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DESCONEXIÓN_

Fontenla, Agustín
Desconexión / Agustín Fontenla. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Agustín Fontenla, 2023.
178 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-631-00-1923-9

1. Literatura. I. Título.
CDD A863

© 2023, Agustín Fontenla.

Ilustración de tapa: Juan Ignacio Angera.


Diseño de interiores: Cooperativa de Trabajo El Zócalo Ltda.

Impreso en Rusia por Polygraph-zashchita SPb.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.


Libro de edición argentina.

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproduc-


ción total, ni parcial, de este libro; ni la recopilación en un sistema
informático; ni en otro sistema mecánico, fotocopias (u otros
medios) sin la autorización previa y por escrito del propietario de
los derechos de autor.
AGUSTÍN FONTENLA

DES
CO
NE
XIÓN_
La dominación espectacular ha logrado criar una generación sometida
a sus leyes.
Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo.

Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le


oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive.
Albert Camus, El mito de Sísifo.
UNO_

El plan era dedicar el resto de la tarde a una maratón de


PlayStation. Sin embargo, cuando bajé del Uber en Palermo,
fui testigo de un episodio de violencia que impactó en mi
frágil estado de ánimo y alteró mis planes.
El algoritmo de uno de los locales autónomos de Mercado
Libre estaba descompuesto, y la selección de productos —que
debía basarse en las redes sociales de los consumidores— erra-
ba por todos lados. Como resultado, los clientes increparon a
un agente de seguridad (el único ser de carne y hueso que
respondía por los intereses de la compañía), y unos minutos
después prendieron fuego las góndolas.
El episodio no era muy distinto a otros que venían ocurrien-
do en la ciudad y en toda Buenos Aires durante los últimos me-
ses. La diferencia era que esta vez lo había presenciado in situ,
y no visto en la pantalla de mi teléfono o de la computadora,
acompañado de la mueca o el comentario de algún periodista.
Cuando llegué a mi departamento no pensaba en abso-
luto que esa misma noche subiría al auto y dejaría por fin la
ciudad de Buenos Aires. Es cierto que mi cuadro mental era
delicado, y no resultaba para nada descabellado que pudiera
tomar decisiones intempestivas.

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La verdad es que no venía bien de la cabeza. En las últimas
semanas los ataques de pánico habían dejado lugar a una pri-
mera manifestación exterior: un titilar nervioso en las venas
que atraviesan el párpado inferior del ojo derecho. En general
no era perceptible para el resto, pero sí era muy molesto para
mí, y en ocasiones agravaba el cuadro de ansiedad.
Hacía meses que meditaba la posibilidad de cerrar el de-
partamento y mudarme al interior. Estaba convencido de que
la violencia reinante en el AMBA estaba entre las principales
causas de mi crisis nerviosa. Si Laura —mi exnovia y a quien
le debía mi trabajo como diseñador en el Ministerio de Infor-
mación— no hubiera continuado suministrándome las siete
dosis semanales de Alplax, el escenario hubiese sido aún peor.
La cuestión es que no contaba con muchas alternativas
para dejar la ciudad. La única más o menos realista era irme
a Catamarca, donde un excompañero de trabajo era ministro
en el gobierno provincial, y varias veces me había tentado
con promesas de casa, laburo rentable y la tranquilidad tan
publicitada del interior.
Como fuera, mis planes para esa tarde eran otros. Había ima-
ginado unas horas de gaming, una cena de pollo recalentado con
puré, y un descenso lento y progresivo al insomnio diario entre
cervezas Grolsch que, con suerte, iba a permitirme cumplir con
las piezas que el Ministro me había encargado esa mañana.
Después de dar vueltas entre los muebles de mi dos ambientes
sin decidirme qué hacer, abrí la Mac sobre la mesa del comedor, y
comencé a transcribir las notas que había tomado en la reunión.
Sin embargo, no dejaba pasar un minuto sin chequear Tik Tok.
Estaba ansioso por ver la cobertura que algún streamer o canal de
tevé habría hecho de la destrucción del local de Mercado Libre.

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Pasé un buen rato actualizando el feed semiconsciente de
mi pérdida de tiempo, hasta que una notificación de “trans-
misión en vivo” saltó sobre mis ojos. Le di click y, tras unos
segundos con la imagen congelada, un hombre de unos cin-
cuenta años junto a otras personas de edad variada apareció
en cámara patoteando a un grupo de jóvenes que defendía la
inclusión de chips de Inteligencia Artificial en humanos en
una plaza de la ciudad.
En un arrebato, y con el párpado derecho fuera de sí, cerré
la transmisión de Tik Tok y fui a mi habitación a buscar la
valija que guardaba en el armario.
Después de semanas de darle vueltas, decidí que el cli-
ma social no daba para más; que nadie estaba a salvo y era
cuestión de días para que cualquier ciudadano, más allá de su
orientación política o gusto personal, fuera víctima de un lin-
chamiento público. Estaba claro: era el paso siguiente de las
expresiones de furia contra comercios o edificios del gobierno
de los últimos meses.
No había visto ni una imagen de Catamarca en mi vida, y
tampoco conocía a más gente catamarqueña que a mi amigo.
Aunque él la presentaba como un paraíso secreto del noroes-
te, Catamarca nunca había despertado mi curiosidad. Sabía
que tenía montañas, eso sí, y un viento que mi amigo insul-
taba casi cada vez que me llamaba (“perdón, el zonda se cuela
hasta en el teléfono”).
La gente del interior es más tranquila y menos agresiva,
eso había escuchado… Catamarca podía ser el entorno ideal
para recuperar mi estabilidad emocional, pensé antes de co-
menzar a guardar unas pocas prendas en la valija.

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DOS_

Salí unos minutos después de las cinco y media, cuando el


sol apenas asomaba al fondo del río. La avenida Del
Libertador estaba despejada, sólo algunos autos y taxis
circulaban a esa hora... subí a la avenida Cantilo para tomar
Panamericana, y desde ahí a la autopista que unía Buenos
Aires con Rosario, y Rosario con Córdoba.
El paisaje en la Panamericana era el de siempre. El flujo
constante de autos en una dirección y en otra, con algunos
camiones y colectivos interurbanos haciendo su entrada a
la Capital. Hacia el interior, en el entramado de calles que
se abren al otro lado de la General Paz, el monstruo social
empezaba a desperezarse.
Era un verdadero enigma que el Conurbano no hubiera
invadido la Capital mucho tiempo antes, pensé mientras
dejaba entrar algo de aire por la ventana. En cualquier caso,
era un desenlace que los porteños y habitantes del primer
cordón bonaerense podían asimilar rápidamente... en los
últimos cinco o seis años habían dejado de estigmatizar esa
zona empobrecida y precaria, y se referían a ella de forma
sarcástica y pintoresca: ser baleado durante el robo de un
teléfono o una mochila en Morón, San Miguel, o Quilmes,

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era una probabilidad asumida como parte de la “aventura”
de moverse entre los límites del AMBA…
Qué más da, pensé, mientras los laterales de la Paname-
ricana empezaban, de a poco, a reemplazar las oficinas, las
industrias y las automotrices por espacios verdes y el acceso
a barrios cerrados. Pronto dejaría atrás ese territorio fallido,
me dije para darme ánimo (aunque el titilar del ojo replicaba
una batucada descontrolada).
Prendí la radio para escuchar el estado de situación de
Buenos Aires. Enganché Radio 10, justo para las noticias de
las seis de la mañana. La primera información contaba que
el Presidente había condenado los hechos de violencia en el
local de Mercado Libre, y les pedía a los dirigentes oposito-
res que participaran de la campaña electoral sin crispar aún
más los ánimos ciudadanos. La segunda, era sobre el pase a
octavos de Boca en la Copa Libertadores, celebrado hasta es-
casos minutos atrás. Por último, la locutora daba cuenta de
una efeméride que recordaba el nacimiento de un fallecido
cantante de cumbia.
No me había dado cuenta, pero ese mismo día en que
decidía huir de Buenos Aires, ocho años atrás, había tomado
la decisión de irme del país.
Mi salida vino a cuento de una compañera de facultad
que, además de ofrecerme compartir su cama, me ofreció un
trabajo en el departamento de diseño de la compañía donde
ella trabajaba.
Sin embargo, el plan no resultó como había imaginado, y
a los dos meses su jefe le dijo que la compañía se trasladaba a
Brighton (ventajas impositivas, obvio), y que sólo había lugar
para uno de los dos.

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¿Por qué no volví a la Argentina si contaba con una li-
cencia laboral en la agencia de publicidad donde trabajaba?
Realmente no lo sé. Supongo que habré sido víctima de esa
idea de convertirme en un fracasado por volver tan pronto.
Lo cierto es que a las pocas semanas me mudé a Madrid para
comenzar el trabajo que un polaco que conocí en Barcelona
me vendió como la panacea.
La tarea consistía en testear juegos para descubrir erro-
res en la interfaz, y el salario no superaba los novecientos
euros. Para Igor —así se llamaba el polaco—, los trabajos de
esta compañía eran como un Summer Camp: un lugar donde
pasarla bien durante los meses del verano y ganar algo de
dinero. Sin embargo, a los pocos días advertí que el equipo
de testers tenía en promedio treinta años, y muchos de ellos
estaban ahí por mucho más tiempo que el de una temporada
de verano.
Su sueldo, por otra parte, los condenaba a compartir pisos
detonados con personas de países de los que no habían escu-
chado hablar jamás, como Colombia, Omán o Eslovaquia, sin
opciones de trazarse un horizonte y a la caza de las ofertas
que el algoritmo de Internet ofrecía sin anuncios a las tres de
la madrugada, como comprar un pasaje a un pueblo perdido
de Albania, o un paquete de “pasta al huevo” por un euro, en
cuyos ingredientes no figuraba el huevo.
Salvo raros casos de profesionales ultra demandados por
el primer mundo como ingenieros en sistemas o científicos,
la gran mayoría de los que se iban del país volvía al cabo de
un par de años, anhelando reencontrarse con el fútbol local,
el asado a precios bajos y, quizás, el afecto de la familia y
algunos amigos.

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Mi caso no era ninguno de esos dos, y no tenía la inten-
ción, ni la capacidad, de reflexionarlo en este estado de de-
presión profunda…
Cuando dejaba atrás Rosario, el paisaje de máquinas co-
sechadoras de brillo alemán y los puestos de embutidos re-
gionales me persuadieron de permanecer una o dos noches
en las sierras cordobesas; de paso podría ir avisándole a mi
amigo, que no entendería esta salida apurada de la Capital
para llegar a Catamarca.

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TRES_

El hotel que había reservado se llamaba Cabañas Alvear y


estaba ubicado en Valle Hermoso, una urbanización lindante
con La Falda.
La calle que me conducía al complejo seguía la lógica dis-
par del ingreso a la ciudad. Al lado de una casa descuidada se
había levantado otra de piedra y madera, con una flamante
pileta en el jardín trasero.
En el ingreso predominaban las camionetas 4x4 (muy
típicas de los inversionistas del campo), mientras que en el
entramado interior se veían motos de baja cilindrada.
A simple vista no podría decirse que el lugar trans-
mitiera una paz inmediata y cautivadora. Sin embargo,
cuando me acostumbré a levantar la vista en busca de las
sierras, el sentimiento predominante fue otro: la cercanía
del entorno natural, libre de la psicosis urbana y el ruido
de Buenos Aires.
Dejé el auto en un estacionamiento exterior, un cordón de
piedras con un toldo de color verde, y me di unos segundos
de pausa antes de ir a la recepción. Iban a ser las tres de la
tarde, todavía faltaba para la caída del sol, pero el panel de
control del auto marcaba que la temperatura había bajado a

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siete grados (me pregunté si no había sido una pésima idea
alquilar una cabaña con el frío que haría a la noche).
Agarré la mochila con la Mac y otros objetos de trabajo
para bajar del auto cuando el teléfono sonó y el nombre de
Laura apareció en la pantalla. Por un segundo dudé en aten-
derle, pero el impulso culposo me llevó a responder.
—Hola...
—¿No estás en casa? Estoy acá abajo tocando el timbre
hace diez minutos…
—Nop… no estoy.
—¿Estás por acá cerca? Me escapé de la oficina, el ambien-
te estaba muy pesado y pensé en que podíamos tomar unas
birras juntos.
El tono de Laura me recordó a aquellos días atípicos
en los que desconectaba del trabajo, adoptaba una actitud
cariñosa y me hablaba de viajes por Venecia, Bali, de com-
prar un auto grande para cuando tuviéramos hijos... todas
propuestas que se esfumaban en el segundo posterior a que
reconectara con la vorágine del Ministerio o las historias en
su Instagram.
—No, no estoy, me vine a La Falda, en Córdoba…
—¡¿La Falda?! ¿Qué hacés ahí? —preguntó entre sorpren-
dida y frustrada.
—Necesitaba irme unos días de Buenos Aires, pero me tra-
je la computadora, sigo operativo —aclaré rápido.
—Me dejás helada, me había venido a verte… Estaba un
poco preocupada y necesitaba desconectar un toque. Mi jefe
piensa que esta noche puede haber algún quilombo más gra-
ve de lo normal y pensé que podíamos pasar la noche juntos.
—¿De verdad? ¿Cuán grave?

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—Sí, qué se yo. Bueno, no importa —dijo con tono seco,
como si el llamado hubiese perdido su propósito—. Me alegro
que estés ahí, descansá, mandame fotos cuando puedas. Me
voy a lo de mis viejos, hablamos más tarde.
Me despedí de ella con una extraña sensación de distan-
ciamiento, como si supiera que no íbamos a vernos durante
un buen tiempo.
El trámite en la recepción fue bastante rápido. La mujer —una
de las dueñas según me dio a entender—, fue cordial y expediti-
va, aunque un poco falsa. Contra mi prejuicio, la cabaña estaba
bien calefaccionada, y el nivel de confort (marcado por una King
Size con cuatro grandes almohadas de funda blanca) me generó
la esperanza de una noche entera de sueño reparador.
Desperté a las cinco de la mañana, después de unas doce
horas de sueño. Supongo que el estrés de la noche anterior, la
adrenalina de la huida y las horas de manejo contribuyeron
a mi descanso. El desayuno se servía desde las siete, así que
decidí quedarme en la cama leyendo las noticias.
Los temores del Ministerio de Información no se habían
hecho realidad, aunque el clima de guerra política iba esca-
lando, y esa mañana el diario La Nación llevaba en portada el
pedido de juicio político al presidente que unas horas atrás
había lanzado la líder opositora.
Página/12 había publicado una entrevista a “El Bro”, por
su flamante candidatura. Nadie lo tomaba en serio, pero
era el primer outsider verdadero de la política nacional, y
el líder de una serie de artistas del trap que había com-
prendido con inesperada claridad el potencial de atosigar
con propaganda política a los más de quince millones de
seguidores que juntaba en sus redes.

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Otra noticia que había logrado cierto rebote era la pro-
puesta de un grupo de diputados oficialistas, que impulsaba
la nacionalización de las reservas de litio del país.
El desayuno era un fraude considerando el precio de la
noche y los anuncios en Internet. El pan casero era un bodo-
que de harinas blancas y agua, apenas tostado; las mermela-
das caseras adolecían de frutas, el “exprimido de naranjas”
era una de esas imitaciones que se venden en caja, y el café
con leche era intomable; eso como contrapartida de la amplia
galería con vista a las sierras donde me servían, y el silencio
vigorizante del entorno natural.
Leí más noticias durante el desayuno buscando contra-
rrestar la abstinencia del gaming y el alcohol, que mi cerebro
había empezado a acusar. Igualmente, y para ser justo con
los artistas, los jubilados extranjeros, y los hipsters que ven-
dían las sierras cordobesas como un oasis de armonía zen,
mi ánimo había mejorado (a pesar de que el titilar de la vena
afectada debajo del ojo continuaba ahí, recordándome a cada
minuto la fragilidad de mi estado mental).
Iba a pedirle a la dueña alguna sugerencia para hacer ese día
cuando el ruido de una explosión, o de un impacto de bala más
o menos cercano, hizo tronar la calma que reinaba en la galería.
Una pareja de jóvenes miró nerviosa a los costados en
busca de explicaciones, mientras la dueña permanecía in-
móvil —con el termo cargado de ese brebaje inmundo que
llamaba café con leche en una mano.
—Algo pasó… —dijo la dueña preocupada—. Rara vez se
oye un estruendo así por acá.
—Espero que no sea algo serio —dije, pero pensaba en el
estallido que temía el jefe de Laura.

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—Vaya uno… —dijo la mujer como si se hubiera olvidado
la leche en el fuego, y se retiró adentro de la casa.
Decidí hacer un paso rápido por el baño y salí a caminar
por la zona.
Las casas reflejaban el despertar del pueblo, con algunas cor-
tinas abiertas que dejaban pasar la luz del sol matinal, y algunos
regadores mecánicos en funcionamiento sobre los jardines.
Las sierras seguían ofreciendo su armonía natural.
Después de cruzar a pie la ruta que atravesaba la ciudad y
seguir por un camino de tierra y arena fina, menos poblado
y con apenas algunas casas, encontré estacionados un patru-
llero junto a una ambulancia, y un par de autos que parecían
acompañar un operativo policial.
En el patio de una casa victoriana de dudable buen gusto
yacía un perro muerto, desangrado.
Habían cercado el jardín con una cinta policial que gritaba
“NO PASAR”.
A unos metros, dos oficiales hablaban con un hombre de
unos treinta años, pasado de peso y vestido con jean achu-
pinado, campera Uniqlo azul y zapatillas deportivas que pa-
recía reprocharles algo. El tipo señalaba el jardín de la casa
vecina, habitada pero aún en construcción, donde otro par de
policías rodeaba, a su vez, a otro treintañero (aunque este, a
diferencia del otro, atractivo) que permanecía sentado en una
silla, con las manos esposadas en la espalda.
Entendí al instante que el perro había sido del hombre de
campera Uniqlo y que, probablemente, el responsable de su
muerte fuera el tipo esposado en la casa de al lado. Observé
unos segundos la escena hasta que un hombre vestido de al-
bañil y apoyado en su bicicleta comenzó a hablarme:

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—Una familia de porteños... —dijo, como para ponerme en
tema—. El gringo le reclamó al vecino por su perro. Decía que
el pitbull se lo iba a matar.
—Ah… —dije y ajusté la mirada sobre el cadáver del perro
para confirmar la raza. En rigor, contaba con la musculatura
anabólica de los pitbulls.
—El vecino le dijo que lo tenía entrenado, que no se preo-
cupara, pero el gringo lo apuró, le juró que si llegaba a ver al
pitbull andando por su patio le iba a meter un tiro.
El albañil parecía muy seguro de lo que decía, y me pre-
gunté si no sería uno de los que trabajaba en la casa de esa
familia de “porteños”.
—Al vecino no le gustó la actitud prepotente del gringo y
ahí nomás lo durmió de un trompadón, lo dejó tirado —aclaró
el albañil—. Yo pensé que ya estaba resuelto el asunto, pero al
ratito apareció el porteño con un revolver, se metió al jardín
del otro y le disparó al perro. Ni tiempo para ladrar le dio.
—Qué locura —dije, sorprendido, y miré al hombre de
campera que seguía quejándose.
Me quedé reflexionando cómo podía ser que un conflicto
entre vecinos por la convivencia de sus mascotas derivara en
el asesinato de un animal. Este tipo de hechos violentos me
preocupaba más que el vandalismo a Mercado Libre. Me pre-
gunté si, efectivamente, no estábamos en la antesala de una
guerra civil; y si la idea de escaparme de Buenos Aires tenía
algún sentido.
Preso de un nuevo acceso de angustia, divisé de pronto
al perro que, según mostraba el escenario, había dado ori-
gen al asesinato. Era un caniche que, ajeno a lo que sucedía,
daba vueltas husmeando los pantalones de los policías lejos

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del cuidado de sus dueños. Qué ironía, pensé, la muerte del
pitbull había ocurrido en vano: a nadie parecía importarle
realmente la suerte del caniche.
Volví al complejo de cabañas.
Estaba triste y desorientado. Me alejé unos cuantos me-
tros y, cuando al fin me sentí a salvo de la mirada ajena, logré
calmarme. Recordé una charla que habíamos tenido en el
Ministerio con un integrante del consejo de asesores del pre-
sidente, Diego Sztulwark (lo recuerdo bien por ese apellido
impronunciable). Citando a un tal Hadot, un filósofo francés,
Sztulwark decía que no era fácil asumir una forma de vida. No
nace de modo espontáneo, sino que se accede a ella a través
de transformaciones y ejercicios. Es decir, no vale un simple
“voy a cambiar mi vida, voy a mudarme a otra ciudad”, como
estaba haciendo yo, y como probablemente había hecho el
gringo asesino del pitbull.
Para Sztulwark, esa transformación no podía darse si no
sucedía en un contexto de transformación colectiva, a través
del Estado. Un acceso de llanto me sorprendió. Ni el gringo ni
yo estábamos a salvo de la violencia reinante. El colapso era
imparable, pensé entre lágrimas y gimoteos.
Atravesé rápidamente la entrada del hotel. Aunque fuera
a morir abatido en cualquier rincón del país, no pensaba por
nada del mundo volver a pedir el desayuno infame de este
lugar apenas aceptable.
Recogí mis cosas y seguí camino a Catamarca.

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CUATRO_

Los últimos kilómetros antes de entrar en territorio catamar-


queño habían sido auspiciosos. La falta de uniformidad de los
cultivos, la geometría amorfa del campo, más parecida al monte,
y la diversidad de colores me sugirió que la frontera de agroquí-
micos no se extendía hacia el norte. Me obligué a creerlo, aunque
era probable que la soja ya hubiera avanzado por todo el país.
Lo que seguía —una vez traspasado el imponente arco
de adobe y piedra con la inscripción “Catamarca, un valle de
energía verde”— era más bien deprimente. Los costados de
la ruta eran extensiones ocres de arbustos y algunos pocos
árboles, todo muy seco y carente de vida.
La reacción de Miguel, mi amigo catamarqueño, al mensa-
je (“qué hacés viejo, estoy llegando a Catamarca, necesito un
lugar donde dormir, después te explico”), había sido funcio-
nal: “Dale. Mandame el número de tu patente. Pasado el se-
gundo check point dos motos de la policía te van a acompañar
hasta el estacionamiento del Hotel Ancasti, a metros de la
plaza central. Escribime cuando llegues”.
Como mi mensaje había sido práctico, no iba a cuestionar
su respuesta, ni preguntarle por qué había check points en el
ingreso a Catamarca, y por qué iba a ser escoltado por la policía.

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Como sea, el primer puesto de control apareció pasados
unos doscientos kilómetros del arco de bienvenida.
Mi primera reacción fue de sorpresa y hasta de cierto entu-
siasmo. El orden y la parafernalia del dispositivo policial eran
dignos de una potencia del primer mundo. Primero, una fila de
conos colorados que se extendía a lo largo de unos quinientos
metros, reductores de velocidad en forma de serruchos, carte-
les de velocidad eléctricos, y la presencia de dos hombres: uno
con un chaleco amarillo que daba indicaciones con una suerte
de garrote iluminado, y otro que portaba una ametralladora
reluciente, y parecía despreocupado por mi avance.
Después, tres filas de motos policiales, y dos de 4x4 con
faros encendidos sobre el techo, a cada lado de la ruta, y por
último una barrera de paso custodiada por un hombre con
chaleco amarillo y otro con ametralladora. Cerca de ellos, ha-
bía una oficina desmontable de color blanco que se elevaba
por sobre la tierra, y de cuyo techo emergía un pequeño más-
til con una bandera que, estimé, sería la de la provincia. En el
entorno, la más negra oscuridad.
Aminoré la marcha y bajé la ventanilla a la espera de dia-
logar con el hombre del chaleco amarillo, pero cuando falta-
ban unos veinte metros para alcanzar la barrera, se elevó de
forma automática.
El segundo check point era igual de imponente, pero más gran-
de y burocrático, como si la provincia recibiera una cantidad con-
siderable de personas por día. Crucé un ingreso similar al anterior,
después del cual varios hombres con chalecos amarillos me con-
dujeron hacia el estacionamiento de un edificio de dos plantas,
de una extensión de unos cien metros, junto a una estación de
servicio con un enorme cartel que decía “SÓLO ELÉCTRICOS”.

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Apenas apagué el motor del auto una mujer se acercó a
la ventanilla y dijo que me harían un “pequeño cuestionario
de rutina” antes de ingresar a la provincia, que debían asen-
tar en el sistema. Aunque no lo esperaba, respondí que bien,
por supuesto, y ella agregó que en unos minutos vendría una
compañera suya a concretar lo anunciado.
Me sentí algo extraviado, temeroso de dar un paso en
falso, como si me encontrara en otro país, con otras leyes y
costumbres; la situación era parecida a mis primeros viajes
en Europa, cuando debía atravesar el sector de Aduana en los
aeropuertos y aunque contaba con los documentos en regla
me ponía nervioso y temía algún contratiempo.
—Buenas noches señor Novak —dijo ahora una mujer
corpulenta con uniforme militar, aunque no tenía logos de
Gendarmería ni de las Fuerzas Armadas.
—Buenas noches, qué tal.
—Primero necesito tomarle una foto —dijo, y preparó un
smartphone para fotografiarme ahí mismo.
—Sí, claro —dije, ahora sí más temeroso que cuando
me enfrentaba al control de pasaporte en alguna capital
europea.
—Bien. Me han dicho que no tiene claro por cuánto tiem-
po va a quedarse en la provincia, ¿tiene alguna idea?
Con esa segunda pregunta comprendí que Miguel había
dado mis datos, y por eso la mujer sabía mi apellido.
—La verdad que no lo sé, pero quizás me quede algunos
meses, entre tres y seis.
—Entendido —dijo la mujer, que no se esforzaba en ab-
soluto por ser cordial—. Dígame, ¿tiene algún propósito su
visita a Catamarca?

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—No. No en concreto, la verdad. Vengo a visitar a un ami-
go, y quizás viva unos meses acá.
—Entendido —repitió, y siguió más cortante—; ¿qué hace
para vivir?
La pregunta me descolocó, se prestaba a muchas respuestas.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
—¿Cómo se gana el pan?
—Ahh, jaja… —me reí para intentar ser simpático— soy
diseñador gráfico freelance.
—Entendido —dijo ella otra vez—. Puede marcharse por aquí
atrás. Mis compañeros van a guiarlo al centro. Buenas noches.
—Buenas noches —dije, y me apuré a mirar en la dirección
que me había indicado para salir, donde ya esperaban dos po-
licías con sus motos encendidas.
Apenas dejé el estacionamiento los agentes motorizados
se ubicaron en los laterales, y luego, al ingresar en la ruta, se
ubicaron uno adelante y otro atrás. El que iba atrás, que podía
ver por el espejo retrovisor, me pareció asiático, por los ojos
achinados y la forma aplastada de su nariz, aunque también
podía ser un descendiente de aborígenes; tampoco sabía si en
Catamarca existía inmigración asiática o si hubo una mezcla
profunda con los originarios, nunca me interesó.
Después de atravesar unos pocos kilómetros por una ruta en
mal estado y con numerosos parches de asfalto la ciudad mostra-
ba un paisaje de viviendas precarias y comercios olvidados, y lo
primero que llamó mi atención fue un gran cartel de propaganda
política, eléctrico y animado, de estilo futurista, con una prédi-
ca algo desconcertante: “Catamarca, más que una provincia”; y
otro, ubicado unas cuadras más adelante sobre la avenida que
nos llevaba a la plaza del centro: “Catamarca avanza por sí sola”.

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El hotel al que me condujeron los policías, por suerte, era
parecido a cualquier otro hotel de tres estrellas de los que
había visto en el resto del país, y el personal que me atendió
no parecía tan tosco como los de los controles para entrar
a la provincia. Lo único inesperado fue que ya conocían el
tiempo de mi estadía: “Según tengo entendido, señor Novak,
va a quedarse en el hotel una noche”, me dijo una morocha
bajita y amable. Supuse que Miguel habría resuelto también
este tema, y dije que sí.
Cuando subía en el ascensor sentí que un cansancio
amontonado caía sobre mis hombros; a eso se le sumaba una
pérdida repentina de la ubicación física y temporal.
El quiebre radical de mi rutina no estaba siendo bien pro-
cesado por mi mente.
Pensé en buscar alguna serie en la televisión, pero el con-
trol remoto no tenía botones y estuve varios minutos tratan-
do de entenderlo. Al final entré a un sector de aplicaciones
entre las que se encontraba una app llamada Chin Zhou, que
no conocía, y un canal de música folklórica. Me harté de no
lograr entenderlo y recordé que en la mochila guardaba me-
dio porro del día anterior. Caminar unos pasos por la plaza
catamarqueña y fumar algunas pitadas podía venirme bien.
La calle estaba prácticamente vacía, y los comercios —de
zapatos, productos artesanales, y carcazas de teléfonos celula-
res— estaban cerrados. Casi no había gente deambulando, y sí
algunos pocos autos. No sé qué temperatura hacía, pero cuan-
do el viento soplaba (despacio, no el zonda al que solía hacer
referencia Miguel), arrastraba una ligera corriente templada.
Cuando llegué a la esquina de la plaza principal me encon-
tré de frente con la Catedral imponente, de un rosa avejenta-

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do, frente a un pasaje de adoquines con farolas. Casi sobre el
perímetro del lugar, cuando concluía el adoquinado, encontré
un banco y me senté a fumar.
La noche estaba solitaria y deprimente (la luz de las faro-
las contrastaba con una plaza sumida en la oscuridad entre
árboles de gran follaje). A lo lejos se oía una cumbia, y la posi-
bilidad de que esa fuera la música de un bar o una cervecería
me hizo recordar esos locales nefastos con cerveza artesanal
y conos de papas fritas que se expandían como una plaga en
Buenos Aires.
Antes de que el faso me dejara fuera de combate saqué el
teléfono y le escribí a Miguel para avisarle que estaba instala-
do. Su respuesta llegó casi enseguida y fue igual de concreta
que su mensaje anterior: “Mañana a las 8 desayunamos en el
café que está frente al hotel“.
Antes de guardar el teléfono pensé en llamar a Laura y
dejarla hablar, que me contara algo, cualquier cosa que me
hiciera sentir igual que cualquier día anterior. Pero el porro
había empezado a hacer lo suyo, y me fui dejando llevar por
los detalles de la gran iglesia: la imagen de una virgen de pe-
queños mosaicos sobre la puerta principal; el reloj de agujas,
en aparente funcionamiento, el campanario doble... Estaba
por fin relajado, depresivo y relajado para ser más preciso,
hasta que una voz robotizada rompió mi calma, y tuve que
incorporarme asustado sobre el banco.
—Señor Novak, el consumo de marihuana en la vía públi-
ca está penado por ley provincial. Esta acción podría restarle
créditos sociales.
Frente a mí había un robot de forma circular con una
plataforma de ruedas, que al hablar irradiaba una cinta de

28
luz verde eléctrico sobre una pequeña pantalla frontal; el
aparato parecía mirarme.
Me quedé perplejo, sin poder entender qué hacía un robot
ahí, y cómo era posible que supiera quién era yo y qué estaba
fumando. Miré a un lado y a otro pero no había nadie, nadie
que pudiese sorprenderse como me había sorprendido yo, o
que pudiera darme una explicación.
El robot seguía a un metro de distancia, como si me anali-
zara en silencio.
—Señor Novak, de persistir en su infracción deberé comu-
nicarme con la policía... —dijo el aparato antes de emitir otros
sonidos en una lengua extranjera, un par de expresiones in-
descifrables que me alteraron aún más.
Me puse de pie, tiré lo que quedaba del porro y me alejé
apurado, volviéndome cada tanto para ver qué hacía el robot
(parecía aspirar la tuca como una aspiradora).
Cuando atravesé la recepción del hotel pensé en pregun-
tarle a la morochita por la existencia de ese aparato extraño,
pero las flores habían sido tan potentes que preferí seguir de
largo a la habitación.
Una vez adentro tomé agua, le di un par de bocados a un
salamín que había comprado a la salida de La Falda, y me metí
en la cama. Antes de dormirme abracé la almohada casi te-
miendo que en medio de la noche un tsunami incontrolable
arrasara a la pequeña ciudad, y a mí con ella.

29
CINCO_

Me desperté a las siete de la mañana, descansado y fresco,


aunque extraviado.
Los tejidos de la habitación —beige, similares a los de la
casa de mi abuela— me produjeron una rara sensación de
familiaridad. Decidí chequear el teléfono, una reacción que
acompañaba cada una de mis mañanas.
Al margen de un par de auspicios de Movistar y Rappi,
sólo contaba con una docena de mensajes de Laura. Des-
pertarme con pedidos suyos era habitual, pero no con esta
catarata. El primer mensaje decía “Esto va a estallar, no sé
qué hacer”; el último, propio de una persona dormida o bo-
rracha: “somos el mejjor país del mUndo jajakjaa”. Dejé pasar
el resto porque preferí ir directamente a las redes sociales y
comprobar por mí mismo qué estaba pasando.
El último posteo de la cuenta del Presidente de la Na-
ción había sido publicado a las cuatro y cuarenta y cinco
de la madrugada y decía: “Condeno enérgicamente las
manifestaciones de violencia ocurridas en la Quinta de
Olivos. El Consejo de Seguridad de la Presidencia decidió
trasladarme a un sitio seguro, el cual informaré en las
próximas horas”.

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Busqué la cuenta de la líder de la oposición para obtener
información complementaria. Su última publicación, un rato
antes de las seis de la mañana, era corta y escrita bajo un
aparente descontrol emocional: “Renuncie presidente!!! Son
responsables por la supervivencia de este país!!!”
Con una idea de lo que había sucedido (el temido asalto a la
Quinta Presidencial que los funcionarios del gobierno esperaban
desde hacía unas semanas), busqué más detalles en Infobae. Los
últimos post de esa cuenta reproducían el comunicado del Presi-
dente, las condenas de algunos ministros, y las declaraciones de
los dirigentes opositores, que oscilaban entre una tibia condena
de la violencia y la exigencia de una renuncia inmediata.
Los posteos más viejos reproducían videos e imágenes del
asalto a la Quinta perpetrado por unas trescientas personas
en estado de furia. Entre esos registros vi una imagen que
podía ser la causa del comentario de Laura sobre “somos el
mejor país del mundo”: un hombre que pintaba una leyenda
sobre el edificio frontal de la Quinta de Olivos: “Aquí reside el
Dios de los trans y los travestis”, decía.
En el Ministerio estábamos divididos entre los que se des-
vivían por las causas del feminismo y los derechos LGTBIQ+,
y los que pensábamos que si el peronismo no empezaba a
resolver la falta de trabajo íbamos a pasar al olvido como mu-
chas izquierdas europeas. Laura estaba entre las primeras.
Al parecer, y a juzgar por los otros medios, en pocas ho-
ras la policía había disuelto la manifestación y despejado la
residencia presidencial.
Después de tomar contacto con estas novedades y sospe-
char con profundo temor que el caos, ahora sí, se expandía
sin freno, decidí darme una ducha rápida y salir a la calle.
En la vereda del hotel soplaba una corriente de viento
templada y polvorienta en dirección opuesta al sentido de los
autos. El paso de los peatones era intenso, entre mujeres y
hombres que iban a trabajar, y alumnos en uniforme a cua-
drillé de colores verde pastel y rojo, realmente desagradables.
Nadie parecía afectado por la toma de la Quinta de Oli-
vos y yo no tenía idea de cuál podía ser la idiosincrasia de
las provincias del norte al respecto. ¿Les importaría? No
podía imaginar cómo asimilarían una crisis en la cúspide
del Estado nacional.
Por un momento pensé que esa ignorancia era vergon-
zosa, y además irresponsable, viniendo de un trabajador del
gobierno nacional.
Un inesperado repicar de campanas me distrajo de aque-
llos pensamientos. Estaba de nuevo frente a la Catedral, a
metros del mismo banco donde había sido abordado por el
robot. Crucé la calle hacia el único local gastronómico enfren-
tado al hotel, el “Bar-heladería Sarmiento”.
Entré y le pregunté a la moza si podía ocupar la mesa junto
a la ventana. Quería observar el movimiento en la vereda.
—Sientesé donde quiera —dijo, y me acercó una fina ta-
blet—. Entrando al ícono de la S va a encontrar el menú, ¿sabe?
—Muchas gracias —respondí mirando el pequeño gadget,
que parecía recién sacado de su caja original.
Me despertó curiosidad la interface repleta de íconos ins-
titucionales del gobierno provincial con sus logos y colores:
Banco de Catamarca, Gobierno de Catamarca, Energía Verde y
Economía Circular, Ministerio de Nueva Movilidad, etc.
Resultaba atípico que la pantalla principal del bar ofrecie-
ra accesos a instituciones gubernamentales y no alternativas

33
de café o medialunas. Sin embargo, no le di mucha impor-
tancia porque vi que uno de los íconos pertenecía a un diario
provincial: “El Ambato”. Darle un vistazo podía servirme para
hacerme una idea del panorama local.
El titular principal era una cita de Jorge Yalcin, gobernador
de Catamarca, y decía: “El trabajo de los catamarqueños llega-
rá a todo el mundo”.
Abajo aparecía una foto suya en un acto en una planta auto-
motriz, con el fondo de montañas a sus espaldas. Su afirmación
no me sorprendió en absoluto. En los últimos años Catamarca
y Jujuy lideraban la exportación de vehículos eléctricos.
La moza trajo una canasta de pan casero con mermeladas
y una taza de té negro junto a un jarrito cerámico de leche.
Unté una tostada con algo parecido a un dulce regional (pa-
recía ser de zapallo o algo por el estilo) y le di un sorbo al té,
mientras seguía navegando en el portal catamarqueño.
Un titular sobre un “nuevo aeropuerto” llamó mi atención
cuando encontré, sobre el lateral de la página, un link sobre
unas letras que semejaban algún alfabeto asiático.
Era un anuncio parecido al de algunas notas del New York
Times o del O Globo de Brasil, que permitía acceder a un texto
en chino. Quise constatarlo. Era ridículo que las notas del dia-
rio de Catamarca estuviesen traducidas cuando ese servicio
no lo tenían Clarín ni La Nación.
Entré y encontré, efectivamente, un artículo en chino.
Me quedé perplejo, y pensé en traducirlo en Google, pero
entonces Miguel apareció frente a mí. Elegante —campera de
cuero negra, llena de bolsillos y botones, que le llegaba hasta
debajo de la cadera— y con la seguridad de siempre.
—Veo que ya te dejaste seducir por los dulces de por aquí …

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Me puse de pie para saludarlo, me dio un abrazo fuerte y
después me palmeó la mejilla, como era su costumbre.
—No están nada mal, la verdad —respondí tras el saludo.
Miguel sonrió y se sentó al mismo tiempo que intentaba
llamar la atención de la moza.
—¿Qué te pasó para salir disparado así…?
—No lo pensé mucho. Casi nada te diría. Vos me habías di-
cho que podía venir a probar qué onda y pensé, ¿por qué no?
-Me parece una buena decisión —se entusiasmaba—. Acá
vas a estar mejor, ya vas a ver. Es una provincia pujante, con
mucho futuro. También hay gente interesante, minas piolas...
me alegra que hayás venido, no tenés que preocuparte por
haber llegado sin mucha cosa planeada. Hoy mismo te conec-
to con alguien para que te busque una casa y dejés el hotel.
Después de la locura y la violencia de los últimos días me
hacía bien sentir un poco de estabilidad, que alguien me ofre-
ciera algún tipo de garantía de que todo iría bien.
—Te lo agradezco… cuando nos tomemos unas cervezas
voy a contarte un poco más sobre estos últimos meses… —no
quería desayunarlo tan pronto con mis ataques de pánico ni
el titilar del párpado.
—No hay apuro. Acá te tenés que ir adaptando de a poqui-
to. ¿Seguís trabajando para Información o renunciaste?
—Sigo, en teoría.
—Por eso tampoco te preocupés, el Gobierno de Catamar-
ca necesita changos como vos para el área de Comunicación,
en estos días te sumo a una reunión con algunos compañeros,
y se fijan juntos adónde te podés sumar.
Era sorprendente escucharlo a Miguel tan comprometido
con la provincia, a la que había criticado casi desde el pri-

35
mer día en que llegó a Capital para estudiar publicidad, doce
años atrás.
Cuando trabajábamos en campañas para una de las
agencias más modernas de la ciudad se había vuelto más
porteño que yo, y el único lugar en el que podía imaginár-
melo —a excepción de Buenos Aires— era alguna ciudad
tipo Berlín o Ámsterdam.
—Estás muy instalado en Catamarca por lo que veo, quién
diría… ¿no?
—En parte sí, y en parte no... —dijo, y noté que mi comen-
tario le despertaba un ligero malestar—. Catamarca siempre
me pareció un poco chata o muy chica. Pero la verdad es que
el trabajo y la discusión cotidiana de allá habían empezado a
resultarme repetitivos. Cuando me llamaron para sumarme
al gobierno de Yalcin no estaba para nada convencido, vos
sabés… —me miró sabiendo que sabía—, pero a los pocos
meses de llegar me di cuenta que estaban armando un pro-
yecto muy ambicioso.
La moza se acercó y dejó frente a Miguel una taza de café
con una ligera capa de espuma en la superficie. Era evidente
que ya lo conocían en ese bar, y bastaba un gesto de su mano
para que supieran qué servirle.
—Te entiendo —dije, aunque en verdad me costaba
entenderlo; no conocía tanto la realidad de Catamarca
como para comprender en profundidad, y a priori no po-
día imaginar a qué se refería con aquello de “proyecto muy
ambicioso”. Decidí ver si podía llevarlo hacia ahí: “en una
primera observación te diría que me sorprendió mucho el
despliegue tecnológico de la provincia… ayer me habló un
robot cerca de la Catedral”.

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—Ah, ¿ya te lo cruzaste? —Miguel soltó una pequeña carca-
jada—. Es parte de un lanzamiento que hicimos esta semana.
Una flota de “robots-ordenanza” que estamos probando en la
ciudad. Si sale bien, vamos a empezar a venderlos en el resto
de las provincias. Desarrollo cien por ciento catamarqueño.
—Me cagué de miedo cuando apareció —dije—, estaba fu-
mando un porro.
—No quiero abrumarte desde el vamos… —dijo Miguel,
sin dejar de sonreír—, pero tenemos planes muy importantes,
a un nivel que quizás te cueste imaginar…
La curiosidad crecía con el avance de la charla; Miguel pa-
recía estar probándome, midiendo mi reacción a cada uno de
sus comentarios.
—Contame… somos amigos desde hace muchos años, bo-
ludo —le dije—. Sabés que podés decirme cualquiera.
—Mirá —dijo tras un trago de café seguido de un suspiro
profundo—, lo que voy a decirte no es nada que vos no se-
pás… el Estado-Nación está en vías de extinción, acá y en el
mundo. Perdió poder de autoridad y de disciplinamiento eco-
nómico y social. Es imposible gobernar grandes extensiones y
grandes poblaciones en los tiempos de la hipersegmentación
social, política y emocional. Las corporaciones y los medios de
comunicación pueden ponerte en jaque en un abrir y cerrar
de ojos… —estaba exaltado mientras continuaba el racconto
de su lectura planetaria más reciente. Parecía sediento de un
“público formado” y atento, que encontraba en mi mirada fija
toda la gestualidad de sus palabras.
—La batalla entre los Estados y las grandes plataformas
que manejan la lógica del algoritmo y la maximización de be-
neficios está resuelta —siguió—, y los países que más tarden

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en asumirlo más problemas van a sufrir. Desde insurrecciones
políticas a guerras civiles, o desastres climáticos y sanitarios.
Hizo una pausa para tomar otro pequeño sorbo de café. El
bar se había llenado de gente, mucha frente a las pantallas.
—Distinto es manejar una provincia de quinientos mil
habitantes con una inmensidad de recursos como tiene Cata-
marca —prosiguió con el mismo tono enfático—. Las provin-
cias crecieron con una homogeneidad social y política muy
particular, muy a contramano de lo que pasa en las grandes
urbes del mundo desarrollado. Acá, cuando un gobernador
gana lo hace por el setenta, ochenta por ciento de los votos,
no hay una disociación política tan grande como a nivel de
Argentina o de otros países.
Mirá, te muestro un ejemplo… en Catamarca gobier-
na hace veinte años el radicalismo, ¿sí? Después llegarán
veinte años de peronismo, y luego del peronismo, esta-
remos de vuelta en manos del radicalismo, y así… las fa-
milias y las amistades están tan entrelazadas en este tipo
de sociedades feudales que no podés declararle la guerra
al otro. La Guerra Total es imposible en el feudo bicéfalo
donde estamos. Esta particularidad permite, a su vez, que
los gobiernos provinciales puedan conducir el Estado ha-
cia transformaciones estructurales ambiciosas. Los resor-
tes del poder real en una provincia como ésta pueden ser
manipulados muy fácilmente por las autoridades políticas.
Las grandes corporaciones financieras y d el c onsumo e n-
tendieron que, en casos de provincias chicas con uniformi-
dad política, y asentadas sobre una montaña de recursos
estratégicos, conviene ser aliados.
—¿Algo así como China…? —me animé a interrumpir.

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—¡Claro! Así: casi de la misma forma piensa el Estado
chino, que hoy en día es el único gran Estado con capacidad
para gobernar un territorio enorme y con tamaña población.
El PC chino supo ver de antemano qué deriva iba a tomar la
sociedad y el Estado si confiaban el desarrollo a las grandes
corporaciones, suyas o de afuera…
La moza volvió a acercarse para preguntarnos si queríamos
algo más. Miguel me preguntó con la mirada, y como dije no, le
agradeció para que pudiera irse. Su relato no me sorprendía en
absoluto. Siempre había sido un apasionado de la política. Lo
novedoso de su mirada era la inclinación por el modelo chino.
—En este contexto aparece Yalcin —siguió Miguel, aunque
bajando el tono al final de la frase, como si quisiera ser dis-
creto con el apellido que acababa de mencionar—. Desde que
asumió dio un vuelco económico y político. Los primeros años
fueron muy disruptivos para la tradición política del norte
grande. El tipo limitó el ingreso al sector público, lo profesio-
nalizó, casi terminó con el nepotismo, y potenció la industria
y la exportación de productos con valor agregado. Este último
año producimos las primeras motos cien por ciento eléctricas,
y empezamos a permitir la comercialización y el pago de sala-
rios con criptomonedas, además de crear la primera Secretaría
de Blockchain de un gobierno provincial en la región. Estamos
muy adelantados en comparación al resto del país y eso nos
abre un panorama muy ambicioso. Para decirlo en palabras de
Maquiavelo, la promesa del Estado como dinámica institucio-
nal ligada a una tarea histórica es sólo realizable en una dimen-
sión como la que existe acá, ¡en Catamarca! ¿te das cuenta? De
otra forma, de la forma de un gran Estado-Nación, la voluntad
política humana llegó a su fin.

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Mi primera impresión después de un tiempo sin hablar
con Miguel era una sorpresa por la profundidad reflexiva que
había alcanzado después de años casi exclusivamente metido
en la publicidad y el marketing.
A su vez, la charla confirmaba lo que en los últimos años
me venía negando a aceptar: mi vida descendía sin freno hacia
el abismo de la nada; la depresión y el cinismo. Tendría algún
sentido si al menos viviera como una influencer eslava, que
amanecía en las playas de Dubai, y cenaba en un restaurant
gourmet de Mónaco, pero lo mío era un hedonismo berreta
entre maratones de videojuegos y cervezas importadas.
Miguel advirtió el silencio en el que me había metido, e
intentó retomar lo que podría haber sido una charla entre dos
amigos después de un tiempo sin verse.
—Muchas cosas ¿no? No te preocupés… son temas que
vamos a ir hablando más tranquilos, con un buen vino de por
medio. No sabés lo que son los Syrah de Fiambalá, ¿los pro-
baste alguna vez?
—No sé, quizás, hace un tiempo que sólo tomo birras… —y
Alplax, pensé sin decirlo.
—Bueno, nada, paso a paso. Ahora me tengo que ir, tengo
un par de reuniones en Casa de Gobierno, que está a algunos
kilómetros de acá, ya vas a ver qué linda es. Escribile a Marisa,
mi secretaria, yo ahora te paso su contacto y le explico de tu
llegada. Esta tarde andá a ver departamentos para ver qué te
gusta, y apenas elijas ya podés instalarte.
Miguel se puso de pie y le hizo una seña a la chica como si
le indicara que anotase el gasto en su cuenta personal.
—Esto ya queda pagado. Después hablamos —dijo, y se
acercó sonriendo para darme otro abrazo.

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—Gracias por todo amigo —alcancé a decir antes de que
saliera, y me volví a sentar, abombado por la charla y mi últi-
ma reflexión personal.

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SEIS_

El departamento que me había conseguido Marisa era un


pequeño duplex más o menos nuevo, ubicado en una calle
junto a otros similares, en una cuadra con mayoría de casas
de clase media y media alta sin un criterio estético uniforme,
aunque bien hechas y de buen gusto.
En la cuadra también había algunos terrenos baldíos,
alambrados o no, con carteles de venta, además de unas po-
cas viviendas antiguas de cuando esa zona no debía ser tan
próspera como lo era ahora. Según Marisa estábamos en el
barrio Los Lapachos, un barrio de jóvenes familias profesio-
nales, y nuevos centros comerciales.
Debo confesar que la zona era de perfil burgués, y esa
fue una de las razones por las que elegí ubicarme ahí. La
otra era la imponente vista de la montaña que tenía desde
mi habitación. Sin la existencia de edificios en esa parte
de la ciudad, la mole parecía estar a la vista de cualquiera
que se encontrara apenas unos metros elevado del suelo.
“Ése es el cerrro Ambato“, me había dicho la secretaria de
Miguel (así se había presentado) arrastrando la erre pro-
fundamente, lo que advertí como un aspecto característico
del acento catamarqueño.

43
Iba a pagar un mes de alquiler, pero Marisa dijo que por el
momento no hiciera ningún pago ni firmara ningún contra-
to; luego Miguel me diría cómo hacer… en resumen, había
experimentado la única gestión inmobiliaria exitosa de toda
mi vida. El único reproche —si cabía darse ese lujo— era la
apariencia desagradable del único vecino visible: un hombre
inflado a anabólicos (el pecho era una protuberancia amorfa
y los brazos gruesos como neumáticos), vestido con una mus-
culosa mínima y una gorra surfera que, mientras limpiaba la
caja de su 4x4, me había mirado con desconfianza un par de
veces. Era obvio para él que yo era de afuera.
Como sea, después de haber despedido a Marisa y de en-
cargar unas empanadas en el local que aparecía en el único
imán que había en la heladera, conecté la Play con el Smart
TV que tenía el departamento, y me dispuse a jugar algunas
misiones del Overwatch 6.
Sin embargo, y no sé bien cuándo y cómo, dejé el juego
y me interné en un agujero de hipnotismo idiota (¿podían
haber sido tres horas realmente?) siguiendo en streaming
una partida del Euro Truck Simulator 10, en la que un nicara-
güense de voz extrañamente seductora conducía un camión
de frutas y verduras por las carreteras montañosas del Perú
mientras seleccionaba “rancheras” y “rolas” de grupos musi-
cales de la región para su público twichero.
Si bien no pasaba seguido, una o dos veces a la semana
podía perder el control ante los estímulos más variados, y
terminaba enganchado a esas transmisiones absurdas y más
adictivas que la cocaína.
Una costumbre por la que me detestaba, y por la que
ahora, mientras desayunaba un té frente al cerro Ambato y

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esperaba un mensaje de Miguel, había decidido continuar la
lectura de un libro de Agamben que, en el estado de confu-
sión general en el que me encontraba, no lograba entrar en
mi cabeza de ningún modo, por más que repasara, una y otra
vez, las páginas del italiano.
A las diez de esa mañana recibí un mensaje de Marisa
diciéndome que Miguel me esperaba en Casa de Gobier-
no, con las coordenadas para llegar allí. El recorrido no me
llevaría más de media hora, y no serían necesarias com-
binaciones de transporte. Sólo debía caminar tres cuadras
hasta encontrar una avenida de doble sentido, y buscar la
parada del colectivo 102, que me dejaría justo en la entrada
del Poder Provincial.
El 102 era un pequeño micro eléctrico, de aspecto confiable
y reluciente, y en el que viajaban varios pasajeros, sobre todo
trabajadores y jóvenes. El viaje fue confortable y tranquilo, y
durante el último tramo pude apreciar de cerca el nacimiento
y algunas pequeñas sierras de la montaña, dominadas por pe-
queños arbustos, cactus, y un sin fin de mariposas.
El olor a montaña incluso transmitía una sensación de
amplitud y descanso que pocas veces se podía percibir en el
griterío asfixiante del que venía. Una postal auspiciosa si no
fuera por el episodio que viví justo antes de llegar a mi parada,
y que empañó mis primeras impresiones sobre la Catamarca
pujante que tanto había publicitado Miguel.
Después de pagar su boleto, una anciana indígena, encor-
vada y con la piel curtidísima por el sol, sufrió la rotura de
una bolsa de plástico de la que cayeron más de una docena de
mandarinas. Sin lamentarse ni pedir ayuda (parecía resigna-
da a esos reveses de la vida), la anciana empezó a dialogar con

45
una joven que se ofreció para ayudarle a recuperar las frutas
que corrían entre las piernas de los pasajeros.
—Gracias mija —dijo la señora mientras acomodaba otra
bolsa y una mochila tejida de vivos colores—. Igualmente no
sé para qué llevo esas mandarinas si ya nadie las compra…
La joven siguió recogiendo las frutas sin comentar lo que
había dicho la anciana.
—Son mandarinas secas, sin pulpa, sin gusto… ¿quién va
a querer estas mandarinas sin vida? —siguió diciendo para
sí misma.
—¿Una mala cosecha? —preguntó la joven, que parecía
sensible además de solidaria. Casi seguro una estudiante de
trabajo social o de veterinaria, dos de las pocas carreras que
despiertan algún tipo de compasión por el prójimo.
—No... ahora todas las cosechas son iguales —dijo la seño-
ra, resignada—. Hace añares que falta el agua. Se han secado
los ríos, se han secado los pozos más nuevos y los más viejos,
y con el calor infernal que hace para el verano la planta se
achicharra y da fruta sin jugo.
La señora reparó lentamente la bolsa rota con un par de
nudos, y guardó las mandarinas que la chica y otros pasajeros
habían recogido. —Gracias mijita, muchas gracias —volvió a
decir, y tomó los bártulos en sus manos para poder sentarse.
El diálogo produjo una grieta en la percepción de paraíso
natural que había estado formándome mientras observaba
las montañas, las mariposas, y el sol radiante que en pocos
minutos entibiaba la piel.
No sé bien por qué, antes de bajarme me acerqué a la ancia-
na y le ofrecí comprarle una mandarina. La señora me observó
incrédula, como si estuviera tomándole el pelo. Luego sacó una

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fruta de la bolsa, y me la extendió: “cien mil argentinos”, dijo.
Le pagué justo y caminé hacia la puerta trasera para bajar.
Marisa había dicho que la Casa de Gobierno era imponen-
te, y que iba a distinguirla desde el colectivo.
Y en efecto, a unos trescientos metros se levantaba des-
de la misma sierra una construcción hexagonal de hierro
y madera de corte futurista, con enormes ventanales que
miraban hacia el valle de la ciudad. En la parte superior
del frente se leía en letras grandes de color verde: “Casa de
Gobierno de Catamarca”, y debajo sobresalía el escudo de
la provincia.
El ingreso al edificio se hacía a pie o en auto particular
después de pasar una oficina pequeña que estaba sobre la
misma calle por la que había llegado el colectivo.
En la recepción pedí que contactaran a Marisa, como me
había indicado ella, y esperé que el encargado de seguridad
me diera el ok para ingresar. Comparado con el ingreso a Casa
Rosada, aquí eran algo más estrictos, más cercanos al trato de
un aeropuerto, diría, con esa especie de cabina en la que uno
debía meterse, separar ligeramente las piernas y levantar los
brazos; y un registro con DNI, una imagen que tomaba una
pequeña cámara en el mostrador de la recepcionista, además
de una firma digital para constatar el día, horario de ingreso y
la persona a quien visitaba.
Apenas crucé la alta puerta de cristal (dos hojas se reti-
raron hacia los costados automáticamente), Marisa apareció
para recibirme.
—Bienvenido a la Casa de Gobierno —dijo sonriente, qui-
tándose el corset de secretaria distante que había sostenido
el día anterior.

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—Buenos días, Marisa —dije mostrándome cordial aunque,
no tan expresivo como ella—. Muchas gracias por recibirme.
—Por nada, por nada. ¿Qué le parece el paisaje que rodea a
nuestra querida Casa de Gobierno?
—Muy lindo. No me imaginaba que uno podía llegar a la
montaña en tan poco tiempo... este edificio es muy moderno.
Me da curiosidad saber cómo se ve la ciudad desde las ofici-
nas del segundo o tercer piso.
—Sí, sí, la montaña está muy cerquita, y si sigue un po-
quito más por esta misma ruta llega a un dique hermosísimo.
Seguro que Miguel lo lleva. Sobre la vista, ahora en un ratito
va a poder comprobarlo usted mismo —dijo haciendo ese uso
del diminutivo, muy de la zona al parecer, que me transmitió
cierto encanto.
El edificio estaba bastante transitado; no de personas que en-
traban o salían, sino de aquellas que iban y venían en el interior.
Era abierto, como algunos de los edificios gubernamen-
tales de la ciudad de Buenos Aires. Tenía tres pisos, pero el
primero estaba asentado a unos diez metros de la planta baja.
Todo muy minimalista y en un intento de parecer nórdico, no
norteño. Nada llamó demasiado mi atención en comparación
con otros sitios de gobierno hasta que girándome hacia uno
de los lados divisé a un robot similar al que me había aborda-
do frente a la Catedral. Estaba detenido frente a dos ascenso-
res y parecía dialogar con las personas que esperaban usarlos.
Algo en mi cara, supongo, me delató, porque Marisa giró en la
misma dirección que yo, y me brindó una explicación sobre
ese singular dispositivo electrónico.
—Es “Changuito” —comenzó a explicarme—, un androide
de cumplimiento y asistencia en normas ciudadanas. Des-

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pués de meses de desarrollo, lo incorporamos hace unos días.
Desarrollo cien por ciento local —dijo usando la misma ex-
presión de Miguel, casi un slogan.
—Interesante… —dije por decir algo, sin querer decir mu-
cho la verdad, lo había visto la noche que llegué y no quería
volver a cruzármelo.
—Bueno, vamos a la oficina —dijo—. ¿Le importa si vamos
por la escalera? Es en el tercer piso.
—No, para nada.
—Ahora Miguel está en una reunión… me dijo que lo lle-
vara a la antesala de la oficina de reuniones, que lo espere ahí.
—Perfecto —exhalé mientras subíamos por la escalera
y yo intentaba adelantarme a la vista que habría desde los
pisos superiores.
La tercera planta era menos abierta que los primeros
dos pisos.
Tenía un solo pasillo alfombrado de color gris con puertas
de oficinas a los costados, y en el centro una pequeña antesa-
la abierta que conducía a una doble puerta forrada en cuero
color café. Supuse que sería la sala de reuniones.
—Sientesé aquí, en unos minutos lo verá Miguel —guió
una vez más la secretaria, siempre con el teléfono en una de
sus manos.
—Gracias Marisa, hasta luego —le respondí mientras intenta-
ba recordar si aún quedaba alguna secretaria mujer en la Rosada.
Últimamente los asistentes y secretarios eran sólo hombres. Las
mujeres ocupaban cargos de directoras, y para arriba.
Esperé revisando las redes sociales… después de un
breve y aburrido paseo por el feed de Instagram (Laura ha-
bía hecho otro post de ella con el cuerpo contorsionado de

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espaldas a un espejo en el que aparecía reflejado un cache-
te de su cola con un tatuaje virtual de los dedos en V; la V
peronista en su caso); mudé mi atención a Tik Tok y des-
pués de ver algunos animales haciendo piruetas y gestos
cariñosos o atacándose en medio de la llanura africana, me
detuve en lo que parecía ser una nueva tendencia: mujeres
de todas las edades, pero también algunos hombres, apare-
cían en el pequeño clip besando un doble suyo, una suerte
de holograma pero tan real que costaba darse cuenta. Me
pregunté si con el fin de mi relación con Laura, mi futuro
sexual pasaría exclusivamente por utilizarme a mí mismo
como fuente de placer… me propuse virar a X en busca
de noticias cuando un vozarrón que llegaba de la sala de
reuniones llamó mi atención.
“¡Nos van a ganar de mano!” había creído escuchar mien-
tras ingresaba a la red social. Agudicé el oído, no tenía otra
cosa que hacer, y pronto llegó otra frase que, aunque más
cercana, fue menos intensa: “Hay que lanzar el programa de
desconexión esta misma semana”.
Quien hablaba parecía estar caminando. “Chango, si no
planteamos la posibilidad de independizarnos no vamos a po-
der negociar nada”. ¿Independencia? ¿Había escuchado bien?
La palabra me había sorprendido. Incluso me pareció que la
voz que la había pronunciado era la de Miguel.
Mirando el teléfono con concentración, lentamente acer-
qué mis pasos a la puerta… que más daba, ahora el que habla-
ba era un hombre con marcada tonada norteña… “No vamos
a poder independizarnos sin un referéndum que lo legitime.
El proceso ya lo hemos discutido cientos de veces, debe ser
igual al de Cataluña o al de Escocia”.

50
—¡Después no lloren entonces! —gritó uno de pronto—. El
gobierno nacional tiene mayoría y si de verdad meten el proyec-
to de nacionalizar el litio en Diputados, la cosa se resuelve allá.
La mención al litio me hizo recordar una de las noticias
que estaba en los medios la mañana que pasé en La Falda
(¡por Dios qué lejos quedaba ya ese episodio!), sobre un posi-
ble proyecto del oficialismo para declarar ese recurso natural
“mineral estratégico” y nacionalizarlo.
De pronto no se escuchó más nada, ni siquiera apoyán-
dome contra la puerta. Esperé unos segundos más, procu-
rando que no pasara alguien más por el pasillo hasta que
nuevamente escuché una voz. “Sí señor gobernador, termi-
namos de pulir las propuestas y se las llevamos… en una
hora como máximo”.
Luego se produjeron otros segundos de silencio.
Parecía que la persona estaba hablando por teléfono.
“Quedesé tranquilo, sí señor, ok ok”. Esta vez reconocí clara-
mente la voz de Miguel. No había dudas de que hablaba por
teléfono, nadie le respondía ni susurrando, y mi oreja estaba
apoyada sobre el forro de cuero de la puerta. Entonces volvió
a hablar como si ya hubiera cortado la llamada y se dirigiera a
las personas en el salón.
—Quiere tres propuestas, una para lanzar la desconexión
esta semana, otra para anunciar el referéndum, y otra para
plantear una disputa retórica con el gobierno nacional. Para
ya. Terminemos de repasar los pros y contras de cada una,
cerremos y me voy a llevarle eso”.
La reunión parecía haber terminado. Me apuré a sentar-
me en el mismo lugar donde me había dejado Marisa. Nadie
salió enseguida.

51
En esa nueva espera, los comentarios de Miguel sobre
algunos planes para Catamarca que me “costaría entender”
empezaron a tomar forma con las declaraciones (¿indepen-
dentistas, posta independentistas?) que había escuchado
segundos atrás.
Me parecía absurdo que pensaran en la “desconexión” de
una provincia. Más en este contexto, y a tan poco tiempo de
las elecciones legislativas. Francamente un delirio.
Sin embargo, recordé de pronto que alguna otra provincia
en América Latina había lanzado un órdago para independi-
zarse. No sé si en México, aunque también podía ser Bolivia
o Venezuela. Me pareció improbable pero tampoco insólito.
Por otra parte, me resultó extraño que los servicios secretos
argentinos —dedicados casi con exclusividad al espionaje
interno— hubieran dejado pasar por alto el nacimiento de
un movimiento soberanista en una provincia del rico No-
roeste Argentino.

52
SIETE_

La puerta se abrió de golpe y un grupo de hombres salió


del salón, algunos con carpetas en sus manos, otros escri-
biendo con la mirada clavada en los celulares. Miguel seguía
sin aparecer pero las puertas estaban abiertas. Esperé unos
segundos más y luego pasé; estaba hablando por teléfono
frente al ventanal, de espaldas a mí.
La vista desde el segundo piso era más alucinante de
lo que me había imaginado. Se veía el valle —las pequeñas
casitas dentro de un entramado cuadricular bastante proli-
jo— y a lo lejos una franja no muy extensa de llanura que al
concluir daba nacimiento a una enorme cadena montañosa
cuyos picos besaban las nubes. Era una sensación visual de
un impacto inimaginable. Me resultaba difícil pensar cómo
un conjunto de tierra y piedra podía elevarse tan alto como
para llegar al cielo.
Mientras esperaba que Miguel cortara volví a las pre-
guntas que me había hecho unos minutos atrás. Me costa-
ba creer que una provincia tan satelital pudiera encarar un
proceso soberanista. Sería casi lo único que podía faltarle
al convulsionado pueblo argentino para terminar de vol-
verse loco.

53
Por otra parte, me costaba imaginar la respuesta del go-
bierno nacional (ni siquiera teníamos un ejército para so-
focar una rebelión… ¿enviarían móviles policiales y un par
de blindados de la Federal?) Los medios se harían un festín
descomunal, eso seguro.
Miguel se giró hacia la gran mesa que ocupaba el centro
del salón, y levantó las cejas como si le sorprendiera encon-
trarme ahí; después me hizo una seña con la mano para que
lo esperara.
Me quedé de pie, alternando la vista del valle al diseño in-
terior, que seguía la estética minimalista con sillas de cuero,
un mueble de madera oscura y un dispenser de agua enva-
sada; nada fuera de lo normal a excepción de una pequeña
cámara que sobresalía del techo en una de las esquinas y un
teléfono rojo, sobre la mesa, que por ser tan antiguo y sencillo
resultaba suspicaz.
Miguel terminó la llamada, guardó el celular y me lanzó
una pregunta seca.
—¿Estabas esperándome hace mucho?
—Más o menos, unos veinte minutos…
—¿Ahí afuera? —preguntó mirando a la puerta.
—Sí, me trajo Marisa. Dijo que te esperara ahí… ¿todo
bien? —retruqué, sorprendido por la repentina inquisitoria.
—¿Escuchaste algo de lo que hablábamos?
—Algunas cosas sí.. no estoy muy seguro de qué hablaban
—dije para restarle importancia.
—Decime algo que hayas escuchado —se preocupaba aun-
que sin ser descortés.
—En un momento me pareció escucharte hablar sobre
desconexión, independencia… muy “onda Cataluña” todo —

54
ahí sí, por fin, se relajó, aunque por un instante cambió el
semblante para dar una orden que no era para mí.
—Álvaro, dejame unos minutos a solas por favor y cerrá la
puerta —le dijo a un tipo que no había advertido al entrar, y
que estaba sentado en un rincón alejado de la oficina, detrás
de un pequeño escritorio.
—Sentate, quiero contarte algo —me dijo, y me acercó la
silla más cercana donde él se había sentado.
—Primero que todo… —adoptó de pronto una expresión
amable y distendida, claramente impostada— ¿te gustó el de-
partamento?, Marisa dijo que ya te acomodaste.
—Sí, la vista sobre todo. Nunca había vivido tan de frente
a una montaña.
—¿Mirando al Ambato?
—Sí… es como yendo para allá, el camino que está antes
de la ruta al cerro Ambato, me contó ella.
—Hermoso. Es el más lindo y el que tenemos más cerca. Ya
te voy a llevar al Rodeo, uno de los pueblitos de montaña con
los paisajes más pintorescos de la provincia… ¿y el resto?,
¿cómo te sentís?
Si debía hablar de las horas de streaming de Euro Track
Simulator entonces muy bien. Sobre el vecino fisicocul-
turista no sabía cómo iba a afectarme su presencia, o la
mía a él. Por otra parte, el paisaje provincial era hermoso,
aunque la anécdota con la señora de las mandarinas me
había despertado cierta inquietud. Mi vena titilante seguía
su pulso a buen ritmo, cada tanto, y la probabilidad de un
proceso independentista en nuestro país me generaba más
de una pregunta. No obstante, mi crisis emocional no se
había agravado como lo preveía.

55
—Sí, bien, qué sé yo… la gestión por la casa fue un sueño
—dije esbozando una sonrisa—.
Miguel se rió.
—Marisa es muy eficiente y buena onda. Después vamos
a hablar del alquiler y lo demás, primero tenés que ver si te
sentís cómodo y querés quedarte unos buenos meses…
—Genial —dije otra vez ablandado por tanta hospitali-
dad—, muchas gracias, viejo.
-Sí, sí, muy piola… —dijo ahora apurado, con un nuevo
switch a la seriedad del funcionario—. Bueno, escuchame: te-
nemos que hablar de algo importante. Me gustaría contarte
algo muy sensible, y que no puede salir de esta oficina. Pero
antes de contártelo quiero hacerte una propuesta.
Me tomé unos segundos de silencio para responderle,
hasta que hablé:
—A ver…
—Si aceptás que te cuente lo que me gustaría contarte,
tenés que prometerme que no lo vas a hablar con nadie. Y
además necesito que te quedés en Catamarca al menos dos
meses.
Las condiciones no parecían desmesuradas. Al contrario.
Por un lado, no planeaba volver a Buenos Aires a menos que
Laura me lo pidiera. Por otro, no sabía realmente qué signifi-
caba toda esa cuestión de la independencia, y algo me decía
que sería mejor estar al tanto. La actitud de Miguel —dán-
dome libertad para volver ese mismo día, aun sabiendo que
algo yo sabía— no me sorprendía. Nadie en la Rosada iba a
agarrarse de dos frases escuchadas por un tercera línea como
yo en Catamarca.
—Dale —respondí—, estoy de acuerdo, contame…

56
—Vas a ver que Catamarca te va a gustar. Además, ya te
dije que podés trabajar con nosotros.
—Por ahora no sé qué decirte… pero dale, ¡contá de una vez!
Un reloj electrónico indicaba en la pared que apenas atra-
vesábamos las doce del mediodía. La potencia del sol se había
atenuado bajo una delgada capa de nubes. El resultado era un
exceso de luz blanca que reverberaba en las superficies con un
brillo incómodo. Miguel se estaba arremangando la camisa.
—Bueno, te cuento —dijo tras darle el último doblez a la
manga inmaculada, veteada de finísimas líneas azules—. Lo
que escuchaste en la reunión es algo en lo que venimos traba-
jando hace un tiempo, y tiene que ver con una propuesta para
que Catamarca sea un país libre y soberano.
Hizo una pausa para sondear mi reacción, y aunque me
sorprendió que fuera tan llanamente al grano, permanecí
en silencio y él tuvo que seguir con la respuesta de mi cara
sin gestos.
—Vos sabías…, unos años atrás el litio era una prome-
sa aquí. Las reservas eran enormes, pero la mayoría de los
proyectos estaban en fases de exploración, y la tonelada de
carbonato de litio se vendía a unos seis mil dólares. Eso cam-
bió de forma drástica. Catamarca es ahora el segundo polo
productor del planeta, por detrás de la región australiana de
Pilbara. La tonelada de carbonato de litio cuesta el triple, y
una batería lista para ensamblar está en torno a los treinta mil
dólares. Con estos números ya no hablamos de una promesa
sino de una realidad concreta… el Estado provincial ingresó
más recursos en tres años que en las últimas tres décadas. Si
te alejás unos kilómetros del centro vas a ver la nueva Ciudad
Universitaria o el nuevo aeropuerto inteligente, te caés del

57
orto con los robots que usamos ahí; para el equipaje, limpiar
las colillas de puchos, filmar e identificar, al instante, a cada
persona que lo camina.
—Ahora sí está poniéndose interesante el pueblito, ¿no?
—dije sardónico, sonriéndole al entusiasmo que le producía
mi sorpresa.
—¡Es que sí…! Catamarca es una potencia en desarrollo.
Pensá que esta provincia tiene el doble de territorio que los
Países Bajos y es más grande que Portugal o Emiratos Árabes.
Y a su vez tiene menos del diez por ciento de población de la
que tiene cada uno de esos tres países. El exceso de población
es un problema central para el funcionamiento del sistema
sanitario, jubilatorio y el mercado laboral en el mundo. Una
provincia con la extensión de Catamarca, sus recursos, y esta
población tan pequeña es una mina de oro, o más precisa-
mente: de litio.
Las comparaciones que había escuchado no paraban de
sorprenderme… parecía inexplicable que ciertos territorios
argentinos no fueran potencias económicas. En cuanto al
litio, me pregunté hasta qué punto los grandes grupos econó-
micos que operaban en el país sabían realmente del potencial
de esta zona.
—Entonces… ¿están planteando una desconexión al esti-
lo catalán? —pregunté para ahorrarle la catarata de promesas
sobre la provincia.
—Bueno, eso es más complicado —afirmó mientras activa-
ba el celular con un gesto nervioso—. La realidad es que cada
gobernador catamarqueño sabe, históricamente, que en cual-
quier momento en el que haya un Congreso favorable, el pre-
sidente de turno puede nacionalizar nuestros recursos con el

58
argumento de declararlos “mineral estratégico”; ya pasó con
el petróleo, y eso, en esta instancia, sería un golpe a nuestra
economía y a los horizontes que tenemos planeados…
En algún punto la lectura de Miguel era legítima. Casi nin-
gún gobierno nacional había demostrado vocación federal o
manifestado al menos la intención de producir un desarrollo
más armónico de las distintas provincias. El único paso real en
esa dirección había sido mudar la capital a otra región del país,
y desde la época de Alfonsín nadie había hablado de forma re-
alista sobre el tema. Y además Catamarca ya había sufrido el
enfrentamiento entre Saadi y Menem, que apenas comenzada
la década del noventa derivó en una intervención federal.
Nada de eso, sin embargo, había llegado ni siquiera a co-
menzar una deriva independentista, que ahora parecía estar
en pleno apogeo.
—Pero cómo llegaron a esa idea de la… ¿independencia?
—pregunté para comprender mejor el proceso.
—En realidad es algo más paulatino. Idealmente nos gus-
taría que Catamarca se convirtiera en un país independiente,
pero no estamos locos. Podemos llegar a un acuerdo con el
Estado nacional… eso es por lo menos lo que a mí me gusta-
ría. Hay otras voces dentro del Gobierno que promueven una
ruptura literal, brusca y peligrosa, pero no creo que lleguemos
a tanto. El problema es que se anticipó el debate sobre la na-
cionalización de litio en el Congreso, y bueno, viste cómo es
esto, nuestros planes están acelerándose ahora.
Si en un principio todo lo que Miguel me contaba podía
sonar surreal y descabellado, en unos pocos minutos de char-
la me resultó verosímil, casi probable. Después de trabajar
algunos años con Laura, siendo su novio, y compartiendo con

59
ella el día a día de la gestión en el Ministerio, había aprendido
que la dinámica de un gobierno no era tan brillante ni plani-
ficada como algunos podían imaginarse; no existía un grupo
de mentes brillantes encargadas de diseñar y proyectar medi-
das políticas de largo alcance. La mentada mesa de arena de
las series y las películas no existía. En realidad, buena parte
de las medidas trascendentales, disruptivas o medulares de
un gobierno podían surgir de una combinación arbitraria de
factores como la improvisación, el apuro, la oportunidad y el
talento de algunos funcionarios que orbitaban el círculo de
confianza del presidente o de algún ministro con poder. Pro-
bablemente, en Catamarca sucediera algo parecido. Tal vez
Miguel fuera uno de esos funcionarios eficientes que había
logrado seducir a un gobernador astuto y ambicioso.
Mi última inquietud (Miguel se había distraído con su
teléfono) era el factor China, al menos si me permitía unir
algunos puntos dispersos desde que había llegado a la pro-
vincia —como las alabanzas al PC Chino— y esos detalles
que en un principio había pasado por alto y que ahora me
hacían sospechar: ¿era realmente chino el policía motori-
zado que me había escoltado cuando llegué a Catamarca?
¿Por qué el diario de una provincia pequeña del norte ar-
gentino tendría sus artículos traducidos al chino? Necesi-
taba preguntarle al respecto.
—¿Y los chinos? ¿Qué tienen que ver en todo esto?
—¿A qué te referís? —preguntó Miguel entre sorprendido
y molesto, como si la pregunta lo incomodara.
—No sé, decímelo vos —dije, por apurarlo, y agregué una
pregunta—, por ejemplo, ¿quién necesita traducir al chino un
artículo del diario El Ambato? ¿Para qué?, ¿para quién?

60
—Nada raro —dijo, y apoyó toda la espalda en la silla, en po-
sición defensiva—. Son un aliado comercial, ni más ni menos.
Me quedé en silencio, esperando que de la incomodidad
nacieran más respuestas.
—Ayudaron a montar la industria de motos eléctricas,
transfirieron tecnología para el desarrollo de baterías, algo que
no sucedió con ningún otro país del mundo hasta ahora, y nos
aseguraron un flujo constante de chips semiconductores. Por
lo demás, los chinos sólo exigen algunas pocas condiciones;
discrecionalidad, orden… y cumplir con lo que se acuerda.
Razonable, pensé. Un beneficio palpable para Catamarca, si
cumplía. Pero no quedaba claro lo que se llevarían los chinos a
cambio. Algo gordo se estaban llevando, pero Miguel no iba a
decírmelo en ese momento. En efecto, esa pequeña pausa que
había hecho entre “orden” y “cumplir”, me sugirió algún grado
de ocultamiento. Iba a decírselo, pero me pareció prudente no
extender el cuestionario. Al fin y al cabo, ¿quién era yo para
auditar y controlar lo que mi amigo, el gobierno de Catamarca,
y el Estado chino estaban haciendo? Además, el propósito de
mi viaje era sólo desconectar del caos porteño. Los otros mie-
dos eran meros roedores alrededor del gran pánico a la Ciudad
infernal en la que había vivido hasta hace pocos días.
—Por el momento es más de lo que necesito saber. No voy
a negarte que el plan me suena un poco alocado, y más en
este momento del país. Sólo te pido que me tengas al tanto de
lo que vaya sucediendo, y que Marisa o alguien de tu oficina
me diga dónde conseguir unas Grolsch. Si hay robots patru-
llando calles debe haber cervezas importadas de Europa… ¿o
me vas a ofrecer un vino chino? —dije para zanjar la charla
con un chiste boludo.

61
Mi amigo se sonrió, finalmente sus gestos se aflojaron y
su cara reflejó las mismas facciones que yo había conocido
algunos años atrás.
—Ahora les pregunto a Marisa o a Álvaro, que le gusta
mucho la cerveza, y te dicen dónde comprar. Y quedate tran-
quilo, te voy a tener al tanto de todo. Además, como te dije
el primer día, nos vendría muy bien que te sumaras al equipo
de comunicación.
—Hoy me gustaría seguir aclimatándome a la ciudad, pero
mañana podemos charlar de laburo —dije para dejarlo tran-
quilo. Todavía no había pensado en profundidad sobre eso.
Unas pocas nubes habían descendido y proyectaban su
sombra grumosa sobre la superficie del lejano cerro Ancasti,
al este del valle. El gigantesco cuenco que le da nombre a la
ciudad aparecía más nítido, quizás porque las mismas nu-
bes atenuaban el resplandor de los potentes rayos del sol. El
paisaje era bello y transmitía cierta armonía; no parecía pro-
bable que pudiera agitarse por un terremoto independentis-
ta. Al contrario, las moles que rodean la ciudad transmiten
inacción, calma.

62
OCHO_

Marisa me llevó a su oficina, un cubículo de cristal en el


primer piso; sin vistas pero agradable, con un cuadro que
mostraba un río rocoso y un puente colgante de hierro que
cruzaba de un lado a otro una montaña inmensa.
Sobre el escritorio había dos celulares, una notebook, una
pava inalámbrica de última generación y, en un costado, so-
bre un mueble pequeño, una impresora que titilaba en luces
(verdes, rojas, azules) y hacía esa clase de ruidos que se es-
cuchan durante una tomografía computada, aunque con un
volumen casi imperceptible.
Después de unos minutos de búsqueda en la computado-
ra, una HP gigante que parecía volar, me envió un correo con
distintas direcciones de supermercados, restaurantes y vino-
tecas donde, según ella, podía conseguir cualquier cerveza.
Mientras me acompañaba a la puerta principal de Casa de
Gobierno, me pasó un código promocional con el que podía
pedir veinte viajes dentro de la ciudad a través de DiDi, una
app que solía usar en Buenos Aires, aunque prefería más Uber
o los taxis normales.
Cuando salí a la calle tuve la idea de tomar un buen café de
especialidad, quizás encontrara alguna cadena sofisticada con

63
café tostado en Pekín.
Tras descender por la ruta zigzagueante por donde iba el
colectivo en el que había llegado a Casa de Gobierno, encontré
una zona comercial con una estación de servicio, un enorme
local de Farmacity y varios barcitos y restaurantes con las me-
sas sobre la vereda. A unos pocos pasos encontré una pizzería
que en su interior contaba con una máquina roja La Marzocco,
con lo que era probable que supieran cómo no quemar el café.
Me acerqué a la puerta del local y una moza me dio la
bienvenida. Me preguntó si pensaba almorzar, porque la coci-
na cerraría pronto. La verdad era que no tenía ganas, aunque,
quizás, luego, me gustaría picar algo. Eso fue lo que dije, ade-
más de preguntar si servían café filtrado. “Claro”, me respon-
dió, como si en Catamarca fuera la norma, con lo que no hice
más preguntas y le avisé que esperaría un café cargado y sin
azúcar en una de las mesas de la vereda.
Lo primero que hice al sentarme fue responder un men-
saje de Laura que había llegado cuando hablaba con Miguel.
Era un audio de cincuenta y siete segundos (su regla consistía
en no pasarse del minuto) en el que me decía que el ánimo
político se había distendido gracias a unas inesperadas decla-
raciones de la líder opositora.
Ella estaba bien, había dormido poco pero planeaba hacer-
lo esa noche. “Si necesitás tomarte uno o dos días, aprovechá
ahora que esto está calmado”, remataba el audio.
Me sorprendió y me alegré por ese giro a favor de la con-
cordia después de la toma en Olivos.
Me pareció irónico, eso sí, que sucediera justo cuando
Catamarca pensaba reflotar el conflicto, por otro lado, en
cuestión de horas.

64
Su invitación a que me tomara unos días de descanso,
además, no podía llegar en mejor momento. Me liberaba (casi
a propósito) de darle explicaciones sobre mi huida, y me sal-
vaba de resolver, por ahora, la encrucijada en que me ponía el
sostenido ofrecimiento laboral de Miguel.
La moza trajo el café apenas humeante en una flamante
Chemex.
Serví la taza hasta la mitad y le di un sorbo mientras mis
ojos apuntaban desenfocados a los mosaicos del piso. No sabía
bien qué hacer. La charla con Miguel me había descolocado.
Sin meditarlo mucho decidí volver a aquel link en chino sobre
el nuevo aeropuerto de la provincia. Quizás me aportaba al-
guna pista más sobre lo que se estaba tejiendo en Catamarca.
Después de leerlo, sin embargo, no encontré nada intere-
sante. La traducción era fiel del artículo original. El gobierno
planeaba inaugurar un aeropuerto de última generación en
cuatro meses. Los chinos no tenían nada que ver, en aparien-
cia. La verdad es que era poco lo que yo sabía del gigante asiá-
tico, amén de algunas charlas en Información y de algún docu-
mental que había visto. No sabía cuánto podía interesarles el
proceso soberanista de una provincia perdida de Sudamérica.
Abrí una página de Google y escribí “China política“. El
primer resultado era un artículo de la BBC: “¿Cuán comunista
es China realmente hoy?” Sería una pérdida de tiempo pro-
seguir en una búsqueda abierta, así que decidí hacerla más
acotada y dirigida.
Tras algunos intentos infructuosos di con un libro de un
ex corresponsal en Beijing que tenía una buena crítica del
New York Review of Books. Fui saltando de hoja en hoja, viendo
qué me interesaba más, y apunté algunos pasajes.

65
En principio, la base del Partido Comunista Chino se
asentaba en tres pilares: control del personal, control de la
propaganda, y control del Ejército de Liberación Popular. Si
bien cualquier gobierno que se preciara de ejercer plenamen-
te sus funciones contaba con algún órgano de comunicación
oficial, resultaba interesante saber que, para China, eso era
tan importante como el control del ejército o del personal.
Lo segundo fue un par de páginas dedicadas a hablar del
funcionamiento “opaco” del PC. Si bien existe un gabinete
compuesto de ministros y funcionarios, las medidas impor-
tantes las decidía una serie de órganos específicos del Partido
que la población desconocía completamente. Es decir: los
ideólogos eran verdaderos fantasmas.
En este punto, el periodista apuntaba que los gobiernos
norteamericanos y europeos habían decidido vetar a las em-
presas chinas de los sectores sensibles de la economía. Me
pregunté si Miguel y el gobierno de Catamarca harían lo mis-
mo o, en realidad, todo lo contrario.
Tampoco pasé por alto dos datos sobe su economía; el
primero era una suerte de proverbio que un viejo miembro
del Politburó solía repetir: “La mano visible del Estado, y la
mano invisible del mercado, lejos de estar en contradicción,
se complementan y refuerzan una a otra”. Y luego: en China
había más billonarios que en Estados Unidos.
Después de poco más de dos horas de lectura no había lo-
grado tener una idea más acabada de cómo podría funcionar
una alianza entre China y la élite feudal de Catamarca, si eso
fuera probable. En todo caso, lo único que podía imaginarme
con algo de verosimilitud era el rol de Miguel. Considerando
su eficiencia y compromiso, no resultaría sorprendente que

66
se hubiera transformado en el brazo ejecutor de un descono-
cido integrante del PC chino que fijara directrices desde un
sótano impenetrable en Guangzhou o Shenzhen.
Cerré la ventana que contenía los libros y decidí apagar la
computadora para terminar lo que quedaba del café mientras
descansaba la vista en la alfombra de arbustos verdes que se
extendía sobre la cara este del cerro Ambato.
Durante unos pocos segundos dejé que mis pensamientos
flotaran sin dirección, al compás de una brisa que corría de
a ratos, hasta que mi mente entró en una nube caprichosa
que rescató sin mucha explicación el recuerdo de un libro de
Mishima que había leído a los diecisiete años. Se llamaba El
Marino que perdió la gracia del mar, y uno de los pasajes per-
manecía en el escritorio de mi computadora como una suerte
de recordatorio existencial.
Decía así:
Noboru, a los trece años, estaba convencido de su genio, y te-
nía la certeza de que la vida se reducía a unas cuantas señales y
decisiones simples; de que la muerte sentaba ya sus raíces en el
instante del nacimiento y que, en lo sucesivo, el hombre no podía
sino procurar cuidado y riego a este germen; de que la reproduc-
ción era ficticia y, consecuentemente, la sociedad también lo era:
padres y educadores, por el mero hecho de serlo, eran responsa-
bles de un ominoso pecado.
¿Qué tenía que ver esto con todo aquello que estaba le-
yendo, preguntándome y reflexionando? Todo y nada, esa
era la verdad.
Podía meditarlo, reflexionarlo, quizás estuviera ligado de al-
guna forma con la crisis nerviosa que sufría. Estuve a punto de
lanzarme a responderlo, lo cual podría haber desencadenado

67
alguna nueva serie de pensamientos delirantes… pero tuve la
suerte de que la moza me interrumpiera con la cuenta.
Pagué y fui en busca de alguno de esos negocios donde
podía comprar cerveza.

68
NUEVE_

La mañana siguiente pensé en desayunar en la pizzería


italiana donde servían buen café. Era una mañana soleada y
sin viento, con temperatura agradable. Decidí ir caminando
y hacer un poco de ejercicio; un hábito que no había desa-
rrollado nunca en toda mi vida y que ahora, quizás por estar
rodeado de naturaleza, me parecía razonable.
El vecino de bíceps y pectoral inflados no estaba cuando
salí del departamento, aunque sí su camioneta, reluciente,
probablemente lustrada durante la madrugada. Había, tam-
bién, perros callejeros, algunos chiquitos y otros más grandes,
que inspiraban respeto y precaución (el porteño de La Falda
los hubiera liquidado, sin dudas).
Hasta salir del barrio y cruzar la avenida donde el día an-
terior había tomado el 102, casi no se veían autos; tampoco
mucha gente. Debían estar trabajando, y los chicos en la es-
cuela. Miguel me había dicho que en el interior tenían una
rutina diferente a la de Buenos Aires, sobre todo por las altas
temperaturas durante los meses del verano.
Me pregunté si ese ordenamiento del tiempo les cambia-
ría la forma de consumir los medios, e incluso si la siesta les
afectaba el ánimo o la forma de vida. También me dio curio-

69
sidad saber si contaban con muchos diarios digitales como
El Ambato, y si podían ver señales de televisión con temas
estrictamente locales. Tal vez, si aceptaba el ofrecimiento de
Miguel para trabajar en su equipo de comunicación, me abri-
ría a un mundo nuevo.
En la pizzería había sólo dos clientes.
La moza del día anterior estaba entretenida con su teléfono,
pero cuando pasé junto a ella pareció sorprendida por verme, y
me hizo un guiño que no supe cómo interpretar. En cualquier
caso, mejoró mi ánimo. Decidí tomar una mesa de la periferia,
con vista al Ambato. Hacía poco que estaba en Catamarca pero
sentía que empezaba a apropiarme de los paisajes.
Abrí la computadora con la idea de leer los diarios y ente-
rarme cómo iba la crisis en Buenos Aires, cuando una persona
se me acercó por sorpresa.
—Disculpame, viejo, ¿sos uno de los periodistas que viene
a cubrir el acampe por Salar Escondido?
Un tipo de unos treinta y pico, vestido con prendas de
alpinismo importadas y rasgadas (evidencia probable de in-
tenso uso en la montaña) me había lanzado una pregunta un
poco gritando y con un acento extraño que no era parecido
al de Marisa, aunque tampoco parecía porteño, o patagónico.
—No, no soy periodista —dije medio desorientado.
—Ah, me pareció… es que no te tenía visto por acá, y se
me ocurrió que podías ser uno de los periodistas que venían
de Buenos Aires.
—Vengo de Buenos Aires pero no soy periodista.
—Yo también soy de Buenos Aires, pero hace más de quince
años que vivo acá —aclaró sin que yo me hubiese interesado.
—Yo llegué hace poquito —le seguí el diálogo.

70
—¿Vacaciones, negocios o a vivir?
—No estoy seguro, veremos.
El tipo estaba entre de pie y apoyado en una mesa cercana,
inclinado hacia adelante y hablándome casi a los gritos, lo
que me llevó a preguntarme si no sufría algún tipo de sordera.
—Si te gusta la naturaleza y un ritmo de vida un poco más
tranquilo te vas a hallar enseguida. El problema es que el ex-
tractivismo no nos deje pelados… —dijo de pronto soltando
una risita irónica.
No entendí bien a qué se refería. Supuse que a la minería,
pero no estaba muy al corriente de denuncias o protestas en
Catamarca. Sólo recordaba la propaganda a favor de las ener-
gías limpias que había descubierto al llegar a la provincia.
—Claro —le di pie—, todo un debate ese, ¿no? El de la mi-
nería versus la energía verde…
—Y… en rigor no hay mucho que debatir —dijo con un ma-
lestar evidente—. A este ritmo vamos directo a un ecocidio,
comunidades que van a desaparecer por falta de agua y tierras.
Su último comentario, casi a los gritos, había llamado la
atención de los clientes cercanos, sobre todo de un par de tra-
jeados que parecían estar en una reunión de negocios. No sabía
si resultaría interesante o molesta una charla con este flaco
gritón, pero me incomodaba mucho que la conversación con-
tinuara a los gritos y de mesa a mesa. Decidí invitarlo a la mía.
—¿Querés tomar un café? —pregunté—, la verdad es que
no tengo muchos conocidos en Catamarca y quizás podés
darme un pantallazo del lugar.
El tipo dudó. Miró rápidamente su reloj (un Apple Watch
de última generación, con una malla verde fosforescente;
deshilachada casi tanto como su campera de montaña);

71
luego cerró la computadora que tenía abierta en su propia
mesa, y se acercó.
—Dale… tenía pensado mandar unos mails pero no pasa
nada si nos tomamos un café.
—Genial —dije, y le indiqué una de las sillas próximas.
El tipo se sentó de piernas cruzadas, tenía el pelo cas-
taño, sucio y revuelto aunque me pareció que en algún
momento de su vida habría estado peinado hacia un lado,
como un niño prolijo.
—¿A qué te dedicás? —le lancé apenas terminó de acomo-
darse, para no seguir de lleno en el diálogo ambientalista.
—Soy profesor en la Universidad de Arqueología, pero me
lleva más tiempo el trabajo social junto a las comunidades
originarias del interior. Básicamente, por eso elegí quedarme
en Catamarca después del primer año de clases.
—Interesante… —dije por pura cortesía, aunque sin ter-
minar de entender a qué se refería. Se lo pregunté: “¿Y qué
hacés con las comunidades indígenas… originarias?
—Soy parte de la Colectiva Apacheta, que trabaja, en man-
comunión con ellas, por el desarrollo y la defensa de las comu-
nidades originarias del norte del país. Nos dedicamos a hacer
acciones de protesta y concientización para impedir el terrici-
dio que conlleva el neoextractivismo minero a gran escala.
Si no me equivocaba, unos segundos atrás había pronun-
ciado la palabra “ecocidio”, y ahora había dicho “terricidio”. No
estaba seguro de haber escuchado antes ese tipo de léxico,
aunque me detuve más en el curioso nombre de la organiza-
ción a la que pertenecía.
—Pensé que esta era una provincia verde, comprometida
con el desarrollo autosustentable… —dije recordando las

72
estaciones de servicio para autos eléctricos y la parafernalia
marketinera de la “energía verde” y “el desarrollo verde”.
—Qué culeao… —dijo con un tono sarcástico que asocié
con cierta ingenuidad de mi parte—. El nuevo paradigma del
desarrollo sostenible es un engaño liso y llano. La idea del
“dizque” (hizo gesto de comillas con los dedos, acentuando
la palabra catamarqueña) desarrollo autosustentable está
basada en una concepción que no cuestiona en absoluto la
relación actual de la sociedad con la naturaleza. De máxima,
sólo apunta a mitigar el daño del cambio climático, y si uno
quiere ponerse más fino, te diría que lo único que hace es
exacerbar el modelo de mercantilización de la naturaleza, que
considera a los ecosistemas como mercancías.
Algo de esa idea “engañosa” del desarrollo sostenible me
sonaba familiar. Quizás la hubiera leído en alguna declaración
de Greta Thunberg o en alguna entrevista a Noemí Klein o
un intelectual de esa clase, pero hacía tiempo que ya no me
importaba leer, menos militar.
—Entiendo lo que decís, suena razonable, igualmente pen-
saba que el cambio de matriz energético que estaba llevando
a cabo el gobierno nacional, o el desarrollo del litio y los vehí-
culos eléctricos en Catamarca, eran medidas reales para virar
hacia una economía menos contaminante. ¿No había polos
eólicos aquí…? ¿O es en La Rioja eso…?
La moza llegó para preguntar si queríamos pedir algo, y el
activista pidió un café negro grande.
—Volviendo a tu pregunta… no, che, la verdad que no —dijo
con una pizca de consideración, como si le incomodara tener
que instruirme otra vez—. Mirá: la promesa del litio es un acta
de defunción para las comunidades originarias y para la provin-

73
cia en términos económicos y también sociales. La industria
del automóvil eléctrico es muy incipiente y, sobre todo, aún
ensambla productos importados. La verdadera ganancia es de
las multinacionales, como siempre… ¡como siempre! En cuanto
a la destrucción del ecosistema puneño y la supervivencia de
las comunidades, la cuestión está más que clara. ¿Sabés cuánta
agua, por hora, extraen de los ríos y las napas subterráneas para
el desarrollo del carbonato de litio? Las propias empresas lo re-
conocen en sus informes: más de trescientos mil litros. Ahí va
de nuevo: trescientos mil litros por hora. ¿Te imaginás lo que
pasa si multiplicás eso por treinta emprendimientos, como los
que existen ahora? No hay vuelta: en un par de años se secan
los acuíferos y las reservas de agua, y se termina de romper el
equilibrio hídrico. Chau pastoreos, chau agricultura, y chau a las
comunidades asentadas en la zona. Lo dicen todos los viejos, no
sólo los originarios: los de Belén y Santa María, los de Antofa-
gasta y de los pueblitos calchaquíes y puneños más alejados de
cualquier placa solar, cualquier batería, cualquier PlayStation o
pantalla de cristal líquido. Ellos lo ven en el día a día de sus vidas
desconectadas, offline de toda línea satelital o cableada.
Mi primera reacción fue pensar que lo que decía sobre el
impacto ambiental de la actividad era exagerado. Me costaba
creer que la dirigencia política trabajara para que un conjunto
de multinacionales depredara los salares y montañas y dejara
el país, al cabo de unos años, sin otro beneficio que el ingre-
so de las regalías, que por más millonarias que fueran serían
poco, o nada, al lado de la devastación.
—Pero qué —pregunté intentando no sonar ingenuo otra
vez-, ¿la dirigencia en Buenos Aires está engañada o lo saben
y les chupa un huevo?

74
—No es que les chupe un huevo, es que no salen del con-
senso mundial respecto al verso del desarrollo sostenible. Ese
concepto es impulsado por el establishment de Estados Uni-
dos, China, India y las potencias europeas. El cambio debería
venir de ellos, aunque nosotros también deberíamos hacer
algo de nuestra parte.
A riesgo de que el activista se enfureciera lancé una pre-
gunta que consideraba provocadora, pero quizás pertinente:
—Entiendo lo del verso de la sostenibilidad que decís, pero
volviendo a nuestro país: con la pobreza y la falta de trabajo
que hay, ¿no existe una forma de desarrollar esa industria del
litio buscando algún tipo de equilibrio con las comunidades?
La verdad —proseguí en mi argumento—, no sé cuántas per-
sonas integran la comunidad que vive en la zona donde se
explota el litio, pero te aseguro que en el conurbano existen
millones de personas que subsisten con changas, entre carto-
nes y restos de basura, hoy más que nunca.
—Primero que todo —respondió envalentonado—, no hay
una sola provincia en la que se hayan generado emprendi-
mientos mineros a gran escala que muestre beneficios para sus
poblaciones. Catamarca, sin ir más lejos, empeoró en todos sus
índices y su principal emprendimiento, Bajo La Alumbrera, ya
está terminado; y ahí podés ver, camino a Antofagasta de la
Sierra, el dique de cola atómica que dejó en medio del cordón
del Ambato. En avión se ve perfecto: una fosforescencia tur-
quesa en medio de las montañas. Y el hueco, en espiral, como
la mordedura de un demonio gigante, roída por esos monstruos
amarillos que se promocionan en la fiesta popular más grande
de esta provincia, El Poncho. Vos quizás no sabés pero lo vas a
ver si estás aquí para El Poncho… a la entrada del Predio Ferial

75
donde se hace, cerca de la Casa de Gobierno y del Estadio Bicen-
tenario, estacionan simbólicamente tres de las últimas y más
grandes máquinas que se usaron en Bajo La Alumbrera. Niños
y viejos por igual, señoras en ropas deportivas y funcionarios
de todos los colores, cada año repiten el gesto de fotografiarse
frente a alguna de las ruedas enormes de las Caterpillar que
drenaron de oro y cobre ese enorme rincón de montaña cor-
dillerana. Es incontestable, esto: las comunidades originarias
sufrieron pobreza y persecución. Por otra parte, no tengo un
sólo ejemplo en todo el territorio argentino que me sirva para
reflejar lo que vos llamás “desarrollar esa industria…”
Algo indeterminable, pensé mientras lo escuchaba, me
inspiraba confianza en su discurso. Quizás el hecho de que
los dos fuéramos de Capital, y eso me despertara algún tipo
de complicidad en una provincia desconocida.
O quizás fuera algo menos relevante, algo estético: el he-
cho de que su vestimenta de montañista fuera diferente del
clásico outfit del ecologista palermitano. El tipo parecía dis-
tinto, un poco más auténtico. Debía ir con lo puesto (usaría la
brújula del Apple Watch para no perderse en las inmediaciones
de la montaña), ayudando a crear fuentes de agua alternati-
vas para los indios, y persuadiendo del engaño del desarrollo
sostenible a desprevenidos o poco comprometidos como yo.
—Bueno, viejo —dijo tras darle un vistazo a su teléfono—,
me tengo que ir a hacer unas cosas.
—Sí, claro —dije algo abrumado por el torrente de infor-
mación nueva—. Te agradezco el tiempo y la charla.
—Por nada… ¿cómo te llamás? —se interrumpió para pre-
guntarme.
—Marcos.

76
—Un placer, Marcos —dijo mientras se ponía de pie—. Esta
tarde hay una reunión en la sede local de las comunidades
originarias de Catamarca. Va a haber discursos de distintos
compañeres, y van a venir algunos periodistas de Buenos Aires,
Francia y Canadá para compartir experiencias de lucha popu-
lar. Si querés, pasame tu teléfono y te mando la dirección.
Seguía tan abrumado que lo dicté miméticamente.
—11... 3289... 7601...
—Perfecto viejo, mi nombre es Martín, en un rato te escribo.
—Genial —dije—. Gracias Martín.
Guardó su computadora en una mochila mínima y se
fue en dirección al Ambato, que estaba casi delante nues-
tro. Los hombres trajeados ya no estaban; había otro grupo
con apariencia de norteamericanos (jeans y botas de tipo
borceguíes, remeras y camisas abiertas, gorras de baseball),
con una serie de planos y laptops sobre la mesa. La moza
estaba de pie, recostada sobre el marco de la puerta y con
la vista perdida.
Después de unos segundos de extravío mental (un pitido
agudo recorrió el trayecto interior entre un oído y otro), sentí
que estaba saturado de información.
Primero el plan soberanista de Miguel, después la pesqui-
sa doméstica sobre los chinos, y ahora la denuncia del activis-
ta. Por unos instantes me sentí obligado a jerarquizar todo, y
sacar una conclusión sobre todo eso.
Una voz me decía que llamara a Laura y le contara los
planes soberanistas. Así podría librarme de cualquier res-
ponsabilidad. Otra en cambio, me decía que debía respetar
el compromiso que había asumido con Miguel, quedarme
en el molde y seguir indagando en el proyecto indepen-

77
dentista; recuperar algo de conciencia ciudadana, en fin, o
de conciencia sobre mis propias acciones por decirlo de un
modo más concreto.

78
DIEZ_

Después de regresar a mi hábitat natural (las cuatro pa-


redes de un dos ambientes), y de comer, dormir una buena
siesta y superar algunas misiones del Keeper RL, recuperé
cierta estabilidad.
No tenía planes y me sentía tentado de ir a la reunión a la
que me había invitado Martín. No estaba del todo seguro por-
que Miguel podía escribirme para tomar algo y sería por lo me-
nos raro decirle que estaba en una asamblea contra la minería.
A la vez, si el gobierno provincial estaba evaluando lanzar
un proceso de desconexión territorial, la policía o el servicio
de inteligencia local seguro debía estar realizando algún tra-
bajo de investigación entre los principales focos de conflicto
interno, y esa asamblea era uno de ellos.
Después de darle vueltas durante un par de minutos decidí
pedir un DiDi y participar de la reunión. No podía explicarlo
bien, algo instintivo me decía que debía asistir.
Llegué al lugar tras un viaje de unos veinte minutos, y
agradecí que Marisa me hubiera dado ese código promocio-
nal porque la app marcó en destino 2 millones de argenti-
nos. Además, el camino había sido pobre y deprimente, con
rutas modernas que atravesaban descampados y viviendas

79
de chapa y ladrillos huecos entre las que correteaban niñas
y niños descuidados, o se veían grupitos de jóvenes con
rumbo vacilante.
Recién cuando el camino nos internó en un monte de
frondosos arbustos se abrió paso el pequeño pueblito donde,
al final de una calle, se encontraba la sede de las comunidades
indígenas, de fácil identificación por la cantidad de banderas
con proclamas de denuncia y lucha, desplegadas desde la ca-
naleta que circundaba el techo de la casa hasta el alambrado
que indicaba el límite de la propiedad.
Cuando me bajé del auto le escribí un mensaje a Martín.
Me pareció extraño que no hubiese nadie afuera y decidí
esperar unos minutos, hasta que apareció por uno de los la-
terales del jardín. Hablaba por teléfono a los gritos, y me hizo
una seña para que entrara.
—¿Qué tal, viejo? —me saludó cuando terminó la llamada.
—Todo bien, dormí una siesta que necesitaba… —dije
mientras miraba una huerta desprolija al fondo del jardín.
—Veo que ya te estás adaptando a la provincia —dijo son-
riendo con algo de sorna.
—Puede ser —comenté sin ganas.
—Por acá —dijo indicándome una puerta de chapa que
abrió a su paso.
La puerta conducía a una especie de salón de reuniones en
el que sólo había una mesa contra una de las paredes junto
a una heladera baja, y una maceta con un aloe de vera desfa-
lleciente. El resto del salón estaba ocupado por personas que,
a simple vista, parecían personas jóvenes de composición
étnica diversa. Sentadas en el suelo, escuchaban a un hombre
de rasgos indígenas que hablaba, a su vez, sentado sobre un

80
tacho de pintura dado vuelta. Me senté en una esquina, al
lado de una chica de hermosos bucles colorados, y me propu-
se escuchar…
—No cabe esperar ninguna promesa de mejora para
nuestra gente. Ningún partido político va a hacer nada por
nosotros si no luchamos. Debemos llevar la mayor cantidad
de gente de aquí, de las ciudades, para que participe de esta
lucha que es de todos y todas las catamarqueñas.
—Compañeros… y compañeras —prosiguió el hombre
con un acento incluso más marcado que el de Marisa—, este
sábado debemos explotar de gente la plaza. Vamos a demos-
trarles a políticos y empresarios que el pueblo de Catamarca
está unido y que no somos loquitos, y que aquí los únicos
terroristas son los policías que nos cagan a palos por reclamar
lo nuestro. ¡Somos el pueblo de este suelo dispuesto a luchar
por sus tierras y por la vida!
Un aplauso general creció entre el público y permaneció
en alto hasta que el indígena agradeció y se despidió con ges-
tos de sus manos. Luego se acercó a donde estaba Martín y se
quedó con él, charlando por lo bajo.
De a poquito el aplauso dio lugar a un barullo producto
de charlas que iban surgiendo entre las personas sentadas.
La chica de bucles colorados me ofreció un bollo de pan ne-
gro con semillas de chía (“horneado a leña”, según dijo) que
acepté enseguida, más persuadido por la forma de cocción
que por su tosca apariencia.
Después se dio vuelta para responderle a otra persona, y
yo me quedé observando los carteles de consignas climáticas
(“Un caballo salva vidas, un auto asesina”; “ZARA fomenta el
ecocidio, rescatemos la industria del telar”) que había en las

81
paredes e intenté imaginarme qué posibilidades tendrían de
concretarse; probablemente ninguna.
—Gracias al compañero Eduardo de la Comunidad Ata-
cameña —dijo una chica que había ocupado el centro de
aquel grupo—. Gracias por habernos compartido tu testi-
monio y tu larga experiencia de lucha. Un verdadero ejem-
plo de militancia. Quisiera aprovechar las declaraciones de
les compañeres para decirles que comprometerse de forma
consciente y real con esta lucha no es gratuito. Quiero que
interioricen seriamente esta idea: cuando participamos de
cortes de rutas, bloqueamos el acceso a una empresa o co-
pamos una institución del Estado, nos estamos arriesgan-
do a que nos peguen, nos abusen, nos encarcelen, nos con-
denen, nos estigmaticen, y nos cierren las puertas a todo
nivel. No quiero asustarles para nada, quiero, en todo caso,
que podamos comprender los riesgos de esta lucha, porque
de esa forma también vamos a comprender sus alcances, lo
urgente y trascendental que se vuelve nuestro compromi-
so. Quizás yo vaya presa este fin de semana, o sea reprimi-
da, abusada, o violada por uno de estos cerdos de la policía
catamarqueña… ¿pero saben qué? —en ese momento la
chica comenzó a elevar el tono de sus palabras—; cuando
pienso que hay cientes, miles de compañeres igualmente
de comprometidas que yo, aunque yo esté presa, abusada
o violada, que van a permanecer en esa ruta, en ese corte,
en esa toma: yo estoy en paz conmigo misma compañeres,
y siento que no estoy sola, sino que formo parte de algo
mucho más grande e importante que mi propia vida. Eso
me da confianza en que más temprano que tarde vamos a
ganar esta lucha, vamos a lograr que políticos y empresas

82
dejen de destruir el planeta, dejen de prostituir la natura-
leza, aniquilar a los animales, esclavizarnos.
Un aplauso cerrado estalló en el salón.
Martín había dejado por fin su teléfono y se había suma-
do al reconocimiento general. Su actitud, junto a la de otras
personas que permanecían en los márgenes, me sugirió que
la chica era una especie de líder a la que admiraban y seguían
con atención. Tras darle un sorbo a un mate que había llegado
a sus manos desde un grupito de asambleístas sentados en el
piso, la activista pidió de forma respetuosa que regresara la
calma. Parecía a punto de agregar algo.
—Por último, compañeres, déjenme hacer un pequeño
comentario sobre lo que me tocó conversar con una de las
compañeras de la comunidad andina, Miriam… —el barullo
se fue aplacando, algunos querían continuar la charla entre
ellos, parecían inquietos—; es un adelanto chiquito porque
el domingo van a poder conversar con ella en un taller muy
interesante —dijo mientras se acomodaba un mechón de
pelo que le colgaba muy cerca de un ojo—. Cuando dicen que
las luchas feministas empezaron hace cien años, yo les digo
que sí, que claro, siempre dentro del marco de la historia
que nos cuentan en Occidente. Eso está muy bien —siguió
de forma sarcástica—, ahora… cuando hablen con Miriam,
y ella les cuente que las propias comunidades de nuestra
región tenían una cosmovisión mucho más rica y compleja
que la occidental, que no se basaban en definiciones iden-
titarias fijas sino que se otorgaban diversas posiciones de
género que estaban condicionadas por el lugar que el cuer-
po de la persona ocupa en un espacio-tiempo determinado,
me gustaría que piensen y asuman el rol protagónico que

83
nosotras, desde este punto periférico del país y el planeta,
podemos llevar a cabo… no sólo para darle un nuevo senti-
do a nuestras vidas, a nuestras comunidades, sino al mundo
entero, porque realmente, el conocimiento censurado, olvi-
dado, infantilizado y descartado por la civilización occiden-
tal “moderna”, es el único saber que puede ofrecernos una
verdadera alternativa de vida para los siglos por venir.
Un grupo de mujeres empezó otro aplauso, al que se sumó
la propia activista, quien dirigió su mirada y sus aplausos a la
susodicha Miriam, que estaba sentada en una silla, al costado,
ovillando lentamente unos manojos de lana silvestre.
—Si les parece, queremos abrir un espacio para escu-
charlas —dijo—, y que todes tengamos la posibilidad de
hacer preguntas y de comentar lo que Eduardo y Cristian
contaron sobre sus experiencias. Voy a pedirles que levan-
ten la mano y a continuación hablen, sólo para ordenarnos
un poco, ¿sí?
Nadie respondió, pero a los pocos segundos la colorada
levantó el brazo.
—Hola a todes, mi nombre es Fernanda Paz, soy estudian-
te del primer año de abogacía y esta es mi tercera vez en la
asamblea. Las palabras de Eduardo y Cristian fueron muy
interesantes, muy tristes también, deben servirnos de ins-
piración para que podamos convertirnos en protagonistas de
esta lucha global.
Esta perorata me recordó de inmediato los debates a los
que Laura solía invitarme, y en los que cada vez que se abría
el tiempo para las preguntas, los participantes hablaban de
sí mismos y preguntaban cosas que, de alguna forma, ya se
habían respondido.

84
Seguro de que pasaría lo mismo ahora, apagué los oídos
y dirigí mis sentidos a la activista, que me había llamado la
atención desde la primera vez que habló.
Era alta, flaca, de tez aceitunada y pelo largo y oscuro, no
azabache, sino más bien castaño oscuro (se aclaraba cuando
la alcanzaban alguno de los rayos de sol que entraban por una
de las ventanas de la casa); tenía unos ojos alargados de color
café, las mejillas un poco hundidas, nariz aguileña, labios fi-
nos y una sonrisa hermosa de dientes blancos… en conjunto
un rostro alargado y sensual, en el que eran claramente visi-
bles genes indígenas.
Llevaba puesta una remera gris algo escotada que reflejaba
un busto modesto, razón por la cual quizás se había colocado
un push-up (visible por su redondez artificial). De abajo hacia
arriba, las piernas culminaban en una cola firme y de curvas
sugerentes (llevaba puesta una calza negra que era presa de
las miradas de un lado y otro de la asamblea).
Un gesto que también hablaba de su apariencia, y que, con
seguridad, Laura habría descripto como parte de una femini-
dad “socialmente construida entre las mujeres occidentales
del siglo XX”, era ese gesto recurrente de correrse el pelo de-
trás de las orejas cuando caía sobre su mejilla, girando ligera-
mente la cabeza de costado mientras seguía hablando.
Si la nativa (la apodé así a falta de saber su nombre) en-
traba o no en el canon de belleza hegemónica, no sé, quizás
Laura diría que sí porque era alta y flaca; a mí me parecía que
en Europa no gozaría de esa etiqueta, aunque el mundo cam-
biaba a velocidades extremas y en países como Reino Unido o
Alemania era habitual ver a jóvenes de “belleza hegemónica”
y cierto estatus económico casándose o relacionándose con

85
chicas del sudeste asiático, turcas, latinas y de cualquier otro
lugar donde no hubiera proliferado el feminismo combativo.
En fin, esa era mi apreciación estética de la nativa que, me
había cautivado desde el primer minuto.
Respecto a su carácter diría que era enfática, de mirada
inteligente, algo desconfiada. Debía llevar una vida muy de-
dicada al activismo, y gran parte de su libido se lo chuparía la
lucha contra el capitalismo, y la mar en coche. Que su discur-
so fuera atractivo no evitó que durante buena parte me de-
dicara a imaginarme besándonos contra una de esas paredes
intervenidas con whipalas y carteles antimineros.
Por suerte no habían sido más de cuatro o cinco personas
las que hicieron comentarios o preguntas; eso me pareció,
porque cuando acabé la imaginería de mi monólogo erótico
ella daba por finalizado el encuentro.
Esperaba a que la reunión se terminara de desconcentrar
(la gente salía muy lentamente, otros permanecían compar-
tiendo mate), cuando una chica se me acercó con algo de ti-
midez y curiosidad, y me preguntó si era periodista.
—No. Soy, digamos… un asistente casual. Me invitó Mar-
tín —señalé el lugar donde mateaba con gesto adusto junto a
una pareja de viejitos aindiados.
—Ah, claro —dijo ella con acento extranjero. Debía ser al-
guna periodista de las que vendrían de otros países para esta
ocasión, como me había contado Martín.
—¿Vos sos periodista? —probé.
—Sí, del periódico Le Monde —y de repente todo quedó cla-
ro: la prolijidad de ese español de instituto madrileño escon-
día la “egues” francesas, una de las cuales se le escapó cuando
usó “periódico” para presentarse.

86
—¡Ah! —respondí con una exclamación sincera—, Le Mon-
de, obvio, claro: lo conozco.
Sabía del periódico; lo recordaba como un diario progre-
sista de Francia, aunque de progresista ahora sólo le queda-
ba el recuerdo del prestigioso nombre.
—¿Estás escribiendo una nota sobre las protestas mineras?
—pregunté por pura cortesía.
—¿A quién le estaría respondiendo? —adoptó una reac-
ción de extrema prudencia, como si le hubiera preguntado si
llevaba droga en la cartera.
—Te pido perdón —le dije—, me llamo Marcos.
—Sí claro, Marcos… pero ¿quién eres, activista, vecino,
qué? No eres de Catamarca, ¿verdad?
No sé qué habrá pensado ella, quizás que era un infiltrado
(podía haberlo sido, aunque en ese caso no le hubiera respon-
dido la verdad, le hubiese dicho cualquier cosa: un vecino, un
estudiante de Nutrición…).
—Soy un simple ciudadano —dije molesto—. Seguro
que encontrás algún testimonio interesante, yo no podría
decirte mucho.
—Claro —respondió ahora enojada, como si mi respuesta
no la satisficiera—. Bueno, gracias.
Me pregunté si su estado de locura respondía a una cuestión
personal o si el escenario de protestas estaba dominado por cru-
ces de fuentes e influencias trenzadas de políticos y lobbistas, y
los periodistas debían actuar con ese grado de precaución.
En el salón ya casi no quedaba nadie a excepción del “com-
pañero Eduardo”, y la señora Miriam, que seguía ovillando en
su rincón. Iba a pedir otro DiDi para volver; ya había tenido
demasiado “encuentro popular” para lo que acostumbraba.

87
Salí al jardín chequeando el teléfono, cuando Martín inte-
rrumpió su conversación con otra persona para hacerme una
pregunta, de lejos:
—Ey… ¿ya te vas?
—Sí, estoy viendo si consigo un auto —y le mostré la pan-
talla con la app abierta.
—No creo que haya, pero probá… igual, ¿no querés tomar-
te unas cervezas? Vamos a ir a un barcito con algunes compa-
ñeres —de repente, Martín hablaba en inclusive. Reconozco
que entre el uso recurrente de términos relacionados con el
“extractivismo” y los giros lingüísticos, el perfil de Martín me
insuflaba cierta violencia.
La invitación me sorprendió. No sé qué podía motivar su
propuesta; en ningún momento mostré el mínimo interés
por su cruzada. Pero la posibilidad de que la nativa formara
parte del grupo me convenció de aceptar el convite.
—Y vamos… —dije, y retomé hasta la entrada de la casa.
Permanecí distante, observé el entorno (como si fuera
un extranjero sensibilizado por la precariedad circundante),
y pensé en mandarle un mensaje a Miguel, a quien, por otra
parte, debía darle alguna señal de que estaba bien. Al final, le
escribí diciéndole que tenía que llamar a Laura por un tema del
trabajo en Capital, lo que me excusaba de aclararle si iba a que-
darme en el departamento o si saldría, al mismo tiempo que le
negaba la posibilidad de invitarme a cenar o a tomar algo.
—Bueno gente… —dijo Martín dirigiéndose al grupo—
¿vamos? Cristian y Miriam se quedan en casa, Eduardo viene
con nosotres.
Todos dijeron que sí (incluida la nativa, que apareció de
improviso junto a otra persona), y nos encaminamos por

88
una calle de tierra. No muy lejos se veían las panzas de al-
gunos cerros y unas nubes grises que amagaban con lluvia.
Como parte del grupo venían la periodista de Le Monde, el
“compañero Eduardo”, y otro flaco alto con una mochila corte
corresponsal de guerra, que debía ser el canadiense y que iba
conversando con la nativa.
El bar estaba a menos de doscientos metros y era un an-
tro deprimente; una casa donde vendían cerveza, vino, y ga-
seosas, y donde, según Martín, se comían unas empanadas
espectaculares.
El salón del bar, por llamarlo de alguna forma, estaba mon-
tado en un pequeño living con tres mesas altas y banquetas,
y en las paredes se alternaban tejidos indígenas con imáge-
nes de Cristo, una virgen de curiosa tez africana y la Pulga
Messi. Lo atendía un hombre joven con espíritu diligente, y
una señora bajita y silenciosa (aunque su rostro transmitía
demasiadas cosas), que salió de la cocina para saludarnos.
Hasta el momento en que llegaron las empanadas (muy ri-
cas, por cierto, sobre todo las de carne y humita), la conversación
versaba sobre cuestiones operativas de la marcha del sábado.
La nativa (Sara, supe, era su nombre) estaba a mi lado,
aunque en ningún momento se fijó en mí; estaba metida de
lleno en la conversación con Martín y Eduardo.
Cuando las cervezas se multiplicaron, la charla viró hacia
cuestiones de política nacional y global.
Consultada por los dos periodistas, Sara empezó a criticar
a los gobiernos europeos, “dominados por el algoritmo finan-
ciero y la estructura hipertécnica”, lo que los dejó boquiabier-
tos, quizás porque no se esperaban que pudiera criticarlos
desde su propio léxico occidental.

89
Después, Martín trajo a colación discusiones sobre la
crisis del capitalismo, la autoexplotación a la que nos había
conducido el mercado, discusiones a las que se sumó el des-
garbado de flequillo con citas de Bifo Berardi y Alain Badiou,
entre otras de un tal Guaman Poma, a quien no conocía, y
que todos los presentes —a excepción de los corresponsales y
yo— elevaron a la categoría de Dios.
La reunión iba para largo, y pensé si no sería mejor volver
a la ciudad.
El canadiense y la francesa, creídos de estar viviendo
una experiencia chamánica, podían quedarse ahí hasta
que amaneciera.
Yo necesitaba descansar.
Unos minutos atrás, el titilar del ojo se había acelerado
causándome una molestia incómoda. Iba a sacar el celular
para pedir un DiDi, pero Sara me ofreció una excusa para que-
darme un rato más, invitándonos a mí y al resto a compartir
en la calle un fino que sacó de su riñonera.
Salvo el canadiense y yo, todos dejaron pasar la invitación
y ordenaron una ronda más de cerveza. En principio, lamenté
que el canadiense se sumara porque no habría mejor ocasión
de charlar con Sara a solas; pero, por suerte, apenas caminamos
unos metros pidió una pitada, fumó, y volvió al bar.
El porro era entrador, y apenas lo pasé Sara me lanzó
una pregunta:
—¿Sos amigo de Martín…? Es la primera vez que te veo.
—No, lo conocí esta mañana —respondí, todavía paladean-
do el humo dulce—,me invitó a venir al final de nuestra charla.
—Pero ¿sos activista, periodista, o sólo una persona cu-
riosa? —le agregó una pizca de sarcasmo a su última opción,

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quitándole, de paso, el espíritu botón que tenía la pregunta.
—En realidad ninguna de las tres… —y volví a calar el po-
rro—, o quizás sí, algo de curiosidad. Llegué a Catamarca hace
dos días. Me pareció que lo de hoy podía ser algo interesante.
—No está mal… —dijo con ligera arrogancia—. ¿Y qué te
pareció?
No sabía bien qué responderle y tampoco tenía muchas
ganas de especular. Entre el efecto de la cerveza y el porro, me
dejé vencer por la sinceridad.
—Sé muy poco sobre la realidad de las comunidades indí-
genas. Trabajo como diseñador en el Ministerio de Informa-
ción, a nivel Nación. Hace algunos años me interesaba mucho
la política. De hecho, el filósofo que citó tu colega, Berardi, era
uno de mis autores más leídos. Ahora estoy bastante desen-
cantado. No milito ni participo activamente en nada… debe
parecerte un desastre, ¿no?
Sara sonrió, como si le diera algo de lástima, aunque eso
no me afectó; en cierto modo era una reacción justificada.
—No, me parece bastante usual de hecho… —dijo—. En
todo caso, a mí me parece una salida algo narcisista, sobre
todo la pérdida del entusiasmo, pero esa salida está tan ex-
tendida que se torna normal…
Ya había escuchado ese discurso en alguna parte, quizás en
boca de Laura. La verdad es que no estaba del todo de acuer-
do. Al menos en mi caso. Lo mío era diferente y no estaba
seguro de a qué respondía.
Un perro se acercó a donde estábamos y Sara se agachó
para acariciarlo. Era una perra grande, de raza incierta, que
había dado a luz recientemente (las tetas colgaban, aún hin-
chadas). La tomó de la cabeza con cariño y le habló en un

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idioma que no entendí, quizás algo aborigen. Luego se puso
de pie y me extendió la mano para cederme el porro, queda-
ban las últimas secas.
—¿Y estás en el gobierno de casualidad o porque simpa-
tizás… a pesar de tu apatía política? —quiso saber, todavía
acariciando a la perra.
—Estoy ahí porque mi ex novia trabaja en Información y
me ofreció colaborar hace algunos años. Si me gusta el gobier-
no, la respuesta es no mucho, algunas cosas sí… digamos que
soy un peronista crítico y poco verticalista, lo que, de alguna
forma, me aleja del peronismo en sí.
Sara volvió a sonreír, aunque sólo se veía una mitad de su
sonrisa, la que estaba apenas iluminada por la luz que llegaba
de la única lámpara del tendido público (si podía llamarse así
al palo de madera con un foco) que tenía la calle.
—Por la camisa azul y las botas de gamuza que llevás, más
que un militante peronista parecés un burgués socialdemó-
crata —dijo con tono neutral, más descriptivo que crítico—.
Personalmente, me gusta.
El comentario me descolocó. En un principio me pareció
positivo, pero enseguida me entró cierta persecuta. Ante la
duda, decidí retomar la charla con una pregunta.
—¿Y vos…? ¿Dónde te ubicás políticamente?
—No soy de derecha, obvio. Pero estoy lejos del pero-
nismo. Segato explicó muy bien el déficit de las izquierdas
progresistas de principios del siglo XXI entre las que se en-
cuentra el peronismo de las últimas décadas. Cayeron en una
confusión conceptual entre la ampliación del consumo y la
construcción de ciudadanía. Además, esos progresismos se
constituyeron sobre la base del extractivismo.

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La verdad, no había leído a Segato. Sin embargo, coincidía
con la crítica sobre la falta de construcción ciudadana. Quizás
algo de eso explicara también mi propio desencanto.
—Quizás podés sumarte a la marcha de este sábado —dijo
algo inquieta, observándome de una forma que hizo que me
preguntara si estaba seduciéndome o si ya me encontraba
muy drogado.
—Me gustaría participar… —dije al mismo tiempo que
una ráfaga de viento nos alcanzaba, despeinándole a Sara un
mechón de pelo que acomodó detrás de la oreja, repitiendo el
gesto anterior.
—Va a ser una marcha muy concurrida —se enorgullecía.
Tras un par de segundos en silencio, dio un paso hacia a mí.
—Voy a hacerte una pregunta personal.
—Dale —dije, sorprendido por su cercanía.
—¿Besaste a alguna catamarqueña purita desde que llegaste?
—Creo que no —dudé, totalmente descolocado.
—Ah mirá… —dijo, y llevó lentamente su mirada a mi boca.
No sé si fue el porro, el lugar en el que nos estábamos be-
sando, o sólo porque así besaban las “catamarqueñas puritas”,
pero quedé estupefacto. La decisión con que abrió y avanzó
su boca; después el rebaje drástico hacia la dulzura, y poco
después los microbesos, uno tras otro, antes de retomar la
voluptuosidad del inicio.
La excitación fue inmediata.
Ella pareció percibirla, porque puso una de mis manos detrás
de su cintura para acercar su cuerpo al mío. Desde ahí llegué a
acariciar la cinturita y más abajo, y sentí cómo apelmazaba sus
pequeñas tetas contra mi pecho en aceleración… creo que falta-
ron segundos para que todo se fuera al carajo ahí mismo.

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Por suerte, ella se separó con otra seguidilla de besos pe-
queños, y después de prenderse un cigarrillo disparó otro
comentario inesperado.
—Si no tenés planes, esta noche podemos dormir en mi casa.
—No, no tengo, me gustaría —dije, mientras intentaba re-
tomar la respiración normal.
—Vamos un rato adentro y después nos vamos —informó
decidida, y enfiló al bar—. Mi casa está cerca.
De vuelta en la mesa, sentí que los minutos se alargaban
eternamente. Martín empezó a hablarme de su infancia en
Barracas, y de cómo sus padres lo llevaban a jugar al Parque
Lezama. Le contestaba que sí a todo, como un autómata,
mientras mi mente viajaba entre los pliegues de las calzas ne-
gras de Sara. También me llenaba de preguntas: ¿cómo sería
estar en la cama con ella? ¿Sostendría el rol de líder o, justa-
mente en el sexo se volvería pasiva?
No quería mirarla, transmitirle ansiedad, ni hacer algún
comentario inoportuno; quería anular cualquier posibilidad
de que suspendiera los planes. A la distancia puedo ver mi
calamitoso estado emocional de aquellos días.
Crucé algunas palabras con el canadiense, que me confesó
su adicción a ciertos videojuegos, lo que habilitó un inter-
cambio sobre atajos y trucos del Cyber Shadow 25.
Después aproveché para chequear el teléfono por si tenía
alguna respuesta de Miguel o de Laura.
En ese momento de distracción fue cuando Sara se despi-
dió del grupo (“bueno, chiques —dijo—, mañana nos vemos
en la sede…”), y me miró y me dijo “¿vamos?”.
Respondí levantándome de inmediato, y me despedí tam-
bién del resto del grupo. Entre ellos, Martín me miraba con

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suspicacia, como con una sorpresa inédita, lo que se mezclaba
con mi propia incredulidad por estar yéndome con aquella
joven y decidida líder.
El frente de la casa de Sara era pequeño y austero, aunque
no lo recuerdo del todo porque en ese momento, cuando ella
iba a sacar la llave de la mochila, nos trenzamos en otro vio-
lento estruendo de besos.
Al entrar no prendió las luces, no sé si porque no quería
que viera la casa, porque ahorraba en luz, o porque eso dis-
pararía mi intriga.
Atravesamos un pasillo corto y angosto, que recorrió descal-
za. Por la luz que nos llegaba pude ver un puf y una mesa ratona.
Luego atravesamos una puerta con una toalla colgada del borde.
Al final del corredor había otra puerta entreabierta. En-
tramos y Sara prendió una lamparita. La luz era de un matiz
verde, por una pantalla hecha con una tela que parecía corta-
da con los dientes.
La habitación era pequeña, con una cama de dos plazas,
un armario empotrado y dos mesas de luz. Había también un
mueblecito con un espejo que emulaba un sol, con sus ondas
y rayos puntiagudos. Y libros por todos lados.
—Ya vengo —dijo de repente, y sospeché un paso prepara-
torio por el baño.
—Dale —dije, y me acosté en calzoncillos y del lado opues-
to al velador. Agarré un libro de una pila pegada a la cama.
Quería echarle un ojo a lo que estaba leyendo.
Se llamaba El cascabel del Chamán es un acelerador de partí-
culas. Lo abrí en una página al azar y leí:
La proposición presente en los mitos indígenas es: los anima-
les eran humanos y dejaron de serlo, la humanidad es el fondo

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común de la humanidad y de la animalidad. En nuestra mito-
logía es lo contrario: los humanos éramos animales y “dejamos”
de serlo, con la emergencia de la cultura, etc. Para nosotros, la
condición genérica es la animalidad: “todo el mundo” es animal,
sólo que algunos (seres, especies) son más animales que otros:
nosotros los humanos somos evidentemente los menos animales
de todos.
Sara volvió del baño con una remera con mangas cortadas
y el logo de Pepsi en el centro. Era de los años noventa. Ni si-
quiera prestó atención al libro que leía. En cambio me ofreció:
“¿querés pasar al baño?”
—No, estoy bien —respondí dejando el libro, y me recosté
sobre la almohada para quedar estirado.
—Bueno… —dijo, dio un pequeño suspiro, apagó la luz y
se metió en la cama.
Segundos después, en medio de la oscuridad, sentí que
una mano se escurría, con paciencia catamarqueña, entre
mis muslos.

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ONCE_

Sara se había ido a dar clases (eso, al menos, fue lo que


me dijo, y en el apuro no alcancé a preguntarle nada). Tam-
bién me dijo que desayunara, que podía encontrar algo en
la cocina, pero no encontré nada a excepción de un paquete
de yerba, unas pocas frutas y una barra de cereal a la mitad;
productos que no formaban parte de mi desayuno.
La noche había sido increíble. Ni siquiera entendí cómo
había podido ir a trabajar con el desgaste febril de las últimas
horas. Sara era decidida y muy abierta, incluso para mí, que
en los últimos años había explorado algunas variantes muy
ligeras de sexo tántrico y sadomasoquismo.
Cuando salí de la cama, apenas amanecía.
A través de la diminuta ventana de la cocina se podía ver
cómo el sol aparecía desde la espalda del cerro Ancasti. El si-
lencio y la quietud de la casa transformaban la austeridad y el
colorido desorden en una postal bucólica, hasta bella.
Por unos segundos me imaginé viviendo ahí; una proyec-
ción curiosa porque no había televisor ni computadoras o
consolas a la vista, sólo una considerable biblioteca (hecha
con ladrillos huecos y unos estantes de madera sin barni-
zar), la mesa ratona que había visto la noche anterior (ahora

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con apuntes y carpetas encima), y un mueble estilo Ikea
adornado con un conjunto de artesanías de corte norteño.
No había chequeado el teléfono en unas diez horas, y sabía
que podía encontrarme problemas. Sin embargo sólo tenía un
mensaje, de Miguel: “Escribime mañana cuando te despiertes”.
Volví a la pieza, me vestí, y pasé por el baño para lavarme
la cara. Pedí un auto de DiDi y me recosté en el puf para leer
las noticias hasta que llegara.
La noche anterior, la principal dirigente opositora había
manifestado su disposición a retar en un “duelo de honor”
al presidente, aunque se había negado a precisar qué clase
de competencia sería. Estas palabras habían despertado un
sinfín de especulaciones, y habían hecho estallar por los aires
la breve calma inaugurada sólo dos días atrás.
El ruido de un auto acercándose interrumpió mi lectura.
Era el DiDi, y a su llegada aparecieron algunos perros que
ladraban ferozmente.
Cerré la puerta de la casita (sin llave, como me había dicho
Sara), y subí al auto.
En el camino le escribí a Miguel: “Hola amigo, perdón que
no pude responderte ayer. ¿Nos vemos hoy?”. Me respondió
de inmediato: “Venite a Casa de Gobierno al mediodía, vestite
más bien formal… cuando estés ahí llamala a Marisa”.
¿Para qué debía ir formal si no era para algo importante? La
desconexión debía estar en marcha.
Le pregunté al conductor del auto si conocía algún local
donde pudiera comprar ropa y me sugirió unos locales ele-
gantes y anticuados en los que, no obstante, encontré un
saco de media estación que podía combinar con un jean y
casi cualquiera de las camisas que había traído.

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El local quedaba a metros de la plaza donde me había
increpado el robot, sólo que a esa hora del día había mucho
movimiento de peatones y un tráfico sensacional de motos
y bicis eléctricas que formaban un paisaje a mitad de cami-
no entre Copenhague (por el trazado ordenado de las bici-
sendas) y Camboya (viajaban entre dos y tres personas por
vehículo, muchos iban escuchando música o hablando por
teléfono, y la mitad sin cascos o con los cascos en los codos).
“Es viernes chango, mañana esto está desierto...”, me dijo el
chofer cuando me notó sorprendido por el caos de tránsito
en la pequeña ciudad.
Volví al departamento con el tiempo justo para cam-
biarme, picar algo y pedir otro coche. Cuando llegué a Casa
de Gobierno encontré una gran cantidad de autos (entre
vehículos oficiales y civiles) estacionados en los alrededo-
res del edificio.
Contra mi pronóstico, el ingreso era ágil, y el personal de
seguridad parecía tener todo bajo control. Llamé a Marisa,
que apareció un par de minutos después con una credencial
para mí, que me entregó una vez que atravesé el control.
—Cómo le va, Marcos —dijo apurada, mientras caminába-
mos hacia el edificio—. Miguel me pidió que lo ubique en uno
de los palcos; él lo llama más tarde.
—Gracias, lo espero.
—Va a estar un poco caluroso —dijo ella, disculpándose por
el sol que, a esa hora temprana de la mañana, ya era decidi-
damente caliente—; algunos de los chicos van a repartir agua.
Pida un par de botellas y tome, aunque no tenga sed ahora.
—No hay problema —dije, ya a la salida de un camino de
piedritas coloridas que culminaba en un anfiteatro con gradas

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de cemento y un escenario de esos que se construyen para
recitales o discursos políticos, con una estructura metálica y
una tarima de madera.
—Bienvenido al Anfiteatro San Fernando del Valle —dijo Ma-
risa luego de las recomendaciones para el calor. Desbordaba or-
gullo, casi sonreía, y me pregunté si los catamarqueños actuarían
igual, o si era algo que sucedía sólo entre miembros del gobierno.
Caminamos delante del escenario y en la primera línea
de sillas pude ver que cada una de ellas tenía un cartelito im-
preso con un nombre. Alcancé a ver el del vicegobernador, y
también el de Miguel; al resto no los conocía. Detrás de las
tribunas corría de extremo a extremo una línea continua de
vasijas de barro cocido, con plantas autóctonas como cactus y
otras que no descifré pero no tenían flores y me recordaron el
paisaje huraño del ingreso a la provincia.
Antes de irse, Marisa me ubicó en la tercera línea de sillas, y
dijo que la llamara por cualquier contingencia. Parecía nerviosa
o demasiado entusiasmada, no sabría precisarlo.
El anfiteatro debía tener espacio para unas mil quinientas
personas entre las sillas y las gradas de cemento, que a esa
hora ya estaban prácticamente llenas. En el espacio para las
sillas, más de la mitad seguía vacío.
Se hicieron las doce y media, y por el apuro entre el personal
del gobierno (reconocibles por las credenciales) parecía probable
que el acto comenzara en pocos minutos. Como sucedía con los de
Nación, los funcionarios jerárquicos y los invitados impor-tantes
debían estar reunidos en el edificio principal, y llegarían al
anfiteatro casi al mismo tiempo, instantes antes del comienzo.
Le hice señas a uno de los chicos con pechera para que
me alcanzara agua. La temperatura debía estar en torno a los

100
treinta grados, el sol pegaba con mucha fuerza. Me la trajo
casi enseguida, estaba helada; le pedí que me dejara dos, y
después de darle el primer trago a una de las botellas, las dejé
sobre la tierra apisonada, bajo mi silla.
Desde las seis y cincuenta de la mañana, cuando Sara me
había despertado para avisarme que se iba a dar clases, casi
no había tenido un minuto de pausa.
Ahora, en medio de ese gran anfiteatro a cielo abierto, sentí
de pronto un profundo deseo por saber algo de ella. La suce-
sión de actividades no me había permitido reflexionar o sentir
en toda su dimensión lo que había pasado en la madrugada.
Haciendo algo de memoria, sólo con Laura había sentido
una sensación parecida, en un espacio temporal también pa-
recido, justo después de besarnos por primera vez durante el
cumpleaños de un excompañero de la facultad. Era esa sensa-
ción pendular entre la felicidad por lo que habíamos vivido, y
la ansiedad ante la posibilidad de que se repitiera.
Me pregunté si Sara era el tipo de persona que cuando alguien
le gustaba o le atraía sexualmente, lo encaraba sin vueltas. Tam-
bién me pregunté si ella estaría pensando en mí, como yo ahora;
o si ya estaba en otra cosa. A decir verdad, me sentía seducido
en varios sentidos. Sobre todo por esa combinación entre lo que
reflejaba de forma tan transparente (sus posiciones políticas, su
discurso, su belleza y su sensibilidad social) y lo que ocultaba o
resultaba desconocido para mí: las razones de su frialdad y prac-
ticidad, su independencia, su origen, y cuestiones superficiales
como la lengua en la que le había hablado a la perra callejera.
El sexo (la libertad y potencia con que se desenvolvió du-
rante las horas que permanecimos activos en su cama) tam-
bién era parte de mi deslumbramiento. Desde los primeros

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besos en la calle, a las variaciones corporales y respiratorias a
las que me invitó hasta que nos desmayamos, exhaustos. Sólo
recordarlo disparaba mi ansiedad.
A partir de ese instante, pensé consciente de mis expe-
riencias pasadas, se abriría un espacio de intrigas e incerti-
dumbre sobre cuándo escribirle, cómo y qué: un largo desier-
to de especulaciones que, en el estado emocional en el que
me encontraba, podía silenciarme por días.
De pronto, un numeroso grupo de personas entró en tro-
pel al anfiteatro. Muchos hombres de traje, y algunas mujeres
con look de funcionarias o ejecutivas de empresa, ocuparon
la primera y segunda filas casi íntegramente. Sobre el escena-
rio también se produjeron movimientos; un hombre se acer-
có a un atril y comenzó a darle golpecitos al micrófono para
corroborar que funcionara, mientras dos chicas dejaban una
botella y una copa impecable sobre el atril.
Detrás del hombre, sobre el fondo del escenario, se encen-
dió una pantalla enorme con un video que mostraba paisajes
de montaña, con seguridad catamarqueños. Me giré para ver
el fondo del lugar: los espacios vacíos estaban colmados. En
ese todavía me faltaba identificar a Miguel, al que no había
visto entre las autoridades.
El hombre que estaba al frente del micrófono comenzó a
hablar: “Buenas tardes, vecinas y vecinos de Catamarca, auto-
ridades del Gobierno...”, el público se silenció casi al instante,
y desde uno de los extremos logré ver que Miguel ingresaba
junto a tres asiáticos de traje. Caminaron frente al escenario
y ocuparon sillas de la primera fila.
“A continuación, hará su ingreso al Anfiteatro San Fernan-
do del Valle, sede del Poder en nuestra tierra, el señor go-

102
bernador, Alberto Yalcin…”, dijo el hombre y miró al costado
para indicar el lugar desde el cual ingresaba en ese instante el
mandamás catamarqueño.
Desde las tribunas llegó un aplauso atronador que contagió
a los asistentes en las sillas, aunque en su caso (nuestro caso)
aplaudieron de forma moderada, sostenida pero moderada.
Era la primera vez que lo veía a Yalcin en persona: me sor-
prendió su aspecto críptico. Entró muy serio, con una carpeta
negra en una de sus manos, con la vista en el suelo, y sólo la
levantó cuando se encontró de frente al atril. Sus ojos no se
fijaron en el público, sino en el horizonte, quizás en la gente
que estaba al fondo de las tribunas, aunque a mí me pareció
que observaba algo más allá. Tampoco sonrió, ni saludó a na-
die con un guiño o un gesto de “bien”, “ok”, “qué tal”, como
hacían los dirigentes políticos en Buenos Aires cuando subían
a un escenario en el que serían oradores.
Abrió la carpeta, sacó unas hojas, y las apoyó prolijamente
sobre el atril. Me sorprendió su vestimenta también. Su traje
no relucía como los del resto de los funcionarios. Yalcin llevaba
un traje negro algo desaliñado, una camisa blanca y no usaba
corbata; los zapatos parecían cubiertos de polvo. Me dio la im-
presión de ser un hombre al que le resbalaba lo superficial.
El discurso fue místico: apeló a la Historia y a la religión en
partes iguales. Citó una frase de un tal Fray Mamerto Esquiú
(“¿Veis un pueblo señores?”), que había nacido en el siglo diecio-
cho, y la utilizó para justificar la pregunta de un referéndum que
anunció para los días siguientes. Después aseguró que la Virgen
del Valle iluminaría el camino de los catamarqueños, y explicó
que la caída del orden de Westfalia había obligado a su gobierno
a “transitar un camino distinto al del gobierno de Argentina”.

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Sus palabras aún encerraban misterios para la gente que lo
escuchaba, pero en mi caso recordaban el día en que Miguel
me explicó la pérdida de poder de los Estados y las ventajas de
Catamarca por ser una provincia pequeña, controlada y con
enormes recursos. Me pregunté si el propio Miguel habría
escrito el discurso. Hasta ese momento, el público se había
mantenido en estricto silencio, y mientras el gobernador ha-
blaba, sólo era interrumpido por una bocina lejana, o el grito
enardecido de alguna vieja militante entrada en años.
La pantalla, que había permanecido apagada desde el ini-
cio del discurso, se encendió, y en ella se formó la frase “El fu-
turo en una pregunta” en letras blancas sobre un fondo verde
manzana. En ese momento, Yalcin dio un vistazo a la pantalla,
y luego afirmó: “De aprobarse el proyecto provincial que en-
viaré a nuestro Parlamento, los ciudadanos y ciudadanas de
esta tierra podrán responder a la siguiente pregunta: ‘¿Cree
que Catamarca podría desarrollarse con mayor énfasis y brin-
darle mayores oportunidades de progreso a sus ciudadanos y
ciudadanas si se independizara de Argentina?’”
Un gran aplauso general (sin vítores ni exclamaciones)
siguió a esas palabras finales. La pantalla de fondo reprodujo
imágenes de las personas del público que aplaudían, sonreían,
y conversaban entre ellas. Yalcin carraspeó para continuar,
pero solo se despidió: “Los invito a hacer realidad el sueño de
una Catamarca que se eleve hasta el firmamento”.
Después de los cánticos y vítores de rigor, y pese a las múl-
tiples incógnitas que dejó planteadas el discurso, el cierre y
desconcentración del evento fueron prolijos.
Un último pasaje de entusiasmo había sucedido cuando
la primera línea de funcionarios se puso de pie para aplaudir

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a un Yalcin que, concluido el discurso, permaneció unos se-
gundos frente al atril, apenas sonriente; un gesto de cortesía
antes de retirarse de la misma forma que había llegado, con
la mirada en el piso y la carpeta negra en una de sus manos.
La gente fue caminando lentamente a través de tres sali-
das delimitadas por los chicos y chicas con pecheras, dispues-
tos en filas indicativas.
Yo permanecí sentado, y observé cómo se iba vaciando
el anfiteatro mientras en mi cabeza se apilaban decenas de
preguntas sobre lo que sucedería a continuación. Me imaginé
una explosión en las redes sociales, luego de los medios de
comunicación, imágenes de los móviles de los principales no-
ticieros frente a Casa Rosada a la espera de una declaración
del presidente o algún miembro del gobierno nacional.
Los medios serían los primeros en reaccionar aunque tam-
bién cabía esperarse una reacción de la gente. En Catamarca
no sabía si el anuncio era algo esperable o había tomado a los
ciudadanos por sorpresa. En Buenos Aires estaba claro que
sería una novedad, y me costaba entender si se tomarían el
anuncio con seriedad, preguntándose dónde estaba ubicada
la provincia de Catamarca o, por el contrario, se mofarían con
una expresión del tipo “a quién le importa lo que pasa en la
frontera con Bolivia”.
Pensé también en el impulso que tomaría la fábrica de
memes del país: era probable que aparecieran referencias po-
pulares y mediáticas de Catamarca circulando en Instagram,
Tik Tok y Twitch: el caso María Soledad Morales, el pitufo
Enrique, aquel cantante de cuarteto fallecido no recuerdo en
qué condiciones extrañas (¿un tiroteo, un vuelco?), en fin,
ese tipo de cosas.

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La idea de que una provincia se independizara parecía tan
absurda y remota que no podía imaginar que el gobierno na-
cional fuera a tomarse en serio la propuesta de referéndum que
acababa de ser lanzada, cual molotov soberanista, por Yalcin.
En todo caso, si la oposición dramatizaba los hechos y
agitaba el fantasma de la desintegración argentina; o, por
el contrario, se proponía empatizar con los catamarqueños
y ofrecerles una salida por la vía de más federalismo, inte-
gración y justicia distributiva, era probable que el presidente
reaccionara, aunque sólo sería una respuesta motivada por el
riesgo electoral y no por el miedo a que se fuera a concretar la
apuesta de Yalcin.
Las preguntas surgían mientras dudaba en enviarle un
mensaje a Miguel para avisarle que lo estaba esperando; a
Sara para preguntarle qué opinaba y cómo creía que impac-
taría todo esto, y a Laura que, probablemente, iba a vivir el
proceso con mucho compromiso y angustia, ofreciéndose
para trabajar sin descanso, como hacía a menudo.
Resolví escribirle a Sara. En el medio del caos que se aso-
maba me pareció un regalo del cielo la posibilidad de tele-
transportarme a su refugio, esa casita en medio de un pueblo
periférico, entre pequeñas sierras, donde la única amenaza a
la vista eran los perros callejeros que patrullaban la calle por
puro aburrimiento.
Empecé a escribirlo cuando escuché la voz de Miguel.
Despegué la mirada del teléfono y lo vi caminar rápido en mi
dirección; había saludado a alguien que iba saliendo del an-
fiteatro, ya sin la presencia de los chicos y chicas que habían
juntado botellas vacías y ahora apilaban sillas.
Dejé el mensaje a Sara suspendido y guardé el teléfono.

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—Marquitos, ¿cómo estás? Perdón que no aparecí en todo
este tiempo, entendés —dijo apenas llegó, enérgico y ansioso.
—Sí, claro, no hace falta que digas nada —lo tranquili-
cé—. ¡Qué jugada, eh! Al final Yalcin se decidió a blanquear
la opción dura.
—Sí, es una bomba, pero había opciones más duras incluso.
¿Podía haber más duras?, me pregunté sin poder imagi-
narme a qué se refería. Miguel continuó hablando sin darme
lugar a que hiciera un comentario.
—En realidad no estamos traspasando ningún límite ni
cometiendo un delito. La Constitución provincial autoriza
al pueblo de Catamarca a participar en estudios y decisiones
que comprometan los intereses provinciales. Después podrán
discutir si el referéndum es o no un elemento de participa-
ción, pero de momento no es ningún disparate.
No tenía idea de lo que decía la Constitución, así que di
por hecho que sus palabras eran ciertas.
—Habrá que ver ahora cómo responden en Capital, y qué
arman los medios con tremendo anuncio.
—De eso te quería hablar, quiero que me acompañes a un
lugar —dijo con su seriedad de funcionario.
—Dale, ¿ahora? —pregunté, pensando en mi idea de ver a
Sara de nuevo.
—Sí, ahora, es acá en el edificio.
—Bueno, vamos.
—¿Cómo lo viste a Yalcin? ¿Te gustó el discurso? En líneas
generales creo que fue bueno, ¿no?
—Sí, estuvo bien, no sabía que era un tipo tan serio.
Igualmente me gustó, fue un discurso medido, sin ánimos
de ir al choque.

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—Y sí, lo pensamos con ese tono. Imaginate si a esta inicia-
tiva de referéndum le sumás un discurso incendiario… ahí sí
que se arma un quilombo total. Teníamos que encararlo por el
lado de la participación democrática. Este país tiene un com-
plejo muy grande con cualquier cosa que huela a represión, y
mucho más si el marco de esa respuesta es una iniciativa de
participación popular. Fijate que hace más de veinte años que
la inseguridad está al tope de las demandas ciudadanas y el
peronismo nunca pudo estructurar un discurso y menos una
solución de fondo a ese problema.
—Va a ser interesante ver cómo se da ese debate sobre
cómo responderle a Yalcin en el gobierno nacional, eh…
—Quizás Laura te pueda decir algo, ¿no? —me sugirió, y
aunque lo hizo con la vista sumergida en su teléfono y con
aparente desinterés, era obvio que me pedía que intentara
conseguir alguna información.
—Es probable —dije sin tomar un compromiso. No quería
escribirle a Laura, aún.
Después de dejar atrás el anfiteatro y descender por un
caminito de piedras, llegamos a una puerta sobre un desnivel
de dos o tres metros en la parte trasera del edificio de gobier-
no: una puerta de seguridad, aparentemente blindada, que
Miguel abrió con una tarjeta magnética.
—Seguime —dijo mientras ingresaba en un pasillo angosto
de paredes grises que desembocaba en un pequeño descanso
con un ascensor.
Bajamos dos pisos, y al salir Miguel caminó en dirección a
otra puerta maciza de color gris. Sacó nuevamente su tarjeta
magnética, y antes de apoyarla sobre el censor hizo una pausa
para hacer un comentario.

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—Quiero presentarte a una de las personas más capaces que
conocí en el ámbito de la comunicación en los últimos años.
—Dale —dije, sin poder imaginarme a quién iba a conocer.
Miguel apoyó la tarjeta en el sensor y abrió la puerta: “Ade-
lante”, dijo, tan cómplice como misterioso.
Entramos en una sala amplia, de techo bajo, con una larga
mesa central sobre la que había varias computadoras. Detrás
de cada una de ellas había una persona.
Una de las paredes tenía una gran pantalla dividida en
cuatro segmentos que reproducía imágenes de algún canal de
televisión, además de una especie de timeline que se actuali-
zaba con entradas de diversas redes sociales, y un mapa del
país con círculos que crecían de tamaño y cambiaban de color
de forma casi constante.
“Ahí está Julián, vamos que te lo presento”, dijo Miguel
encarando a uno de lo que estaba detrás las computadoras.
—¡Eh chango! ¿Cómo andás?
—Bien, ¿vos? —dijo Miguel.
—Explotando de a poquito —dijo Julián sonriéndole.
—Te quiero presentar un amigo, Marcos. Nos conocimos
en Buenos Aires cuando yo estudiaba allá.
—Qué tal —dije, y extendí la mano para saludar.
—Bienvenido a Catamarca —me recibió Julián mientras
estrechaba mi mano—. ¿Lindo día para llegar, no…?
Miguel se sonrió y siguió con la introducción: “hace al-
gunos días que está acá y piensa quedarse por un tiempito.
Trabajaba para Información nacional…”, hablaba mirándome,
como si quisiera cerciorarse de que su afirmación fuera cierta
o que, en todo caso, yo no iba a desmentirlo.
—¿Ahora estás trabajando con Miguel? —quiso saber Julián.

109
—En eso estamos —dije para no dejar mal parado a mi
amigo.
—Julián —dijo Miguel sin poder contener la ansiedad—,
quiero que le cuentes a Marcos lo que hacemos acá, que vea
cómo es tu laburo. Ya le dije lo que pienso de vos: que sos una
mente brillante, y que en esta oficina se hacen maravillas.
Sin mostrarse avergonzado por esa definición, Julián se
rió. Mientras nos escuchaba no dejaba de darle vistazos a las
pantallas donde iban alterándose datos y números.
—Acá analizamos el debate público, lo moderamos e inten-
tamos reconducirlo —dijo Julián girándose hacia el lugar donde
trabajaban sus colegas—. No podemos dejar que las corrientes
de opinión tomen derivas antidemocráticas, de abierto desafío
al gobierno nacional o, peor, de clima de guerra. Necesitamos
que la propuesta de Catamarca se desarrolle en un marco de diá-
logo democrático, que la gente empatice con nuestra propuesta,
la encuentre pacífica y, por sobre todas las cosas, justa. El obje-
tivo es llegar a incidir en un nivel prereflexivo, conectar con las
emociones. El problema es que las emociones son fugaces, y eso
nos obliga a generar nuevos estímulos de forma permanente.
—Parece un laburo más de inteligencia que de comunica-
ción —dije algo sorprendido.
Sabía que existían departamentos abocados a tareas de
moderación y creación de corrientes de opinión en el mundo
y algunos también en el país. Lo que me sorprendía era la
ambición con que habían encarado la tarea.
—No me molesta reconocer que pasamos de la vigilancia
pasiva hacia una fase de control activo —retomó Julián—.
De hecho, me parece estúpido poder vigilar y no querer
controlar.

110
—En un rato nos vemos, quiero hacer una recorrida para
mostrarle el resto del lugar a Marcos —dijo Miguel, casi arras-
trándome del brazo.
—Meta, chango. Lo que necesités —llegué a escuchar a
nuestras espaldas.
El resto del subsuelo parecía el interior de un pequeño ae-
ropuerto alemán en la madrugada: un espacio vacío, aséptico,
impersonal.
Miguel me llevó hasta una línea de oficinas acristaladas
y cubiertas de esterillas negras. Frente a la última, sacó una
llave y abrió la puerta. Era un cubículo más o menos amplio,
en la misma línea neutral del resto del lugar. Tenía un escri-
torio, un gran televisor, un modular con una máquina de café,
una planta de interior, y un sillón frente a una mesa ratona.
Había, además, algo que no pasó desapercibido para mí, una
Xbox y un sistema de realidad virtual, el último que había sa-
cado al mercado Google.
—¿Qué te parece?
—¿Qué cosa? —pregunté, sin saber a qué se refería.
—La oficina… ¿te gusta?
—Bueno, no está mal para ser una oficina.
—Te traje acá porque quiero que sea tuya —dijo clavándo-
me la mirada—. Los próximos días van a ser intensos, y creo
que deberías sumarte al equipo de Julián. Va a ser una expe-
riencia histórica. Además, no hay ningún tipo de compromiso
de permanencia, y obvio: el salario va a ser muy bueno.
No sabía bien qué responderle. Me había descolocado. Ese
subsuelo con aire de búnker me proyectaba sensaciones con-
trapuestas. De a ratos escalofriantes, y en otros de curiosidad,
incluso de tentación. Él lo notó al vuelo:

111
—Hacé una cosa, hablá con Julián, charlen… fijate qué po-
dés hacer hoy, y después decidís, ¿te parece?
—Dale —dije en seco, para no darle más vueltas.
—Hay snacks, sánguches, y una variedad de cervezas im-
portadas que traje especialmente para vos. Vas a estar bien,
te lo aseguro.
—Gracias… gracias viejo… —respondí consternado.
Miguel salió de la oficina a paso rápido. Mientras se ale-
jaba pensé en lo bien que había planeado ese momento en el
subsuelo. Me sentía tan halagado como manipulado.
Pensé en probar el aparato de VR, tomar unas birras y vol-
ver al departamento sin decirle una sola palabra a Julián.
Sin embargo, en esos segundos de abstracción sentí en
mi cuerpo un cúmulo de energía que debía sublimar de algún
modo. Por otra parte, Julián me había producido una buena
impresión. Si bien actuaba con algo de soberbia, era una sober-
bia que no me despertaba desagrado o antipatía; era moneda
común entre los pibes del Ministerio. Mi única duda era qué
hacer con Sara. Quería estar con ella, pero tampoco podía des-
atender las necesidades de mi amigo. Después de todo, había
huido de Buenos Aires y él era el único que me había ofrecido
un lugar donde quedarme. Decidí trabajar algunas horas.

112
DOCE_

No sé bien cómo pasó, supongo que una cosa llevó a la otra.


Empecé con un café, conversando con Julián sobre el in-
consciente digital y la idea de armar discursos y disparadores
de opinión, y terminé enchufado cinco días a las máquinas
del búnker.
Cinco días de laburo febril en los que seguimos en tiempo
real la discusión pública, participando de esa “moderación” a la
que se refería Julián; que en realidad era producción de conte-
nidos, cribados digitales, publicación de noticias falsas, troleos
y otras artimañas del mundo de la propaganda política.
Nunca consideré por qué me quedé, tampoco tuve mucho
tiempo (no dormíamos ni cuatro horas por día; Julián decía
que lo que empezaba siendo marginal a las cuatro de la maña-
na podía ser tendencia a las once).
Fue una devolución de favores a Miguel, y otro poco
ese dejarme arrastrar por la comodidad del lugar: encierro,
videojuegos, trabajo, cervezas, café, y así en un bucle de
sueño entrecortado.
Esa dinámica de analizar escenarios, fijar objetivos y lan-
zarse a concretarlos era similar a la Play, o aquella joya del
Age of Empires.

113
En algún pasaje de esa vorágine recordé un libro de
Alessandro Baricco, Game. El italiano planteaba que, por
motivos históricos y darwinianos, a partir de un determi-
nado momento, nada tiene ya posibilidades serias de su-
pervivencia si no lleva en su ADN el patrimonio genético
del gaming.
El primer día buscamos instalar la idea de que el referén-
dum representaba un reclamo legítimo, que no confrontaba
con el gobierno argentino. Fue fácil porque los tomamos por
sorpresa; los funcionarios no sabían cómo posicionarse… a
los medios y a la oposición les pasó lo mismo, y durante las
primeras veinticuatro horas pudimos establecer una narrati-
va acorde a los intereses del gobierno.
Al otro día, y sin que pudiera imaginármelo, metimos un
inesperado batacazo. Después de pasar algunas horas de char-
la entre porros y latas de Red Bull con Julián y un programador
muy talentoso, desarrollamos un videojuego con una calidad
y funcionamiento más que aceptables, cuyo héroe tenía que
independizar Catamarca. Para eso tenía que enfrentarse a un
grupo de ancianos que atesoraba la sabiduría acumulada en
los últimos ciento veinte años, y que —gracias al dinero y a
determinados avances científicos— había logrado extender su
vida más allá del promedio.
Era un juego similar a cualquier otro de estrategia, tipo
Starcraft, aunque con una particularidad: las mayores recom-
pensas se lograban expresándose a favor de la soberanía y en
la calle, fuera de la pantalla.
El jugador debía grabar un mensaje de apoyo, justificar la
independencia o, incluso, decir algo muy simple como: “Hola,
soy X y apoyo la independencia de Catamarca”.

114
No era un videojuego muy creativo ni genial, pero abrevaba
en las últimas tecnologías del metaverso, y a la vez proponía
un cruce con la vida real, lo que causaba un efecto concreto
de apoyo al gobierno catamarqueño, en la calle y también en
los medios tradicionales, que reproducían las grabaciones de
los jugadores sin decidirse a criticarlas.
Nunca supe si Miguel había imaginado que conmigo en el
búnker llegaríamos a ese derroche creativo. En ningún mo-
mento sentí de parte de Julián una búsqueda en ese sentido.
El juego había surgido casi de casualidad, mientras craneába-
mos los primeros memes soberanistas.
Como fuera, el influencer y flamante candidato a legis-
lador “El Bro” había visto ese juego como una posibilidad de
interceder en un tema (el de la soberanía catamarqueña) al
que, en principio, no había sabido cómo entrarle. Su partici-
pación elevó en forma sideral la cantidad de jugadores y así,
a las pocas horas de haberlo lanzado, el jueguito ya sumaba
más de seis millones de descargas, sobre todo en la franja de
jóvenes y adolescentes.
Para el tercer día del encierro hiperproductivo la ba-
talla se trasladó a las redes, el principal escenario de la
guerra discursiva.
Julián lanzó una acción de indiscutible impacto. A través
de perfiles falsos planteó cómo sería la participación cata-
marqueña en el venidero Mundial de fútbol. “¿Formaría una
selección nacional propia y, en ese caso, obtendría el permi-
so de la FIFA para participar de un certamen mundialista?”,
se preguntaba uno de los posteos falsos que habíamos sol-
tado en Facebook, que para mi sorpresa seguía siendo la red
social más masiva de la provincia.

115
En otra línea narrativa anticipábamos: “El gobierno de Yal-
cin y figuras deportivas catamarqueñas planean solicitarle al
presidente argentino que Catamarca sea representada en la
Selección Argentina a cambio de que al menos un jugador del
once titular sea nacido en la provincia del norte”.
Al instante, la temática se esparció y fue tendencia en Insta-
gram y Tik Tok, y hasta los principales programas deportivos de
streaming, televisión y radio se metieron en la discusión; sobre
todo porque el arquero de la selección, Ricardo “El pillo” Zurita,
había nacido en Pomán, un departamento del interior catamar-
queño que la gran mayoría de los argentinos desconocía.
La consigna motivó una enorme cantidad de discusiones
y peleas, que pronto trascendieron el ámbito deportivo. A
nadie parecía importarle mucho la implicancia política del
proceso independentista, siempre y cuando “El pillo” Zurita
fuera titular en la próxima Copa del Mundo, que empezaba un
mes después de las elecciones legislativas.
Al final, entre el juego “Free Catamarca” y el debate sobre
el fútbol en su deriva soberanista, la controversia inicial de
Yalcin había quedado cubierta por el manto sonoro del ga-
ming y la más básica gritería tribunera.
El tercer día, y después de un periodo de indecisión y de-
claraciones ambiguas, las portadas de los medios amanecie-
ron con una denuncia anónima que descolocó a medio país:
se decía que una caravana de Hummers blindados había sido
vista en el Paso de San Francisco, el cruce fronterizo entre
Chile y Catamarca.
Los rumores especulaban con que se trataba de una comi-
tiva del gobierno turco, que había llegado a la provincia para
apoyar técnica y espiritualmente a Yalcin. Ya se sospechaba de

116
las intenciones del presidente turco de expandir el islam en
América Latina, y la mejor forma de hacerlo era interpelando
a los colectivos árabes que se habían asentado en el noroeste
argentino durante el siglo XX. Además, Yalcin era descendiente
de turcos, y le sobraban ambiciones y mesianismos.
Un diputado de la oposición dijo que el gobierno turco
estaba construyendo una gran mezquita en algún sitio del
noreste catamarqueño, plagado de iglesias jesuitas y restos
arqueológicos del sur del Imperio Inca.
Todo era posible a esta altura.
El último día en el búnker estuvo cruzado por cuestiones
de orden doméstico. Julián llevaba dos días sin dormir, su
comportamiento se había vuelto errático. Insultaba a sus em-
pleados y se paseaba en bóxer por las oficinas.
O lanzaba objetos contundentes, o se subía a las mesas
para hacer “vacas echadas” (tomar todo lo que tuviera la bote-
lla de un saque). Las vacas echadas inflamaban violencia, o lo
dejaban dormitando por un par horas antes de volver al ritmo
frenético de trabajo, café y pucho de por medio.
Yo, por mi parte, no había llegado tan lejos, aunque pasé
las últimas dos jornadas mayormente fumado; horas y horas
frente a la Xbox.
Al final, el subsuelo amurallado se convirtió en un tugurio
para workahólicos adictos a los videojuegos, y con constantes
idas y vueltas a la maquinación suicida.
La gran mayoría de los empleados cumplía turnos de ocho
horas y volvía a la superficie. Algunos podían dormir en el
búnker si querían trabajar más para cobrar extras. Y los que
trabajaban de noche, aunque volvieran a sus casas, sufrirían
también el deterioro que implicaba el trabajo nocturno.

117
En cierto momento la brújula temporal se perdió… tam-
bién la ética: las olas de violencia y confusión que impulsá-
bamos, el criterio para decidir sobre la falsedad o no de un
comentario publicado, el daño que podíamos causar en la
audiencia o a una figura política, todo se distorsionaba y ya
daba lo mismo cualquier cosa... el búnker era un espacio en-
diablado. Y jugábamos a nuestro gusto.
Fue en medio de ese proceso, en la tarde del quinto día,
que caí en la cuenta de que, si no salía en las próximas
horas, corría el riesgo de colgarme ahí abajo por tiempo
indeterminado. Necesito retomar contacto con el exterior,
me dije en la oscuridad de la oficina, viendo de reojo la
consola titilante.
Llevaba días sin hablar con Laura (era extraño que no me
hubiera escrito en estos días tan convulsionados para el país,
para su vida), pero más me importaba haber interrumpido el
diálogo con Sara.
Mientras ordenaba las latas y botellas vacías regadas por el
piso y el sillón de la oficina, me sentí triste por haber dejado
que se diluyeran el deseo y la emoción de esas horas posterio-
res a nuestra noche juntos. Pero recordé vagamente haberme
comunicado con ella en algún momento de esos últimos días;
una llamada quizás, o un mensaje.
Pedí un DiDi y fui a despedirme de Julián y del resto de
los compañeros de trabajo de esos días, algunos con los que
ya había entrado en cierta confianza. Dije que iba a buscar
algunas cosas (llevaba cinco días con la misma ropa) y volvía.
Al salir del edificio el sol me produjo dos terribles punta-
das en los ojos y un ligero dolor de cabeza que se desvaneció
a los pocos minutos.

118
La presencia imponente de la montaña a tan pocos pa-
sos hacía más surreal la estadía (la experiencia virtual) en el
búnker. Quizás ese paisaje, el contraste de la naturaleza con
el subsuelo, fuera lo que insuflaba energía y esperanza a los
trabajadores que debían pasar parte de sus días encerrados.
Una vez adentro del auto le dije al chofer que fuéramos al
centro, y me puse a buscar entre mis redes algún indicio de
contacto con Sara.
En WhatsApp encontré aquel mensaje a medio escribir
y sin enviar posterior al discurso de Yalcin. En Instagram y
Facebook no había mensajes, y tampoco en Telegram. Era
esperable porque no me acordaba de haber intercambiado
perfiles. Por el contrario, encontré en X una conversación
extraña en la que nos compartíamos un poema cada uno. No
había prólogos ni aclaraciones. Yo le había enviado un poe-
ma de Verlaine, titulado “El Ángelus de la mañana”, y ella me
había enviado otro sin título, escrito por un tal Tochihuitzin
Coyolchiuhkui. Los leí en busca de algún significado (el mío
lo había enviado a las cuatro de la madrugada, y el de ella
había llegado a las siete y media de la mañana).
La primera y la segunda estrofa me recordaron el amane-
cer del día en que despertamos juntos. La última parte, por
tomar algo más concreto, decía:
mientras un coro de campanas duras
en el engrandecimiento del día
sube, alborada franca de injurias,
¡en dirección al Dios de amor!
En cuanto al poema del tal Coyolchiuhkui, pertenecía a un
género de narrativa aborigen escrito originalmente en lengua
nahuatl, en uso por el mundo azteca y tolteca según precisaba

119
Internet. Era corto, hablaba de la naturaleza y concluía de for-
ma realista, algo triste, y me llevó a pensar que aquella tarde
en que Sara decidió invitarme a su casa sin que nos conocié-
ramos podía dar lugar a un brutal enamoramiento o a que nos
olvidáramos de todo al día siguiente. Decía así:
Nuestro corazón hace nacer,
germinan flores de nuestra carne.
Algunas abren sus corolas,
luego se secan.
Mi decisión de enviarle un poema, y un poema de Verlai-
ne, no se entendía bien; quizás quería enviarle un mensaje
y me pareció justo apelar a un poeta que llevaba una vida
tan perdida y caótica como la que yo tenía esos días. Lo im-
portante era que nos habíamos mensajeado. Además, ella no
había actuado de forma dogmática, ni me había bloqueado
por demostrarle que mis fuentes poéticas abrevaban en “el
colonialismo cultural europeo”. Como fuera, me sentí con po-
sibilidades de recuperar el vínculo esa tarde.
Apenas entramos en la parte urbana de la ciudad vi un sin-
fín de periodistas y móviles de televisión en distintos puntos.
Podía ser delante de una simple vivienda, en la esquina de
una avenida, o en una calle transitada y con locales comercia-
les. Daba la impresión de que Catamarca era el epicentro de
un gran acontecimiento.
La explosión de medios (algunos de ellos no ya de Buenos
Aires sino también de Chile, Bolivia y Brasil) me generó curio-
sidad, pero después de intentarlo durante algunos minutos,
no logré actualizar ni las portadas ni los feeds de los diarios y
canales de Buenos Aires.
Sólo los medios catamarqueños funcionaban con normalidad.

120
El Ambato, el oficialismo escrito por excelencia, daba cuen-
ta entre sus principales titulares de algunos hechos de ayer.
Un conductor afín al gobierno nacional había dicho que
Catamarca podía convertirse en un enclave, un conflicto
“congelado”, como Transnistria o Donbás, mientras se lo dis-
putaban las potencias internacionales.
Los medios más conservadores alternaban debates de pre-
tendida seriedad que confrontaban argumentos jurídicos y
políticos entre el gobierno nacional y el catamarqueño. Cada
uno ofrecía argumentos amparándose en la “legalidad”, la
“legitimidad”, “la democracia”, ”el republicanismo”, y “el de-
recho a la autodeterminación”, entre otros conceptos.
En general, las discusiones siempre llegaban a un mismo
resultado de aparente empate. Todo ello me recordó al viejo
Kissinger, que ya había advertido que, en la medida en que
un Estado, pequeño o poderoso, cuestione el orden y realice
sus propias interpretaciones sobre conceptos como la demo-
cracia, la legalidad y la soberanía, no habría orden ni paz, sólo
guerra e insurrecciones.
Lo que más llamó mi atención fue un título: “Influencer
convocó marcha para exorcizar el Yalcinismo”.
Me pareció ocurrente dentro del gran desconcierto nacio-
nal, aunque en el cuerpo de la nota el medio precisaba que
cincuenta mil seguidores del “líder” habían comprometido su
participación para el día siguiente en la plaza central de Cata-
marca. La provincia no superaba el medio millón de habitan-
tes; si la convocatoria se cumplía, el escenario podía prestarse
a serios problemas.
El chofer estacionó a algunos metros de aquel restauran-
te donde había visto un músico tocando en vivo, frente a

121
la vinoteca que tiene la mejor variedad de cervezas impor-
tadas. Le pedí que me esperara mientras compraba comida
para llevar. Al entrar reconocí, sobre una mesa larga en el
centro del salón, a dos periodistas de Buenos Aires a los que
tenía de prensa de la Rosada. Ahora integraban un grupo
numeroso de cronistas y movileros (sobre la mesa había
portátiles abiertas y algunos micrófonos con los logos de los
principales canales de Buenos Aires).
No me extrañó verlos juntos aunque trabajaran para dis-
tintos canales. Eran la clase obrera del gremio y, más impor-
tante que la posible discrepancia ideológica era el cúmulo
de coincidencias mundanas: sueldos precarizados, jornadas
extenuantes, y escaso reconocimiento.
La gran mayoría cursaba horas y horas en el mundo para-
lelo de las redes sociales, y debía resultarle más estimulante
volcar sus historias y experiencias en las redes para comen-
tarlas entre ellos, que sentarse en un bar de Catamarca e ini-
ciar un diálogo con un provinciano desconocido.
Me acerqué a la barra y pedí un sándwich con papas fri-
tas y un pack de cervezas, y caminé en dirección a la salida.
La clientela local no parecía pendiente de los periodistas.
Sin embargo, justo al frenarme en la salida por un amonto-
namiento entre quienes entraban y salían, escuché que un
chico le decía a otro: “al primer porteño que se haga el pícaro
lo calzo”.
Cuando llegué al departamento, lo primero que hice fue
prender el smartTV y dejarme atrapar por la primera transmi-
sión de videojuegos que apareciera en directo (una de Arena
Free Fire conducida por un “gamer con capacidades diferen-
tes” según precisaba Facebook en su post).

122
Abrí el paquete que envolvía el sándwich y empecé a co-
merlo despacio, masticando cada bocado a la velocidad de
mis pensamientos.
No sabía qué iba a hacer el día siguiente. Tampoco tenía
noticias de Miguel. Ahora sólo deseaba apagar mi cerebro y
seguir sin mucha atención al pequeño marcianito que cazaba
monedas de oro a toda velocidad.

123
TRECE_

Me despertó una llamada a las dos de la tarde. Había


dormido casi dieciséis horas. Era Laura. Antes de llamar
me había escrito dos mensajes: uno decía “hola...?”, y otro
que insistía, con ánimo de preocupación: “¿Estás bien?
Acá mucho quilombo”. Respondí que sí, y que le escribiría
más tarde.
Después de bañarme y tomar una taza de café le mandé
un mensaje a Martín preguntándole si tenían algún plan
para la tarde. Quería ver a Sara pero no me animé a escribirle
directamente a ella.
Martín respondió enseguida, dijo que marcharían al cen-
tro de la ciudad, que estaban reunidos en la casa de las comu-
nidades. “Voy para allá”, escribí después de pedir un auto.
A pocas cuadras de salir del departamento quedamos
atrapados en un embotellamiento, entre bocinazos y gritos,
que no supe entender si eran de reproche o celebración.
El chofer del DiDi lo aclaró enseguida: “es la caravana de la
independencia del gobernador”.
Cuando alcanzamos la avenida vi pasar una larga fila de
vehículos (autos, camionetas y un sinfín de motos a los boci-
nazos) con carteles de apoyo al referéndum.

125
De pronto apareció Yalcin, sobre una suerte de altar que sur-
gió de pronto en la caja de una F180 último modelo, de un azul
brillante. Saludaba a un lado y al otro con aire serio y espectral;
apenas si les lanzaba una sonrisa corta a los conductores cerca-
nos y a las personas que lo acompañaban desde las veredas o
incluso haciendo pequeños trotes junto a la Ford gigante. “Ter-
mina en la plaza dentro de una hora”, me dijo el conductor… y
preguntó si me molestaba que participara del festín populista.
Dije que no, y el tipo bajó la ventanilla y sacó el brazo extendido
hacia arriba, puño cerrado, a modo de una breve arenga lejana.
Después de pasar cuatro días encerrado entre pantallas y
con el cerebro sobrecargado de datos, esa caravana ruidosa
y saturada de elementos materiales me afectó de un modo
extraño: no entendía si estaba en un sistema de realidad
aumentada o si durante mi estadía en el búnker me habían
implantado un chip que controlaba mis percepciones.
¿Estoy volviéndome loco?, exageré, horrorizado, y como
un acto reflejo busqué en la pantalla del celular un espacio
seguro, por decirlo de alguna manera: el feed de Tik Tok.
Vi algunos videos rezagados del día anterior.
La mayoría eran coletazos del proceso soberanista, como
el respaldo inesperado que había recibido Yalcin de otros go-
bernadores, entre ellos todos los del Norte Grande y el de la
poderosa Córdoba. Cuando quise actualizar, el feed apareció
colmado de referencias a la caravana: fotos, videos, declara-
ciones al paso, algunas a los gritos.
No había otra cosa, ni de Argentina ni del mundo. Lo mis-
mo en Facebook, Twitch e Instagram.
Aún sin llegar a lo de las comunidades, se percibía que la
ebullición era total.

126
Había aborígenes en toda la cuadra, algunos vestidos con
ropa autóctona, otros con jean o en joggins con camisa, reu-
nidos en círculos, comiendo o charlando, algunos haciendo
algún trabajo manual para alivianar la espera.
Delante de la casa había grupos de jóvenes armando
carteles, desplegando banderas (como si estuvieran pro-
bándolas) con las consignas vistas antes. Debía haber unas
trescientas personas; de ellas unas cinco escribían trazos
apurados de témperas coloridas, y unos diez o veinte se de-
dicaban a dejar lisas unas cañas que limpiaban a machetazos
o movimientos precisos de pequeños cuchillos, casi seguro
creados por ellos mismos.
Pasé junto a los encargados de los estandartes y me man-
dé al fondo mientras intentaba buscar a Sara.
Llegué a la parte trasera del jardín, donde un grupo de bai-
larines en zancos y músicos con redoblantes e instrumentos
de viento ensayaban los movimientos de una aparente per-
formance a punto de comenzar.
Junto a la puerta de atrás encontré a Martín, con el termo
en una mano y el teléfono en la otra, cebándole mates a dos
chicos sentados en medio jardín, cada uno con una máquina
sobre sus piernas cruzadas.
Me acerqué por detrás y esperé a que terminara de hablar.
Los chicos escribían posteos sobre una “Caminata por el Agua
y la Naturaleza”: la marcha número 1.720 según precisaba uno
de ellos. Este es el búnker de los activistas, pensé con ironía.
Cuando Martín terminó de dar sus indicaciones aparecí a su
lado. Nos saludamos y me ofrecí para ayudarlos, evaluando cuál
computadora sería más conveniente usar. Aunque sólo quería
encontrar a Sara, tenía que morigerar mi espera, también.

127
—No te preocupés, está todo resuelto. ¿Querés un mate?
—Un amargo —retruqué, y pregunté—, no hablamos sobre el
anuncio de Yalcin… ¿esto forma parte de una respuesta a eso?
—La cerrazón que atravesamos ahora, con motivo del
referéndum, nos complica, porque si no entran medios de
Buenos Aires o de otros países van a poder reprimir sin nin-
gún límite. Pero la lucha es la misma, sólo que hoy vamos a
hacer lío en serio.
—¿Pero creés… creen que Catamarca va a independizarse
realmente? —pregunté un poco sorprendido por la naturali-
dad con que hablaba del escenario, un incendio en latencia.
—Yalcin es un tipo muy calculador —dijo Martín alcanzán-
dole un mate a uno de los pibes—. Si se mandó es porque cree
que la jugada le va a salir bien, pero también hay otro tema…
yo no sé muy bien cómo era la Catamarca de hace quince,
veinte años… pero ahora hay una elite, e incluso mucha gen-
te de clase media, que no quiere ir a pedir permiso a Buenos
Aires. Para nada. Conozco muches chiques, hijes de familias
de plata y de poder, formados en muy buenas universidades,
a los que no les interesa vivir en Buenos Aires. Les parece un
lugar inseguro, desbordado, hostil, donde además les falta la
familia, ¡les amigues!, sus espacios de confort… quieren vivir
en Catamarca, y no por eso resignarse a ser abogados o con-
tadores. Van a llevar adelante grandes proyectos, a la altura
de su vida y de sus estudios, proyectos que la mayoría de las
veces están reservados para Capital Federal, o como mucho
para Córdoba. A su vez, muchas de estas personas tienen car-
gos importantes en el gobierno o en empresas ligadas a las
principales fuentes del extractivismo. La posibilidad de que
el litio se nacionalice y Catamarca pierda su principal fuente

128
de recursos conlleva una pérdida de poder para mucha gente,
¿me entendés?
La descripción le calzaba más bien a Miguel, pensé. Aun-
que era más pragmático que desmedidamente ambicioso.
También a Julián, que solía referirse a los porteños como una
suerte de argentino inferior: “estos porteños… cu-lea-do…
¡no pueden ser tan brutos!”
—Si hay respaldo de la gente esto puede terminar mal…
—dijo Martín, y completó, antes de meterse en la casa—. Voy
a avisarle a Sara, pueden esperar afuera changadita.
Advertí, con algo de vergüenza, la atontada reacción de
felicidad que me produjo escuchar el nombre de Sara, saber
que estaba ahí adentro.
Esperé unos minutos bajo el sol.
Eran las cuatro de la tarde; casi sin viento, el calor era la
presencia más notable del momento. La gente iba poco a poco
entrando en una suerte de euforia, conversando, compartien-
do comida e intercambiando opiniones sobre las banderas
que iban apoyando, ya atadas a las cañas, frente a la casa de
las comunidades. No había ánimo de indignación, tampoco
de protesta.
Un rato después Martín y Sara aparecieron adelante. Él
vino hacia a mí y Sara enfiló hacia la calle. No sé si me había
visto, pero su evasiva congeló mi entusiasmo inicial.
—¡Son dos horitas de caminata, eh…! ¿Te lo vas a bancar?
—me agitó él.
—¡Claro! —mentí, harto de prejuicios y atento a la dis-
tancia que me separaba de Sara.
Apenas salimos ella se puso al frente de la marcha junto
a Eduardo.

129
Martín fue a la cola, junto a mí, uno de los chicos encarga-
dos de la cobertura online, y una anciana de mirada ausente
que llevaba una pancarta con calaveras y cruces negras sobre
una montaña gris.
Alcanzar las afueras de la ciudad nos tomó una hora, y
desde ahí tendríamos unos cuarenta minutos más hasta
llegar al centro.
En el camino le pregunté a uno de los que fondeaba con-
migo cómo pensaba que sería el cruce de esta marcha con
la que organizaba el gobierno, y si no creía que podía haber
problemas. Estaba muy seguro de que la policía no podría re-
primir en una plaza que no era suficientemente grande para
albergar a tanta gente. “En algún punto nos vamos a cruzar”,
dijo, “pero todo bien, compañero”.
Una vez en el centro tuve por fin la oportunidad de en-
contrarme a Sara.
Martín se adelantó y, después de hablar unos segundos
con ella, se quedó a la vanguardia, mientras ella se rezagaba
saludando a todos, quieta entre la marea caminante.
Hasta ese momento no había visto rastros de la caravana
de Yalcin, y sí en cambio algunos móviles nacionales y del
exterior. Cuando llegó a mi lado, Sara me saludó con un beso
en la mejilla y dijo que no me esperaba ahí. Sonrió levemente
antes de volver a caminar.
Seguimos una media hora más.
Varios policías ubicaron sus motos unos metros detrás
nuestro. Divisé al asiático que me había escoltado en mi lle-
gada a la provincia, pero más me sorprendió encontrarme con
una fila larga de “Changuitos”, los robots de control ciudada-
no, precedida de un enjambre de drones que sobrevolaba el

130
lugar. Un uniformado caminaba lentamente detrás de ellos,
como si les diera órdenes, aunque no se le veía ningún dispo-
sitivo en las manos ni en la cabeza.
—Los vasallos digitales de Yalcin —dijo Sara cuando los
tuvimos a la vista—, nunca había visto tantos.
Recordé mi experiencia con uno de ellos, pero no lo co-
menté. No sabía qué papel jugarían ahora.
Las calles fueron amontonándose, engordadas entre gente
ajena a la caminata y los manifestantes, que con cada cuadra
elevaban el tono de los gritos. Una frase creció de pronto con
fuerza entre la muchedumbre que me rodeaba: “¡fuera fuera
fuera, fuera las mineras!”
Sara se dedicó a arengar a sus compañeros, muchos de
ellos chicas y chicos de entre diez y quince años, que excla-
maban a viva voz unos complejos reclamos para recuperar el
estado de convivencia armónica con la Tierra y liberar a la
humanidad del mandato consumista.
Aproveché la desatención de Sara (atenta al griterío de
nuestro alrededor) para chequear X. Encontré el feed colo-
nizado por posteos, fotos y videos de la caravana de Yalcin.
Al primer pantallazo encontré fotos de la multitud con el
hashtag #ReferendumEnCatamarca. Debían ser unas cincuen-
ta mil personas por lo menos. Todo debía ser obra de Julián y
los subterráneos, pensé, y de inmediato me pregunté si sería
una imagen real o si sería un photoshop bien concebido por
alguno de los muchachos del bajo.
Quise refrendarlo en algún medio nacional, pero las pá-
ginas de los principales portales no cargaban o cargaban a
medias, sin imágenes.

131
No tenía tiempo para cargar mi VPN en el teléfono, y probé
ingresar a otros medios menos populares, como La izquierda
Diario y La Política Online. En el primero había un registro de
la actualidad pero en clave de análisis antropológico (“Implo-
sión política, y la oportunidad del decrecimiento en medio de
las disputas por la tierra”). En el segundo, sin firma alguna,
había una serie de artículos con referencias al conflicto cata-
marqueño: “En las FFAA agitan la idea de intervenir Catamar-
ca sin la venia del presidente”; “El Bro estudia la posibilidad de
apoyar la independencia de Catamarca si llega al Congreso”, y
“Yalcin arma una manifestación histórica por su referéndum”.
Aunque no era posible ver la imagen que acompañaba esa
última noticia, el titular tornó verosímil los registros con dro-
nes que se mostraban las redes.
—Si ves alguien extraño avisame a mí o a Arnaldo —dijo Sara
de pronto, y señaló a un joven que sostenía una enorme bandera
delante de nosotros—, es probable que Yalcin infiltre gente.
En ese momento, entre el entusiasmo manifestante y
los cantos de protesta, una seguidilla de estallidos retum-
bó en el aire y alteró el paso acompasado que llevábamos.
“Deben ser bombas de estruendo de Yalcin”, dijo Arnaldo
girándose hacia nosotros.
Caminamos unos metros más y otra seguidilla de estruen-
dos detuvo nuevamente el paso de la marcha. Sara sacó su telé-
fono de la mochila y se lo llevó a la oreja. Esperó unos segundos
antes de avisarme, también a los gritos: “Martín no responde”.
Algunas personas delante nuestro empezaron a retroce-
der. De pronto las banderas que ondeaban sesenta metros
adelante se desvanecieron; unos segundos después una co-
rrida en retirada se nos vino encima y nos obligó a volver

132
también. Sara me pidió que tomara a los chicos y los llevara
a las veredas.
Seguí sus órdenes sin pensarlo: tomé de la mano a dos
changuitos y nos ubicamos en el zaguán de una puerta antigua
de hierro y madera.
Asomé el cuello hacia el centro de la calle para ver qué
pasaba adelante, pero lo único que vi fue un tumulto que no
se entendía si retrocedía o avanzaba. Sara apareció junto a
mí con varias mujeres y algunos chicos. “Desconcentremos
ya”, dijo. “¡Yaaaaa!”, pegó el aullido al ver cierta inmovilidad,
sobre todo entre las mujeres con pequeños en los brazos. Mu-
chas de ellas eran apenas adolescentes cargando hermanitos,
primos, amiguitos de la familia y el barrio.
Salimos del centro a los pedos.
La motorizada había desaparecido y el tránsito —en menor
medida— se había normalizado. Éramos unos cuantos en la re-
tirada, aunque no estaba seguro de que fuera la misma cantidad
de personas que había partido de la casa de las comunidades.
Sara intentó incontables veces comunicarse con Martín,
sin lograrlo.
Nos reagrupamos en una plaza muy grande que tenía una
enorme escultura metálica de una virgen. Varias personas
estaban nerviosas y asustadas, y Sara y otra chica más joven
intentaron tranquilizarlas. Un grupo de indígenas se arrodilló
en posición de rezo frente a la escultura de la virgen, y otro
permaneció sentado en círculo, con apariencia de estar tran-
quilos, o más bien resignados.
Martín y Eduardo no volvían, y Sara dudaba entre quedarse
en la plaza o volver a la manzana donde se concentró el bardo.
Al final permanecimos ahí dos horas, sin saber qué había pasado.

133
Internet funcionaba de forma irregular, pero logré hilar
algunos hechos: el influencer había cumplido su promesa, y
unas veinte mil personas se habían convocado en la plaza 25
de Mayo (algunos habían llegado desde Buenos Aires e, inclu-
so, de la Patagonia).
En cuanto la movilización del “Bro” llegó al lugar de la
marcha de Yalcin comenzaron las primeras escaramuzas, co-
rridas y amenazas veladas y a viva voz. Un video de Tik Tok
mostraba a un adolescente gigante exclamando que “¡tarde o
temprano todos adorarán al gran líder!”, antes de revolearle
un patadón a uno de los robots de normativa ciudadana. Des-
pués, sólo había algunos videos de un hidrante de la policía
(provincial, según denunciaban los comentarios) avanzando
contra la multitud, que respondía a las pedradas.
La noche caía sobre la plaza, y cuando Sara decidió mandar
a las mujeres y los chicos a sus casas recibió un llamado de
Arnaldo avisándole que Martín y Eduardo estaban detenidos.
Recorrimos distintas comisarías de la ciudad, hasta que
un abogado de la casa de las comunidades indígenas nos con-
firmó la seccional donde se encontraban.
Esperamos otras cuatro horas sentados en el cordón
de una pequeña comisaría, la quinta, hasta que llegó el
abogado. Era un joven de pelo largo atado con una colita,
vestido de jean, zapatillas y una gastada guayabera blanca.
Sacó un papel de un portafolio y dijo: “ahora vengo, pero
no creo que salgan hoy, es probable que les hayan atribui-
do algún delito”.
Unos minutos después se nos acercaron dos chicas, pro-
ductoras de un canal bonaerense, a decirnos que les habían
perdido el rastro a sus compañeros (un movilero y un cama-

134
rógrafo) durante la cobertura de los incidentes, y que tenían
información de que estaban detenidos en la comisaría quinta.
Aproveché para pedirles detalles.
Me contaron que los seguidores del “Bro” habían hecho
reclamos muy curiosos: la “abdicación inmediata y total de
Yalcin”, pedían, y la celebración de un “verdadero referén-
dum” para decidir si la doctrina de su líder debía suplantar o
no la Carta Magna provincial.
Algunos partidarios del mandamás habían reacciona-
do con violencia por considerar que se violaba la soberanía
provincial. Eso dio lugar a peleas y a la intervención policial.
Además, los colegas de las chicas no eran los únicos periodis-
tas guardados por la cana catamarqueña.
En esas instancias recibí un mensaje de Miguel: “Venite ya
a Casa de gobierno. ¿¡Qué carajo hacés apareciendo en el cen-
tro con los antimineros!? ¿Sos boludo?” Tardé en asumirlo,
pero era obvio que controlaban cada uno de mis movimientos.

135
CATORCE_

La noche, finalmente, iba a dividirse en dos. Hasta la una


y media de la madrugada, hora en que las productoras y Ar-
naldo decidieron irse, y cuando Sara y yo decidimos irnos a
su casa. Y la otra mitad, en lo de Sara, la más inesperada y
hermosa de esas mitades.
Primero nos tomamos una botellita de aguardiente, un
brebaje casero que —contra todas mis sospechas— resultó ser
sedoso y con un ligero aroma a limón y anís, para nada fuerte al
tragar, y que nos fue llevando lentamente a recostarnos sobre
el puf; entre caricias, besos y una creciente tensión muscular.
Pero lejos de iniciar la salvajada amable de la última noche
que estuvimos juntos, Sara dio inicio a un nostálgico racconto
de su historia familiar.
Tres de sus abuelos eran diaguitas, y sólo una, la abuela ma-
terna, era catamarqueña descendiente de una familia española
que se había instalado a principios del siglo veinte en Londres,
una pequeña ciudad del departamento Belén, casi en el centro
de la provincia. La madre era la única que vivía en la ciudad, en
San Fernando del Valle, mientras que uno de sus abuelos, su pa-
dre y un tío, vivían repartidos en distintas localidades, algunos
en Aconquija, de donde era oriundo su padre, y otros en Belén.

137
Los padres de Sara eran docentes, estaban separados y ju-
bilados, aunque su padre seguía dando clases en una escuelita
rural de Aconquija; la madre se había dedicado a la pintura y
de tanto en tanto exponía junto a otros artistas en galerías y
centros culturales de ciudades norteñas.
En algunas ocasiones, las pinturas de la madre habían
despertado cierta polémica en Catamarca. Sara me mostró
dos cuadros, enmarcados, que aún no había colgado y re-
posaban sobre una pared del living. Uno era una represen-
tación de una sala de tortura, donde un hombre con rostro
borrado (unos brochazos negros cubrían su cara) torturaba a
una indígena con un crucifijo en lugar de su miembro viril;
el otro reflejaba una unión sexual de cuerpos con rostro. Las
fisonomías dejaban en claro que la mujer era indígena, y el
hombre un blanco caucásico. Estos personajes se besaban
como en la pintura “El Beso de Toulouse-Latrect”, en la que
prima la ternura por sobre la pasión.
Según Sara, los dos cuadros eran una representación de
la historia familiar de su madre. La persecución y la tortura
que había llevado a cabo su familia materna contra los na-
tivos catamarqueños, y el enamoramiento desgarrador que
había sentido ella por su marido, el papá de Sara, con el que
había formado una familia y traído al mundo a esa mujer a
la que yo escuchaba.
Del padre, de quien no habló demasiado (anécdotas sobre
las clases en la escuela rural, acciones de protesta), había toma-
do el compromiso social, la identificación con la cosmovisión,
los valores y principios que regían su comunidad originaria.
Después contó que se había especializado, ya licenciada,
en Filosofía Indigenista, y unos meses atrás había comenzado

138
un posgrado en Estudios Culturales Precolombinos de la Uni-
versidad de Ginebra, que cursaba a distancia.
La clase a la que había corrido la madrugada de nuestro pri-
mer encuentro sexual era Filosofía I: era su primer año como
docente, lo que explicaba que hubiera saltado de la cama a
las seis de la mañana cuando las clases comenzaba recién a
las ocho. “Me gusta ser puntual, y que los momentos con los
chicos parezcan improvisados, aunque esté todo calculado”,
dijo para justificar el apuro de ese día.
De sus relaciones anteriores (o presentes) no quiso hablar-
me. “No puedo decirte mucho porque nunca tuve parejas esta-
bles. Historias sí, pero algunas de una sola noche y no podría
decirte mucho”, dijo más interesada en besarme que en expla-
yarse, lo que agradecí porque esa referencia a una “historia de
una noche˝ la sentí como un ligero golpe al estómago.
Me quedó claro también que no tenía un hueco libre en
su rutina diaria. Entre las clases en la facultad, el posgrado,
la militancia con las comunidades, viajes casi todos los fines
de semana a Aconquija o Belén, entre otra decena de detalles
de sus semanas que me fue narrando. Probablemente no le
quedara tiempo ni energía para entender si toda esa vida era
deseada o impuesta. En cualquier caso, aventuré para mí, un
eventual noviazgo con ella me auguraba tiempos tortuosos,
de indiferencia y desplantes en pos de su activismo…
Me sacó de mi neurosis con la sencillez de una pregunta:
“¿Vamos a la cama?”

139
QUINCE_

Apenas desperté encontré a Sara nerviosa… no tenía noti-


cias del abogado de las comunidades, ni tampoco de Martín o
Eduardo. Quería volver urgente a la comisaría, pero le sugerí
esperar al menos para tomarnos un café, comer algo.
Probaba el “cafecito de olla” que ella preparó entre dormida
y molesta, cuando el abogado llamó y le anticipó que Martín
saldría en las próximas horas… otra era la situación de Eduardo,
quien continuaría encerrado para responder por delitos contra
la autoridad y el deshonor al gobierno, entre otros cargos que
Sara me puntualizó y me parecieron insólitos.
Apenas terminados los cafés ella se fue a la casa de las
comunidades.
Yo aún tenía que resolver mi situación con Miguel. Si no
aparecía esa misma mañana en el búnker corría el riesgo de
generarme un quilombo al pedo.
Sara me dejó en una zona cercana a la Casa de Gobier-
no y desde ahí tomé un taxi. En el camino encontré varios
móviles de televisión saliendo en vivo, y algunos autos con
ploteos o banderas alusivas a la futura celebración del refe-
réndum. Lo que estaba a la vista reflejaba normalidad, hasta
clima festivo si tenía en cuenta los bocinazos y las arengas,

141
pero la presencia masiva de móviles y streamers (con toda
seguridad rezagados de las filas del “Bro”) daba la impresión
de que pasaba algo muy inusual.
Casa de Gobierno estaba que hervía. Sólo en las cercanías
del predio debía haber unos treinta o cuarenta periodistas,
algunos hablaban en inglés, incluso en ruso. Había camione-
tas satelitales. Una de ellas de la TV pública nuestra, y otra
de una cadena asiática que no logré reconocer, aunque muy
probablemente china.
Al pasar por la puerta de control escuché a un cronista
hablar de un posible estallido social, mientras un streamer
se filmaba explicando (caminando con un jarrito de café hu-
meante en la mano) que en el gobierno nacional convivían
dos posturas respecto a la consulta popular de Yalcin: un
sector era favorable a una intervención federal, con eventual
apoyo de un cuerpo de seguridad del Estado; y otro prefería
profundizar el diálogo.
Me pregunté qué fuerza federal sería la encargada de asu-
mir un compromiso de esa naturaleza. El ejército debía tener
unos pocos blindados destartalados, igual que los móviles de
la policía en estas provincias del interior del país.
Del lado de adentro de la reja (Julián me había dado una
tarjeta magnética con la que me ahorraba la mitad de los con-
troles), se veía un intenso trajinar de funcionarios subiendo y
bajando de coches oficiales.
En el búnker el ánimo era una extensión de la calle: Julián,
excitado, les daba indicaciones a dos, mientras el resto teclea-
ba a toda velocidad.
El mapa en la pantalla central que reflejaba la conver-
sación en redes se expandía y retraía en forma de círculos

142
de diversos tamaños que se superponían entre sí. Era como
estar viendo el comportamiento de un virus agitado a través
de un microscopio.
Crucé sigilosamente el pasillo, no quería interrumpirlo,
pero a los pocos pasos me alcanzó su vozarrón: “Aguantame
chango, tengo que hablar con vos”.
Lo esperé apenas unos segundos hasta que me alcanzó.
—Hay que ensuciar una línea discursiva que quieren ins-
talar en los medios.
—Dale —respondí al toque, y pasé por alto que no hubiera
dicho ni buen día—. Decime qué hay que hacer. Acompañame
a mi ofi. Armo uno y me explicás…
—Vamos… mirá “Mark” (su memoria guardó aquel apodo
que me puso en sus horas más febriles), están hablando de una
intervención federal con fuerzas de seguridad… lo de venir con
Gendarmería no me importa mucho, dudo que tengan huevos,
pero tenemos que contrarrestar la idea de una intervención —
dijo mientras chequeaba su teléfono—. La gente tiene que aso-
ciar una intervención provincial con lo peor: crisis, dictadura,
revolución mapuche, el diciembre de 2001, lo que se te ocurra.
—Me ocupo —dije reencontrándome con el olor acumula-
do de pucho, porro y aceite de Lays.
—Tenelo listo en quince minutos —dijo, y antes de volver a
laburar con su tropa agregó—: es mejor no confundir el bando
amigo del enemigo.
Armé un finito en un instante y fumé un poco confundi-
do, sin saber cómo tomar esa última frase… ¿simple breafing
de esa hora o amenaza velada?
Humo dulce mediante, decidí no darle importancia, de
momento. Ya hablaría de eso con Miguel.

143
Di un recorrido rápido por los medios para saber qué esta-
ba pasando. Encontré una nota en La Nación y otra en un blog
cercano al gobierno, ambas escritas por analistas políticos. La
primera recogía un entramado de declaraciones en off sugi-
riendo que el servicio secreto chino podía tener algún tipo de
participación en la intentona de independencia catamarque-
ña. La segunda era bastante similar, pero apuntaba a la CIA.
Me pareció divertido pero no le di vueltas. Garabateé unas
líneas rápidas para cumplir con lo que me habían pedido.
Al rato Julián entró a la oficina y se mostró más parecido
al de la otra vez: despachó sonrisas, bromas sobre hallazgos
locos en la red, y dijo que los porteños se iban a comer una
“cagada inaudita”.
—¿Tenés listo eso?
—Sí, te lo mando por mail en cinco…
—Enseguida viene Miguel —me avisó, y se fue como vino.
Cuando salió de la oficina miré de reojo la Xbox. Hacía más
de un día que no jugaba, y sentí un chispazo de adrenalina
que se expandía rabioso por mi cuerpo. Prendí la tele deba-
tiéndome qué jugar, cuando llegó Miguel.
—Marcos, Marquitos… me alegro que estés acá.
Tenía las ojeras como cráteres lunares, y su camisa estaba
muy arrugada.
—Estoy trabajando con Julián en algunas publis para aho-
ra… —dije para desactivar un probable reproche, y hablar de
lo más inmediato.
—Hablé con él recién… escuchame, mañana vamos a te-
ner un día muy importante, pero antes tenemos que hablar…
no quiero meterme en tu vida personal, boludo, pero necesito
que entiendas que acá nos estamos jugando mucho. Parece

144
una pelotudez y entiendo que es la primera concha con la que
te cruzás aquí, pero basta de pelotudear: tenés que dejar de
ver a Sara.
Sin sutilezas, Miguel me confirmaba que seguían mis mo-
vimientos con precisión. La constatación de tamaña vigilan-
cia me desestabilizó.
—Quedate tranquilo boludo, posta. No volverá a pasar —
intenté salir al paso de la confusión.
—¿Estás seguro?
—Sí, de verdad… es una boludez, no te preocupes.
—Me lo vas a agradecer —dijo mirando la consola, ponién-
dose de pie.
Después echó una mirada al teléfono y siguió:
—El gobernador va a hacer un anuncio esta noche. En
vivo. Cuando termine te llamo. Ahora vamos a hacer una
conferencia y a darle una entrevista a un medio canadiense.
Están los australianos también, llegando según me dijeron.
No imaginábamos tener un acompañamiento tan masivo.
Miguel se fue y no tuve forma de explicarle que ya no que-
ría seguir en el búnker. Mi intención era reunirme con Sara.
Sin embargo, a esta altura, desafiar sus órdenes, o las amena-
zas de Julián, no me parecían opciones viables.

145
DIECISÉIS_

A última hora Yalcin anunció el envío de un paquete de


leyes para fijar la realización del referéndum, y convocó a una
marcha para respaldar el “futuro de Catamarca”.
Unas horas después, mientras yo acompañaba la salida
del sol con una partida de GTA, un grupito de los pibes del
búnker increpó a Julián porque llevaba días sin dormir. Uno
de ellos se puso en cueros y en pose de pelea, pero Julián
logró aquietarlos con promesas de mejoras salariales y más
días de descanso una vez que Catamarca se independizara.
Después quedó rendido en un sillón de dos cuerpos, en el
salón principal del búnker.
Durante esa mañana la cobertura de los medios, sobre
todo de la televisión y de los twicheros en San Fernando, no
hablaban de otro tema que no fuera la iniciativa del gober-
nador. Placas rojas, carteles de Último Momento y Urgente,
actualizaban datos intrascendentes: “la marcha de Yalcin se
hará con velas”.
Unas horas de subsuelo después, salí a la calle a tomar aire.
En una esquina encontré a la viejita del primer viaje en
colectivo. Estaba sentada frente a dos cajones rebosantes de
mandarinas y un cartel con los precios, por bolsa y por doce-

147
na. Alejándome unos metros, en un barcito con mesas sobre
la vereda, encontré dos personas tomando mate, y otra que
jugaba con su teléfono.
Los pájaros cantaban variada y alegremente. Sus melodías
hicieron que mi cerebro se aflojara los minutos en que me
fumé dos puchos, y bajé.
Volví al búnker con un mensaje de Miguel: los periodistas
desaparecidos habían hablado en los medios. “Fijate qué po-
dés hacer”, me dijo, y me mandó el link que más reproduccio-
nes acumulaba en ese momento.
Después de unas treinta horas sin noticias sobre ellos,
uno de ellos escribió una carta de renuncia pública en sus
redes, y otro dio una entrevista a su propio programa de te-
levisión en la que desarrolló un extraño relato; juraba que él
y su compañero se habían perdido en la montaña después de
abandonar un “local nocturno” cerca del dique El Jumeal, en
pleno centro de la ciudad, y a la vez al pie del Ambato.
Adentro Julián había tomado de nuevo las riendas y tenía
a varios de sus chicos inundando Internet con testimonios
que reforzaban las declaraciones de los periodistas. El ob-
jetivo era desacreditar cualquier versión de una detención
ordenada por Yalcin.
Me encerré en la oficina y le escribí a Sara. Respondió a los
pocos minutos. Su padre había llegado de Aconquija para una
reunión de caciques; ella estaría con él esas horas, esos días.
Me acomodé en el sillón para dormir un rato, pero apenas
apoyé la cabeza en el almohadón, entró Julián como un tropel.
—Te necesito para crear un juego que tenga como objetivo
sumarse a la marcha. Sin mucha floritura ni nada especial,
puede ser un 8 bits con música que podés pedirle a la Karina,

148
que además de teclear como una topadora es DJ desde los
once… que la gente quiera jugar y termine en la calle apoyan-
do a Yalcin, ésa es la tarea.
Ya le dije a Lucas, el programador de la otra vez. Juntate
con él y traigan una idea en una hora… ¿le digo que venga?
—Yo qué puedo hacer —dije sin ganas.
—Pensá uno nuevo o, sencillo, copiá algo de otro juego
que conozcas.
—Tengo que irme a mi casa. Ya pasé la noche acá...
—Yo no soy Miguel, chango. Hacé el juego. La orden es
clara. Si te vas ahora vas a tener problemas. ¿Qué te creés que
sos parte del equipo por media semana alzado? —dijo y son-
riéndose irónicamente se despidió con un soberano portazo.
Me tomé una hora para no hacer nada.
Cada pregunta que hacía Lucas la respondía con indife-
rencia. Julián aparecía cada diez minutos y preguntaba cómo
íbamos. Decidí sugerir algunas ideas con la esperanza de
irme rápido.
Al final, el programador salió con una idea simplona: deci-
dió enviar mensajes masivos a través de Telegram, invitando
a todo el piberío catamarqueño a un juego multiplayer en la
plaza 25 de Mayo, donde instalaría una pantalla gigante. El
gran gancho era el premio: un bono con un porcentaje mí-
nimo, para conectarse a un Cloud catamarqueño y acceder a
cualquier juego gratis y de por vida.
Preparé mis cosas y encaré la salida. Ya había cumplido
con creces.
Le escribí a Sara para saber dónde estaba, y me respondió
que la reunión entre los caciques estaba demorada porque
la policía les daba mil vueltas para entrar a los miembros de

149
tribus de las provincias del norte y de cuyo. El cacique de Tu-
cumán, junto a una indiada de doscientas personas, llevaba
cuatro horas esperando una autorización para ingresar.
Ya encaraba el pasillo de salida cuando apareció Miguel,
dando palmadas a los empleados, chocando manos… agitaba
el brazo con el puño en alto, efervescente.
Dejé la mochila en uno de los sillones y me senté en el
lugar sin hacer nada.
—¡Vamos a meter quinientas mil personas en la plaza! —
exclamó—. El éxito del referéndum está ga-ran-ti-za-do. ¡¡Es
un hecho, changadaaaa!!
—¡De diez, chango! —dijo Julián—. Estamos afiladísimos acá.
—¡Sigan así, no aflojen!
—Medio boluda esa idea del juego de multiplayer en la
plaza —dijo dirigiéndose a mí—. Igual ayuda, vamos a seguir
inflando el número de personas a nuestro favor.
No respondí.
—Vamos a comer unas empanadas a tu oficina Marquitos,
y vemos qué dicen los medios y le metemos unos Fifitas des-
pués. Se viene un discurso clave, ¿vas a ser culo?
—¿Ser culo? —pregunté con el párpado derecho iniciando
una rumba incontrolable.
—Si vas a ser culo, sí… es como sí… si vas a ser capaz de
eso. Para ya, y para Yalcin.
Es sencillo, geniecillo: quiero que armés el primer borra-
dor para seguir fogoneando el referéndum. El de esta noche.
¿Vas a ser culo?
Lo seguía en silencio. Había sido arrastrado al proceso y
ahora no podía despegarme. Terminé de un trago la cerveza
que tenía abierta en la mesa.

150
Me calcé la mochila a un hombro, y retomamos el camino
a mi parte del búnker.
Hicimos un zapping vertiginoso de poco más de media hora.
En Buenos Aires, los canales debatían distintas hipótesis
sobre la reacción popular del momento, del gobierno nacio-
nal. Ambas eran un misterio, a la luz del palabrerío repitente.
En Catamarca los corresponsales reflejaban todo tipo de en-
foques: estaban los que tomaron testimonios de kiosqueros,
cuidacoches en la cercanía de la Legislatura provincial, o de la
gente reunida en la plaza (la mayoría muy pacíficos: “quere-
mos elegir el futuro de nuestros hijos”, o “el litio es nuestro y
tenemos derecho a decidir qué hacer con el”). Otros les die-
ron aire a temas sensacionalistas, como una entrevista a una
supuesta amante de Yalcin.
Después de comer, Miguel me dio algunas instrucciones
para el discurso y se fue.
Otra vez fui incapaz de negarme.
En cambio, me tomé tres cervezas al hilo y me dediqué a
jugar un par de sesiones de Over Watch.
A las cuatro de la tarde el búnker era una fiesta.
Julián dio órdenes de aflojar un rato… Llamó a un deli-
very que trajo cervezas, fernet y vino. Cuando el muchacho
entregó las bolsas le dijo: “felicidades chango, vas a vivir en
un país mejor”.
Yo, para entonces, estaba medio perdido.
No sabía si irme o no.
Si se consumaba la desconexión sería raro no continuar
bajo el ala de Miguel. Por otra parte no quería volver a Bue-
nos Aires. Tan pronto, tan claramente así, era parte de una
vida pasada.

151
Llamé a Sara para ver si podía ofrecerme una alternativa.
Su teléfono estaba apagado o fuera de servicio.
Pasé un par de horas con el joystick en la mano, la puerta
cerrada… los humos flotando lentamente entre los tiros de
la pantalla.

152
DIECISIETE_

En algún momento del juego insomne me dormí. Desper-


té unas horas después.
Tenía diez llamadas perdidas de Laura y algunas más de Mi-
guel; mensajes no había, y preferí no devolver ningún llamado.
Me asomé desde la puerta de mi oficina, el ánimo del
búnker era extraño… algunos empleados conversaban, otros
seguían frente a sus computadoras, relajados. Había botellas
vacías de fernet, y algunas cervezas por la mitad.
Volví a encerrarme y le escribí a Sara.
Unos minutos después me llamó desde la reunión de ca-
ciques. Recién terminaba. Habían decidido dejar para más
adelante la disputa política y concentrarse en Antofagasta,
para bloquear el desembarco de una minera alemana.
De Martín no había novedades, salvo que ya había sido
liberado. Ahora debía estar en la casa de las comunidades,
pegado al teléfono, cebando mates. También pensé en Lau-
ra. Algún quilombo grueso explicaba la cantidad de perdidas
que me dejó.
Entonces escuché el vozarrón de Julián. Entró a los gritos
pelados y me llamó para que fuera a ver la pantalla central.
—Poneme un noticiero porteño —le dijo excitado a uno

153
de los chicos, que se levantó de inmediato y buscó el control
remoto, perdido entre cajas de pizzas.
Los tres canales nacionales por los que pasó transmitían
la misma imagen: en una pequeña tarima, sobre una ruta en
medio de un paisaje desierto, rodeado de monte y algarrobales
y con el fondo de un cielo entre rosado y naranja, el Presidente
de la Nación daba un discurso junto a dirigentes de su gobier-
no, de la oposición, un general del ejército, un obispo y “El Bro”.
—¡Qué hijo de puta! —dijo Julián—. Pensé que no iban a
tener huevos.
El zócalo de la pantalla explicaba: “El Presidente avanza
desde La Rioja junto a la oposición y las Fuerzas Armadas”.
Detrás del presidente sólo había un par de jinetes a caballo
(soldados salteños, seguro, por el atuendo de Los Infernales
de Güemes), y un camión militar estacionado a lo lejos, con
sirenas blancas y verdes girando en silencio.
No intimidaba; pero sí sorprendía, más allá de la triste
puesta en escena, ver al oficialismo y a la oposición unidos.
—Bueno, gente… ¡Todos preparaditos! Carguen las máqui-
nas, tengan a mano los teléfonos y los cuadernos… —gritó
Julián—. ¡Café Luchito! Repartite una jarrita aquí mismo… ey,
atentos en esta: quiero que trabajemos tres líneas: denuncia
internacional de represión, prohibición de un referéndum pa-
cífico, y por sobre todas las cosas, Catamarca sigue adelante.
—Vos… —me miraba—. Pensá algo ingenioso y traelo en
cinco minutos.
—¿De cuál línea? —sentía náuseas y la resaca me carcomía
el ánimo.
—No te hagás el boludo. Agarrá el discurso que estabas
escribiendo y metele una respuesta de Yalcin al presidente. Es

154
cortito y al pie: el referéndum sigue a sangre y fuego, aunque
tengamos que mandar a toda la policía de Catamarca al límite
con La Rioja.
Volví a la oficina. Era un quilombo.
Me daba asco ponerme a trabajar en ese desorden de latas,
papeles y empanadas a medio comer. La tele estaba detenida
justo en el instante en que mi jugador saltaba entre dos mon-
tañas para conseguir una moneda de oro: no iba a llegar.
Despejé el escritorio. Pateé la basura del piso contra una
esquina y me senté frente a la computadora.
Quise hacer algo por Miguel, pensar en alguna respuesta
creativa, pero mi cerebro estaba desbaratado. De pronto tuve
un déja vù de mi departamento en Capital.
Me había alejado más de mil kilómetros y me sentía igual
que un mes atrás. Había disminuido el uso de Rivotril (aun-
que sabía que era así sólo porque no había encontrado un
psiquiatra que me recetara nuevas pastelas).
Después de intentar hilar algo, lo más mínimo, me di
cuenta cabal del cansancio, y me eché en el sillón a ver las
noticias… que Julián me puteara o me encontrara durmien-
do, no me importaba.
El parlamento provincial estaba repleto.
Debían ser veinte o treinta mil personas. El dron que los
filmaba iba y venía de un lado a otro. No era posible estable-
cer dónde terminaba el gentío. Era un público pacífico y sin
pancartas. Algunos sostenían velas, otros teléfonos en alto,
con las linternas prendidas.
De pronto vi a Miguel junto a Marisa y a dos hombres que
parecían guardaespaldas. Salían de la Legislatura en dirección
a una camioneta polarizada.

155
Cruzaron un cordón policial que se armó en un instante, y
la chata salió volando.
Cambié de canal: un periodista explicaba que el proyecto
acordado entre el Presidente y la oposición para prohibir la
nacionalización del litio por cien años le había quitado todo
el argumento y la urgencia a la iniciativa de Yalcin. “No le
queda otra que dar marcha atrás”, aseguraba desde un estudio
en Capital Federal.
Y yo pensaba que tenía razón.
Lo del futuro, la decisión de los catamarqueños y las dia-
tribas contra Buenos Aires podían ser legítimas, pero no eran
suficientes para impulsar una desconexión del país. En un
canal de Catamarca, sin embargo, parecían inmunes. La ima-
gen central era de la vigilia y el zócalo rezaba: “Legislatura: el
Pueblo defiende en paz el derecho a decidir”.
En mi celular saltó una notificación avisándome de una
emisión en vivo de “El Bro”: estaba filmándose a sí mismo en
el lugar donde había hablado el Presidente, territorio riojano.
Lo supe por los últimos jirones anaranjados del crepúsculo.
Dijo que ya no tenía sentido jugar a Catamarca Free, el juego
que habíamos creado un par de días antes. “El Presidente me
pidió apoyo para lograr la paz en el país, y de esta forma estoy
sumando mi granito de arena”, aseguró.
Después hizo zoom-in en su boca abierta (una dentadura
amarilla y accidentada) y cerró la transmisión.
Unos segundos después sonaron nuevos alaridos de Ju-
lián, y, al parecer, de una persona que le respondía. Presté
atención: discutían.
No logré entender por qué hasta que uno de los emplea-
dos se desplomó frente a la pantalla gigante. El golpe fue seco

156
y horrible. Julián se agarró la cabeza y después dio órdenes
para que lo llevaran a una de las oficinas contiguas a la mía.
Estuve unos minutos sin hacer nada, frente a la computa-
dora. No reaccionaba a lo que acababa de pasar.
Hasta que apareció Miguel.
Abrazó a Julián y comenzaron lo que en principio parecía
ser una charla cordial. Sin embargo, en un momento algo
pasó, algo que no llegué a captar, y Julián le embocó una
piña que Miguel no supo esquivar y lo hizo volar contra una
de las paredes.
Corrí para ver cómo había quedado y frenar una posible
patada de Julián, que seguía a los gritos.
—Llevate a este puto cagón… ¡traidor de mierda…! —me
dijo cuando me arrodillé a su lado. ¡Acá no se rinde nadie!
Levanté a Miguel a duras penas. Lo cargué en mis hombros
y salimos despacio del búnker; lo senté en el primer banco
que vi al aire libre.
Volví abajo a buscar mi mochila y el teléfono. Antes de irme
vi que Julián conversaba con dos hombres de traje, pinta de
funcionarios. El resto trabajaba frente a las pantallas, serios.
Pedí un DiDi que llegó enseguida.
Miguel dijo que había perdido la batalla, que los radicales
habían copado el círculo chico de Yalcin. Le pregunté qué
podía pasar, pero apenas subimos al auto se derrumbó so-
bre el asiento. Desmayado o dormido, no habló en lo que
quedaba del viaje. Respiraba despacio, intentando bajar una
agitación que no cedía. Cuando llegamos al departamento
seguía grogui.
Lo acosté en mi cama y fui al living para seguir el conflicto
en la tele.

157
Abrí la computadora sobre la mesa y sólo entré a Insta-
gram. Me senté control en mano y al vuelo del feed.
Miguel había salido del gobierno, oficialmente, en las úl-
timas horas. Eso, por supuesto, no había traído grandes cam-
bios. La primera media hora pensé eso, mientras tomaba una
lata de cerveza helada frente al televisor. Sin embargo, a los
pocos minutos un streamer local transmitió una pelea multi-
tudinaria en la plaza central.
Un grupo de jugadores se había trenzado en una batalla
con lentes de realidad virtual. El espectáculo era llamativo,
absurdo sobre todo. Algunos chicos peleaban en cueros aun-
que eso no afectaba el enfrentamiento en el metaverso…
Miguel apareció tambaleante en el living.
—Tenemos que irnos de la provincia, esto va a terminar
mal. Sabés… —bostezando, todo pegoteado.
—¿Estás bien?
—Más o menos… nos tenemos que rajar Marquitos. Julián
y el gabinete que quedó están dispuestos a todo.
—¿A qué?
—A cualquiera… a todo. A ver, pasame el control…
Pasó varios canales acompasadamente, medio dormido.
—¡Ahí está! —en la pantalla del living apareció Yalcin.
En un primer plano cerrado, y con un paisaje de fondo que
advertí enseguida como la vista de fondo de Casa de Gobier-
no, el mandamás de Catamarca comenzaba un nuevo discur-
so, en directo, para todo el país.
El talante místico había dado paso a uno violento. La
corbata estaba suelta y desprolija, y las ojeras acentuaban su
perfil desencajado. Dijo que Catamarca iba a independizarse
a como diera lugar; juró dejar la vida y derramar su “propia

158
sangre” sobre el suelo catamarqueño si era necesario, y al fi-
nal, anunció el envío inmediato de mil robots policiales a la
frontera, para comenzar a defender la soberanía…
—Te dije —afirmaba Miguel con los ojos clavados en la
pantalla—. Están dispuestos a todo. Esos robots están en es-
tado de prueba: no puede sacarlos a la calle; menos así.
—¿Son como el que me sorprendió fumando en la plaza?
—No, estos son más parecidos a un androide. Humanoi-
des, más bien.
Mi teléfono volvió a sonar.
—Marcos, ¿dónde estás? Tenés que llegarte a lo de las co-
munidades.
—Ey, Sara… ¿dónde estás? ¿Qué pasó?
—Yalcin se fue al carajo. Si no salimos a la calle en las
próximas horas nos van a pasar por encima… puede terminar
en una masacre distópica.
Cerré los ojos un segundo y sacudí la cabeza. Por un ins-
tante creí estar en medio de una pesadilla, pero cuando los
volví a abrir escuché la voz de Sara otra vez.
—¿Estás ahí?
—Sí…
—Estamos tratando de que no se desbande nuestra gente,
pero Yalcin es un tipo desequilibrado y tiene la capacidad de
llevar a los catamarqueños a movidas demenciales.
—Claro, pero… ¿qué querés que haga, Sara?
—Y que vengas. Que estés acá Marcos. Que te unás a la
lucha. ¿O querés que te convoque para hacer memes? Se está
armando una marcha a la Legislatura para pedir la destitu-
ción de Yalcin, inmediata; y un nuevo gobierno que incluya a
representantes originaries.

159
Yo, con Sara, lo último que quería era marchar. Miguel ni
prestó atención a la charla: los ojos como platos frente a la
tele, con bostezos largos.
—¿No les parece mejor bajar los ánimos? Acabo de ver que
Yalcin va a soltar mil robots para frenar una entrada de los
milicos a La Rioja, y pidió a los catamarqueños que rodeen las
instituciones públicas.
—¿Ves? Es lo que te digo: ¡Está loco! Con más razón… mar-
chamos. Si no podés venir ahora, entonces llegate más tarde.
Sabés cómo me muevo durante las movilizaciones.
—Dale, intento… Tené el celular a mano.
—Una vez que estemos en la calle no te puedo prometer
nada, pero bueno: después hablamos. Si podemos.
Volví a sentarme en el sillón frente a la televisión.
Para cuando corté, Miguel se había acostado de nuevo; de
la pieza llegaba un ronquido poderoso.
Tomé un trago de cerveza y volví a prestarle atención a los
medios nacionales, entre los que se tejían los “Urgentes” a la
vez que reinaba, subterránea, la incertidumbre sobre el para-
dero del Presidente, la oposición, y las fuerzas de seguridad
que lo acompañaban.
Atravesé varios canales de deportes y algunos otros de no-
ticias internacionales, en los que el conflicto en nuestro país
todavía no existía.
Me sentí tentado de mirar un partido de tenis —se jugaban
las semis de Rolland Garros— y bajar birras hasta quedarme
dormido. Pero casi sin darme cuenta ya había reiniciado el
recorrido por los canales.
Después de pasar los ciento treinta de la grilla, me en-
contré de nuevo con la TV Pública de Catamarca: una cámara

160
panorámica mostraba las cercanías de la Legislatura, que bu-
llían. Miles de personas levantaban sus teléfonos como en un
recital de alguna banda en el Monumental. También pude ver
a los peleadores del metaverso, conectados a sus lentes de VR,
cada uno en su mundo. En una esquina, adentro de un corrali-
to perfectamente vallado, había varias decenas de periodistas
y fotógrafos.
Con todo, el clima que transmitía la multitud era de vigilia
más que de protesta. Era un aguante en tensión creciente.
No se produjeron grandes cambios hasta que llegó una
columna de humanoides. Caminaban a paso firme, ordena-
dos milimétricamente, y realizaron un despliegue coordinado
luego del cual delimitaron un gran perímetro semicircular.
Nadie pareció sorprenderse con esa aparición. Menos aún
los miles que estaban conectados al metaverso.
Luego, entre la somnolencia atenta en que me tenía la te-
levisión y las cervezas, llegó el apagón: la televisión desapare-
ció, la heladera y el aire acondicionado dejaron de funcionar.
Sólo la pantalla de mi computadora iluminaba el departa-
mento a oscuras.
Me acerqué a la ventana para ver cómo estaba la cuadra:
pero no se veía nada.
Esperé unos segundos hasta que vi pasar un auto con las
luces encendidas.
El apagón parecía ser general. Al menos en el barrio.
Me pregunté si Julián tendría luz en el búnker, quizás a
través de un generador propio. Me sorprendió que mi cerebro
reaccionara, y de manera rápida. Me sentía cansado y borra-
cho. Envidiaba a Miguel que dormía como un bebé.
El teléfono sonó otra vez.

161
—Hola Marcos…
—Hola…
—Soy Laura. ¿Me podés decir qué carajo hacés con tu telé-
fono? Estoy llamándote como una loca desde la mañana.
—Perdón, estuve ocupado.
—¿Seguís en Catamarca?
—Sí.
—Bueno, entonces tenés que irte ya. En el Ministerio aca-
bamos de desconectar toda la provincia de la red de distribu-
ción eléctrica nacional. Orden directa de la Rosada. Ni idea por
cuánto tiempo van a estar sin luz, pero desde ahora no vuelve…
—La puta madre…
—Sí, era la única forma de detener el descontrol mediático
catamarqueño. ¿Tuviste algo que ver con eso?
—No sé -dije sin pensarlo…-. A mi amigo lo rajaron. Pero
decime, ¿y ahora? ¿Qué va a pasar?
—Ni idea. Veremos, pero te aviso que vas a quedarte sin
teléfono también.
—¿Entonces?
—Te tenés que ir de ahí Marcos. Qué entonces ni entonces.
—¿A dónde?
—Y qué puedo saber yo… intentá cruzar a alguna provincia
cercana, ¿Salta no está por ahí?
—Creo que no… pero no importa, no tengo auto.
—Bueno como sea, salí de ahí. Guardá baterías. Si sé de
novedades te llamo. Después hablamos. ¡Guardá baterías!
—Dale. Chau…
Atónito, otra vez.
Pensé en encerrarme en el departamento. Podría aguan-
tar algunas horas sin jugar o ver tele. También podría haber

162
dormido, pero entonces Miguel se despertó alterado.
—¿Qué pasó?
—Desconectaron a Catamarca de la energía que distribuye
Nación.
—¿Me estás jodiendo?
—No boludo, me lo confirmó Laura recién, me llamó unos
segundos después del corte. Estabas mosca, a los ronquidos.
Lo ejecutó el Ministerio de Informaciones. No hay luz, ni te-
lecomunicaciones, ni semáforos, nada.
—Qué locura… vamos al centro. Ahí se está cociendo el
caldo ahora.
—¿Te sentís bien? —pregunté sorprendido por su repenti-
no ataque de vitalidad.
—Más o menos, pero no importa. Vamos.
—¿Vamos caminando…?
—¿Y de qué otra manera irías, en DiDi? —se burló, más des-
pierto que yo para entender las condiciones en que estábamos.
Cuando salimos del departamento vi la camioneta del
vecino de pectorales hinchados estacionada frente al depar-
tamento. Por las dudas, probé si la puerta estaba abierta. Para
mi sorpresa lo estaba. Y tenía las llaves puestas.
—Catamarca es así —dijo Miguel entrando al lugar del
conductor—. Una zona de paz, al menos hasta hoy.
Las primeras cuadras estaba todo en total tranquilidad. La
mayoría de las casas estaba a oscuras; en algunas pocas se per-
cibía un poco de luz, a veces eléctrica, proveniente de algún
teléfono o una computadora, y en otras similar a la de una vela.
Miguel manejaba sin parecer escucharme, era como si su
mente se apagara de a ratos, o estuviera pensando en otro
plano, lejos de donde nos encontrábamos.

163
Hacia el centro el paisaje era distinto. Había grupos de
personas que caminaban en dirección contraria a la nuestra.
Rostros normales, todos cansados. Algunos iluminaban sus
pasos con los teléfonos.
Entonces encontramos el primer indicio de que algo no
andaba bien: un robot policía destruía un semáforo justo
cuando pasábamos junto a… ¿Eso? Después de un par de pa-
tadas y empujones, el robot logró derribar el ancho poste de
hierro. Antes de que nos alejáramos vi cómo lo pateaba en el
suelo, y se perdió en el fondo oscuro del retrovisor de la chata.
En adelante, escenas similares a esas se multiplicaban: uno
o varios robots que vandalizaban distintos puntos de la ciudad.
Incluso presenciamos una pelea entre unos muchachos
contra un par de robots. Más que pelea, se divertían. Los robots
parecían extraviados, indecisos, sin saber cómo reaccionar.
Cuanto más nos acercábamos a la Legislatura, más focos
de conflicto encontrábamos. Estacionamos la camioneta a
unas cuadras y avanzamos a pie. Por momentos Miguel se
veía muy efusivo y atento, y de pronto parecía desorientado y
exhausto. Yo quería volver al departamento, pero cuando pa-
recía a punto de persuadirlo, él recobraba fuerza y me arras-
traba junto con sus pasos impetuosos.
Terminó estacionando en no sé qué pasaje y bajamos de la
chata del musculoso.
Caminamos a tientas para no delatarnos ante robots ni
cualquier posible vándalo.
La Legislatura seguía vallada, aunque por un cordón poli-
cial de unos pocos agentes apostados en la puerta principal.
Ya casi no había gente, a excepción de algunos manifestan-
tes y jugadores. Pensé en buscar a Sara pero Miguel me ganó de

164
mano y avanzó contra los policías para que lo dejaran entrar.
Una vez que los convenció me gritó: “en un rato vuelvo”.
Esperé cerca de una hora pero no pasó nada. Las cercanías
de la Legislatura terminaron de vaciarse. De a ratos pasaba
algún robot en una u otra dirección, pero parecía un simple
patrullaje, o una caminata. Intenté llamar a Sara pero los te-
léfonos ya no funcionaban. Sin novedades de Miguel decidí
volver a la camioneta, y al departamento.
Estacioné a una cuadra, para que el vecino de los pectora-
les inflados no sospeche de mis movimientos.
Todo seguía a oscuras.

165
DIECIOCHO_

A la mañana siguiente la luz no había vuelto.


Por primera vez en mi vida tuve la horrible sensación
de estar viviendo esos inicios del Apocalipsis que tantas
variantes entregó, en las últimas décadas, la industria ci-
nematográfica planetaria. Llevaba horas sin conectarme al
teléfono, sin Internet, sin Xbox o Play.
La ciudad estaba completamente en silencio. Era como si
la falta de electricidad la hubiera despojado también de su
energía vital; y peor aún, no se escuchaban pájaros ni perros
ladrando en la calle. La angustia se materializó en un instante
cuando no pude usar la máquina de café. Terminé tomando
un vaso de agua como desayuno.
El teléfono agotó su batería y me pasé la mañana acostado
en el sillón, sin saber qué hacer. De Miguel no tenía novedades,
tampoco de Sara ni de Laura, ni siquiera del vecino de pectorales.
Intenté imaginarme cómo sería la situación en el búnker,
y supuse que Julián estaría conectado a algún generador
pero imposibilitado de enviar mensajes o de realizar alguna
operación en Internet.
Pensé en cómo se estaría viviendo el conflicto en Buenos
Aires. Pensé en Laura, que era una porteña como cualquier

167
otra y no tenía idea de dónde estaba Catamarca. No les im-
portaría en lo más mínimo. Los medios tampoco podrían ha-
cer mucho, ni siquiera con sus corresponsales aquí.
La iniciativa de Yalcin habría entrado en un cono de silencio.
Me preocupaban, quizás al mismo nivel de todo lo demás,
los ánimos de los miles de jugadores y usuarios de realidad vir-
tual desconectados por estas horas. Sus cerebros debían estar
sedientos de luminiscencia y disparos de metralla metaversal.
Habré pasado unas dos o tres horas dándole rienda suelta a
las hipótesis más variadas. Recuerdo el episodio como un acto
revelador sobre el poder de la mente. Sentí de pronto que era
acreedor de un don potente e infinito: casi pude rearmar una
nueva vida con Sara, en un lugar que divisé con lujo de detalles
aunque nunca lo hubiera habitado, ni sabía dónde estaba.
Fue un momento maravilloso, que sucumbió cuando escu-
ché arrancar el motor de la heladera. Me levanté de un salto
y puse a cargar el teléfono, sin pensarlo. Prendí la tele: estaba
en negro y permaneció así unos diez o quince minutos, hasta
que por fin recuperó las imágenes. Tras algunos minutos con
la pantalla muda y un escudo de la provincia en el centro, una
suerte de boletín informativo inició la transmisión.
Yalcin apareció junto al Presidente y “El Bro”, los tres ante
una mesa larga, con el mandatario nacional al centro. El celular
se prendió, y en cuanto comenzó la conferencia me llegaron
varias notificaciones. Además de la televisión, el mensaje esta-
ba siendo transmitido en vivo por Twitch y el resto de las redes.
Ante la mirada resignada del gobernador catamarqueño,
el Presidente anunció la intervención federal de la provincia,
acordada con el propio Yalcin, y realizó un llamado a la paz
social de la provincia.

168
“El Bro”, a su vez, pidió paz entre los usuarios y jugadores
catamarqueños, y el inmediato fin del impulso independen-
tista en las “distintas interfaces”.
Yalcin apenas dijo unas pocas palabras, entre las que me
sorprendió escuchar que Catamarca no perdería el control del
litio, un anuncio que el Presidente reforzó a su turno.
Segundos después de terminada la conferencia, las
redes estallaron con imágenes y videos de la noche ante-
rior. La ciudad había caído en el caos entre manifestantes,
jugadores, robots, policías y periodistas de Buenos Aires
y extranjeros histéricos, y muchos de ellos enfrentados
entre sí: las grescas se habían multiplicado mucho más de
lo que llegamos a ver.
Los hospitales habían dejado a cientos de pacientes a la
deriva, y los médicos habían hecho malabares para suplir la
falta de electricidad.
Sentí alivio con la vuelta a esa precaria normalidad, aun-
que con el pasar de las horas desarrollé una extraña nostalgia
por esa noche accidentada y a oscuras; sobre todo, recordaba
con una melancolía nueva esas primeras horas de la ma-
ñana, sorprendido por la fuerza que había tomado mi idea
imaginaria de vivir con Sara en un lugar perdido del mundo.
Miguel me llamó por la tarde y me dio detalles de los
acuerdos entre Yalcin y el mandatario nacional; el amedren-
tamiento era evidente, como así también lo cerca que estuvi-
mos de una guerra civil.
Supe que Julián y los funcionarios más leales a Yalcin
habían acordado una salida decorosa, y ocuparían puestos
relevantes en el nuevo gobierno que nombraría el Presiden-
te en las próximas horas. Eso había conformado a la élite

169
catamarqueña, que no perdería su influencia, ni (supuesta-
mente) el control del litio.
Miguel, en cambio, seguía echado, y en esos primeros días
estaba considerando la posibilidad de irse de la provincia, tal
vez del país, aunque no sabía dónde ni cómo.
Los humanoides policiales fueron retirados de la ciudad,
pero cada tanto aparecía alguno en zonas alejadas y medio
perdidas. A veces caminando, a veces inmóviles y alertas
frente a un árbol o una piedra, como si estuvieran en plena
custodia ante un peligro inminente. Pasaron varios días hasta
que la provincia recuperó la calma.
El corte de luz, por otra parte, provocó un gran cisma en la
población joven: los hospitales recibieron pacientes con es-
trés postraumático o extraños síntomas de apatía alternados
con accesos de ira y ansiedad. La gran mayoría relataba el pá-
nico sufrido durante las diecisiete horas en que la provincia
permaneció desconectada. Más de uno prefería no volver a
los juegos por miedo a que se produjera un nuevo corte.

170
DIECINUEVE_

Tres semanas después de la votación del frustrado refe-


réndum, la intentona soberanista de Catamarca desapareció
de los medios.
Ningún sitio de noticias, ningún periodista o streamer se
refirió a la provincia después de las elecciones legislativas
que consagraron a “El Bro” como el primer gamer de la his-
toria latinoamericana en acceder a una banca del Congreso
de la Nación.
A su vez, Martín había viajado a Mendoza el día después
de la intervención federal. Me escribió desde allá cuando tra-
té de ponerme en contacto con él, con la esperanza de que me
dijera algo sobre Sara, pero sólo pudo decirme que un grupo
de amigos cuyanos lo había llamado para impedir el “ecoci-
dio” en esa provincia.
La vida en mi departamento catamarqueño siguió su curso
sin grandes alteraciones.
Después de la renuncia de Yalcin siguieron un par de días
en los que dormí unas quince horas por noche. Cuando me
recuperé, volví a caer en la rutina de interminables sesiones
de videojuegos y cervezas. La única diferencia con Buenos Ai-
res era la vista del Ambato desde la ventana del living.

171
La llegada de “El Bro” al Congreso alteró la vida políti-
ca en el país. Para algunos partidos significó un terremoto.
Nadie podía entender cómo era posible que un pibito desco-
nocido absolutamente por toda la dirigencia hubiera ganado
una elección de forma tan holgada. Oficialistas y opositores
se volcaron por esos días a los medios no tradicionales, y
durante días se produjo un espectáculo patético con tipos
mayores de sesenta años transmitiendo discursos en Twitch
o jugando al FIFA o Maincraft mientras comentaban sus par-
tidas de nivel mediocre.
Con esta intentona de la vieja guardia de la política, “El
Bro” puso en evidencia el triple cambio generacional, polí-
tico y mediático que vivía el país. La gente se sentía ajena
o perdida. Incluso “El Bro”, que era el único ganador, sufría
por tener que abandonar su madriguera de leds violetas y su
silla ergonómica, para pasar largas horas en los parcos (y para
nada ergonómicos) sillones negros del Congreso.
Laura conoció un tipo fuera del gobierno y estaba muy
entusiasmada, según me dijo unos días después de la in-
tervención federal. Para mi sorpresa volvió a ofrecerme
trabajo en el Ministerio de Información, aunque laburaría
para otra persona. Le agradecí y le dije que lo pensaría. De
momento, tenía algunas misiones de GTA a las que debía
toda mi atención.
El teléfono sonó y lo encontré hundido entre los pliegues
del sillón con una última línea de batería. El número que lla-
maba era desconocido y dudé unos segundos antes de aten-
der, pero terminé cediendo a la curiosidad.
—¿Marcos? Soy Sara…
—¡Sara! Hola, sí… ¿cómo estás?

172
—Perdón que no pude llamarte antes, fueron días muy de-
mandantes aquí… estoy en Antofagasta —me informó—. Al
teléfono anterior tuve que darlo de baja cuando me fui de la
ciudad. Este va a ser mi nuevo número, por si querés agendarlo.
Creía que ya había olvidado su voz, y sin embargo cada
una de sus melódicas entonaciones resonaron en mí como
una memoria fresca. Poco fue el disfrute, sin embargo, porque
mi vena titilante la recordó de otro modo, no sé por qué, y
empezó a bailotear como en sus peores días.
—Sí claro… ya te agendo—le respondí intentando que no
se notara mi nerviosismo—. Estuve siguiendo la situación de
la minera alemana estos días…¿cómo vienen los planes para
el bloqueo?
—Y, viste cómo es esto Marcos… por ahora no pasó nin-
gún camión, somos una montonera bien plantada con varios
compañeres que no se mueven de la entrada al pueblo. Por
ahora el bloqueo está activo y sostenido, aunque habrá que
seguir la lucha cuando llegue Gendarmería. De momento, la
cosa está mínimamente tranquila. ¿Y vos? ¿Volviste a Buenos
Aires o seguís en San Fernando?
—No no… estoy acá Sara, en Catamarca… —dije con voz
temblorosa.
—¡Uh qué bien! En unas horas salgo para allá con dos
cumpas —dijo ella, que sonaba feliz—. Me gustaría invitarte
a venir conmigo a Aconquija. Voy a pasar ahí unas semanas
para descansar en la casa de mi viejo, creo que te gustaría… y
podemos conocernos mejor allá.
Recién entonces comprendí cuán difícil había sido asi-
milar la ausencia de Sara. Los primeros días había intentado
localizarla, pero en cuanto me sumergí en la rutina de los

173
juegos me olvidé de ella. Era mejor que hacerme la cabeza.
Ahora que aparecía así, de manera tan abrupta, me dejó con-
fundido y titilante.
—La verdad es que no sé bien qué voy a hacer con mi vida,
aunque debería tomar alguna decisión… pero suena bien lo
que proponés.
—Te entiendo… yo voy a estar en la ciudad un par de ho-
ras; las chicas que viajan conmigo se quedan, pero yo, casi
seguro, me voy la misma noche que lleguemos allá. Avisame
si querés venirte conmigo y compramos los pasajes juntos en
la terminal.
—Dale —dije, no sabiendo si estirar la charla o apurar su
fin—, en un rato te aviso, gracias por la invitación.
—De nada. Creo que estaría muy bueno que vengás con-
migo —dijo liviana, suelta, antes de despedirse.
En la tele el juego había quedado pausado justo cuando mi
jugador iba a dispararle a una viejita que paseaba a su perro.
No logré controlar el atractivo de la escena y, después de lanzar
el celular al sillón, seguí la partida durante unas tres o cuatro
horas. Estuve a punto de empalmar una maratón interminable,
pero algo me llevó a reflexionar sobre el llamado de Sara.
En una semana debía dejar el departamento. No conocía
a nadie en Catamarca y empezar una vida aquí no sería fá-
cil. Volver a Buenos Aires tampoco era una opción. Podía ir a
Aconquija, probar una vida diferente entre los indígenas, al
menos unos meses. Al final, me resulta más barato y auténti-
co que emprender un viaje espiritual a la India.
Abrí la computadora para una última búsqueda en Google.
Escribí: “¿cómo vivían los indios?” El primer resultado era del
diario ABC de Paraguay, y en el adelanto decía: “Creían en

174
sueños, visiones y que Dios estaba en todas partes. Las tribus
estaban organizadas por grupos de consejeros. Las mujeres,
dueñas de la casa y del campo, eran la cabeza del clan. Les
gustaba cantar, bailar, contar historias, hacer músicas con
cascabeles, silbatos, tambores...”.
Me pareció interesante y me propuse leer el artículo ente-
ro. Sin embargo, cuando le di click recibí un mensaje de DiDi
sorprendiéndome: “Su chofer ha llegado”, decía la notifica-
ción. Cerré la computadora, armé rápido mi mochila y salí.

175
Agradecimientos:
A mis padres, Arina, el Obispo, Carlos,
Demián, Gastón, Manuel, Juan y Dolores entre otros amigos.
A la Universidad Pública y Gratuita de Argentina.

177
Índice

Uno_............................................................................................7
Dos_...........................................................................................11
Tres_...........................................................................................15
Cuatro_......................................................................................23
Cinco_........................................................................................31
Seis_...........................................................................................43
Siete_.........................................................................................53
Ocho_.........................................................................................63
Nueve_.......................................................................................69
Diez_..........................................................................................79
Once_.........................................................................................97
Doce_.......................................................................................113
Trece_.......................................................................................125
Catorce_..................................................................................137
Quince_...................................................................................141
Dieciséis_................................................................................147
Diecisiete_...............................................................................153
Dieciocho_..............................................................................167
Diecinueve_............................................................................171

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