explica mi actitud hacia el tiempo. Por un lado, no hay para mí
otra experiencia que la presente, en el instante actual, y es a esta experiencia actual que
estoy fijado. Pero por otro lado, me agito en esta experiencia con la esperanza de verla
modificarse en el sentido de una pura afirmación; así pues, soy proyectado
imaginativamente hacia el futuro. En teoría, me muevo con mi duración y vivo por
consiguiente en un presente siempre nuevo; en la práctica, estoy inmovilizado en mi
duración que se agota pese a mí y la vivo en un sueño de futuro repetido sin cesar.
Incluso cuando evoco mis recuerdos, los revivo en una experiencia imaginativa
presente, y me agito en esta experiencia con la esperanza de exraer una pura
afirmación, esperanza que me proyecta al futuro. Mi voluntad de experimentar me
proyecta necesariamente hacia el futuro y es imposible que, con esta actitud, viva con
consciencia el instante presente. Como mi voluntad de experimentar es una
reivindicación, es evidente que querré reivindicar lo que estoy viviendo; desde el
momento en que hay reivindicación, necesariamente se trata de algo futuro.
Hay incluso otra manera de mostrar el dualismo inherente a mi voluntad de
experimentar y de explicar por qué esta voluntad tiende paradójicamente hacia una
agitación fijada en mi experiencia presente. Cuando enuncié el encadenamiento de mis
convicciones implícitas ilusorias, me expresé en frases positivas. Pero desde que el
pensamiento emana del Inconsciente principal, lo hace en una bifurcación dualista.
Puedo pues retomar este enunciado expresándome con igual justeza en frases negativas.
La identificación exclusiva con mi organismo será así mi no-identificación con el mundo
exterior. De esta no-identificación con el mundo exterior se desprende la hipótesis de
que ‘tal-vez-no-soy-absolutamente-en-cuanto-distinto’. La reivindicación que resulta de
esta hipótesis no es más reivindicación de verificar que ‘soy-absolutamente-en-cuanto-
distinto’, sino de refutar la hipótesis inversa. En esta perspectiva negativa, mi búsqueda
tiene por meta no ya una experiencia que realice la consciencia hipotética de mi ‘ser’,
sino una experiencia que logre abolir la hipotética consciencia de mi ‘no-ser’; no busco
más alcanzar la pura afirmación de mi ‘ser’, sino la pura negación de mi ‘nadidad’.
Si la expresión positiva de mis convicciones ilusorias explica mi fijación con el
costado más o menos positivo de mi experiencia presente, su expresión negativa explica
que puedo estar igual de fascinado por el costado más o menos negativo de esta
experiencia. Puedo tensarme tanto por una negatividad, para rechazarla y deshacerme
de ella, como por una positividad, para purificarla y captarla.

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La agitación en el sitio en la que se traduce mi voluntad de experimentar tiende
a la vez a captar mi ‘ser’ y a rechazar mi ‘no-ser’. Unas veces predomina el aspecto de
‘captar mi ser’: mi voluntad de experimentar aparece entonces como avidez por la
existencia. Otras veces predomina el aspecto de ‘rechazar mi no-ser’: mi voluntad de
experimentar aparece entonces como miedo de la existencia. Pero avidez y miedo tienden
por igual a volverme esclavo de mi experiencia presente, de mi ‘experimentar’.

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CAPÍTULO 5
EL NACIMIENTO DEL PENSAR

En los capítulos precedentes, establecimos la existencia de nuestra voluntad de


experimentar y su naturaleza contradictoria, es decir su absurdidad. Podríamos ahora
pasar sin más, según parece, al estudio de su antídoto necesario, el ‘no querer
experimentar’. Sin embargo, nos demoraremos una vez más sobre el modo en que
funciona habitualmente nuestro psiquismo; observaremos la manera en que nuestra
voluntad de experimentar condiciona el funcionamiento de nuestra atención, de
nuestra imaginación –es decir, de nuestro pensamiento consciente– y de nuestros
estados de concentración y dispersión mentales.
Pese a las apariencias, no perderemos tiempo al proceder así. De hecho, el gesto
por el cual equilibraremos ulteriormente nuestra voluntad de experimentar sería
puramente teórico e ineficaz si no hubiéramos acumulado perspectivas justas sobre esta
voluntad. Nos sería imposible equilibrar el modo ilusorio según el cual funciona nuestra
máquina psicosomática si no lo conociéramos muy bien, es decir si no lo lleváramos a
la plena claridad de nuestra comprensión.
A cada instante, hay una imagen mental en mi consciencia. Esta imagen puede
provenir del mundo exterior inmediatamente presente; también puede provenir de mi
mundo interior, de esta inmensa reserva de imágenes que constituye mi memoria.
Provenga de donde sea la imagen que existe actualmente en mi consciencia, puedo
preguntarme: ‘¿Por qué estoy atento a esta imagen y no a otra?’ De hecho, jamás se me
propone una imagen única; si se trata de una imagen proveniente de mi mundo interior,
es evidente que ya existía entre muchas otras; si se trata de una imagen proveniente del
mundo exterior, es evidente que cada porción de este mundo implica una multitud
indefinida de aspectos; ¿por qué percibo conscientemente este aspecto y no aquel otro?
Toda percepción es percepción de un aspecto entre una multitud de aspectos
posibles. Toda percepción es elección. Veamos un ejemplo: voy caminando por la calle;
mi mirada se desplaza rápidamente de una casa a otra, barre un muro cubierto de
afiches; sucede algo en mí que me alerta y lleva mi mirada a ese muro; noto entonces,
en un afiche, cierta palabra y percibo que es esta palabra lo que me ha alertado, lo que
ha ‘despertado mi atención’. En el momento en que mi mirada barrió el muro, vi
inconscientemente todo lo que estaba sobre el muro, pero se efectuó una elección que
llevó mi consciencia a un solo detalle de este conjunto complejo. O bien, oigo
pronunciar el nombre de una persona que conozco; pienso en esta persona; luego me
viene una idea acerca de ella. Podrían haber venido muchas ideas, pero se efectuó una
elección entre ellas, y fue una sola de ellas la que llamó mi atención y que vino así a mi
consciencia.
Dado que hay una elección en la base de cada una de mis percepciones
conscientes, se me plantean dos preguntas: ‘¿Por qué hay una elección?’ y ‘¿Por qué tal
elección en este caso particular?’.
La elección está en relación con mi voluntad de experimentar, con mi necesidad
de efectuar ese juicio que, como hemos visto, es parcial y cualitativamente absoluto. Al

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carácter cualitativamente absoluto de mi ‘experimentar’ corresponde en primer lugar
la existencia de la elección, es decir la unicidad de mi imagen mental consciente.
Veremos a continuación cómo la dirección de la elección depende de la parcialidad de
mi ‘experimentar’.
La voluntad de experimentar conduce a un juicio cualitativamente absoluto, es
decir, como hemos visto, a un decreto: ‘Esto debe ser’ o ‘Esto no debe ser’. El carácter
absoluto del decreto supone la unicidad de la cosa juzgada. Así, en un juicio penal por
una causa compleja, se plantean varias preguntas al jurado de manera que cada
respuesta categórica, ‘sí’ o ‘no’, no se aplique sino a un aspecto de la causa. El hecho de
juzgar absolutamente me obliga a ver lo que juzgo como una entidad. Por ende, la imagen
mental consciente de lo que experimento es siempre única. Puedo disociarla luego en
varios aspectos, cada uno de los cuales consideraré por separado como una imagen
única, y este proceso es tan rápido que a veces tengo la impresión de percibir varias
imágenes a la vez, pero en realidad mi consciencia solo contiene, a cada instante, una
sola imagen mental correspondiente a una sola expresión verbal. Supongamos, por
ejemplo, que dos de mis amigos, Pedro y Juan, que no se conocen entre sí, un día se
presentan juntos a mi puerta; estoy sorprendido de verlos juntos. Distintas imágenes
mentales han atravesado muy rápido mi consciencia: primero reconocí por separado a
Pedro y a Juan (ideas ‘Pedro está ante mí’ y ‘Juan está ante mí’); luego fue la idea ‘Pedro
y Juan están ahí juntos’; por último, la idea ‘Es sorprendente que Pedro y Juan estén
ahí juntos’. Pero, a cada instante, una única imagen ocupaba mi consciencia. La idea
‘simultaneidad de la presencia de Pedro y Juan’ incluye las ideas ‘presencia de Pedro’ y
‘presencia de Juan’; cada una de estas dos ideas incluye características que me
permitieron identificar a mis amigos; pero la posibilidad de descomponer así la idea
‘simultaneidad de la presencia de Pedro y de Juan’ no impide que esta imagen sea una
sola idea. Jamás presto atención más que a una imagen mental a la vez.
Mi voluntad de experimentar condiciona pues el carácter discriminativo de mi
atención; condiciona pues mi visión consciente del mundo como ‘múltiple’. El Universo
en realidad es Uno, manifestación de una energía cósmica única que crea todo el
espacio sin solución de continuidad. Esta manifestación de energía es heterogénea, es decir
que se presenta, según los puntos, con condensaciones diferentes; pero esto no impide
que la energía cósmica sea una y que su manifestación sea una. El muro cubierto de
afiches participa de esta Unidad universal; por ende, cuando lo barrió mi mirada,
percibí inconscientemente, de un solo golpe, la totalidad del muro con todos sus
aspectos. Pero mi atención discriminativa llevó a mi consciencia una sola palabra; esta
palabra que no es sino una condensación particular de la energía única que forma todos
los aspectos del muro, la percibí conscientemente como una entidad absolutamente
distinta, opuesta al resto del muro. Puedo luego observar otros detalles del mismo muro,
al ver a cada uno de ellos como una entidad. Puedo también considerar el muro en su
conjunto y formar la imagen mental ‘muro cubierto de afiches’, viendo entonces este
muro como una entidad opuesta a todo lo que no es él. Pero sea cual sea el aspecto que
percibo conscientemente, lo percibo como una entidad, abstraída de todos los demás
aspectos del Universo y opuesta a ellos. El Universo, hemos dicho, es heterogéneo pero
Uno; es mi voluntad de experimentar lo que me hace interpretar la heterogeneidad

36
como multiplicidad, lo que engendra pues para mí la ilusión de lo ‘múltiple’. La ilusión
de Maya no es la creencia en la heterogeneidad del mundo que se manifiesta aquí como
árbol, allá como río, etc...; Maya es la creencia en la multiplicidad. Contra esta ilusión
se alza la proclamación de Hui-neng: ‘Desde el comienzo, ninguna cosa es’.
Así pues, mi percepción consciente es siempre una elección porque mi voluntad
de experimentar, es decir de juzgar de una manera absoluta, condiciona el
funcionamiento discriminativo de mi atención. Veamos ahora que el carácter parcial
de mi ‘experimentar’ dirige mi elección perceptiva. Esto se deduce fácilmente de lo que
establecimos al estudiar el ‘experimentar’: el ‘querer experimentar’ condiciona el
‘querer tener sentimiento’ y este condiciona el ‘querer tener sensación’. Los juicios
contenidos en mi memoria, es decir las asociaciones propias a mi estructura personal,
dirigen la elección de mis percepciones. La palabra que me llamó la atención en el muro
cubierto de afiches siempre designará a una persona o una cosa por la que tengo una
afinidad particular, positiva o negativa. Los rostros que me llaman la atención en una
multitud, los únicos que veo conscientemente, me interesan siempre de una manera
especial y pertenecen a ciertos tipos a los cuales soy sensible. Ante el mismo espectáculo
complejo, diferentes hombres perciben conscientemente cosas diferentes; en una
carrera de caballos, por ejemplo, tal hombre verá sobre todo los caballos, tal otro verá
sobre todo las mujeres bonitas, etc... Si leo el mismo libro en diferentes épocas de mi
vida, percibo cosas diferentes porque entre tanto mi estructura personal se modificó. A
cada instante, soy más sensible a ciertas imágenes que a otras porque estas imágenes me
hacen sentir y experimentar más, sea en el sentido de mi afirmación sea en el de mi
negación.
Es fácil comprender pues, en líneas generales, la cuestión de cómo elige nuestra
atención entre las innombrables imágenes posibles. Pero nos hará falta distinguir en
nosotros dos pensamientos, el pensamiento real y el pensamiento imaginario; y esta
distinción, que nos permitirá precisar nociones esenciales sobre el funcionamiento de
nuestra mente, nos mostrará al mismo tiempo la gran complejidad de este problema.
Comencemos por datos simplificados al máximo, cuyo carácter aproximativo
veremos más adelante. En un momento dado, sueño despierto, pienso en cosas que
están entonces fuera del alcance de mis órganos sensoriales; en el campo de mi
consciencia se desarrolla un film imaginativo que invento a merced de mi estructura
personal y que llamaré film imaginario, constituido por percepciones imaginarias. En otro
momento, presencio por ejemplo una obra de teatro; observo a los actores, sus gestos,
sus palabras, por medio de mis órganos sensoriales; en el campo de mi consciencia se
desarrolla un film imaginativo más o menos calcado del real exterior presente, film que
llamaré provisoriamente ‘real’, constituido por percepciones ‘reales’.
A primera vista, estamos tentados de creer que el film ‘real’ es el de génesis más
simple; no lo es, por cierto, y es por eso que estudiaremos en primer lugar la génesis del
film imaginario. Invento mi film imaginario en función de mi reivindicación de una
experiencia que afirme mi ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. De este origen
obtiene sus dos características esenciales: 1) me proyecta hacia el futuro (reivindicación);
2) representa un mundo centrado en mí (‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’).

37
1) Mi film imaginario me proyecta hacia el futuro. A veces esto es evidente: al recibir
buenas o malas noticias, ‘adorno’, digamos, el acontecimiento; imagino las
consecuencias felices o tristes y las amplifico más y más. Otras veces es más difícil de
ver: mi ensueño evoca una escena de mi pasado; o bien imagino una historia
inverosímil, prácticamente imposible, que no podría jamás realizarse en el futuro. Pero
decir que mi ensueño me proyecta hacia el futuro no quiere decir que me enseñe una
representación del futuro; no es la cosa imaginada lo que me proyecta hacia el futuro,
sino la misma imaginación. Su funcionamiento en efecto proviene de la voluntad de
experimentar; lo sostiene mi esperanza de captar, en una imagen, la consciencia de mi
‘ser’. Me precipito para captar esta consciencia que no tengo y que intento conquistar.
Es por eso que mi film imaginario, incluso cuando representa mi pasado o una escena
irrealizable, me proyecta hacia el futuro.
2) Mi film imaginario construye un mundo centrado en mí. Aquí también, no es a través
de formas que mi film imaginario se centra en mí; la historia que imagino puede no
concernir a mi persona, ni directa ni indirectamente. Si mi film imaginario se centra siempre
en mí, es porque se inventa en mí en función de mi estructura personal. Puedo decir que es esta
estructura la que lo inventa, lo crea, es ella su ‘causa primera’. Mi persona es el centro
de mi film imaginario como el Principio Absoluto es el centro del Universo.
Cuando mi film imaginario me concierne, su relato me puede afirmar o negar,
su guión me puede exaltar o rebajar. Al principio parece extraño que un film imaginado
con la esperanza de captar la consciencia de mi ‘ser’ me pueda negar. Pero hay que
comprender exactamente el peligro ilusorio que mi film imaginario debe tener en
cuenta: este peligro consiste en la eventual visión de un mundo que existe
independientemente de mí, de un mundo que no me sirviera ni me alimentara, de un
mundo para el que yo no existiera. En el origen de toda mi vida psíquica consciente hay
una herida: la discriminación que opone aparentemente mi organismo al resto del
mundo, discriminación de la cual proviene el carácter hipotético de mi ‘ser’. La
hipótesis fundamentalmente insoportable para mí no es la de un mundo que me oprime,
pues al oprimirme el mundo todavía me considera y por lo tanto se encuentra
condicionado por mí; la hipótesis insoportable es la de un mundo que no tiene hacia mí
ninguna intención, ni buena ni mala, es decir de un mundo para el que yo no existo.
Poco importa entonces, en un sentido, que en mi sueño me vea rebajado. Al contrario,
me importa absolutamente que este sueño se cree en función de mi estructura personal
y que esta constituya así una representación del mundo centrada en mí.
Estudiemos ahora el film imaginativo que hemos llamado ‘real’, el film que se
desarrolla en mí cuando presencio la obra de teatro. Estoy tentado de creer, en primer
lugar, que este film no me proyecta hacia el futuro y que no está centrado en mí.
Mostraremos sin embargo que estas dos características del film imaginario se hallan
también aquí; el film que se desarrolla en mí al contacto directo del mundo exterior presente no difiere
en nada, por naturaleza, del film imaginario.
Para comprender esto, hace falta estudiar de nuevo la percepción de lo real
exterior presente. Retomemos el ejemplo del muro cubierto de afiches en el que observé
una palabra. Durante este acontecimiento, hubo en mí dos percepciones: una
inconsciente, sobre la totalidad del muro; la otra consciente, sobre una palabra sola.

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Cuando mi mirada barrió el muro, mi retina recibió impresiones de todo este
espectáculo con todo detalle, según mi agudeza visual; captó una multitud infinita de
aspectos. Todos estos aspectos captados por mi retina fueron transmitidos a mi cerebro,
con perfecta imparcialidad, por mi nervio óptico, y mi cerebro los recibió con la misma
imparcialidad. Es decir que he visto la totalidad de estos aspectos, pero sin ser consciente
de ello, sin ‘captarla’. Luego, entre esta multitud de aspectos ofrecidos, mi atención
eligió uno, lo captó y lo volvió así consciente.
Mi percepción inconsciente de la totalidad del muro es una percepción
verdaderamente real, calcada con fidelidad del mundo exterior presente. No decimos
que sea resonancia a la totalidad de vibraciones que emanan del muro, sino que es
percepción de todo lo perceptible a mis ojos. La realidad de la percepción no es una
cuestión cuantitativa sino cualitativa; consiste en la identidad estructural de la imagen
percibida y del objeto exterior. Esta identidad existe aquí; de hecho, mi percepción
inconsciente del muro implica una multitud indefinida de aspectos percibidos imparcial
y simultáneamente en una imagen global heterogénea; es una multitud de aspectos a la
vez diferentes y unidos y no multiplicidad de aspectos separados y opuestos unos a otros.
Es decir que mi imagen inconsciente global tiene la estructura real del Universo,
estructura que como hemos dicho es a la vez una y heterogénea. Mi percepción
inconsciente es muy real, es percepción de la realidad cósmica una y heterogénea.
Pero veamos que esta percepción no constituye un film. Un film mental es una
sucesión de imágenes homogéneas, sucesión de imágenes unidas con cierta coherencia.
Tengo un film mental si por ejemplo observo, de manera consciente y analítica, toda
una serie de aspectos de este muro; cada aspecto es captado conscientemente en una
imagen homogénea y todas estas imágenes están unidas de manera coherente por la
imagen general ‘muro-cubierto-de-afiches’. Mi percepción inconsciente global del
muro conlleva, por el contrario, una multitud de aspectos simultáneos y unidos por una
cohesión heterogénea (cohesión que manifiesta la única realidad subyacente). Uno podría
objetar: ‘Cuando su mirada se desplaza, su percepción inconsciente global se modifica
a cada instante; la sucesión de estas percepciones, ¿no constituye un film inconsciente
real?’ No, porque el film supone una coherencia inteligible entre las imágenes, lo cual
les da su unidad; no hay sucesión sino en función de nuestra memoria, es decir de
nuestra consciencia; mis imágenes globales inconscientes no existen más que en el
instante y es ilusorio considerarlas como sucesivas. Mi percepción global inconsciente
real es siempre instantánea y no podría constituir un film mental real.
Cuando observo conscientemente una palabra del muro, esta percepción es por
completo diferente de mi percepción inconsciente real. Implica una elección hecha en
función de mi estructura personal. Mi percepción inconsciente no me proyecta hacia el
futuro (puesto que está solo en el instante y no se presta a ser captada en su estado
global); no está centrada en mí (puesto que tiene la cohesión imparcial del cosmos cuyo
centro está a la vez en todos lados y en ningún lado). Mi percepción consciente de una
palabra está, por el contrario, centrada en mí, puesto que resulta de una elección hecha
en función de mi estructura personal; y me proyecta hacia el futuro puesto que es la
‘captación’ de una palabra, gesto, impulso hacia la consciencia esperada de mi ‘ser’. Es
decir que mi percepción consciente de la realidad presente tiene la misma naturaleza

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que las percepciones de mi ensueño: es igual de imaginaria. Que mi percepción consciente
sea captada en mi memoria o en el mundo exterior presente, es lo mismo.
Mi percepción consciente de la realidad presente sale de mi percepción
inconsciente instantánea de lo real; de entre una multitud de aspectos ofrecidos, mi
atención capta uno, lo aisla, y así lo vuelve consciente. Pero esta captación es un
fenómeno que sucede en el tiempo; por más rápida que sea, dura una fracción de
segundo. Lo que mi consciencia capta ya es, pues, necesariamente del pasado; la imagen
captada ya es necesariamente un recuerdo (a tal punto es cierto que nuestra consciencia
es memoria). Se ve cómo la consciencia crea ilusoriamente la impresión del tiempo ya
que lo que capta es pasado y la misma captación nos proyecta hacia el futuro.
La diferencia que existe entre mi percepción consciente de la realidad presente
y la percepción de mi ensueño consiste solo en que la primera tiene su origen en mi
pasado inmediato mientras que la segunda tiene su origen en mi pasado más lejano.
Pero son igualmente imaginarias puesto que ambas presentan las características
esenciales de lo imaginario: están centradas en mí y me proyectan hacia el futuro.
Más allá de estas consideraciones teóricas, ciertos datos concretos apuntan en
ese sentido. Si mi percepción consciente de la realidad presente fuera verdaderamente
real, sería siempre adecuada a la realidad; pero, de hecho, a menudo deforma la
realidad. Cuando mi atención extrae un aspecto de mi percepción real inconsciente, la
imagen elegida en función de mi estructura personal está al mismo tiempo más o menos
deformada en función de esta estructura. Los testimonios de varias personas que
presenciaron el mismo acontecimiento se suelen contradecir de manera radical. Si me
obsesiona el amor de una mujer, creo reconocer a esta mujer en muchas otras que, en
rigor, poco se le parecen. La representación preconcebida que tengo de un objeto puede
hacerme ver en este objeto aspectos que este no tiene. La siguiente experiencia lo
demuestra bien: Se hizo grabar a un actor de cine varias escenas muy diferentes, una
escena de amor, una de odio, una de terror, etc... Luego se tomó un primer plano del
rostro del actor en reposo, con expresión neutra. Al hacer el montaje, se insertó este
primer plano en medio de diferentes escenas. Durante la proyección, cuando aparecía
el primer plano, los espectadores no prevenidos veían en él claramente, según el caso,
amor, odio, terror.
Pese a esto, mi percepción consciente de la realidad presente es más o menos
adecuada a lo real mientras que mi percepción de ensueño es del todo inadecuada. Por
lo tanto puedo dividir mis percepciones conscientes, con legítima aproximación, en
percepciones imaginarias, tomadas de mi reserva de recuerdos lejanos, y percepciones
‘reales’, recuerdos inmediatos tomados de mi percepción inconsciente del presente.
Volvamos ahora a lo que hemos llamado de forma inexacta mi film ‘real’, a este
film que se desarrolla en mi consciencia cuando presencio la obra de teatro. Puedo
comprender ahora que este film incluye los dos tipos de percepción consciente. Algunas
de mis imágenes mentales reproducen parcialmente lo que sucede en realidad en el
escenario. Otras imágenes se inventan en mí, sea por asociación con las primeras
(comparo por ejemplo un sentimiento expresado en el escenario con un sentimiento
análogo que experimenté en mi vida personal), sea de una manera totalmente
independiente (por ejemplo, pienso de golpe en una carta que olvidé enviar). Mi film

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imaginativo es comparable a una cadena formada por dos tipos de eslabón, unos ‘reales’
y los otros imaginarios.
Según el momento, la composición de esta cadena varía. Cuando ensueño,
todos los eslabones son imaginarios. Cuando estoy atento al mundo exterior, se
intercalan eslabones ‘reales’ con los imaginarios, en número más o menos grande según
si el mundo exterior me interesa más o menos, según las afinidades existentes entre las
circunstancias presentes y mi estructura personal.
Establecido este hecho, podemos profundizar más y ver que hay en realidad, en
la ‘cadena’ de mi film consciente, tres tipos de cadena y no solo dos. De hecho, cuando
ensueño, puedo evocar un escenario verosímil, prácticamente posible; o bien mi
escenario puede ser inverosímil, teóricamente posible (todo lo imaginable es
teóricamente posible), pero prácticamente imposible. Un hombre pequeño, débil y
torpe, imagina por ejemplo una escena que lo opone a un atleta; puede imaginar esta
escena teniendo en cuenta la realidad y verse en fuga o vencido; pero también puede
imaginarse victorioso. Los eslabones del film verosímil son un poco diferentes de los del
film inverosímil; son imaginarios puesto que la escena imaginada no ha tenido lugar
realmente, pero son ‘reales’ en cuanto tienen en cuenta la realidad; podríamos llamarlos
híbridos. Sea cual sea el film imaginativo que se desarrolla en mi consciencia, puedo
siempre descubrir en él eslabones imaginarios e híbridos, eventualmente eslabones
‘reales’ intercalados.
Esta distinción de tres tipos de eslabones imaginativos presenta un interés en la
práctica psicológica (distinción entre extroversión e introversión; el extrovertido tiene
más eslabones ‘reales’, el introvertido más eslabones imaginarios, verosímiles o no);
pero, desde el punto de vista teórico que es mucho más importante, recordemos que se
trata solo de grados en el imaginario y que nuestro film consciente es esencialmente
imaginario, recuerdo de un pasado que nos proyecta hacia el futuro. Conscientemente, no
vivo la realidad presente. A cada instante tengo dos pensamientos: 1) un pensamiento
inconsciente, que es real, mi percepción global inconsciente de la realidad presente; este
pensamiento, que no depende de mi voluntad de experimentar, es instantáneo, está en
el instante, por tanto es no-temporal; 2) un pensamiento consciente o film imaginativo;
es un pensamiento imaginario, sucesión temporal de imágenes más o menos alejadas de
la realidad presente; y este film es el resultado de una elección que depende de mi
voluntad de experimentar.
Vemos cuán fecunda es la noción de la voluntad de experimentar; sin ella, no
podríamos abordar correctamente el problema del nacimiento de nuestro pensar; no
podríamos comprender que nuestra consciencia es un ‘captar’, que es una elección, y
que supone pues la existencia de un pensamiento inconsciente, el único real, dotado de
una riqueza indefinida, en el cual se realiza esa elección.
Detengámonos un momento para estudiar las características esenciales de este
misterioso pensamiento inconsciente, real y no-temporal. Se sitúa entre el Inconsciente
Principal por un lado (principio de todos los pensamientos posibles) y el consciente por
el otro. Hemos visto qué lo distingue del consciente y no hace falta repetirlo.
Examinemos ahora en qué difiere del Inconsciente Principal. El Inconsciente Principal
no tiene límites; tiene en su poder todo lo concebible; en cuanto fuente de todas las

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percepciones posibles, tiene la extensión misma del cosmos; es lo que el Zen llama
Mente Original, Mente Cósmica, o No-Mente. Mi percepción inconsciente de lo real
presente está al contrario limitada a la porción del Universo cuyas vibraciones llegan a
mis órganos sensoriales. Es una manifestación directa del Inconsciente Principal y, en
eso, no difiere cualitativamente; pero no incluye sino una parte del cosmos y difiere en
esto de la Mente Cósmica que es el cosmos entero. Representa una actualización parcial,
instantánea, del contenido virtualmente ilimitado del Inconsciente Principal. Y es esta
parte actualizada del Inconsciente la que se ofrece a la atención que extrae material
para elaborar el film consciente. El Inconsciente Principal es comparable a un banco
que contiene todas las riquezas posibles; el pensamiento inconsciente representa una
cuenta corriente de la cual se pueden hacer extracciones; y el pensamiento consciente
es comparable a una serie de monedas o billetes extraídos sucesivamente de la cuenta
corriente. El pensamiento inconsciente –del cual mi imagen consciente de cada instante
constituye un fragmento extraído– puede ser una actualización presente del
Inconsciente Principal (por el contacto con el mundo exterior presente); puede ser
también la reactivación de una vieja actualización que se conserva en mi memoria.
Sea mi pensamiento inconsciente real una actualización presente del
Inconsciente Principal o la reactivación de una vieja actualización, suele resultar en
ambos casos de un contacto sensorial, inmediato o antiguo, con el mundo exterior. Es
por la intermediación de mis órganos sensoriales que se suele efectuar el despertar de
mi pensamiento inconsciente. Pero puede suceder que los órganos sensoriales no sean
utilizados y que la mente entre en resonancia directa con el mundo exterior; así se
producen las llamadas percepciones ‘extra-sensoriales’. Una persona, por ejemplo, en
un estado particular, habla chino correctamente aunque no ‘sepa’ el idioma. ¿Cómo
explicar este fenómeno? Veamos en primer lugar qué sucede en mí cuando aprendo
chino de la manera habitual: me pongo en contacto sensorial con el idioma chino en
forma repetida; este contacto actualiza en mí un conocimiento inconsciente del chino,
del cual mi atención extrae imágenes conscientes que se acumulan en mi memoria. Pero
esto supone evidentemente que, en cuanto Inconsciente Principal, yo sabía desde toda
la eternidad el idioma chino, como sabía por cierto todas las cosas; mi frecuentación
sensorial del chino no ha hecho más que actualizar, ‘desbloquear’, este conocimiento
virtual y ofrecerlo a la elaboración de mi consciente; no he adquirido un conocimiento
que no tenía, he captado un conocimiento que tenía pero bajo una modalidad hasta
entonces inasible. En la persona que goza, en cierto momento, del ‘don de lenguas’, la
actualización del conocimiento hasta entonces virtual del chino se produjo sin usar los
órganos sensoriales; la mente entró en resonancia con el idioma chino exterior de una
forma directa, inmediata. Pero, aparte de esta modalidad diferente del fenómeno de
resonancia, lo que le sucedió a esta persona no difiere esencialmente de lo que sucede
en mí cuando aprendo chino de la forma habitual.
Muchos poderes ‘parapsíquicos’ (las visiones, la premonición, la telepatía)
resultan de esta posibilidad de actualización del Inconsciente Principal sin la
participación de los órganos sensoriales. Estos fenómenos implican la existencia de
vibraciones más sutiles que las que pasan por los órganos sensoriales, vibraciones que
llegan directamente al cerebro. Por ejemplo, los rayos X, más sutiles que los rayos

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lumínicos, franquean obstáculos que bloquean a los lumínicos. El hombre que no
conoce más que su pensamiento consciente se maravilla ante estos poderes que le
parecen ‘milagrosos’. Pero no es nada sorprendente cuando se comprende la noción de
Inconsciente Principal. En cuanto Inconsciente Principal, sé todo desde toda la
eternidad; la aparición consciente de tal imagen no hace surgir la pregunta de su origen;
la única pregunta que surge concierne la modalidad según la cual mi ‘ciencia infusa’ se
transfirió a mi consciente.
El pensamiento real inconsciente, actualización del Inconsciente Principal, ha
sido llamado ‘subconsciente’. Se me dirá: ‘Cuando su mirada barrió el muro cubierto
de afiches, usted vio subconscientemente todos los detalles’. Pero la palabra
‘subconsciente’ es criticable porque evoca un cúmulo de imágenes separadas, idénticas
a las imágenes que desfilan por mi pensamiento consciente. Ahora bien, mi
pensamiento real inconsciente, como hemos dicho, es una multitud, no una
multiplicidad; no es un pensamiento análogo al pensamiento consciente, subyacente a
este y que se desarrolla en una duración oscura como el pensamiento consciente se
desarrolla en una duración clara. No comparte para nada la naturaleza del pensamiento
consciente y, en particular, no tiene nada que ver con el tiempo. No tiene duración, es
no-temporal. Frontera entre el Inconsciente Principal eterno y el consciente temporal,
entre el noúmeno y los fenómenos, no se lo debe identificar ni con aquel ni con estos.
No hay en nosotros un ‘subconsciente’; en nosotros, el Inconsciente Principal es y el
consciente existe. El pensamiento inconsciente real es una noción puramente explicativa
que concierne la génesis de nuestro pensamiento consciente. En nuestra perspectiva
actual, no tiene más existencia que el instante; como este, es inasible, aunque nuestra
atención capte en él todos los materiales de nuestro consciente. Sin duración, pero
siempre renovado, es discontinuo por su instantaneidad y continuo por su constante
renovación. Evanescente como el instante, participa de su eternidad.
Lo que hemos comprendido sobre nuestro pensamiento consciente nos permite
ver que no difiere del sueño que soñamos al dormir. El sueño es un film imaginativo en
el que faltan necesariamente los eslabones que hemos llamado ‘reales’; el sueño no
incluye sino eslabones imaginarios o híbridos, es decir imágenes independientes del
mundo exterior presente, inverosímiles o verosímiles (a veces, sin embargo, puede
aparecer un eslabón ‘real’, cuando sueño que sueño). Pero esta ausencia de eslabones
‘reales’ constituye, con relación al film consciente de la vigilia, una diferencia puramente
formal, no una diferencia de naturaleza, ya que nuestras percepciones conscientes
dichas ‘reales’ son solo percepciones extraídas, según el modo imaginario, de la
percepción inconsciente real más reciente, y son pues, por naturaleza, imaginarias.
Nuestro pensamiento consciente tiene la misma naturaleza del sueño, es un sueño. La representación
que nos da del mundo es ilusoria ya que nos representa un mundo centrado
exclusivamente en nosotros mismos, mientras que el centro del mundo, en realidad,
está a la vez en todas partes y en ninguna parte. Recordemos que ‘ilusorio’ no quiere
decir inexistente, no válido. Puesto que el centro del mundo está en todas partes,
también está en mí; y la visión del mundo centrado en mí no es totalmente irreal. Pero
su realidad es relativa porque excluye que el mundo esté centrado en algo más que yo.
Por eso no podemos decir que sea real a secas, absolutamente real. Comparado con la

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Realidad Absoluta que, al ser mi principio, es mi verdadero Yo, mi pensamiento
consciente, tanto en el sueño como en la vigilia, es ilusorio.
En el film de mi pensamiento consciente, se pueden distinguir las imágenes, que
son sus elementos constitutivos, y el modo de evocación y de asociación de estas
imágenes. Las imágenes provienen de la realidad con la que estuve en contacto sensorial
desde el inicio de mi vida; pero el modo de evocación y de asociación de las imágenes
proviene de mi voluntad de experimentar. A cada momento, el funcionamiento de mi
voluntad de experimentar condiciona la actividad de mi pensamiento consciente. Así
pues, mientras está activa, mi voluntad de experimentar es voluntad de pensar el mundo centrado en mí.
Si mi consciencia de ‘ser’ está en relación inversa a mi consciencia de existir, es
porque mi consciencia de existir en el mundo me expone a la visión insoportable de un
mundo que no tiene necesidad de mi existencia, que no la implica necesariamente, y
del cual no soy la causa primera, el centro. Cuanto más débil es mi consciencia de
existir, más débil es también el riesgo, y más tranquilo me siento sobre mi hipotético
‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. Mi voluntad de obtener la consciencia de mi
‘ser’ se traduce en el gusto que tengo por la euforia orgánica, de origen somático o
psíquico, porque esta euforia es una disminución de mi consciencia de existir (cuanto
mejor estoy, menor es la sensación de mí mismo). Pero sobre todo se traduce, en la
medida que permanece mi consciencia de existir, en la elaboración de mi pensamiento
consciente imaginario; puesto que mi consciencia de existir permanece, puesto que
persiste entonces el riesgo de ver el mundo no condicionado por mí, debo paliar este
riesgo mediante mi film consciente que elabora necesariamente –al ser una elección
personal– una representación del mundo centrada en mí.
Ahora podemos comprender mejor la diferencia que existe entre mi voluntad
teórica de experimentar y mi voluntad práctica de experimentar. En teoría, quiero
experimentar la consciencia de mi ‘ser’ gracias a la destrucción de mi consciencia de
existir, en esa obtención perfecta de la euforia que llamamos ‘felicidad’. En teoría, busco
la ‘felicidad’. Pero esta búsqueda, frente a la que se presentan tantos obstáculos, implica
una espera. En lugar de aceptar esta espera, me atrae de modo irresistible el uso de mi
imaginación, suerte de atajo milagroso que parece procurarme de inmediato aquello
que necesito, esa visión de un mundo centrado en mí, de un mundo que yo condiciono.
Este juego de mi imaginación compensadora sustituye mi búsqueda teórica de la felicidad
por una inmovilidad práctica en mi ‘estado’ del momento. Quiero experimentar la
relación que ahora estoy experimentando con el mundo, en una representación que la
centre en mí. Así se explica que quiera experimentar lo que estoy experimentando,
construyéndome una vida imaginaria de agitación en el lugar, que se opone a una vida
real evolutiva. Mi voluntad de experimentar engendra en mí una resistencia constante
a mi evolución normal hacia el satori.
Terminaremos este capítulo con algunas palabras sobre la concentración y la
dispersión del pensamiento, y mostraremos que es necesario distinguir una
concentración positiva y una concentración negativa.
Mi voluntad de experimentar, en la práctica, es voluntad de pensar el mundo
centrado en mí. Esta voluntad es cualitativamente absoluta, es decir que no es
ambivalente; no tengo a la vez la voluntad de pensar el mundo centrado en mí y no

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centrado en mí. Pero mientras que esta voluntad es cualitativamente absoluta, la
intensidad de su funcionamiento es relativa y variable. De un momento al otro, no tengo
la misma necesidad de pensar el mundo centrado en mí. Estas variaciones de intensidad
en el funcionamiento de mi voluntad de experimentar dependen del grado de agudeza
de mi ‘proceso’ interior, es decir de mi duda sobre mi ‘ser-absolutamente-en-cuanto-
distinto’. Cuanto más agudo es mi proceso, más quiero experimentar, más quiero
pensar el mundo centrado en mí. En cuanto al grado de agudeza del proceso, depende
por un lado de mi constitución innata, por otro lado de circunstancias de mi vida
pasadas y presentes; cuanto más fuertes han sido mis afirmaciones y negaciones, más
sensible soy a toda nueva afirmación o negación, es decir más agudo es mi proceso
interior.
Veamos las consecuencias de esto en mi concentración de pensamiento. Mi
pensamiento consciente, representación del mundo centrado en mí ya que soy yo quien
lo elabora en función de mi estructura personal, tiene siempre cierta estructura ‘circular’
(agitación en el lugar). El ‘hilo’ de mi pensamiento no se extiende en línea recta ni
sinuosa; forma montones ‘ovillados’. A cada momento, mis imágenes gravitan en torno
a una imagen central como los planetas gravitan en torno a un astro. Pero durante un
lapso de tiempo dado, puedo pensar en muchas cosas, y los ‘ovillos’ de mi pensamiento
son entonces numerosos y pequeños; o bien puedo pensar todo el tiempo en lo mismo,
y mi pensamiento forma entonces un único gran ‘ovillo’. Mi pensamiento consciente
está siempre ‘concentrado’, ‘ovillado’, pero lo está en mayor o menor medida. Mi
concentración puede ser enorme, cuando tengo por ejemplo una ‘idea fija’ en torno a
la cual las imágenes satélite gravitan constantemente; puede ser muy débil, cuando mi
ensueño corre rápidamente de un tema a otro, y hablamos entonces de dispersión del
pensamiento (dispersión que es en realidad una multiplicidad de pequeñas
concentraciones).
Cuanto más agudo es mi ‘proceso’ en un momento dado, más concentrado está
mi pensamiento; la idea que en este momento es testigo de cargo o de descargo en el
proceso retiene, en su campo gravitatorio, las imágenes satélite; cuanto más agudo el
proceso, más importante es el testigo, es decir que la cuestión en la que entonces pienso
me interesa en gran medida. Cuanto más me interesa una cuestión, más concentrado
está mi pensamiento. Si al contrario mi proceso es calmo, cada testigo es poco
importante, poco interesante; cada tema en el que pienso retiene poco tiempo las
imágenes satélite y es reemplazado con rapidez por otro.
Es evidente que, cuanto más concentrado está mi pensamiento en cierta
cuestión, más difícil me resulta concentrarme en otra cuestión. Un hombre, por
ejemplo, está atormentado por un grave problema y todas sus ideas giran en torno a la
idea central de su problema. Si este hombre quiere concentrarse en un trabajo que no
tenga nada que ver con su problema, no lo logrará o lo hará solo a medias. Dirá
entonces: ‘No me puedo concentrar’ o ‘Me falta concentración’. En realidad no le falta
concentración en absoluto; está incluso en un estado de gran concentración; pero no
puede concentrarse en otra cosa más que en aquello en lo que está concentrado. No
hay que confundir distracción y dispersión; el hombre que está concentrado en una
cuestión está al mismo tiempo distraído de todo el resto; no está disperso.

45
Pero no podré comprender el problema de la concentración de mi pensamiento,
en todos sus aspectos, si no he visto que la concentración puede ser positiva o negativa
según la perspectiva de mi ‘proceso’. Si mi vida ha sido, en su conjunto, más afirmante
que negadora, mi proceso está activado bajo una perspectiva positiva, optimista; es un
proceso de rehabilitación. Predomina en mí la avidez por la existencia. En estas
condiciones, cuando una circunstancia nueva llega como testigo de cargo o de descargo
en este proceso positivo, me lanzo hacia la actividad del proceso, mi consciencia capta
con claridad al testigo, y toda suerte de imágenes conscientes gravitan con claridad en
torno a él. Si al contrario mi vida ha sido, en su conjunto, gravemente negadora, mi
proceso está activado bajo una perspectiva pesimista; es de mi condena eventual que se
trata. Predomina en mí el miedo por la existencia. Mi proceso me interesa, pero
negativamente, con una actitud de repulsión, de aversión. En estas condiciones, cuando
una circunstancia nueva llega como testigo de cargo o de descargo, me retraigo ante la
activiad del proceso, en una concentración negativa de pensamiento. La idea central y
todas las imágenes satélite que gravitan intensamente en torno a ella son borrosas,
difusas; hay grandes remolinos en mi consciencia, pero sin contornos precisos, sin
formas claras. Tengo entonces una impresión de ‘blanco’ en el pensamiento. El hombre
al que le suceden estos fenómenos también dice que le falta concentración; pero
también él es inexacto; este hombre está muy concentrado pero sin poder captar con
claridad las imágenes de esta concentración. Está distraído por todo lo que no le
concierne pero no sabe qué es lo que le concierne. Ciertos neuróticos que conocen este
estado dicen que no piensan en nada; piensan en realidad en un montón de cosas, pero
no saben en cuáles.
Estos dos tipos de concentración, positiva y negativa, se pueden ver en el mismo
hombre, pues el mismo hombre pudo haber sido más afirmado que negado en cierto
ámbito y más negado que afirmado en otro ámbito. Puedo por ejemplo tener una
concentración rica en detalles precisos ante una dificultad intelectual y una
concentración ‘en blanco’, un vacío mental, ante una dificultad de orden práctico; o lo
inverso.

46
CAPÍTULO 6
PENSAMIENTO SENSORIAL Y PENSAMIENTO INTELECTUAL.
EL PENSAMIENTO CONSCIENTE IMPARCIAL

Todo lo que dije en los capítulos precedentes me concernía bajo el ángulo de mi


relación particular con el mundo exterior particular. En esta perspectiva limitada,
distinguí netamente en mí dos pensamientos: por una parte, mi pensamiento inconsciente,
real e imparcial, actualizado en función de mi estructura universal; por otra parte, mi
pensamiento consciente, imaginario y parcial, elaborado en función de mi estructura
personal.
Lo anterior podría aplicarse tanto al animal como al hombre. Pero el hombre
tiene un privilegio: puede formar imágenes mentales generales y no solo imágenes
particulares.
Para comprender esta distinción ‘particular–general’, debemos eliminar en
primer lugar una causa de error, con algunas palabras sobre otra distinción: ‘concreto–
abstracto’. La distinción ‘concreto–abstracto’ corresponde a la distinción entre ‘aspecto
material’ y ‘aspecto sutil’ de la Manifestación. La noción ‘mesa’ es concreta; la noción
‘gratitud’ es abstracta. La noción ‘mesa’ resulta directamente de percepciones
sensoriales, es decir del funcionamiento de mi aspecto material, de mi soma. La noción
‘gratitud’ resulta solo indirectamente de percepciones sensoriales. Percibo
sensorialmente palabras y acciones que expresan gratitud, pero es por inducción
intelectual que me remonto a la noción de gratitud; esta noción depende de mi aspecto
sutil, de mi psique.
La distinción ‘particular–general’ es diferente. La mesa y la gratitud pueden,
ambas, ser pensadas desde una perspectiva particular o una perspectiva general. Puedo
formar la imagen mental de tal mesa particular o la imagen mental de ‘mesa’ en general.
Del mismo modo, puedo formar la imagen mental de la gratitud particular de tal
persona hacia tal otra persona, o la imagen mental de la ‘gratitud’ en general. Esta
distinción no tiene que ver con los aspectos grosero o sutil de la Manifestación; no
concierne a la Manifestación en sí, sino a la representación mental que tengo de ella.
No concierne al mundo exterior en sí mismo sino a la representación interior que tengo
de él.
La distinción ‘particular–general’ debe comprenderse bien como interior, no
exterior. Estoy en efecto tentado de creer que, cuando pienso en mi mesa personal, esta
es una imagen mental particular, y que, cuando pienso en la noción ‘una mesa
cualquiera’, esta es una imagen mental general. En realidad, veremos que la verdadera
diferencia entre imagen particular e imagen general es que la primera es una imagen sensorial y la segunda
una imagen verbal.
Supongamos que evoco en mi consciencia la imagen visual de mi mesa;
obviamente es posible que al mismo tiempo en mi pensamiento aparezca la palabra
‘mesa’; pero esto no es necesario; puedo pensar visualmente en mi mesa sin ninguna
palabra. Del mismo modo, puede aparecer en mi consciencia la imagen auditiva del

47
sonido de la flauta, la imagen olfativa del perfume de la violeta, independientemente de
las palabras ‘flauta’, ‘violeta’, etc...
Pero supongamos ahora que quiero vender la mesa y estoy entablando una
negociación animada con un anticuario. La palabra ‘mesa’ vuelve a menudo a mis
labios. Percibo esta palabra en cada una de sus apariciones; pero eso no significa que
perciba necesariamente la imagen de mi mesa; percibo sensorialmente las actitudes
exteriores e interiores de mi interlocutor, pero no mi mesa; no percibo, de esta, más que
una imagen puramente verbal. Cuando evocaba visualmente mi mesa, tenía una
imagen particular de ella; ahora tengo una imagen general cuando hablo de ella sin
visualizarla. Esta imagen ‘general’ de mi mesa está tan simplificada que es comparable
a un punto geométrico sin dimensión. Representa su objeto sub specie eternitatis. En el
transcurso de esta discusión, de lo que se trata para mí no es de mi mesa sino solo de
los términos de un negocio. Puesto que no considero mi mesa, aunque hable de ella, la
imagen puramente verbal que tengo de ella no es una representación particular, distinta
de lo que no es ella, sino una representación general, perteneciente a la generalidad de
todo lo que no considero.
La verdadera diferencia entre imagen particular e imagen general no es,
repitámoslo, que la primera represente ‘tal mesa’ y la segunda ‘una mesa cualquiera’;
es que la primera es una imagen sensorial (de una mesa precisa o de una mesa
cualquiera) mientras que la segunda es una imagen verbal (de una mesa precisa o de
una mesa cualquiera).
Pero ¿qué es entonces esta imagen verbal o general, que distinguimos de la
imagen sensorial o particular? ¿No tiene la ‘palabra’ un soporte sensorial? Ciertamente;
puedo percibirla como un sonido (cuando la oigo), como una imagen visual (cuando la
leo), como una sensación muscular (cuando la digo). De hecho, la imagen verbal es una
imagen sensorial. Pero si distingo la imagen verbal de la mesa de su imagen sensorial,
es porque las percepciones sensoriales que me vienen de la palabra ‘mesa’ no tienen
nada en común con las que me vienen de la mesa en sí. La asociación establecida entre
las percepciones sensoriales inherentes a la palabra ‘mesa’ y aquellas inherentes a la
mesa en sí es una asociación enteramente convencional. Así pues, puedo decir que la
imagen verbal, aunque por sí misma sensorial, no es sensorial respecto al objeto que la
palabra designa. Las imágenes verbales se distinguen así netamente de las imágenes
sensoriales directas no convencionales. Con la convención que es la base del lenguaje,
ingresamos en el dominio intelectual.
Los animales no tienen lenguaje, no tienen intelecto. Tienen un pensamiento
inconsciente y un pensamiento consciente sensorial; son capaces de asociar imágenes
sensoriales (el perro asocia por ejemplo la imagen visual del látigo a la imagen táctil de
su uso); tienen por lo tanto una inteligencia, una imaginación. Pero no tienen intelecto
porque no asocian convencionalmente las imágenes sensoriales que emanan de un
objeto con las imágenes sensoriales muy diferentes que emanan de una ‘palabra’.
Muchos animales producen sonidos que expresan su estado: el maullido amoroso del
gato difiere del maullido que usa para pedir que le abran la puerta. Pero estos sonidos
expresan deseos, tendencias, es decir fenómenos interiores, no un objeto exterior; no
son un lenguaje.

48
Es interesante observar que ciertas palabras humanas expresan, también, un
estado interior al mismo tiempo que designan un objeto exterior: la palabra ‘rabia’,
sobre todo si la pronuncio con la ‘r’ bien fuerte, se presta a expresar la rabia sentida; las
palabras ‘dulzura’, ‘encanto’, expresan los estados correspondientes, etc... Pero esto
muestra solo que los sonidos de las palabras humanas tienen a veces, como los sonidos
producidos por los animales, un significado subjetivo. El carácter esencial de la palabra
consiste en su significado objetivo, puramente intelectual, fundado en una asociación
convencional entre tal objeto y tal sonido articulado por la garganta humana.
Una vez establecida la distinción entre imágenes sensoriales e imágenes
verbales, veo que tengo dos modalidades de pensamiento consciente: un pensamiento
sensorial, hecho de imágenes sensoriales; y un pensamiento verbal, hecho de imágenes
verbales. Estos dos pensamientos funcionan asociados; en medio de imágenes
sensoriales me vienen palabras, y viceversa. Pero puedo pensar sensorialmente durante
un largo tiempo sin utilizar ninguna palabra. Por el contrario, no puedo pensar
intelectualmente, es decir hacer operaciones mentales lógicas, sin usar palabras.
Acabamos de identificar ‘pensar intelectualmente’ con ‘hacer operaciones
mentales lógicas’. Esta es en efecto la utilidad del lenguaje. Las percepciones sensoriales
son cualitativamente diferentes unas de otras y, a causa de ello, no se prestan más que
a simples asociaciones. Pero las imágenes especiales que son las palabras, elaboradas en
virtud de una misma convención, son todas de la misma naturaleza convencional. Por
eso, las palabras presentan una manejabilidad que le falta a las imágenes sensoriales. Se
prestan a combinaciones complejas análogas a las operaciones algebraicas. Ante un
hombre que acaba de morir, no tengo necesidad del lenguaje para asociar el estado de
este hombre en vida al estado en que lo veo ahora; un perro puede tener la imagen
sensorial de la muerte de su amo. Pero para pasar de pensamientos sobre la muerte de
distintos hombres particulares al pensamiento ‘todo hombre es mortal’, y de allí al
pensamiento ‘yo soy mortal’, hace falta hacer operaciones lógicas que suponen el
empleo del lenguaje.
Volvamos ahora a la voluntad de experimentar, que es la noción central de
todos estos estudios; veamos cómo se unen a esta voluntad los dos tipos de pensamientos
conscientes que acabamos de distinguir, el pensamiento sensorial y el pensamiento
intelectual. Pienso sensorialmente en un objeto cuando está activa con relación a él mi voluntad de
experimentar. Pienso intelectualmente en un objeto cuando pienso en él sin que esté activa mi voluntad de
experimentar. Este hecho no debe sorprendernos si recordamos la relación que existe entre
‘tener sensación’ y ‘experimentar’: no podría haber un ‘experimentar’ de un objeto sin
una percepción sensorial de ese objeto; y no podría haber una voluntad de percibir
sensorialmente un objeto sin una voluntad de experimentar con relación a él. Ahora
bien, la palabra es una percepción sensorial independiente de la ‘sensorialidad’ del
objeto nombrado. En cuanto pienso verbalmente en un objeto, no evoco su percepción
sensorial y, por consiguiente, no experimento nada a propósito de él. Me sucede, claro,
pensar verbalmente en un objeto y luego, de inmediato, evocarlo sensorialmente, y
experimentar entonces algo a propósito de él; pero la sucesión de las dos percepciones,
por rápida que sea, no deja de ser una sucesión. Me sucede, otras veces, primero
percibir sensorialmente un objeto, y luego formular su nombre; en los instantes que

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siguen, pienso en el objeto a la vez de forma sensorial y de formal verbal; pero estas dos
percepciones, aunque coexistentes, sin embargo permanecen distintas y, en la medida
en que pienso verbalmente, experimento menos con relación al propio objeto y más
con relación a los sentimientos asociados a la palabra. Veamos un ejemplo: oigo un
fragmento musical cuyo autor no reconozco; experimento la música de cierta manera;
luego me dicen: ‘Es tal obra de tal compositor’; a partir del instante en que esta
designación verbal existe en mi consciente, noto que no experimento la música de la
misma manera; puedo experimentarla con la misma intensidad pero mi ‘experimentar’
ha perdido frescura, espontaneidad; en la medida en que pienso las palabras que
designan esta música, estoy bloqueado a su percepción sensorial.
Puesto que el pensamiento intelectual implica una suspensión de la voluntad de
experimentar, estoy tentado de concluir que es imparcial. Pero si bien mi voluntad de
experimentar se suspende con relación al objeto en el que estoy pensando
intelectualmente (es decir, que estoy nombrando), continúa funcionando con relación a
otra cosa. Mostraremos que el pensamiento intelectual es imparcial por naturaleza y
que puede funcionar con una intención imparcial pero que, más a menudo, aunque
imparcial por naturaleza, funciona parcialmente bajo la dirección de la voluntad de
experimentar.
El señor X, acosado ya por problemas financieros, descubre una carta que le
prueba la infidelidad de su mujer. Un torrente de pensamientos sensoriales invade su
consciente: ve a su mujer en los brazos de otro, ve sus sonrisas hipócritas en casa, etc...
Luego de pronto le vienen estas palabras: ‘Soy un marido engañado’. Este pensamiento
intelectual, al ser verbal, supone una breve suspensión de su ‘experimentar’, en el
tiempo que toma establecer una relación lógica en el caos de sus percepciones
sensoriales. Pero el ‘experimentar’ vuelve enseguida, agravado por todas las
percepciones sensoriales asociadas a la imagen verbal ‘marido engañado’. Antes de la
aparición de esta frase, el señor X no consideraba la cuestión más allá de la intimidad
de su relación conyugal; ahora, la considera además bajo la perspectiva más amplia de
la opinión social. Luego otros pensamientos sensoriales aparecen en el consciente de
este hombre, que le recuerdan sus problemas financieros, y complican aun más su film
imaginativo. Entonces se pronuncian en él las siguientes palabras: ‘¡Solo esto me faltaba!
¡A mí me tocan todos los males!’ Este pensamiento intelectual supone también una
breve suspensión del ‘experimentar’. Luego vuelve el ‘experimentar’, agravado por
todas las percepciones sensoriales asociadas a la imagen intelectual ‘perseguido por el
destino’.
Vemos, gracias a este ejemplo, cómo el pensamiento intelectual, imparcial por
naturaleza, puede no serlo en su funcionamiento. Durante dos breves suspensiones de
su ‘experimentar’, el señor X pensó imparcialmente. La frase ‘soy un marido engañado’
se basa en el siguiente razonamiento lógico: ‘Un hombre cuya mujer le es infiel es lo
que la gente llama un marido engañado; ahora bien, mi mujer me es infiel; por lo tanto,
a los ojos de la gente, yo soy un marido engañado’. Y este silogismo es imparcial; no
depende de la estructura personal del señor X; es universal. Pero, ¿por qué ha
formulado el señor X este silogismo? Este razonamiento le vino en un momento en que
su voluntad de experimentar funcionaba con fuerza; y este breve episodio intelectual

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fue seguido de inmediato por una intensificación del ‘experimentar’. Es decir que el
razonamiento fue desencadenado y usado por la voluntad de experimentar; es decir que
la voluntad de experimentar, aunque no sea el motor en sí de la operación intelectual
(motor del cual hablaremos más adelante), ha hecho funcionar el motor para sus propios
fines.
Supongamos que el señor X, pasado cierto tiempo de confusión mental emotiva,
de agitación ansiosa, desea calmar su angustia. Desea ver las circunstancias actuales de
su vida de una manera menos terrible; quiere descubrir remedios a sus desgracias, que
le aporten una esperanza. Se realizan en su consciente operaciones intelectuales más
construidas; ‘reflexiona’ sobre su situación; descubre ciertas consideraciones que
disminuyen su gravedad; concibe ciertas acciones capaces de hacer volver la
prosperidad a sus negocios y el amor exclusivo de su mujer, o capaces de vengarlo de
sus rivales en estos dos dominios. Aunque sus razonamientos estén más construidos, no
difieren en esencia, en su determinismo, de los breves episodios intelectuales de la
primera fase. Todavía están condicionados por la voluntad de experimentar. El señor
X reflexiona intelectualmente para experimentar de una manera menos penosa, pero
aún para experimentar. En este caso, el pensamiento intelectual, aunque imparcial por
su misma naturaleza, no funciona imparcialmente; en su funcionamiento, es parcial.
Pero supongamos ahora que el señor X desvía la atención de sus dificultades
financieras y sentimentales y se interesa en los fenómenos que se acaban de producir en
él a propósito de sus dificultades. No quiere ya modificar su estado, quiere comprenderlo;
quiere comprenderse. Se producen entonces operaciones intelectuales de una
modalidad nueva. Durante estas operaciones, el señor X piensa en sus dificultades pero,
como su fin no es remediarlas, ya no las considera como que son en su particularidad,
sino como que solo existen de una manera contingente y general; dotadas ahora de una
realidad relativa, sus dificultades ya no son, para el señor X, ‘aquello de lo que se trata’.
La intención que mueve el pensamiento intelectual de nuestro sujeto ya no es la
voluntad de experimentar lo que sea, sino la voluntad de descubrir las leyes de su propia
máquina psicosomática. Es un pensamiento intelectual puro, imparcial no solo por
naturaleza sino también en su intención.
Lo que caracteriza esencialmente a este pensamiento imparcial-en-su-intención
no es que resulte de la voluntad de comprender, ya que puedo esforzarme por
comprender algo para modificar el estado de las cosas en mí o fuera de mí; a menudo
busco leyes para modificar las cosas, es decir, a fin de cuentas, para experimentar. Lo
que caracteriza esencialmente a este pensamiento imparcial es que resulta de la voluntad de simplemente
comprender, de comprender por comprender, de comprender teóricamente sin ningún fin práctico.
Durante el capítulo precedente, distinguimos dos tipos de pensamiento: el
pensamiento inconsciente, real; y el pensamiento consciente, imaginario. Ahora
podemos llevar más lejos nuestro trabajo de análisis y presentar la siguiente tabla:
I) Pensamiento inconsciente, real.
II) Pensamiento consciente, imaginario:
a. Pensamiento consciente sensorial.
b. Pensamiento consciente intelectual:
i. de intención parcial.

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ii. de intención imparcial.
El pensamiento inconsciente real tiene como motor la voluntad cósmica, la
voluntad del Principio Absoluto en cuanto se manifiesta al crearme.
El pensamiento consciente sensorial y el pensamiento intelectual de intención
parcial tienen como motor mi voluntad de experimentar.
El pensamiento intelectual de intención imparcial tiene como motor mi
voluntad de simplemente comprender.
Examinemos esta voluntad de simplemente comprender que acabamos de
hallar. ¿En qué difiere de la voluntad de experimentar? ¿Y en qué se parecen estas dos
voluntades, más allá de sus diferencias? Mi voluntad de experimentar es voluntad de
realizar mi ser-en-cuanto-distinto, es decir voluntad de realizar mi estructura particular
en mi identificación con un universo particularizado, centrado en mi organismo; es por
lo tanto voluntad de conocer el Universo en mí mismo bajo la hipótesis de que este y
yo nos condicionamos mutuamente. Mi voluntad de simplemente comprender no
discrimina entre el Universo y yo; es voluntad de conocer el Universo (yo incluido)
según las leyes de su autocondicionamiento; es voluntad de pensar el Universo tal cual
es, sin localización de su centro; es por lo tanto voluntad de realizar mi estructura
universal, no distinta, según mi identidad con todo lo que existe.
Lo que reúne estas dos voluntades es que ambas son voluntades de realizarme:
mi voluntad de experimentar es voluntad de realizarme en cuanto individuo particular,
mi voluntad de simplemente comprender es voluntad de realizarme en cuanto ‘hombre
primordial’, idéntico a todos los demás. La voluntad de simplemente comprender es
desinteresada en el sentido ordinario del término; esto no quiere decir que no me interese
simplemente comprender, ni que ello no implique para mí una ventaja personal; quiere
decir que no me interesa simplemente comprender en función de mi estructura personal
y que la ventaja personal que pueda generarse para mí no es el objetivo de esta voluntad.
La voluntad de simplemente comprender es propia del ser humano; no existe
en el animal. Implica de hecho la presencia de una función que el animal no posee: la
función intelectual, es decir la posibilidad de asociar convencionalmente la imagen
sensorial de un objeto, concreto o abstracto, a una imagen sensorial verbal, la ‘palabra’.
Sin la palabra, un cerebro no puede formar más que simples asociaciones causales entre
dos imágenes sensoriales conducentes al descubrimiento de leyes particulares; gracias a
la palabra, un cerebro puede formar imágenes generales cualitativamente idénticas y
efectuar con estas imágenes operaciones lógicas complejas conducentes al
descubrimiento de leyes generales.
La distinción que intentamos establecer en este momento entre voluntad de
experimentar y voluntad de simplemente comprender es muy importante pero
delicada. Veremos más adelante que estas dos voluntades, aunque distintas, están
íntimamente unidas en su funcionamiento; es pues muy comprensible que los sistemas
filosóficos en general no hayan concebido esta distinción. Veremos, además, que existe
cierto antagonismo entre nuestras dos voluntades. Ahora bien, al intelecto humano, que
tiene la intuición profunda de la unidad del Principio Absoluto, motor primero de todas
las cosas, le desagrada ver funcionar dos motores opuestos en el origen de su
funcionamiento. Quiere captar el Principio en una forma; por eso las dos voluntades de

52
las que hablamos le parecen una alternativa de la cual debe salir eliminando uno de los
dos términos.
Algunos rechazan de plano la voluntad de simplemente comprender. Este
pensamiento desprovisto de fines personales les choca por utópico. ‘No somos espíritus
puros,’ dicen. ‘Cada uno de nosotros piensa siempre en vistas de una ventaja
estrictamente personal.’ Según esta perspectiva, se afirma que la única voluntad del
hombre es la resultante de sus deseos. El hombre no sería entonces sino una máquina
con reflejos condicionados por el mundo exterior (herencia y circunstancias de vida).
Otros rechazan la voluntad de experimentar: este pensamiento únicamente
interesado les choca por inestético y limitante. Pero no arriban por ello a la noción de
‘querer simplemente comprender’. Distinguen ‘instintos’ y ‘voluntad’, voluntad a secas.
Según esta distinción, la ‘voluntad’ es una noción muy confusa y artificial; se la concibe
como algo de naturaleza ni afectiva ni intelectual, sino una fuerza aparte, de naturaleza
imprecisa, capaz de mover directamente el comportamiento del hombre.
En estas dos actitudes filosóficas, el hombre cree ser dirigido por un único motor:
o bien la afectividad, es decir la Naturaleza que dirige al hombre por intermedio de sus
deseos; o bien la imprecisa ‘voluntad’ a secas, que actúa sobre los ‘instintos’ concebidos
como simples fuerzas de inercia. En estas dos actitudes, el hombre no logra reconocer
la voluntad de simplemente comprender, voluntad intelectual distinta de la voluntad
afectiva o voluntad de experimentar; si constata lo que llama su ‘curiosidad intelectual’,
la asimila a sus ‘instintos’ y ni se le ocurre ver en ella algún tipo de voluntad. Spinoza
arriba a la noción de voluntad intelectual cuando escribe: ‘La voluntad y el
entendimiento son uno y lo mismo’; pero parece que Spinoza, ‘espiritualista’, no
reconoce la igualdad que existe, en vistas a la realización intemporal del hombre, entre
esta voluntad intelectual y la voluntad afectiva.
La voluntad de experimentar pertenece al componente femenino del ser
humano, la voluntad de simplemente comprender pertenece a su componente viril.
Antes del satori, funcionan alternativamente, disociadas; solo la realización intemporal
puede armonizarlas.
Hemos dicho que si bien me es posible pensar para simplemente comprender,
me sucede más a menudo que busco comprender para ‘experimentar’, de forma parcial;
si bien puedo usar mi lenguaje intelectual con un fin imparcial, lo uso más a menudo
con un fin parcial. ¿Cómo es que mi intelecto obedece a veces a mi voluntad de
simplemente comprender, a veces a mi voluntad de experimentar? Todo sucede en mí
como si existiera, entre mi afectividad y mi intelecto, un ‘embrague’ análogo al de un
automóvil. Cuando mi afectividad está ‘acoplada’ a mi intelecto, pienso
intelectualmente bajo la influencia de mi voluntad de experimentar; modifico entonces
mi representación de las cosas (‘racionalizaciones’) de modo de ver el mundo centrado
en mí; busco cómo modificar las cosas, fuera de mí o en mí, o sea cómo reformar el
mundo exterior, o mis propias tendencias, para adaptarlos a tal modelo que me gusta.
Por el contrario, pienso intelectualmente bajo la influencia de mi voluntad de
simplemente comprender cuando mi intelecto está ‘desacoplado’ de mi afectividad.
Mi pensamiento intelectual desacoplado es un pensamiento intelectual puro; mi
pensamiento intelectual acoplado es impuro. Hay que comprender bien estos términos:

53
impuro no significa indigno; impuro significa que se mezclan e identifican dos cosas en
realidad distintas. Si el pensamiento intelectual acoplado es ‘impuro’, no es porque la
afectividad que lo dirije sea impura, sino porque esta asociación constituye una mezcla
desordenada. El pensamiento sensorial, puramente afectivo, es puro; el pensamiento
intelectual desacoplado, puramente intelectual, es puro; el único pensamiento impuro
es el pensamiento intelectual movido por la afectividad.
Mi voluntad de experimentar dirije el funcionamiento de mi intelecto por
intermedio del embrague que mencionamos; mi voluntad de simplemente comprender,
al contrario, dirije directamente el funcionamiento de mi intelecto cuando este se
sustrae al embrague afectivo. Es decir que mis dos voluntades dirijen mi intelecto de
maneras muy diferentes. Mi voluntad de experimentar representa una fuerza que se
ejerce constantemente, incluso cuando su funcionamiento no se manifiesta; tiende sin
cesar a mover mi intelecto acoplándose a él. Por el contrario, mi voluntad de
simplemente comprender debe, para funcionar, tener a raya a mi voluntad de
experimentar; y su funcionamiento es momentáneo. Es útil aquí la comparación con el
embrague automotriz: cuando no toco el pedal, el motor está acoplado con las ruedas;
lo mantiene así un resorte; para desacoplar, debo hacer un esfuerzo que tenga en cuenta
la fuerza del resorte; durante este tiempo, el resorte ejerce siempre su acción, que se
manifiesta de nuevo apenas mi pie abandona su esfuerzo. Veamos otra comparación:
el cenicero que tengo en frente permanece encima del escritorio debido a su peso, fuerza
que se ejerce constantemente; solo se eleva sobre mi escritorio si lo tomo y supero su
peso mediante un esfuerzo momentáneo.
Mi voluntad de experimentar es análoga al peso; la fuerza que representa se
ejerce constantemente; es ‘natural’. Mi voluntad intelectual pura representa una fuerza
que solo se ejerce por momentos. Aparece espontáneamente en mí en una etapa
avanzada de mi desarrollo y constituye su apogeo. Pero ‘espontáneo’ no es sinónimo de
‘natural’. Esta fuerza particular al hombre no debe ser llamada ‘natural’, sino
‘sobrenatural’. Explicaremos por qué.
La creación universal se funda en la Tríada metafísica: dos principios inferiores,
Yin y Yang, equilibrados por un principio conciliador que los supera, el Tao. Pero el
principio conciliador aparece bajo dos formas diferentes según contemple el Universo
como un conjunto de formas particulares o como una totalidad, como una multitud de
individualidades o como un Todo. Si contemplo el Universo como un conjunto de
criaturas particulares, personales, el principio conciliador aparece también él mismo
como personal; es entonces lo que en la antigüedad llamaban el Demiurgo, y que hoy
llamamos la ‘Naturaleza’. Si contemplo el Universo como un Todo, el principio
conciliador aparece como no-personal, Principio Supremo, Absoluto metafísico. Lo
que acabamos de decir a propósito del macrocosmos vale también para mi
microcosmos: en cuanto hombre personal, soy creado por la Naturaleza; en cuanto
hombre universal o primordial, soy creado directamente por el Principio Supremo, del
cual la Naturaleza representa una suerte de delegado inferior. Mi voluntad de
experimentar, voluntad de realizarme en cuanto hombre particular, emana de la
Naturaleza; su fuerza es una fuerza natural, particular. Mi voluntad intelectual pura,
voluntad de realizarme en cuanto hombre universal, emana directamente del Principio

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Supremo; su fuerza no es una fuerza ‘natural’; no es tampoco anti-natural, pues la
distinción que trazo entre Naturaleza y Principio Supremo es solo inherente a mi mente
y no implica ninguna oposición entre estos dos términos; debo pues llamarla
‘sobrenatural’.
Puede sorprenderme que este motor ‘sobrenatural’ que hace funcionar mi
intelecto puro funcione de a ratos, mientras que la fuerza natural que hace funcionar
mi pensamiento intelectual acoplado se ejerza constantemente. ¿Es entonces este motor
sobrenatural inferior a la fuerza natural, puesto que parece incapaz de evitar el acople
constante? Para responder esta pregunta, debo distinguir, en mi voluntad intelectual
pura, su principio y su manifestación; su principio es permanente e infinito, pero su
manifestación depende de una función que pertenece a mi organismo finito; es esta
función intelectual pura la que funciona de manera momentánea, contra mis otras
funciones que funcionan sin parar hasta mi muerte.
El carácter sobrenatural de la posibilidad intelectual explica su inmenso poder
sobre la vida natural. Utilizada por la voluntad intelectual pura, esta posibilidad permite
la plenitud de la realización temporal del hombre en su realización intemporal.
Acaparada al contrario por la voluntad de experimentar, perturba la simple realización
temporal. Esta posibilidad, que confiere virtualmente al hombre una superioridad
infinita sobre el animal, lo expone al mismo tiempo a una vida infinitamente inferior a
la del animal.
Si la Naturaleza se encarga de movilizar constantemente mi voluntad de
experimentar, ¿qué es lo que condiciona el funcionamiento momentáneo de mi
voluntad intelectual pura? La causa eficiente de esta voluntad no es otra que el Principio
Supremo, pero ¿cuál es la causa desencadenante? ¿Por qué en un momento dado
empieza a funcionar, suspendiendo el acople afectivo? Lo que empieza a funcionar, ya
lo hemos dicho, es mi función intelectual pura; ¿qué es pues lo que condiciona la
actividad de esta función? Notemos, antes que nada, que esta función tendrá muchas
más posibilidades de activarse cuanto más desarrollado esté el instrumento cerebral que
la asume; y este desarrollo depende de dos factores, uno innato y uno adquirido. El
‘don’ de pensar intelectualmente con una intención imparcial es análogo a cualquier
otro don; lo tenemos más o menos desde el nacimiento (para ser más exactos, desde
nuestra concepción) y luego se desarrolla más o menos con su ejercicio.
Pero en mí, un hombre dado en quien la función intelectual pura presenta un
desarrollo dado, ¿cómo se activa el funcionamiento puro de mi función intelectual? Este
funcionamiento se desencadena debido al fracaso de mi voluntad de experimentar, es
decir en un instante en que mi voluntad de pensar el mundo centrado en mí se revela
insuficiente para tener completamente a raya la imagen insoportable de un mundo
independiente de mí. Mi pensamiento intelectual puro se activa cuando estoy
insuficientemente ‘compensado’ por mi pensamiento parcial, sea porque mis
compensaciones todavía no se han establecido, o porque no son suficientemente
eficaces. El niño que empieza a hablar, si está dotado de una buena función intelectual
pura, plantea a sus padres innumberables ‘por qué’. En esta etapa, sus relaciones
compensatorias con un mundo exterior que aún está descubriendo todavía no se han
construido; por lo tanto, no logra representarse completamente el mundo centrado en

55
sí mismo; su mundo interior todavía está poco construido para que pueda integrar a él
todo lo que percibe. Por eso manifiesta con vehemencia su ‘querer simplemente
comprender’, su avidez desinteresada por nociones que no pueden aportarle ninguna
ventaja personal inmediata. Más tarde, mis compensaciones se han establecido; he
elaborado, bajo la influencia de mi voluntad de experimentar, cierta cantidad de
‘consideraciones’ del mundo que me lo representan centrado en mí. Pero estas ficciones
imaginarias son a veces desbordadas por el trabajo que les impone una realidad
innegable; la indiferencia del mundo exterior a mi mirada es a veces demasiado
evidente para que yo logre integrar la realidad a mi mundo interior egocéntrico. Estos
momentos suelen ser dolorosos, por lo cual se ha sostenido que el pensamiento puro es
despertado por el sufrimiento. En realidad, el fracaso de la voluntad de experimentar
no consiste esencialmente en el sufrimiento; la angustia que lleva al suicidio acompaña
una visión del mundo que me abruma sin perdón pero que está completamente
centrada en mí. El fracaso de mi voluntad de experimentar consiste esencialmente en
el hecho de que mi facultad imaginativa mentirosa toca sus límites y, en consecuencia,
mi film imaginario no logra engañarme del todo. Esto último es porque mi fuerte
posibilidad intelectual pura me otorga una lucidez de reacción contra una mentira que
ahora le resulta demasiado grosera. El funcionamiento de mi pensar puro se activa a
propósito de la insuficiencia de mi pensar parcial, pero la causa de esta insuficiencia
reside en la misma posibilidad intelectual pura. El fracaso de mi mentira condiciona la
manifestación de mi lucidez pero está condicionado por mi misma lucidez.
Así podemos comprender el autocondicionamiento de mi pensar intelectual
puro. El mundo exterior condiciona solo la eficacia práctica de su funcionamiento, y lo
hace de dos maneras: por un lado, mediante circunstancias en las que el encuentro con
la realidad pone en dificultades a mi pensamiento parcial; por otro lado, mediante el
contacto con una enseñanza iniciática, ya que las verdades universales, aunque
preexisten en mí de modo latente, deben ser despertadas por formulaciones
intelectuales, orales o escritas.
Después de haber ‘situado’, en nuestro funcionamiento general, el pensamiento
intelectual puro, volvamos un instante sobre el pensamiento intelectual visto en
conjunto y preguntémonos qué caracteriza a las imágenes que forma. ¿De dónde
proviene la imagen mental intelectual que concluye una operación lógica?
Al distinguir pensamiento inconsciente y pensamiento consciente, dijimos que
el primero era ‘real’ y el segundo ‘imaginario’. Debemos distinguir ahora, en el
pensamiento consciente, un tipo muy especial de imágenes, las imágenes mentales
lógicas o intelectuales puras, y reconocer que no debemos llamarlas ‘imaginarias’. Las
imágenes conscientes que hemos llamado imaginarias meritaban este calificativo
porque eran elaboradas para representarme el mundo centrado en mí, o sea bajo una
perspectiva ilusoria según la que mi organismo era una entidad opuesta al resto del
universo. Pero mis imágenes intelectuales lógicas son elaboradas para representar el
Universo tal cual es, no centrado en mí, y engloban mi organismo en lugar de oponerse
a él. No provienen ya de mi estructura personal sino de mi estructura universal, o sea
de mí en cuanto soy todo el cosmos, sin la ilusoria oposición ‘Yo–No-Yo’. Son lo que
Platón llama Ideas, imágenes intelectuales que manifiestan directamente la Realidad

56
cósmica sin el intermediario de la Naturaleza, que me crea en cuanto soy distinto. No
deben considerarse imaginarias, sino ‘reales’.
Mis diversos pensamientos se disponen entonces con cierta simetría: por un lado
se encuentra mi pensamiento inconsciente, que es ‘real’; por otro lado se encuentra mi
pensamiento intelectual de intención imparcial, que también es ‘real’; entre ambos se
encuentra mi pensamiento consciente parcial, que es imaginario. De mis dos
pensamientos ‘reales’, uno reside en la profundidad de mi mente, el otro es la fina punta
de mi consciente superficial. Ambos deben considerarse ‘reales’, son intrínsecamente
reales puesto que manifiestan la Realidad cósmica en mi mente de modo directo. Para
comprender en qué difieren sin embargo estos dos pensamientos, hay que recurrir a la
distinción ‘sustancia-forma’. Mi pensamiento inconsciente es sustancia pura,
manifestación sustancial de la Mente Cósmica. Mi pensamiento intelectual imparcial es
forma pura, manifestación formal de la Mente Cósmica. Cada uno de estos
pensamientos es puro, no-dualista; pero forman juntos un dualismo actualmente no
conciliado y cuya conciliación será mi realización intemporal.
Mi pensamiento intelectual imparcial, como mi pensamiento inconsciente, es
instantáneo; es solo en el instante cuando pienso de manera universal. Cuando este
pensamiento se expresa en palabras, queda en mi memoria, es decir que pertenece
desde entonces a mi estructura personal. Es decir que mi pensamiento intelectual de
intención imparcial, que surge en el instante sin objetivo personal, no podría ser
imparcial en su uso. Mi conclusión lógica se alcanza en un movimiento mental de
naturaleza universal; pero, apenas formulada, despierta mi ‘sensación’, mi ‘sentimiento’
y mi ‘experimentar’. La palabra, desde que es pronunciada, se parece a un objeto
exterior y suscita todo un complejo de movimientos afectivos. Idea pura al nacer, mi
descubrimiento intelectual se vuelve de inmediato impuro al asociarse a mi afectividad.
Lo que proviene de mi voluntad de simplemente comprender es captado y utilizado por
mi voluntad de experimentar. La voluntad de simplemente comprender es antagonista
de la voluntad de experimentar, pero el funcionamiento de la voluntad de simplemente
comprender no constituye el antídoto que buscamos para equilibrar el funcionamiento
de nuestra voluntad de experimentar; es un hito importante en nuestro camino pero no
es su término.

57
SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 1
LOS TRES PLANOS CÓSMICOS

Los capítulos precedentes contemplaron el problema de nuestra condición


desde una perspectiva a menudo fenomenológica. Hemos podido adquirir así nociones
importantes sobre los principales engranajes de nuestra máquina psicosomática. Pero
este punto de vista analítico es demasiado limitado; si bien nos procura los conceptos
indispensables de tener ‘sensación’, tener ‘sentimiento’ y ‘experimentar’, y nos permite
así oponer nuestra voluntad intelectual de no experimentar a nuestra voluntad afectiva
de experimentar, no puede ir más lejos, no puede darnos la vía sintética que
necesitamos, vía capaz de situar todos estos conceptos en un conjunto coherente.
Parecerá que estamos descartando nuestro estudio; pero no es sino para volver a él con
una perspectiva más general, más abarcadora.
El cosmos, en su conjunto, es un inmenso dinamismo. Toda la Manifestación es
el funcionamiento de una energía que, desde nuestra óptica, se traduce en cambios
incesantes, en un ‘movimiento perpetuo’. Desde esta perspectiva totalmente general, el
Universo se nos aparece como un movimiento permanente; manifestación del Principio
Absoluto Intemporal, el movimiento cósmico es estable, eterno.
Pero si dejamos de ver las ‘diez mil cosas creadas’ en su particularidad, nuestra
mente percibe el Universo como espacio-tiempo donde las cosas aparecen y desaparecen, se
integran y se desintegran. En este plano, el movimiento cósmico se efectúa mediante
modalidades muy diferentes según las ‘cosas’ contempladas. En efecto, las ‘diez mil
cosas’ se distribuyen en una jerarquía; del hidrógeno inicial al ser dotado de intelecto
(ser del cual el hombre es el único representante que conocemos), las ‘cosas’ son
conjuntos que se organizan con creciente complejidad e individualidad. Esta jerarquía
presenta en su conjunto cierta continuidad, pero en el seno de la continuidad existen
dos hiatos, dos saltos discontinuos; el primero se sitúa entre las cosas inanimadas y las
cosas vivientes; consiste en la aparición de la ‘vida’; el segundo consiste en la aparición
del intelecto, esencialmente manifestado por el lenguaje, y se sitúa entre el animal y el
hombre. Sería erróneo considerar que estos dos ‘saltos’ en la continuidad de las mil
cosas establecen diferencias totales. El vegetal y el animal, aunque la vida haya
aparecido en ellos, no dejan de estar compuestos de materia inanimada; son esta
materia con algo más. El hombre, en quien apareció el intelecto, sigue siendo materia
inanimada y animal, con algo más.
Los dos hiatos que acabamos de mencionar dividen la serie total de las diez mil
cosas en tres categorías que estudiaremos desde la perspectiva de los dos aspectos del
movimiento cósmico, el integrador y el desintegrador. Cada una de las tres categorías
contiene una multitud de ‘cosas’ dispuestas en una serie continua; las cosas vivientes
van, por ejemplo, del alga más simple al mono más evolucionado. No nos perderemos
en estos detalles y hablaremos esquemáticamente de cosa inanimada, animal y hombre.

58
Una cosa inanimada se integra al momento de su aparición, a expensas de
ciertos materiales y bajo ciertas circunstancias. Luego su estructura, si no es sometida a
nuevas influencias externas, goza de una relativa estabilidad. Cuando se desintegra, sea
bajo el ataque de agentes externos o en virtud de un dinamismo interno (radioactividad),
no se produce en ella ningún fenómeno paralelo de reconstrucción.
La estructura de un ser vivo, si bien integra elementos inanimados, presenta un
dinamismo diferente. Es muy inestable y, en ausencia de cualquier influencia exterior,
de cualquier aporte, también empieza a desintegrarse. A decir verdad, también se
desintegra cuando recibe los aportes necesario, pero para reintegrarse entonces en una
estructura semejante. Y eso es lo que caracteriza esencialmente a la materia viva:
mientras que la cosa inanimada solo nace una vez y solo muere una vez, la criatura
viviente nace, muere y renace continuamente hasta su desintegración final.
No es que la estructura de una cosa inanimada sea inmóvil; en el interior de un
bloque de hierro reina el movimiento incesante de sistemas atómicos. Pero no se ve a
ninguna parte individualizada de este bloque alterarse, desaparecer y ser reemplazada
por una parte nueva. Por el contrario, todas las cosas vivas están compuestas de partes
individualizadas, de células que se alteran, desaparecen y son reemplazadas por células
nuevas.
La cosa inanimada, en cuanto está integrada en su estructura, no necesita hacer
nada para perseverar en su existencia. Cuando se desintegra, tampoco hace nada para
luchar contra las influencias externas ni para reconstruir en sí lo que ha sido destruido.
La cosa animada, en cambio, es un equilibrio inestable que se reestablece sin cesar. Es
la sede de dos metabolismos opuestos y concomitantes, uno de desintegración y otro de
reintegración.
Para comprender mejor qué caracteriza la vida, debemos volver a ciertas
nociones bien generales. El movimiento eterno que es el Cosmos en su conjunto resulta
del funcionamiento simétrico de dos fuerzas que la sabiduría china llama Yang y Yin.
Yang es la fuerza de cambio y es de ella que resultan todos los fenómenos (lo que
aparece y desaparece). Yin es la fuerza de resistencia al cambio, o fuerza de inercia; es
la reacción que permite la acción de Yang. Apoyándose en la resistencia de Yin, Yang,
fuerza de cambio, preside el nacimiento de las diez mil cosas y, también, su muerte,
puesto que toda integración implica la desintegración de una cosa anterior. Toda la
Manifestación resulta del juego equilibrado de Yang en sus dos aspectos, integrador y
desintegrador, apoyado en la resistencia de Yin.
Yang, fuerza que tiende hacia ciertos efectos, se puede considerar como una
voluntad cósmica, o más exactamente como una pareja de voluntades, voluntad de
desintegración y voluntad de integración. Esta concepción nos permite comprender lo
que en verdad caracteriza al ser vivo: todo ser vivo es una encarnación del Yang integrador.
Expliquemos qué queremos decir con esto. La observación de una criatura viviente nos
muestra que esta criatura actúa, en la medida de sus posibilidades, en favor de su
reintegración. La planta dirige su crecimiento hacia el agua, el aire, la luz que son
necesarias para mantener su existencia. Este esfuerzo por vivir, es decir por reintegrarse,
es mucho más manifiesto en el animal; el animal lucha para perseverar en la existencia
o para proteger la existencia de algo con lo que se identifica (su especie, su amo, su

59
refugio, etc...). Si consideramos entonces al ser vivo que, como todo en el mundo, resulta
del funcionamiento concomitante de las dos voluntades cósmicas de integración y de
desintegración, constatamos que estas dos voluntades se expresan en él de maneras
diferentes. En el animal existe una voluntad individual que colabora con la voluntad
cósmica de integración y la representa, mientras que ignora totalmente la voluntad
cósmica de desintegración. Todo sucede como si el cosmos se guardara para sí su misión
desintegradora y confiara en cambio al animal su misión integradora. Todo sucede
como si la voluntad de destrucción permaneciera exterior al animal y se impusiera a él,
mientras que la voluntad de construcción fuera interior a él y encarnara en su voluntad
individual. Todo ser vivo se desintegra pese a sí mismo y quiere reintegrarse mientras
pueda.
Yang es la voluntad o intención que el cosmos tiene de cambiar. Se puede decir
que es pensamiento puesto que una intención implica la concepción de su objetivo. Es un
pensamiento doble, de integración y de desintegración. Estos dos pensamientos
cósmicos operan en todas las cosas, incluso en las cosas inanimadas. Detrás de una
reacción química, operan dos pensamientos; uno desintegra las sustancias y el otro
integra una o varias sustancias nuevas. Pero ninguno de los dos pensamientos o
voluntades cósmicas está encarnado en la materia inanimada; esta soporta pasivamente
el nacimiento o la muerte de su estructura. Por el contrario, de los dos pensamientos
cósmicos que trabajan juntos en la vida del animal, uno, el pensamiento de
desintegración, permanece no encarnado, mientras que el otro, el pensamiento de
integración, se encarna en el pensamiento o voluntad individual del animal. El animal
soporta pasivamente la muerte que afecta de manera constante las células de su
organismo; pero quiere activamente su constante renacimiento.
‘Todo es pensamiento’ porque el pensamiento cósmico crea toda la Manifestación. Pero es con
la vida que aparece un pensamiento individual, encarnación individual del pensamiento integrador del
cosmos.
Los dos aspectos de Yang, integrador y desintegrador, también pueden ser
llamados fuerzas cósmicas de convergencia y de divergencia. Los físicos distinguen la ley de
gravedad y la ley de expansión universal. Toda integración de la energía cósmica que
lleva a la aparición de una cosa creada se estructura de manera convergente, por
agrupamiento dinámico de múltiples elementos en torno a un centro. El sistema solar,
el sistema atómico, la galaxia, son arquitecturas convergentes, ordenadas en torno a un
centro. Un animal está hecho de una multitud de elementos inanimados ordenados en
un conjunto convergente y la vida de este conjunto consiste en la voluntad de mantener
esta convergencia frente a la fuerza de divergencia siempre presente. El querer vivir es
una voluntad de convergencia individual, encarnada en el animal y en lucha contra la
divergencia siempre amenazante. El organismo animal se compone de elementos
inanimados, pero lo que lo constituye esencialmente no es este aglomerado de
elementos inanimados. Lo que constituye la esencia particular del animal es su vida, es
decir una encarnación individual de la voluntad de convergencia cósmica. En cuanto
desaparece esta encarnación, es decir cuando el animal muere, no es más un animal
sino solo un montón de sustancia protoplásmica en desintegración. Cada sustancia que
entra en la composición del animal vivo es un sistema convergente de cierto orden, pero el animal en su

60
conjunto es un sistema convergente de un orden superior, caracterizado por la encarnación individual de
la voluntad de convervengia cósmica.
El animal es voluntad de vivir, es decir de reintegrarse sin cesar. Esta noción de
voluntad individual no es otra cosa que la noción de ‘Ego’, de ‘yo’ (Moi). Es un error
que el hombre se reserve la exclusividad de tener Ego. Este error se basa en la confusión
entre el ‘Ego’ y la ‘idea de un Ego’. El hombre es el único que tiene la idea de un yo y
por lo tanto que tiene un yo; pero el animal, si bien no tiene un yo a falta de poder concebir
la idea, es sin embargo un yo. Todo ser vivo es un Ego, es decir un organismo animado
por la voluntad de perseverar en su integración.
Es evidente la gran novedad que aparece, a propósito de las cosas inanimadas,
con la vida. Esta gran novedad es un yo, es decir una consciencia. También aquí debemos
desconfiar de los prejuicios habituales que nos hacen identificar las nociones de
pensamiento, de consciencia, solo con la consciencia intelectual. El animal no tiene
intelecto, o consciencia universal, no puede pues percibir el funcionamiento de su
consciencia individual, pero eso no impide que esta consciencia funcione en él.
Volvemos a encontrar aquí la afirmación de Spinoza: ‘La voluntad y el
entendimiento son uno y lo mismo’. El animal es una voluntad de vivir, un pensamiento
de vivir, encarnación individual del Yang integrador o pensamiento de convergencia
cósmica. Y esta encarnación es exclusiva, es decir que el animal no es una voluntad de
morir, no es una encarnación del Yang desintegrador; el pensamiento divergente
cósmico funciona en él como en todas las cosas pero sin estar encarnado en él
individualmente.
En relación con esta voluntad individual de vivir, las circunstancias externas son
amigas o enemigas según se presten o no a su cumplimiento. Así vemos que la noción
de yo, o de consciencia individual, implica por necesidad la noción de hostilidad al yo,
de no-yo. En cuanto se individualiza únicamente el Yang integrador, es consciencia de
un mundo circundante dividido en dos grupos, amigos y enemigos. En cuanto hay
consciencia individual, esta es consciencia de una dualidad.
Con respecto a la voluntad de vivir que constituye la esencia del animal,
voluntad que es una fuerza de cambio reintegrador encarnada en este animal, el mundo
exterior en incesante movimiento representa una fuerza de cambio foránea, una suerte
de Yang foráneo con el que el Yang integrador del animal debe contar. Desde esta
perspectiva, que es la de la consciencia viviente, no hay un Yang exterior único cuyos
dos aspectos, integrador y desintegrador, están conciliados, sino dos Yang distintos, uno
que hace renacer y el otro que mata, entre los que no es posible ninguna conciliación.
Por lo tanto, la ‘vida’ es, para la subjetividad de la consciencia individual, una lucha en
la que el yo y el no-yo se oponen de manera irreductible.
Veamos ahora que esta manera dualista de pensar la situación del yo en el
mundo exterior es la proyección mental de fenómenos dualistas interiores al organismo,
fenómenos de consonancia y de disonancia. En efecto, el organismo existe bajo dos
aspectos, por una parte como materiales inanimados, elementos de su integración, por
otra parte como Ego, voluntad de reintegración de estos elementos. Como materiales
elementales, siempre está de acuerdo con el mundo exterior, puesto que estos elementos
no tienen ninguna voluntad propia. Como Ego, el organismo no está de acuerdo con el

61
mundo exterior salvo cuando este es favorable a su querer vivir; en caso contrario, está
en desacuerdo. Así pues, el organismo está conformado por dos aspectos, de los cuales
uno está siempre de acuerdo con el mundo exterior y el otro no siempre. Cuando las
circunstancias son favorables a la vida, el Ego del animal está de acuerdo con el mundo
exterior y, por lo tanto, en consonancia con todos los materiales que quiere integrar.
Cuando las circunstancias son en cambio desfavorables a la vida, el Ego del animal está
en desacuerdo con el mundo exterior y, por lo tanto, en disonancia con los materiales
que quiere integrar. En el primer caso, hay armonía interior, felicidad; en el segundo,
hay división interior, sufrimiento. La perspectiva dualista que es la de la consciencia
individual ante el mundo surge de este dualismo interior, de esta oposición consciente
entre los estados orgánicos consonantes y disonantes.
Las consonancias y disonancias interiores se producen en el animal y se puede
decir que las percibe emocionalmente, puesto que es en función de estas que sus reflejos
condicionados asocian los objetos exteriores y regulan su comportamiento. Pero, a falta
de un lenguaje y por consiguiente de intelecto, el animal se identifica completamente
con sus estados orgánicos, no puede tomar consciencia intelectual, y así distinguirse, de
ellos. Por eso, su atención consciente permanece sobre las imágenes que tiene del
mundo exterior, imágenes solo teñidas por sus estados orgánicos de atracción o
repulsión. Es dolorosamente consciente de un mundo que lo hiere, es decir, es
consciente de un mundo doloroso, pero no es consciente de su dolor en sí. Identificado
con su disonancia interior, es esta disonancia misma, la vive, se comporta en función de
ella, pero no puede percibirla como un objeto distinto de sí mismo.

La aparición del intelecto, esencialmente manifestado por el lenguaje, el ‘verbo’,


hace del hombre una criatura bien diferente del animal. Con el intelecto, superamos el
segundo hiato en la jerarquía de las diez mil cosas; llegamos a la tercera y última
categoría de la que el ser humano es el único representante en esta tierra. Por el
intelecto, el hombre toca el plano supremo donde Yang integrador y Yang
desintegrador están conciliados, y a la vez con Yin, en el Tao. Puede residir en este
plano al término de un desarrollo completo de sus posibilidades intelectuales; pero,
antes de este desarrollo completo, ya toca este plano, reside en su frontera, y esto se
traduce, como veremos, en el hecho de que en él están encarnados ambos aspectos de
Yang, integrador y desintegrador, mientras que el animal solo encarna el aspecto
integrador.
Por el intelecto, recordemos, el hombre evoluciona en el plano de las ideas
generales, o ideas puras, símbolos que exceden las cosas simbolizadas, las engloban y
gozan de una realidad autónoma. La supremacía de este plano de Ideas es evidente
puesto que permite al hombre desidentificarse de su organismo psicosomático. Gracias
a las Ideas, el hombre puede en efecto percibir, como objetos distintos de sí mismo,
todos los atributos de su manifestación animal o vital. Puede concebir las siguientes
Ideas: ‘mi cuerpo’, ‘mi pensamiento’, ‘mis emociones’, ‘mi vida’, ‘mi yo’, etc... Es decir
que puede percibir todos los aspectos de su manifestación formal no ya como si fueran él mismo, sino
como manifestaciones contingentes de sí mismo. Esta visión lo desvincula de sus manifestaciones
groseras y sutiles y lo eleva, ‘a él’, a un plano informe, río arriba de toda forma que

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pueda recibir una designación positiva. Este ‘Yo’ (Je en francés; I en inglés) informe solo
puede designarse de modo negativo; ‘Yo’ no es ni mi cuerpo, ni mi pensamiento, ni mi
vida, ni mi ‘yo’ (moi; me).
Hemos visto que la esencia del animal no eran los materiales inanimados que
constituyen su organismo, sino este mismo organismo en cuanto voluntad de reintegrar
sus elementos, es decir su yo; la etapa cósmica media englobaba y eclipsaba así la etapa
inferior. En el hombre, la etapa suprema engloba y eclipsa la etapa media; la esencia
del hombre no es más su organismo-voluntad-de-reintegrar-sus-elementos, no es más
su yo, es la idea de este yo, que engloba a este yo en el Todo informe, no individual. La
‘naturaleza propia’ del hombre es el Principio Absoluto o Mente Cósmica.
En el animal, el yo es una unidad que domina la multitud de materias
inanimadas que lo integran. En el hombre, la idea de yo es la Unidad (no decimos más
una unidad sino la Unidad) que domina la multitud de modificaciones del yo, los estados
orgánicos de consonancia y disonancia que manifiestan el yo.
El hombre, por esencia, deja de ser únicamente el Yang integrador que era el
animal; es el Yang integrador y desintegrador. Encarna a la vez la vida y la muerte de
su organismo. En este nivel, la conciliación suprema en el Tao parece bien cercana. El
hombre, según parece, debería poder ser el espectador intemporal, inmutable, no
afectado, del devenir de su organismo, de este devenir en el que su organismo es
afectado naturalmente por consonancias y disonancias. Podría adherir a la ‘naturaleza
de las cosas’; podría ser una voluntad de devenir que conciliara la voluntad de vivir y la
voluntad de morir. Debería poder conocer la Felicidad inmutable, fuera del tiempo,
independiente de las alegrías y los sufrimientos orgánicos que englobaría al conciliar.
Efectivamente, así podría ser; pero la simple aparición del intelecto no basta;
hace falta también que este intelecto desarrolle por completo sus posibilidades.
Intentaremos mostrar por qué es así y en qué consiste el desarrollo completo de nuestras
posibilidades intelectuales.
La conciliación del Yang integrador y el Yang desintegrador no es posible
mediante la aparición y el desarrollo simplemente habitual del intelecto porque, en estas
condiciones, aunque ambos aspectos del Yang estén encarnados, no están realizados; el
‘querer vivir’ está realizado, pero no el ‘querer morir’. En efecto, con el intelecto
aparecen en el hombre los dos aspectos del Yang total o universal, la voluntad universal
de integración y la voluntad universal de desintegración. Pero estas dos voluntades
universales aparecen en un organismo que hasta entonces era simplemente animal, que
era pues en esencia una voluntad individual de vida y no de muerte. La voluntad
universal de integración, al encontrarse con la voluntad individual semejante que la
había precedido, la engloba y así se ve de inmediato ‘realizada’; en cambio, la voluntad
universal de desintegración, que aparece con el intelecto en el plano ideal, no se
encuentra con ninguna voluntad individual semejante; y así permanece puramente
ideal, a falta de conexiones que le permitan englobar el plano animal y el plano
inanimado. Entre la voluntad universal de integración realizada y la voluntad universal
de desintegración puramente ideal, la conciliación no se puede efectuar en la totalidad
del ser humano.

63
Era necesario empezar con esta explicación tediosa a fuerza de abstracción.
Ahora intentaremos mostrar cómo se traduce en nuestra psicología cotidiana el hecho
de que el Yang integrador y el Yang desintegrador estén ambos encarnados en nosotros
pero que solo el primero se encuentre ‘realizado’.
La observación del hombre muestra que, si bien hace como el animal todo lo
necesario para perseverar en la existencia, esta perseverancia no manifiesta su
verdadero objetivo. No le basta al hombre reintegrar constantemente su organismo. La
aparición del intelecto le permite desidentificarse de este organismo y percibir lo que
sucede en sí mismo como un sujeto percibe un objeto. En particular, es capaz de percibir
sus estados orgánicos de consonancia y disonancia. Estos estados, con los que el animal
se identifica y que constituyen toda su vida afectiva, para el hombre se vuelven objetos
y desencadenan en él una vida afectiva novedosa: mientras que toda la afectividad
animal consistía en las reacciones de su Ego orgánico al mundo exterior, la afectividad
humana comprende además las reacciones de su Ego ideal a las consonancias o
disonancias mediante las cuales su organismo reacciona al mundo exterior. El hombre,
en efecto, al estar en el plano donde la Integración y la Desintegración se prestan a la
Consonancia Absoluta del Tao, es capaz de presentir y querer esta Consonancia
Absoluta. Lo habita la nostalgia de la Armonía Principal o Ideal, cuya característica
esencial es la inmutabilidad (estabilidad, permanencia, residencia fuera del tiempo y del
espacio, fuera de todo devenir). Por eso, no se contenta con percibir sus estados
orgánicos; los evalúa en función de la Armonía Absoluta que quiere profundamente, en
función al menos de la idea que se hace de ella. Esta distinción entre la Armonía y la idea que
el hombre concibe de ella es de suma importancia. En efecto, si bien a partir del
desarrollo del intelecto el hombre presiente la Armonía Absoluta, no la conoce; solo la
imagina en el orden de la afectividad animal que hasta entonces fue la suya; la imagina
como una estabilización definitiva de las consonancias orgánicas que conoce, pero de
la misma naturaleza. Esta imaginación de la Armonía Absoluta da lugar a una
formación mental fabulosa, irreal, donde se encuentran mezcladas de manera
contradictoria la inmutabilidad de esta Armonía y el dinamismo inherente a las
consonancias orgánicas, a las alegrías. Mientras que la vida afectiva es en realidad un
todo del que la felicidad y el sufrimiento son dos aspectos inseparables, el hombre
imagina una vida afectiva ‘absoluta’ que no implicaría más que consonancias interiores;
y evalúa sus estados orgánicos en función de esta representación mental. Por lo tanto,
su voluntad de Armonía Absoluta se traduce en una parcialidad hacia la felicidad:
considera sus alegrías como ‘normales’, como que deben ser, porque ve en ellas los
inicios prometedores del camino hacia la Armonía Absoluta; y considera sus
sufrimientos como ‘anormales’, como que no deben ser, porque los ve contrarios a su
objetivo. Es así que la vida afectiva del hombre es más compleja que la del animal; no
se detiene en sus estados orgánicos sino que los supera con repercusiones indefinidas.
Cuando su estado orgánico es consonante, se establece una nueva consonancia entre
este estado y el estado ideal que el hombre reivindica; cuando estoy feliz, estoy feliz de
estar feliz, y feliz de estar feliz de estar feliz, etc... Es como la serie indefinida de reflejos
entre dos espejos enfrentados. Es igual cuando sufro, estoy mal porque sufro, sufro
porque estoy mal porque sufro, etc...

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Al hombre no le basta con reintegrar su organismo, es decir continuar
existiendo. Quiere reintegrarse en un estado superior a aquel en el que se encontraba el instante anterior.
Quiero ‘evolucionar’, ‘progresar’ hacia una integración perfecta, absoluta; lucho por llegar a ‘ser’
absolutamente y escapar así de toda desintegración. No me basta con existir, quiero ‘ser’. Para
lograrlo, quiero la desintegración de mi estado imperfecto del momento para alcanzar
un estado mejor, para alcanzar a fin de cuentas el estado perfecto donde la
desintegración quedaría abolida y donde ya no tendría que reintegrarme
continuamente. Actuando así, quiero mi ‘devenir’ puesto que lo veo como el camino
necesario para alcanzar mi ‘ser’. Esta voluntad de ‘devenir’ demuestra que encarno
todo el Yang, en sus dos aspectos integrador y desintegrador. Pero al mismo tiempo, es
evidente que la voluntad de desintegración no está ‘realizada’ en mí puesto que de
momento no quiero mi desintegración más que para encaminarme hacia un estado
donde esta desintegración quede eliminada por completo. La voluntad de
desintegración no funciona en mí de modo autónomo, como igual a la voluntad de
integración; funciona solo en cuanto medio para saciar una voluntad ilimitada y tiránica
de integración. Es como un hombre que no soltara un objeto sino para tomar uno más
grande; la voluntad de dejar el objeto más pequeño está encarnada en este hombre ya
que se efectúa en él, pero su único fin es tomar el objeto más grande y esta voluntad es
la única que está ‘realizada’ en su pensamiento.
Observemos en qué se convierte así para el hombre la noción de ‘vida’. Hemos
visto que las diez mil cosas se clasifican en tres categorías: cosas inanimadas, animales,
hombres, y que el salto entre la primera categoría y la segunda se caracteriza por la
aparición de la vida. Veamos ahora que el salto entre el animal y el hombre excede la
‘vida’. No negamos que el hombre esté animado por un querer vivir, pero deseamos
mostrar que este querer vivir no es más que un medio hacia su fin último que es un
‘querer ser’ que concilie vida y muerte. El animal es su propia vida; identificado con
ella, no concibe la idea de que vive; no hay otro objetivo en su vida más que esta misma
vida y el animal no busca nada más allá de ella. En cambio, el hombre no es su vida,
concibe la idea de su vida y por eso tiene su vida como se tiene una cosa cualquiera de
la que se es distinto y de la que se dispone. Es así que necesariamente mira más allá de
esta posesión y busca un sentido, un destino. Ya no quiere, como quiere el animal, vivir
por vivir; ya no quiere esta constante reintegración por sí misma, la quiere para obtener
algo, para llegar a alguna parte. Pero este punto de llegada supone necesariamente el
cese del recorrido, del devenir lleno de peripecias que era este recorrido. Es decir que
el fin último del hombre es un no-devenir, una no-vida; el Yang desintegrador
encarnado en el hombre es voluntad ideal de obtener algo más allá de la vida, voluntad
ideal de dejar de vivir. Y al mismo tiempo, el hombre quiere vivir para llegar un día a
su objetivo; su voluntad de desintegración está al servicio de su voluntad de integración,
la única realizada.
Es necesario comprender que el ‘vivir’ del cual hablamos no designa la
continuación de la existencia orgánica, sino la percepción consciente que el hombre
tiene de esta existencia bajo la forma de sus consonancias y disonancias interiores, es
decir de sus fluctuaciones afectivas; ‘vivir’, para el hombre, es ‘sentirse vivir’, es decir
vibrar afectivamente al contacto con el mundo exterior. El ‘querer vivir’ del hombre es su

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voluntad de tener sus fluctuaciones afectivas; las quiere en su conjunto porque este
conjunto es indisolublemente necesario para que tenga sus alegrías y porque cuenta con
estas para que lo lleven hasta la Armonía Absoluta. El ‘no querer vivir’ del hombre, su
voluntad de desintegración, se traduce ilusoriamente en su voluntad de obtener al final
un estado donde haya acabado con sus fluctuaciones y donde pueda escapar
definitivamente de las peripecias de un ‘vivir’ transitoriamente necesario. Es evidente
que, de estas dos voluntades, solo la primera está realizada en el organismo humano; la
segunda, según la evolución habitual del intelecto, permanece puramente ideal. Para
superar el ‘vivir’ y alcanzar el ‘ser’ inmutable, el hombre quiere abandonar su vida del
momento; pero, mientras espera la ilusoria superación de la vida a la que supone que
la vida lleva, el hombre solo quiere vivir en la realidad actual de su organismo. Es
comparable a una nación que entra en guerra con todas sus fuerzas, con la ‘idea’ de
eliminar así el principio de la guerra; la voluntad de paz que tiene esta nación no está
realizada, solo está realizada su voluntad de guerra en su estructura fenomenal.
Todas estas nociones se precisarán en capítulos posteriores. Por el momento
concluyamos diciendo lo siguiente: la conciliación del Yang integrador y del Yang
desintegrador no se producirá en el hombre mientras realice solo su voluntad de tener
fluctuaciones afectivas, es decir su ‘voluntad de experimentar’; es necesario un trabajo
interior nuevo para completar el desarrollo de sus posibilidades intelectuales, trabajo
que logrará la realización, en el organismo humano, de la voluntad opuesta a las
fluctuaciones afectivas, del ‘no querer experimentar’. En tanto este trabajo no se
efectúe, el hombre, aunque situado en el plano supremo por derecho, es como si no
estuviera en él. En esta situación ambigua, no es más que un animal superior, una criatura
extraña donde se yuxtaponen dos partes inadecuadas una a la otra. Desidentificado en
principio de su organismo psicosomático, permanece identificado a la consciencia
formal que toma de sus estados orgánicos. Siendo Uno en virtud de su propia naturaleza,
está al mismo tiempo dividido entre la multitud de percepciones que tiene de su yo, y
con las que todavía se identifica a causa de su parcialidad por sus alegrías.

NOTA

Esta jerarquía de tres planos cósmicos –inanimado, viviente e intelectual–


manifiesta la ley de la octava de la Tradición Universal. Así, nuestra gama musical consta
de una octava en la cual hay dos semitonos, uno entre mi y fa, otro entre si y do; estos
semitonos representan dos hiatos que determinan, en la octava, tres dominios distintos.
Es inexacto decir que no hay saltos en la Naturaleza; dos discontinuidades dividen su
continuidad. La ciencia moderna, que olvida la enseñanza tradicional, pretende realizar
un día la síntesis de la materia viva a partir de materiales inanimados; y piensa que el
hombre difiere del animal solo por una disposición más compleja de su materia viva.
Es cierto que el animal contiene, en su estructura, toda suerte de materias inanimadas,
y que el hombre contiene, en su estructura, un animal. Pero el animal es esencialmente
una consciencia individual que supera y engloba sus materias inanimadas; y el hombre
es esencialmente una consciencia intelectual o universal que supera y engloba sus

66
materias inanimadas y su consciencia individual. La vida puede anexarse a la materia
inanimada y el intelecto puede anexarse a la vida, pero es solo así, de lo alto hacia lo
bajo, que se realiza la unión de los tres planos cósmicos.

67
CAPÍTULO 2
EL COMBATE DE LA VIDA HUMANA

La aparición del intelecto permite al hombre desidentificarse de su organismo


psicosomático, de su yo (Moi; Me). La idea ‘mi yo’ es desidentificación del yo. Gracias a
esta idea, no soy más un yo, como el animal, sino que tengo este yo; soy el propietario de
mi manifestación. Pero cuando concibo la idea ‘mi yo’ no me contento con ser esta idea;
la formulo. No me contento con ser este ‘Yo’ (Je; I) que no es mi yo; formulo la idea
consciente ‘Yo’; el ‘Yo’ no podría aparecer sin esta formulación. A partir de entonces,
al concebir formalmente la idea ‘Yo’ que me desidentifica de mi yo, me identifico
fatalmente con esta idea formal. El intelecto, por supuesto, habiendo encarnado la ‘idea
de yo’, o ‘Yo’, en palabras, puede fabricar la idea de la idea de yo, y la idea de la idea
de la idea de yo (volvemos a encontrar aquí los dos espejos cara a cara); pero estos
esfuerzos sucesivos de desidentificación no me hacen escapar de una forma mental sino
para caer en otra, con la que de nuevo me identifico. El intelecto me hizo escapar de
mi forma orgánica particular, pero no logra hacerme escapar del dominio general de la
forma. Rompió los límites estrechos de mi yo, pero el dominio en el que entonces me
introdujo no es ilimitado; es solo un dominio cuyos límites pueden ser ampliados
indefinidamente sin jamás ser abolidos. El intelecto me ha liberado de lo finito solo para
encerrarme en el infinito matemático. Mientras que el Infinito metafísico es lo ilimitado,
el infinito matemático tiene límites, indefinidamente extensibles pero siempre
existentes; el infinito matemático es solo lo Indefinido. Así pues, la posibilidad de concebir
la idea de un Ego, como implica la necesidad de nombrar a este ego, me coloca en una
extraña prisión, con muros de extensión indefinida, pero prisión al fin. Me escapo de
una forma finita para recaer (la ‘caída original’) en la forma general, indefinida; y ahora
ninguna forma me puede liberar. Gracias a mi intelecto, trasciendo mi yo psicosomático
con el ‘Yo’, pero mi intelecto formal es impotente para trascender esta idea del ‘Yo’.
¿Por qué no me eleva mi intelecto hasta el ‘Yo’ Infinito sin nombrar a este ‘Yo’
y sin encerrarme así en un ‘Yo’ indefinido? Porque el intelecto humano aparece en un
animal, en un Yang individualizado, una máquina que tiende automáticamente hacia
su afirmación individual, una criatura que capta todo lo que no es su yo particular según
una perspectiva dualista ‘sujeto-objeto’. A causa de este automatismo de ‘captura’, el
intelecto solo comienza a funcionar con la formación de palabras (captura de ideas
conscientes formales). No puedo acceder a la idea del yo sin formular la palabra ‘yo’, y
no puedo formular la palabra ‘yo’ sin ser prisionero de mi propia formulación. Hay por
lo tanto una evidente contradicción interna en la consciencia intelectual formal.
La nueva prisión en la que me encierra mi intelecto al liberarme de los límites
de mi organismo es una prisión bastante especial ya que ha sido construida en su
totalidad por el mismo prisionero. Es ilusoria. El hombre no es prisionero, pero todo
sucede en él como si lo fuera. Dicho de otro modo, su prisión es imaginaria; el ‘Yo’, es
decir la idea que el hombre se hace de sí mismo, es una formación imaginaria. Cuando
el sabio oriental desestima al hombre que le ha hablado largamente sobre su vida,

68
aconsejándole que reflexione sobre la siguiente cuestión: ‘¿Quién es el ‘Yo’ del cual
tanto me has hablado?’, dirije su reflexión hacia nuestra ilusión fundamental.
La representación que está en el intelecto del hombre, detrás de la palabra ‘Yo’,
es una forma fabulosa, o ‘monstruosa’ en el sentido literal del término (los monstruos
míticos: la sirena, el centauro, el grifo, etcétera, son criaturas en las que coexisten
anormalmente partes tomadas de criaturas diferentes). Encontramos, en una
coexistencia formal imposible, nociones inconciliables en el plano de la forma, las
nociones de ‘universal’ y de ‘individual’.
Precisemos qué queremos decir al afirmar que estas nociones son inconciliables
‘en el plano de la forma’. Para eso, veamos primero cómo la metafísica, al dirigir nuestra
intuición intelectual más allá de la forma, evoluciona con facilidad entre oposiciones
aparentemente contradictorias. Están, por ejemplo, los dos conceptos de ‘Principio’ y
‘Manifestación’; no puedo concebir formalmente su conciliación, no puedo crear una
forma mental, una palabra, que exprese el resultado de su conciliación; pero puedo muy
bien concebir la idea de que se concilien. Si bien no puedo formular en una palabra la
idea de que lo ‘universal’ y lo ‘individual’ en realidad son uno o, con más exactitud, ‘lo
Uno’ que forman al conciliarse, puedo muy bien concebir la existencia de esta unidad.
Es lo mismo para las dualidades ‘trascendencia-inmanencia’, ‘general-particular’, etc...
Como bien recordó Guénon, el ‘misterio’ no es inconcebible, es solo informulable:
etimológicamente la palabra ‘misterio’ significa ‘lo que no se puede decir’. El misterio
es una comprensión que no podemos captar y expresar mediante la consciencia formal,
que no podemos pues tener como un sujeto tiene un objeto, bajo una perspectiva dualista;
pero es una comprensión en la que nuestro intelecto puede residir. El hecho de que yo
no pueda ver mi propio ojo no impide que tenga consciencia de ser un ojo que ve.
Pero lo que es fácil en metafísica, gracias a la intuición formal, se vuelve
imposible cuando se trata del Ego implicado en su propia vida, porque el Ego, Yang
individual, es esencialmente formal. La concepción que el hombre tiene de sí mismo no
podría ser abstracta, más allá de la forma, ya que está en función de lo que el hombre
vive en concreto. En la inmensa mayoría de los seres humanos, esta concepción no se
explicita, pero es necesariamente explicitable, formulable, puesto que reside en el plano
formal donde se desarrollan todos los fenómenos de la vida. Y es debido a que la
concepción que el hombre tiene de sí mismo es formal que las contradicciones aparecen
en él de manera inconciliable, imaginaria.
Estudiemos qué hay en el intelecto del hombre cuando dice ‘Yo’. El ‘Yo’ es la
idea de yo; es pues distinto del yo, de todos los aspectos posibles de su manifestación
psicosomática. Poseedor del yo, es independiente de este; lo percibe como un objeto,
no es este objeto. Este Yo-sujeto, distinto de la manifestación relativa, no podría ser él
mismo relativo; es pues un sujeto absoluto. Distinto del yo individual, no podría ser él
mismo individual; es pues universal. Distinto de los fenómenos, no podría ser él mismo
un fenómeno; es pues noúmeno, es ‘Realidad Absoluta’.
Pero esta idea del yo se construye sobre el yo y constituye la integración de
consonancias y disonancias que son sus formas. El yo, integración de elementos que
entran en su constitución, suponía necesariamente estos elementos; independiente de
estos elementos en su misma esencia, dependía de ellos en la práctica, es decir en cuanto

69
se sentía existir, en cuanto era consciencia animal. Del mismo modo, el ‘Yo’,
independiente de las formas del yo en su esencia, depende del yo en la práctica, es decir
en cuanto se piensa a sí mismo, en cuanto es consciencia intelectual. Así pues, aun
siendo ‘Realidad Absoluta’, participa de la realidad relativa del yo. Aun siendo
universal, participa de la individualidad; en la práctica, se lo concibe necesariamente a
la vez como no-individual y como individual. Puedo imaginar que pude haber sido Julio
César, o Juana de Arco, o un perro, o un árbol, o una piedra, pero no puedo
imaginarme distinto a como soy sin imaginar que soy otra persona u otra cosa. En cuanto
es aquello en función de lo que vivo, el ‘Yo’ se concibe necesariamente como encarnado,
aunque haya nacido distinguiéndose de la carne; se concibe necesariamente en el
espacio-tiempo, aunque haya nacido distinguiéndose del yo espacio-temporal.
La necesidad filosófica de expresar el ‘Yo’ de manera que concilie lo
inconciliable ha llevado al hombre a la noción ficticia de ‘persona’. Esta noción rechaza
lo individual; la ‘persona’ humana no es el individuo animal. Pero aunque escape de lo
individual, no es tampoco lo universal, donde se desvanecería como entidad; permanece
a medio camino, en la frontera, sin tener más realidad que la línea que separa una zona
de sombra de una zona de luz.
El ‘Yo’ es concebido por el hombre al distinguirse del yo temporal; por lo tanto,
escapa al tiempo. Pero tampoco es concebido como intemporal, o eterno, pues eso
supondría que jamás ha aparecido, que jamás ha nacido; ahora bien, bajo nuestra
perspectiva, nació con el intelecto. Permanece también aquí a medio camino, entre lo
temporal y lo intemporal; se lo concibe como si tuviera un comienzo pero como si
debiera durar perpetuamente. El hombre piensa que nació un día determinado y
pretende que algo que nació así durará perpetuamente, más allá de la muerte.
Esta representación fabulosa dualista del ‘Yo’ entraña fatalmente una
representación semejante del Cosmos. El ‘Yo’, concebido de una manera que lo
personaliza, no puede pretender coincidir con la totalidad cósmica. El Cosmos queda
pues escindido en dos partes. Una de estas partes es la ‘Yo-Realidad’, lo que representa
mi ‘persona’ (mi yo, mi organismo, y las cosas con las que identifico este yo); esta
primera parte encarna, en mi representación cósmica, la Realidad Una, o el Ser;
incondicionada, se define a sí misma: ‘Yo soy el que soy’. La otra parte del Cosmos no
puede ser la Realidad porque esta es Una; no puede definirse a sí misma. Es lo que
queda del Cosmos una vez planteado el ‘Yo’, es decir que se define en función de la
‘Yo-Realidad’. Podemos llamarla ‘No-Realidad’, a condición de comprender el término
en sentido hostil, en el sentido de ‘Contra-Realidad’. En efecto, si lo que no es el ‘Yo’
se comprendiera como un potencial amigo del ‘Yo’ así como su enemigo, esta No-
Realidad sería concebida como independiente de la Realidad, como enfrentada a ella
de manera autónoma. Pero esta No-Realidad que sería autónoma, que entonces se
definiría a sí misma, sería como una segunda ‘Realidad’ frente a la primera; y eso es
imposible, ya que la Realidad es esencialmente la Unidad, la integración una de todo
lo que existe. La segunda parte del Cosmos, la que no es el ‘Yo’, no puede ser concebida
sino en función del ‘Yo’; y no puede ser concebida como eventualmente favorable al
‘Yo’ puesto que este se basta absolutamente; por lo tanto, solo puede ser concebida
como hostil al ‘Yo’; lo que no es la ‘Realidad’ está contra la ‘Realidad’. Mi

70
representación del Cosmos, según la perspectiva en la que me coloca la idea de un Ego,
conlleva pues, por una parte, la ‘Realidad Una’, absoluta, que es mi ‘persona’ (que me
excede indefinidamente a mí como individuo) y, por otra parte, una ‘Amenaza’ cernida
sobre mi ‘Realidad’.
Abro aquí un breve paréntesis para dirigirme a mi lector: al leer lo anterior,
quizás haya protestado, objetando que la representación cósmica de la que hablaba era
sin dudas la mía pero no la suya. Espero sin embargo lograr demostrarle que lo que he
dicho se aplica al hombre en general, es decir a todos los hombres. Esta representación
del Cosmos, cuyo aspecto y consecuencias desarrollaré, se oculta en las profundidades
del psiquismo humano; y las ideas que el hombre posee en su consciencia de superficie
son muy diferentes. Intento precisamente explicitar lo que está implícito en nosotros y
demostrar cómo esta tarea nos esclarece nuestro comportamiento, sentimientos y
creencias. Le pido, pues, que asuma que lo que digo tal vez sea cierto, y espere a que
haya terminado antes de declararse a favor o en contra de las perspectivas que expongo.
Nuestra representación del Cosmos lo divide en dos partes que debemos definir
con precisión. La primera es la ‘Realidad’, o el ‘Ser’, y la hemos llamado también ‘Yo-
Realidad’ porque es gracias a la integración intelectual de las formas de nuestro yo
particular que nos elevamos a la concepción de la Realidad general. La ‘Realidad’ está
representada para nosotros, de modo esencial y original, por nuestro organismo; pero
sería un grave error creer que la distinción de la que hablamos es la distinción ‘mi
organismo-el mundo exterior’. En efecto, si la ‘Yo-Realidad’ está originalmente
identificada con mi organismo, con mi yo, puede identificarse luego con cualquier
aspecto del mundo exterior con el que el yo se asocie por afinidad simpáctica. Es la idea
de mi organismo la que se asocia, al inicio, con la idea de la Realidad, que se encuentra
así ‘absolutizada’. Pero luego la idea absolutizada del yo se proyecta sobre todas las
cosas cuya percepción produce la consonancia interna del yo, es decir que mi organismo
siente como buenas, favorables, amigas. La ‘Yo-Realidad’ no es solo mi organismo sino
también, por delegación, todo lo que mi yo aprueba más o menos y que se encuentra
así más o menos ‘absolutizado’. Esto explica por qué los hombres experimentan el
miedo a la muerte de modo tan desigual. Se dice a veces que todo el problema del
hombre se resume en el problema de la muerte; lo cual solo es cierto si se entiende por
‘muerte’ la desaparición de aquello con lo que el hombre identifica su ‘Yo-Realidad’;
puede ser su propio organismo (identificación original) y entonces al hombre lo angustia
e indigna la idea de su muerte; pero pueden ser otras cosas (un ser, una obra, una causa,
etc...) y estas identificaciones secundarias pueden eclipsar la identificación original; en
este caso, el hombre no teme su propia muerte y es a propósito de la destrucción de esa
otra cosa que experimenta la indignación y la angustia.
La identificación de mi ‘Yo-Realidad’ con una cosa cualquiera lleva a
‘absolutizar’ esa cosa. ¿En qué consiste esencialmente esta ‘absolutización’? En una
asociación mental que une la idea de la cosa a la idea de la Realidad. A causa de esta
asociación, lo que me es querido se halla dotado de una aparente necesidad, no implicada
por el orden cósmico real, sino resultado de mi propio decreto; me parece que lo que
me es querido debe existir de manera permanente, que la desaparición de esta cosa es

71
‘imposible’ como es imposible la desaparición de la Realidad Absoluta (uno que
presencia la muerte de un ser querido exclama: ‘¡Es imposible!’).
La ‘Yo-Realidad’ está representada por mi yo, que es su núcleo original, pero
también por todo un mundo de formas exteriores asociadas a mi yo, mundo diferente
para cada hombre y que se modifica en el transcurso de sus experiencias. Se puede
decir, grosso modo, que la ‘Yo-Realidad’ es, a cada instante, aquello a lo que estoy
apegado, lo que cuenta para mí en el mundo, mis ‘valores’; ver valor en algo o verlo
como ‘real’ es lo mismo. Esta ‘Realidad’ es, decimos, la primera parte de nuestra
representación dualista del Cosmos. Es la primera, no porque hayamos comenzado
fortuitamente por ella en nuestra exposición. La ‘Realidad’ viene primero porque es
incondicionada, porque se define a sí misma. Es clara, tiene luz propia, porque es por sí
misma.
La segunda parte de nuestra representación cósmica, en cambio, viene en
segundo lugar porque no podría definirse a sí misma. Es ‘lo que no es la Realidad’; y
hemos mostrado por qué es necesariamente hostil a la ‘Realidad’. Es esto lo que la
define; no puede definirse con ‘Yo soy el que no soy’, sino que debe definirse como ‘lo
que amenaza al que es’. Para exponer con claridad, en ocasiones designaremos a esta
segunda parte como ‘No-Yo’, o ‘la Nada’, pero el sentido real de estas expresiones será
siempre ‘la Amenaza’, ‘el Enemigo’. Esta ‘Amenaza’ que se cierne sobre la ‘Realidad’,
y se opone a ella, es oscura, misteriosa, nocturna (las ‘tinieblas exteriores’) porque no es
evidente por sí misma y no aparece sino a la estela de la ‘Realidad’ evidente, como la
sombra no existe sino a la estela del cuerpo al sol.
Este dualismo es de orden metafísico, en el sentido de que es la refracción, en
nuestro psiquismo, de nuestra ignorancia metafísica; corresponde al hecho de que,
aunque somos capaces –gracias a nuestro intelecto– de vivir según la verdad metafísica,
vivimos prácticamente sin realizar esta capacidad. Pronto veremos cómo se traduce este
dualismo en el plano de nuestros fenómenos; pero todavía debemos describir cómo es
en nuestras profundidades, detrás de nuestra vida manifiesta.
El dualismo constituido por la ‘Yo-Realidad’ (lo que es real a mis ojos) y por lo
que amenaza a esta ‘Realidad’ puede comprenderse como la oposición irreductible de
dos adversarios. Pero debemos cuidarnos de asimilar esta oposición a las luchas que nos
ofrece la vida cotidiana. En las luchas de la vida, se enfrentan dos adversarios
autónomos de manera simétrica; existen independientemente uno del otro y su
hostilidad recíproca es contingente. En el dualismo que estudiamos, los dos adversarios
están conectados por una relación muy diferente y muy extraña. La mejor manera de
abordar esta cuestión consiste en preguntarnos, al observar este duelo: ‘¿Quién es
responsable? ¿Quién comenzó?’ Veremos que cada uno de los adversarios ‘ha
comenzado’ pero de maneras muy distintas; la ‘Yo-Realidad’ es responsable del
combate en principio y la ‘Amenaza’ es responsable en los hechos.
La ‘Realidad’ se plantea a sí misma y se define a sí misma en el momento en
que mi intelecto concibe la idea de mi yo; el ‘Yo’ se plantea absolutamente al distinguirse
de mi organismo relativo; hace aparecer todo lo que representa para mí la Realidad,
‘absolutisa’ mi yo y todo aquello con lo que mi yo se identifica por afinidad consonante.
Este conjunto de fenómenos pretende pues ser absolutamente, es decir que pretende que

72
deber existir necesariamente; es lo que debe existir. Puesto que la ‘Yo-Realidad’ debe existir, jamás
debe cesar de existir, es decir que aspira a la permanencia indefinida; aspira por lo tanto
a la omnipotencia, contra lo que podría eventualmente intentar destruirla. Esta pretensión
absoluta de la ‘Yo-Realidad’ necesariamente convierte todo lo que es desfavorable a su
existencia en enemigo, en una amenaza vista como intencional. La intención que tiene la
‘Yo-Realidad’ de existir absolutamente confiere una intención hostil a todo lo que
obstaculiza su existencia; la pretensión del ‘Yo’ de ‘ser’ crea la ficción del ‘Contra-Ser’
que pretendería destruirlo.
Por eso decimos que es la ‘Yo-Realidad’ la responsable del conflicto en
principio; al plantearse al inicio como absoluta, plantea a la vez a todo lo que no es ella
como ‘el Enemigo’; es decir que crea la situación de conflicto.
Pero según mi visión egoísta de las cosas, el No-Yo es el responsable del conflicto
en los hechos. En efecto, cuando el ‘Yo’ se plantea como absoluto, no lo hace contra
alguien; se define a sí mismo y se basta a sí mismo. Cuando se identifica con mi
organismo o con tal cosa amiga de mi organismo, es cierto que lo hace distinguiendo
esta cosa de todo lo que no es ella, pero sin intención agresiva hacia el resto; el No-Yo,
en ese momento, no es considerado en absoluto. La única intención del ‘Yo’, cuando se
plantea a sí mismo, se refiere a sí mismo; quiere existir absolutamente, sin limitación
temporal. Su deseo original es totalmente pacífico. Si luego ‘Yo’ combato, es porque
veo mi intención atacada por una intención contraria que me parece gratuitamente
hostil. En mi combate contra lo que se opone a mi voluntad, solo me veo defenderme
o contraatacar. El ‘Yo’ no se da cuenta de que planteó su ‘Enemigo’ al plantearse a sí
mismo; es así que se ve perseguido (‘Me odian sin causa’); solo combate bajo la opresión
de verse perseguido. Por lo demás, lo que quiere, durante este combate, no es la victoria
por sí misma; quiere, gracias a su victoria, deshacerse definitivamente de su enemigo y
del combate que este le impone. No lucha para dominar al adversario amenazante, sino
para destruir la ‘Amenaza’ y gozar de la Felicidad no amenazada, de la Felicidad que
jamás debería haber sido amenazada. El deseo profundo del hombre es la seguridad de
todo lo que cuenta para él. El ‘Paraíso’ no es un lugar donde se triunfa sobre el
adversario sino un lugar donde no hay adversario.
Tal es la extraña situación de conflicto en la que me coloca la idea de un Ego,
idea identificada con mi organismo y sus dependencias, es decir encarnada en el plano
formal. Me veo perseguido por un adversario gratuitamente malvado cuya imagen yo
mismo creé sin darme cuenta. Soy responsable de la lucha y al mismo tiempo no me
siento responsable de ninguna de sus peripecias. Deseo de todo corazón el final de estas
agotadoras hostilidades; sin embargo, a menos que mi visión actual de las cosas cambie,
solo mi muerte puede ponerles fin.

DUELO LATENTE Y DUELO MANIFIESTO

Veamos ahora cómo el duelo que describimos en su estructura general funciona


en lo particular, cómo el duelo latente se expresa en el duelo manifiesto. El duelo latente

73
opone la ‘Yo-Realidad’ y la ‘Amenaza’, o el Yo y el No-Yo; pero estas entidades
abstractas ilusorias no pueden luchar efectivamente sino por intermedio de paladines
que los representen en lo concreto. (Cuando Francia y Alemania estaban en guerra,
concretamente eran solo soldados franceses y soldados alemanes los que se mataban
unos a otros). El paladín de la ‘Yo-Realidad’ es único, es mi organismo psicosomático.
El No-Yo, en cambio, puede tener toda suerte de representantes según las distintas
circunstancias de mi vida.
Cada uno de mis combates implica un aspecto general, o profundo, en el que la
‘Yo-Realidad’ se opone a la ‘Amenaza’, y un aspecto particular, superficial, en el que
mi organismo se opone a alguna cosa externa. El combate manifiesto es la puesta en escena
del combate profundo; es un escenario encargado de desempeñar en el plano fenomenal
el combate ‘metafísico’ del Ser y la Nada. Podemos decir así que el hombre ‘dramatiza’
su vida; el ‘drama’ de la vida es el juego escénico del dualismo original surgido del
intelecto.
El hombre suele ignorar el duelo profundo subyacente a su drama de superficie;
cree que de lo que se trata para él es solo de obtener tal éxito o defenderse de tal peligro;
no ve que activa un guión ficticio que él mismo escribe y pone en escena.
Hay que comprender bien por qué son ficticios los escenarios de nuestras luchas.
Supongamos a un hombre de negocios que lucha contra un rival; los esfuerzos que hace
este hombre no son ficticios, ni lo son su éxito o su ruina; el desarrollo de su lucha en el
plano de los fenómenos tiene la realidad relativa de ese plano. Pero su lucha es sin
embargo ficticia debido a la manera en que la concibe; porque, pese a lo que él cree,
no quiere el éxito por sí mismo; no quiere el éxito, en el fondo, más que para afirmar
su ‘Ser’ contra la ‘Amenaza’ encarnada en el rival; no quiere el éxito por la materialidad
del éxito, sino por la idea del éxito, prueba de su ‘Ser’; no quiere el triunfo, quiere
‘triunfar’. Supongamos que lucho por mi subsistencia, por no morirme de hambre; en
la superficie, lucho por que mi organismo continúe existiendo, lo cual no es ficción.
Pero mi lucha es ficticia porque, desde que apareció en mí el intelecto, mi existencia
orgánica dejó de ser una meta suficiente; mi objetivo real no es más vivir sino ‘ser’
absolutamente. Mi lucha por vivir es un escenario ficticio en el que apuesto mi ‘Ser’, en
el que acepto el desafío del No-Yo que quiere destruir, en mi organismo, al
representante de la ‘Yo-Realidad’. Mi lucha no es ficticia en sí misma, sino en cuanto
me la represento imaginativamente, en cuanto la ‘dramatizo’. Cuando el animal lucha
por vivir, no se representa su lucha en una reflexión imaginativa; falto de intelecto capaz
de ‘reflejar’ sobre sí el foco de su atención, no dramatiza su vida, y las luchas que en ella
asume no son ficticias. Pero el hombre no es el animal. Si un peligro inesperado y
extremo me amenaza, puede ser que luche un momento como el animal; en la urgencia
del peligro, no tengo tiempo de observar otra cosa que el mundo exterior; actúo sin
tener tiempo de observarme actuar; pero a partir de que disminuye la urgencia,
mientras lucho me veo luchar y de inmediato dramatizo mi acción; ya no lucho por vivir
sino por defender la causa de mi ‘Ser’, por afirmarlo mediante mi poder de triunfar
sobre el peligro. Es inútil multiplicar los ejemplos. Cada vez que defendemos algo de
un peligro, lo defendemos porque forma parte, según nuestra representación del
mundo, de ‘lo que debe absolutamente existir’; defendemos la ‘Realidad’ contra la

74
‘Amenaza’; y nuestra lucha es ficticia porque el dualismo ‘Realidad-Amenaza’ es
ficticio.
Los escenarios de nuestros combates pueden adoptar innumerables formas,
pero se reparten en dos categorías que es útil distinguir. Nuestros combates pueden ser
defensivos u ofensivos; puedo jugar el papel de la presa que lucha por no ser comida, o
bien el papel del depredador que lucha por comerse a la presa pese a su resistencia.
Después de lo que ya hemos dicho, podemos dejar por el momento el combate defensivo
y hablar solo del combate ofensivo. Hemos visto que, en nuestra perspectiva dualista
del mundo, era siempre el No-Yo el que ‘comenzaba’; ¿cómo entender entonces que a
veces yo tome la iniciativa de la lucha? Esta aparente contradicción se resuelve
fácilmente. La situación en la que me coloca la idea de un Ego conlleva
fundamentalmente una ‘Amenaza’ que se cierne sobre mi ‘Realidad’; esta es una
situación permanente; incluso en los momentos en los que las circunstancias me sonríen,
en los que el No-Yo no se manifiesta, su amenaza no deja de existir. Ahora bien, ante
una amenaza constante, hay dos tácticas: puedo esperar el ataque y defenderme de él;
puedo también atacar primero. Siempre veo a la ‘Amenaza’ comenzar; el hecho de que
yo inicie la pelea no contradice esta visión; mi ataque es para mí un ataque preventivo.
Encontraremos un ejemplo muy simple en la lucha que entablan los hombres para
enriquecerse. El dinero representa una potencia capaz de proteger la ‘Yo-Realidad’; es
un escudo contra eventuales ‘golpes duros’; es un palo de triunfo para el Yo frente al
No-Yo; si tal hombre lucha para acumular sin límite, es para acumular en el Yo una
fuerza que no puede jamás estar en exceso ante un adversario cuya fuerza misteriosa es
indefinida. Es lo mismo con la lucha por la fama; cuantas más personas me conozcan,
es decir sepan que existo, más afirmado está mi Ser ante mi Nada; y jamás tengo
suficientes afirmaciones ante la ‘Amenaza’ negadora que siempre está rondando.
El combate contra la ‘Amenaza’ se traduce en escenarios cuya modalidad
depende de mi estructura personal y de las circunstancias, pero que son siempre
apuestas donde me juego mi Ser contra mi Nada. Cada apuesta crea una aventura en
la que reside el dilema ‘éxito-fracaso’; cada apuesta es una situación de ‘desafío’ que me
opone a un adversario y en la que quiero ‘triunfar’; el desafío puede ser planteado por
mi adversario (combate defensivo) o por mi yo (combate ofensivo); pero en ambos casos,
la misma situación de duelo latente existía antes del desafío y siempre tengo la impresión
de que el desafío viene desde fuera: el alpinista que mira el Everest tiene la impresión
de que esa cima lo desafía a escalarla; si no osara arriesgarse, se vería negado por la
montaña y su ataque al Everest es para él como un ataque preventivo.
No existe creencia sin una duda antagonista. La ‘Yo-Realidad’ es mi creencia
en mi Absoluto personal; la ‘Amenaza’ es la duda inherente a esta creencia. Todos mis
combates en la vida son los esfuerzos que hago por hallar pruebas de mi Absoluto, con
la esperanza de destruir así mi duda. Combate sin resultado posible puesto que la duda
aumenta con la creencia, como la sombra aumenta con el cuerpo; pero no lo sé y
continúo luchando sin respiro. Si aparece una objeción a mi Ser, lucho por refutarla; si
una circunstancia me ofrece la posibilidad de hallar una prueba adicional, me siento
obligado a conquistarla, porque desatender una prueba sería hacerle el juego a la duda.

75
INTERPRETACIÓN DE LAS ACTITUDES DEL MUNDO
EXTERIOR COMO ‘INTENCIONALES’

Retomaremos luego la cuestión de las modalidades, defensiva y ofensiva, de


nuestro combate manifiesto. Volvamos una vez más al combate latente y veamos cómo
interpretamos necesariamente con un sentido intencional las actitudes del mundo exterior
hacia nosotros. Digamos de antemano que esta interpretación es siempre errónea. Es
evidente cuando se trata de cosas inanimadas que, al no tener voluntad propia, no
podrían tener intenciones; el Everest jamás ha desafiado intencionalmente a nadie. Pero
también es cierto cuando se trata de seres animados que tienen una voluntad propia y,
por consiguiente, intenciones. En efecto, cada ser animado es un Yang individualizado
que quiere seguir su camino evolutivo; cada animal quiere su propia vida; cada hombre
quiere su propio ‘ser’, quiere asegurar el triunfo de su ‘Yo-Realidad’ contra la
‘Amenaza’. Cada ser animado tiene una intención constante que lo concierne a él
mismo; y como este ‘él mismo’ es su única ‘Realidad’, no podría tener intenciones hacia nada
más. Cuando observo el espectáculo de la vida, tengo la impresión de que todos estos
seres en lucha tienen intenciones hostiles unos hacia otros; si veo a dos seres ayudarse
mutuamente, tengo la impresión de que tienen intenciones amistosas recíprocas. Pero
en realidad cada ser, a través de la acción que está realizando, persigue exclusivamente
la defensa de su ‘Realidad’. Una madre lucha por salvar a su hijo enfermo; ‘ama’ a su
hijo, es decir que se identifica con él por proyección de su ‘Yo’; su hijo forma parte de
lo que para ella es ‘real’, de lo que debe absolutamente existir; al luchar por la vida de
su hijo, defiende su ‘Yo-Realidad’ contra la ‘Amenaza’; su intención amistosa no es
hacia el hijo en sí sino hacia lo que él representa para ella. Un hombre busca hacerme
daño; el motivo es que mi imagen está implicada en un escenario en el cual represento
para él el No-Yo y mi destrucción confirmará su ‘Yo-Realidad’. Este hombre no tiene
ninguna intención desfavorable hacia mí; su acción está animada por la única intención
que él puede tener, la intención de confirmar su ‘Yo-Realidad’; mi ruina resulta ser, de
manera contingente, en su representación actual de las cosas, un medio eficaz de
confirmar su ‘Realidad’. Cada hombre cree que hay algo que tiene la intención de
destruir su ‘Realidad’; de hecho, no hay nada que tenga esta intención; asigno a mi
enemigo la intención de hacerme daño y este hombre actúa según una perspectiva en
la que me asigna la misma intención. Todas nuestras relaciones afectivas son
malentendidos.
En nuestra condición actual, esta interpretación errónea es inevitable. Desde el
momento en que la idea de un Ego se identifica con una parte del Cosmos y que este
aparece escindido en dos, la ‘Yo-Realidad’ por una parte y ‘el resto’ por otra, es
necesario, puesto que la Realidad es Una, que el ‘Yo’ sea el único que se define a sí
mismo; ‘el resto’ debe pues definirse en función del ‘Yo’, todo su dinamismo debe verse
en función del ‘Yo’, es decir que todos sus gestos deben verse como intencionales hacia
el ‘Yo’. Así cada uno de nosotros, pese a lo que pueda saber intelectualmente, se siente el
único centro del mundo.

76
Pero reacciono de maneras diferentes según la intención que adjudico al mundo
me sea favorable o desfavorable. Si es desfavorable, se la dejo al exterior, al No-Yo que
es la ‘Amenaza’. Pero no puedo hacer lo mismo con la intención favorable. Como ya
vimos, lo que no es el ‘Yo’ no puede ser favorable hacia él pues esta actitud conferiría
al No-Yo una autonomía imposible; la ‘Yo-Realidad’ se basta absolutamente y nada de
lo que no sea ella puede ayudarla; el No-Yo es necesariamente un ‘Contra-mí’. Por lo
tanto, cuando el mundo exterior me es favorable, no puedo ver su intención amistosa
como exterior a mi ‘Yo-Realidad’; la interiorizo, me la atribuyo. Si un amigo me ayuda,
no lo veo de ningún modo como un representante del No-Yo, un No-Yo que habría
favorecido mi ‘Realidad’ a través de este amigo; lo veo como un representante de mi
‘Yo’ que se afirmó a sí mismo contra la ‘Amenaza’; en mi visión superficial, física, de
las cosas, alguien que no es yo fue amable conmigo; pero en mi visión profunda,
‘metafísica’, triunfé sobre el No-Yo al gozar de la buena intención de mi amigo. Lo cual
nos permite comprender por qué sentimos nuestros dones innatos, la suerte que nos
toca, y en general todas las ventajas de las que gozamos sin haberlas ‘merecido’, como
sucesos que nos glorifican; a menudo estamos incluso más orgullosos de estos que de los
buenos resultados de nuestros esfuerzos; y es así porque, según nuestra visión implícita
de las cosas, interpretamos todo lo que nos favorece como una victoria de nuestro Yo
sobre el No-Yo, que por definición solo puede sernos desfavorable. Sartre ha dicho que
‘el infierno son los otros’; esta fórmula es verídica cuando se trata solo de nuestra
interpretación ficticia del Cosmos; entonces, en efecto, aquel que me es favorable es
parte de mí y aquel que es un ‘otro’ es necesariamente mi enemigo. Pero en realidad no
son ‘los otros’ mi infierno, sino la ignorancia según la cual creo ficticiamente a ‘otros’
con intenciones malvadas hacia mí.

EL MIEDO Y LA ESPERANZA

Todo lo precedente nos demuestra que el miedo reside constantemente en el


fondo de nuestra vida afectiva. La ‘Yo-Realidad’ se plantea como principal, pero mi
intelecto no toma consciencia formal de ella sino al mismo tiempo que toma consciencia
de un obstáculo exterior a mi omnipotencia personal, es decir de una ‘Amenaza’
cernida sobre mi ‘Realidad’. Solo tomo consciencia de mi ‘Realidad’ como amenazada.
El miedo, por lo tanto, está ahí desde el inicio y todos mis esfuerzos tenderán a
exorcisarlo definitivamente. A veces estos esfuerzos parecen eficaces; logro afirmarme,
derrotar al ‘Enemigo’; mi miedo parece conquistado. Pero como en verdad no soy
omnipotente, pronto llega una negación para afligirme; el ‘Enemigo’ se levanta y mi
miedo con él. Comprendo entonces que cuando mi miedo parecía conquistado, solo
estaba oculto. Oculto o no, mi miedo es constante. Muchos hombres no sienten como
miedo sus estados disonantes; están furiosos, indignados, dicen, pero no tienen miedo.
Sin embargo, si se analizaran con mayor detenimiento, verían que su cólera es un
contraataque dirigido a destruir una amenaza que temen; tal vez no tengan miedo de
lo que representa la ‘Amenaza’ en su escenario, pero bajo su valentía agresiva, tienen
miedo de la ‘Amenaza’ en sí.

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Lo que a veces nos tranquiliza, al ocultar nuestro miedo fundamental, es la
esperanza. Cuando nuestro dualismo metafísico ‘Realidad-Amenaza’ se encarna en un
dualismo físico, se hace posible un combate práctico y, con él, nuestra victoria; la
esperanza aparece al mismo tiempo que aparece la encarnación del ‘Enemigo’.
Nuestras afirmaciones nos alegran solo en cuanto son esperanzas. En efecto, ningún
éxito obtenido en el plano de los fenómenos puede ser el triunfo definitivo conseguido
sobre la ‘Amenaza’; un éxito relativamente real no puede resolver el dualismo
ficticiamente absoluto; mientras corto una cabeza de la hidra, las cabezas que ya había
cortado vuelven a crecer; una afirmación no puede ser la Afirmación. Si una afirmación
me alegra, no es por sí misma, sino en cuanto me hace esperar la continuación de mi
ascenso hacia una Victoria siempre futura. A veces tengo la impresión de alcanzar mi
objetivo y de ser feliz; pero, si me observo bien, veo que trazo mil proyectos agradables;
no estoy alegre por lo que obtuve sino por la esperanza que me brinda mi éxito. Mi
felicidad no es nunca del presente; me proyecta siempre hacia el futuro; es esperanza.
Esperamos toda nuestra vida la Victoria definitiva de la ‘Yo-Realidad’, Victoria que no
puede llegar debido al modo mismo en que está planteado nuestro combate. La
sabiduría popular reconoce desde siempre que ‘de esperanza vive el hombre’. El
dualismo ‘miedo-esperanza’ traduce así, en nuestra vida afectiva, nuestra
representación ficticia del Cosmos. El miedo y la esperanza coexisten sin conciliación
en nuestro psiquismo profundo, aunque en la superficie aparezcan alternativamente
como la noche y el día.

LA ‘SUPERSTICIÓN’

El hombre se ve ante un mundo exterior a veces favorable y a veces


desfavorable. Ciertas cosas le sonríen y se incluyen así en su ‘Realidad’; otras se le
resisten o lo amenazan, y se sitúan del lado del ‘Enemigo’. El hombre puede, mediante
esfuerzos, inclinar el mundo exterior a que le sonría, pero solo hasta cierto punto. Más allá
de este punto empieza el dominio de la buena suerte y la mala suerte. En este dominio
que escapa a sus esfuerzos, el hombre asigna fatalmente al mundo exterior, como vimos,
intenciones hacia él mismo. Ve la suerte como una intención amistosa del mundo
exterior y la mala suerte como una intención hostil. Se interroga entonces
necesariamente sobre las causas de estas intenciones opuestas. Al no comprender su
carácter ilusorio, las ve como enigmáticas. No logra hallar estas causas que busca bajo
los aspectos particulares del mundo exterior que lo acaricia o lo golpea; y eso lo conduce
a conclusiones contradictorias; cuando dice ante su suerte: ‘El mundo me acaricia
porque me ama’, y ante su mala suerte: ‘El mundo me golpea porque me detesta’, esto
solo lo conduce a un nuevo enigma: ‘¿Por qué el mundo a veces me ama y otras veces
me detesta?’. Así, detrás de las causas de su buena y mala suerte, busca lógicamente una
causa única, una causa primera, que determinaría al mundo exterior en un sentido o
en el otro.
Esta causa, vista como una intención, es ‘personalizada’. Como el hombre se
personalizó a sí mismo, concibe necesariamente la idea de una ‘persona’ que determina

78
la actitud del mundo exterior hacia él; una persona inevitablemente concibe una
intención hacia sí misma como emanada de otra persona. Esta persona que el hombre
supone detrás del enigma de su ‘destino’ es concebida como capaz de desencadenar o
contener la acción de la ‘Amenaza’ que se cierne sobre la ‘Yo-Realidad’; suelta o retiene
la espada de Damocles; el hombre siente pues que esta persona reside por encima de él.
Así nace la ‘superstición’ (super stare), es decir la creencia en ‘alguien’ que domina al
hombre y determina su destino.
La idea de este ‘alguien’ no resuelve el gran enigma sino para plantear uno
nuevo: ‘¿Quién es este alguien?’. Los hombres responden a esta pregunta de maneras
muy diversas pero, antes de enumerar las principales soluciones propuestas, veamos lo
que tienen en común. Este ‘alguien’ es concebido como ‘sobrenatural’ por definición ya
que dispone a su antojo de los sucesos naturales; incluso aquellos que lo llaman ‘la
Naturaleza’ conciben a esta Naturaleza, con N mayúscula, como un principio que
domina toda la manifestación natural, es decir como sobrenatural. Este ‘alguien’ es por
otra parte omnipotente. Finalmente, como hemos visto, es concebido como personal.
Debemos volver sobre este punto y precisarlo. Por ejemplo, un hombre nos dirá con
sinceridad: ‘Le aseguro que para mí este ‘alguien’ no es nada personal’. Al decir que no
personaliza al Amo de su destino, este hombre quiere decir que no le asigna ninguna
forma descriptible, ni grosera ni sutil; no le asigna atributos independientes y no puede
pues hablar de él. Pero si bien este hombre no puede hablar de lo ‘sobrenatural’ tal
como lo concibe, esto no le impide concebirlo, plantearlo intelectualmente como ‘lo que
determina las cosas’, y esta forma mental, por sintética e indescomponible que sea, no
deja de ser una forma. Tal vez este hombre llegue incluso a rechazar ideológicamente
toda concepción de lo ‘Sobrenatural’; pero si examina con honestidad su vida
psicológica, descubrirá que el simple hecho de concebir las ideas de ‘suerte’ y de ‘mala
suerte’ implica un principio directivo; dar a este principio el nombre de ‘azar’ no cambia
en nada el asunto. Todo hombre concibe inevitablemente, se dé cuenta o no, la idea
formal de un Director de su destino. Y no basta decir que este principio no es visto
como personal para que no sea verdad; el hombre que define este principio como
impersonal de todos modos lo define, lo plantea intelectualmente, es decir que lo
personaliza frente a su persona. Todas las respuestas dadas por los hombres a la
pregunta: ‘¿Quién es este alguien?’ tienen otro punto en común: son todas ilusorias, ya
que la pregunta a la cual responden, al emanar de una concepción dualista ilusoria, es
en sí misma ilusoria.
Es poco interesante examinar las distintas creencias acerca de esta ‘cabeza que el
hombre pone por encima de la suya’. Se trata por lo general de dos principios, el del Bien y el
del Mal, coronados por un Árbitro Supremo. O bien es un Dios Justiciero, que acaricia
al hombre o lo golpea según sus méritos. O bien es un Dios esencialmente bueno que,
incluso cuando golpea, envía al hombre lo que es mejor para su futuro en general; este
Buen Dios puede además confiar la ejecución de sus golpes a una Potencia del Mal que
lo obedece. O bien, como ya vimos, puede ser una divinidad ciega que llamamos
‘Destino’, o ‘Azar’, o ‘la Historia’.
Veamos la diferencia que existe entre estas ‘supersticiones’ y las nociones
formales utilizadas por la Metafísica. Al hablar de Yin, Yang, Tao, Plan Supremo,

79
Principio Absoluto, la Metafísica también parece poner una cabeza por encima de la
del hombre. Pero el metafísico utiliza estas formas conceptuales solo para comprender
el orden real de las cosas, para alcanzar un día, al término de este análisis necesario, la
superación de toda forma. Las nociones que usa, solo las usa, como uno usa un dedo
para dirigir la mirada hacia la luna. Bajo pena de caer justamente en la superstición, no
olvida que lo que enuncia es solo un modo de decir, un artificio usado por el intelecto
para alcanzar los límites de su ámbito formal. No olvida la relatividad de estas
herramientas que son las palabras; no absolutiza su contenido, es decir que no cree en
ellas; las ve como medios valiosos para interrogarse sobre la Realidad, pero no como
entidades sobre las que interrogarse. No olvida que es su mente la que plantea todos estos
conceptos y que por consiguiente estos no podrían ser ante su mente, ante él mismo. El
Zen es a la vez ateo y deísta; es deísta en cuanto ve una utilidad transitoria en el
concepto de Principio Absoluto, pero es ateo en cuanto no cree en su ‘Realidad’.
Cuando el Patriarca Zen nos dice: ‘Si encuentras a Buda en tu camino, mátalo’, nos recuerda
el interés que tenemos en no tomar las producciones de nuestra mente por entidades
autónomas. Y cuando dice: ‘No te demores donde esté Buda y ve rápido hacia donde no esté’, nos
muestra cómo, sin rechazar en absoluto la idea del Principio, rehúsa detenerse en él,
verlo como la Realidad, es decir creer en él. El Zen, metafísica pura, tiene pruebas
intelectuales intuitivas y no desprecia las formulaciones que expresan estas pruebas;
pero no tiene ninguna creencia; no pone una cabeza por encima de la suya.
Es importante reconocer en el hombre la posibilidad de reflexionar, sin caer en
la superstición, sobre su perspectiva ilusoria de un destino personal. Pero aquí también,
incluso si soy un buen metafísico, capaz de pensar fuera de toda creencia, vivo, mientras
no haya tenido el satori, en función de creencias profundamente instaladas en mí. Y
estas supersticiones ‘subconscientes’ se traducen de varias maneras. Como creo en la
existencia de ‘alguien’ que determina con intención mi buena y mala suerte, creo
necesariamente que existe una relación entre las intenciones de este ‘alguien’ y mis
acciones o percepciones; es decir que creo en mi posibilidad de influenciar o prever los
azares de mi vida. Muchos hombres ven un sentido premonitorio en ciertos signos (un
viernes 13, toparse con un entierro, la araña por la mañana, etc...). Puedo temer
expresar mi confianza en el futuro, como si mi arrogancia me hiciera correr el riesgo
de ofender al Director del Destino y moverlo a rebajar mi altivez; sin embargo, si cometí
esta imprudencia, doy a un gesto (‘toco madera’) la eficacia de un conjuro. El azar se
me puede presentar como una cuestión de equilibrio: temo entonces disfrutar de mi
suerte, como si por ello aumentara la cuota de desgracia que tendré que pagar luego.
Se me puede presentar, al contrario, conformado por series: temo entonces emprender
lo que sea durante un período ya marcado por múltiples desgracias (‘no hay dos sin
tres’). Una creencia extremadamente difundida es que el Director del Destino retribuye
con justicia las acciones ‘buenas’ y ‘malas’: el hombre teme entonces las consecuencias
de sus errores; se supone culpable cuando el destino lo aflige (‘¿Qué hice yo al Buen
Dios para que me suceda esta desgracia?’); realiza buenas acciones (esfuerzos sobre sí,
sacrificios, dádivas) para favorecer una iniciativa que emprende. Las manifestaciones
supersticiosas son innumerables; cada uno de nosotros las descubrirá en sí mismo si se
examina con cuidado.

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EL AMOR PROPIO

La comprensión de nuestra perspectiva dualista y del combate vital que resulta


de ella nos permite abordar con provecho la cuestión del amor propio humano.
Este amor propio es la manifestación dualista del Amor Principal o Absoluto.
La Realidad Una, principio inmanente y tracendente del Cosmos, fuente de todos los
condicionamientos fenoménicos, es ella misma incondicionada. Dicho de otro modo, el
Absoluto se quiere a sí mismo, su Ser quiere ser, y es en este sentido que es Amor
Absoluto. Este Amor es principal, está más allá de toda distinción ‘sujeto-objeto’,
‘amado-amante’.
Pero cuando este Amor se manifiesta en el hombre, la distinción sujeto-objeto
interviene necesariamente puesto que el hombre se identifica con una parte del Cosmos
que hemos llamado la ‘Yo-Realidad’. En esta identificación, el hombre es por una parte
aquel que se identifica y por otra aquel con quien se identifica. Como representante de
la ‘Realidad’, el hombre ama con un amor principal, absoluto; pero este amor, por el
hecho de aplicarse a un objeto particular que encarna la ‘Yo-Realidad’, deja de ser
universal; se ‘personaliza’; deviene amor propio. Por lo tanto decimos que el amor
propio, amor del hombre por su ‘Yo-Realidad’, es la refracción, en su perspectiva
dualista, del Amor Absoluto.
El amor propio es mi amor por la ‘Yo-Realidad’, amenazada por el ‘No-Yo’, es
voluntad de defender mi ‘Realidad’ y de afirmarla definitivamente contra la ‘Amenaza’.
En el transcurso de mi combate vital, tiendo hacia una victoria que espero, que sitúo en
el futuro, es decir que ‘pre-tendo’. Pretendo que lo que me es querido debe existir
absolutamente, no debe jamás dejar de existir. Mi amor propio es esencialmente
pretensión de permanencia de lo que veo que encarna mi ‘Realidad’. Es al mismo tiempo
‘vanidad’ porque es en vano que pretendo destruir una ‘Amenaza’ implicada
necesariamente por una representación de mí mismo. Y es necesario comprender bien
que esta pretensión de mi amor propio es ilimitada; sin duda no aparece como ilimitada
en los conflictos manifiestos, puesto que obviamente mis enemigos manifiestos son
limitados y por lo tanto también mi pretensión de destruirlos es limitada. Pero en el
conflicto latente que sostiene estos conflictos manifiestos, la ‘Amenaza’ que pretendo
destruir es tan ilimitada como la ‘Realidad’ a la que se opone. Por eso, mi pretensión
general, detrás de mis pretensiones particulares, no tiene límites.
Lo que acabamos de decir puede sorprender debido al sentido limitado que
suele atribuirse al término ‘amor propio’. Veamos por qué se limita así su sentido. Mi
pretensión de la permanencia de mi ‘Yo-Realidad’ aparece de modos muy diferentes
según si esta ‘Yo-Realidad’ esta representada por mi organismo, por mi yo, o por
dependencias más o menos lejanas de mi yo. Cuando mi pretensión afirmante
concierne a mi organismo (o cosas o seres que poseo), decimos que soy pretencioso, que
tengo ‘amor propio’. Pero no lo decimos si mi pretensión afirmante concierne a un
objeto que no poseo, que no es un atributo de mi persona. No se habla de amor propio
cuando un hombre se consagra al servicio de otro ser, o de una causa ideal, o de una

81
imagen sobrenatural, es decir cuando la ‘Yo-Realidad’ que este hombre ama y protege
está encarnada a sus ojos en una dependencia alejada de su organismo. Que estas dos
apariencias sean muy diferentes es indudable; sin embargo, detrás de ellas reside el
mismo mecanismo profundo, el mismo amor de la ‘Yo-Realidad’, es decir el mismo
amor propio. El amor del místico por su Dios es amor propio, aun cuando este amor lo
haga infligir a su organismo las peores humillaciones. La acción mediante la cual
humillo a mi organismo en beneficio de un objeto que exalto y la acción mediante la
cual glorifico a mi organismo, dos acciones en apariencia tan diferentes, son
manifestaciones equivalentes de mi pretensión personal.
Cuando comprendemos la naturaleza real de nuestro amor propio, nuestros
amores dejan de parecernos odiables o admirables según meriten o no el vocablo usual
de ‘amor propio’. El amor propio deja de ser un ‘defecto’; es la única manera de amar
posible en nuestra condición actual. Como tal, es totalmente valioso, puesto que nuestra
condición dualista es una fase evolutiva por la que hemos de pasar. Funciona de manera
ilusoria, es cierto, pero contiene en virtud de su origen el germen del Amor Absoluto
que un día nos será posible, amor no dualista, amor sin sujeto ni objeto, amor no
amenazado. La transformación metafísica no debe comprenderse como la destrucción
del amor propio que sería reemplazado por la humildad, sino como la superación del
amor propio que se realizaría en la humildad. La humildad suele considerarse como el
olvido de nuestro organismo en favor de un objeto exterior, con el que identificamos
nuestra ‘Yo-Realidad’; de hecho, no hay allí humildad sino solo proyección de nuestro
yo. La humildad no se realiza sino cuando, en la desaparición de esta perspectiva
ilusoria, podemos al fin aceptar la impermanencia de todo lo que existe.

EL CONFLICTO VITAL Y EL ‘QUERER EXPERIMENTAR’

Veamos, para terminar este capítulo, cómo nuestra comprensión del conflicto
vital nos informa sobre la naturaleza exacta de nuestra voluntad de ‘experimentar’. Si
queremos experimentar algo, es siempre para encarnar en nuestra vida manifiesta el
conflicto latente entre nuestra ‘Yo-Realidad’ y la ‘Amenaza’. Quiero vencer al No-Yo
de una manera visible; necesito encontrar a mi ‘Enemigo’ en un objeto exterior que lo
represente; necesito tocar esta intención hostil que supongo se cierne sobre mi
‘Realidad’. Prefiero sin duda prevalecer sobre mi ‘Enemigo’ experimentando la
felicidad y la esperanza del bien venidero; pero, si fracaso, prefiero experimentar el
sufrimiento y el temor a no experimentar nada. Hemos visto que la única eventualidad
absolutamente insoportable es la de un No-Yo independiente del yo, que existe por sí
mismo y se mofa por ello de la Realidad Una. Querer experimentar es querer
experimentar a fin de cuentas la hostilidad del No-Yo, en la victoria o en la derrota,
para demostrarnos que el No-Yo existe solo en función del yo al que se opone.
En mi conflicto, sea cual sea el resultado, escapo de la intolerable soledad, de esta
soledad donde estaría si el No-Yo, al no aparecer, pareciera existir en paralelo a mí.
Muchos hombres se angustian cuando dicen: ‘En el fondo, cada uno de nosotros está
solo’. Creen temblar entonces ante una ausencia de amor. En realidad, en nuestra

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perspectiva dualista, es de nuestro ‘Enemigo’ que no podemos prescindir; es una
resistencia hostil lo que necesitamos para no sentirnos una nada. Si por algún milagro
fuera posible conferir la omnipotencia al hombre dualista, se le estaría quitando toda
esperanza al quitarle todo obstáculo; este hombre no podría tolerar un instante de su
vida. Nuestra voluntad de experimentar es voluntad de vivir el combate de la vida,
ganándolo o perdiéndolo.

83
CAPÍTULO 3
LA IDEA DE PERFECCIÓN

Durante el capítulo precedente, bosquejamos a grandes rasgos el cuadro de la


vida humana. Para hacerlo con claridad, hemos debido dejar provisoriamente en la
sombra ciertos aspectos de la cuestión, justamente aquellos que son los más
característicos de la criatura ‘humana’. Ahora podemos describir estos aspectos sin
riesgo de confundirnos.
Hemos dicho que nuestra ‘Yo-Realidad’ no está representada solo por nuestro
organismo sino también por todas las cosas que son, para este organismo, ocasión de
consonancias interiores, de alegrías. Pero esto es cierto también para el animal; no es
típicamente humano. Si bien el animal no tiene un Ego, por no poder concebir su idea
con el intelecto, es sin embargo un Ego. Si bien no es una consciencia intelectual, es de
todos modos una consciencia psicológica. Al ser un Ego, tiene como el hombre una
visión dualista del mundo, visión que implica el duelo ‘yo’–‘no-yo’. La vida del animal
se desarrolla también en una situación de conflicto, y este también tiene un aspecto
latente y un aspecto manifiesto. El hombre puede ser consciente de su conflicto latente;
el animal no, pero aun así este conflicto general existe debajo de todos los conflictos
particulares que el animal mantiene en su vida. En estos conflictos particulares, el Ego
del animal combate mediante el intermediario de cosas que lo representan, y estas no
son solo su propio organismo sino todo lo que se encuentra asociado a este organismo
por consonancia. Eso nos ayuda a comprender que a veces el animal luche a muerte
por algo distinto a su propia existencia, o que se permita morir si es separado de un ser
al que estaba apegado. Ciertos comportamientos de rivalidad, celos o prestigio
observados entre los animales serían incomprensibles si no nos percatáramos de la
existencia del conflicto latente detrás de los conflictos manifiestos.
Pero la vida humana difiere de la vida animal a partir del momento en que el
hombre posee un intelecto generalizador. Una primera diferencia consiste, como
acabamos de decir, en que el hombre puede volverse consciente de su conflicto latente
con el no-yo. De este modo, al final de un desarrollo intelectual completo, el hombre
puede liberarse de sus perspectivas dualistas y de los sufrimientos que experimenta a
raíz de estas. Pero esta diferencia, aunque de importancia capital, por el momento no
nos interesa dado que estamos estudiando al hombre en su condición habitual. La
posibilidad del satori es el privilegio del ser humano, pero mientras no se haya realizado,
no será esta posibilidad la que nos permita comprender la diferencia esencial entre la
vida humana y la animal.
Hay otra diferencia que hace del ser humano una criatura especial, y es esta la
que abordaremos ahora. Gracias al intelecto, el hombre obtiene acceso al plano general,
universal. No pierde por ello las percepciones individuales que comparte con los
animales, pero desborda el mundo de las imágenes individuales y evoluciona al mismo
tiempo en el mundo de las imágenes universales. Además sus resonancias orgánicas, de
consonancia y disonancia, responden no solo a todo lo que hace al organismo animal
‘resonar’, sino también a aspectos nuevos y más sutiles de la Manifestación.

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En cuanto me parezco al animal, mi organismo ‘resuena’ con todo lo que veo
como favorable o desfavorable a mi vida individual. Mis consonancias (mis alegrías)
corresponden a todo lo que favorece la construcción continua de mi organismo. Como
Yang individual, deseo mi vida; por consiguiente, veo todo lo que favorece mi vida
como que debe ser, como ‘parte del orden normal de las cosas’. Aunque mi vida consiste en un
reordenamiento constante de mi organismo, veo, de modo ilusorio, la continuación de
este reordenamiento como una ‘permanencia’ y veo esta permanencia como ‘en orden’. A
la inversa, todo lo que tiende a la destrucción de mi organismo me parece contrario al
orden normal, es decir en desorden; mi desaparición me parece una impermanencia
anormal, opuesta al orden cósmico.
En realidad, los fenómenos no tienen ninguna permanencia verdadera y nada
aparece que no desaparezca en el mismo instante; el Orden Cósmico real que preside
sobre la creación continua del mundo (Principio Absoluto) consiste en el equilibrio entre
un principio constructivo y un principio destructivo, que trabajan en todas partes y al
mismo tiempo; la creación es construcción y destrucción simultáneas. Dicho de otro
modo, el Orden Cósmico se manifiesta a la vez bajo dos aspectos, como un orden
constructivo y un orden destructivo. Pero en cuanto soy un animal vivo, identifico el
orden cósmico solo con su aspecto constructivo y veo como ‘desorden’ el aspecto
destructivo de este Orden. La continuación de mi vida me parece una permanencia
opuesta a su desaparición, y veo mi permanencia como ‘conforme al orden cósmico’ y
mi desaparición como ‘contraria al orden cósmico’. En la profundidad de mi psiquis mi
continuación permanente está identificada con el Ser, con la voluntad de la Mente
Cósmica, con el Bien, y mi impermanencia está identificada con la Nada, con el
‘Enemigo’ de la Mente Cósmica, con el Mal.
Estas identificaciones, ‘permanencia-orden-bien’ e ‘impermanencia-desorden-
mal’, deben precisarse bien antes de tratar de estudiar las resonancias orgánicas
especiales que caracterizan al hombre. Estas identificaciones existen también entre los
animales pero, a falta de intelecto, solo actúan en el plano particular; la permanencia
solo le interesa al animal en lo que concierne a su propio organismo (y a su especie,
desde un punto de vista limitado). En el hombre, al contrario, el amor por la
permanencia se extiende mucho más allá de su organismo, hacia la esfera de lo
universal. El origen de este amor reside totalmente en la vida animal del hombre, en las
experiencias de su temprana infancia animal, pero el desarrollo del árbol se extiende
posteriormente muy lejos de sus raíces.
Ya desde el inicio identifiqué con el orden, con el ‘bien’ solo la permanencia de
mi organismo, pero en la medida en que se desarrolla mi intelecto, esta identificación
se extiende a la permanencia en general; me vuelvo así más receptivo a todo lo que en
el mundo manifiesta, mediante la permanencia, mi concepción del orden cósmico. Me
vuelvo sensible al ‘ideal’, a la tríada ‘Belleza-Bondad-Verdad’.
Antes de describir las resonancias ideales que son particulares al hombre,
recordaremos su naturaleza ilusoria. La ilusión no reside en la distinción que haremos
entre lo bello y lo feo, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, sino en la oposición de
los conceptos así discriminados. La ilusión reside en las identificaciones que plantean
que lo ‘bello-bueno-verdadero’ es conforme al orden cósmico y lo ‘feo-malo-falso’ es

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contrario al orden cósmico. De hecho, el Orden Cósmico en realidad no es lo ‘bello-
bueno-verdadero’, sino el equilibrio entre lo ‘bello-bueno-verdadero’ y lo ‘feo-malo-
falso’.
Lo bello, lo bueno y lo verdadero son tres aspectos de la manifestación, es decir
de las formas, que corresponden a diferentes modos de percepción; lo bello corresponde
a la percepción sensorial, lo bueno a la percepción emocional y lo verdadero a la
percepción intelectual. Todas estas formas están conectadas por la misma noción de
‘orden’ (mientras que sus opuestas están conectadas por la misma idea de ‘desorden’).
Todos mis valores ‘ideales’ están encarnados en cosas que me permiten ver el ‘orden’
del mundo tal como lo concibo.
Para comprender bien la delicada cuestión de nuestras resonancias ‘ideales’,
debemos recordar que prolongan, a escala universal, las resonancias animales que
experimentamos a escala individual; las prolongan, están construidas sobre el mismo
modelo. Volvamos entonces otra vez a nuestras resonancias animales y describamos las
asociaciones identificadoras que caracterizan su estructura. Una vez establecido este
‘campo de base’, seguiremos nuestro ascenso con facilidad.
Mi percepción de algo favorable a mi vida, a la continuación de mi existencia,
a mi ‘permanencia’, desencadena en mi organismo una reacción consonante; entre los
elementos que entran en la constitución de mi organismo y el organismo que es su
integración, hay entonces consonancia, acuerdo, relación convergente, armonía. A
causa de esta consonancia interna, veo la cosa exterior favorable como consonante
conmigo, en relación convergente, en armonía. Veo esta cosa como conforme al orden
cósmico, ‘legal’, ‘lo que debe ser’; la veo ‘Bien’. Cuando el mundo me es favorable, mi
reacción muestra la existencia en mí de una asociación compleja en la que se identifican
los siguientes términos: permanencia de mi organismo – acuerdo, armonía, relación
convergente – orden, legalidad – lo que debe ser – Bien. A la inversa, cuando el mundo
es es desfavorable, mi reacción muestra la existencia en mí de una asociación compleja
en la que se identifican los términos siguientes: impermanencia de mi organismo –
desacuerdo, desarmonía, relación divergente – desorden, ilegalidad – lo que no debe
ser – Mal.
Es fácil ahora comprender nuestras resonancias ‘ideales’, porque lo que es
verdadero en la escala del microcosmos también lo es en la escala del macrocosmos.
Cuando percibo entre varios aspectos del mundo una relación convergente, un acuerdo,
una armonía, veo la permanencia del Cosmos, el orden o la legalidad cósmica, lo que
debe ser, el Bien. Y experimento esta armonía entre varios aspectos del mundo como
una armonía entre el mundo y yo, como una armonía interna de mi organismo, como
una consonancia personal, como una alegría.
A la inversa, cuando percibo entre varios aspectos del mundo una relación
divergente, un desacuerdo, una desarmonía, veo la impermanencia del Cosmos, el
desorden o la ilegalidad cósmicos, lo que no debe ser, el Mal; experimento esta
desarmonía entre varios aspectos del mundo como una desarmonía entre el mundo y
yo, como una disonancia personal, como un sufrimiento.
Los hombres difieren unos de otros por las formas a través de las cuales perciben
la armonía del Universo; cada uno ve la Consonancia Universal a través de un sistema

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óptico que le es propio; uno encuentra bello lo que otro encuentra feo. Esta constatación
nos puede hacer dudar de la existencia objetiva de relaciones armónicas y desarmónicas
entre los fenómenos. Esta aparente dificultad proviene del error habitual por el cual
oponemos los términos de una discriminación uno al otro; al discriminar armonía y
desarmonía, los oponemos como si ‘fueran’ en ellos mismos y pensamos que tal porción
del mundo es armonía y tal otra desarmonía. Si fuera así, todos los hombres deberían
en efecto experimentar las mismas resonancias ‘ideales’. Pero en realidad la armonía y
la desarmonía están presentes simultáneamente en todas partes del mundo; son distintas
pero no opuestas; antagonistas, son al mismo tiempo complementarias; son dos aspectos
inseparables de la Única Realidad. La Armonía Cósmica, relación de convergencia,
corresponde a la Ley de Gravedad; la Desarmonía Cósmica, relación de divergencia,
corresponde a la Ley de Expansión Universal; en cada parte del mundo, estas dos leyes
están operando simultáneamente. Cada parte del mundo es a la vez la expresión de una
consonancia y de una disonancia. Cuando tengo la impresión de la belleza ante un
paisaje de montaña, percibo la armonía que hay en él, la fuerza que hace que converjan
todos los elementos del paisaje hacia la unidad; pero tal hombre que me acompaña
puede tener la impresión de fealdad si percibe la desarmonía presente por igual, la
fuerza que hace que diverjan todos los elementos del paisaje hacia la desintegración.
Esta comprensión acaba con el ilusorio dilema de la concepción subjetiva u
objetiva de lo estético. Es en vano discutir si la belleza universal existe o no. Podemos
decir que lo bello y lo feo universales existen, pero como existen simultáneamente en
todas partes, no podemos decir que ninguna cosa particular sea universalmente bella ni
fea. Las cosas particulares donde unos hombres perciben el orden del mundo y otros su
desorden son diferentes, pero el orden y el desorden que los hombres perciben a través
de estas cosas diferentes son los mismos. Lo estético obedece a una única ley universal
aunque las estéticas particulares se manifiesten según leyes universales múltiples.
Volvamos a las tres modalidades ‘ideales’ de ‘bello-bueno-verdadero’. Veo la
belleza cuando veo la armonía cósmica a través de percepciones sensoriales, la bondad
cuando veo esta armonía a través de percepciones emocionales y la verdad cuando la
veo a través de percepciones intelectuales. Aunque las vías perceptivas difieran en los
tres casos, llevan a la misma impresión final de consonancia orgánica ‘ideal’ o estética.
Es justo distinguir la estética propiamente dicha de la ética y el conocimiento, pero estas
son solo tres modalidades de una única Estética general, visión del orden en el Universo,
visión de lo que llamamos ‘lo divino’. Si reunimos así estas tres modalidades bajo el
término general de Estética, es porque la noción de ‘bello’ resume todas nuestras
visiones del orden en el plano formal; una manifestación de bondad es para nosotros
una ‘bella acción’; y es también una impresión de belleza lo que nos mueve cuando
comprendemos la verdad de un texto científico o filosófico. En cuanto sentimos la
bondad y la verdad en consonancias afectivas, estas se derivan de la belleza.
Constato pues la existencia en mí de dos tipos de resonancias orgánicas. Mi
organismo ‘resuena’ con lo que condiciona su orden propio: consonancia alegre ante lo
que favorece mi vida y disonancia dolorosa ante lo que oscurece mi vida; estas son mis
resonancias animales. Mi organismo ‘resuena’ por otra parte con lo que manifiesta el
orden cósmico en general: consonancia alegre ante lo ‘bello-bueno-verdadero’,

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disonancia dolorosa ante lo ‘feo-malo-falso’; estas son mis resonancias ‘ideales’ o
estéticas.
Las resonancias ‘ideales’ no existen en el animal; son propias del hombre. Con
ellas aparece la idea de ‘Perfección’. Mostraremos en efecto que esta idea, cuyo
conocimiento es tan importante para la comprensión del hombre, no puede existir en
el dominio de las resonancias animales sino únicamente en el de las resonancias
‘ideales’.
Toda consonancia corresponde a la percepción de lo que es para mí el ‘Orden’
cósmico (aspecto constructor del Orden Cósmico real). Mi consonancia animal
corresponde a mi percepción del orden en mi propio organismo (microcosmos); mi
consonancia ‘ideal’ corresponde a mi percepción del orden en el mundo exterior
(macrocosmos). Puedo intelectualizar mi percepción de mi consonancia animal y
elevarla al plano de lo universal, de lo ‘general’, pero esta universalización es
necesariamente incompleta; mi organismo está siempre allí percibiendo su consonancia
en su plano individual, particular. Si bien puedo percibir mi goce orgánico con mi
consciencia intelectual (pensamiento universal), lo percibo necesariamente también con
mi consciencia animal (pensamiento individual). Si bien puedo ‘absolutizar’ mi
consonancia animal, solo puedo hacerlo en parte; otra parte permanece
irreductiblemente relativa. A falta de una pura absolutización, mi consonancia animal
permanece imperfecta porque la perfección supone un puro absoluto. Por eso, en
cuanto experimento mis resonancias animales, no puedo concebir la idea de Perfección
puesto que estas resonancias pertenecen a un dominio necesariamente imperfecto. La
idea de Perfección es inaccesible a la consciencia psicológica del animal.
Por el contrario, mi percepción del orden en el mundo exterior, en el Universo,
se sitúa por su misma naturaleza en el plano general. Mi consonancia ‘ideal’ es allí
puramente absolutizada, y su percepción reside en el plano donde la idea de Perfección
existe puesto que allí es posible. Recordemos que en este plano general, al contrario del
plano particular, todo lo que es posible existe. Ninguna de mis consonancias ‘ideales’ es
perfecta, pero el dominio de estas consonancias contiene la idea de Perfección como un
centro alrededor del cual estas se ordenan. Cuando la sabiduría popular dice que ‘la
perfección no es de este mundo’, tiene razón en el sentido de que la idea de Perfección
no puede encarnarse de manera definitiva a nuestros ojos en ningún aspecto del
Universo; pero se equivoca al confundir la encarnación definitiva de la Perfección con
la idea misma de Perfección. Esta idea es muy del mundo puesto que rige toda la vida
humana, en cuanto es típicamente humana. La Perfección no es perceptible para
nuestra mente fuera de sí misma, pero reside en su centro, y es en función de ella que
percibimos y evaluamos todas nuestras resonancias ‘ideales’. Es nuestro criterio, nuestra
medida; nuestras consonancias ‘ideales’ nos parecen más o menos perfectas; la
Perfección de la que tenemos una idea, aunque jamás se manifieste totalmente, para
nosotros se manifiesta más o menos en los fenómenos; estos nos parecen más o menos
‘absolutos’ en la medida en que manifiestan para nosotros el aspecto constructor del
orden cósmico.
La Perfección, según la concebimos, consiste en la manifestación pura del orden
cósmico constructor. Hemos visto que el Orden Cósmico real tiene dos aspectos, uno

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constructor o positivo, el otro destructor o negativo. Desde nuestra óptica afectiva, el
aspecto positivo se identifica con el Orden Cósmico y el aspecto negativo aparece desde
entonces como ‘desorden’. En cada porción del Cosmos, para determinado hombre, las
manifestaciones respectivas del ‘orden’ y el ‘desorden’ son de importancia desigual;
cuando observo una porción del Cosmos, veo más o menos positividad y más o menos
negatividad; cuanta más positividad veo, más cerca la veo de la Perfección. En resumen,
la Perfección es para mí la pura construcción cósmica, la pura Positividad. Buscando la
Perfección, busco una porción del Mundo donde solo se manifieste la Positividad, sin
sombra de Negatividad (más tarde veremos cómo a veces la encuentro, aunque en
realidad el orden destructor del Cosmos no esté ausente de ninguna de sus porciones).
Podemos llamar a esta pura y perfecta Positividad ‘lo divino’, puesto que según nuestra
óptica afectiva el Principio Absoluto se identifica con su aspecto positivo y el resultado
de esta identificación se llama ‘Dios’. Así pues, no debemos sorprendernos si el hombre
encuentra, en los aspectos más impresionantes de la Belleza, de la Bondad y de la
Verdad, ‘pruebas de la existencia de Dios’.
Gracias a la idea de Perfección, el hombre puede satisfacer la necesidad que
tiene de ‘juzgar’. Esta necesidad es inherente a la consciencia intelectual; el intelecto, al
nombrar las cosas, les confiere una aparente entidad, las ‘objetiviza’; crea un mundo
objetivo en el seno del cual luego debe evolucionar. Este mundo que crea mi intelecto
sería un caos vertiginoso si no viniera un orden a ‘situar’ los objetos que lo componen,
comparándolos entre sí. La idea de Perfección hace posible el ordenamiento de mi
mundo objetivo; gracias a este instrumento de medida, puedo evaluar las cosas de una
manera ‘objetiva’. Es evidente que esta ‘objetividad’ no es absoluta, que es relativa a mi
estructura personal, a mis posibilidades de percepción del ‘orden’ cósmico. Pero mis
juicios son ‘objetivos para mí’; decreto no que tal cosa me conviene sino que es ‘buena’
en sí misma, que debe existir, y esto en la medida en que la veo ‘positiva’, partícipe de
la pura Positividad, es decir de la Perfección.
Se podría objetar que la comparación de las cosas entre sí basta para situarlas
respectivamente. Pero el orden que obtendría así sería solo un orden de preferencia
personal donde cada objeto, considerado en sí mismo, seguiría sin un valor preciso.
Ahora bien, mi intelecto objetiva cada objeto como una entidad y experimenta la
necesidad de evaluarlo sin tomar a otro por término de comparación; es necesario un
término de comparación absoluta y mi intelecto lo encuentra en la idea de Perfección.
La Perfección es la ‘ultima ratio’ sin la cual mi mundo imaginativo se desplomaría.
La existencia de la idea de Perfección en el centro del intelecto humano tiene
graves consecuencias en toda nuestra psicología. Para abordar esta cuestión, debemos
volver sobre el nacimiento de la idea del yo. Cuando hablamos del ‘Yo’ a propósito del
combate de la vida humana, lo hicimos de modo impreciso, a falta de ciertas nociones
que entonces era prematuro presentar. Volvamos ahora pues a este ‘Yo’ con las
precisiones necesarias.
Hemos visto que, gracias al intelecto, el hombre concibe la idea de su yo. A
partir de entonces se disuelve su identidad con su organismo; su organismo se vuelve un
‘objeto’. Pero el hombre solo se separa de su yo al nombrarlo, y esta ‘toma’ de
consciencia formal implica una inevitable identificación con la idea de yo, y de hecho

89
con el yo en cuanto es el soporte necesario de su idea. Por eso decimos que la ‘Yo-
Realidad’ del hombre es representada originalmente por su propio organismo y en
segundo lugar por todas las cosas con las que la idea de su yo se identifica por
proyección.
Todo lo anterior es cierto a grandes rasgos, pero solo a grandes rasgos porque
todavía existe una confusión en el interior del concepto representado por la palabra
‘organismo’. En efecto, a partir del instante en que soy una consciencia intelectual que
crea conceptos generales, que juega el papel del principio de toda la manifestación
cósmica que percibo, mi organismo presenta dos aspectos que debemos distinguir:
existe, por una parte, en cuanto soporte necesario de mi consciencia intelectual, en
cuanto piensa intelectualmente; y existe por otra parte en cuanto se manifiesta como
objeto para mi consciencia intelectual formal. En cuanto mi organismo da soporte a mi
consciencia intelectual formal, es esta conciencia, es decir que es el principio de todo lo
que existe para mí; en cuanto es un objeto percibido por mi consciencia intelectual, es
una simple porción, entre otras, de la Manifestación Universal. Para simplificar,
llamaremos a estos dos aspectos de mi organismo ‘organismo principio’ y ‘organismo
manifiesto’. Mi organismo principio de mi consciencia intelectual formal es una unidad
sin forma precisa; mi organismo manifiesto es, al contrario, la multitud de formas
groseras (soma) y sutiles (psique, mundo imaginativo) por las cuales me manifiesto.
Gracias a esta distinción, podemos comprender mejor cómo la concepción de
la idea de yo nos desidentifica de nuestro organismo y parece al mismo tiempo
‘reidentificarnos’. Al concebir la idea ‘yo’, me distingo de mi organismo manifiesto pero
me identifico con mi organismo-principio, con mi organismo en cuanto soporte que
condiciona en mí las operaciones de la mente. Esta identificación es la identificación
original o fundamental que, por proyección, engendra todas mis identificaciones
secundarias con otras cosas del mundo. Entre estas ‘otras cosas’, mi organismo
manifiesto encontrará su lugar del mismo modo que cualquier otro aspecto de la
manifestación. En otras palabras, mi apego original es apego a mi organismo en cuanto
lo identifico al principio de la mente en mí, en cuanto lo necesito para crear el mundo
que percibo; y mis apegos secundarios son apegos a todo tipo de cosas (entre ellas, mi
organismo manifiesto) que me ‘gustan’ en virtud de consonancias animales o ‘ideales’.
Mi amor original por el principio de mi consciencia engendra todos mis amores, o mis
odios, por ‘cosas’ entre las cuales se encuentra mi organismo manifiesto. Así se
comprende que el hombre pueda, por amor a su organismo-principio, matar su
organismo manifiesto si este resulta demasiado desagradable (suicidio por disgusto de sí
mismo).
Mi organismo manifiesto no forma parte de mi identificación original y se
presenta a mi identificación secundaria al mismo nivel que cualquier otra porción del
Cosmos. Difiere sin embargo del resto del Cosmos en que, de todos los objetos posibles,
es el único que se impone ineluctablemente a mi consideración, por su estrecha
conexión con mi organismo-principio. Como es en un sentido el templo de mi mente,
no puedo desatenderlo, alejarme de él. Lo quiera o no, es parte constante del mundo
que crea mi intelecto y que debo ordenar mediante juicios. Por lo tanto, todo hombre

90
está constantemente ocupado, de manera explícita o implícita, por la cuestión del ‘valor’
de su yo manifiesto, es decir por su ‘proceso’ interior.
Me evalúo por comparación, sea con otros o con la idea de Perfección. La
comparación con otros es más a menudo explícita; es por ello que logro con mucha
facilidad estar contento conmigo mismo en la superficie. Pero la comparación con la
Perfección opera siempre en mi ‘subconsciente’; es por ello que, en el fondo, no puedo
jamás quedar definitivamente absuelto.
Este juicio de mi yo manifiesto no trata sobre la multitud indefinida de aspectos
somáticos y psíquicos de este yo. Como necesito verme con cierto ‘valor’, me defino
esencialmente por las facultades que veo que son ‘perfeccionables’ y desatiendo las
demás. Limito mi exigencia de perfección al dominio en el que puedo encontrar una
esperanza. Dado el carácter ‘absoluto’ de la Perfección, bastaría que la obtuviera
mediante un único aspecto mío, por pequeño que fuese, para verme ‘salvado’. Esta
búsqueda de la Perfección en un aspecto u otro del yo manifiesto explica una
característica del ser humano: su desmesura. El hombre es desmesurado en sus
ambiciones, sus esperanzas, sus autoglorificaciones, y también en sus degradaciones, sus
resignaciones, sus miedos; la desmesura del miedo es la angustia humana.
Vemos cómo la existencia de resonancias ‘ideales’ en mí introduce
necesariamente una contradicción en el seno de mi vida afectiva. Soy capaz de concebir
la idea de Perfección y desde entonces estoy obligado a tender hacia ella; estoy además
obligado a situar mi yo manifiesto con relación a esta Perfección y, por consiguiente, a
utilizar este yo en mi búsqueda de lo perfecto. Mi organismo manifiesto se vuelve así un
simple medio, un instrumento del cual me sirvo. Como este instrumento siempre
decepciona mi exigencia, mi búsqueda de una consonancia orgánica perfecta establece
en mí una ineluctable disonancia. En resumen, la manera en la que busco la
consonancia perfecta implica la disonancia a la que debo fatalmente llegar; el
‘problema’ de la felicidad es insoluble.

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CAPÍTULO 4
EL HOMBRE DESGARRADO

Hemos dicho, al estudiar los tres planos cósmicos, que el paso del mundo animal
al humano se caracterizaba por la aparición del lenguaje. Luego vimos en las
resonancias orgánicas ‘ideales’ otra prerrogativa del ser humano. Es importante
comprender ahora cómo la diferencia que existe entre el hombre y el animal es a la vez
única y múltiple, única en su principio y múltiple en sus manifestaciones.
Veamos de entrada cómo es única en su principio. A medida que el niño crece,
aparecen y se desarrollan en él el lenguaje y las resonancias ‘ideales’. Pero como estas
funciones aparecen en el niño y no en el animal, es evidente que supone en el ser
humano, detrás de sus funciones, ‘algo especial’ que es el principio de estas. Ese ‘algo
especial’ es la posibilidad de acceder al plano universal, es el conocimiento de este plano.
La diferencia entre el animal vivo y el mundo inanimado consistía en la
posibilidad de acceder al plano individual, en el conocimiento que el animal tenía de sí
mismo y de sus relaciones con las cosas que lo rodean, es decir en la consciencia animal
o individual. La diferencia entre el hombre y el animal consiste en la posibilidad de
acceder al plano universal, en el conocimiento que el hombre puede tener de las
relaciones que existen entre las ‘diez mil cosas’, es decir en la consciencia universal. Sin
perder la consciencia individual que comparte con el animal, el hombre posee además
la consciencia universal. Esta consciencia que constituye la única diferencia ‘esencial’
entre el hombre y el animal es el ‘principio’ de esta diferencia; no debemos confundirla
con sus manifestaciones.
Cuando la consciencia individual aparece con la vida vegetal y animal, distingue
radicalmente a todo organismo vivo del mundo inanimado; aparece de manera abrupta
como principio de la ‘vida’. Hay un hiato, un salto, entre las cosas inanimadas y la más
simple criatura viviente. Todas las gradaciones que aparecen luego en el seno del
mundo vivo no son sino gradaciones del principio vital, pero solo de sus
manifestaciones. Como seres vivos, el gusano y el perro difieren por igual del mundo
inanimado; si la vida parece tan diferente en ellos, no es en cuanto es la vida sino en
cuanto se manifiesta.
Hay también un salto brusco entre el animal y el hombre con la aparición de la
consciencia universal. En cuanto seres humanos, el idiota congénito y el hombre de
genio difieren por igual del mundo animal; si la naturaleza humana parece tan diferente
en ellos, no es en cuanto es la naturaleza humana sino en cuanto se manifiesta. Un hombre
dado no es más o menos un ser humano, solo manifiesta más o menos las prerrogativas
humanas. Al igual que existe dentro del mundo vegetal-animal una inmensa gradación
de la consciencia individual en cuanto se manifiesta, existe una inmensa gradación de
la consciencia universal, en cuanto se manifiesta, dentro del mundo humano.

Establecidas estas nociones, podemos estudiar las funciones características del


ser humano, manifestaciones diversas, y de diverso desarrollo, de la consciencia
universal que es el principio único de la esencia humana.

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La consciencia universal se manifiesta mediante el conocimiento de lo universal,
mediante la percepción de formas universales, mientras que la consciencia individual o
animal se manifiesta mediante el conocimiento de lo individual, mediante la percepción
de formas individuales. ¿Cómo comprender la diferencia entre formas individuales y
formas universales? Las formas individuales son múltiples, son las formas de cada una
de las ‘diez mil cosas’; las formas universales en cambio son solo dos: son las relaciones
de convergencia y de divergencia de las que hablamos a propósito de nuestras
resonancias ‘ideales’; son la armonía y la desarmonía manifestadas en el seno de las
formas individuales.
Como esta cuestión es bastante delicada, debemos desarrollarla un poco. Toda
forma es un conjunto de relaciones; una forma individual es un conjunto de relaciones
individuales; distingo una recta de una curva al percibir las relaciones que existen entre
los puntos que hay en ellas; diferencio la forma de un perro de la de un gato al percibir
las relaciones que unen los elementos que hay en ellos. Estas relaciones individuales se
encuentran a escala particular. A escala universal, existen dos relaciones que
manifiestan las leyes de gravitación y de expansión universales, son las relaciones de
convergencia y de divergencia, de armonía y de desarmonía.
Mediante mi consciencia animal, tengo conocimiento de múltiples formas
individuales; mediante mi consciencia universal, tengo conocimiento de dos formas
universales. Puedo mirar de dos maneras diferentes a un hombre que tengo en frente:
puedo mirarlo simplemente con el fin de reconocerlo si lo vuelvo a cruzar; lo que hago
entonces lo hace también el animal. Pero puedo mirarlo para evaluarlo estéticamente y
entonces veo en él algunos aspectos bellos y otros feos. En el primer caso, percibo las
relaciones individuales de varios elementos que hay en este hombre. En el segundo caso,
percibo las dos formas generales de armonía y de desarmonía que son las relaciones
universales que hay en el seno de las formas individuales.
La consciencia universal se manifiesta pues en el hombre mediante sus
percepciones de formas universales de armonía y de desarmonía. Pero el hombre
efectúa sus percepciones de dos maneras, sea por intermedio de sus órganos sensoriales,
sea sin este intermediario, de manera directa con la mente. Las percepciones universales
sensoriales corresponden a las resonancias estéticas o ‘ideales’; las percepciones
universarles puramente mentales corresponden al intelecto verbal. Es fácil constatar la
armonía y la desarmonía en el ámbito de las percepciones ‘ideales’ sensoriales; es menos
fácil en el ámbito del intelecto verbal. En efecto, toda percepción intelectual es armonía
puesto que supone la relación convergente, armónica, entre la palabra y la cosa que
esta simboliza. La desarmonía no tiene existencia positiva en el funcionamiento del
intelecto; está presente en modo negativo en la medida en que el intelecto no logra
funcionar, percibir la relación armónica entre una cosa y una palabra. Mientras que en
las percepciones sensoriales existen lo bello y lo feo, no se puede decir que en las
percepciones intelectuales existan la verdad y el error. El error, o la desarmonía
intelectual, no tiene existencia positiva; es solo insuficiencia de verdad, de
discriminación, es decir de armonía. El intelecto es comparable con un ojo cuya función
no es ver lo bello y lo feo sino solo ver una armonía necesaria, y que lo logra o no lo
logra, es decir que lo logra en mayor o en menor medida. El intelecto no es evaluación,

93
es discriminación. En el funcionamiento del intelecto, pues, no podría percibirse la
desarmonía; está representada en este dominio por el no-funcionamiento de la
discriminación, es decir por la confusión, por las falsas identificaciones. Mientras que
los sentidos discriminan la convergencia de la divergencia en las formas sensoriales, el
intelecto triunfa o fracasa en discriminar, entre las formas intelectuales, la convergencia
armónica, la única que allí reina.
Vemos pues que la consciencia universal se manifiesta de dos maneras,
mediante las percepciones sensoriales ‘ideales’ por una parte y mediante las
percepciones intelectuales por otra; tiene dos manifestaciones diferentes. De estas dos
manifestaciones, acabamos de ver el aspecto pasivo o receptivo. Tienen también un
aspecto activo o creador. Puedo reunir las formas universales sensoriales que percibo a
mi gusto: es la creación artística. Puedo reunir las formas intelectuales que percibo en
creaciones científicas o filosóficas (que no son dos creaciones diferentes, ya que la
filosofía es la ciencia del hombre psíquico).
En resumen, las manifestaciones características del ser humano consisten, por
una parte, en las percepciones y creaciones sensoriales ‘ideales’ y, por otra parte, en las
percepciones y creaciones intelectuales. Estas manifestaciones se desarrollan de manera
muy desigual en los diferentes seres humanos; cada uno de nosotros nace con
posibilidades de percepción y de creación artística e intelectual muy diversas. Sería
posible fundar una caracterología de los seres humanos sobre estas bases. Pero nuestro
objetivo actual no es ese y queremos limitarnos a estudiar cómo el desarrollo de la
sensibilidad ‘ideal’ condiciona la manera en la que el hombre ve y lleva adelante el
combate de su vida.
Cuando observamos el comportamiento y la psicología de los hombres (palabra
que por supuesto usamos en el sentido general de ‘seres humanos’), constatamos
inmensas diferencias en su adaptación a la realidad y en particular a la vida social.
Mostraremos que esta adaptación depende esencialmente de nuestra sensibilidad
‘ideal’: cuanto más intensamente desarrollada está esta prerrogativa humana, más difícil es nuestra
adaptación. Para demostrarlo, deberemos proceder de modo esquemático y describir, en
un sujeto x, las consecuencias de una sensibilidad ‘ideal’ extremadamente desarrollada.
Describiremos así un ‘prototipo’ que obviamente no existe tal cual en la realidad, pero
que nos permitirá reconocer, en los diversos hombres que sí existen, los mecanismos
inherentes a su sensibilidad ‘ideal’ particular. Por lo demás, nuestro objetivo actual no
es hacer un análisis psicológico sino mostrar cómo nuestra perspectiva dualista ‘yo’–
‘no-yo’ establece en nosotros una contradicción –es decir un absurdo– que aumenta
cuanto más participamos de las prerrogativas ‘superiores’ del hombre.
El hombre con una sensibilidad ‘ideal’ desarrollada en extremo, cuyas
resonancias ‘ideales’ son intensas, conoce estados orgánicos de un contraste violento,
desde la exaltación gozosa a la depresión ansiosa. Su mundo afectivo está hecho de
picos y precipicios, de altas mesetas y grandes profundidades. Conoce también estados
intermedios; lo que lo caracteriza no es vibrar sin cesar de manera exacerbada sino
poder hacerlo, y efectivamente hacerlo por períodos.
Veamos qué sucede en este hombre cuando sus resonancias ‘ideales’ están en su
máximo de armonía o de desarmonía, durante sus ‘éxtasis’ y sus ‘horrores’.

94
Si estoy dotado de una sensibilidad ‘ideal’ extrema, experimento a veces el
‘éxtasis’ o ‘sentimiento de lo divino’. En estos momentos, percibo la pura Positividad
universal. Quizá parezca sorprendente, puesto que las dos formas universales de
armonía y de desarmonía coexisten en todos los puntos del Cosmos; la armonía no
existe en ninguna parte en estado de pureza. Pero si bien la armonía no existe en estado
puro, puedo en ciertos casos percibirla exclusivamente. Esto se produce cuando ciertos
aspectos de un objeto3 me parecen portadores de una armonía que alcanza o sobrepasa
un nivel muy alto.
A partir de este grado que constituye una suerte de ‘umbral’, la armonía que
percibo me fascina; capta mi atención a tal punto que la inmoviliza. Inmovilizada, fijada
sobre la armonía aparente del objeto, mi atención ya no puede posarse sobre la
desarmonía que, sin este fenómeno de fascinación, me habría resultado igual de
aparente. Puedo percibir los aspectos que sé que habitualmente me resultarían
desagradables, es decir que puedo ver con gran lucidez los ‘defectos’ del objeto adorado;
pero no los experimento como tales. Puedo ver los aspectos desarmónicos pero no la
desarmonía en sí porque mi atención está inmovilizada sobre la armonía. En este
estado, no soy sensible más que a la armonía; la mitad de mi ser que corresponde a las
percepciones contrarias está adormecida. Es como si, por ejemplo, mi brazo estuviera
anestesiado y me clavaran una aguja en él; me doy cuenta de que es un fenómeno
habitualmente doloroso pero no lo experimento como tal. Puesto que no experimento
más que armonía al percibir el objeto, lo veo afectivamente como una pura Positividad,
como ‘lo divino’, como la perfecta encarnación de la ‘Yo-Realidad’. La proyección
identificadora del ‘Yo’ es total en este momento; la percepción contemplativa del objeto
me da la impresión de captar mi ‘Yo-Realidad’ en una unión donde se resuelve mi
dualismo fundamental; mi perspectiva dualista no conlleva más una ‘Yo-Realidad’ y
una ‘Amenaza’ sino un ‘Yo’ que percibe y un ‘Yo’ percibido; la ‘Amenaza’ es
momentáneamente abolida. Esta percepción de lo ‘divino’ se traduce en la felicidad
más intensa que me sea dado sentir en mi condición dualista. Pero aunque experimente
esta felicidad con la impresión de que es perfecta, no lo es, puesto que el ‘Yo’ que percibe
y el ‘Yo’ percibido son una sola persona y su ‘unión’ ilusoria no se podría lograr
totalmente sin abolirse a sí misma. Quienes tienen una fuerte capacidad para percibir
lo ‘divino’ conocen bien el momento en que su felicidad se vuelve difícil de soportar,
puesto que parece llevarlos hacia un abismo; entonces deben desviar su atención del
objeto un instante para romper la atracción vertiginosa.
Al otro polo extremo de mis resonancias ‘ideales’ podemos llamarlo ‘el horror’
o el ‘sentimiento de la nada’. Esta disonancia se produce cuando ciertos aspectos de un
objeto (en general una situación) me parecen portadores de una desarmonía que
alcanza o sobrepasa cierto umbral. Entonces, esta desarmonía me fascina; inmoviliza
mi atención y adormece la mitad de mi ser que corresponde a las percepciones
armónicas. Experimento el objeto como pura Negatividad, como ‘la Nada’, como
perfecta encarnación de la ‘Amenaza’. La proyección identificadora del ‘Yo’ es nula en

3La palabra ‘objeto’ no necesariamente designa una cosa de existencia material. Puede ser la
imagen mental de una situación que estoy viviendo, o una imagen totalmente creada por mi
mente. De todos modos, es una imagen, sostenida o no por la realidad exterior.

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este momento; mi perspectiva dualista de un sujeto amenazado y de un objeto
amenazante está en su punto más alto. Esta percepción de la ‘Nada’ va acompañada
del sufrimiento más intenso que me es posible. Pero aquí también mi disonancia no
puede ser perfecta; si lo fuera, moriría (algunos hombres han muerto de miedo) y
quedaría abolida. Hay mecanismos de defensa que nos protegen de esta última huida;
la locura puede ser uno; o un síncope; más a menudo, se produce una extrema agitación
mental en la que mi atención se retira de la percepción horrible y vuelve a ella en
alternancias rápidas que preservan mi razón y mi vida. En el adulto se desarrollan
mecanismos de defensa incluso más eficaces (es en el niño que el ‘horror’ se activa de
modo más típico: terror al ‘lobo’, a la oscuridad, al enojo cruel de los padres, etc.); el
adulto a menudo aprende inconscientemente a inhibir sus percepciones del horror;
cuando ve que una situación le resultará demasiado horrible, no experimenta nada y
comienza a sufrir solo cuando cierto tiempo ha atenuado su disonancia ‘ideal’.
Esta breve descripción del ‘éxtasis’ y el ‘horror’ era necesaria antes de estudiar
las repercusiones de la sensibilidad ‘ideal’ sobre nuestra adaptación a la vida. En efecto,
un fuerte vínculo une las resonancias ‘ideales’ al dilema ‘éxito-fracaso’. Hemos visto que
el hombre reivindica el triunfo de su ‘Yo-Realidad’ sobre la ‘Amenaza’, es decir que
reivindica la omnipotencia en los conflictos manifiestos donde se juega su conflicto latente.
Esta pretensión de omnipotencia sería incomprensible si no supiéramos que el hombre
organiza él mismo los escenarios que trasladan su conflicto latente a la realidad
manifiesta. No se trata para mí de ser verdaderamente omnipotente como organismo
ante el mundo exterior, sino de obtener una visión urdida artificialmente en la que
aparezco omnipotente en un escenario que yo mismo construyo. El ‘éxito’ es una
circunstancia donde logro verme como si fuera omnipotente; el ‘fracaso’ es una
circunstancia donde no lo logro, aunque lo haya pretendido. Esta noción debe quedar
claramente establecida y no debemos confundir el fracaso práctico con el fracaso
psicológico; si fracaso en una competencia en la que interiormente no pretendí triunfar,
ese fracaso práctico no es un fracaso psicológico, es decir de lo que veo como mi éxito
y lo que estoy obligado a ver como mi fracaso.
Comprendido así, mi éxito es una visión de mí omnipotente; me parece estar
‘en orden’; manifiesta a mis ojos la armonía del Cosmos puesto que la afirmación de la
‘Yo-Realidad’, centro de mi mundo, es para mí la convergencia cósmica. Mi fracaso al
contrario es la visión de mí impotente; me parece desordenado; manifiesta a mis ojos la
desarmonía del Cosmos puesto que la negación de la ‘Yo-Realidad’ es para mí la
divergencia cósmica. Por consiguiente, mi éxito va acompañado de una ‘consonancia
ideal’ y mi fracaso de una ‘disonancia ideal’.
El hombre cuya sensibilidad ‘ideal’ es media puede soportar el fracaso porque
el aspecto desarmónico de esta situación no llega al umbral en que se activa la
fascinación y por consiguiente el ‘horror’. Pero si mi sensibilidad ‘ideal’ es extrema, la
visión de mi fracaso me es insoportable porque, en lugar de ser relativa, se vuelve una
visión de la ‘Nada’. Lo que llamamos ‘miedo al fracaso’ no es el miedo a cosas que me
causan un fracaso práctico ni el miedo a mi fracaso en sí; es el miedo al estado interior
‘horrible’, es el miedo a ‘la Nada’.

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En este punto de nuestra exposición, el hombre dotado de una extrema
sensibilidad ‘ideal’ puede parecernos incapaz de hacer ningún esfuerzo para afirmarse,
puesto que al hacerlo formularía su pretensión de triunfar y se hallaría así ante la
insoportable eventualidad del fracaso. No es así, sin embargo, y lo comprenderemos
cuando hayamos distinguido las diversas maneras en que se pueden presentar nuestros
conflictos manifiestos.
Debemos hacer una primera distinción: mi adversario –lo que representa la
resistencia que pretendo superar– puede ser otro hombre o, en cambio, un objeto no
humano. La diferencia entre ambos casos es total. El único fracaso que puede implicar
para mí la horrible visión de la ‘Nada’ es el fracaso que me inflige otro ser humano, otra
consciencia universal; en efecto, la situación en que enfrento otra consciencia humana
es la única que implica la paridad necesaria para que la competencia pueda juzgarme
negativamente en mi totalidad. El juicio que saldrá de la lucha se fundará en una
comparación: uno será superior y el otro inferior; pero la comparación solo puede dar
lugar a un juicio que niegue todo mi ‘ser’ si mi adversario es mi semejante. Para el
luchador que empuña los cuernos de un toro y fracasa en matar al animal, hay un
fracaso práctico pero no un fracaso psicológico; hay negación de su fuerza muscular
pero no negación de su ‘ser’. Si acometo una montaña y no consigo escalarla, no me
siento ‘nadificado’ por ella; puedo sentirme ‘nadificado’ en cambio si he pretendido, al
acometer este ascenso, igualar o sobrepasar a otros alpinistas. En el primer caso, solo
me enfrenté a una montaña; en el segundo, me enfrenté a otros hombres con quienes
es posible una comparación total. Toda iniciativa afirmante es una ‘apuesta’ y podemos
decir que las únicas apuestas en las que nos arriesgamos a tener la visión de nuestra
‘Nada’ son aquellas que hacemos contra nuestros semejantes.
Aquí entra una segunda distinción. La apuesta temible siempre se realiza contra
otro hombre; pero la demostración que es objeto de la apuesta puede efectuarse más o
menos lejos o más o menos cerca de la consciencia de mi adversario. Si me presento a
un concurso de escritura y escribo un artículo, lucho contra otros hombres, pero la
consciencia de mis jueces es lejana; mi miedo al fracaso puede ser moderado debido a
esta lejanía. Si hago una presentación oral, la consciencia de mis jueces es más cercana
y mi miedo es mayor; sin embargo, esta consciencia extraña todavía está separada de
la mía por las convenciones impersonales del concurso. La situación que conlleva el
mayor miedo, porque la consciencia del otro está en contacto inmediato con la mía, es
la situación de lucha directa, de ‘disputa’, donde mi adversario manifiesta abiertamente
su hostilidad. Esta situación me resulta insoportable, prácticamente imposible, si soy de
una extrema sensibilidad ‘ideal’; puedo vivir ciertas oposiciones a otros mientras la
hostilidad no sea evidente, pero desde que se admite la hostilidad recíproca, la apuesta
involucra todo mi ‘ser’ y me coloca ante el espectro horrible de mi eventual ‘Nada’. Se
podría objetar que una situación así me coloca también ante un eventual triunfo y que
esto debría equilibrar aquello. Pero no hay allí un verdadero equilibrio; en efecto,
suponiendo que yo deba vencer, esta posible afirmación me parece limitada puesto que
estaré obligado a dedicarle esfuerzos; en cambio, mi posible fracaso me parece total; el
dilema es desigual: el triunfo me promete una afirmación limitada y el fracaso una

97
negación total. En estas condiciones, no puedo considerar sino el eventual fracaso;
únicamente reina en mí el miedo a este fracaso.
Si estoy dotado de una extrema sensibilidad ‘ideal’, puedo entablar toda suerte
de luchas en las que aquello que se me resiste no es una consciencia humana; puedo
también entablar, en cierta medida, luchas que me oponen a mis semejantes si estas
luchas son ‘civilizadas’, de modo que el odio, en apariencia, pueda estar ausente. Pero
no puedo librar ninguna lucha en la que la mala intencion recíproca corra el riesgo de
ser obvia. Esta especie de lucha me inspira un verdadero terror; terror no de mi
adversario, no del eventual fracaso en sí, sino de la ‘Nada’ que aparece en un fracaso
que mis esfuerzos no habrían podido evitar, es decir de la evidencia de que no soy
omnipotente. Si me proponen una lucha así, me veo incapaz de aceptar el reto porque
no puedo querer luchar; veo esta lucha como mi ‘Nada’ y no puedo querer mi ‘Nada’. Estoy
pues desarmado ante la ‘Amenaza’.
El hecho de estar desarmado ante toda situación de conflicto directo con otro
tiene varias consecuencias en mi comportamiento interior y exterior. Mi actitud hacia
mis semejantes es necesariamente pacífica; busco evitar todo conflicto, resolver todo
desacuerdo con explicaciones amistosas. Necesito ser amado, no por ser amado sino
porque esta situación me protege contra una eventual hostilidad; busco complacer para
conciliarme con el ‘otro’, para neutralizar en él al enemigo que quizás alberga. Pero
esta necesidad de complacer es un último recurso; lo que más me conviene es la soledad,
la ausencia de este ‘otro’ del cual jamás puedo saber si me incitará a la inaceptable
hostilidad. La seducción conlleva un riesgo, porque si el otro me ama, tal vez será
exigente y su amor podría revertirse; por lo tanto, tengo miedo de ser amado al mismo
tiempo que deseo ser amado para protegerme de ser odiado. Necesito ser irreprochable
para el prójimo, porque todo daño infligido por mí podría desatar la guerra que no
puedo afrontar. Necesito ser sincero; si intento mentir, tengo la impresión de que el otro
me descubre y prepara represalias a las que no podré responder.
Al ser pacífico, por estar desarmado ante una eventual disputa, recurro por
supuesto en el combate de la vida a una táctica defensiva. Espero la posible hostilidad;
solo me defenderé cuando esta llegue, intentando desarmar a mi adversario o
escapándome. Me afirmo en los proyectos que me son posibles y me esfuerzo por
asegurar así un prestigio que desaliente las hostilidades, que haga que me ‘respeten’. A
esta actitud defensiva, pasiva e inquieta, corresponde el ‘sentimiento de culpabilidad’; ante
la hostilidad que permanece siempre posible pese a mis esfuerzos, me pregunto qué hice
para merecer esta amenaza; tengo la impresión confusa pero a menudo desgarradora
de que debo declararme de alguna manera culpable. (El hombre que, al contrario,
puede soportar las hostilidades abiertas del prójimo no tiene este sentimiento;
sintiéndose listo para dar golpe por golpe e incluso para tomar la iniciativa de la pelea,
este hombre no ve ningún misterio en la animosidad del prójimo; ni se preocupa en
preguntarse sobre una enigmática ‘culpabilidad’). Las satisfacciones, los placeres, a
menudo aumentan el sentimiento de culpabilidad; siento el hecho de disfrutar del
mundo exterior, de comerlo, como una provocación imprudente de mi parte. Los
arduos esfuerzos que puedo hacer disminuyen en cambio mi ‘culpabilidad’; me
tranquilizan (es el sosiego del ‘deber cumplido’). Solo las alegrías ‘ideales’ me resultan

98
gratas, y en particular la percepción de lo ‘divino’ que, al abolir la ‘Amenaza’, me
absuelve totalmente mientras dura.
Según me oponga o no a mi semejante en una abierta hostilidad, la lucha de la
vida se presenta como una guerra o como una participación. El hombre dotado de una alta
sensibilidad ‘ideal’ no puede entablar las luchas de la vida guerrera; pero puede entablar,
a veces con gran coraje, las luchas de la vida de participación. El ‘complejo de castración’
de los psicoanalistas solo lo aflije ante la guerra; pero no está en absoluto privado de su
agresividad cuando se trata de luchar contra resistencias materiales o contra su propia
inercia en favor de una obra constructiva. Los grandes artistas, los grandes pensadores,
los grandes sabios, son reclutados de entre los hombres que el odio encuentra
desarmados por su terror a la ‘Nada’.
Pero, en general, la sensibilidad ‘ideal’ vuelve difícil la adaptación a la vida real.
Los hombres provistos de este terrible don no son siempre capaces de ‘sublimar’ su
agresividad en creaciones originales. Los que no lo logran permanecen, con mayor o
menor gravedad, ‘desadaptados’. La agudeza de su deseo de afirmación constituye un
enorme obstáculo en el camino mismo hacia esta afirmación. Su eminente dignidad
‘humana’ se vuelve contra ellos; son los enemigos de sí mismos. La ‘superioridad’ de
este ‘animal superior’ que es el hombre hace de él, en la perspectiva dualista del
Cosmos, una extraña criatura: si su sensibilidad ‘ideal’ es débil, es fácilmente malvado;
si esta es fuerte, está interiormente desgarrado.

99
CAPÍTULO 5
EL ILUSORIO ‘ENIGMA’ DE LA MUERTE

Examinaremos ahora la estructura del ser humano en su conjunto y nos


apoyaremos para ello en algunas reflexiones sobre el ilusorio ‘enigma’ de la muerte.
El conocimiento de los tres planos cósmicos nos permite comprender que el
hombre es a la vez triple y uno. Mi organismo único manifiesta la Mente Cósmica en
estos tres planos a la vez; la manifiesta primero como el conjunto de las ‘cosas
inanimadas’ que entran en su constitución, luego como integración viviente de estas
cosas inanimadas y, finalmente, como intelecto capaz de acceder al plano uiniversal.
Me equivocaría gravemente si dijera que estoy formado por tres partes. Estos
términos evocarían en efecto la yuxtaposición de tres entidades enteramente distintas y
de existencia autónoma. Pero no estoy hecho de tres partes; mis tres esencias –inanimada,
animal e intelectual– no son tres entidades sino tres dinamismos, tres sistemas energéticos (o vibratorios),
que crean juntos un organismo único. Los elementos inanimados que entran en la constitución
de mi organismo –lo que suelo llamar las ‘materias’ de las que está hecho mi cuerpo–
no son sustancias homogéneas inmóviles; sus átomos se mueven sin cesar; mi esencia
inanimada es un dinamismo elemental, que funciona en el plano de los Yin y Yang
elementales. Mi esencia animal es un dinamismo individual, que funciona en el plano
del Yang individualizado. Mi esencia intelectual es un dinamismo universal, que
funciona en el plano de los Yin y Yang generales.
Los tres planos cósmicos constituyen la Manifestación de la Mente Cósmica y
hemos visto en qué sentido se puede decir que ‘todo es pensamiento’. Así pues, mis tres
esencias son tres tipos de pensamiento. Mi esencia inanimada es pensamiento
elemental; conoce el mundo elemental. Mi esencia animal es pensamiento individual;
conoce el mundo individual; en esta escala, el pensamiento debe ser llamado
‘consciencia’ puesto que es pensamiento de una integración y constituye la integración
de todos mis pensamientos elementales; es mi consciencia individual o animal. Por
último, mi esencia intelectual es consciencia universal; conoce las dos formas universales
de armonía y desarmonía cósmicas.
Si bien mis tres esencias dinámicas no son tres entidades de existencia
autónoma, si bien no son totalmente distintas, existe sin embargo cierta diferencia entre
ellas. Debemos ver su relación con exactitud si queremos comprender la ‘anatomía
dinámica’ del hombre.
La mejor manera de expresar esta relación consiste en decir que las manifestaciones
de mis tres esencias son interdependientes. Si dijera simplemente que mis tres esencias son
interdependientes, sugeriría que los tres sistemas dependen uno de otro tal cual son en
sí mismos, que su relación es una relación de causalidad, que los fenómenos de uno son
el origen de los fenómenos del otro. Eso sería inexacto. En efecto, mis esencias son todas
manifestaciones de la Mente Cósmica; en tres planos diferentes, manifiestan la misma
y única Mente. Cada una de mis tres esencias tiene su origen en la misma fuente; cada
una surge de esta fuente de manera independiente; no es pues por su origen que

100
dependen unas de otras; la relación de interdependencia no existe entre los principios
de mis tres esencias (único Principio Absoluto) sino solo entre sus manifestaciones.
La relación de interdependencia que existe entre las manifestaciones de mis tres
esencias se traduce de diferentes maneras, en sentido ascendente y en sentido
descendente. Veamos primero el sentido ascendente. Si recibo un golpe muy violento
en la cabeza, las manifestaciones de mis consciencias animal e intelectual desaparecen.
Este hecho muestra que el estado físico de mi cerebro (esencia elemental) condiciona el
funcionamiento de mis esencias animal e intelectual. De manera más simple, es evidente
que ninguna vida manifiesta, integración de elementos inanimados, es concebible sin
elementos inanimados que integrar. Y ninguna consciencia intelectual manifiesta es
concebible sin un animal humano dotado de un cerebro vivo; el funcionamiento del
lenguaje y de las resonancias ‘ideales’ supone el funcionamiento de las percepciones
sensoriales. La manifestación de mi esencia elemental condiciona pues la de mi esencia
animal; y las manifestaciones de mis esencias elemental y animal condicionan la de mi
esencia intelectual. Por otra parte, en sentido descendente, es fácil constatar que una
resonancia ‘ideal’ (manifestación de mi esencia intelectual) puede desatar en mí
fenómenos fisiológicos y modificaciones psicoquímicas (manifestaciones de mis esencias
animal y elemental). Las manifestaciones de mis tres esencias se condicionan de lo bajo
hacia lo alto y de lo alto hacia lo bajo de su jerarquía; son interdependientes.
En virtud de esta interdependencia, mis tres esencias dinámicas funcionan en
simultáneo en cada punto de mi organismo. No tengo tres cuerpos, un cuerpo
‘material’, un cuerpo ‘astral’ y un cuerpo ‘mental’; tengo un solo organismo que manifiesta a
la vez los tres planos dinámicos del Cosmos. Sin embargo, el hecho de que existen en el mundo
cosas inanimadas sin consciencia ni animal ni intelectual y animales sin consciencia
intelectual nos muestra que debemos trazar cierta distinción entre las manifestaciones
simultáneas de mis tres esencias. En cuanto ser manifiesto, soy a la vez tres en uno.
Por no comprender que nuestras tres esencias son independientes en su origen
e interdependientes en sus manifestaciones, los hombres han erigido teorías incompletas
sobre su propia estructura. La teoría ‘materialista’ ve bien la unidad de nuestro
organismo pero no ve la tríada en la unidad; las tres esencias son reducidas a la única
esencia elmental; el hombre es solo un conjunto de fenómenos fisicoquímicos. Las
teorías ‘espiritualistas’ distinguen correctamente diversas esencias pero no ven la unidad
de la estructura humana; conciben al hombre formado de dos o de tres partes
enteramente distintas y designan a estas partes como entidades autónomas: es el
‘cuerpo’ y el ‘alma’, o bien el ‘cuerpo’, el ‘alma’ y el ‘espíritu’. En esta perspectiva que
crea entidades ilusorias, las esencias del hombre parecen yuxtapuestas y capaces de
separarse: el ‘alma’ personal habita el ‘cuerpo’ como un hombre habita su casa y puede
irse de esta vivienda, tras la muerte, sin ser afectada por esta desunión.
Volvemos a encontrar aquí la representación fabulosa que el hombre se hace de
su ‘yo’, la idea de una ‘persona’ a la vez individual-formal-temporal y universal-informe-
intemporal. En lugar de verse correctamente como Principio universal por un lado y
triple manifestación individual por otro, el hombre fabrica una representación caótica
donde se confunden todas estas nociones y donde se ve como absoluto-en-tanto-
particular. De esta representación deriva el ilusorio ‘problema’ de la muerte.

101
EL ‘PROBLEMA’ DE LA MUERTE

El ‘problema’ de la muerte es, para cada uno de nosotros, el de su propia


muerte. Constato la muerte de los demás, sé que todos los hombres están muertos,
mueren, o morirán, y concluyo lógicamente que yo moriré. A fin de cuentas, siempre
se trata de mí mismo. La muerte de un ser querido puede sumirme en el estupor y
plantearme una pregunta angustiante: ¡este ser recién estaba aquí y de pronto no está
más! Pero me concierne personalmente la desaparición de un ser con el que estaba más
o menos identificado. Esta muerte me amputa una parte de mi propio ser, mata lo que
vivía en mí mediante la vida del otro. Lo que me mata así parcialmente evoca con fuerza
la ‘Amenaza’ cernida sobre mi ‘Yo-Realidad’. Pese a las apariencias, el estupor en que
caigo ante la muerte de un ser que amo no es sino el estupor ante el eventual fin de mi
propia vida.
Cuando presencio la muerte del prójimo, observo solo que las funciones de su
organismo se detienen y que el organismo, en cuanto está hecho de elementos
inanimados, se descompone. Esto me informa sobre el aspecto ‘corporal’ de mi futura
muerte pero no sobre mi muerte en conjunto, puesto que como hemos visto no me
identifico con mi organismo-manifiesto sino con mi organismo-principio, con mi
organismo en cuanto preside la existencia de todo lo que percibo. Saber qué le sucederá
a mi cuerpo no es saber qué me sucederá ‘a mí’.
Cuando el hombre imagina la desaparición de sus manifestaciones habituales,
ve persistir su principio. Pero también ‘imagina’ este principio, lo personaliza. El ‘yo’
principal, concebido por oposición al organismo manifiesto, permanece dotado de
individualidad; concebido por oposición a la forma, es afectado por una personalización
que lo deja en el dominio formal. El hombre ha planteado su ‘yo’, por oposición a las
limitaciones espacio-temporales de su organismo, pero de tal manera que luego no
puede pensar en sí mismo sino en términos de espacio y tiempo. Distingue en sí mismo
una parte temporal y una parte intemporal; pero cuando se vuelve hacia esta parte
intemporal, es incapaz de imaginarla como tal y solo la ve dotada de una duración
perpetua; la eternidad sin comienzo ni fin, fuera del tiempo, se ha transformado en una
perpetuidad que tuvo un comienzo y cuyo término solo se posterga al infinito. Y el
espacio vuelve a estar, de modo inevitable, en la representación común de la muerte.
En esta perspectiva, el hombre no puede pensar en su ‘yo’ después de la muerte sin un
mínimo de representación espacial. El ‘alma’, si ese es el nombre dado a la parte
intemporal, deja el ‘cuerpo’ y va hacia aquí o hacia allá; por impreciso que sea este
espacio imaginado tras la muerte, no deja de ser un espacio. Y el hombre se pregunta:
‘¿Adónde vamos después de la muerte?’.
Así, la ‘parte indestructible’ del hombre es concebida por el sentido común, pese
a la rebeldía ante las limitaciones temporales que dio origen a esta imagen, como
perteneciente al mundo espacio-temporal y dependiente de él. Sin embargo, en el
mundo espacio-temporal que observan nuestros sentidos, nada es indestructible. Por lo
tanto, el hombre es necesariamente llevado a concebir la existencia de ‘otro mundo’; y no

102
puede representarse este ‘otro mundo’ sino como una modificación del que conoce: es
un mundo ‘estabilizado’ donde nada aparece ni desaparece, sea perfectamente
placentero (‘el paraíso’) o perfectamente desagradable (‘el infierno’). A ciertas mentes
no les ofende el carácter infantil de estas representaciones. Pero otras se dan cuenta de
que el desarrollo lógico de su concepción del ‘yo’ las ha llevado a una conclusión
ilusoria. Si entonces son incapaces de reconsiderar la cuestión del yo y de reformular,
gracias a la intuición metafísica, las premisas de las cuales partieron, se hallan atrapados
entre un punto de partida aparentemente real y una conclusión evidentemente ilusoria;
hablan entonces del ‘enigma’ de la muerte y del insoluble ‘problema’ que esta plantea.
El hombre que habla del problema insoluble de la muerte expresa una gran
verdad pero no comprende el sentido exacto de esta verdad. Piensa de hecho que este
‘problema’ existe objetivamente y que su mente toma consciencia de él como de un
problema de física; piensa pues que este problema implica sin lugar a dudas una
solución y que solo es insoluble debido a la imperfecta inteligencia humana. En
realidad, el ‘problema’ solo existe en la mente humana; es esta mente la que lo crea, y
que lo crea de tal manera que es totalmente insoluble.
¿Cómo tratará este ‘problema’ el metafísico? No brinda ninguna solución;
simplemente muestra que el problema no existe y que por consiguiente no hay ninguna
solución que buscar. El sentido común cree que toda pregunta que planteamos es una
pregunta que se plantea, y debe pues implicar una respuesta correcta. Olvida que una
pregunta puede fundarse en datos ilusorios y no dar lugar a ninguna respuesta correcta.
Si le pregunto: ‘¿Por qué la Torre Eiffel sale a dar un paseo cada mañana por el cielo
de París?’, ¿hará usted arduos esfuerzos para hallar la respuesta correcta?
El ilusorio problema de la muerte proviene del hecho de que el hombre intenta
‘representarse’ lo que es. Cuando se trata de la Realidad que reside bajo las apariencias
formales, nuestro intelecto debe abstraerse de todas las formas salvo las verbales.
Intentar ‘representarse’ la cuestión es caer sin lugar a dudas en fabulaciones infantiles.
Hemos explicado ya que el hombre responde implícitamente a la pregunta ‘¿Quién soy?
¿Quién es este ‘Yo’?’. Veamos ahora qué nos enseña la metafísica sobre nuestra
realidad.
Me manifiesto de manera triple en mi organismo único. ¿Puedo decir que ‘Yo’
soy esta triple manifestación? No, porque la idea de ‘ser’ implica la estabilidad, la
inmutabilidad, la permanencia; ahora bien, mi triple manifestación son fenómenos,
movimientos incesantes, impermanencia. Como triple manifestación, solo existo, no soy;
esta manifestación no es mi Realidad. Pero todo lo que me caracteriza, lo que hace que
yo sea yo y no otro, lo que es personal para mí, todo eso pertenece a mi manifestación.
Así pues, no soy en cuanto diferente del resto del Cosmos; no soy en cuanto ‘persona’.
Soy, en cambio, en cuanto Principio impersonal de mi manifestación, en cuanto Mente
Cósmica o Principio Absoluto. Solo en este Origen reside mi ‘ser’, mi estabilidad, mi
permanencia inmutable. Pero allí no soy más ‘yo’ que ‘no-yo’; el ‘Yo’ es también el ‘No-
Yo’. Mi Realidad es tanto el organismo de mi prójimo como el mío; mi Realidad es
todas las cosas, pasadas, presentes y futuras, sin ser ninguna de estas cosas en particular;
es a la vez inmanente a toda la Manifestación y trascendente a ella.

103
Si me pregunto en qué me transformo después de la muerte, veo lo absurdo de
mi pregunta. Ya sea que considere este ‘problema’ desde el punto de vista de mi
Principio o de mi triple manifestación, su absurdidad es igual de obvia. Mi Principio es
el Ser inmutable, intemporal; la noción de ‘transformación’ no tiene ningún sentido
cuando se la intenta aplicar a él. En cuanto a mi triple manifestación, no puedo
preguntarme en qué se transforma; de hecho, esta es transformación, cambio incesante;
¿puedo preguntarme con inteligencia en qué se transformará la ‘transformación’?
Cuando me pregunto en qué se transforma mi manifestación, eso supone que
esta no es totalmente ‘transformación’, que implica cierta permanencia distinta de la
‘transformación’, y que debo elucidar la relación de esta permanencia con la
‘transformación’. Veremos por qué considero las cosas de este modo. Cuando observo
a un ser humano en el transcurso de su evolución viviente, constato que ‘algo’
permanece semejante bajo las variaciones visibles; un amigo que vuelvo a ver tras veinte
años de ausencia tiene un rostro cambiado pero en el que ‘algo’ permaneció igual.
Todas las células que componen nuestro cuerpo mueren y son reemplazadas por otras
pero las nuevas células se agrupan en una arquitectura que ‘se parece a sí misma’. En
el psiquismo, al igual que en el cuerpo, veo persistir, dentro de la reorganización
incesante de la vida, ciertas ‘constantes’ que definen al ser observado. Tengo así la
impresión de una permanencia en la impermanencia. No veo entonces por qué esta aparente
permanencia que el movimiento incesante de los fenómenos parece respetar sería
afectada por el fin de la vida más que por la vida misma; la prolongo pues más allá de
la muerte y me interrogo sobre ella.
Pero si reflexiono con más atención, me doy cuenta de que en la Manifestación
no existe jamás ninguna permanencia real. Lo que concebí como tal es solo la ilusoria
interpretación, debido a mi memoria, de una repetición monótona en los fenómenos.
El golfo Pérsico es una repetición de fenómenos impermanentes; no es una permanencia
real. Un bosque puede mantener la misma ‘fisonomía’ durante siglos; la superficie que
cubre mantiene los mismos contornos; crecen en él las mismas esencias; reina en él la
misma cualidad de luz, etc...; este bosque no es sin embargo una real permanencia; si
un día lo talan y se construye allí una ciudad, su aparente permanencia se revela ilusoria.
Del mismo modo, lo que permanece semejante en un ser humano, en el seno de sus
manifestaciones, es solo una repetición de fenómenos que nos da la impresión de una
‘invariante’ en la variante; la similitud no es identidad; no existe allí nada permanente
que la vida pueda respetar y que la muerte también deba respetar. La muerte pone fin
a cierta repetición de fenómenos que no eran aparente permanencia salvo en nuestra
memoria. Bien pensada, la muerte no es la desaparición de nada; una serie de
fenómenos parecidos no puede desaparecer más que los fenómenos mismos; y un
fenómeno no puede desaparecer puesto que, a cada instante, el mundo fenomenal es a
la vez aparición y desaparición; al igual que una ‘transformación’ no podría
transformarse, una aparición-desaparición no podría desaparecer. Es solo nuestra
memoria que atribuye a las cosas una aparente continuidad y crea así la ilusión de una
desaparición. Hay desaparición para nosotros, pero no desaparición objetiva. Todo es
siempre, en la eternidad del instante.

104
A fortiori, la muerte no podría ser concebida como una ‘destrucción’. La idea de
destrucción implica que algo ‘era’. Es solo en la confusión entre el Ser intemporal y el
Devenir temporal que la idea de la destrucción encuentra un sentido aparente. Si
personalizo el Ser, en mi consciencia intelectual surge de inmediato la Nada; pero si
comprendo el Ser impersonal, la Nada no es sino una imagen vacía y veo la ilusión de
la idea de destrucción.
Supongamos que estoy tendido en una pradera, un día de estío, y que observo
la formación de una nube en el cielo azul. La veo agrandarse y, debido a mi memoria,
veo evolucionar a esta nube a la que mi consciencia confiere una aparente entidad.
Puedo incluso, si me pongo a fantasear, distinguirla de todas las otras nubes, interesarme
particularmente por ella, darle un nombre. Supongamos que esta nube se reabsorbe
poco a poco y desaparece. Lo que ‘desaparece’ entonces es solo una creación de mi
mente; toda suerte de movimientos atómicos han presidido el fenómeno de la formación
y desintegración de la nube, pero el nacimiento de la nube, su existencia, su evolución,
su desaparición, todo eso es solo una interpretación subjetiva. ¿Voy a preguntarme en
qué se ‘transformó’ mi amiga la nube? Lo mismo se aplica a un ser humano; este ser no
es más que una entidad que apareció, evolucionó y desapareció; la energía cósmica se
integró para vibrar cierto tiempo con cierta monotonía, luego se dispersó de nuevo para
vibrar en otra parte; como las moléculas de agua se condensaron un momento en una
nube y luego se evaporaron. La nube no es una Realidad que apareció y que luego
desapareció; el hombre no es una Realidad que nació y que luego murió. No hay
nacimiento y muerte más que para nuestra mente, porque nuestra mente ha imaginado
una entidad donde solo había una forma en movimiento creada por la energía cósmica.
Hagamos ahora otra comparación, con una radio. La estación emisora
simboliza el Principio Absoluto, las ondas hertzianas la energía cósmica y la radio el ser
humano. La radio emite una voz cuyo timbre es particular pues depende de la
estructura particular de la radio. Un niño escucha esta voz; ‘animiza’ la radio, la
considera ‘un señor’ que habla. Supongamos que la radio se rompe, se hace pedazos.
El niño se pregunta adónde se fue el señor, qué ha sido de él; o piensa que fue destruido.
Si se le dice que el señor no se fue a ninguna parte, que no se transformó en nada, que
no fue destruido, se coloca al niño ante un ‘problema’ insoluble pero el adulto sabe que
en verdad no hay un problema por la sencilla razón de que jamás hubo un ‘señor’ en la
radio. La estación emisora ‘es’ siempre; las ondas hertzianas ‘existen’ siempre; y la voz no
ha desaparecido objetivamente puesto que jamás ‘fue’; la voz solo era un aspecto de la
energía cósmica interpretada como una entidad por mi mente; solo ha desaparecido
para mí.
La angustia que el hombre puede experimentar frente a su propia muerte
proviene del hecho de que se identifica con su consciencia intelectual y confunde esta
manifestación de la Mente Cósmica con la Mente Cósmica en sí. A causa de esta
confusión, ve su consciencia intelectual como eterna. Cuando se imagina muerto, se ve
a sí mismo como una consciencia capaz de manifestarse que, a falta de órganos
sensoriales y cerebro, ya no logra manifestarse. Esta imagen de una potencia reducida
a la impotencia entraña una terrible angustia. Pero la realidad de la muerte no tiene

105
nada que ver con su imaginación; en el hombre muerto, no funciona ninguna
consciencia capaz de manifestarse que lo haga verse impotente.
Al comienzo de este estudio, dijimos que el único problema de la muerte
concierne nuestra propia muerte. Vemos ahora que este problema teórico es
imaginario. El único problema que existe realmente para mí es de orden práctico y
concierne la manera en que toleraré la muerte de los demás. Solo los demás seres
humanos son mortales para mí; en cuanto a mi organismo, para mí es inmortal puesto
que es el único organismo cuya muerte me es imposible percibir; puedo ver mi vida
declinar, no puedo verla detenerse. Es igual que con el sueño: puedo darme cuenta de
que pronto me dormiré, pero no de que me dormí. Un hombre puede morir
súbitamente sin que haya visto venir el peligro; por ejemplo, el avión en el que leía el
periódico se estrella a 600 km por hora contra una montaña. Este hombre no sabrá
jamás que está muerto. Sin embargo, la imagen de su muerte pudo haberlo
atormentado toda la vida, infligiéndole las angustias de este insoluble ‘enigma’.

106
CAPÍTULO 6
EL TÉRMINO DE LA BÚSQUEDA INTELECTUAL

Toda la vida humana es una búsqueda de la felicidad, es decir de un estado


completa y definitivamente satisfactorio. Identificado con mi organismo en cuanto
principio de todo lo que percibo, personalizo mi Realidad, la objetivizo como ‘Yo-
Realidad’, la veo, y la veo desde entonces dominada por una ‘Amenaza’. Quiero
eliminar esta ‘Amenaza’, lucho contra ella, espero triunfar. Quiero la agitación de esta
lucha, no por ella misma, sino para alcanzar el descanso. La ‘felicidad’ que persigo es
precisamente este reposo; seré feliz cuando haya acabado con la lucha al destruir al
‘Enemigo’. Mientras este todavía exista, lo que llamo a veces mi ‘felicidad’ no es más
que mi esperanza de la felicidad; es solo un estado momentáneo en el que tengo la
impresión de que mi triunfo definitivo es posible en un futuro cercano.
Pero, como el de la muerte, está el ‘problema’ de la felicidad: es un problema
insoluble porque lo plantea mi mente de manera ilusoria. Mi organismo es ciertamente
vulnerable y está rodeado de cosas particulares que pueden nutrirlo; pero cuando mi
intelecto generaliza esta situación particular, cuando la absolutiza al crear una ‘Yo-
Realidad’ sobre la que se cierne una ‘Amenaza’, cuando plantea así la visión de un
conflicto entre el Ser y la Nada, fabrica un problema ilusorio. Ningún conflicto
manifiesto puede acabar con esta disputa ‘metafísica’ sin realidad. Mi ‘Enemigo’
renacerá indefinidamente de sus cenizas puesto que la visión del yo triunfante supone
un no-yo superado pero siempre existente. Cuanto más lucho contra el no-yo en función
de la visión que lo implica, más confirmo esta visión y por lo tanto este no-yo. Así, mi
combate se engendra a sí mismo, mis esfuerzos por resolver el ‘problema’ de la felicidad
agravan el enigma, mi persecución se alimenta de los pasos que he dado. Soy como un
hombre con el cuerpo peligrosamente inclinado que corre para no caerse; corre
persiguiendo su centro de gravedad; pero este centro se desplaza con él y así es que
corre persiguiéndose a sí mismo.
Concibo la felicidad como un estado completa y definitivamente satisfactorio,
es decir como una consonancia orgánica –una armonía personal– pura e inamovible.
Si no concibiera la felicidad de esta manera ‘personal’, sería, gracias a mi consciencia
universal, la Armonía Absoluta que concilia las dos formas manifiestas de armonía y de
desarmonía. Pero, debido a que me concibo como una ‘persona’ imaginaria, individual
al mismo tiempo que universal, la armonía de la cual para mí se trata la felicidad es solo
la armonía manifiesta, aquella que forma con la desarmonía una dualidad inseparable.
La Armonía Absoluta está eternamente presente, está a cada instante y no hace falta
perseguirla. En cambio, la armonía relativa purificada, desembarazada de toda
desarmonía, es una esperanza que se sitúa necesariamente en el futuro, al final de una
evolución; y es una quimera que ninguna evolución podría alcanzar. La felicidad está
en el instante presente; pero la concibo de tal manera que se me aparece en el futuro;
mi mirada, desviada así de la felicidad real, se lanza tras espejismos siempre remotos.
Mi búsqueda de la felicidad es vana justamente por ser una búsqueda. Y deriva,
como una necesidad lógica, de mi perspectiva dualista ‘Ser–Nada’; vivo con miedo y

107
con la esperanza de un día ser liberado del miedo, y por lo tanto estoy obligado a
esforzarme hacia ese fin siempre fugitivo. Mi visión dualista me condena a ‘trabajos
forzados’.
La frase budista ‘Todo es sufrimiento’ es a menudo mal comprendida. No significa
que el hombre no pueda experimentar la alegría y la esperanza de la felicidad. Significa
que el hombre no puede jamás alcanzar la felicidad tal como la concibe; jamás puede
sentirse lleno, plenamente satisfecho. Incluso cuando saborea la esperanza de la
felicidad, cuando ve su combate llegando a buen término, está forzado a lanzarse sin
descanso hacia el imposible logro de su empresa. Es esta obligación de arrancarse del
presente para esforzarse hacia un futuro siempre fugitivo lo que constituye el
‘sufrimiento’ del que habla el budismo. El hombre eufórico sufre por debajo de su
euforia porque no es libre; su atención está obligada a correr de imagen en imagen sin
hallar en ninguna de ellas la ‘morada del descanso’. Está ‘in-quieto’, no en calma. Esta
inquietud no consiste en el hecho de que la energía del organismo psicosomático se
mueva sin cesar, sino en el hecho de que el hombre experimente este movimiento como
una necesidad impuesta. El hombre querría saborear la inmutabilidad, la permanencia
del Principio Absoluto, pero, al identificarse con su organismo dinámico, es en su
movimiento que busca, en vano, la inmutabilidad. Por eso, experimenta el movimiento
mental como una imposición; se siente esclavizado por el film imaginativo, incluso
cuando este es alegre; y esta esclavitud es un sufrimiento profundo que permanece bajo
los sufrimientos y las alegrías superficiales.
Mi condición, desde mi perspectiva dualista, es constantemente penosa. Incluso
cuando encuentro la vida maravillosa, siento todavía que ‘no es esto’; este momento es
solo una alta meseta desde la que debo volver a partir. Soy el Judío Errante que una
misteriosa maldición condena a abandonar los lugares más dulces. Me pregunto por el
sentido de esta búsqueda interminable, por sus causas, y por los medios para obtener el
alivio.
Comprendo que la misteriosa maldición que me hace correr es ilusoria. Nadie
me ha condenado a este suplicio. Corro porque creo que hace falta, en virtud de la
perspectiva dualista ilusoria desde la que mi vida parece desarrollarse. Mi desgracia
proviene de mi ignorancia.
Trabajo entonces para disipar mi ignorancia, para adquirir la comprensión
exacta y total de mi error. No puedo ver la Realidad como un objeto puesto que la
Realidad es el Principio-Sujeto de donde salen todas mis perspectivas; pero puedo
comprender al menos cómo interpreto mal lo que veo.
Todos los estudios precedentes representan esfuerzos para alcanzar esta
comprensión de mi error. Al iniciar esta labor intelectual, esperaba hallar alivio. Sin
embargo, constato ciertos días, con tristeza, que mi condición no mejora. He disipado
toda suerte de falsas creencias, he destruido mediante justas discriminaciones toda
suerte de confusiones; pero este trabajo parece inútil; mi vida interior está siempre llena
de agitaciones estériles. ¿Debo dudar de la eficacia de la comprensión? No puedo dudar
de ello sin dudar también de mi razón. Estoy seguro de que mi desgracia proviene de
mi ignorancia; y estoy seguro de que mi intuición intelectual puede disipar mi

108
ignorancia. ¿Por qué entonces mi comprensión parece ser, hasta ahora, ineficaz? ¿Cuál
es el puente que todavía falta entre mi comprensión y mi vida?
Para responder esta difícil pregunta, debemos volver a la preparación progresiva
con vistas a la Realización abrupta. Hemos visto que el satori sobreviene de repente
cuando, ante la manera natural de vivir según el ‘apego’, el hombre ha realizado por
completo la manera de vivir antagonista y complementaria según el ‘no-apego’. El
satori no sobreviene con las primeras realizaciones del no-apego; sobreviene solo
cuando este se ha realizado tanto como el apego, cuando alcanza cierto grado, cierto
límite.
Pero la realización del no-apego supone haber obtenido la comprensión. Y aquí
también, no basta que haya comenzado a adquirir la comprensión, ni siquiera que haya
adquirido una gran parte de ella, para que pueda empezar a ‘contra-trabajar
interiormente’. Aquí también hace falta que mi comprensión esté consumada, que haya
alcanzado el límite necesario.
La vida del hombre que alcanza el satori se divide en cuatro fases. En una
primera fase, este hombre edifica su organismo psicosomático, vive según el apego y
acumula así en su memoria cierto material experiencial. En el transcurso de esta
primera fase, experimenta el sufrimiento de su condición; cuando este sufrimiento ha
alcanzado cierto límite, se da cuenta de que su condición le supone un problema.
Entonces reflexiona y entra así en la segunda fase, o fase de la comprensión. Hace
trabajar a su intelecto en sus funciones intuitiva y lógica hasta que su comprensión
alcanza cierto límite. Una vez obtenido este límite, comprende la utilidad del no-apego
y sobre todo en qué consiste su práctica. Entra entonces por esa vía en la tercera fase,
donde realizará el no-apego (fase donde la vida interior se apacigua poco a poco).
Finalmente, cuando la realización del no-apego alcanza cierto límite, el hombre es
introducido por el satori en la cuarta y última fase. En el transcurso de esta evolución,
cada pasaje de una fase a la siguiente sucede de manera repentina cuando la fase
antecedente se ha realizado hasta el límite necesario.
El punto que nos interesa sobre todo en este momento es el pasaje de la fase de
comprensión teórica a la fase siguiente, aquella en la que realizaremos el no-apego. ¿En
qué consiste este ‘límite’ ante el cual nuestra comprensión es insuficiente para que
comience el ‘contra-trabajo’ apaciguador y que, una vez alcanzada, nos permitirá
cosechar lo que hemos sembrado?
Volvamos otra vez a la evolución general hacia el satori y utilicemos para ello
un diagrama.

109
Este diagrama muestra tres planos superpuestos, tres planos circulares incluidos
en un cono con un eje central. El plano inferior simboliza la primera fase, de
experimentación interior; el plano medio simboliza la segunda fase, de comprensión; el
plano superior la tercera fase, de no-apego; el eje central que une los tres planos
simboliza el estado de satori que integra la totalidad del ser humano.
Cada plano se realiza desde la periferia hacia el centro, es decir hacia el punto
de intersección del eje. La evolución del hombre, en este diagrama, se puede ver como
una corriente realizadora que comienza a funcionar en la periferia del plano inferior.
Si el hombre está dotado de una sensibilidad ‘ideal’ suficiente, esta corriente llega un
día al centro del plano inferior; entonces salta por el eje central al plano medio y va a
ubicarse a la periferia. A medida que se realiza un trabajo correcto de comprensión, la
corriente converge hacia el centro de este plano. Si el sujeto está dotado de una intuición
intelectual suficiente, si encuentra y reconoce la enseñanza justa, un día se alcanza el
centro y la corriente realizadora salta al plano superior, plano del no-apego, y va a
ubicarse a la periferia. A medida que se realiza el no-apego, la corriente converge hacia
el centro y, si lo alcanza, ocupa enseguida y para siempre la totalidad del eje central
(satori).
Gracias a este diagrama, puedo imaginarme cómo se efectúa mi trabajo de
comprensión. En el transcurso de mi búsqueda intelectual, tengo de hecho la impresión
de que mis esfuerzos se dirigen hacia un centro; ‘giro’ en torno al problema de mi
condición, lo observo desde todos los ángulos posibles, lo rodeo. A veces, en mi
impaciencia, he intentado un movimiento directo hacia el centro, pero en vano, porque
ciertas zonas periféricas todavía no estaban exploradas. Cuanto más me acerco al
centro, más generales y simples son mis ‘visiones’ intuitivas, más esenciales. Un día
presiento que ya no estoy alejado de una comprensión final que resumirá todas las
visiones acumuladas en mi mente y me introducirá al fin en la calma progresiva del no-
apego. Al igual que existe, en los animales superiores, una zona del sistema nervioso
central que controla todas las funciones orgánicas, existe en nuestra comprensión una
‘visión’ que integra todas nuestras ‘visiones’. Si no fuera así, podría dudar de que mi
trabajo intelectual fuera a tener fin; si no hubiera una jerarquía en mis descubrimientos
intuitivos sobre mi condición, mi comprensión jamás podría llegar a término. En
conexión con mi evolución personal, hay una jerarquía en las ‘visiones’ que obtendré;
hay una ‘visión’ última que me permitirá dejar la reflexión intelectual y dedicarme a la
realización del no-apego.
La búsqueda que este libro resume ya está suficientemente avanzada para que
intente dar asalto al bastión central. Se trata de comprender no solo ya que mi desgracia
proviene de mi ignorancia, ni las interpretaciones ilusorias que de allí se derivan, sino
qué mecanismo psicológico íntimo gobierna esencialmente mi vida en la ignorancia. Se trata de descubrir
la articulación que existe entre mi ignorancia teórica y mi vida práctica. Si lo logro, habré descubierto al
mismo tiempo la articulación que necesito entre mi comprensión teórica y mi vida práctica.
Mi ignorancia se traduce en una falsa perspectiva, en una falsa visión; se traduce pues
esencialmente, en mis fenómenos interiores, en una actitud que me orienta y me hace mirar en cierta
dirección, dirección en la que quedo fatalmente atrapado por la ilusión de la perspectiva dualista. La
articulación que une mi ignorancia a mi vida consiste en cierta orientación de mi ser, es decir –puesto

110
que me identifico con mi consciencia intelectual formal– en cierta orientación de mi atención intelectual.
Toda mi desgracia proviene del hecho de que la mirada de mi consciencia intelectual
está polarizada, imantada, en cierto sentido. Mi apego consiste en la pasividad de mi
atención ante esta atracción. El no-apego consistirá en equilibrar mi mirada intelectual
al desarrollar una imantación antagonista y complementaria.
El estudio que se nos propone ahora y que debe coronar todos nuestros estudios
anteriores llevará pues hacia el funcionamiento de nuestro intelecto y muy
especialmente de nuestra atención intelectual. Definirá el sentido que toma
habitualmente nuestra atención bajo el efecto de una especie de campo magnético
natural; luego, el sentido nuevo que debe hacerle tomar un nuevo campo magnético
nacido de nuestra comprensión.

111
TERCERA PARTE

CAPÍTULO 1
LA JERARQUÍA PSICOMOTRIZ

Nos abocamos pues a estudiar de nuevo el funcionamiento de nuestro pensar y


el fenómeno de la atención, para comprender con claridad de qué modo nuestras
posibilidades intelectuales están ya realizadas y de qué modo no lo están. Esta
comprensión es necesaria para descubrir la técnica del ‘contra-trabajo interior’ capaz
de ultimar la realización de nuestra naturaleza humana.
Este estudio se debe emprender desde un ángulo estrictamente general; debe
englobar toda la arquitectura del Ser que se manifiesta en el hombre.
Partiremos para ello del gesto, de esta acción elemental a la cual conduce la
estructura de nuestra máquina. En efecto, hemos mostrado en otra obra (La doctrina
suprema) que la anatomía y la fisiología humanas, en su conjunto, convergen hacia la
acción, y que el gesto representa la función última de nuestro organismo.
El gesto resulta de la contracción de fibras musculares. La fibra muscular, este
agente ejecutor, es controlada por una célula nerviosa, situada en la médula espinal,
que emite una larga prolongación (fibra nerviosa) que viaja hasta el músculo en un
nervio. El conjunto de las células nerviosas que controlan la contracción de los músculos
constituye lo que llamaremos la instancia nerviosa inferior. Esta instancia nerviosa inferior
activa directamente la contracción muscular, es decir que su actividad provoca esta
contracción.
Por encima de esta instancia existe una instancia nerviosa superior; es un conjunto
de células, situadas en la corteza cerebral (células corticales), que emiten fibras que las
unen con células medulares, cuya actividad controlan. Cada célula medular es
controlada por una célula cortical; y este control es de tipo inhibitorio, es decir que la
actividad de la célula cortical provoca la no-actividad de la célula medular, mientras
que la no-actividad de la célula cortical permite la actividad de la célula medular. Por
lo tanto, mientras que la célula medular gobierna la contracción muscular, la célula
cortical gobierna, por inhibición de la célula medular, la descontracción muscular.
Cuando todas las células corticales están en actividad, todas las células
medulares están inhibidas y toda la musculatura está en reposo. Si todas las células
corticales estuvieran inactivas, todas las células medulares estarían en actividad y toda
la musculatura estaría en contracción durable, en contractura. ¿Qué sucede ahora
durante un gesto voluntario? A cada instante de este gesto, ciertas fibras musculares se
contraen mientras que las otras están en reposo; esto es porque ciertas células medulares
están activas mientras que las otras están inhibidas; y esto es porque ciertas células
corticales están inactivas mientras que las otras están activas. ¿Cómo se produce esta
situación?
Supongamos que estoy acostado en el sofá, con los brazos al costado del cuerpo.
Me descontraigo por completo; todos mis músculos están en reposo. En este momento,
todas mis células medulares están inhibidas por mis células corticales, todas activas.

112
Luego ordeno a mi brazo derecho que se eleve algunos centímetros sobre el sofá; el
brazo se eleva. ¿Qué sucedió? Cierta parte de mis fibras musculares, que corresponden
a este gesto, entraron en actividad porque se ha levantado la inhibición de las células
medulares correspondientes y estas les han dado la orden; y estas células medulares han
dejado de estar inhibidas porque las células corticales correspondientes han dejado de
estar activas. Pero, ¿por qué estas células corticales que corresponden precisamente al
gesto que he querido hacer han dejado de estar activas mientras que todas las demás
persistieron en su actividad? Debemos suponer que la instancia nerviosa superior, esta
instancia que supera y controla la instancia inferior, es a su vez superada y controlada
por otra instancia, que llamaremos instancia psicomotriz, que no tiene soporte material
visible en el microscopio. Cuando consideramos una única fibra muscular controlada
por una única célula medular, controlada a su vez por una única célula cortical, esta
última parece ser suficiente para explicar la contracción voluntaria: provoca esta
contracción al dejar de estar activa. Pero cuando consideramos un gesto durante el cual
un gran número de fibras musculares se contraen mientras que las demás permanecen
en reposo, se vuelve evidente que la no-actividad de varias células corticales
correspondientes requiere una explicación. Se vuelve evidente que esta no-actividad
depende de un control superior que funciona también de modo inhibidor. Cuando
elevé voluntariamente el brazo, la instancia psicomotriz inhibió las células corticales
correspondientes a este gesto y liberó así la actividad de las células medulares que
controlaban las fibras musculares.
Podemos representar esta disposición en un diagrama.

113
En este diagrama, nos basta mostrar dos fibras musculares, una que simboliza
todas las fibras que se contraen en el gesto del momento, y otra que simboliza todas las
fibras que permanecen en reposo. Basta también mostrar dos células medulares y dos
células corticales. Una de las células corticales está activa (en negro); controla una célula
medular inhibida (en blanco), de la cual depende una fibra muscular en reposo (fina y
alargada). La otra célula cortical está inhibida; controla una célula medular activa de la
cual depende una fibra muscular contraída (globular y acortada). El círculo que encierra
las dos células medulares representa la instancia nerviosa inferior; el que encierra las
dos células corticales, la instancia nerviosa superior. Por encima se encuentra la
instancia psicomotriz; de esta parte, hacia las dos células corticales, un enlace de control
que va a inhibir una de las células a la vez que deja a la otra estar activa. Representamos
este enlace con una línea punteada para simbolizar la naturaleza sutil de esta escala
jerárquica; el anatomista no puede ver ninguna fibra nerviosa articularse con la célula
cortical, como sí ve la fibra de la célula cortical articularse con la célula medular;
estamos allí fuera del dominio accesible a nuestros órganos sensoriales.
Volveremos pronto a la instancia psicomotriz y veremos las nuevas instancias
por las cuales esta es a su vez superada. Pero antes queremos insistir sobre el modo
inhibidor que caracteriza el funcionamiento de estos tres primeros niveles, porque este
modo es lo opuesto a las ideas preconcebidas del sentido común. Nos ayudará para eso
una comparación, en la que opondremos la jerarquía psicomotriz a la jerarquía militar:
la célula medular corresponderá al soldado y su fibra muscular a la escoba con la que
el soldado barre el patio del cuartel; la célula cortical será el suboficial, la instancia
psicomotriz el oficial. En el ejército, el oficial comanda al suboficial y la actividad de
uno provoca la actividad del otro. Luego el suboficial transmite la orden al soldado,
quien ejecuta la orden; ahí también una actividad provoca otra actividad. En esta
jerarquía donde las actividades de todos los grados coinciden, cada grado subalterno
trabaja solo bajo la orden del grado superior; a falta de orden, está inactivo. Es distinto
en la jerarquía psicomotriz: aquí el soldado barre cuando el suboficial no le dice nada;
cuando el suboficial actúa, es para impedir que el soldado barra, y actúa así cuando el
oficial no le dice nada. Cuando el oficial actúa, es para impedir que el suboficial impida
al soldado barrer, de modo que este barra. Dejado a sus anchas, el soldado barrería
todo el tiempo; por su cuenta, el suboficial todo el tiempo impediría al soldado que
barra. En la jerarquía militar, la iniciativa viene de arriba y repercute en los grados
subalternos. En la jerarquía psicomotriz, cada grado subalterno tiene su iniciativa
constante y el funcionamiento efectivo de esta iniciativa está inhibido por el
funcionamiento de la iniciativa superior. A la iniciativa de la instancia medular
corresponde la contracción involuntaria, la contractura, el calambre; a la iniciativa de
la instancia cortical corresponde la relajación voluntaria; a la iniciativa de la instancia
psicomotriz corresponde el gesto voluntario.
Volvamos a la instancia psicomotriz. Su funcionamiento se traduce en la
concepción imaginativa del gesto a hacer. Pertenece a la manifestación sutil, a la psiquis.
Pienso, por ejemplo, dibujar en el aire con el dedo índice las curbas de una S mayúscula;
concibo mentalmente la imagen de la S y esta es una operación puramente psíquica.
Luego decido hacer este gesto y mi índice lo realiza. Remarquemos que el gesto se

114
realiza sin que yo deba preocuparme en lo más mínimo de cómo se hará. Si pienso en
ello, me doy cuenta de que los fenómenos neuromusculares que han realizado el gesto
han sido de una fantástica complejidad; cada punto del recorrido correspondió a la
contracción de una multitud de fibras musculares y a la descontracción de una multitud
de otras fibras. A cada instante, la distribución de fibras contraídas y fibras
descontraídas se vio modificada. La ejecución del menor gesto es, propiamente
hablando, un milagro, si por ‘milagro’ entendemos el hecho de provocar cierta
modificación del universo sin saber cómo se realizó esta modificación.
No solo no necesito saber cómo se realizó el gesto cuya imagen concebí y que
ordené que se realizara, sino que mi consciencia no puede jugar el menor papel en la
ejecución de lo que ordena. Al contrario de lo que dicta el sentido común, no puedo
ordenar directamente la contracción de mis músculos; solo puedo ordenar gestos y es solo
mediante la orden de hacer el gesto que consigo, indirectamente y sin saber cómo, la
contracción de las fibras musculares necesarias. Suponga que le marco el contorno de
un músculo en su cuerpo y le pido que lo contraiga; usted no conseguirá hacerlo a
menos que conozca un gesto durante el cual este músculo se contrae; si no, hará todo
tipo de movimientos hasta notar que tal gesto conlleva la contracción del músculo
señalado; solo entonces, al ordenar este gesto preciso, podría realizar la contracción
muscular que le he pedido. Veamos otra demostración incluso más convincente:
suponga que tiene el antebrazo a ángulo recto del brazo y le doy a sostener con esa
mano una pesa de un quilo y luego una pesa de dos kilos. En ambos casos, el trabajo
requerido a su bíceps habrá sido distinto; la cantidad de fibras contraídas en este bíceps
habrá sido diferente (porque cada fibra se contrae totalmente o no se contrae en
absoluto; no se contrae más o menos); ¿pretendería usted haber dado la orden de que
se contraigan tal cantidad de fibras para sostener un quilo y luego tal cantidad para dos
quilos? Usted solo ha dado la orden del gesto de mantener el antebrazo inmóvil y las
instancias nerviosas situadas bajo el control de su instancia psicomotriz han hecho su
trabajo sin que su consciencia haya tenido nada que ver.
Hemos dicho que la instancia psicomotriz concibe el gesto y da la orden
mientras que las instancias subalternas ejecutan la orden. Es la distinción entre el poder
legislativo y el poder ejecutivo. Pero en esta jerarquía que precede la acción, si bien el
nivel inferior (la fibra muscular) es puramente ejecutivo y el nivel supremo (el Principio
Absoluto, como veremos más adelante) es puramente legislativo, todos los niveles
intermediarios son ambos a la vez; cada uno de estos niveles intermediarios es legislativo
con respecto a su nivel inferior y ejecutivo con respecto a su nivel superior.
Debemos pues preguntarnos ahora con relación a qué es ‘ejecutiva’ la instancia
psicomotriz. Para responder esta pregunta, primero hace falta definir exactamente esta
instancia. Es voluntad de actuar y, puesto que nuestra acción tiende sin cesar hacia
nuestra reintegración vital (cf. Cap. 7), es nuestro ‘querer vivir’. Es la manifestación
particular, encarnada en nuestro organismo, del Yang integrador. La instancia que la
supera es pues el Yang integrador en sí, que llamaremos entonces la Naturaleza. La
instancia psicomotriz es nuestro querer vivir particular; es el pensamiento particular
que ejecuta en nosotros el querer vivir general o natural y que concibe los gestos

115
correspondientes. Y la Naturaleza es el pensamiento general que concibe el querer vivir
general y controla su ejecución particular por medio de nuestra instancia psicomotriz.
En cuanto a la Naturaleza en sí, o voluntad general de la vida, es superada por
el Principio Absoluto, pura concepción del Universo, que controla la ejecución del
Universo por medio de la Naturaleza. Ahora podemos completar nuestro diagrama,
que consta de cinco instancias superpuestas.
Antes de comentar este diagrama, recordemos que no debemos buscar ver en él
la estructura del hombre tal cual es en sí misma. Un diagrama es solo una construcción
artificial que ayuda al intelecto a comprender ciertas relaciones entre las cosas tal como
aparecen ante este intelecto. Como un diagrama indica ciertas relaciones y no indica
otras, siempre es a la vez relativamente verdadero y relativamente falso.
Así, nuestro diagrama da cuenta de la trascendencia del Principio Absoluto con
relación a la Manifestación, pero no de su inmanencia. A primera vista, se diría que la
jerarquía de estas cinco instancias es análoga a la jerarquía militar, que el Principio
Absoluto comanda la actividad de la Naturaleza, que comanda la actividad de la
instancia psicomotriz, que comanda a su vez las dos instancias nerviosas. En realidad el
Principio Absoluto reside en todos los niveles de la Manifestación; cada uno de estos
niveles es un dinamismo propio y el control del que es objeto funciona de modo
inhibidor. El Principio Absoluto es a la vez el Gran Inhibidor y el Gran Actor, el No-
Actuar y el Actuar; es el Actuar en cuanto inmanente y el No-Actuar en cuanto
trascendente.

116
Las dos instancias nerviosas son accesibles a nuestros órganos sensoriales. Son
‘materiales’ en el sentido habitual del término, es decir que engloban cosas inanimadas,
materias psicoquímicas. Constituyen la parte material de la jerarquía. Por eso las hemos
encerrado en un círculo que representa lo que llamamos nuestro Cuerpo.
La instancia psicomotriz es el ‘querer vivir’ individual, el pensamiento individual
que ‘anima’ el cuerpo. Por eso podemos llamarla Alma, mientras que la Naturaleza,
‘querer vivir’ universal del cual el Alma es el representante individual, puede
denominarse Espíritu. El Espíritu pertenece al dominio intemporal puesto que, siendo el
principio de los fenómenos, no es él mismo un fenómeno. Principio del espacio-tiempo,
no depende de este. El Alma, en el sentido que le damos actualmente, es la articulación
entre lo universal y lo individual, entre lo intemporal y lo temporal. Los pensadores que
han creado una entidad a la vez intemporal y temporal, y emplearon entonces la
palabra ‘alma’ para designar esta parte del individuo que suponían eterna, se
preguntaron sobre la articulación que unía a esta ‘alma’ con el ‘cuerpo’. De hecho,
debemos llamar Espíritu a lo Intemporal, Cuerpo al individuo temporal, y Alma a la
articulación entre los dos. Así concebida, es evidente que el Alma no puede estar situada
únicamente ni en el tiempo ni fuera del tiempo. Articulación entre lo Intemporal,
principio de los fenómenos, y el conjunto fenomenal que constituye el Cuerpo, participa
de la mortalidad del Cuerpo si se la contempla del lado del Cuerpo y de la eternidad
del Espíritu si se la contempla del lado del Espíritu. Así pues podemos decir que todos
los individuos, estén muertos, vivos o aún no nacidos, están en el eterno presente,
aunque desde lo temporal pertenezcan al pasado, al presente o al futuro.
Para aclarar esta difícil cuestión, nos permitiremos asimilar el Alma, articulación
entre el Espíritu y el Cuerpo, a la articulación que existe entre las dos instancias
nerviosas, la superior y la inferior. La célula medular posee prolongaciones llamadas
dendritas, que se dividen en neurofibrillas.

La fibra que viene de la célula cortical termina en una división semejante de


fibrillas que corresponden a las fibrillas medulares. Estos dos sistemas fibrilares pueden
entrar en contacto o romper el contacto al retraerse. El conjunto de esta articulación
intermitente se denomina sinápsis; según lo que suceda en la sinápsis, la corriente que
proviene de la célula cortical (sea cual sea la naturaleza exacta de esta ‘corriente’) llega
o no a la célula medular. Podemos ver el Alma, articulación entre el Espíritu y el
Cuerpo, como una sinápsis sutil análoga a la sinápsis material que acabamos de
describir. Y podemos representar esta sinápsis sutil en el diagrama de la página 118.
Sus dos sistemas fibrilares se sitúan a un lado y otro de una frontera que separa lo
Intemporal, arriba, del espacio-tiempo, abajo. Cuando el cuerpo se desintegra, el
sistema fibrilar inferior de la sinápsis sutil se desintegra con él; pero el sistema fibrilar
superior, que emana del Espíritu Intemporal, no se desintegra, del mismo modo que no

117
se integró en el nacimiento del cuerpo; está fuera del tiempo. Así, el Alma, en cuanto
no individual, es inmortal; pero en cuanto individual es mortal, y es un absurdo
metafísico creer en la perpetuidad de fenómenos que manifiestan al individuo, y en
particular su consciencia formal.

La asimilación de la instancia psicomotriz a una sinápsis también tiene la ventaja


de mostrarnos que no constituye, propiamente hablando, una instancia autónoma; es
solo el aspecto que toma, para nuestra mente, la instancia Naturaleza en cuanto se
manifiesta en un individuo particular.
El ser humano está tan preocupado por una eventual ‘supervivencia’ que nos
parece útil desarrollar un poco nuestra exposición sobre el Alma concebida como
articulación entre lo intemporal y lo temporal.
En primer lugar, estudiemos con mayor detalle la naturaleza de las relaciones
entre los diversos niveles de la jerarquía psicomotriz. El trabajo de un nivel dado
depende, en su manifestación, de los niveles inferiores a él; pero no depende de ellos en
su funcionamiento. Si las células medulares que corresponden en mí a cierto gesto han
sido destruidas por el virus de la poliomielitis, las células corticales pueden concebir este
gesto (la concepción no depende del nivel medular en su funcionamiento), pero el gesto
no se puede manifestar (depende del nivel inferior en su manifestación). En otras
palabras, desde el punto de vista de la manifestación, el nivel inferior es limitativo del
nivel superior (este solo puede manifestarse según las posibilidades del nivel inferior);
pero, desde el punto de vista de su funcionamiento, el nivel superior es independiente
del inferior.
Apliquemos este análisis a las relaciones entre el cerebro y el alma. Desde el
punto de vista de la manifestación, el cerebro es limitativo del alma. La calidad del
pensamiento formal depende de las posibilidades de funcionamiento del cerebro. Pero,
desde el punto de vista de su dinamismo en sí, el alma es independiente del cerebro.
Veamos un ejemplo: si tomo mescalina, veo con los ojos cerrados imágenes coloridas
de extraordinaria precisión; o bien, con los ojos abiertos, veo el mundo exterior
transfigurado, bañado en una realidad inefable. Estas percepciones surgen de mi alma

118
como mis percepciones habituales; por lo tanto, en mi alma está constantemente su
posibilidad, las contiene siempre en potencia. Pero, por lo general, mi cerebro no deja
pasar estas manifestaciones; los límites que impone a mi alma excluyen tales visiones;
las modificaciones psicoquímicas engendradas por la mescalina son necesarias para que
mi cerebro deje de frenar estas imágenes. Las visiones de la embriaguez mescalínica
dependen del cerebro, pero no su principio; el alma, que es su fuente, las contenía antes
de mi embriaguez y sigue conteniéndolas luego; el dinamismo propio del alma no
depende del cerebro.
Un hombre está en coma; su cerebro reduce a cero la manifestación del alma;
no hay ningún fenómeno consciente. Pero el alma, en su dinamismo en sí, no está nada
afectada por este estado del cerebro.
Supongamos ahora que este hombre pasa del coma a la muerte. Su cerebro ha
dejado de funcionar definitivamente. La manifestación consciente del alma en este
hombre individual es definitivamente imposible. Pero esta alma, en su mitad
intemporal, no está de ningún modo afectada por el deterioro del cerebro, es decir por
la muerte. ‘Es’ siempre, como ‘era’ antes del nacimiento de este hombre. Es el Principio
Absoluto en cuanto este Principio contiene la posibilidad de manifestación del hombre
en cuestión; como tal, está fuera del tiempo, es independiente del nacimiento y de la
muerte. Este hombre ‘es’ desde toda la eternidad, como posibilidad de manifestación
contenida en el Principio Absoluto eterno. Esta posibilidad se actualiza entre el
nacimiento y la muerte, pero ella ‘es’ eternamente, más allá de los límites de esta
actualización temporal. Este hombre que acaba de morir ‘es’ siempre, aunque ya no
exista, como ‘era’ siempre antes de nacer.
Pero es absurdo hablar de ‘supervivencia’. Si bien el hombre que acaba de morir
‘es’ siempre, ya no ‘vive’ y no ‘vivirá’ nunca más. La vida es la manifestación individual;
supone la reintegración continua del organismo. El hombre que está muerto ‘es’
siempre, pero en un plano que no es aquel de las individualidades vivas. Lo que ‘es’
fuera del tiempo y se manifiesta de manera ‘vital’ durante cierto tiempo, no tenemos
manera de concebirlo. Si intento captarlo en una concepción mental, caeré fatalmente
en las representaciones infantiles inspiradas por el mundo manifiesto que percibo en la
actualidad con los sentidos. En efecto, toda concepción reside en el plano de la
manifestación formal; como está contenida en este ‘ser’ intemporal que intento captar,
no puede contenerlo, comprenderlo. Sé por la perfecta evidencia intelectual que soy
desde toda la eternidad, pero no puedo ‘imaginarme’ a este ‘Yo’ eterno.
El alma que antes se manifestó en un hombre ahora difunto, es decir el Principio
Absoluto en cuanto contiene eternamente la posibilidad de manifestación de este
hombre, se puede manifestar a veces en la consciencia de hombres vivos (fenómenos
espiritistas). Algunos de estos fenómenos, dejando de lado las numerosas supercherías,
son indiscutibles. Pero siempre se los ha interpretado de manera inexacta. Se ha
pensado que el difunto todavía ‘existía’, ‘vivía’, y que se manifestaba en la consciencia
del ‘médium’. Al razonar así, se olvida que ‘existencia’ y ‘vida’ significan manifestación
y que una manifestación no podría ser la fuente de una consciencia psicológica. Los
fenómenos que suceden en la consciencia del médium no provienen de este conjunto
de fenómenos que constituía la consciencia del hombre ahora difunto. En realidad, el

119
difunto ya no ‘vive’, ya no ‘existe’, y no ‘sobrevive’; su manifestación, es decir la
manifestación del Principio Absoluto en su organismo, ha desaparecido junto con este
organismo. Pero esta manifestación particular, contenida como posibilidad intemporal
en el Principio Absoluto al igual que la multitud indefinida de posibilidades semejantes,
funciona ahora en el organismo vivo del médium. No podemos remarcar lo suficiente
que todos los fenómenos espiritistas implican el funcionamiento de cerebros bien vivos,
instrumentos necesarios de toda manifestación psíquica.
El ‘problema’ que presentan los fenómenos espiritistas no concierne la eventual
supervivencia de los muertos sino los poderes de percepción extrasensoriales de los
vivos. ¿Cómo comprender estos poderes?
En nuestro diagrama del alma como articulación entre lo intemporal y lo
temporal, el aspecto intemporal de esta alma parece personal, como por lo demás la
Naturaleza y el Principio Absoluto le parecen personales al hombre en quien se
manifiestan. Ese es el inconveniente inevitable de todo diagrama de este tipo. En
realidad, el aspecto intemporal del alma de un hombre dado no es más personal para
él que la Naturaleza o el Principio Absoluto. El alma intemporal de un hombre dado
no es otra cosa que el Alma cósmica que anima el Universo en su plano ‘vital’. Lo
normal es que esta Alma cósmica se manifieste en mí solo de manera individual, o sea
únicamente a través de mis órganos sensoriales, debido a mi contractura egoísta, a mi
reivindicación-de-ser-absolutamente-en-cuanto-distinto. Pero ciertos hombres pueden,
en ciertas condiciones, distender en parte esta contractura a favor de otro aspecto del
cosmos que no sea su propio organismo. Esta descontracción parcial del médium
somete su consciencia a la acción del Principio Absoluto en cuanto este contiene
intemporalmente aquello extraño al organismo del médium; la consciencia de este
manifiesta entonces el Principio Absoluto como principio de aquel elemento extraño, y
se manifiesta pues como si fuera este elemento. El médium que uno cree que está en
comunicación con un hombre muerto manifiesta solo el Principio Absoluto a la manera
del muerto, como este muerto lo ha hecho durante toda su vida y como lo haría todavía
si no estuviera muerto.
Veamos ahora nuestra jerarquía psicomotriz desde el punto de vista de la
libertad. Conforme a su situación, los niveles son más o menos libres según la importancia
de lo que condicionan y de aquello por lo que son condicionados. La fibra muscular no
es en ningún caso libre puesto que no condiciona nada y está condicionada por todos
los otros niveles. La instancia nerviosa inferior goza de cierta libertad puesto que
condiciona la fibra muscular. La instancia nerviosa superior es más libre puesto que
condiciona la instancia inferior y, a través de ella, la fibra muscular. Etcétera... el
Principio Absoluto es el único con perfecta libertad puesto que condiciona todo y no es
condicionado por nada. En el capítulo siguiente, veremos que el hombre, en el estado
de desarrollo incompleto que suele tener, goza solo de una libertad relativa porque
realiza solo una parte de la jerarquía que ahora estudiamos. Pero veremos también que
puede realizar la jerarquía entera y gozar entonces de la libertad total.

120
CAPÍTULO 2
LA ESTRUCTURA TOTAL DEL HOMBRE

Hemos visto, al estudiar los tres planos cósmicos, que el hombre encarna en sí
mismo los dos aspectos, integrador y desintegrador, del Yang o pensamiento cósmico
creador, pero que en su desarrollo habitual solo realiza el aspecto integrador de este
pensamiento. Ahora podemos tratar esta cuestión de modo más completo, gracias a las
nociones expuestas en el capítulo precedente sobre la jerarquía de instancias que
constituye la estructura del hombre.
También aquí usaremos un diagrama. Este diagrama presenta una serie de
ruedas, superpuestas o yuxtapuestas, repartidas en tres niveles. En el nivel superior, las
dos ruedas medianas representan el organismo humano en sus dos metabolismos,
desintegrador y reintegrador; en el nivel medio, las tres ruedas pequeñas corresponden
a la Naturaleza.
Aquí debemos hacer una advertencia. Sería un error querer hallar una
continuidad exacta entre este diagrama y el del capítulo precedente. Una vez más, estos
diagramas no pretenden expresar con totalidad las nociones tratadas. Cada capítulo
expone cierta visión que se obtiene al colocarse en cierto ángulo. Las diferentes
‘visiones’ deben cohabitar en nuestra memoria y armonizarse en una comprensión
informe sin que nos creamos obligados a conectar literalmente sus expresiones formales.
El dominio metafísico tiene una cantidad indefinida de dimensiones, no solo tres; por
lo tanto, nuestros diagramas escapan a las leyes que rigen los planos industriales.

En la cima de nuestra estructura reside el Principio Absoluto. Desde el punto de


vista de la ‘integración-desintegración’ bajo el que estudiamos ahora la estructura total
del hombre, el Principio Absoluto no es ni integración ni desintegración. Fuente de toda

121
la energía cósmica, reside río arriba de esta energía y de los dos aspectos de su
funcionamiento. Es a la vez el No-Actuar y el Actuar. El centro inmóvil de la gran rueda
corresponde al No-Actuar mientras que su circunferencia móvil corresponde al Actuar.
En lo más bajo de nuestra estructura se hallan las dos ruedas que representan el
organismo humano. Este organismo es el resultado de dos tipos de fenómenos, unos
destructores o desintegradores, los otros constructores o integradores.
Entre el Principio Absoluto y el organismo se hallan las tres ruedas que
representan la Naturaleza. Antes de ver por qué la Naturaleza está representada aquí
por tres ruedas y por qué estas ruedas están dispuestas como lo están, preguntémonos
por qué debemos interponer el nivel ‘Naturaleza’ entre el Principio Absoluto y nuestro
organismo. ¿No podríamos considerar que nuestro organismo es movido de manera
directa por el Actuar del Principio Absoluto?
Nuestra perspectiva mental impone la discriminación entre el Principio
Absoluto y la Manifestación. No podemos confundir el Uno inamovible, que intuimos
detrás del movimiento cósmico, con el movimiento mismo. Debemos distinguir el
Principio en cuanto es y el Principio en cuanto se manifiesta, el Actuar Principal y la
acción cósmica que opera en todos los fenómenos. Pero asimismo debemos distinguir
también el movimiento cósmico general y las ‘diez mil cosas’ que él crea, es decir los
fenómenos. Las leyes generales del cosmos, que existen en modo dual (ley de gravedad–
ley de expansión del Universo, fuerza centrípeta–fuerza centrífuga, etc...) se deben
distinguir no solo del Principio Uno sino también de lo Múltiple indefinido de los
fenómenos particulares. La perspectiva discriminativa de nuestro intelecto debe pues
concebir la existencia de una instancia entre el Principio Absoluto y nuestro organismo,
entre el Noúmeno y los fenómenos. Esta instancia constituye lo que aquí llamamos la
Naturaleza.
Representamos la Naturaleza con tres ruedas repartidas en dos niveles –una
arriba y dos abajo– porque esta instancia de la ‘Naturaleza’, intermediaria entre el
Noúmeno y los fenómenos, presenta necesariamente, para nuestro intelecto
discriminativo, dos caras: una, de naturaleza única, está orientada hacia el Noúmeno y
se articula con él; la otra, de naturaleza dual, está orientada hacia lo múltiple fenomenal
estructurado de manera dual y se articula con él. Para unir lo Uno a lo Múltiple dual,
la Naturaleza tiene necesariamente dos aspectos, uno único y el otro dual. Las dos
ruedas naturales inferiores, designadas con las letras I y D, representan la Integración y
la Desintegración que operan en la Naturaleza de manera acoplada y complementaria.
La designación de la rueda natural superior, N-I, es más delicada de comprender. N-I
quiere decir ‘No-Integración’: hemos elegido este término negativo porque esta cara de
la Naturaleza, orientada hacia el Principio Absoluto y articulada con él, pertenece
todavía al dominio de lo No-Manifiesto. Este término negativo, como todos los términos
análogos usados por la Metafísica, no tiene un sentido privativo; la No-Integración no
designa una Naturaleza que no integra nada sino la Naturaleza en cuanto principio
anterior a la integración y a la desintegración que emanarán de ella.
Uno puede preguntarse por qué articulamos la No-Integración con la
Integración y no con la Desintegración. Es porque el organismo, aunque muere a la vez
que renace durante toda su existencia, comienza por nacer. Si bien su manifestación

122
durante su vida es a la vez integradora y desintegradora, su primera aparición es
integradora; si bien es la desintegración quien tiene la última palabra de nuestra vida,
la integración es quien tiene la primera. Debido a esto vemos, durante todo el transcurso
de la existencia, la iniciativa de pertenecer a la integración.
Entre las dos caras de la Naturaleza pasa la frontera que separa lo No-
Manifiesto (arriba) de la Manifestación (abajo). En la Manifestación, las dos ruedas
representan su aspecto sutil o psíquico, y las ruedas más inferiores representan el aspecto
grosero o material, el organismo vivo que los fisiólogos pueden estudiar con sus
instrumentos de observación y medición.
En el conjunto de nuestro diagrama, hemos elegido, para simbolizar los
encadenamientos cósmicos dinámicos, ruedas articuladas directamente unas con otras
porque el dispositivo da cuenta de la ley de complementariedad. Las ruedas articuladas así
(y no, por ejemplo, mediante correas de transmisión) giran en parejas, en sentido inverso
una de otra. Se ve en nuestro diagrama, donde hemos hecho girar de modo abritrario
el Principio Absoluto en sentido de las agujas del reloj, lo que determina necesariamente
el sentido de rotación del resto del sistema. Podríamos por supuesto invertir todos los
sentidos. Lo interesante, como veremos luego, son las relaciones de identidad o de
oposición que existen entre los sentidos de rotación de diferentes ruedas.
Lo que hemos dicho en el capítulo precedente sobre la jerarquía de libertad en
nuestra estructura graduada se aplica a nuestra construcción actual. La idea útil que
resulta de ello es la siguiente: el hombre puede, al término de su desarrollo completo,
realizar en sí mismo todas las ruedas de nuestro diagrama, es decir que puede ser
totalmente libre. Pero en su estado de desarrollo habitual no realiza sino las dos ruedas
inferiores y la rueda natural de ‘Integración’ (con trazo grueso en el diagrama) y, en este
estado, es libre solo en parte. Explicaremos lo mejor posible este punto esencial y, para
ello, comenzaremos diciendo algunas palabras sobre la estructura del animal.
El animal no realiza y no puede realizar más que las dos ruedas inferiores que
representan su organismo. Todas las otras ruedas funcionan para mover este
organismo, pero solo este se realiza en el animal. Todo lo que está por encima del
organismo excede al animal puesto que, a falta de intelecto (consciencia universal
manifestada por el lenguaje), este está limitado al dominio individual o particular. La
Naturaleza Universal lo mueve pero él no tiene acceso al plano de la Naturaleza, ni
siquiera en su aspecto de Integración. El animal quiere las acciones que favorecen su
vida o que alejan la muerte pero, como no puede concebir las ideas generales de ‘vida’
y ‘muerte’, no puede querer su vida ni rechazar su muerte. Cuando vemos por ejemplo
a un cachorro lanzarse goloso a la ubre de su madre, tal vez pensamos: ‘¡Qué ganas de
vivir tiene!’. Pero es porque lo pensamos en términos de un ser humano. El cachorro
quiere amamantarse porque la Naturaleza quiere su vida y le delega la tarea de hacer
lo necesario para vivir, pero él mismo no puede querer su vida. Del mismo modo, un
animal atacado por un enemigo no rechaza su muerte mientras lucha; rechaza solo los
daños que su enemigo le quiere infligir.
El ‘querer vivir’, pensamiento de reintegración, está encarnado en el animal;
todo sucede, dijimos, como si la Naturaleza confiara a la criatura viva su misión
reintegradora. Pero este ‘querer vivir’, aunque encarnado en esta criatura, no está

123
realizado en ella, no es consciente en su forma general. Un pensamiento particular
funciona en el animal pero este no tiene el pensamiento; no capta este pensamiento
particular porque le falta la consciencia universal que es necesaria para ello. Percibe tal
cosa y la quiere, pero no puede percibir que percibe esta cosa y que la quiere.
Decir que el pensamiento del animal funciona en él pero que no es suyo es decir
que está condicionado por algo exterior a él. Está totalmente condicionado por la
Naturaleza, que el animal no realiza en absoluto. El pensamiento del animal no es para
nada libre. Su instancia cortical goza de cierta libertad puesto que condiciona la
instancia medular, y esta última también puesto que condiciona la fibra muscular, pero
la esencia del animal, que es su ‘querer vivir’, no es nada libre.
Veamos al mismo tiempo que el animal no puede de ninguna manera sentirse
un esclavo. Para que una criatura se sienta esclavizada, hace falta que tenga una
posibilidad de libertad que no realiza. Pero el animal no tiene ninguna posibilidad de
libertad no realizada; por lo tanto, no puede sentirse esclavizado. Puede sentir que se
oponen obstáculos a sus deseos, puede sentirse contrariado por enemigos exteriores
contra los que lucha; pero no puede sentir su ser interior oprimido por la Naturaleza –
aunque la Naturaleza lo condicione totalmente– a falta de un intelecto que le permita
elevarse al nivel de la Naturaleza Universal. Es el juguete de su ‘querer vivir’ pero no
puede darse cuenta de ello porque no puede percibir este ‘querer vivir’. Un esclavo que
no puede percibir la existencia de su amo no podría sentirse esclavizado porque uno
solo puede sentirse esclavo si es de alguien.
El pensamiento del animal, total y legítimamente condicionado por la
Naturaleza, está estructurado como la misma Naturaleza, de manera dual pero no
dualista. Cuando más adelante estudiemos la estructura del pensamiento verbal del
hombre, veremos en paralelo cómo está conformado el film imaginativo del animal.
Digamos aquí tan solo que el pensamiento del animal contiene de manera imparcial,
como la misma Naturaleza, armonía y desarmonía, integración y desintegración,
convergencia y divergencia. Las asociaciones se reorganizan en él de manera constante;
ninguna es estable (al revés de lo que veremos en el hombre donde aparecen las
asociaciones inalterables de las ecuaciones lógicas). El animal no percibe la armonía ni
la desarmonía en sí mismas, bajo su aspecto general o universal; en consecuencia, su
preferencia particular por su propia integración convergente no puede prolongarse en su
pensamiento como parcialidad por la integración en general y, a través de esta, por tales
integraciones particulares; jamás el animal concebirá que tal cosa debe existir.
El hombre, al comienzo de su vida, funciona como el animal. El bebé, como el
animal, es un dinamismo encarnado bajo el modo del ‘querer vivir’; pero es incapaz de
querer conscientemente vivir, a falta de la capacidad de concebir la idea.
Luego aparece el intelecto. La consciencia del niño se vuelve capaz de concebir
ideas generales, de percibirlas bajo una perspectiva ‘sujeto-objeto’ y de manipularlas en
ecuaciones lógicas, todo gracias al lenguaje, gracias a las palabras que simbolizan estas
ideas y las vuelven, en apariencia, entidades autónomas.
Este poder supremo que constituye el intelecto verbal parece un regalo real. De
hecho, introducirá al hombre en un mundo de contradicciones desgarradoras. Es así

124
porque el intelecto no aparece de entrada con un desarrollo pleno sino que llega a este
de manera progresiva.
Si el intelecto apareciera de entrada con todas sus posibilidades, el niño
percibiría la Realidad única e inalterable en todos los fenómenos que manifiestan el
movimiento cósmico. Realizaría la inmanencia, en todos los fenómenos, de esta
Realidad trascendente. Percibiría la Integración general y la Desintegración general, la
Vida y la Muerte, como iguales y complementarias puesto que conciliadas en el Devenir
que manifiesta dinámicamente el Ser inalterable. Como la Realidad Una se querría a
sí misma en este niño capaz de percibirla, el niño querría el Devenir que manifiesta la
Realidad. Aheriría a la ‘naturaleza de las cosas’, a su propia muerte como a su vida.
Llevaría a cabo el ‘querer vivir’ natural, pero sin apego, es decir aceptando el
eventual fracaso. Queriendo en su esencia animal su vida y no su muerte, querría en su
esencia humana todo lo que le sucediera. Su esfuerzo por vivir no sería una lucha
dramática que tiene lugar bajo una espada de Damocles, sino un juego cuyo carácter
alegre no dependería en ningún caso de su resultado. La vida humana, sean cuales
fueran los incidentes fenoménicos, estaría bañada en la atmósfera que evoca esta frase
Zen: ‘La Tierra es el paraíso’.
En suma, si el intelecto apareciera de manera súbita en toda su amplitud, el
hombre realizaría de golpe todas las ruedas de nuestro diagrama, incluso el Principio
Absoluto.
Pero el intelecto aparece de hecho de manera progresiva. La Realización del
hombre, llamado en teoría a ocupar todas las ruedas del diagrama, se efectúa en la
práctica como un impulso ascendente que parte de las dos ruedas inferiores, orgánicas,
y sube a la conquista de la estructura total. En el transcurso de este ascenso, el impulso
pronto encuentra un obstáculo que lo detiene, y que ahora estudiaremos.
El desarrollo del intelecto es progresivo. Los primeros conceptos generalizados
mediante el verbo se elaboran en el niño a propósito de cosas concretas del mundo a su
alrededor. Lo que el niño nombra al comienzo son cosas o personas particulares. Un
año o dos más tarde, se elaboran conceptos verbales a propósito de cosas abstractas. Y
es mucho más tarde cuando las intuiciones metafísicas se vuelven posibles; tampoco
aparecen en la consciencia, en la mayoría de los seres humanos, a menos que haya una
correcta iniciación.
Durante esta evolución, nos encontramos con las ideas abstractas en su aspecto
dual mucho antes de que sean posibles las intuiciones conciliadoras. Así es que las ideas
de ‘vida’ y de ‘muerte’ –es decir, de Naturaleza Integradora y de Naturaleza
Desintegradora– aparecen mucho antes de que sea posible su conciliación mediante el
concepto de la Naturaleza total eterna (No-Integración). El ser humano, al elevarse por
encima de las dos ruedas orgánicas, encuentra las dos ruedas de Integración y
Desintegración que representan el lado manifiesto de la Naturaleza. Esto se produce
cuando el niño, hacia los tres o cuatro años de edad, descubre la idea de ‘la muerte’ y,
por antítesis necesaria, la idea de ‘la vida’. Es muy frecuente que el niño de esta edad
haga preguntas sobre la muerte y hasta se obsesione con ella durante varios días o varias
semanas. El descubrimiento del dualismo ‘vida-muerte’ es al mismo tiempo
descubrimiento de los dualismos ‘triunfo-fracaso’, ‘potencia-impotencia’, etc.

125
El niño encuentra allí, a falta de una posible conciliación, oposiciones aparentes,
dilemas cuyos términos se excluyen para él de modo tal que no puede querer uno sin
rechazar el otro. El bebé, en quien todavía estaba realizada solo la esencia animal,
encarnaba el ‘querer vivir’ natural, no el ‘querer morir’. Por lo tanto, cuando el niño
encuentra las ideas de ‘vida’ y de ‘muerte’, de Naturaleza Integradora y Naturaleza
Desintegradora, elige necesariamente realizar en sí mismo solo la Naturaleza
Integradora. Esta elección se traduce en él en la creencia de que su vida debe ser, que es
legal, parte del orden, mientras que su muerte no debe ser, es ilegal, contraria al orden.
Así, al llegar al nivel de la Naturaleza manifiesta, el niño acepta la realización de la
rueda Integración pero rechaza la de la rueda Desintegración.
Hemos dicho que el niño quería vivir y rechazaba morir. La realidad es más
compleja porque, entonces, el ser humano ya no es solo un organismo, un Ego. Es ahora
la ‘idea de un Ego’, o un ‘Ego ideal’, general, distinto del organismo. Es una ‘Yo-
Realidad’ que, identificada fundamentalmente con el organismo, puede transferir esta
identificación hacia otras cosas, concretas o abstractas. Así pues la adhesión exclusiva a
la rueda Integración se traduce en una voluntad que no es ya en esencia voluntad de
vivir sino voluntad de Integración ilimitada del Ego ideal, volunta dde afirmación del
yo, incluso si, en determinadas circunstancias, esta afirmación ilimitada del yo implica
el sacrificio de la vida orgánica.
El hecho de que el hombre realice solo la rueda Integración y rechace la rueda
Desintegración tiene como consecuencia la no-realización de la rueda No-Integración
que supera a las otras dos y representa la Naturaleza no-manifiesta. Intentaremos
demostrar por qué es así.
Según la perspectiva del hombre en este estado habitual de desarrollo, la No-
Integración se asemeja a la Desintegración y le parece idéntica a ella. La No-Integración
es el ‘caos primordial’, no en el sentido de desorden, sino en el sentido de energía
cósmica primordial todavía no manifiesta en las diez mil cosas. En la Génesis, el caos
no es la mezcla desordenada de la luz y la sombra, de la tierra y las aguas, etc... Designa
la Sustancia Primordial (la Prakriti del Vedanta) de la que nacerán la luz y la sombra, la
tierra y las aguas, etc... Pero esta Naturaleza todavía indiferenciada se asemeja, para el
hombre encerrado en el dualismo ‘Integración-Desintegración’, a una desintegración,
y el rechazo de realizarla es al mismo tiempo un rechazo de realizar la energía cósmica
primordial de la rueda No-Integración. Si se le dice a un hombre que tras la muerte
regresará al gran Todo indiferenciado de donde emana toda la creación, verá de
inmediato esta superación de la vida como una desintegración inferior a ella.
Por lo tanto, al mismo tiempo que rechaza la Desintegración el hombre rechaza
realizar la No-Integración. Al actuar así, se priva también de realizar el Principio
Absoluto al cual lo llevaría la realización voluntaria de la No-Integración.
El sentido de rotación de las diferentes ruedas de nuestro diagrama ilustra lo
que acabamos de decir. El sentido de rotación de la rueda No-Integración es el mismo
que el de la rueda Desintegración. El movimiento de la No-Integración se asemeja, bajo
una perspectiva formal, al de la Desintegración. Nótese asimismo que la rueda
Integración gira en el mismo sentido que la rueda del Principio Absoluto; la vida, la
integración, se asemeja para nosotros a la Realidad Absoluta. Nuestra nostalgia del

126
Absoluto se traduce en la nostalgia de la vida que nos parece que se le asemeja. Pero la
adoración de la Vida genera un rechazo de la Muerte que nos bloquea el camino al
Absoluto.
Este rechazo es lo que, en la religión cristiana, simboliza el ‘No’ de Satanás. La
sublevación de Satanás contra el orden divino representa la actitud interior que asume
el ser humano cuando aparece en él el intelecto.
Hemos debido presentar estas nociones tan importantes primero de manera
abstracta y esquemática. En el capítulo siguiente, veremos a qué corresponden en el
funcionamiento concreto de nuestro intelecto.

127
CAPÍTULO 3
LA ESTRUCTURA DEL MUNDO VERBAL

La aceptación de la Integración y el rechazo de la Desintegración y de la No-


Integración se sitúan en el mundo verbal al que el hombre accede cuando comienza a
manifestarse en él la consciencia universal. Este mundo es del todo nuevo y diferente de
aquel en el que vivía el bebé aún incapaz de hablar.
Mientras que el bebé es, como el animal, su pensamiento individual, el niño en
quien aparece el intelecto posee este pensamiento. La consciencia universal percibe en él
los fenómenos de su consciencia individual. Gracias a esta consciencia universal, tiene
conceptos, como se tienen objetos de los que se dispone y que se manejan a voluntad.
La toma de consciencia de conceptos se produce gracias a las palabras, gestos simbólicos
que encarnan y automatizan las ‘ideas’. Cuando el niño ha aprendido de quienes lo
rodean la palabra ‘duele’, no se limita a sentir como el animal un dolor presente: sabe
que lo siente; lo capta en su idea general; puede asociarlo a su antojo con otra idea y
crear, por ejemplo, la idea de que ‘a la muñeca le duele’.
Esta adquisición del lenguaje que permite la manifestación de la consciencia
universal es una verdadera transmisión iniciática. Los ‘niños salvajes’, que crecieron
lejos de seres humanos y fueron hallados cuando tenían unos ocho años, no tenían
lenguaje y aprendieron a hablar con mucha dificultad. Una de estas observaciones
concierne a dos niñas indias que habían crecido juntas; no habían inventado entre ellas
ningún lenguaje, aunque tuvieran en su organismo todos los mecanismos necesarios
para hacerlo. Al igual que toda criatura viva emana de otra criatura viva ya
desarrollada, el intelecto emana de otro intelecto ya desarrollado.
Al utilizar el lenguaje que le fue transmitido, el ser humano crea una
representación personal del mundo. Se trate de un mundo enteramente imaginario o
de una interpretación verbal del mundo real presente, el hombre crea siempre un
mundo-representación, autónomo, disociado del mundo exterior objetivo, un mundo
para él solo.
Llamaremos a este mundo subjetivo ‘verbal’, al igual que el pensamiento
‘verbal’ que lo crea. Claro que las representaciones mentales que tengo a lo largo del
día no se acompañan siempre de un lenguaje interior netamente articulado, de frases
completas pronunciadas en la mente como cuando recito un poema para mis adentros.
Pero cuando esta articulación verbal no se efectúa, es decir cuando la estructura verbal
de mi mundo interior no se manifiesta con claridad, no deja de existir de manera virtual;
mi pensamiento no deja de ser de naturaleza verbal. Mi monólogo interior está siempre
estructurado de una manera que implica la utilización de palabras, sean o no
articuladas.
Para describir la constitución de este mundo verbal donde se va a dar el rechazo
de la Desintegración y de la No-Integración, nos valdremos de la identidad que existe
entre el macrocosmos y el microcosmos. La constitución del macrocosmos es ternaria:
el movimiento cósmico original, permanente, inmutable, concilia dos movimientos
inferiores, uno convergente (del que dependen todos los fenómenos de integración) y el

128
otro divergente (del que dependen todos los fenómenos de desintegración). La Armonía
Absoluta concilia la armonía relativa (integración-convergencia) y la desarmonía
relativa (desintegración-divergencia).
Mostraremos que la constitución de nuestro mundo verbal también es ternaria.
Implica, según la misma disposición triangular, tres movimientos, tres estructuras
dinámicas. Primero hay una estructura inmutable, conciliadora: es la estructura
sintáctica o lógica. Por debajo de ella, y conciliadas por ella, residen dos estructuras
antagónicas y complementarias: una es egocentrada, convergente, integradora, está
dotada de armonía relativa, de un ‘sentido’ subjetivo; la otra es no-egocentrada,
divergente, desintegradora, relativamente desarmónica, no está dotada de un ‘sentido’
subjetivo.
La estructura sintáctica domina la dualidad ‘convergencia-divergencia’. En
efecto, se funda por completo en el principio de identidad, que se funda en el Uno (que no
podría ni convergir ni divergir). Cada palabra es simbólicamente idéntica a lo que
designa. Toda definición de una palabra conlleva de modo virtual el verbo ‘ser’: tal cosa
‘es’ lo que presenta tal forma, sirve para tal uso, etc... Cada frase es una ecuación. Si
bien el verbo ‘ser’ no está siempre expresado, está siempre subyacente. Por ejemplo: ‘la
araña teje su tela’ expresa la idea de que ‘la acción de la araña es la acción de tejer su
tela’; ‘Francia quiere la paz’ expresa la idea de que ‘el deseo de Francia es un deseo de
paz’, etc... Cada razonamiento es una serie de ecuaciones. Por ejemplo: ‘Sócrates es un
hombre, el cual es mortal’; es del todo análogo a la ecuación: A=B=C. La sintaxis es un
álgebra. Por más complicados que puedan ser los dos miembros de una ecuación
algebraica, la ecuación que los contiene es en esencia una igualdad, que se basa en el
principio de identidad (la igualdad es una identidad de valor). Es lo mismo para
cualquier frase, por más complicada que parezca.
Basada en este principio de identidad, la estructura sintáctica domina la
dualidad ‘convergencia-divergencia’, ‘integración-desintegración’. En efecto, la
identidad no es una convergencia puesto que manifiesta la Unidad principal. La Unidad
se puede ver lo mismo como divergencia absoluta que como convergencia absoluta,
según se vea ‘en su manifestación’ o ‘en su ser’; y se puede ver como ni una ni la otra.
Por lo tanto, la estructura sintáctica es universal y eterna como las matemáticas.
Los idiomas varían en su modalidad, según el tiempo y el espacio –así como los sistemas
matemáticos pueden variar en sus modalidades– pero su estructura lógica esencial
permanece inalterable.
Bajo esta estructura sintáctica única, universal, objetiva, reside una estructura
verbal dual, subjetiva, que tiene dos aspectos, uno egocentrado o convergente, el otro
no-egocentrado o divergente. Por ejemplo: si bien mi pensamiento verbal puede crear
la idea ‘la cocinera usa las cacerolas’, también puede crear la idea ‘la cocinera traiciona
serpientes’. Estas dos ideas verbales participan de la estructura sintáctica que es una y,
en ese aspecto, tienen un solo y mismo Sentido Absoluto; manifiestan por igual la
identidad principal de todas las cosas; manifiestan tanto una como otra el movimiento
mental original o la Esencia de la Mente. Pero, bajo la estructura sintáctica única, estas
dos frases pertenecen a dos estructuras inferiores antagonistas y complementarias, una
convergente y en apariencia ‘sensata’, la otra divergente y en apariencia ‘insensata’.

129
Decimos que la primera frase es convergente o ‘egocentrada’ porque esta
ecuación verbal corresponde a una ecuación que existe para mis órganos sensoriales, es
decir para mi pensamiento animal, individual, es decir para mi Ego. Las palabras
‘cocinera’, ‘usar’ y ‘cacerolas’ designan cosas que percibo asociadas en el mundo
exterior, cosas que mi Ego asocia. En cambio, las palabras ‘cocinera’, ‘traicionar’ y
‘serpientes’ designan cosas que no veo asociadas, cuya asociación no corresponde a
nada que mi organismo perciba.
El término ‘egocentrado’ quizá sorprenda, porque mi monólogo no habla
siempre de mí. Pero, aunque yo no aparezca siempre nombrado, estoy siempre allí por
identificación de la ‘Yo-Realidad’ con lo que sea que se nombra. A propósito, es
interesante remarcar que la sintaxis habla del ‘sujeto’ (sujet) antes del verbo y el atributo;
veamos al respecto la expresión corriente: ‘¿De qué tema (sujet) hablará usted?’. Me
identifico necesariamente con aquello de lo que hablo, por supuesto no siempre de
modo afectivo, pero sí de modo intelectual. Decir que mi monólogo interior está
centrado en algo equivale a decir que es egocentrado.
Nuestro mundo verbal tiene pues tres estructuras dinámicas: una estructura
general, sintáctica, armónica absoluta; y dos estructuras particulares, una centrada,
convergente, armónica relativa, la otra no centrada, divergente, desarmónica relativa.
Estos tres movimientos de nuestro microcosmos corresponden a las tres ruedas
naturales de nuestro diagrama anterior. La estructura particular convergente
corresponde a la rueda Integración, que aceptamos realizar. La estructura particular
divergente corresponde a la rueda Desintegración, que rechazamos. Y la estructura
general, sintáctica, corresponde a la rueda No-Integración; esta domina y controla a las
otras dos, pero no la ‘realizamos’.
Estas afirmaciones pueden levantar objeciones, a las que debemos responder.
La primera es: ‘¿Por qué decir que nuestro lenguaje contiene una estructura divergente?
Una frase como ‘La cocinera traiciona serpientes’ es artificial. La naturaleza de las cosas
no implica que hablemos así y no tenemos pues que rechazar una estructura que no se
nos presenta.’ Esta objeción se funda en un error; pretender que la frase divergente no
está en la naturaleza de las cosas demuestra precisamente nuestro rechazo habitual de
la divergencia verbal. Haga un experimento: deje que su mente, distendida, diga lo que
sea, sin preocuparse en absoluto del sentido de lo que diga. En lo que aparezca,
constatará dos cosas: primero, será más o menos incoherente, divergente, lo cual prueba
que esta estructura sí es parte de la ‘naturaleza de las cosas’. Por otro lado, está presente
allí la estructura sintáctica; tal vez esté reducida al mínimo; pudo haber aparecido una
serie de palabras que no formaban una frase; pero entonces cada palabra apareció
separada de sus vecinas y constituía una ecuación mínima. A partir de que las palabras
se unen, lo hacen según la sintaxis. Usted no podría imaginar entre las palabras una
unión intelectual que no estuviera construida según la estructura sintáctica universal.
Insistamos sobre el hecho de que la estructura verbal divergente es parte de la
naturaleza de las cosas. Mi mente contiene una cantidad indefinida de frases divergentes
posibles, así como contiene una cantidad indefinida de frases convergentes posibles. No
acostumbro a elaborar sino frases convergentes, pero esto no refuta de ningún modo la
existencia de la mitad divergente de mi mundo verbal.

130
También podría preguntarme por qué digo que, en nuestro estado habitual, no
‘realizamos’ la estructura sintáctica, aunque la utilicemos sin cesar. Al decir que no
realizamos esta estructura, quiero decir que el Sentido Absoluto que le es propio se nos
escapa. Cuando oigo: ‘La cocinera usa las cacerolas’, comprendo el sentido particular
de esta frase; cuando oigo: ‘La cocinera traiciona serpientes’, comprendo el no-sentido
particular de esta frase. Pero no comprendo el Sentido Absoluto que estas dos frases
han expresado por igual y que manifiesta la Unidad principal. Al discípulo que plantea
una pregunta doctrinal importante, el maestro Zen le responde: ‘El ciprés en el patio’.
Cualquier otra respuesta divergente habría servido. El maestro intenta así dirigir el
entendimiento del discípulo hacia el Sentido Absoluto de nuestro funcionamiento
mental; intenta, al menos, mostrarle al discípulo que en su intelecto verbal existe un
Sentido Absoluto que podría iluminarlo pero que por el momento se le escapa.
Ahora hablaremos más en detalle de nuestro rechazo del lenguaje divergente;
luego mostraremos cómo este rechazo lleva a la no-comprensión del Sentido Absoluto
de nuestro mundo verbal y a una dolorosa impresión de esclavitud.
El rechazo del lenguaje divergente no consiste en el hecho de que no lo ponga
en práctica. No consiste en mi hábito de hablar de manera convergente, ni tampoco en
mi preferencia por hacerlo. Consiste en la parcialidad teórica que alimento por el
lenguaje convergente contra el lenguaje divergente. Estoy apegado al lenguaje
convergente, a su apariencia ‘sensata’, creo que su ‘sentido’ es el sentido real, que debe
ser, mientras que el ‘sin-sentido’ del lenguaje divergente es anti-real y no debe ser. Este
apego es la manera en que se prolonga, en mi funcionamiento intelectual, mi funcionamiento animal que
solo quiere mi integración orgánica y rechaza la desintegración. El ‘querer vivir’ animal se
prolonga en idolatría de la convergencia intelectual identificada con lo Real, mientras
que el ‘no querer morir’ animal se prolonga en el rechazo de la divergencia intelectual
identificada con lo No-Real. Idolatro la armonía relativa del cosmos y rechazo su
desarmonía relativa; quiero la pura positividad del mundo que mi intelecto recrea, es
decir su estructura puramente centrada, convergente. Todo hombre tiene la nostalgia
de alcanzar la Verdad Una en su microcosmos verbal, gracias a una convergencia cada
vez más perfecta de este microcosmos. No siempre tiene una percepción consciente de
esta nostalgia, pero eso no quita que exista. Cuando se hace consciente, se traduce en
la idea de que debe haber en la consciencia un conocimiento explícito, expresable, que
dará la clave de todo el cosmos. Un hombre como Mallarmé ha buscado
deliberadamente, mediante el manejo ‘mágico’ del lenguaje convergente, alcanzar una
convergencia-límite, absoluta, que trascendiera su propia forma y fuera la Realidad
Suprema.
Valoramos la opinión que decreta que solo la convergencia verbal es real;
valoramos pues exclusivamente esta convergencia. Si el lenguaje del poeta roza a
menudo la divergencia, es en un juego sutil de alejamiento de la amada convergencia
para gozar con más intensidad al reencontrarla. El poeta expresa correspondencias,
analogías entre las cosas más alejadas unas de otras; no actúa así por voluntad de
divergencia sino al contrario para religar lo que parecía más desunido. Así hace el
músico que explora el mundo de disonancias para gozar luego de su resolución o, si no
las resuelve, para evocar la consonancia adorada en un contraste de potencial

131
nostálgico. Bajo las formas de arte más desarmónicas, hallamos la nostalgia humana de
una armonía absoluta a alcanzar por todos los medios, por más desesperados que sean.
La pena, desde el punto de vista de mi desarrollo completo, no es que mi
intelecto funcione sin cesar en modo convergente, sino que esté apegado exclusivamente a
este modo y rechace el modo divergente. Este apego provoca una verdadera represión.
Reprimir un funcionamiento no es no efectuarlo sino condenarlo, verlo como que ‘no
debe ser’. Al reprimir el modo divergente de mi intelecto, lo aislo del modo convergente,
lo opongo a él, y transformo la dualidad estructural de mi mundo verbal en un dualismo
no conciliado. Vivo desde entonces en un mundo de contradicciones, donde lo
verdadero y lo falso se oponen, y donde estas oposiciones me ocultan la Realidad Una
conciliadora.
Podemos aclarar estas nociones aplicando la ilustración del Vedanta sobre la
arcilla y los objetos de arcilla. Hay una serie de objetos todos de arcilla pero, debido a
mi apego por la forma particular, solo veo los objetos, no veo la arcilla de la que están
hechos. Si uno de estos objetos tiene una forma agradable y útil mientras que otro tiene
una forma desagradable e inútil, experimento dos reacciones opuestas con respecto a
estos dos objetos, no experimento su identidad como manifestaciones de la misma
substancia. Así sucede en mi mente, donde la misma ‘substancia mental’, la misma
‘Esencia de la Mente’, reside bajo dos formas, convergente y divergente; debido a mi
apego a la forma convergente, me fascina el aparente dualismo de este mundo y no
percibo la Esencia de la Mente que reina por igual en las frases ‘sensatas’ y en las frases
‘insensatas’.
Este estado de cosas me conduce a una impresión de esclavitud. Mientras se
desarrolla mi monólogo interior, tengo la impresión de no ser libre: necesito pensar, no
puedo impedirlo; sobre todo, no pienso lo que quiero; lo único que puedo hacer es
determinar el tema que mi monólogo va a tratar, pero las ideas, las frases particulares
que aparezcan sobre este tema vendran a mí por su cuenta y me limitaré a recibirlas. El
movimiento de mi pensamiento verbal me lleva consigo, lo quiera o no. Percibo que mi
pensamiento está condicionado por la Naturaleza y, al sentir esta Naturaleza como
extraña a mí, me siento condicionado por ella en mi pensamiento; me siento esclavizado
por ella.
Si mi pensamiento aparenta no ser libre, no es porque esté condicionado por la
Naturaleza, sino porque solo está condicionado por el aspecto Integración de la
Naturaleza. Para mi desgracia, solo está condicionado a medias. Si estuviera
condicionado totalmente por la Naturaleza, estaría autocondicionado puesto que, en
virtud de mi esencia humana con acceso al plano universal, soy la Naturaleza con su
estructura triangular, No-Integración que domina y concilia Integración y
Desintegración. La Naturaleza es mi Naturaleza. Si mi pensamiento estuviera
totalmente condicionado por mi Naturaleza, estaría autocondicionado, por lo tanto,
sería libre.
Tal como funciona en la actualidad, mi pensamiento acepta estar condicionado
por el aspecto Integración de mi Naturaleza, pero rechaza estarlo por su aspecto
Desintegración. Es decir que me identifico con mi pensamiento solo en cuanto está
condicionado por la Naturaleza Integrante, en cuanto reviste una forma convergente.

132
Pretendo que soy ‘yo’ el que dice mis frases ‘sensatas’, mientras que la frase ‘insensata’
que dejo venir se dice en mí. Me divido así contra mí mismo.
El rechazo de identificarme con mi pensamiento divergente permanece teórico;
en realidad, este pensamiento me manifiesta tan bien como mi pensamiento
convergente, manifiesta de igual modo en mí la Esencia de la Mente que es mi Esencia.
Pero debido a este rechazo teórico, todo sucede para mí, desde el punto de vista que experimento, como si
solo una mitad de mi mundo mental fuera yo, y la otra fuera extraña. Asumo una actitud con la
que no considero sino las producciones armónicas, ‘sensatas’, de mi mente,
producciones ‘racionalizadas’ que corresponden a la idea que me hago de un
pensamiento ‘razonable’. Esta es una especie de ceguera voluntaria; así es como se
inhibe, en el estrabismo, la visión de uno de los ojos. Quiero ignorar el funcionamiento
divergente de mi mente, lo censuro. No lo dejo llegar a mi consciencia, no capto más que
el aspecto convergente de mi actividad mental.
Pero el aspecto divergente que rechazo captar no deja de existir porque yo
pretenda que no existe. Con esta actitud, la mitad del condicionamiento de mi
pensamiento por la Naturaleza funciona pese a mí, contra mí. En lugar de pensar de
manera convergente junto al funcionamiento divergente también aceptado en principio,
pienso contra este funcionamiento divergente no aceptado. Pero, si me opongo así a una
mitad de mi dinamismo mental, claramente sin lograr destruirla, esta mitad se
encuentra funcionando en mi contra. Mi actitud hostil hacia una parte de mi
movimiento mental conduce fatalmente a la impresión de que esta parte me es hostil.
Todo sucede para mí como si mi pensamiento estuviera condicionado en parte por mi
Naturaleza y en parte por un enemigo de mi Naturaleza. Por lo tanto, aunque en
realidad mi libertad sea total, tengo la impresión de estar esclavizado en mi
pensamiento, es decir en mi esencia; tengo pues la impresión de estar esclavizado en mi
mismo ‘ser’. Y cuanto más me doy al condicionamiento de mi pensar solo por el aspecto
convergente de mi Naturaleza, rechazando su aspecto divergente, con más fuerza
experimento la ilusión de estar esclavizado por lo que en realidad no me esclaviza en
absoluto.
Cuando mi mente, en su totalidad, se deja condicionar de manera exclusiva por
una mitad de su Naturaleza, de esta Esencia de la Mente que es su Naturaleza, la actitud
que asumo implica el condicionamiento del todo por una parte. Esta situación se siente
como anormal y esclavizante. Esta esclavitud es por lo tanto una autoesclavitud, puesto
que es mi mente la que rechaza estar autocondicionada, y así libre. Al discípulo que
reclama la liberación, el maestro Zen le responde: ‘¿Quién te ha esclavizado? Nadie
excepto tú. ¿Por qué pides que se te libere?’.
Nuestro apego a la estructura convergente de nuestro lenguaje constituye la raíz
profunda de nuestro apego en general, que se manifiesta a propósito de tales o cuales
cosas particulares. Esta afirmación podría sorprender. Sin embargo, todo apego que
tengo por una cosa particular es apego a esta cosa en mi mundo mental, es decir a mi
representación mental de esta cosa, representación que se inscribe y se articula en la
arquitectura mental convergente a la que estoy apegado. Hay allí toda una jerarquía de
apegos suspendida de un apego principal del que depende todo el resto. Y este apego
principal es el apego al lenguaje convergente; en él consiste la «presa» de la que habla

133
el Zen cuando nos dice: ‘Suelta’ (Lâchez prise). Las respuestas en apariencia absurdas de
los maestros Zen nos proponen la mayor de las lecciones; nos muestran que la raíz de
nuestra aparente esclavitud reside en nuestro funcionamiento intelectual, en la manera
en que utilizamos el lenguaje.

134
CAPÍTULO 4
LOS DOS AUTOMATISMOS DE LA MENTE

Resumamos de entrada lo que hemos visto en el capítulo anterior. Lo que llamo


mi ‘vida’ –objeto de todas mis preocupaciones, esperanzas, miedos– es el mundo-
representación tal como lo crea mi mente gracias a mi intelecto verbal; mi vida es mi
mundo verbal. Este mundo está constituido de manera triangular:

En la cima del triángulo se encuentra la estructura sintáctica del lenguaje,


dotada de Sentido Absoluto puesto que manifiesta directamente el Uno Principal.
Debajo se encuentran el lenguaje convergente, dotado de un sentido relativo, y el
lenguaje divergente, dotado de un contrasentido relativo.
Estoy apegado a mi lenguaje de sentido relativo, tensado sobre él. Por eso los
dos polos relativos están prácticamente opuestos uno al otro; no están conciliados. El
Sentido Absoluto de mi percepción universal de las cosas se me escapa. Dada la
ausencia aparente de este Sentido Absoluto, busco dar a mi vida un sentido relativo.
Quiero que este sentido relativo sea cada vez más importante, quiero que ocupe toda
mi vida eliminando el contrasentido y alcanzando así la unicidad del Absoluto. Pero
cuanto más intenso se vuelve el sentido relativo de mi vida gracias a la convergencia de
mi interés en un aspecto del mundo, más se valoriza el aspecto opuesto, de existencia
necesaria en este mundo dualista. El contrasentido eventual de mi vida aumenta con su
sentido. Me es posible cierto ‘triunfo’, pero jamás el triunfo absoluto que el tiempo
mismo ya no amenazase. En esta vana búsqueda de lo ilimitado, cuanto más mi triunfo
parece acercarse a su ápice, tanto más me amenaza el fracaso eventual. Mi
reivindicación de un sentido relativo perfecto me introduce en un mundo desgarrador
de contradicciones.
Muchos pensadores han visto que, al reivindicar un aspecto perfectamente
convergente de su mundo, el hombre organizaba él mismo su desgracia. Pero mientras
veamos el problema solo bajo esta perspectiva particular, acabaremos por fuerza en
actitudes de ‘sabiduría’, de moderación, que disminuyen la agudeza de la condición
dualista pero no podrían satisfacer nuestra necesidad de Absoluto. Si deseamos escapar
de la ilusión del dualismo –y no contentarnos con desafilar la punta de la espada de
Damocles– hace falta comprender que la raíz de nuestra desgracia consiste en nuestro
apego al lenguaje convergente, apego original del cual dependen todos los apegos
posibles.

135
Volvemos sobre este punto con una insistencia que tal vez resulte pesada a
ciertos lectores. Pero para la mayoría de nosotros esta insistencia es necesaria. ¡Nuestra
ilusión de tratar con el mundo real exterior es tan fuerte...! ¡Cada uno de nosotros cree
con gran firmeza que percibe las cosas tal como son en sí mismas! Desde luego, se nos
propone sin cesar la ocasión de constatar que nuestros estados interiores, nuestros
‘humores’, controlan nuestra visión de las cosas. Pero pese a estas pruebas, seguimos
estando convencidos de que nuestros problemas se sitúan en el mundo real y no en un
mundo-representación, en un mundo verbal. Las palabras nos parecen ser simples
herramientas para designar las cosas; creemos ‘verbalizar’ durante nuestro contacto real
con el mundo exterior y no vemos que nuestro lenguaje crea el mundo en el que se
desarrolla nuestra vida. Por lo tanto, es necesario insistir sobre el hecho de que nuestro
mundo individual es un mundo verbal y que toda la cuestión del doloroso dualismo en
el que nos debatimos se resume en el dualismo estructural de nuestro lenguaje, en el
dualismo funcional de la mente que crea nuestro mundo individual.
Intentaremos demostrar en qué consiste exactamente nuestra crispación sobre
el lenguaje convergente o ‘sensato’. Cuando digo que estoy crispado sobre mi lenguaje
convergente, no significa que mi intelecto sea incapaz de fabricar el lenguaje divergente;
de hecho lo es; puedo liberarme de la disciplina ‘sensata’ que mi lenguaje por hábito se
impone y dejar que el lenguaje se fabrique a su antojo. Veo entonces venir a mi
consciencia frases inesperadas como: ‘Los poliglotas decorados de fontanas influyentes
se degollan a través de colecciones de gamuzas rubias. Además, muchos ladrones se
levantan porque el temblor de las zarigüeyas convierte todo el campo en costumbres
fatales y preconcebidas. La gestación de los vapores del hielo regresa a Sorrento
trabajando duro, mientras que las anémonas de armadura se vanaglorian de miles de
tonterías sin éxito. El automóvil del coturno es demasiado parecido al de un mercado
para entender las estrofas de la luz como para sonrojarse en la pluma de los cuadernos
de seda. Casi todos los hurones se devoran entre sí con una lentitud molesta; se cuidan
de quitar las espinas para que el avión vengativo no pueda jugar con la asignación
involuntaria de la mosca.’ Etc... Mi crispación habitual sobre el lenguaje convergente
no se traduce en el hecho de que solo pueda fabricarlo a él, sino en el hecho de que lo
fabrique como si fuera el único posible. Su elaboración no supone una elección, una
voluntad; se lleva a cabo por sí sola, es automática. Por el contrario, no puedo dejar que
el lenguaje divergente se elabore en mi mente sin hacerlo deliberadamente, sin explicitar
en mi consciencia mi intención de hacerlo.
Para explicar con más claridad esta cuestión delicada, nos valdremos de una
ilustración física. Compararemos nuestra mente a una limadura de hierro que pende
de un hilo entre dos electroimanes. El hierro está entre dos campos magnéticos de igual
intensidad, uno creado por el electroimán ‘convergencia’, el otro por el electroimán
‘divergencia’; presenta dos caras opuestas, orientadas hacia los dos imanes.

136
Pero esta limadura de hierro es muy especial: tiene la capacidad de entregarse
o no a la acción de los campos magnéticos entre los cuales está suspendida. En nuestro
estado de desarrollo habitual, se entrega de manera exclusiva a la acción del imán
‘convergencia’; por eso la vemos, en nuestro diagrama, pegada contra este imán. El
funcionamiento de mi mente es pues unilateral, desequilibrado; el desarrollo de su
modalidad convergente es lo único realizado. Esta modalidad es la única que se ha
vuelto automática; solo ella adquirió la maestría que confiere el automatismo.
(Volveremos luego sobre la noción de automatismo. Aquí digamos solo que el
automatismo es el resultado de un desarrollo funcional; confiere la independencia, la
libertad. El pianista que ha desarrollado todos los automatismos de su arte es
independiente de su técnica y posee total libertad de interpretación musical.) Mi
intelecto, mediante el desarrollo de sus automatismos de convergencia, ha conquistado
una mitad de su libertad. Pero la otra mitad todavía le falta. Por lo tanto, el hierro que
lo representa en nuestro diagrama está pegado al imán ‘convergencia’, prisionero de su
libertad unilateral. Su situación ‘normal’, al término de un desarrollo completo de sus
posibilidades, estaría exactamente a medio camino de los dos imanes, participando de
sus campos magnéticos por igual; solo en ese punto sería del todo libre.
En su estado de desarrollo habitual, mi intelecto rehúsa la acción del imán
‘divergencia’. Es como si la limadura de hierro estuviera recubierta, del lado derecho,
de una capa aislante impermeable al magnetismo. Cuando dejo que mi mente funcione
en modo divergente, me entrego a la imantación divergente, disminuzco poco a poco
el espesor de la capa aislante que recubre la cara derecha de la limadura de hierro.
Cuando nací, la limadura estaba aislada de las dos caras; estaba pues a medio
camino de los dos imanes, pero excluida de su acción. En el momento en que apareció
en mí la consciencia intelectual, se dio a la limadura la posibilidad de deshacerse poco
a poco de las dos capas aislantes. Pero debido al impulso vital convergente, esta
posibilidad no se utilizó más que para la capa aislante de la cara izquierda, situada del
lado del imán ‘convergencia’. Este proceso de ‘desaislamiento’, de denudación, de
apertura, se efectuó desde la primera infancia hasta la adolescencia. Desde que empezó,
el hierro entró en contacto con el imán ‘convergencia’, pero sin estar aún presionado
contra él. A medida que se desarrollaron los automatismos intelectuales convergentes,
el hierro completó la denudación de su cara izquierda y se halló cada vez más
comprimido contra el imán. Esta presión alcanzó su grado máximo definitivo cuando
se completaron los automatismos intelectuales convergentes, es decir durante la
adolescencia; luego no cambió más.
Si en virtud de mi comprensión ahora empiezo a desarrollar mis automatismos
intelectuales divergentes, abordo la segunda mitad de mi Realización. Emprendo la

137
denudación progresiva de la cara derecha de la limadura de hierro. Mientras este nuevo
proceso no se haya completado, el hierro permanece en contacto con el imán
‘convergencia’, pero la presión que pega el hierro contra el imán disminuye en
intensidad. Es solo cuando los automatismos de divergencia están desarrollados por
completo, al mismo nivel que los de convergencia, es solo en este instante que el hierro
deja súbitamente el imán izquierdo para colocarse a medio camino entre ambos imanes.
Esta ilustración da cuenta de cierta cantidad de nociones importantes sobre
nuestra Realización. El Zen nos dice que la Realización es abrupta, súbita; el hierro no
se desplaza poco a poco desde el imán ‘convergencia’ hasta la posición del medio; se
desplaza de golpe, en el instante en que su cara derecha se halla denudada por
completo, tanto como la cara izquierda. Pero esta Realización abrupta es precedida
necesariamente por un ‘contra-trabajo’ progresivo; es de manera progresiva que el
hierro denuda su cara derecha al desarrollar poco a poco los automatismos del lenguaje
divergente. La Realización es un retorno a los orígenes, a la infancia, a la inocencia del
animal; el hierro denudado en ambas caras regresa al punto en el que se hallaba cuando
estaba aislado en ambas caras. En este sentido, el hombre realizado vuelve a ser como
el niño; sin embargo, difiere de él; el hierro totalmente denudado está en el mismo punto
que el hierro totalmente aislado, pero ahora participa de ambos campos magnéticos de
la Mente Cósmica. El ‘suceso-satori’ se representa con el desplazamiento instantáneo
del hierro que se vuelve a colocar entre los dos imanes. Pero el ‘estado-satori’ siempre
estuvo ahí; al hierro no le faltaba nada para situarse en la posición del medio. La ‘Gran
Duda’ que precede inmediatamente el ‘suceso-satori’ corresponde al momento en que
la cara derecha del hierro está denudada casi por completo y, por consiguiente, su
presión contra el imán ‘convergencia’ es casi nula.
Que el hierro haya vuelto a medio camino entre los dos imanes no significa que
el hombre realizado hable un lenguaje nuevo. Este hombre habla el lenguaje
convergente que corresponde a la vida, a la convergencia de la vida; pero lo hace desde
una perspectiva en la que desapareció la oposición del ‘sentido’ y del ‘contrasentido’; a
causa de ello, este hombre ya no quiere solo el sentido relativo de su representación
formal del mundo sino también el Sentido Absoluto de la Esencia de la Mente que lo
preside.
Mientras los automatismos intelectuales convergentes sean los únicos que están
desarrollados, el hierro estará presionado contra el imán ‘convergencia’. La responsable
de esta presión, que corresponde a nuestra sensación de esclavitud, no es la misma
convergencia sino el no-desarrollo de la divergencia. El hombre medio no está
esclavizado por estar ya desarrollado a medias. Tiene la impresión ilusoria de estar
esclavizado por su desarrollo actual, por su semilibertad; pero una libertad, incluso ‘a
medias’, no podría esclavizar. Nuestra sensación de esclavitud proviene del hecho de
que buscamos nuestra realización persistiendo en la dirección en la que ya hicimos la
primera mitad de la tarea, mientras que la segunda mitad implica ir en la dirección
opuesta; con esta actitud ignorante, creemos tropezar con un obstáculo infranqueable.
Sin embargo, en realidad no hay ningún obstáculo. En lugar de volver sin cesar sobre
el trabajo ya hecho, podemos aplicarnos al ‘contra-trabajo’ necesario. Es como si el
hierro de nuestro diagrama, después de haber denudado por completo su cara

138
izquierda, sufriera la presión contra el imán ‘convergencia’ e intentara denudar aun
más su cara izquierda para aliviar la presión. En realidad, la presión no viene del hecho
de que la denudación de esta cara izquierda sea insuficiente, sino de que la cara derecha
haya permanecido cubierta por la capa aislante. Otras veces, el hombre maldice su
intelecto y lo responsabiliza de sus desgracias; aspira a un embrutecimiento salvador;
como si el hierro aspirara a reconstituir la capa aislante que antes cubría su cara
izquierda. Pero eso es imposible; la evolución es progresiva; no puede hacerse marcha
atrás.
En realidad el desarrollo de automatismos intelectuales convergentes no es en
modo alguno una esclavitud; constituye la primera mitad de la liberación. Y el
desarrollo de los automatismos intelectuales divergentes no será una segunda esclavitud
que agravará la primera o la sustituirá; será la segunda mitad de la liberación.
El hombre ignorante a menudo ve al revés la cuestión del automatismo; se
ofende cuando se le habla de la criatura humana como un autómata; ciertas teorías
sobre nuestro desarrollo avergüenzan al hombre semidesarrollado al decirle que es un
‘autómata’. En realidad, el autómata es algo en lo que reside el principio de su propio
movimiento; está autocondicionado, por lo tanto es libre, en la medida en que está
desarrollado su automatismo. El hombre medio está en una condición imperfecta y
dolorosa porque su automatismo solo está realizado en su mitad convergente mientras
que su naturaleza real le permite realizarlo en conjunto. El ser humano tiene en sí todo
lo necesario para ser el autómata perfecto, para realizar en sí los dos aspectos del Yang
–convergencia y divergencia– conciliados con el Yin en el Tao. Puede realizar en sí el
Principio Absoluto, lo Incondicionado, y ser perfectamente libre como perfecto
autómata de su propio Principio.
Nuestro diagrama da cuenta de estas nociones: el sufrimiento del hierro no
proviene del hecho de que esté atraído por el imán ‘convergencia’, sino del hecho de
que no esté atraído más que por él y que, por eso, se comprima contra él. Cuando esté
atraído del mismo modo por el imán ‘divergencia’, no estará comprimido a la vez contra
ambos imanes; se situará entre ellos, libre de toda presión.
Ahora podemos comprender con mayor claridad lo que dijimos al comienzo del
libro. No hay un único trabajo interior, realizador, opuesto a la vida no realizadora. La
vida ya es realizadora, lleva a cabo la primera mitad de nuestra realización y merece,
como tal, ser considerada ‘trabajo interior’. Pero la segunda mitad de nuestra
realización implica un ‘contra-trabajo interior’; este no es hostil al ‘trabajo interior’,
constituye su antagonista-complementario, su complemento. El ‘contra-trabajo interior’ –
adquisición de los automatismos intelectuales divergentes– no se lleva a cabo en
oposición a la vida sino junto a ella. No se trata de luchar para destruir nuestro apego
actual –que es en esencia apego a la convergencia intelectual– sino de desarrollar un
contra-apego que realizará, con el apego, el no-apego, la libertad. (Nos vemos obligados
a emplear el término ‘contra’, a falta de uno mejor, para expresar la idea de ‘antagonista
y complementario’, pero esta palabra no debe de ninguna manera evocar la idea de
conflicto, de esfuerzo por destruir a un enemigo.)
Vemos, pues, que no se trata de construir en nosotros la Mente Cósmica, es
decir de desarrollar el funcionamiento ‘normal’ o perfecto de nuestro intelecto. Este

139
funcionamiento ‘normal’ no necesita desarrollarse; ya reside en nosotros como principio
de nuestro funcionamiento actual. Se trata de obtener el gozo de esta Mente Cósmica
al desarrollar el funcionamiento divergente de nuestro intelecto, funcionamiento que
no es ni más ni menos ‘normal’ que nuestro funcionamiento convergente y que
constituye su complemento necesario. No tengo que desarrollar el estado de satori en
mí, no tengo que trabajar hacia mi Realización Intemporal. Solo tengo que completar
la realización temporal de mi intelecto a fin de perder la dolorosa impresión de vivir ‘en
las tinieblas exteriores’. ‘Trabajo interior’ y ‘contra-trabajo interior’ están en el mismo
plano. No tengo que ascender, escalar no sé qué grados de estados de consciencia. No
tengo que organizar en mí una lucha de lo alto contra lo bajo. Lo que tengo que hacer
para completar la primera mitad de mi realización es muy simple y reside en el plano
de mi intelecto cotidiano.

140
CAPÍTULO 5
LA ‘PALABRA’

Antes de entrar en un estudio más detallado de los dos lenguajes, convergente y


divergente, señalemos que nuestro lenguaje habitual convergente es el instrumento de
nuestra voluntad de experimentar. Al crear gracias a este lenguaje un mundo
egocentrado, me experimento como ‘siendo-absolutamente-en-cuanto-distinto’, como
‘causa primera’ del mundo donde vivo. Me experimento más o menos positivo o
negativo, en la alegría o el sufrimiento, según mi mundo-representación se halle más o
menos bello-bueno-verdadero o feo-malo-falso. En este mundo egocentrado, vibro a
través de mi mismo centro, vibro como totalidad y no como agregado de partes,
experimento una vida afectiva ‘ideal’, como si la idea de mi yo entrara en consonancia
o en disonancia al contacto del mundo exterior. Cuando, en cambio, mi mente deja
que se cree en sí el lenguaje divergente, no experimento nada en el mundo no-
egocentrado que resulta de ello. No me coloca en ningún estado afectivo, sino en un
‘contra-estado’, antagonista-complementario de todos mis estados afectivos habituales.
Mi voluntad de hablar en modo divergente es pues la antagonista-complementaria de
mi voluntad de experimentar. Al comienzo de esta obra, vimos que es necesario para
nuestra realización completa adquirir un ‘no querer experimentar’ de cara al ‘querer
experimentar’. Pero no vimos entonces en qué consistiría exactamente este ‘no querer
experimentar’. Para comprenderlo, nos hizo falta regresar a la fuente misma del
experimentar, es decir a la elaboración de nuestro mundo verbal.

Estudiemos ahora la naturaleza exacta de los lenguajes convergente y


divergente, la manera en que se conforman y funcionan, su anatomía y su fisiología.
Los dos lenguajes utilizan los mismos elementos, las palabras, y es esta ‘palabra’
lo que debemos estudiar antes que nada.
Considerada en sí misma, la palabra es un gesto; como todo gesto, implica una
acción muscular y una acción mental. Lo ejecutan los músculos respiratorios, de la
laringe, la faringe, la boca y la lengua; todos estos músculos pueden ser designados, en
cuanto sirven al lenguaje, ‘musculatura verbal’. (Por cierto, esta musculatura no es nada
específica; los mudos pueden hablar con las manos.)
Antes de que lo ejecuten los músculos, el gesto-palabra es concebido por la
mente. La imagen mental del gesto precede y determina el gesto. Es idéntico a lo que
sucede cuando quiero dibujar una S en el aire con el dedo; concibo la imagen mental
antes de ejecutarla. La palabra es primero un gesto mental. Luego, es muy posible
pronunciar las palabras mentalmente sin pronunciarlas muscularmente; puedo
recitarme un poema sin mover un músculo. Esto nos demuestra hasta qué punto el
funcionamiento del intelecto formal es asimilable a la función muscular.
Pero si bien el gesto verbal se asemeja, en un sentido, a cualquier otro gesto de
nuestro cuerpo, se distingue por su finalidad. La palabra es concebida por la mente no
para producir ciertas contracciones musculares sino, sobre todo, para representar de
manera simbólica, según una convención preestablecida, un concepto general.

141
Si dejamos de considerar el gesto-palabra en sí mismo para verlo como elemento
de la estructura intelectual, lo veremos como un símbolo, una forma que evoca algo informe.
La palabra ‘mesa’, por ejemplo, representa y evoca la Esencia informe de la Mente en
cuanto esta ha dado nacimiento a todas las imágenes particulares que el sujeto ha tenido
referente a las mesas.
Debemos definir aquí con cuidado las nociones de ‘informe’, ‘formal’ y ‘sin
forma’, sin lo cual la naturaleza exacta de la palabra permanecería incomprensible.
Todas las imágenes que aparecen en mi mente son las manifestaciones formales de la
Esencia de la Mente, que es informe. Pero ¿qué pensar del material de mi memoria, de
las imágenes que se han formado en mi mente, que ya no están allí, y que sin embargo
persisten como huellas mnemónicas? No puedo considerarlas como informes; son en
efecto las huellas de algo formal, de algo que definitivamente surgió de lo Informe; y
funcionan en el plano de los fenómenos puesto que influyen en mi pensamiento formal
presente. Pero no puedo tampoco considerarlas ‘formales’ al mismo nivel que mi
imagen mental presente ahora. Un error corriente es considerar la memoria como una
especie de armario donde estarían guardadas las imágenes antiguas, prontas a salir ante
la evocación del pasado. No es en absoluto así; cuando evoco un recuerdo, tengo una
imagen actual que se asemeja a una imagen antigua –y cuya formación depende, en
cierta medida, de esta imagen antigua– pero que no por ello deja de ser enteramente
actual. Incluso si el parecido fuera perfecto, la imagen actual sería nueva; la semajanza
no es identidad. Si hago un gesto que ya hice mil veces, el gesto presente no deja de ser
totalmente nuevo. Supongamos que quiero aprender un texto de memoria y lo repaso
varias veces durante el día; cada vez, el texto se graba aun más en mi memoria; esto
demuestra bien que cada evocación del texto es una forma mental nueva que agrega su
huella mnemónica a las huellas anteriores. Una imagen antigua nunca podría
reaparecer ella misma en mi consciencia, nunca vuelve su forma propia. Mi memoria
no es un depósito de formas conscientes. Mis recuerdos no son ‘formales’.
En resumen, la huella mnemónica no es informe y, al mismo tiempo, no es una
forma de momento oculta. Digamos que es una sustancia mental ‘sin forma’. Es como
un líquido: el agua no tiene forma propia, toma la forma del vaso donde se la vierte; sin
embargo, no podría llamarla informe porque no pertenece al plano principal sino al
plano de los fenómenos formales; participa de este plano formal pero no tiene forma
propia y es por eso que la describo como ‘sin forma’.
Mi memoria se puede comparar al mar y mi consciencia presente a la superficie
del mar. A cada instante, la ola tiene una forma propia, mientras que el mar subyacente
no tiene forma. A cada instante, mi consciencia tiene una forma mental, mientras que
mi memoria no la tiene.
Ahora podemos comprender mejor la naturaleza de la palabra. Está
conformada por dos partes: consta de un núcleo o centro formal, y un halo sin forma
que rodea el centro. El núcleo es la imagen verbal presente, imagen mental de un gesto
simbólico. El halo es el conjunto de recuerdos asociados a esta imagen verbal. El núcleo
tiene una forma fija; la palabra, dijimos, es una ecuación fundada en el principio de
identidad, fundado a su vez en el Uno principal; recibe esta fijeza del Uno inmutable.
El halo, en cambio, es ‘líquido’, sin forma, participa de las reorganizaciones constantes

142
de la memoria. El núcleo es el mismo para todos los hombres que hablan la misma
lengua en la misma época; el halo en cambio es diferente para cada hombre porque el
material de la memoria es diferente en cada uno de nosotros.
El halo de la palabra –el ‘sentido’ que evoca– está vivo. Como todo lo vivo, se
desintegra y se reintegra sin cesar. El núcleo de la palabra en cambio no está vivo. No
pertenece a este plano medio del cosmos que es la Vida, sino a los otros dos planos a la
vez; por una parte, al plano inanimado y, por otra, al plano intelectual. Como imagen
mental manifiesta, el núcleo de la palabra es inanimado como la piedra, está por debajo
de la vida; en cuanto lleva a cabo su rol simbólico y convoca a la vida su halo, es
intelectual, está más allá de la vida. Que el núcleo de la palabra sea creador de vida es
algo fácil de comprobar al ver su fuerza evocadora afectiva. Es más difícil comprender
por qué está por debajo de la vida. Sin embargo, a todos nos ha sucedido alguna vez
repetir una palabra varias veces, verla vaciarse de sentido (al disiparse su halo) y
observarla de pronto desnuda; esta palabra nos parece entonces extraña, arbitraria,
disecada y muerta; en ese momento, vemos su centro despojado de su dinamismo
creador de vida, tan inanimado como un guijarro.
La palabra ‘expresa’ (exprime) el pensamiento, como una naranja, bajo presión,
exprime su jugo. El jugo de naranja representa el halo líquido, sin forma, de la palabra;
el esqueleto celulósico de la fruta representa el centro fijo de la palabra. El ‘sentido’ de
la naranja reside en su jugo nutritivo, no en su esqueleto; el sentido de la palabra está
en su halo, no en su centro.
¿Qué sucede cuando leo un libro? El texto, especie de trama fija, inanimada
pero animante, se deposita en la superficie de mi mente líquida, de mi memoria. Cada
una de sus palabras despertará cierto rincón de mi mente; atraerá en torno a sí cierto
halo viviente. El libro anima en mí todo un mundo mental, emociones, fenómenos
psicológicos; es a la vez algo inanimado y un representante de la Esencia de la Mente
generadora de vida.
Algunas reflexiones sobre el pensamiento animal nos ayudarán a comprender
mejor la naturaleza de la palabra. El estudio de los reflejos condicionados ha
demostrado con pruebas la existencia de asociaciones en la mente animal. El animal
tiene un pensamiento asociativo. Ahora bien, no podría haber asociaciones sin
elementos que asociar. A estos elementos, que corresponden en el animal a lo que en el
hombre son las ideas verbales, los llamaremos ‘nociones’, y luego justificaremos el uso
de este término.
Dijimos que el animal, a falta de intelecto, no ‘experimenta’ pero ‘percibe’ y
‘siente’ como el hombre. Percibe imágenes que su mente fabrica a partir de estímulos
exteriores. Y estas imágenes dejan en él huellas mnemónicas, una memoria. Cuando el
animal percibe algo con lo que ya ha estado en contacto, la imagen que se fabrica de la
cosa se suma a todas las huellas mnemónicas que le están asociadas. La imagen presente
constituye un centro en torno al que se agrega un halo de recuerdos. El conjunto no es,
como en el hombre, una idea de naturaleza verbal, sino una noción no verbal.
La noción del pensamiento animal consta de un centro y un halo, como la idea
verbal humana. Difiere de esta no por la naturaleza de su halo, que es idéntico, sino por
la de su centro. Aquí el centro no es una palabra, es decir un fenómeno producido por

143
el sujeto mismo según una convención que le es propia, sino una imagen totalmente
impuesta al sujeto por el mundo exterior y por la naturaleza de sus medios de
percepción. Este centro está situado en la vida, como su halo. La consciencia de un
perro no contendrá la noción de su amo a menos que la vida le haga percibir a su amo
o algo que esté asociado a él.
Decimos que el pensamiento animal está hecho de nociones porque estos
elementos representan cierto conocimiento del cosmos. Pero este pensamiento depende
por entero del desarrollo de circunstancias exteriores y es incapaz de crear un mundo-
representación propio a él. Como los núcleos de las nociones animales pertenecen a la
vida, el pensamiento animal no puede generar ningún pensamiento lógico fundado en
el Uno más allá de la vida. Este pensamiento es totalmente ‘líquido’ y no puede contener
ninguna identificación fija. Puede hacer asociaciones complejas, pero no razonamientos
lógicos.
Vemos pues la diferencia esencial que existe entre el pensamiento animal y el
pensamiento humano. Los elementos que ambos pensamientos utilizan –nociones no
verbales e ideas verbales– constan por igual de un centro y un halo, pero difieren en la
naturaleza de su centro. El centro de la noción animal es de naturaleza vital y por lo
tanto el pensamiento animal es totalmente concreto, limitado al dominio de lo
particular, de lo individual. Las combinaciones que este pensamiento puede hacer con
sus nociones son solo asociaciones que manifiesten el movimiento convergente de la
vida. El centro de la idea verbal, en cambio, es de naturaleza no vital, es independiente
del mundo exterior, está abstraído de la vida; se sitúa en el dominio general, universal.
Las combinaciones a las que dan lugar las ideas verbales no son solo asociativas (por
cierto, pronto veremos en qué difieren estas asociaciones de las del animal), sino
también identificadoras o lógicas. El carácter fijo de la palabra, centro de la idea verbal,
permite combinaciones fijas, inmutables; es la estructura sintáctica, algebraica, fundada
en el principio de identidad. Debido a eta estructura identificadora fundada en el Uno
principal, el pensamiento humano crea un mundo propio en cada individuo pensante,
mundo que tiene la misma arquitectura que el Cosmos. El mundo creado por el
pensamiento animal, en cambio, no es sino un aspecto particular del Cosmos y no se
sitúa en el plano estructural del Todo.
Concluiremos este capítulo respondiendo a una objeción muy probable. Hemos
dicho que la palabra, como centro de la idea verbal, es fija, inalterable. ¿Cómo conciliar
esta afirmación con la multiplicidad de idiomas y sobre todo con el hecho evidente de
que las lenguas evolucionan con el tiempo? Una comparación nos ayudará a resolver
esta aparente contradicción: las leyes promulgadas por una sociedad fijan los derechos
y obligaciones de los ciudadanos; estas leyes se modifican en el transcurso del tiempo,
es decir que las modalidades según las que el legislador fija las obligaciones de cada uno
son modificadas, pero eso no impide que las leyes sean cosas fijas, inalterables, en el
momento en que existen y en cuanto intervienen en la vida de la sociedad. Se pueden
modificar las convenciones que son las leyes, y eso bajo influencia de la vida, pero cada
una de estas convenciones es, por su naturaleza, fija; se ve claro en el término jurídico
‘arrestado’. Las leyes se modifican de vez en cuando, pero estos cambios son sacudones
mediante los que se salta de una fijeza a otra; no tienen nada que ver con la evolución

144
vital que consiste en un cambio incesante y continuo. También las convenciones que
son las palabras se modifican en el transcurso del tiempo, pero no son menos fijas para
un hombre dado en un momento dado. Estas convenciones no cambian solo con los
siglos; de un capítulo al otro del mismo libro, puedo utilizar la misma palabra y convenir
darle un sentido diferente; eso no impide que yo fije cada vez la aceptación de esta
palabra y que su centro tenga la naturaleza una, fija, inalterable de lo universal. Muchos
hombres tienen un pensamiento vago porque usan palabras cuyo significado
convencional no especifican para sí mismos. Un pensamiento riguroso supone
convenciones verbales rigurosas. La herramienta que constituye la palabra para el
pensamiento lógico es tanto más adecuada a su función cuanto más se halle realizada
su naturaleza esencial; y esta naturaleza es la fijeza, exactitud, inalterabilidad de una
convención simbólica que el hombre establece consigo mismo.

145
CAPÍTULO 6
LAS ASOCIACIONES DE IDEAS

Estudiaremos ahora cómo se unen las palabras en nuestro lenguaje convergente.


Este lenguaje consta de dos estructuras: una es la estructura sintáctica, que comparte
con el lenguaje divergente; la otra es la estructura asociativa, que le es propia.
Antes de estudiar la cuestión de las asociaciones entre las ideas verbales, es
necesario comprender bien que la estructura sintáctica no es de ningún modo
asociativa; la relación que existe entre el sujeto, el verbo y el atributo de una frase no es
una asociación sino una relación de identificación, donde el verbo representa el vínculo
identificador entre el sujeto y el atributo. Lo que así se identifica en el lenguaje en cuanto
es una sintaxis no son los halos de las palabras ni sus centros, sino las identidades
convencionales que existen dentro de las palabras entre su centro y su halo.
Como ya hemos visto, la identidad inalterable que reside en una palabra no
caracteriza a su centro, que cambia con el tiempo, ni a su halo, que está vivo y se
remodela sin cesar. Caracteriza la relación entre el centro y el halo, sea cual sea la
modalidad momentánea de uno y de otro. Y son estas identidades particulares que
residen en las palabras las que se unen en identidad general en la estructura sintáctica.
Dejemos ahora la estructura sintáctica para estudiar la estructura asociativa que
es propia del lenguaje convergente. Las asociaciones se pueden hacer entre los halos de
las palabras o entre sus centros. Las primeras son por mucho las más importantes y es
por ellas que empezaremos.
Las asociaciones entre los halos de las palabras son de dos tipos, libres o dirigidas.
Antes de decir en qué difieren los dos tipos, mostremos qué tienen en común. La
asociación de dos ideas verbales se basa en una identidad parcial de sus halos. Por
ejemplo, la asociación ‘violín-juglar’ se funda en la idea de ‘tocar’ que existe a la vez en
los halos de ambas palabras; el halo de la palabra ‘violín’ contiene la idea de que el
violín es el instrumento que toca el juglar, y el halo de la palabra ‘juglar’ contiene la
idea de que el juglar toca el violín. Vemos pues que la identidad no está ausente en la
relación asociativa, lo cual no ha de sorprendernos puesto que el Uno principal es el
Padre en la inmanencia en la que las diez mil cosas son hermanas gemelas. Pero si bien
la identidad no está ausente en la relación asociativa, no es más que parcial, y es por
eso que debemos distinguir esta relación de la identidad total sintáctica.
La asociación es pues una relación triangular: las dos palabras asociadas están
unidas por una hipóstasis que es la idea idéntica contenida en ambos halos. Podemos
esquematizar esta relación de la siguiente forma:

violín juglar

tocar

146
Examinemos más de cerca la idea hipostática. Esta idea, esta imagen, constituye
el elemento fundamental de la asociación. Claro que se puede decir que las dos palabras
asociadas gracias a la hipóstasis son tan indispensables como esta para la constitución
del triángulo. Pero como el triángulo asociativo es en esencia una unión, una
conciliación, un matrimonio, la hipóstasis que une, concilia, casa, desempeña allí un
papel eminente, superior al papel de las palabras unidas. En esta tríada, la primera
palabra es la fuerza activa; primera en aparecer, tiene la iniciativa, suscita la segunda
palabra; la segunda palabra es la fuerza pasiva, es suscitada por la primera; y la idea
hipostática es la fuerza conciliadora. La fuerza activa suscita la fuerza pasiva, pero la
virtud suscitante, creadora, reside en la fuerza conciliadora, en la idea hipostática
común a ambos halos. Esta idea es pues la esencia, el principio de la asociación.
Cuando comprendo esto, me resulta evidente que mi apego a la convergencia
asociativa de mi lenguaje es esencialmente apego a la hipóstasis de mi asociación, a lo
que en ella es identidad, a lo que en ella representa al Uno principal.
Remarquemos, por otra parte, que la idea hipostática de mi asociación no es
consciente. Paso de la idea consciente ‘violín’ a la idea consciente ‘juglar’ sin ser
consciente de la idea ‘tocar’ que las une. El principio dinámico de mi pensamiento
asociativo no es consciente. No sorprende entonces que sienta que la palabra ‘juglar’ me
llega, llega a mi consciencia, sin que yo haga nada. Puesto que considero que soy mi
consciencia y no mi Inconsciente Principal, el origen de mis imágenes conscientes me
parece extraño a mí mismo; tengo la impresión de que mis ideas me llegan como cartas
por correo, un organismo extraño a mi organismo.
El trazo horizontal continuo de nuestro triángulo corresponde al aspecto
consciente de la asociación; los dos lados punteados corresponden a su aspecto
inconsciente. Hemos dibujado el triángulo con la punta hacia abajo porque solemos
imaginarnos el inconsciente como una profundidad subyacente a nuestro consciente (el
mar bajo las olas).
Las asociaciones se encadenan de manera continua; la segunda palabra de una
constituye la primera de la siguiente. Si fantaseo a partir de la palabra ‘violín’, puedo
tener las asociaciones ‘violín-juglar-aldea-campo-vacaciones-descanso’. Podemos
representar estas asociaciones, con sus hipóstasis, de la siguiente manera:

violín juglar aldea campo vacaciones descanso

tocar habitante situación estadía período

El trazo continuo y recto que une las palabras asociadas representa la parte
consciente de mi fantasía; el trazo punteado y zigzagueante que pasa por las ideas
hipostáticas representa la parte inconsciente. El trayecto de mi pensamiento consciente
se realiza de a saltos; salto de manera súbita de la idea ‘violín’ a la idea ‘juglar’ y de esta

147
a la idea ‘aldea’, etc... En cambio el trayecto de mi pensamiento inconsciente es
continuo.
Vemos que nuestro lenguaje asociativo implica un doble proceso, con una mitad
asociada y consciente y la otra hipostática e inconsciente. Pronto veremos que este doble
proceso no es otro que el proceso imaginativo-emotivo del cual está hecho nuestro monólogo
interior habitual.
Examinemos antes lo que distingue ambos tipos de asociación, las dirigidas y las
‘libres’. Las asociaciones que se suelen formar en mi mente son más o menos dirigidas;
mis ideas giran en torno a un tema que desempeña el papel de idea directriz. Cuando
fantaseo, el tema de mi ensoñación se modifica a menudo, paso con frecuencia de una
idea directriz a otra, pero a cada momento las imágenes de mi film giran en torno a una
imagen que las centra. En este caso, las hipóstasis implícitas que vimos que existían
debajo de las imágenes asociadas están a su vez unidas por una hipóstasis común más
general. Cuando reflexiono sobre una cuestión, mi tema de reflexión es mucho más
estable que los temas de mi ensoñación; la hipóstasis común bajo mi film imaginativo
puede seguir siendo mucho tiempo la misma. Esta hipóstasis es continua y por tanto
está implícita, pero de vez en cuando se explicita. Por ejemplo, mi reflexión mientras
escribo este capítulo implica de una punta a la otra la idea hipostática de ‘asociación’;
esta idea permanece estable implícitamente y se explicita de vez en cuando, cada vez
que vuelve al texto la palabra ‘asociación’.
Es fácil ver en este pensamiento asociativo ‘dirigido’ que mi apego a la
convergencia de mi lenguaje es en esencia apego a su parte hipostática implícita o
inconsciente. La idea directriz de mis asociaciones es, mientras dura, una ‘idea fija’; es
a ella que estoy apegado y no a las múltiples imágenes conscientes que nacen de ella.
Todas estas imágenes vienen a mí en función del interés que pongo en su idea directriz.
Las asociaciones ‘libres’ no son habituales; suponen cierto esfuerzo de distención
mental, de desconcentración, de no-reflexión; requieren en la práctica la intervención
de otra persona. Esta persona me dice una palabra que escucho y dejo resonar en mí;
y pronuncio, sin reflexionar, la primera palabra que me viene a la consciencia. En este
caso, no hay en sentido estricto una idea directriz, no hay hipóstasis general. Pero hay
una idea hipostática particular como en toda asociación. ¿Por qué me vino tal idea
asociada y no otra? La palabra que me dieron implicaba, en su halo, una multitud de
nociones y cada una de esas nociones habría podido, por identidad, ‘enganchar’ el halo
de otra palabra y hacerla venir a mi consciencia; es decir que el halo de la palabra dada
podía ocasionar la activación de múltiples hipóstasis, cada una correspondiente a una
idea asociada diferente. ¿Por qué tal noción contenida en el halo de la palabra dada
desempeñó el papel de hipóstasis, con exclusión de todas las demás? Porque esta noción
particular, en el momento del ejercicio, tenía para mí mayor carga afectiva que todas
las demás; de todas las ideas hipostáticas posibles, era esa a la cual estaba más apegado,
la que correspondía a la convergencia más intensa. Así, mis asociaciones libres me
informan sobre las modalidades particulares de mi apego general a mi representación
del mundo.
Las asociaciones libres representan el funcionamiento convergente más simple,
más elemental, de mi pensamiento. La convergencia es mucho más marcada en las

148
asociaciones dirigidas, incluso si me limito a fantasear, puesto que entonces las ideas
hipostáticas están centradas en torno a una idea directriz. La menor asociación es ya
una concentración mental; el triángulo asociativo elemental concentra las dos ideas
asociadas en torno a la idea hipostática. Luego vienen todos los grados de esta
concentración, según la amplitud de la idea directriz fija en torno a la cual se desarrollan
las asociaciones elementales. De esta manera, vemos que el lenguaje convergente
manifiesta con mayor o menor intensidad nuestro apego a la convergencia, y la
convergencia en sí.
Hemos dicho antes que nuestro pensamiento asociativo consta de una parte
asociada consciente y una parte hipostática inconsciente; constituye el doble proceso
‘imaginativo-emotivo’ del cual está hecho nuestro monólogo interior habitual. Los dos
aspectos de este proceso, el imaginativo y el emotivo, son coexistentes pero aun así
distintos. En efecto, es a las ideas hipostáticas implícitas que estoy apegado, no a las
imágenes conscientes; en cuanto soy consciente de mi film imaginativo, no estoy
apegado a él, no experimento, no me emociono; mi pensamiento consciente es no-
afectivo, puramente intelectual. En cambio, mi pensamiento me afecta, me emociona,
mediante las ideas hipostáticas no formuladas que residen bajo mis asociaciones y las
engendran; mi pensamiento me emociona mientras no aparece en mi consciencia. En
definitiva, solo la mitad invisible de mi lenguaje asociativo es emotiva, mientras que su
mitad visible es puramente intelectual. Si tengo la impresión de que las imágenes de mi
film me afectan, es porque las confundo, de modo ilusorio, con las ideas hipostáticas
que suscitan su aparición y que no veo.
Consagremos un breve párrafo a las asociaciones que se realizan no entre los
halos de las ideas verbales sino entre sus centros. Son ‘aliteraciones’ tales como: ‘parte-
párrafo-párpado’ o ‘venganza-andanza-elegancia’ o ‘pariente-garante-garabato’. Aquí
la hipóstasis no es una noción perteneciente a los halos de las palabras asociadas sino
una parte del propio gesto-palabra. Estas asociaciones son en cierto sentido
‘musculares’, implican una identidad parcial del gesto verbal.
Es útil, para comprender mejor la naturaleza de nuestro film imaginativo, volver
al pensamiento animal. Las asociaciones de este pensamiento se realizan entre los halos
de las nociones y entre sus centros. Las asociaciones entre los halos se asemejan
plenamente a las que hemos estudiado en el hombre. Después de la experiencia, la
noción que un perro tiene del azote implica, en su halo, el recuerdo del sufrimiento; y
este recuerdo desempeñará el papel de hipóstasis que suscita una noción asociada, la de
‘huir’ o ‘tumbarse al suelo gimiendo’ o alguna otra. Pero las asociaciones entre los
centros de las nociones animales difieren de lo que son en el hombre, puesto que estos
centros no son imágenes verbales fijas sino imágenes mentales en movimiento calcadas
de la realidad exterior presente; estas asociaciones no son otras que el desarrollo de
circunstancias exteriores percibidas por la mente del animal. El animal no tiene como
el hombre dos tipos de film imaginativo, uno calcado de la realidad, el otro inventado;
no hay sino un film calcado de la realidad, sea la realidad presente (asociaciones entre
los centros de nociones, desarrollo circunstancial), sea de la realidad pasada
(asociaciones de halos de nociones). Las asociaciones del animal no pueden concernir
más que a lo que está viviendo o a lo que ya ha vivido. El hombre, en cambio, si bien

149
tiene un film imaginativo calcado de la realidad presente o pasada como el animal,
puede además crear un film imaginativo inventado, verosímil o inverosímil, a su antojo.
El hecho de poseer las convenciones arbitrarias que son las palabras permite al hombre
inventar combinaciones asociativas independientes de las circunstancias reales de su
vida.
Pero si examinamos más de cerca el lenguaje humano convergente, vemos que
la diferencia esencial que lo separa del pensamiento animal no es lo que acabamos de
decir. Lo que caracteriza sobre todo a nuestro lenguaje convergente se debe a la
coexistencia en él de la estructura lógica intelectual y la estructura asociativa vital.
Antes de tener el intelecto verbal, el bebé tiene el pensamiento prelógico del
animal. Cuando apareció el intelecto y se desarrollaron sus automatismos de
convergencia, el pensamiento prelógico persistió debajo del nuevo pensamiento lógico;
persistió en las ideas hipostáticas que sostienen las aspiraciones del pensamiento lógico.
‘Normalmente’ –es decir en el hombre en quien todas las posibilidades
intelectuales, divergentes como convergentes, estuvieran desarrolladas– el pensamiento
prelógico y el pensamiento lógico funcionarían en dos planos separados. El pensamiento
prelógico constituiría una instancia psíquica inferior, práctica, correspondiente al plano
de la vida individual, es decir a un campo limitado del cosmos. Y el pensamiento lógico
constituiría una instancia psíquica superior, teórica, correspondiente al plano universal,
es decir al cosmos en su totalidad. La relación que existiría entre estas dos instancias
sería semejante a la que hemos visto entre la célula cortical y la célula medular en la
elaboración del gesto muscular. El pensamiento lógico controlaría por inhibición el
pensamiento animal y, así, el comportamiento estaría ordenado cósmicamente,
adaptado a la totalidad cósmica, es decir sería del todo inteligente o razonable. Este
hombre sería realmente un animal razonable.
Pero en el hombre habitual solo está desarrollada una mitad de los
automatismos intelectuales. A causa de ello, la instancia psíquica superior es incapaz de
desempeñar su papel normal, de funcionar en un plano que domine al del pensamiento
animal. Funciona, sí, pero en lugar de tener la iniciativa y de controlar de manera activa
el pensamiento animal, es puesta en marcha por este pensamiento y funciona, en cierto
modo, después de él. Así, nuestro monólogo interior habitual no manifiesta una
verdadera Razón sino racionalizaciones provocadas por nuestra vida afectiva. Nuestros
gustos y disgustos provocan, en nuestro pensamiento lógico, las ideas de lo que ‘debe
ser’ y lo que ‘no debe ser’; nuestras preferencias relativas provocan parcialidades, juicios
absolutos. Nos preguntamos sin cesar ‘qué debemos hacer’ en lugar de preguntarnos ‘qué
queremos hacer’; la noción de ‘deber’ sustituye a la de ‘voluntad’. De ello resulta un
comportamiento rígido, sistematizado, constreñido.
Sin embargo, está la posibilidad, incluso con nuestro desarrollo incompleto, de
tener un pensamiento razonable, una ‘inteligencia independiente’. En efecto, hemos
visto que, junto a nuestras voluntades afectivas, existe una ‘voluntad de comprender por
comprender’; el hombre en quien esta voluntad especial se racionaliza puede tener
intuiciones intelectuales puras que lo instruyan correctamente. Pero este pensamiento,
el más razonable que podamos tener en la actualidad, no puede sin embargo asumir su
iniciativa normal y no controla nuestra vida.

150
Esta subordinación de nuestro pensamiento lógico a nuestro pensamiento
animal, o vital, explica en parte la impresión de esclavitud que experimentamos durante
nuestro monólogo interior.

151
CAPÍTULO 7
LA EXPRESIÓN DEL PENSAMIENTO

Volveremos sobre nuestro apego a la convergencia intelectual y las


consecuencias que de él se derivan. Para ello, consideraremos de nuevo la
transformación mental que se produce en el ser humano cuando pasa del estado de
bebé sin intelecto al de niño y luego adulto dotado de un pensamiento verbal.
El bebé tiene un pensamiento animal, preverbal, prelógico. Las nociones que lo
componen están hechas de centros y halos. Los centros son imágenes mentales calcadas
de la realidad; dependen del mundo exterior y están condicionadas por él. Los halos
son huellas mnemónicas asociadas a la imagen central; manifiestan la memoria propia
del sujeto y están pues, en un sentido, autocondicionadas.
Los centros y los halos de este pensamiento son igual de móviles, líquidos, como
la vida misma. En el adulto, los halos también son así, pero no los centros, que aquí
están calcados de la realidad que es en sí misma móvil.
Este pensamiento, en sus dos aspectos, participa pues de la estructura dual de la
vida; contiene a la vez convergencia y divergencia al igual que la vida. En esto, el bebé,
como el animal, se asemeja al hombre totalmente desarrollado, al hombre del satori.
No obstante, difiere mucho de él. En efecto, la convergencia y la divergencia no son
autónomas, no están aisladas una de otra, en este pensamiento no intelectual. Están
íntimamente confundidas en un caos primordial; están en estado de virtualidades en
una sustancia mental primordial y única. Solo más adelante podrán, gracias al intelecto,
volverse autónomas, aislarse, purificarse, nacer una ante la otra. Entonces solo su
conciliación, muy diferente de su confusión, hará la síntesis del pensamiento intelectual
totalmente desarrollado.
El pensamiento del bebé, dijimos, está autocondicionado en cuanto es memoria
(halos de las nociones) y condicionado por el mundo exterior en cuanto es consciencia
actual (centros de las nociones). Pero el aspecto autocondicionado depende del aspecto
condicionado por el mundo exterior. El film imaginativo del bebé, como el del animal,
depende de circunstancias exteriores y de sensaciones fisiológicas; el bebé no puede
inventar un film a su antojo. Por lo tanto, este pensamiento está, a fin de cuentas,
condicionado en su totalidad por fenómenos no mentales; el autocondicionamiento de
la memoria es anulado por el hecho de que depende, en su funcionamiento, de
fenómenos no mentales. Y este condicionamiento completo no puede estar
acompañado de ninguna impresión de esclavitud justamente porque es completo;
porque, en esta situación, el bebé no puede darse cuenta de que su pensamiento está
condicionado.
Luego, el niño, a partir de los dos o tres años más o menos, accede al plano de
las ideas generales intelectuales, que se manifiesta a través de la capacidad de establecer
convenciones simbólicas entre gestos verbales e ideas generales, es decir a través del
lenguaje.
Gracias a las palabras, el pensamiento del niño toma una forma que permite a
su mente percibir su propio funcionamiento desde una perspectiva de ‘sujeto-objeto’.

152
El carácter dual del pensamiento deviene entonces objeto de consciencia. Es en
ese momento que la preferencia vital por la integración-convergencia se prolonga en
parcialidad por la convergencia psíquica, es decir por el lenguaje convergente. Así como
el pensamiento animal, para funcionar, tiene necesidad de objetos definidos, captables,
que presenten una aparente permanencia, y de apoyarse así en un mundo exterior
coherente, el pensamiento intelectual tiene necesidad de aopyarse en un mundo-
representación definido, coherente, que presente una aparente permanencia, un
‘sentido’ aparente.
Tal como es, el pensamiento animal dual, que funcionaba hasta entonces, no
puede ser un objeto aceptable para el intelecto. Debido a la mezcla que implica entre
la convergencia y la divergencia, es un objeto inutilizable para el funcionamiento del
intelecto; al ser inutilizable, es negador, por lo tanto intolerable. Por ese motivo, el niño
separa la divergencia, a la que excluye, de la convergencia, a la que acepta y utiliza. Es
solo más adelante, una vez que la convergencia intelectual esté bien establecida sobre
sólidos automatismos, que se podrá abordar la divergencia.
Lo que acabamos de decir es tan importante para comprender nuestro
funcionamiento mental actual que lo repetiremos con una formulación algo distinta.
El pensamiento del bebé es totalmente móvil, líquido; le falta la inalterabilidad
que habrá en las palabras, en la relación de identidad entre el centro de la palabra y su
halo. Este pensamiento líquido manifiesta a la vez la integración y la desintegración;
nace y muere a cada instante, según el modo vital, como el organismo material. Sin
poder concebir las ideas abstractas de ‘vida’ y de ‘muerte’ en general, el bebé quiere lo
que favorezca su vida (cosas particulares y en movimiento) pero no quiere todavía su
vida (la idea general e inalterable).
Cuando aparece el intelecto, el niño concibe las ideas generales de ‘vida’ y de
‘muerte’. Quiere su vida y rechaza su muerte, quiere la integración y rechaza la
desintegración.
En el plano somático o grosero, el niño percibe su cuerpo, lo percibe como una
integración manifiesta que se desarrolla con capacidades constatables. Tiene formas
precisas, descriptibles, aparentemente estables a cada instante, que garantizan al niño su
‘ser’ y lo tranquilizan sobre su nadidad. En el plano psíquico o sutil, en cambio, el
pensamiento preverbal no presenta ninguna forma aparentemente estable, captable,
que afirme el ‘ser’ psíquico y rechace el no-ser; este pensamiento se niega al mismo
tiempo que se afirma. Constituye un mundo indescriptible porque se desordena al
mismo tiempo que se ordena.
El lenguaje constituirá una integración simbólica que conferirá al mundo
psíquico una estructura fija, algebraica, sólida. Los halos de las nociones son aún
líquidos pero sus centros se inmovilizan. Al expresar su pensamiento de forma verbal,
el niño fabrica una estructura mental donde lo fijo se separa de lo móvil. Esta expresión
es exorcismo porque elimina en parte lo móvil inasible que, en su totalidad, parecía
negador. El pensamiento líquido pierde el aspecto aterrador que tenía sin ello y
adquiere, gracias al lenguaje, un aspecto tranquilizador, afirmante.
Cuando aparece el intelecto, el niño adquiere la capacidad de ser de manera
consciente lo Incondicionado, el Principio Absoluto. A partir de entonces, le resulta

153
intolerable verse condicionado desde afuera. Mediante la expresión de su pensamiento,
la mente del niño se autocondiciona al fabricar un mundo para él solo. De esta manera
se da a sí mismo la impresión de ser lo Incondicionado que condiciona el Mundo.
Pero el mundo que la mente del niño condiciona no es el mundo objetivo; es un
mundo subjetivo cuya creación responde a la reivindicación de ‘ser-absolutamente-en-
cuanto-distinto’. Por eso, este mundo es creado en función del individuo particular,
según el modo vital que rige al individuo y que implica la parcialidad por la integración
contra la desintegración. Es un mundo únicamente convergente, centrado en la ‘Yo-
Realidad’. El lenguaje no aparece con su naturaleza ternaria –estructuras sintáctica,
convergente y divergente– sino solo con una estructura sintáctica-convergente. Es
únicamente ‘sensato’.
En suma, el niño exorcisa en sí mismo el pensamiento animal al expresarlo
mediante las contracciones mentales que son los gestos verbales. Esta expresión
inmoviliza los centros vivos de las nociones que devienen ideas verbales, en cierto modo
‘momificadas’. Con estas palabras-momias, el pensamiento intelectual construye un
mundo ficticio únicamente convergente.
Este proceso es muy normal. Lo que no es normal es que se detenga allí. Una
vez que los automatismos intelectuales convergentes están bien establecidos, el lenguaje
debería adquirir los automatismos de su funcionamiento divergente para que el
intelecto, habiendo desarrollado todas sus posibilidades, pueda al fin crear, no ya un
mundo ficticio subjetivo, sino el Mundo real objetivo.
Veamos ahora la libertad relativa que confiere al hombre el funcionamiento del
intelecto convergente.
En el animal y en el bebé humano, las asociaciones mentales condicionadas por
la naturaleza en la instancia psicomotriz llevan a concebir gestos somáticos, es decir a
un comportamiento. Como el dinamismo vital da a esta concepción una fuerza
ejecutiva, todo gesto concebido en la instancia psicomotriz es ejecutado por el cuerpo
de inmediato. En una circunstancia de peligro, el animal cuyas asociaciones llevan a un
comportamiento de huida, contraataque, o inmovilidad, está obligado a huir,
contraatacar o quedarse inmóvil.
En el ser humano las cosas son diferentes, debido al lenguaje. El lenguaje es una
motricidad simbólica, localizada en los gestos verbales, que trasciende la motricidad
animal extendida por todo el cuerpo. La motricidad mental trasciende la motricidad
del cuerpo. Mientras que las asociaciones mentales del animal llevan necesariamente a
la concepción y a la ejecución de gestos corporales, las del hombre llevan
necesariamente a la concepción y a la ejecución de gestos mentales. Es la motricidad
mental la que se halla, en el hombre, condicionada por la Naturaleza en su instancia
psicomotriz. Esta motricidad constituye un hiato que protege la motricidad corporal
contra la acción directa de la Naturaleza. La mente intelectual puede absorber,
amortiguar el choque de la Naturaleza y ahorrárselo al comportamiento corporal. En
una circunstancia de peligro en la que mis asociaciones inmediatas llevan a la idea de
fuga, no necesariamente provocan la fuga; provocan necesariamente la concepción y la
ejecución mentales de la idea de fuga; entre todos los comportamientos posibles, es este
cuya idea se impone primero a mí. Pero este concepto, este gesto mental, puede

154
amortiguar el choque del dinamismo vital y no ser acompañado por el comportamiento
corporal correspondiente. Puedo suspender este comportamiento, evocar sus
consecuencias probables, evocar las consecuencias de otros comportamientos, poner así
en juego asociaciones más completas que las que resultaban solo de la circunstancia
inmediata, y llegar a concebir un comportamiento distinto a la fuga; un
comportamiento que, al final, adopto.
Es evidente que esta facultad suspensiva que me otorga mi intelecto representa
una relativa libertad. Me permite hacer intervenir, en el determinismo de mi
comportamiento, asociaciones que la situación inmediata no provocaba. En lugar de
corresponder solo a lo que experimento en el momento presente, mi comportamiento
se ajusta a toda suerte de experiencias antiguas; no expresa solo lo que soy a propósito
de la circunstancia presente sino cierta síntesis de mí mismo.
Pero si bien mi motricidad mental protege a mi motricidad corporal de un
condicionamiento directo por la Naturaleza, ella misma está condicionada por la
Naturaleza de manera directa y rigurosa. Y ya vimos que este condicionamiento es
sentido como restrictivo mientras el desarrollo total de mi intelecto no me haya
identificado con la Naturaleza. El hombre dotado de intelecto es, en realidad,
totalmente libre, pero solo puede gozar de una libertad relativa mientras sus
posibilidades intelectuales permanezcan realizadas a medias.

155
CAPÍTULO 8
NATURALEZA HIPNÓTICA
DE NUESTRA ATENCIÓN ACTUAL

En realidad soy absolutamente libre; pero todo sucede en mí en la práctica como


si no lo fuera, debido a mi apego actual a mi convergencia mental. Consagraremos este
capítulo al estudio de nuestra aparente esclavitud.
El dinamismo vital ya no actúa de manera directa sobre mí, ser humano dotado
de intelecto, sobre mi motricidad corporal, sino sobre mi motricidad mental, sobre la
fabricación de mi film imaginativo.
Cuanto más profundamente atañan las circunstancias al ‘combate vital’ que
opone en mí la ‘Yo-Realidad’ a la ‘Amenaza’, según mi dramatización de las cosas, más
profundamente entra en juego mi dinamismo vital y, por lo tanto, mi motricidad
mental.
Debido al hiato entre motricidad mental y motricidad corporal, a menudo
sucede que mi cuerpo no hace nada, que de mi movimiento mental no resulta ninguna
acción corporal. A menudo el debate imaginativo que mi facultad suspensiva permite
es bien complejo; se oponen en él de manera irreductible deseos absolutizados y
contradictorios, que no desembocan en la decisión por ningún comportamiento. No
hago nada, o en todo caso nada adaptado a la circunstancia real (camino de un lado a
otro fumando cigarrillos que apago de inmediato, etc...). En este caso, mi movimiento
mental no es una actividad sino una agitación. A falta de una acción corporal que
modifique la circunstancia presente, este proceso de agitación mental se realiza porque
sí. Mi film imaginativo exorcisa con eficacia las temibles corrientes de mi pensamiento
subconsciente sin forma expresando solo su aspecto convergente. Pero esta eficacia solo
vale en el instante; el film exorcisante, convergente, asociativo, conlleva un dinamismo
sin forma (las imágenes hipostáticas no conscientes) que mantiene en movimiento el
pensamiento sin forma a exorcisar. El remedio activa la enfermedad al mismo tiempo
que la neutraliza. Se establece un círculo vicioso del que siento que mi pensamiento es
prisionero.
Mostraremos con mayor precisión en qué consiste esta aparente prisión y cómo
nuestro apego a la convergencia mental pone a nuestro pensamiento en una situación
de hipnósis.
Mi ‘querer vivir’, voluntad de integración con rechazo de la desintegración, se
traduce en mi intelecto en la voluntad de convergencia con rechazo de la divergencia.
Estoy apegado a la convergencia de mi mente no solo porque la quiero sino porque la
quiero con exclusión de su divergencia. En resumen, no es a mi pensamiento convergente
que estoy apegado, sino a la convergencia de mi pensamiento.
A causa de este apego, mi consciencia no recibe el pensamiento convergente; lo
toma. Pero al mismo tiempo es tomada por él. ¿Cómo comprender esto? En realidad, la
actividad de mi consciencia, bajo la influencia de mi ‘querer vivir’, no consiste en captar
la convergencia mental sino en ofrecerse de manera activa y exclusiva al campo
magnético convergente de la Esencia de la Mente. Recordemos la ilustración de la

156
limadura de hierro entre los dos imanes. Si mi consciencia se ofreciera a la convergencia
sin rechazar la divergencia, recibiría el pensamiento convergente sin estar pegada y fija
a él. Pero se ofrece a la convergencia rechazando la divergencia; debido a ello, se halla
presa, esclavizada por el pensamiento convergente. Su relación con el pensamiento
formal, en lugar de ser una adhesión, es una adherencia que la constriñe.
En esta adherencia, mi consciencia percibe la imagen mental presente como si
esta imagen fuera la única posible, perdiendo de vista las posibilidades indefinidas de
todas las otras imágenes.
Si hubiera adhesión en lugar de adherencia, no sería consciente, es cierto, más
que de la imagen mental presente, pero del mismo modo que de todas las demás
imágenes posibles; sería consciente de la imagen presente no en cuanto es distinta de otras
sino en cuanto manifiesta, como las otras, la única Esencia de la Mente. Es decir que sería
consciente de la Esencia de la Mente en la consciencia que tendría de la imagen
presente; sería consciente de la arcilla en mi consciencia del objeto de arcilla.
Como hay adherencia, no soy consciente más que de la imagen presente e
ignoro la Esencia de la Mente, de la que sin embargo esta imagen es la manifestación
directa. Todo sucede pues como si la imagen presente despertara mi consciencia a ella
sola y al mismo tiempo la adormeciera a la posibilidad de todas las otras imágenes, es
decir a la Esencia de la Mente que las contiene todas. Mi pensamiento parcialmente
convergente es un pensamiento hipnótico. Mi consciencia está en la situación de un
hombre adormecido por un hipnotizador. El hipnotizador adormece a su sujeto a todas
las cosas salvo a las palabras que él pronuncia. Es un error considerar, como suele
hacerse, que el estado hipnótico es un sueño; en realidad es una vigilia exclusiva, es
decir una vigilia que nadifica todo aquello a lo que no está consagrada.
Esta relación hipnótica entre mi consciencia y la imagen mental presente es mi
atención actual. Mi atención actual está apegada, es a la vez captadora y cautivada. Es
captadora en cuanto resulta de mi voluntad exclusiva de la convergencia mental; y es
cautivada porque el magnetismo de la convergencia, no equilibrado por el de la
divergencia, inmoviliza mi consciencia, la adormece y la cierra a todo lo que no es la
forma particular de la imagen presente.
Como mi atención actual está apegada a su objeto, es a la vez captadora y
cautivada, mi identificación con el desarrollo de mi pensamiento formal es de
naturaleza hipnótica y la experimento como esclavizante. Estoy entonces tentado de
maldecir esta identificación haciéndola responsable de mi supuesta esclavitud; estoy
tentado de luchar contra ella. Mostraremos que esta tentativa resulta de una
comprensión inexacta y que nos pone en un camino peligroso, opuesto al de nuestro
desarrollo completo.
Desde luego, el estado de hipnósis en el que hoy estoy, que me priva de la
percepción consciente dichosa de la Esencia de la Mente, es en términos subjetivos muy
penoso. Pero mi desgracia no consiste en absoluto en mi identificación con mi
pensamiento formal; consiste en el hecho de que esta identificación, que es normal,
concierne de manera exclusiva a la imagen mental presente. Es este carácter exclusivo lo
que me impide percibir la Esencia de la Mente en la imagen presente; es esto lo que me
priva de la identificación con esta Esencia misma, identificación que eliminaría el

157
dualismo ‘sujeto-objeto’ puesto que lo que percibiría la Esencia de la Mente sería esta
Esencia misma, principio de todas mis percepciones. Si mi identificación, sin dejar de
estar, dejara de realizarse exclusivamente en la imagen particular presente, yo tendría
un desarrollo completo, sería el hombre del satori; tendría percepciones duales pero ya
no dualistas; no confundiría el objeto que observo con mi propio organismo, pero no
vería entre ellos ninguna oposición porque vería su identidad principial al mismo
tiempo que su diferencia manifiesta.
La desgracia de la identificación con el pensamiento presente reside solo en su
carácter limitado, particularizado; todo sucede entonces como si la Esencia de la Mente,
el Todo, se hallara condicionada por la parte. Nuestra atención antes del satori está
siempre cautivada; la desgracia no es que en estas condiciones nuestra consciencia esté
en una prisión, sino que no esté al mismo tiempo en todo el Cosmos del cual esta prisión
es ya una parte.
Examinemos una consecuencia de nuestra hipnósis actual. Cuando mi atención
ha estado cautivada durante cierto tiempo por un espectáculo cualquiera o un ensueño,
sucede que el hilo de mi pensamiento se rompe y me doy cuenta a posteriori de la
actividad mental que acaba de realizarse en mí. Tengo entonces la impresión de que,
durante ese tiempo en el que pensaba sin darme cuenta de que pensaba, estuve ausente
a mí mismo; y tengo también la impresión de que, ahora, vuelvo a mí y estoy presente
a mí mismo. Veamos cómo se explica esta impresión. Si mi atención perdiera su
carácter apegado, exclusivo, percibiría la Esencia de la Mente al percibir la imagen
mental presente, y no localizaría esta percepción ni dentro ni fuera de mí, puesto que
la Esencia de la Mente, Principio de todo lo que percibo, es a la vez el objeto y el sujeto;
es un centro situado en todas partes y en ninguna; no es localizable. En cambio,
mientras mi atención conserve su carácter apegado, necesariamente tendré la impresión
de que mi consciencia está localizada en algún lado. Cuando el objeto percibido
concierne al mundo exerior, tengo la impresión a posteriori de que mi consciencia
estaba fuera de mi cabeza. Cuando el objeto percibido consiste en mi funcionamiento
mental en sí, tengo la impresión presente de que mi consciencia reside en mi cabeza.
Estoy tentado de pensar, entonces, que siempre debería sentir que mi consciencia reside
en mi cabeza, que esa es su localización ‘normal’, y que estoy en falta, alienado de mí
mismo, cuando mi consciencia está afuera. Este es un error de comprensión. En primer
lugar, no estoy ‘en falta’ cuando mi consciencia parece localizada aquí o allá; esta
impresión es solo el signo de un desarrollo incompleto de mi intelecto, de un estadio
evolutivo que normalmente precede el desarrollo completo. Por otra parte, no hay
ninguna diferencia significativa entre la localización de mi consciencia en mi cabeza o
fuera de ella; el signo de mi desarrollo incompleto no es que localice mi consciencia en
un punto en vez de en otro, sino que la localice en algún lado.
Es un grave error condenar lo que ya se halla realizado en mí, condenar mi
identificación con mi pensamiento formal presente, e intentar acabar con esta
identificación. Es más inteligente adherir a lo que ya está realizado en mí y trabajar
para adquirir lo que todavía falta.
Si cometo este error de condenar mi atención cautivada-captadora actual, caigo
en un segundo error: concibo la posibilidad de una ilusoria atención ‘voluntaria’ que

158
decido cultivar para reemplazar la atención cautivada. En realidad, no hay una
atención involuntaria y una atención voluntaria. La atención cautivada-captadora
actual ya es voluntaria puesto que traduce precisamente mi voluntad exclusiva de
convergencia mental; todo lo que se podría decir es que la atención del hombre no
desarrollado por completo expresa una voluntad exclusiva, mientras que la del hombre
realizado por completo expresará una voluntad no exclusiva. Por otra parte, la atención
que puedo tener en mi vida antes del satori es necesariamente cautivada puesto que es
necesariamente captadora. Mostraremos que la así llamada atención ‘voluntaria’
siempre es una atención cautivada, solo que sobrecargada con una peligrosa
complicación.
Como acabamos de recordar, mi atención ordinaria ya es voluntaria, puesto
que traduce mi voluntad exclusiva de convergencia mental. Pero esta voluntad no es
explícita; funciona sin que me dé cuenta de que funciona; por eso, cuando luego pienso
en ello, tengo la impresión de que mi consciencia ha estado cautivada pese a sí misma
por el film imaginativo. Cuando en cambio hago esfuerzos de supuesta atención
‘voluntaria’, mi voluntad exclusiva de convergencia mental es explícita; me doy cuenta
de que funciona mientras lo hace; percibo entonces el objeto exterior ya no solo para
percibirlo sino para percibir mi funcionamiento mental con motivo de la percepción
exterior; percibo mi consciencia localizada en la cabeza a la vez que percibo el objeto
exterior. Tengo entonces la impresión de que mi atención, habitualmente cautivada, se
ha vuelto captadora (activa y ya no pasiva). En realidad, mi atención ordinaria ya era
captadora, y la así llamada atención ‘voluntaria’ sigue siéndolo, pero esta vez de una
manera más complicada que agrava mi condición actual.
Tomemos un ejemplo concreto: estoy sentado en una sala de espera; si observo
la sala con mi atención ordinaria, los objetos que hay allí captan mi atención, la retienen
más o menos según el interés que despiertan en mí, con total flexibilidad y
espontaneidad. Si hago esfuerzos de atención ‘voluntaria’, queriendo conservar la
impresión de que mi consciencia está localizada en mi cabeza, observo los objetos a la
vez que percibo que los percibo, veo mientras me digo que veo. Mi supuesta actitud
‘activa’, que sustituye a mi actitud ordinaria ‘pasiva’, expresa entonces una doble
reivindicación, en lugar de una simple: en primer lugar, como es habitual, reivindico la
imagen mental presente calcada del objeto exterior; y, además, la imagen mental de mí
reivindicando la imagen exterior. La segunda imagen, interior, es el fin para el que la
imagen exterior es el medio. De ese modo, tengo la impresión de liberarme de la
‘esclavitud’ que me imponía el objeto exterior en la atención ordinaria; percibo que mi
consciencia está localizada en mi cabeza y que desafía con orgullo al mundo exterior a
que la haga salir. Pero la aparente esclavitud que me imponía el objeto exterior es
reemplazada por la que me impone la imagen fija (la ‘idea fija’) de mí percibiendo el
objeto exterior. En lugar de darme a la hipnósis sin saberlo, me doy sabiéndolo (y
pretendiendo esta vez estar despierto). Pero mi estado sigue siendo hipnótico; es el
mismo pero de modo más lamentable porque la imagen hipnotizante (la imagen de mí
percibiendo los objetos exteriores) está fija, inmovilizada por una contractura
intelectual, mientras que en la atención ordinaria las imágenes hipnotizantes se
sucedían con el movimiento de la vida. En la así llamada atención ‘voluntaria’, mi

159
pensamiento sigue estando en el plano de la vida (es decir, dirigido por la reivindicación
exclusiva de la convergencia), pero de una vida contrariada por la inmovilización de la
imagen cautivante. Creyendo hacer un esfuerzo por salir del plano de la vida hacia uno
superior, hacia el intelecto puro, hice un esfuerzo hacia abajo, hacia lo inanimado; pero,
si bien no llego así a disminuir en mí la mitad de realización que la vida ya implica,
hago lo opuesto al ‘contra-trabajo’ necesario para completar mi realización, y corro el
riesgo de desarmonizar en mayor o menor medida mis automatismos de convergencia.
Volveremos sobre este riesgo cuando estudiemos en general los efectos de los ejercicios
de concentración.

160
CAPÍTULO 9
EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE

Hemos visto que, si dejamos hablar a nuestra mente sin dirigir su discurso sobre
algún tema, se elabora un lenguaje con estructura sintáctica pero que no presenta para
nosotros ningún ‘sentido’.
Para producir este lenguaje no-convergente es preferible escribir. Claro que
podría dejar que mi discurso no-convergente se pronunciara simplemente en mi cabeza,
pero el trabajo de control del que hablaremos sería menos riguroso. La escritura es un
soporte útil para la nitidez de nuestro pensamiento formal, sea este convergente o no-
convergente.
Escribo entonces la primera palabra que viene a mi intelecto, luego la frase
sintácticamente correcta que se presenta a continuación. Cuando esta frase se ha
desarrollado por completo, hago venir otra, etc... Lo que caracteriza en esencia el
lenguaje no-convergente es el hecho de que no es asociativo; las palabras solo están
ligadas por la sintáxis. Para eso, es necesario que yo no oiga la palabra que viene a mí;
debo por supuesto escucharla (si no no podría tomar consciencia de ella y escribirla),
pero no oirla, es decir dejarla resonar en mí con su halo cargado de ‘sentido’.
Explicaremos en detalle, durante el siguiente capítulo, esta importante distinción entre
‘escuchar’ y ‘oír’. Por el momento, nos basta comprender que cuando oigo una palabra,
no solo oigo su centro no-vivo sino también su halo vivo; todas las nociones ‘sin forma’
y cargadas de afectividad que componen este halo se despiertan en mí y tienden a
suscitar por convergencia una nueva palabra asociada a la primera. Si oigo la palabra
que ha venido, esta suscita la palabra siguiente determinándola por asociación.
Debo, pues, escuchar la palabra que viene a mí sin oír su sentido (nótese que,
en francés, ‘oír’ (entendre) es sinónimo de ‘entender’; toda comprensión supone una
convergencia asociativa). No debo tampoco oír el centro, es decir el sonido de la
palabra; si lo oyera, la palabra siguiente podría estar asociada por aliteración; o bien la
misma palabra podría volver con obstinación a mi texto, asociada a sí misma por
repetición. En resumen, hay tres tipos de asociaciones que se trata de evitar al no oír la
palabra: las asociaciones de sentido, las de consonancia y las de repetición.
Escuchar las palabras que vienen a mí para escribirlas y componer frases
sintácticamente correctas, sin oírlas ni entenderlas, es la característica esencial del
funcionamiento no-convergente del intelecto. Es también su gran dificultad. Porque mis
automatismos de convergencia, los únicos desarrollados hasta ahora, se traducen en mí
en el hábito de oír mi pensamiento formal; lo oigo porque por lo general quiero oirlo y
entenderlo para ‘experimentar’, para sentir que condiciono mi mundo-representación.
Por eso, al comenzar el entrenamiento en el lenguaje no-convergente, es imposible que
lo haga a la perfección. Lo que se trata de realizar es nada menos que el ‘soltar’ del que
habla el Zen, ese ‘hacer’ totalmente nuevo que es un ‘no hacer’. La ‘presa’ a soltar es el
gesto interior contraído mediante el cual oigo mi pensamiento formal, es mi atención
captadora-cautivada. No puedo lograrlo de entrada porque ello supone estar en plena
posesión de automatismos de no-convergencia que todavía no poseo más que en

161
germen y que justamente quiero adquirir. Es necesario un esfuerzo paciente, un
esfuerzo totalmente nuevo de no-contracción mental, de no-atención, de no-
reivindicación egoísta.
En esta etapa inicial, la escritura no-convergente es difícil. Me sucede a menudo
oír la palabra que vino a mí; entonces la palabra siguiente está asociada a ella de una
manera u otra. Para resistir esto, rechazo la palabra asociada, no la escribo, y espero
otra. Durante este tiempo, me desenganché de la palabra que había oído; se amortiguó
la resonancia vibratoria que había producido en mí; se aplacó su onda afectiva; y en la
medida en que esto haya sucedido, habrán aumentado las posibilidades de que la
palabra siguiente no esté asociada. Pero estos esfuerzos no-asociativos se deben hacer
con moderación. Si me impusiera lograr de entrada un texto perfectamente no-
asociativo, bloquearía mi mente ante una imposibilidad. Si quiero ponerme en marcha
en este nuevo funcionamiento intelectual y progresar en él, debo admitir mi
imperfección actual y tener cierta indulgencia hacia mis pasos en falso, es decir hacia
cierta cantidad de asociaciones. Lo que importa en este ‘contra-trabajo interior’ no es
la no-convergencia del texto obtenido sino el esfuerzo que hago para obtener un texto
no-convergente; no es necesario que este esfuerzo sea coronado por un éxito total para
que sea provechoso.
La adquisición de los automatismos de no-convergencia es comparable a la de
los automatismos de convergencia. Cuando hacía composiciones en español o
traducciones del latín, la finalidad no era obtener un texto perfecto, sino los esfuerzos
que hacía por aprender la convergencia intelectual. Si me hubiera impuesto hacer desde
el comienzo deberes perfectos, habría bloqueado todo mi aprendizaje.
No podemos insistir lo suficiente sobre el hecho de que el texto no-convergente
que se escribe poco a poco en la hoja no tiene ninguna importancia en sí mismo.
Releerlo es inútil; esta lectura no puede enseñarme nada. Lo que me ha enseñado algo
fue solo el esfuerzo de no-contracción mental que hice al escribirlo.
Sin embargo, si por curiosidad releo lo que acabo de escribir, noto que en la
medida en que llegué a no ‘oír’ las palabras que venían a mí, este texto no me dejó
ningún recuerdo. Reconozco las palabras que no pude impedirme oír, pero las que
logré no oír me sorprenden; no recuerdo haberlas pensado. En efecto, no hay memoria
sin ‘experimentar’; las huellas mnemónicas suponen vibraciones afectivas. Bergson
definió la consciencia como memoria, y tuvo razón en cuanto la consciencia funciona
en modo convergente. Pero la consciencia puede funcionar en modo no-convergente y
entonces es no-memoria.
Podríamos estar tentados, para romper de manera radical con el hábito de la
convergencia intelectual, de dejar incluso la sintáxis y la forma habitual de las palabras
(creando palabras arbitrarias). Esa es una dirección errada; si se la sigue hasta el fin, se
llega a hacer producir a la mente un lenguaje cada vez menos articulado, un balbuceo
en el que se destruye el lenguaje en cuanto tal. No se trata de destruir el funcionamiento
verbal del intelecto sino de adquirir su funcionamiento verbal no-convergente. La
estructura sintáctica, común a los lenguajes convergente y no-convergente, no ha de
abandonarse en lo más mínimo y es incluso totalmente necesaria. Todo lo que en

162
nuestro lenguaje habitual representa el Uno principal –la estructura sintáctica y la fijeza
de las convenciones que son las palabras habituales– se debe respetar.
El lenguaje no-convergente nos plantea una cuestión: si las palabras que en él
vienen a mi consciencia no están determinadas por asociaciones, ¿qué las determina?
¿Por qué viene a mí en tal momento tal palabra en lugar de otra? Nada sucede en este
mundo sino en virtud de cierto determinismo. Si no es el determinismo convergente lo
que opera en mi intelecto, ¿cómo comprender lo que entonces sucede?
Esta pregunta al principio es desconcertante. Estamos tan habituados
únicamente al determinismo asociativo que nos tienta suponerlo también en el origen
del lenguaje no-convergente. Admitiríamos de buena gana que las asociaciones se
esconden en lo profundo del psiquismo, pero nos costaría admitir que no las hay.
Hay sin embargo dos determinismos diferentes operando en nuestro
microcosmos mental, así como en el macrocosmos. Es en la escala del macrocosmos
donde mostraremos la existencia de estos dos determinismos, de los cuales uno es
convergente-divergente mientras que el otro es no-convergente-no-divergente.
El Cosmos es un Todo que contiene las diez mil cosas particulares y se
manifiesta en ellas. Según la perspectiva analítica, la de nuestra inteligencia, el Cosmos
aparece pues de dos maneras: por una parte, de manera general, como Todo; por otra
parte, de manera particular, como multiplicidad. Cuando considero el Cosmos como
multiplicidad, el determinismo que allí aparece preside el devenir individual de cada
cosa, los fenómenos de integración-desintegración que se producen en cada cosa según
su naturaleza y las influencias que recibe de las otras cosas. Puesto que este
determinismo preside la integración-desintegración de las cosas, es convergente-
divergente. Implica múltiples leyes (físicas, químicas, biológicas, etc...), que conozco o
puedo conocer, y que me hacen comprender el ‘cómo’ de cada fenómeno particular.
Comprensión y convergencia van de la mano; comprendo un fenómeno al asociarlo a
otro de manera convergente; este determinismo me hace comprender los fenómenos
porque implica un aspecto convergente.
Si, en cambio, contemplo el Cosmos como el Todo que contiene la
multiplicidad, el determinismo que allí aparece concierne no ya a cada cosa en su
particularidad, en su devenir individual, sino el encuentro de las cosas, encuentro que influye
en los devenires particulares de las cosas que se encuentran. Este determinismo no
preside los devenires sino el movimiento general cósmico que engendra los devenires;
preside una permanencia que está detrás de los fenómenos impermanentes. También
implica una única ley, la ley estadística. Puedo comprender esta ley, pero eso no me permite
comprender tal encuentro particular que depende de la ley. Este encuentro, en efecto,
pertenece a la permanencia universal –que no es ni convergencia ni divergencia– y no
a un devenir convergente-divergente; y no puedo comprender algo que no sea
convergente.
Tomemos un ejemplo para aclarar esta difícil cuestión. Se siembra un grano de
trigo, que comienza a germinar; viene un cuervo que se lo traga y lo digiere. Puedo
comprender lo que ha sucedido si contemplo el suceso al nivel del grano y al nivel del
cuervo. Los fenómenos de la germinación del grano y de la nutrición del cuervo
obedecen a leyes que pertenecen al determinismo convergente-divergente. Pero no

163
puedo comprender por qué este cuervo ha comido este grano en este segundo, es decir
el encuentro del grano y del cuervo en el espacio-tiempo. En efecto, este encuentro
obedece a la ley estadística que pertenece al determinismo no-convergente-no-
divergente, es decir a la permanencia del Cosmos.
Existe pues en el Cosmos, junto al determinismo convergente-divergente que
me explica los fenómenos particulares y me permite preverlos, otro determinismo, no-
convergente-no-divergente, que rige los encuentros de las cosas sin permitirme
explicarlos ni preverlos. El funcionamiento de este determinismo, al nivel de un
fenómeno particular imprevisible, es lo que llamamos el azar.
Todo lo que acabamos de decir se aplica tanto al macrocosmos como a nuestro
microcosmos mental. Aquí también existen dos determinismos. Por lo general, no
conocemos más que el determinismo convergente-divergente que hace y deshace
nuestras asociaciones. Pero es otro determinismo, no-convergente-no-divergente, el que
preside la elaboración del lenguaje no-convergente, determinismo estadístico que rige
lo que llamamos ‘el azar’. Freud tuvo razón al rechazar el azar mental en el
funcionamiento asociativo; pero no vio que el azar, sin embargo, puede funcionar en
nuestro intelecto cuando nos desapegamos voluntariamente de la convergencia mental.
En la medida en que mi lenguaje es no-asociativo, las palabras aparecen en él
según la ley estadística. Puedo explciar así su nacimiento en general, pero me es
imposible explicar por qué apareció tal palabra en tal instante.
Sabemos que la cibernética creó un lenguaje binario que usa solo dos signos,
por ejemplo 1 y 0. Si se lanza al azar una serie irregular de 1 y de 0, esta serie puede
traducirse luego en un texto. Es sorprendente constatar hasta qué punto un texto así se
asemeja al que produce nuestro cerebro cuando habla sin asociar. El mismo azar operó
en ambos casos. Es evidente que los dos textos no son idénticos, pero se parecen por el
hecho de que no se desprende de ellos ninguna tonalidad afectiva. El lenguaje no-
convergente expresa el ‘no-querer experimentar’; tampoco expresa ningún estado
afectivo, ningún color; tiene el blanco puro de la ausencia de estado afectivo. Cada
palabra del texto, tomada por separado, puede despertar una resonancia afectiva en el
lector; pero el conjunto del texto no despierta ninguna resonancia, no tiene ningún
sentido móvil, emotivo; manifiesta la inmutabilidad sintáctica del Uno principal,
inmutabilidad que, para nosotros hoy, es todavía ininteligible.
El lenguaje no-convergente no está vivo, no está estructurado según el modo de
la vida. Manifiesta y realiza mi voluntad de no-vida (voluntad que, como vimos, ya está
encarnada en mí, pero no realizada), en comparación con mi voluntad de vida ya
realizada. Representa el ‘contra-trabajo’ que apunta a la muerte-para-renacer, esta
muerte-renacimiento de la que nos hablan todas las enseñanzas iniciáticas.
El lenguaje no-convergente es la única ascesis real. Realiza el no-apego al nivel
primordial donde reside nuestro apego ya realizado, al nivel de la elaboración de
nuestro mundo subjetivo. El verdadero no-apego no consiste en separarse de lo que se
posee sino en poseer como si no se poseyera. No se trata de separarnos de nuestra
potencia verbal, sino de poseerla como si no la poseyeramos, es decir dejarla actuar de
modo tal que no nos genere ninguna afirmación egoísta.

164
El Zen nos dice: ‘Despierta la mente sin fijarla en nada’. Nos aconseja así practicar la
atención sin objeto. El lenguaje no-convergente realiza solo esta atención sin objeto, es decir
esta atención que tiene un objeto como si no lo tuviera. A partir de que uno empieza a
ejercitar este lenguaje, se siente la atención nueva que lo preside; es una vigilancia
constante a no estar atento como de costumbre, a no captar, a no tomar, a soltar una y
otra vez la presa que tiende a restablecerse. Es una vigilancia de nada, del vacío, del
verdadero vacío que no es la ausencia de formas mentales, sino la ausencia del sentido
convergente y egocentrado de las formas mentales no obstante presentes.

165
CAPÍTULO 10
EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE
(continuación)

El lector quizás haya notado una aparente contradicción en nuestra


terminología en cuanto al lenguaje no-asociativo: primero denominamos a este lenguaje
‘divergente’ y, luego, ‘no-convergente’. Puesto que existen dos determinismos, uno
convergente-divergente y otro no-convergente-no-divergente, y que vemos que este
segundo determinismo preside la aparición de las palabras en el lenguaje no-asociativo,
puede parecer contradictorio llamar a este lenguaje unas veces ‘divergente’ y otras ‘no-
convergente’. Queremos explicar este punto porque nos permitirá al mismo tiempo
precisar ciertas ideas importantes para toda nuestra exposición.
Los dos determinismos que operan en el microcosmos y en nuestro microcosmos
intelectual no funcionan uno junto al otro en pie de igualdad, sino en una jerarquía
construida según la ley de Tres. Podemos representar esta jerarquía con el siguiente
triángulo:
El determinismo convergente-divergente es inferior; forma, con sus dos aspectos,
la base del triángulo. Es dual puesto que tiene dos aspectos diferenciados. Su aspecto
convergente corresponde, en el universo, a la ley de gravedad (atracción de masas-
energías; campo magnético convergente); su aspecto divergente corresponde a la ley de
expansión del universo (repulsión de masas-energías; campo magnético divergente).
Estas dos leyes-madres engendran todas las leyes científicas que rigen la multiplicidad.
El determinismo no-convergente-no-divergente es superior; forma la cima del
triángulo. Es no-dual y se expresa mediante la única ley estadística.
Estas nociones, que abordamos aquí desde la intuición metafísica, han sido
redescubiertas ahora por la física y las matemáticas. El determinismo superior (ley única
estadística) ha sido redescubierto por de Broglie en su ‘Mecánica Ondulatoria’, y por
Einstein en su ‘campo unificado’ del universo. Se sabe también que el estudio de la luz
y la electricidad condujo a dos teorías, una ‘corpuscular’ y la otra ‘ondulatoria’; la teoría
corpuscular corresponde al determinismo inferior, dual (los corpúsculos se atraen o se
repelen; la electricidad es positiva y negativa); la teoría ondulatoria corresponde al
determinismo superior no-dual. Pese a las esperanzas de ciertos eruditos, estas dos
teorías son irreductibles puesto que corresponden a dos determinismos realmente
distintos en el universo. La ciencia puede llegar a demostrar que las nociones de ‘masa’
y de ‘energía’ son equivalentes, y no sorprende porque los dos determinismos están
unidos por la ley de Tres; pero estas dos nociones permanecerán siempre distintas desde
nuestra perspectiva intelectual analítica; no podemos concebir su unidad bajo una
forma porque esta no es otra que la Única Realidad Informe.
La ley única del determinismo superior domina y rige las leyes del determinismo
inferior. Este dato nos brinda cierta explicación metafísica del ‘milagro’. Si bien
podemos comprender la ley única estadística en general, no podemos comprender su
funcionamiento en tal fenómeno particular. En ese sentido, el encuentro del cuervo y
del grano en tal instante, o bien el surgimiento de tal palabra en el lenguaje no-

166
asociativo, son propiamente hablando ‘milagrosos’, incomprensibles e imprevisibles. En
la medida en que ha realizado la divergencia mental y, al mismo tiempo, la no-
convergencia-no-divergencia, el hombre es capaz de hacer funcionar el determinismo
superior, mediante el Verbo realizado por completo, y de influenciar así el curso de las
leyes del determinismo inferior, sin tener que comprender de manera analítica cómo es
que esto sucede.
Cuando ejercito el lenguaje no-asociativo, mi esfuerzo directo es solo un
esfuerzo de divergencia, un esfuerzo por favorecer la divergencia. En mi lenguaje
habitual ya hay divergencia; una imagen verbal se desintegra al mismo tiempo que otra
se integra; pero entonces la divergencia está subordinada a la convergencia asociativa;
solo abandono una palabra por otra cuando hay una identidad parcial entre ambas. En
el lenguaje no-asociativo, en cambio, paso de una palabra a la siguiente oponiéndome
a la transición asociativa; hago cesar la subordinación de la divergencia a la
convergencia; favorezco pues la divergencia, mi esfuerzo es un esfuerzo de divergencia.
Pero en la medida en que este esfuerzo logra que los dos aspectos del determinismo
inferior, convergente y divergente, funcionen por igual, el determinismo superior
funcionará de modo tal que el lenguaje elaborado en el esfuerzo de divergencia no será
divergente sino no-convergente-no-divergente.
En suma, cuando escribo sin asociar, mi trabajo es un trabajo de divergencia
que pertenece al determinismo inferior, pero logro así que funcione en mí el
determinismo superior. Por eso este lenguaje no-asociativo puede considerarse
divergente en cuanto lo elaboro y no-convergente-no-divergente en cuanto se elabora
en mí.
Volvamos ahora al lenguaje no-convergente y mostremos en qué difiere del
lenguaje que ha propuesto el ‘surrealismo’ bajo el nombre de ‘lenguaje automático’. En
primer lugar, esta denominación es inexacta puesto que el lenguaje convergente
habitual ya es automático; hemos hablado lo suficiente sobre los automatismos de
convergencia y de divergencia para no tener que extendernos sobre este punto. Pero
nuestras críticas al surrealismo son más graves. Es cierto que hay en el lenguaje
surrealista cierta disminución de la convergencia habitual. Pero no se ha definido el
esfuerzo por no oír la palabra que viene, por no asociar. Ahora bien, lo esencial es
justamente este esfuerzo. El surrealismo cometió sobre todo el error de interesarse en el
texto producido; quiso ver en él una suerte de mensaje portador de un ‘sentido’ superior.
Supuso el sentido de este texto superior al sentido de los textos ordinarios, pero de la
misma naturaleza, puesto que este texto merecía ser leído, puesto que se suponía que
revelaba algo al lector desde una perspectiva ‘poética’, es decir creadora-integradora,
es decir comprensible para el hombre no completamente desarrollado. El esfuerzo
surrealista hacia la divergencia volvía a caer enseguida en el culto habitual a la
convergencia, culto del cual, en el fondo, nunca había salido.
Lo que acabamos de decir sobre el surrealismo vale también para todos los
intentos análogos hechos por el arte ‘moderno’ en varios ámbitos. Tras las decepciones
causadas por las producciones artísticas donde el culto a la convergencia llevaba a una
pesada reiteración, los artistas tuvieron una reacción bien comprensible contra el
aspecto demasiado ‘sensato’ de las obras de arte. Se dio un golpe de timón en dirección

167
hacia lo ‘insensato’ para evitar la asfixia. Pero esta reacción fue de origen afectivo, no
puramente intelectual; el culto de la convergencia-integración –culto inherente a
nuestra afectividad– necesariamente persistió. De hecho, la exploración de lo
‘insensato’ se emprendió con la esperanza de volver a encontrar lo ‘sensato’ renovado.
En lugar de esforzarse hacia lo ‘insensato’ para equilibrar y reanimar la mente creadora
del artista (esfuerzo durante el cual las obras producidas no habrían tenido ningún
interés en sí mismas), lo hicieron sin dejar de conceder todo su interés a las obras. Esta
reacción ‘divergente’ del arte moderno tendrá por cierto consecuencias positivas, pero
estas solo se harán sentir cuando el artista, tras los esfuerzos divergentes cuyos resultados
exteriores no guardan interés en sí mismos, vuelva renovado, reanimado, refrescado a
los esfuerzos convergentes habituales.
Así como el lenguaje no-convergente no puede ser llamado ‘automático’,
tampoco puede ser llamado ‘absurdo’. Hay ‘absurdidad’ en el pensamiento formal
cuando este expresa a la vez dos ‘sentidos’ contrarios, dos convergencias opuestas. Por
ejemplo, ‘Ese caballo blanco es negro’ es una frase absurda. Pero el lenguaje no-
convergente no podría contener convergencias opuestas; es relativamente ‘no-sensato’
(sin dejar de tener el Sentido Absoluto de la sintáxis), pero no es absurdo. Ahora existe
cierta ‘filosofía del absurdo’ que proviene, como el arte moderno, de una reacción
contra las decepciones del pensamiento ‘sensato’, y que toma el camino equivocado
debido a una comprensión insuficiente.
Concluiremos este capítulo desarrollando la distinción que hace un momento
solo señalamos entre ‘escuchar’ y ‘oír’.
Cuando mi pensamiento formal se elabora, se expresa en imágenes verbales.
Pero antes de esta expresión, debe haber algo que expresar. Es decir que mi
pensamiento preexiste, de cierta manera, a su expresión. Se ha sostenido que no
pensamos intelectualmente más que en palabras; en efecto, la preexistencia del
pensamiento a su expresión no es una preexistencia cronológica; pienso y formulo mi
pensamiento en simultáneo. Pero hay una preexistencia ‘genética’ de mi pensamiento
a su expresión; pienso y formulo mi pensamiento al mismo tiempo pero, en esta
simultaneidad, mi pensamiento sin forma condiciona su formulación. El inconsciente
se actualiza en mí de manera no formulada y esta actualización condiciona la
formulación.
¿Qué sucede cuando se expresa mi pensamiento? Veámoslo primero a propósito
del lenguaje convergente habitual. Todo sucede como si mi consciencia formal, en
cuanto me identifico con ella, fuera un cuarto en el que habito, y como si este cuarto
comunicara mediante un escotillón a un sótano donde están todas las virtualidades
verbales de las que dispone mi memoria. Cuando pienso de manera convergente, lo
que quiero decir condiciona las palabras con las que decirlo. Al igual que, cuando
decido un gesto muscular, todas las operaciones necesarias para su ejecución se ponen
en movimiento por sí mismas, cuando decido un pensamiento convergente las palabras
necesarias para su expresión se movilizan en el sótano y surgen por el escotillón en el
orden deseado. Este orden conlleva dos aspectos distintos: en primer lugar, es un orden
lógico, sintáctico, universal; y es también un orden individual, que preside el ‘sentido’
racionalizado del lenguaje, orden convergente centrado en la ‘Yo-Realidad’.

168
Estos dos órdenes, que obedecen al mando del yo, corresponden a dos aspectos
diferentes de este yo:
– el orden lógico universal corresponde al Yo universal, o Ser, o Intelecto puro,
o Buddhi del Vedanta;
– el orden individual corresponde al yo individual, a mi pretensión-de-ser-
absolutamente-en-cuanto-distinto, es decir a mi reivindicación fundamental, a mi
intelecto accionado por mi ‘querer vivir’.
Estos dos aspectos del yo no dirijen el lenguaje de la misma manera:
– el yo individual, reivindicador, que se pretende distinto en su identificación
con la consciencia formal, dirije el ‘sótano’ con una actitud dualista de oposición. No
colabora con él, lo somete a servir. Por eso su mando constituye una intrusión. Es como
si yo descendiera al sótano para tomar las palabras que necesito.
– el Yo universal actúa sin distinguirse del sótano, puesto que no pretende ser
distinto. Al no ser distinto del sótano, este Yo no lo dirije con una actitud dualista. Hay
una colaboración entre el Yo y el sótano (que no se debe entender como un lugar inerte
sino como una instancia dinámica del psiquísmo). Por lo tanto, este mando colaborador
no representa una intrusión. No desciendo al sótano para tomar la estructura sintáctica
de mi lenguaje; permanezco en el cuarto y recibo esta estructura que el sótano me envía.
Esta estructura representa una necesidad cósmica a la que mi consciencia formal y el
‘sótano’ obedecen juntos.
Cuando elaboro el lenguaje no-convergente, el Yo Universal actúa como
acabamos de describir. Pero el yo individual actúa de otro modo; actúa sin la
reivindicación que lo define, es decir que actúa sin actuar. Cuando hablaba en modo
convergente, quería cierto pensamiento ‘sensato’. Esta vez, no quiero más ningún
‘sentido’ y estoy preparado para recibir las palabras que vendrán a mí. Mi yo individual
permanece en el cuarto, como mi Yo universal. Por lo tanto, las palabras se me
aparecerán de otra manera. En el lenguaje convergente, cada palabra estaba precedida
por mi voluntad de esa palabra; así, cuando llegaba no me sorprendía. En cambio, en
el lenguaje no-convergente, la palabra me llega sin que la haya querido en particular;
no la esperaba y me sorprende. (Así es en el sueño, cuando oigo a alguien hablar;
aunque sea mi propia mente la que elabora este discurso, me sorprende a medida que
se pronuncia.)
En el lenguaje convergente, desciendo al sótano, tomo las palabras y las empujo
a través del escotillón; se aparecen a mí entonces ‘por detrás’. En el lenguaje no-
convergente, espero la palabra en el cuarto y la veo llegar a través del escotillón; la veo
entonces ‘por delante’, de frente.
En el lenguaje habitual, hablo, quiero la palabra, y oigo la palabra que digo. En
el lenguaje no-convergente, me callo y escucho la palabra que se dice en mí.
En el lenguaje habitual, mi atención está en el ‘hablar’, no en ‘oír y entender’;
lo que quiero es hablar, no oír. En el lenguaje no-convergente, mi atención está puesta
en ‘oír’ y ‘oír’ se vuelve así ‘escuchar’. Pero entonces no ‘oigo’ porque, si buscara ‘oír’,
caería de nuevo en la actitud habitual, mi atención volvería sobre el ‘hablar’ y dejaría
de escuchar.
Tal como soy hoy, me encuentro ante un dilema:

169
– o bien oigo sin prestar atención, pasivamente (lenguaje habitual);
– o bien escucho activamente (lenguaje no-convergente) y entonces no ‘oigo’ (no
entiendo el sentido relativo de mi discurso puesto que no lo tiene y no comprendo
tampoco el Sentido Absoluto de la sintáxis, a falta de un desarrollo completo).
En ninguno de los dos casos oigo de manera activa, consciente. Percibo mi
lenguaje por detrás (oír sin escuchar) o por delante (escuchar sin oír). Es decir que
percibo mi mundo consciente bajo una cara o bajo la otra, jamás en su totalidad, en su
realidad. Es como si viera el mundo exterior con el ojo derecho o con el ojo izquierdo,
jamás con ambos a la vez, jamás con una visión estereoscópica (‘apertura del tercer
ojo’).
El esfuerzo del lenguaje no-convergente no pretende hacernos ver, por sí solo,
la Realidad mental o Esencia de la Mente. Solo puede darnos esta visión el día en que
haya equilibrado por completo nuestro hábito actual de convergencia mental. En
nuestro funcionamiento intelectual habitual, somos un espectáculo sin espectador; en
nuestro funcionamiento intelectual divergente, somos un espectador sin espectáculo.
Cuando el espectador sin espectáculo esté desarrollado de manera tan completa como
el espectáculo sin espectador, habrá entonces, de manera súbita y simultánea,
espectador y espectáculo.

170
CAPÍTULO 11
LOS MÉTODOS ESPIRITUALES

Todos los estudios que componen este libro se han concebido desde la
perspectiva del Zen puro, del Zen de Hui-neng y de Huang-po.
Es cierto que ningún maestro ha tratado a nuestra manera el problema de la
condición humana y de su desarrollo completo. Pero es evidente que las diferencias de
tiempo y de espacio influyen en la manera de exponer una cuestión, incluso cuando el
sentido general de la exposición es idéntico. Si bien la inteligencia humana no ha
cambiado desde la época de Hui-neng, la ‘técnica’ de su utilización ciertamente cambió.
Ha cambiado para mejor y para peor. El análisis intelectual se ha vuelto más detallado,
más minucioso, más erudito; pero al mismo tiempo los intelectuales se han extraviado
con mayor facilidad en un material demasiado abundante. La complejidad del mundo
de las ideas se ha vuelto tal que nos hacen falta hoy inmensos esfuerzos para redescubrir
las ideas simples fundamentales.
Los maestros Zen conocían el intelecto tan bien como nosotros, pero no a
nuestra manera, demasiado limitada a lo discursivo. Así, se comprende que no hayan
formulado la distinción entre los funcionamientos convergente y divergente del
intelecto. Pero ponen sin cesar a sus discípulos en guardia contra el intelecto (es decir
contra su uso parcialmente convergente); y sus respuestas desconcertantes, ‘insensatas’,
son una clara indicación a favor del uso divergente del lenguaje. El ‘koan’ es un texto
no-convergente que se le da al discípulo para su contemplación; el koan, adaptado a
una naturaleza contemplativa, corresponde a la escritura no-convergente que
proponemos, escritura adaptada a nuestra naturaleza occidental activa.
Por lo tanto, no pretendemos ‘descubrir’ nada al aconsejar el lenguaje no-
convergente; solo intentamos interpretar así con exactitud, en su esencia, la enseñanza
de los maestros Zen.
Nuestra interpretación se resume así: toda nuestra vida actual –pensamientos,
sentimientos, acciones– manifiesta el funcionamiento parcial convergente de nuestro
intelecto verbal. Este funcionamiento proviene de nuestra voluntad de experimentar,
que es un ‘querer ser’ que busca su finalidad en el ‘querer vivir’. En esta condición,
tenemos en mayor o menor medida la impresión de estar esclavizados, prisioneros, y
buscamos la ‘liberación’, la ‘trascendencia’ más allá de nuestros límites temporales.
La única manera que tenemos de acabar con la impresión de esclavitud y de
conocer la Dicha Absoluta consiste en equilibrar el funcionamiento parcial convergente
de nuestro intelecto con su funcionamiento parcial divergente. Debemos desarrollar los
automatismos intelectuales de divergencia, tal como hemos desarrollado los de
convergencia.
Mientras no hayamos comprendido este camino hacia la Armonía Absoluta, lo
mejor que podemos hacer consiste en organizar nuestra vida convergente actual según
la mayor armonía relativa posible. Nuestra vida actual se desarrolla según el dualismo
‘armonía relativa–desarmonía relativa’, ‘positividad–negatividad’, ‘afirmación–
negación’. Pero el polo positivo de este dualismo puede ser mucho más aparente que el

171
negativo, puede ser incluso el único aparente. Muchos hombres ‘ejemplares’, si bien no
han conseguido el satori, han conseguido esta armonización relativa de su vida dualista.
Mostraremos cómo esto es posible y por qué tales ‘ejemplos’ pueden arrastrar a otros
hombres a graves peligros.
En general, la armonización relativa de una vida únicamente convergente
consiste en la construcción de un mundo-representación (o ‘mundo interior’) de
armoniosa convergencia. Esta construcción se realiza en torno a una ‘imagen-centro’
con la que el organismo del sujeto ‘resuena’ con fuerte consonancia. Esta imagen debe
poder desempeñar el papel de idea directriz, de hipóstasis general, para films
imaginativos renovados sin cesar. Debe poder ser el centro de todo tipo de
pensamientos, sentimientos y acciones que graviten en torno a ella.
Decir que esta idea hace resonar el organismo del sujeto con fuerte consonancia
es decir que el sujeto ama esta idea con fuerza y de manera auténtica, es decir que una
identidad de longitud de onda une la imagen a la esencia individual del sujeto. En virtud
de esta identidad, la imagen encarna lo Bello-Bueno-Verdadero para el sujeto y este la
adora.
Cuando una imagen-centro está así animada y las concepciones teóricas del
sujeto aprueban este amor –es decir cuando el amor por la imagen es fuerte y está
fuertemente racionalizado– este centro ejerce en el mundo interior una imantación que
atrae en torno a sí una multitud creciente de elementos psíquicos. La imagen organiza
poco a poco en torno a sí misma el mundo interior de manera positiva, mediante un
proceso de convergencia o de concentración. Cada vez que el sujeto piensa, siente o actúa
en función de la imagen amada, lleva a cabo un trabajo de concentración. Este proceso
de cristalización del mundo interior se efectúa tanto más cuanto más vasta es la imagen-
centro, cuanto mayor es el número de elementos del mundo a los que se puede unir.
Ideas como ‘servir a la Patria’ o ‘aliviar el sufrimiento humano’ pueden ser buenos
centros para la armonización relativa de la vida porque están unidas a una multitud de
elementos psíquicos posibles. Una imagen divina, amada con un amor místico, puede
ser de amplitud ilimitada; todos los objetos imaginables pueden representarla porque
Dios es concebido como la Realidad de todas las cosas. En ciertos casos, es la idea
misma de ‘liberación’ la que sirve de núcleo armonizante.
Cuando la imagen-centro que preside la organización convergente del mundo
interior es amada auténticamente por el sujeto, cuando la parcialidad por esta imagen
está sostenida por una preferencia real que nace de la esencia individual, los esfuerzos
de concentración se activan y realizan de manera espontánea, en virtud del deseo de
realizarlos. Incluso si se los hace de manera sistemática (ejercicios regulares,
meditaciones, plegarias, contemplaciones), los sostiene un deseo verdadero, un amor
real. En ese caso, el sujeto, al orientar su mente hacia lo que más ama, la desvía
radicalmente de todo el resto que ama menos. El centro de convergencia es único y el
mundo interior se armoniza correctamente en torno a esta unidad.
A veces la imagen amada es la idea misma de concentración (raja yoga). El
sujeto ama auténticamente la imagen de su mente concentrada. Entonces, no importa
qué imagen-soporte pueda usar (un punto negro en el centro de un papel blanco; la
sensación de una parte del cuerpo; la imagen de un loto abriéndose sobre la coronilla,

172
etc...). detrás de la imagen-soporte reside la imagen auténticamente amada y, debido a
ello, estos ejercicios confieren una armonización relativa.
Pero los resultados de la concentración mental voluntaria son muy diferentes
cuando los esfuerzos no están sostenidos por un amor auténtico por la imagen-centro.
A menudo se ven hombres que se entregan a prácticas ‘espirituales’, no por amor real
por una imagen-centro e independientemente de la armonización que pueda resultar
de este amor, sino para alcanzar directamente esta armonización. A menudo estos
hombres, por miedo al fracaso, no osan luchar por la satisfacción de sus deseos
auténticos; reniegan de su esencia individual para no sentirse cobardes por no
satisfacerlos; ambicionan entonces una ‘realización espiritual’ cuya promesa alivia su
amor propio herido. Encuentran, en los libros o en la vida, a un hombre cuyo mundo
interior se armonizó en torno a una imagen ideal y sueñan con imitarlo. Comprenden
mal el caso de su modelo; no ven que un amor auténtico por la imagen presidió la
concentración y le otorgó su eficacia. Piensan que el buen resultado vino de los esfuerzos
en sí; se persuaden entonces de que aman tal imagen espiritual y se aplican al proceso
de concentración.
Tales prácticas son peligrosas. En efecto, los esfuerzos de concentración se hacen
entonces en torno a una imagen que no es auténticamente preferida a las demás. Al
concentrarse en ejercicios prometedores en teoría, estos hombres luchan por desviarse
de lo que es, en función de su esencia, el verdadero objeto de su deseo. Crean así un
centro iluosorio en su mundo interior y contrarían la convergencia esencial de ese
mundo. Introducen en su psiquismo un conflicto que los desgarra. El desequilibrio que
de ello resulta puede traducirse en problemas funcionales psicosomáticos, en neurosis.
Todas las religiones, todos los yogas, apuntan a la convergencia, a la
concentración. Las palabras mismas ‘religión’ y ‘yoga’ significan ‘unir’. Las devociones
y las prácticas yógicas se sitúan, como toda nuestra vida actual, en el ámbito del ‘querer
experimentar’, incluso cuando el fin perseguido consiste en experimentar que no se
experimenta nada. Estos métodos pueden dar resultados muy interesantes en el sentido
de una armonización relativa; dan resultados cuando la esencia del sujeto resuena de
manera consonante con las imágenes propuestas. La culminación puede ser tan
satisfactoria que se asemeja, a primera vista, al satori; el mundo interior del sujeto puede
estar ‘positivizado’ a tal punto que el dualismo en él parece abolido; la angustia se vuelve
del todo improbable; la muerte, o la pérdida de lo que sea, ha cesado de inspirar el
menor temor. Quizá se hayan adquirido ‘poderes sobrenaturales’, poderes ligados a la
relajación interior que, en su seguridad, provoca un amor intenso y dichoso. (Estos
poderes en general impresionan mucho a quienes los atestiguan y que ilusoriamente los
toman como ‘pruebas’ de una realización total.) Pero esta positivización extrema del
mundo dualista mediante una concentración progresiva en torno a una imagen
adorada, además de que no está al alcance de todos los hombres puesto que depende
de una afinidad individual, continúa residiendo en el dualismo. La angustia humana
fundamental puede quedar definitivamente cubierta; la situación interior del sujeto
puede volverse en extremo envidiable; pero este no es el satori. Esta consonancia
interior bien establecida sigue siendo relativa; no es la Consonancia Absoluta que

173
concilia las consonancias y disonancias relativas presentes por igual; no es la Dicha
Absoluta.
La armonización convergente del mundo interior puede darnos al ‘santo’ o al
‘sabio’, no al hombre desarrollado por completo. Puede dar hombres extraordinarios,
‘superhombres’, no el hombre normal, a la vez ordinario y absoluto. Puede conferir una
trascendencia aparente en la que el hombre se siente sin Ego, no la trascendencia real
que es al mismo tiempo inmanencia, en la que el hombre se siente siempre un Ego y
siente a todas las cosas como su Ego. Puede brindar la ‘liberación’ de la impresión de
esclavitud, no la libertad absoluta con la prueba de que esta libertad siempre ha estado.
Puede hacer que nazca una actitud interior de desapego; pero el sujeto permanece
apegado a no estarlo, de modo que su condición en esencia no ha cambiado.
La consecución del desarrollo completo supone el ejercicio de esfuerzos de no-
convergencia intelectual, los únicos capaces de equilibrar el apego y de neutralizarlo al
nivel mismo en el que surge.
Este ‘contra-trabajo’ es el mismo para todos los hombres, mientras que el
‘trabajo interior’ (armonización convergente del mundo interior) difiere según cada
caso en su modalidad, puesto que estas modalidades dependen de afinidades
consonantes de las esencias particulares.
Las diversas modalidades del ‘trabajo interior’ son las múltiples disciplinas. El
‘contra-trabajo interior’ es la disciplina divergente única que constituye la antagonista-
complementaria de todas las disciplinas convergentes. La divergencia mental es
antagonista-complementaria de todas las modalidades de convergencia puesto que lo
es de la convergencia mental en general.
Este paralelo entre los métodos espirituales y el uso del lenguaje no-convergente
no lleva a oponerlos. ‘Trabajo interior’ y ‘contra-trabajo interior’ colaboran en el
desarrollo completo del hombre. Si la esencia particular de un hombre dado lo lleva a
usar los métodos espirituales para la armonización relativa de su mundo mental
convergente, está bien que este hombre siga la inclinación de su naturaleza. Solo hemos
querido precisar los dos puntos siguientes: el desarrollo espiritual no es sino una
modalidad entre otras de la primera mitad de nuestro desarrollo completo; toda otra
modalidad relativamente armonizante puede desempeñar el mismo papel. Por otra
parte, estos métodos de ‘santidad’ o de ‘sabiduría’, como todos los proyectos de
convergencia mental, no pueden de ninguna manera, por sí mismos, asegurar la
realización de las posibilidades infinitas del hombre.

174
CAPÍTULO 12
LA APROXIMACIÓN DEL SATORI

Hasta ahora hemos hablado de la adquisición de la divergencia intelectual solo


bajo el aspecto de un entrenamiento progresivo en la escritura divergente. Sin embargo,
no pensamos que esta sea la única manera en la que un intelecto pueda adquirir su
funcionamiento divergente. Es el método más fácil, el más compatible con una vida
social habitual, pero que no es más que un medio, una técnica. La vía de aproximación
del satori consiste esencialmente en el funcionamiento divergente del intelecto, sea cual
sea la manera en la que se efectúa este funcionamiento.
La obtención del satori es un acontecimiento interior que no reside en el plano
donde son posibles las ‘pruebas’. El hombre en quien se produce este acontecimiento
accede de manera consciente al determinismo superior, no-convergente-no-divergente,
donde nada es comprensible de forma discursiva, donde por lo tanto no puede probarse
nada. Este hombre sabe que logró el satori, pero los otros hombres, todavía
desarrollados a medias, no pueden tener ninguna certeza indiscutible de ello. El hecho
de que el hombre del satori se presente como tal no es tampoco una prueba; ¿cómo
podríamos estar seguros de que no se equivoca, de que no interpreta incorrectamente
el logro de una simple armonización relativa?
Pero podemos estar seguros, gracias a la intuición intelectual, de que el satori es
posible. Si bien no podemos afirmar que tal hombre haya logrado su desarrollo
completo, tampoco podemos afirmar que no lo haya logrado. Se justifica pues que
admitamos la probabilidad de que a veces se dé este acontecimiento.
Buda y Ramana Maharshi son dos casos históricos de probable satori. Diremos
algunas palabras sobre ellos y demostraremos que estos dos hombres, si bien no usaron
la escritura divergente, desarrollaron el funcionamiento divergente de su intelecto.
Para hablar del satori de Buda, citaremos algunos pasajes de una conferencia
dada en Oxford el 14 de junio de 1953 por el doctor D. T. Suzuki, titulada ‘Buda y el
Zen’.
‘Según la leyenda, a Buda lo atormentó a temprana edad el problema del
nacimiento y de la muerte... La necesidad de escapar de este ciclo de nacimiento y
muerte preocupaba a Buda por completo, tanto que por un tiempo no pudo proseguir
con su vida habitual. Dejó a su familia y su palacio y se dirigió hacia el bosque, al pie
del Himalaya. En primer lugar, fue a visitar a los filósofos... Pero aunque estudió bajo
su dirección, Buda se dio cuenta al término de algunos años que sus problemas todavía
no estaban resueltos y que seguía siempre encerrado en el círculo del nacimiento y de
la muerte.
‘Se volvió entonces hacia la disciplina moral y las prácticas ascéticas. Redujo sus
deseos físicos al mínimo. Según la tradición, no comía más que algunos granos de
sésamo al día. Al término de algunos años, estaba tan flaco y débil que no podía
mantenerse de pie. Viéndose en este estado, pensó: ‘Si muero antes de haber resuelto
el problema, no habré cumplido lo que comencé. Debo lograrlo en vida, con buena
salud y en plena posesión de mis facultades.’

175
‘Así pues, ni la disciplina intelectual ni la disciplina moral le habían permitido
resolver su problema. ¿Qué le quedaba por hacer? No imaginaba ninguna otra vía.
¡Pero el problema persistía...!
‘Entonces se sentó bajo el árbol Bodhi e intentó hallar la solución. No sabía qué
hacer. Tras una semana bajo este árbol, según los Sutras, su mente estaba en un estado
de agitación extrema. Cuando estudiaba filosofía, la exploración intelectual del
problema constituía un objetivo bien visible; ahora, ese objetivo ya no existía. Cuando
siguió la disciplina moral y el ascetismo, había un objetivo; ahora ese objetivo tampoco
existía. Cuando se dió cuenta de que las disciplinas no lograban resolver el problema,
¿qué le quedó por hacer? Nada. Sin embargo, el problema persistía y no podía serle
indiferente... No podía encontrar el sentido de la vida y, sin el sentido de la vida, ¿para
qué vivir? No podía tampoco morir porque morir no habría resuelto la cuestión... No
podía ni vivir ni morir.
‘Durante toda esta semana, Buda debió haber soportado una terrible prueba...
Cuando el tormento alcanzó su apogeo, Buda perdió la consciencia de sujeto y objeto
y se sumió en la inconsciencia... Pero alcanzar ese estado no es, sin embargo, el final del
proceso. Debe haber un despertar, provocado en general por una excitación de los
sentidos. Buda se hallaba en este estado cuando su mirada se posó en el lucero del alba.
Los rayos de la estrella penetraron en sus ojos y llegaron a su cerebro. Se despertó de la
inconsciencia y pasó al estado consciente... Lo que los budistas llaman Iluminación es
este pasaje de la inconsciencia a la consciencia.’
Al comienzo, Buda deposita su confianza en la convergencia intelectual; cree
que la filosofía –es decir la comprensión discursiva– podrá resolver su problema. Lo
decepciona, por supuesto; la convergencia intelectual por sí sola no podría asegurar el
desarrollo completo del hombre. Se entrega luego a disciplinas morales y ascéticas, es
decir a un entrenamiento metódico del sentimiento y de la acción según la parcialidad
intelectual por una vía ideal; y esto también lo decepciona. Durante ambas tentativas,
ha organizado de la manera más armoniosa posible su vida convergente habitual, su
mundo interior desarrollado a medias, su funcionamiento intelectual únicamente
convergente. Pero esta armonización relativa no le basta; permanece en el dualismo del
cual quiere salir; no resuelve su problema.
Sin saber qué más hacer, Buda vuelve al intelecto; es ahí donde el problema se
planteó y, por ende, donde se debe resolver. Sentado bajo el árbol Bodhi, busca de
nuevo la solución a través del pensamiento. Pero no puede usar su pensamiento como
lo hacía antes, de manera convergente, puesto que este modo de funcionamiento resultó
ser ineficaz. Su intelecto, sin embargo, todavía trabaja así porque está habituado a ello;
pero este trabajo es interrumpido sin cesar por la evidencia de su inutilidad. A causa de
estas interrupciones, el funcionamiento intelectual convergente se efectúa ‘en zig-zag’;
se topa con impasses, sale de ellos y se topa con otros nuevos. Estos impasses son las
múltiples modalidades del único Impasse con el que se topa el intelecto cuando solo ha
desarrollado sus automatismos de convergencia e intenta realizarse perseverando en
esta dirección. Cuando ejercitamos el lenguaje divergente, cada asociación que se
propone constituye un impasse análogo del cual debemos salir.

176
La agitación extrema de la mente de Buda correspondía pues a los últimos
sobresaltos de su parcialidad convergente al fondo del impasse. Su actitud convergente
habitual se revelaba decididamente impotente; tras el golpe doloroso de esta
experiencia, comenzaba a agotarse y distenderse, cediendo lugar por instantes a la
actitud antagonista-complementaria de divergencia. Esta se impuso al fin y Buda ‘se
sumió en la inconsciencia’. La inconsciencia de la cual se trata aquí no es la del sueño
profundo, del síncope o del coma; no está situada más acá de la consciencia habitual,
sino más allá de ella. Representa el estado funcional de la mente cuando la convergencia
intelectual está equilibrada por la divergencia y las manifestaciones ‘sensatas’ de la
mente están neutralizadas en su misma fuente. Los dos aspectos –convergente y
divergente– del determinismo inferior están conciliados en el determinismo superior
no-convergente-no-divergente; ahora bien, este determinismo superior rige la
permanencia intemporal en la que desaparece la memoria, es decir nuestra consciencia
habitual; por eso, la mente está entonces ‘inconsciente’, más allá de la memoria. De la
misma manera, somos inconscientes cuando ejercitamos el lenguaje divergente, en la
medida en que nuestra mente produce palabras sin asociar; quedamos sorprendidos, al
leer nuestro texto, de hallar en él ideas verbales de las cuales no tenemos ningún
recuerdo; nos damos cuenta entonces de que hemos sido inconscientes de estas ideas
mientras nuestra mente las formaba.
Esta inconsciencia muy especial se asemeja a la del sueño profundo; es en
realidad su inverso simétrico. En relación con la hipnósis de nuestra consciencia
convergente habitual, el estado de sueño profundo está más acá mientras que el estado
de Buda ‘inconsciente’ está más allá. El estado hipnótico de nuestro pensamiento
habitual es una vigilia exclusiva de la imagen mental presente; en el sueño profundo,
nuestra consciencia está adormecida a todas las imágenes posibles; en el estado de Buda
‘inconsciente’, la consciencia está despierta de una manera que ya no es exclusiva,
apegada; está despierta a todas las imágenes mentales posibles; está liberada de la
hipnósis habitual; pero no percibe todavía ninguna imagen de manera no exclusiva
porque el nuevo funcionamiento intelectual no está todavía tan desarrollado como el
funcionamiento convergente habitual. El estado de Buda ‘inconsciente’ no es un estado
de sueño desatento; es un estado de ‘supravigilia’, de vigilancia total, de atención a todo
y a nada, de atención sin objeto.
Al término de cierto tiempo de esta ‘inconsciencia’, la divergencia intelectual
logró, en la mente de Buda, unirse al desarrollo completo de la convergencia. Entonces,
se sobrepasó también el estado de ‘inconsciencia’. La mente percibió la imagen del
lucero del alba de manera totalmente nueva, no exclusiva, no apegada; la percibió en
su relación con la totalidad de las imágenes mentales posibles, es decir en tanto
manifestaba, al mismo tiempo que cualquier otra imagen, la Esencia de la Mente. Al
percibir la estrella de esta manera, la mente de Buda percibía la Esencia de la Mente
misma; percibía pues su propia esencia; era el objeto percibido al mismo tiempo que el
sujeto perceptor. El dualismo estaba conciliado; el ‘problema’ no estaba resuelto como
Buda una vez creyó que debía resolverlo; había desaparecido; aunque no intervino
ninguna ‘solución’ formal, no había ya ninguna solución a buscar porque no había
ningún problema. El Evangelio dice: ‘Felices los simples de espíritu porque verán a Dios’. El

177
estado de Buda ‘inconsciente’ representa esta simplicidad de espíritu, la unidad que se
establece en él cuando la divergencia equilibra la convergencia y las dos quedan
conciliadas en la Esencia de la Mente al fin percibida.
El probable satori de Ramana Maharshi fue precedido por una suerte de crisis
durante la cual este hombre, a quien atormentaba hasta entonces la imagen de la
muerte, ‘realizó’ la muerte. Desconocemos, por supuesto, lo que sucedió exactamente
en la mente de Maharshi durante esta crisis; pero es evidente que esta realización de la
muerte constituye la esencia misma de la realización de la divergencia mental. La vida
es convergencia, voluntad parcial de convergencia, de integración; nuestro mundo-
representación, en nuestro ‘querer vivir’ habitual, se basa en el uso parcialmente
convergente del intelecto. Maharshi, sin dejar de vivir la vida fisiológica, realizó de una
manera intensa y rápida un ‘querer morir’ mental, es decir una divergencia mental de
desarrollo acelerado. Alcanzó así el desarrollo completo de sus posibilidades
intelectuales y la desaparición del dualismo esclavizante.
Hemos querido citar estos dos ‘casos’ históricos para mostrar que la
aproximación del satori consiste en esencia en el funcionamiento divergente del
intelecto. En ambos casos, la fase de divergencia intelectual que precedió el satori fue
relativamente corta, aunque haya tenido una duración temporal. El uso de la escritura
divergente es un método mucho más lento; pero en el fondo es el mismo método. Si
bien tiene el inconveniente de ser lento, tiene al menos la ventaja de que se puede aplicar
(con la reserva de que se den unas condiciones no excepcionales, de las que hablaremos
en el siguiente capítulo). En cambio, los ejemplos de Buda y de Maharshi son
inimitables. Lo que les sucedió a estos dos hombres supone la conjunción de condiciones
del todo excepcionales: una intensa necesidad de Absoluto, una intuición intelectual
maravillosamente lúcida que ninguna armonización relativa logre engañar, una fuerza
vital inquebrantable, un ambiente intelectual favorable, etc... Existe cierta cantidad de
seres humanos llamados a tener un desarrollo completo, que cumplen con suficientes
condiciones, pero que no podrían jamás imitar a Buda ni a Maharshi. Estos hombres
no pueden desarrollar el funcionamiento divergente de su mente a menos que este
funcionamiento sea puesto a su alcance; es para ellos que proponemos el método
modesto de la escritura divergente.
Pero, una vez más, el ‘contra-trabajo interior’ es una vía única, la misma para
todos los hombres. Ejercitarse en la escritura divergente no es hacer otra cosa que lo
que hicieron Buda y Maharshi; solo es hacerlo menos rápido y de manera accesible. La
pila de rocas que un gigante derriba en algunos instantes también puede derribarla el
hombre medio con una técnica adaptada a sus posibilidades.

178
CAPÍTULO 13
CONDICIONES REQUERIDAS PARA LA EFICACIA
DEL ‘CONTRA-TRABAJO INTERIOR’

Hemos visto que el desarrollo completo del hombre es el resultado de dos


procesos, uno de convergencia mental, el otro de divergencia mental; y hemos visto que
estos dos procesos, lejos de contradecirse, se equilibran mutuamente. Ahora debemos
estudiar las condiciones que presiden este equilibrio.
En el capítulo que concluyó la segunda parte de este trabajo, describimos las
distintas fases del desarrollo humano: la fase de experimentación de la vida, la fase de
comprensión y la fase de desapego. La experimentación y la comprensión corresponden
a la primera mitad, convergente, de la realización humana, al ‘trabajo interior’;
llamaremos a esta mitad ‘realización convergente o vital’. Durante este primer período,
el ser humano ‘experimenta’ la vida y, mediante la comprensión, organiza su mundo
interior convergente, descubre su perspectiva personal de las cosas y establece
conexiones con el mundo exterior que le resultan convenientes. La fase de desapego
corresponde a la segunda mitad, divergente, de la realización, al ‘contra-trabajo
interior’; llamaremos a esta segunda mitad ‘realización divergente’.
La realización divergente solo puede empezar después de la realización vital,
pero no la interrumpe; se le superpone. El contra-trabajo de escritura divergente se
superpone a la vida normal, y alterna con ella.
Es importante comprender bien que la eficacia del ‘contra-trabajo interior’
depende de la realización vital que lo precede. La realización divergente solo es posible
cuando la realización vital está total y armoniosamente establecida.
Veamos primero que la realización vital debe estar totalmente establecida. De
hecho, los esfuerzos de divergencia intelectual consisten en la resistencia al juego normal
de los automatismos asociativos o convergentes. Sería imposible aprender a soltar la
‘presa’ de las asociaciones si esta presa no existiera. Los esfuerzos de relajación mental
presuponen la adquisición del hábito de contracción. Es necesario que en mí se
desarrolle un ‘hacer’ para que pueda escapar de él mediante un ‘no-hacer’. La atención
sin objeto –esa atención que tiene un objeto como si no lo tuviera– es precedida
necesariamente por la atención que capta un objeto y es cautivada por él. El desapego
es resistencia a un apego cuya existencia presupone. No puedo morir para renacer si
primero no he vivido. Etc... El ‘contra-trabajo’ de divergencia mental no puede de
ningún modo emprenderse antes de la adolescencia, la edad en la que se adquieren los
automatismos de convergencia.
Pero esta cuestión cronológica no es la más importante. La realización vital no
solo debe estar establecida por completo, sino también de manera armónica.
¿Cómo ha de comprenderse esta armonía? ¿Debe mi vida estar ordenada con
perfecta convergencia para que el ‘contra-trabajo’ sea fructífero? No. La armonía de la
vida convergente se sitúa en el plano de los fenómenos; solo puede ser relativa y
aparente; no podría, pues, ser una cuestión de totalidad o perfección.

179
La armonía vital necesaria para permitirme trabajar el desapego consiste solo
en una buena adaptación al mundo exterior. Es necesario que me haya vuelto
consciente de mi esencia individual y que haya establecido las compensaciones
adecuadas a mi esencia. Esta cuestión de la adaptación de nuestra esencia al mundo
exterior es muy vasta y compleja; no diremos más que lo que juzguemos indispensable.
Todo hombre que no se mata está ‘compensado’ 4 ; pero eso no significa
necesariamente que esté ‘adaptado’, pues sus compensaciones pueden ser de diferentes
calidades. Desde este punto de vista, decribiremos dos tipos de compensaciones
opuestas que llamaremos ‘reales’ e ‘ilusorias’. Será cuestión de dos tipos extremos entre
los que se pueden observar todos los intermedios.
Un hombre adaptado o bien compensado tiene una compensación ‘real’. La
convergencia de su mundo interior se realiza en torno a una imagen que no lo
representa a él mismo y cuya percepción le produce una resonancia positiva y auténtica.
Este hombre ama algo distinto de sí mismo. Sin duda, ama esta imagen-objeto por
proyección, por transferencia de su Ego; la ‘Yo-Realidad’, identificada principalmente
con el organismo del sujeto, se transfiere a una identificación secundaria. Pero gracias
a esta transferencia es posible un intercambio con el mundo exterior. En la
representación del mundo de este hombre, existe una imagen que se puede captar, que
al ser amada obtiene una relativa fijeza, y en torno a la cual se pueden organizar las
demás imágenes. Con esta imagen se puede realizar un intercambio afirmante de
pensamientos, sentimientos y acciones.
El hombre mal compensado o no adaptado, en cambio, tiene una compensación
‘ilusoria’. Este hombre ha sufrido traumas afectivos, a menudo durante su infancia, en
el momento en que se estaba conformando la idea de su yo. Se le han infligido
negaciones que generaron en él una duda sobre su ‘ser’. La ansiedad que experimenta
frente a la angustiosa pregunta: ‘¿Soy o no soy?’ le impide establecer una identificación
sólida con su organismo y, por consiguiente, transferir esta identificación con su
organismo a un objeto exterior. Este hombre, que no llega a amarse a sí mismo –por no sentir con
certeza que ‘es’– no puede tampoco amar algo distinto de sí mismo. En este caso, la imagen-centro
en torno a la que intentará ordenarse el mundo interior es una imagen de sí mismo
triunfando en tal o cual ámbito vital, es decir una imagen de sí mismo cumpliendo tal
o cual relación con el mundo exterior. Esta relación, por supuesto, implica un objeto
exterior, de modo que el sujeto parece amar algo distinto de sí mismo, pero el objeto es
solo un medio. El objeto verdadero hacia el que está orientado el sujeto es una imagen
de sí mismo triunfando en algo. Este hombre no ama lo que parece amar, sino la imagen
de sí mismo alcanzando lo que parece amar.
A menudo el objeto exterior no corresponde a la esencia del sujeto; no se lo ha
descubierto debido a una resonancia positiva real, sino debido a humillaciones previas
que él cree necesario neutralizar. A Hamlet lo atormenta la pregunta: ‘Ser o no ser’;
parece querer vengar a su padre; pero en realidad no lo atrae esta venganza sino la
imagen de sí mismo como vengador; cree que esta acción lo rehabilitará, le dará la
certeza de ‘ser’, y lo que ama es esta hipotética redención; el drama de Hamlet no es el

4 Cf. La doctrina suprema, capítulo 22.

180
drama del amor por la justicia, sino el del amor propio en conexión con la justicia. El
objeto en torno al cual el mundo interior de Hamlet intenta organizarse –la venganza–
no corresponde auténticamente a la esencia de este hombre; Hamlet no está en absoluto
hecho para este tipo de actividad; ha elegido esta actividad, no debido a su esencia, sino
porque le parece capaz de rehabilitarlo y de elevarlo al nivel de su admirado padre.
De manera análoga, un hijo que se ha sentido inferior a su padre, y por ello ha
albergado una duda sobre su ‘ser’, a menudo sigue la carrera de su padre, aunque no
sea adecuada a su esencia; tiene demasiada necesidad de volverse ‘alguien’ a sus propios
ojos como para tomar consciencia de sus gustos individuales. Está convencido de que
encontrará las certezas cuando haya igualado y, si es posible, superado al hombre en
comparación con quien se ha negado a sí mismo.
Es fácil comprender que una compensación es ilusoria cuando el objeto no
corresponde auténticamente a la esencia del sujeto. Es más difícil cuando el objeto está
bien adaptado a su esencia; el resultado es el mismo, sin embargo, si el sujeto es negado
y duda de su ‘ser’. Acabamos de ver que el verdadero objeto de este hombre no es el
objeto exterior implicado en la compensación, sino la imagen de sí mismo triunfando
en tal o cual emprendimiento. Ahora podemos ser más específicos y decir que el
verdadero objeto de este hombre es la imagen de sí mismo habiendo triunfado en un
emprendimiento. Como es una cuestión de un triunfo encargado de rehabilitar al sujeto
a sus propios ojos, es obvio que el final codiciado es el instante triunfal, mientras que los
esfuerzos necesarios que tienen lugar en el transcurso de alcanzar el triunfo no otorgan,
en sí mismos, ninguna afirmación. El sujeto no se halla compensado por lo que hace;
espera ser compensado por lo que habrá hecho en un futuro anterior; no vive
compensado, vive no-compensado en la espera de una compensación instantánea en el
futuro. Esta situación interior a menudo vuelve impotentes las funciones usadas; la
futura afirmación parece demasiado distante; el sujeto se cansa de hacer esfuerzos que
no lo afirman durante el transcurso de su emprendimiento; estos lo repelen, se siente
desanimado y se vuelve perezoso. A veces, sin embargo, sus iniciativas llegan a buen
puerto, triunfa. Entonces, se siente súbitamente afirmado al captar la imagen de sí
mismo vencedor. Pero este objeto de su amor, apenas alcanzado, es superado. Con el
paso de las horas y los días, la imagen envejece y se desdibuja. El sujeto, tranquilizado
por un momento sobre su ‘ser’, pronto empieza otra vez a dudar de sí mismo; ha
triunfado, pero ¿será capaz de hacerlo otra vez? Desde el momento en que el objeto de
la compensación es una imagen de sí mismo posterior al emprendimiento, este objeto
de amor es abstraído de la duración; toda la compensación es abstraída de la duración,
de este tiempo en el que se desarrolla la vida. Una compensación tal, desconectada de
la vida, es ilusoria.
Podemos aclarar esta difícil cuestión con un ejemplo concreto. Hete aquí, por
ejemplo, a un escritor cuya creación literaria es una compensación ‘real’; este hombre
no duda de su ‘ser’; no escribe para probarse a sí mismo que ‘es’, sino porque ama
escribir. Desde luego, no es indiferente a la posibilidad de llegar a ser un día un escritor
brillante, pero en general no piensa en eso para nada; no es eso lo que ama, sino el
hecho de escribir. Sus esfuerzos le interesan en sí mismos; el más pequeño resultado lo
alegra. Se siente ‘en lo suyo’ cuando trabaja, su vida tiene un ‘sentido’ durante todas las

181
horas que le dedica al trabajo. Como se siente afirmado en la duración, este hombre es
paciente; no se pregunta si lo que crea es una futura obra maestra; no se ve forzado a
hallar para esta pregunta –que no se plantea– una respuesta afirmativa.
Hete aquí, por otro lado, un hombre que también tiene el don de la escritura
pero que, dudando de su ‘ser’, usa este don con la esperanza de volverse un gran escritor
y de curar así esta duda cruel. Este hombre habría podido, como el otro, amar la
escritura, pero todo su amor está dedicado a una futura imagen de sí mismo como un
‘gran escritor’; fijado sobre este punto abstraído de la duración, su amor no está
disponible para nada más. No le gusta el trabajo que lo separa de su meta. Comparado
con la obra maestra que ansía, todo lo que sale de su pluma le parece insuficiente o
incluso detestable. Tiene prisa por acabar con este árido período deprivado de
afirmación; no tiene paciencia. Podría volverse capaz de no producir nada; podría
odiar, a fin de cuentas, su mente estéril y toda actividad literaria. O tal vez llegue al final
de un libro, un libro que en general es mediocre porque no presidió sobre su producción
una ferviente concentración. El autor está, sin embargo, encantado de haber producido
algo, de ser al fin ‘un escritor’; se anima con los halagos que le hacen y, como resultado,
siente un alivio. Pero pronto deja de verse como autor de este libro; se ve como el
hombre que ‘una vez escribió este libro’; ya no es más ese hombre y se pregunta si
podría volver a producir algo; su duda lo carcome una vez más.
En el caso de la compensación ‘ilusoria’, el estado interior del sujeto es inestable,
lleno de contrastes; alegrías exultantes alternan con depresiones; el sujeto mal adaptado
a veces se cree un genio, otras una nulidad. En el caso de las compensaciones ‘reales’,
en cambio, el estado del sujeto es estable; sus alegrías no lo llevan a cimas exultantes
pero son contínuas. El sujeto está interesado en lo que hace, no en la imagen de sí mismo
después de haber logrado esto o aquello; no tiene opinión sobre sí mismo, no busca
saber si está por encima o por debajo de los demás.
Podemos ver el mundo interior como una multitud indefinida de limaduras de
hierro cuyo dinamismo normal consiste en gravitar regularmente en torno a un centro.
En un hombre bien compensado se realiza esta gravitación. Este hombre resuena con
total consonancia con cierto aspecto del mundo exterior que le da el ‘sentimiento de lo
divino’; ve este objeto como absolutamente real y la imagen que corresponde es el
centro de gravedad de su mundo interior. Sin duda ama otras cosas, pero con un amor
relativo, subordinado a su amor adorador esencial.
En el hombre mal compensado, afligido por la duda sobre su ‘ser’, la imagen-
centro consciente es una imagen de sí mismo triunfando en tal o cual emprendimiento,
la imagen de un triunfo reivindicado. Pero esta imagen no hace más que representar
otra imagen, la imagen de sí mismo librado de la duda, ‘siendo’; esta imagen es
implícita, desconocida para el sujeto, ‘subconsciente’; pero constituye, sin embargo, un
centro magnético que coexiste, en el mundo interior, con la imagen del triunfo
reivindicado. Y el magnetismo de este segundo centro se ejerce en oposición al primero.
De hecho, la nostalgia de obtener la imagen de sí mismo librado de la duda acarrea el
rechazo perezoso de esforzarse por un emprendimiento real que siempre puede fracasar
y, por consiguiente, alejar la certeza de ‘ser’. Por lo tanto, existe una rivalidad, una
división, en el mundo interior de este hombre, que causa un sufrimiento global, más o

182
menos lacerante; cada una de las limaduras de hierro está como tironeada por las dos
atracciones opuestas.
A veces, sin embargo, este hombre logra un triunfo que lo tranquiliza un
momento sobre su ‘ser’. Entonces alcanza la imagen de sí mismo librado de toda duda
y la atracción magnética obstructora que ejercía este centro se reduce o desaparece
(porque la fuerza de la atracción ejercida por una imagen es más fuerte cuanto más lejos
esté la imagen de realizarse). En ese instante, el mundo interior del sujeto contiene un
centro activo único; las ‘limaduras’ son aliviadas del tironeo que antes sufrían y esto se
expresa por una felicidad tan exultante como infeliz era el estado anterior. El sujeto
siente que se volvió ‘positivo’ y toda la vida le parece maravillosa.
Otras veces, no hay triunfo, hay incluso fracasos, y el sujeto duda
profundamente de su ‘ser’. Entonces la imagen de sí mismo librado de la duda se vuelve
distante y su magnetismo recupera toda su fuerza. El mundo interior se desgarra de
nuevo entre sus dos centros. El sujeto siente que se volvió ‘negativo’ y toda la vida le
parece horrible.
Un hombre ‘evolucionado’, apto para el desarrollo completo de las posibilidades
humanas, está siempre más o menos habitado por la terrible duda sobre su ‘ser’, porque
la necesidad del Absoluto aparece a edad temprana, cuando el niño es muy vulnerable
a las negaciones que lo pueden afectar. Así, la mayoría de estos hombres cae, más o
menos, en compensaciones ilusorias de las que no puede librarlos ningún triunfo. Solo
una comprensión de lo que ha sucedido en su interior puede permitirles establecer sus
compensaciones reales.
El estado de compensación ilusoria no conlleva una armonía del mundo interior
convergente. Este mundo es en verdad convergente; los automatismos de convergencia
son adquiridos, pero el funcionamiento de estos automatismos es espasmódico,
contracturado. En estas condiciones, no se puede realizar con éxito el ‘contra-trabajo
interior’. En efecto, el hombre mal compensado está siempre inquieto y frustrado. No
está simplemente apegado a un objeto poseído en la duración; lucha por apegarse a un
objeto que se le escapa; está apegado a apegarse, y este apego ‘al cuadrado’ no permite
que se instale junto a él el desapego. Este hombre, que sufre por no ser capaz de
establecer su apego, no puede desear con sinceridad trabajar para desapegarse. Vive
convencido de que su triunfo total es posible en la dirección de la ‘vida’; no puede
comprender, en las profundidades de su ser, que la ‘vida’ por sí sola jamás podrá saciar
su sed de Absoluto.
La condición esencial para emprender con éxito el ‘contra-trabajo interior’ es la
comprensión cierta y vivida de su necesidad. Solo el hombre realmente compensado
puede tener esta comprensión. Este hombre ha logrado apegarse a algo distinto de una
imagen de sí mismo. Ha disfrutado de un intercambio con el mundo exterior que
contentó su esencia. Ha satisfecho lo mejor posible su deseo de experimentar. Y ha
experimentado correctamente –es decir que ha comprobado, con su organismo animal y
con su intelecto– que todas las satisfacciones ‘vitales’ son insuficientes. Ha triunfado en
su realización vital y ha experimentado el fracaso de este triunfo. Al entrar en la vida, creía
que realizarse como ser distinto sería su logro máximo y total; apuntaba a un triunfo
absoluto a través de todos los triunfos relativos. Al triunfar en su vida relativa, se ha

183
dado cuenta de que el logro absoluto se le escapaba, que su impresión de que faltaba
algo solo era compensada por su vida y persistía debajo de sus compensaciones.
Se podría objetar que un hombre no sería capaz de probar todas las
satisfacciones de las que es capaz su esencia. Esta objeción sería válida si la prueba de
la insuficiencia de las satisfacciones vitales dependiera solo del organismo animal
particular. Pero el intelecto general participa de la experiencia vital; gracias al intelecto,
puedo comprender, a propósito de mis mayores experiencias, la naturaleza insuficiente
de todas mis satisfacciones vitales posibles.
Cuando un hombre ha conseguido compensarse ‘realmente’ y a la vez
comprender con pruebas que las dichas más maravillosas y más estables son incapaces
de darle su realización total, está listo para comprender la necesidad de la ‘realización
divergente’ y para dedicarse a ella de manera fructífera.
Usaremos una comparación para mostrar cómo la comprensión condiciona la
eficacia del ‘contra-trabajo interior’: un hombre está apegado con fervor a una mujer
que lo rechaza; está apegado a ella de manera nefasta, destructiva, y todas sus
posibilidades en otros ámbitos se ven inhibidas. Desea liberarse. Se aleja de la mujer,
con la esperanza de que esta separación lo libere. Si este hombre no ha comprendido
los mecanismos profundos de su apego, si sigue persuadido de que poseer a esta mujer
sería su logro supremo y resolvería el problema de su condición humana, la separación
solo podría traerle una disminución aparente de su apego. Su esclavitud comenzará de
nuevo con más fuerza cuando vuelva a ver a la mujer; o bien se volverá esclavo de otra
mujer, como lo fue de la primera. Si, por el contrario, este hombre ha comprendido
plenamente que el triunfo de su amor sería, en todo caso, incapaz de darle lo que había
deseado obtener por este medio, entonces la separación le traerá el desapego. Este
desapego sería el efecto de dos factores conjugados: la comprensión y la separación. El
‘contra-trabajo interior’ es una suerte de separación del mundo convergente al que
estamos apegados; si hago este trabajo sin haber comprendido plenamente el carácter
insuficiente de la realización vital más armoniosa, no puedo obtener buenos resultados
de él. No es suficiente alejarme de la vida a la que estoy apegado; este alejamiento es
necesario, pero no suficiente. Pero tampoco es suficiente comprender sin alejarse. Es
necesario que comprenda y también que me aleje.
Concluyamos diciendo que las condiciones requeridas para la eficacia de la
escritura divergente son: una vida bien compensada; la comprensión de que esta vida
nunca será por sí misma más que una semirealización, un semidesarrollo de nuestras
posibilidades humanas; por último, una paciente perseverancia dedicada al ejercicio de
la escritura divergente. La tercera condición es fácil de cumplir cuando se cumplen las
primeras dos; pero cumplir las primeras dos presenta grandes dificultades.
Con estas nociones bien establecidas, ahora podemos discutir la cuestión del
‘maestro’ o ‘guía’ durante la realización total del ser humano. Se dice con frecuencia
que el hombre no puede lograr su realización sin la ayuda personal de un maestro. Esta
opinión, como todas las opiniones, es a la vez verdadera y falsa.
Para la ‘realización divergente’ –o segunda mitad de la realización total– no es
necesario ningún maestro. En este ‘contra-trabajo interior’ es imposible desviarse. No
es posible desviarse de un callejón sin salida; un guía solo es necesario cuando nos

184
desplazamos para llegar a un destino. Necesito un maestro para aprender ciertos gestos
que quiero hacer con el cuerpo, pero no necesito aprender a descontraer los músculos.
Necesito un profesor de filosofía o de poesía para aprender a asociar de la manera más
verdadera o más bella; no lo necesito para aprender a no asociar.
Al respecto, digamos que la escritura divergente no puede hacer ningún daño a
quien la practica. Este ejercicio puede ser infrutctuoso si no se reúnen las condiciones
para su eficacia, pero no puede hacer ningún daño a nadie.
En cambio, para la ‘realización convergente’, que precede y condiciona la
realización divergente, casi siempre se necesita un maestro, y desde varios puntos de
vista.
Para adquirir la comprensión general de la realización humana se necesita una
enseñanza. Si el sujeto es muy dotado intelectualmente –dotado de intuición y de rigor
lógico– una enseñanza escrita puede ser suficiente. Pero en general es necesario el
diálogo para resolver las dificultades particulares de comprensión y entonces se debe
usar un ‘tutor’ personal.
Pero es sobre todo para la armonización relativa de la vida convergente que la
frecuentación de un maestro es indispensable. Cada uno de nosotros ve mal su propia
vida; es muy difícil desenmascarar uno mismo el carácter ilusorio de las propias
compensaciones. Y es imposible remediar solos la duda sobre nuestro propio ‘ser’.
Librarse de esta duda requiere un intercambio con una inteligencia exterior, una
inteligencia imparcial que no nos juzga pero que toma nuestro pensamiento en
consideración y así nos rehabilita, poco a poco, ante nuestra propia mirada. A veces,
además, el sujeto tiene una esencia auténticamente ‘espiritual’ y necesita un maestro –
y todas las ideas que el maestro representa– como un objeto de amor para su
compensación real.
Pero debemos insistir, al final de esta obra, en el hecho de que la segunda mitad
de la realización, aquello que se sobreañade a nuestra vida y completa nuestro
desarrollo, no trae consigo ni amor ni experiencia. Ya no reside en el plano de la vida,
del ‘experimentar’. Todo lo que pueda llamarse ‘experiencia liberadora’ solo representa
una liberación relativa mediante la armonización relativa del mundo interior
convergente. La segunda mitad de la realización escapa a toda percepción formal y, por
consiguiente, a toda descripción. El trabajo real de desapego no consiste en desapegarse
de todo excepto de una cosa, aunque esta sea la idea del desapego; consiste en
desapegarse de todo, en desapegarse desde la fuente misma de nuestro apego. No se trata
de soltar esto o aquello; se trata de ‘soltar’.

185
POSTFACIO
EL TRABAJO DEL DOCTOR HUBERT BENOIT
por Margaret J. Rioch

Hubert Benoit ocupa una posición única entre los occidentales que han sido
estimulados por el pensamiento oriental, en particular por el budismo zen, ya que no
tiene deseos de visitar el Oriente, salvo quizás para disfrutar de su arte. Insiste en que
debe hallar el Camino por sí mismo. Su trabajo es producto de un tipo de mente bien
occidental que busca hallar la iluminación total, o aquel estado que los japoneses llaman
satori.
No es parte de ninguna escuela ni organización sino que enseña de forma
individual a los estudiantes que acuden a él, interesados también en la realización total
del hombre. A veces, acuden algunos con problemas más personales, emocionales,
requiriéndolo como psicoterapeuta; también los considera estudiantes, aunque no tan
avanzados como los otros.
Sus métodos clínicos no son adecuados para todos. Si una persona está
demasiado perturbada para llevar adelante una conversación racional, Benoit la deriva
a un psiquiatra. Le interesa oír cómo cada estudiante ve su problema y cuál es su
situación de vida, mas no oír largas historias de su infancia o trasfondo familiar.
Responde las preguntas a fondo y escucha con gran sensibilidad y sagacidad, pero sin
el menor tinte de blandeza sentimental. Su mente extraordinariamente filosa le permite
ver con rapidez los principales problemas a los que se enfrentan sus estudiantes y
relacionarlos al único dilema humano del individuo limitado que se quiere absoluto. Al
tratar con alguien sin una comprensión metafísica muy avanzada, se detiene más que
con los estudiantes avanzados sobre su problema vital específico, como por ejemplo un
conflicto de amor o ambición. Pero tan pronto como es posible, intenta llevar al
estudiante más allá de la situación concreta, para dejar en claro que ésta es solo una de
las mil formas que toma el problema humano subyacente. No le interesa, como a los
psicoanalistas, descubrir las causas o los precedentes de un conflicto específico, ya que
aquello pone un énfasis innecesario en lo particular y pasa por alto el punto más
importante de que toda ansiedad es en el fondo una y la misma. Señala con frecuencia
que el problema, tal como se lo plantea, es insoluble. Si el estudiante es suficientemente
flexible, puede salir de su impasse a partir de esta comprensión. También señala las
falsas suposiciones, las falacias básicas según las que el estudiante intenta vivir su vida.
Trabaja bien con quienes están dispuestos a contemplar la posibilidad de estar viviendo
bajo un conjunto de nociones ilusorias.
Sus métodos terapéuticos son altamente intelectuales. Por supuesto, es
consciente de que el intelecto por sí mismo no puede liberar, pero desconfía de su
menoscabo. Sabe muy bien que se puede hacer un mal uso del pensamiento analítico
discursivo, pero enfatiza su importante función preparatoria al permitirnos comprender
nuestra “fenomenología interior” y las “leyes de nuestro ser”.
También es consciente de un efecto no tan intelectual pero benéfico que tiene
en sus estudiantes. Al hablar con él, encuentran a alguien que los acepta íntegramente,

186
que considera su “ser”, el cual está más allá de sus “manifestaciones” más o menos
positivas o negativas. Con el tiempo, el estudiante descubre la posibilidad de asumir esta
misma actitud hacia sí mismo. Entonces puede aceptar con calma sus propias
“manifestaciones”, cualesquiera sean, gracias a su “ser” que es su principio
reconciliante. Puede volverse buen compañero de sí mismo, sentirse seguro, y sin la
necesidad de juzgar sus propias “manifestaciones”.
El doctor Benoit no busca tener un “encuentro” personal con cada estudiante
como hoy se estila en la psicoterapia, en especial en Estados Unidos. Pero su relación
con ellos está libre de pretensiones y falsedades. Comparte sus propias experiencias con
ellos cuando piensa que los pueden ayudar. Con los años, ha intentado por su cuenta
varias maneras de convocar un estado mental en el que pueda estallar el satori. Está
plenamente dispuesto a compartir estos métodos con sus estudiantes, pero también a
dejar un método apenas se da cuenta de sus limitaciones. Al respecto, es un modelo a
seguir para sus estudiantes, a quienes anima a imitarlo en su falta de miedo ante los
errores. Lo llaman inteligente, dice, pero él no se considera más inteligente que muchos
otros. La cualidad que sí acepta tener es la audacia de pensar lo que piensa. Tiene este
coraje, opina, porque ve que el peligro es ilusorio. Muchos tiemblan ante la
equivocación, pero él los invita a probar y equivocarse, pues no es necesario “poner una
cabeza por encima de la propia”. Anima a sus estudiantes a tener la audacia de afirmar
su propia percepción de la realidad, por imperfecta y mutable que sea. En todos los
esfuerzos terapéuticos de Benoit, así como en sus libros, su meta constante es que cada
hombre se vuelva su propio médico-metafísico.

En su primer trabajo, Metafísica y psicoanálisis, Benoit exploró la unión entre la


psicología y la filosofía, la mente individual y el cosmos. En el siguiente, Del amor:
psicología de la vida afectiva y sexual, detalló los fenómenos psíquicos del amor, que dividió
en tres: amor apetitivo, amor benevolente y adoración. Es una conversación entre el
Autor, el Muchacho y la Muchacha, en la que el primero aclara a los jóvenes sus dudas
sobre el tema. El lector va siendo guiado hacia la idea de que las diversas formas del
amor se pueden ver como una preparación para algo más allá de todas ellas, incluso
más allá de la que el Autor claramente prefiere, la adoración. Es llevado a percibir que
existe una posibilidad de realización total por la que el ser humano siente una profunda
nostalgia, pero de la que está desconectado debido a su tendencia al apego, cuya forma
más obvia es el amor por otros seres humanos. El Autor nos lleva hacia una
comprensión del apego como una de las etapas de nuestro desarrollo. Se detiene sobre
las formas del apego llamado amor, sin desear apurar esta etapa antes de que se la haya
experimentado plenamente. Pero es obvio que el sendero lleva más allá, a la liberación
total.
En sus dos libros siguientes, Benoit pone bien en claro su propósito. Está
intentando ayudar al lector a hallar maneras de ampliar y profundizar su comprensión
de sí mismo y del mundo con el fin de lograr una alteración radical de su estado de
mente actual.
La doctrina suprema, publicado en Francia en 1951, explica sus principales
conceptos psicológicos y metafísicos. Soltar, publicado en Francia en 1954, es una

187
continuación de los estudios que componen La doctrina suprema; se vale por sí mismo pero
se lo comprende mejor si se conoce el trabajo anterior. Soltar describe el desarrollo del
intelecto racional normal del ser humano como un desarrollo parcial de su
potencialidad total. Es una guía práctica a partir de una exposición teórica detallada.
Durante los últimos 14 años, en los que no ha publicado nada, Benoit se ha
enfrentado a problemas de salud pero aun así ha seguido enseñando. También escribe
pero todavía nada que considere publicable. Continúa su desarrollo y sostiene que no
ha alcanzado la iluminación total; sobre este punto es un purista y desestima como poco
importantes las experiencias de “pequeños satori”, los estados de éxtasis, o los
sentimientos transitorios de serenidad o unidad con el universo.
Este artículo se basa principalmente en sus dos últimos libros y en su instrucción
personal.

En Occidente ya se ha oído que el Zen es una “no-enseñanza”. Los maestros


Zen sostenían que no es necesario hacer nada especial para volverse un Buda; solo hace
falta la mirada directa que penetre la propia naturaleza. Al respecto, Benoit comenta:
“He tenido que reflexionar durante años antes de comenzar a ver cómo aplicar este
consejo de manera práctica y concreta en nuestra vida interior. Y creo que muchos de
mis hermanos occidentales están en la misma situación”. En un breve artículo titulado
Buddha and the Intuition of the Universal, que escribió en recuerdo de su gran amigo, Swami
Siddheswarananda, Benoit da una de las razones por las que los occidentales tienen
dificultad para abordar el Zen sin algún tipo de preparación discursiva. Según él, el
occidental no está muy dotado de intuición de lo universal, y debe forzarse a sí mismo
a pensar en Dios como inmanente; su tendencia más natural y usual es pensarlo como
trascendente. En cambio, todo el Oriente tiene una consciencia profunda de la
perfección universal objetiva. Una doctrina dirigida a un hindú no necesita enunciar
este punto; se lo da por sentado como conocimiento general y un maestro puede enseñar
sobre esa base sólida. Como en Occidente no es así, Benoit cree necesario dar un largo
preámbulo que prepare a sus lectores o estudiantes para lo que el oriental halla fácil.
Pero este largo preámbulo podría resultar el camino más corto de vuelta a casa.
Benoit ha erigido un andamiaje filosófico y psicológico que permite que el
occidental, entrenado en modos occidentales de pensar, cree sus propios caminos de
comprensión. Para usar su propia metáfora, lleva a sus estudiantes de la mano, a través
de senderos filosóficos y psicológicos, hasta el borde del foso que hay entre la verdad
expresable en palabras y la verdad inexpresable del conocimiento real; un foso que hay
que pasar, de un salto, dejando atrás toda comprensión preparatoria, filosófica y
psicológica, escrita y oral.
Caracteriza a Benoit su insistencia clara y firme de que la mejor manera de
acercarse a este foso es la comprensión cada vez más profunda, clara y actualizada de
la verdadera naturaleza humana. No condena la meditación ni el yoga ni otras prácticas
similares, pero las considera más o menos irrelevantes comparadas con el desarrollo de
una comprensión profunda.
En este punto cree concordar con los antiguos maestros Zen chinos. Pero no
otorga importancia a si lo que escribe proviene directamente de ellos o surge en su

188
propia mente. Mientras que la forma en que se expresa es individual y personal, lo
importante es que la verdad transmitida sea universal. “En otras palabras, lo que es
válido, digno de consideración en la verdad que expreso no me pertenece a-mí-como-
individuo-distinto, y propiamente hablando no tiene conexión con mi persona
particular. Si he comprendido esto, soy del todo indiferente al cerebro particular en el
que dicha verdad ha tomado forma; ese cerebro en particular es solo el aparato receptor
que ha captado el mensaje... Adjudicarse la paternidad de una idea es absurdo; surge
de la ficción egotística de divinidad que, oculta en lo profundo de nuestra psicología,
pretende que, como individuos, somos la Causa Primera del Universo... En épocas más
sabias, los artistas, eruditos y pensadores ni siquiera soñaban con adjuntar su nombre a
las obras que tomaban forma a través de ellos”.
Como D. T. Suzuki, Benoit no ve que otras religiones, en particular el
cristianismo, sean ajenas al Zen. Dice que no se necesita quemar los Evangelios para
leer a Hui-neng. En su enseñanza tanto escrita como oral cita con frecuencia las
Escrituras, pues para el occidental la verdad es más fácil de comprender bajo esta forma
que siguiendo los grandes libros orientales. El concepto cristiano de la muerte del
“hombre viejo” y el nacimiento del “hombre nuevo” es un tema central de su obra.
Equipara el nacimiento del hombre nuevo con el satori o despertar y se refiere con
frecuencia a San Juan de la Cruz como alguien que atravesó la “noche de la Gran
Duda” hasta el despertar. De entre los filósofos occidentales, está más próximo a
Spinoza y Sócrates. No se considera semejante a los existencialistas porque, en su
opinión, racionalizan el sentimiento de la desesperación; pero sí comparte con ellos su
“preocupación última”.
Benoit empieza, como tal vez todos los pensadores profundos en estos temas,
con el dilema de la situación humana. El hombre, aunque individual, mortal y limitado,
quiere ser ilimitado, eterno y absoluto. Sabe que su organismo es limitado, pero no
puede abandonar la pretensión de ser infinito y absoluto. Benoit usa la metáfora del
juicio que se lleva a cabo todo el tiempo en los revocecos de la mente, un juicio en el
que intentamos en forma constante reivindicar nuestro ser absoluto, aun siendo
individuos limitados. A veces, las cosas parecen ir a nuestro favor, otras hay
contratiempos, pero el juicio nunca concluye.
Benoit opina que el problema, así planteado, es ilusorio, que el problema en
realidad no existe y que, por lo tanto, no hace falta ninguna solución. Esta propuesta
suena un poco tramposa, al abolir con un gesto de prestigiditador los difíciles problemas
que el hombre ha enfrentado durante mileños. Pero Benoit tiene en claro que no es tan
sencillo; no dice haberse deshecho del problema. Tiende a pensar que los relatos sobre
la iluminación de Buda y otros sabios, aunque en parte legendarios, son descripciones
válidas del camino que precede al despertar súbito y total. Buda, según Benoit, poseía
una intuición intelectual lúcida y extraordinaria, una gran fuerza vital, y vivió en un
ambiente favorable. Sin embargo, la pila de rocas que el gigante destruye de un golpe
puede dispersarla un hombre menor con ayuda de técnicas adaptadas a su capacidad.
La preocupación constante de Benoit es esencialmente práctica: cómo hallar maneras
de prepararse para la irrupción del satori.

189
Al inicio, parece difícil reconciliar los enunciados en apariencia contradictorios
de que no hay problema y de que casi todos estamos ante un problema. Es como la
situación de un hombre que mira por una ventana enrejada, que se esfuerza con todos
sus nervios y músculos para estirarse y ver hacia afuera lo más posible, e intenta con
violencia romper los barrotes, que nunca se quebrarán. Detrás de él, al otro extremo de
la celda oscura, hay una puerta abierta. Solo tiene que darse vuelta y salir caminando
de su prisión. Pero antes de que se le ocurra hacer eso, antes de que suelte los barrotes
que mantiene apretados con fuerza y quiera dar la espalda al precioso rayo de luz que
percibe a través de la ventana, debe comprender con claridad que en realidad está, y
siempre ha estado, libre. Esto es imposible de creer mientras su atención esté fija en la
ventana enrejada. La analogía, como cualquier otra, no se puede estirar mucho, pero
sirve para ilustrar cuatro puntos importantes, que Benoit elabora en detalle en su
trabajo.
En primer lugar, no es necesario esforzarse por ir a ningún lado ni hacer grandes
esfuerzos de voluntad para ser libres. Ya somos libres. Para dejar de aferrarnos a nuestra
esclavitud ilusoria solo necesitamos soltar, desapegarnos.
En segundo lugar, el hecho de que nuestra atención esté cautivada por un
aspecto parcial del cosmos nos impide saber que somos libres.
En tercer lugar, la liberación está no en esforzarse por la perfección, como
solemos hacer, sino en dar un giro de 180 grados y aprender a dejar este hábito.
Y en cuarto lugar, solo mediante la comprensión, o lo que podríamos llamar
intuición intelectual de la situación, podremos volvernos hacia la libertad. Al obtener
más comprensión, una persona puede ayudar a otra; un maestro puede ayudar a sus
alumnos mediante libros e instrucción directa.
Benoit cree que un hombre debe alcanzar al menos algunas de sus metas
concretas y cumplir al menos algunas de sus potencialidades antes de comprender que
ese tipo de logros y cumplimientos nunca serán más que una semirealización. Retirarse
a vivir de uvas ácidas (como el zorro de la fábula) no es liberación. Solo el hombre que
ha participado activamente de la vida, que no no le ha dado la espalda por miedo o
resignación, sino que se ha realizado como hombre normal en el mundo con cierto
grado de armonía interior, puede comprender en verdad que eso tampoco es el Absoluto
que añoraba. En otras palabras, el trabajo de preparación para el despertar no es una
cura de la neurosis. El sufrimiento neurótico se debe aliviar antes de emprender este
trabajo.
La idea de la reconciliación de los opuestos es central al pensamiento de Benoit.
En la filosofía china, el cosmos es visto como el juego de la fuerza activa, positiva,
masculina del Yang y la fuerza pasiva, negativa, femenina del Yin, reconciliadas en el
principio conciliante del Tao. Esta Ley de Tres también se puede simbolizar con un
triángulo, que aparece una y otra vez en los escritos de Benoit. Los dos ángulos
inferiores representan respectivamente el principio positivo y el principio negativo; el
ápice representa el principio conciliante superior. Mientras no reocnozcamos el
principio conciliante, permaneceremos en la línea de base, es decir en el mundo del
dualismo, de los opuestos. No importa cuán fuerte sea el positivo, el negativo

190
necesariamente estará presente; de hecho, cuanto más fuerte el positivo, más fuerte el
negativo.
En nuestro estado imperfecto, vemos esta situación como un conflicto; y el
hombre, como animal que generaliza, traduce su preferencia emocional por el lado
positivo del conflicto en una parcialidad intelectual por lo Bueno, lo Verdadero y lo
Bello. Intenta obtener la positividad perfecta en Utopías y sueña con la felicidad total
en el Paraíso. Piensa que debería eliminar sus faltas en favor de sus virtudes.
Es verdad que algunos individuos han obtenido así un alto grado de santidad o
heroísmo, pero para Benoit eso no es el despertar, pues este supone una síntesis en la
que ambos polos, sin dejar de oponerse, colaboran en armonía. Está el peligro de que
hombres menores intenten seguir los pasos de los santos y héroes y, como suele suceder,
equivoquen el camino. El gran hombre es movido por un amor auténtico por algo, sea
Dios, una causa o un ideal; y puede armonizar su ser en gran medida con referencia a
este amor. Pero si un hombre menor, sin amor auténtico, intenta imitar el
comportamiento del santo o del héroe, solo se estará forzando y limitando; lo mueve la
ambición espiritual, cree que debe alcanzar la salvación. En general, lo acompaña la
idea de que es su deber traer a otros a la salvación. En el peor caso, lleva a fenómenos
como la Inquisición. En el mejor caso, lleva a un intento de esclavizar a otros mediante
la persuasión. A veces se supone que no nos esforzaríamos por despertar si no fuera bajo
la compulsión del deber, pero eso es absurdo, pues el despertar acaba con la angustia
que siempre nos acompaña y es ingenuo suponer que buscaríamos un alivio de la
angustia solo por un sentido del deber.
La comprensión intelectual del concepto de despertar no es tan difícil, pero la
realización real de la síntesis colaborativa entre positivo y negativo, vida y muerte, sujeto
y objeto, es algo que no nos podemos imaginar desde nuestra perspectiva dualista
actual. Y sin embargo, está desde siempre encarnada en nosotros. Lo vemos en el plano
biológico, donde colaboran anabolismo y catabolismo, sístole y diástole, inhalación y
exhalación. Pero en el plano psicológico o espiritual no es tan aparente.
Aquí, si no tomamos consciencia del ápice del triángulo, es inevitable que
idolatremos los ángulos inferiores. El positivo se convierte en Dios y el negativo en el
Diablo, y hacemos acrobacias filosóficas para conciliar la existencia del mal con un Dios
que es bueno y omnipotente. El universo se vuelve un campo de batalla gigante en el
que se enfrentan los defensores del Bien y sus enemigos, un duelo angustioso en el que
rivalizan la Luz y la Oscuridad. En esta cosmología atormentada tenemos la idea de
que las fuerzas del orden cósmico deberían triunfar y prevenir la catástrofe. En la visión
occidental corriente, las acciones de cada individuo adquieren una importancia
absoluta pues son capaces de ayudar a las fuerzas del orden o a las del desorden y, así,
influir en el destino cósmico. Cada uno de nosotros se ve llamado por el Gerente
Cósmico a colaborar con Él contra los Poderes de la Oscuridad. De ello se desprende
una filosofía moral absoluta en la que las acciones de un hombre se consideran buenas
o malas según si sirven a la voluntad de Dios o son contrarias a ella. Esta visión
obviamente halaga al hombre pero lo carga con una terrible responsabilidad. Si
pensamos que nuestra evolución puede ir en dirección buena o mala en términos
objetivos, concluimos que es nuestro deber esforzarnos por evolucionar correctamente.

191
El despertar se puede concebir desde un punto de vista supersticioso, que
implique una divinidad de algún tipo que quiera que obtengamos este despertar, o
desde un punto de vista libre, según el cual no tenemos ningún deber. Mientras creamos
que debemos liberarnos, que el cosmos espera eso de nosotros, nuestra búsqueda nos
aprisionará, nos dejará en un impasse. El coraje verdadero y eficaz consiste no en
someterse a la presión del deber sino en rechazar este soporte tranquilizador y asumir
nuestra libertad. Si deseamos ser considerados ciudadanos responsables de una
democracia, debemos cumplir con ciertos deberes. Pero esto no significa que tengamos
un deber absoluto de esforzarnos por el bien y contra el mal.
El error en el concepto dualista de Dios contra el Diablo yace en que es
incompleto; no es una falsedad absoluta. Los ángulos de la base del triángulo se ven
correctamente; solo hace falta trazar el resto. En todas nuestras percepciones de la
realidad hay una verdad parcial que no hay que descartar, sino solo completar. Este es
un principio cardinal del pensamiento de Benoit, que desempeña un papel importante
en su enseñanza. De noche, una raíz puede parecer una serpiente y uno puede pensar
que lo es. Al amanecer, queda claro que es solo una raíz. Sin embargo, no deja de ser
cierto que en la oscuridad parecía una serpiente. Es importante tanto afirmar la visión
parcial actual como estar listos para soltarla cuando hay mayor claridad.
En nuestro estado dormido ordinario, el dualismo de Yang y Yin se traduce en
la creencia de que estamos conformados por dos partes, cuerpo y alma, con un hiato
entre ambas. Incluso si tratamos de trascender este dualismo con filosofía, en el lenguaje
diario seguimos usando expresiones como: “No me pude contener”, o “Intenté
controlarme”. En realidad, no es cierto que constemos de dos partes, pero tenemos dos
aspectos que, de hecho, consideramos como si fueran un jinete y su caballo.
Cuando el jinete está activo, ve cómo se comportó el caballo hace un momento
y le da una palmadita de aprobación o un golpe de desaprobación. Con este
entrenaniento se condiciona al animal. Mientras pensemos que somos realmente un
jinete y su caballo, lo máximo que podemos hacer es un entrenamiento animal. No es
necesario condenarlo, pero tampoco debemos creer en ello como un camino hacia el
despertar. El verdadero despertar es bien diferente. No hay entrenador ni aprendiz.
“Yo vivo” y “Yo pienso” están reconciliados en el único “Yo soy”. Mientras vivamos
en el nivel del entrenamiento animal, nos veremos en la necesidad constante de evaluar,
dar al caballo una palmada o un golpe por su buen o mal comportamiento.
Este entrenamiento o modo de actuar, en el sentido más amplio, incluye no solo
programas extenuantes como las disciplinas monásticas ascéticas, sino también todos
los esfuerzos que hacemos por mejorar el comportamiento, sea mediante el control, la
planificación, el autoanálisis o lo que fuere. Todos esos esfuerzos implican una dualidad;
necesariamente implican la parcialidad hacia un aspecto del ser o del mundo. Pero la
parcialidad impide una síntesis de todo el ser. Cuando luchamos, nos identificamos con
una de nuestras tendencias; somos parciales a ella. Cuando nos comportamos sin
esfuerzo, es el resultado de una organización armoniosa inconsciente de todas nuestras
tendencias, como la resultante de un paralelogramo de fuerzas. Benoit no cree que
debamos retirarnos de la vida habitual y sentarnos con la vista baja; no cree necesario
abandonar los esfuerzos por hacer cosas, por hallar un mejor modo de vida, pero no

192
nos deberíamos preocupar por estos esfuerzos. Su fracaso es inevitable, sencillamente
está en la naturaleza de las cosas. Solo es necesario interpretar el fracaso correctamente.
Si creemos en la eficacia de los esfuerzos de entrenamiento, atribuiremos su
fracaso a todo tipo de cosas, a faltas propias o condiciones externas, pero nunca a la
ineficacia del entrenamiento en sí. Pero si comprendemos la ineficacia sin impedirnos
hacer el esfuerzo, poco a poco lo trascenderemos. El despertar no es la corona del éxito
definitivo, sino del fracaso definitivo.
Tenemos que descubrir por nosotros mismos que todos los caminos terminan
en un impasse. Debemos seguirlos con la comprensión teórica de que no llevan a ningún
lado. Nuestra verdadera naturaleza no es el logro de estados espectaculares; no consiste
más que en ser uno con nuestro caballo; entonces, el más mínimo gesto que hagamos,
por banal que sea, participará de la realidad.
Al exponer la lucha oculta que hay cuando nos creemos en paz, la infelicidad
oculta cuando nos creemos felices, el peligro oculto cuando nos creemos seguros, y las
preguntas sin respuesta cuando creemos saber la verdad, llegamos a desesperar una y
otra vez de todas nuestras soluciones, a percibir una y otra vez la futilidad de cada
supuesto logro. Es paradójico que cuanto más claro vemos la naturaleza inevitable de
nuestros fracasos, menos nos tocan. Aunque la vida antes del despertar sea un camino
de un fracaso a otro, cada fracaso bien comprendido nos deja más livianos, con menos
carga. Debemos comprender que el problema de la felicidad es insoluble.
Superficialmente, esta visión es de un profundo pesimismo. Se relaciona con la
visión de Schopenhauer del hombre como un burro siguiendo la zanahoria, que el
conductor sostiene delante de él. Por más rápido que galope, el burro jamás alcanza la
zanahoria y no se da cuenta de que es su propio galopar lo que la lleva hacia adelante.
En lugar de esta imagen, Benoit usa las metáforas de un hombre que corre en el lugar
y de un hombre que corre para alcanzar su propio centro de gravedad. Pero también
habla sin metáforas, en términos más psicológicos.
Sostiene que cada uno de nosotros desea no solo existir sino también ser; es
decir, queremos vivir una vida con significado, no solo vegetar. A veces, estamos
dispuestos incluso a sacrificar la existencia, la vida, en nombre del ser, de lo que ha dado
significado a nuestra vida. Sin esperanza de una vida con significado, se considera el
suicidio. Pero la existencia es el substrato de este ser. Par ser, primero hay que existir.
Benoit cree que en la concepción de “ser” hay una intuición correcta de nuestra
identidad fundamental con el Absoluto, una nostalgia de la reunión con nuestro
verdadero Centro. Pero al principio no lo comprendemos; creemos que buscamos la
felicidad, que llamamos con diferentes nombres según los diferentes gustos: paz mental,
madurez, vida significativa, etc. Experimentamos sin cesar con la esperanza de hallar
el estado perfecto y esta experimentación, este probar, es la experiencia. De hecho
estamos probando diversos estados para ver cuál es el estado perfecto que buscamos.
Por eso en toda experiencia hay un juicio, positivo o negativo, según evaluemos que la
experiencia nos acerca o nos aleja de la perfecta felicidad. Si nos acerca, juzgamos que
este objeto, persona o situación debe ser; si nos aleja, juzgamos que no debe ser. En la
metáfora del juicio, la experiencia es el juez que decide si un aspecto particular del juicio
habla a favor o en contra de nosotros.

193
Se supone que nuestro deseo de experimentar nos llevará a experimentar con
nuevos aspectos del mundo para hallar un estado perfecto, pero de hecho nuestro estado
imperfecto continúa repitiéndose con monotonía. Reclamamos con insistencia que el
contacto con el mundo nos afirme por completo, pero nunca es el caso. El mundo
siempre niega a la vez que afirma. Con una inercia así en el mundo físico de los objetos,
insistimos en nuestro reclamo, esperando una y otra vez que los aspectos negativos del
mundo desaparezcan; y una y otra vez no lo hacen; así que en esencia, nuestra
experiencia es siempre más de lo mismo.
Para comprender realmente la búsqueda de la felicidad deberíamos estar con
una atención expectante, deberíamos esperar con paciencia ardiente; pero nos atraen
visiones del mundo centradas en nosotros, y las deseamos. Si no logramos imaginar que
el mundo nos favorece, imaginamos que nos aplasta. La idea insoportable es la de su
indiferencia, su existencia independiente de nosotros. La imaginación conjura una
variedad de compensaciones que nos salvan de la neurosis, como el trabajo, el arte, el
amor, la familia, los amigos, etc. Cuando vivimos con estas cosas y nuestras emociones
están ligadas con fuerza a ellas, es difícil pensar que podría haber otra manera de vivir.
No aceptaremos soltar estas preciosas compensaciones y las emociones ligadas a ellas
mientras pensemos que no hay nada mejor.
Tenemos la idea de que la luz y el movimiento se identifican con el ser, y la
oscuridad y la inmovilidad con el no-ser. Nos gustaría tener tanto luz como movimiento,
pero si tenemos que elegir entre ambas, elegimos el movimiento. Por ejemplo, el
masoquista elije el dolor por sobre la falta de sensación, el niño prefiere un reto a ser
ignorado. Al parecer, tememos la inmovilidad por sobre todas las cosas. Cuando somos
felices, reclamamos aun más felicidad; es decir, movimiento, cambio; y así, las alegrías
colapsan. El prejuicio humano contra la inmovilidad es un error que engendra toda su
miseria. Solo puede liberarse al comprender que no hay motivo para temer la
inmovilidad. Esta comprensión no implica darle la espalda a lo que uno está haciendo,
o cambiar nuestra vida de modo programático; significa solo recordar que toda
esperanza es absurda. El hombre semeja una oruga que puede transformarse en
mariposa solo si pasa por la etapa de la crisálida. La oruga se arrastra por el suelo; no
puede volar, pero al menos se mueve. Comparada con arrastrarse, la inmovilidad del
capullo parece horrible. La agitación emocional, sea por alegría o por sufrimiento, es
como el arrastrarse de la oruga. El hombre no conoce nada mejor y con buena
imaginación logra pensar que está volando. Solo cuando ve que está claramente pegado
a la tierra por más energía con que se arrastre, por más vigor con que se retuerza, solo
entonces acepta por propia voluntad la muerte temporal de la crisálida para emerger
como mariposa.
Si el hombre naciera con un intelecto totalmente desarrollado, comprendería
desde el inicio que movilidad e inmovilidad, vida y muerte, integración y
desintegración, son iguales y complementarias. Entonces, acataría la naturaleza de las
cosas, la propia muerte como la propia vida, y viviría sin apego, aceptando el fracaso
final en la muerte, deseando todo lo que sucede. Su vida no sería un conflicto dramático
bajo la espada de Damocles, a la espera de un final feliz pero consciente de que un día
la espada caerá. Pero como el intelecto no aparece totalmente desarrollado desde el

194
inicio, el ser humano descubre las ideas de vida y muerte antes de poder conciliarlas;
cree que debe elegir una y rechazar la otra, que es una de dos. Mientras rechace la
muerte no podrá realizar la síntesis. Su nostalgia del Absoluto se traduce en una
nostalgia de la vida, lo que conlleva un rechazo de la muerte, dramáticamente
representada por el “No” de Satanás que se alzó contra el orden divino.
El crecimiento del intelecto humano se puede simbolizar con una limadura de
hierro suspendida entre dos imanes. En la infancia, las caras de ambos imanes están
aisladas de modo que la limadura cuelga libre entre ellos. Poco a poco, se retira la capa
aislante de uno de los imanes y la limadura se pega a él. Esta fase representa el
aprendizaje del lenguaje, de las ideas generales y la lógica, de la capacidad de percibir
según una perspectiva de sujeto y objeto; en otras palabras, el intelecto maduro. Es la
etapa en la que se halla la mayoría de las personas. Hemos destapado la mitad de
nuestras capacidades; controlamos la poderosa herramienta de la razón, pero nos
sentimos esclavizados. La limadura no cuelga libre; está forzada a pegarse contra un
lado de nuestro ser. En otras palabras, nos aferramos al tipo de sentido y significado
que la consciencia adulta nos dice que es razonable. Cuanto más nos esforzamos en esta
dirección, más dolorosa y frustrante es la presión. Mientras el otro imán permanezca
aislado, habremos destapado solo la mitad de nuestras capacidades mentales. Al quitar
la capa aislante del primer imán hemos creado el mundo verbal, hemos aprendido a
usar lo que Benoit llama el lenguaje convergente: nuestro lenguaje ordinario con su
estructura lógica sintáctica y sus significados de comprensión general.
Usar este lenguaje nos ha llevado a creer que su sentido es idéntico a la realidad,
y estamos profundamente apegados a esta creencia. Incluso si logramos trascender el
apego al poder, la fama, los bienes materiales, otras personas, etc, permanece la
tendencia a aferrarnos al significado verbal como algo real. Idolatramos el sentido y la
armonía relativos del cosmos tal como lo concebimos y rechazamos su sinsentido y
desarmonía relativos. Nuestra nostalgia por la Única Verdad se traduce en la idea de
que deberíamos tener un conocimiento explícito, expresable, que nos dé la clave de la
Verdad. No nos damos cuenta de que la raíz de nuestra infelicidad yace en nuestro
apego al lenguaje convergente. Estamos tan convencidos de que nuestros problemas
parten del mundo real que no podemos concebir que partan de un mundo verbal que
tomamos como real. Pensamos que las palabras son herramientas para designar cosas
y no vemos que crean el mundo en el que vivimos. Lo lamentable, desde el punto de
vista del desarrollo total, no es que la mente funcione así, sino que funcione así de
manera exclusiva.
En la tercera parte de Soltar, Benoit describe una técnica, que estaba probando
en aquel momento, para intentar superar el apego exclusivo al lenguaje convergente.
Esta consistía en practicar la escritura del “lenguaje divergente”, es decir palabras que
se seguían unas a otras con sintáxis normal pero sin ningún sentido; por ejemplo: “Las
cocineras traicionan serpientes”. Luego abandonó esta técnica por resultarle ineficaz.
Sin embargo, continúa experimentando con técnicas para desarrollar la “otra mitad”
de la mente de modo que pueda tener lugar la síntesis final.
El trabajo interior que hay que hacer para salir del cautiverio no es un trabajo
en el sentido corriente; es una relajación, pero no es fácil. De hecho, es extremadamente

195
laborioso. La paz se obtiene solo tras una vigorosa batalla no contra nuestras faltas sino
contra nuestra inercia. Debemos evitar la trampa de pensar que nos ayudará ir por la
vida como un sonámbulo; deberíamos, en cambio, ir por la vida como un hombre que
ama a una mujer. Cada mañana, se despide de ella y pareciera que la olvida mientras
se pone a hacer sus tareas cotidianas; pero cuando regresa se da cuenta de que en un
“segundo estado” permaneció siempre con ella. A medida que evoluciona este segundo
estado, somos más capaces de descontraer el agarre y desasirnos del mundo de palabras.
Benoit ve todo el trabajo preparatorio hacia el satori como un descenso. El
despertar nos sorprenderá cuando hayamos tocado fondo y agotado todos los recursos
de nuestro ser. No puede suceder gradualmente pues no se trata de adquirir algo que
no estuviera ya. No se puede obtener esforzándose ni intentando dejar de esforzarse.
Sin embargo, una evolución gradual precede su irrupción; en el transcurso, nos
volvemos más sabios y se alivia nuestra angustia. Esta evolución es como la destilación
gradual de materiales sutiles a partir de materiales brutos. Cuando se destila alcohol de
una fruta, no se la destruye: se la transforma. A medida que progresamos en esta
dirección, el amor propio se va volviendo menos grosero, más sutil. La pesadilla de la
vida se vuelve un sueño ligero. Aun así, hasta el último momento, no estamos despiertos.
Benoit cuenta una vieja historia de un zorro que quiere deshacerse de sus pulgas,
entonces toma un trozo de musgo con el hocico y empieza a sumergirse en el río. Las
pulgas escapan de la cola sumergida, suben por el lomo, el cuello, la cabeza y el hocico.
Hasta el momento en que está sumergido por completo, el zorro no ha perdido ni una
sola pulga. Pero al final están todas concentradas en un pequeño punto, de modo que
pueden desaparecer enseguida. En el último instante, saltan al musgo; el zorro lo suelta
al sumergirse y queda, al fin, totalmente libre.

196
BIBLIOGRAFÍA DE HUBERT BENOIT

Obras
- Métaphysique et psychanalyse: essais sur le problème de la réalisation de l’homme, L’imprimerie
Mazarine, Paris, 1949.
- De l’amour: psychologie de la vie affective et sexuelle, Le Courrier du Livre, Paris, 1951;
1964.
- La doctrine suprême (vol.1): réflexions sur le Bouddhisme Zen, Le Cercle du Livre,
Montrouge, 1951.
- La doctrine suprême (vol.2): études psychologiques selon la pensée Zen, Le Cercle du Livre,
Montrouge, 1952.
- Lâcher prise: théorie et pratique du détachement selon le Zen, Paris, La Colombe, 1954.
- De la réalisation interieure. Paris, Le Courrier du Livre, 1979; 1984.

Artículos
- “Introduction a Huang Po”, en Le mental cosmique selon la doctrine de Huang Po, par le
maitre Hsi Yun, Adyar, Paris, 1951.
- “Paroles d’Hubert Benoit 1970-1975”, transcripción de conversaciones con
Laurent Huguet, en http://parolesdhubertbenoit.blogspot.com, 2011.

Traducciones
- Deutsch, Helene. La psychologie des femmes: étude psychanalytique (2 volumes), Presses
Universitaires de France, 1949.
- Suzuki, D.T. Le non-mental selon la pensée zen, Le Cercle du Livre, Paris, 1952.

En traducción
Al inglés
- “Notes in Regard to a Technique of Timeless Realization”, translated by Aldous
Huxley, Vedanta and the West, March–April 1950.
- The Many Faces of Love, translated by Philippe Auguste Mairet, Routledge & Kegan
Paul, London, 1955.
- The Supreme Doctrine, translated by Terence Gray (Wei Wu Wei), Routledge &
Kegan Paul, London, 1955; 1998.
- “Buddha and the Intuition of the Universal”, The Hibbert Journal LVII, January
1959.
- Let Go! Theory and Practice of Detachment according to Zen, translated by Albert W. Low,
George Allen & Unwin, London, 1962.
- The Interior Realization. Translated by John Fitzsimmons Mahoney, Maine, Samuel
Weiser, 1987.
- The Light of Zen in the West, incorporating The Supreme Doctrine and The Realization of the
Self. Translated by Graham Rooth, Eastbourne, Sussex Academic Press, 2008.

197
- Self-Realization: And the Journey Beyond Ego. Translated by Graham Rooth, Amazon
ebook, 2015.

Al español
- La doctrina suprema, Ediciones Mundonuevo, Buenos Aires, 1961.
- La doctrina suprema: el Zen y la psicología de la transformación, Troquel: Estaciones, Buenos
Aires, 2001.
- La realización interior, traducción de Inés Frid, Ediciones Málista, Colonia del
Sacramento, 2014.
- “Palabras de Hubert Benoit”, traducción de Diego Zeziola, inédito, 2016.
- Soltar: teoría y práctica del desapego según el zen, traducción de Diego Zeziola, Barcelona,
2019.

Artículos sobre su obra


- Byers, Bill. “La Doctrine Suprême”, Zen Gong, vol 5.1: 10–12, Avril 1966.
- Hart, Joseph. “The Zen of Hubert Benoit”, The Journal of Transpersonal
Psychology, 2: 141–167, 1970.
- Rioch, Margaret J. “The Work of Dr Hubert Benoit”, Theoria to Theory, 4: 43–
58, 1970.
- Pierson, John H.G. “Hubert Benoit's Reasoned Formulation of Zen”, London,
Research Publishing Co, 1975.
- “Who was Hubert Benoit?”, en http://www.selfdiscoveryportal.com/bzbio.htm,
2000-2019.

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