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INOCENTE

Antonio despertó con la mente embotada a consecuencia de la mala noche que pasó en su primer

día en la cárcel. De hecho, creía que todo había sido un mal sueño o quizá una pesadilla. Era

imposible que le sucediera algo así porque nunca le había causado mal a nadie.

Al tratar de incorporarse de su camastro sintió ardor en las muñecas, fue entonces que la cruda

realidad le cayó como un cubo de agua fría, las molestias en sus muñecas eran el resultado de las

esposas que los policías le habían colocado sin ningún miramiento durante su captura.

Recordó igualmente, la manera en que lo habían detenido en el ingenio azucarero de Natá, donde

trabajaba con su padre de sol a sol para la zafra de la caña de azúcar. Dos policías se le acercaron

delante de su padre y otros jornaleros que estaban en ese momento allí y lo llamaron por su

nombre completo: Antonio Encarnación Gómez Atencio.

Antonio asombrado, apenas pudo balbucear que era él, que ese era su nombre, porque los policías

se le abalanzaron para ponerlo boca abajo en el piso y colocarle las esposas.

El padre de Antonio trató de intervenir para defender a su hijo, pero todo fue inútil, ya los agentes

lo habían introducido en el vehículo policial y lo único que le dijeron es que el muchacho estaba

acusado de intento de homicidio.

Antonio era un joven de uno de esos campos de la provincia de Herrera, tan olvidado de la mano

de Dios y tan metido monte adentro, que prácticamente no figuraba en el mapa. En ese lugar sus

padres poseían una pequeña parcela de terreno con sembradíos de yuca, ñame, guandú y algunas

hortalizas. No obstante, esto no daba suficiente dinero para mantener a una familia tan numerosa,

compuesta de al menos diez miembros, por lo que el padre decidió irse a Natá para tratar de

22 conseguir trabajo en el ingenio azucarero y tuvo mucha suerte porque obtuvo el empleo.
Antonio era el mayor de sus hermanos, pero nunca fue un estudiante aventajado porque prefería

las fiestas y cualquier clase de jolgorio que lo alejase del aula escolar. A cualquier hora del día se

le podía encontrar en el río o encaramado en los árboles de mango, naranja o mamón recogiendo

sus deliciosos frutos para posteriormente venderlos en el mercadito del pueblo.

El padre por temor a que su hijo se echara a perder, se lo llevó a Natá para que lo ayudara como

peón en la cosecha de la caña. Esa fue una muy buena medida porque el joven pareció tomar

conciencia de las responsabilidades laborales y puso todo su empeño en sacar pecho y tirar para

adelante.

Antonio tenía gran cantidad de primos y primas que residían en la Panamá y a pesar de la

distancia, seguían tratándose casi como hermanos debido a la cercanía que tuvieron durante su

niñez, compartiendo juegos y travesuras. Uno de esos primos lo invitó a venir a la ciudad porque

iban a celebrar el cumpleaños de Alfredo, su hermano mayor.

Muy contento Antonio se vino a la capital para conmemorar tan importante ocasión en compañía

de sus queridos primos. Ya en la fiesta y un poco achispado por los traguitos de ron que había

ingerido, comenzó a molestar a su prima Patricia, con quien siempre se había chanceado.

La joven trató de evitar sus bromas y piropos, pero Antonio proseguía, incluso le llegó a palmear

uno de sus muslos. Para su infortunio, no se había percatado de las miradas iracundas que le

lanzaba el marido de la joven, que por cierto tenía una contextura muy robusta.

En un momento de la fiesta, Antonio tuvo que ir al baño para atender una necesidad biológica.

Ya de regreso, súbitamente sintió un porrazo en la espalda, lloviéndole a continuación una

andanada de golpes que casi lo dejó inconsciente. Era el esposo de Patricia que con los tragos
que tenía encima más los celos que lo corroían, no pudo contener la ira y agredió al joven de

manera salvaje.

Con el ruido de los muebles que eran apartados de su sitio violentamente y los gritos de Antonio,

los primos corrieron al lugar de la trifulca para tratar entre todos de contener al pendenciero.

Pero debido a su increíble musculatura ninguno era capaz de dejarlo fuera de combate, él seguía

tirando puñetes a diestra y siniestra.

Alfredo el cumpleañero, ya fuera de sí por los golpes que recibía del iracundo peleador, sin

pensarlo siquiera, sacó un puñal y se lo clavó en el abdomen al hombre, quien cayó en el piso con

un grito de dolor por la herida de la que manaba sangre profusamente.

En ese momento, el mundo pareció detenerse para todos los presentes, nadie atinaba a hacer

nada. Pasados unos instantes, Patricia, la mujer del herido, fue la que reaccionó primero y

rápidamente llamó a la ambulancia y posteriormente a la policía.

El herido fue trasladado en la ambulancia y por supuesto la policía llegó haciendo las preguntas

habituales en estos casos. Cuestionamientos que los llevaron al actor de este acto punible,

Alfredo el cumpleañero.

El joven fue esposado y conducido a un puesto de policía para iniciar las investigaciones

pertinentes. Mientras tanto Antonio recibía atención médica en un hospital por los fuertes golpes

que tenía en su anatomía.

Antonio fue curado y luego evaluado por los doctores, que determinaron que ya estaba fuera de

peligro y procedieron entonces a darle de alta unas cuantas horas después de su ingreso al

hospital.
El joven, a pesar de estar muy preocupado por la suerte de su primo, que aún seguía detenido,

tuvo que regresar a Natá para cumplir con su trabajo. Sin embargo, se mantenía atento a las

noticias del proceso que se llevaba a cabo en la ciudad.

Meses después recibió una llamada en la que le daban la buena nueva de que su primo ya estaba

libre puesto que había sido declarado inocente por un jurado de conciencia que determinó que las

pruebas indicaban que el intento de homicidio en contra del esposo de Patricia fue por defender

su integridad física y la de sus familiares. Esta noticia fue recibida con gran alegría por Antonio,

ya que se había sentido culpable de los acontecimientos que tuvieron lugar en aquella fiesta.

Luego de que las aguas volvieron a su nivel, Antonio continuo con su vida y su trabajo de la

misma manera de siempre, sin acordarse para nada de aquel asunto engorroso. Seguía siendo un

muchacho alegre y trabajador, que de vez en cuando asistía a bailes en el pueblo y compartía con

sus amistades.

Hasta que cuatro años después nos lo volvemos a encontrar en una celda del centro penal La

Joya, en la ciudad de Panamá.

Por cuestiones que solo el sistema judicial de nuestro país puede entender, el joven fue acusado

por su prima Patricia de participar en el intento de homicidio de su esposo. Como es lógico

suponer, Antonio nunca se enteró de esta denuncia, por lo que, al no acudir a la citación, se dio

por hecho que se había fugado.

Es aquí donde comienza todo este embrollo judicial de injusticia y dudosa interpretación de la

ley.
Antonio con la desesperación de saberse inocente, languidecía día a día en el centro penal. Sentía

en carne propia la impotencia de los que no tienen voz para ser escuchados, ni dinero para

comprar privilegios ni comodidades.

La vida en la cárcel es tan difícil para los débiles y desfavorecidos, a nadie le interesan, nadie se

conmueve porque en ese lugar se pierde la dignidad y la humanidad. La mayoría de los

funcionarios se vuelven autómatas del sistema, para quienes estos seres desdichados solo

representan un número más.

El joven infinidad de veces trató de hacerse entender explicando que él ni siquiera agredió a

aquel hombre, más bien era todo lo contrario. Su único pecado fue tomarse unos tragos y vacilar

a su prima como siempre lo había hecho. Pero nadie parecía prestarles atención a sus palabras.

En los meses que estuvo privado de libertad, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no caer

en la tentación de unirse a las bandas de malhechores que abundan en los penales. Muchas veces

estos hombres inescrupulosos intentaron pervertirlo de diversas maneras, sabiéndose en ventaja

por la juventud e ingenuidad del muchacho. No obstante, su familia, a pesar de la pobreza, le

había dado bases morales sólidas, que finalmente se llevaron la victoria en esta ardua batalla que

casi se puede decir era por su alma.

Su padre nunca lo abandonó a su suerte, estuvo con él presente en todo momento que podía y en

la distancia trataba de encontrar la forma de ayudarlo. Fue así como logró que le nombraran un

abogado de oficio, que por lo menos hizo que se le acelerara el proceso para su juicio.

La ayuda a veces nos llega de los lugares más inesperados. El padre de Antonio, por mérito

propio había sido ascendido a capataz en el ingenio azucarero. Era un empleado de confianza por

22 los años de servicio en la empresa y la honestidad demostrada en todo momento. Los directivos
al enterarse de las vicisitudes que estaba confrontando por la privación de libertad de su hijo, le

ofrecieron ayuda.

La ayuda consistió en poner a sus órdenes al abogado de la compañía, quien enseguida se interesó

por el caso, por considerar que el sistema judicial había cometido un fallo atroz. Estudio todas

las aristas legales para determinar cuál era la mejor forma de presentar su defensa. También se

informó que, si el muchacho era encontrado culpable, la pena para este supuesto delito era de

diez años aproximadamente.

Con todas las pruebas muy claras en su mente y después de haber entrevistado al joven para

conocer su versión de los hechos, estaba ya más que preparado para el día del juicio.

El día del juicio llegó, después de que Antonio había estado en el centro penal por más de ocho

meses. Se presentó a la sala donde se le iba a juzgar con esposas y grilletes en las piernas. Dos

policías lo custodiaban.

Los argumentos de la fiscalía, la parte acusadora, eran demasiado absurdos, como sacados de

debajo de la manga. La abogada comenzó explicando como acaecieron los hechos, dando a

entender en todo momento que el joven había propiciado el altercado por ser un camorrista

irresponsable y borracho. Insistió en que su comportamiento con su prima fue lascivo e

irrespetuoso y que el jurado debía ponerse en el lugar de la víctima.

Mientras tanto Antonio, allí sentado en la silla, no hacía más que orar, pidiéndole a Dios que se le

hiciera justicia y su padre que también estaba presente trataba de infundirle fortaleza a su hijo con

la mirada.

El abogado de Antonio comenzó su defensa indicando la forma ilógica en que se había llevado a

22 cabo todo el proceso, ya que la persona que utilizó el puñal para herir a la víctima había resultado
inocente en su juicio, mientras que su defendido, quien había sido en cierta forma también

víctima por los golpes que recibió, estaba allí a punto de ser enviado de forma permanente a

podrirse en una cárcel sin haber siquiera participado en la pelea que trajo como consecuencia la

acción criminal.

Igualmente, aportó una información que aclaró un poco más al jurado el hecho de que la víctima

era un hombre muy violento, porque al parecer meses después éste había tenido un altercado con

otras personas, producto del cual fue asesinado.

Finalmente, luego de toda la presentación de los hechos, el jurado pasó a deliberar. La

deliberación solo les tomó quince minutos y por decisión unánime Antonio fue declarado

inocente.

El joven miró al cielo e hizo un signo de agradecimiento. Su papá feliz lo abrazó.

Suponemos que Antonio es ahora un muchacho feliz y agradecido allá en su campito y quizás es

muy probable que no quiera volver a saber de fiestas, ni de echarle bromas a mujeres

comprometidas.

Esta historia tuvo un final feliz, pero si nos ponemos a meditar sobre las personas que

languidecen en las cárceles de nuestro país a la espera de que alguien se tome la molestia de

revisar sus expedientes y trate de enmendar los posibles exabruptos que muchas veces el sistema

judicial comete por error u omisión, tal vez no terminaríamos de asombrarnos.

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