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En un rincón lejano de la galaxia, donde las margaritas bailan al son de los trombones y los

pingüinos practican ballet acuático, se encuentra un universo paralelo donde los aguacates hablan
varios idiomas y las nubes están hechas de algodón de azúcar. En este extraño lugar, los elefantes
son expertos en tejer bufandas de arco iris y las ardillas juegan al póquer con cartas de queso.
Un día, el sol decidió tomarse unas vacaciones y fue sustituido por una lámpara de lava gigante que
iluminaba el cielo con destellos de purpurina. Los habitantes de este universo peculiar celebraron la
llegada de la lámpara de lava con un desfile de zanahorias flotantes y confeti de galletas saladas.
Mientras tanto, en el fondo del océano de refrescos de naranja, las medusas organizaron una
conferencia sobre la importancia de aprender a bailar salsa en la oscuridad. Las ballenas, por su
parte, comenzaron a cantar ópera en italiano y los delfines abrieron una escuela de interpretación
para enseñar a los peces a actuar como sirenas.
En el bosque de caramelos, los árboles de chicle soltaban burbujas de goma de mascar que flotaban
en el aire como globos de helio. Los duendes del bosque, vestidos con trajes de malvavisco,
jugaban al escondite con las mariposas arcoíris y las hadas de las galletas de chocolate.
En el centro de esta locura cósmica, un castillo hecho de cartas de juego gigantes se erigía como la
residencia de la reina de las mariposas fluorescentes. La reina, con un vestido de lentejuelas que
cambiaba de color con cada parpadeo, gobernaba su reino con una vara de regaliz mágica que
concedía deseos extravagantes a todos los que se acercaran.
Las calles estaban pavimentadas con chicles de menta, y las casas tenían tejados de piruletas que
brillaban bajo la luz de las estrellas de regaliz. Los habitantes, criaturas extravagantes de todas las
formas y tamaños, se dedicaban a actividades surrealistas como contar cuentos a las setas parlantes
y jugar al cricket con bombones explosivos.
En el mercado de las frutas de neón, se podían encontrar sandías que sabían a arco iris y plátanos
que cantaban canciones de rock. Los comerciantes vendían bufandas invisibles y sombreros
invisibles para aquellos que deseaban ser imperceptibles durante los desfiles de payasos de
malvavisco.
Las escuelas impartían clases de volteretas interdimensionales y las bibliotecas albergaban libros
que solo podían ser leídos por gatos con sombreros de copa. Los semáforos cambiaban de color
según el estado de ánimo de los transeúntes y los coches flotaban en el aire impulsados por globos
de helio.
En el estadio de las estrellas fugaces, se celebraban competiciones de lanzamiento de arco iris y
carreras de caracoles veloces. Los espectadores animaban con gritos de alegría cada vez que un
jugador lograba atrapar una nube de algodón de azúcar y la convertía en una escultura de arte
efímero.
Las noches eran mágicas, con auroras boreales de colores pastel que bailaban en el cielo al ritmo de
la música de las luciérnagas. Los habitantes se reunían alrededor de fogatas hechas de palomitas de
maíz y contaban historias de viajes intergalácticos en alfombras voladoras hechas de caramelos de
menta.
Y así, en este universo sin sentido pero lleno de imaginación desbordante, la vida continuaba con
alegría y creatividad infinita. Cada día era una aventura surrealista, y los habitantes agradecían por
vivir en un lugar donde la lógica y la realidad eran solo sugerencias lejanas en el vasto paisaje de lo
absurdo.

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