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HISTORIA

DE
LA
TEORÍA
LITERARIA

TRANSM ISORES
EDAD MEDIA
POÉTICAS CLASICISTAS

Carmen Bobes
Gloria Baamonde
Magdalena Cueto
Emilio Frechilla
Inés Marful
HISTORIA DE LA TEORÍA LITERARIA
II
TRANSMISORES. EDAD MEDIA.
POÉTICAS CLASICISTAS
CARMEN BOBES-GLORIA BAAMONDE
MAGDALENA CUETO-EMILIO FRECHILLA-INÉS MARFUL

HISTORIA
DELA
TEORÍA LITERARIA
ii
TRANSMISORES. EDAD MEDIA.
POÉTICAS CLASICISTAS

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« R E DOS
© CARM EN BO BES, GLORIA BAAM O NDE, M AG DALENA CUETO, EMILIO
FRECHILLA E INÉS MARFUL, 1998.

© EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 85, Madrid.

Diseño de cubierta: Manuel Janeiro.

Depósito Legal: M. 33694-1998.

ISBN 84-249-1970-X. Obra completa.


ISBN 84-249-1963-7. Volumen II.
Impreso en España. Printed in Spain.
Gráfica Cóndor, S. A.
Esteban Tenadas, 12. Polígono Industrial. Leganés (Madrid), 1998.
INTRODUCCIÓN

Presentamos el segundo tomo de la Historia de la teoría literaria: Trans­


misores. Edad Media. Poéticas Clasicistas. Habíamos cerrado el primer tomo
con las figuras de Longino y Plotino, a los que consideramos creadores de
ideas en la historia de la teoría literaria. Iniciamos este segundo tomo en la
misma época helenística con autores que son transmisores y no creadores de
ideas. No hemos aplicado, pues, un criterio cronológico en la división de los
dos tomos de la Historia de la teoría literaria, sino un criterio de «valor»
(creadores / transmisores), porque nos ha parecido más adecuado en una teoría
literaria.
Siempre es arriesgado señalar un corte en el devenir de la historia de las
ideas, por varias razones: porque la historia no se ha parado nunca, y son los
historiadores los que señalan fechas y proponen etapas, por lo general aten­
diendo a un hecho de carácter político, que, si bien puede tener repercusión
en el campo de las ideas, es ajeno a ellas; porque los aspectos que pueden
considerarse en la historia y la configuran en su conjunto (cultura, ideolo­
gías, creencias, etc.) no son idénticos, ni paralelos, en sú desarrollo y evo­
lución, y no tienen el mismo ritmo, de modo que resulta imposible hacer un
corte homogéneo y válido para el conjunto de la historia; y porque las ideas
y la cultura están involucrados con sus contextos y circunstancias, donde
adquieren su perfil en cada caso y un significado y sentido diversos: una
misma idea literaria tiene distinto valor y distinto significado cuando se po­
ne en relación con su entorno, en unas épocas o en otras, y el intentar seguir
una línea de evolución sin contar con sus relaciones contextúales resulta
siempre artificioso.
Por eso, creemos que dibujar límites y señalar etapas para las ideas litera­
rias, fijando fechas en su desarrollo, ha de ser necesariamente convencional, y
en particular lo será cuando se aborda desde la autonomía que hoy les recono­
ce la investigación humanística, y se refieren a otra época cultural en la que se
situaban de modo bien diferente con la retórica, con la filosofía, con la gramá­
tica, con la ética, y sobre todo con la estética.
8 Historia de la teoría literaria

Nos acogemos, en líneas generales, a la periodización en grandes etapas


que ha señalado la investigación histórica y hablaremos de Antigüedad clásica,
de período Helenístico, de Alta o Baja Edad Media, de Renacimiento, de Ba­
rroco y Neoclasicismo, en el continuo histórico de nuestra civilización occi­
dental. Y en ese esquema iremos situando lo que fue el conocimiento, acepta­
ción, pervivenda y transmisión de las ideas de la Antigüedad grecolatina
sobre la creación literaria, y a la vez iremos destacando los cambios que se
produjeron en ellas, y señalaremos las nuevas teorías que progresivamente se
incorporaron para dar lugar a escuelas y orientaciones como la patrística, la
escolástica, el renacimiento, y finalmente señalaremos las causas del acaba­
miento del período clasicista a finales del siglo xvm. Utilizaremos también
criterios geográficos para hablar del desarrollo de la teoría clasicista en Italia,
en Francia, en España. Y en este marco histórico geográfico, al señalar las
grandes corrientes culturales, las centraremos en las figuras más destacadas en
cada caso, y, siempre que sea posible, en las obras que se han conservado, y
señalaremos su relación con autores secundarios que sirven de precedente, es­
tán en el contexto inmediato, o son continuadores de sus ideas. Es decir, segui­
remos la evolución y transmisión de las teorías literarias atendiendo, en lo po­
sible, al panorama general de la cultura, a las figuras destacadas, y a las obras
concretas, en esos largos siglos que van desde la Antigüedad clásica hasta el
siglo XIX. Es un largo período en el que la teoría literaria mantiene inalterado
el principio de la mimesis como proceso generador del arte, y el concepto de
catarsis como «teoría del efecto» del arte. Aunque el término mimesis es poli­
valente y no significa lo mismo en las obras de los autores que lo utilizaron a
través del tiempo, lo cierto es que, entendido como forma de elocución
(Platón), como copia directa u homologica (Aristóteles), como copia de las
obras perfectas anteriores (Dionisio de Halicarnaso), o como copia de la natu­
raleza (Averroes), permanece inalterable en la base de la teoría literaria hasta
finales del siglo xvm cuando las poéticas miméticas empiezan a ser sustituidas
por un nuevo paradigma teórico en la investigación sobre el arte literario, su
génesis, sus formas y sus efectos, y surgen las poéticas expresionistas que se
caracterizan por el abandono de las concepciones heteronomas del arte y por
el reconocimiento de su autonomía plena, con lo que dan lugar o justifican las
vanguardias artísticas y el arte moderno.
Por otra parte, las dificultades para la identificación de las teorías y para su
clasificación en esquemas coherentes y científicos, no proceden solamente de
la necesaria distinción de aspectos de un todo cultural, o de la periodización de
uno de los ámbitos del saber que puede hoy aislarse de los demás, sino que
proceden del hecho de que los temas o disciplinas que hoy consideramos ne­
tamente delimitados en el esquema general de las ciencias y de la investiga­
ción, antes estuvieron distribuidos de otro modo y mantuvieron entre sí rela­
ciones internas que señalaron límites distintos de los actuales, y se hace difícil
Introducción 9

un seguimiento diferenciado de sus contenidos al situamos en la perspectiva


actual. Hay que reconocer que la reconstrucción hermenéutica de un contexto
alejado es harto difícil y arriesgado.
Hemos incluido en el primer tomo de la Historia de la teoría literaria a los
creadores de las ideas llamadas generalmente, y no sin cierta ambigüedad,
«clásicas» y lo hemos cerrado con dos autores de la civilización helenística,
Plotino y Longino, representantes del neoplatonismo, porque creemos que
forman la base para la historia de las ideas literarias y estéticas y son una con­
tribución original, en la constitución del corpus teórico que se transmite a oc­
cidente y sobre el que se discute, matizándolo, hasta finales del siglo xvm; a
partir de esta fecha, y aunque hay autores que siguen las concepciones anterio­
res, la teoría literaria tienen otras bases y otros presupuestos.
Pasamos, pues, a un segundo tomo, siguiendo cronológicamente la histo­
ria que sirve de marco, pero con un corte por autores, y por consiguiente con
saltos hacia atrás y hacia adelante, al incluir aquellos que recogieron las ideas
clásicas, las interpretaron en su propio contexto histórico y de cultura y las
transmitieron a la Europa occidental. Los autores que incluimos en este se­
gundo tomo son comentadores o transmisores de las teorías que encuentran
formuladas; en sentido estricto no crean teorías y no tienen un sistema filosó­
fico propio que respalde y sirva de marco de referencia a su interpretación de
las obras literarias, pero han recogido y sistematizado las de los autores clási­
cos y las han transmitido, sirviendo de puente entre la cultura grecorromana y
la cultura medieval. Su originalidad se limita a la selección que han hecho, a
veces se extiende al esquema interpretativo, que introduce cambios en las re­
laciones externas e intemas de los conceptos literarios, y tienen además el
enorme mérito de haber conservado textos de una tradición doxática y antolò­
gica, de estudio y de enseñanzas, de los autores que parafrasean, comentan o
utilizan como modelo. Por otra parte, conviene destacar que las obras de estos
autores transmisores conocieron a veces una divulgación amplia y duradera a
través de la enseñanza y formación de generaciones durante siglos y resulta
difícil encuadrarlas cronológicamente, sobre todo teniendo en cuenta que se
les atribuye a los autores más conocidos obras de otros que se publicaron jun­
tas, y a veces se confundían en una sola figura dos o tres autores del mismo
nombre. Las dudas afectan frecuentemente a la autoría, a la fecha, a la persona
del autor.
Teniendo en cuenta todas estas circunstancias y el criterio que nos guía,
está claro que no seguiremos una línea estrictamente cronológica, por siglos,
o por etapas culturales bien delimitadas, haremos, en lo que sea posible, un
seguimiento de las ideas, analizaremos su procedencia, sus modificaciones,
su persistencia en los siglos, a través de las figuras y obras de los autores
más representativos históricamente. Con ello nos exponemos a estudiar au­
tores que habiendo sido contemporáneos e incluso anteriores a los que he-
10 Historia de la teoría literaria

mos incluido en el primer tomo, son comentaristas o divulgadores de las


ideas de otros.
Vamos, pues, a exponer las obras de los autores que recogieron ideas clá­
sicas, cuya aparición hemos reseñado respecto a los autores que las formula­
ron, en el primer tomo, y las modificaron, con buenas o malas lecturas, para
adaptarlas a la visión de la cultura y el arte nuevos, teniendo en cuenta el con­
texto social en que viven, que reconoce un origen, unas formas y unos fines
para el arte literario, que difieren totalmente de los reconocidos anteriormente.
Señalaremos la vinculación que tales autores tienen con los clásicos ya estu­
diados y destacaremos el relieve que han adquirido en relación con las ideas
que después han prevalecido en el devenir histórico de la teoría literaria. Por­
que hacemos, en este sentido, una historia netamente pragmática, como suele
hacerse en una visión retrospectiva: se valoran los hechos por lo que significa­
ron en la sucesión cultural, aunque en su tiempo hayan tenido mayor relieve, o
hayan pasado desapercibidos respecto a otros.
Los autores que transmiten la cultura clásica se valoran hoy por haber
servido de vehículo para la pervivenda de las ideas y para su posterior desa­
rrollo. Comprobaremos que la mayor parte de las obras que vamos a estudiar,
aunque no sean originales en la formulación de las ideas y principios del arte
literario, ya que son recopilación y paráfrasis de teorías anteriores, tienen una
cierta originalidad en el sentido de que hacen la elección o selección de textos
y de conceptos desde una perspectiva propia, y los someten a una interpreta­
ción original cuando las sitúan en relación con otras ideas en esquemas nue­
vos, lo que les da un perfil y unos límites necesariamente diferentes a los que
tuvieron en su origen. No es lo mismo definir la mimesis en relación al es­
quema filosófico platónico, que al sistema realista aristotélico, en el marco ge­
neral de las Ideas o de la Naturaleza, o definir este concepto, olvidando toda
vinculación con un esquema filosófico general, en los límites estrictos de la
creación y teoría literarias, como hará Demetrio.
*

* *

Al exponer las modificaciones que cada autor introduce sobre las ideas y
conceptos que trata, iremos viendo cómo los suele orientar hacia unos princi­
pios generales que dominan el panorama cultural de su tiempo. La aparición y
difusión del cristianismo, con su idea de la proyección divina en lo humano,
trajo a la cultura clásica un relativismo en el arte, a la vez que confiere un sen­
tido transcendente a los valores de unidad, verdad, belleza y bondad, en rela­
ción con la coherencia, el conocimiento, la estética y la ética, que antes se
consideraban en una forma absoluta. En el período que avanza desde el siglo i
al V (d. C.), de dominio cultural griego y de dominio político romano, la in-
Introducción 11
coiporación de una tercera vía, la cristiana, resultará decisiva para comprender
el cambio de orientación de las ideas literarias, referentes tanto a la creación
de obras y a sus formas como a la teorización sobre ellas. Es evidente que se­
gún el concepto de belleza y de arte que se mantenga, las obras literarias se
construirán de modo muy diverso, y los cánones críticos para comprenderlas y
valorarlas variarán también considerablemente. Parece evidente que el sentido
ético y estético de la obra literaria condiciona sus formas y su estructura, no
sólo sus temas y contenidos.
Si proyectamos una visión panorámica sobre la evolución de las ideas en
esa etapa de la historia que va desde los primeros tiempos de la decadencia de
Roma hasta que Italia en el Renacimiento vuelve los ojos a su pasado glorioso,
podemos observar como líneas más destacadas, la conservación de la teoría
literaria formulada en la época clásica de Grecia y Roma, la selección e inter­
pretación de las ideas desde la personalidad y las circunstancias pragmáticas
de los diversos autores que las transmiten, y la incorporación de actitudes que
proceden de la nueva visión del mundo aportada por el cristianismo a la civili­
zación occidental.
Hemos dedicado el primer tomo de la Historia de la teoría literaria a la
aparición de las ideas clásicas, dedicaremos el segundo a su seguimiento en las
fases de transmisión y adaptación a los nuevos tiempos, y lo haremos desde el
testimonio de los autores cuyas obras se han conservado, sin seguir — pues
sería imposible, según hemos argumentado más arriba— un orden cronológico
estricto, ni de autores, ni de ideas, que con frecuencia se solapan. En este sen­
tido podemos decir que la labor de recogida de teorías y de selección de ideas
se inicia antes de que haya terminado la etapa creativa, de ahí que hayamos ce­
rrado la primera etapa con Plotino y Longino, y que iniciemos la segunda en
un tiempo anterior, con Dionisio de Halicarnaso, con Demetrio y con otros
autores, aunque su misma individualidad, las fechas de su vida y de composi­
ción y conocimiento de sus obras se mueva con incertidumbre de dos y hasta
de tres siglos, en algunos casos, y aunque en otros no haya certeza de que tras
un nombre haya un autor y no varios.
Por otra parte, a medida que avanzamos en la historia, la decadencia del
imperio romano camina paralelamente con una decadencia de la cultura gene­
ral y literaria, pues ya no produce, al menos al ritmo y con la brillantez ante­
rior, obras y teorías. La baja latinidad y la alta Edad Media serán etapas prefe­
rentemente de transmisión, de admiración matizada por los clásicos, y de
comentarios desde perspectivas platónicas, neoplátonicas, o desde actitudes
inspiradas más o menos directamente en Aristóteles, según iremos señalando
en cada autor.
No parece posible, por muchas razones, y renunciamos a ello, exponer
sistemáticamente las ideas literarias, estéticas y retóricas de una época de la
que tenemos pocos datos y en la que aparecen mezcladas en los manuales con­
12 Historia de la teoría literaria

servados la filosofía, la retórica, la gramática, la crítica literaria y la historia


del arte; no vamos a enumerar tampoco exhaustivamente los nombres de los
autores conocidos, porque con frecuencia las obras se repiten casi iguales en
unos y otros, dado su carácter de manuales, vamos a limitamos a aquellos que
han adquirido mayor relieve por sus posiciones claras y más o menos origina­
les, por su labor de transmisión, y finalmente por el rastro que han dejado en la
posteridad. No podemos en muchos casos valorar o exponer objetivamente el
lugar que cada uno ocupa en ese abigarrado y extenso mundo que lleva de la
Edad Antigua hasta la caída del Imperio Romano y desde esto hasta la apari­
ción de nuevos horizontes culturales en la Edad Media, Alta y Baja.
En líneas generales, vamos a comprobar que la mayor parte de los autores
que trataremos se sitúan en la perspectiva autorial y conciben las doctrinas li­
terarias en el conjunto de los saberes humanísticos, y las artes desde la pers­
pectiva del autor o de la obra en sí; no suelen tener en cuenta al lector, a pesar
del relieve que se da en la teoría de la tragedia, a la catarsis. Por lo general se
reconocen tres tipos de actividad artística: a) artes poéticas (artes quae operis
quod oculis subicitur consummatione finem accipiunt); b) artes prácticas
(artes quae ipso actu perficiuntur nihilque post actum operis relinquunt), y c)
artes teoréticas (artes nullum exigentes actum, sed ipso cuius studium habent
intellectu contentae) (Lausberg, 1960: 65-67); no hay una consideración de las
artes literarias desde la perspectiva del lector, aunque no falten alusiones a la
finalidad de las artes que de alguna manera implican la presencia del lector.
En este esquema general, la teoría literaria es un arte teorética (una especu­
lación racional), cuyo objeto es un arte poética (la creación literaria) y, en
principio coincide con la gramática y la retórica, ya que las tres, teoría literaria
(o poética), gramática y retórica tienen como objeto el conocimiento del len­
guaje desde un punto de vista práctico y artístico; esta coincidencia dará lugar
a un oscurecimiento de los límites entre las tres especulaciones, a su estudio
conjunto, y a la falta de tratados autónomos de poética. Tal situación persistirá
durante la Edad Media, donde estudiaremos la Retórica y la Poética en capítu­
los separados, pero con la advertencia de que hubo una estrecha vinculación
entre ellas.
En la época helenística, la paideia, o ideal de educación de los jóvenes,
tiene tres aspectos, dos comprendidos en el ars grammaticae y un tercero en el
ars rhetoricae. Por lo que refiere a la gramática, una educación gramatical
constaba del aprendizaje de las letras y comprendía también la lectura y co­
mentario de los poetas; y por lo que se refiere a la retórica, consistía en el
adiestramiento en el manejo del discurso y sus recursos, principalmente en el
ámbito jurídico y en el político. Cuando dejaron de practicarse estos tipos de
retórica, por cambio de regímenes políticos y de formas forenses, los precep­
tos y conocimientos teóricos de la retórica fueron recogidos en la gramática, y
no resultaba infrecuente que el mismo maestro enseñase las dos artes: gramá­
Introducción 13

tica (que incluía la teoría literaria) y retórica (Marrou, 1971 / 1985). La mayor
parte de las obras que han llegado hasta hoy son precisamente manuales desti­
nados a la educación de los jóvenes y tienen esta disposición conjunta de gra­
mática, poética (o partes de ella) y retórica, que se manifiestan y evolucionan
según épocas y según'los regímenes políticos dominantes.
La gramática en Roma recoge los conocimientos sobre la lengua que pro­
cedían de reflexiones hechas quizá para otros fines, como podía ser suscitar
determinadas reacciones emocionales o mentales en el oyente, es decir, desde
una perspectiva directamente pragmática, de carácter político o jurídico. La
gramática tiene, por consiguiente, ya desde la época clásica romana unos con­
tenidos heterogéneos y unos esquemas también heterogéneos, y es un hecho su
falta de límites precisos con la retórica y la poética.
No es extraño, pues, que Diomedes, en su gramática (siglo n), que puede
servir de modelo de lo que hacen con escasas variantes otros autores posterio­
res, defina el ars grammaticae en relación al conjunto de las artes: «artium ge­
nera sunt plurima, quarum grammatice sola litteralis dicta, ex qua rhetorice et
poetice consistunt, idcirco litteralis dicta, quod litteris incipiat, nam et
grammaticus Latine litterator est appellatus et grammatica litteratura, quae
formam loquendi ad certam rationem dirigit», y afirme que «tota autem gram­
matica consistit praecipue intellectu poetarum et scriptorum et historiarum
prompta expositione et in recte loquendi scribendique ratione». Tampoco es
extraño que de los tres libros en que va dividida la gramática, el I esté dedica­
do a las partes orationis, el II a los elementa y el III a la poetica (ritmo, metro,
pies, poemas) (Diomedes, 1981).
El helenismo es, pues, una etapa cultural en la que la teoría literaria se
mueve en las coordenadas generales que acabamos de señalar, de decadencia
de la cultura clásica, de un deseo de conservación, y del injerto de la cultura
judeo-cristiana. Destacan en estas circunstancias algunos autores que, a la vez
que ilustran la situación, dan testimonio de cómo la personalidad de cada uno,
a la par que el panorama histórico que viven, puede condicionarlos para intro­
ducir variantes en sus obras: Dionisio de Halicarnaso, Demetrio, Hermogenes,
Proclo, Evantio, Donato, etc., representan este amplio panorama histórico.
Podremos observar cómo surgen algunas interpretaciones equivocadas, o
«misreading», de las teorías, que a veces han sido atribuidas a Aristóteles y a
otros autores clásicos, simplemente buscando un apoyo en su autoridad. Este
apartado de autores de manuales, de comentarios, de paráfrasis y de lecturas
buenas o malas de las obras clásicas, comprende un amplio arco de siglos,
pues se mueven desde un tiempo casi contemporáneo de algunos de los auto­
res originales a los que siguen, hasta la desaparición del Imperio Romano. El
marco filosófico que le sirve de referencia es el helenístico-romano, que com­
prende también direcciones y escuelas muy diversas, cuyo énfasis se sitúa en
la ética (peripatéticos, cínicos, la Stoa), en una actitud escéptica (pirrónicos,
14 Historia de la teoría literaria
académicos...), o eclécticos (estoicos, epicúreos, platonismo medio...) y que ya
conviven con los judeo-alejandrinos, o con la filosofía neoplatónica de Plotino
(1982, 203-269).
A medida que el peso del cristianismo se deja sentir más intensamente, pa­
saremos a exponer las direcciones más sobresalientes de la patrística, ponien­
do énfasis en la figura y la obra de San Agustín, y destacaremos cómo los
Santos Padres trataron de encajar las culturas clásicas en el marco axiológico y
ético de ima moral positiva, la judeo-cristiana. La formación humanística clá­
sica que generalmente tuvieron los Santos Padres fue sin duda su punto de
partida, pero sometido a su propia visión del mundo y a la escala de valores
éticos y transcendentes de la religión que profesaban. En líneas generales po­
demos decir que su labor se concreta en la cristianización de las teorías y de la
lectura de las obras clásicas. Tatarkiewick (1962: 1990) advierte cómo la esté­
tica cristiana tiene diversas fuentes clásicas: de Platón toman la belleza espiri­
tual; de los estoicos la belleza moral; de Plotino, las tesis referentes a la belle­
za de la luz y del mundo; de los pitagóricos la idea de la belleza como
proporción; igualmente parten de diversas posiciones estéticas: de la concep­
ción aristotélica del arte, de la ciceroniana respecto a la retórica; de la horacia-
na sobre la poesía... de modo que, aunque no presenten una teoría poética ori­
ginal, la mediación de la fe es la nota común que los lleva a seleccionar en las
teorías anteriores aquellas tesis y aspectos que mejor adaptan a su posición y
las sitúan en un esquema coherente y armónico; y así destacan en las poéticas
ya formuladas determinados conceptos que extrapolan a esquemas nuevos,
dándoles también unos contenidos nuevos. Resulta notable que, por ejemplo,
San Agustín, interprete la belleza desde la teoría de la iluminación y en gene­
ral de la luz, cuyo valor simbólico destaca la doctrina cristiana («Yo soy la luz
del mundo»), por oposición a las tinieblas y al mal; de esta lectura deriva no
sólo una temática preferente en la estética cristiana, sino también el relieve
que adquieren las ideas sobre la belleza formal de las obras desde los nuevos
principios estéticos, y las interpretaciones simbólicas y alegóricas (Bruyne,
1963). Si los cambios de regímenes políticos había condicionado la estimación
y la independencia de la retórica en los autores que hemos citado más arriba,
ahora podremos observar cómo la selección y adaptación de las ideas clásicas
se realizan desde una perspectiva ética basada en la religión cristiana.
La Patrística se prolonga hasta el siglo vm y enlaza en la pre-escolástica
del renacimiento carolingio (vm-ix), con Juan Escoto o Erígena (810-877?),
que formula el primer sistema filosófico medieval. Continuaremos con la pri­
mera escolástica (xi-xn) y analizaremos en la Edad de Oro de la Escolástica
las ideas de Santo Tomás; tendremos en cuenta las aportaciones de los no es­
colásticos, sobre todo Averroes, que nos. llevará a las traducciones de la Poéti­
ca y a sus comentaristas en el Renacimiento y también citaremos algunos au­
tores que desde bases escolásticas preludian en la Edad Media algunas de las
Introducción 15

ideas y posiciones renacentistas, y que son principalmente poetas que refle­


xionan sobre sus obras (Dante, Boccaccio...).
En la formación de la doctrina clasicista desempeñó un papel de primer
orden la atención, exégesis y comentarios que el Cinquecento italiano realiza
sobre la Poética de Aristóteles. Este siglo, sobre todo en su segunda mitad, es
llamado «la época de la crítica», porque como en ningún otro tiempo se discu­
tieron con tanto apasionamiento hasta en sus mínimos detalles las afirmacio­
nes sobre aspectos de la literatura: ni un término se aceptaba sin una discusión
previa (Hathaway, 1962). Entramos en el Renacimiento con una vuelta a las
fuentes clásicas, no simplemente rescatadas, sino discutidas hasta en sus mí­
nimas afirmaciones.
El Renacimiento italiano surgirá a partir de las teorías medievales, pues no
en vano transcurren los siglos, pero se definirá progresivamente hasta afianzar
en plenitud una nueva estética que incorpora de modo directo los conceptos y
el modelo de autores griegos y latinos, y se extenderá por toda la Europa culta
y adquirirá particular cohesión y relieve en la literatura y en la preceptiva
francesas del siglo xvn, en el movimiento llamado Neoclasicismo.
Efectivamente, la influencia de los cometaristas italianos de la Poética
se deja sentir en España y particularmente en Francia desde finales del siglo
XVI, y llevará a la formulación de una estética literaria intelectualista, pre-
ceptivista, racional y clara, que defiende la creación literaria del furor y de
la fantasía desordenada. La crítica francesa llevará a sus extremos esta ten­
dencia (Nicole, Scudéry, d’Aubignac y, sobre todo, Chapelin). No obstante,
hay que admitir que la fuerza del neoclasicismo francés no procede solamen­
te de la influencia italiana, sino de la presencia en Francia de una notable
corriente intelectual, de índole filosófica, que tiene su expresión en el Dis­
curso del método de Descartes y en la presencia de una burguesía ilustrada
muy fuerte, que domina la administración pública, y está formada en la lógi­
ca, la gramática, las matemáticas y la jurisprudencia: una sociedad que está
preparada para aceptar una teoría literaria de ese tipo (Aguiar e Silva, 1972:
305). Aristóteles es considerado como la encamación de la razón y sus
«preceptos» son aceptados con placer a partir del año 1640 y será la gene­
ración de 1660 (Racine, Molière, Boileau, La Fontaine) la que les dará ca­
rácter universal.
La posición de los españoles en este concierto europeo de poética clasicis­
ta va desde la aceptación teórica de Aristóteles a través de los comentaristas
italianos (Pinciano, Cáscales, Carvallo...), pasando por el rechazo total en la
práctica de la creación literaria del Siglo de Oro particularmente en el teatro,
para alcanzar en el siglo xvm una actitud preceptiva extremada con Ignacio de
Luzán, con el que cerraremos el ciclo de las poéticas miméticas.
Las reacciones ante este racionalismo extremo se iniciarán a partir del si­
glo xvm, apoyadas en las tesis filosóficas de Fichte y culminarán en la estética
16 Historia de la teoría literaria
del Romanticismo, que sustituye el paradigma clásico y neoclásico de las poé­
ticas miméticas por el nuevo paradigma de las poéticas expresionistas, que sir­
ven de marco de referencia y de explicación al arte nuevo. La crisis de la Gran
Teoría, la aparición de la Estética como ciencia autónoma, la quiebra del sen­
tido mimètico del arte y de la llamada «teoría del efecto», que se concretaba
en la catarsis aristotélica, entendida de modos bien diversos, pero mantenida a
lo largo de los siglos, van a dar paso a una concepción del arte bien alejada de
lo que se había entendido por tal.
A lo largo de los dos volúmenes de la Historia de la teoría literaria hemos
tenido la oportunidad de referimos, en sus contextos respectivos, a aquellas
obras que han constituido hitos en el «pensamiento estético»: el lón o la Re­
pública de Platón, la Poética de Aristóteles, el tratado Sobre lo sublime de
Longino, etc., pero la Estética como ciencia independiente no aparece hasta el
siglo XVIII y contribuye de forma decisiva a la configuración de lo que hoy
consideramos Modernidad. El diálogo con las ideas estéticas del pasado, los
hallazgos que se producen en la práctica artística y las nuevas modalidades de
recepción están en la base de las que serán obras inaugurales en la historia de
la llamada, ya de forma específica, la Estética: la Estética de A. G. Baumgar-
ten (1750), los Salones de D. Diderot (el primero de 1759), o la Historia del
arte en la Antigüedad, de J. J. Winckelmann (1764).
Creemos que la aparición de la Estética como filosofía sectorial, al lado de
la Filosofía de la Ciencia, o la Filosofía de la Historia, implicó el final de la
«teoría del efecto estético» sobre la que descansaba la Gran Teoría y, en con­
secuencia, implicó también la desaparición de la concepción heterónoma del
arte. La idea de que el arte se rige por leyes pertenecientes a otros ámbitos del
saber o del hacer humano (la ética, la estética, la filosofía moral, la religión...)
es rechazada a partir de este momento y un sentido autónomo de la creación
va a imponerse en el arte nuevo. Pero, sin duda, los textos que consagran esta
idea están precedidos por una práctica artística que ha dejado de apelar a los
repertorios de otras actividades y saberes y, por primera vez, reclama atención
sobre su propia materialidad como soporte y sobre el conjunto de sentidos que
autónomamente suscita (Bozal, 1996).
El esquema aristotélico mimesis-catarsis — línea que va desde el proce­
so creador del arte hacia una concepción de la obra en razón de su finali­
dad— no era sino la aplicación al caso de la tragedia ática de la teoría gene­
ral del arte en cuanto representación y en cuanto actividad social referida a
unos determinados fines éticos o didácticos, amparados por el efecto estéti­
co. La tensión que de aquí deriva entre heteronomía y autonomía del arte la
encontramos particularmente patente en el pensamiento de Lessing, verda­
dera piedra angular en el cambio de las concepciones mimético-catárticas
del arte hacia la modernidad, pues teniendo los conceptos de la Poética por
elementos tan infalibles como los principios euclidianos para la geometría,
Introducción 17
interpreta todavía el efecto trágico como un efecto de purificación moral, y a
la vez es radicalmente moderno con afirmaciones como las que siguen:
Ahora bien, como de entre las obras antiguas sacadas a la luz hay piezas de
todas clases, sólo quisiera dar el nombre de obras de arte a aquellas en las que
el artista se ha podido manifestar como tal, es decir, aquellas en las que la be­
lleza ha sido para él su primera y última intención. Todas las demás obras en las
que se echan de ver huellas demasiado claras de convenciones religiosas no me­
recen este nombre, porque en ellas el arte no ha trabajado por mor de sí mismo,
sino como mero auxiliar de la religión, la cual, en las representaciones plásticas
que le pedia el arte, atendía más a lo simbólico que a lo bello (Lessing, 1990:
IX, 76).

El Lessing que en 1766 teoriza acerca de un arte no sujeto a demandas de


sentido o finalidades morales exteriores encontrará eco reiterado en los sucesi­
vos replanteamientos dieciochescos de la teoría del efecto trágico, desde el es­
crito de Moritz De la imitación creativa de lo bello (1788) hasta el último artí­
culo de Hegel en la Revista de Jena de 1802. La crisis de la idea del efecto
trágico arrastra consigo la de la mimesis: si no hay efecto aprioristicamente
determinado que producir, no hay ya, es lógico, naturaleza que representar. De
ahí a la formulación kantiana del arte como finalidad sin fin (Critica del jui­
cio, 1790) no hay más que un paso en el avance natural de un proceso escalo­
nado.
En fin, según creemos, la aparición de la Estética como ciencia indepen­
diente a mediados del siglo xvm supuso también la independencia del arte, y
concretamente del literario, pues trajo el fin de la teoría aristotélica del efecto
trágico y de la teoría de la mimesis que la sustentaba, de tal manera que po­
demos afirmar que la concepción autónoma del arte literario comporta, sin
más, el fin de las poéticas miméticas.
Cerramos, por tanto, nuestra Historia de la teoría literaria que había fijado
su objetivo en las poéticas miméticas, con la aparición de Lessing y demás
teóricos que introducen las ideas románticas, y dejamos el campo abierto para
las poéticas que puedan explicar el arte nuevo.
I
TRANSMISORES DE LAS TEORÍAS LITERARIAS
CLÁSICAS
Capítulo I

LOS PRIMEROS TRANSMISORES DE LAS TEORÍAS


LITERARIAS

1. Demetrio

En el códice Parisinus 1741, con la Poética y la Retórica de Aristóteles


y la Compositio verborum de Dionisio de Halicarnaso, se encuentra Sobre el
estilo, una pequeña obra en cinco capítulos, atribuida a Demetrio.
El texto y su autor presentan problemas que no han sido resueltos por la
crítica, aunque se han intentado aclarar a partir de las referencias que hace
la misma obra. Autores como Rhys o Grabe han señalado para el discurso de
esta obra, mediante un análisis del léxico y de sus referencias, un arco tem­
poral que va desde el siglo m a. C. hasta el siglo i d. C., y como autor han
considerado la posibilidad de que fuese Demetrio Falereo, un Demetrio sin
patronímico, Demetrio de Pérgamo (100 a. C.), o Demetrio, sofista alejan­
drino.
No entraremos en estas cuestiones de crítica autorial o textual, pero el
tratado Sobre el estilo, manual que se localiza en la tradición helenística
postaristotélica, nos servirá para ilustrar la situación a la que hemos aludido
en la introducción: durante siglos, y a veces poco posteriores e incluso en
coexistencia con los autores originales y creadores, surgen comentaristas,
intérpretes y divulgadores de las ideas, o que sencillamente las usan en ma­
nuales escolares para las lecciones a sus alumnos. Es el caso de este peque­
ño manual sobre la composición literaria griega, de fecha incierta y de autor
no identificado aún satisfactoriamente. Sus editores y comentaristas advier­
ten que las seguridades de Demetrio proceden de sus apoyos anteriores, y
cuando alguna vez puede ser, o parece ser, original, por ejemplo al hablar
del cuarto estilo, que parece un añadido por su cuenta, su discurso se hace
inseguro y poco claro en sus esquemas y en sus ideas y relaciones.
22 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Sobre el estilo es, desde luego, una recopilación de doctrinas anteriores y


tiene un contenido más de crítica literaria textual que de retórica; tiene el méri­
to de haber recogido algunos textos de autores, que así se han conservado. A
veces divaga, se contradice, repite, pero con todo consigue una sistematización
interesante de las teorías sobre el estilo.
Demetrio sigue un método estratificacional y parte de una definición de las
unidades del lenguaje (palabra, frase, período) para señalar y caracterizar las
clases de estilo. Admite que los períodos de un texto pueden constituirse como
tales por razones de tipo histórico, retórico y conversacional, y pueden estar
formados por miembros simétricos, opuestos o semejantes en su composición.
Las clases de estilo son cuatro: a) el llano o sencillo; b) el elevado; c) el
elegante y d) el fuerte o vigoroso.
El estilo elevado, que suele denominarse elocuente, puede serlo por el pen­
samiento, es decir, por el asunto que trate, por la dicción que utilice (lexis), o
por la composición que el autor da a sus períodos (síntesis). Dentro de lo que
es este tipo de estilo, se extiende Demetrio en un análisis de las figuras, de la
dicción, de las metáforas, entre las que distingue siguiendo a Aristóteles las
«activas», y destaca los peligros de su uso.
El estilo elegante es considerado por Demetrio a partir de las palabras, que
pueden ser hermosas y suaves, y puede proceder también de la composición;
para su análisis da muchos detalles sobre la lengua que se utiliza. Al estilo
elegante se contrapone el estilo afectado.
El estilo llano exige sencillez en la dicción, en el tema y en la composi­
ción; es un estilo en el que debe haber claridad, viveza y poder de persuasión;
lo contrario sería el estilo árido.
El estilo fuerte o vigoroso debe evitar lo arcaico, las antítesis y los parale­
lismos; son frecuentes en él los períodos de dos miembros, y suele destacar la
brevedad y hasta el silencio. Suele utilizar el estilo fuerte figuras retóricas de
pensamiento (omisión, silencio, prosopopeya), figuras de lenguaje (anáfora,
asíndeton); también suelen encontrarse en él metáforas, comparaciones, pala­
bras compuestas, preguntas retóricas, etc. La suavidad de la composición, el
empleo de lo inesperado y lo espontáneo, el asíndeton... son recursos del esti­
lo fuerte (García López, J., Introducción y texto de Demetrio, 1979).

2. Dionisio de H alicarnaso

Como ejemplo de la extensión de la cultura griega a todo el ámbito del


Imperio Romano, y también como figura que muestra cómo los cambios que
los principales conceptos clásicos van sufriendo al adaptarse a las nuevas
condiciones pragmáticas en los esquemas culturales de épocas posteriores,
Los primeros transmisores de las teorías literarias 23

destacamos la figura y las teorías de Dionisio de Halicarnaso, un griego natu­


ral de Halicarnaso (Asia Menor), máximo representante del aticismo en su
tiempo, que vive y escribe en Roma en los comienzos del Imperio, siglo i a. C.
Entre sus obras destacan Sobre la imitación, y Sobre los oradores antiguos, si
bien la más interesante y original parece ser Sobre la composición literaria,
dedicada al análisis lingüístico de los recursos literarios, que ha resultado ser
la base de la teoría sobre la prosa artística de todos los tiempos.
Dionisio de Halicarnaso puede servir como representante de los primeros
cambios y de las primeras actitudes que harán posible la persistencia de las
teorías clásicas griegas en el mundo helenístico y en la época del Imperio Ro­
mano hasta su decadencia y desaparición. Es también ejemplo de cómo a tra­
vés de él se mantienen, a veces con lecturas y transducciones no del todo orto­
doxas, teorías clásicas e ideas más o menos nuevas y matizadas sobre ellas,
que tuvieron un gran relieve posterior: su concepto de mimesis y sus teorías
sobre la composición, las encontramos en autores y épocas siguientes: Plutar­
co, Quintiliano, Hermogenes de Tarso; en la época bizantina: Siriaco, los Es­
coliastas; en los rétores anónimos que consideran a Dionisio «canon retórico»
despreciando a Aristóteles, etc. Y otro tanto sucede en el Renacimiento respec­
to a las teorías de la prosa artística y de la imitación: Bembo, Escalígero, Pico
della Mirandola, Castelvetro (que hizo un comentario al tratado de Dionisio
sobre la composición); Fray Luis de Granada en su Retórica cristiana; el
mismo Herrera en las Anotaciones, etc., todos se inspiran en los textos de
Dionisio de Halicarnaso directamente.
Repasamos, como ejemplo de esta afirmación que hacemos, su concepto
de mimesis, bastante cambiado respecto a. lo que por tal entendieron Platón o
Aristóteles. Dionisio traslada el concepto de mimesis al ámbito estricto de la
teoría literaria y mantiene que es la imitación del discurso de los clásicos, es
decir, no entiende la mimesis como principio generador del arte, como trasla­
do de la naturaleza a la expresión humana artística, o como reflejo de tercer
grado de las Ideas, sino como principio de perfección técnica del discurso lite­
rario y retórico: puesto que el discurso había alcanzado con Demóstenes la
perfección del género oratorio, los oradores posteriores deberían ejercitar la
mimesis, imitación o copia, sobre este discurso. Demóstenes, que representa la
síntesis en el proceso dialéctico entre un estilo oratorio llano (representado por
Lisias) y un estilo elevado o solemne (representado por Gorgias), alcanza el
ideal, la suma y la síntesis, de los estilos anteriores: es el orador perfecto que
puede y debe servir de modelo para todos los oradores posteriores. Para los
oradores, la mimesis artística consiste en la copia, o inspiración, de sus discur­
sos en el discurso perfecto de Demóstenes.
Con esta extrapolación, las relaciones entre la realidad o las Ideas con el
arte quedan desvirtuadas totalmente: se mantiene el concepto de mimesis co­
mo imitación, pero no se realiza en la relación arte-realidad (Ideas), sino en las
24 Transmisores de las teorías literarias clásicas

relaciones arte-arte. El arte, que en la época clásica se había situado en la


oposición physis-tecne (Grecia) / natura-ars (Roma), va a desplazarse en la
época helenística al ámbito de las relaciones de la nueva literatura con las
formas de la que se convertirá en modelo, la literatura clásica. Con este des­
plazamiento se relaciona probablemente la valoración de los comentarios, la
lectura de las obras clásicas y su erección en cánones formales y temáticos.
El cambio en la consideración del estilo, que está más o menos generali­
zado entre los estudiosos de la literatura, dará lugar a dos escuelas, la de los
Teodoreos y la de los Apolodoreos. Los primeros, cuya cabeza destacada es
Teodoro de Gádara (y entre otros Filodemo y Longino), se remontan a la tra­
dición Académica (platónicos, irracionalistas) y los segundos se vinculan a la
tradición Peripatética y siguen a Apolodoro de Pérgamo, y entre ellos cabe si­
tuar a Demetrio y a Dionisio de Halicarnaso.
Para los peripatéticos el arte literario se concibe desde una perspectiva bá­
sicamente lingüística de vocabulario y de estructura de la frase; parten de la
necesidad de elegir un modelo perfecto, que se concibe como compendio de
rasgos positivos, suma de virtudes. De aquí que se denominase «teoría de las
virtudes» y «teoría de los vicios», lo que debe hacerse, lo que debe evitarse al
escribir. En la Poética se habla ya de «virtud poética», la claridad, p. e. La
doctrina de las virtudes, que fue desarrollada por Teofrasto, encuentra su apli­
cación más completa en Dionisio. Y aquí enlazamos con la segunda de las
teorías de este autor, que tomamos como modelo de lo que fue el traslado con
matizaciones de las ideas clásicas hacia la cultura de la Europa occidental en
la Alta y en la Baja Edad Media, antes de que se volviese directamente a las
fuentes clásicas en el Renacimiento italiano.
Dionisio y sus seguidores críticos y retóricos, distinguen dos aspectos en el
discurso, el de la expresión y el del contenido; y unas virtudes en la expresión
y unas virtudes en el contenido; unas necesarias, otras accesorias. Virtudes ne­
cesarias son la pureza de la dicción y la claridad de los contenidos. De las
virtudes accesorias unas se orientan hacia el placer, otras a la belleza. Las ca­
tegorías que señala Dionisio son muchas y actúan como un canon de valores
que permiten criticar desde una posición de cierta segundad el estilo de las
obras literarias y los temas que tratan. La crítica, cuyo carácter prescriptivo
procedía de la retórica, amplía así su ámbito y se hace descriptiva, comparati­
va y valorativa. El análisis de los textos sigue una triple escala: se inicia con
su conocimiento por la lectura atenta, se valora desde un canon exterior obje­
tivo que elige el crítico y se califica de acuerdo con el conocimiento que se ha
adquirido y la valoración que haya alcanzado (cognitio, aestimatio, censura).
Para lograr estos fines, Dionisio sigue un método preciso, que nos resulta
altamente interesante al compararlo con los conocidos en la historia de las
teorías literarias: a partir de las teorías de los caracteres estilísticos, pasa al
análisis o examen de los datos, a la comprobación por contraste con los prin­
Los primeros transmisores de las teorías literarias 25

cipios y a la valoración. Perfeccionó también una nuevo nivel de análisis: el


fonoestilístico, con el que introdujo unas nuevas perspécticas, para poner en
relación las cualidades sonoras de las unidades fónicas con los valores semán­
ticos denotativos o connotativos.
Dionisio desarrolla la teoría de los estilos desde una perspectiva lingüística
(hermeneia) en la que principalmente tiene en cuenta el vocabulario utilizado
en el discurso y las estructuras de frase; y, como para todos los que siguen esta
perspectiva en el análisis de los estilos, es esencial la armonía sonora, musical,
de las letras de las frases y períodos (eklogé). Pero de nuevo los matices que
introduce Dionisio, abrirán nuevos horizontes al análisis: frente a lo mantenido
por Aristóteles, Teofrasto y Horacio, Dionisio advierte que las unidades lin­
güísticas adquieren su mayor relieve desde la perspectiva de la composición.
Horacio había destacado el valor de las «bellas palabras» en el poema, Dioni­
sio mantiene que no hay palabras bellas o feas en sí mismas, sólo lo son com­
binadas, es decir, en la síntesis, donde se produce su ordenación, su ajuste ar­
monioso y eufónico con otras palabras, de modo que al ser de las unidades hay
que añadir sus relaciones en el discurso. Y todavía la teoría de Dionisio da un
paso más ál vincular la armonía fónica con los contenidos semánticos: en la
perspectiva lingüística, a las unidades en sí, y a la síntesis o compositio, hay
que a ñ a d ir en la valoración del discurso la finalidad moral: la búsqueda de una
selección y utilidad de los contenidos.
Sobre el estilo no es un tratado sistemático, a veces divaga, a veces repite
conceptos, no presenta conclusiones, pero tiene el interés enorme de haber re­
copilado y transmitido ideas, y a veces también es original puntualmente, por
ejemplo, cuando se refiere al estilo epistolar, que debe combinar estilo gracio­
so y llano; también resultan muy interesantes sus juicios sobre textos literarios
griegos. En muchos puntos coincide con Longino y Hermogenes, lo que nos
hace afianzamos en la idea de que existe una materia común, procedente de
los autores griegos clásicos y extendida por todo el Imperio en manuales y
tratados, que la esquematizan de modos diversos, más o menos originales.
Podemos afirmar, como resumen, que las teorías estilísticas de Dionisio
están articuladas en tomo a tres criterios: el lógico-lingüístico (caracteres y
virtudes de las unidades fónicas, lo que constituye, según tradición teórica, el
estilo), el irracional-estético (las armonías que surgen, al parecer de modo es­
pontáneo, en la composición) y el moralista (el discurso es valorable en razón
de su finalidad, por sus contenidos).
Los autores de los siglos i al v después de Cristo seguirán más o menos las
pautas señaladas por Dionisio de Halicarnaso y algunas de sus actitudes sobre
la transmisión y matización de los textos clásicos persistirán hasta el movi­
miento humanístico y renacentista en el que se vuelve directamente a las obras
para comentarlas y discutirlas, y, como veremos, hay problemas que surgen
sencillamente en el contraste que supone la tradición y adaptación de unas
26 Transmisores de las teorías literarias clásicas
ideas en las nuevas circunstancias que presenta la Europa del Renacimiento
frente a las que presentaban la Grecia y la Roma clásicas.

3. Hermogenes

Una posición parecida a la de Demetrio es la que presenta la figura y la


obra de Hermogenes de Tarso (siglo n). Se le atribuye un manual de gran di­
fusión y relevancia en la historia de la retórica y de la teoría literaria desde la
época helenística hasta el Renacimiento, titulado Sobre las formas de estilo,
que es una recopilación de muchas de las ideas que autores anteriores habían
formulado y que adquieren una coherencia y una sistematización notables en
el conjunto de esta obra.
Hermogenes de Tarso pasa por ser autor de una Retórica con cinco trata­
dos: a) Ejercicios preparatorios; b) Sobre el status; c) Sobre la invención retó­
rica; d) Sobre las siete ideas o formas de estilo fundamentales, y e) Sobre el
tratamiento de la Habilidad, pero parece que sólo pueden atribuírsele con se­
guridad el segundo y el cuarto. El primero fue latinizado por Prisciano; los, tres
siguientes están dedicados a la teoría del status, a la invención retórica, y a las
siete ideas, respectivamente; el cuarto, que es el más extenso fue desconocido
en el medievo, y el quinto es un tratado acerca del método de la séptima idea,
que no es más que el uso perfecto y conveniente de las demás. Algunos de
estos tratados, particularmente el tercero y el quinto ofrecen dudas sobre su
autoría.
El problema no es sólo textual, pues no está muy seguro a quién se le atri­
buyen realmente tales tratados, ya que, como en el caso de Demetrio, parece
que bajo el nombre de Hermogenes confluyen datos de varias personas: un
Hermogenes retórico, un Hermogenes sofista, y otros Hermogenes, pues el
nombre parece haber sido frecuente (Hermogenes, 1993, Introducción: 26 y
sigs.). Tampoco hay seguridad sobre su tiempo, aunque parece probable que
haya nacido en el 160 d. C.
Sobre las formas de estilo no parece una obra juvenil, y éste no es un
dato como para fechar exactamente la obra. Hay datos y leyendas sobre su
precocidad y sobre su locura que pueden referirse a autores de otras obras.
Nos atenemos a la tradición y analizamos como obra de Hermogenes (sea
quien sea) Sobre las formas de estilo (que puede ser obra independiente o
parte de una retórica general y amplia). Los estudios recientes sobre esta
obra, por ejemplo, los de Patterson (1970), de López Grigera (1983) y otros,
no aclaran las cosas.
Sobre las formas de estilo está dividido en dos partes, de doce capítulos
cada una. El primer libro va precedido de una introducción, y es el estudio de
Los primeros transmisores de las teorías literarias 27

las formas de estilo; el segundo termina con la aplicación de la teoría a textos


literarios de varios autores.
En la Introducción aclara que su intención consiste en llegar a conocer
profundamente los estilos y para ello considera conveniente partir del análisis
de los recursos estilísticos como formas diferenciadas y luego ver cómo se
realizan en los textos concretos de cada autor, como estilos individuales; pero
de hecho parte de los textos de Demóstenes, como un muestrario general de
todos los estilos. ~ '
Hermogenes señala la existencia de siete formas posibles de estilo: Clari­
dad, Grandeza, Belleza, Viveza, Carácter, Sinceridad, Habilidad. Todas estas
formas se relacionan entre sí y forman textos sincréticos que se dan de modo
diverso, con predominio generalmente de una forma; su análisis constituye la
parte central de Sobre las formas de estilo.
Las formas de estilo son diferenciables, pues unas están constituidas en sí
mismas y no dependen de otras, ni subordinan a otras: así la Belleza, la Viveza
y la Habilidad; otras son formas subordinadas, como la Claridad y la Grande­
za, y hay formas que pueden tener partes comunes entre sí, aunque sean distin­
tas: el Carácter y la Sinceridad, por ejemplo. Además cada forma tiene su
contraria.
Teniendo en cuenta estas características y estos criterios, Hermogenes
formula una especie de sistema de las formas de estilo y de sus relaciones de
oposición, subordinación, participación, coordinación, mezcla y complemen-
tación.
En cada una de las formas se pueden distinguir tres aspectos: los pensa­
mientos, el tratamientos que se les da y la expresión que los manifiesta. La ex­
presión, por su parte, tiene sus propios elementos: dicción, figuras, miembros,
y composición, y con los dos últimos, la pausa y el ritmo. En Cada autor, en
cada discurso, el estilo se conforma y se caracteriza como un estilo propio al
dar preponderancia a uno de los elementos frente a los otros.
Hermogenes afirma en la introducción a su tratado que nadie antes de él
había sistematizado de modo tan riguroso las unidades y las formas del esti­
lo, sin embargo se pueden encontrar antecedentes de sus ideas en los trata­
dos de Retórica anteriores, por ejemplo las teorías sobre los tipos de estilo o
genera dicendi, que aparece en Trasimaco, Teofrasto, en la Rhetorica ad
Herennium, en Cicerón y en Demetrio; las teorías sobre las virtudes o cuali­
dades de la narración (claridad, brevedad, verosimilitud) que aparecen en la
Retórica de Aristóteles y se mantienen en las posteriores, y las teorías sobre
las virtudes o cualidades del estilo, que iniciadas en el siglo iv a. C., tienen
también precedentes en Aristóteles. Hermogenes es original en algunos as­
pectos, por ejemplo, sitúa las figuras de dicción como tales figuras, pero las
figuras de pensamiento las sitúa en el aspecto de «tratamiento de los pen­
samientos».
28 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Longino presenta cuatro categorías comunes con Hermogenes: el pensa­


miento, las figuras de pensamiento y de dicción, la expresión y la composi­
ción, y añadía el pathos o emoción. Demetrio hablaba de pensamiento, dicción
y composición, y engloba en ésta el ritmo, los miembros, la harmonía, y, a ve­
ces, las figuras. Dionisio de Halicarnaso utiliza también una triple división de
las virtudes estilísticas, y subdivide la lexis en selección de palabras (propia o
metafórica) y síntesis, que comprende incisos, miembros y períodos.
De todos modos hay que advertir que las formas (ideiai) tienen el sentido
de «aspecto externo», pero con el tiempo el término se hizo polivalente en los
diferentes textos en que puede encontrarse y se utilizó con varias acepciones:
«forma de estilo», «estilo» de un autor, tipo de estilo, especie o género, de
modo que a veces las coincidencias son nominales y otras veces lo son de
concepto, aunque bajo otra denominación.
En resumen, podemos advertir que los componentes que señala Hermoge­
nes son tradicionales en las retóricas, y aparecen citados, a veces con ligeras
variantes de contenido o de relación, por autores anteriores, de modo que lo
más original en Sobre las formas está en la sistematización a que los somete.
La Claridad, compuesta por la Pureza y la Nitidez, se da tanto en la na­
rración como en la elocución o estilo, y encontramos antecedentes en Dionisio
de Halicarnaso, en la Rhetorica ad Herennium y en Cicerón.
La Grandeza pertenece a la tradición del llamado estilo «grande», en el
que caben la solemnidad, la aspereza, la vehemencia, la brillantez, el vigor y la
abundancia, citadas de modo diferente en Aristóteles, Teofrasto, Demetrio,
Longino, etc. Señalamos que la «brillantez» en Hermogenes se hace sinónimo
de «luminosidad», «esplendor», en clara relación con lo que entiende la pa­
trística..
La Belleza (kallos) se usa como sinónimo de «elegancia» (epimeleia). y a ve­
ces de «omato»; tiene antecedentes en Platón, sobre todo referida al ritmo y a la
harmonía, y en general en Gorgias, y se relaciona con los conceptos de «placer»
(hedone) y «gracia» o «encanto» (charis), en Dionisio de Halicarnaso.
La Viveza, que integra la rapidez y la agilidad, es término utilizado tam­
bién por Dionisio de Halicarnaso aplicado a los miembros del período en el
discurso retórico.
El Carácter comprende cuatro formas: simplicidad, dulzura, ingenio y
equidad; es una forma compleja que aparece frecuentemente en la tradición
retórica relacionada con el ethos en el sentido de credibilidad (discurso judi­
cial), o en el sentido de verosimilitud (discurso ficcional), y se refiere a la
conveniencia y adecuación de la acción de un personaje en unas circunstancias
concretas. Hermogenes habla de la verosimilitud literaria al tratar de la aphe-
leia en relación con los personajes de la comedia, con su dulzura y gracia, y
las sitúa muy próximas a la belleza y a la elegancia. El ingenio es sinónimo de
«agudeza» y está en relación, según han observado algunos autores, con las
Los primeros transmisores de las teorías literarias 29

teorías del chiste en Cicerón y Quintiliano, que como el ethos y el pathos son
medios para captar la atención, atraerse al auditorio.
La Sinceridad (aletheia), según Hermogenes, pertenece al ethos, pero no
de la misma manera que otras formas; tiene como componentes la Simplicidad
y la Equidad, pero no referidas al autor del discurso, sino al discurso mismo y
es sinónimo de estilo persuasivo, espontáneo, salido del alma; es interesante
en cuanto que colabora a la credibilidad del discurso. Tiene antecedentes en la
Retórica de Aristóteles.
La Habilidad (demotes) expresa tanto la habilidad del orador como el te­
mor del auditorio ante la fuerza e intensidad de un discurso. Hermogenes re­
laciona esta forma, la habilidad, con la grandeza del estilo, y parece que la
vincula también con la «propiedad» y la «conveniencia», pues la Habilidad
remata todas las formas y consiste en utilizar correcta y adecuadamente todos
los elementos del discurso oratorio.
La segunda parte de Sobre las formas de estilo trata de los estilos corres­
pondientes a los tres tipos de oratoria: judicial, deliberativa y panegírica. La
caracterización de los dos estilos primeros, el judicial y el deliberativo, no pre­
senta dificultades siguiendo los esquemas propuestos en la primera parte del
libro, pero al llegar al panegírico declara Hermogenes que no constituye un
discurso político, y que el modelo supremo de tal estilo se encuentra en Platón,
de la misma manera que el estilo supremo del tipo político es Demóstenes. Del
discurso político pasa así Hermogenes al discurso literario, y destaca en él su
carácter imitativo y su carácter dramático, en referencia directa a Platón.
Distingue también el panegírico en verso, cuyo modelo es Homero, el mejor
de los poetas y, a la vez, el mejor de los oradores.
Hermogenes supera con estas distinciones la teoría de los tres estilos y
abre la posibilidad de analizar estilísticamente los textos oratorios y los textos
literarios, teniendo en cuenta las formas (como Dionisio de Halicarnaso, por
ejemplo), y también los pensamientos, que constituyen una parte fundamental
del discurso. Desde luego las formas de estilo que cita y estudia no constitu­
yen una serie homologa y podrían discutirse, pero es indudable que su esque­
ma y su método de análisis tuvo una gran importancia en los siglos siguientes.
Sobre las formas de estilo fue objeto de comentarios desde muy temprano
por parte de autores neoplatónicos (Siriano, siglo v) porque se adaptaba bien
en sus ideas y en sus términos a los principios neoplatónicos; también el cris­
tianismo encontró en la obra de Hermogenes una coincidencia notable con sus
ideas; la tradición retórica clásica se hace compatible con el Nuevo Testamen­
to y no fue difícil encontrar conceptos comunes y términos que los expresasen:
solemnidad, claridad, habilidad, etc.
Hay noticia de que la Retórica de Hermogenes está en el siglo xv en la
biblioteca de Lorenzo de Medicis y en la Vaticana (Hermogenes, 1993, Intro­
ducción: 77). El traductor e introductor de Hermogenes en Europa occidental
30 Transmisores de las teorías literarias clásicas

fue Jorge de Trebisonda, que llega a Italia en 1416 y en 1433 publica su Rhe­
toricorum libri V, la primera retórica humanística original en la que combina
las teorías de Dionisio de Halicarnaso y de Hermogenes con Cicerón. Las
ideas de Hermogenes se centran en el análisis de la oratoria de Demóstenes,
aunque podemos advertir que se extiende a la retórica civil y sagrada y, lo que
nos importa directamente, a la poética. Su influencia en este aspecto se deja
sentir, a partir de 1558, en los tratadistas de literatura y de retórica del Rena­
cimiento italiano: en los Poetices Libri Septem (1561, postumos), de Escalíge-
ro; en el Arte Poetica Thoscana (1564), de Mintumo, y también en los españo­
les (Antonio Lulio, Pedro Juan Núñez, Vives, Matamoros, fray Luis de
Granada). Conceptos como el decorum, que Mintumo identifica con la habili­
dad (demotes), serán clave en las discusiones humanísticas (Vega, 1991:172).
La primera edición completa del Ars Rhetorica de Hermogenes es la de
Aldo Manuzio en 1508, e incluye los comentarios de Siriano y otros.
Capítulo II

PRIMERAS TEORÍAS SOBRE LA COMEDIA

1. E vantio y D onato

Los teatros clásicos, los helenistas y los romanos, dejan progresivamente de


ser utilizados como espacios escénicos y durante la Edad Media se van arruinan­
do sin que se les preste demasiada atención hasta que el Renacimiento los recu­
pera como espació de investigación arqueológica. Sin embargo, se conocen los
textos dramáticos clásicos, algunos de los cuales, según nos consta, fueron leídos
(Hroswitha, Gandersheim), aunque no fuese con carácter general, en las escue­
las. Hasta llegar el siglo xrv el drama clásico no se recupera como texto de lectu­
ra y de representación, a pesar de que ya se tenían datos sobre su historia, sus
temas y sus formas y también sobre la interpretación y los conceptos teóricos
que sobre ellos se habían formulado.
Pasajes de textos clásicos, así como conceptos y teorías, fueron conocidos,
aunque no se tuviese acceso al texto completo, a partir de una tradición doxá-
tica de alusiones, afirmaciones, frases, citas textuales, etc., que habían sido re­
cogidas en manuales y prontuarios, en antologías y enciclopedias y habían si­
do así transmitidas por los siglos últimos del Imperio Romano y por los de la
Alta Edad Media. San Isidoro de Sevilla (vn) y Vincent de Beauvois en Specu­
lum Historiale (xm) son los autores más destacados en la transmisión. A partir
del siglo xrv el drama clásico empieza a ser leído e imitado y puede servir de
objeto de reflexiones directamente.
Las definiciones, algunos datos, frases y determinadas alusiones de autores
y obras concretas, constituyeron el acerbo cultural de generaciones y fueron
un legado mantenido en las escuelas catedralicias y conventuales y también en
las universidades. MacMahon ha seguido la continuidad histórica de las más
destacadas definiciones a lo largo de la Edad Media y hasta los inicios del Re­
nacimiento (MacMahon: 1929).
32 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Las fuentes de información del drama clásico en el Bajo Imperio se con­


cretan fundamentalmente en tres: De Fabula de Evantio, De Comedia de
Elio Donato y la parte que Diomedes dedica al drama clásico en su Ars
Grammatica.
Evantio pasa por ser autor de una pequeña obra De Fabula, que solía edi­
tarse conjuntamente con la obra de Elio Donato, Commentum Terenti, por lo
que se atribuyó durante mucho tiempo a Donato, autor mucho más conocido
por sus gramáticas. El mismo caso presentaba una segunda obrita titulada De
Comoedia, Excerpta de Commoedia, (Evantio, 1969), que también suele in­
cluirse en el comentario de Donato sobre Terencio. Podemos afirmar que la
mayor parte de las informaciones sobre el teatro clásico de que dispone la
época medieval procede de estas fuentes. Incluso en el Renacimiento y hasta
finales del siglo xvn se reimprimen las obras de Evantio y Donato general­
mente acompañando a ediciones de las obras de Terencio, y parcialmente en
antologías, en comentarios y en prefacios.
De Evantio sabemos que fue un gramático del siglo iv y que sus obras se
atribuyeron a Donato, quizá debido a la difusión que tuvo la gramática de
este autor (cualquier gramática latina se llamaba «donet», como nombre
común).
No se conocen las fuentes de De Fabida; MacMahon se remonta a través
de las escuelas romanas y a través de los críticos alejandrinos hasta Teofrasto,
especialmente el ensayo de éste Sobre el Poeta y señala ecos, aunque débiles
de la Poética.
De Fabula comienza señalando el origen religioso del teatro griego: la
comedia se inicia en el culto a Apolo, la tragedia en los ritos báquicos, hace
una breve historia de la tragedia y de la comedia y cree, como Aristóteles, que
la tragedia fue la más antigua de las formas dramáticas, frente a la comedia
que es producto de una sociedad urbana; advierte también Evantio la progresi­
va desaparición del coro y señala acertadamente las diferencias entre el teatro
griego y el latino. También, como Aristóteles, considera que Homero es el
maestro de los poetas dramáticos, pues puede decirse que la Iliada anticipa la
tragedia y la Odisea es preludio de la comedia; valora a Terencio sobre todos
los autores cómicos latinos por la excelente forma en que dibuja a los caracte­
res y por el mantenimiento del decorum en sus obras.
Pero nos interesa destacar la contraposición que hace de la tragedia y la
comedia: la comedia tiene personajes de clase media, anécdotas y motivos
ligeros y un desenlace feliz; por el contrario, la tragedia discurre con perso­
najes de gran altura, sucesos intensos y termina con un desenlace fatal. En la
comedia el comienzo es complicado y se va aquietando hacia un final tran­
quilo; la tragedia sigue un orden inverso en la presentación de los hechos y
de la tensión que suscitan. El modo de vida que sirve de marco anecdótico a
la tragedia ha de ser evitado, pues sirve de modelo negativo a una conducta
Primeras teorías sobre la comedia 33

razonable; por el contrario el de la comedia ha de ser imitado, si se quiere


alcanzar una vida feliz. Por último, la comedia se ajusta a un argumento
ficcional, mientras que la tragedia se construye a partir de hechos históricos
(Vega, 1995).
Evantio no dice nada sobre la representación dramática, quizá de acuerdo
con la concepción, que llega a la Baja Edad Media, del texto dramático como
poema para ser recitado más que para ser representado: piénsese en la defensa
que hace Dante en la Epístola a Can Grande de la Escala de la Divina Come­
dia como poema de naturaleza «cómica», o en las afirmaciones de Proaza en
los versos acrósticos de La Celestina; la oposición cómico / trágico basada en
el criterio del final feliz y final desgraciado supone otro sentido, que no se
afianzará hasta más tarde.
Esta es precisamente una de las diferencias que podemos advertir entre
las tesis aristotélicas de la Poética y las enunciadas por Evantio en De Fabu­
la: Aristóteles califica de tragedia una obra como Ifigenia entre los tauros,
de final feliz, porque produce el efecto específico de la tragedia: la catarsis y
tiene algunos de sus elementos más caracterizadores, por ejemplo, la anag­
norisis. Evantio insiste en que el desenlace de la tragedia ha de ser desgra­
ciado. Aristóteles cita Anteo como ejemplo de obra dramática de tema fic­
cional; Evantio insiste también en que la tragedia, frente a la comedia, ha de
estar basada en hechos históricos. Por último, Aristóteles no entra en la
ejemplaridad moral de las tragedias, mientras que Evantio afirma que el des­
enlace ha de ser ejemplar.
Podemos, pues, comprobar que alguno de los tópicos medievales sobre
teoría dramática están ya en Evantio: el destino del texto dramático en la reci­
tación; el final feliz / desgraciado, que opone comedia / tragedia, de donde de­
rivará el término tragicomedia para aquellas obras que, como La Celestina
mezclan elementos trágicos y cómicos; la ambientación en escalas sociales
altas o bajas de la tragedia y la comedia respectivamente; la historia frente a la
ficción que caracterizaría a la tragedia frente a la comedia, etc.
Evantio considera que las partes del drama son el prólogo, la protasis, la
epítasis y la catástrofe, frente a las partes cuantitativas señaladas por Aristóte­
les en la tragedia griega: el prólogo, la párodo, los episodios con los estásimos,
el éxodo y el epílogo. El prólogo, según Evantio, es una especie de prefacio
del drama que permite decir algo exterior al argumento, dirigido a la sala, so­
bre el poeta, la obra o el actor; la protasis, que da comienzo al drama, sería el
primer acto; la epítasis, parte central de la obra, desarrolla el conflicto propia­
mente dicho, y finalmente la catástrofe es el desenlace, que ha de ser feliz
(catastrophe conuersio rerum ad iocundus exitus).

Elio Donato, más conocido como gramático, escribe en el siglo rv un tra­


tado que titula De comedia, y que suele conocerse comò Comentum Terentii.
TEORÍA LITERARIA, II.-2
34 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Las dos gramáticas de Donato, el Ars Maior y el Ars Minor se usaron como
textos escolares hasta el siglo xvi, y hoy pueden verse en la edición de
Grammatici Latini hecha por H. Keil (1857-80). Su comentario de Terencio,
del que se conserva una redacción hecha en el siglo xvi sobre el original, fue
ampliamente reimpresa y conocida durante el Renacimiento, y hoy puede ver­
se en la edición de P. Wessner, con buena introducción.
De Comedia repite muchas de las ideas expuesta por Evantio en De fabula.
El drama es el término general que comprendería dos géneros: la comedia y la
tragedia. Los rasgos principales que oponen la comedia a la tragedia son va­
rios: sus casos suceden a personas privadas, no se sale de lo corriente en la vi­
da, es decir, no presenta casos raros, etc. Afirma Donato que Cicerón define la
comedia como «imitación de la vida, espejo de caracteres e imagen de la ver­
dad», pero como no se encuentran tales afirmaciones en las obras del orador
romano, es posible que sean de Donato directamente. Afirma también que no
se conoce quién inventó la comedia entre los griegos, en cambio sí se sabe que
Livio Andrónico fue el primer romano que escribió comedias, tragedia y fabu­
la togata, y también fue el primero que considera a la comedia «espejo de vi­
da», debido a que leyendo la comedia descubrimos imágenes de la vida y de
las costumbres.
Las comedias suelen, según Donato, tomar sus títulos de cuatro áreas
principalmente: nombre de los personajes: Phormio, Hécyra; de los lugares:
Andria, Leucadia; de acciones: Eunucus, Asinaria; o desenlaces: Commorien­
tes, Heautontimoroumenos.
Pero quizá lo que nos sorprende más en la obra de Donato son sus ob­
servaciones sobre el espectáculo teatral: sobre el traje de los actores, los te­
lones o la música, de los cuales señala un valor sémico: los viejos suelen
llevar en las comedias trajes blancos, porque el blanco se asocia a la ancia­
nidad, en cambio los jóvenes llevan generalmente trajes de diversos colores
que connotan su vitalidad; los esclavos llevan vestido corto, signo de su po­
breza o bien señal de que sus acciones no tienen gran relieve; los parásitos
llevan un pallium que los envuelve; el feliz llevará un traje nuevo, el des­
graciado, uno viejo; el rico lucirá púrpura, el pobre un traje de fenicio; al
soldado le conviene capa corta color púrpura; las jóvenes llevarán trajes ex­
tranjeros; ima alcahueta llevará capa de diversos colores; una prostituta lle­
vará traje amarillo, signo de la codicia.
Informa Donato de diferentes clases de telones que se usan en el teatro
de su tiempo: delante del escenario suelen desplegarse telones bordados
(aulea); los telones de fondo suelen estar pintados con temas cómicos
(siparium).
La música, según Donato, no está hecha por el autor de la comedia, sino
por los músicos, y puede ser de diferentes tipos; el orden de aparición de los
que intervienen en el espectáculo está sujeto, como hoy, a unos criterios de
Primeras teorías sobre la comedia 35
importancia: el nombre del músico se pone en el telón, al comienzo de la
obra, detrás del autor y del primer actor. La música se realiza con flautas y
se ha semiotizado no sólo el tono, sino hasta el lugar donde se toca, de modo
que algunos espectadores pueden deducir el tipo de drama que se va a repre­
sentar sólo con oír la música o comprobar el lugar de donde procede: las
flautas de la derecha tocan música grave y anuncian el carácter serio de la
obra; las flautas de la izquierda anuncian con tonos agudos que la comedia
es ligera; y si tocan las flautas de la derecha y de la izquierda se tratará de
una tragicomedia.
Capítulo IE

LA TRADICIÓN NEOPLATÓNICA

1. Proclo

Si los autores anteriores recogen ideas clásicas sobre el drama y proponen


otras nuevas cuyo conjunto constituirá la base de la teoría y crítica dramática
medievales, un autor del siglo v, Proclo (412-485), será el continuador de las
corrientes neoplatónicas que tanto relieve alcanzarán en el llamado primer Re­
nacimiento del siglo xn y en el Humanismo renacentista.
Platón había desarrollado en el libro X de la República su teoría sobre la
imitación: Sócrates distingue tres regiones del ser: a) la idea de cama, b) la
realidad física de una cama hecha por un carpintero, que sería la primera imi­
tación de la idea, y c) la cama pintada por un pintor, que sería una segunda
imitación, imitación de la imitación, imitación de apariencias. Luego en el Ion
y en el Fedro vuelve al mismo tema y, por boca de Sócrates también, sugiere
la idea de que el poeta es un inspirado.
El neoplatonismo desarrollará fundamentalmente las ideas del Fedro y del
Ion, que resultan un tanto ambiguas, marginando las de la República. El Fedro
presenta la poesía como «una posesión de las Musas y una mania del poeta», y
el Ion se ha leído como una exposición del furor poeticus.
El neoplatonismo medieval se abre con un proceso que se inicia en el
siglo in con Plotino (205-269), concretamente con el apartado «Sobre la be­
lleza» de las Enéadas I, 6, donde se puede leer que la belleza es algo más
que la proporción de las partes, la simetría. La belleza es el placer que ex­
perimenta el alma ante la percepción de lo que le resulta afín, y es, por tan­
to, una experiencia de lo espiritual más que de lo material. Dios es el prin­
cipio de donde emana la belleza que se percibe con los ojos cerrados; en
Enéadas V, 8, se vuelve a insistir en que la verdadera belleza es la inteligi­
ble, la que se encuentra en las obras de los artistas (Plotino se refiere a la es­
cultura más que a la música o a la literatura), pues éstos actúan como visio-
38 Transmisores de las teorías literarias clásicas

nanos, hombres capaces de elevarse de lo material a lo espiritual y captar la


belleza espiritual para ofrecérsela luego a los hombres que no son capaces
de alcanzar tales visiones.
Las tesis de Plotino fueron cultivadas por una serie de escuelas que flore­
cieron en todo el imperio: la de Roma (Amelio y Profirió, siglo m), la siria
(Jámblico, 330), la de Pérgamo (Juliano el Apóstata, que se convirtió en el
centro de los defensores de la antigua cultura pagana frente a la emergente
cristiana), la de Atenas (Proclo), la de Alejandría...
En lo que se refiere a la teoría literaria cierra la evolución neoplatónica la
figura de Proclo, de Constantinopla (410-485), un discípulo tardío de Plotino,
que recoge sus ideas y las refiere directamente a temas literarios; si bien antes
que él otros autores (Filón, Clemente y Orígenes) habían aplicado las ideas de
Plotino a la explicación de textos bíblicos concretos, fue Proclo quien las pro­
yecta hacia los problemas de una teoría y una crítica literarias. Estas ideas se
mantendrán en la escuela de Atenas y cuando ésta se cierra (529), el neopla­
tonismo teológico, filosófico y literario encontrará en la religión cristiana su
cauce de pervivenda (Hirschberger, 1954).
Las obras de Proclo pertenecen a variados y amplios ámbitos: comen­
tarios (algunos de los cuales se han perdido, por ejemplo, todos los que hi­
zo sobre la obra de Aristóteles, en cambio se conservan muchos sobre Pla­
tón); pequeños tratados, generalmente sobre algún tema polémico; los
manuales elementales, como Prolegómenos a .la filosofía de Platón; obras
sistemáticas, caracterizadas por su forma axiomática, por ejemplo, los Ele­
mentos de física, los Elementos de teología, o la Teología platónica; Him­
nos, etc. La Elementado theologica se conoció por un resumen que hizo un
autor desconocido en el Liber de causis. Durante mucho tiempo este libro,
atribuido a Aristóteles, gozó de gran predicamento, lo que motivó que el
aristotelismo medieval conservase cierto tono platónico. El neoplatonismo
se formula en esta obra como una filosofía de la identidad: se da primera­
mente el uno, que se hace todas las cosas a través de un proceso triàdico:
primero es reposo, ser en sí, luego evolución hacia lo múltiple y finalmente
vuelve al punto de partida; un término intermedio pone en relación de uni­
dad a los extremos.
Actualmente se reconoce que el influjo de Proclo sobre los padres de la
Iglesia, la escolástica y la edad moderna es muy amplio e intenso (Boecio, San
Agustín, el Pseudo Dionisio Areopagita, Escoto Erígena, la escuela de Char­
tres, los platónicos de Cambridge, Nicolás de Cusa, Schelling, Hegel...).
La obra de Proclo confluye en la Edad Media con la de Dionisio el Pseudo
Areopagita (conjunto de obras escritas a finales del siglo iv que se atribuyen a
este autor y que, enviadas a la corte de Ludovico Pío desde Constantinopla,
fueron traducidas al latín en el siglo ix por Juan Escoto Erígena, muerto hacia
877) y constituye la base teórica del neoplatonismo del primer Renacimiento
La tradición neoplatónica 39
(siglo xii) en autores como Bernardo Silvestre y volverán a la actualidad en
los escritos que en defensa del poeta harán Boccaccio en Italia y Sir Philip Si­
dney en Inglaterra.
Pensamos que tanto la práctica literaria como la teoría literaria medievales
pueden ser explicadas en el marco de las ideas neoplatónicas procedentes bá­
sicamente de Proclo y del Pseudo Dionisio. Algunos de los rasgos más desta­
cados del arte medieval, por ejemplo, el alegorismo, tienen sentido a partir de
la idea neoplatónica sobre la inspiración del poeta: las formas artísticas son
alegóricas necesariamente porque las visiones del artista son inefables, no
pueden ser comunicadas directamente y, por tanto, deben ser manifestadas
mediante formas alegóricas con signos que puedan entender todos.
La poesía, producto de la imaginación del poeta en sus visiones, es una
forma de conocimiento, diferente y más elevada que la racional; los hombres
corrientes no entienden esas visiones y consideran irracional a la poesía, y al
poeta, loco o ebrio. Lógicamente la teoría clásica de la imitación queda recha­
zada desde esta perspectiva; el poeta no es un técnico de la copia, y la poesía
no consiste en ofrecer reproducciones de la realidad sino en crear modelos de
conducta; la poesía no tiene una finalidad lúdica, sino que es semejante a la
experiencia religiosa; el poeta participa de las visiones místicas de una reali­
dad ideal. La consideración ética de la obra literaria se acentúa en teorías
neoplatónicas, que volverán a tomar actualidad en el Renacimiento, concreta­
mente en el siglo xv, Marsilio Ficino las recogerá en sus Diálogos de amor,
que tanto influirán en la teoría y en la práctica literaria de los humanistas y
poetas de los siglos xvi y xvii.
Los racionalistas y lógicos, por ejemplo Castelvetro o Bacon, atacarán esta
concepción de la poesía y rechazarán aquellos recursos que como las visiones,
las alegorías, los simbolismos, procedían de la concepción neoplatónica del
arte: el término entusiasmo, clave para los neoplatónicos, llega a ser conside­
rado ridículo en el racionalista siglo x v iii .
En esta trayectoria desde Platón hasta el neoplatonismo del primer Rena­
cimiento del siglo xii y hasta el Humanismo de los siglos xvi y xvii resulta,
pues, clave la figura de Proclo. Su texto sobre La naturaleza del arte poético
hace una paráfrasis de algunas ideas platónicas, con mayor énfasis en las que
se orientan hacia las posiciones neoplatónicas.
Siguiendo un esquema triàdico, mantiene Proclo que hay tres clases de al­
mas: 1) la intuición, intelecto o mens, que está en relación directa con los dio­
ses; 2) la razón, que se revela por los sentidos, tiene relación con la vida hu­
mana y con el mundo, y se manifiesta en la inteligencia y el saber; es una
facultad discursiva que es capaz de lograr principios generales a partir de la
observación de lo particular; y 3) la fantasía o imaginación, que no hace abs­
tracciones, pero combina imágenes captadas por los sentidos.
40 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Resulta interesante esta división de los tipos de alma porque en relación a


ella se reconocen tres tipos de poesía: 1) la poesía que muestra el «furor por la
belleza», de inspiración divina, que se manifiesta como una especie de locura
(manía); 2) la poesía didáctica, subordinada a la anterior, capaz de presentar
verdades científicas de modo bello para enseñar prudencia y otras virtudes; 3)
la imitativa, subordinada a las anteriores y producida por las opiniones y la
fantasía, que presenta al mundo no como es sino como parece. Esta división de
la poesía se encuentra en Platón, que había distinguido una poesía de origen
divino, que subsiste en las almas tiernas y solitarias, ima poesía asimilativa y
una poesía fantástica, y en el Sofista explica las diferencias entre las dos últi­
mas: una es el arte de copiar un modelo original en todas sus proporciones y
colores, la otra consiste en reproducir imágenes no en sus verdaderas propor­
ciones, sino las que hagan que parezca así, pues a veces los escultores deben
dar proporciones diversas del original para que parezca proporcionado al verlo
de lejos.
Ni qué decir tiene que Proclo, con estas tesis, rompe con la idea clásica de
la mimesis, pues no reconoce como primera función del arte la reproducción
de la vida y las costumbres. La mimesis no puede considerarse, como lo había
hecho Aristóteles, el proceso generador del arte, al menos en sus formas más
elevadas, que son producto de la intuición y de la mente. La mimesis daría lu­
gar solamente a la tercera clase de poesía que refleja las apariencias del mun­
do. El apoyo platónico para estas posiciones lo encuentra Proclo en los diálo­
gos Ion y Fedro, no en la República y lo confirma en Las Leyes y en el Sofista.
TEXTOS PARA COMENTARIO

(El pintor Nicias) creía que el tema mismo era parte del arte pictórico, como los
mitos lo son del arte poético. Así pues, no es de admirar si también en los discursos la
elevación surge de temas elevados.
La dicción en este estilo debe ser grandiosa, distinta y lo más desacostumbrada
posible. De esta manera tendrá grandeza: la dicción corriente y familiar, aun cuando
sea clara, es también vulgar e insignificante.
En primer lugar se han de emplear metáforas, ya que éstas, sobre todo, proporcio­
nan al estilo placer y distinción. Sin embargo, no deben ser abundantes, pues puede pa­
recer que estamos escribiendo un ditirambo en lugar de un discurso. Tampoco deben
parecer forzadas, sino espontáneas y por analogía. Así, por ejemplo, hay cierta seme­
janza entre un general, un piloto y un auriga, pues todos son jefes. Por tanto, hablará
correctamente el que diga que el general es el piloto de la ciudad y, al contrario, que el
piloto es el general de la nave.
No obstante, no todas las metáforas se pueden emplear indiferentemente las unas
por las otras, como las que hemos citado antes, puesto que el poeta pudo llamar a la ba­
se del monte Ida su pie, pero no hubiera podido llamar nunca al pie del hombre su base.
Pero, cuando la metáfora parezca demasiado atrevida, cámbiese por un símil. Pues,
así, será menos peligrosa. Un símil es una metáfora extendida, como si uno en lugar de
decir: «ante el orador Pitón, que entonces desbordaba sobre vosotros un torrente de elo­
cuencia», añadiéndole una partícula comparativa, dijera: «que desbordaba sobre vosotros
como un torrente de elocuencia». De esta forma, hacemos un símil y la expresión resulta
menos arriesgada, mientras que en aquella forma teníamos una metáfora, pero también
había más riesgo. Por eso Platón, al emplear más metáforas que símiles, da la impresión
de estar haciendo algo peligroso; Jenofonte, sin embargo, prefiere los símiles.
Para Aristóteles, la metáfora llamada «activa» es la mejor, cuando los objetos ina­
nimados son introducidos en un estado de actividad como si fueran animados, por
ejemplo, en el pasaje en el que se describe el dardo:
El afilado dardo, anhelante por volar sobre la multitud (Ilíada).

y en las palabras:
Hinchadas, blanqueadas de espuma (Ilíada).
42 Transmisores de las teorías literarias clásicas
Estas expresiones: «hinchadas» y «anhelantes», sugieren actividades de seres vi­
vos.
Sin embargo, algunas cosas se dicen con más claridad y precisión por medio de
metáforas que si se emplearan los términos propios, como en: «El combate se erizaba».
Pues nadie, cambiando la frase y usando términos propios, lo diría con más verdad ni
con más claridad. El poeta llamó «batalla erizada» al choque de las lanzas y al ruido
continuo y suave por ellas producido, y, a la vez, usa la metáfora «activa» antes men­
cionada, al decir que el combate se erizaba como un ser vivo.
No obstante, es conveniente no olvidarse de que algunas metáforas producen más
trivialidad que grandeza, aunque la metáfora sea empleada para producir dignidad. Por
ejemplo:
Y en derredor sonó como trompeta de guerra el espacioso cielo (Ilíada).

El firmamento entero al resonar no tenía por qué parecerse a una trompeta resonante, a
menos que alguno, en defensa de Homero, dijera que el espacioso cielo resonaba del
mismo modo que resonaría el cielo entero si tocase la trompeta.
Vamos a examinar, por tanto, otra metáfora que es causa más de trivialidad que de
grandeza de estilo. Es necesario que las metáforas se hagan de lo más grande a lo más
pequeño, no al contrario. Jenofonte dice, por ejemplo: «Después, al avanzar, se desbor­
dó parte de la línea de la falange». Comparaba la desviación de la línea al desborda­
miento del mar y le aplicó ese término. Si alguien, cambiando la frase, dijera que el
mar se desviaba de la línea de la falange, probablemente no sería una metáfora apro­
piada y en todo caso resultaría completamente trivial.
Algunos escritores procuran salvaguardar las metáforas, cuando parecen demasia­
do arriesgadas, añadiendo epítetos. Así Teognis aplica al arco la expresión: «Lira sin
cuerdas», al describir un arquero en actitud de disparar. Es arriesgado el nombre de lira
aplicado a un arco, pero se salva con el epíteto «sin cuerdas».
La costumbre es maestra de todas las demás cosas, pero sobre todo lo es de las
metáforas. Ya que, revisiténdolo casi todo con metáforas, lo hace con tanta seguridad
que pasa desapercibido. Llamando a una voz «blanca», o a un hombre «agudo», a un
carácter «tosco», a un orador «prolijo», etc., se aplican metáforas de una forma tan ele­
gante que se parecen a los términos propios.
Yo establezco esta regla del uso de la metáfora en los discursos: el arte, o la natura­
leza, establecido por el uso. Así, en verdad, el uso estableció de una forma tan bella al­
gunas metáforas que ya no necesitamos los términos propios, sino que la metáfora se
mantiene, ocupando el puesto del término propio. Por ejemplo, «el ojo de la vid» y
otros del mismo género.
Sin embargo, las partes del cuerpo que son llamadas «vértebras», «clavícula» y
«costilla» no derivan sus nombres de una metáfora, sino porque el uno se parece a un
huso, el otro a una llave y el último a un peine.
Pero cuando convertimos una metáfora en una comparación, como se ha dicho
más arriba, se ha de buscar la brevedad y poner delante nada más que la palabra
«como», pues, en caso contrario, tendremos imágenes poéticas en lugar de ima com­
paración. Por ejemplo, el pasaje de Jenofonte que dice: «como un perro de noble ra­
za se lanza temerariamente sobre un jabalí» y «como un caballo sin riendas, que ga­
lopa y da coces sobre la llanura». Estas expresiones no parecen comparaciones, sino
imágenes poéticas.
Textos para comentario 43
Estas imágenes no.se deben emplear en prosa con ligereza ni sin el máximo cuida­
do. Esto será suficiente para dar una idea de las metáforas.
(Demetrio, S o b re e l estilo, 1979, págs. 54-58.)

Un doble aspecto abarca, por así decirlo, toda instrucción oratoria: el del contenido
y el de la expresión; el primero de ellos diríamos que afecta ante todo al asunto a tratar,
y el segundo a la forma de tratarlo. Todos los que ponen la mira en el arte de hablar
han de interesarse por igual en uno y otro aspecto del discurso. La ciencia que nos lleva
al dominio de este asunto por la inteligencia del mismo sigue ima senda dura y difícil
para los jóvenes, digo más, imposible de ser coronada por los imberbes. Ahora bien,
una vez en la plenitud de los recursos intelectuales y domada la juventud por las canas,
la posibilidad de alcanzarla es más factible, acrecentado todo por los profundos cono­
cimientos de las palabras y las cosas, por la mucha experiencia y sufrimientos en vicisi­
tudes propias y ajenas; a pesar de todo, las facultades literarias pueden brotar igualmen­
te en plena juventud. Es un hecho que todo espíritu juvenil se siente arrebatado ante las
excelencias literarias al recibir para ello una excitación en cierto modo irracional, y
como si dijéremos inspirada... (120).
La composición es, como su mismo nombre indica, una cierta ordenación de las
partes de la oración unas al lado de las otras, las que algunos llaman también elementos
del lenguaje. De éstos, Teodectes, Aristóteles y otros filósofos de su época dedujeron
hasta tres, estableciendo como primeras partes de la oración nombres, verbos y partícu­
las conectivas. Los que los siguieron, sobre todo los principales representantes de la es­
cuela estoica, las ampliaron a cuatro, separando los artículos de las partículas conecti­
vas. Luego, sus sucesores, dividiendo los nombres comunes de los sustantivos en
general, descubrieron las cinco primeras partes. Otros, al separar los pronombres de los
nombres, los hicieron el sexto elemento. Otros además separaron los adverbios de los
verbos, las preposiciones de las conjunciones y los participios de los nombres; por fin
otros aplicando nuevas divisiones, multiplicaron las primeras partes de la oración. De
ellas se podría hablar mucho. En otro sentido, el encadenamiento y yuxtaposición de
estas primeras partes, sean tres, cuatro, o cuantas fueren, constituyen los llamados
miembros, el ajuste de éstos da lugar a los llamados períodos y éstos, por fin, realizan
el discurso en su totalidad. Función de la composición es disponer de manera debida y
congruente entre sí las palabras, conferir a los miembros el ajuste conveniente y distri­
buir adecuadamente el discurso en períodos.
A pesar de que, y de acuerdo con un orden, en la parte de la preceptiva que se re­
fiere al dominio de la expresión la composición vendría en segundo lugar (ya que se
considera que la selección de palabras debe ser naturalmente previa), es con mucho la
composición donde antes que en ningún otro lugar residen el placer y el poder persua­
sivo de la palabra. Nadie se extrañe de que mientras se han dedicado muchos y gruesos
volúmenes a la selección de palabras, que ha sido tema de discusión abundante para
filósofos y rétores, la composición, que ocupa el segundo lugar conforme a ese orden,
lo haya sido mucho menos, no obstante poseer tal fuerza y eficacia que supera con
ventaja todos los logros de aquélla, lo que resulta claro si se tiene presente que también
en las demás artes que utilizando materiales distintos tienen un fin práctico, como son
44 Transmisores de las teorías literarias clásicas
la construcción, la carpintería o la decoración y cuantas se les parecen, la actividad
compositiva sucede a la selección, pero es la primera en cuanto a la efectividad (122-
123).
De la ligazón de las letras resulta la varia potencialidad de las sílabas, de la combi­
nación de las sílabas la diversa naturaleza de las palabras y de la disposición de las pa­
labras el multiforme discurso. De esta suerte, es del todo necesario que sea bello el esti­
lo en el que hay bellas palabras y que la causa de la belleza de las palabras lo sean las
bellas sílabas y letras; que un lenguaje agradable provenga igualmente de lo que es
agradable al oído por su afinidad: palabras, sílabas y letras; y que las diferencias parcia­
les entre ellas mediante las cuales se manifiestan los caracteres, sentimientos, afectos,
acciones y otras cualidades de las personas, resultan tales a partir de la primitiva orga­
nización de las letras.
Me serviré de algunos ejemplos para ilustrar este principio: otros, habiendo como
hay muchos, los encontrarás por tus propios medios. El poeta de más variados regis­
tros, Homero, cuando desea pintar la lozanía de un rostro perfecto y la belleza que lla­
ma al placer, empleará las vocales más suaves y las semivocales más blandas, y no
densificará las sílabas con las mudas ni cortará la cadencia del sonido poniendo juntos
los difíciles de pronunciar, antes bien, creará ima dulce armonía de letras que fluyan sin
obstáculos por el oído, como en los ejemplos siguientes:
Salía de su cuarto la prudente Penèlope semejante a Artemisa o a la áurea
Afrodita... en Delos una vez junto al altar de Apolo otro igual vi, un joven retoño de
palmera que se erguía..., también vi a la bella Cloris con la que se casó Neleo por su
hermosura pagando miles por la dote... (O disea).

Pero cuando introduzca un rostro miserable, terrible o arrogante no pondrá las vo­
cales más suaves, sino las más semejantes a ruidos, o de las mudas tomará las más di­
fíciles de pronunciar y con ellas densificará las sílabas, como en los casos que cito a
continuación:
espantoso se les mostró a ellas afeado con la costra marina... estaba coronado por la
Gorgona de terrible semblante mirando torvamente y a su lado Terror y Miedo...
(Iliada).

Cuando se trate de representar por medio del lenguaje la confluencia de ríos en un


lugar y el estruendo de sus aguas al mezclarse no se utilizarán sílabas suaves sino
fuertes y chocando entre sí:
como torrentes invernales que corriendo montaña abajo reúnen sus hirvientes aguas
en el barranco (Ilíada).

Al presentar a uno cargado con sus armas luchando contra la corriente de un río
resistiendo unas veces y otras retrocediendo, se harán interrupciones silábicas; pausas
dilatadas y apoyos de letras:
terrible oleaje se eleva rodeando a Aquiles, la corriente empuja contra su escudo y
ya no podía mantenerse en pie... (¡liada, 161-163).
(Dionisio de Halicarnaso, T res e n sa y o s d e c rític a lite ra ria , 1992.)
Textos para comentario 45

Por lo que se refiere a la poesía — pues sin duda toda poesía es materia panegírica,
y el más panegírico de todos los discursos—, por lo que se refiere a ella, pues, y a cuál
es la mejor especie de ella (pues eso es lo que ahora debemos distinguir primero, del
m ism o modo que hemos distinguido todas las demás especies genéricas a partir de sus
más bellos ejemplos), no va a ser igual nuestro modo de proceder, sino que a todos los
rasgos que hemos mencionado antes a propósito del estilo del panegírico, debemos
añadir otros muchos que cualquiera diría que son propios de la poesía, y de los que de­
bemos hablar. Es forzoso de nuevo declarar lo mismo, y mantener aquí la misma pro­
porción que en los casos anteriores, como dicen los geómetras: lo que era para nosotros
Demóstenes en el discurso político tanto en el deliberativo como en el judicial, y Platón
en el panegírico en prosa, eso sería Homero en la poesía, con respecto a la cual, si al­
guien dijera que es discurso panegírico en verso creo que no se equivocaría, porque
también aquí el argumento es circular, como lo era en los dos casos anteriores: la mejor
poesía es la de Homero, y Homero es el mejor de los poetas, y diría que incluso de los
oradores y logógrafos; pero estoy diciendo tal vez la misma cosa, puesto que la poesía
es una imitación de todas las cosas: quien mejor imita, acompañado del ornato expresi­
vo, tanto a oradores que hablan ante el pueblo como a citarodas que cantan panegíricos,
còrno Femio y Demódoco, y a todos los demás personajes y hechos, ése es el mejor
poeta. Puesto que ello es así, tal vez al afirmar que es el mejor poeta habría dicho lo
mismo que si hubiera dicho que es el mejor de los oradores y logógrafos. Porque tal
vez no es el mejor de los generales, artesanos, o similares, aunque es también quien
mejor imita tales profesiones, pero el oficio de éstos no consiste en la palabra, ni radica
en la oratoria; pero quien mejor imitara a aquellos cuyo oficio es la palabra, me refiero
a oradores y logógrafos, y hablara como lo haría el mejor de ellos, ése sería también
siempre el mejor de ellos.
Así, pues, de todos los poetas, oradores y logógrafos el mejor en todas las especies
de estilo es Homero. Pues, en efecto, él es quien, más que los demás poetas, ha elabo­
rado expresiones de Grandeza, de Placer, de Elegancia, de Habilidad y, lo más impor­
tante en poesía, una imitación vivida y apropiada a la materia correspondiente, tanto en
los elementos relacionados con la expresión como en la introducción de los personajes,
descripciones de intrigas, variadas cesuras métricas, a partir de las cuales se produce
cierta variedad de versos, que se modifican de forma conveniente y calculada; además
de que ha elegido el verso que es por naturaleza el mejor de todos y, en suma, él es
quien, frente a todos los poetas, en mayor medida ha elaborado un verso que es variado
y único entre todos por su belleza. Así pues, esas observaciones son suficientes para ca­
racterizar la mejor poesía y al propio Homero; pero para que nuestra exposición sea
más completa, volvamos al punto inicial.
(Hermogenes, S o b re la s fo r m a s d e e stilo , 1993, págs. 292-294.)

V
46 Transmisores de las teorías literarias clásicas

Aelii Donati Commentum Terentii. Ed. P. Wessner, Stutgart, B. G. Teubner


(1966). Esta edición del Comentario de Terendo, de Elio Donato, incluye los
textos atribuidos a Evantio, De fabula, Excerpta de Comoedia, que parecen no­
tas para basar una explicación más amplia, dado su carácter asertivo, fragmen­
tario y repetitivo:

Inter tragoediam autem et comoediam cum multa tum in primis hoc distat, quod in
comoedia mediocres fortunae hominum, parui impetus periculorum laetique sunt exitus
actionum, at in tragoedia omnia contra, ingentes personae, magni timores, exitus fu­
nesti habentur; et illic prima turbulenta, tranquilla ultima, in tragoedia contrario ordine
res aguntur; tum quod in tragoedia fugienda vita, in comoedia capesenda exprimitur;
postremo quod omnis comoedia de fictis est argumentis, tragoedia saepe de historia fi­
de petitur.
(...) Comoedia per quattuor partes dividitur: prologum, protasin, epitasin, catastro-
phen. Est prologus uelut praefatio quaedam fabulae, in quo solo licet praeter argumen­
tum aliquid ad populum uel ex poetae uel ex ipsius fabulae uel actoris commodo loqui;
protasis primus actus initiumque est dramatis; epitasis incrementum processusque tur­
barum ac totius, ut ita dixerim, nodus erroris; catastrophe conuersio rerum ad iucundus
exitus patefacta cunctis cognitione gestorum.

D e C o m o ed ia

Comoedia est fabula diuersa instituta continens affectum ciuilium ac priuatorum,


quibus discitur, quid sit in uita utile, quid contra euitandum (...) Comoediam esse Cice­
ro ait imitationem uitae, speculum consuetudinis, imaginem ueritatis (...). Comoedia
autem, quia poema sub imitatione uitae atque morum similitudine compositum est, in
gestu et pronuntiatione consistit...
(...) O m nium autem comoediarum inscripta ex quattuor rebus omnino sumuntur:
nomine, loco, facto, euentu. Nomine, ut Phormio...; loco, ut Andria...; facto, ut Eunu­
chus...; euentu, ut Commorientes...
Comoediarum formae sunt tres: palliatae Graecum habitum referentes, togatae
iuxta forman personarum habitum togarum desiderantes, quas nonnulli tabernarias uo-
cant. Atellanae salibus et iocis compositae, quae in se non habent nisi uetustatum ele­
gantias.
Comoedia autem diuiditur in quattuor partes: prologum, protasin, epitasin, catas-
trophen... (pág. 21 y sigs.)
II
EDAD MEDIA
Capítulo I

LA ESTÉTICA PATRÍSTICA

La figura de Cristo y el culto que inaugura suponen un punto de inflexión


en la historia de la filosofia occidental. Se trata de una auténtica revolución en
la historia del pensamiento, que, «conservando muchas veces los términos
y fórmulas tradicionales, llevó hacia una nueva concepción del mundo»
(Bruyne, 1963: XII). Al producirse el encuentro de la doctrina cristiana con la
filosofía helenística con la que, en el contexto del Imperio, convive, quienes
practican la nueva religión se aplican decididamente a la constitución de un
sistema filosófico propio, que, sin renunciar al legado de la Antigüedad, sus­
tente sin violencia sus convicciones.
La filosofía de los llamados Padres de la Iglesia1, que llevaron a cabo esta
tarea, se prolonga en Occidente hasta Gregorio Magno (f 604) y en Oriente
hasta Juan Damasceno (f 749) (Quasten, 1984:1), y su estudio se ha abordado
convencionalmente a partir de los dos ámbitos geográficos en que se produce
—Oriente y Occidente— y dividida en tres períodos2:
1. La primera patrística (ss. ii y m), que abordó la construcción de los funda­
mentos filosóficos en los que se apoya la doctrina de la revelación y la de­
fendió contra los ataques exteriores.

1 En el contexto del cristianismo primitivo se usaba la palabra padre para designar al maestro,
ya que, como arguye Clemente de Alejandría (Strom ata, 1 , 1 ,2 - 2 , 1): «Las palabras son las hijas
del alma. Por eso llamamos padre a los que nos han instruido... y todo el que es instruido es, en
cuanto a su dependencia, hijo de su maestro.» Con el tiempo, padre pasó a designar a todos los
escritores eclesiásticos, antes de que, de forma convencional, se reunieran bajo esta denomina­
ción los que de entre ellos se distinguen por: «ortodoxia de doctrina, santidad de vida, aprobación
eclesiástica y antigüedad» (cír. Quasten, 1984:12-13).
2 Nuestra sistematización de la filosofía patrística hace exclusión lógica de los llamados Pa­
dres Apostólicos. Pertenecientes al s. i y principios del n, su obra tiene carácter no doctrinal sino
pastoral; próxima por su estilo y contenido a las Epístolas del Nuevo Testamento, es el eslabón
que engarza la época de la revelación y la de la tradición (Quasten, 1984: 50).
50 Edad Media

2. La alta patrística o edad de oro de la patrística (ss. iv y v), etapa de consoli­


dación doctrinal y marcada actividad antiherética desarrollada con fuerza a
partir del 313, en que el edicto de Milán, promulgado por Constantino, da
carta de oficialidad a la religión cristiana.
3. La patrística tardía (ss. vi y vn), que se abroquela ante las invasiones bárba­
ras y transmite el legado doctrinal del cristianismo a la Edad Media.

CRISTIANISMO Y CULTURA CLÁSICA

Señala J. Pépin (1976: 268) que


De forma muy genérica, lo que podemos llamar filosofía patrística se pre­
senta como el resultado del intento de una síntesis entre la tradición filosófica
helena y las exigencias doctrinales de la Escritura. La importancia adquirida por
el primero de estos factores varía según los autores; por lo menos, nunca está
totalmente ausente, incluso en los Padres que hacen profesión de romper con la
cultura pagana. En consecuencia, para quien desea bosquejar las grandes líneas
de la filosofía patrística, la primera gestión debe ser la de caracterizar las prin­
cipales corrientes doctrinales que el paganismo ofrecía concretamente a los Pa­
dres de la Iglesia.

Un argumento de procedencia estoica es de uso común entre los Padres a


la hora de inspirarse en fuentes ajenas a la Escritura: se trata de la teoría del
logos spermatikos, Verbo divino que, diseminado aquí y alia, ha ido produ­
ciendo brotes de verdad en distintos contextos y a lo largo del tiempo. Uno
muy señalado, y de muy amplia estirpe y repercusiones, es la filosofía platóni­
ca, que, dada su orientación metafísica, presentaba con el cristianismo una
cierta afinidad. Es característico del llamado platonismo medio haber transmi­
tido las enseñanzas del filósofo a través de un compendio más o menos estable
de citas vinculadas a determinada explicación. Los Padres de los ss. n-ni ma­
nejan con profusión estas citas, de contenido teológico por lo general, y las
interpretan a luz de los nuevos planteamientos doctrinales3.

3 Jaeger (1974: 63-68) ha señalado con precisión el desplazamiento del pensamiento helenís­
tico desde el plano de la especulación filosófica hacia los horizontes teológico y existential: «La
evolución de la mente griega desde los primeros tiempos revela — tras un período inicial de pen­
samiento m itológico— una tendencia creciente hacia la racionalización de todas las formas de la
actividad y el pensamiento humanos. Su manifestación suprema fue la filosofia, la forma más ca­
racterística y única del genio griego y uno de sus mayores títulos de grandeza histórica. El clímax
de este desarrollo fue alcanzado por las escuelas de Platón y Aristóteles. Los sistemas de estoicos
y epicúreos que las siguen en la primera edad helenista son un anticlimax y muestran cierta deca­
dencia de su poder filosófico creador. La filosofía se convierte en una serie de dogmas que, si
bien están basados en cierta concepción del mundo y la naturaleza, tiene como primer propósito
el ser una guía de la vida humana mediante las enseñanzas de la filosofía y el proporcionar una
seguridad interior que ya no se encontraba en el mundo externo. Con ello, este tipo de filosofía
cumple con una función religiosa. (...) Podría decirse, con justicia, que el gran renacimiento del
La estética patrística 51
El segundo — y no menos importante— foco de inspiración de los prime­
ros padres es la moral estoica, cuyo modelo existencial se adaptaba sin vio­
lencia a la renuncia a los placeres del mundo que es característica de la doctri­
na Christiana. Platonismo y estoicismo, así pues, en el contexto de un Imperio
en el que siguen vivos los ideales de la paideia, y donde se presta particular
importancia a las artes discursivas como útiles influyentes en la conformación
del individuo en el seno de la vida social. A este respecto, se demuestra fun­
damental el aprendizaje de la gramática y la retórica, y a ella se dedican los
primeros y más prolongados esfuerzos pedagógicos. Los cánones que se mane­
jan son los aportados por los tratados clásicos, De oratore de Cicerón y las
Institutiones oratoriae de Quintiliano, que prolongarán su vigencia, sobre todo
en el ámbito eclesiástico, durante toda la Edad Media.
Primera y alta patrística se desarrollan en dos ámbitos geográficos, Oriente
y Occidente, y en dos registros lingüísticos, griego y latín, que irán relevándo­
se como lenguas de uso con el transcurrir de los siglos. Dada la fuerte heleni-
zación de todo el Imperio Romano, el griego era el registro lingüístico em­
pleado no sólo en la parte oriental sino también en Roma, en África del Norte
o en las Galias, donde se usó corrientemente hasta que, por un desconocimien­
to progresivo del griego en el contexto occidental, el mundo de la cultura vaya
plegándose a las letras latinas ya en el siglo iv.
Entre los primeros padres occidentales o latinos se sitúan: Justino (muerto
en el 165), autor de dos Apologías dedicadas respectivamente a Adriano y a
Marco Aurelio y de un Diálogo con Trifón; Taciano, discípulo de Justino que,
en su Discurso a los griegos, descarga sus armas contra los mitos griegos con
mayor intensidad que el maestro, y Atenágoras, que en el 177 dirige a Marco
Aurelio una Súplica por los cristianos. Algo posteriores son Teófilo de Antio-
quía y la anónima Exhortación a los griegos, tradicionalmente atribuida a Jus­
tino. Dado su interés para la historia de las ideas estéticas, nosotros nos deten­
dremos en Minucio Félix, Tertuliano, Amobio y Lactancio. La obra de estos
dos últimos, si bien se adentra prácticamente en el siglo iv, puede — dado su
carácter apologético— incluirse sin violencia en el contexto de la primera pa­
trística.
En el ámbito oriental, también en el siglo n y abriendo un foco de fecunda
influencia, se produce la difusión de la teosofía gnóstica, que apelaría al co­
nocimiento como sustituto de la fe. Clemente de Alejandría y su discípulo

platonismo que puede observarse por este tiempo en todo el mundo de habla griega no se debe
tanto a la intensificación del estudio erudito que lo acompaña, cuanto al papel del «divino Pla­
tón» como suprema autoridad religiosa y teológica, papel que asumió en el curso del siglo n y
que llegó a su punto culminante en el llamado neoplatonismo de la generación de Orígenes du­
rante el siglo ni. (...) Las Ideas de Platón — que fueran acatadas por Aristóteles como la esencia
misma del pensamiento del maestro— eran interpretadas ahora como pensamiento de D ios, a fin
de dar a la teología platónica una forma más concreta».
52 Edad Media

Orígenes, primeros padres griegos de la escuela de Alejandría en Egipto, ela­


boran entonces una contestación al gnosticismo, integrando sin ruido la dis­
ciplina del conocimiento en el edificio en formación de la doctrina cristiana.
Tras el edicto de Milán, en el año 313, y en un contexto de libertad religio­
sa y de mayor permeabilidad entre ambos ámbitos, florecerán en Oriente las
escuelas de Alejandría, Cesarea y Antioquía, que — ya como cultivadores
fervientes de sus teorías (Alejandría y Cesarea), ya como refutadores (An­
tioquía)— desarrollan su pensamiento estético bajo la égida de Orígenes. En
Occidente, un nuevo pensamiento teòrico-artistico se abrirá paso, a través de
las obras de San Ambrosio de Milán y San Jerónimo, hasta alcanzar su culmi­
nación en San Agustín.

LAS IDEAS ESTÉTICAS DE LOS SANTOS PADRES

Los Santos Padres adaptan el pensamiento estético heredado de la Anti­


güedad a las necesidades de coherencia planteadas por los nuevos parámetros
religiosos, trazando así el arco que lleva desde la estética antigua a las nuevas
concepciones estéticas cristianas, que pasarán como un corpus coherente, aun­
que de enorme riqueza y diversidad, a la Edad Media. «Leyendo con atención
las obras de los doctores eclesiásticos — dice Menéndez Pelayo—, saltan a
cada paso ideas y nociones de materia estética, ya sobre la belleza misma, ya
sobre el arte. Con ellas no puede formarse un conjunto razonado; pero son
piedras, algunas de ellas magníficamente labradas, para, el futuro edificio de la
ciencia cristiana».
Dado el carácter manual de esta obra, y la escasez de estudios de cierta en­
vergadura acerca de la estética patrística, seguiremos, de forma particular, la
valiosa aportación verificada por E. de Bruyne en el segundo volumen de su
Historia de la estética: La antigüedad cristiana. La Edad Media.

LA AFIRMACIÓN POLÉMICA DE LA NUEVA FE. LA PRIMERA PATRÍSTICA

Conviene destacar contundentemente, con de Bruyne, que «el cristianismo


no es un culto estético a la belleza, sino la adoración de Dios» y que es por
tanto de la adoración de Dios del punto de donde parten las ideas estéticas de
los Padres, el designio que las orienta y con respecto al cual presentan cohe­
rencia. En el siglo ii , y en medio de la repulsa oficial, tiene lugar el floreci­
miento de una literatura que hace apología de la nueva religión y denosta con
fuerza el paganismo politeísta. Todo ello en un ambiente de lasitud y de rela­
tivismo en el que buen número de estoicos y algunos neoplatónicos (que sen­
tarán las bases de la síntesis de Plotino) conviven en las palestras con cínicos,
La estética patrística 53

epicúreos y escépticos, una variada y nueva sofística que — consciente del po­
der modelizador de la palabra— se mueve profusamente al calor de la retórica
y maneja con habilidad sus posibilidades. La copresencia de cultos diversos
venidos de diferentes lugares (Egipto, Asia Menor, Mesopotamia...) contribu­
ye no poco a desbastar los asideros, de tal forma que la noción de verdad se
desvanece tras las máscaras incesantes de la pericia verbal. El culto a un placer
sofisticado y omnímodo convive con el cultivo de la magia y de la astrologia.
En ese ambiente de disolución, cuya importancia es determinante en el primer
desarrollo del cristianismo, escriben su obra los llamados «apologetas primiti­
vos».
Dos son las labores que debieron afrontar los apologetas primitivos: la
exaltación de la religión cristiana como verdad única y la denostación paralela
de los cultos paganos. Su pensamiento, como en la horma previa más adecua­
da a la forma que habrán de adoptar sus tesis, se incrusta con especial facilidad
en las corrientes del platonismo y del estoicismo, doctrinas de cuyas fuentes
beben profusamente a la hora de construir una metafísica propia y un particu­
lar modelo existencial.
A propósito de los orígenes de la estética, hemos visto que desde siempre
se ha atribuido a los dioses el origen de las artes y se han instrumentado ins­
tancias demoníacas — verdaderos intermediarios en el proceso creativo— a
las que se hace responsables del delirio poético. Esta consideración del arte
como emisión o reminiscencia de lo divino alcanza un punto de inflexión par­
ticularmente importante en la filosofía platónica, al verse el filósofo obligado
a discernir, entre el magma de los discursos, qué es lo que puede argumentarse
desde un punto de vista moralmente responsable como procedente de los dio­
ses y qué como elemento humano destinado a complacer a la parte inferior del
alma. Al hilo de la defensa de una fe única, comunicada al hombre a través de
la revelación, esta antigua polémica vuelve a suscitarse con fuerza entre los
apologetas primitivos: para ellos los únicos detentadores de la verdad no son
los poetas sino los profetas, pues sólo ellos reciben sin mediación, a través de
Dios mismo en la figura del Espíritu Santo, la comunicación fiable de las ver­
dades divinas. En la palabra de los poetas, con todo, se encuentran mezcladas
verdades y mentiras, verdades procedentes de la inspiración divina — y ad­
quiridas aquí y allá a través de usos y menciones diversas— y mentiras proce­
dentes de distintos demonios gustosos de una parafemalia fabulosa que el
componente humano comparte y cultiva. Frente al concierto de personajes mí­
ticos heredados de la tradición poética, profusamente aderezados por elemen­
tos supranaturales y pasiones desorbitadas, las Escrituras hablan al hombre
con palabras sencillas y lo exhortan al conocimiento de verdades sencillas.
Considerando el componente de verdad que es posible detectar en los mi­
tos paganos, y dadas, por ejemplo, las elementales transposiciones que pueden
establecerse entre tantos episodios procedentes de una y otras tradiciones
54 Edad Media

(pensemos en la analogía entre Cristo, muerto por los hombres y resucitado


por su Padre, y Dioniso, despedazado por los titanes y devuelto a la vida por
Zeus, o entre el descenso de Cristo a los infiernos y la visita que Ulises hace al
Hades, etc.), la actitud de los apologetas primitivos oscila entre la valoración
comprensiva de esas «semillas de verdad» contenidas en los escritos de los
poetas paganos y su execración inflexible. Comprensivo es Justino, que reco­
noce los aciertos de la tradición pagana — en particular, por ejemplo, la de­
nuncia hecha por Sócrates, y heredada por Platón, del poco edificante Olimpo
de Homero— y atribuye su existencia al Logos divino, ya que todo cuanto de
cierto ha sido expresado por el hombre es de Él de quien emana. En el polo
contrario, Taciano contrasta con dureza la transparencia de la verdad cristiana,
y su soporte verbal, que convoca a todos por igual y es por lo tanto sencillo, y
los complejos laberintos discursivos con que los sabios paganos, de temple
aristocrático, ofuscan al hombre tanto artistica como moralmente, pues sus
«mitos no cuentan acerca de Dios sino mentiras» (Bruyne, 1963: 17). El teatro
aturde las conciencias con la extremosidad de sus intrigas, y ello a pesar del
bello excipiente en que se presentan diluidas; la pintura y la escultura no hacen
más que trasponer esas invenciones y volverlas a registrar con soportes distin­
tos. Aquí y allá Taciano, que admira la belleza del arte pagano y no deja de re­
conocer lo sofisticado de Sus técnicas, no deja de proclamar con auténtica furia
la falsedad que alienta en el fondo de esa tupida y hermosa red de fantasma­
gorías. Para él el único Creador es Dios, y su obra, regida por los designios de
esa armonía soberana, el mundo.
El tratado anónimo De Monarchia (¿s. n?) y la Didascalia (¿s. m?) se ex­
presan según la misma polaridad. Mientras De Monarchia apela de buen grado
al monoteísmo de Orfeo, Pitágoras, Sófocles, Eurípides, la Didascalia se pro­
nuncia con firmeza a la hora de preguntar al cristiano qué necesidad tiene de
humanas literaturas cuando tiene a disposición la palabra de Dios. La misma
oposición puede objetivarse, como veremos, en la obra de Clemente de Ale-
j andría y de Orígenes.
Vivas en particular, en este período, están pues las dualidades que habían
avivado tradicionalmente las disputas en tomo al arte: la cuestión de la inspi­
ración y de la técnica (dualidad ingenium/ars), a propósito de la cual veremos
postular aquí y allá el carácter numinoso del arte, la del fondo y la forma
(dualidad res/verba) y, en estrecha imbricación, y especialmente viva en esta
época de esplendor de la retórica, de incertidumbre y contradicciones, la de la
verdad y la falsedad de las creaciones artísticas, es decir, de la manera como a
través de los lenguajes artísticos se instrumentan creaciones — plásticas o ver­
bales— qUe no responden en sí mismas a las categorías religiosas y morales (a
los parámetros de verdad) por cuyo rasero se las juzga. En este contexto, y a
propósito de los velos del lenguaje, veremos desarrollarse con fuerza una vieja
polémica: los Santos Padres se verán obligados a defender el alegorismo pri­
La estética patrística 55
migenio de las Escrituras — cuyas imágenes serán descodificadas según un
modelo virtuoso de vida— en contra del vicio alegorista de los textos paganos
— cuya descodificación no nos desvela modelos válidos de conducta— . Se
trata de usar el arma de la interpretación contra el paganismo y en favor del
cristianismo, y esto teniendo en cuenta que «El cristianismo es una religión
que acepta como sagrados los libros del judaismo, y, al mismo tiempo, impone
un sentido a dichos libros, sentido que viene dado por el Nuevo Testamento.
El lugar de la interpretación se sitúa, pues, en esa distancia entre los dos tes­
tamentos» (Caparros, 1993: 132). Subyace, por lo tanto, la cuestión del poder
demiurgico de las artes, su asombrosa capacidad de creación de universos au-
tosuficientes que se mueven con solvencia en el seno de sus propios regímenes
de coherencia y de verosimilitud; y, dada su inserción en contextos sociales
diversos, en horizontes de recepción distintos, en códigos religiosos precisados
cada uno de afirmar determinadas convicciones, su eventual sometimiento a
pautas de significación sobreimpuestas, es decir, su heteronomía.
Asociado a ellas de forma indisoluble, alienta una vez más, finalmente, el
viejo binomio prodesse/delectare, otra de las constantes indeclinables de la
historia de la estética.

1. Los Padres apologetas griegos.

Señala Jaeger (1974: 44) que:


La literatura cristiana primitiva éstá destinada a los cristianos y a quienes
están en vías de adoptar la religión de Cristo. Es, pues, un asunto intemo de la
comunidad cristiana. Pero la razón inmediata que hizo a los autores cristianos
dirigirse a un auditorio no cristiano fue la cruel persecución a que se vieron so­
metidos los seguidores de Cristo por todo el Imperio Romano. Así, a mediados
del s. II, surgió una extensa literatura por medio de la cual los cristianos habla­
ban, en defensa propia, a la mayoría pagana de la población. Es evidente que
este coro polifónico no podía dar por supuesto, en su apología, aquello que iba a
defender.

Con los apologetas griegos, necesitada de arbitrar una defensa sólida de


sus creencias ante el acoso del paganismo, la literatura cristiana se dispone a
fundamentar la defensa de la fe. Este propósito sólo podía llevarse a cabo en el
ámbito intelectual de la literatura helenística, dado que, una vez rotas las
fronteras de Palestina e iniciada su expansión por la Hélade, no sólo el hele­
nismo fue el contexto envolvente del primer cristianismo sino que era la filo­
sofía que informaba el perfil cultural del lector instruido, público al que la lite­
ratura apologética se vuelve y ante quien debe pertrecharse de argumentos.
56 Edad Media

Las primeras escuelas teológicas florecen en Oriente, ámbito donde nace y


empieza a difundirse, en lengua griega, el cristianismo. La escuela de catecú­
menos de Alejandría, ciudad que había sido durante siglos el centro neurálgico
de la cultura helenística, es el centro de estudio de las ciencias sagradas más
antiguo en la historia de la nueva religión: «dos sistemas universales — la
cultura griega y la Iglesia cristiana— iban a unirse en la poderosa sobrestruc-
tura de la teología alejandrina» (Jaeger, 1974: 62).
Como señala Quasten (1984: 187-188), los apologistas griegos del siglo n:
1) Se dedicaron a refutar las calumnias que se habían difundido enorme­
mente y pusieron particular interés en responder a la acusación de que la Iglesia
suponía un peligro para el Estado. Llamaban la atención sobre la manera de vi­
vir seria, austera, casta y honrada de sus correligionarios, y afirmaban con insis­
tencia que la fe era una fuerza de primer orden para el mantenimiento y el bie­
nestar del mundo y, por ende, necesaria, no solamente al emperador y al Estado,
sino también a la misma civilización.
2) Expusieron lo absurdo e inmoral del paganismo y de los mitos de sus
divinidades, demostrando al mismo tiempo que solamente el cristiano tiene la
idea correcta de Dios y del universo. En consecuencia, defendieron los dogmas
de la unidad de Dios, el monoteísmo, la divinidad de Cristo y la resurrección
del cuerpo.
3) No se contentaron con refutar los argumentos de los filósofos, sino que
demostraron que la misma filosofía, por apoyarse únicamente en la razón hu­
mana, no había logrado nunca alcanzar la verdad, o, si la había alcanzado, no
era sino fragmentariamente y mezclada con muchos errores, «fruto de los de­
monios». El cristianismo, en cambio, decía, posee la verdad absoluta, porque el
Logos, que es la misma Razón divina, vino al mundo por Cristo. De esto se si­
gue necesariamente que el cristianismo está inconmensurablemente por encima
de la filosofía griega; más aún, que es ima filosofía divina.

Si bien los apologistas penetran de helenismo la doctrina cristiana, al pro­


ducirse inevitablemente en los registros ideológicos y formales que eran pro­
pios de su tiempo, preconizan con energía ante judíos, paganos y herejes, que
el cristianismo no sólo es la única verdad, sino también la más antigua, y de­
fienden la coherencia del Antiguo y Nuevo Testamento como prefiguración y
manifestación, respectivamente, de la obra redentora de Cristo.
La religión cristiana había asegurado desde un principio y había mantenido
constantemente que era la verdad. Tal pretensión tenía por fuerza que medirse
con la única cultura intelectual del mundo que había intentado alcanzar la uni­
versalidad y lo había logrado: la cultura griega que predominaba en el mundo
mediterráneo. El sueño de Alejandro al fundar la ciudad que lleva su nombre
había de realizarse ahora: dos sistemas universales — la cultura griega y la
Iglesia cristiana— iban a unirse en la poderosa sobrestructura de la teología
alejandrina (Jaeger, 1974: 62).
La estética patrística 57

Es característica de los apologetas de la escuela alejandrina, de sesgo


idealista y filiación platónica, el empleo del método alegórico, que había sido
consagrado por la corriente estoica en un intento de proyectar la grosera lite­
ralidad de las anécdotas narradas por Homero y Hesiodo, poetas y educadores
por antonomasia de la Hélade, hacia más elevados horizontes de sentido. Si el
Platón de la República había precisado la proscripción de sus textos, a fin de
mantener intactos los ideales coincidentes de la verdad y la paideia, la escuela
estoica había optado por arbitrar un método de descodificación dual — que
hacía convivir los sentidos libre y alegórico como rutas hermenéuticas copre­
sentes— a la hora de preservar a la poesía como base textual de la paideia. Es
el judío Filón de Alejandría — que precede a los apologistas griegos en el in­
tento de justificar su religión utilizando las pautas filosóficas del helenismo—
el primero en aplicar el método alegórico a la descodificación de los textos
bíblicos. Para Filón, el sentido literal es al alegórico lo que la sombra al cuer­
po. San Clemente adoptará este sistema que su discípulo Orígenes, la figura
más eminente de este período, y la que mayores repercusiones habría de tener
en la historia de la estética cristiana, eleva hasta el paroxismo. Será a través de
sus respectivos posicionamientos con relación a su obra como adquirirán carta
de naturaleza las tres escuelas orientales en las que la patrística oriental alcan­
za su esplendor en el siglo iv: Alejandría, Cesarea y Antioquía. Marcadas las
dos primeras por el intenso idealismo alegorista de Orígenes, la de Antioquía
se define por su enfrentamiento al mismo desde un racionalismo de corte
aristotélico que consagra con entusiasmo la prevalencia de la letra.

SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA (150-215).

Tito Flavio Clemente, que habría nacido en Atenas, de padres paganos, y


viajado ampliamente tras su conversión con el propósito de recibir la enseñan­
za de los mejores maestros cristianos de su tiempo, encuentra por fin reposo,
como narra en Stromata I 1, 11, en la escuela catequética de Alejandría, la
primera escuela de teosofía cristiana. Allí se produciría la fusión entre el
gnosticismo y el cristianismo en la persona del que fue su director, Panteno,
un filósofo estoico convertido al cristianismo de quien San Clemente hereda la
dirección de la escuela en tomo al año 200, una vez adquirido allí el sustrato
de su pensamiento. La violenta persecución de los cristianos organizada en el
202 por Septimio Severo, lo obligaría a abandonar la escuela y a refugiarse en
la Capadocia.
La gnosis del siglo n es una nueva teosofía que reúne elementos de la filo­
sofía griega y de distintas doctrinas secretas procedentes de Oriente. Su rasgo
definitorio es que, frente a la de la fe — pistis— defiende la primacía del co­
nocimiento o gnosis. Como apunta Jaeger (1974: 82-83):
58 Edad Media

es la palabra que designa esta tendencia a trascender la esfera de la


G n o sis
que dentro de la terminología filosófica griega tiene siempre la connota­
p is tis ,
ción de lo subjetivo. Tal distinción se presenta ya en las epístolas de San Pablo,
sea cual fuere su significado exacto. La tendencia aumentó en el siglo II, cuan­
do aparecen sistemas completos que se dan el nombre de gnósticos. Sus doctri­
nas diferían mucho. Las que tenían algo que ver con el cristianismo compartían
la tendencia a encontrar un sentido secreto a las Sagradas Escrituras. (...) El
hincapié que Clemente y Orígenes ponen en la g n o sis muestra que tuvieron que
prestar atención a este nuevo poder que amenazaba con convertirse en un peli­
groso rival del cristianismo (...) La g n o sis que la teología cristiana pretendía
ofrecer era, para sus seguidores, el único misterio verdadero del mundo, que
habría de triunfar sobre los muchos pseudo misterios de la religión pagana.

En Clemente de Alejandría, que se emplea a un tiempo en la refutación de


la gnosis herética y en la adopción de aquellos rasgos que convienen a su in­
terpretación del cristianismo, se opera la síntesis de cristianismo y gnosticis­
mo. Si para la gnosis herética fe y razón son incompatibles, Clemente defende­
rá la conjunción de ambas como el pivote de rotación de la verdadera gnosis.
La cultura de Clemente ha debido de ser muy amplia, porque mezcla con
soltura los textos cristianos (no sólo la Biblia sino las obras postapostólicas y
heréticas) con los autores clásicos, en un continuo ejercicio de sincretismo
muy propio de la época. En particular, parece que citaba de memoria a Platón.
De su obra hemos conservado tres tratados de desigual extensión: Protreptico,
Pegadogo y Stromata, generalmente considerados como partes de una trilogía
que, iniciada en el Protréptico como una exhortación a los griegos para que
adopten la fe cristiana, y proseguida en el Pedagogo en la forma de un tratado
que reclama la «misión paidéutica» (Jaeger, 1974: 90) de la fe cristiana, y la
figura del Logos como educador del alma, se cierra con la Stromata, cuyo
propósito general es instruir al cristiano en la contraposición vindicativa de la
filosofía cristiana con la griega. Clemente escribió también la homilía Quis di­
ves salvetur? y dos notas para su enseñanza.
Para Clemente, que fue auténtico pionero de la ciencia eclesiástica y fun­
dador de la teología especulativa, existen tres grados progresivamente eleva­
dos de perfección: 1) la del filósofo, a quien Dios ilumina por medio de la ra­
zón, la más alta de sus cualidades; 2) la del cristiano, que al aceptar la
revelación por medio de la fe es superior al filósofo, pues tiene una visión de
la verdad que sólo por la razón alcanza la filosofía; y 3) la del gnóstico, en
quien se produce la confluencia de razón y fe, de filosofía y revelación, y que
representa, por lo tanto, la condición superior a que puede aspirar un cristiano.
A la valoración de la razón como cualidad soberana, que comparten gnosti­
cismo y estoicismo, y al desprecio de las pasiones que es propio de este últi­
mo, une el cristianismo gnóstico la especial relevancia que concede al amor al
prójimo en el cual se manifiesta el amor de Dios. El gnóstico cristiano, a dife­
La estética patrística 59

rencia del gnóstico herético, tiene como ideales de vida la castidad y el amor
solidario de Dios y de su prójimo. En este contexto se manifiesta San Clemen­
te al verter sus opiniones acerca del arte.
Según la teoría del logos spermatikos, Clemente de Alejandría cree, como
antes Justino, que la plenitud de la verdad única del cristianismo se encuentra
diseminada como un polen, y que ha germinado parcialmente en distintos lu­
gares. La tarea del filósofo cristiano es restablecer la transparencia de esa uni­
dad. Para San Clemente el soporte discursivo verbal, cuando está al servicio de
la sabiduría, es asiento de la dialéctica y de la retórica, dos disciplinas nobles
que, cuando degeneran por caminos falsos, se convierten en sofística y eristi­
ca. Sofística y eristica producen complicadas coberturas para revestir aparien­
cias mutables destinadas a agradar a la parte del alma que «goza»; la parte que
razona, la más noble, se alimenta sin embargo de las realidades inmutables que
la razón explora y que transmiten dialéctica y retórica en cuanto usos rectos
del lenguaje. La verdadera belleza (el sesgo platónico es patente) se encuentra
en los discursos que informan ordenadamente acerca de las realidades inmu­
tables que conciernen a Dios. El buen cristiano se deja conducir hacia esa be­
lleza serena y se despega de los engañosos decorados de la palabra, tan ver­
sátil y con frecuencia tan falaz.

Los velos del lenguaje

En relación con la capacidad del lenguaje para transmitir lo cierto, y tam­


bién para postular lo falso, se encuentran las reflexiones contenidas en la
Stromata, texto que verifica la integración de las teorías clásicas en tomo al
simbolismo en el contexto de la nueva religiosidad. En el Libro V, partiendo
de una comparación entre la literatura pagana y la cristiana, muy frecuente en
esta época de reivindicaciones previa a la oficialización del cristianismo, San
Clemente llega a ima conclusión que habrá de frecuentar como un lugar co­
mún toda la filosofía patrística: la revelación de Dios a Moisés es muy anterior
a los cantos de Orfeo, la Ley mosaica muy anterior por tanto a las de Minos,
Licurgo o Solón. Los griegos, según esto, habrían tomado de los judíos gran
cantidad de verdades que se encuentran diseminadas en sus textos entre un
copioso cúmulo de mentiras. Así (como también se aduce en Protréptico VI y
VII) Platón y las Escrituras coinciden al defender la existencia de dos mundos,
sensible e inteligible, y al declarar la triple autoridad solidaria del Bien, la
Verdad y la Belleza; la Stoa coincide con el cristianismo al defender un mode­
lo de vida apartado del placer... y unos y otros se producen en registros sim­
bólicos que, si bien es cierto que pueden ofuscar al hombre no formado, pro­
ducen en el hombre delicado, y en particular en el gnóstico cristiano, el placer
inconmensurable de la verdad, engrandecida por los velos sutiles que la arro­
pan y que le confieren misterio y esplendor.
60 Edad Media
Pues, para decirlo de una vez, todos los que han tratado de asuntos divinos,
lo mismo bárbaros que griegos, han ocultado ciertamente los principios de las
cosas; han entregado la verdad, sin embargo, con enigmas, signos y símbolos,
también con alegorías y metáforas, y con cualesquiera otros tropos y modos
semejantes. De esta forma son también los oráculos de los griegos; pues el pitio
Apolo ciertamente es llamado loxias, es decir, oblicuo.

Así pues, literatura griega y literatura cristiana tienen un nivel de manifes­


tación semántica y otro de latencia, un sentido manifiesto y un sentido oculto4,
coexistencia de sentidos que, si desdobla el horizonte hermenéutico, al propo­
ner distintos niveles de lectura según la competencia del intérprete, cae ente­
ramente del lado de la tradición filosófica griega, que había distinguido entre
un tipo de saber exotérico — apto para el vulgo— y otro esotérico — apto úni­
camente para iniciados—, entre la mera apariencia — doxa— y la verdad
— aletheia— .
Una diferencia, sin embargo, se tiende entre las distintas veladuras que usa
la literatura hebrea a la hora de transmitir la verdad y las posteriores sofistica­
ciones propias de los griegos: mientras las parábolas cristianas ocultan la ver­
dad bajo el ropaje alegórico con el deseo de que únicamente se haga com­
prensible a los elegidos, los poetas griegos, de mayor calidad formal, como
reconoce San Clemente en el capítulo 6, han cedido al encantamiento de la
lexis, y juegan con el lenguaje de una forma irresponsable, olvidándose de re­
presentar con objetividad el fondo mientras se dejan seducir por los aderezos
de la forma. Con todo, cada vez que los poetas han perseguido con tesón la
verdad, o se han visto favorecidos por la luz de la inspiración, han logrado
vislumbrar la grandeza divina. Ello explica que también la literatura griega
esté salpicada de verdades parciales, y que en la poesía griega de carácter sa­
grado esté presente el hálito de la divinidad, si bien nunca con la franqueza
radiante con que se presenta en los textos de los profetas del Antiguo Testa­
mento y en los gnósticos del Nuevo.
Por consiguiente, la fuerza de Dios ha operado tanto en la razón de los
griegos como en la Ley de los judíos. Pero cuando se disuelve y pierde en la
vana pompa de las palabras, la filosofía griega se condena irremisiblemente a
la muerte. Sólo la nuestra vive un día etemo.Y es por eso mismo por lo que la
inspiración de los profetas difiere esencialmente del entusiasmo de los poe­
tas. Clemente no puede abjurar de su formación griega; la poesía y, sobre to­
do, la teológica, no puede brotar sin poetas que, olvidándose de sí mismos, se
dejen arrebatar por el ansia y el embeleso divinos, psr évBouataagoñ. Sólo

4 Como precisa Jaeger (1974: 81-82): «La distinción entre la mente cristiana más “simple” de
los meros “creyentes” y el teólogo que “conoce” el verdadero significado de los libros sagrados
es común a Clemente y Orígenes y se guía, con lógica inevitable, de su forma de tratar las Escri­
turas».
La estética patrística 61
un estado de éxtasis y bajo el influjo de un espíritu sagrado es capaz de crear
lo bello. ¿Qué diremos entonces, pregunta Clemente, de los profetas del An­
tiguo Testamento, que fueron verdaderamente instrumentos de la voz de
Dios? ¿Y qué decir de los gnósticos del Nuevo Testamento, donde hemos
visto figurada y representada la grandiosidad y la hermosura del e th o s l
(Bruyne, 1963: 35).

Acerca de la interpretación
En el capítulo 8 del Libro V de la Stromata comenta San Clemente el uso
de la alegoría en textos no sólo de carácter sagrado, sino también filosóficos y
poéticos, y elabora una reflexión de enorme actualidad en relación con la am­
bigüedad del lenguaje, un fenómeno de observación tan corriente que le resul­
ta imposible circunscribir sus fuentes. El deseo de trascender la pura literali­
dad, el de ennoblecer determinados sentidos al dotarlos de una investidura
lingüística de delicada configuración, o la necesidad de cifrar enigmas sólo
aptos para iniciados, son las razones que mueven al emisor:
E innumerables cosas encontraremos dichas enigmáticamente tanto en los
filósofos como en los poetas; dado que todos los libros revelan la voluntad
oculta del escritor.

El receptor, el hermeneuta, se ve movido, por su parte, a utilizar el ingenio


y compensado por el placer que produce una interpretación lograda. Entre am­
bos polos se tiende un vasto territorio de ambigüedad. Buena prueba aquella
anécdota que narra Ferécides y que San Clemente arguye en el capítulo 8:
Izandaura, rey de los escitas, amenaza a Darío con entablar batalla, pero, en
lugar de hacerlo mediante un escrito, lo hace enviándole cinco símbolos: un
ratón, una rana, un ave, un dardo y un arado. Imposible aquilatar el sentido de
los mismos. Hay quien, como Orontopagas, interpreta que el rey hace entrega
del mando a Darío, y argumenta su tesis de forma coherente pero mediante
ima descodificación errada: el ratón significaría las habitaciones, la rana, las
aguas, el ave, el aire, el dardo, las armas y el arado el país. De muy distinto te­
nor es la interpretación que hace Xifrodes, al proponer que si no se esconden
dentro de la tierra como ratones, o si no se ocultan bajo el agua como ranas, o
si no emprenden el vuelo como aves, no evitarán los dardos de los escitas,
pues no son dueños del país.
Domínguez Caparros (1993: 142) subraya en tomo a dos puntos las impor­
tantes aportaciones de San Clemente en relación con el doble sentido:
1) el enorme interés que tiene su teoría y su práctica del significado alegó­
rico o enigmático en relación con una teoría de la interpretación,

y
62 Edad Media

2) la voluntad integradora de la alegoría pagana (filosófica o poética) y la


alegoría sagrada en una concepción general del hombre como ser interpretante
y alegorizante, sin menoscabo, lógicamente, de la superior verdad contenida en
las Escrituras.

La música y el teatro
Las ideas griegas acerca de la música habían alcanzado un desarrollo
enorme en el siglo n y la arquitectura musical del mundo (la armonía de las es­
feras) y del hombre se tenían como evidentes. Clemente acoge y cristianiza la
idea platónica de que el sabio es un musico, y, en los términos de macro y mi­
crocosmos que Platón había acuñado en el Filebo (28d-30a) postula que el
instrumento del cristiano es el hombre mismo, que debe tañer la melodía de
sus actos en armonía con el Logos:
El Logos de Dios, que procede de David, pero que existía antes que él, des­
preció la lira y la cítara, instrumentos sin alma, y llenó de armonía, por el Es­
píritu Santo, este universo y el pequeño universo que es el hombre, su alma y su
cuerpo. Entona un himno a Dios a través del instrumento polífono y canta con
el instrumento que es el hombre. «Pues tu eres para mi una citara, una flauta y
un templo». Una cítara por tu armonía, una flauta por el soplo divino, tu armo­
nía, un templo por tu razón, para que la cítara resuene melodiosamente, el soplo
caliente y el templo haga un sitio al Señor (P r o tr e p tic o 1,5,3).

Clemente opone la música que suele acompañar a la moral pagana y aque­


lla que se manifiesta adecuada a la cristiana, y distingue entre instrumentos,
tonalidades, melodías, ritmos que preservan la templanza del alma y se mues­
tran aptos para ensalzar a Dios y otros que nos alejan de Él y que excitan las
pasiones y la sensualidad.
Lugar de perdición moral por antonomasia es el teatro, donde se aúnan
textos execrables con músicas igualmente nocivas, cuya huella perdura en la
imaginación del hombre incitándolo a la bajeza moral. El cristiano debe ro­
dearse de música moderada, cuyos sonidos, como los de los himnos de David,
induzcan a la contemplación de Dios.

La belleza plástica
La reflexión plástica de Clemente abarca sus ideas acerca de la belleza
humana (alma, cuerpo y adomo) y de las artes miméticas (escultura y pintura).
A propósito de la belleza humana, Clemente distingue privilegiándola la
belleza del alma — la más importante—, de la del cuerpo — la que le sigue en
valor— y del omato exterior — la menos valiosa—, y recupera constantemen­
te la tríada Bien/Belleza/Verdad que postula la filosofía platónica y que la
tradición estoica recoge y matiza: hay una belleza verdadera y una belleza
La estética patrística 63

aparente, falsa. La verdadera estará plenamente en la came inmortal, después


de la resurrección, y en el alma caritativa, que vivirá eternamente. El hombre
bueno se aproxima a ella en el cultivo conjunto del espíritu y del cuerpo, ya
que la virtud del alma ilumina la came con su luz.
Con relación a la belleza del alma, San Clemente desarrolla, en el capítulo
VII de las Stromateis, una imagen que cultivaron San Pablo y los estoicos: la
de que el hombre bueno es igual que un atleta que evoluciona en un estadio
— el universo— bajo la tutela del árbitro supremo — Dios— y en espera de
recoger su premio, que le será entregado por el Verbo. Su ejercicio consiste en
elegir la virtud frente al placer, la belleza inmutable del Logos frente a los go­
ces efímeros de la carne, en definitiva, en pulir como una estatua su propia al­
ma, a imagen de Dios. Si, en esa disciplina de perfección que lo guía, consigue
alejarse de toda apetencia física, podrá conseguir la apatheia, la fusión com­
pleta con Dios.
En cuanto a la belleza de la carne, Clemente piensa que es directamente tribu­
taria de la buena salud y de la perfección del alma. En cuanto al cuidado de la sa­
lud, debe observarse una dieta equilibrada y combinarla con el esfuerzo físico
(trabajo doméstico para la mujer, gimnasia para el varón). En cuanto a la perfec­
ción del alma, es sabido que el buen gobierno de las pasiones se traduce en una
expresión equibbrada, y que la virtud espiritual se traduce en belleza corporal.
En relación con el omato externo, las ideas que esgrime Clemente son sin
lugar a dudas el fruto de una reacción de repulsa contra el refinamiento aristo­
crático que se hizo proverbial en la Alejandría del siglo n: la ornamentación de
los cuerpos — el fasto indumentario, los perfumes...— proporciona una apa­
riencia de belleza a un alma monstmosa, y está destinada a incitar los apetitos
del cuerpo que alejan al hombre de la práctica de la virtud.
La reflexión plástica de Clemente cae también del lado de las artes mimé-
ticas para incidir en el tema tradicional de la belleza verdadera que posee la
creación divina, el mundo, frente a la falsa belleza que posee su reproducción
en esculturas o pinturas. Argumento muy acudido por entonces, señala que el
hombre vivo es incomparablemente más bello que el Zeus de Fidias porque,
como defiende en el Protréptico X, 98, 3-4, es en sí mismo una imagen ani­
mada de la divinidad:
Solamente el que creó todas las cosas, el «Padre que posee el mejor arte»,
modeló una estatua viva de tal clase, a nosotros, el hombre. Vuestro Olímpico,
en cambio, es imagen de una imagen, desentona mucho con la verdad y es la
obra más estúpida de las manos áticas.
«Imagen de Dios» es su Logos (Hijo legítimo del «Nous», el Logos divino,
la luz modelo de la luz); imagen del Logos es el hombre verdadero, el «nous»
que hay en él; se dice que por esto fue hecho «según la imagen» de Dios y
«conforme a su semejanza». Se parece al Logos divino por la inteligencia de su
corazón y por ella es razonable. Pero la imagen terrestre del hombre nacido de
Edad Media
64
la tierra, según se ve, parece una estatua con figura de hombre, copia pasajera y
alejada de la verdad.

Cuando el artista da forma a la materia para modelar una estatua, lo que


hace es conformar materia inerte teniendo como modelo cuerpos hermosos,
pero esa materia permanece indiferente y no incorpora en ella el hálito de la
divinidad:
Es hermoso el mármol de Paros, pero no es Posidón; hermoso el marfil, pe­
ro no es el Olímpico. La materia tiene siempre necesidad de arte y, en cambio,
Dios carece de necesidades. Al llegar el arte, la materia tomó una forma. La ri­
queza de la sustancia puede llegar a ser provechosa, pero sólo por su forma se
hace digna de veneración. Tu estatua es el oro, la madera, la piedra, la tierra. Si
reflexionas desde el comienzo, la que recibió la forma del artista. Yo me he
ocupado en recorrer la tierra, pero no en adorarla, pues no me es licito confiar
las esperanzas de mi alma a cosas inanimadas {P r o tre p tic o IV, 56,5-6).

Lo que los hombres valoran en las artes plásticas es tanto la perfección de


la forma cuanto su poder para representar a los dioses, y, en este contexto, si
Clemente no muestra inconveniente en estimar la grandeza del arte en el sen­
tido de su perfección formal, lo que no puede admitir es que se tenga las imá­
genes que el arte produce por representaciones de la divinidad, pues el arte ni
es capaz de recoger exactamente la luz del sol ni mucho menos la que emite el
espíritu invisible de Dios (Bruyne, 1963: 48). «Que se alabe al arte — dice en
Protréptico IV, 57,6—, pero que no engañe al hombre como si fuera verdade­
ro». Así pues, el arte puede ser hermoso en cuanto a la forma pero, siendo su
contenido engañoso, precipita en el error a aquel que no se deje conducir por
la razón:
La actividad de los artistas no descansa, pero no es capaz de engañar al
hombre lógico ni a los que han vivido según el Logos: pues los pichones vola­
ron hasta los cuadros por la semejanza que había con la paloma pintada y los
caballos relincharon a los caballos artísticamente pintados. Dicen que una mujer
se enamoró de un cuadro y un hermoso joven de la estatua de Cnido, pero los
ojos de los espectadores fueron engañados por el arte.
Pues ningún hombre sensato se unió a una diosa, ni se enterró con una
muerta, ni se enamoró de un demonio o de ima piedra. En cambio, a vosotros os
engaña el arte con otro encantamiento, conduciéndoos, aunque no sea a enamo­
raros, sí a honrar y adorar las estatuas y pinturas {P r o tré p tic o IV, 57,4-5).

orígenes (185-253)

Orígenes es el teólogo más importante de entre los gnósticos cristianos.


Oriundo de Alejandría, fue iniciado en la fe cristiana por su padre Leónidas
La estética patrística 65

(que sería ejecutado en su defensa por Septimio Severo durante la persecución


del 202), por San Clemente y por Ammonio Saccas. A los 18 años el obispo
Demetrio lo pone al frente de la escuela catequética, que, habiéndose disuelto
tras la huida de Clemente, alcanzaría bajo su gobierno su máximo esplendor
entre los años 203 y 231. Durante esos años, Orígenes ejerce de profesor, y su
enseñanza de la teología especulativa y la filosofía griega, que recomienda
utilizar en su servicio, atrae a numerosos y fervientes discípulos. Cuando, ha­
biéndose castrado al extremar las exigencias de su propio método, Orígenes es
excomulgado, viaja hacia Cesarea de Palestina, donde funda una nueva escue­
la de catecúmenos.
Orígenes sostiene que ninguna filosofía posterior ha sobrepujado con su
fuerza y autenticidad a aquella que está encerrada en los textos primigenios
del Antiguo Testamento, y que la revelación divina es la fuente de donde
manan todas las verdades. Más severo que Clemente, increpa con mayor du­
reza las ideas vertidas en los hermosos textos de la literatura pagana y cree,
como él, que la verdad originaria de las fuentes cristianas alcanza a traslu­
cirse en fragmentos dispersos de aquellos textos. Punto neurálgico del sin­
cretismo helenístico-cristiano, y según narra Eusebio en su Historia eccles-
siastica (VI, 19, 5-8), su contemporáneo pagano Porfirio se habría referido
al espíritu paradójico de Orígenes, quien, «a pesar de llevar una vida cristia­
na, sostenía los conceptos helénicos acerca de todas las cosas, incluso de
Dios, y da a los mitos extraños un sentido griego. Vivía en la constante
compañía de Platón y», como se deja ver por el sésgo de su estética, «leía
toda la literatura de los platónicos y pitagóricos de la generación preceden­
te» (Jaeger, 1974: 78).
De entre su obra ingente destacan el Peri archon {De principiis), su obra
teológica capital y primer manual de dogma de la doctrina cristiana, una
monumental exégesis de las Sagradas Escrituras (que comprende escolios,
homilías y comentarios) en la que se pone a la filosofía — ancilla theolo­
giae— al servició de la interpretación de los misterios, y un detenido alega­
to Contra Celsum, cumbre de la literatura apologética cristiana previa a De
civitate Dei de San Agustín. Allí emplea Orígenes lo más y mejor de su ta­
lento en refutar a Celso, un filósofo pagano, encarnizado enemigo del cris­
tianismo, que, en su Discurso verídico había sostenido, entre muchos disla­
tes de parecido tono, que Jesús era el fruto del adulterio de un soldado
romano con una virgen seducida, y que, habiendo aprendido las artes mági­
cas en Egipto, había conseguido hacerse pasar por el Hijo de Dios. Orígenes
es también responsable de las llamadas Exaplas, magno intento de estable­
cer un texto crítico del Antiguo Testamento mediante el cotejo de seis ver­
siones: la hebrea en caracteres hebraicos, la hebrea en caracteres griegos, y
las traducciones griegas de Aquila, Simmaco, la de los Setenta y la de Teu-
doción.
TEORÍA LITERARIA, I I .-3
Edad Media
66------------ ------------------------ ------------------- ------- ----------------------

Poder taumatúrgico de la palabra


Fn el seno de su disquisición acerca de los nombres de Dios en los distin-
tos contextos (Altísimo, Adonai, Celeste, Sabaoth...), se plantea Orígenes si
o nombreuse deben a la convención, como postula Aristóteles en su obra De
los nombres se aeoen a naturaleza. Y, en este segundo caso, si
gg debelaunparecido entre el nombre y lo que imita — como piensan los es­
se deben a un puieo Fnicuro__ a que <dos primeros hombres ha-
brím'émitido^etermteados sonido, según las cosas»5. Firme defensor de las
tesis estoicas, Orígenes piensa que hay algo en los nombres que concierne a

guaje, puesto que las distintas v o c e s ^ D l o s como las


^ " “ u c " 6 * escritura tienen cualidades m ,
S o ^ 0¿ no deben ser puestas en relación con los encantamrcntos de la
as divinas potencias. Particular cuidado, por lo tanto, debe
poifer ’el cristiano en no dar a Dios nombres que contravengan su esencia.

Forma y fondo. La palabra de Dios y sus efectos


Orígenes contrapone a la excelencia griega en el decir la ingenuidad de las
Escribirás y establece así con contundencia el tópico p a t r i c o de que las be­
llas formas inducen la mentira, mientras el d e s p o ja n d o
cristianos se presenta ante él como una garantía de verdad que habría sido
prevista por Dios mismo en relación con sus destinatarios. Orígenes ^ te m p la
los textos sagrados del cristianismo como la objetivación de una fuerza drna-
mLa que p r e n d o de Dios, alcanza a transmitirse a quien los recibe. Tam­
bién Jesús eligió a sus apóstoles de entre la gente sencilla, para que su impen­
d a verbal (unida a la ejemplaridad de sus vidas) excluyera en os oyen
sospecha del sofisma:
Para nosotros, efectivamente, es evidente que hombres que no tenían ni
idea de lo que enseña la astuta sofística de los griegos, que tanta cabida da a la
a la agudeza, a. igual que „ re tó le , que se vuelve *
L tribunales, no fueron capaces de inventarse cosas tales q ^ n en
mas la fuerza de la fe y obligan a una vida conforme a la misma fe. Yo pienso
que Jesús echó mano, adrede, de tales maestros de su doctrma para que no c -
pierà la menor sospecha de elocuentes argucias ( C o n tra C e lso III, 39).

5 Cf. C o n tra C elso 1 ,24-25.


6 Ibid.
La estética patrística 67
Desde una concepción numínica de la palabra sagrada, dado que la palabra
de las Escrituras, la de Jesús y la de los apóstoles, procede de Dios y participa
de su fuerza, suscita en quien la conoce las virtuosas disposiciones del Verbo,
cosa que es imposible afirmar de la literatura pagana:

Esto digo para defender la sencillez de estilo de las Escrituras, que re­
criminan Celso y otros como él, y que parece quedar en la sombra ante la
brillantez de la dicción de los griegos. La verdad es que nuestros profetas, Je­
sús y sus apóstoles miraban a una manera de decir que no sólo contuviera la
verdad, sino que pudiera también atraer al pueblo. (...) Ahora bien, la palabra
divina dice que no basta lo que se dice, por muy verdadero y elocuente que
sea, para llegar al alma humana, si no se da, a la par, al que habla un poder
que viene de Dios y si en sus palabras no florece aquella gracia que tampoco
se da sin disposición divina a los que hablan provechosamente. (...) Demos,
pues, de barato, que, en ciertos puntos, las mismas doctrinas se hallan en los
griegos y entre los que profesan nuestra religión, pero no tienen en uno y otro
caso la misma virtud para atraer a las almas y conformarlas con ellas. ( C o n ­
tr a C e ls o VI, 2).

Los velos del lenguaje. En torno a la interpretación


Es característico el celo de Orígenes en el acopio y el buen uso de aquellos
saberes que puedan contribuir al desentrañamiento de esa red de enigmas que
componen las Escrituras. En su carta a San Gregorio Taumaturgo, define así la
posición ancilar de toda ciencia con respecto al cristianismo:
Mas yo quisiera que, como fin, emplearas toda la fuerza de tu talento natu­
ral en la inteligencia del cristianismo; como medio, empero, para ese fin haría
votos para que tomaras de la filosofía griega las materias que pudieran ser como
iniciaciones a la propedéutica para el cristianismo; y de la geometria y astro­
nomía, lo que fuere de provecho para la interpretación de las Escrituras Sagra­
das. De este modo, lo que dicen los que profesan la filosofía, que tienen la
geometría y la música, la gramática y la retórica y hasta la astronomía por auxi­
liares de la filosofía, lo podremos decir nosotros de la filosofía misma con res­
pecto del cristianismo.

Para Orígenes el Antiguo y el Nuevo Testamento mantienen entre sí una


relación de mutua inteligibilidad: mientras el Antiguo prefigura constante­
mente el Nuevo, éste, a su vez, sólo, alcanza su significación plena con res­
pecto al Antiguo, y las mutuas convocatorias entre ambos sólo pueden ser
desentrañadas por un lector experto y merced al manejo de sus registros ale­
góricos.
Está, en fin, la doctrina según la cual las Escrituras fueron compuestas por
el Espíritu Santo y tienen, además del sentido que es obvio, otro que está es­
condido para la mayoría. Lo que está escrito es, en efecto, la forma extema de
ciertos misterios y la imagen de cosas divinas. Sobre este punto toda la Iglesia
Edad Media
68
está de acuerdo: que toda la ley es espiritual, pero que no todos alcanzan a en­
tender el sentido espiritual, sino solamente aquellos a quienes ha sido concedida
la gracia del Espíritu Santo en la palabra de sabiduría y de ciencia (D e p r in c i­
p ii s , praef. 8. A p u d Quasten, 1984:403).

Como observa Domínguez Caparros (1993:154):


El interés que Orígenes tiene para la teoría de la interpretación reside, creo,
en la práctica minuciosa del comentario alegórico de las Escrituras en función
de la doctrina cristiana; en la afirmación explícita e implícita de la realidad del
doble sentido como fundamento esencial de toda su actividad al servicio de la
nueva religión.

Bajo el influjo de una retórica que frecuentaba la distinción entre sentido


propio y figurado, e influido en particular por el alegorismo de Filón, Orígenes
sostiene que las Escrituras tienen un sentido superficial que está en la letra
desnuda (psilon gramma o psile lexis) y otro sentido oculto, alegórico, espiri­
tual o noètico (llamado aquí y allá allegoria, anagogia, typos, tropos o noesis)
cuyo desvelamiento ilumina los misterios que sólo son accesibles al hombre
que está próximo a Dios7. Un sentido franco, de fácil descodificacion, se abre
inmediatamente para el oyente ingenuo, mientras que el hombre instruido verá
en los textos sagrados la alusión cifrada a realidades espirituales.
Pero a la distinción clásica entre sentido propio y figurado se añade ahora
un sentido ulterior que afecta a los misterios de la fe cristiana y que señala la
necesidad de una tripartición. Clásicamente se ha aludido a las tres formas de
interpretación que Orígenes establece — apoyándose en el libro de los Pro­
verbios de Salomón, y especialmente en XXII, 20-21— y que pone en rela­
ción con las tres partes del hombre.
El método que a mí me parece que se debe seguir en el estudio de las Sa­
gradas Escrituras y en la investigación de su sentido es el que se deduce de las
mismas Sagradas Escrituras. En los Proverbios de Salomón hallamos esta regla
respecto de las doctrinas divinas de la Escritura: «Y tú, preséntalas de tres ma­
neras, en espejo y ciencia, para replicar palabras de verdad a los que te las pro­
ponen (P rov. 22, 20-21). Por consiguiente, las ideas de la Sagrada Escritura se
deben copiar en el alma de tres maneras: el simple se edifica, por decirlo así,
con la ca rn e de la Escritura — éste es el nombre que damos al sentido natural—;

7 El propio Aristóteles - c o m o señala Jaeger (1974: 71-72) - había declarado que los viejos
dioses de la religión popular griega eran lo mismo que su teología del Motor inmóvil, sólo que
expresados en forma mitológica - c f . M eta fisica A8 1074a, 3 8 - M 4 - , y enseñó que la teogonia
de Hesiodo era un so p h izesth a i en forma mítica — cf. M eta fisica B14 1000b, 9-19— . La inter­
pretación alejandrina de la B iblia, en especial la de Orígenes, aplicó en forma sistemática este
método a las fuentes de la religión cristiana, de la misma manera que sus colegas platónicos pa­
ganos de las escuelas de Longino y Plotino la utilizaban para su explicación de Homero, según
podemos ver pos las C uestiones h o m érica s de Porfirio.
La estética patristica 69

el que ha avanzado algo, con el a lm a , como si dijéramos. Por lo que hace al


hombre perfecto... (se edifica) con la ley espiritual, que contiene una sombra de
los bienes venideros. Al igual que el hombre, la Escritura, que ha sido ordenada
por Dios para comunicar la salvación a la humanidad, se compone también de
cuerpo, alma y espíritu» (D e p r in c ip iis 4,1,11. A p u d Quasten, 1984: 374).

Veremos, con de Bruyne (1963: 53), de qué manera asciende Orígenes


desde el sensus somaticus (cueipo), a través del sensus psychicus (alma), hacia
la cumbre del sensus pneumaticus (espíritu):
En primer lugar existe la letra, que debe entenderse en su significación
propia y material (sen su s so m a ticu s). Empero, según la ciencia fisiognòmica, el
cuerpo es la expresión del alma; un movimiento del ánimo se expresa con un
movimiento corporal, y por esto mismo puédese inferir de lo corporal que se ve
con los sentidos, todo cuanto se desarrolla dentro de la intema experiencia.
Cuando la Sagrada Escritura representa a Dios como un hombre con brazos,
ojos y un corazón, sírvese de esa representación para sugerir la vida consciente
intema de Dios. Así, pues, las palabras han de entenderse no según la signifi­
cación material, sino en su sentido psicológico (sen su s p sy c h ic u s). Pero hay
más; ya que el cuerpo y el alma pueden ser el símbolo de realidades que perma­
necen ocultas en el misterio, detrás de toda posible experiencia, el que penetra
hasta esas verdades comprende el sentido espiritual (sen su s p n eu m a ticu s).

A cada uno de estos sentidos le corresponde un género de fíeles, según una


escala igualmente ascendente que va desde los simples — que sólo interpretan
la letra—, pasando por los avanzados — que penetran en el sentido figura­
do— y hasta los perfectos, que son capaces de acceder al sentido espiritual. Y,
sobre esos tres puntos de apoyo, es posible establecer también una nueva je­
rarquía según la cual la letra afecta a la historia, el sentido figurado a la moral
y el espiritual a la mística. De hecho, la comprensión espiritual de los textos
sagrados es fruto de una unión mística con Dios.
El cuadro de correspondencias que incluimos, y que, como se deja ver, no
es otra cosa que una compleja sistematización de la vieja dualidad res/verba,
es prácticamente el mismo que sistematiza de Bruyne:

letra carne sen su s so m a tic u s historia


lenguaje figurado psique sen su s p sy c h ic u s moral
misterio espíritu sen su s p n eu m a ticu s mística

Orígenes extremó de tal forma su orientación alegorista que llegó a soste­


ner «todo tiene un sentido espiritual, pero no todo tiene un sentido literal».
Fue tal el empeño de este «hombre de acero» en preservar la coherencia de su
teoría de la interpretación que, según narra Eusebio en su Historia eclesiásti­
ca, habiendo detectado en el evangelio de Mateo una apelación directa a las
Edad Media
70
pasiones del cuerpo, y por tanto a la realidad de la historia y a la literalidad del
sentido, se mutiló.
Porque hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres; hay eu­
nucos que fueron castrados por los hombres, y hay eunucos que se castraron a sí
mismos por amor del reino de los cielos. Quien sea capaz de comprender, com­
prenda (Mateo 19,12).

Ello motivó que el obispo Demetrio lo depusiera de su dignidad sacerdotal


y lo expulsara de la Iglesia alejandrina.

La belleza plástica y la plástica espiritual


La afinidad que el espíritu humano presenta con el divino a pesar de su
notoria imperfección— permite al hombre compartir su discernimiento intui­
tivo entre lo bueno y lo malo, entre la belleza y la fealdad. En la estela de la
justificación estética de la existencia de Dios que había defendido Plotino, y
según la cual el mundo es la obra incomparable del artista divino, Orígenes
cree que el mundo es un vasto organismo armónico (como también el cuerpo)
y que cada una de sus partes contribuye al orden de un complejo sistema dise­
ñado por el Creador. Este mundo está compuesto de elementos que tienen ta­
maño, figura extensa y color, y cuya contemplación facilita al hombre el as­
censo hasta la belleza esplendente de Dios. El propio hombre ha recibido de El
la dignidad de estar hecho a su imagen, debiendo con su esfuerzo conquistar la
semejanza. La vía de acceso a lo divino consiste para Orígenes en ascender
por la escala cuyo peldaño inferior es la belleza sensible hasta contemplar la
belleza moral del alma virtuosa, y, finalmente, la belleza última de Dios. Nue­
vamente nos escontramos ante una síntesis de platonismo y estoicismo; ante
una transposición continua de la belleza física a la belleza moral y ante el
planteamiento del alma bella como una obra de arte en manos del cristiano que
tiene la oportunidad de conformarla, porque, tal como Orígenes defiende en
Contra Celsum, el alma humana es como un retrato más o menos parecido a la
hermosura de Dios.
En esa disciplina de perfección según la cual va tallando su alma a semejan­
za de Dios, el cristiano puede alcanzar una excelencia superior a la que Fidias,
Polieleto o Zeuxis alcanzaron en su arte. Las estatuas que el hombre realiza so­
bre la materia mediante la imitación no pueden, por su parte, representar la exce­
lencia de Dios, que es espiritual e invisible. Sólo el hombre mantiene su seme­
janza con Él, y ésta no en cuanto al cuerpo sino, como hemos dicho, a su entidad
espiritual. Es así como, mientras la estatuaria espiritual (es decir, el alma inmor­
tal) desafia al tiempo y sus mutaciones, las estatuas materiales están inertes y son
destructibles. Es a la contemplación de las estatuas espirituales, que recuerdan la
estatua suprema de Dios, a las que debe el cristiano dirigir su atención.
La estética patrística 71

A decir verdad, en nuestro sentir, borrachos están los que hablan como a
Dios a cosas inanimadas. ¿Mas qué digo borrachos? Locos están más bien los
que corren a los templos y adoran como a dioses las estatuas o los animales. Y
no menos locos que éstos están los que piensan que tengan nada que ver con el
honor de verdaderos dioses objetos que fabrican, si a mano viene, hombres viles
y hasta perversísimos (Contra Celso III, 76).

La obra de Orígenes en el contexto de la patrística oriental

La influencia de Orígenes trascendió con mucho el ámbito de la escuela de


Alejandría, y sus ideas se difundieron más allá de Egipto a través del Asia
Menor, Siria y Palestina, despertando profundas adhesiones y airadas contro­
versias. La escuela de Cesarea de Palestina fue fundada en el 232 por el propio
Orígenes, que había sido desterrado de Egipto. Allí habrían de educarse los
Padres capadocios Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa y San Basilio
Magno, tres de los pilares de la alta patrística oriental. En el 312, Luciano de
Samosata funda la escuela de Antioquía. En frontal oposición al intenso ale-
gorismo de Orígenes, su método presta particular atención a la literalidad del
texto y al estudio histórico de la Escritura. Teoresis frente a alegoresis, una y
otra escuelas, que con lá de Alejandría compondrán la tema de centros de pro­
ducción y difusión del saber teológico en Oriente, que vivirá su edad dorada
en el siglo iv, eran conscientes de sus profundas diferencias. Cesarea y Ale­
jandría defendían su tendencia mistérica y disputaban con ardor en tomo a los
tipos que prefiguraban la Encamación de Cristo en el contexto del Antiguo
Testamento. En la estela del idealismo platónico, acusaban de «carnalidad» a
los de Antioquía, menos propensos a los excesos interpretativos por ser direc­
tamente tributarios del empirismo racionalista de Aristóteles.

2. Los Padres apologetas latinos.

Las aportaciones de la patrología latina son menos descollantes en este


primer período previo a la oficialización de la fe cristiana que las verificadas
en los grandes centros del saber donde germina y se desarrolla la patrología
griega. En el contexto de la Iglesia occidental, presentan interés para la his­
toria de la estética Minucio Félix, autor de la única apología escrita en latín
en la Roma del siglo m, el Octavio, su contemporáneo africano Tertuliano, y
los también africanos Arnobio y Lactando. Merece la pena detenerse en las
líneas que perfilan su obra antes de iniciar esa escala de filósofos cristianos
que, ascendiendo siglo iv adelante a través de San Ambrosio y San Jeróni­
mo, se verá coronada, ya en el siglo v, por la obra monumental de San
Agustín.
Edad Media
72
Conviene tener en cuenta que es, como hemos dicho, muy posible que el
Evangelio se difundiera al principio en griego, que habría sido la lengua de la
liturgia no sólo en su contexto natural sino también en Roma y en Africa. Se
sabe, de hecho, que algunas de las obras de Tertuliano frieron publicadas en
primera instancia en esa lengua. Es verosímil que la Iglesia romana dispusiera
de una versión latina de la Biblia hacia el 150; a juzgar por los testimonios de
Cipriano, obispo de Cartago en tomo al 250, también la africana dispondría
para esa fecha de una versión completa. La paulatina latinización de la Iglesia
será flagrante ya en el siglo iv.

MINUCIO FÉLIX

Tomando como modelo los diálogos de Cicerón {De natura deorum, De


divinatione y De república estarían, en particular, en la base de esta hermo­
sa apología), el Octavio reproduce la disputa que mantienen Octavio — un
cristiano— y Cecilio — un gentil— ante el arbitrio de Marco Minucio Fe­
lix, trasunto ficcional del autor, que, efectivamente, ejerció de abogado en la
Roma de finales del s. m. Razones de analogía con el Apologeticum de Ter­
tuliano permiten datar este diálogo en tomo al año 197. La tesis que el pa­
gano Cecilio defiende en él es que, dada la imposibilidad de saber acerca de
las realidades trascendentes que aquejan a los humanos, es preferible mante­
nerse fiel a las antiguas convicciones religiosas que entregarse a las absur­
das fantasías escatológicas que el cristianismo encama. La respuesta de Oc­
tavio va precedida de una reflexión de Minucio en tomo a la fascinación que
producen los bellos discursos. Recomienda a los interlocutores que no se
dejen engañar por el esplendor formal de la palabra y que intenten alcanzar
la verdad. La defensa de Octavio contiene, también, muchos de los tópicos
de la literatura apologética, que, si no destacan por su originalidad, informan
acerca de la existencia de un esqueleto dialéctico con el que la nueva reli­
gión iba tomando posiciones frente al asedio de los paganos cultos: el cris­
tianismo no puede aducir en su defensa la perfección formal de sus textos
sagrados, pero sus practicantes llevan una vida éticamente hermosa; la reli­
gión pagana, sin embargo, que puede alardear de una tradición textual exhu-
berante, debe plegarse a reconocer la inmoralidad de sus mitos. Su tradición
teatral ha cultivado siempre situaciones extremas que excitan emociones in­
nobles. Una complicada maquinaria verbal, en fin, al servicio de un engaño
nocivo. Las estatuas que representan a los dioses transmiten, en otro soporte,
los mismos errores. Todo el arte pagano, en fin, le parece a Octavio obra de
los demonios. Basta con admirar la armonía esplendorosa del mundo para
que la inteligencia reclame la obra de una Providencia única y nummosa. De
ella procede la verdad que el cristianismo transmite.
La estética patrística 73

TERTULIANO (h. 155-225)

Quinto Septimio Florencio Tertuliano nació en Cartago y fue hijo de un


centurión de la cohorte proconsular. De padre y madre paganos, Tertuliano fue
primero un jurista reconocido, antes de convertirse en director de la escuela
catequética de su ciudad natal y recibir el orden sacerdotal. Defensor de la in­
tegridad de la fe ante las herejías, cae finalmente en el montañismo. Es, de he­
cho, el artífice del tertulianismo, derivación del montañismo que perdura en
Cartago hasta la época de San Agustín. Sabio aplicador de las falsillas retóri­
cas, y gran innovador de los registros lexicales, es reconocida su contribución
a la creación de un latín cristiano. A Tertuliano se debe el uso inaugural de la
palabra Trinitas y persona para designar las tres instancias consustanciadas en
la Santísima Trinidad.
Sus obras mayores son Apologeticum, De praescriptione haereticorum y
De testimonio animae. Para la teoría de las artes tienen particular interés su
tratado De spectaculis y De idololatria.

La filiación demoníaca de las artes


Haciendo gala de un ingenuismo naturalista (que no es ajeno a las convic­
ciones de los estoicos y los cínicos), Tertuliano piensa, como Minucio, que los
inventores de las artes son aquellos espíritus malignos que un día descendieron
a la tierra y se mezclaron con la raza humana. Antes de su llegada reinaba una
feliz economía de recursos con que se atendía a lo indispensable, y el hombre
no precisaba de artes que adulasen la vista o el oído: ni de la escultura, ni de la
danza, ni de la música, ni de las representaciones teatrales, modalidades de un
lujo insensato que corrompen los sentidos y apartan a los hombres de Dios.
Tertuliano relaciona las artes con esa demasía concupiscente que había denos­
tado el Platón de la República. Sus tesis hacen pensar, de hecho, en la oposi­
ción platónica entre el Estado sano y el Estado afiebrado donde florecen las
artes miméticas que apartan al hombre de las esencias ideales. .

La prohibición de la enseñanza de los textos paganos


Tertuliano compartió con entusiasmo la idea de la preexistencia de la lite­
ratura hebrea — Moisés vivió antes que Orfeo y Orfeo mucho antes que Ho­
mero—, de la que la pagana habría bebido y a la que habría sometido a extor­
siones indecibles. Para Tertuliano, que acuña la idea de un anima naturaliter
Christiana, el conocimiento de Dios no ha de ser mediatizado por la letra, pues
todo hombre ingenuo posee por naturaleza la intuición de lo divino, por ser
brote del alma de irnos padres que, en último término, han brotado de Adán,
74
Edad Media

que fue hecho a imagen de Dios. La sofisticación de la verdad operada por


poetas y filósofos, con sus discursos alambicados y sus disquisiciones auto-
complacientes, no ha hecho más que empañar el resplandor de la doctrina
cristiana. En ellos tienen su origen las fábulas y las herejías. Tertuliano, pione­
ro en la larga disputa de la fe y la razón, propone, en cambio, la adhesión a la
verdad desnuda, a la «regla de la fe». Esta regla sostiene que el Hijo de Dios
fue muerto y resucitó, tras ser enterrado. Esto, que para los rétores es imposi­
ble, es verdad para el cristiano que encama la regla, de ahí que Tertuliano se
haya hecho célebre por una sentencia que, a pesar de no ser suya de modo lite­
ral, expresa bien su pensamiento: credo quia absurdum.
Al contrario que los Padres orientales, en quienes es continua la apelación
a la tradición griega, Tertuliano se aleja coherentemente de sus testimonios, y
advierte al cristiano de lo pernicioso de su influencia: «¡Lejos de vosotros to­
das las tentaciones para producir un cristianismo mitigado con estoicismo,
platonismo y dialéctica!» {De praescriptione haereticorum, 7. Apud Quasten,
1984: 617). En la línea del logos spermatikos concede, sin embargo, que algu­
nas veces los filósofos paganos se aproximan a las verdades de la fe; en ese
caso, han hurtado sus ideas a las del Antiguo Testamento, texto primigenio y
fuente inagotable de verdad.
Deseoso de alejar al cristiano de la seducción de las letras paganas, y a
propósito del estudio y enseñanza de la literatura, Tertuliano cae en esta curio­
sa posición:
Veamos la necesidad de la erudición literaria. Consideremos, que, por una
parte, no puede estar permitida, y, por otra, no se puede evitar. El estudio de la
literatura está permitido a los cristianos, pero no su enseñanza, porque aprender
y enseñar son dos cosas diferentes. Supongamos el caso de un cristiano que en­
seña la literatura llena de alabanzas a los ídolos; sin duda alguna, si enseña, re­
comienda; si la comunica, la afirma; si narra, da testimonio a su favor... Pero
cuando un fiel estudia, si es capaz de entender la idolatría, ni la recibe ni la
aprueba; si no sabe de qué se trata, aún será menos capaz de entenderla. O su­
pongamos que empieza a comprender; es justo que aplique su inteligencia ante
todo aquello que aprendió anteriormente, a saber, a lo que se refiere a Dios y a
su fe. Todo lo demás, por lo tanto, lo rechazará sin aceptarlo. De esta manera
estará tan seguro como aquel que, sabiéndolo bien, toma de la mano de uno que
lo ignora un veneno que él se guarda muy bien de beber. A éste le excusa la ne­
cesidad, puesto que no hay otro medio de instruirse. {D e id o lo la tria , 10. A p u d
Quasten, 1984: 608).

Plasticidad del mundo y condena de las artes


Cuando se habla del materialismo de Tertuliano se alude a que para él
Dios es invisible, pero no incorpóreo sino compuesto de una materia extre­
madamente etérea, enormemente sutil. Su palabra, conducida por el spiritus
La estética patrística 75

o hálito espiritual, crea y ordena un mundo cuyos pormenores honran su di­


vina magnificencia (maiestas). En cuanto al cuerpo humano u hombre exte­
rior, Tertuliano acata que procede del lodo, al que, según narra el Génesis
(2, 7), dio forma el «gran alfarero»; su alma, del aliento con que el Creador
la anima. El modelo que Dios tiene presente al modelar al hombre es el de
Cristo crucificado, y así, es obvio que su altura ideal — y el canon escultóri­
co— deben reproducir con justeza la medida de los brazos extendidos. Es la
tesis de Varrón, Vitrubio o Plinio, pero sometida a una curiosa interpreta­
ción. Cuando el artista modela, es ese modelo rector el que reaviva, oculto
como está en lo profundo de su alma como un día lo estuvo en el ánimo
demiùrgico de Dios. Ahora bien, si bien el hombre fue un día la imagen de
Dios, los demonios han enturbiado, como decíamos, su esencia, y así cuanto
de artístico produce se añade sin necesidad a la perfección elemental de la
naturaleza y desafía la perfección de la obra divina al modificar sus extre­
mos por mediación de Satanás. Las artes humanas son, para Tertuliano,
ejercicios de idolatría, de modo que tanto las artes verbales como las plásti­
cas empañan con sus refinados embaucamientos la limpidez resplandeciente
del reino de Dios.
El pintor que reproduce un modelo remeda con sus útiles infames la per­
fección incomparable de su obra. El teatro la falsea al hacer actuar como muje­
res a los hombres. Los afeites y las alhajas ocultan la condición natural y pro­
ducen en quien los usa un engañoso esplendor.

Crítica de los aderezos indumentarios


Acorde con su idea acerca de la autosuficiencia feliz de los dones natura­
les, en De cultu feminarum y De pallio se detiene Tertuliano a censurar la co­
quetería en el vestir. En el primero (modelo sobre el que, alimentando el tópi­
co, escribirá De habitu virginum su discípulo Cipriano), señala que el pecado
entró en el mundo a través de Eva, la primera mujer, y que el único vestido
que conviene a las que la sucedieron es el de la penitencia. Distingue entre
cultus — vestido— y ornatus — maquillaje— y presenta ambos como obra
del diablo y efecto de la soberbia, que enmienda e insulta la obra de Dios. En
el segundo, sale en defensa del uso del manto (pallium) frente a la toga, y, da­
da su austeridad, se honra en presentarlo como la indumentaria del cristiano.
Una y otra obras están presididas por la idea de la modestia que debe regir el
arreglo del cuerpo.
Puesto que somos el tem p lo d e D io s , la modestia es la sacristana y la sacer­
dotisa de ese templo. No debe permitir que entre nada impuro o profano, no sea
que el Dios que lo habita se ofenda y abandone completamente la morada pro­
fanada (D e cu ltu fe m in a ru m , 5. A p u d Quasten, 1984: 593).
76
Edad Media

La condena de las artes escénicas


En relación con el anatema apasionado de Tertuliano contra las artes, seña­
la Edgar de Bruyne (1963: 74-75) que es labor del historiador que comenta las
obras de los primeros Padres — cuya función vindicativa de la nueva religión
hemos señalado con insistencia— subrayar como conviene que «no es el con­
tenido estético-formal, sino el religioso-demoníaco del arte antiguo, lo que es
considerado por los polemistas como el elemento principal, tanto en Cartago
como en Alejandría». En este sentido, no es extraño el seguimiento de Tertu­
liano de las tesis platónicas, tanto en De spectaculis como en el posterior De
idololatria. Resuena la condena platónica de los infundios relatados por los
poetas acerca de las genealogías divinas y su impune difusión entre una po­
blación ingenua, y , sobre todo, la condena de las artes de la escena verificada
en la República. Acerca de estas últimas, Tertuliano sostiene que son altamen­
te perniciosas para la serenidad del ánimo, tanto si se trata del teatro, en el que
los actores se entregan a la ficción de pasiones extremas convocadas al hilo de
una intriga inmunda, como de los anfiteatros, lugares donde una lucha cruenta
e irresponsable excita en los espectadores la crueldad, A los espectáculos na­
cidos del ingenio humano debemos oponer el sagrado espectáculo del mundo
concebido por la saludable inteligencia de su Creador. A los espectáculos no­
civos que se representan en las tablas, la belleza serena de las Sagradas Escri­
turas.

ARNOBIO DE SICCA

Amobio fue profesor de retórica en la ciudad africana de Sicca. Gracias a


un sueño, abandona el paganismo, en el que había militado fervientemente, y
se convierte a la religión cristiana. Testimonio que habría debido rendir ante el
obispo de la ciudad para demostrar lo sincero de su adhesión es la refutación
en siete libros que lleva por título Adversus nationes. Documento de enorme
valor para el conocimiento de los cultos paganos contemporáneos, combate la
idea, que se había hecho común por entonces, de que los cristianos eran res­
ponsables de toda suerte de calamidades por haber indignado con su impiedad
a los dioses. Dado que alude a ellas con frecuencia, puede colegirse que su
composición es previa al 311, año en que cesaron las persecuciones. Entre sus
fuentes de inspiración directas se encuentran el Protréptico de San Clemente,
el Apologeticum y Ad nationes de Tertuliano y el Octavio de Minucio.
Amobio comparte la idea de Tertuliano del anima naturaliter Christianaa
un alma que contiene en sí misma la verdad y no se ve precisada, por tanto, de
reflexión ni de instrucción filosófica. En su ardor de neófito, sin embargo, no
La estética patrística 77

desprecia las que han sido para él las cumbres de la intelectualidad pagana, y
apela con entusiasmo a Platón, Aristóteles, Varrón, Cicerón, Pitágoras, etc.,
mientras que no cita a autores cristianos. La teología del Ad nationes resulta
particularmente insegura y audaz. Amobio sostiene la indiferencia de Dios
ante su obra y postula que las almas, como se deja ver por su imperfección, no
pueden ser obra del Supremo sino de alguna potencia subordinada; el derecho
a la inmortalidad deben ganarlo con el conocimiento de Dios y la perseveran­
cia en su fe.
Para Amobio, las artes, sin embargo, se han dedicado a prostituir la moral
pública al presentar a los linajes heroicos y a las genealogías divinas entrega­
dos a pasiones indignas. Esto es particularmente sangrante en los espectáculos
teatrales, que dejan en los espectadores intensas huellas emotivas. Los argu­
mentos de Amobio con respecto a las artes plásticas son algo más originales.
Señala la inutilidad de construir templos a los que reducir la ubicuidad de Dios
y condena el arte escultórico por transmitir de Él imágenes engañosas: si Dios
existe, no puede ser imitado, y, si no existe, no debe ser adorado en materia
inerte como si efectivamente existiera.

CECILIO FIRMIANO LACTANCIO

Según Jerónimo (De viris ilustribus, 80), Lactancio, que habría recibido su
instrucción como rhetor en su África natal, fue llamado por Diocleciano para
impartir clases en Nicomedia de Bitinia, la nueva capital de Oriente. Sería allí
donde se habría convertido al cristianismo. Ya anciano, Constantino lo hace
llamar a Tréveris, en las Galias, como preceptor de su hijo Crispo.
Convencido de que el excipiente de las bellas palabras no puede sino
beneficiar al mensaje de Dios, Lactancio es en sí mismo un escritor de tan
depurado estilo que ha sido llamado el Cicerón cristiano. Su obra en siete li­
bros Divinae institutiones refuta por falsa la especulación filosófica griega y
opone a ella la verdad indubitable de la Revelación. La dedicatoria a Cons­
tantino del último de los libros nos autoriza a deducir que su composición
fuera posterior al año 313, año en que se promulga el Edicto de Milán. Las
Divinae institutiones «como primera exposición sistemática de la doctrina
cristiana en lengua latina son muy inferiores a su equivalente griego, el De
principiis de Orígenes. Les falta vigor en la demostración teológica y pro­
fundidad metafísica» (Quasten, 1984: 698). Lactancio aduce como fúentes
los oráculos sibilinos y el Corpus Hermeticum (que, junto con el Antiguo
Testamento, informan, en su opinión, de la filiación divina de Cristo), auto­
res clásicos, sobre todo Virgilio y Cicerón, y sus precursores latinos Minu­
cio y Tertuliano. En De mortibus persecutorum argumenta acerca del modo
en que la ira divina alcanzó a los perseguidores del cristianismo y, de forma
Edad Media
78
particular, a Diocleciano, cuyas sangrientas redadas habrían obligado a
Lactancio a abandonar Nicomedia. , ,
El dualismo teológico de Lactancio supone un Dios que, antes de la crea­
ción, habría dado origen a un ser perfecto, su Hijo, y a un segundo ser que
bueno en un principio, habría sucumbido a la envidia del P“ E^os
principios en pugna, Hijo y diablo, encuentran proyección en el cielo y la tie-
n a el^alma y ^ l cuerpo, y es su eterno antagonismo lo que permite definirse
como tales al bien y al mal. Lejos de las opiniones de su maestro ^ n o b io
Lactancio cree que Dios mismo ha creado el mundo y las almas, Y ^ J stas
deben ganarse la bienaventuranza eterna combatiendo el vicio mediante el
ejercicio de la virtud.

Forma y fondo
Para Lactancio la excelencia del discurso, tal como lo proclaman l°s gra­
máticos y los rétores, reside en su limpidez {claritas, lux) y en su musicalidad
(suavitas et modulatio). Con arreglo a estos criterios, es cierto
de las Sagradas Escrituras — al que califica de ingenium mediocre
racteriza por su belleza formal, pero la belleza del mensaje que transmite so­
brepuja con mucho los valores formales. Aun así, Lactancio que nunca pie de
de viste la preminencia del fondo, sostiene que no se debe despreciar la belle­
za de la forma, pues no es malo que los buenos alimentos tengan, ademas,

bUCEntuanto a las cuestiones de fondo, es interesante de Lactancio su pro­


grama de revisión doctrinal, que, concebida en tres estadios, explica median e
un símil arquitectónico: es necesario sentar primero los cimientos - l a refu­
tación de los errores— para poder erigir sobre ellos los muros de nuestra pro­
pia doctrina. Finalmente, podremos coronar el edificio con nuestra propia teo­
ría de lo moral. Pero es en el intento de conciliación de la excelencia de la res
- p la n o sem ántico- con los verba - p la n o fo rm a l- donde Lactancio
mostrará su originalidad. Frontalmente en desacuerdo con Tertuliano, y con el
contenidismo a l a n z a , que es uno de los tópicos patrísticos, Lactancio piensa
que los cristianos harían bien en aprender de los gramáticos y los retoresp
que tal como formula, la de la forma y la del fondo no solo son bellezas com­
patibles sino que se ha de procurar que, coexistiendo, se potencien entre si.

Acerca de la interpretación
A propósito de la relación entre los simbolizantes poéticos y sus-simboli­
zados, Lactendo opte por la teoresis de corte aristotélico fiente a
platónica. Supone que entre el sentido literal y su significación cifrada debe
existir una cierta homología, pues, pese a la distancia que impone^la transpo­
sición poética, ambos planos tendrían como sustrato empírico y harían refe-
La estética patrística 79

renda a hechos históricos. La lúcida inteligencia de Lactancio y su espíritu


positivo están lejos de pensar que el sentido de las fábulas deba ser librado a la
extrema indefinición a que lo arrastra la corriente alegórica, ya que su ilimita­
do horizonte hermenéutico hace imposible aquilatar las verdades subyacentes.
La historia se dibuja, por lo tanto, como el horizonte hermenéutico al que cabe
apelar a la hora de enseñar literatura, y Lactancio — al contrario que Tertulia­
no— se siente autorizado a ejercer esa enseñanza. Según esto, y así lo avala el
testimonio coincidente de historiadores y poetas, Saturno habría sido castrado,
y Dánae no habría sido fecundada por una lluvia de oro, sino que habría reci­
bido sobre su regazo auténticas piezas de oro, regalo de su enamorado Júpiter
(Bruyne, 1963: 93).
En la base de la corriente teorética de filiación aristotélica, corriente de
interpretación que — frente a la alegoresis defendida por las escuelas de Ale­
jandría y Cesarea— se hizo emblemática de la escuela oriental de Antioquía,
habría que situar las tesis del Estagirita acerca de la verosimilitud que confiere
a las fábulas poéticas (y específicamente al mythos trágico) el hecho de derivar
de sucesos pretéritos, y, de forma general y a la manera de un posicionamiento
especulativo abarcador, un empirismo que se destaca, contra el idealismo pla­
tónico, como el rasgo fundamental de la filosofía de Aristóteles. La corriente
platónica, que se propaga y cuaja en el alegorismo estoico, se habría visto
obligada a defender la poeticidad radical de las fábulas, su apelación radical a
horizontes de sentido no históricos, a la hora de preservar los textos poéticos
— de dudosa ejemplaridad desde el punto de vista de la moral— como útiles
pedagógicos. Si en la república que soñó Platón era necesario prohibir la difu­
sión de otros textos que no fuesen los himnos a los dioses y las alabanzas a los
hombres buenos, para preservar así los ideales de la paideia, la filosofía estoi­
ca se vio obligada a recuperar los repertorios poéticos tradicionales para no re­
nunciar a un sustrato cultural ingente que, mediante la descodificación alegó­
rica, se volvía moralmente legitimable. El modelo platónico de virtud quedaba
así a salvo, mientras su crítica textual, que había germinado como anatema,
fructificaba ampliamente por los senderos del alegorismo.
Para Lactancio, así pues, hay una base empírica a la que la poesía hace
alusión, si bien revestida del poeticus color propio de la imaginación poética.
Poeticus color que comprende tanto la perfección formal como la pujanza de
las imágenes. El propio Lactancio define el ejercicio poético como vere gesta
in alias species cum decoro aliquo traducere.

El porqué de la creación artística

Particular belleza revisten las opiniones de Lactancio acerca del porqué de


las artes. En la base de la creación artística estaría el deseo de elevar la dignidad
de la condición humana y el de procurarle una cierta inmortalidad. De igual mo-
80 Edad Media

do que los hombres procuran granjearse en vida, a veces a costa de grandes sa­
crificios, la dignidad y la gloria, los artistas actúan llevados por el afán de digni­
ficar su propio nombre y el de las figuras que cantan, retratan o esculpen. Esa es
la razón por la que los seres humanos aparecen en las creaciones poéticas eleva­
dos al rango de héroes y dioses. No se trata de que el poeta mienta, sino de que,
deseoso de ennoblecer a sus personajes, los somete a una trasposición que los
exalta, pero que no impide al experto desandar el camino y recabar las verdade­
ras identidades detrás de los velos de la poesía. Es el caso de Prometeo, inventor
de la escultura que luego fue aclamado como Dios mientras sus estatuas eran
elevadas a la dignidad de hombres. Para Lactancio la anécdota es real y supone
el sustrato empírico que está en la base de la posterior deificación de Prometeo y
de su elevación al rango de creador de la humanidad.

El mundo como obra maestra del Creador


Lactancio critica con dureza el monismo de la inmanencia que, frente a los
dualismos precedentes, es característico de la filosofía estoica. El estoicismo,
como arte de vivir, había procurado dignificar el escenario de la vida humana
de tal modo que no fuera preciso oponerle un universo superior al que aspirar.
Así, su física sostiene la existencia de un principio activo, el pneuma, cuya
actividad mantendría ligada la multiplicidad de los seres y las cualidades. Se­
gún esta «teología del Dios cósmico» (Aubenque, 1976: 181), este principio
inmanente de organización, Logos universal, no necesita de un dios que lo
gobierne porque él mismo es Dios. Lactancio se pregunta cómo podemos ex­
tasiamos ante la belleza del mundo sin evocar un Artista soberano que lo haya
creado, sin postular abiertamente una diferencia entre la majestad de lo creado
y la mano excelsa de un Creador. Lo que diferencia al Artista divino del hu­
mano es que Dios crea ex nihilo, mientras el hombre se ve precisado de mol­
dear los materiales de que están hechas sus obras.

3. La a l t a p a t r ís t ic a . D esar r o llo d e l a e s t é t ic a

EN U N A CRISTIANDAD LIBRE

La victoria de Puente Milvio, que en el año 312 confiere a Constantino


el dominio de Occidente, supone un quiebro definitivo en la historia de la
Iglesia antigua: de ella se derivan el fin de la Roma pagana y el nacimiento
del Imperio cristiano. Desde el Edicto de Milán, del 313, el Emperador
permite a la religión cristiana expandirse sin impedimentos y, ya a finales
del s. IV, se convierte en la religión oficial del Estado bajo el mandato de
Teodosio.
La estética patrística 81

Una nueva era de consolidación y esplendor se abre para la ciencia, la li­


turgia y el arte cristianos. Los escritores, que habían aplicado su esfuerzo en la
defensa de la fe contra el paganismo, están ya en condiciones de definir sus
propios dogmas, de preservarlos frente a la emergencia de las herejías, y de
dar impulso y desarrollo a una variada y gran literatura eclesiástica. La nueva
paz se traducirá en una integración franca de la cultura helenística y en la
asunción de sus modelos literarios. Es la época de asentamiento de un huma­
nismo cristiano que alcanza su esplendor en la literatura patrística. Inexcusa­
blemente unida a la enorme labor de pertrechamiento intelectual de los Padres
cristianos, y a su necesidad de incorporar a sectores de población cada vez más
amplios a la práctica cristiana, estuvo la mutua labor de asimilación de hele­
nismo y cristianismo, ya que, entre los más encarnizados opositores de la nue­
va fe, y por supuesto entre el sector más inmediatamente decisorio, estaba la
población de nivel social más elevado, aquella que con mayor ahínco intenta­
ba preservar sus cultos idiosincrásicos junto a las formas de cultura tradiciona­
les. Si en Oriente tenemos como máximo ejemplo de esta oposición al empe­
rador Juliano, el caso de Símaco, en el marco occidental, supone un paralelo
exacto de defensa encarnizada de la tradición helénica, de la paideia clásica,
contra un culto y una cosmovisión fuertemente invasivos que proponían a
Cristo como el auténtico pedagogo de la humanidad y al cristianismo como la
auténtica paideia (Jaeger, 1974). En este contexto, no parece casual que, a lo
largo de los siglos, la doctrina cristiana haya ido afianzando sus perfiles gra­
cias a la obra de sucesivos maestros de la retórica, que, habiendo abandonado
las veleidades de un verbalismo proteico, dedicaron su esfuerzo a la construc­
ción — inevitablemente retórica— de la verdad cristiana. Sus obras, como, de
otro lado, las de aquellos pensadores heréticos cuyas ideas no fueron sancio­
nadas por la autoridad de la Iglesia, se mueven dentro de ese vasto territorio de
especulación a que dio lugar la exégesis bíblica. Una cuestión, por tanto, se
define como central en esta edad dorada de la patrística: la de la labilidad se­
mántica del lenguaje y la consiguiente necesidad de fijar límites a la interpre­
tación. La obra ingente de los Padres de la Iglesia no deja de parecerse, así, a
un intento magno, y magníficamente instrumentado, de poner diques al océano.

4. A lta patrística en Oriente

Oriente’ fue escenario de los grandes concilios de los ss. iv y v, y punto


neurálgico, por tanto, de las disputas teológicas. Nicea (325), Constantinopla
(381), Éfeso (431), Calcedonia (451), son el lugar de encuentro de un nutrido
elenco de escritores cristianos que aprestan sus saberes y convicciones contra
las herejías del arrianismo, macedonianismo, sabelianismo, nestorianismo,
82 Edad Media
apolinarismo y monofisitismo. De esta suerte, como apunta Quasten (1985: 3),
«este período produce grandes teólogos, como Atanasio, los Padres capado-
cios, Juan Crisòstomo, Cirilo de Alejandría y otros, cuyas obras nos traen el
eco de los conflictos intelectuales de la época».
La libertad de culto reconocida por Constantino se tradujo de forma rápida
en multitud de conversiones. Ante el riesgo que suponía una asunción super­
ficial de los ideales cristianos, la Iglesia creó el monaquisino, modelo de vida
basado en el aislamiento y el ascetismo que, iniciado en Egipto, se expandió
pronto por el Imperio. Renuentes en principio a la asimilación de la cultura
helenística, los cenobios no sólo acabaron por aceptarla sino que se convirtie­
ron en centros de irradiación de cultura que intervinieron activamente en las
diatribas dogmáticas y dieron lugar al nacimiento de nuevos géneros literarios:
las vidas de monjes famosos, los florilegios, que hacían acopio de sus dichos y
anécdotas más relevantes, los manuales de disciplina, etc. Una nutrida literatu­
ra epistolar, nacida al calor de la libertad de culto, recorre de un lado a otro los
límites del Imperio, y proporciona al estudioso una información detallada y
precisa sobre muchos aspectos de las polémicas doctrinales y sobre multitud
de facetas de la vida práctica. Las formalidades del culto cambian también con
el cese de las persecuciones, y una nueva liturgia va definiéndose para dar
acogida a las grandes masas de cristianos que se reúnen en las basílicas. En
ese contexto nacen los primeros sacramentarios. La literatura homilética, pro­
pia de la labor pastoral, se desarrolla también con enorme fuerza, habiéndonos
legado una ingente colección de sermones cristianos de los siglos iv y v.
Oriente es, también, el lugar de origen de la poesía cristiana, que se desarrolla­
rá con vigor.entre ortodoxos y heréticos.
Las escuelas catequéticas de Alejandría y Antioquía tendrán que ajustar
sus posiciones en la defensa de la ortodoxia doctrinal contra la herejía amana,
lo que provocará la atenuación del alegorismo de Alejandría — que había
abierto márgenes de riesgo demasiado amplios— en favor de ima lectura his-
tórico-gramatical de las Escrituras. Figura capital de este conflicto será San
Atanasio, que se convirtió en el defensor, fiente a Arrio8, de la ortodoxia de

8 Arrio (256-336) recibió su formación en la escuela de Antioquía y su herejía ha sido con­


templada como derivación típica del racionalismo de esta escuela. Postulaba que Dios, increado e
ingénito, había creado de la nada a su Hijo, el Logos, cuya primera criatura es el Espíritu Santo.
Sus teorías representan, en última instancia, una radicalización del subordinacionismo, precogni-
zación de la existencia de instancias intermedias entre Dios y el mundo que acusa la influencia
del daimonismo neoplatónico, todavía en vigor en aquella época. La refutación de San Atanasio
sienta las bases de la'doctrina trinitaria de la Iglesia y se encuentra quintaesenciada en su Primera
carta a Serapión: «Existe, pues, una Trinidad, santa y completa, de la cual se afirma que es Dios
en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tienen mezclado ningún elemento extraño o exter­
no, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora: es
consistente e indivisible por naturaleza, y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas por
el Verbo en el Espíritu Santo. De esta manera se salva la unidad de la Santa Trinidad» (apud
La estética patrística 83

Nicea. Convertida el Asia Menor en la zona de mayor implantación de la he­


rejía arriana, será también el lugar donde la ortodoxia trinitaria, que fragua en
la teología de Atanasio, alcanzará su forma definitiva en la obra de los tres
grandes Padres capadocios de la generación siguiente: Basilio de Cesarea
— San Basilio Magno—, su hermano Gregorio de Nisa y el que fue amigo de
ambos, Gregorio de Nacianzo.
Los Padres capadocios prosiguen la labor de confrontación y asimilación
cristiano-helenística que habían iniciado Clemente y Orígenes, y gracias a
ellos un repertorio de modelos fosilizados de la tradición clásica griega, que
habían encontrado cobijo y continuación en las escuelas de retórica, son oca­
sión de un renacimiento vivificador que lleva impresa la huella, vigorosamente
nueva, del cristianismo. Como apunta Jaeger (1974: 110), era preciso poner a
la filosofía y a la retórica al servicio del cristianismo, y ima y otra prestarán su
servicio a la causa cristiana. Los modelos retóricos helenísticos son, de hecho,
el sustrato que conforma un género que dará a conocer la exégesis bíblica más
allá de los estrechos confines a que hubo de verse reducida la actividad inter­
pretativa de Orígenes. La ingente labor homilética de los Padres capadocios
dará, de hecho, a la exégesis bíblica una amplitud de marco hasta entonces
desconocida, y los grandes bastiones del helenismo serán citados con profu­
sión en el marco de un pensamiento de coalescencia que, como señala Jaeger
(1974), arroja como balance «una paideia cristiana». La exhortación de San
Basilio Magno Ad adolescentes, en la que recomienda a los jóvenes la capita­
lización de los saberes y las destrezas formales de autores como Homero, He­
siodo o Platón, tiene una importancia crucial en el cambio de actitud de la
Iglesia ante la literatura pagana, y adquiere, en este sentido, un carácter para­
digmático.
El cristianismo del s. rv está ya en disposición de operar el descarte y to­
mar, de entre la ganga, las perlas de virtud que se encuentran diseminadas en
la literatura pagana, y, en un ambiente de paz, de reconocer en su justo valor
los artificios formales que, en su defensa de la verdad, había denostado como
depósitos de impiedad hábilmente instrumentados por la palabra.

SAN BASILIO MAGNO (330-379)

Basilio nació en Cesarea de Capadocia y fue hijo de un ilustre retórico


cristiano, también llamado Basilio, y de la virtuosa Emelia. Recibe su forma­
ción en la escuela de retórica de Cesarea, Constantinopla y Atenas, ciudad esta
última donde entabla imperecedera amistad con Gregorio dé Nacianzo. A su

Quasten, 1985: 71). Fue para frenar la enorme influencia de este heresiarca por lo que se convocó
el primer concilio ecuménico, celebrado en Nicea en el año 325.
84 Edad Media

vuelta a Cesarea, en el 356, ejerce como profesor de retórica, hasta que, vien­
do banales sus esfuerzos por «aprender las disciplinas de una sabiduría que
Dios hizo necedad», y vuelto todo su interés hacia el cristianismo, se hace
bautizar y emprende un largo viaje que lo lleva por Egipto, Palestina, Siria y
Mesopotamia en busca del ejemplo de los grandes ascetas. Se retira después al
Iris para vivir en soledad, pero pronto a su alrededor se constituye un cenobio.
Recibida en él la visita de su amigo Gregorio Nacianceno, escriben juntos la
Philocalia — una antología de los escritos de Orígenes— y las dos Reglas,
conjunto de conversaciones pastorales en tomo a la vida monástica. En el 364
se hace sacerdote y en el 370 es nombrado obispo de Cesarea. Su labor filan­
trópica y su oposición al arrianismo fueron ejemplares, así como sus intentos
por favorecer la unidad de la Iglesia de Oriente y Occidente. San Basilio es
importante, asimismo, como reformador de la liturgia.
Su obra comprende tratados dogmáticos dedicados a la refutación de la he­
rejía arriana, tratados ascéticos como las citadas Reglas o los Moralia, tratados
pedagógicos entre los que reviste particular interés el también citado Ad ado­
lescentes, y numerosas homilías de entre las que destacan las dedicadas al He­
xaemeron, los seis días en que fue creado el mundo según el Génesis, y a los
Salmos. Sus cartas, de temática variada y refinado estilo, constituyen una fuen­
te de datos inagotable para la historia de la Iglesia oriental durante el s. iv. Las
menos ocasionales, algunas de ellas muy extensas, están dedicadas a apuntalar
la ortodoxia del credo niceno frente al arrianismo.
Amigo devoto de San Atanasio, la actividad teológica de San Basilio se
dedicó fundamentalmente a la aclaración del misterio de la Trinidad como una
relación de lo común a lo particular: una sola entidad substancial — ousia— y
tres personas o hypostasis. San Basilio piensa que el Espíritu Santo procede
del Padre por medio del Hijo, un postulado que recogerán para afirmarlo los
dos Gregorios y que se verá sancionado en el concilio de Constantinopla del
381.

Res /verba. Acerca de los autores paganos


Es interesante subrayar la actitud de San Basilio — no en vano ha sido de­
finido como el «legislador del monaquismo griego»— ante los escritos de los
paganos. En su Exhortación a los jóvenes sobre la manera de aprovechar
mejor los escritos de los autores paganos, texto que dedica a sus sobrinos, que
eran alumnos de escuelas paganas, San Basilio señala la superioridad de las
Escrituras sobre los escritos de los gentiles, pero, más preocupado por la moral
que por una fe que considera indiscutible, invita a los jóvenes a separar de la
miel el veneno, y a frecuentar un patrimonio griego que admira sin disimulo.
Pueden así leer a Homero, a Hesiodo, Teognis, Platón, Solón, Eurípides, por­
que
La estética patrística 85
El fruto del alma es, primordialmente, la verdad; sin embargo, el revestirla
de sabiduría extema no deja de tener mérito, dando al fruto una especie de folla­
je y envoltura y un aspecto que no es feo en manera alguna (a p u d Quasten,
1985:236).

Esta actitud tendrá, como decíamos, una enorme influencia en la que ha­
bría de ser la postura de la Iglesia ante la literatura pagana.

Los velos del lenguaje


La labor exegética de San Basilio, que no es autor de ningún tratado de
interpretación sobre las Sagradas Escrituras, está estrechamente vinculada a su
generosa actividad pastoral. Se sabe, así, que, aunque con mayor mesura que
los dos Gregorios, «desplegó en ellas los recursos de la Segunda Sofística, la
metáfora, la comparación, la ecphrasis, las figuras gorgianas y el paralelismo,
como era moda en su tiempo» (Quasten, 1985: 238). Particular importancia
reviste para nosotros el grupo de las nueve homilías sobre el Hexaemeron, el
relato de los seis días de la Creación tal como se efectúa en el Génesis. Basilio
se pronuncia con claridad en defensa de la lectura histórico-literal de las Escri­
turas:
Conozco las leyes de la alegoría, aunque no por haberlas inventado yo
mismo, sino por haber tropezado con. ellas en obras de otros. Los que no admi-
; ten el sentido ordinario de las Escrituras, no llaman al a g u a a g u a , sino otra co­
sa. Interpretan una planta o un pez como se les ocurre. Explican la naturaleza de
los reptiles y de las fieras de forma que se ajuste a sus propias alegorías, como
los intérpretes de sueños que explican los fenómenos de los sueños como les
viene bien para sus propios intentos. Yo, en cambio, cuando oigo la palabra
h ie rb a , entiendo que quiere decir h ie rb a . Planta, pez, bestia salvaje, animal do­
méstico — yo tomo todas estas palabras en sentido literal, porque no me aver­
güenzo del Evangelio — (a p u d Quasten, 1985: 239).

A imagen y semejanza del Padre


Las homilías de San Basilio dibujan emocionadamente la majestad del
Creador en el escenario del cosmos. Resuenan los ecos de Platón y Posidonio
en la descripción de ima humanidad que, hecha a imagen de Dios, habría per­
dido, tras la Caída, su pureza prístina. Sólo en la contemplación y en el asce­
tismo riguroso, de las que San Basilio hizo su propia norma de conducta, en­
cuentra el hombre el camino para recuperar la transparencia y el fulgor del
Modelo sagrado. En el contexto de este ascetismo moral se inserta el desprecio
de la catarsis teatral, donde la desmesura de las emociones y la extremosidad de
la música estorban la templanza del alma, a cambio de la verdadera catarsis, la
que purifica el ánimo y se deja conducir por el dulce sosiego de los salmos. El
Espíritu Santo, que pensó en acompañar la dureza de los mensajes morales con
gg Edad Media

el agrado de la música, ha dispuesto también que, tal como pensaban Platón y


los estoicos, una verdadera corriente de sympatheia corra y se propague entre
las bellas melodías, las conductas hermosas y la pureza de las almas.
Esa misma concepción orgánica, fuertemente arraigada en la tradición
griega, informa las opiniones de San Basilio acerca del arte. Un Logos invisi­
ble ordena adecuadamente los fragmentos que se integran en un todo, ya sea
una estatua o el propio universo. El sentido último, sólo a Dios se le alcanza,
pero es dable al hombre el disfrute de la belleza visible que nace de la perfecta
conjunción de materia y forma, de la simetría de las partes y el brillo del con­
junto.
Una nueva emoción, que empieza a hacerse notar en el pensamiento de
Filón o de Plotino, hará vibrar la línea que se extiende desde San Basilio Mag­
no hasta la estética luminista y trascendental del Pseudo Dionisio: la proster-
nación reverente del contemplador cristiano ante una hermosura que, desde su
pequeñez, nos remonta hasta la hermosura infinita e inefable del Creador.

SAN GREGORIO DE NACIANZO (h. 330-390)

Gregorio nació en Arianzo, finca próxima a la ciudad de Nacianzo en la


que su padre, también llamado Gregorio, ejercía como obispo. La artífice de
su conversión habría sido su esposa Nonna, una cristiana ejemplar que habría
de ejercer sobre el hijo de ambos notable influencia. Gregorio estudio en la es­
cuela de retórica de Cesarea de Capadocia, en las escuelas catequéticas de Ce­
sarea de Palestina y Alejandría y, finalmente, en Atenas, donde intima con
Basilio. Regresa a casa poco después que su amigo, en el 357, y se hace bauti­
zar. Cautivado por la vida monástica que llevaba Basilio en la región del Iris,
responde sin embargo a la llamada de su padre, que, necesitado de ayuda, lo
hace ordenarse sacerdote contra su voluntad. En el Apologeticus de fuga
cuenta las razones que lo impulsaron a huir de la obligación sacerdotal para
reencontrarse con su amigo Basilio y cómo la llamada del deber lo inclino fi­
nalmente a hacerse cargo de la diócesis. Retirado de forma voluntaria de la la­
bor pastoral, se ve obligado a reanudarla para hacerse cargo de la Iglesia de
Constantinople y sus elocuentes discursos hacen que la minoría nicena se vea
incrementada. Tras la entrada triunfal de Teodosio en la capital en el 380, el
concilio ecuménico celebrado en la misma en el 381 le concede a Gregorio la
dignidad de obispo. Rechazado el cargo debido a las disensiones que se habían
despertado con respecto a su legitimidad, Gregorio se retira a Ananzo y muere
en el 390.
Su obra mayor son 45 Discursos que por su perfección formal pronto fue­
ron utilizados como modelo en las escuelas de retórica; de ellos son especial­
mente importantes los cinco discursos teológicos compuestos en Constanti-
La estética patrística 87

nopla, contra eunomianos y macedonianos, para defender la fe nicena en la


divinidad del Logos y del Espíritu Santo. En su retiro de Afianzo, Gregorio
compone irnos 400 poemas de asuntos diversos: dogmáticos, morales, históri­
cos y autobiográficos. Estos últimos, entre los que destaca el extenso De vita
sua, tendrán su correlato en la patrística occidental en las Confesiones de San
Agustín.
Particular importancia para la teoría literaria revisten las opiniones vertidas
en el poema titulado In suos versos, donde Gregorio declara explícitamente su
propósito de utilizar las bellas formas de la poesía para dar curso a sus ideas
religiosas. De entre sus cartas, de las que publicó una colección en vida, son
interesantes a efectos teológicos la 101 y 102, donde refuta la herejía de Apo­
linar; a efectos literarios, la 51 y 54, donde señala como requisitos del género
epistolar la brevedad, la claridad, la gracia, y la sencillez.
En su formación teológica, Gregorio Nacianceno es heredero de su amigo
y maestro Basilio, a quien no obstante rebasa de tal modo en la perfección de
su método y en la profundidad de sus conocimientos que fue apodado «el
Teólogo». A la importancia de su doctrina de la Trinidad se une la de su cris­
tologia. Gregorio sostuvo, contra Apolinar, la humanidad completa, en cuerpo
y alma, de Cristo, que se habría avenido a ser Uno compuesto de dos. El
concilio de Éfeso (431) adoptó un pasaje extenso de la carta 101, en la que se
defiende esta tesis, y el de Constantinopla (451) adoptó el texto íntegro.

Res / verba

Según anota Bruyne (1963: 119), Gregorio habría encontrado ocasión para
distinguir entre la palabra y el fondo en su respuesta a Juliano el Apóstata, que
había hecho notar la correlación entre la torpeza formal de las Escrituras y lo
«absurdo» de la fe cristiana. Con la pericia de un rétor, el Nacianceno argu­
menta que la lengua, las distintas lenguas, son instrumentos de relación social
comunes a todos los hombres, pero que, según la calidad de éstos, se aplican a
fines diversos. Tal como los rétores se distraen en sofismas sin sentido, que
nada aportan a la perfección moral del hombre, los poetas paganos han hecho
prosperar la forma para recubrir una enseñanza monstruosa. Un poeta se sirve
del verso para transmitir determinadas fábulas; pues bien, las fábulas paganas
son pródigas en aberraciones, mientras que las letras cristianas trasmiten be­
llos mensajes en formas igualmente hermosas. La sencillez y la verdad de las
Escrituras son muy superiores a las alambicadas formas que los gentiles eligen
para vestir sus mitos infames. Para el Nacianceno, que recuerda la modestia de
San Pablo, la contención es un valor que el poeta puede descubrir en su propio
ejercicio poético. Tomando la poesía como un juego que complace en primer
lugar al que lo inventa, es bueno que ese juego alcance la dignidad de la belle­
za formal y complazca a quien lo escuche, pero sin olvidar que la perfección
Edad Media
88
de la forma audible debe resonar en armonía con la nobleza del contenido.
Sólo así se alcanza la verdadera belleza, que complace e instruye a un tiempo.

De lo visible a lo invisible
La tesis del Nacianceno acerca de la resonancia entre forma y fondo se

» « « <*" Di0S- q u e r r ía s
m ^& icT s de Pitágoras y Demócrito, Platón y A réleteles‘j?
Pórtico y de Plotino, el virtuoso es invisiblemente hermoso gracias a las d
sk>nes°invisibles que toma para crear la armonía en su
la adecuación y del consenso, que hemos visto irse consolidando de Socrates a
Platón de Platón a Aristóteles y de ahí al estoicismo, se plantea de nuevo a la
luz de’un logos totalizante y una teleología orgánica, de una eutaxia, cuya sufi
tanto en e! nnivetso como en el £
Nacianceno, como San Basilio, hace hincapié entre lo
las formas sensibles y la hermosura magnifica, cedor
cunscribir en sus formas, inconcebible en sus designios ultimos, del Hacedor.

SAN GREGORIO DE NISA (335-385?)

Educado al cargo de San Basilio, su hermano mayor, Gregorio de Nisa fue


rétor y nhajo mLimonio antes de retirarse al monasterio del Ins, influido
probablemente por su amigo el Nacianceno. Obispo de Nisa en el 371 fue
P
, " l " X d T l o s ¿ a n o s y dcpnesto en el 376. Nombrado arzobispo
de Sebaste tras la muerte del emperador amano Valente, intervino en el co
^lio d e^n sto n tin o p la donde dio muestras de su extraordinario talento para
Aunque eclipsado por la obra del Pseudo Diomsto a
¿ I àpolcT ón del Niseno a la patristica se da en el terreno de la teologa,

míSr s escritos aunque de gran calado intelectual, no tienen la fluidez y


la gracia que tienen los de los otros dos grandes capadocios, y recurren con
ex cessa los vicios retóricos de su tiempo. La labor de recopilación de su
obra, iniciada por Jaeger, está lejos de haber sido la
diversos tratados dogmáticos en los que polemiza con as here¿
época numerosos discursos, sermones, cartas y panegíricos sobre marfi
_ L V santos es autor de la Catechesis, el primer ensayo de teología s
temática posterior al De principiis de Orígenes; profundamente influido
“ obra, sus escritos exegéticos beben también del gran alejandrino,
La estética patrística 89

y, a excepción de las dos obras que escribió a instancias de su hermano


Pedro, obispo de Sebaste, para completar el plan trazado por San Basilio
Magno en sus homilías sobre el Hexaemeron, sigue las pautas hermenéu­
ticas de éste.

Res / verba. Labilidad del horizonte hermenéutico


La ductilidad de los cauces que la exégesis bíblica había alcanzado es pal­
pable en la doble actitud que ostenta a este propósito Gregorio de Nisa. Escri­
tos probablemente a la muerte de su hermano mayor, De opificio hominis y la
Explicatio apologetica in Hexaemeron declaran expresamente su vocación li-
teralista. Hacia el final de esta última, el Niseno afirma con orgullo que no ha
sentido necesidad alguna de desviar la interpretación literal de los textos hacia
la alegoría. Su acendrado alegorismo, sin embargo, en el que pesan por igual
su admiración por Orígenes y su temperamento místico, es palpable en sus dos
ensayos sobre los salmos {In psalmorum inscriptiones), en sus ocho homilías
sobre el Eclesiastés, en las quince dedicadas al Cantar de los Cantares, en cu­
yo prefacio defiende no sólo el derecho sino la necesidad de ascender desde el
sentido histórico-literal hacia la más alta cumbre de una interpretación literal,
llámese a ésta tropología o alegoría (Quasten, 1985: 296). Prueba evidente de la
amplitud de los márgenes hermenéuticos es que, si Orígenes había interpreta­
do el Cantar como una alegoría de las nupcias entre Dios y la Iglesia, el Nise­
no prefiera interpretar en la esposa el alma humana.

Belleza y orden
En su comentario al Hexaemeron, sobre la pauta marcada por su herma­
no, Gregorio de Nisa entiende la creación como un fastuoso monumento de
armonía y orden regidos por una inteligencia soberana. Su interés en el pro­
ceso creador es, sin embargo, más intenso, como más intenso es su interés
en cifrar el orden universal en términos de espacio y tiempo, además de en
medida, número y peso, como proponía el Libro de la Sabiduría. El artista
logra imponer su modelo mental a la materia, para lo cual precisa conocer
un conjunto de técnicas cuya ejercitación en la práctica es mucho más im­
portante para el proceso creador que las abstracciones de la teoría. Así, des­
de su concepción en la mente del artista hasta su contemplación, el arte se
ostenta a sí mismo como fruto de la conciencia y es, de hecho, una apelación
a la conciencia. Si esto sucede en las creaciones humanas, ¿qué decir de la
Creación? Un supremo Artífice ha concebido las formas y los dinamismos.
Una armonía musical rige las relaciones del conjunto. Todo es hermoso por­
que es funcionalmente adecuado y, desde ese punto de vista, ontològicamen­
te bello. Belleza y bondad van inseparablemente asociadas. Y ¿qué decir,
aún más, de la Belleza del Creador?
90
Edad Media

Si toda la ordenada disposición del universo es una especie de armonía cu­


yo autor y artista es Dios..., y si el hombre mismo es un microcosmos, entonces
éste es una imitación de Aquel que plasmó el universo. Es natural, pues, que la
mente descubra en el microcosmos las mismas cosas que encuentra en el ma­
crocosmos... Toda la armonía que se observa en el universo se vuelve a encon­
trar en el microcosmos, es decir, en la naturaleza humana, en la proporción que
las partes guardan con el todo, en tanto en cuanto las partes pueden contener el
todo (In P sa lm o s I, c.3. A p u d Quasten, 1985: 326).

La aportación, más relevante del Niseno en este sentido consiste en atribuir


al hombre, eikon o imagen de Dios, no solo una semejanza con Él en lo que se
refiere a su parte racional, como ya habían anotado Clemente y Orígenes, sino
también en su virtud, en su areté. «La paideia de San Gregorio anota Jaeger
(1974: 137) — es el retomo del alma a Dios» y sus textos rectores son las Sa­
gradas Escrituras. Dios es ahora el pedagogo, como Homero lo había sido para
la cultura griega. El ascenso a la Belleza stima dispone, en la ascesis cristiana
de Nisa, de su propia propedéutica. No en vano San Gregorio de Nisa se refie­
re a Dios como «la Belleza arquetípica». El eros platónico del Simposio y la
idea del Niseno acerca de la educación de las almas hacia la restauración final,
o apocatástasis, guardan una estrecha relación.
De fuentes clásicas, y a través de las Sagradas Escrituras, va cuajándose un
pensamiento estético trascendental cristiano.

LA ESTÉTICA DEL PSEUDO DIONISIO O PSEUDO AREOPAGITA (h. 500)

A la larga atribución de las obras del que fue un neoplatónico cristiano del
siglo V, de nombre desconocido, a Dionisio Areopagita, obispo de Atenas que
vivió en el siglo i, debemos su paso a la historia con el nombre de Pseudo
Dionisio o Pseudo Areopagita. Probablemente redactadas entre los años 460 y
480, sus libros son citados por primera vez en el 532 (Bruyne, 1963: 244).
La obra del Pseudo Dionisio, el llamado Corpus Dyonisiacum, esta com­
puesta por diversos escritos de carácter teológico: una tetralogía que integran
Bosquejos teológicos, De divinis nominibus, Teologia simbólica y Mystica
theologia, un manojo de cartas al estilo platònico, y las obras De ecclesiasti
hierarchia y De coelesti hierarchia. La filosofía del Pseudo Dionisio, que tan
hondas repercusiones habría de tener en la estética medieval, acusa la in­
fluencia medular de Platón, en particular en lo que se refiere a la separación
entre belleza sensible e inteligible y en su consideración de la belleza sensible
como un grado inferior en la propedéutica del amor que lleva a esa belleza in­
teligible que reside en Dios. De Plotino procede su doctrina del emanantismo,
según la cual toda belleza sensible emana del modelo inteligible que es Dios:
La estética patrística 91

«A partir de lo bello, cada cosa es bella según su propia medida» {De divinis
nominibus IV, 7). De ambos, esa polarización de lo bello a lo trascendental
que, exacerbada, se destaca como el rasgo más eminente y original de su esté­
tica. De la tradición estoica, por fin, procede el sesgo moral que lo inspira a la
hora de conformar una obra presidida por la idea rectora de un Dios artista que
ha creado ía armonía incomparable del cosmos. El astro que simboliza la triple
armonía de la belleza, la verdad y la bondad, es el sol radiante, y a él le debe­
mos que toda belleza sea visible y que el tiempo sea divisible y, por lo tanto,
comunicable.

Una estética trascendental

Para el Pseudo Dionisio toda belleza emana de Dios y tiende hacia Él.
Como antes en el de Platón, en su sistema de pensamiento la belleza y el amor
son vías solidarias de proyección a lo divino y, como tales, corren insepara­
blemente unidos. Lo bello nos insta a amarlo y en ese amor a lo bello se hace
posible conquistar la iluminación. Esta escala platónica del amor, propugnada
en particular en las disputas del Symposio, no sólo presta asiento a la estética
del Pseudo Dionisio, sino que, como tendremos oportunidad de ver, se difun­
dirá con enorme fuerza a lo largo de la Edad Media. Conforme a la propedéu­
tica platónica, Dionisio distinguirá:

1. Una diferencia de rango ontològico entre la belleza y lo bello: mientras


la belleza participa de Dios, causa primera de la que es como una emana­
ción, lo Bello es Dios mismo en cuanto jerarquía superior de una belleza
que — desde una posición monista— es tenida por única y total, no some­
tida a límite ni a participación.
2. Derivación de lo anterior es que toda belleza creada apela al divino modelo
que la inspira y al mismo tiempo la transciende. Amar la belleza es enton­
ces disponerse a ascender hacia la cúspide de la belleza suma, hacia lo Be­
llo consustanciado con la luz de Dios.
3. La celebrada consigna prodesse et delectare adquiere en este contexto una
particular coherencia, ya que la belleza que nos deleita y que inspira nues­
tro amor, siendo en sí misma buena y cierta, instruye nuestro espíritu y lo
eleva.

Así pues, «todo cuanto es uno y bueno, armonioso y brillante, proviene de


lo bello-bueno; todas las formas preexisten en lo bello-bueno; todo cuanto
existe ansia con amor lo bello-bueno» (Bruyne, 1963: 249). Y lo bello-bueno,
que es Dios, desea amplificar su belleza en esos ecos, imágenes o reflejos en
que consiste la belleza de las criaturas. Como acusa Tatarkiewicz (1989: 32) a
propósito del Pseudo Dionisio:
Edad Media
92
Gracias a él, en el interior de la estética cristiana entró de lleno el más abs­
tracto de los conceptos de lo bello. Convirtió así una cualidad empírica en una
absoluta, realizando con ello otra transformación: lo bello concebido como ab­
soluto, la belleza se convirtió en perfección y potencia.
Todo proviene pues de la belleza, todo está en ella y todo se dirige hacia
ella. Lo bello es la norma y objetivo de todo ser, su modelo y su medida.
Esta fuerte dosis de hiperplatonismo fixe introducida por Pseudo Dionisio
en la estética cristiana. Y nunca antes había ocupado la belleza un puesto más
elevado y relevante.

Una estética de la luz


Para el Pseudo Dionisio, y en concordancia con la idea rectora de que la
belleza emana de Dios y a Él conduce, el artista debe pulir las imperfecciones
que aquejan a los modelos sensibles para intentar aproximarse, mediante una
renuncia metódica a lo superfluo, a la extrema perfección del modelo inteligi­
ble: . . ,
Lo Bello, para él como antes para Plotino, adquiere su antonomasia sim­
bólica en la luz radiante, de tal forma que la belleza puede definirse como con­
sonancia (concepción tradicional de la belleza como proporción, armonía o
consenso, que aparece de una forma casi incidental en el contexto diomsiano)
y claridad. La estética bajomedieval consagrará esta máxima diomsiana y la
elevará al rango de matriz estética: ordenación consensuada del conjunto y
luz, esto es, consonantia et claritas.
Resulta singular, en este contexto, el encuentro entre los planteamientos
dionisianos (cuyo emanantismo justificó la presencia de imágenes en los tem­
plos) y la descripción hecha por el historiador Procopio de la iglesia de Santa
Sofía de Constantinople Construida según la imagen mística del mundo, su
forma cúbica coronada por una semiesfera presenta un simbolismo polivalen­
te, pues no sólo representa la obra de Dios sino a Dios mismo: cada una de las
partes se integra de forma solidaria en el dinamismo de una armonía absoluta
y está bañada por la luz que recibe de la cúpula y que se expande como un mar
radiante que despierta en quien lo mira una respetuosa admiración.

El silencio y lo sublime
El Pseudo Dionisio, que acusa la influencia del ideal estoico y retórico de
la economía de recursos, admira la expresión austera de las Escrituras, y cree
que, cuanto mayor es nuestra elevación espiritual, más tenderemos hacia ese
sagrado laconismo de las verdades simples. En última instancia, y puestos ante
la belleza total de Dios, el silencio se impondría — tibi silentium laus— por­
que toda palabra se desata y es pertinente a propósito de las realidades com­
puestas, pero es incapaz e inútil, también irreverente, cuando se enfrenta a la
La estética patrística 93

irreductible simplicidad del espíritu, a la unicidad majestuosa del Inefable. Del


mismo modo, la luz esplendente de Dios se toma a nuestros ojos una tiniebla
inexpugnable. Resplandor que ciega, oscuridad que sobrecoge, silencio cuya
intensidad atemoriza, infinitud cuya dimensión espanta, son atributos por an­
tonomasia de la sublimidad de Dios.

Acerca de la interpretación
En la Teología mística, el Pseudo Dionisio aborda la trayectoria herme­
néutica que va de la letra a los simbolismos que esconde, desde los simboli­
zantes sensibles y el cortejo discursivo que están presentes no sólo en la Escri­
tura maneja sino también en el ritual de la liturgia, a los modelos inteligibles a
que apelan y que sólo son accesibles a los iniciados.
Efectivamente, Dios es revestido en ellas de aquellas formas y está dotado
de aquellas características que Él mismo confiere a sus criaturas: Dios es sol y
nube, fuego y agua, piedra y aire, tiene órganos y pasiones propios del hombre
y desempeña oficios igualmente humanos. Pues bien, como para el Pseudo
Dionisio el mundo entero es emanación de la divinidad, es lícito que se la de­
fina a través de aquello que participa de ella, pero siempre y cuando el abismo
que separa las imágenes sensibles de su modelo inteligible, lo mutable de lo
eterno, lo compuesto de lo simple, lo múltiple de lo único, se haga bien paten­
te. Ello dicho, el conocimiento simbólico es para el Pseudo Dionisio «una
síntesis de afirmación y negación» (Bruyne, 1963: 259). Afirmación y nega­
ción por parte de un alma huma que es a un tiempo sensible y espiritual, y que
está por lo tanto capacitada para discernir en qué sentido Dios es viento o roca,
siente cólera o amor, es alfarero o fundidor, y en qué sentido —y puesto que,
siendo inteligible, los trasciende— no lo es. Ante el lenguaje, por lo tanto, de­
bemos comportamos como el escultor ante la pieza que procede a desbastar
para construir su escultura: retirando de la multiplicidad sin número de las
imágenes metafóricas aquello que no conviene a la simplicidad de Dios.
Para descodificar las redes metafóricas que están presentes en la liturgia y
la Escritura, los devotos iniciados pueden situarse en tres puntos de vista de
calado progresivo: «legal y social, cuando siguen al pie de la letra el forma­
lismo jurídico; humanista y mediador, cuando alcanzan el sentido más profun­
do del simbolismo; “hipercósmico” y espiritual, en fin, cuando entienden y
exponen la verdad en su inmaterialidad desnuda, de modo puro y sin mezcla»
(Bruyne, 1963: 261).

Influencia del Pseudo Dionisio en la estética medieval


Las consecuencias de la radicalización en el Pseudo Dionisio de las con­
cepciones estéticas panteísticas que se habían difundido en los últimos siglos
de la Antigüedad, y su postulación de una teoría de la belleza fuertemente
Edad Media
94
teistica y trascendental, fueron enormes a lo largo de la Edad Media. No solo
se abismó la diferencia entre la belleza sensible y el modelo inteligible a que
propende, sino que, al hilo de esta idea, la belleza sensible pierde interés en si
misma para cobrarlo en cuanto símbolo de la Belleza trascendente. Entramos,
así, en el seno de una estética metafísica presidida por el viejo postulado de la
armonía, coronada y como transida por la idea de la luz. Orden y claridad,
consonantia et claritas, serán las ideas rectoras en múltiples ámbitos de la
creación artística, tanto plástica como verbal.

5. A lta p a t r ís t ic a e n O c c id e n t e

A lo largo del siglo iv el abismo abierto por la disgregación política del


Imperio se ahonda. La unidad de la Iglesia, Unam sanctam, se va resquebra­
jando y cada uno de los marcos engendra sus propios debates doctrinales. La
Iglesia Romana se latiniza paulatinamente, pero el foco de irradiación de la
especulación espiritual seguirá siendo de marco oriental hasta que la síntesis
agustiniana, escrita en latín, se imponga por su magnitud, su solidez y su vi­
gor. La decadencia de Roma la hace frágil ante las invasiones bárbaras, y la
ciudad aclamada como Eterna, que había prestado arterias a la difusión del
cristianismo, tiene que rendirse ante el acoso de los visigodos en el 410. Jeró­
nimo se ahoga en sollozos. Agustín tiene ocasión para componer De civitate
Dei. Disociada de un Imperio a la deriva, la Iglesia tiene ocasión de redefinir
su rumbo y aprestarse a una tarea ingente de evangelization. Esa tarea, consa­
grada la división política, va unida a una labor correlativa de traducción verifi­
cada en el interregno temporal en el que, todavía próximo el dominio del grie­
go, el latín asume naturalmente el relevo.
La importancia de este fenómeno de asimilación, difusión y exégesis es
tan definitiva como incalculable para la historia del pensamiento occidental.

SAN AMBROSIO DE MILÁN (h. 338-397)

Ambrosio de Milán nació en Tréveris, de familia aristocrática y cristiana.


Muerto su padre, se traslada con su familia a Roma, ciudad en la que estudia
retórica y ejerce luego la abogacía. Nombrado cónsul, pasa a residir en Milán
y, a la muerte del obispo amano Auxencio, interviene como conciliador entre
católicos y amaños, por quienes es unánimemente aclamado como obispo.
Una vez consagrado, Ambrosio lega cuanto posee y. se entrega al estudio de la
Biblia, de los Padres griegos y de autores hebreos y paganos como Filón y
Plotino. Se destacó por su actividad antiarriana y por lo intenso y fecundo de
su labor pastoral.
La estética patrística 95

Entre su obra exegética destacan sus comentarios al Hexaemeron y a nu­


merosos textos del Antiguo Testamento, siguiendo las pautas de Filón y Orí­
genes, obras dogmáticas de confutación del arrianismo, y buen número de
sermones, discursos, cartas e himnos compuestos al hilo de la vida pastoral y
en los que quedan patentes su ideal ascético y su cálida humanidad.

Res / verba. Hermenéutica e ideal retórico


La obra exegética de San Ambrosio, heredera de la de Filón y Orígenes,
postula para los textos sagrados un triple sentido: literal, moral y místico-
alegórico. Su obra exegética circula de uno a otro buscando en los distintos
sentidos confirmación y resonancia. A la profundidad del mensaje cristiano no
la acompaña la excelencia de la forma, si por ello entendemos «lo que los
gramáticos consideran admirable» (Bruyne, 1963: 163). Las Sagradas Escritu­
ras son, sin embargo, honestas en cuanto al fondo, y esa honestidad, como su­
cede también en la retórica y en las distintas artes, se traduce en una apariencia
sencilla y en una tranquila dignidad.
Ambrosio sigue los pasos de la estética estoica de la adecuación, y nombra
con preferencia a Panecio, Posidonio y Cicerón. Del mismo modo que nuestro
cuerpo es funcionalmente adecuado — decorum— y hermoso — honestum—,
también las artes plásticas, los discursos o las músicas pueden serlo: su ade­
cuación es tanto como su belleza y su belleza estriba en su adecuación. La
contención debe regular la tendencia a la exuberancia —formositas -— porque
lo que resulta innecesario es superfluo y estorba el ideal ambrosiano de per­
fección. Tal como recomiendan Cicerón y Quintiliano, el estilo debe respetar
los imperativos del fondo y caracterizarse por su economía y su limpidez.

La armonía musical del mundo


Ambrosio sigue estrechamente a los Padres griegos en su cristianización
de la estética pitagórica y de sus repercusiones en el estoicismo. Sus comenta­
rios del Hexaemeron reproducen los lugares comunes de San Basilio en la
obra homónima, pero la personal impronta de una romanidad más terrestre y
existencial resuena en él, junto con el temple alegórico y el ideal estoico que
informa su moralidad. La naturaleza es un complejo signo que esconde en sí
una pauta ética que Ambrosio se apresta a descodifícar: la ondulación de las
aguas, la hermosura y vitalidad de los campos, las costumbres de los animales,
son para él ocasión de analogías continuas y de continua enseñanza moral. La
parte es análoga al todo, la cabeza reposa sobre los hombros como el cielo re­
posa sobre la tierra, los ojos alumbran la mente como el sol alumbra el firma­
mento. .. Una rigurosa armonía rige las formas y las relaciones. La armonía de
los salmos estimula la armonía de las almas y un riguroso módulo matemático
gobierna el conjunto de la creación.
96 Edad Media

SAN AGUSTÍN (354-430)

Aurelio Agustín nació en el año 354 en Tagaste, aldea de la Numidia en la


provincia romana del África Proconsular, y fue hijo de Patricio, un pagano
tardíamente convertido al cristianismo, y de la piadosa Monica. La historia de
su vida la narra en las Confesiones9, modelo de autobiografía interior de un
hombre arrepentido. Su interés documental es enorme y los datos que aporta
pueden complementarse con la lectura de la Vida de San Agustín, compuesta
por Posidio a partir de sus recuerdos personales y de las fuentes consultadas en
la biblioteca de Hipona.
La educación que recibe Agustín era habitual para la época en familias con
ciertas posibilidades económicas: de los 7 a los 12 años aprende a leer, escribir
y contar; de los 12 a los 16 dispone de una maestro de gramática con quien
analiza textos de poetas e historiadores latinos; de los 16 a los 20, estudia re­
tórica y filosofía. Es en este tercer período cuando Agustín incurre en los de­
sórdenes morales de que habla en las Confesiones (convive con una mujer que
le dará un hijo, Adeodato) y cuando, al tiempo que toma contacto con las Sa­
gradas Escrituras — a las que, debido a su imperfección formal, no da apre­
cio—, se adhiere a la religión maniqueísta, que practicará, entre continuas
vacilaciones, hasta los veintiocho años. De aquellos mismos años data su lec­
tura apasionada del Hortensius, de Cicerón, que instiga en él el amor a la sabi­
duría. En esa búsqueda, la religión de Manes le ofrecía presupuestos metodo­
lógicos atractivos y en apariencia solventes: racionalismo, materialismo y
dualismo, que, al no producir en Agustín los frutos esperados, habrían de em­
pujarlo, de forma igualmente temporal, hacia el escepticismo. A los 22 años es
profesor de retórica en Cartago y a los 29 en Milán, ciudad en la que se con­
mueve ante el ejemplo de Simpliciano y del obispo Ambrosio. Y es entonces,
tal como relata en los libros VII y VIII de las Confesiones, cuando la lecturas
de los filósofos platónicos, que había frecuentado, empiezan a acomodarse a
una nueva comprensión de las Escrituras, que Agustín inicia con detenimiento
a través de los escritos del apóstol San Pablo. Así narra, emocionado, el instan­
te en que, tras escuchar de labios de Ponticiano el testimonio ejemplar de San
Antonio Abad, toma la decisión de convertirse al cristianismo:
N a d a d e c o m ilo n a s y b o rra c h e ra s; n a d a d e lu ju ria s y desen fren o s; n a d a d e
r iv a lid a d e s y en vidias. R e v e stio s m á s bien d e n u estro S e ñ o r J esu cristo , y n o o s
No quise leer más.
p r e o c u p é is d e la c a rn e p a r a sa tisfa c e r su s co n cu p iscen cia s.
Ni era necesario. Al instante, al terminar de leer la frase, se disiparon todas las
tinieblas de mis dudas como si se me hubiera inñmdido en el corazón una luz

9 C o n fessio = alabanza; la alabanza a Dios es, de hecho, el motivo que articula la obra.
La estética patrística 97

segura. (...) Así me convertiste, Señor. Ya no deseaba casarme ni abrigaba es­


peranza alguna en este mundo (C on fesion es, VIII).

Pese a que renuncia con dificultad al reclamo de los sentidos, el nuevo eje
de su vida estaba trazado. «Para que los jóvenes (...) no siguieran comprando
de [su] boca las armas para su locura» (Confesiones IX, II), Agustín abandona
la «cátedra de la mentira» (así llama ahora a sus clases de retórica) y se retira a
Casiciaco a prepararse para el bautismo. Allí escribe Contra académicos, De
beata vita, De ordine y Soliloquia. Y aunque, dice, «los libros que compuse
allí (...) atestiguan la clase de estudios que me ocupaban entonces, dedicados
desde luego a tu servicio, (...) respiraban aún, como si se tratara de una pausa,
el aire de vanidad propio de la escuela» (Confesiones X, IV). El rechazo de
Agustín contra el vaniloquio de los estrados es cada vez más patente. La len­
gua, en la que había experimentado como especialista los riesgos del sofisma y
la ductilidad, será para él, a partir de su bautismo, un instrumento en defensa
de la verdad cristiana. El sesgo platónico que la informa es bien patente: la
lengua que alaba a Dios y honra los preceptos de su Iglesia, penetra en los oí­
dos del hombre derritiendo la verdad en su corazón, porque es el propio Dios
quien informa este tipo de discursos infundiendo en ellos la luz de la verdad.
Finalmente, junto a su gran amigo Alipio y a su hijo Adeodato, Agustín
recibirá el bautismo en la Noche Pascual del 24 de abril del 387. En ese mismo
año muere su madre, no sin antes haber experimentado junto a su hijo el lla­
mado «éxtasis de Ostia»: Ménica y Agustín, asomados a la ventana, departen
acerca de la suprema sabiduría que, ajena a las tribulaciones y las precarieda­
des de los sentidos, habita en las regiones celestiales. Transportados por la
emoción, madre e hijo «dejan allí prendida la parte más noble de su alma», pe­
ro tienen que volver al «estrépito de los labios, donde comienza y termina la
palabra humana» (227). El antiguo retórico reflexiona a menudo sobre las de­
ficiencias del lenguaje, pobre instrumento balbuciente cuya única nobleza es
inspirada por Dios:
Porque ni siquiera puedo decir a los demás ima palabra buena si antes tú no
la hubieras oído de mí y tú no puedes oír algo bueno de mí si antes no me lo
hubieras dicho tú a mí (C on fesion es IX, II).

Después de residir un tiempo en Roma, Agustín regresa a su ciudad natal y


funda en su casa una especie de convento; en el 391 se desplaza a Hipona con
el propósito de abrir un monasterio. Allí se ordena sacerdote y en el 395 ó 396
es nombrado obispo de la ciudad. De su actividad episcopal, que fue ingente,
destaca su continua labor de refutación de la herejía y el haber intervenido de
forma sustancial en la solución del cisma donatista y de la controversia pela-
giana (Quasten, 1986: 414). Muere en el sitio de Hipona por los vándalos en el
año 430.
TEORÍA LITERARIA, II.- 4
98 Edad Media

Como obras finales y monumentales, compone, en este último período de


su vida, De Doctrina Christiana, las Confesiones y De civitate Dei, una espe­
cie de filosofía de la historia donde, como cristiano y como romano, explica su
visión sobre la decadencia y la ruina del Imperio.
Las doctrinas agustianianas fiieron conservadas por los agustinos ermita­
ños y en la Edad Media derivan pronto hacia la interpretación política al pro­
ducirse la identificación de la Iglesia con la ciudad de Dios, reino sobre los
reinos de la tierra. Es la base teórica de la idea altomedieval de un imperio de­
fendida por Carlomagno, y también sirve de apoyo para los decretalistas de los
siglos xra y xiv en los enfrentamientos entre la Iglesia y el Imperio. Las ideas
expuestas por San Agustín en La ciudad de Dios fiieron politizadas, ideologi-
zadas y transducidas a sentidos diversos, según convenía a sus intérpretes, y
utilizadas como criterios de autoridad. Actualmente se hacen las primeras
ediciones críticas de sus obras y se intenta recuperar su «verdadero» pensa­
miento. La mejor edición completa de sus obras sigue siendo la llamada de
San Mauro, o de los maurinos, en once tomos (Paris, 1679-1700). En español
utilizamos la edición bilingüe de la BAC.

El pensamiento agustiniano
El agustiniano es un pensamiento de coalescencia en el que se opera un
particular y sólido engarce entre las ideas antiguas (en particular el platonis­
mo, del que acepta lo que es conforme a doctrina y repulsa el error) y aquellas
que se van erigiendo en el contexto de la fe cristiana; su capacidad de asimi­
lación y transformación de una cultura ingente se aplica a un sincretismo
enormemente original, que tendrá amplias repercusiones en la filosofía y la
estética de la Edad Media. Como escribe Quasten (1963: 415), «en el ámbito
del cristianismo, Agustín dio vida a la primera gran síntesis de la filosofía, que
sigue siendo un momento esencial de la historia de Occidente».
Unía en sí este gran obispo la potencia creadora de Tertuliano, la vasta
inteligencia de Orígenes, con el profundo amor de Cipriano a la Iglesia, la
aguda dialéctica de Aristóteles, con el idealismo alado de Platón; el sentido
práctico de los latinos, con la inteligencia especulativa de los griegos. Por
esto es, sin duda, el más grande filósofo de la época patrística, y hasta se
puede afirmar que el más importante e influyente teólogo de toda la Iglesia.
Su obra encontró, ya en sus mismos días, entusiastas admiradores. (...) Lo
que fue Orígenes para la ciencia teológica de los siglos iii y iv, ha sido
Agustín, aunque de un modo más puro y eficaz, para toda la vida de la Igle­
sia universal a través de los siglos hasta nuestros días. Su influencia se ha
dejado sentir no sólo en la filosofía, teología, moral y mística, sino también
en la vida social, en la política eclesiástica, en el derecho civil; en una pala­
bra, fue el gran artífice de la cultura occidental del Medioevo (Altaner,
1962: 399-400).
La estética patrística 99

a) Filosofía

La filosofía agustiniana se adapta con facilidad al neoplatonismo de Ploti­


no y Porfirio por su cercanía a la doctrina cristiana. Su platonismo, sin embar­
go, corre parejo de su antiplatonismo, pues Agustín no acepta sin juicio las
verdades heredadas y las somete sin cesar a una meticulosa revisión que arroja
como balance una original filosofía cristiana.
Dos principios, el de participación y el de interioridad, están en la base
del pensamiento agustiniano. Según el primero, San Agustín afirma que úni­
camente el Ser de Dios es por esencia eterno e inmutable, siendo el ser del
hombre, que es finito y mudable, una mera participación. Según el segundo, y
dado que el hombre participa de Dios, que lo ha creado, debe volverse hacia sí
mismo para ser capaz de elevarse a la Verdad que mora en su interior.
El interés filosófico agustiniano se centra, pues, en la relación entre Dios y
el hombre. Dios es para él el internum aeternum que todos llevamos dentro a
la manera de una viva presencia interior, que, siendo a la vez remota, nos em­
puja en su búsqueda. La grandeza del hombre reside, pues, en que, siendo in­
digens Dei es también capax Dei, en que, siendo pecador, y puesto que es par­
tícipe de la grandeza divina, puede elevarse a su altura mediante la gracia.
Para San Agustín el hombre que se piensa se intuye a sí mismo como
existente, pensante y amante, tres aspectos cuyas cuestiones correlativas, la
cuestión del ser, la del conocer y la del amar, reciben solución a partir del
principio de participación. Dios es para él causa del ser, luz del conocer y
fuente del amor.
La solución agustiniana al problema del ser es la creación: Dios creó al
hombre de la nada y, así, el mal que lo aqueja no es nada en sí mismo sino de­
ficiencia o privación del Bien, nada extraño en quien ha sido creado de la más
radical carencia, esto es, de la nada misma, y en quien, si hay una parte de ser
participado, hay también una parte de no ser, precisamente aquella parte que
tiene que ver con su mutabilidad y con su finitud.
Estrechamente relacionada con la cuestión del ser y de la creación está la
solución al conocer, la iluminación. Para San Agustín, Dios, causa del ser, es
al propio tiempo luz del conocer. De Él únicamente procede la Verdad, que
nos ilumina con Su luz (iluminismo). En la línea de la metafísica de la luz con­
sagrada por Platón y el neoplatonismo, la luz divina infunde en nosotros las
verdades reveladas, de igual modo que la luz de la razón alumbra la inteligen­
cia de las verdades naturales y que la luz creada ilumina los cuerpos físicos. El
hombre aprende la ciencia del propio Dios, su maestro interior. La presencia
en el alma de la Verdad inmortal — no Verdad separada, como lo era para
Platón, sino Verdad participada— hace que sea capaz de remontar desde la
finitud de las apariencias mudables a la Verdad inmutable que es Dios.
100 Edad Media

... la naturaleza del alma intelectiva ha sido creada de suerte que, vinculada se­
gún un orden natural, por disposición del Creador, a las cosas inteligibles, las
contemple en su luz incorpórea especial, lo mismo que el ojo camal, al resplan­
dor de esta luz corporal, percibe las cosas que están a su alrededor, pues ha sido
creado para esta luz, y a ella se adapta por creación (D e T rin itate 12,15,24).

Al hilo de la pregunta por el conocer, es trascendental en la filosofía agus-


tiniana la conciliación de fe y razón. Puestos de relieve como dilema por la
filosofía maniquea, Agustín encuentra que racionalismo y fideísmo no deben
oponerse, sino que — crede ut intelligas— es necesario creer para entender.
La fe se pone de manifiesto primero, pues, antes de utilizar la razón hay que
aplicar la autoridad de la fe. Sin embargo, una vez que el raciocinio se pone en
funcionamiento — intellige ut credas— su asistencia se muestra necesaria pa­
ra fortalecer la fe:
A nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la au­
toridad y la razón. Y para mí es cosa ya cierta que no debo apartarme de la au­
toridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos
razonamientos — pues tal es mi condición, que impacientemente estoy desean­
do conocer la verdad, no sólo por fe, sino por comprensión de la inteligencia—,
confío entretanto hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con
nuestra revelación ( C o n tra a c a d é m ic o s 3,20,43).

Alejado de la práctica maniquea del «libre examen» de los textos bíblicos


(scriptura loquitur pro se ipsa), Agustín garantiza la Biblia a través de la au­
toridad de la Iglesia fundada por Cristo, cuya sólida tradición es garantía sufi­
ciente. Teniendo en cuenta los amplios márgenes que es obligado reconocer a
la práctica exegética, es la Iglesia, y no la Biblia, la que guarda a buen recaudo
las llaves de la revelación. Este es precisamente el punto que lo sitúa frente a
la doctrina aristotélica de la abstracción en la cristianización que de ella hará
Santo Tomás de Aquino. La fe como garante del conocimiento será el polo
opuesto al conocimiento por la razón humana, típicamente tomista. La doctri­
na de la iluminación de la razón por la fe — iluminismo— se opondrá a la
doctrina de la capacidad de la razón para realizar procesos de abstracción.
Finalmente, la solución agustiniana a la cuestión del hombre en tanto que
amante es la felicidad que, igual que el ser y el conocer, proviene de Dios.
Como para Platón, la búsqueda ordenada de la verdad lleva consigo la felici­
dad, y en esta búsqueda debe primar el recto dinamismo del amor. Es en este
contexto donde se inserta la sentencia agustiniana «Ama y haz lo que quieras».
La enorme influencia del de Hipona en la historia de la filosofía occiden­
tal ha hecho decir a Heidegger (1997: 23) que «la teología medieval descan­
sa sobre Agustín». Pero su influencia no se limita a la Edad Media. Su pen­
samiento persiste a través de las interpretaciones diversas que se le han
La estética patrística 101
dado, como la ontologista, según la cual nuestra razón intuye inmediatamen­
te las ideas en la mente de Dios, alcanzando así el conocimiento de la ver­
dad necesaria, inmutable y eterna; la concordista, formulada por Santo To­
más, según la cual la iluminación a que se refiere San Agustín es el
entendimiento agente, que, como todo lo creado participa de la luz increada,
la primera causa que todo lo conserva; la histórica, que interpreta, la ilumi­
nación como el camino contrario a la abstracción e intenta explicar lo supe­
rior por lo inferior, la copia por el modelo, y para la que, en último término,
la iluminación sería una especie de intuicionismo que llega a la belleza divi­
na partiendo de la sensible.

La estética agustiniana

Las ideas estéticas de San Agustín suponen la fusión de ciertas concepcio­


nes del mundo antiguo con el nuevo ideario cristiano, elementos de proceden­
cia diversa que, a través de su obra, se difundirán reunidos en la Edad Media.
Tres son, en particular, las fuentes que influirán en las concepciones estéticas
del Santo: Cicerón, modelo retórico por antonomasia de la Antigüedad latina,
la tradición estoica y el neoplatonismo de Plotino. Si para Platón la belleza del
mundo sensible es un reflejo de la Belleza inteligible, de la que está separada,
para San Agustín la belleza del mundo, hecho a imagen de Dios, es belleza
que participa de la Belleza infinita del Creador.
Esta tesis tiene una enorme importancia para fundamentar una nueva esté­
tica, que, siendo, como decimos, de orientación platónica, toma partido y se
especifica al no considerar las Ideas como algo independiente, sino como parte
del Ser inmutable al que el hombre interior tiene acceso por participación. En
este contexto, la belleza sensible es el destello de la belleza imperecedera de
Dios, pero, tal como la tradición aconseja, debemos distinguir en lo posible
cuándo las cosas hermosas atraen nuestra sensibilidad hacia un disfrute con­
cupiscente y cuándo resultan provechosas porque, sin llamar la atención sobre
sí mismas, son belleza que acompaña a la verdad de Dios.
San Agustín fue autor de un tratado sobre la belleza del que sólo conser­
vamos el título, De pulchro et apto — muy en la línea de la estética de la ade­
cuación que habíamos visto fraguar en la filosofía socrática-—, de la mono­
grafía De musica y de varias obras en las que, aunque de forma incidental, se
alude también a cuestiones que tienen que ver con la belleza. Al período pre­
vio a su bautismo pertenecen, como hemos dicho, De ordine y Soliloquia-, al
período posterior, de sesgo abiertamente teocéntrico, De vera religione, De li­
bero arbitrio y, sobre todo, De doctrina Christiana, Confessiones y De civitate
Dei. Es en estas últimas obras donde se encuentran recogidas la mayor parte
de las ideas estéticas del santo. Su influencia, junto a la de Santo Tomás, ha
desempeñado un papel auténticamente rector en la recepción de la cultura an-
102 Edad Media

ligua y en el decantamiento que sus respectivos intérpretes han hecho hacia


Platón y Aristóteles respectivamente.

La inspiración divina en relación con la inerrancia de los textos canónicos


Dios, en cualquiera de las tres Personas, habla por medio de los hombres.
Cristo habló primero por medio de los profetas, después de viva voz, y, final­
mente, a través de los Apóstoles. La autoridad de la Biblia, en cuanto es ema­
nación de Dios mismo, es, así, inatacable. Su inerrancia, que el santo defendió
contra los maniqueos, se deriva directamente de lo anterior. Fuertemente tra-
dicionalista, para San Agustín los libros inspirados son también los canónicos,
aquellos cuya autoridad ha sido sancionada desde el principio y no puede de­
jarse, como pretendían los maniqueos, al arbitrio de la sanción particular.
En la tópica del iluminismo, las Escrituras son para el hiponense igual que
lámparas encendidas en la noche. Pero, de todos modos — cuestión que San
Agustín comenta con frecuencia, no sólo a propósito del emisor, sino también
de la eventual ortodoxia de las interpretaciones—, quien recibe la inspiración
o revelación divina, aunque inspiratus a Deo, es tamen homo, lo que explica,
por ejemplo, las distintas versiones que tenemos de la vida de Cristo a través
de los evangelistas. Las dificultades que la conciliación de estas dos opiniones
entraña ha hecho a H. Clausens {apud Martín, 1969: 24) decir «que San Agus­
tín presenta ambos aspectos del concepto de inspiración con tan alto relieve,
que sería preferible hablar de una contradicción».

La preeminencia del fondo sobre la forma


En cuanto a la tradicional dualidad res/verba, la teoría literaria patrística se
muestra coherente al defender la prevalencia del fondo sobre aquellas cobertu­
ras lingüísticas que pudieran distraerlo a la comprensión. En De catechizandis
rudibus liber I sostiene Agustín que «se ha de anteponer el contenido a las
palabras, como el alma al cuerpo». Teniendo, pues, como guía el limpio afán
de transmitir la verdad, los descuidos formales son perfectamente disculpa­
bles, porque, como el teólogo reconoce en Enarrationes in Psalmos, «prefiero
ser criticado por los grammatici a no hacerme entender por el pueblo». A lo
largo de su producción es observable, de hecho, la evolución del antiguo
maestro de retórica, compositor meticuloso influido por la exuberancia formal
de los modelos paganos, hacia el transmisor austero que, inspirado en las Es­
crituras y en los escritores eclesiásticos, habría de contribuir, de forma defini­
tiva, a la configuración del latín cristiano (Quasten, 1963:417).
La idea de la adecuación de la forma al fondo y, sobre todo, la presencia
rectora de un horizonte de recepción quedan plasmadas en la versatilidad del
santo a la hora de adecuar tanto los registros lexicales como la composición de
las frases al tema y propósito de cada una de sus obras.
La estética patrística 103
Además de los principios generales de la belleza y de los temas referentes
a las formas bellas, interesaron a San Agustín la veracidad poética y la calidad
moral del poema. El problema ya había sido planteado por Gorgias y los sofis­
tas en general. El arte crea personajes de ficción que se mueven en un mundo
de apariencia objetiva y provoca ilusiones por las que el hombre se deja arras­
trar y, por ello, Platón condena a los poetas y a los pintores, porque exaltan los
ánimos con falsedades, mentiras e ilusiones. San Agustín, en De ordine, llama
a los poemas rationabilia mendacia (ficciones razonables), y en los Soliloquia
hace ima distinción entre fallax y mendax, como engaño que busca efectos se­
rios y engaño que busca sólo el placer. A este propósito plantea la paradoja de
la pintura y su carácter ilusionista: la pintura es más verdadera cuando es más
falsa: el retrato de un hombre real es más pintura cuanto más se aleja de su
modelo, en cuanto produce mayor ilusión.
Sobre la realidad del arte literario, hay una distinción que arranca de los
gramáticos latinos después de la República, según la cual hay una historia que
relata acontecimientos reales, una fábula que crea ficciones de seres imposi­
bles y un argumento que presenta hechos imaginarios aunque posibles. La
distinción fue mantenida por los Padres de la Iglesia, entre ellos San Agustín^
y la recogerá la Edad Media.

Acerca de la interpretación

En De doctrina Christiana afronta San Agustín la tarea de explicar «las co­


sas que se han de entender» en la interpretación de las Escrituras (libros I-III)
y (libro IV) «el modo de exponer las ya entendidas» (De doctrina Christiana
IV, 1 ,1). Se trata, pues, de un verdadero manual de práctica hermenéutica y de
un verdadero manual de retórica cristiana cuya importancia resulta capital en
la historia de la retórica porque en sus páginas se produce la coalescencia entre
los que habían sido los moldes del ars rhetorica clásica y los nuevos linca­
mientos a que la somete el interés por el mensaje cristiano.
Según la teoría hermenéutica agustiniana, mientras muchos pasajes de las
Escrituras son fácilmente accesibles a nuestro entendimiento, la misma Provi­
dencia ha previsto rodear determinados otros con una «espesa niebla» (De
doctrina Christiana II, 6). La dificultad que entraña el resolver el sentido de
estos últimos es ocasión para el cristiano de un doble beneficio, ya que si, por
un lado, se insta al intérprete perezoso «para quebrantar la soberbia con el tra­
bajo y para apartar el desdén del entendimiento», se le ofrece como recompen­
sa el placer que produce el desvelar lo que ocultan las semejanzas, «pues nadie
duda que se conoce cualquier cosa con más gusto por semejanzas». Así «el
Espíritu Santo magnífica y saludablemente ordenó de tal modo las Santas Es­
crituras, que por los lugares claros satisfizo nuestra hambre, y por los oscuros
nos desvaneció el fastidio». Ahora bien, es precisamente en los pasajes oscu­
104 Edad Media

ros donde surge el problema de la interpretación, y, en estrecha relación con


él, el de la autentificación del sentido. A este propósito, San Agustín arguye
que en los párrafos claros de las Escrituras se encuentran contenidos suficien­
tes, y suficientemente diáfanos, como para poder desentrañar a su luz los pá­
rrafos oscuros, y, a mayor abundamiento, en el capítulo X del Libro II de De
doctrina Christiana intercala una auténtica teoría de los signos, cuyo único fin
es la pregunta por la ambigüedad y el intento de restablecer un sentido recto
para las locuciones oscuras.

Teoría de los signos y crítica textual en el contexto de la hermenéutica agus-


tiniana
Dado el interés que la guía, la teoría agustiniana de los signos y su inter­
pretación, abordada con detalle en los Libros II y III de De doctrina Christiana
es, en sí misma, una auténtica propedéutica de ,1a interpretación. La nostalgia
por Tina monosemia original — el sentido en su virginidad primera, el que el
autor ha querido conferir al texto— es patente en los escritos del santo. Así,
en De doctrina Christiana 1,46,41, dice: «Todo el que entiende en las Escritu­
ras otra cosa distinta a la que entendió el escritor se engaña, sin mentir ellas».
¿Cómo arbitrar nuestras estrategias de intérpretes hasta alcanzar el que, de
forma inequívoca, ha de ser el sentido original? La hermenéutica agustiniana,
a pesar de abrir fuego con extremada sutileza en cuestiones que darían lugar a
arduos debates a través de los siglos, es tan pródiga en hallazgos como en in­
decisiones.
Para San Agustín «El signo es toda cosa que, además de la fisonomía que
en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga al pensamiento
otra cosa distinta» {De doctrina Christiana II, I, 1). Distingue a continuación
entre signos naturales.— «aquellos que, sin elección ni deseo alguno, hacen
que se conozca mediante ellos otra cosa fuera de lo que en sí son. El humo es
señal de fuego, sin que él quiera significarlo»— y signos instituidos por los
hombres.
Entre los signos instituidos por los hombres (y que, en su grado más rudi­
mentario, comparten con los animales), los hay que pertenecen a la vista, al
oído y, en grado muy inferior, a los demás sentidos, y están dirigidos a la
transmisión de emociones y pensamientos. El gallo canta cuando encuentra
alimento, el palomo reclama con su arrullo a la paloma; más sofisticados, sin
embargo, tanto los movimientos de las manos como las banderas militares o la
música, expresan sentidos. Sin embargo, «las palabras han logrado ser entre
los hombres los signos más principales para dar a conocer todos los pensa­
mientos del alma» {De doctrina Christiana II, III, 4), y su capacidad de comu­
nicación es tal que, mediante las palabras, se puede dar a entender todo otro
tipo de signos que no han sido producidos con palabras.
La estética patrística 105

Como las palabras pasan por el aire de forma fugaz, el hombre inventó las
letras, que son distintas para cada pueblo en castigo a su afán de dominio
(recuérdese la anécdota de la torre de Babel). De este modo, la divina Escritu­
ra, habiendo sido escrita en una sola lengua, ha sido difundida por la tierra en
multitud de lenguas, pero
Los que la leen no apetecen encontrar en ella más que el pensamiento y
voluntad de los que la escribieron, y de este modo llegar a conocer la voluntad
de Dios según la cual creemos que hablaron aquellos hombres (De doctrina
Christiana II, V, 6).

Ya hemos dicho que los pasajes claros de las Escrituras arrojan luz sobre
los que no son fácilmente accesibles a la inteipretación. Pero, si alguien, a pe­
sar de haber frecuentado los libros sagrados, no entiende determinados pasa­
jes, esto le sucede por dos causas: por desconocimiento de los signos que ve­
lan el sentido, y por ambigüedad.
San Agustín distingue dos tipos de signos verbales: propios y figurados.
Decimos que son propios «cuando se emplean a fin de denotar las cosas para
los que fueron instituidos»; así, cuando un latino dice «bovem» todos los que
comparten su lengua entienden que se refiere al «buey». Se dirá que los signos
son metafóricos o trasladados
cuando las mismas cosas que denominamos con sus propios nombres se toman
para significar alguna otra cosa; como si decimos bovem, buey, y por estas dos
sílabas entendemos el animal que suele llamarse con este nombre, pero aHfimfc
por aquel animal entendemos al predicador del Evangelio, conforme lo dio a
entender la Escritura según la interpretación del Apóstol que dice: No pongas
bozal al buey que trilla (De doctrina Christiana II, X, 15).

Contra la ignorancia de los signos propios, el remedio consiste én aprender


lenguas. Para conocer las divinas Escrituras se recomienda, además del latín,
la hebrea y la griega, así podrán confrontarse los términos en caso de duda.
Más próximo a la Verdad revelada, el texto hebreo goza de la máxima autori­
dad, seguido por los griegos. Los traductores del hebreo al griego pueden
contarse, pero no así los del griego al latín, cuya abundancia es motivo de con­
fusión. La confrontación de las distintas versiones es útil para restablecer «la
letra» original y contribuir así a que esa confusión se desvanezca. Teniendo en
cuenta que las versiones latinas están plagadas de incorrecciones, San Agustín
recomienda la Itala — versión nueva de la Vetas Latina—, como la más preci­
sa y clara. Del Antiguo Testamento recomienda la griega de los Setenta, pues
«tradujeron con tan singular asistencia del Espíritu Santo, que de tantos hom­
bres aparece solamente un decir» (De doctrina Christiana II, XV, 22). A ella
se debe acudir en caso de duda. Finalmente, los signos propios pueden ser
causa de ambigüedad cuando se puntúa o se pronuncia mal. Con todo:
106 Edad Media
Difícil y rarísimamente podrá hallarse ambigüedad en las palabras propias,
por lo que a los libros divinos se refiere, que no pueda resolverse, o por el con­
texto del discurso, que nos. manifiesta la intención del escritor, o por el cotejo
de los traductores, o por el examen de la lengua del texto original (De doctrina
Christiana III, IV, 8).

En cuanto a la inteipretación de los signos figurados, es preciso conocer


las lenguas originales — para poder así tener acceso a los sentidos de ciertos
nombres que tienen en ellas resonancias particulares (Adán, Eva, Abrahán,
Moisés...)—, y, en no menor medida, conocer las particularidades de las co­
sas (animales, piedras, hierbas...) que las Escrituras toman a menudo como
términos de comparaciones:
El conocimiento del carbúnculo que brilla en las tinieblas aclara muchos
pasajes obscuros de las Escrituras dondequiera que se pone como semejanza. El
desconocimiento del berilo o del diamante cierra muchas veces las puertas a to­
da inteligencia. No es por otro motivo fácil entender que la perpetua paz está
representada en la rama del olivo que llevó la paloma al regresar al arca, sino
porque sabemos que el suave contacto del aceite no se corrompe fácilmente por
otro líquido extraño y porque el mismo árbol perennemente está frondoso (De
doctrina Christiana II, XVI, 24).

Finalmente, con el deseo de poner orden en un terreno sumamente delica­


do, San Agustín nos ofrece una auténtica regla para distinguir las locuciones
propias de las figuradas.
Luego lo primero que se ha de explicar es el modo de conocer cuándo una
expresión es propia o figurada. La regla general es que todo cuanto en la divina
palabra no pueda referirse en un sentido propio a la bondad de las costumbres ni
a las verdades de la fe, hay que tomarlo en sentido figurado. La pureza de las
costumbres tiene por objeto el amor de Dios y del prójimo; y la verdad de la fe,
el conocimiento de Dios y del prójimo. (...) Si la locución es preceptiva, y
prohíbe la maldad o vicio, o la iniquidad o crimen, entonces la locución no es
figurada. Pero si aparenta mandar la maldad o la iniquidad, o prohibir la utili­
dad o beneficencia, en este caso es figurada. Dice el Señor: Si no comiereis la
carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.
Aquí parece mandarse una iniquidad o una maldad; luego es una locución figu­
rada por la que se nos recomienda la participación en la pasión del Señor, y se
nos amonesta que suave y útilmente retengamos a nuestra memoria que su car­
ne fiie llagada y crucificada por nosotros (De doctrina Christiana III, XVI, 24).

La vieja querella platónica acerca de la legitimidad moral de los hechos


atribuidos a las genealogías míticas, cuya lectura desde el punto de vista his­
tórico y literal se había vuelto insustentable, había encontrado en el alegoris-
mo estoico la coartada adecuada para la salvaguarda moral de la tradición pai-
La estética patrística 107
déutica. San Agustín, heredero de una gran saga de querellas hermenéuticas, y
presto a zanjar con eficacia esta cuestión en pro de la labor evangelizadora,
opera un corte preciso entre lo literal y lo figurado: donde la letra orienta hacia
la rectitud del amor a Dios y a las criaturas, la interpretación literal puede
sostenerse sin dificultades. Apenas algún rasgó de iniquidad amenaza hacer
tambalearse la ortodoxia moral cristiana, la apelación al sentido figurado viene
a preservar la coherencia del cristianismo como una pedagogía irrevocable­
mente sancionada por la legitimidad de sus textos. La hermenéutica, que tanto
preocupó a San Agustín, adquiere en De doctrina Christiana el carácter de una
verdadera y meticulosa propedéutica que debe conducir hacia la Verdad divi­
na. Ésta es, pues, la normativa hermenéutica agustiniana de uso general. Aho­
ra bien, San Agustín reconoce que la posibilidad de una determinación general
de las locuciones literales y figuradas no conjura el fantasma de la polisemia,
de tal forma que, dado un cierto nivel de pericia exegética, ni el sentido literal
— que puede resultar ambiguo— ni el figurado — de por sí oscuro— tienen
por qué ser únicos. San Agustín áfionta así el problema de la multiplicidad de
sentidos, y, a la hora de sostener y amplificar los que son atribuibles a deter­
minada locución o pasaje, la regla que propone es là misma, la búsqueda cui­
dadosa del sentido original a través del cotejo cuidadoso de las fiienies y la
puesta en resonancia del texto con otros que contribuyan a esclarecerlo.
Finalmente, la evolución de San Agustín discurre en el sentido de una pre­
ferencia cada vez mayor por las lecturas literales; si es posible mantenerse fiel
a ellas, nadie debe serles infideliter pertinax. La razón parece clara y es argüi­
da por el santo en contra de la profusión de alegorismos aberrantes — no sólo
el maniqueo, sino también el practicado por donatistas y pelagianos— que
amenazaban entorpecer el carácter del mensaje cristiano. Ante ese riesgo San
Agustín recomienda las interpretaciones pegadas a la letra, que, aunque, al ser
la letra ambigua, puedan resultar ser múltiples, le parecen con todo más segu­
ras.
Ésta apertura de la hermenéutica agustiniana es patente también a la hora
de valorar la especificidad de cada intérprete del mensaje divino y de sus par­
ticulares afecciones, y así, el santo de Hipona (cuya sutileza se demuestra a
cada paso extraordinaria) vuelve con este propósito a abrir las esclusas de la
hermenéutica, ya que
si alguno determinó guardar soltera a su doncella se esforzará en interpretar
como expresión figurada aquella por la que se dice: entrega a tu hija y ha­
rás una gran obra; luego entre las reglas para entender las Escrituras ha de
hallarse ésta: que sepamos que se mandan unas cosas a todos en general, y
otras a cada una de las clases de diferentes personas, a fin de que la medici­
na doctrinal no sólo se extienda al estado universal de la salud, sino también
a la enfermedad propia de Cada miembro {De doctrina Christiana III, XVIII,
26).
Edad Media
108
Como prueba última e irrefutable de la rectitud del sentido, y puesto
que la confrontación de versiones, así como la coherencia de la interpre­
tación verificada en el contexto en que se inscribe, pueden no ser recur­
sos suficientes, es frecuente que San Agustín, que lleva en sí las preven­
ciones hacia el lenguaje propias de quien ha sido rétor, apele al fin a esa
sanción interna que produce en el receptor todo discurso verdadero, y que
no es otra cosa que la visión espontánea a la Verdad eterna que se halla
oculta en el hombre interior. Una cadena de empatia parece tenderse des­
de el divino emisor, a través de su instrumento humano, hacia los intér­
pretes.
Se trata de tu Palabra, que es también el principio, y nos habla. Nos habla
físicamente en el Evangelio. Esta Palabra resonó exteriormente en los oídos de
los hombres para que creyeran en ella y la buscaran interiormente y la encontra­
ran en la vida eterna, en donde el maestro bueno y único enseña a todos sus
discípulos. Allí, Señor, oigo tu voz que me dice que nos habla quien nos enseña,
y quien no nos enseña, aunque nos hable, no nos habla a nosotros. ¿Y quién nos
enseña sino la verdad que permanece? Porque hasta las criaturas mudables
cuando nos reprenden, nos conducen a la verdad inmutable, en la que aprende­
mos de verdad cuando estamos ante el que nos enseña y le escuchamos y nos
alegramos mucho de oir la voz del esposo, para volver al lugar de donde proce­
demos (Confesiones XI, VIII).

Ideas sobre el teatro


La condena del teatro es un tópico patristico que alcanza su punto máximo
en Tertuliano, a quien se cita a menudo a este propósito. Esta crítica, que había
venido arraigando desde el Platón de la República, reviste en San Agustín
particular interés. Panecio de Rodas, filósofo estoico del siglo n a. de C., había
intentado salvaguardar tanto los dioses de las fábulas como los de los cultos
estatales y había establecido así una tricotomía en el seno de la teología, dis­
tinguiendo entre una teología mítica, una teología civil propia del culto ritual
de los distintos pueblos, y finalmente, una teología natural que sería patrimo­
nio de las almas nobles. Esta triple teología se hará clásica en la filosofía es­
toica posterior. Varrón, que fue discípulo de Panecio y a quien San Agustín
comenta profusa y elogiosamente en De civitate Dei, había execrado con fuer­
za la teología mítica — «la más acomodada al teatro» (De civitate Dei 6, 5)—,
pero no había tenido el valor de hacer lo mismo con la civil. San Agustín criti­
ca con dureza esta tricotomía y aboga por una sola teología natural que tuvo
por precursor a Platón, inventor de esta palabra.
Las fábulas de los poetas y el espectáculo teatral son, pues, lugares de di­
fusión de la teología mítica, teología que San Agustín execra, junto con la ci­
vil, para abogar por una única teología, la teología natural, cuyo precursor es
Platón y cuyo objeto es el conocimiento del único y verdadero Dios.
La estética patrística 109

En un ambiente generalizado de repulsa, las Confesiones condenan tam­


bién la exaltación de las pasiones por el teatro, pero van más allá de la mera
repetición del tópico platónico y se remiten a la propia experiencia agustinia-
na: San Agustín considera los espectáculos escénicos como una verdadera lo­
cura y una aberración del culto y explica que el atractivo de las emociones
trágicas deriva de que el hombre gusta del sufrimiento imaginario en las tra­
gedias, pero, en la vida real, rehúye el sufrimiento:
Me atraían enormemente los espectáculos teatrales, llenos de imágenes
de mis miserias y de los incentivos de mi pasión. ¿Por qué uno querrá sentir
allí dolor, cuando ve cosas tristes y trágicas, y, sin embargo, no querrá pade­
cer él mismo aquellas cosas? A pesar de todo, el espectador quiere sentir do­
lor con esas cosas y su dolor es un placer. ¿Qué es esto sino una incompren­
sible locura? Porque uno se conmueve tanto más con esas cosas cuando
menos libre se siente de tales efectos, aunque cuando se sufren suelen llamar­
se miseria y cuando se compadecen en otros, misericordia (San Agustín,
Confesiones II, 2).

En los dos primeros libros de De civitate Dei encontramos interesantes ob­


servaciones sobre el teatro griego y romano y sobre las actitudes sociales
frente a los espectáculos escénicos. Las leyes romanas que prohíben difamar a
los ciudadanos y que marginan a los actores están bien según San Agustín,
porque los temas del teatro son en general perversos y malintencionados, y, si
denigran a los hombres, son nefastos y merecen castigo y, si denigran a los
dioses, son impíos.
La mayoría de los temas que tratan los espectáculos escénicos son deni­
grantes para los dioses, y no se entiende que se considere al teatro como un
espectáculo religioso y sea solicitado por los dioses; esto sólo puede explicarse
pensando que los dioses paganos son espíritus malignos que se regodean con
sus bellaquerías, de otro modo no se entiende que se complazcan en algo que
los denigra.
A pesar de todo, San Agustín opina que el texto escrito de algunas
obras tiene un bello lenguaje y que pueden usarse en la educación de los
niños. En este sentido podemos decir que San Agustín fue el último de las
grandes figuras que de algún modo justifica las obras de teatro; los otros
Padres sólo destacan de forma fulminante su obscenidad.

Las artes plásticas


A propósito de la teoría agustiniana de los signos, hemos mencionado
que los distingue en relación con los sentidos cuya presencia reclaman a la
hora de ser interpretados. Los menos importantes son, tal como dicta la ex­
periencia, el olfato y el tacto. Mayor importancia revisten el oído (que reci-
110 Edad Media

be la letra y la música) y la vista (que es responsable de la recepción de las


formas y colores). Precisamente ellos son los sentidos comprometidos en la
percepción estética.
El San Agustín precristiano escribió un tratado dedicado a la belleza
plástica, De pulchro et apto, cuyas tesis es fácil suponer a la luz de la tradi­
ción que las inspira y en relación con sus posteriores comentarios en las
Confesiones. El sincretismo de elementos platónicos, estoicos y ciceronia­
nos, del Plotino de De lo bello, que situaba con precisión el lugar del arte en
el seno de una filosofía de corte trascendental, y de la estética metafísica
que iba cuajando de forma progresiva en la patrística anterior, es patente en
el de Hipona. Con razón habla (Tatarkiewicz, 1989: 52) de una edificación,
sobre sustratos estéticos temporales, de un ideario estético marcadamente
metafisico.
San Agustín sitúa la belleza en las formas, en la medida, en la simetría,
en resumen en la compositio', «siento que nada me causa mas placer que la
belleza, y en la belleza las formas, en las formas las medidas y en las medi­
das los números». Esta doctrina, que destaca la proporción, es de origen pi­
tagórico.
En las obras del santo abundan las alusiones a la belleza de las analogías y
de los números, de la igualdad y de la unidad.
Otra orientación en las doctrinas estéticas, que relaciona la belleza con la
honestas, es de origen aristotélico y es desarrollada por San Agustín en su
obra juvenil De pulchro et apto, dedicada, según su autor, a la belleza cor­
poral, no a la mental, donde dice «yo definía y distinguía lo hermoso, es
decir, lo que es conveniente por sí mismo: lo apto, es decir, lo que es con­
veniente acomodado a algo y lo corroboraba con los ejemplos corporales»
(Bruyne, 1888: 37).
Lo bello se identifica con lo que conviene, quod decet. Pero hay dos espe­
cies: la belleza de un todo que aparece directamente y en sí misma como con­
veniente y, consecuentemente, es algo que debe ser amado y apreciado por sí
mismo, y la belleza de una parte que no es bella ni apreciable más que en ra­
zón de su adherencia conveniente al todo.
Lo bello en general supone la armonía de las partes. Distingue San Agustín
el Bien {Bonum), que se divide en Honestum y Utile, y lo Bello {Decor), que
se divide en Pulchrum y Aptum. También distingue la Belleza inteligible y
la belleza sensible. La armonía sensible es la que somos capaces de percibir
sensorialmente. Todos estos conceptos {bonum, honestum, utile, decorum,
pulchrum y aptum) los toma de Cicerón, que en su obra De officiis los había
recogido de la tradición platónica, aristotélica y estoica, haciendo una síntesis
de doctrinas griegas.
La estética patrística 111

6. De B oecio a San Isidoro. L a transmisión del


LEGADO CLÁSICO A LA ED A D M EDIA.

La estética cristiana de Oriente y la de Occidente, más allá de las diferen­


cias marcadas por el espíritu especulativo griego frente al pragmatismo pro­
verbial del romano, tienen en sus inicios el aire de familia que imprime la
huella del legado clásico. Pero después de San Agustín, en cuyas teorías cris­
taliza y se desarrolla el legado filosófico y estético de la Antigüedad, las res­
pectivas posiciones de un lado y otro se distancian. Mientras Oriente pudo
conservar y desarrollar la cultura griega, tras la caída de Roma apenas perdu­
raron en Occidente algunos de sus vestigios. De este modo, las vicisitudes
históricas y sociales ocasionadas por las invasiones bárbaras, propiciaron el
ingreso de Occidente en la cultura propia de la Edad Media.
En un contexto de recesión cultural, el pensamiento estético de los epígo­
nos de San Agustín entre los ss. vi y vm hubo de limitarse a rescatar, en re­
copilaciones de carácter enciclopédico procedentes de fuentes muy diversas, el
legado de una tradición cultural que sobrevivía casi exclusivamente en las
bibliotecas de escuelas conventuales y episcopales. Por esta tarea de compila­
ción, más que por la aportación de ideas originales, destacan los escritos de
Boecio y de sus continuadores en los siglos vi y v i i , Casiodoro e Isidoro de
Sevilla. Ellos son los representantes más significativos de este período por el
que la estética de la Antigüedad transita hacia la Edad Media.

Boecio (480-524)

Anicio Manlio Severino Boecio nació en Roma, de la famosa familia


aristocrática de los Anicios. Estudió en Roma y Atenas y fue consejero de
Teodorico, cuyo reinado coincide con el breve florecimiento que conocen las
artes en Italia. Por su defensa del senador Albino fue encarcelado y ejecutado
en Pavía. De su proyecto de traducir todas las obras de Platón y Aristóteles
verificó sólo una pequeña parte, pero su traducción de algunos tratados de la
Lógica de Aristóteles dio a Occidente la ocasión de entregarse a ejercicios in­
telectuales que son los precedentes de la escolástica. Boecio mantiene vivas la
tradición estoica y cristiana, y en su obra De consolatione philosophiae, escri­
ta en la cárcel, se extasía ante la obra maestra del Gran Artífice y muestra la
pequeñez del hombre mortal ante la magnificencia del cosmos. Resuenan en
ella los ecos del platónico Timeo, oportunamente armonizados con la idea
agustiniana del Amor — fuerza impulsora de una naturaleza que ha sido con­
112 Edad Media

cebida según la simplicidad excelsa de las proporciones numéricas— y con la


moral estoica.
Boecio elabora una estética de poderosa influencia durante la Edad Media,
estética que, al aplicarse de forma específica a la teoría de la música, se adhie­
re a las tesis consagradas por la tradición pitagórica (la de la belleza entendida
como orden, proporción y armonía; la de la armonia entendida como consenso
entre las partes), desarrolladas a través de los sistemas de Ptolomeo y de Ni-
cómaco y recibidas a través de la síntesis agustiniana. La concepción del mun­
do, según declara Boecio en su Arithmetica, es de corte estético-matemático.
En De institutione musica sostiene Boecio, como San Agustín, que lo bello
reside en la relación consensuada entre las partes, pero, a diferencia de aquél,
defiende un concepto de la armonía más frontalmente neopitagórico, es decir,
no sólo cuantitativo sino también numérico. Del epigonismo pitagórico proce­
den también su valoración de la música como guía del ethos y su triple distin­
ción entre la música mundana — o armonía cósmica del Timeo platónico—, la
música humana — o resonancia armónica del hombre con el cosmos— y la
música instrumental. Únicamente esta última — en la que Boecio incluye la
poesía, concebida para ser recitada, y no leída— es susceptible de ser percibi­
da por el oído y producida por el hombre, que imita, por medio de instrumen­
tos o composiciones versificadas, la armonía de la naturaleza (I, 1: Patrología
latina 63, 1171-1172).
Boecio extrapola a la naturaleza y al resto de las artes las ideas rectoras del
consenso entre las partes y de la relación de proporción que rige sus relaciones
internas. Así, cuanto más sencilla sea la relación numérica que quepa estable­
cer entre las mismas, mayor será, para Boecio, la belleza del conjunto. La no­
ción de unidad, noción numérica integradora, preside los postulados de su es­
tética.
La psicología boeciana de la experiencia estética es, como señala Bruyne
(1963: 405), «expresamente platónica. Gustamos de la armonía en las formas
exteriores porque en lo interior de nuestra alma impera igualmente la armonía.
El experimentar esta afinidad natural es agradable, como es aborrecible sentir
la discordancia». Distinguiendo entre una armonía de la sensibilidad y otra del
entendimiento, Boecio aboga por un arte que complazca las exigencias de am­
bos. No ignora que la percepción sensual es menos penetrante que la intelec­
tual, pero al hacer de las dos acordes diferentes de la musica humana, disuel­
ve, así, la vieja polémica entre sensualistas y canonistas.
Con Boecio se inicia también la cuestión de los universales, que tanta tras­
cendencia habrá de adquirir a lo largo de la Edad Media. Según su «teoría de
la abstracción», con la palabra «hombre» no designamos una cosa particular,
pues, siendo particular, no podría predicarse de muchos. «Hombre», igual que
«piedra» o «estatua», son abstracciones verificadas por nuestro espíritu, que es
capaz de elevarse de lo corpóreo a lo incorpóreo y captar en las cosas su
La estética patrística 113

esencia o idea. Los conceptos universales — «hombre», «piedra», «estatua»—


apelan a esa esencia.

FLAVIO AURELIO CASIODORO (h . 480-575)

Empleado de la corte de Teodorico, Casiodoro pasa la mitad de su vida en­


redado en las cuestiones del Estado, tal como detalla en sus Variae epistolae, y
dedica la otra mitad a la vida religiosa y a la preservación de los conceptos so­
bre la belleza que, heredados de la tradición romana, declinaban sin remedio.
La estética de Casiodoro flexiona el pitagorismo boeciano hacia un perso­
nal psicologismo. En él están presentes los tópicos patrísticos del Sumo Artis­
ta, Creador de la obra magnífica que es el universo.
Para Casiodoro ars y areté (arte y virtud) están estrechamente relaciona­
dos, y, al predicar una estética virtuosa, debe haber hecho conscientes a sus
discípulos de la excelencia de sus armas. Efectivamente, como queda explícito
en su obra De artibus et disciplinis liberalium artium, dos son las artes princi­
pales según Casiodoro, y, no en vano, cada una de ellas preside uno de los dos
grandes bloques en que estaban divididas las artes: la gramática preside las
artes de la palabra (¡trivium: gramática, retórica y dialéctica) y la aritmética las
de las cosas (iquadrivium: aritmética, geometría, música y astronomía).
La gramática, arte de la elocuencia, enseña a componer bellamente en ver­
so o prosa, y tiene por maestros a los grandes autores. La retórica busca tam­
bién la disposición armónica de los pensamientos en su soporte verbal
(inventio, dispositio, elocutio) y en lo que atañe a su defensa mediante la vóz y
el gesto (pronuntiatio, actio). Definida como arte del bien hablar de las cosas
públicas, persigue una triple finalidad: instruir, conmover y complacer (ut do­
ceat, moveat, delectet). También la dialéctica, arte de las definiciones, aparece
para Casiodoro transida de belleza. Como Boecio, incluye la literatura en el
seno de la música. A las dos, concediéndoles el poder de purificar las pasiones
y las costumbres, las considera como guías del ethos.
La aritmética, arte de los números, se hace eco de las enseñanzas pa­
ganas cristianizadas por Boecio, y reconoce los números como principio
rector del mundo y a Dios como un matemático supremo. Toda belleza
sensible está para Casiodoro traspasada de la Belleza de Dios, y a es a Él
a quien debemos distinguir y a quien debemos aspirar cuando gozamos
de las cosas bellas. En ese contexto, la belleza física es trasunto de la be­
lleza del alma, y no sólo es posible detallar — en un plano formal— las
simetrías que el cuerpo humano ostenta, sino también — en un plano ale­
górico— ponerlas en relación con la armonía del universo: los dedos de
manos y pies recuerdan el decálogo, los cinco sentidos, las cinco habili­
dades del espíritu, etc. Las bellezas que se imponen al entendimiento y
114 Edad Media

los sentidos remiten, pues, para Casiodoro, a un mundo de bellezas ocul­


tas.

ISIDORO DE SEVILLA (5607-636)

De biografía oscura, Isidoro perteneció a una de las familias hispanorro-


manas que, llamadas «familias episcopales», acaparaban cargos en los obispa­
dos cercanos a su región. Isidoro se hace cargo de la sede de Sevilla a la
muerte de su hermano Leandro, quien se había ocupado de su educación inte­
lectual y moral mientras ocupaba la silla hispalense. En la escuela episcopal
adquiere Isidoro su devoción por Agustín y Gregorio Magno, ejemplo este úl­
timo de la enorme actividad intelectual, monacal y política que él mismo desa­
rrollaría. Su actividad como obispo se inicia pasado el año 600. Colabora acti­
vamente con los monarcas godos de su tiempo. A Sisebuto habría de dedicar el
Libro del universo y una primera versión de las Etimologías. De su actividad
conciliar han quedado muchos testimonios, así como de su contribución a la
expansión monástica — de la que su Regla de monjes es buena prueba—■y de
su notable labor catequética.
Las obras de San Isidoro de Sevilla, fundamentalmente las Etimologías,
desempeñaron un papel crucial en la transmisión del legado cultural de la An­
tigüedad tardía al cristianismo de Occidente, Etimologías se presenta como un
vasto compendio enciclopédico en el que San Isidoro aplica la técnica de la
abreviación, un procedimiento escolar de vulgarización, practicado desde la
época helenística, que consiste en la reducción del saber a fórmulas concen­
tradas con Ja intención de que resulten más fácilmente memorizables. El pro­
ceso de abreviación se lleva a cabo tanto en la tarea previa de documentación
— cuando, a partir de la lectura o relectura de los textos antiguos resume o se­
lecciona pasajes que puedan ser utilizados posteriormente—, como en el mo­
mento de la redacción, en el que se funden y sintetizan materiales de muy di­
versa procedencia. De esta manera se explica la acumulación o yuxtaposición
de ideas que derivan de escuelas o doctrinas diferentes, la integración de citas
que no se ajustan a ninguna fuente conocida y la contaminación entre los tex­
tos que han servido de referencia. Pese a su escaso rigor científico, no pode­
mos olvidar que su programa pedagógico exigía, en el contexto de la época, la
refundición de materiales extractados de múltiples fuentes, entre las que no
faltan compendios escolares o noticias recibidas a través de lo que suele lla­
marse la «tradición difusa». El hecho fundamental de que el obispo considera­
se la cultura pagana digna de transmitirse e integrarse en el mundo cristiano es
ya una prueba inequívoca de su valioso y significativo papel en la transición
del mundo antiguo a la Edad Media.
Los libros primero y segundo de las Etimologías se refieren a la gramática,
la retórica y la dialéctica. En la gramática incluye la prosa y el verso, el estu­
La estética patrística 115

dio de las figuras literarias, los tropos y la métrica. El libro de retórica es un


breve compendio de la tradición clásica, cuyas nociones fundamentales proce­
den de Quintiliano y de los Topica de Cicerón, pero a partir de un resumen
anónimo bástante abreviado del texto original. La estructura general de la obra
explica que no encontremos en Etimologías un libro especialmente dedicado a
las ideas teórico-literarias, que se introducen de forma dispersa en los libros de
gramática y retórica, aunque sí incluye un capítulo Sobre los poetas en el Li­
bro VIII y dedica varios capítulos del XVIII al espectáculo teatral (XVIII, 42-51).
San Isidoro pone en relación el arte con el término griego areté (virtud) y
sostiene, en la más pura tradición platónico-aristotélica, que su objeto es lo
contingente, verosímil y opinable, y no lo universal y necesario, que es propio
de la ciencia. Arte y ciencia exigen, sin embargo, el conocimiento de determi­
nadas reglas y principios susceptibles de ser enseñados y aprendidos (Etimo­
logías 1 ,1). El arte difiere de la artesanía por ser una actividad libre, mientras
que esta última exige el trabajo manual (Differentiae, I, 8).
Respecto a la pintura, admite la tesis asociacionista, que, muy común
entre los Padres durante el período iconoclasta, defiende que la interven­
ción de la memoria (recordatio) es necesaria a la hora de interpretar las
percepciones de los sentidos: «Pintura es la imagen que representa la apa­
riencia de alguna cosa y que, al contemplarla, nos evoca su recuerdo»
(Etimologías, XIX, 16). Esta idea, que ya había sido esbozada en la teoría
platónica de la anamnesis, aunque el filósofo se refiere a la reminiscencia
de la Idea y no a la evocación de sus apariencias en el mundo sensible, está
directamente vinculada al principio aristotélico de mimesis, ya que el pla­
cer que produce la imitación procede del reconocimiento del modelo a par­
tir de la imagen imitada: «Por eso, en efecto, disfrutan viendo las imáge­
nes, pues sucede que, al contemplarlas, aprenden y deducen qué es cada
cosa, por ejemplo, que éste es aquél; pues, si uno no ha visto antes al retra­
tado, no producirá placer como imitación, sino por la ejecución, o por el
color o por alguna causa semejante» (Poética, 4, 15-19). Relaciona el tér­
mino pictura con fictura (ficción), pues se trata de una imagen ficticia, no
auténtica. De aquí que se denomine también fucata (simulacro), es decir,
pintada de un color ficticio, al que no hay que dar crédito, pues no es la
verdad. Por eso hay algunas pinturas que, en su afán de representar la rea­
lidad auténtica, abusan del color y, sobrepasando la realidad misma, con­
ducen a la mentira. Es el caso de los que pintan a la Quimera con tres cabe­
zas, o a la Escila con figura humana en su parte superior, mientras la
inferior aparece ceñida cón cabezas de perro (Etimologías, XIX, 16). Como
puede advertirse, Isidoro distingue entre la ficción «realista», que mimetiza
lo que existe de hecho o podría existir en la naturaleza, y la que, como en
el caso de la Quimera o la Escila, crea formas que no tienen ni podrían te­
ner correspondencia en el mundo real.
116 Edad Media

En la poesía incluye indistintamente las creaciones en verso o en prosa: es


poeta el que compone versos o fábulas. Con el término fábula San Isidoro se
refiere tanto a las fábulas de animales como a los mitos y comedias y, en gene­
ral, a todo lo que es «fabuloso» o imposible (lo que no ha ocurrido, ni puede
ocurrir, porque es contrario a las leyes de la naturaleza). La historia, en cam­
bio, es la narración de hechos efectivamente acontecidos (Etimologías, I, 40-
41); entre ambas introduce la categoría intermedia de los argumenta, término
que en la retórica clásica hace referencia a las «demostraciones artísticas», un
tipo de probatio en la que el orador introduce argumentos de su invención, es
decir, ficciones perfectamente creíbles o verosímiles, relatos de hechos posi­
bles aunque no hayan acaecido realmente. Todo parece indicar que la distin­
ción entre poesía e historia enlaza en la obra del santo con la tradición aristo­
télica que sostiene que el objeto de la mimesis poética no es lo real, lo que en
efecto ocurrió, sino lo verosímil (posible, en el caso de los argumenta, impo­
sible en el caso de \&fabula), mientras que el campo de la historia es el de los
hechos reales. Y efectivamente, en su apretada sinopsis Sobre los poetas, Isi­
doro niega a Lucano el título de poeta, «pues al parecer compuso una historia
y no un poema» (VIII, 7, 10), y señala como finalidad de la comedia satírica
«corregir los defectos de la mayoría, sin que ello les impida mencionar a cual­
quier malvado y reprender las lacras y malas costumbres de cualquiera» (VIII,
7, 7), es decir, censurar lo general o universal en lo particular. Sin embargo,
afirma que la tarea del poeta consiste en «presentar lo que realmente ha suce­
dido transformado bajo un nuevo ropaje merced a imágenes preciosistas y con
cierta elegancia» {ibid., 71 1), interpretación que recoge la conocida dualidad
res/verba y está lejos del concepto de unidad que vertebra la Poética de Aris­
tóteles.
La división de los géneros, probablemente tomada de Servio (Menéndez Pe-
layo, 1974,1, 313, nota 1), recoge las tres modalidades de dicción platónicas, pe­
ro de una forma puramente empírica se integra la lírica, y no el ditirambo, como
modalidad específica: «Los poetas tienen tres formas de expresarse: una, en que
únicamente es el poeta quien habla, como en las Geórgicas, de Virgilio; otra
dramática, en que nunca habla el poeta, como sucede en las comedias y en las
tragedias; y una tercera, de carácter mixto, como es la Eneida, en donde hablan
tanto el poeta como los personajes que intervienen.» (VIII, 7: 1982,1,711).
Posiblemente de los Prata de Suetonio tomó San Isidoro un curioso pasaje
acerca del origen semidivino de la poesía, destinada a las alabanzas a los dio­
ses y contemplada como una parte del culto primitivo; recoge aquí la tradición
platónica del furor divino y presenta a los líricos como vates «agitados por una
cierta fuerza y una especie de locura» (VIU, 7: 1982,1,709).
En los libros de las Sentencias aconseja a los cristianos que huyan de las
ficciones de los poetas, que deleitan por su belleza y elocuencia pero carecen
de la verdad y sabiduría que las Sagradas Escrituras encierrran bajo su tosca
La estética patrística 117

envoltura (111, 13), y en los capítulos del libro XVIII de Etimologías dedica­
dos a las representaciones teatrales perdura la acerba condena de los Padres
contra los espectáculos del paganismo (XVIII, 16, 42-52: 1982, 11, 405, 419-
42).
Su doctrina de la belleza, de clara filiación platónica, está tomada directa­
mente de San Agustín. Sostiene que «por la belleza de las criaturas ascende­
mos al conocimiento de la belleza del Creador, rastreando por lo corpóreo lo
incorpóreo, y por lo pequeño lo grande, y por lo visible lo invisible, aunque la
hermosura de las cosas creadas no tenga paridad con la de su Hacedor, sino
que pertenezca a una inferior y subordinada especie de bien» (I, 4). De las
Confesiones procede la distinción entre lo pulchrum y lo aptum; lo bello es
hermoso en sí mismo, mientra lo apto se define por relación a otra cosa dife­
rente (Sentencias, Y, VIII). También perdura en sus escritos el tópico luminis­
ta de la estética del último período de la Antigüedad: el cabello y los ojos son
bellos por su brillo; el mármol por su luminosidad; los metales por el esplen­
dor que extraen de la luz; el cielo entero es como un enorme «vaso cincelado
(caelatum) en el que, como adornos, están impresos los brillos de las estrellas
(... ), Distinguió Dios al cielo y lo llenó de radiantes luces, como son el sol y el
disco refulgente de la luna, adornólo además con los luminosos signos de los
resplandecientes astros» (Etimologías, XIV, 4).
TEXTOS PARA COMENTARIO

De este modo, Pigmalión, el chipriota, se enamoró de una estatua de mármol,


era la figura de Afrodita y estaba desnuda. Derrotado el chipriota por su figura, se
unió a la estatua, según cuenta Filostéfanos. Había otra Afrodita de mármol en Cni­
do era también bella; otro hombre se enamoró de ésta y se unió a la piedra. Lo narra
Posidipo, el primero en su libro S o b re C h ip re y el segundo en su libro S o b re C m d o .
¡Tanto pudo engañar el arte que llegó a ser el seductor de los hombres pasionales
hacia el abismo! „ , . .,
(San Clemente de Alejandria, P ro tr e p tic o IV, 57, í . )

Los caminos cortos de la salvación son las divinas Escrituras y un género de vida
prudente. Carecen de adomo, lejos de un sonido agradable, de originalidad y de adula­
ción. Pero levantan al hombre que se encuentra ahogado por la maldad, despreciando
una vida que se le escapa; por una única y misma palabra ofrecen muchos servicios.
Nos alejan del error fatal y nos empujan con claridad hacia la salvación que esta ante
nuestros ojos. , . , , TIT ,
(San Clemente de Alejandría, P r o tr e p tic o Vili, II, i.)

(...) así como nosotros, al hablar a niños pequeñitos, no desplegamos toda nues­
tra elocuencia en el decir, sino que acomodamos lo que decimos a la flaqueza de
nuestros oyentes y hacemos lo que nos parece conveniente para la conversión y co­
rrección de los niños como niños; así parece que el Verbo de Dios dispuso las Escri­
turas, atemperando lo que convenía decir a la capacidad y provecho de los oyentes.
(...) Así habla la Escritura, como si dijéramos, tomando carácter humano para bien
Textos para comentario 119

de los hombres. Nada, en efecto, hubieran sacado las muchedumbres de que Dios,
asumiendo el papel que a su majestad convenía, les hubiera dicho lo que a ellas tenía
que decir. Sin embargo, el que se consagre a explicar las divinas Escrituras, si sabe
contrastar lo que dicen espiritualmente con los que se llaman espirituales (1 Cor. 1,
13), hallará, por ellas mismas, el sentido de lo que dicen para los débiles y lo que
consignan para los inteligentes, que muchas veces se consigna en el mismo texto pa­
ra quien sabe leerlo.
(Orígenes, Contra Celso IV, 71.)

Las que ungen su piel con pomadas, colorean sus mejillas de rojo y untan de negro
sus ojos, pecan contra Dios. Seguramente a ellas les parece imperfecta la obra de Dios,
puesto que, a juzgar por sus propias personas, ellas condenan y censuran al Artífice de
todas las cosas.
(Tertuliano, De cultufeminarum 5, cfr. Quasten, 1984: 593.)

A nadie es dudoso que una doble tuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y
la razón. Y para mí es cosa ya cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo,
pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos razonamientos —pues tal
es mi condición, que impacientemente estoy deseando conocer la verdad, no sólo por
fe, sino por comprensión de la inteligencia, confío entretanto hallar entre los platónicos
la doctrina más conforme con nuestra revelación.
(San Agustín, Contra académicos III, 20, 43.)

Pero tú, Señor, medicina de mi alma, hazme ver con claridad la utilidad que hay en
qüe yo escriba esto. Yo creo que las confesiones de mis pecados pasados, que ya has
perdonado y olvidado para hacerme feliz viviendo para ti al cambiar mi alma con tu fe
y el sacramento del bautismo, cuando se leen y se oyen, excitan el corazón para que no
duerma en la desesperación diciendo: «No puedo»; sino que le despierte al amor de tu
misericordia y a la dulzura de tu gracia, que hace fuerte al débil, si es consciente de su
debilidad por medio de la gracia.
(Confesiones IX, III.)
120 Edad Media

De aquí también procedía y de este tan providentísimo amor a la patria se originaba


aquello que el mismo pontífice máximo, vuestro escogido (lo cual se debe repetir muchas
veces) como el mejor de todos por el Senado de aquel tiempo sin ninguna discrepancia,
consiguió que el Senado, que proyectaba la construcción de un teatro, se apease de este
proyecto y deseo. Y le persuadió con un discurso lleno de gravedad que no permitiese
que, sin sentirlo, se deslizaran en las viriles costumbres de su patria la molicie de Grecia,
ni consintieran la exótica superfluidad, corruptora y destructora de la virtud romana.
(San Agustín, La ciudad de Dios 1,31.)

Con todo, sabed los que no lo sabéis y advertid los que disimuláis no saberlo y
murmuráis del que os vino a librar de todos los déspotas. Los juegos escénicos, espec­
táculos de torpezas y libertinaje de vanidades, fueron instituidos en Roma, no por los
vicios de los hombres, sino por mandato de vuestros dioses (... ) Los dioses, para aca­
bar con la pestilencia de los cuerpos, mandaron que se les celebrasen los juegos escéni­
cos. Vuestro pontífice, en cambio, para salvaguardar la pestilencia de las almas, prohi­
bió que se construyese la escena (... ) Y no por esto la epidemia corporal cesó, porque
en un pueblo guerrero avezado antes no más que a los juegos circenses, se introdujo la
lasciva locura de las representaciones teatrales.
(San Agustín, La ciudad de Dios 1,32.)

¿Qué error y, más que error, qué furor es éste tan grande, que, al paso que lloraban
vuestra destrucción, según oímos, las naciones orientales y, con públicas demostracio­
nes de llanto y de tristeza, las mayores ciudades que hay en los más remotos confines
de la tierra, vosotros anduvieseis en busca de teatros y en ellos entraseis y los abarrota­
seis y cometierais mayores desvarios que antes?
(San Agustín, La ciudad de Dios 1,33.)10

10

Lejos de nosotros pensar que un senador'del pueblo romano, poseído de la idea de


no permitir que se edificara un teatro en la patria de los hombres fuertes, quisiera que
Textos para comentario 121
su madre fuese reverenciada como diosa con tales ceremonias y dichos, que lastimarían
aun su dignidad de matrona!
(San Agustín, La ciudad de Dios II, 5.)

11

Lo que los romanos antiguos sintieron de esto nos lo dice Cicerón en los libros so­
bre la República donde Escipión, en acalorada disputa, dice: «Si el modo de vivir no lo
consintieran, en ningún tiempo podrían representar las comedias en los teatros sus tor­
pezas». Y los griegos más antiguos conservaron ciertamente alguna conveniencia en su
viciosa opinión, porque entre ellos, la ley permitía que la comedia refiriese nominati­
vamente lo que quisiese y de quien quisiese. Y como en los mismos libros dice el Afri­
cano: «¿A quién no hostigó? ¿A quién no vejó? ¿A quién perdonó? En buena hora las­
timó a los hombres plebeyos, ímprobos y sediciosos de la república, como Cleón,
Cleofonte e Hipérbolo». «Pasemos por esto, dice, aunque mejor fuera que a tales ciu­
dadanos los reprendiera el censor que el poeta. Pero ultrajar en verso y representar en
escena a Pericles, luego de haber gobernado muchos años su ciudad en paz y en guerra
con autoridad suma, no fue más decoroso, dijo, que si nuestro Plauto o nuestro Nevio
quisieran denigrar a Publio y a Cneo Scipión, o Cecilio a Marco Catón». Y añade des­
pués: «Al revés: nuestras doce tablas que tan pocas cosas sancionaron con pena capital,
pensaron que ésta debía establecerse contra el que cantare o compusiese versos que re­
dundasen en infamia o deslustre de otros (... ) a los romanos antiguos les desagradaba
que una persona viva fuera alabada o vituperada en escena. Mas, como dije, aunque
con más insolencia, pero también con mayor conveniencia, quisieron los griegos que
esto les fuera lícito en viendo que a sus dioses les eran aceptables y gratos los baldones,
en las fábulas escénicas, no sólo de los hombres, sino también de los mismos dioses,
bien fuesen creaciones de los poetas, bien se hiciera mención de ruindades reales, re­
presentándolas en los teatros.»
(San Agustín, La ciudad de Dios II, 9.)

12

A esta misma conveniencia se reduce el que juzgaran dignos de este no pequeño


honor de la ciudadanía a los autores y actores de estas farsas. Pues, como se refiere en
el susodicho libro sobre la República, Esquines Ateniense, varón elocuentísimo, des­
pués de haber representado tragedias en su mocedad, se encargó del gobierno de la re­
pública. Y hartas veces los atenienses enviaron a Aristodemo, tragediante también, co­
mo embajador al rey Filipo sobre negocios gravísimos de paz y de guerra. No les
parecía razonable, viendo que aquellas mismas artes y aquellos mismos juegos eran
aceptados por sus dioses, poner en la condición y número de los infames a quienes los
representaban. Esto hicieron los griegos torpemente, pero en absoluta congruencia con
sus dioses. No se atrevieron a eximir la vida de los ciudadanos de las mordaces lenguas
122 Edad Media

de los poetas y de los histriones, de quienes veían que la vida de los dioses, con su
aquiescencia y complacencia, era reprendida. A los mismos hombres que representaban
en los teatros esas obras, que habían conocido resultaban gratas a los dioses a quienes
servían, no los creyeron dignos de ser desdeñados en la ciudad, sino de ser honrados
grandemente.
(San Agustín, La ciudad de Dios II, 11.)

13

Pero respóndaseme: ¿Por qué razón congruente los hombres de teatro son repelidos
de todo honor y los juegos escénicos forman parte de los honores divinos? Por largo
tiempo, la virtud romana desconoció las artes del teatro (... ) Los griegos piensan que
hacen bien en honrar a los hombres de teatro, porque rinden culto a los dioses, que pi­
den juegos escénicos. Y los romanos, en cambio, no permiten que de la canalla his­
trionica padezca desdoro aun la tribu plebeya, cuanto menos la curia senatorial. En tal
desavenencia resuelve la cuestión este argumento: los griegos proponen: si se ha de dar
culto a tales dioses, sin duda han de ser honrados también tales hombres. Resumen los
romanos: es así que en modo alguno deben honrarse tales hombres. Y los cristianos
concluyen: luego en manera alguna se ha de dar culto a tales dioses.
(San Agustín, La ciudad de Dios II, 12.)

14

Fue mejor Platón, no dando lugar en su ciudad, bien morigerado, a los poetas...
(San Agustín, La ciudad de Dios II, 14.)

15

En las artes, ninguna vía conduce al alma de forma tan directa como el oído.
(Boecio, Patrología latina 63, c. 1169.)

16

Así pues, hay tres géneros que giran en tomo al arte de la música, uno se sirve de
instrumentos, otro compone poemas, un tercero juzga las obras instrumentales y poéti­
cas.
(Boecio, Patrología latina 63, c. 1196.)
C a p ít u l o II

LAS APORTACIONES DE LA ESCOLÁSTICA


AL PENSAMIENTO ESTÉTICO-LITERARIO

«Escolástico» designó en un principio al maestro que enseñaba las siete


artes liberales, llamadas así (liberal = libre) porque no estaban destinadas al
beneficio económico sino a la construcción del espíritu libre. El trivium (tres
vías), llamado así desde el s. ix, abarcaba las artes de la palabra — gramática,
retórica y dialéctica—; y el quadrivium (cuatro vías), al que dio nombre Boe­
cio, abarcaba las de las cosas — aritmética, geometría, música10 y astrono­
mía—. Su enseñanza se impartía en las escuelas catedralicias y monacales
fundadas por Carlomagno, y el término compartido de «artes», muy alejado de
la acepción moderna, hacía alusión a su estatuto común de «teorías» o
«doctrinas». Habiéndose amplificado él término «escolástico» para referirse a
los maestros en teología, acabó por designar a todo aquel que impartía ciencia
según una escuela.
La filosofía escolástica se caracteriza por la fusión de ciencia y fe bajo
la égida de Aristóteles. A pesar de que Platón no desaparece del pensa­
miento filosófico, la obra del Estagirita adquiere ahora una enorme prepon­
derancia al dotar a las diversas escuelas de un método — la lógica deducti­
va— y de un compendio de todas las ciencias. Florecida al calor de la
discusión entre profesores y alumnos, la escolástica adquiere tintes diver­
sos en las diversas escuelas y organiza su saber en grandiosas sumas regi­
das por un orden riguroso y minuciosamente construidas según un encade­
namiento silogístico.
Tradicionalmente se ha venido dividiendo la Escolástica en cuatro tiempos:
1. La preescolástica o renacimiento carolingio (ss. vm- ix).10

10 Como rama de las matemáticas, la música se inserta sin violencia entre las disciplinas del
quadrivium, pero es de señalar que quedan fuera las artes mechanicae, es decir, la pintura, la es­
cultura y las demás artes manuales.
124 Edad Media

2. La primera Escolástica, que sienta las bases sobre las que habrá de erigirse
la alta Escolástica (ss. ix-xii) en su ardorosa disputa en tomo a la dialécti­
ca y los universales.
3. La alta Escolástica o edad de oro de la Escolástica (1200-1340) y
4. La Escolástica tardía (1340-1550), que fosiliza los procedimientos de la alta
Escolástica y acusa su disolución progresiva.

Como no existe propiamente una estética patrística, no existe tampoco una


estética escolástica, si por estética entendemos lo que entenderá Baumgarten
cuando, ya en el siglo xvn, da carta de naturaleza a la Estetica como scientia
cognitiones sensitivae o ars pulchre cogitandi. Y, sin embargo, como ha seña­
lado Eco (1993: 14), «si entendemos por estética una franja de especulación en
tomo al valor “belleza”, a su definición, a su función y a las maneras de pro­
ducirla y de gozar de ella, entonces estaremos forzados a reconocer en la pa­
trística y en la escolástica, como por cierto en la filosofía clásica, con la que
ambas conectan, lo que cabe definir como un pensamiento estético, bien es
cierto que fragmentario y siempre ancilar a aquella ciencia que concentra en
tomo a sí la vibración espiritual del Medievo: la Teología».

1. E l RENACIMIENTO CAROLINGIO

Se trata de un movimiento de recuperación y difusión de la cultura clásica


que se inicia en tomo a la figura de Carlomagno y a la escuela superior de
Aquisgrán, poderoso centro de irradiación cultural que el emperador había so­
ñado como una nueva Atenas. En la estela del humanismo cristiano anglosajón
de Adhelmo y Beda el Venerable (Bruyne, 1963: 465-469), Alcuino (735-
804), figura señera de la escuela de la corte carolingia, defendió las septem
artes liberales como los siete pilares de la Teología. La figura de mayor talen­
to especulativo de este período es, con todo, Juan Escoto Erígena (810-877),
traductor al latín de Dionisio Areopagita y autor del tratado Sobre la división
de la naturaleza, obra cumbre del neoplatonismo medieval. Según una estética
metafísica, todas las formas visibles que nos es dado contemplar, ya en la na­
turaleza, ya en la escritura, son para Escoto Erígena símbolos de la Belleza
invisible.
Curtius (1995: 47) lo ha visto bien: «El renacimiento carolingio
constituye una readopción de la tradición antigua y a la vez una ruptura
con la destruida cultura romana. La nueva cultura es romano-germánica,
pero descansa sobre los hombros de la Iglesia». Mientras la práctica ar­
tística produce un arte de coalescencia, que combina la influencia goda
con el gusto imperial por el clasicismo romano, los tratadistas aprove-
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 125

chan la herencia clásica e incorporan así la estética arquitectónica de Vi-


trubio, las ideas de Cicerón, la Musica de Boecio, las reflexiones de San
Agustín, Isidoro y Casiodoro. A la herencia clásica se superpone el ele­
mento cristiano y, así, para los tratadistas carolingios, la belleza contin­
gente — interpretada según las nociones clásicas de armonía y orden—
es trasunto de la Belleza eterna.
En el terreno de la teoría literaria, Alcuino (735-804), que fue llamado
de York por Carlomagno para dirigir la escuela palatina de Aquisgrán, es el
autor del primer tratado medieval en tomo a la retórica. Carente de origina­
lidad, su Rhetorica aspira a la combinación de la dignitas de los pensamien­
tos con la venustas de la forma y, siguiendo fundamentalmente las ideas de
Cicerón, insiste en la contención formal y el sometimiento de las palabras y
las ideas al imperio de lo decens y el decorum. Para su discípulo alemán
Rabano Mauro (784-856), cuyo modelo es el tratado De doctrina Christiana
de San Agustín, el arte de la palabra es superior a cualquier otro, no sólo
porque es mediante palabras como se han transmitido las Sagradas Escritu­
ras, sino porque las palabras apelan al más perdurable y claro entendimien­
to, no a las visiones fugaces y menos profundas que obtenemos con nuestros
cinco sentidos. Atendiendo a una doble necesidad, bien clásica, docere et
delectare, Rabano Mauro hace hincapié en la teoría de los tres estilos, el
simple, el mediocre y el sublime, y pone a cada uno en relación con distintas
propiedades — la claridad, la belleza, la fuerza expresiva—-, objetos — la
ciencia, la alabanza, la conversión— y facultades — la razón, el sentimiento
y la voluntad— respectivamente. El anónimo escoliasta de Horacio comenta
de qué forma el poeta debe pulir la joya del ingenium para convertirlo en
ars. El poeta es un sabio, que debe dominar el conocimiento de las palabras
y de las cosas, el trivium y el quadrivium, sólo así conseguirá expresar con
auténtica elocuencia las cuestiones del sentido. En este contexto, el autor del
Scholia in Horatio defiende la sola transmisión de contenidos nobles que
moldeen los espíritus, pero no renuncia a que, mediante las pericias que son
propias de su oficio, el poeta los transmita a través de imágenes y alegorías.
El poeta es, pues, un mimetizador del mundo, pero su imitación no es una
imitación pasiva sino una configuración que debe someterse a la exigencia
de la unidad y someter a ella el perfecto dosaje y composición de las partes
que la integran. También él, desde un punto de vista sociológico, distingue
entre un estilo humilde (que habla de las cosas humildes), un estilo medio
(que habla de cosas comunes a pobres y poderosos) y imo sublime (que rela­
ta sucesos y conductas que conciernen a los poderosos). El gramático caro­
lingio postula en fin que el poeta escriba recte, adaptando sus palabras al
objeto que describe, bene, generando sentidos moralmente edificantes, y
pluchre, con bellas palabras.
Edad Media
126

JUAN ESCOTO ERÍGENA (8107-877)

De origen irlandés, Juan Escoto es llamado Erígena por su nacimiento en


Erín y su talla como pensador eclipsa las figuras de sus precursores carolin-
gios. En tomo al año 846 llega a la corte de Carlos el Calvo para enseñar filo­
sofía y teología. Allí escribe su comentario, de tan honda repercusión a lo largo
de todo el Medievo, sobre las Bodas de la Filología y Mercurio de Marciano
Capella; compone De la predestinación, para combatir al monje Gondesalco,
y, momento que marca su ingreso en las tesis neoplatónicas, recibe el encargo
de traducir al latín al Pseudo Dionisio. Su obra capital, culmen de la filosofía
neoplatónica de la Edad Media, es el tratado Sobre la división de la naturale­
za. Escoto no veía contradicción entre fe y razón, puesto que a las verdades de
la fe llega igualmente la intuición racional y una y otra proceden de la inteli­
gencia divina. De ese modo, piensa que la verdadera religión no es otra que la
verdadera filosofía. Parafraseando el lema que debió de figurar al frente de la
escuela platónica, escribió: «Nadie entra en el cielo si no es a través de la filo­
sofía».
Según el título de la más aclamada de sus obras, De divisione naturae, la
filosofía tiene por instrumento la dialéctica, que no sólo es capaz de descender
de la unidad suprema a la multiplicidad de los géneros, especies e individuos,
sino de describir también el movimiento de retomo de la multiplicidad a la
unidad. Escoto distingue una cuádruple naturaleza: 1) naturaleza creadora e
increada: Dios, 2) naturaleza creada y creadora, que se identifica con el Logos,
creado por Dios y creador de todas las cosas, 3) naturaleza creada y no creado­
ra, que es nuestro mundo visible y en cuya corporalidad resplandece, atenua­
da, la Belleza divina, y 4) naturaleza no creada ni creadora, que será el mundo
a su regreso a Dios. Estas cuatro instancias corresponden en realidad a un
dualismo dinámico, mientras 1 y 4 son Dios mismo, 2 y 3 son las ideas arque-
típicas y los seres corruptibles creados a su imagen. Tal como ha puesto de re­
lieve'la Historia Sagrada, en quien se realiza la Encamación y Ascensión del
Verbo, un progreso dialéctico reunirá en unidad al Creador y a todas sus cria­
turas.

Belleza y teofania. La contemplación desinteresada de la belleza

Para Escoto, que sigue de cerca las tesis de Orígenes y el Pseudo Dioni­
sio, y a quien se acusará de panteísmo, como a ellos, las dos características
que debe reunir lo bello son la correcta ordenación (benecompactio) y la
claridad {claritas). Ambas coinciden en la belleza sensible que es trasunto y
teofania de la Belleza inteligible de Dios. Una unidad suprema, gobernada
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 127

por Él, rige las relaciones entre la multiplicidad de los seres, que constitu­
yen, así, una fastuosa polifonía orquestada por Dios. Tal como sostuvieron
Plotino y San Agustín, al contemplar el mundo desde una perspectiva unita­
ria, las fealdades aparentes se disuelven, pues adquieren su lugar en medio
de un todo ordenado.
La luz de Dios no sólo es visible a través de la naturaleza sino que
está también en el arte y en las Sagradas Escrituras. A través del Logos,
las ideas divinas penetran en el alma del artista y acceden por fin a la
materia o la palabra que las informan. Igual que el mundo contiene múl­
tiples seres, las Escrituras tienen múltiples sentidos, pero todos ellos ad­
quieren consonancia y armonía en relación con la significación unitaria
de Dios. La actitud estética escotista es pues monista y trascendental.
Todas las cosas, puesto que proceden de Él y a Él han de retornar, son
para Escoto símbolos de Dios, unas clara y frontalmente, otras de modos
confusos. Esa es la razón por la que encontramos en las cosas bellas de­
leites inefables, porque nos hablan, directa u oblicuamente, de la Belleza
inefable de Dios mismo.
En relación con la contemplación estética, Escoto distingue entre la acti­
tud del avaro, que la codicia para sí y para quien es objeto de concupiscen­
cia, y la actitud del sabio, que la contempla con desinterés en tanto en
cuanto es reflejo de la Belleza del Creador. En los siglos siguientes, la que
habrá de ser llamada «actitud estética» habrá de ser definida, como en Esco­
to, por su desinterés.

2. L a primera E scolástica

Hemos dicho que la primera Escolástica concentra su talento especulativo


en tomo a dos cuestiones: la dialéctica y la realidad de los universales. Fmto
del triunfo de la dialéctica fue el desarrollo de la lógica, y así, los hallazgos de
la razón son en esta época muy superiores a los que proporciona, bajo la óptica
de los sentidos, el estudio de las ciencias naturales. El debate que subyace a
las disputas de dialécticos y antidialécticos, de realistas y nominalistas, es
— como se puede ver— el viejo debate de la relación entre la ciencia y la fe,
debate que recorre toda la Edad Media.
A lo largo del siglo xn, un cierto renacer intelectual prepara los cimientos
de la alta Escolástica en las escuelas de Chartres, Clairvaux y San Víctor de
París. Si la posición cientifista era la característica más eminente de los estu­
diosos de Chartres, los cistercienses de Clairvaux y los Victorinos se asomarán
al espectáculo grandioso del mundo desde una óptica predominantemente mo­
ral y mística.
Edad Media
128

l a d ia l é c t ic a

Alrededor de la dialéctica, convertida en la reina de las artes liberales, re­


verdecen las disputas en tomo al poder demiurgico de la palabra. Caso curioso
fue el de Berengario de Tours (909-1088), que, confiando ciegamente en la
dialéctica, y en su capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, lo posible
de lo imposible, vino a erigirla en tribunal ante cuyo criterio debería plegarse
todo dogma. De ese modo, y a propósito de la Eucaristía, levantó gran escán­
dalo al sostener que era imposible la transmutación del pan en el cuerpo de
Cristo ya que no era posible cambiar la sustancia sin modificar a un tiempo
las propiedades o accidentes. Del lado de los antidialécticos, el más eminente
fue Pedro Damiani (1007-1082), que tenía la dialéctica por invención del de­
monio, pues había engañado ya a nuestros primeros padres prometiéndoles
que serían como dioses (el mismo plural de la palabra Dios escandaliza y es­
panta). No precisa el Señor en sus filas expertos dialécticos sino gentes senci­
llas pero, en el caso de que el adepto practique la filosofía, debe tener en
cuenta que, si el dogma enseña realidades divinas {res), el trivium sólo nos en­
seña palabras humanas (yerba). La filosofía debe pues asumir su lugar como
esclava de la teología (ancilla theologiae). Fuera, entretanto, los argumentos
falaces de los auctores, fuera Platón, Cicerón, los clásicos: Christi simplicitas.

LOS UNIVERSALES

Alrededor de la cuestión de los universales, se reanuda la vieja dis­


tinción platónica entre las Ideas generales y los fenómenos particulares, y
ora se atribuye a las primeras — géneros y especies, los llamados univer­
salia__la entidad de nombres (nominalismo), ora se las considera como
cosas (realismo). Máximo representante del nominalismo medieval, Ros-
celino de Compiégne (1050-1120) defendía que únicamente existen las
cosas particulares, aunque se reúnan según las características que com­
parten mediante un solo nombre {flatus vocis); según esta doctrina, lo
único universal es, pues, la palabra, y, de ese modo, lo único que compar­
ten las tres Personas del Verbo es la palabra Dios. El propio Roscelmo
hubo de declinar del llamado tritheismus en el concilio de Soissons. Sus
tesis habrán de resurgir con fuerza en el siglo xiv en el nominalismo de
Guillermo de Ockam. Del lado realista, Guillermo de Champeaux (1070-
1121), que fue discípulo de Roscelmo, afirmó la existencia de una subs­
tancia única, de la que las cosas particulares serían accidentes. Pero, por
lo que habrá de significar para el afianzamiento del método escolástico,
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 129

valdrá la pena detenerse un momento en las respuestas que a este pro­


blema dio Pedro Abelardo.
Abelardo es, junto con Anselmo de Canterbury (1033-1109), que proveyó
de lema y método a la filosofía escolástica — credo ut intelligam— la figura
más relevante del humanismo del s. xi. Anselmo, llamado «padre de la Esco­
lástica», tiene por imperdonable negligencia el no pretender explicar por la ra­
zón las verdades de la revelación. En su obra Por qué se hizo Dios hombre in­
troduce el razonamiento dialéctico en el seno de la Teología. Dios se hizo
hombre para purgar como Dios infinito la infinita culpa de Adán. En su Defen­
sa contra Gaunilón propone Anselmo que sólo hay una idea suprema que en­
cierra en sí toda perfección; esa idea debe por fuerza existir en la realidad,
porque de otro modo tendría que haber otra idea suprema que, existiendo en lo
real, la sobrepujase. Así, pues, sólo hay una idea que encierra en sí todas las
perfecciones: Dios. El vigor aristotélico del pensamiento tomista arrinconará
esta idea y prácticamente la hará desaparecer de la literatura teológica futura.

PEDRO ABELARDO (1079-1142)

Pedro Abelardo, nacido en Palais de familia noble, fue discípulo de Ros-


celino y de Guillermo de Champeaux, y en 1113 fundó una escuela en París a
la que afluían alumnos de toda Europa. Pedro Abelardo se inclina por las tesis
de Roscelino, y, desde su posición nominalista (las ideas generales no tienen
otra realidad que la que albergan en la mente que los concibe, son meros
«nombres») haría ver a su maestro Guillermo de Champeaux la absoluta im­
posibilidad de que una misma substancia fuera a la vez buena y mala, o viva y
muerta, y planteó que la salida natural al realismo sería un panteísmo que de­
fendiera las cosas particulares como accidentes de la sustancia divina. Para él,
efectivamente, lo universal es la palabra, pero concebida esta como sonido
(vox) y a la vez como portadora de conceptos (sermo), conceptos particulares,
que apelan a una cosa particular, y conceptos generales, que dan idea de pro­
piedades o imágenes que son compartidas por muchas cosas. Auténtica cien­
cia, según el maestro de Palais, sólo se puede hacer a partir de los conceptos
particulares, ya que las ideas generales, en tanto ficciones subjetivas de nues­
tro entendimiento,, únicamente pueden producir opinión. El universal no está,
por tanto, en las cosas, sino en el entendimiento; no es la naturaleza la que nos
habla, sino que nosotros interpretamos así la naturaleza. Sin embargo, todavía
puede llamarse realista a Abelardo, pues las ficciones de las ideas universales
tienen un fundamento real en las cualidades comunes de las cosas particulares
reales. Pero es ya un pensador «moderno» en el sentido de precursor del mo­
vimiento de Ockham. Lo nuevo se hace patente al aplicar su doctrina a la Tri­
nidad divina. Como el «poder», la «sabiduría» y la «bondad» significan lo
mismo en las tres personas divinas, sólo hay tres modos de existir de Dios
TEORÍA LITERARIA, IÏ.-5
130 Edad Media
(modi), pero no tres personas distintas. Por esta razón, su obra Sobre la unidad
y trinidad de Dios fue condenada en Soissons, el año 1121, y nuevamente en
Sens, en su refundición como Teología cristiana (Fischi, 1974: 159).
De la audacia del razonamiento abelardiano es testimonio el que, en su
obra Sic et non (Sí y no) se hubiera atrevido a oponer ciento cincuenta senten­
cias de Padres de la Iglesia a otras ciento cincuenta sentencias en sentido con­
trario. Dispuesto a no dejar pasar por alto nada que la razón no pudiera defen­
der, Abelardo no ha sido llamado en vano «el Voltaire de la Edad Media». Su
Ethica seu scito te ipsum (Ética o conócete a ti mismo) subraya audazmente
que lo que define la calidad moral de un individuo no es la obra extema sino la
intención que la guía. De ese modo, la revelación cristiana no añade gran cosa
a la ley natural, pues es posible — buena prueba Platón— la buena intención
en los gentiles. En Pedro Abelardo encontramos ya los atisbos de un huma­
nismo moderno — y de un cierto indiferentismo religioso— que se harán em­
blemáticos en la filosofía de Lessing.

LA ESCUELA DE CHARTRES

Durante el siglo xn asistimos a un cierto renacimiento cultural, gracias a los


sabios reunidos en tomo a la Escuela de Chartres. La incorporación de las doc­
trinas de Hipócrates y Galeno, la asunción del atomismo democriteo por Gui­
llermo de Conches (1080-1154), la traducción de los árabes, el descubrimiento
de nuevas partes de la Lógica de Aristóteles, proporcionan a esta escuela cate­
dralicia un sesgo secularizante. Una querella enfrentaba por entonces a humanis­
tas y antihumanistas. Antihumanista es Cornificio, que, con su estilo ramplón,
propone renovarlo todo, la gramática, la retórica y la dialéctica, y olvidar el
ejemplo de los auctores. Por el contrario, el humanismo de Chartres, tiene como
ideal la perfecta conjunción de sapientia y eloquentia; al trivium se añade una
poética teórica, al quadrivium, que giraba hasta entonces en tomo a la geometría,
una física. «El principal teórico de la formación y al mismo tiempo la fuente más
importante para la historia del humanismo y antihumanismo en el siglo xn es
Juan de Salisbury (1110-1180) y sus obras» (Bruyne, 1963: 513).
El Metalogicus, de Juan de Salisbury (1115-1180), funda en la cuestión de
los universales el conceptualismo medio: el universal no es otra cosa que el
concepto, que funde en unidad las propiedades comunes a las cosas particula­
res. Según Bruyne (1963: 515):

La teoría positiva de Juan de Salisbury puede resumirse en cuatro puntos


principales: ni naturaleza sin arte, ni cultura sin estudio de los antiguos, ni ver­
dadera elocuencia sin sabiduría y entendimiento de las cosas, ni formación ver­
dadera sin medida ni armonía.
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 131
El dominio de un arte exige un sustrato natural que se faculta con la prác­
tica hasta alcanzar la excelencia del arte. El arte de hablar no sólo le parece a
Juan de Salisbury natural, pues hablar es propio del hombre, sino que precisa
de la observación cuidadosa del mundo natural en sus distintos estados, y, tal
como sostuvo Horacio, debe dar fe de lo que observa conforme a las leyes del
decorum. Los autores antiguos son maestros inigualables en el arte de observar
la naturaleza y verter sus observaciones en hermosas palabras; así pues, es
preciso estudiarlos con cuidado, tanto a paganos como a cristianos, si bien, si
de los cristianos no debemos preservamos, para con los paganos es preciso te­
ner presente la máxima exquisita lectio, cauta electio. La lectura más reco­
mendable es, por supuesto, la de las Sagradas Escrituras, a las que deben res­
peto y reverencia las demás artes.
Para Juan de Salisbury la poesía es la disciplina por excelencia puesto que
reúne en sí el saber de la gramática, la elegancia de la retórica, los razonamien­
tos de la dialéctica, los datos que aportan las artes quadriviales, la excelencia
moral que enseña la ética, etc. «Esta es la opinión de la escuela de Chartres.
Su finalidad es enunciar con música poética el sistema científico y vestir con
ropaje de fábulas, ricas en imágenes, la verdad intelectual» (Bruyne, 1963:
575).

LA MÍSTICA ALEGÓRICA

Contra la progresiva irrupción de la dialéctica en el terreno de la fe, habría


de instruirse una posición mística cuyos más notables representantes son el
cisterciense Bernardo de Clairvaux (1090-1153) y los canónigos agustinos de
San Víctor de París, Hugo dé San Víctor (1096-1141) y Ricardo de San Víctor
(Î 1173).
Bernardo de Clairvaux entra en 1112 en el monasterio cisterciense de
Citeaux, fecha a partir de la cual inicia una desenfrenada actividad fun­
dadora que oscurecería al mismo Cluny. La posición filosófica de Ber­
nardo es radicalmente opuesta a la de Abelardo. Para él, Dios es conocido
en la medida en que es amado; el resto es mero vaniloquio de los filóso­
fos. Bernardo distingue entre una belleza ontològica — que procede de
Dios — y una belleza ética — que nace de la práctica de la virtud —. La
belleza visible es signo de la belleza invisible. Tanto Hugo de San Víctor
como Ricardo de San Víctor elaboran sendas escalas para la ascensión
mística que se inician en las representaciones sensibles y nos elevan ha­
cia la Belleza suprasensible del Creador. Sus comentarios al Cantar de
los cantares insisten en la apreciación de una Belleza que se impone a los
ojos del observador.
Edad Media
132

3. La ed a d d e oro d e la E s c o l á s t ic a

Los progresos verificados en el terreno del razonamiento durante el siglo


XII y el progresivo asentamiento y veneración de la lógica y la dialectica co­
mo instrumentos discursivos, fructifican de forma espontánea en la escolástica
de los ss. XIII y xiv, y en la maduración de este fruto habrían de influir de for­
ma definitiva la difusión del pensamiento aristotélico, el florecimiento de las
universidades — París a la cabeza— en detrimento de las escuelas catedrali­
cias y monacales, y la intensa dedicación docente de las órdenes mendicantes
(dominicos y franciscanos). . , , ,
En tomo al año 1200 una avalancha de escritos de Aristóteles van a hacer
irrupción en Occidente. Los árabes habían conocido a Aristóteles por medio de
los sirios. Tras la conquista de Siria, los califas árabes de la casa de los Abasi­
das (750-1258) habían establecido en Bagdad una escuela de traductores que
pasan al árabe no sólo el corpus aristotelicum sino gran cantidad de textos
atribuidos a Platón, Aristóteles y otros filósofos menores, numerosas obras de
diversos comentaristas, extractos de las Encadas de Plotino, colecciones de
apotegmas, etc., cuantiosos saberes heredados de la Antigüedad a los que ha­
brán de superponerse, en tan vasto edificio, las propias concepciones científico-
naturales sirias. Mediado el s. xn, el arzobispo de Toledo se rodea de una au­
téntica oficina de traductores (entre los que figuran Domingo Gundisalvo o
Gerardo de Cremona) y manda traducir del árabe al latín las obras de Aristote­
les y de los sabios árabes más eminentes. En el s. xm, Bartolomé de Messina,
Roberto Grosseteste o Guillermo de Moerbeke traducen a Aristóteles y sus
comentaristas directamente del griego. El resultado es una verdadera avalan­
cha de ideas que operaran como un revulsivo en la mentalidad del siglo xm.
Se sabe que Averroes (1126-1198) había escrito una paráfrasis de la Poetica
de Aristóteles, y que Alfarabi había compuesto un comentario de su Retorica,
pero su difusión, abortada por la apoteosis de las obras «quatnviales», no ha­
bría de verificarse hasta bien entrado el s. xvi. Por el contrario, las concepcio­
nes arquitectónicas de la Óptica de Alhazen y su psicología de la percepción,
popularizadas por Vitelio, se insertan de forma espontánea en la estetica me-
tafísico-lumínica del Pseudo Dionisio o San Agustín. Su carácter empirista
calza bien la horma de los estudiosos de Oxford, como Roberto Grosseteste. A
través de Roberto Grosseteste (autor de un comentario al De divinis nominibus
dionisiano) pasará al pensamiento de Rogerio Bacon (1219-1294) la metafísi­
ca de la luz.
Bacon suscribe a Alkindi al decir que no es posible conocer el mundo a no
ser bajo la especie de la matemática. La filosofía debe presentarse diluida en
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 133
un excipiente poético, pero la esencia de la poesía es la música y la esencia de
la música la matemática. Nada distinto sucede a propósito de la pintura o la
arquitectura. Una misma luz riega todas las realidades; alumbra por igual la
poesía y la plástica. El que la palabra esté transida por la luz del espíritu hace
que su irradiación alcance a quien la recibe, ora se trate de poesía, ora de tau­
maturgia. Pero para ello — como reza la consigna de Chartres— es necesario
pulir la sapientia con la eloquentia, y expresar el argumentum poeticum con
belleza y adecuación. Siguiendo a San Agustín, distingue entre un estilo hu­
milis, que es el propio para exponer la verdad; imo mediocris, que excita la
percepción de la belleza, y uno grandis, que provoca la emoción. Su propio
estilo debe ser humilde porque desea transmitir una verdad que se basa en la
ética y en la experiencia. Nada hay en él del intelectualismo parisino de los
universales. Un universal no designa más que una cierta igualdad entre distin­
tos individuos, pero un solo individuo es para Bacon más real que todos los
universales.
Pero, como anota Bruyne (1963: 631), sería torpeza acusar en estas nuevas
concepciones estéticas algún sesgo radicalmente novedoso:
En todas estas observaciones aparecen siempre los mismos nombres: San
Agustín, Dionisio, Cicerón y Aristóteles. San Agustín y Dionisio nos llevan a
Plotino y Platón; Cicerón y Posidonio, al estoicismo; Aristóteles, a sus escritos
éticos; la influencia de estos maestros es comparada con el influjo de los árabes
y de los Santos Padres (San Basilio,. San Gregorio Niseno, San Gregorio Na-
cianceno, San Ambrosio y San Jerónimo) en las grandes síntesis dialécticas de
menor importancia. En cuanto a los magistri medievales, no hay que menos­
preciar la influencia de Chartres.

Las concepciones clásicas de la belleza como consonancia entre las partes


y claridad, su dimensión ética, su apelación a lo suprasensible, están en la base
del patrimonio estético escolástico que está pronto a consolidarse.
A lo largo de nuestra incursión en el debate patristico y preescolástico en
tomo a la hermenéutica bíblica, hemos visto asentarse la idea de que las Sa­
gradas Escrituras poseen varios sentidos, y niveles de accesibilidad diversos,
todos ellos congruentes con la Revelación cristiana. La aportación del pensa­
miento escolástico a este problema radica en la constitución del saber teológi­
co como una scientia, superior y distinta a todas las demás y también, por su­
puesto, al ars poetica. Si conviene tener presente, y así lo hemos venido
sosteniendo a lo largo de estas páginas, que la filosofía patrística no produjo
en puridad ni una poética ni ima teoría de las artes, la afirmación es válida,
más aún, para la nueva filosofía peripatética medieval. La belleza, en tanto
atributo de Dios, se asomaba a la luz del entendimiento neoplatónico y medie­
val como una invocación silenciosa de la Belleza inteligible. Orgullosa de los
logros a que la ha conducido la dialéctica, la filosofía escolástica yergue sus
134 Edad Media

cimientos contra los falsos saberes de la retórica y la poesía, y, a despecho de


la confluencia feliz a que los habría de llevar la «teología poética» de Dante,
distingue bien entre la palabra sagrada, que usa necesariamente de símbolos y
metáforas, y la poesía, que juega con ellas para construir fantasías.
Las sumas teológicas del s. xm suelen iniciarse con una disquisición en
tomo a la cientificidad del saber teológico. Alejandro de Hales argüirá que las
verdades divinas están más allá del saber humano, y que, como anota Curtius
(1995: 317-318), mientras
el m odus de la ciencia humana debe ser, en efecto, defin itiu u s, p ra e c e p tiu u s,
co lle c tiu u s,el de la sabiduría divina es, en cambio, p ra e c e p tiu u s , e x em p lifica -
tiuus, exh ortatiu u s, rela tiu u s, o ratiu u s. (...) En la Sum m a th e o lo g ia e de San
Alberto Magno (...), el método científico se califica, como en Alejandro de
Hales, de m o d a s defin itiu u s e t d iv isiu u s e t c o llectiu u s. De la Biblia leemos que
enseña por medio de historias (h isto ric e ), de parábolas {p a ra b o lic e ) y de metá­
foras (m eta p h o rice).' También San Alberto insiste en que no debe exigirse que
la Biblia se subordine al m o d u s p o e tic u s . Se suele objetar, dice, que el m o d u s
p o e tic u s es el más débil de los «modos» filosóficos, pues, como enseña Aristo­
teles, procede de mentiras fabulosas. Pero, continúa, hay que distinguir entre la
poesía que descansa en la ficción humana y la poesía de que se sirve la sabidu­
ría divina para comunicar la verdad y la certeza absolutas. Y, sin embargo, hay
de hecho un parentesco formal entre ambas: el empleo de símbolos y metáforas.

Santo Tomás recogerá el testigo de San Alberto y procederá a distinguir


entre los artificios que son propios de la retórica poética y los que, puestos al
servicio de un saber trascendente, son propios de la escritura sagrada. Para San
Alberto Magno, poeticus modus infimior est inter modos philosophiae; para
Santo Tomás de Aquino la poesía es infima inter omnes doctrinas. La poesía,
de ese modo, comparte con la palabra divina la labilidad de su instrumento.
Pero queda relegada al estatuto de doctrina infima en un saber rigurosamente
engarzado según procedimientos racionales y que el Doctor Angélico hace
descansar sobre los cimientos indubitables de la Revelación. Si la Teología es
susceptible de constituirse en ciencia, la Biblia es más que ciencia y poesía.
La Biblia es histórica, poética, didáctica, jurídica, profètica; científicamente
clara y profundamente conmovedora, musicalmente agradable y hermosa por
sus imágenes. Pero en cada uno de estos m o d i tiene un carácter especial que su­
pera infinitamente a la ciencia humana y a la poesía (Bruyne, 1963: 598).

Habrá que llegar hasta Dante para volver a elevar hasta la máxima digni­
dad el estatuto de un arte por el que, sólo al hilo de sus intereses disectivos, se
ocupa la escolástica. Como también anota Curtius (ibid., 320), a aquellas altu­
ras «La escolástica y la retórica concurrían] en un sólo punto: en la exposi­
ción de los modi tractandi». No en vano, aún bajo el influjo visible de Santo
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 135

Tomás, en su comentario del Paraíso, pretende Dante para su obra los modos
propios de la retórica y también los de la escolástica. Sin saberlo, muy por
encima del rigorismo tomista, Dante afirmaba así el estatuto noètico de la
poesía, que Aristóteles había defendido en su Poética.
El vigor del pensamiento tomista tuvo la virtud de inquietar tanto a los in­
condicionales de Aristóteles, que, amparándose en Averroes, lo acusaban de
torcer la filosofía del Estagirita para adaptarla a la doctrina cristiana, como a
los que, más cerca del intuicionismo agustiniano, temían la intrusión masiva
de la razón humana en el ámbito de lo sagrado. Las autoridades eclesiásticas
sancionarían esto último y así, en 1277, el obispo de París, Etienne Tempier,
condena a un tiempo algunas doctrinas aristotélicas que contravenían el dog­
ma como algunas de las tesis que ostentaba por entonces Tomás de Aquino. El
empirismo de Duns Scoto y Guillermo de Ockham asestaría nuevos golpes a la
escolástica tomista.

SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225-1274)

Santo Tomás (1225-1274) nace en Aquino, de familia noble napolitana;


estudia con los monjes benedictinos en la abadía de Monte Casino y luego
en la Universidad de Nápoles, ciudad en la que Federico II, enemistado con
el papa Inocencio IV, había fundado una universidad antipapal en la que,
proscrito del resto de las universidades, ya se leía a Aristóteles. Seducido
por la modernidad de la orden mendicante de los dominicos, ingresa en ella
y dedica su vida al estudio. De 1245 a 1248 en París, y de 1248 a 1252 en
Colonia, es discípulo fervoroso de San Alberto Magno. Por recomendación
de su maestro, se dirige de nuevo a París y es lector de las Escrituras y de
las Sentencias de Pedro Lombardo en el Estudio de la Orden. En 1256 es
nombrado magister y como tal ejerce en París hasta 1259. Pasa después a
Italia y conoce en la corte pontificia a Guillermo de Moerbeke, quien, a rue­
go suyo, le proporciona traducciones directas y seguras de los escritos de
Aristóteles; ejerce el magisterio en varias ciudades de Italia y vuelve a París
donde, entre molestas lüchas con el clero secular, que se opone a la activi­
dad docente de los religiosos mendicantes, enseña hasta 1272. Son los años
de mayor esplendor en su vida científica, los años de su recia oposición a
Siger de Brabante, rector a la sazón de la universidad de París que, aristoté­
lico radical, y averroísta convencido, ponía en peligro la revelación cristiana
al sentar que todo saber debía proceder «desde abajo», es decir, de la razón.
Contra él escribe Tomás su tratado Sobre la unidad del intelecto. Aspirando
a reconciliar fe y razón, critica también con dureza el iluminismo agustinia­
no, que, con su saber procedente «de arriba» desvalorizaba la especulación
racional.
136 Edad Media

Santo Tomás defendió sus posiciones con tal calma y objetividad que im­
presionó incluso a sus adversarios. En 1273 tuvo una experiencia mistica que
le hizo abandonar la Summa theologiae, obra magna que dejó inconclusa. Las
cosas que le habían sido reveladas hacían que todo lo escrito hasta entonces le
pareciera «paja». Murió en el monasterio cisterciense de Fossanova cuando se
dirigía a Lyón, llamado por el papa Gregorio X, para asistir al Concilio. Ca­
nonizado en 1323 lleva desde el s. xv el título de doctor angelicus.

Doctrinas
Santo Tomás culmina la recuperación del aristotelismo, que habían inicia­
do los comentaristas árabes (principalmente Averroes) y judíos (principal­
mente Maimónides) y había continuado San Alberto Magno, su maestro. En su
intento de conciliar la ciencia racional aristotélica con la teología cristiana,
distinguió tres ámbitos: la fe, la ciencia y la teología. Si la fe se funda en la re­
velación, la ciencia se funda en la razón, y ambas no se contradicen porque
ambas proceden de Dios; la teología es una síntesis de fe y razón.
Las doctrinas tomistas tienen un marcado carácter aristotélico en el modo
de tratar los temas, pero convergen en sus obras los Padres de la Iglesia, el
Pseudo Dionisio, Boecio, y los comentarios de árabes y judíos, cuyas obras in­
corpora y eleva en un vasto y sólido sistema filosófico.
A pesar de que sigue a San Agustín en muchos puntos, hay una diferencia
muy notable entre ellos. El tomismo se ha considerado siempre una vía distin­
ta del agustinismo. El «modo de pensar» de Santo Tomás es distinto del «mo­
do de pensar» de San Agustín, en éste predomina el orden del corazón, en
aquél el orden mental.
El peso de las doctrinas aristotélicas se advierte en el valor que da el to­
mismo al saber racional, frente al conocimiento por la fe que propugna San
Agustín. El saber se hace independiente de la teología, porque todo hombre
aspira por naturaleza al saber. En este punto Santo Tomás suscribe la postura
enunciada por Aristóteles y también lo sigue en el tema del origen y del proce­
so del conocimiento, pero donde se acusa con especial fuerza el influjo de
Aristóteles es en la metafísica.
La realidad entendida como presencialidad en el espacio y en el tiempo
excluye la idea de que el ser sea creado por el espíritu: el ser es «encontrado»,
según la concepción general antigua y medieval. En la Summa theologiae (1,
85, 2) se pregunta Santo Tomás si el mundo de los objetos no será puramente
subjetivo: «Algunos han pensado que nuestras potencias cognoscitivas sólo
conocen sus propias modificaciones (...), por consiguiente, el intelecto no co­
nocería más que sus propias modificaciones subjetivas». Esto supondría que el
objeto y el contenido del conocimiento sería una determinación subjetiva del
intelecto. Este planteamiento parece totalmente fichteano. No obstante, la so­
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 137

lución que el Santo da a esta cuestión no es la idealista de Fichte: son las cosas
las que determinan nuestro espíritu, y queda excluida la idea de que el sujeto
pueda determinar al objeto.
Uno de los conceptos medulares de la ontologia tomista es el de analogía.
Aristóteles había planteado la cuestión en estos términos: ¿cómo se pueden
hacer predicaciones distintas del ser sin perder de vista su unidad? La analogía
permite este proceso, permite relacionar a Dios con el mundo, evitando su in-
cognoscibilidad, sin caer en una identificación panteista. Hoy diríamos que se
aplica el principio de la discrecionalidad. Las propiedades universales del ser
son los transcendentales, que Santo Tomás, como San Alberto y otros, enume­
ran: unum, verum, bonum, res, ens, aliquid, son notas que se encuentran en to­
dos los seres y que no les añaden nada, únicamente lo presentan desde un par­
ticular punto de vista. Estos principios transcendentales están en la base de la
llamada Gran Teoría que preside las especulaciones estéticas y de teoría lite­
raria hasta el Romanticismo.

Pensamiento estético

Aunque Santo Tomás no escribió ningún tratado de estética, sus reflexio­


nes en tomo a la belleza y el arte se prodigan de forma dispersa a lo largo de
toda su obra, desde su comentario al Libro de las Sentencias, de Pedro Lom­
bardo (1254-56), y De ventate (1256-59), hasta la Summa theologiae (1265-
73), en la que, visiblemente influido por el pensamiento peripatético, el Santo
expresa su original concepción de la belleza. Su propio sistema de pensamien­
to, que va instalando sus sucesivos hallazgos sobre las pautas implacables de
la lógica deductiva, hace que, aun sin pretenderlo, Santo Tomás haya aportado
a la historia de la estética conceptos interesantes.
Discípulo de San Alberto Magno, Santo Tomás conoció las tesis funda­
mentales de la tradición estética medieval, que, transmitida a través de la
obra del Pseudo Dionisio y de San Agustín, hunde sus raíces en la tradición
platónica y plotiniana: la separación platónica entre la belleza sensible y la
Belleza inteligible había prosperado-en la estética cristiana en una distinción
entre la Belleza de Dios, verdadera y perfecta, y las bellezas participadas
que son propias de la naturaleza y el arte; en ellas es posible distinguir entre
la belleza exterior y la interior, la belleza corpórea y la espiritual. Si de la
primera era común decir que inducía turbaciones del ánimo, la segunda era
continuamente alabada por su inmediato resplandor metafisico. Armonía,
proporción y claridad — consonantia et claritas, como había postulado el
Pseudo Dionisio— eran conceptos recurrentes a la hora de elaborar las opi­
niones sobre lo bello, que se habían ido consolidando desde la Antigüedad y
que corren vigorosamente por las arterias del pensamiento filosófico de la
Edad Media.
138 Edad Media

La Belleza trascendental, causa eficiente y final de las cosas bellas


Hay en los escritos tomistas una concepción trascendental de la Belleza
que llega a él desde distintos cauces:
1 . La visión estética de Orígenes, que había contemplado el mundo como una
compleja formación simbólica en cuyos signos se cifraba la majestad del
Creador. El mundo es teofania y su armonía nos remite a la Belleza de
Dios.
2. La tradición neoplatónica, sobre todo a través de la estética metafísica del
Pseudo Dionisio.
3. La concepción matemático-musical del mundo, de estirpe pitagórica y
ampliamente difundida a través de Boecio.
4. Lo que Bruyne (1963) llama la «estética sapiencial» y que encuentra su
punto de arranque en el Libro de la sabiduría XI, 21, que daría pie para la
distinción agustiniana, profusamente utilizada por la filosofía escolástica,
entre modus, forma y ordo, que se aplican por igual a la definición de lo
Bello y de lo Bueno: «Pero Tú dispones todas las cosas según medida,
número y peso».

Las imprecisiones de esta visión estética van a ser susbsanadas ahora con
rigor aristotélico. En De divinis nominibus, muy próximo a la visión estética
del Pseudo Dionisio, Santo Tomás presenta la Belleza divina como una casca­
da luminosa que baña toda la creación según la aptitud de cada uno de los se­
res. La Belleza es atributo de Dios que alcanza por participación a todas las je­
rarquías. Dios es lo Bello suprasustancial (suprasubstantiale pulchrum,
pulcher in se ipso), el agente, mientras la belleza de las cosas creadas es parti­
cipación de esa causa según la aptitud propia de cada una. Dios, en tanto que
Belleza suprema, es, pues, causa de la consonantia y la claritas que están pre­
sentes en las cosas bellas. A estas cualidades se añadirá en la Summa la inte­
gridad (integritas), redondeándose así la tríada tomista proportio, claritas, in­
tegritas... Lo Bello y lo Bueno, como en la metafísica platónica, son uno y lo
mismo. Perfección formal y perfección ontològica corren alineadas. Predica­
dos de Dios, la Belleza y la Bondad son, a la aristotélica, causa eficiente y
causa final, razón y tendencia, de las cosas bellas.

El carácter desinteresado de la experiencia estética


En la Summa Theologiae aporta Santo Tomás dos definiciones de belleza:
quae visa placet, lo que agrada a la vista, y cuius ipsa in apprehensio placet.
Si ia primera se refiere a ia beiieza en si misma en io que atañe a su organiza-
A®. A oompromeXet. e\ asto uàsmo fieAu eoa-
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 139

templación. La pregunta que inmediatamente se suscita (Eco, 1970: 63) es si


algo es bello por sí o se constituye en tal mediante la visio o apprehensio, es
decir, mediante el acto mismo de la contemplación. Este problema, que no era
extraño a la sensibilidad medieval, ya había sido planteado por San Agustín,
quien, desde una posición abiertamente objetivista, había respondido que las
cosas eran bellas en sí mismas, pero Santo Tomás precisa que, si lo bello
existe en sí mismo, sólo la criatura humana es capaz de reconocerlo.
Coexisten, pues, en el pensamiento estético tomista dos posiciones acerca
de lo bello: una objetivista, según la cual quae visa placet es en razón de las
propiedades formales que lo hacen bello, es decir, su integridad, su proporción
y su claridad, y una subjetivista, según la cual lo bello se constituye en tal
gracias a la visio o apprehensio estética del contemplador.
Efectivamente, en sus reflexiones sobre las reacciones psicológicas del
ser humano, sobre el mecanismo de los apetitos y sobre la jerarquía de los
placeres, Santo Tomás siempre tuvo presente la eventualidad de un placer
puro y desinteresado procedente de la contemplación de la belleza. La nota
de desinterés que caracteriza al placer estético supone que dicho placer
constituye un fin en sí mismo, desligado de cualquier tipo de utilidad, ex­
clusivo del hombre y diferente del instinto y de los apetitos que sustentan la
conservación de la vida natural. Los animales únicamente pueden experi­
mentar el placer que se deriva de la satisfacción de sus exigencias biológi­
cas, satisfacción que, de manera mediata o inmediata, se halla siempre en
relación con el sentido del tacto y requiere la posesión de lo apetecido por
los instintos. El hombre, además, puede gozar de la contemplación pura de
las formas bellas.
Como experiencia de fruición, desligada, por tanto, de la aspiración a la
tenencia finalista del objeto, la experiencia estética es, pues, eminentemente
humana.
Sólo el hombre se deleita en la belleza del orden sensible por la belleza
misma (Sum a d e T eo lo g ía I, c. 91, art. 3).

Lo bello y lo bueno
El carácter desinteresado de la experiencia estética también permite
distinguir lo bello de lo bueno. En su comentario a los nombres divinos y,
más tarde, en la Summa theologiae, Santo Tomás sostiene que lo bello y lo
bueno se identifican en razón de sus cualidades: consonantia, claritas, in­
tegritas, pero difieren porque lo bueno es objeto de aspiración — es aquello
que toda la creación desea, escribe el Aquinita citando la Ética aristotéli­
ca—, mientras que lo bello es objeto de contemplación y conocimiento y
place en sí mismo, no en cuanto es apetecido. Mientras la bondad tiene re­
lación con la tendencia y el apetito, la belleza tiene relación con el cono-
140
Edad Media

cimiento y la contemplación. Llamamos bueno a lo que gozamos cuando lo


poseemos como fin; bello es lo que nos place cuando lo contemplamos.
pulchra sunt quae visa placent (Bruyne, 1963: 646). Precisamente son el
oído y sobre todo la vista los más desinteresados de todos lo sentidos y los
que presentan un mayor alcance cognoscitivo, ya que gozan meramente de
la superficie de las cosas — no consumimos el objeto, dina Kant , mien­
tras que los sentidos inferiores (tacto, gusto, olfato) se relacionan con las
formas de deleite que derivan de las satisfacciones naturales (bonum habet
rationem finis, pulchrum pertinet ad rationem causae formalis). En la be­
lleza lo que nos place es la aprehensión, no el objeto; lo bello, de hecho, no
es contemplado en razón del fin, como lo bueno, sino de la causa formai.
Llamamos bellas a las cosas visibles y a los sonidos, pero no a los sabores
y a los olores.

Proportio, claritas, integritas


En la línea del Pseudo Dionisio, que había definido la belleza como con­
sonantia et claritas, Santo Tomás piensa que ad pulchritudine tria requirun­
tur, esto es, que en lo bello confluyen tres cualidades objetivas que se ofrecen
a la visio del contemplador y que son efectos de la Bondad y la Belleza crea­
dora y ordenadora de Dios: se trata de la proportio y la claritas, a las que
Santo Tomás añade la integritas o completitud, porque lo que se presenta ina­
cabado o fragmentario es feo.
(...) para la belleza se requiere lo siguiente: Primero, integridad o perfec­
ción, pues lo inacabado, por ser inacabado, es feo. También se requiere la debi­
da proporción o armonía. Por último, se precisa la claridad, de ahí que lo que
tiene nitidez de color sea llamado bello (Sum a d e T eo lo g ía I, c. 39, art. 8).

Estos tres requisitos formales que definen lo bello no sólo se dan en las co­
sas sensibles, sino también en las espirituales, que tienen su propia belleza. Si
podemos decir de un cuerpo que es bello porque sus partes son proporcionadas
y tiene el color debido, también podemos decir que un discurso es hermoso, o
que tiene claridad, o que la virtud es bella porque con la razón modera las ac­
ciones humanas. También se puede hablar de la belleza de las imágenes si re­
presentan perfectamente a su objeto, aunque este sea feo. Santo Tomas, si­
guiendo a San Agustín, ve la belleza perfecta en el Verbo de Dios, que es
imagen perfecta del Padre.
Decimos que un hombre es bello cuando las proporciones de sus miembros son
adecuadas en su cantidad y disposición, y cuando su color es claro y nítido. Del
mismo modo se debe decir de una cosa que es bella cuando posee la claridad
propia de su género, espiritual o corporal, y cuando está construida con la pro­
porción adecuada (D e d iv in is n om in ibu s 362).
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 141

Así pues, la visio o apprehensio estética no se refiere únicamente a la per­


cepción sensible, que se fija en las características formales del objeto, sino
también a la captación intelectual, a la visión interior de las perfecciones es­
pirituales.
Un ejemplo claro lo tenemos en la palabra visión, cuyo sentido original in­
dicaba el sentido de la vista; pero por la dignidad y certeza de este sentido, la
palabra se ha extendido, con el uso, para indicar todo conocimiento que se ob­
tiene por los sentidos (así decimos: mira cómo sabe, mira cómo huele, mira qué
caliente está); y también para indicar el conocimiento intelectual (Suma de
Teología I, c. 67, art. 1).

A este respecto, la aportación más relevante del tomismo a la historia de la


estética consiste en haber insistido, en el seno de una tradición fuertemente
metafisica, en aquellas características de rango formal que intervienen en la
belleza sensible. Es el sesgo que el empirismo de Aristóteles, y su formalismo,
conceden al pensamiento del Santo. A propósito del formalismo estético to­
mista Umberto Eco ha escrito:
El examen de los tres criterios formales de lo Bello nos ha llevado a reco­
nocerle una consistencia objetiva que se identifica con el aspecto formal de la
cosa; aspecto formal que, contemplado estéticamente, se manifiesta como tal y
reviste, en este encuentro, su cualidad estética, y confiere así un carácter con­
creto al valor Belleza. (...) Estas conclusiones nos parecen evidentes incluso no
considerando la forma más que como completa y proporcionada puesta en re­
lación con ima visio estética, una visio que sitúa al objeto í uè ratione causae
formalis (Eco, 1993: 136).

Belleza y finalidad
Para ejemplificar la validez de los criterios formales que definen lo bello,
Santo Tomás recurre de forma constante al cuerpo humano. En él la belleza
sensible y la espiritual se funden en una forma cuya nobleza y perfección son
superiores a las de las otras formas terrestres y que sugiere, a pequeña escala,
la perfección macrocósmica del universo. El concepto aristotélico de finalidad
orgánica es aquí vertebral, y las tradicionales relaciones entre el consenso en­
tre las partes — su sometimiento a un orden unitario— y su adecuación a un
fin — su funcionalidad— nuevamente convergen y se explicitan a la luz de un
interés metafisico.
Esta idea, que se remonta a la estética socrática de la adecuación, es extra­
polable a cualquier ámbito de la producción humana. Si la naturaleza obra en
función de un fin, también el arte, a imitación suya, está regido por su aboca­
miento a un fin que está en la mente del artista y según el cual éste verifica su
composición. En este contexto, que podríamos llamar pragmático, Santo To­
más vuelve a considerar el tópico patristico que distinguía entre instrumentos
142 Edad Media

y formas musicales psicagógicas y otras que, por su intensa apelación al placer


sensual, son desaconsejables para la formación del carácter. El acompaña­
miento musical de los textos religiosos perturba la captación del sentido sacro,
al envolverlos en una ola de emotividad que Santo Tomás desaprueba. Reco­
ge, así, los lamentos de San Agustín al haber prestado más atención al canto
que a la palabra, y denosta la entonación de cantos sagrados more theatrico.
Decididamente partidario de la fruición estética, sin embargo, Santo Tomás no
parece desaprobar la música profana ni la adaptación de textos burlescos a
melodías religiosas, que era usual en el Medievo. Radicalmente moderno en
este sentido, acepta el juego (ludus) y el juego verbal en particular (ilocus)
porque, desprovistos de otro interés que la propia satisfacción que desencade­
nan, proporcionan placer y sirven para disipar la fatiga del trabajo.
La música y el juego son para santo Tomás formas de comunicación sim­
ples. Igualmente sujetas a finalidad, pero más complejas, son las que se produ­
cen a través del simbolismo pictórico y escultórico y del alegorismo poético.
Tanto la naturaleza como las distintas artes productivas, revistan o no ca­
rácter estético, están orientadas a una finalidad específica dentro de la teleo­
logía sutilísima que ordena la obra de Dios.

La expresión simbólica
Simbolismo y alegorismo parecen, como defiende Eco (1993: 153), deci­
didamente alejados del hilemorfismo tomista. Para el pensamiento medieval el
mundo entero era un código cifrado, una monumental y compleja polifonía de
símbolos, una continua apelación a una verdad oculta. Si la metafísica del
Pseudo Dionisio había visto en el universo una imagen del esplendor de Dios,
Macrobio lo había contemplado como un espejo en el que se refleja el divino
rostro. Dios era el autor de un universo en clave cuya clave última era Dios
mismo. Las trayectorias hermenéuticas que suscitaron tanto el alegorismo uni­
versal como el correspondiente simbolismo metafisico las hemos visto con al­
gún detalle a propósito de la estética patrística. Pero
si volvemos al siglo xm con el fin de rebuscar en la obra de Tomás de Aquino
las señales dejadas por esta vasta corriente de sensibilidad, nos encontraremos
desorientados. El universo de las correspondencias baudelaireanas es comple­
tamente extraño a nuestro autor. No se trata de que esta corriente se suma en el
vacío, ya que continúa invadiendo la vida medieval, las obras de los místicos e,
incluso, las especulaciones de los enciclopedistas, que continuarán por mucho
tiempo disertando acerca de los muy sutiles significados de las flores, de las
piedras preciosas y de los animales. Pero en Tomás de Aquino, es decir, en la
manifestación filosófico-teológica más acabada de la época, todo esto ha des­
aparecido. Una evolución de este género no es inexplicable y la solución puede
sugerimos reflexiones inestimables (Eco, 1993:156).
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 143

Pasadas por el tamiz del empirismo aristotélico — y en particular de la Fí­


sica—, en la filosofía tomista las cosas recuperan su particular entidad, y así
el Aquinate se detiene especialmente en el estatuto ontològico y formal de la
cosa misma. Lejos de ser irreligiosa, esta posición supone y encumbra un tipo
nuevo de sensibilidad religiosa, según la cual la Providencia divina deja de ser
una provisora de signos para ser ima magistral organizadora de formas. Si, pa­
ra la mentalidad medieval, una cosa estaba en función de otra, desvaneciéndo­
se en cierto modo en la violencia de esa convocatoria de sentido, la cosa en sí
adquiere ahora un nuevo valor, al ser, para Santo Tomás, portadora específica
de un sentido particularmente adecuado a ella y con el que la liga una relación de
conveniencia.
Para Santo Tomás, es propio de la actividad poética el recurso a la metáfo­
ra, pero su valor es muy inferior al que tiene la especulación pura. El conjunto
de pericias técnicas propias del modus poeticus no constituyen, para el rigo­
rismo tomista, más que una infima doctrina según la cual es posible producir
construcciones imaginarias, composiciones fabulosas, en última instancia, in­
venciones complacientes.
A propósito de la exégesis bíblica, que había suscitado la defensa de lectu­
ras tan diversas (histórico-literal y espirituales, con matices diversos), Santo
Tomás defiende la copresencia de un sentido literal, que se refiere a los avata-
res de la historia del pueblo hebreo, y un sentido espiritual. Este último, cui­
dadosamente engarzado sobre la literalidad y la historia, reviste un triple as­
pecto:
1. Moral porque presta al hombre un modelo de conducta a través de la con­
ducta de Cristo.
2. Alegórico, en lo que el Antiguo Testamento tiene de anuncio y prefigura­
ción del Nuevo.
3. Anagògico, por cuanto apela a las realidades del cielo.

Lo que distingue la poesía profana de la Biblia es que Dios mismo ha sido


el artífice de las Sagradas Escrituras, y ha ordenado con detalle su forma y el
haz de sentidos que soporta. En cuanto a la literatura profana, Santo Tomás
habla de un sentido parabólico, de un uso legítimo — y convencional— de la
expresión figurada para producir placer estético.

La poética implícita en el pensamiento tomista


En El problema estético en Tomás de Aquino (1993), Umberto Eco se pre­
gunta «cómo se presentaría, de existir, una poética tomista», y propone que
«coincidiría con los principios de su estética, que vendrían a ser las normas de
organización que regulan una operación concreta». Los tres criterios formales
de la belleza, proportio, integritas y claritas, se reconstruirían aquí como los
144 Edad Media
tres criterios que permitirían evaluar el alcance estético de una obra literaria,
tal como es posible detectar en la aplicación de estos principios a la propia
producción poética tomista, fuertemente ligada, integradora y clara, reveladora
de una enorme pericia retórica.

Las cinco preguntas de Eco al pensamiento estético tomista


Recabando respuestas acerca de la relación que vincula la actividad pro­
ductora de formas artísticas con la belleza del objeto, ya producido, Umberto
Eco formula al corpus tomista cinco preguntas:
1. ¿Cuáles son las relaciones entre el arte y la naturaleza? ¿El arte es imitación
o creación? Para Eco, Santo Tomás se distancia del pensamiento de la
época al postular la actividad artística, al modo aristotélico, como buen ha­
cer técnico o «perfecta maestría» (ars est recta ratio factibilium). Esta per­
fecta maestría integra una pericia cognitiva y una productiva, un conoci­
miento y una virtud operativa del intelecto práctico, ya se aplique al
terreno plástico ya al retórico: ars sine scientia nihil est. EI artifex no sólo
imita la naturaleza sino que la somete a una reelaboración acorde con una
idea o forma ejemplar que está en su mente (domus praexistit in mente
aedificatoris) y que, obviamente, no está en la naturaleza.
2. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto ontològico de las formas artísticas? Para
Santo Tomás la forma artística, a pesar de que ostenta su particular digni­
dad, no podría competir nunca en valor ontològico con la naturaleza, que
es creación divina. Si Dios crea, el artista compone. Estamos lejos, como
se deja ver, de los postulados acerca de la superioridad ontològica del arte
que defenderán la estética romántica y la idealista.
3. ¿Cuál es la especificidad de la forma artística? El artifex concibe y actuali­
za formas con valor estético. Su perfección ontològica coincide exacta­
mente con su perfección estructural.
4. Acerca de la posible autonomía de las bellas artes entre las artes producti­
vas en general, Eco (1993: 190) señala que todo el Medievo «posee una
conciencia insuficiente de lo que es [en sentido moderno] específicamente
artístico». La Edad Media mezclaba las artes útiles y las bellas artes y si
las separaba era únicamente en razón de la nobleza que se consideraba
inherente a cada una de ellas. La distinción entre artes serviles o manuales
y artes liberales o no manuales ya aparecía en Aristóteles y es adaptada por
Santo Tomás a la hora de apreciar las artes liberales por encima de las
serviles, aquellas que comprometen el alma sobre aquellas que comprome­
ten las manos.
5. Finalmente, ¿hay, en el sistema tomista, una autonomía del arte en sentido
moderno? La operación artística tiende para Santo Tomás a la obra bien
hecha. Ars est recta ratio factibilium y precisamente ese buen hacer, y su
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 145
adecuación a un fin, es lo que cuenta para la actividad creadora de formas
artísticas. La noción de autonomía del arte es aberrante, por lo tanto, en el
seno de un sistema filosófico que se afirma sobre la perspectiva de un fi­
nalismo integral y en cuyo interior la actividad compositiva del artífice no
es otra cosa que un eslabón en la cadena de las finalidades, ya sean estas
complacer, transmitir la verdad, etc. La forma artística es, pues, heteróno-
ma, se presenta regida, para Santo Tomás, por las leyes que dictan sus es­
pecíficas finalidades. Un objeto, así, por ejemplo, un ídolo pagano, puede
estar adecuadamente proporcionado y estar bien coloreado, pero, en tanto
el mensaje que transmite es inmoral, y falso, introduce en el universo ima
disonancia. La belléza formal corre aparejada a la belleza ontològica. Para
la metafísica tomista la belleza de las formas es belleza que se inscribe en
la armonía superior del cosmos.

La crítica de la escolástica post-tomista al concepto deforma

La filosofía posterior descubrirá en la estética tomista una aporía: si la be­


lleza de las formas es a la vez belleza ontològica, belleza participada de la Be­
lleza de Dios y sometida a la excelsitud de sus designios, sólo Él es verdade­
ramente capaz de conocer en qué se cifra la belleza de las cosas. El juicio
humano es capaz de aprehender la belleza superficial pero incapaz de detallar
la belleza profunda, aquella que se identifica con su interés en el seno de una
teleología metafísica y, por lo tanto, con su perfección ontològica.

4. La E scolástica tardía

La Escolástica tardía no se preocupó apenas de cuestiones estéticas. Los


dos máximos representantes de esta corriente — Juan Duns Escoto y Guiller­
mo de Ockham— realizaron una revisión crítica del pensamiento escolástico
anterior que supuso prácticamente la disolución del mismo y la apertura de
nuevos horizontes en ámbitos muy diversos (filosóficos, religiosos, políticos o
científicos) que preludiaban la llegada del Renacimiento. Centrados en esta
revisión de la problemática que había ocupado a la Patrística y la Escolástica
anteriores, las preocupaciones estéticas en las obras de estos dos autores son
tan sólo marginales. Surgen al querer precisar algunos conceptos o como con­
secuencia del propio desarrollo doctrinal.
Pese a las coincidencias entre Duns Escoto y Guillermo de Ockham, este
último representa una nueva tendencia, la llamada via moderna, que los pro­
pios pensadores medievales oponían a la via antiqua, que se nutre del pensa­
miento de los escolásticos del s. xni y en particular del albertismo,. del tomis-
146
Edad Media

mo y del escotismo. Estas dos vías, antiqua y moderna, tienen su punto fun­
damental de discrepancia en relación con el problema de los universales, al
que Guillermo de Ockham dotará de una solución moderna a través del nomi­
nalismo.

JUAN D U NS ESCOTO

La crítica más profunda a la filosofía tomista fue la de Juan Duns Escoto


(1266-1308). Nacido en Duns (Escocia), ingresó a los quince años en la orden
franciscana y recibió su formación académica en Oxford y Cambridge, centros
en los que, andando el tiempo, él mismo impartiría sus enseñanzas. Entre 1302
y 1305 se desplaza a París para obtener allí el grado de magister y es en esta
ciudad donde escribe la mayor parte de su obra. De vuelta en Oxford es recla­
mado desde Colonia, ciudad en la que muere. Los franciscanos han considera­
do la filosofía escotista como la oficial de la orden. Se reúnen en ella el men­
saje apostólico de Juan, «Dios es amor», con la actitud vital de Francisco de
Asís, fundador de la orden; la apasionada adhesión escotista a la filosofía amo­
rosa de San Agustín, Anselmo, Buenaventura y Avicena no hace más que in­
crementarlos. Difícil de abordar, merece plenamente la fama de doctor sutil
que la tradición le ha dado.
Duns Escoto da un nuevo sentido al concepto deforma. Dada la importancia
que cobra el ser individual en su filosofía, el concepto deforma pierde el sentido
que había adquirido en la estética tomista, en la que era entendida como esencia
conceptual de los seres (eidos o entelequia). Para Duns Escoto forma tiene el
significado de figura o disposición extema de las partes en un ser en concreto.
Recordemos que para la filosofía escolástica de corte aristotélico el individuo re­
presenta a la especie, mientras que para Duns Escoto la especie, presente en los
seres como natura communis, es una realidad distinta de la individualidad o
haecceitas. Por ello la especie no puede ser el origen de las características indi­
viduales de un ser concreto, gracias a las cuales es éste (haec est) y no otro. La
haecceitas o heceidad es la forma y perfección que hacen que algo sea específi­
camente lo que es y que se distinga de todos los demas seres.
El concepto escotista de belleza aparece asimismo ligado al ser concreto, a
su forma y a la relación establecida entre sus componentes. La belleza no es
una cualidad especial de un cuerpo hermoso, sino la conveniencia de todas las
cualidades adecuadas a ese cuerpo en cuanto a la forma, el tamaño, el color,
etc., así como la relación de todas ellas en el conjunto y entre sí. Esta defini­
ción de belleza es válida igualmente para la belleza moral y espiritual: la bon­
dad moral de un acto se basa en la relación sistemática y proporcionada entre
los elementos de dicho acto. Cualquier desproporción o desorden — por
ejemplo, entre la esencia de ese acto y el tiempo, modo o lugar de realiza­
ción— introduce en él maldad y fealdad.
Aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético-literario 147

La belleza así considerada, como conjunto de propiedades y relaciones


(Tatarkiewicz, 1992: 239) no se alejaba del objetivismo griego que la definía
como fruto de la relación de las partes materiales de un ser, pero iniciaba el
camino que posteriormente habría de conducir a Ockham a rechazar la belleza
como substancia en nombre del nominalismo.
Otros conceptos estéticos a los que prestó atención Juan Duns Escoto son
los de creador y creación. Para él los artistas no son auténticos creadores; sólo
Dios, que crea de la nada (ex nihilo), y guiado únicamente por su propia vo­
luntad y omnipotencia, puede ser catalogado de tal. Esta idea habría de sus­
cribirla Ockham ya bien entrado el s. xiv.

GUILLERMO DE OCKHAM

Guillermo de Ockham (1280-1349) nació en Ockham, provincia de Surrey


(Inglaterra), entró en la orden franciscana y estudió en Oxford, donde habría
de enseñar en calidad de baccalaureus en tomo a 1320. Antes de obtener la
dignidad de magister, el canciller de la universidad lo acusó de herejía ante el
papa Juan XXII en Aviñón: en la llamada «contienda por la pureza», Ockham
había defendido, contra el criterio papal, que no sólo los frailes no podían po­
seer nada, sino que la orden tampoco. Antes de clausurado el proceso,
Ockham huye a Pisa con el emperador Luis IV, con el que pasará a Munich.
Excomulgados ambos, Ockham parece haberle prometido a su protector:
«Defiéndeme tú con la espada, que yo te defenderé con la pluma». Iniciaba,
así, un cierto movimiento en favor de la secularización de la ciencia. Se des­
conoce si, ya muerto el emperador, Ockham logró su ansiada reconcliación
con la Iglesia antes de morir en Múnich en 1349. No habiéndole sido concedi­
da la dignidad de doctor por ningún studium, la tradición escolástica lo obse­
quió con la designación de Venerabilis Inceptor.
Ockham escribió un Comentario de las Sentencias, analizó detenidamente
la Lógica y la Física de Aristóteles, publicó sus quodlibet y la Suma de toda
Lógica. En 1339 la Universidad de París prohíbe sus doctrinas; el papado re­
comienda mantenerse al margen de este sofista; siglo y medio después, Luis
XI se hace eco mediante un edicto de la prohibición. Su influencia, así, corre
secretamente por las arterias de la filosofía y la encontramos reverdecida en
David Hume y en la lingüística contemporánea, que reconoce en él a un
maestro. Es en Guillermo de Ockham en quien Roman Jakobson está pensan­
do cuando dice: «La definición medieval de signo — aliquid stat pro aliquo—,
que nuestra época ha resucitado, siempre se mostró válida y fecunda»
(Hochart, 1976: 380). Y así, al igual que ocurrió con Duns Scoto, tampoco
Guillermo de Ockham desarrolla un pensamiento estético sistemático, pero su
teoría del nominalismo adquirió una repercusión inmediata en el ámbito filo­
Edad Media
148
sófico del momento y una incidencia más lenta y soterrada, pero igualmente
importante, en el terreno de la teoría de la literatura. Veamos cuál es esta teo-

Ockham aplicó su «principio de la navaja» (non sunt multiplicanda entia


sine necessitate) corno una disciplina de pensamiento que evita establecer una
pluralidad allí donde la razón, la experiencia o la autoridad de las Escrituras
no nos lo aconsejan. Para él las únicas sustancias son las sustancias individua­
les y sus propiedades. Los universales — el género, la especie no son reales
ni están presentes en las cosas reales. Con esta afirmación se rechaza de una
vez la postura de los platónicos, para los que los conceptos universales son
anteriores a las cosas {ante rem), y la de los aristotélicos, que los situaban en
las cosas mismas {in re): la forma o esencia universal se encuentra en cada ser
particular aglutinada con la materia, y de ahí puede abstraería la mente huma­
na y conocerla (post rem), pero siempre admitiendo la realidad de su existen­
cia. Para Guillermo de Ockham, por el contrario, los universales son única­
mente términos mentales (conceptos) o términos orales o escritos (palabras)
que entran a formar parte de las proposiciones mentales, orales o escritas y
significan, por sustitución (suppositio), las cosas reales. Es decir, son signos
que sustituyen en los distintos tipos de discursos a los seres singulares o a un
conjunto de seres en virtud de sus características comunes. De este modo, en
la filosofía ockhamista se establece con claridad la distinción entre el plano
conceptual y el plano real, entre término y res, o, lo que es lo mismo, entre
significado y referente. Esto equivale a reconocer que la lógica, la ciencia o la
literatura no se refieren directamente a las cosas y seres reales sino a los con­
ceptos y palabras que los representan.
Ciñéndonos al terreno de la literatura y la teoría literaria, hemos de reco­
nocer el enorme avance que una filosofía de tal naturaleza supone para el re­
conocimiento de la libertad y autonomía de la palabra. En efecto, al suprimir
las esencias del terreno de lo real y reducirlas al terreno discursivo, el escritor
puede jugar con mayores posibilidades a la hora de emplear palabras y símbo­
los.
TEXTOS PARA COMENTARIO

Lo bello y el bien son lo mismo porque se fundamentan en lo mismo, la forma. Por


eso s e c a n ta e l bien p o r b e llo . Pero difieren en la razón. Pues el bien va referido al
apetito, ya que es bien lo que todos apetecen. Y así, tiene razón de bien, pues el apetito
es como una tendencia a algo. Lo bello, por su parte, va referido al entendimiento, ya
que se llama bello a lo que agrada a la vista. De ahí que lo bello consista en una ade­
cuada proporción, porque el sentido se deleita en las cosas bien proporcionadas como
semejantes a sí, ya que el sentido, como facultad cognoscitiva, es un cierto entendi­
miento. Y como quiera que el conocimiento se hace por asimilación, y la semejanza va
referida a la forma, lo bello pertenece propiamente a la razón de la causa formal.
(Santo Tomás de Aquino, Su m a d e T eo lo g ía I, c. 5, art. 4.)

La proporción se entiende de dos maneras. Una, como relación entre cantidades.


Así, el doble, el triple, el igual son especies de la proporción. Otra, como relación cual­
quiera entre cosas. Así puede haber relación entre la criatura y Dios como la puede ha­
ber entre efecto y causa o como entre potencia y acto. En este sentido el entendimiento
creado está en proporción para poder conocer a Dios.
(Santo Tomás de Aquino, Sum a d e T eo lo g ía I, c. 12, art. 1.)

El bien del arte se considera no en el mismo artista, sino más bien en la misma
obra de arte, ya que el arte es la recta razón de lo factible, y la producción que se plas­
ma en una materia exterior, no es perfección del productor, sino de la obra hecha, como
el movimiento es acto del sujeto móvil; y el arte versa sobre lo factible. El bien de la
prudencia, en cambio, se considera en el mismo agente, cuya perfección es el obrar
Edad Media
150
mismo, pues la prudencia es la recta razón de lo agible, según se ha dicho (a. 4). De ahí
quepara el arte no se requiera que el artista obre bien, sino que haga una obra buen
Se requeriría, más bien, que el producto del artífice obrase bien; por ejemplo, que el
cuchillo cortase bien o que la sierra serrase bien, si estos instrumentos fuesen capaces
de actuar por sí, y no más bien de ser movidos, ya que no tienen dominio de su acto.
Por tanto, el arte no es necesario para que viva bien el mismo artífice, sino tan solo p
ra hacer una buena obra de arte y conservarla. , T TT
(Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología 1-11, c. o /, art. o.)

El uso de estas cosas necesarias lleva consigo un cierto deleite esencial Por el
contrario, es cosa secundaria toda añadidura a este uso esencial, que lo hace mas agra­
dable. Tales son la belleza y los adornos de la mujer o el buen sabor y olor de los

ma (Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología II-II (b), c. 141, art. 5.)

Tal como podemos deducir de las palabras de Dionisio en IV De Dtv. Nom con­
curren en la noción de bello o decoroso el brillo y la proporción debida En efecto, se­
gún él, Dios es llamado bello como causa de la armonía y del brillo del universo. Por
eso la belleza del cuerpo consiste en que el hombre tenga los miembros corporales bien
proporcionados, con un cierto esplendor del color conveniente. De igual modo, la be­
lleza espiritual consiste en que la conducta del hombre, es decir, sus acciones, sea pro­
porcionada según el esplendor espiritual de la razón. Ahora bien: esto-pertenece a la ra-
£ n de honesto! lo cui ya dijimos (a. 1) ,»e coincide con la vmrnd, h £ * »
todas las cosas humanas conforme a la razón. De ahí que diga Agustín en el libro Oc­
toginta trium Quaest.: Consideramos honesto la belleza inteligible, a la cual ll™ a™os’
con razón, espiritual. Y más adelante añade: Hay muchas cosas visibles bellas, a las
que llamamos honestas con menos propiedad. , ,. - , n ,
(Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología II-II (b), c. 145, art. 2.)

La belleza que vi no sólo está por encima de nosotros, sino que tengo por cierto
que sólo su hacedor puede gozarla completa. . VVY 1Q1i i
(Dante, La Divina Comedia, Paraíso XXX, I v - l i .)
Textos para comentario 151

Ha de saberse, pues, que así como el arte se encuentra en tres situaciones, es decir, en
la mente del artista, en el instrumento y en la materia elaborada por el arte, de igual mane­
ra podemos considerar a la naturaleza en tres situaciones. Está, en efecto, la naturaleza en
la mente del primer motor, que es Dios; luego en el cielo, como en instrumento mediante
el cual la semejanza con la bondad divina se desenvuelve en la materia fluida. Y así como
cuando existe un artista perfecto que posee un excelente instrumento, si hay defectos en la
forma artística, deben ser imputados solamente a la materia, así también, siendo Dios la
perfección suprema y no careciendo su órgano, que es el cielo, de ninguna conveniente
perfección, como saben los que han estudiado la naturaleza del cielo, mientras que, por el
contrario, todo lo que es bueno en las cosas inferiores, como no puede provenir de dicha
materia, que es mera potencia, será obra de Dios artífice, y secundariamente del cielo, que
es el instrumento del arte divino, llamado comúnmente naturaleza.
(Dante, E l C o n v ite II, II, 2-3.)

Ÿ cuando el cuerpo está bien ordenado y dispuesto, es hermoso en el conjunto total


y en las partes, porque el orden debido de nuestros miembros proporciona el placer de
ima admirable y misteriosa armonía, y la buena disposición, es decir, la salud, pone so­
bre le cuerpo un color dulce y grato a la vista. Así pues, afirmar que la naturaleza noble
embellece y da proporción armónica al cuerpo, no quiere decir otra cosa sino que lo
acomoda a la perfección del orden, y de la misma manera que las virtudes antes expli­
cadas, esta belleza es necesaria a la adolescencia; las cuales cosas, el alma noble, es
decir, la naturaleza noble, [da y] a ellas tiende principalmente, pues, como hemos di­
cho, esta naturaleza ha sido sembrada por la divina Providencia.
(Dante, E l C o n vite IV, XXV, 12-13.)

Digo además que el ser, la unidad y la bondad tienen un orden ascendente entre sí
según el quinto modo de denominar la prioridad. Porque el ser precede por naturaleza a
la unidad, y ésta, a su vez, a la bondad, porque cuanto mayor es el ser, mayor es su
unidad, y la unidad mayor es la máxima bondad. Por lo cual, en todo género de cosas,
aquella es óptima que es mayormente una, como lo prueba el Filósofo en el libro D e l
s e r s im p lic ite r. De ahí que la unidad del ser sea la razón de su bondad, y la pluralidad,
la raíz del mal.
(Dante, L a M o n a rq u ía I, XV, 1-2.)
C a p ít u l o H I

LA RETÓRICA EN LA EDAD MEDIA

La retórica había alcanzado su desarrollo pleno en la Grecia clásica como


arte del discurso oral. Como tal arte fue heredado por los romanos y cultivado
abundantemente en los años de la República. Pero con la llegada del Imperio
se suprimió en Roma la libertad de expresión, especialmente en materia políti­
ca, razón por la cual el discurso deliberativo, el género retórico más genuina­
mente romano perdió su razón de ser. Sólo estaban permitidos los otros dos
géneros de oratoria: el discurso forense o jurídico y el epidictico. El primero,
excesivamente formalizado, estaba en manos de técnicos en leyes. Sólo el dis­
curso epidictico conservaba el impulso creativo propio de la retórica.
Poco a poco la retórica limitó su ámbito a las escuelas en donde se convir­
tió en disciplina complementaria de la gramática para el conocimiento y do­
minio de la lengua escrita o hablada. De este modo perdió gran parte de su
cometido originario y de su fuerza creativa hasta quedar reducida a servir de
guía en la realización de ejercicios escolares de oratoria simulada. Se trata de
las declamatio, controversiae, suasoriae o progymnasmata presentes en las
escuelas de la última etapa del Imperio.
En los tratados últimos de la Antigüedad tardía y en los primeros tratados
medievales apareció la tendencia progresiva a vincular el estudio de la retórica
al de otras artes discursivas — gramática y dialéctica— e incluso a que parte
del contenido de aquélla fuese absorbido por éstas. Tal tendencia acabó con­
solidándose al implantarse el Septenium, programa de estudios que estuvo vi­
gente a lo largo de toda la Edad Media. La obra De Nuptiis Philologiae et
Mercurii de Marciano Capella (410-427) fijó la disposición jerárquica de las
materias dentro de dicho programa — gramática, dialéctica, reórica, geometría,
aritmética, astronomía y música—. Esta obra, de carácter alegórico, inauguró
también un tratamiento enciclopédico de las siete materias que componían di­
cho plan. Y, en lo que a retórica se refiere, Capella se limita a hacer un com­
pendio poco profundo de la doctrina ciceroniana. Esta obra tuvo una influen-
154 Edad Media

cia decisiva a lo largo de toda la Edad Media y fue seguida por otros estudio­
sos de la época tanto en su presentación enciclopédica como en el tratamiento
que recibe la disciplina retórica.
En efecto, son numerosos los tratados enciclopédicos escritos a comienzos
de la Edad Media que no aportan, en materia retórica, modificaciones sustan­
ciales al acervo teórico recibido de la Antigüedad. Se limitan a realizar com­
pendios o comentarios de la doctrina ciceroniana o pseudociceroniana, más o
menos fieles, y siempre incompletos en alguna medida. Posteriormente los
estudiosos del discurso elaboran obras de mayor originalidad en las que toman
de la retórica clásica sólo aquellos aspectos doctrinales que les resultaban úti­
les para la composición de tratados sobre nuevos géneros de discurso cartas,
documentos, sermones u otras formas nuevas de oratoria—. Los autores de
estos tratados muestran un mayor grado de iniciativa: ya no se limitan a repro­
ducir y comentar las obras de la retórica grecolatina, sino que crean un sistema
retórico nuevo al adaptar algunas partes de la disciplina clásica a una forma
específica de discurso. Como ejemplo de este segundo tipo de tratados enci­
clopédicos hay que citar la obra De institutione clericorum de Rabano Mauro
(776-856). Él fue el primero en realizar una selección pragmática de las doc­
trinas de la retórica que le eran de utilidad para su propósito — la predicación
cristiana—, prescindiendo tanto del origen de las mismas como del sistema en
el que estaban incluidas. Esta obra señala el cambio de rumbo en la retórica
medieval que va a dar lugar a la aparición de muy distintas artes ars dicta-
minis, ars poetriae, ars praedicandi, ars notaría, ars arengandi .
Pese a que la tónica general en los primeros años de la Edad Media era la
inclusión de la retórica en los tratados enciclopédicos de los que venimos ha­
blando, hay que señalar, sin embargo, la temprana presencia de una obra que
había elegido un camino distinto para el estudio de la retórica. Se trata de De
doctrina christiana de San Agustín, escrita entre 396-426. En ella se afronta el
estudio de esta disciplina en solitario y se anticipa la dirección definitiva
adoptada por la retórica medieval, ya que contiene el fundamento de la teoría
sobre la predicación, como después veremos.
Además, De doctrina tiene el mérito de haber disipado definitivamente las
reticencias de los Padres de la Iglesia hacia la retórica. La obra apareció en
medio de las polémicas existentes en el seno de la Iglesia sobre si la cultura
grecorromana en general era o no compatible con la fe y si la retórica, en par­
ticular, podía ser utilizada para la divulgación de la doctrina cristiana. La
postura más generalizada entre los Padres de la Iglesia, pese a que la forma­
ción de los oradores eclesiásticos provenía de la retórica, era la de rechazo por
considerarla como disciplina propiamente pagana. De hecho, el modo de pre­
dicación más difundido era la homilía, género antirretórico cuya única norma
era la sencillez y claridad en la transmisión de las verdades cristianas. Sin em­
bargo, algunas voces en el seno de la Iglesia abogaban por la inclusion de la
La retòrica en la Edad Media 155
retórica en el nuevo orden en tanto que arma poderosa para la conversion de
las almas. San Agustín, antiguo profesor de retórica, era la voz más significa­
tiva en la defensa de la retórica y el que consiguió, por su enorme prestigio
dentro de la Iglesia, ponerla al servicio no sólo de la predicación sino también
de la educación eclesiástica.
En conclusión, se puede decir que hasta el año 1050 los tratados retóricos
medievales estaban incluidos en obras enciclopédicas sobre las siete artes libe­
rales, o bien, aunque era menos frecuente, adoptaban la forma de un tratado
monográfico sobre la retórica en general o sobre alguna de sus partes.
A partir del siglo xi, el tratamiento de la retórica cambia sustancialmente y
adquiere una orientación eminentemente práctica. Es la época de los tratados
sobre distintas artes que frieron apareciendo sucesivamente en el. tiempo: ars
dictaminis (s. xi), ars poetriae (s. xn) y ars praedicandi (s. xni), hasta que en
el siglo XIV se da una coexistencia de todas estas prácticas retóricas.
Tal como apunta Farai (1924 :: 1982: 13), existen numerosas coincidencias
entre los distintos tipos de ars, pues con frecuencia proponen principios idénti­
cos para las diversas especies de discurso. Sin embargo es lógico estudiarlas por
separado, dado que cada una de ellas tiene una finalidad específica — la compo­
sición de una variedad de discurso— y unos receptores concretos. Por eso, a
continuación vamos a analizar el nacimiento y el desarrollo de cada una de estas
formas discursivas y de los tratados que se ocuparon de ellas.

ARS DICTAMINIS

El ars dictaminis o arte epistolar es una práctica retórica propia de la Edad


Media que surgió de las necesidades de la administración. Estaba orientada a
la redacción de cartas y documentos.
Enviar mensajes a distancia era práctica antigua en la civilización occiden­
tal, más vinculada, sin embargo, al lenguaje oral que al escrito. Con frecuencia
el mensaje oral iba acompañado de otro escrito que garantizaba la fidelidad de
las palabras reproducidas.
En el mundo romano la educación con abundante carga retórica preparaba
al estudiante para hablar y escribir correctamente. Saber escribir cartas era una
muestra más de la buena educación recibida. No obstante parece que ya entre
los romanos era frecuente dictar cartas {dictare) para que un amanuense las
escribiera.
A la caída del Imperio Romano, en la época merovingia y carolingia los
reyes eran analfabetos y carecían, por tanto, de la capacidad de escribir cartas
e incluso de dictarlas, dado su bajo nivel cultural. Por ello incorporaron a sus
cortes un ministro culto capacitado para redactar cartas y documentos. Así, por
ejemplo, Casiodoro fue el ministro culto de Teodorico, rey ostrogodo de Italia.
156
Edad Media

En los siglos vn, vm y ix la decadencia cultural fue todavía mayor y la si­


tuación se hizo más difícil — Carlomagno no dispuso siquiera de un ministro
como Casiodoro—. Paradójicamente la administración se complicaba cada
vez más por la variedad de contratos y rangos sociales—. Todo ello originó la
fijación de fórmulas —formulae— que se utilizaban en distintas situaciones
administrativas cambiando los datos — nombre, rango, etc. con vistas a la
simplificación de la burocracia.
Esta situación propició el nacimiento del ars dictaminis, teoría sobre la es­
critura de cartas que constituye un intento de adaptar la retórica antigua, y más
concretamente la ciceroniana, a este tipo de práctica discursiva (Curtius, 1948..
1989: 118). Aunque su nacimiento aparece vinculado al monasterio benedicti­
no de Montecasino, situado en el centro de Italia, y muy especialmente a la fi­
gura del monje Alberico, es muy probable que contase con otros antecedentes
si no teóricos, sí prácticos, como lo prueba la existencia de una carta de Gunzo
de Novara (s. x) a los monjes de Reichanau, compuesta de acuerdo con pre­
ceptos teóricos muy posteriores (Kristeller, 1979:: 1993: 308).
Las obras de Alberico de Montecasino (siglo xi) — Dictamini radii o Flo­
res rhetorici y Breviarium de dictamine— contienen ya los elementos esencia­
les del ars dictaminis: aplicación de los principios retóricos a la composición
de cartas, división de la carta en cuatro partes tomadas del discurso retórico ci­
ceroniano, atención preferente a las partes introductorias — exordia, salutatio­
nes— que van a ser un rasgo esencial de este tipo de discurso, recomendacio­
nes sobre el uso de colores, etc.
Así pues, partiendo del monasterio de Montecasino y de las obras de Al­
berico, el género epistolar se extendió hacia el norte de Italia. Bolonia fue su
nuevo centro. Allí se creó una poderosa escuela con escritores muy influyen­
tes, laicos y clérigos, que, a lo largo de 300 años (siglos xn, xin, xiv), fijaron
las pautas del arte epistolar. Entre los autores que formaban parte de la escuela
boloñesa se entablaron numerosas polémicas en las que se ponía de manifiesto
el enfrentamiento entre los dictatores clérigos y laicos. Precisamente estos úl­
timos comenzaron a autodenominarse dictatores y a ofrecer su arte como una
profesión que constituía su medio de vida. En este contexto hay que entender
la ponderación que hacen de su originalidad y de las diferencias de su arte con
respecto al de los clérigos como formas de propaganda más que otra cosa.
Los tratados de la escuela de Bolonia introducen novedades tales como la
fijación del número de partes de una carta en cinco: salutatio, benevolentiae
captatio, narratio, petitio y conclusio, adaptación analógica de las seis esta­
blecidas por Cicerón para la oratio. Desde el puntò de vista teórico sólo se de­
sarrollan las partes introductorias, mientras que a las restantes se les presta una
atención superficial. Por primera vez se intenta establecer un índice de distin­
tos niveles de virtuales destinatarios, que contempla desde el Papa al amigo.
Otra novedad es la aparición, junto a los tratados teóricos, de un apéndice de
La retòrica en la Edad Media 157

cartas modelo destinadas a ser reproducidas con las variaciones necesarias.


Estos apéndices recibieron el nombre de dictaminum o dictamina para dife­
renciarlos del tratado teórico, ars dictaminis.
Desde Bolonia el ars dictaminis se extendió a toda Europa — primero a
Francia, Inglaterra (s. xn), después a Alemania, España— y alcanzó un auge
definitivo en la segunda fase italiana (siglos xm y xiv) en la que Bolonia con­
servó su posición hegemónica con autores tan conocidos como Boncompagno
o Guido Faba.
En su expansión por el occidente europeo la doctrina básica de este arte
establecida por los boloñeses sufrió escasísimas modificaciones. Pero sí hay
que destacar que en su fase franco-inglesa nunca tuvo el grado de autonomía y
especificidad que alcanzó en las dos fases italianas. Por el contrario, en las es­
cuelas franco-inglesas el título de ars dictaminis con frecuencia escondía un
tratado sobre la composición en prosa y, en ocasiones, las artes dictaminis fi­
guraban como un apartado dentro de los tratados gramaticales. Incluso llega­
ron a formar parte de los tratados sobre versificación escritos por conocidos
gramáticos como Godofredo de Vinsauf o Juan de Garlande. De todo ello pa­
rece deducirse que los tratadistas franceses consideraban la epistolografia co­
mo uno más dentro de los tipos de escritura y la incluían en el amplio marco
humanístico.
En esa segunda fase italiana, a la que nos hemos referido anteriormente,
los tratados de ars dictaminis presentaban la tendencia a estudiar por sepa­
rado distintas partes de la carta, Pero la mayor novedad era el apéndice que
añadían algunos de estos tratados dedicado al cursus: formas rítmicas al fi­
nal de una oración o para todo el texto de la carta. La prosa rítmica contaba
con numerosos antecedentes desde Cicerón y fue cultivada abundantemente
a lo largo de toda la Edad Media por la Iglesia en los himnos, cartas y do­
cumentos de la curia papal, pero no entró a formar parte de las artes dicta­
minis hasta que la doctrina sobre el discurso epistolar estuvo completa y
consolidada. Pese a estas novedades, la doctrina seguía siendo básicamente
la misma y, poco a poco, se fue automatizando hasta que los tratados se
convirtieron en unas tablas de fórmulas variadas para las distintas partes de
la carta por las que cualquier usuario, sin grandes conocimientos, podía
componer una. De este modo, tal como apunta Murphy (1974:: 1986: 268),
las artes dictaminis en tanto que propuestas de un formato establecido, des­
embocaron en el ars notaría que contó con un brillante desarrollo en la uni­
versidad de Bolonia, especialmente en el siglo xm. La redacción de todo ti­
po de documentos respondía a unos formularios previos recogidos en los
tratados de ars notaría. Summa artis notariae (1256) de Rolandino Passag-
gerius marcó la pauta de estos tratados.
158
Edad Media

ARS POETRIAE

(Se estudiarán en el apartado dedicado a la poética medieval en su conjun­


to.)

ARS PRAEDICANDI

Constituye un nuevo intento de aplicar la retórica al discurso oral, concre­


tamente a la predicación cristiana, y da origen a la aparición de un nuevo gé­
nero retórico: el sermón eclesiástico
Sin embargo, la predicación no es una práctica discursiva que aparezca en
la Edad Media por primera vez. Por el contrario contaba con una larga tradi­
ción en el culto judío, basado todo él en el discurso oral oración, lectura
bíblica, exégesis de las Escrituras—. De él heredó Jesucristo el modelo de di­
fusión para su doctrina, la forma de composición de sus discursos y muchos de
los procedimientos retóricos. Con posterioridad, y por mandato expreso del
propio Jesucristo, sus seguidores continuaron cultivando la predicación, to­
mando como modelo los Evangelios o algunos de los sermones precedentes.
Como consecuencia de esta orden directa del propio Cristo, el sermón pasó a
ser un elemento fundamental dentro del culto cristiano y el número de sermo­
nes pronunciados en las iglesias sería incomparablemente superior a la pro­
ducción oratoria de Grecia y Roma. Por ello resulta muy sorprendente que las
obras teóricas que recogen los principios esenciales de la composición de ser­
mones — ars praedicandi o ars sermocinandi— no aparezcan hasta el siglo xm.
Cabe preguntarse el porqué de esta tardanza en la publicación de obras
teóricas sobre una práctica habitual en las comunidades cristianas. Una de las
razones fundamentales tiene su origen sin duda de la desconfianza hacia la
retórica que pervivía en ciertos sectores de la Iglesia. Tal desconfianza les lle­
vaba a cultivar un tipo de sermón — la homilía—, que se caracteriza por una
sencillez intencionada y un total desinterés por la forma de composición. La
homilía perseguía sobre todo el hacerse entender por todo tipo de público. Este
enfoque ateórico de la predicación convivía con otro mucho mas sistematico y,
en un principio, minoritario. Ello explicaría por qué a lo largo de ocho siglos
sólo hay algunas aportaciones interesantes a la organización sistemática de este
tipo de discurso, que adopta de modo explícito las pautas de la retórica antigua.
De doctrina Christiana de S. Agustín es el primer tratado teórico-preceptivo
sobre la predicación. En él el autor recomienda a los predicadores cristianos el
estudio de la retórica clásica en la que encontrarán útiles consejos para la elabo­
ración y la pronunciación del sermón. Con esta obra, como queda apuntado an­
teriormente, San Agustín logra vencer las reticencias de la Iglesia hacia la retóri-
La retorica en la Edad Media 159

ca por su vinculación al sistema educativo pagano con objetivos amorales y po­


líticos. En consecuencia, la significación de esta obra es enorme porque abre el
camino a otros teóricos posteriores con gran influencia en la formación de predi­
cadores — San Gregorio Magno (540-604), Rabano Mauro (776-856), Guiberto
de Nogent (1053-1124), Alano de Lila, como figuras más significativas—. Estos
autores escriben los primeros tratados sobre la predicación que, en rigor, no son
todavía ars praedicandi, ya que se interesan más por el tema de la predicación
que por el modo de predicar y sugieren con frecuencia que sus preceptos provie­
nen antes de la experiencia que de la retórica antigua.
Entrado ya el siglo xiii, se produce la verdadera eclosión de artes praedi­
candi en las que el nuevo género del sermón se muestra consolidado — au­
tores conocidos de estos tratados son: A. de Ashby, T. de Salisbury (T. Cha-
bham), R. Thetford o T. Waleys en el s. xiii, y T. Todi o R. de Basevom, en el
s. XIV—. Esta aparición repentina y abundante parece confirmar que el género
del sermón artístico contaba con un cultivo práctico anterior al año 1200. Los
mencionados tratados lo que hacen es recoger los aspectos esenciales del gé­
nero una vez que se establece como discurso independiente. En opinión de
Murphy (1986), el sermón artístico habría nacido del interés existente en el
siglo XII por la cooperación entre las distintas artes — gramática, dialéctica,
física, teología, retórica, etc.—. El sermón sería el más claro expónente de tal
cooperación. En este contexto, los nuevos tratados no disimulan ya su adhe­
sión a la retórica antigua ni por la composición del sermón, tomada del discur­
so de los oradores clásicos, ni por el reconocimiento explícito de objetivos
comunes entre la retórica y la predicación — la persuasión de las almas a obrar
el bien y evitar el mal—. Era frecuente, sin embargo, que los teóricos del ars
praedicandi adoptasen una nomenclatura propia para denominar las distintas
partes del sermón: antethema o protema, thema, divisio, etc., por las dificulta­
des que encontraban a la hora de establecer una clara correspondencia entre las
partes del sermón y las de la oratio romana.
La estructuración característica del sermón eclesiástico suele presentar las
siguientes partes:

— Un prólogo con el que el predicador pretende captar la atención del


público.
— Un tema, fragmento bíblico sobre el que va a versar el sermón.
— División que establece el plan del sermón y enumera los puntos que va
a tratar.
— Desarrollo a través de la prueba y/o la amplificación con muy diversos
procedimientos — una cita de autoridad, un razonamiento sólidamente
argumentado, una alegoría, un exemplum, comentarios sobre los cuatro
sentidos de la interpretación bíblica (literal o histórico, alegórico, tro­
pològico o moral, anagògico), etc. —.
160
Edad Media

Aunque éste es el esquema básico de un sermón, no faltan autores que


añaden otras partes como la oración para pedir el auxilio divino y la conclu­
sión, a la que se reservan funciones como: activar la memoria del oyente,
exhortar a la devoción constante a Dios y al temor al castigo divino, etc.
Las artes praedicandi se presentan como auténticos tratados teórico-pre-
ceptivos que ofrecen a los predicadores una guia precisa para desarrollar su la­
bor. Su contenido fundamental se ocupa del estudio de la estructuración del
sermón y de las distintas partes, pero tampoco descuida otros aspectos como
pueden ser: la pronunciación, la formación y comportamiento del predicador,
etc.
Una vez desarrollado plenamente el nuevo género y publicados un buen
número de artes praedicandi, empezaron a aparecer estudios especializados
que trataban en exclusiva algún aspecto del arte total. Uno de los aspectos que
con más frecuencia mereció el tratamiento especializado fue el estudio de los
medios de amplificación — Arte de amplificar sermones de Ricardo de Thet-
ford, Omnis tractatio de autor anónimo—. La proliferación de estudios espe­
cializados dio origen a lo que puede considerarse como un sistema retórico es­
pecífico orientado a una forma comunicativa determinada.
También ocurrió un fenómeno muy similar al que se produjo en tomo al
ars dictaminis: igual que las artes dictaminis se complementaban con colec­
ciones de cartas modelo, también aparecieron colecciones de sermones modelo
que ofrecían piezas adaptadas a variadas circunstancias. Sin embargo, mien­
tras las colecciones de cartas modelo circulaban unidas al tratado teorico, las
colecciones de sermones no figuraban unidas a las artes praedicandi. Ello era
debido sin duda a la complejidad del género que difícilmente permitiría la
adaptación del mismo sin grandes modificaciones a un cúmulo de variadas
circunstancias y ambientes.
El prestigio y la importancia alcanzados por el ars praedicandi no debe
inducimos a pensar que la oratoria religiosa fue la única práctica retórica
de carácter oral nacida en plena Edad Media. Existió también una oratoria
seglar que surgió a la par de los cambios históricos que se produjeron a fi­
nales del siglo XU, de modo especial en Italia, por el nacimiento de las nue­
vas ciudades-república. La presencia en ellas de poderosas instituciones
políticas, legales, universitarias o gremiales dio origen a este tipo de orato­
ria imprescindible para dirigirse en público a las asambleas, consejos, cor­
tes legales, etc. No contamos, sin embargo, con testimonios de discursos
seglares ni de sus tratados teóricos — artes arengandi— hasta el siglo xiii,
y aun en este siglo son escasos. És de suponer que, como ocurrió en el des­
arrollo del ars praedicandi, la práctica precediese a la teoría. Por otra par­
te, la presencia junto al ars dictaminis de un ars noiaria, inicialmente dé­
bil, que va ganando prestigio en la medida en que la vida civil se hace in­
dependiente de la vida religiosa, justificaría la presencia paralela de una
La retòrica en la Edad Media 161

oratoria religiosa y una oratoria seglar con una evolución y un incremento


similares.
Esto explicaría también la aparición tardía de colecciones de discursos
civiles, algunas escritas por conocidos dictatores, como Guido Faba, otras de
autor anónimo y escritas en lengua vernácula. En ellas se pueden encontrar
modelos de discurso adaptados a circunstancias diversas de la vida civil: bo­
das, asambleas, funerales, actos universitarios.
La enseñanza del ars arengandi, estuvo, en buena medida, a cargo de los
profesores del ars dictaminis y, debido a ello y también al indudable prestigio
de la oratoria sagrada, los dicursos públicos presentan, en muchos casos, la
misma estructuración del sermón. Así, es frecuente que la cita bíblica que
servía de tema al sermón, sea sustituida por la cita de algún poeta. En conse­
cuencia, se puede asegurar que el discurso seglar humanístico no nació en el
vacío, sino que contaba con claros precedentes.

TEORÍA LITERARIA, II.- 6


C a p ít u l o IV

LA POÉTICA MEDIEVAL: CARACTERES GENERALES

La poética medieval no ha llegado a alcanzar la altura ni las repercusiones


de otras épocas de la historia de la crítica literaria. La dificultad de establecer
unos límites claros con lo clásico, la confusión en las clasificaciones o el he­
cho de que la literatura medieval sea ima literatura internacional y no nacional
son algunas de las incógnitas que plantea cualquier acercamiento a la cultura y
al pensamiento medievales. A esta situación hay que añadir el obstáculo que
supone la lengua, el hecho de que el investigador ha de trabajar con una teoría
literaria todavía no fijada y con unos textos que, como señala López Estrada
(1952: 55), son el resultado de un proceso complejo en el que interviene la fi­
lología y otras ciencias afines como la paleografía, la cronología, la sociología
y otras disciplinas que ayudan a conocer la cultura del momento.
En la actualidad los estudios generales sobre el período medieval son bas­
tante más numerosos, pero todavía ocupan un espacio breve en relación a la
teoría literaria de los siglos posteriores. Parece que no existía el mismo interés
por lo medieval que por otras etapas, en parte debido a que resultaba poco
instructivo para el lector del siglo xx y en parte debido a que plantea numero­
sos problemas exclusivos de la época, difíciles de sistematizar e interpretar. En
toda esta época se reconoce una cierta homogeneidad, especialmente a partir
del siglo xi, aunque ello no significa olvidar las peculiaridades de cada zona ni
que determinadas orientaciones artísticas y culturales perduran todo el perío­
do, mientras que otras afloran y se ocultan dependiendo de la localidad y del
siglo.
En las últimas décadas, la crítica va conociendo mejor la etapa medieval y
va aumentando el conocimiento de su literatura y de todos los aspectos rela­
cionados con ella. Los estudios se renuevan constantemente y van apareciendo
apreciaciones más firmes y rigurosas desde todos los puntos de vista (J. Evans,
1987). Existen algunos libros, ya clásicos, sobre algunos aspectos concretos o
sobre determinados autores, pero falta un estudio de conjunto de la teoría lite-
164
Edad Media

raña medieval. Contribuciones como las de Menéndez Pelayo (1883), Huizin­


ga (1919), Farai (1924), Baldwin (1928), Atkins (1952), o Menéndez Pidal
(1957), resultan ya clásicas y de un valor indiscutible, pero dejan sin resolver
problemas importantes y no dan una vision de conjunto de la teoria medieval.
En cambio, esta vision general sí se encuentra en libros más actuales de obli­
gada consulta, como los de Curtius (1948), López Estrada (1952) o Zumthor
(1972), por citar sólo los más representativos.

Uno de los problemas que plantea el estudio de la teoría literaria medieval


es la cuestión de establecer unos límites con lo clásico. Como sucede en otros
períodos de la historia, no existe una línea de división clara entre lo clásico y
lo medieval y máxime refiriéndonos a un período que ha sido interpretado
como puente de transición entre dos momentos de esplendor cultural. La caída
del Imperio Romano, con Boecio como el último gran pensador romano, abre
el período de barbarie y oscuridad hasta el nuevo florecimiento de las artes,
con figuras como Nebrija o Garcilaso. Lo medieval se extendería, entonces,
desde finales del siglo m o siglo iv hasta mediados del siglo xv (López Estra­
da, 1952: cap. III), es decir, entre el nacimiento de las lenguas romances hasta
los diferentes cambios que desembocan en el Renacimiento. Tatarkiewicz
(1989) también sitúa el comienzo de la civilización medieval en el siglo iv,
porque en ese siglo se produce un florecimiento de la estética y aflora un inte­
rés de la cultura cristiana por lo bello, que hasta ese momento constituía una
tendencia marginal. Desde el punto de vista cultural, el siglo iv es un momen­
to representativo porque es la época en que escriben figuras tan influyentes en
la civilización cristiana como San Agustín, Boecio y Casiodoro, en Occidente,
y San Basilio y el Pseudo Longino, en el Imperio Bizantino.
Al margen de consignar un dato puramente pedagógico, la cuestión de es­
tablecer una fecha de inicio de lo medieval carece de importancia, porque en
realidad se trata de un cambio o de un florecimiento cultural en un momento
de la historia en que todavía perviven las antiguas tendencias del Imperio Ro­
mano, tendencias que aún perduran durante siglos y que, en realidad, no llega­
rán a desaparecer nunca. Por eso Curtius señala que todavía el siglo vu no
puede ser considerado plenamente como el inicio de lo típicamente medieval,
al menos desde el punto de vista cultural, ya que «la sustancia cultural de la
Antigüedad nunca desapareció completamente» (1948: 40).
La Edad Media es deudora de la antigüedad greco-latina y sus grandes
autores, Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucano y muchos otros fueron
convertidos en modelos en las escuelas medievales. Pero hemos de tener en
cuenta que la deuda cultural no es la misma ni se ha dejado sentir al mismo
ritmo en el Imperio Bizantino que en Occidente. En el siglo iv, cuando la in­
fluencia de la filosofía cristiana ya era significativa, se produce la división en
el Imperio Romano y la separación política aumentó las diferencias culturales
La poética medieval: caracteres generales 165

que ya existían entre ambos lados del Imperio. El Imperio de Oriente mantuvo
un estrecho lazo con la lengua y culturas griegas antiguas e, incluso, desarrolló
nuevas formas culturales continuadoras de la Antigüedad; pero Occidente
perdió el contacto con la lengua griega y se vio obligado a desarrollar formas
más próximas al latín. De ahí que en los primeros siglos medievales (al menos
hasta el siglo xi) las fuentes literarias y filosóficas quedaran reducidas casi por
completo a la tradición latina y a fuentes griegas filtradas a través de traduc­
ciones latinas.
La cultura griega había ejercido un enorme influjo en la tradición latina,
pero una parte abundante de la literatura griega fue desconocida en los prime­
ros siglos medievales y sólo empiezan a difundirse más tarde con el auge de
las universidades, a través de traducciones del árabe que aumentan a partir de
la segunda mitad del siglo xi o con la ola de traducciones del griego surgidas
en el Renacimiento.
Sin exagerar su alcance, estos hechos deben ser tenidos en cuenta, pues
indican que en el Occidente la importancia de la cultura y de la literatura latina
fue muy superior a la griega. En los primeros siglos medievales el conocimien­
to del mundo latino era fundamental para entender a los poetas. Por esa razón,
la Edad Media adoptó y transformó numerosos elementos de la cultura clásica
latina, empobreciéndolos unas veces y enriqueciéndolos otras (Curtius, 1948:
39). Algunos elementos de la tradición clásica fueron absorbidos fácilmente y
de forma natural por los autores y tratadistas medievales, mientras otros, como
el drama clásico, perdieron su sentido en la concepción del mundo medieval y
fueron rechazados o modificados antes de ser asimilados por un mundo con­
dicionado por la cultura latina, pero dominado por un espíritu cristiano nuevo,
dentro del cual se van alternando diferentes «renacimientos» exclusivos de ca­
da área cultural. La tradición, pues, seguía viva; los cristianos aportaron, des­
pués, sus propios criterios y añadieron su concepto trascendente de la vida, lo
cual convierte su visión en un sistema sensiblemente diferente, aunque formu­
lado sobre las mismas bases de la Antigüedad. Durante siglos la Iglesia fue el
soporte principal de la cultura intelectual y artística, porque sólo los monjes
podían acceder a los libros antiguos y sólo ellos podían transmitir el legado de
la Antigüedad, al menos hasta la consolidación de la burguesía en los últimos
siglos del Medievo.

En el ámbito concreto de la teorización literaria, los poetas medievales


asimilaron y adaptaron la mayor parte de los problemas transmitidos por la
tradición retórica, como por ejemplo el sistema de tres estilos, la división de
las figuras retóricas, la importancia del ingenium o talento en relación con la
obra artística, determinadas fórmulas de composición, la distinción entre
res/verba y otros muchos, pero añadieron otros elementos que están en conso­
nancia con la elegancia del discurso ficticio y que derivan tradicionalmente de
166 Edad Media

la poética, como, por ejemplo, cuestiones de tipo general referentes al arte, los
tipos de poesía, las clasificaciones de los géneros, el concepto de imitación
como «hacer», el problema de la verdad o falsedad en poesía, la cuestión de la
finalidad del arte como deleite y enseñanza, etc.
La originalidad y el carácter especial y relativamente unificado de la
teoría medieval procede, pues, del seguimiento de numerosos aspectos de la
tradición greco-latina y de una influencia filosófica, también enraizada en la
Antigüedad pero sometida a las nuevas pautas del Cristianismo. Éste explica
la actitud medieval ante la belleza, su filosofía del arte, el carácter especial
del simbolismo y la alegoría y todas las concepciones e interpretaciones re­
lacionadas con el arte son integradas en un conjunto social claramente dife­
rente del mundo antiguo (de Bruyne, 1947 :: 1987: 64-65). Esta continuidad
(e innovación al mismo tiempo) fue posible gracias a la labor de las escuelas
y universidades medievales, que favorecieron la conservación de la tradición
antigua y expandieron su nueva concepción del mundo y del arte. El fun­
damento de las enseñanzas se encontraba en las llamadas «artes liberales»,
compuestas por el trivium (gramática, retórica y dialéctica renovada a partir
del siglo XU gracias al desarrollo de la lógica) y el quadrivium (aritmética,
música, geometría y astronomía). El desarrollo de las artes del trivium ha
dado lugar a lo que hoy denominamos Letras o Humanidades, mientras que
las artes del quadrivium son la base de las llamadas Ciencias (López Estra­
da, 1952: 129).
En la época medieval, la poética (y la poesía) no posee en general un esta­
tuto claramente diferenciado y no se ve como una ciencia autónoma, sino que
se equipara o se subordinan las disciplinas del trivium, e incluso, a veces, esta
conexión se amplía al ámbito superior de la filosofía y la teología (Hardison,
1974: 6). En la tradición clásica la reflexión sobre la poesía siempre estuvo
próxima o formó parte de la retórica o de la gramática, de tal forma que la re­
lación poesía-gramática ha sido la más consistente y duradera a lo largo del
Medievo, desplazando incluso a su relación con la retórica que parece decaer a
partir del siglo vm. Más tarde, con el auge de la filosofía escolástica, la poesía
se asocia frecuentemente con la dialéctica o con la lógica, debido a las tesis
árabes y al impulso que recibió su estudio a partir del siglo xn, pero es una
asociación poco significativa y la menos persistente en el contexto medieval
ya que parece reducirse únicamente al ámbito de la filosofía tomista.
Por otro lado, si la crítica gramatical y la retórica constituyen la corriente
dominante y de mayor influencia posterior, ya que su evolución se encuentra
íntimamente ligada al movimiento intelectual del humanismo renacentista, la
línea neoplatónica, presente también en toda la época medieval, es la subdo­
minante y alterna en el gusto de los teóricos con la anterior. Es una actitud que
tiende a relacionar la poesía con la filosofía, situando su origen en una inspi­
ración divina de carácter sobrenatural: el poeta puede transmitir la verdad
La poética medieval: caracteres generales 167

cristiana a través de símbolos y alegorías. Reconoce la utilidad moral de la li­


teratura y, por eso, centra su interés en la habilidad del creador para revelar las
verdades que son de difícil acceso a la mente.

1. P oética y tradición gramática

Tradicionalmente la poética se ha incluido dentro del campo de la gramáti­


ca o ars grammatica, equivalente latino del término griego techné grammati-
ké. En Roma, la gramática ya era propiamente la enseñanza de la literatura,
pues su estudio englobaba partes del discurso como la fonología, la morfolo­
gía o la sintaxis, y los estudios de gramática constituían la fuente de la ense­
ñanza de la escritura y la lectura. De hecho, la identificación entre poética y
gramática llevó muchas veces a confundir las normas gramaticales con las re­
glas del discurso literario (Elia: 1981). En la época medieval la gramática
continuó teniendo un carácter práctico y, lo que es más importante, continuó
siendo la disciplina cuya tarea propia comprendía el estudio y la explicación
de los autores y de su poesía en la escuela.
Quintiliano fue el primero que planteó esta conexión entre ambas discipli­
nas al definir la gramática como «la ciencia del correcto hablar y de la lectura
de los poetas» (I, 9,1, y II, 1,4). En la Institutio oratoria presenta una imagen
del orador de su tiempo, de los diferentes aspectos relacionados con su edu­
cación y de la necesidad de dominar la retórica para lograr persuadir al oyente.
Más concretamente, en el libro X traza un amplio panorama de la literatura de
la Antigüedad y elabora una Usta de autores clásicos griegos y latinos suscep­
tibles de ser imitados en los ejercicios de composición, redacción y traducción.
Esta lista sirvió de base a los ejercicios que se realizaban en las escuelas cate­
dralicias del Medievo. La influencia de Quintiliano fue muy significativa en
este punto gracias al énfasis, que se daba a la imitación de autores clásicos y a
las composiciones que se utilizaban en la escuela medieval siguiendo modelos
de autores consagrados.
La doctrina de la imitación de los autores clásicos, transmitida a través de
la enseñanza de la gramática y de la retórica, tuvo una enorme importancia en
el sistema de enseñanza medieval, como ponen de manifiesto Baldwin (1928)
y Farai (1924). Descriptiva y preceptiva a la vez, la enseñanza gramatical
abarcaba el estudio textual de los auctores (es decir, del curriculum de autores
estudiados en la escuela) y una reflexión sobre la lengua latina, pero los
maestros y profesores ponían todo el énfasis en la imitación y en la interpre­
tación de las obras literarias, mientras que, por razones obvias, relegaban a un
segundo plano el aprendizaje normativo de la lengua, puesto que el latín ya no
era la lengua materna de los alumnos. En general, la crítica gramatical se con­
168
Edad Media

centra en cuestiones prácticas que ayudan a.la-mutación y entendimiento de


los clásicos y de forma secundaria sirven de apoyo a los valores morales de la
literatura. Sin negar la finalidad hedonística y placentera de la literatura, se
pone mayor énfasis en su carácter didáctico, porque el estudiante no aprendía
las reglas gramaticales a través de formulaciones abstractas, sino que se en­
frentaba lo antes posible con el texto latino que le sirve al mismo tiempo de
interpretación y de modelo de escritura. En consecuencia, un estudio gramati­
cal de estas características se transformaba en la práctica en un instrumento de
preparación literaria y condicionaba profundamente la cultura del futuro escri­
tor.
Por otro lado, la conexión entre poesía y gramática dio lugar a dos formas
de tratados: el comentario o glosa y los tratados de ars versificatoria o ars
metrica.

EL COMENTARIO O GLOSA

La glosa medieval es una variante del ensayo que se estructura en tomo a


dos bloques. Normalmente comienza con un comentario o una breve discusión
de la vida y obras del autor, seguidas de comentarios de las formas y estilo de
las obras. La glosa consiste, pues, en notas o comentarios acerca de palabras o
fragmentos del texto realizadas con un propósito práctico para destacar el va­
lor pedagógico de los textos. A mediados de la Edad Media el comentario se
convirtió en uno de los géneros más importantes de la literatura emdita porque
refleja la práctica pedagógica de la lectura. En general, se siguen los antiguos
modelos romanos, que habían sido en gran medida gramaticales, pero en el
ámbito de la artes liberales se amplían con comentarios de otras disciplinas,
como la retórica o la lógica. En este sentido, resultan de enorme utilidad los
comentarios de Boecio a las obras de lógica de Aristóteles o de Porfirio y las
compilaciones de libros de San Isidoro, construidas por medio de fórmulas
breves (las Sumas), así como las glosas de poetas y compiladores del renaci­
miento francés de los siglos xi a xm, recogidos en el libro de Farai.
La glosa medieval conviene situarla, pues, en su contexto histórico, en una
época en que la cultura era patrimonio de unos pocos y las lenguas vulgares
comienzan a adquirir cierto carácter literario, el interés por la lectura no se en­
contraba exclusivamente en los valores estéticos que pudiera poseer un texto,
sino en su utilidad para cuestiones prácticas relacionadas con la vida diaria.
Los poetas se leían por su utilidad y áplicabilidad a los problemas cotidianos,
se seguían modelos para desarrollar la elocuencia o se analizaban esos mode­
los antiguos como preparación para interpretar las Sagradas Escrituras. Por eso
abundan en los tratados medievales los comentarios sobre poetas del pasado
como Homero, Virgilio, Terencio, Horacio y, más tarde, Dante o Petrarca. El
La poética medieval: caracteres generales 169

comentario se utiliza entonces como preparación en la escuela, para aclarar las


dificultades que puede plantear la lectura de un texto o simplemente para jus­
tificar la postura del comentarista ante una cuestión artística determinada. Esto
explica el énfasis que los tratadistas medievales ponen a menudo en las expli­
caciones alegóricas o en las lecciones morales derivadas de los textos.

EL «ARS VERSIFICATORIA»

La asociación de la poesía con la gramática dio lugar a un segundo tipo de


tratado, el denominado ars versificatoria. La gramática clásica había llegado a
realizar estudios muy complejos y bastante pormenorizados sobre cuestiones
lingüísticas y gramaticales que incluían el tratamiento de aspectos tales como
la sílaba, la cantidad vocálica o debates sobre la prosodia. La obra de Longino
es un ejemplo muy significativo en este aspecto. Estos estudios se ampliaban,
además, a otras formas poéticas, como la elisión y otras licencias poéticas, y,
como sucedía en otros muchos casos, se aprovechaban con fines prácticos para
preparar al estudiante e introducirle en la lectura y en las formas poéticas es­
tándar.
Quintiliano es el precursor de estos tratados de ars versificatoria y a partir
de él los tratados sobre ars versificatoria comparten un interés mayor por la
versificación en detrimento de otros aspectos de la teoría literaria. Los tratados
que han tenido una mayor repercusión posterior facilitan con todo detalle fór­
mulas para el tratamiento de los metros básicos y las «figuras» más apropiadas
para cada tipo de metro, algo que era frecuente en la tradición clásica y a lo
que contribuyó en gran medida la Poética de Horacio. Estos tratados incluyen
también listas de autores semejantes a las listas medievales. Las listas de los
tratados medievales ofrecen un enorme interés crítico porque incluyen catálo­
gos completos de autores clásicos dignos de imitación y establecen compara­
ciones con las obras imitadas. Al principio estos catálogos de autores, formali­
zados después en los tratados llamados accessus ad auctores, incluyen úni­
camente autores latinos o griegos, pero a partir de los siglos xi y xn los co­
mentaristas cristianos amplían las listas de influencia a autores árabes y he­
breos, como sucede por ejemplo en los tratados de San Jerónimo (s. iv-v) o
Conrado de Hirsau.
Concretamente los escritos de Conrado de Hirsau (s. x i i ) pueden servir de
ejemplo del modo de operar típico del Medievo, porque las técnicas de análisis
e interpretación de textos son bastante constantes a lo largo de todo el período.
Después de aludir a cuestiones tan debatidas en la Antigüedad clásica, como la
naturaleza de la poesía, la problemática de los tres estilos o la cuestión de la
verdad o falsedad de la obra artística, explica que el comentario de autores
dignos de imitación se asentaba en la consideración de siete tópicos o temas:
170 Edad Media

autor, título, tipo de poema, intención del escritor, orden en que se organizan
los contenidos, número de libros y la explicación del texto (Hardison, 1974:
9). Naturalmente, entre estos temas, el origen de la poesía, la intención del es­
critor y la explicación del texto eran objeto de una mayor atención porque en
general servían para la exégesis de los libros sagrados.

2. P oética y retórica

La asociación de la poética con la retórica resulta mucho más difícil de se­


parar, porque la poética medieval no fue una disciplina totalmente autónoma y
claramente separada de otras. Al margen de su relación con otras materias, du­
rante el Medievo la poética mantuvo una relación muy estrecha con la retórica,
una relación íntima, enriquecedora para ambas, que procede ya de la época
griega. Desde la misma Antigüedad clásica son dos disciplinas que conviven
paralelas, que se intercambian préstamos y se confunden frecuentemente, dan­
do lugar al proceso que García Berrio (1984; 1988: 12) denomina de reto-
rización de la poética y poetización de la retórica.
Aunque su ámbito de estudio permanece perfectamente diferenciado
desde el punto de vista teórico, en la práctica los préstamos y las inter­
relaciones mutuas han sido constantes haciendo prácticamente imposible se­
parar en algunos casos lo que originariamente pertenece a una y otra disci­
plina. De hecho, es indudable que la doctrina retórica fue absorbida en nu­
merosos documentos críticos y su influencia es evidente en muchos otros. Si
exceptuamos la Poética de Aristóteles, cuya influencia retórica es mínima,
el resto de poéticas antiguas contienen deudas en mayor o menor grado con
la retórica. Muchos tópicos perfectamente asimilados en la Poética de Ho­
racio, como, por ejemplo, la imitación de autores antiguos, la tesis de los
tres estilos o la doble finalidad de la poesía como docere y delectare se
plantea de manera similar en la retórica romana y, sobre todo, en la retórica
de Cicerón. Al mismo tiempo, es evidente también que los manuales retóri­
cos clásicos acudían frecuentemente a la poesía para justificar sus argumen­
tos y para ilustrar en la práctica las cuestiones que analizaban desde el punto
de vista teórico.
Las confusiones e interrelaciones entre la retórica y la poética resultaban,
pues, frecuentes y normales; agudizadas, además, por el hecho de que durante el
Medievo ningún autor presenta un especial interés por separar las interferencias
o por clarificar sus límites. La insistencia en delimitar el ámbito de estudio de
ambas disciplinas no se produce hasta finales del siglo xv o principios del siglo
XVI, momento en que la Poética de Aristóteles vuelve a ponerse de actualidad y
surge un amplio movimiento de exégesis alrededor de ella. Pero durante la Edad
La poética medieval: caracteres generales 171

Media las posibles confusiones entre Retórica y Poética no constituían un tema


de preocupación para los tratadistas, quizá debido al temperamento práctico y
didáctico de la crítica medieval, al menos en los primeros siglos.
Una obra importante e influyente en la Edad Media como la Poética de
Horacio se integraba más bien en la gramática que en la retórica, a pesar de la
deuda retórica que pudiera tener, y, en consecuencia, los tratados influidos por
la Poética de Horacio forman parte más bien de la tradición gramática que de
la tradición retórica. Un caso diferente de crítica retórica es el tratado Sobre lo
sublime atribuido a Longino. Las posiciones de Longino sí se pueden incluir
íntegramente en el ámbito de la retórica y su postura en muchos temas es
opuesta a la de Horacio, pero su influencia en la época medieval es muy redu­
cida y prácticamente resulta desconocido hásta su traducción al latín a princi­
pios del siglo XVI.
Por tanto, las confusiones e interferencias entre ellas explican que mu­
chos autores vean la poética medieval como una simple variante de la retóri­
ca, pero esa idea es discutible. La deuda de los autores medievales con la
retórica, especialmente con la Rhetorica ad Herennium es evidente como se
puede observar, por ejemplo, en los estudios de Farai, Baldwin o Menéndez
Pelayo, pero estos estudiosos no enfatizan con suficiente claridad que el
contenido retórico había sido adaptado a propósitos artísticos y ello revela
una conciencia de las diferencias existentes entre retórica y poética, al me­
nos a partir del siglo xi.
En efecto, a partir del siglo xn la retórica cobra un giro eminentemente
pragmático y pasa a ocuparse de los tipos discursivos que la evolución social
requería. Aparecen así unos tratados o artes específicas para los distintos tipos
de discurso: ars dictaminis — para la escritura de cartas y documentos—, ars
poetriae — para la comprensión y composición de poesía— y ars praedicandi
— para la composición de sermones— . Aquí nos ocuparemos únicamente de
las artes poetriae.
Las artes poetriae son tratados gramaticales y preceptivos, desgajados del
ars grammatica tradicional y orientados a la composición de poemas. Si con­
templamos en conjunto el desarrollo y la evolución de la gramática medieval,
veremos que desde la gramática descriptiva de Donato (s. iv) y Prisciano (s. v-
vi), sostenida por comentadores e imitadores hasta el siglo xn, esta disciplina
evoluciona hacia una gramática preceptiva con intereses muy diversos. La di­
versificación del contenido gramatical provenía del nacimiento de nuevas
orientaciones en el estudio del lenguaje, tales como la naturaleza del significa­
do, la creación literaria en verso o prosa, etc. El ars grammatica dejó de ser un
todo unitario, como ocurría con la gramática tradicional, y se fragmentó en
subartes en las que se contemplaba un único aspecto del estudio del lenguaje.
De este modo surgieron como tratados independientes las modistae, las artes
rithmicae y las artes poetriae.
172 Edad Media

El germen de esta evolución estaba ya en la gramática tradicional. Tal co­


mo señala Murphy (1986: 87) para entender la evolución de la gramática me­
dieval hay que advertir, en primer lugar, que el contenido de esta materia ya
en el mundo romano incluía no sólo la corrección en la lengua hablada o escri­
ta — ars recte loquendi—, sino también el análisis e interpretación de la litera­
tura — enarratio poetarum —.
En la Edad Media la gramática pasó a ser la disciplina más importante de
las que componían el trivium como lo evidencia el primer puesto que ocupa en
todas las clasificaciones de las siete artes liberales. Su estudio se consideraba
imprescindible y previo a cualquier otro. Debido a ello alcanzó un gran des­
arrollo, su contenido se fue ampliando y adquirió el tono normativo que la
aproximaba a la retórica hasta llegar a absorber gran parte del objeto de estu­
dio de ésta. La gramática se ocupaba no sólo del estudio de cuestiones morfo­
lógicas o sintácticas, sino también de otras como: la frase, el período, las figu­
ras, la métrica. Se interesaba asimismo por el problema de la «corrección»
contra la «invención», por la naturaleza del significado, por el lugar del len­
guaje rítmico, por la creación literaria, etc. (Barthes, 1974: 30-31; Murphy,
1986: 154). Cuando su contenido resultó excesivamente amplio para ser abar­
cado en una sola ars se produjo su fragmentación en tratados independientes
que estudiaban alguno de estos aspectos aisladamente.
En este contexto (s. xii) surgen una serie de obras escritas por eminentes
gramáticos que no son otra cosa que tratados de carácter preceptivo orientados
a la versificación. En ellos se pone a prueba la difícil delimitación entre gra­
mática y retórica.
Los autores de estas obras forman parte de un movimiento que resulta sos­
pechosamente corto. Comienza con Mateo de Vendóme — Ars versificato-
ria—, hacia 1175, tiene su auge máximo con Godofredo de Vinsauf— Poetria
nova y Documentum de modo et arte dictandi et versificandi — y Gervasio de
Melkley — Ars versificatoria —, hacia 1210, y termina con Juan de Garlande
— Poetria— y Eberardo el Alemán — Laborintus—, hacia 1250. Murphy
(1986: 177-178) apunta que es muy probable que estos seis gramáticos sean
las figuras más sobresalientes de un movimiento mucho más amplio cuyos
antecedentes son todavía desconocidos para nosotros. Todos estos autores es­
tuvieron ligados a las ciudades de Orleáns y París, dos de los centros de mayor
fecundidad intelectual en la Edad Media, dedicadas especialmente a los estu­
dios literarios.
Los tratados se presentan como artes dedicadas a los poetas o a los que
aspiran a serlo. Se dirigen, por tanto, a un público especializado con amplios
conocimientos gramaticales y literarios. Todos ofrecen consejos para la com­
posición de un futuro poema y pretenden aprovechar tanto las normas grama­
ticales como los consejos retóricos que puedan ser útiles para los versificado­
res. Algunos, sin embargo, muestran pretensiones más ambiciosas al intentar
La poética medieval: caracteres generales 173

formular principios teóricos similares o comunes para la prosa y el verso o pa­


ra las tres formas de discurso conocidas en aquel momento: métrico, rítmico y
prosaico. Así ocurre en el caso de Godofredo de Vinsauf que escribió una obra
con consejos para la composición de poesía y otra para la composición de pro­
sa con un contenido equiparable.
Comparten también unas mismas fuentes: De inventione de Cicerón,
la Rhetorica ad Herennium y la Epistola ad Pisones, además de los prin­
cipios extraídos directamente de la lectura e imitación de los autores clá­
sicos.
El estudio de E. Farai (1924:: 1982) sobre estas poéticas nos exime de una
descripción detallada de las mismas. No obstante, unas notas a modo de
ejemplo sobre una de ellas nos permitirán conocer su contenido y comprobar
su carácter heterogéneo a mitad de camino entre la poética y la retórica. He­
mos elegido la Poetria nova de Godoífedo de Vinsauf.
Fue ésta una obra muy popular como lo prueban los 50 manuscritos que se
conservan de ella. Su título Poetria nova la pone en relación con la Rhetorica
ad Herennium, que en la Edad Media era conocida como Rhetorica Nova
frente a De inventione, conocida como Rhetorica Vetus. Su forma métrica nos
sugiere su vinculación a la poética horaciana: está escrita en hexámetros dac­
tilicos. Su índice es el siguiente:

I. Dedicatoria al papa Inocencio III (líneas 1-42).


II. Sobre el arte en general. Definiciones y divisiones (43-86).
III. Disposición (87-202).
IV. Amplificación y abreviación (203-736).
V. Ornamentos del estilo: ornamentos difíciles (737-1093).
VI. Ornamentos fáciles (1094-1587).
VII. Teoría de las conversiones (1588-1761).
VIII. Teoría de las determinaciones (1762-1841).
IX. Prescripciones diversas; decorum (1842-1968).
X. Memoria (1969-2030).
XI. Pronunciación (2031-2066).
XII. Epílogo (2067-2117).

El artista de Godofredo de Vinsauf ya no es el genio excitado de Longino,


movido por el entusiasmo. En el debate sobre genio y técnica, Vinsauf, si­
guiendo a Cicerón y a Horacio, señala que hay tres cosas que hacen perfecta la
obra poética: una teoría cuyas leyes sirven de guía; la experiencia que provie­
ne de la práctica, los modelos de los maestros que se pueden imitar. La teoría
da seguridad al poeta, la experiencia lo hace hábil, la imitación lo hace versá­
til; las tres juntas caracterizan al artista, que es un artesano más que un vehícu­
lo para la revelación.
174 Edad Media

Otros temas tratados por Vinsauf son: el concepto de arte, la imitación, la


ornamentación, las figuras retóricas, etc., presentes también en las demás poé­
ticas. Las figuras de ampliación y abreviación aparecen especialmente tratadas
en la Poetria con un nuevo sentido, distinto al que habían tenido en la retórica
tradicional en la que se referían a los modos de poner de relieve una idea. Pa­
san a significar las distintas posibilidades de alargar o abreviar un tema. Así,
dentro de la ampliación, se incluyen varias figuras: repetición (interpretatio,
expolitio) consiste en decir la misma cosa bajo formas variadas; la perífrasis
(circuitio, circunlocutio), la comparación (collatio); la apostrofe (apostro-
phatio, exclamatio); la digresión y la oposición (oppositio, oppositum), etc.
Entre las figuras de abreviación Vinsauf cita siete: emphasis, articulus, el par­
ticipio absoluto, la supresión de repeticiones, el sobreentendido (intellectio), el
asíndeton (dissolutio o disjunctio), la fusión de varias proposiciones en una
sola. Todo ello prueba la proximidad de la Poetria Nova a la retórica.
A pesar del contenido retórico de las artes poéticas medievales, y más con­
cretamente de las poéticas posteriores al siglo xn, en su conjunto deben ser
consideradas más bien parte de la gramática que de la retórica. Los tratados
más próximos a la retórica siguen la línea de Donato y Macrobio. Su influen­
cia explica que algunos tratados de los primeros siglos medievales presenten
una deuda retórica sensiblemente superior a la señalada anteriormente. La Sa­
turnalia de Macrobio, por ejemplo, incluye en uno de los comentarios sobre
Virgilio la cuestión de si es un orador o un poeta y parece que en las llamadas
controversiae se realizaban ejercicios escolares similares. Por medio de los
diálogos de la Saturnalia, Macrobio demuestra la habilidad de Virgilio para
combinar las virtudes de los diez oradores áticos y de los cuatro estilos de la
oratoria. La discusión dialogada habla después de Virgilio como imitador, pe­
ro enfocado en el sentido retórico de poeta que sigue unos grandes modelos,
clásicos como Homero o latinos como Ennio. Macrobio trata el tema de la
imitación de forma extensa y dándole un enfoque comparativo similar a los de
Longino, Plutarco y otros muchos.

3. Poética, lógica y filosofía

La clasificación de la poesía había sido siempre un problema para los filó­


sofos. En la Edad Media algunos comentadores la sitúan dentro del ámbito de
la ética, porque la poesía versa sobre el comportamiento, aunque sea el com­
portamiento apropiado al poeta. Pero la mayor parte de los filósofos entienden
que la poesía pertenece a la categoría de la lógica, tercera de las disciplinas del
trivium, porque es un arte del lenguaje y resulta de gran utilidad para el cono­
cimiento del estilo correcto y elegante. Por otro lado, la lógica era una disci-
La poética medieval: caracteres generales 175

plina apreciada y valorada como una introducción a la filosofía en las univer­


sidades medievales, por lo menos hasta que Petrarca y otros humanistas de fi­
nales del medievo la atacaron acusándola de ser ima disciplina abstracta, llena
de sofismas y basada en numerosos términos de origen no clásico, como pue­
den ser «sustancia», «accidente», «esencia», etc. (Burke, 1987:: 1993: 30).
La inclusión de la poesía como parte de la lógica procede principalmente
de comentadores arábigos de la filosofía de Aristóteles. Averroes, Abu Nasr
al-Farabi, Avicena y otros comentaristas árabes, traducidos al latín a partir del
siglo xn, transmiten una división de las ciencias de Aristóteles que incluyen la
poética y la retórica como partes integrantes de la lógica. Así, por ejemplo,
Hermann el alemán, uno de los principales traductores de Averroes al latín,
señala que nadie que haya leído los libros de Averroes o al-Farabi duda que la
retórica y la poética son partes de la lógica. Los intérpretes árabes de Aristóte­
les creían, como sus comentaristas griegos, que la retórica y la poética eran,
respectivamente, la séptima y la octava partes de las disciplinas del Órganon,
a las que antecedían los seis tratados propios de la lógica. En general, pensa­
ban que ambas resultaban necesarias porque suministraban instrumentos útiles
para el arte de la lógica por medio de la búsqueda de la persuasión, en el caso
de la retórica, y del propósito de representar ficciones basadas en recursos ta­
les como el silogismo imaginativo, en el caso de la poética (Minnis, págs. 277-
284).
Por otro lado, los partidarios de subordinar la poética a la lógica recuperan
la vieja discusión entre la retórica y la lógica, en la cual se incluye la literatura
como un lenguaje que opera mediante una mimesis de la realidad y que provo­
ca unos efectos similares a la realidad, pero que al mismo tiempo se disfraza
con apariencia de verdad un mundo que en realidad no existe. La literatura, y
en particular la poesía, valiéndose de los recursos de la oratoria y de las estra­
tegias para convencer que analiza la retórica, apela a la imaginación y provoca
sentimientos y emociones que pueden inducir al lector a tomar lo convencio­
nal y lo falso por verdadero. En este sentido es inferior a la filosofía; ésta bus­
ca la verdad contenida en las Escrituras, mientras que la literatura puede ser
usada para el bien o para el mal y se convierte muchas veces en un instru­
mento peligroso que puede distorsionar esa búsqueda de la verdad. Basándose
en un razonamiento de este tipo, la idea de subordinar la poética a la lógica
implicaba reducir el estatuto de ciencia que ocupaba, similar al de la astrono­
mía o la política, a un mero papel de «instrumento» o técnica para expresar
símbolos y discursos imaginativos y ello afectaba también a su finalidad, con­
siderada únicamente como entretenimiento o diversión. Menospreciar o negar
a la poesía el carácter de ciencia suponía dudar de su utilidad ejemplarizante y
su contenido moral para subordinarla a una técnica de crear ilusiones, que
pueden resultar placenteras, pero que son a fin de cuentas triviales en relación
a otras preocupaciones del ser humano.
176 Edad Media

La asociación entre poesía y lógica no ha sido determinante en el Medievo,


sobre todo en los primeros siglos, porque las opiniones de los comentaristas
arábigos no dieron lugar a comentarios extensos y porque bajo esa subordinación
a la lógica subyace un cierto formalismo y un cierto antihumanismo. No obstan­
te, ha. tenido algunas repercusiones en la filosofía escolástica y pervive en algu­
nos argumentos de la filosofía de Santo Tomas o de Bacon. La filosofía escolás­
tica ha considerado en general a là literatura como ima técnica o como una
actividad inferior a otras disciplinas e, incluso, ha llegado a negarle un sitio entre
las ciencias de la época como consecuencia de su deseo de acceder al conoci­
miento científico y objetivo de las cosas. El menosprecio o la negación que la
filosofía escolástica hace de la literatura procede simplemente del hecho de que
ambas pertenecen a ámbitos culturales distintos y su campo de interés no incluye
el estudio del texto literario, al menos de forma prioritaria.
No obstante, como ha señalado Kohut (1978: 86), en el sistema escolástico
existen dos valoraciones diferentes de la literatura, uno negativo y otro más
positivo:
En el sistema escolástico encontramos dos valoraciones distintas de Litera­
tura. Típico de la Escolástica es la clasificación de la literatura como la más
baja de todas las ciencias, ya que es considerada como sin valor, carente de ver­
dad e inútil. Existe con todo la posibilidad de desarmar la peor de las acusacio­
nes, la de mentira, con el principio de la verdad oculta (Kohut, 1978: 86).

Para la mayoría, y en particular para Santo Tomás, efectivamente la litera­


tura no es otra cosa que un entretenimiento carente de valor (típico de las da­
mas, los ignorantes y los caballeros ociosos), que puede resultar más pernicio­
sa que útil al mezclar datos verdaderos y falsos y no aportar ninguna
información fidedigna a un conocimiento objetivo de lo real. Pero también
puede adquirir una valoración más positiva rechazando la acusación de que la
literatura no se construye sobre la «mentira», sino sobre una contemplación
razonada de la realidad, que muestra la «verdad oculta». Bajo esta perspectiva,
la obra literaria puede servir como objeto de estudio y puede cumplir una fun­
ción social. De ella se puede extraer en determinados casos una enseñanza éti­
ca o ejemplos morales y entonces constituye una parte especial de la lógica,
íntimamente vinculada a la retórica y a la sofística. Como estas tres artes se
dirigían a un número amplio de gente y como para la escolástica el bien social
es más importante que el bien del individuo, la poesía posee un estatuto jerár­
quico superior a la sofistica. Para Santo Tomás, por ejemplo, la poesía precede
a la sofística en las disciplinas del Órganon, porque se basa en un proceso co­
rrecto de la razón, mientras que esta última se interesa por los procesos erró­
neos de la razón. Ambas pueden ser valiosas para el uso de la filosofía moral,
aunque no utilicen argumentos ni especulaciones filosóficas (características de
las ramas más elevadas de la lógica).
La poética medieval: caracteres generales 177

La crítica medieval también sitúa a veces la poesía fuera de las disciplinas


del trivium y entonces se asocia con la filosofía o con la teología. La asocia­
ción de la poesía con la filosofía procede posiblemente de la consideración
primitiva de la poesía como revelación, como encamación de un determinado
pensamiento y visión del mundo. Los críticos medievales que subordinan la
poesía a la filosofía entienden la literatura como una revelación inspirada pór
Dios, un acercamiento alegórico de la verdad contenida en las Sagradas Escri­
turas, incluso cuando se trata de obras paganas, como las Metamorfosis de
Ovidio o la Eneida de Virgilio.
Esta asociación entre poesía y filosofía se refleja con claridad en toda
la línea neoplatónica de la Edad Media. Los teóricos neoplatónicos ponen
todo el énfasis en la importancia de la inspiración y su manifestación en
la alegoría literaria, entendida como la verdad divina revelada por medio
de la escritura. Así por ejemplo, para Proclo, considerado como el último
filósofo griego y el que mayor influencia ejerce en el neoplatonismo
medieval, la poesía no es una imitación de la naturaleza, sino una versión
de la verdad obtenida a través de la contemplación del mundo visible. El
poeta posee una capacidad intuitiva que supera la razón y a través de ella
puede mostrar la verdad divina, puede alcanzar una verdad trascendente
que está por encima de los sentidos y a la que sólo puede acceder me­
diante la revelación divina. Como es natural, esta verdad trascendente es
necesariamente oscura, pero es «acomodada» al entendimiento humano
mediante la expresión de símbolos y alegorías, que aparecen como la
única manera de formalizar la belleza sobrenatural.
Naturalmente, el hecho de que la poesía pueda expresar estas verdades di­
vinas no significa que sean las únicas verdades de las que trata. El poeta puede
mostrar verdades sometidas a la razón, ya sean verdades de la ciencia o de la
ética. Para Proclo son también importantes las enseñanzas éticas inherentes a
la literatura y el poeta puede reproducir también información derivada de su
capacidad sensorial, aunque este tipo de poesía posee un valor más reducido,
en cuanto que puede transmitir una información defectuosa derivada de su ca­
rácter mimètico.
La problemática del origen de la inspiración y de la poesía como reve­
lación, aplicada primero a las Escrituras y a los autores cristianos, se amplió
después a los autores paganos. Si el poeta se entendía como un vidente ins­
pirado (Proclo), capaz de procurar una enseñanza ética por medio de símbo­
los y alegorías, era lógico que la pregunta trascendiera también a los autores
paganos. ¿Pueden los autores paganos haber sido inspirados?, y si es así
¿cuál es su fuente de inspiración? La respuesta a estas preguntas no resulta
fácil porque lleva implícita una cierta equiparación entre los autores paga­
nos y los autores cristianos y puede, por tanto, atentar contra la autoridad de
los textos sagrados. No obstante, la crítica alegórica cristiana aceptó gene-
178 Edad Media

raímente la idea de que el Espíritu Santo había inspirado también a los auto­
res paganos, aunque ello diera lugar a numerosas tensiones y disputas con
las autoridades eclesiásticas o con clérigos más conservadores. (Más infor­
mación en E. Gilson, 1976: cap. 1.)
La desconfianza del pensamiento cristiano hacia la poesía pagana era lógi­
ca, sobre todo en los primeros siglos del medievo, porque exaltaba (muchas
veces abiertamente) el triunfo de pasiones humanas rigurosamente censuradas
por el cristianismo. Pero, al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que esta
misma visión pagana recogía todo el patrimonio filosófico y religioso de la
cultura clásica y lo presentaba bajo una belleza formal atractiva para un pen­
sador cristiano, que había sido educado en la tradición formal clasica, pero que
admiraba también algunos textos paganos que habían servido de ejemplo en su
época de estudiante. Este choque entre los gustos personales y la censura
eclesiástica se observa, a veces, en pensadores tan influyentes en Occidente
como Casiodoro o San Agustín. En cambio, en el ambiente cultural de Alejan­
dría el compromiso religioso no estuvo sometido a tantas presiones como en
Occidente. Desde el principio se impuso un proceso de convergencia entre las
tradiciones cristiana y pagana y ello permitió la existencia de una orientación
cultural más moderada y más abierta. En el imperio bizantino la filosofía cris­
tiana no se entiende normalmente como la antítesis del judaismo, sino como la
culminación misma del conocimiento, como el grado más elevado y, por tanto,
más perfecto del saber. Este equilibrio entre la filosofía neoplatónica cristiani­
zada y la tradición judaica aparece en autores como Orígenes (s. iv) y más tar­
de en San Jerónimo (s. iv-v), discípulo de Donato. Ellos citan con toda natu­
ralidad a autores paganos y permitieron con su actitud una recuperación
selectiva de algunas obras de la literatura pagana, apoyándose siempre en in­
terpretaciones rigurosas extraídas de las enseñanzas bíblicas (Várvaro, 1968:
35yEstas
si§s-)-razones explican que la tradición
. . alegórica
, . ' haya continuado
. . *llore-
ciendo en los últimos siglos medievales y que grandes poetas de esta etapa fi­
nal como Dante, Boccaccio, Mussato o Petrarca, siguieran justificando las in­
vocaciones de los poetas a la inspiración divina y siguieran acudiendo a la
alegoría como un vehículo de expresión poética adecuado para la transmisión
de las verdades teológicas y morales más profundas.

4. Teoría literaria medieval: construcción de una teoría

La época medieval fue construyendo una teoría literaria propia (ars poe­
triae) sobre la base de poéticas, retóricas antiguas y otros libros de composi­
ción. Aunque no existió una teoría única, sino numerosas ramificaciones o in-
La poética medieval: caracteres generales 179

terpretaciones de las poéticas y tratados greco-latinos anteriores, sí se puede


hablar de ima tendencia dominante de origen culto que al estar formulada so­
bre unos principios artísticos latinos se aplica en los primeros siglos del Me­
dievo a las composiciones escritas en latín, identificado con la lengua de la
cultura escrita. Durante varios siglos sólo se puede aplicar verdaderamente el
término «literatura», en el sentido que lo entendemos hoy, a textos latinos, que
implican a la vez un acto de escritura y una individualidad claramente delimi­
tada del texto.

T E O R ÍA L IT E R A R IA C U L T A

Esta teoría continuadora de lo clásico mantuvo a través del renacimiento


carolingio y de los renacimientos culturales de los siglos xi a xm el recono­
cimiento de los autores antiguos, conservó vivo el latín como lengua culta y
sirvió de puente a la revitalización del mundo clásico que se produce en el Re­
nacimiento. Su influencia es innegable en el florecimiento literario de los úl­
timos siglos medievales y sólo si aceptamos que esta orientación culta perma­
necía activa en los momentos de esplendor de las lenguas romances se puede
justificar correctamente el renacimiento humanista del siglo xv. En este
«renacer» de lo clásico han representado un papel decisivo las diferentes mo­
dalidades de la enseñanza medieval. Gracias a ellas la lectura y explicación de
textos de obras clásicas mantienen todo su prestigio al menos hasta el siglo
xm y aseguran la permanencia de forma dominante de toda una orientación
culta sobre otras modalidades más populares que iban surgiendo al amparo de
las nuevas lenguas romances.
Los tratados de esta tendencia culta se asentaban sobre los mismos postu­
lados de la Antigüedad, pero se fueron adaptando a la concepción fuertemente
cristianizada del mundo medieval; de ahí que a mediados del medievo los tra­
tados sobre poesía resulten tan útiles para la educación (literaria) de la socie­
dad y que se formulen como una sistematización de los principios y técnicas
de las obras que se escribían en ese momento, tanto en latín como en las inci­
pientes lenguas románicas.
Para estos tratados la cuestión dé la autonomía de la poética no constituye
un problema primordial, como tampoco se preocupan en demasía por la clasi­
ficación de las artes o por separar con claridad los límites existentes entre
ellas. Como ya señalamos, el planteamiento del problema en esos términos es
una cuestión sometida a debate por los humanistas del Renacimiento y sólo en
el siglo X u , coincidiendo históricamente con la decadencia de la poesía escrita
en latín y con el auge de las primeras literaturas escritas en lenguas vernáculas,
Rodolfo de Longchamps designa a la poesía como uh arte autónomo e inde­
pendiente de otras artes afines a ella (Tatarkiewicz, 1989: 121).
180
Edad Media

Ahora bien, aunque no presten demasiada atención a la autonomía de la poé­


tica, los tratadistas medievales sí son conscientes de que es un arte con reglas
propias y una cierta autonomía, que comparte características con otras artes, pero
dándoles un tratamiento propio y ajustándolas a los fines de su arte. Al delimitar
de esta manera su marco, la poética se incluye dentro de las artes liberales
(especialmente las artes del trivium), que representan en aquel momento la tota­
lidad del saber, tanto científico como humano, y su conocimiento es indispensa­
ble para la filosofía y teología. La relación de la poética con las demás discipli­
nas del trivium permitió el desarrollo de las humanidades {studia humanitatis),
que enlazan los tratados cultos del Mester de Clerecía con el humanismo del Re­
nacimiento. Los estudios de humanidades aumentan considerablemente a partir
del siglo xm y de ahí que las doctrinas de estos tratados posean un valor histori­
co indudable, a pesar de que las aportaciones realmente novedosas puedan ser
puestas en duda al predominar las repeticiones de conceptos y clasificaciones
consagradas por la tradición. Los tratados de ars poetriae o ars dictaminis reco­
gidos por Farai, los de comentario-tradición recopilados por Minnis o los de ca­
rácter más general traducidos al ingles por Hardison adaptan su contenido a la
tradición, pero enfocan su caudal de erudición en tomo a la interpretación de las
Sagradas Escrituras. En este seguimiento de la tradición, los tratados se ocupan
principalmente de tres grandes aspectos:
1. Observaciones en tomo al proceso creador, especialmente al origen de
la poesía y a su relación con el autor.
2. Observaciones respecto a la obra artística, atendiendo principalmente a
la problemática de la forma y el contenido y su relación con la verdad
o falsedad del mensaje.
3. Observaciones acerca de la problemática de la recepción, orientadas de
forma casi exclusiva a la finalidad didáctica del arte, sin que ello su­
ponga rechazar el componente hedonístico de la obra.

Naturaleza del proceso creador


Respecto a la naturaleza del proceso creador, los tratados medievales
plantean, con más o menos profusión, las cuestiones referentes al origen de la
poesía y al creador.
La opinión más divulgada define al poeta como un artesano que se dife­
rencia de los demás gracias al carácter liberal y no mecánico de su arte. Los
tratados y manuales medievales de poética tienen un carácter práctico y hacen
hincapié principalmente en las capacidades técnicas y en la índole artesanal de
su habilidad, una habilidad que no es considerada como algo ajeno al poeta,
sino como una capacidad innata. El poeta, entonces, es portador de un ingenio,
de un talento innato, que con el apoyo de unas reglas y el conocimiento de
unas fuentes artísticas que le sirven de modelo puede instruir y moralizar al
La poética medieval: caracteres generales 181

auditorio. Los partidarios de esta postura defienden una poesía de tipo racio­
nalista, en la cual el intelecto juega un papel más relevante que la inspiración.
Será una poesía, como quiere Juan de Salisbury, más asequible al auditorio y
en la que el elemento sensitivo y contemplativo predomine sobre el simbolis­
mo y la alegoría.
Al mismo tiempo, la influencia de la filosofía neoplatónica extendió la
tesis de la inspiración y de la poesía como revelación de verdades divinas.
En este sentido, el poeta posee una capacidad técnica singular, un genio es­
pecial, considerado como un elemento externo, como «una fuerza de la natu­
raleza, innata en el alma» — dice Hugo de San Víctor (citado por De Bruyne,
1947: 173)—. Este genio innato puede también ser desarrollado mediante el
ejercicio, la contemplación del mundo y el conocimiento de una técnica ple­
namente humana, es decir, mediante el seguimiento de unas reglas ya expe­
rimentadas.
Los defensores de esta orientación poética preferían la literatura de carác­
ter alegórico, es decir, aquella que perseguía trascender el mundo sensible para
alcanzar el mundo suprasensible. Como este nivel de conocimiento no puede
ser alcanzado en un primer momento, postulan un tipo de arte simbólico y ale­
górico que resulta incomprensible al principio, pero una vez aclarado e inter­
pretado correctamente permite acceder al grado más elevado de conocimiento
y, por tanto, a la verdad divina revelada en las Sagradas Escrituras. Son par­
tidarios, entonces, de una poesía de carácter idealista, sublime, que concentre
su atención en cuestiones trascendentes, expresadas del único modo posible:
mediante símbolos.
Desde la más lejana Antigüedad los poetas han expresado la verdad de
manera oscura y velada, de tal manera que el lector ha de buscar el sentido
profundo en las obras literarias porque en todas ellas hay algo de verdad,
incluso las que parecen erróneas en una primera lectura. Este razonamiento
supone aceptar la idea de que existen varios niveles de interpretación y de
ellos el sentido profundo es el más real y el más valioso, es decir, es el sen­
tido verdadero. Por eso, la exégesis alegórica llegó a convertirse en la prác­
tica normal en la interpretación de los textos sagrados por encima de otras
interpretaciones posibles (H. de Lubac: 1959; Domínguez Caparros, 1993:
174 y sigs.).

La obra artística

Entre las diferentes cuestiones que la poética medieval refiere a la obra artís­
tica sobresale la atención a la problemática entre la forma y el contenido, que en
general relacionan con la dicotomía verdad-falsedad del mensaje poético.
El planteamiento de esta cuestión revela una situación compleja, sujeta a
un abanico de posibilidades que varía entre aquellos tratadistas que prestan
182 Edad Media

una atención mínima a las cuestiones formales, para poner todo el énfasis en la
veracidad del contenido poético (que debe ser interpretado en relación a las
enseñanzas bíblicas); frente a aquellos (los menos) que postulan una exalta­
ción de la forma y elegancia de la palabra poética para complementar conve­
nientemente la verdad del mensaje poético. Entre ambos extremos, se encuen­
tra la postura mayoritaria, aceptada por aquellos que valoran especialmente el
equilibrio y la moderación entre la forma y el contenido, porque la verdad y la
sabiduría no son incompatibles con la belleza y el arte, como prefería la tradi­
ción clásica aristotélica y horaciana.
En todos los casos, e independientemente de la atención que se prestara a
la forma, los tratadistas medievales defienden abiertamente el contenido, por­
que a través de él se muestran las verdades morales y religiosas y, por tanto,
en el contenido ha de residir la verdadera belleza. En general, transmiten la
idea de que los textos sagrados carecen de una escritura elegante porque tratan
y comunican la verdad y la exposición de la verdad no admite adornos ni pa­
labras superfluas. Lo importante es lo que se dice y no cómo se dice y, en con­
secuencia resulta preferible la fuerza de la verdad revelada por Dios a la ma­
jestuosidad de las palabras empleadas para embellecerla o para confundirla,
como sucede en tantos ejemplos de la literatura pagana. La defensa de la ver­
dad revive en muchos casos las viejas controversias entre la oratoria y la filo­
sofía, en las que se esgrimen los argumentos ya conocidos de la capacidad del
oficio de orador para modificar el sentido de las palabras y presentar las cosas
como quieren y no como son; el orador se sirve a menudo del lenguaje para
engañar, mientras que el oficio de filósofo busca la verdad, independientemen­
te de la forma que la reviste.
Por otro lado, la veracidad del contenido venía reforzado por el segui­
miento de unas reglas generales, determinadas por la razón, y sistemati­
zadas con toda profusión en documentos de muy diversa índole. El conoci­
miento de las reglas, denominado «saber técnico», resultaba indispensable
para cualquier actividad y era tan necesario a los maestros y tratadistas para
redactar los manuales de poética y retórica, como para inspirar al artista en
el momento de escribir su obra. Según De Bruyne (1947: 213 y sigs.) y Ta-
tarkiewicz (1989: 124), estaba muy extendida en las poéticas medievales la
idea de que el valor de una obra dependía del conocimiento y continuación
de unas reglas, universales y particulares, y por esa razón el sentido de ars
en la época medieval está más cerca de «conocimiento técnico» y de «teo­
ría» que de arte imaginativo.
Por otro lado, el conocimiento de las reglas permite revalorizar el estudio y
la imitación de los autores clásicos, latinos primero; griegos, después. La idea
de imitación de los clásicos'eo. el Medievo fue más ábarcativa y tuvo mayor
influencia que en la antigua Roma. Los autores medievales ponían un énfasis
especial en la necesidad del seguimiento de modelos antiguos que pudieran re­
La poética medieval: caracteres generales 183

sultar útiles para la vida diaria o para la realización práctica de sus obras. Por
eso, el dominio de numerosas reglas de tipo gramatical o retórico resultó una
cita imprescindible como modelo de escritura, tanto para obras de carácter
culto, como, más adelante, para obras de tipo más popular, escritas en lenguas
vulgares.

Finalidad de la obra artística

La problemática de la recepción tiene también un tratamiento complejo,


según el tratadista o el carácter de la composición. La influencia de la Igle­
sia y el carácter trascendental que el mundo eclesiástico da a la vida se pro­
yecta en un concepto fundamentalmente utilitarista del arte y en una finali­
dad didáctico-moralizante. La justificación de la obra artística dependía
principalmente de su capacidad para transmitir conocimientos provechosos
(históricos, jurídicos, científicos...) o para divulgar preceptos morales deri­
vados del sentimiento religioso de la época, al mismo tiempo que permitía
rechazar todo aquello que atentaba contra sus creencias. Así, de manera
unánime, los tratadistas medievales postulan la necesidad de una literatura
con fines didácticos y, naturalmente, este énfasis en el carácter edificante y
ejemplificador es mucho más reiterativo en los comentarios sobre literatura
religiosa (hagiografías, sermones, versiones a lo divino, etc.). Pero ese mis­
mo aspecto moralizador resulta evidente también én versiones más popula­
res y menos cristianizadas e, incluso, en la literatura profana, sin que ello
afecte al carácter hedonístico y placentero, que es una finalidad inherente
también al arte.
En este sentido, pues, la poética medieval no aporta nada nuevo a la finali­
dad del arte, tal como.se entendía en la Antigüedad. Pero, según Tatarkiewicz
(1989: 125), la innovación de la poética medieval estriba en la idea de que el
«uso» resulta ser un criterio válido para juzgar el valor de una obra poética.
Son conscientes de que el gusto poético cambia de unas épocas a otras y de
unos ambientes a otros y, por tanto, el «uso» y la experiencia son factores a
considerar para valorar una obra artística y para atraer la atención del público.

TEORÍA LITERARIA DE LOS TROVADORES

Paralelamente a la teoría literaria culta, que había sido adaptada a la con­


cepción cristiana del mundo medieval, se desarrolló también la teoría de los
trovadores, una teoría de índole más popular, enfocada en tomo a las nuevas
lenguas romances, que a partir del siglo xn van adquiriendo un prestigio cada
vez mayor hasta alcanzar en los últimos siglos medievales un carácter verda­
deramente literario, similar al que poseía el latín como lengua culta.
Edad Media
184
La teoría literaria de los trovadores es complementaria de la teoría culta,
pues su origen se encuentra también en las poéticas y composiciones de la
tradición latina. Sus cultivadores habían estudiado en las escuelas medievales
y habían recibido una instrucción de carácter culto, pero los trovadores aplican
su formación clásica a una poesía de contenido nuevo (principalmente de
asunto amoroso dentro del código del amor cortés), que requiere el uso de una
técnica consecuente con esos contenidos renovadores, basados en la proble­
mática cotidiana y en ideales con una finalidad sensiblemente diferente a la de
la literatura culta.
Aunque su origen sea el mismo, las diferencias entre ambas teorías son tan
significativas como la distancia que separa a los «antiguos» (escritores en la­
tín) de los «modernos» (escritores en lenguas romances). Los tratados de los
trovadores prefieren atender a aquellos rasgos que sienten más próximos a su
entorno porque ofrecen una mayor eficacia comunicativa; y esos rasgos se en­
cuentran, primero, en la literatura provenzal y, después, en el resto de las lite­
raturas romances, a medida que van adquiriendo la categoría de arte. De esta
manera, la diferencia fundamental entre los tratados cultos o antiguos, escritos
en latín, y los modernos, escritos en lenguas romances, estriba en la importan­
cia del lenguaje como medio de comunicación. Los tratados modernos consi­
deran la lengua vernácula como más perfecta artísticamente y más eficaz para
el receptor de su tiempo. Un cambio de lengua como el que se produce en el
entorno medieval implica la formación de una tradición específica, con una
intención y unos ideales nuevos, aunque ello no suponga una ruptura brusca
con la tradición anterior e implica también establecer un tipo de relación nue­
va con el auditorio, que se adapte al pensamiento y concepción de la vida de
ese público. Como la finalidad de toda obra poética es establecer la comuni­
cación con un público, los tratados trovadorescos de los últimos siglos medie­
vales intentan formular los principios básicos del arte poético para disminuir la
distancia que separa a emisor y receptor y que resulte, al mismo tiempo, de
utilidad para ambos: al creador ayudándole a fijar la atención del público y a
éste acercándole al mundo poético del autor para comprender mejor su mensa­
je poético.
En este nuevo ámbito es imprescindible destacar la importancia de la lengua
y la necesidad de que ésta pueda ser comprendida por el auditorio. Como señala
Martín de Riquer (1975: 10-11), la lengua de los trovadores presenta una curiosa
uniformidad, una cierta koiné; está sujeta a unos patrones de composición relati­
vamente normalizados, y flexibles al mismo tiempo, para poder llegar a un audi­
torio heterogéneo y perteneciente a zonas geográficas muy distantes. Sólo así era
posible transmitir un contenido poético y una enseñanza, que en un idioma como
el latín resultaba incomprensible para la inmensa mayoría.
. La sistematización inicial de esos objetivos poéticos no resultaba una tarea
fácil, porque el trovador se ve obligado a asimilar Una parte importante de los
La poética medieval: caracteres generales 185

tratados de retórica y poética que conoce por su formación escolar y, por otra
parte, necesita manejar una técnica compleja para escribir una poesía sujeta a
unas leyes específicas y escrita para ser cantada, es decir para ser transmitida
oralmente, y no para ser leída, como sucedía con las composiciones de la tra­
dición culta. Los trovadores son compositores de una poesía que será divulga­
da por los juglares a través del canto; y ésta es una diferencia importante. Exi­
ge un modo de composición supeditado a unas normas métricas bastante
rigurosas, a una rima de reciente creación y a unos recursos de versificación
diferentes a los latinos. Eso explica la atención que este tipo de tratados presta
a las cuestiones técnicas de la composición poética y a los problemas que
plantea la presencia directa de un público heterogéneo.
Como los problemas líricos de los trovadores se basan en la rima, el ritmo
y el cómputo silábico, los tratados sobre poesía cancioneril atienden preferen­
temente a la métrica y a los diferentes recursos de versificación, ateniéndose
con bástánte rigidez a los preceptos de tipo gramatical, versificatorio y estilís­
tico transmitidos por las poéticas y retóricas latinas. Naturalmente, el primer
objetivo consiste en adaptar la lengua vernácula a una escritura gramatical­
mente correcta, como sucede en el primer tratado de este tipo conservado en la
Península Ibérica: el titulado Razós de trobar del catalán Ramón Vidal de Be-
salú. Este tratado del siglo x i i i ha sido considerado como la primera gramática
escrita en romance, dirigida los trovadores, a la que se ha adjuntado a prin­
cipios del siglo XIV la composición anónima Doctrina de compondré dictats,
añadida seguramente para compensar las deficiencias de aspectos de versifi­
cación, de recursos literarios y de diferenciación de géneros que presentaba el
tratado de Vidal de Besalú (Martín de Riquer, 1975: 32 y sigs.). Las carencias
y defectos depste tratado y su añadido aparecen subsanadas en otro tratado de
principios del siglo xiv conocido como Las leys d ’amors del tolosano
Guilhem Molinier, uno de los más importantes de esta época. Este segundo
tratado, mucho más extenso que los anteriores del siglo xm, sirve de base a
otros tratados menores posteriores, porque recoge con todo detalle las partes
gramaticales, retóricas, estilísticas y de versificación que se utilizaban con
mayor frecuencia en las composiciones de los trovadores.
TEXTOS PARA COMENTARIO

La poesía está tan cerca de las cosas de la naturaleza que muchos han rechazado
incluirla en la gramática, asegurando que es un arte por sí misma y no está más relacio­
nada con la gramática que con la teoría, a pesar de que está relacionada con las dos y
tiene preceptos comunes.
(John de Salisbury, Metalógica, citado por Hardison, 1974: 13.)

El poema es un discurso en forma métrica, que se desarrolla ágilmente en forma de


cláusulas, adornado con palabras elegantemente ensambladas y hermosas ideas, en el
que no hay nada insignificante o que sobre.
(Mateo de Vendóme, Ars versificatoria, 1,1; ed. Farai: 110.)

Se puede emplear un tipo de adomo fácil y otro difícil. Pero a esto hay que añadir
que ni el adomo fácil ni el difícil poseen ningún valor si son sólo exteriores. Así pues,
el adomo superficial de las palabras, a no ser que se ennoblezca con un contenido jui­
cioso y de valor, es semejante a una pintura barata, que causa gran placer que permane­
ce quieto, pero desagrada al que la contempla en detalle: así también el adorno de las
palabras sin el adomo del contenido causa placer al que las escucha, y desagrada al que
las examina atentamente.
Sin embargo, el adomo superficial de las palabras unido al adorno del contenido es
semejante a una pintura excelente, que cuanto más detalladamente se observa, tanto
más valiosa parece.
(Godofredo de Vinsauf, Documentum de modo
et arte dictandi, II, 3,1; ed. Farai, págs. 284.)
Capítulo V

PRELUDIO DEL RENACIMIENTO:


AUTORES DE TRANSICIÓN

Incluimos en este apartado, especie de cajón de sastre, un conjunto de au­


tores medievales por su cronología, pero precursores del Renacimiento por sus
teorías o por sus posiciones y actitudes. Son los italianos Dante y Boccaccio y
los españoles Averroes y algunos poetas del siglo xv que se ocuparon de te­
mas teóricos, como el marqués de Santillana, aunque fuera de forma incipien­
te. Es obvio que no encajan en ninguno de los cuatro apartados en los que he­
mos sistematizado autores e ideas de la Edad Media: no podemos incluirlos en
la Escolástica, porque transcienden sus ideas, aunque se inspiren en ellas, tam­
poco encajan en la Retórica o en la Poética medieval, por diversas razones (su
sentido humanista, su papel como comentaristas, su preocupación por el texto
y por las lenguas vernáculas...). Hemos decidido dedicarles un epígrafe, seña­
lando su papel de puente hacia del Renacimiento, aunque resulten distantes
entre sí por la calidad de sus obras y por la modernidad de sus ideas.

1. Italia

Dante A lighieri (1265-1321)

La biografía de Dante ha de ser reconstruida a partir de los testimonios que


el propio poeta da de sí en la Vita Nuova y en las Epístolas — menos en II
convivio y en la Divina Comedia— y aceptada con los márgenes de insegu­
ridad que toda referencia autobiográfica — y, más aún, en el seno de un con­
texto poético— plantea. Parece, pues, que el que ha sido definido por la En­
ciclopedia Católica del Vaticano como «el poeta más grande del catolicismo»
nace en el año 1265, en una Florencia convulsionada por el enfrentamiento
188
Edad Media

entre güelfos y gibelinos y en cuyas características políticas y culturales se


anticipan los que serán los rasgos físionómicos de la Modernidad.
Dante perdió a su madre en su primera infancia; de las segundas nupcias
de su padre, Alighiero di Bellincione, tuvo un hermano y dos hermanas. Se
piensa que sus primeros educadores fueron los franciscanos del Convento de
Santa Cruz y que el episodio del saludo de Beatriz, trasunto literario de Bice,
hija de Folco Portinari, tuvo lugar cuando el poeta contaba nueve años. La que
sería la «gloriosa señora de sus pensamientos» será elevada al rango más alto
de la emoción amorosa, y aparecerá en la Divina Comedia revestida de tan alta
dignidad espiritual que, ya muerta, ha podido solicitar directamente la inter­
cesión de María para que el Señor la autorice a conducir al poeta en su visita
por los reinos eternos. La educación de Dante proseguiría, además de con el
frecuentamiento de los clásicos latinos, entre los dominicos de Santa María
Novella, luego en la Universidad de Bolonia y, más tarde, bajo el magisterio
de Brunetto Latini y en sus conversaciones con Guido Cavalcanti. De su for­
mación escolástica da cuenta el que, en la esfera del cielo, en la Divina Co­
media, aparezcan filósofos medievales tan relevantes como Pseudo Dionisio,
Santo Tomás de Aquino, Alberto Magno, San Bernardo, etc.
Fue durante su incursión en esa «selva oscura» de la que habla en la Divi­
na Comedia, y de la que se apresta a salir cuando, en mitad del camino dé la
«vida», se supone que ha cumplido los treinta y cinco años, momento en el
que contrae matrimonio con Gemma di Manetto Donati, de la que habría de
tener dos hijos, Pedro y Jacobo, y una hija, Antonia.
Animado por su amor a Florencia, Dante ocupa diversos cargos políti­
co-administrativos. El año 1300, auténtico punto de giro en la biografía
dantesca si hemos de creer el testimonio de la Divina Comedia, la ciudad
italiana es el escenario de violentas luchas: Blancos y Negros se disputan el
dominio de la urbe, y Dante, que pertenecía a los Blancos, es desterrado
cuando el poder pontificio se alia con los Negros y, de la mano de Carlos
de Valois, se adueña de la ciudad por la fuerza de las armas. Sus bienes son
confiscados y se lo condena a morir quemado en caso de reapacer en Flo­
rencia. Dante se ve obligado a vagar de un lado para otro y a verter sus in­
vectivas en contra de la soberanía temporal del Papa en las páginas inmor­
tales de su Divina Comedia. Instalado sucesivamente en Verona, Padua y
finalmente en Rávena, donde muere, no dejaría de alentar la esperanza de
la inserción florentina en la unidad superior del Imperio Romano. Como
postula en De monarchia, Dante pensaba que, aspirando el ser humano a la
felicidad temporal y a la eterna, el emperador debía ocuparse de la primera
y el pontífice de la segunda, y que sus áreas de influencia no deberían in-
terferirse.
La obra latina de Dante comprende los tratados De monarchia, De vulgari
eloquentia, las Epístolas y las Églogas, mientras la italiana está compuesta por
Preludio del Renacimiento: autores de transición 189

la Divina Comedia, el Convite y las Rimas. La Divina Comedia, obra de una


vastedad conceptual ingente, contiene la quintaesencia de la filosofía dantesca
en el seno de una estructura narrativa que puede considerarse, por su perfec­
ción, una de las cumbres de la literatura de todos los tiempos.
Las ideas estéticas de Dante se encuentran diseminadas a lo largo de su
obra y estrechamente imbricadas en postulados filosóficos de corte metafisico.
Especialmente dedicados a la crítica literaria están El convite y la Carta al
Can Grande de la Scala de Verona, contextos ambos en los que aborda el co­
mentario de sus propias obras, y el tratado acerca del habla vulgar que lleva
por título De vulgari eloquentia.
Especialmente influido por la filosofía escolástica, y dada su proximidad
cronológica, Dante recoge muchas ideas de Santo Tomás de Aquino, pero les
insufla el vigor de un nuevo elemento que las desintelectualiza al someter las
pericias técnicas que hacen posible el arte al primado de una emoción motriz:
el amor. Si para Santo Tomás la poesía era, en razón de su inexactitud, doctri­
na infima, Dante encontrará en ella un modo supremo de alcanzar las más altas
esferas del entendimiento.
Para De Bruyne (1963: 672) «El fin último de Dante es el opus consumma­
tum de Juan de Salisbury», y en su obra reúne, en sutil amalgama, los que eran
los ideales del humanismo de Chartres, sapientia y eloquentia. No sólo escribe
sino que reflexiona en tomo a sus escritos. Una emoción amorosa, de raíz hu­
mana, proyecta al poeta hasta las más radiantes cumbres de la filosofía y la
teología — Amor che muove il sole e l ’altre stelle— y el poeta canta esa ex­
periencia, que es a un tiempo amorosa e intelectual, en los versos de una len­
gua vulgar que ha sido templada a tal fin con tal dolcezza que, fuera de los tres
modi dicendi clásicos, ha dado en llamarse el dolce stil nuovo. Si en la Vita
Nuova Dante se enamora de Beatriz, muerta ésta, Beatriz misma es trasunto de
la dama Filosofía, bella hija de Dios a quien el poeta persigue en El convite.
En la Divina Comedia es la propia Beatriz, encamación del amor a la Filoso­
fía, quien guía al poeta al encuentro de la Belleza Suma. La escala platónica
del amor lleva a Dante desde el amor sensual hasta la cumbre de su proyección
metafísica.

El Convite

Dante aborda la composición de El convite una vez desterrado de Floren­


cia, momento en el que tal vez el clásico boeciano De consolatione philoso­
phiae le habría servido de estímulo a la hora de internarse en el camino de la
filosofía, la alegórica «dama piadosa» de la que se ha enamorado a la muerte
de Beatriz y en la que encuentra fuerzas para seguir adelante. De todas las
obras de Dante es El convite la que mejor se inserta en la tradición medieval.
Su título recuerda El banquete platónico y tiene mucho que ver con miscelá-
190 Edad Media

neas como las Noches Áticas, de Aulio Gelio, o las Saturnalia, de Macrobio,
pero su espíritu y composición son más formales que las de cualquiera de
ellas. Con todo su antecedente más inmediato parece ser el Tesoretto de Bru-
neto Latini,
En el primer tratado expone Dante el plan general de la obra — catorce
canciones con sus correspondientes comentarios—, plan que no llegaría a
realizarse. Promete abarcar los dos sentidos de las canciones— el literal y el
alegórico—, y ensalza el uso del habla vulgar, el italiano, cuya comprensión
es más ancha que la del latín. Abundará en estas razones en De vulgari elo­
quentia. En el segundo tratado revela la personalidad de la dama a quien
ama, la Filosofía, y alcanza a conformarla como una filosofía de corte acen­
dradamente aristotélico, cristianizada fundamentalmente a través de San Al­
berto Magno y Santo Tomás de Aquino. Teniendo por pretexto a cada una
de las canciones que encabezan los tratados sucesivos, Dante nos enseña
ahora que, de los cuatro sentidos consagrados por la tradición exegética, li­
teral, alegórico, moral y anagògico, él abordará únicamente los dos prime­
ros, el literal — «que no avanza más allá de la letra de las palabras conven­
cionales»— y el alegórico «que se esconde bajo el manto de esas fábulas, y
consiste en una verdad oculta bajo un bello engaño. Como cuando dice
Ovidio que Orfeo con su cítara amansaba las fieras y llevaba tras sí los árbo­
les y las piedras, lo cual quiere significar que el hombre sabio con el instru­
mento de su voz amansaría y humillaría los corazones crueles y movería de
acuerdo con su voluntad a los que carecen de la vida de la ciencia y el arte,
pues los que no tienen vida racional alguna son como piedras» (El convite
II, I, 2-4). Una elemental sensatez insta a Dante a esclarecer primero el sen­
tido literal y desentrañar después el alegórico, ya que «es imposible seguir
adelante si primero no se ha echado el fundamento» (ibid. 11). En cuanto al
moral y al espiritual, siempre en sentido ascendente, nos aclara que:
El tercer sentido se llama moral y éste es el que los lectores deben atenta­
mente descubrir en los escritos, para utilidad suya y de sus discípulos, como
puede observarse en el Evangelio cuando Cristo subió al monte para transfigu­
rarse, pues de los doce apóstoles llevó consigo tres, en lo cual puede entenderse,
según el sentido moral, que en las cosas muy secretas debemos tener poca com­
pañía.
El cuarto sentido se llama anagògico, es decir, sentido superior, y se tiene
cuando se expone espiritualmente un escrito, el cual aunque [séa verdadero]
también en el sentido literal, por las cosas significadas significa realidades su-
, blimes de la gloria eterna, como puede verse en aquel canto del profeta que dice
que con la salida de Egipto del pueblo de Israel hízose Judea santa y libre. Pues,
aunque sea verdadero cuanto la letra manifiesta, no es menos verdadero lo que
espiritualmente se entiende, esto es, que al salir el alma del pecado se hace
santa y libre en su propia potestad (ibid.5-7).
Preludio del Renacimiento: autores de transición 191

Razones de orden (que arguye Aristóteles en el Libro I de la Física) inspi­


ran pues a Dante a abordar el sentido literal primero y a referirse luego al ale­
górico y a veces, de forma incidental, a tocar los demás sentidos. La argumen­
tación dantesca, que sigue el modo de proceder discursivo propio de la
filosofía escolástica, resulta particularmente ordenada y meticulosa, pues
«debe calificarse como obra de un retórico aquella que ordena cada una de las
partes al intento principal» (ibid. Ill, 4,3).
Los tratados I y II son sin duda los más interesantes para una teoría de la
literatura, pero, a lo largo de los dos restantes, Dante disemina numerosas
ideas cuyo indudable interés no excusa, sin embargo, un tratamiento porme­
norizado: el tema de las dos inefabilidades (una, la que se refiere a un enten­
dimiento limitado, incapaz de circunscribir determinadas visiones y emociones,
otra, la que se refiere a la lengua que no es capaz de seguir al entendimiento),
la intensa valoración de la belleza poética que, incluso si es transmisora de
contenidos perturbadores, debe ser admirada por bella, etc.

«Sobre la lengua vulgar»


En el capítulo 5 del Libro I del Convite, Dante anuncia un tratamiento más
detallado de la cuestión de la lengua vulgar. Su redacción, paralela a la del
Convite, se emprende con la intención de rehabilitar con argumentos teóricos
el uso del italiano, y no es extraño por ello que se emprenda en latín. El pro­
yecto original, qué abarcaba cuatro libros, queda interrumpido poco después
de iniciado el capítulo 14 del II. En el capítulo XVI de la Vida de Dante, su
amigo Juan Boccaccio se refiere a esta obra así:
Luego, acercándose ya a su muerte, compuso un opúsculo en prosa latina,
que tituló D e V u lgari E lo q u en tia , con el cual pensaba adoctrinar sobre el arte de
la poesía a quienes emprenden ese camino, y, aunque leyendo tal opúsculo se
puede entender que el poeta quería escribir cuatro libros, lo cierto es que que­
dan dos solamente, bien porque la muerte le haya impedido escribir los restan­
tes, bien porque se hayan perdido (Boccaccio, a p u d Dante, 1980: 745).

Sea como fuere, no deja de redundar en la envergadura de Dante el que no


sólo haya sido el mejor poeta italiano de su tiempo sino también el primero en
ocuparse «de la doctrina de la lengua vulgar» (Sobre la lengua vulgar I, 1).
Tanto o más que la expresión de las personales ideas críticas de Dante, el tra­
tado Sobre la lengua vulgar es un brillante ensayo de antropología especulati­
va, un informe sobre los dialectos italianos y el único tratado medieval que
rompe con los estereotipos previos sobre las artes rítmicas y métricas.
Al comienzo del Libro I dice Dante que Dios concedió a los hombres el
poder de dar expresión a los contenidos de la mente mediante el lenguaje, que,
a tal fin, debe cumplir el doble requisito de ser «sensible en cuanto al sonido»
192 Edad Media
y «racional en cuanto a su valor significativo convencional» (Sobre la lengua
vulgar, I, III, 3). Formula Dante a continuación diversas hipótesis históricas
que postulan la existencia de una única lengua desde Adán hasta Nemroth,
que, embriagado por la soberbia, quiso construir una torre en Babel cuya altura
sobrepujase la del mismo cielo. Hasta entonces, el hebreo había sido la lengua
de gracia prevista por el Creador para la intercomunicación. Pero, para casti­
gar al género humano, que andaba casi todo él en la tarea de edificar la torre,
Dios circunscribió cada lengua a los que desempeñaban determinada faena,
«esto es, un idioma para los arquitectos, otro para los que hacían girar las pie­
dras sillares...» De la dispersión de esas ramas lingüísticas primitivas deriva­
rían con el tiempo las distintas lenguas vulgares. Dante señala que en Italia
hay catorce dialectos en constante evolución. Con la intención de establecer
una lengua vulgar que se distinga por la eminencia de sus virtudes, Dante es­
cogerá de todos los dialectos lo más puro; eso dará lugar a un italiano ilustre,
cardinal, áulico y curial que será vinculante para todos los italianos.
El Libro II declara el vulgar ilustre capaz de producirse tanto en prosa co­
mo en verso. Al referirse al arte de la versificación, Dante formula con con­
tundencia que, pues se trata del uso de una lengua ilustre, sólo podrá ser usada
por hombres de correlativa excelencia de ciencia e ingenio. Y aun más, no
sólo los poetas, sino también los temas, deben adecuarse a la regia apostura de
la lengua vulgar: «como la que llamamos ilustre es la lengua mejor de todas
las lenguas vulgares, de esto se sigue que solamente los temas más excelentes
son dignos de ser tratados en esa lengua» (Sobre la lengua vulgar, II, II, 5). El
hombre tiene un alma triple: vegetativa, sensitiva y racional. En la vegetativa,
que busca lo útil, coincide con las plantas; en la sensitiva, que busca el deleite,
con los animales; la racional, que es privativa suya, busca lo honesto. Preciso
es, pues, en relación con estas tres funciones del alma, cantar en lengua vulgar
ilustre las excelencias de lo útil, es decir, la salvación, de lo deleitoso, es decir,
del gozo amoroso que es su antonomasia, y finalmente, de lo honesto, cuya
expresión suprema es el ejercicio de la virtud. ¿En qué modalidad habremos
de cantar? Dante, que define la poesía como «ficción retórica adornada con
música» {ibid. II, IV, 1), aconseja el uso de la canzone, cuya nobleza sobrepu­
ja con mucho la de las baladas y los sonetos al contener en sí todas sus destrezas.
A la hora de abordar la cuestión de los temas y los estilos, Dante apela al
criterio de los grandes autores y cita explícitamente la Poética de Horacio:
«Elegid una materia». Una vez elegida la materia, es preciso tratarla en el esti­
lo conveniente, ya sea trágico, cómico o elegiaco.
Para la tragedia empleamos el estilo sublime, para la comedia el estilo in­
ferior, y para la elegía, el estilo propio de la desgracia. Por tanto, si hemos de
tratar un asunto trágico, debemos emplear el vulgar ilustre, y, por consiguiente,
debemos usar la forma de la canción. Si tenemos que tratar un asunto cómico,
entonces convendrá unas veces el estilo vulgar medio, y otras, el vulgar infe-
Preludio del Renacimiento: autores de transición 193

rior. Reservamos para el cuarto tratado el estudio de esta distinción. Y si hemos


de escribir en tono elegiaco, habrá que acudir solamente al estilo vulgar humil­
de (ibid. II, IV).

Para Dante únicamente la canción y el estilo trágico alcanzan la sublimi­


dad del arte y debe circunscribirse a los temas antes detallados como en rela­
ción con las tres funciones del alma: la salvación, el amor, la virtud y aquellas
materias que les son afines. Dante desconfía a continuación de los que, caren­
tes de ingenio, de ciencia y de asiduidad en la práctica, se entregan sin más a
la benevolencia de las Musas. El del poeta es para él un oficio egregio. Avan­
zando un poco más en esta propedéutica incompleta del oficio de cancionero,
aconseja el uso del endecasílabo como «el más noble de los versos» y reco­
mienda al poeta las construcciones sintácticas «propias» o «legítimas», «pues
hay también una ordenación sintáctica sabrosa y elegante y al mismo tiempo
sublime, que es la propia de los grandes escritores», desde poetas como Virgi­
lio, Ovidio, Estacio, Lucano, hasta prosistas como Tito Livio o Plinio.
Dante concede singular importancia al vocabulario trágico, en el que debe
extremar su esplendor el vulgar ilustre. Deben descartarse por su simpleza las
palabras pueriles (mamma, babbo), por su ternura las afeminadas (dolciada,
piacevole), por su dureza las viriles rústicas (greggia, cetra)', quedan única­
mente las viriles urbanas, tanto las elegantes como las duras. El progreso de la
dinámica analítica dantesca abarcará también el análisis de las estancias, la
disposición, el número de versos, la relación entre las rimas, a medida que se
vaya internando en cuestiones de detalle. Una idea, sin embargo, preside con
fuerza esta auténtica ars poética: la nobleza conjunta de res y verba que se da
en la poesía, su feliz consustanciación en un artificio retórico logrado, única­
mente se hacen posible gracias al magisterio del poeta, hombre virtuoso, sen­
sible y bien informado. Todo en el poema tiene un función y un sentido que se
subordina a la forma y al sentido generales del poema. El sentido debe ser
bueno, la forma bella. Con todo, como anota Curtius (1995: 509):
Es extraño observar cómo presente al aprendiz en poesía una serie de difi­
cultades cada vez mayores, de requisitos que se van haciendo más y más riguro­
sos, hasta rozar en lo inasequible. ¿Hace falta haber leído a Orosio para compo­
ner una ca n zo n e al estilo elevado? El tratado de Dante, ¿libera realmente el
italiano vulgar, alentándolo a un despliegue total de sus posibilidades? ¿No es
más acertado decir que le pone demasiados estorbos y ataduras? ¿Y por qué
motivo? Lo que aquí tenemos es el antagonismo entre Romania y Roma. Dante
no logró resolver teóricamente la dualidad, y esa debe ser ima de las razones
por las cuales no llegó a terminar la obra. Puede observarse cómo, en el curso
de la exposición, el latín va pasando cada vez más a primer plano. (...) El D e
v u lg a r i elo q u e n tia e s un conglomerado de muy diversos elementos: teoría gene­
ral del lenguaje, estructura lingüística de la Romania, exigencia de un lenguaje
artístico italiano, teoría técnica de la canción. Todo esto se ha visto siempre, pe-
TEORÍA LITERARIA, II.-7
194 Edad Media

ro no se ha prestado la debida atención a otro elemento fundamental para Dan­


te: la sujeción de la poesía romance a un aprendizaje basado en la poesía y la
prosa latirías y en la retórica y poética latinas, tanto antiguas como medievales.
La obra es un magnífico testimonio de aquello que, para decirlo en una sola
palabra, llamo el «latinismo» de Dante.»

Carta al Can Grande de la Scala


Tanto los nueve largos parágrafos que componen la «Carta al Can Gran­
de» (reputada de apócrifa durante mucho tiempo) como la obra que comen­
ta, la Divina Comedia, están teñidos por una misma e intensa luz moral y
metafísica. El objeto de la Carta no es otro que el de encomendar el cántico
más sublime, el Paraíso, a quien al parecer habría acogido en su corte al
poeta desterrado durante el año 1303. Pesadamente escolástico, Dante ex­
presa enseguida la necesidad de insertar en su conjunto el fragmento que se
propone explicar:
Seis, por tanto, son las cosas que hay que investigar al principio de toda
obra doctrinal, a saber: el asunto, el motivo, la forma, la finalidad, el título del
libro y el género filosófico. De estas seis cosas hay tres en las cuales esta parte
que os he ofrecido [el P a ra ís o ] se diferencia por completo de todo el conjunto,
y son el asunto, la forma y el título; pero en las demás cosas no cambia, como
lo puede comprobar el lector; y por esto, en orden a la consideración de todo el
conjunto, hay que examinar por separado estos tres puntos; una vez hecho este
examen, quedará abierto el camino para la introducción de la parte indicada. A
continuación analizaremos las tres cuestiones restantes, no solamente con rela­
ción al conjunto, sino también con relación a la misma parte ofrecida (C a rta a l
C an G ra n d e, 6,18-20).

Antes de hacer escala en los puntos señalados, advierte Dante que la Co­
media tiene varios sentidos, uno literal, que declara el texto, y tres más que
pueden sin violencia subsumirse bajo la etiqueta de alegóricos (del griego
alleon, extraño) y que no son otros que el propiamente alegórico, el moral y el
anagògico que ya hemos visto a propósito del Convite. Así pues, y sobre esta
pauta, Dante va a desentrañar los seis puntos que detalló en el accessus. Em­
pezará por los que no resultan vinculantes al todo y a la parte de que hace en­
comienda, el Paraíso.
1. El asunto de la obra, siendo el sentido doble, ha de ser doble por
fuerza:
El asunto de toda la obra, en sentido literal, es simplemente el estado de las
almas después de la muerte, pues todo el desarrollo de la obra gira alrededor de
este tema. Pero, si consideramos la obra en su aspecto alegórico, el tema es el
hombre sometido, por los méritos y deméritos de su libre albedrío, a la justicia
del premio y del castigo (ibid., 6,24-25).
Preludio del Renacimiento: autores de transición 195

Siendo ese el asunto general, el que se refiere al Paraíso se reducirá al es­


tado de las almas bienaventuradas después de la muerte y a los premios alcan­
zados en virtud de sus méritos.
2. En cuanto a la forma, Dante distingue entre externa, e interna. La pri­
mera divide la obra en tres cánticos — uno de ellos titulado Paraíso—; cada
cántico, en cantos y, a su vez, cada canto, en estrofas. En cuanto a la forma in­
terna, o modo de tratar la materia, Dante dice que es «poético, ficticio, des­
criptivo, abierto a la digresión, metafórico» y al mismo tiempo «definitivo,
divisivo, probativo, polémico y susceptible de ejemplos» (ibid., 9, 26-27). Es
notable la perspicacia de Curtius (1995: 316) a la hora de discernir la curiosa
lista de modi tractandi que Dante ofrece:

La escolástica y la retórica concurren en un solo punto: en la exposición de


los m o d i tra c ta n d i. La creación de Dante está estructurada por una arquitectura
simétrica, evidentemente aun en su tabla de modos. De la gran cantidad de mo­
dos conocidos, Dante ofrece una selección bien meditada, que comprende diez
elementos, esto es, un número perfecto; está dividida en dos series de cinco; la
primera, como vemos ahora, se refiere al aspecto poético-retórico de la obra, y
la segunda al filosófico. La fórmula e t cum h o c [y al mismo tiempo] enlaza las
dos series de manera programática; quiere decir: «mi obra contiene poesía y a la
vez filosofía». De este modo, Dante reivindica para su poema la función cientí­
fica que la escolástica le negaba a la poesía en general.

No hay más que recordar el estatuto de doctrina infima que Santo Tomás
había reservado para la poesía. En la Divina Comedia Dante lleva a cabo la
suma de sapientia y eloquentia que había sido el ideal de Chartres: el opus co-
summatum de Juan de Salisbury.
3. El título de Comedia se lo aplica Dante porque, a pesar de empezar a
rodar en la aspereza del Infierno, su asunto evoluciona felizmente y, al contra­
rio que en las tragedias, culmina en el Paraíso. En cuanto al estilo es el propio
de la comedia, es suave y sencillo.
4. El motivo de la obra, que Dante da por ya indicado, abarca todas las
disquisiciones previas.
5. La finalidad, apartar a los mortales de la miseria y llevarlos a la felici­
dad.
6. El género filosófico es el género moral o ético, «pues la obra y sus par­
tes no van encaminadas a la pura especulación, sino a la acción» (ibid., 16,
40).
Así pues, Dante concibe su obra como una creación poética de género
moral que, llevando a los mortales desde las peripecias ostensivas del senti­
do literal hasta la oscura joya de las lecturas alegóricas, los conduzca fuera
de la miseria moral y los haga ascender hasta la visión metafísica. La visión
dantesca de un Paraíso transido por la Luz de Dios, causa primera al modo
196 Edad Media

de la Metafísica de Aristóteles, entronca una vez más con el tópico de lo


inefable, pues ni la razón humana ni el instrumento que la aloja, la palabra,
son capaces de referir la majestad de su gloria. Asciende aquí Dante a la que
quizá haya sido la más alta de sus aspiraciones: la unión de la poesía con la
teología.
Muy lejos ya de la antigua tradición del vate furioso, de la apuesta platóni­
ca por una poesía teológica que el filósofo había deslindado, no sin esfuerzo,
de entre la abigarrada selva de los discursos, heredera lejana de la querella es­
toica por un alegorismo que había conseguido mantener a flote la dimensión
teológica de las grandes sagas de la paidea griega, la filosofía de los Padres
había empleado armas y bagajes en preservar la eminencia del fondo sobre las
veleidades de una forma engañosa y concupiscente. La escolástica, de cuyo
venero bebe Dante, había venido así a contemplar la poesía como una infima
doctrina. Abriendo el paso a una nueva concepción de la dignidad poética,
Dante Alighieri cierra sin embargo el círculo de la Edad Media con una obra
incalculable en la que, en el esplendor de la lengua vulgar, en la diafanidad de
sus metáforas y en la limpidez de sus simetrías, alcanza a difuminarse, como
nunca antes, la luz imperecedera del Divino Artífice.

BOCCACCIO

Boccaccio (1313-1375) se encuentra en la transición de una época que lo


convierte, por una parte, en heredero de la tradición medieval y, por otra, en
innovador, al menos en algunas de sus teorías sobre la literatura. Su apego a la
tradición medieval queda patente en la afirmación de que los poetas deben po­
seer un estilo abundante, conocer la Antigüedad en todos los niveles, espe­
cialmente en lo concerniente a la historia, a la geografía y a las demás disci­
plinas relacionadas con el arte. Para él, cada palabra, cada frase ofrece una
información al lector que puede ser aclarada por la gramática y que suministra
un placer y ima enseñanza global al lector.
Si cuestiones similares a estas le sitúan próximo a una tardía latinidad, en
cambio resulta innovador en el planteamiento y la perspectiva de las cuestio­
nes que trata, así como en la defensa de la poesía basada en sus valores útiles y
trascendentes. En una época de constantes polémicas auspiciadas por la crisis
del orden medieval y el nacimiento de una nueva cultura, Boccaccio se vio
obligado a defender la poesía, o mejor, su idea de la poesía, una idea en la cual
aboga por la libertad del poeta, tanto en la composición y tratamiento de los
temas como en el desarrollo de su arte. El poeta traslada a la ficción sus co­
nocimientos, extraídos de su visión y participación en el mundo, así como de
sus conocimientos literarios, lo que permite una mezcla y combinación entre
lo antiguo y lo nuevo.
Preludio del Renacimiento: autores de transición 197

En su Vida de Dante considera la poesía como producto de ima actividad


mental, basada en la inspiración, de la que se deriva una función didáctica y
trascendente. Este sentido elevado de la poesía le permite identificar, como
hicieron antes San Agustín, Dante y Petrarca, la poesía y la teología. Ambas
son la misma cosa y ambas poseen una función y una finalidad semejante. La
Biblia es el ejemplo más significativo para justificar esta identificación, pues
en ella resulta claro que los poetas, guiados por una inspiración divina, sirven
de intermediarios entre el público y el Espíritu Santo (Hall, 1963: 57).
Al igual que la Biblia, la poesía tiene una función trascendente fundamen­
tada en un contenido complejo del cual se pueden extraer unos significados
literales, es decir, unos significados sencillos, obvios para cualquier lector, pe­
ro también unos significados más profundos, ocultos tras imágenes alegóricas
a cuya significación trascendente sólo pueden acceder los teólogos y los más
versados en cuestiones poéticas.
En el segundo de sus libros teóricos: Genealogía de los dioses paganos
(Genealogia Deorum Gentilium) realiza una nueva exposición de su idea de la
poesía pensando de manera clara tanto en los poetas como en un tipo determi­
nado de lectores. En esta obra, especialmente en los libros XIV y XV, Boc­
caccio rastrea la idea y valoración que los antiguos han hecho de la poesía,
centrándose de manera especial en las contradicciones a que pueden dar lugar
las historias procedentes de escritores paganos. Como hiciera antes en la Vida
de Dante, también realiza una defensa de los autores paganos, es decir, de la
literatura clásica, en la línea aceptada mayoritariamente por los humanistas de
la época. A través de ella defiende la poesía de imaginación, producto de una
actividad puramente mental, y la libertad del poeta para elegir y tratar sus te­
mas.
Su idea de la poesía está por encima tanto de mentes ignorantes que no
pueden captar su sentido, sus méritos ni su enseñanza, como de mentes su­
puestamente instruidas que tienen un intelecto demasiado estrecho o un senti­
do excesivamente práctico de la vida. Obviamente, la poesía no puede ser en­
tendida ni valorada por aquellos que sólo piensan en los placeres mundanos,
porque sus mentes no consiguen superar las limitaciones que les imponen los
placeres cotidianos. En opinión de Boccaccio no merece la pena hacer ima de­
fensa de la poesía ante individuos tan ignorantes, como tampoco lo merece
ante gentes aparentemente instruidas pero que poseen un conocimiento muy
elemental de filosofía y desprecian a los poetas por considerarlos personas frí­
volas. Su posición ante el hecho poético incluye también a gente de mentali­
dad demasiado práctica, como pueden ser los abogados o gente de profesiones
similares. Sus propósitos en la vida se someten a la fuerza del poder y el dine­
ro y desprecian la idea de fama y tranquilidad que caracteriza a los poetas.
No obstante, los enemigos más peligrosos de la poesía son algunos predi­
cadores e incluso teólogos «de mente estrecha» que, apoyándose en hipotéti-
198 Edad Media

cos conocimientos del mundo y de la religion, poseen un amplio poder de


convencimiento y de atractivo sobre las masas. Bajo el amparo de la filosofía
platónica desprecian la poesía por ser falsa y pecaminosa, especialmente la de
los poetas antiguos que incluyen cuentos y situaciones absurdas en las que in­
tervienen dioses paganos. A veces su animadversión y su ceguera hacia la
poesía es tal que llegan a sugerir la expulsión de los poetas de la sociedad,
como propugnaba Platón en su momento.
Boccaccio, como otros poetas de su tiempo, rechaza una idea tan ingenua
de la poesía y trata de demostrar lo contrario, es decir, su utilidad para la for­
mación moral de los ciudadanos y su carácter trascendente como reflejo de la
revelación divina. Como harán después en España Juan del Encina y el mar­
qués de Santillana, apela al carácter noble de la poesía desde sus orígenes y
cómo los grandes nobles de todas las épocas han gozado con ella en los inter­
valos de sus grandes hazañas. Los protectores de Virgilio o de Dante, entre los
que se encontraban emperadores y papas son un buen ejemplo de ello. Un re­
paso a los grandes autores y a su influencia en las artes europeas demuestra
ese carácter noble de la poesía y su finalidad didáctica y placentera. Pero en
esa misma nobleza de la poesía reside su problemática porque ese mismo ca­
rácter noble impide que puedan acceder a ella las mentes ignorantes. Como se
puede ver, al contrario de la posición que sustentan el marqués de Santillana,
Juan del Encina y otros teóricos españoles, cuya posición se limita a una de­
fensa de la poesía como de una actividad noble dirigida exclusivamente a
mentes instruidas, Boccaccio defiende con ardor el ennoblecimiento de la
poesía y se muestra muy duro con sus detractores, algo que está en consonan­
cia con su origen burgués y con lo que escribió utilizando el discurso de la
ficción en sus célebres cuentos de El Decamerón.
La defensa del carácter noble de la poesía permite también a Boccaccio
plantear el problema de la verdad y mentira de la poesía, en una línea similar
a la de la teoría de la imitación platónica. Normalmente los detractores de la
poesía justifican su rechazo apelando al hecho de que dice mentiras o, lo que
es lo mismo, apelando a su carácter de ficción. Pero para Boccaccio esta afir­
mación supone ignorar la verdadera naturaleza de la poesía o desconocer la
obra de grandes autores de la Antigüedad como Homero, Virgilio, Horacio o
Dante. La poesía imita los objetos de la naturaleza (que son la imagen de una
idea divina) y los objetos producto de nuestra fantasía (que se manifiestan en
la imitación externa) y, en consecuencia, puede ser falsa en el sentido concreto
e histórico, pero, aunque así sea, encierra en su interior su peculiar forma de
verdad y, por tanto, los poetas no son mentirosos en el sentido de pretender
engañar a los lectores, sino inventores de ficciones con un propósito comple­
tamente diferente al de querer engañar a alguien. Los poetas fingen, inventan
ficciones, las adornan con un lenguaje ameno, pero no mienten pues sus fic­
ciones nada tienen que ver con la mentira (Tatarkiewicz, 1970: 15). Hoy en
Preludio del Renacimiento: autores de transición 199

día esta argumentación parece obvia y no suscita una especial atención, pero
señalar en el siglo xiv que entre la poesía y la verdad no hay ninguna seme­
janza representa una novedad de gran importancia cuyo mérito ha de recaer en
el autor florentino.
Su posición no le impide, no obstante, constatar que existe ima mala poe­
sía, como El arte de amar de Ovidio, que justifica la tesis platónica de que al­
gunos poetas deben ser excluidos de la sociedad. Pero la poesía no es eso, ni
tiene esa naturaleza. La poesía es imaginación y su función constituye uno de
los pilares para el aprendizaje de los lectores, un aprendizaje donde lo funda­
mental es una adecuación a los antiguos y donde es disparatado pensar que los
poetas paganos puedan resultar perniciosos para los contemporáneos porque
los dioses de la Antigüedad ya no ejercen una influencia nefasta sobre el pre­
sente y, en cambio, los poetas de la antigua Grecia y Roma son verdaderos
maestros y plantean un sentido verdadero de la vida, aunque este sentido apa­
rezca oculto tras un estilo alegórico, como sucede en las historias de la Biblia.
Boccaccio se sitúa así como un eslabón más de la amplia tradición medieval
asentada desde Boecio y continuada por humanistas y teólogos de los siglos
XV y XVI como L. B. Alberti, C. Landino y Vives (Yndurain, 1994: 199 y
sigs.). Para él, la valoración y comprensión de la poesía sigue los mismos cri­
terios y procedimientos que los estudiosos aplican a los textos sagrados. En
principio se exige una comprensión literal y directa que procede de la gramáti­
ca, del aprendizaje de la lengua, paso imprescindible para alcanzar cualquier
otro fin. Es la etapa necesaria que afecta a todos los hombres de letras, sin dis­
tinción de conocimientos o de posicionamientos filosóficos. Posteriormente, la
comprensión literal y directa va siendo sustituida por una elucidación más pro­
funda que descubre valores ocultos o disimulados, mucho más valiosos que la
apariencia exterior. Estas verdades profundas son las que proporcionan el va­
lor a la poesía, pero sólo los más hábiles o los más preparados son capaces de
descubrir y comprender en su totalidad los secretos revelados por una poesía
inspirada o imaginativa.
La alegoría y la Biblia le sirven, pues, de motivos de enlace para unirse a
la tendencia en favor de la crítica teológica iniciada por San Agustín y Dante.
Según Boccaccio, «la teología y la poesía pueden ser consideradas como una
misma cosa», pues ambas tratan el mismo asunto y la teología no es sino la
poesía de Dios y, por tanto, no es otra cosa que una ficción poética. Así lo de­
muestran diferentes calificativos como pastor, cordero, etc., con lo que se per­
sonifica a Cristo (Osgood, 1930: 211). Las palabras de Cristo en el Evangelio
no expresan directamente aquello que pudieran significar, sino que a través de
la alegoría ocultan su propio significado y ello indica que no sólo la poesía es
teología, sino también que la teología es poesía, como lo demuestra la autori­
dad de Aristóteles para el que los poetas fueron los primeros en escribir teo­
logía. •
200 Edad Media

Naturalmente, la reflexión de Boccaccio no representa una opinión autori­


zada del medievalismo cristiano, pero tampoco puede ser tachado de paganis­
mo o de heterodoxo. Más bien, su defensa de la poesía pagana se encuentra en
la línea de los esfuerzos del humanismo de finales de la Edad Media para pro­
teger la poesía de los ataques que un sector de la iglesia cristiana dirigía contra
el mundo pagano clásico y contra el mundo medieval que lo aceptaba y lo de­
fendía. De hecho, Boccaccio se limita a recoger ideas o conceptos que en su
mayor parte habían sido asimilados por la Iglesia. Como demuestra Seznec
(1983), mitos como la fortuna, el suicidio y otros muchos conceptos heredados
de la antigüedad pagana coexisten en un catolicismo sorprendentemente
ecléctico y se actualizan en el llamado Renacimiento, no porque pudieran
«renacer» en esa época, sino porque habían perdurado y sobrevivido en la
cultura y el arte medievales.

2. E spaña : comentaristas y teóricos

c o m e n t a r is t a s : a v e r r o e s

Durante el siglo xn se produce en Europa un renacimiento cultural que


suele conocerse en líneas generales como la alta escolástica y que está impul­
sado por tres factores concurrentes: la recepción de Aristóteles, el auge de las
universidades y la actividad científica de las órdenes religiosas.
La presencia de Aristóteles en la teoría literaria se inicia con la Paráfrasis
a la Poética del filósofo cordobés Averroes en el siglo xn, que no alcanza la
aceptación y difusión que tendrán los comentaristas italianos del siglo xvi, a
los que la obra de Averroes sirve de preludio, aunque sea desde otra cultura y
con otro marco de referencias literarias.
Aristóteles había sido traducido al sirio entre los siglos v y x por algunos
eruditos cristianos (escuelas nestoriana y escuela monofisita), que también tra­
dujeron al Pseudo Dionisio e hicieron comentarios de varios textos griegos.
Cuando los árabes conquistan Siria, se benefician de la cultura allí reinante:
los monarcas Abasidas invitan a su corte de Bagdad a los eruditos y letrados
sirios. Sabemos que el califa Al-Mamoun crea en el año 832 una escuela de
traductores, que dan a conocer, entre otras, obras de Aristóteles y de alguno de
sus comentaristas (Alejandro de Afrodisia, Porfirio, etc.); en el siglo x el califa
cordobés Al-Hakem II consigue traer a su corte letrados de Oriente y obras en
un ambiente de tolerancia y de gran brillantez científica y literaria. De las es­
cuelas sirias proceden algunas de las ideas filosóficas que luego defenderán
los árabes de Córdoba, por ejemplo la que se refiere a los estratos y manifes­
taciones del ser, o la que discute sobre la inteligencia individual o general de
Preludio del Renacimiento: autores de transición 201

la humanidad, la eternidad de la materia, la unión mística, etc. Se inicia tam­


bién en las escuelas sirias una interpretación de Aristóteles entreverada de
ideas neoplatónicas, que resultará característica de los comentaristas árabes y
que probablemente procede de las primeras obras de Aristóteles, las escritas
bajo el influjo de su maestro o de algunas de Plotino y de Proclo que se le atri­
buyeron, por ejemplo, la llamada Teología de Aristóteles, que es un resumen
de la Ennéadas IV y VI, o el Líber de causis, compendio de la Elementado
theologica de Proclo.
La tradición aristotélica siria es recogida por los árabes españoles, el más
famoso de los cuales será el cordobés Ibn Rushd (1126-1198), más conocido
como AVerroes. Durante centurias sus Comentarios fueron leídos en las uni­
versidades y centros de cultura europeos y sus teorías filosóficas fueron muy
discutidas y consideradas heréticas, particularmente por Raimundo Lulio y por
Sto. Tomás (Renan, 1852). Fue llamado «el Comentador», precisamente por
sus comentarios sobre las obras de Aristóteles, que fueron traducidos al latín y
bastante divulgados, a juzgar por los manuscritos que se conservan.
Entre los filósofos árabes que interpretan a Aristóteles en claves neoplató­
nicas, Averroes es quizá, a pesar de todo, el más aristotélico. Renan (1852)
vincula el aristotelismo presente en Italia desde el siglo xm hasta el xvi con
Averroes y los averroístas latinos que se organizan en tomo a la Universidad
de Padua. Filosóficamente defendían tesis polémicas, como la de la inteligen­
cia universal o la de la «doble verdad», según la cual una verdad filosófica
podía estar en contradicción con una verdad teológica y ser ambas verdad.
Averroes comentó las obras de Aristóteles de tres formas distintas: el Gran
Comentario, en el que reproduce un texto aristotélico amplio y lo explica pá­
rrafo a párrafo, distinguiendo el discurso original mediante la palabra kála
(dice), que equivale a las comillas; cada libro va dividido en sumas y éstas en
capítulos y en textos. Parece ser que éste era el sistema habitual de los comen­
tadores del Corán. En segundo lugar hace el Comentario Medio, en el que ca­
da párrafo se cita por sus primera palabras y luego se explica el resto, sin dife­
renciar el discurso original del comentario. Por último las Paráfrasis o
Análisis recogen teoría exclusiva de Averroes a propósito del discurso del
texto original (Renan, 1852-1992: 60).
Sobre la Poética hace Averroes una Paráfrasis, lo mismo que sobre la Re­
tórica; ambas tienen hoy un valor más bien histórico que exegético; es difícil
encontrar en ellas alguna clave para comprender mejor las teorías aristotélicas,
y esto por muchas razones, que vamos a ver.
La Poética fue olvidada como texto después de la muerte de Aristóteles
(aunque muchos de sus conceptos eran conocidos en la tradición doxática);
probablemente fue copiada durante el período clásico y el bizantino, porque en
caso contrario, se hubiera interrumpido su transmisión y no nos hubiesen lle­
gado manuscritos. El primer manuscrito conocido en Occidente es el Codex
202 Edad Media
Parisinus 1741, escrito a finales del siglo x o principios del xi, que no llega a
Italia hasta el siglo xv; los intentos de reconstruir su trayectoria más atrás del
siglo xi han sido inútiles y lo mismo ocurre cuando se intenta seguir su suerte
en la teoría literaria posterior (Vol. I, 87; Rostagni, 1945; Brink, 1963).
Pero la versión de la Poética conocida en la Edad Media no es la griega,
sino la árabe y parece que su fuente fue un manuscrito griego del 700, que no
tiene el mismo origen ni pertenece a la misma tradición que el Codex Parisi­
nus y que fue traducido al árabe a través del siriaco en el siglo x; a partir de
esta versión se inicia un proceso de mala interpretación de Aristóteles que
persistirá a lo largo de la Edad Media, y que se centrará sobre dos temas que
hoy resultan completamente marginales para una teoría literaria: a) el lugar
que corresponde a la teoría literaria en el conjunto de las ciencias según el es­
quema propuesto por Aristóteles, y b) la identificación de las obras dramáticas
por su tema: la tragedia como laudatio, la comedia como vituperatio.
Parece que la lectura que los filósofos árabes hacen de la Poética parte de
un esquema formulado por Alejandro de Afrodisia y otros comentadores grie­
gos tardíos. Según tal esquema, Aristóteles divide el conocimiento humano
{scientia, término traducido habitualmente como «ciencia») en cuatro ramas.
La primera está formada por las ciencias instrumentales del Órganon: ciencias
técnicas o «facultades», que no tienen contenido, en el sentido que Aristóteles
da a este término. Las otras tres, que sí tienen contenido, son las teoréticas
(metafísica, matemáticas, astronomía y física), las prácticas (política, econo­
mía y ética) y las productivas (profesiones y artes).
El Órganon está compuesto por seis libros: «Categorías», «De la Interpre­
tación», «Primeros Analíticos» y «Analíticos Posteriores», «Tópica» y «Refu­
tación de los Sofistas», todos los cuales tienen en común el ser «instrumen­
tales», ya que la lógica no es más que el procedimiento que utiliza la ciencia
en sus investigaciones. A estos seis libros los comentadores griegos tardíos y
los filósofos árabes añaden la Retórica y la Poética; así lo hace el filósofo ára­
be al-Farabi en el siglo x en su Catálogo de las ciencias (al-Farabi, 1953). De
la tradición árabe recogida por este autor partirá Averroes en sus comentarios.
La Poética se incluye en el Órganon porque es un libro sobre el método: y
el método se reduce a un esquema sin contenido. Entendida así la Poética co­
mo un esquema formal y procesal, es lógico que los comentarios de Averroes
no se interesen por los conceptos básicos en las teorías aristotélicas, como la
mimesis, la catarsis, los géneros, la fábula o mito, los caracteres, etc.
Con este punto de partida, se explica que, a través de los comentarios de
Averroes traducidos al latín, se divulgaran por Europa ideas, atribuidas a
Aristóteles, que son ajenas a él: la consideración de la poética como una rama
de la lógica, que persistirá en algunos comentaristas del cinquecento; la idea
de que la poesía dramática puede ser definida como el arte de la alabanza y de
la censura, etc. Por otra parte, alabanza y censura eran técnicas retóricas expli­
Preludio del Renacimiento: autores de transición 203

cadas ampliamente en el libro I y III de la Retórica de Aristóteles, y también


en el capítulo IV de la Poética donde se habla de poemas de censura y de ala­
banza de hombres famosos. Averroes puede entender esta doctrina mejor que
la complicada teoría de la mimesis, porque en la tradición árabe existen versos
encomiásticos e invectivas. Pensamos que también podría encontrar explica­
ción la correspondencia entre laudatio-tragedia y vituperatio-comedia en la
teoría de Aristóteles sobre el objeto de mimesis de los géneros: la tragedia se
diferencia de la comedia en que tratan respectivamente de los mejores
{laudatio) y de los peores (vituperatio), porque lógicamente no se va a vitupe­
rar a los buenos y ensalzar a los malos.
Formalmente la Paráfrasis de la Poética es la contraposición de actitudes
e ideas de dos autores pertenecientes a dos culturas muy alejadas. Es también,
y lo es necesariamente, la transducción del texto aristotélico por un autor de
otro tiempo y de otra cultura muy alejada de la griega que, sin duda, interpreta
los conceptos generales con agudeza, pero que no puede encontrar equivalen­
cias textuales de los autores griegos en los autores árabes, y su comentario, en
los casos concretos, no puede ser fiel, ni exacto, ni acertado.
El mismo Averroes es consciente de esta dificultad y así lo expresa cuan­
do explica qué intenta al hacer el comentario: «mi intención en esta obra con­
siste en determinar qué dice la Poética de Aristóteles sobre las normas univer­
sales de la poesía, comunes a todas las naciones. Mucho de lo que se dice en
este libro con las reglas sacadas de los poemas griegos y de las convenciones
griegas o no se encuentra en la poesía arábiga, o bien se encuentra de otra
forma diferente...». La misma idea repite en otras ocasiones cuando se ve obli­
gado a ejemplificar con una literatura que no tiene correspondencia con los
textos griegos en que se apoya Aristóteles, y afirma «esto es, en resumen, lo
que de este capítulo puede aplicarse a todas o la mayor parte de las naciones y
gentes; lo demás que aquí se contiene son cosas peculiares de la poesía griega,
y no conocidas entre nosotros».
En su Historia de las ideas estéticas en España^de donde tomamos las
citas de Averroes) dedica Menéndez Pelayo el capítulo III a estudiar la apor­
tación de los árabes y los judíos españoles a las teorías literarias, particular­
mente de Averroes en sus paráfrasis a la Retórica y la Poética aristotélicas.
Sus juicios no pueden ser más severos. Después de referirse duramente a la
Paráfrasis de la Retórica, afirma don Marcelino que la Paráfrasis a la Poética
(«traducida de modo indirecto por el judío de Tortosa Jacob Mantino, médico
de Paulo III», 367), «es mucho más ruda, y más curiosa por su misma rudeza»
(375), hasta el punto de que el mayor mérito de esta paráfrasis es ser parcial,
no total, pues se reduce a siete capítulos «que presentan cierta originalidad, en
fuerza de sus mismas aberraciones» (376).
El hecho de que la literatura árabe no pertenezca a la tradición griega y
esté situada en otra cultura, la distancia mucho de los textos griegos, y obliga a
204 Edad Media

Averrores a buscar ejemplos de géneros de los que no tiene ni idea, porque no


existen en su tradición literaria: la Poética es fundamentalmente una teoría de
la tragedia, género que no conocen los árabes, y con mucha dificultad puede
ser traducida y comentada en su lengua.
Hoy la teoría literaria ve con otra mirada las lecturas «equivocadas» tanto
de los textos literarios como de las teorías sobre ellos. Estamos ante un caso
claro de lo que se denomina «misreading» (mala interpretación), o «misun­
derstanding» (transducción aberrante) y, como ha escrito P. de Man, «la exis­
tencia de una tradición aberrante especialmente rica en el caso de los escritores
que pueden legítimamente ser llamados los más geniales, no es un accidente
sino una parte constitutiva de toda literatura, de hecho es la base de la historia
de la literatura» (1971: 141), y Culler también afirma que «la deconstrucción
se crea por repeticiones, desviaciones, desfiguraciones...» (1982-84: 200). En
todo caso, las lecturas que se hacen de las obras literarias y de las teorías sobre
ellas nunca son definitivas ni completas, y dependen de la competencia del
lector o comentador; la Poética de Aristóteles es un ejemplo paradigmático de
lecturas buenas y malas, debido en parte a la ambigüedad de su propio discur­
so, y en mucha mayor parte a su persistencia a través de los siglos en los que
fue leída desde horizontes de expectativas muy diversos y desde competencias
culturales muy distantes.
Menéndez Pelayo cree que cuando se trata de cuestiones generales o abs­
tractas Averroes desatina menos: «No puede darse mayor mezcla de luz y de
tinieblas que la que hay en esta Poética. Averroes echa a perder, por su absolu­
ta ignorancia crítica del arte antiguo, lo mismo que había comprendido tan
bien como filósofo. La definición que Averroes da de tragedia, o arte de ala­
bar, es ésta: “imitación de una acción ilustre, voluntaria, perfecta, que tiene
fuerza universal respecto de las cosas más excelentes, pero no la tiene singular
acerca de cada una de ellas: imitación que produce en el alma afectos de mi­
sericordia y de terror. Esta imitación es de los actos de varones señalados en
santidad y en pureza, y tiene por instrumentos la palabra, la melodía y el nú­
mero”. Si comparamos esta definición con la aristotélica, veremos bien sus
alteraciones, cuya causa podemos deducir por lo que vamos diciendo. Y lo
mismo si consideramos el resto de la teoría sobre la tragedia en la interpreta­
ción de Averroes. La tragedia tiene seis partes: la fábula, la imitación, las
costumbres, el metro, la sentencia, el aparato y la melodía. Las más importan­
tes son las costumbres y la sentencia, ya que la tragedia debe imitar no la
esencia del hombre, sino costumbres y acciones probas».
Los conceptos aristotélicos de peripecia y de agnición también son mal
entendidos por Averroes. La peripecia según él es la imitación por lo contra­
rio, así, si se quiere describir la felicidad de un hombre, se empieza por decir
qué es la infelicidad y luego se pasa a la felicidad. Esta idea queda bastante
alejada de la peripecia como cambio de fortuna de bien para mal, que encajaba
Preludio del Renacimiento: autores de transición 205

perfectamente con la teoría aristotélica de la catarsis. El cambio de la felicidad


a la infelicidad, como anécdota, nada tiene que ver con la catarsis aristotélica.
Las equivalencias y traducciones latinas de las seis partes cualitativas de la
tragedia las hace Averroes a su aire: el mythum se convierte en sermo fabula­
ris; los caracteres son las costumbres, no los personajes; el pensamiento es la
credulitas; la dicción equivale al metrum; el sonido es el tonus; el espectáculo,
que es llamado alguna vez consideratio, es entendido como el gesto y la mí­
mica utilizada por los oradores para subrayar sus argumentos. Los conceptos
de probabilidad y necesidad son interpretados desde el punto de vista moral y
se deduce que el poeta no está legitimado para crear ficciones, porque las
mentiras no están bien en la poesía.
Sobre las partes cuantitativas de la tragedia, Averroes sustituye los nom­
bres griegos (párodo, episodios, estásimos, éxodo) por términos retóricos:
exordium, laudatio / vituperatio y conclusio, que dan cuenta del orden de las
casidas árabes, más que de las partes de la tragedia griega.
El concepto de mimesis, que es central en la Poética, y no sólo en refe­
rencia a la tragedia (mimesis de conductas humanas) sino a todo el arte, es in­
terpretado de un modo particular en el Comentario: «En las fábulas poéticas de
los árabes apenas se conoce esta imitación de acciones voluntarias y excelen­
tes que constituyen la tragedia. Generalmente los árabes no buscan más que la
conveniencia del símil, y además la mayor parte de sus versos son amatorios y
del carácter más ligero».
* *

Los comentarios de Averroes a la Poética y su texto arábigo fueron tradu­


cidos al latín en 1256 por Hermannus Alemannus, un monje que vivió en To­
ledo. Se conservan hasta veintitrés manuscritos de la traducción de Herman­
nus, lo que parece indicar que tuvo bastante difusión, y fue impresa en 1481,
con lo que fue la primera versión latina de la Poética en el Renacimiento.
Probablemente la Edad Media no estaba preparada para asimilar la Poética
y para discutir los temas y problemas que plantea en una teoría literaria, sin
embargo sí captó bien el enfoque que le da el comentario de Averroes, y la
relación con ideas de filosofía moral, y con temas muy discutidos entonces so­
bre el árbol de las ciencias y sobre la dimensión ética de las artes y de las ac­
tividades humanas; y probablemente los errores que hoy detecta el lector de
Averroes en la traducción de temas concretos de teoría literaria no fueron ni
siquiera advertidos por el lector medieval, que no tenía otras versiones del
texto originario.
Hermannus discute también el lugar de la Poética en el sistema de las
ciencias propuesto por Aristóteles y la coloca, como los árabes, en el Órga-
206 Edad Media
non; alude a las dos teorías sobre este punto: la que considera a la retórica y la
poesía como una parte de la filosofía «civil» (que para él significa «práctica»,
o «filosofía moral») y la que relaciona la poética con la gramática. La primera,
atribuida a Cicerón, es la teoría didáctica, que pone su énfasis en los conteni­
dos literarios; la segunda, que Averroes y Hermannus atribuyen a Horacio,
pone su énfasis en la forma, preferentemente en los elementos prosódicos de la
poesía. La gramática clásica estudiaba la métrica (sílabas, cantidad, metros) y
generalmente para los gramáticos la diferencia entre la poesía y no poesía es la
medida del lenguaje en la primera; y también consideran que la métrica ofrece
criterios para la diferenciación de los géneros: la poesía es heroica, si usa he­
xámetros dactilicos, y sólo secundariamente se tiene en cuenta que los héroes
sean nobles o reyes... Hermannus atribuye todas estas tesis a Aristóteles y las
justifica por «al-Farabi, Avicenna, Averroes y otros...»
La relación de la poética con la lógica continuará debatiéndose en los si­
glos posteriores, hasta el xvi, pero en principio adquiere particular relieve la
«teoría de la censura» y la «teoría de la alabanza» (vituperatio / laudatio).
Averroes, al comentar el capítulo I de la Poética, afirma que Aristóteles dice
que: «todo poema y todo enunciado poético es o alabanza o censura, y esto re­
sulta evidente si se examinan los poemas», pero esto no lo dice Aristóteles, es
una interpretación procedente de los presupuestos del comentarista. La teoría
de la laudatio-vituperatio era atractiva para Averroes porque establecía un
punto de contacto entre la poesía árabe y la griega, y porque consideraba que
el poema era un medio de instrucción moral, pues Averroes se muestra muy
partidario de que los niños lean poemas que los inclinen a actos de fortaleza y
magnificencia, ya que éstas son las virtudes que él mismo exalta en sus poe­
mas. Las afirmaciones aristotélicas que tienen alguna relación con la teoría de
la «laudatio / vituperatio» son, según hemos ya apuntado, las que se refieren a
los criterios de diferenciación de los géneros por el objeto que imitan: la tra­
gedia imita las conductas de los hombres mejores, qüe son alabadas, y la co­
media imita las conductas de los peores, que son censuradas.
La tesis de la «laudatio / vituperatio» y del valor moral del drama se verá
reforzada cuando el Arte poética de Horacio se difunda, con sus ideas sobre
las funciones de la poesía de deleitar y aprovechar. Las interpolaciones y las
interpretaciones que de ellas deriva el comentarista árabe son curiosas: dice
que, según Aristóteles, la Iliada anticipa la tragedia, pues tiene un argumento
y enfatiza el diálogo, y el Margites puede considerarse antecedente de la co­
media porque tiene un tono lúdico. Precisamente porque Averroes ño conoce a
Homero ni el teatro griego, no ve las diferencias.
Las ideas averroístas son la visión que los siglos medievales (xii-xiv) tie­
nen de Aristóteles, y siguen teniendo fuerza en el siglo xvi, a pesar de que a
veces son atacadas o criticadas: Savonarola, Robortello, Segni, Maggi, Lom­
bardi... entran en el debate del espacio que tiene la poética en el conjunto de
Preludio del Renacimiento: autores de transición 207

las ciencias, y todos coinciden en que, al menos en parte, es una rama de la


lógica. Algunos citan a Averroes con respeto, incluso como autoridad para
apoyar su propias posiciones. En 1575 Piccolomini acude a la autoridad de
Averroes para refutar a Robortello en el tema del origen de la poesía, y todavía
en 1594 T. Tasso ataca a Castelvetro porque afirma que el poema heroico ex­
cluye la laudatio, a pesar de que la Riada, por ejemplo, no es más que una ala­
banza de la virtud, y así lo mantiene, según dice, entre otros, Averroes.

TRATADOS DE TEORIA LITERARIA

En la misma línea de los tratados sobre poesía provenzal, que hemos anali­
zado en la Poética medieval, se manifiesta un aumento de la conciencia de la
teoría literaria en España que da lugar a la aparición en el siglo xv de varios
tratados sobre poesía escritos por poetas. Son en general reflexiones que hacen
algunos autores sobre su creación poética, a fin de justificarla y a fin de ayudar
con su experiencia a valorar y difundir los objetivos de la poesía; suelen po­
nerse a modo de introducción en los cancioneros o bien dirigirse en forma de
carta abierta a un interlocutor muy concreto, como ocurre con la que escribe el
marqués de Santillana. Las aportaciones castellanas a la poética se encuentran
en el «Prologus Baenensis» o Prólogo al Cancionero recopilado por Juan Al­
fonso de Baena (hacia 1445), en la Carta que el marqués de Santillana (1398-
1458) pone como prólogo o Proemio a sus obras al enviárselas al condestable
don Pedro de Portugal, y en el Arte de poesía castellana, escrito por Juan del
Encina (14697-1529) para el príncipe don Juan.
El interlocutor y el objetivo inmediato de cada uno de los tratados condi­
ciona en alguna medida su carácter, pero las coincidencias entre ellos son evi­
dentes, tanto desde el punto de vista formal, como por el contenido. Juan del
Encina, por ejemplo, condicionado por la enseñanza directa del príncipe, se
inclina hacia una concepción didáctica de la poesía, Alfonso de Baena y San­
tillana prefieren una visión histórica más amplia, y todos hacen una defensa
apasionada de la poesía frente a la prosa y una defensa de los ideales humanis­
tas y literarios, lo cual nos hace incluirlos en este capítulo de Preludios del
Renacimiento.

La defensa de la poesía
Estos tratados sistematizan sus objetivos a partir de una defensa de la poe­
sía frente a la prosa. Suelen realizar una comparación entre ambas formas de
discurso para destacar la perfección y dignidad del verso, cuyo origen sitúan
invariablemente en las Sagradas Escrituras. Por ejemplo, el marqués de Santi­
llana:
208 Edad Media
Quanta más sea la exçellençia e prerrogativa de los rimos e metros que de
la soluta prosa... me esfuerço a dezir el metro ser antes en tienpo e de mayor
perfecçiôn e más auctoridad que la soluta prosa.
Ysidoro Cartaginés, santo Arçobispo yspalensy, asy lo aprueva e testyfica,
e quiere que el primero que fyzo rimos o canto en metro aya seydo Moysén, ca
en metro cantó e profetizó la uenida del Mexías; e, después dél, Josué en loor
del uencimiento de Gabaón. Dauid cantó en metro la uictoria de los filisteos...
(Ed. de López Estrada, 1984: 53).

La defensa de la poesía se justifica, por tanto, acudiendo a argumentos re­


ligiosos o a su presencia en los textos sagrados. El marqués de Santillana y
también Juan del Encina elogian la poesía con alusiones a la llamada poética
bíblica de enorme influencia en la tradición española, pues surge, según Cur­
tius (1948: caps. V y VI) con San Jerónimo y se transmite a la época medieval
a través de los escritos de Boecio, de San Agustín y, sobre todo, de San Isido­
ro. Juan del Encina alude directamente a este origen:
Y no solamente la poesía tuvo esta preminencia en la vana gentilidad, mas
aun muchos libros del Testamento viejo, según el testimonio de San Gerónimo,
fueron escritos en metro de aquella lengua hebrayca, la qual, según nuestros
dotores, fue más antigua que la de los griegos, porque no se hallará escritura
griega tan antigua como los cinco libros de Moysén... (Ibid., 79).

Otras veces la defensa de la poesía se justifica acudiendo al criterio de au­


toridad de los grandes autores clásicos. Para elogiar el arte de la poesía, el
prólogo de Baena remite al conocimiento de la historia a través de la escritura
y de la lectura. La escritura permite conocer la historia y las grandes hazañas
de los señores de un país y la lectura representa un medio de conocimiento y
de placer superior a otros divertimentos cortesanos:
Pero con todo esso, mucho mayor viçio e plazer e gasajado a confortes
rresçiben e toman los rreyes e prinçipes e grandes señores leyendo e oyendo e
entendiendo los libros e otras escripturas de los notables e grandes fechos
passados, por cuanto se claryfica e alunbra el sesso e se despierta e ensalça el
entendimiento e se conorta e rreforma la memoria e se alegra el coraçon e se
consuela el alma e se glorifica la discreción e se govieman e mantienen e rre-
possan todos los otros sentidos, oyendo e leyendo e entendiendo e sabiendo to­
dos los notables e grandes fechos passados, que nunca vyeron, nin oyeron, nin
leyeron, de los quales toman e rresçiben muchas uirtudes e muy sabyos e
prouechosos enxemplos, como sobredicho es (Ibid., 36-37).

Todas las poéticas españolas remiten al carácter modélico de los grandes


autores de la Antigüedad, que habían resuelto a la perfección las cuestiones
lingüísticas y gramaticales dignas de ser reseñadas en una poética general.
Esto justifica que los tratados de poesía en castellano incluyan catálogos
Preludio del Renacimiento: autores de transición 209

completos de autores clásicos dignos de imitación y que se establezcan com­


paraciones con las obras imitadas. Juan del Encina realiza una concepción
histórica del arte poético y cita autores antiguos que han ejercido una mayor
influencia en la poesía, pero la descripción más completa se encuentra en el
Proemio del marqués de Santillana. La poética de Santillana se remonta a la
tradición y apela al criterio de autoridad y a la admiración que le producen los
autores clásicos para detenerse, después, en otros más cercanos a su entorno,
principalmente de la Península Ibérica y los grandes poetas italianos Dante,
Petrarca y Boccaccio. Los gustos literarios del marqués, como los de Alfonso
de Baena y Juan del Encina, coinciden en identificarse con la corriente huma­
nística italiana que representa para ellos el ideal poético y el ideal de cambio
cultural que culminará con la poesía de Garcilaso y los poetas del Renacimien­
to.
Se trata, por tanto, de un repaso bastante minucioso, que sigue en el caso
de Santillana criterios convencionales, principalmente los rasgos de estilo, es
decir, la adecuación entre la expresión y el contenido poético. La distribución
del discurso poético en tres estilos: alto, medio y bajo, procede de la antigüe­
dad greco-latina y se transmitió a la Edad Media a través de Horacio y de los
Padres de la Iglesia, principalmente San Isidoro. La innovación del marqués
de Santillana consiste en poner en relación los rasgos de estilo con el uso lin­
güístico, sin tener en cuenta los condicionantes de la creación ni los atributos
de los personajes de la obra:
... estas sçiençias se ayan acóstunbrado e acostunbran, e aun en muchas délias
en estos tres grados, e a saber: sublime, mediocre e ínfymo. Sublime se po­
dría dezir por aquellos que las sus obras escriuieron en lengua griega e la-
tyna, digo metrificando. Mediocre vsaron aquellos que en vulgar escriuie­
ron... Infymos son aquellos que syn ningún orden, regla nin cuento fazen
estos romançes e cantares de que las gentes de baxa e seruil condiçion se ale­
gran (Ibid., 55-56).

El estilo sublime sería, entonces, el estilo elevado, cuidado en todos los


detalles, versificado y escrito en lengua culta (latín o griego), que se opone a
los estilos intermedio y bajo, escritos en romance. Pero mientras el estilo bajo
no está sujeto a ningún tipo de reglas, ni a cómputo silábico, el estilo inter­
medio es continuador del prestigio del sublime porque incluye formas de poe­
sía popular y de índole amorosa, sometidas a toda una preceptiva de reglas y
leyes tradicionales y de ahí su elevado prestigio social (Gómez-Moreno: 1990:
115-121).
La defensa del arte poético se articula también en tomo a unas definiciones
de la poesía que ponen énfasis en el proceso creador, en la construcción esme­
rada de la obra y en la finalidad didáctica y placentera, tanto para el autor co­
mo para los posibles lectores.
210 Edad Media

Naturaleza del proceso creador


Juan Alfonso de Baena es el primer autor que hace un planteamiento teóri­
co de la creación poética en castellano. Se sitúa en la línea ecléctica de Hora­
cio, según la cual la condición de poeta exige un talento innato, no aprendido,
y unos conocimientos amplios procedentes de la lectura de todo tipo de obras
y de la misma experiencia de la vida. La poesía, dice Baena:
es una escryptura e composyçiôn muy sotil e bien graçiosa, e es dulçe e muy
agradable a todos los oponientes e rrespondientes d’ella e componedores e
oyentes (Ibid., 37).

La definición de Baena atiende preferentemente a la finalidad del arte, pe­


ro a esta definición se sobrepone enseguida un nivel superior, un nivel trans­
cendental y divino, ya que la poesía sirve para alegrar y enriquecer el espíritu
del receptor cortesano:
la cual çiençia e avisaçion e dotrina que d’ella depende e es avida e rreçebida e
alcançada por graçia infusa del señor Dios... (Ibid., 37).

Juan del Encina también declara el origen divino de la poesía, que procede
de una inspiración, de una gracia concedida por Dios y la falta de ese don di­
vino hace estéril la dedicación al arte de la poesía; por tanto, los preceptos que
«se requieren para aprender a trobar» se dirigen sólo a aquellos que tienen esa
gracia del cielo:
En lo primero amonestamos a los que carecen de ingenio y son más aptos
para otros estudios y exercicios, que no gasten su tiempo en vano leyendo
nuestros precetos, podiéndolo emplear en otra cosa que les sea más natural, y
tomen por sí aquel dicho de Quintiliano en el primero de sus Instituciones, que
ninguna cosa aprovechan las artes y preceptos adonde fallece natura; que a
quien ingenio falta, no le aprovecha más esta arte que precetos de agricultura a
tierras estériles (Ibid., 84-85).

No obstante, el ingenio, aunque tenga un origen divino, no es suficiente


para el resultado final de la obra. Baena aclara que el poeta necesita también el
conocimiento de una técnica transmitida por las retóricas y poéticas clásicas y
perfeccionada por la experiencia creadora:
...alcançada por graçia infusa del señor Dios que la da e la enbya e influye en aquel
o aquellos que byen e sabya e solyl e derechamente la sabe fazer... (Ibid., 37).

El Proemio del Marqués de Santillana presenta una idea de la poesía y del


proceso creador similar a la de Alfonso de Baena, como se deduce de su defi­
nición de la poesía:
Preludio del Renacimiento: autores de transición 211
¿e qué cosa es la poesía — que en nuestra vulgar gaya sçiençia llamamos—
syno un fingimiento de cosas útyles, cubiertas o veladas con muy fermosa co­
bertura, conpuestas, distinguidas e scandidas por çierto cuento, peso e medida?
(Ibid., 52).

Para él, el arte de la poesía requiere también la confluencia de dos factores:


una predisposición natural de origen «infuso» y una elaboración artística. In­
cluso el origen divino de la poesía, que se puede rastrear hasta las Sagradas
Escrituras, dignifica el arte poético y lo convierte en una ciencia útil para
cualquier momento de la vida del hombre:
...assy los onbres bien nasçidos e doctos, a quien estas sçiençias de arriba pa
poesía] son infusas, usan de aquellas e de tal exerçiçio segúnd las hedades. E sy
por ventura las çiençias son desseables... ¿quién las esclarece?, ¿quién las de­
muestra e faze patentes syno la eloquençia dulçe e fermosa fabla, sea metro, sea
prosa? (Ibid., 53).

Naturalmente una poesía de carácter tan elevado como propugnan los tra­
tadistas castellanos, una poesía que ennoblece tanto a sus cultivadores como a
sus oyentes — como señala el marqués de Santillana— y que se encuentra en
«los ánimos gentiles, claros ingenios e elevados spiritus» (Ibid., 52), no puede
ser aprendida ni cultivada sin poseer unas cualidades especiales. Alfonso de
Baena, por ejemplo, repasa minuciosamente esas condiciones específicas que
requiere el arte de la poesía y las cualidades humanas y artísticas del creador
que domina los recursos de la poesía y la gaya ciencia:
E aun assymismo es arte de tan elevado entendimiento e de tan sotil engeño
que la non puede aprender, nin aver, nin alcançar, nin saber bien nin como de­
ve, salvo todo omne que sea de muy altas e sotiles invenciones, e de muy ele­
vada e pura discreción, e de muy sano e derecho juyzio, e tal que aya visto e
oydo e leydo muchos e diversos libros e escripturas e sepa de todos lenguajes, e aun
que aya cursado cortes de rreyes e con grandes señores, e que aya visto e plati­
cado muchos fechos del mundo, e, finalmente, que sea noble fydalgo e cortés e
mesurado e gentil e graçioso e polido e donoso e que tenga miel e açucar e sal e
ayre e donaire en su rrazonar, e otrosy que sea amador, e que siempre se preçie
e se finja de ser enamorado... (Ibid., 37-38).

También Juan del Encina considera necesario que el poeta posea una serie
de cualidades propias de su actividad:
Assi que aqueste nuestro poeta que establecemos instituyr, en lo primero
venga dotado de buen ingenio... Es menester, allende deste, que el tal poeta non
menosprecie la elocución... Y después desto deve exercitarse en leer no sola­
mente poetas y estorias en nuestra lengua, mas también en lengua latina. Y no
solamente leerlos, como dize Quintiliano, mas discutirlos en los estilos y sen­
tencias y en las licencias, que no leerá cosa el poeta en ninguna facultad de que
212 Edad Media
no se aproveche para la copia que le es muy necessaria, principalmente en obra
larga (Ibid., 85).

Por tanto, los tratadistas españoles siguen el tópico, todavía vivo en una lí­
nea mayoritaria del pensamiento medieval, de considerar al poeta inspirado
por Dios y de la necesidad que tiene de recubrir su ingenio o talento innato
(natura) con una elaboración artística precisa (ars), basada en el esfuerzo per­
sonal, en la experiencia y en los conocimientos literarios. La teoría poética de
los últimos siglos medievales recoge la necesidad de combinar el carácter in­
nato y el aprendizaje como fuente de la obra artística, aunque puede enfatizar
un aspecto más que otro. En el caso de Alfonso de Baena parece prevalecer el
carácter innato sobre la formación literaria, mientras que el marqués de Santi­
llana, por el carácter didáctico de su obra, prefiere el aprendizaje y la educa­
ción de los gustos poéticos.

La obra artística
Los teóricos y tratadistas españoles demuestran ser grandes lectores y co­
nocedores de la poesía y de las técnicas poéticas de su tiempo, tanto de las
tradicionales españolas, como de las italianas que iban adquiriendo cada vez
mayor popularidad en los últimos siglos medievales. Conocen la tradición
clásica latina, especialmente la de Horacio, Quintiliano y Cicerón, así como la
teoría y la práctica de la poesía trovadoresca precedente y las utilizan como
una base firme para asegurar sus principios poéticos, unos principios que en
muchos casos, elevan a la categoría de preceptos. Para ellos la poesía es un
arte noble, que dignifica al hombre y es ejercicio de una clase social elevada,
pero puede igualmente ser útil para las otras clases sociales siempre que se
atengan a las reglas del arte de modo conveniente. Esta será la única manera
de que la poesía pueda resultar atractiva y consiga llegar e influir en el audito­
rio.
El conocimiento y seguimiento de unas reglas poéticas se muestra en to­
dos los casos como fundamental, algo que ya era característico de los tratados
de los trovadores. Las poéticas españolas continúan esa línea de los trovadores
que se caracterizaban por someter sus obras a una serie de reglas, a veces de
gran complicación. Eso explica también las referencias a la imitación de los
grandes autores y de manera especial de los modelos italianos. Concretamente,
el marqués de Santillana expone con detalle sus gustos literarios y trata de es­
tablecer unas normas, poniendo un énfasis especial en los poetas dignos de
imitación, que le sirven de base para explicar las nuevas orientaciones litera­
rias. Mediante la apelación a las autoridades poéticas y usando, como dice F.
Ferrie (1974), los recursos propios de la persuasión retórica, el marqués de
Santillana trata también de convencer y persuadir a los oyentes, no sólo por las
Preludio del Renacimiento: autores de transición 213

destrezas técnicas que requiere la poesía, sino también por los ideales nobles
que perseguía.
Juan del Encina propugna una idea semejante. Como Santillana, defiende
la imitación de los modelos italianos y se centra en aspectos formales y ex­
presivos de la poesía; se refiere con cierto detenimiento a la medida y diferen­
tes tipos de verso, a la funcionalidad de las rimas consonante y asonante y a
numerosas licencias poéticas:
el poeta contempla en los géneros de los versos, y de quántos pies consta cada
verso, y el pie, de quántas sílabas; y aún no se contenta con esto, sin examinar
la quantidad délias. Contempla esso mesmo qué cosa sea consonante y assonan­
te; y quánto passa una sílaba por dos, y dos sílabas por una; y otras muchas co­
sas de las quales en su lugar adelante trataremos (Ibid., 84).

Todos elogian el ritmo y la musicalidad del verso y se interesan por los re­
cursos poéticos de la poesía italiana. Con ello, anuncian el interés por la reno­
vación de la línea española siguiendo los modelos instaurados en Italia, y que
poco después triunfarán con Garcilaso y con otros poetas del Renacimiento.

Finalidad de la obra poética


La preocupación de las poéticas medievales españolas por los aspectos
formales se subordina a una finalidad didáctica y moralizante, sin que ello su­
ponga, como hemos dicho, un rechazo de su finalidad hedonística y placente­
ra. El ejemplo más significativo lo constituye, sin duda, el Arte de la poesía
castellana de Juan del Encina. Como señala López Estrada (1984: 68), el tra­
tado de Encina se plantea como un curso al príncipe don Juan, que pueda ser­
vir de guía para aprender a escribir y leer versos. Esta intención didáctica cla­
ramente explicitada en el texto explica la división de la materia en capítulos y
el tono, a veces dogmático y normativo de su enseñanza. El tratado doctrinal
de Encina demuestra conocer la técnica de realización poética, pero, con un
carácter preceptivo la mayor parte de las veces, destaca aquellos aspectos refe­
rentes a la utilidad y enseñanza de la poesía que puedan resultar válidos, no
sólo para el Príncipe, sino también para todos los lectores.
Las otras poéticas castellanas mantienen una postura semejante. Para el
marqués de Santillana el propósito didáctico de la poesía es evidente y supe­
rior a la expresión formal, pues él aboga por un poeta elocuente de amplios
conocimientos técnicos y humanos y por una poesía útil, de contenidos pro­
fundos, expresados bajo una «fermosa cobertura» y capaz de elevar el espíritu,
tanto del creador, como del destinatario del mensaje. En definitiva, la misma
idea que sostienen Dante y Boccaccio; por esta razón prefiere a los poetas ita­
lianos, más centrados en el contenido, que a los franceses, más preocupados
por los aspectos formales de la poesía:
214 Edad Media

Los ytálicos prefiero yo — so emienda de quien más sabrá— a los france­


ses, solamente ca las sus obras se muestran de más altos ingenios e adómanlas e
conpónenlas de famosas e peregrinas ystorias; e a los franceses de los itálicos
en el guardar del arte; de lo cual los ytálicos, synon solamente en el peso e con­
sonar, no se fazen mençiôn alguna (Ibid., 57).

También Alfonso de Baena propugna un tipo de poesía capaz de influir en


un público entendido, de elevada formación cultural, y, por tanto, minoritario,
que incluye a todos los grupos de la corte del rey de Castilla:
pertenesçe mucho a los reyes e prynçipes e a otros grandes señores de tener e
leer e entender otros muchos libros e escrypturas de otras muchas manyficas e
notables cosas, e de muy santas e provechosas dotrynas, con las cuales toman
plazer e gassajado, e agradan mucho las voluntades, e de mas rresçiben muchos
avysamientos buenos e provechosos d’ellas (Ibid., 35).

Baena alaba, por tanto, un tipo de poesía cortés o «cancioneril», atenta a


los artificios expresivos y a la utilidad didáctica y ejemplarizante, que permite
al creador y al oyente alcanzar un prestigio social, similar al que había tenido
la poesía culta tradicional en los siglos precedentes (López Estrada, 1952: 389
y sigs.).
TEXTOS PARA COMENTARIO

Giotto poseía ingenio tan excelente que no hay nada de cuanto crea la naturaleza,
madre y operadora de todas las cosas, en el curso del perpetuo girar de los cielos, que
él no reprodujera con el estilo, pluma o pincel, con tal semejanza que parecía cosa na­
tural y no pintada; al punto de muchas veces conducir a engaño al sentido visual de los
hombres, que tomaron por verdadero lo pintado. Así, él sacó de nuevo a la luz el arte
que durante muchos siglos había yacido sepultado, por el error de algunos que pintaban
más por deleitar los ojos de los ignorantes que por complacer la inteligencia de los en­
tendidos, y por eso puede decirse con justicia que fue una de las luminaria de la gloria
florentina.
(Boccaccio, D eca m ero n , VI, 5.)

La poesía, a la que los negligentes e ignorantes desprecian, es, en efecto, un


cierto fervor de encontrar y decir o escribir con exquisitez lo que han encontrado.
Este fervor, procedente del seno de Dios, se concede a pocas mentes, naturaleza, se­
gún pienso, en la creación, por lo que aunque es admirable, siempre hubo pocos
poetas. Los efectos de este fervor son elevados, como por ejemplo, impulsar a la
mente al deseo de decir, imaginar extrañas y nunca oídas invenciones, componer las
pensadas con un orden determinado, adornar lo compuesto con una inusitada com­
postura de palabras y de pensamientos, cubrir la verdad con un velo fabuloso y bello
[...]. Además, por más que apremie los ánimos en que han sido infundidos, raramen­
te el impulso conseguirá algo encomiable si faltan los instrumentos con los que
acostumbraron a perfeccionarse las cosas meditadas, como por ejemplo los preceptos
de la gramática y de la retórica, cuyo pleno conocimiento es conveniente, aunque al­
gunos hayan escrito ya admirablemente en la lengua materna, hayan caminado a tra­
vés de cada oficio de la poesía.
(Boccaccio, G e n e a lo g ía d e lo s d io s e s p a g a n o s, Libro XIV, cap. VIL)
216 Edad Media

... estas sçiençias se ayan acostunbrado e acostumbran, e aun en muchas délias en


estos tres grados, e a saber: sublime, mediocre e ínfymo. Sublime se podría dezir por
aquellos que las sus obras escriuieron en lengua griega e latyna, digo metrificando.
Mediocre vsaron aquellos que en vulgar escriuieron... Infymos son aquellos que syn
ningún orden, regla nin cuento fazen estos romançes e cantares de que las gentes de
baxa e seruil condiçion se alegran (Ibid., 55-56).
(Santillana, Proemio, 29, párrafo IX.)

Assi que aqueste nuestro poeta que establecemos instituyr, en lo primero venga
dotado de buen ingenio... Es menester, allende deste, que el tal poeta no menosprecie la
elocución... Y después desto deve exercitarse en leer no solamente poetas y estorias en
nuestra lengua, mas también en lengua latina. Y no solamente leerlos, como dize
Quintiliano, mas discutirlos en los estilos y sentencias y en las licencias, que no leerá
cosa el poeta en ninguna facultad de que no se apreveche para la copia que le es muy
necesaria, principalmente en obra larga.
(Juan del Encina, ed. de López Estrada, 1984: 85.)

E aim asymismo es arte de tan elevado entendimiento e de tan sotil engeño que la
non puede aprender, nin aver, nin alcançar, nin saber bien nin como deve, salvo todo
omne que sea de muy altas e sotiles invençiones, e de muy elevada e pura discreçiôn, e
de muy sano e derecho juyzio, e tal que aya visto e oydo e leydo muchos e diversos li­
bros e escripturas e sepa de todos lenguajes...
(Alfonso de Baena, ibid., 37-38.)

Aristóteles presenta en cada imo de estos tres géneros de imitación, muchos ejem­
plos de versos o de poemas que entonces se usaban en aquellas regiones: tú fácilmente
los encontrarás de la misma especie en los versos de los árabes; pero como la mayor
parte de ellos tienen por materia la lujuria y el apetito venéreo, y sólo sirven para incli­
nar a los hombres a cosas nefandas y prohibidas, deben ser apartados cuidadosamente
Textos para comentario 217

los jóvenes de este tipo de poemas, y educados solamente en aquellos otros que incitan
a la fortaleza y a la gloria, únicas virtudes que en sus poemas ensalzan los árabes anti­
guos, aunque más bien por jactancia que por exhortar a otros a ellas. Así con frecuencia
en aquel género de poemas se describen animales y plantas, al paso que los griegos
apenas tienen poema que no sea para exhortar a alguna virtud, o para apartar de algún
vicio, o para infundir alguna excelente costumbre y enseñanza.
(Averroes, a p u d Menéndez Pelayo: 1974: 379.)

Aristóteles cita varias partes que son propias exclusivamente de los poemas grie­
gos. Pero las que se encuentran en los poemas árabes son tres: exordio, e p is o d io y
c o n clu sió n o éxodo. Como ya hemos dicho, la composición de la tragedia no debe ser
imitación simple, sino imitación im plexa y compuesta de diversos géneros, es a saber,
de agnición y de peripecia y de afectos de terror y de misericordia. Y para que sea
imitadora del alma humana y conmovedora de ella, es necesario que en las fábulas trá­
gicas se pase de una cosa a su contraria, es decir, de la imitación de la virtud a la imi­
tación de la fortuna adversa en que algunos hombres virtuosos han caído, porque esta
imitación mueve el ánimo a misericordia y le llena de terror, y le prepara para recibir
las virtudes; y, por el contrario, si el poeta pasa de la imitación de la virtud a la imita­
ción del vicio, no producirá en nuestro ánimo afectos de amor ni de temor que nos
muevan a seguir el camino de la probidad. «Del primer género encontrarás muchos
ejemplos en nuestra ley [el Corán], v. gr. la historia de José y sus hermanos». «Nace la
misericordia cuando se narra algún caso adverso sucedido a quien por ninguna razón lo
merecía. De la misma causa nace el temor, cuando imaginamos que nos puede suceder
algún mal que ha sucedido a otro. Y nacen a un tiempo la tristeza y la misericordia,
cuando tememos que estas desdichas nos pueden suceder sin merecerlas. La simple
alabanza de las virtudes no infunde en el ánimo terror por la privación de ellas, ni mi­
sericordia, ni amor. Si alguien quiere exhortar a las virtudes, debe dedicar parte de su
atención a aquellas cosas que producen dolor, miedo o compasión. Por consiguiente, la
tragedia perfecta será la que reúna todas estas cualidades, es decir, la exhortación a las
virtudes y a las cosas tristes y terroríficas que mueven a misericordia».
Algunos introducen en sus escenas trágicas la imitación de vicios y maldades jun­
tamente con la de cosas dignas de alabanza, con tal que unos y otras se presten a la pe­
ripecia. Pero el vituperar los vicios es oficio propio de la comedia más bien que de la
tragedia, y por eso no debe su imitación figurar principalmente en la tragedia, sino sólo
por incidente, y a modo de peripecia.
(Averroes, ibid., 385-386.)
Ill
LAS POÉTICAS CLASICISTAS Y NEOCLÁSICAS
Capítulo I

POÉTICA CLASICISTA EN ITALIA

1. P anorama cultural del Renacimiento

La literatura y la teoría literaria italianas son las primeras que, en el con­


junto de las literaturas románicas, ofrecen un canon que, definido por la vuelta
a la cultura clásica, suele denominarse Renacimiento. El resurgimiento de la
Antigüedad comienza en Italia en el siglo xii y se afianza en los siguientes
hasta alcanzar en el xvi, el pleno Renacimiento, que adoptarán con matizacio-
nes los demás países europeos.
El tópico de una irrupción de la cultura clásica, tras siglos medievales de
oscuridad, es hoy rechazado por la mayor parte de los historiadores. En teoría
literaria, como en otros ámbitos de la investigación cultural, el paradigma re­
nacentista no implica una ruptura brusca con la cultura medieval, es más bien
una continuación de algunos aspectos, en temas y problemas, que se ven desde
otras perspectivas. La nueva actitud va construyéndose poco a poco con ele­
mentos tomados de la Antigüedad, a través del filtro que impone la Edad Me­
dia, que no ha pasado en balde; se alcanza críticamente una nueva concepción
del hombre y de sus obras, del arte y de la literatura en particular, que consiste
fundamentalmente en «una magnificación de todo el ser humano», tanto en el
aspecto teórico como en el creativo, y cuyo modelo más prestigiado se cree
que está en la literatura y en la teoría literaria romana y griega. Garin (1989)
destaca, en este aspecto, la mayor preocupación de los estudiosos por centrar
sus investigaciones en los problemas humanos y morales del hombre laico,
frente a la orientación teológica que había desarrollado la escolástica. Quizá
podemos considerar que el concepto más amplio que sirve de marco al cambio
de orientación cultural es el abandono, en la concepción historiográfica, del
providencialismo agustianiano y las visiones transcendentes del tiempo, y, por
otro lado, la atención a la realidad inmediata, cuyo centro lo ocupa el hombre
222 Poéticas clasicistas y neoclásicas

(Mitre, 1997: 42 y 43) y sus obras. La literatura y la erudición, como hechos


humanos, valiosos en sí mismos, se constituyen en la preocupación central de
los estudiosos, de donde derivará ima actitud, el humanismo, que adquiere
enorme relevancia en la época, como centro de referencias de la nueva cultura
renacentista.
El fenómeno humanista, que considera al hombre y el estudio de las hu­
manidades, es decir, de las obras humanas, como centro de su interés, desde
una perspectiva de filosofía moral, sin necesidad de darles un sentido trans­
cendente que las justifique, es uno de los rasgos más intensos del Renacimien­
to y hay autores que lo creen un movimiento paralelo; en todo caso, es difícil
considerar separadamente el gusto por las obras clásicas donde los renacentis­
tas italianos encontraron la medida del hombre y los estudios de las humani­
dades que ya eran materia de estudio en la Edad Media, y que ahora siguen
desde la nueva visión del hombre como centro de su propio mundo.
El Renacimiento se extiende rápidamente por toda Europa; Burckhardt
(1860) ha estudiado cómo aparece y se desarrolla en Italia entre los siglos
XIV y XVI y cómo se difunde después por el resto de las naciones europeas.
Otros historiadores han señalado las formas peculiares que el Renacimiento
adquiere en cada país y tienden a minimizar los rasgos comunes procedentes
de Italia. Huizinga en El otoño de la Edad Media (1919) destaca los rasgos
medievales que penetraron en el Renacimiento. Con ideas que en el detalle
pueden matizar afirmaciones generales, suele admitirse que el Renacimiento
con el Humanismo surge y se desarrolla críticamente en Italia y alcanza la
unidad y la perfección en el siglo xvn en Francia; parece cierto que «la lite­
ratura italiana no posee un sistema clasicista uniforme. Dante, Petrarca,
Boccaccio, Ariosto, Tasso son grandes autores para los cuales no existe un
denominador común; cada uno de ellos tiene, además, una actitud especial
ante la Antigüedad. Sólo Francia contó con un sistema clásico literario, en el
sentido más estricto de la palabra» (Curtius, 1948/1989: 373). En el resto de
las naciones europeas tiene también el clasicismo autores relevantes: Eras­
mo en los Países Bajos, Lambin en Francia, Spencer y Dryden en Inglaterra,
Vives, el Brócense, el Pinciano, Cáscales, etc., en España, pero el ambiente
de entusiasmo y crítica de la Italia del Quinientos no existe en otras partes, y
la plenitud normativa que mantiene Francia en el siglo xvn tampoco se en­
cuentra en los otros países. Sin entrar en el debate histórico y cultural con­
creto de algunas de las afirmaciones anteriores, convencionalmente pode­
mos admitir que, en líneas generales, el Renacimiento es una vuelta al canon
clásico greco-romano, que se inicia en Italia en el siglo xvi, que se propaga
por el resto de Europa, donde tiene una vigencia desigual en las distintas
naciones, y persiste hasta finales el siglo xvm.
En el ámbito de la teoría y la creación literaria, el Renacimiento se inicia
efectivamente en Italia y se define en forma progresiva en el Cinquecento, en
Poética clasicista en Italia 223

la llamada «época de la crítica» (Hathaway, 1962), en la que se discuten obras,


conceptos, relaciones, etc., de los autores clásicos, y se ponen las bases para
un nuevo paradigma en la investigación literaria, a pesar de que no se alcance,
en la mayoría de los casos consenso y uniformidad entre los teóricos o entre
los creadores, y será la Francia racionalista del siglo xvn la que dé unidad y
perfección normativa a un sistema clasicista que se prolongará en los llamados
movimientos neoclásicos, como el español hasta Luzán. Es una larga historia
de varios siglos en la cual se intentan formular modelos de creación literaria y
una teoría que pueda explicarlos y comprenderlos partiendo de las poéticas
clásicas que se traducen, se comentan y se parafrasean; también se escriben
poéticas nuevas hasta alcanzar la formulación más o menos rigurosa de unas
normas literarias en las Poéticas italianas (Mintumo, Escalígero...), en la Poé­
tica de Boileau y en sus inmediatos epígonos (Luzán).
La concepción del arte cambia de un modo notable al colocar al hombre
como centro y límite de su mundo. Mientras el arte medieval tendía a desdibu­
jar las sensaciones empíricas con generalizaciones simbólicas, y la historia
tendía a integrar lo inmediato en las grandes periodizaciones agustinianas de
los cuatro imperios, ahora «el universo material inspira amor por sí mismo y
no como lenguaje simbólico» (Bayer, 1961/1965: 101); la lectura de los poetas
antiguos permite al hombre renacentista descubrir la belleza de la naturaleza y
la belleza del cuerpo humano, y le confirma la posibilidad de la visión antro­
pológica de la vida: el mismo texto que lee un comentarista de los siglos me­
dievales es leído dos o tres siglos después, desde la nueva consideración del
hombre, del mundo y de la historia, con otras posibilidades de interpretación.
El hombre y su experiencia inmediata, sus creaciones y su reflexión se con­
vierten en temas centrales en una cultura humanística que converge necesa­
riamente con un renacimiento del arte clásico, romano y griego, porque, en
principio, tiene su misma actitud; en la creación artística, y concretamente en
la literaria y en la reflexión sobre ella, interesa todo lo relacionado con el
hombre y su naturaleza, cuya expresión será el objeto de los distintos discur­
sos artísticos.
El sistema educativo en el Renacimiento comprendía como disciplinas
humanísticas la gramática, la retórica, la historia y la filosofía, que se enseña­
ban mediante la lectura de los autores y textos latinos y griegos, cuyo valor
formativo en las generaciones sucesivas de los siglos xv y xvi fue determinan­
te para inclinar el gusto por la cultura clásica. Una actitud paralela ante el
hombre y el mundo, que se da en la época clásica y en el Renacimiento, y la
orientación indiscutible del gusto por las obras maestras del clasicismo, que
procedía del sistema educativo, no impide, sin embargo, ima actitud crítica
muy fuerte. Por ello, hay que tener en cuenta, al estudiar la teoría literaria del
Cinquecento italiano, que, si bien se lleva a cabo la recuperación y difusión de
textos de retórica y poética, los comentaristas y exégetas no se limitan a reco-
224 Poéticas clasicistas y neoclásicas

ger las ideas antiguas sacándolas de su contexto social y cultural para situarlas en
un nuevo marco, sin discutirlas, sino que las critican y valoran en el contexto de
sistemas filosóficos nuevos, de unas reflexiones sobre la lengua clásica y ver­
nácula y de unas discusiones sobre problemas interdisciplinares, como el de la
mimesis como proceso generador del arte en general, el de la finalidad de la
poesía desde una perspectiva de filosofía moral y política, que enlaza de modo
inmediato con una idea de la autonomía o de la heteronomía del arte y con la
consideración del poeta por la sociedad, etc. Las soluciones que se den a estos
problemas caracterizan al período clasicista, que alcanzará su final cuando
sean sustituidas por otras (heteronomía / autonomía, mimesis / creación...).
Además en este panorama de erudición, de reflexión y de pragmatismo
político, aparecen obras literarias nuevas que, aunque coincidan en actitud con
las clásicas, no tienen las mismas formas ni tratan los mismos temas que las
antiguas, a pesar de lo cual se reconocen como artísticas y exigen criterios
adecuados para su análisis y comprensión cuando las antiguas normas y pre­
ceptos no resultan pertinentes. Es decir, se necesita una nueva poética que
explique y justifique las obras nuevas.
Hay, pues, unas obras literarias y una teoría clásica que se recupera críti­
camente situándola en un marco filosófico y cultural renovado y hay una
creación literaria nueva que exige una reflexión teórica adecuada. Weinberg
en una «Nota crítica general» a su obra Trattati di poetica e retorica del Cin­
quecento (1970-74), explica cómo la teoría literaria del Renacimiento se
orientará a establecer unos cánones que puedan dar cuenta de todas las formas
literarias, las antiguas, ya explicadas por las poéticas y las retóricas clásicas, y
las nuevas para las que es necesario buscar nuevos criterios, la literatura na­
ciente y la renaciente, la nueva y la antigua, exigen una base teorica muy
compleja. Progresivamente, y con elementos tomados de las poéticas anterio­
res que se integran en los que la nueva literatura va exigiendo a medida que se
crea, se formará un paradigma de investigación literaria plenamente renacen­
tista que se mantendrá durante dos siglos, pues «desde los inicios del Rena­
cimiento hasta mediados del siglo xvm, la historia de la crítica consiste en
establecer, elaborar y difundir una concepción de la literatura que, sustancial­
mente, es la misma en 1750 que en 1550» (Wellek, 1969: 16). La sucesión de
ideas, las variaciones del interés de unos temas a otros, los cambios de térmi­
nos, que pueden diferenciar etapas en esos siglos, se harán manteniendo los
mismos principios básicos, de índole filosofica sobre la belleza y el arte, y las
mismas fuentes teóricas y normativas para la creación literaria, que, con valo­
raciones y estimaciones diversas según los tratadistas, son la Poética de Aris­
tóteles, la Epístola a los Pisones de Horacio y, en ámbitos retóricos, las Insti­
tuciones oratorias, de Quintiliano, cuyo estudio y discusión llenan el siglo xvi
en Italia y pasan ya en el xvn al resto de la Europa culta. Los conceptos y pre­
ceptos clásicos, con las orientaciones y los valores que a través de los siglos y
Poética clasicista en Italia 225
de las lecturas correctas e incorrectas se hicieron de estas obras, y de alguna
otra como Sobre lo sublime, de Longino, o las Enéadas, de Plotino, constitu­
yeron el cuerpo teórico de referencia obligada en la creación y en la reflexión
literarias. García Berrio y Hernández Fernández resumen este proceso y el
valor que en él tienen las distintas fuentes: «en la Poética del siglo xvi conflu­
yen varias tradiciones que hay que tener presentes, porque con su variedad
producen un efecto estético único y nuevo» (1988: 25); tales corrientes se
asientan en un declive indudable de la retórica medieval y son la aristotélica,
que es la básica, la platónica, de gran influencia en los creadores, aunque no
de excesiva presencia doctrinal, y la horaciana, que había pasado relativamen­
te desapercibida.
El problema fundamental de esos dos siglos, con sus precedentes y sus de­
rivaciones, podemos resumir que consistía en completar la doctrina clásica y
en determinar cómo se podía aplicar a la nueva literatura el viejo cuerpo de
doctrina, más o menos ampliado, más o menos adaptado a nuevos conceptos y
a nuevas formas. Las soluciones que se dieron se basaron unas veces en la
admiración a los maestros, con lo que prevalecía el criterio de autoridad, otras
veces en los análisis y en la crítica directa, que daba prevalencia a la propia
razón o al propio gusto.
Hay otro aspecto que contribuyó a orientar la nueva teoría literaria y a la
vez suscitó muchas discusiones: a medida que se descubren las obras literarias
se toman como canon estético indiscutible, pero en su valoración se introdu­
cen los criterios éticos que los Padres de la Iglesia habían formulado a lo largo
del Medievo para combatir, o al menos encauzar, el paganismo y el laicismo
artístico. Aunque en muchos casos los criterios éticos se subordinan a los es­
téticos, sobre todo en el ámbito de las teorías formales, esos principios eran
nuevos en su aplicación a las obras de arte, y había que contar con ellos en las
nuevas creaciones, cosa que no ocurría en el mundo clásico en el que no se
habían planteado a propósito de la actividad artística, al menos en la forma en
que luego se incorporan a la cultura europea a partir de la religión judeocris-
tiana. Podemos comprobar que, por ejemplo, los índices de libros prohibidos
censuran algunas obras por tratar cosas obscenas, pero exceptúan las clásicas
por su elegancia y porque fueron escritas en ambientes paganos; se oscila así
de la ética a la estética en la valoración de las obras clásicas, aunque las nue­
vas siguen o tienen en cuenta el orden ético nuevo.
Hay, por tanto, obras nuevas, creadas con principios estéticos y éticos dife­
rentes a los antiguos, que se intentan explicar por los modelos artísticos clá­
sicos, ampliándolos o modificándolos cuando es necesario; y obras antiguas,
cuyos valores estéticos no se discuten, y cuyos valores éticos no parecen muy
conformes con las directrices religiosas que dominan la Europa que desde el
Concilio de Trento se aboca al Renacimiento. La ética y la estética, con prin­
cipios formulados en culturas distintas, confluyen en las consideraciones teó-
TEORÍA LITERARIA, II. —8
226 Poéticas clasicistas y neoclásicas

ricas y en las creaciones literarias, y en relación con hechos históricos y socia­


les contemporáneos, creando tensiones y suscitando puntos de vista nuevos en
la creación y en la teoría literarias. Se hace necesario ampliar el marco de refe­
rencias de la ética y de la estética al situarlas en el sistema positivo de unas
creencias religiosas a la primera y en un sistema filosófico nuevo a la segunda.
La filosofía moral clásica ha cambiado de marco.
En líneas generales, y teniendo en cuenta el sistema educativo, el panora­
ma cultural y el contexto social y político, podemos decir que en tomo a las
investigaciones, conocimiento y valoración de la literatura quedaban involu­
cradas problemáticamente, aparte de la historia, cuatro ramas del saber: la éti­
ca, que tenía que demostrar que las artes no eran necesariamente inmorales, y
que puede haber literatura al margen de los principios éticos; la estética, que
trata de afirmar el valor de la belleza en sí misma, dentro de lo que señalan
unos cánones históricos clásicos o nuevos; la metafisica, que justifica el ser de
la literatura entre el realismo aristotélico y las tesis neoplatónicas, y sitúa el
arte literario, obra de creación humana, como una realidad en sí, o como el re­
flejo de una idea; y la teología, que trata de demostrar que hay actividades del
hombre que pueden realizarse al margen del negocio de la salvación (Wein­
berg, 1970: 542). El sistema referencial en que se mueve la teoría literaria en
el siglo XVI está constituido por la ética, la estética, la metafísica y la teología,
y no es otro que el que había en la Edad Media, pero, sin duda, ha cambiado la
actitud del hombre, y las relaciones entre las ciencias son ahora muy diferen­
tes.
Además los límites en que se desenvuelve la teoría literaria se solapan
frecuentemente con los de otras investigaciones que tienen el mismo objeto
material, por ejemplo, las lingüísticas y las retóricas, como también había
ocurrido en la Edad Media, y se plantean temas de carácter interdisciplinar,
que interesan al arte en general, a la literatura, a la lingüística y a la retórica.
En este sentido creemos que no hay en un momento determinado una ruptu­
ra violenta de paradigmas entre la teoría medieval y la renacentista motivada
por la irrupción de ideas clásicas o por la recuperación de tratados de poéti­
ca y retórica. Hay un proceso de integración y de adaptación en la cultura
europea hacia el triunfo pleno del nuevo paradigma que terminará impo­
niéndose.
En resumen, podemos considerar que el Renacimiento iniciado en Italia
propicia el estudio de las Humanidades en general y de la literatura clásica en
particular y destaca determinados temas por razones sociales, políticas o
pragmáticas; vamos a seguir la génesis de algunos de los problemas que se
plantearon y los pasos que se han seguido para alcanzar los conceptos y los
esquemas que serán dominantes en la etapa clasicista.
Y está claro, a pesar de algunas afirmaciones que se han hecho típicas, que
la evolución de la cultura hacia el Renacimiento pleno y hacia el Humanismo
Poética clasicista en Italia 227

no se puede explicar como un simple renacer de la cultura clásica a partir de


los comentaristas y de los transmisores de las obras griegas y latinas, hay que
tener en cuenta también otros factores sociales e históricos que propician el
cambio de mentalidad y de gustos. Burckhardt (1860 / 1971: 111) afirma que
posiblemente «la mayoría de las direcciones del pensamiento que se inician en
esta época hubieran sido igualmente posibles sin la Antigüedad». No podemos
aventurar una opinión, que siempre sería gratuita, sobre este tema; de hecho, el
renacer de la cultura clásica influyó notablemente en la configuración del nue­
vo paradigma teórico y de forma decisiva, pero es posible que los modelos
clásicos se buscaran por el cambio de mentalidad, y quizá el cambio de men­
talidad se produjo a partir de las obras literarias clásicas que se utilizaron en la
educación de muchas generaciones. En una visión general de los datos se pue­
de decir que el Quattrocento fue todavía un siglo latino y religioso y que el
Cinquecento cambia considerablemente porque da entrada a las lenguas ver­
náculas y camina hacia la sociedad laica y naturalista, con un ideal de belleza
que coincide con el clásico, centrado en el hombre y su obra. El señalar causas
y aventurar explicaciones de los hechos es siempre formulación de hipótesis
que no se podrán confirmar con exactitud.
La retórica, la poética, la historia y la filosofía, que como hemos dicho
constituyen el centro de los estudios humanísticos del Renacimiento, no man­
tienen iguales sus relaciones, ni su valoración relativa én los dos siglos que
dura el clasicismo, por el contrario, tuvieron a lo largo del tiempo un equili­
brio inestable que decantaba el interés hacia una u otra disciplina, o intensifi­
caba la prevalencia de criterios éticos, pragmáticos o estéticos: la retórica llega
a ocupar el lugar preminente en una larga etapa (1350-1550), en la que evolu­
ciona según factores políticos, religiosos y culturales, y luego inicia su deca­
dencia y es desplazada por la poética en el interés de los humanistas. La retó­
rica renacentista se había distanciado ya de la clásica, porque, según advierte
Kristeller (1979), estaba influida por las formas medievales, por su propia
evolución interna y también por circunstancias de tipo pragmático; razones
sociales orientan la retórica clásica preferentemente hacia discursos políticos y
jurídicos, y abren la renacentista a todo tipo de discurso, tanto en prosa como
en verso, pero principalmente hacia el discurso literario artístico, de modo que
converge hacia la poética, que pasa a ser disciplina destacada en el Renaci­
miento.
En este ambiente tan complejo de tradiciones, de renovación de contenidos
y de cambio en las relaciones entre las ciencias humanísticas, de recuperación
de ideas, de discusiones y críticas, todo converge hacia su final integración en
un paradigma coherente, el renacentista. Platonismo y aristotelismo, cuya pre­
sencia en la Edad Media hemos comprobado a través de autores y temas, pa­
san a ser en el Renacimiento corrientes culturales vivas, recuperadas en sus
fuentes originales para eliminar las deformaciones interpretativas que los si­
228 Poéticas clasicistas y neoclásicas

glos habían ido depositando en ellas. Se discuten las teorías de Platón y de


Aristóteles y sus modos de entender y explicar al hombre y a la cultura, y a
veces se solapan ideas de uno y otro en un mismo autor. Se discute sobre la
superioridad de uno de los dos filósofos, a veces sobre su exclusividad, pero
podemos decir que en general sobre ellos se proyectarán las posiciones de los
que ponen en primer término el pensamiento religioso (platónicos) y de los que
sitúan en lugar preferente la actividad especulativa libre y rigurosa, sin some­
timientos a la creencia (aristotélicos). La presencia del platonismo es fuerte en
Florencia, donde se crea, bajo el amparo de Cosme de Médicis, una academia,
pero es indudable que la teoría literaria renacentista sigue más amplia e inten­
samente las tesis aristotélicas. Expondremos los principales temas y las solu­
ciones que se les dieron.

2. L a A cademia florentina

Durante todo el siglo xvi, pero con antecedentes en la segunda mitad del
XV, se produce una renovación de la filosofía que consiste principalmente en
el abandono del formalismo escolástico y en la búsqueda de los contenidos en
las fuentes originales. Respecto a las platónicas, se trabajará en este sentido en
la Academia que Marsilio Ficino crea en Florencia y en la que él mismo tradu­
ce, discute y da a conocer la obra del filósofo griego.
Como antecedente del platonismo renacentista señalamos a Nicolás de Cu­
sa (1401-1464), aunque no mantiene un platonismo puro, sino muy mediatiza­
do por ideas neoplatónicas, sobre todo de Plotino. Y lo destacamos por el re­
lieve que alcanza como teórico en la posible explicación de los símbolos en la
lírica amorosa y en la mística.
Para Nicolás de Cusa el conocimiento reside en la proporción entre lo co­
nocido y lo desconocido, y se logrará mejor si las cosas desconocidas están
más cercanas a las ya conocidas. La docta ignorancia consiste precisamente
en reconocer lo que no se sabe para partir a su conocimiento: el hombre se
acerca a la verdad por grados sucesivos de conocimiento, que debe recorrer
pasando por analogía de lo conocido a lo desconocido, sin que pueda alcanzar
nunca la verdad absoluta. Ockam había proclamado la imposibilidad del hom­
bre de llegar mediante el discurso mental a la realidad divina, y el misticismo
había buscado otras vías para conocer esa verdad.
El Cusano parte de la teoría platónica de que la realidad y el conocimiento
humanos no pueden alcanzar nunca la perfección ideal: en términos cristianos
subraya desde esa posición la inaccesibilidad de la transcendencia divina.
Otro precursor de la estética platónica es León Battista Alberti (1404-
1472) en sus tratados, De statua (1434), Elementa picturae (1435-36) y De re
Poética clasicista en Italia 229

aedificatoria (1452), donde recupera ideas clásicas que, aunque las refiere a
las artes plásticas, resultan también interesantes en la poética. La belleza, si­
guiendo la idea de los pitagóricos y de Platón, es la concinnitas, es decir, la
armonia entre las partes: «la belleza es una cierta conveniencia razonable
mantenida en todas las partes para el efecto a que se las desee aplicar, de tal
modo que no se sabría añadir, disminuir o alterar nada sin perjudicar notoria­
mente la obra». La belleza de una obra artística se logra y se hace perfecta
cuando se siente que cualquier cambio que sufra le resulta nocivo. «Los neo-
platónicos no admitían la tesis de que la belleza dimanara de la proporción;
Alberti vuelve en este punto a los conceptos clásicos y su autoridad, reconoci­
da ampliamente, fue la causa de que en las centurias siguientes se concibiera
la belleza como proporción» (Tatarkiewicz, 1991: 106).
El fundamento de la belleza, dirá Alberti, es la mimesis, la directa, que
reproduce formas (como puede hacerlo la pintura y la escultura), y también
la indirecta, que todas las artes pueden alcanzar si se atienen en sus obras a
las leyes estéticas de la naturaleza. La finalidad del arte es la belleza y el
medio para conseguirla es la imitación de la naturaleza; una imitación que
en ningún caso es pasiva, pues más que copiar, lo que el arte hace es repre­
sentar las cosas. Esta idea supone también una vuelta al concepto aristoté­
lico de mimesis, que se había ido diluyendo en los autores medievales. Con
el conocimiento progresivo de la obra de Aristóteles, surge pronto una po­
lémica entre platónicos y aristotélicos que se recoge en la obra de Jorge
Gemisto Plethon, Diferencia entre la filosofia aristotélica y la platónica
(1439), a la que contestará Jorge de Trebisonda en un escrito, Comparación
de los filósofos Platón y Aristóteles (1455). Para el primero, Platón es
compatible con el Cristianismo, porque admite la existencia de un Dios
creador y un mundo transcendente; para el segundo, el filósofo más próxi­
mo al cristianismo es Aristóteles, y todas las herejías tienen origen en Pla­
tón.
Dejando aparte los problemas religiosos planteados en tomo a las posi­
ciones filosóficas, nos interesa destacar que con estos antecedentes y esta
atmósfera se induce en Florencia un amplio interés por la filosofía, y Cosme
de Médicis encargará a Marsilio Ficino la creación de una Academia Plató­
nica y la traducción de las obras del filósofo. A la Academia, que no tiene
carácter universitario ni artístico, acuden un grupo de sabios y artistas devo­
tos de Platón, entre otros Alberti, que sienten el platonismo como un camino
para la renovación religiosa y social del hombre, y consideran a Platón co­
mo la síntesis del pensamiento griego y del pensamiento cristiano. La pre­
tensión de conseguir la armonía entre Grecia y el Cristianismo, que ya he­
mos advertido en los Santos Padres con una orientación prevalentemente
cristiana, tiene ahora una decidida inclinación hacia la filosofía griega,
principalmente hacia la platónica.
230 Poéticas clasicistas y neoclásicas
La Academia florentina tiene dos períodos o tendencias claras: imo de
platonismo exclusivo, otro en el que busca la síntesis de platonismo y aristote­
lismo.
El autor más destacado de la Academia es precisamente su fundador,
Marsilio Ficino (1433-1499) que no sólo tradujo, por encargo de Cosme de
Médicis, las obras de Platón, sino también las de otros muchos autores grie­
gos. Su obra principal, titulada como la de Proclo Theologia Platonis (1492), y
sus comentarios a los diálogos platónicos (Marsilio Ficino sopra l ’amore o
ver Convito di Platone, Firenze, Neri Dortelata, 1544; en octavo, 251 págs.)
desarrollan una filosofía de carácter neoplatónico, en la que intenta demostrar
la unión entre filosofía y religión. Ficino está convencido de que la doctrina
platónica fue mejorada por los neoplatónicos (Plotino, Porfirio, Jámblico y
Proclo particularmente). El saber innato, el mundo lleno de símbolos, la jerar­
quía de las esferas, la inspiración divina de la poesía, la religión del amor, etc.,
lo atraen grandemente; toda su especulación parte de la centralidad del hombre
en el mundo y de la inmortalidad del alma, que participa de lo finito y de lo
infinito y es la mediadora entre Dios infinito y las cosas finitas, y parece un
antecedente claro de la posición de los filósofos románticos alemanes, direc­
tamente de Schelling.
Ficino cree que el mundo se rige por un triple orden divino: la providen­
cia, orden que gobierna los espíritus; el hado, orden que gobierna a los seres
animados, y la naturaleza, orden que gobierna los cuerpos. La cualidad distin­
tiva del hombre es la libertad, que participa de los tres órdenes en forma acti­
va; el amor es la actividad propia del alma, y ésta, creada por Dios, se vuelve a
él por el camino de la belleza. La belleza, por tanto, es algo más que la pro­
porción y la disposición de las partes, porque si sólo fuese así, las cosas sim­
ples no podrían ser bellas, según había advertido Plotino. La belleza es el res­
plandor de una imagen espiritual (simulacrum spirituale) de las cosas más que
su aspecto físico. Por ello, la contemplación de lo bello suscita el amor, la be­
lleza prueba la existencia de Dios. La poesía es, como creía Platón, un furor
divino: iluminación divina de la mente, que eleva el alma; por otra parte, la
poesía es también imitación, medida y cálculo.
Tatarkiewicz resume la posición estética de Marsilio Ficino en cuatro tesis:
1. La belleza emana de la proporción de las partes y del esplendor de la
totalidad.
2. La belleza es siempre espiritual, aunque se manifieste materialmente.
3. El hombre reconoce la belleza por la idea de lo bello, que es innata, y
por el amor que siente hacia ella.
4. La poesía es un «éxtasis divino», que tiene su origen en la inspiración,
su rasgo distintivo. La habilidad no define al poeta tanto como la inspiración y
la intuición (Tatarkiewicz, 1970-1991: 129).
Poética clasicista en Italia 231
Ficino pasa a la historia como el principal platónico del Renacimiento, co­
nocedor directo de los textos. Sus teorías influyen grandemente en los poetas y
serán desarrolladas en los Diálogos de amor (1535) de León Hebreo, que al­
canzaron una gran difusión: fueron reimpresos en Venecia cinco o seis veces
en el mismo siglo xvi y fueron traducidos al latín, al castellano, al francés.
Los Diálogos de amor constituyen una doctrina, sobre el amor, o Philo-
grafla, como la llama el autor. Son tres diálogos entre Filón (el amor) y su
amada Sofía (la sabiduría). El primero trata De la naturaleza y esencia del
amor, el segundo De su universalidad, y el tercero, que es el más interesante
desde el punto de vista estético, De su origen.
León Hebreo establece una identidad casi perfecta entre la Metafísica y la
Poesía: el diálogo del origen del amor es ima Metafísica estética. El amor
cumple la circularidad del proceso cósmico, pues sale de Dios y a él vuelve.
Dios desea que el mundo imperfecto alcance la perfección y la belleza. Esta
metafísica del amor, que ya está en Nicolás de Cusa y en Marsilio Ficino, es la
nota más general del platonismo renacentista, y expresa dos principios funda­
mentales: a) el carácter central del hombre en el mundo (base del humanismo),
y b) el carácter religioso del platonismo, lo que proporciona al arte, principal­
mente al poeta, un sentido y un valor trascendente.
Las teorías platónicas sobre el amor y la belleza expuestas por León Hebreo
fueron un «nuevo modo de ver el mundo», que impone a la literatura un trans­
fondo místico; por el contrario, las teorías aristotélicas, que alcanzan un gran
desarrollo especulativo, derivarán preferentemente hacia el texto y hacia los
análisis del discurso, proporcionando conocimientos sobre las obras poéticas.
La estética platónica y la filosofía del amor de L. Hebreo constituyen el marco
de referencia de la lírica y de la novela pastoril renacentistas; las teorías aristo­
télicas constituyen la base del conocimiento sobre la obra literaria en el Rena­
cimiento y en los siglos posteriores. La filosofía platónica influye más decisi­
vamente en la creación literaria; la aristotélica es la base de la teoría literaria.
Una síntesis de platonismo y aristotelismo se da en la obra de Juan
Pico della Mirándola (1463-1499), De ente et uno (1492); en realidad la
síntesis que hace este autor es universal, pues abarca también la escolás­
tica, la ciencia y la magia, la tradición griega y la árabe, etc. El tema del
hombre, centro del universo y superior a todas las criaturas, lo expone en
De hominibus dignitate, que con razón fue considerado el manifiesto del
Renacimiento italiano. Pico mantiene que el hombre alcanzará la verda­
dera vida, la felicidad y el sumo bien, con la conciliación entre Aristóte­
les y Platón, a los que hay que considerar complementarios: el hombre no
puede renunciar a conocer especulativamente la naturaleza, pero tampoco
puede renunciar a transcenderla; la vida especulativa que propugnan los
aristotélicos y la vida religiosa que exaltan los platónicos deben consti­
tuir la síntesis del hombre.
232 Poéticas clasicistas y neoclásicas

3. Los EMIGRADOS GRIEGOS. LAS BIBLIOTECAS

La evolución de las ideas literarias no responde solamente a razones intrín­


secas o del inmediato entorno político, se ve afectada también por circunstan­
cias históricas que, aún siendo puntuales en una fecha o particulares en una fi­
gura, suscitan actitudes nuevas que propician el desarrollo de formas latentes o
poco destacadas anteriormente.
Durante el siglo xv el entusiasmo dé algunos coleccionistas por las obras
griegas consiguió que se conservasen muchas de las que hoy tenemos: poetas,
historiadores, oradores latinos, junto con algunas traducciones latinas de auto­
res griegos, como Aristóteles o Plutarco, suscitan el entusiasmo de muchos
lectores desde Boccaccio y Petrarca. Éste tenía y veneraba un Homero en
griego, que no podía leer; la primera traducción de la Ilíada y la Odisea la hizo
Boccaccio, como pudo, con la ayuda de un griego de Calabria (Burckhardt,
I860:: 1941 121 ysigs.).
En el Quatrocento el establecimiento en Italia de emigrados griegos inicia
la orientación del gusto hacia la cultura clásica griega, que viene a sumarse al
gusto por lo clásico latino dominante hasta entonces en el sentir renacentista.
Entre los emigrados destaca Jorge de Trebisonda (Georgius Trapezuntius),
que, en su obra Rhetoricorum Libri Quinque (Venecia, 1433-35), trata de ora­
toria, historia y poesía.
Trapezuntius y otros emigrados griegos contribuyen a incorporar la tradi­
ción bizantina a la latinidad mediante traducciones, ediciones y enseñanzas y
propician el descubrimiento de la tradición helenística en Italia, sobre todo
cuando estos autores en sus propias obras hacen compatibles las dos fuentes.
La base de las obras de J. de Trebisonda son autores y tratados de origen he­
lenístico, pero también los latinos: De compositione Verborum de Dionisio de
Halicarnaso, los textos de Hermogenes, los de Cicerón y Quintiliano, la Rhe­
torica ad Herennium, etc., que se difunden conjuntamente entre los apasiona­
dos por los temas literarios clásicos.
Trapezuntius sigue y divulga la tesis ciceroniana de los tres genera dicendi
y las siete ideas hermogénicas sobre el estilo; recoge también la práctica de
análisis que Dionisio había realizado sobre textos de Homero y la traslada a
obras de Virgilio. De este modo vendrán a confluir las tradiciones bizantina y
latina que conservaron las teorías clásicas sobre la literatura.
Cuando en el siglo xv se inicia el descubrimiento de las grandes obras de
la Antigüedad, se lleva también a cabo la organización sistemática de las bi­
bliotecas. Algunos coleccionistas llegaron a tener una actitud casi fanática: el
papa Nicolás V, cuando era monje, contrajo deudas por su pasión por los códi­
Poética clasicista en Italia 233

ces, que compraba o hacía copiar; ya papa, aumentó la Biblioteca Vaticana en


más de cinco mil volúmenes e instaló la Biblioteca en el mismo palacio vati­
cano, según el ejemplo del rey Tolomeo Filadelfo de Alejandría. El florentino
Niccolo Niccoli dedicó toda su fortuna a comprar libros y cuando se arruinó,
los Médicis lo patrocinaron: a él se debe la adquisición del De oratore de Ci­
cerón, y que Cósimo de Médicis adquiriese el mejor Plinio que existía. Su co­
lección, de 800 volúmenes, pasó a su muerte al convento de San Marcos y es­
tuvo a disposición del público. Los agentes de Niccoli, Guarino y Poggio, en­
contraron en las abadías del sur de Alemania, varios discursos de Cicerón y el
primer Quintiliano completo: el manuscrito de San Gall, que se conserva en
Zurich; en 32 días fueron copiados textos que prácticamente se veneraban... El
cardenal griego Bessarión logró reunir 600 códices. Muchas de las bibliotecas
particulares terminaron en las bibliotecas de los conventos de Florencia o en la
Vaticana. En ellas tenían cargo importante los copistas, sobre todo los griegos,
a los que se daba el título de scrittori, que siempre fueron pocos y estaban
muy bien pagados. La letra con que copian los manuscritos era la neoitaliana,
que se inicia en el s. xrv; los códices copiados eran bellísimos, en pergamino,
la encuademación en terciopelo rojo y las guarniciones de plata. Con esta si­
tuación de veneración por las obras y de estima excesiva por la presentación
de los códices, por la letra en que se escribían y por el trabajo bien hecho de
los encuadernadores, se explica fácilmente que los libros impresos no fueran
muy bien recibidos por los coleccionistas, aunque supusieran la divulgación de
las obras entre los entendidos que no disponían de fortunas excesivas.
Hacia 1520 la colonia de refugiados griegos, que tanto habían contribuido
a difundir la cultura clásica, se extingue, pero su labor dejó unos frutos que
persistieron hasta mucho tiempo después.
A los estudios clásicos hay que añadir la relativa importancia que adquirie­
ron los orientales, sobre todo en Medicina. Pico della Mirandola conocía el
Talmud como un viejo rabino; fue defensor de ampliar los ámbitos de la cultu­
ra y no reducirla a la clásica, y no sólo manifiesta admiración por Averroes,
sino también por los escolásticos. Le parece excesiva la admiración que los
humanistas ponían en la belleza de una letra o de una sílaba...

4. LOS TEMAS GENERALES

LA MIMESIS

Dejando aparte los problemas específicos de la lengua en ese momento


histórico, como pueden ser el de la tensión entre el latín y las lenguas roman­
ces que progresivamente van consolidándose en el uso literario, y los aspectos
234 Poéticas clasicistasy neoclásicas
sociales del empleo de las lenguas vernáculas, explotadas políticamente, como
ocurre siempre, como señas de identidad de los pueblos y como bandera, hay
temas directamente lingüísticos o literarios que adquieren un especial relieve
social o doctrinal por razones pragmáticas. Así ocurre con el concepto mime­
sis o imitación artística, o el de finalidad de la poesía y el lugar que debe ocu­
par el poeta en la sociedad, etc.; las implicaciones que estos temas mantienen
con la lengua, con el arte en general y con la obra literaria les dan carácter in­
terdisciplinar.
Posiblemente el concepto de mimesis es el más abarcador en la teoría ar­
tística clasicista y a la vez el más permanente a lo largo de los siglos que dura
este período, y será precisamente su quiebra a finales del siglo xvm la que da­
rá paso a una nueva concepción del arte.
La Edad Media no dio apenas importancia al concepto de mimesis porque,
al integrarlo en un sistema filosófico y teológico que remite verdades y cono­
cimiento a un centro estable y seguro, Dios, la belleza del arte no se explica
como imitación (proceso) y proporción (partes de la obra), sino como resplan­
dor de la divinidad. Cuando el Humanismo hace al hombre centro de la cultu­
ra, el Renacimiento vuelve a dar un relieve inusitado a la mimesis. Para de­
nominar el concepto se adoptó la palabra latina imitatio, que, al principio,
compitió con otras: assimilatio (empleada por Averroes), repraesentatio
(usada por G. Francastoro), verosimiglianza (que vemos en los escritos de
Castelvetro), etc., pero imitatio se impuso y dio origen al término italiano
imitazione, al fracés imitation, al español imitación, etc. (Tatarkiewicz, 1992:
305).
La teoría de la imitación había reaparecido en el siglo xv en el ámbito de
las artes plásticas y sólo a mediados del siglo xvi empieza a usarse con profu­
sión en el campo literario precisamente con los comentarios a la Poética de
Aristóteles. A partir de este momento la concepción de la literatura como imi­
tación de la Naturaleza fue constante a lo largo de los siglos xvi, xvn y xvm,
aunque tuvo matices diversos y se discutieron sus alcances.
El término «imitación» adquiere una gran ambigüedad semántica, ya
que resulta ser polivalente en razón del contexto y de la perspectiva que se
considere; quizá la acepción más general en este tiempo se refiere a la po­
sibilidad de que las lenguas vernáculas imiten a las lenguas clásicas, si as­
piran a convertirse en un medio expresivo capaz de alcanzar la categoría y
el valor del discurso en latín o en griego; y muy próxima a esta acepción, el
término «imitación» alcanza otra de carácter directamente literario: los
autores que se consideraban modelo y canon, tanto antiguos como moder­
nos, debían ser imitados; Virgilio considerado perfecto, debía ser imitado
en los versos, los temas, los personajes; Petrarca era el modelo para todos
los que pretendiesen hacer sonetos. En ambos casos el término mimesis o
imitación se relaciona con aspectos políticos, con valoraciones de lo litera­
Poética clasicista en Italia 235
rio antiguo y moderno, con ideas sobre el valor estético y ético de las obras
literarias, etc.
Podemos afirmar que en principio imitatio se refiere por igual a la imita­
ción directa de la Naturaleza, pero también a la imitación de los autores: la
imitación de los antiguos, que procedía del Ars poetica de Horacio, a los que
se añaden los grandes poetas italianos, alcanza en el clasicismo su pleno des­
arrollo.
En el mundo antiguo la expresión «imitar la naturaleza» se entendía como
una afirmación; en el Renacimiento pasó a entenderse como una exigencia: el
arte, la literatura tienen que imitar la naturaleza, pero no sólo en sus fenóme­
nos (natura naturata), sino también en su fuerza creadora (natura naturans).
Por otra parte, el término «naturaleza» tenía un significado amplio e incluía a
veces lo natural propiamente dicho, y también lo cultural, lo humano.
La polivalencia del término mimesis, como hemos mostrado en el primer
tomo de la Historia de la teoría literaria, se inicia ya en los autores griegos y
se amplía en el Renacimiento con interpretaciones añadidas por comentaristas.
Vamos a analizar algunas de las razones de esa polivalencia en los diferentes
autores y en las distintas fases históricas, porque se puede comprobar que el
concepto no suele encontrarse definido de modo absoluto, sino que según el
sistema filosófico en que se encuadre, o en relación a los contextos arguménta­
les en que aparezca; la mimesis adopta unos contenidos precisos en cada autor,
pero distintos de unos tiempos (autores, obras) a otros.
Platón encuadra la mimesis en el conjunto de su sistema filosófico: la Idea
era imitada en un primer grado, en las cosas; un segundo grado de imitación
estaba constituido por el concepto que el poeta tenía de las cosas; y un tercer
grado es la imitación en la obra literaria; pero su concepto de mimesis cambia
cuando la considera en relación a los modos de discurso y denomina discurso
mimètico a aquel que reproduce el habla de los personajes (estilo directo),
frente al discurso diegético, que subsume en la del narrador el habla de los
personajes (estilo indirecto); en este segundo contexto, la mimesis es repro­
ducción de un discurso.
La mimesis en Aristóteles tiene carácter analógico u homológico y se re­
fiere principalmente al proceso generador del arte como traslado de formas y
conductas de la realidad (casos particulares) al texto literario, principalmente
al dramático (casos generales).
A finales del Quatrocento, a partir de la traducción latina de la Paráfrasis.
de Averroes, hay que añadir un nuevo concepto (considerado, por tanto, aristo­
télico) de mimesis, que se aproxima a la posición platónica: la poesía se en­
tiende como «imitación de la naturaleza».
Para los autores del Cinquecento, Aristóteles, Platón y Averroes hablaban
de la misma cosa al utilizar el término mimesis, como imitación de la Natura­
leza, pero está claro que no es así. El concepto de «imitación» tiene carácter
236 Poéticas clasicistas y neoclásicas

supraliterario, pues afecta a todas las artes y además se utiliza polémicamente


desplazando el énfasis de unos aspectos u otros, de unas acepciones y unos
contextos a otros.
Entre 1516 y 1532 da a conocer Ludovico Ariosto el Orlando furioso,
continuación del Orlando innamorato de Mateo Boyardo. El poema no entra
con facilidad en los cánones épicos clásicos, es una obra «nueva», en cuya fá­
bula proliferan acciones y personajes y se mezcla la historia y lo maravilloso.
La interpretación de la mimesis, la diferencia entre historiador y poeta, el con­
cepto de verosimilitud, van a ser los tópicos discutidos en tomo al Orlando, en
una polémica en la que toman parte los autores italianos más destacados del
momento (Weinberg, 1961). La discusión se plantea en principio sobre la mi­
mesis y sus posibilidades y adquiere amplitud a medida que se avanza en la
polémica al enlazar con otros temas y conceptos, como el de la libertad del
poeta o la necesidad de preceptos que la limiten, el valor canónico de los poe­
tas antiguos y el derecho de los modernos a reflejar las nuevas situaciones so­
ciales, culturales, artísticas, etc. (Gil-Albarellos, 1997).
La teoría de Aristóteles sobre la mimesis como imitación de las acciones
humanas, que no excluía lo maravilloso (1461b), deriva hacia un concepto
más restringido de imitatio naturae, que no admite lo maravilloso. Parece que
este cambio tiene su origen en el comentario de Robortello a la Poética (1548),
donde se señala que el objeto de la imitación artística es la conducta de los
hombres, como había dicho Aristóteles, pero también de las cosas. La mimesis
aristotélica, que se enunciaba como principio generador del arte, pasa a ser un
canon que limita el objeto de la creación a la realidad, con lo que se excluye
todo lo fantástico maravilloso (Pozuelo, 1993: 45 y sigs.).
Con estos matices fueron perfilándose en el clasicismo cuatro modos funda­
mentales de imitación (con matices a veces importantes en cada uno de ellos)
que se identifican a) con la concepción neoplatónica, b) con la concepción neo-
aristotélica y c) con una concepción realista extremada que considera que el arte
ha de ser calco directo de la realidad y d) con la reproducción de textos anterio­
res. Resulta difícil establecer en los autores y obras límites precisos en los modos
de entender la imitación, pues no hay que olvidar que la teoría literaria de este
tiempo se caracteriza por su eclecticismo y por su permeabilidad en las paráfrasis
y comentarios donde los autores acuden con frecuencia a la autoridad de Platon,
de Aristóteles, de Horacio o de los rétores, en apoyo de unas ideas o de un modo
de argumentar. Entendido de una manera o de otra, el concepto de mimesis per­
manecerá durante todo el período clasicista y desaparecerá con él.

La concepción neoplatónica de la mimesis en el Renacimiento

La presencia de Platón en el Renacimiento italiano es notable desde me­


diados del siglo XV, a través, sobre todo de la Academia Florentina, pero hay
Poética clasicista en Italia 237

que advertir que la formulación platónica original se había incrementado con


elementos de la tradición neoplatónica que, a partir de Plotino, pasa por los
Padres de la Iglesia y por las corrientes mágico-herméticas. El platonismo
vuelve a ocupar un primer plano, según hemos visto ya, con Nicolás de Cusa,
Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, León Hebreo, Patrizzi, y con creadores
como Petrarca, Alberti, etc.
Desde la perspectiva platónica la Imitación se entendió como representa­
ción ideal arquetípica en la que debían figurar solamente las cualidades positi­
vas, morales y físicas, del modelo. El artista, el poeta, en su creación debe
eliminar del modelo natural lo que lo aleja de la Idea, es decir, todo lo feo e
inadecuado, para conseguir una representación libre de imperfecciones, ya que
así se aproxima a la realidad de las Ideas más que cualquier realidad natural.
Tal como señala Moreno Báez (1976) éste es el fundamento del idealismo del
Renacimiento que, desde la perspectiva neoplatónica, es realismo.
Más que a la formulación teórica, este concepto de mimesis alcanza a las
creaciones artísticas del Renacimiento, ya que la teoría más extendida en la
primera mitai del siglo xvi era de ascendencia predominantemente horaciana,
por ello no es tan sorprendente que dos de los filósofos más cercanos al neo­
platonismo, Marsilio Ficino y Patrizzi, rechacen la teoría de la imitación; Fici­
no se adhiere a la teoría del furor poético y cree que la poesía es fruto de la
inspiración, no de la imitación; Patrizzi, partiendo también de la tesis del fu­
ror, habla del poeta como de un factor, que crea lo que no existía, y cuya mi­
sión es crear ficciones e introducir en ellas lo maravilloso.
Por el contrario, en la práctica de los artistas de la época, la presencia pla­
tónica es destacada, sobre todo en el afán de idealizar hasta límites artificiosos
la realidad literaria. La literatura alcanza con la poesía bucólica y la novela
pastoril muestras evidentes de esta concepción platónica de la imitación. Las
pastorales presentan a irnos cortesanos convertidos en pastores que, lejos de
dedicarse a las toscas tareas de su oficio, viven en una naturaleza idealizada
(locus amoenus) para unos amores entendidos como una virtud del entendi­
miento que conduce al enamorado por el camino de la verdad y del bien, como
había enseñado en Diálogos de amor León Hebreo. Y lo mismo se puede ad­
vertir respecto de otros elementos de la literatura bucólica, como el tiempo, el
dolor, las lágrimas, etc. (Moreno Báez, 1976: X y sigs.), todos ellos idealizados.
La novedad de este modo de entender la mimesis es sólo relativa. Tal co­
mo cuenta Jenofonte, Sócrates en su diálogo con el pintor Parrasio alude a la
necesidad del artista de componer una representación a partir de varios mode­
los, tomando de cada uno la parte más hermosa. Y con cierta frecuencia apare­
ce en el mundo antiguo la anécdota de que el pintor Zeuxis a la hora de pintar
el retrato de Helena había reunido a cinco jóvenes de la ciudad de Crotona y
había seleccionado lo más perfecto de cada una. De un modo similar se expre­
sa Rafael en una carta a Castiglione en la que analiza su trabajo de pintor.
238 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Afirma Rafael que cuando pinta a una mujer hermosa tiene que ver a varias
mujeres y elegir lo mejor de cada una y, cuando no puede verlas, trabaja a
partir de cierta idea que se le viene a la mente (Tatarkiewicz, 1970/ 1990: III,
144). Estas palabras del pintor ponen de manifiesto la selección de cualidades
más perfectas, y a la vez la idea de que el artista crea a partir de su propia
mente; esta idea está presente en Plotino y significa un ligero cambio respecto
a la teoría mimètica tradicional y un primer reconocimiento explícito del papel
activo del artista. A lo largo de los siglos xvi y xvn ambas tesis van a aparecer
reiteradamente en autores distintos: el arte como selección que mejora la natu­
raleza / el artista que compone a partir de su mente (Tatarkiewicz, 1976 /
1992: 312-313).

La concepción neoaristotélica de la mimesis en el Renacimiento

A partir de la segunda mitad del siglo xvi y con la aparición de los comen­
tarios a la Poética, el concepto de mimesis se aproxima a las tesis aristotélicas,
que no deben entenderse del modo exacto en que fueron formuladas por el
autor; en todo momento hay que tener presente el eclecticismo de los teóricos
de la época, como hemos destacado; las teorías atribuidas a Aristóteles habían
asumido filtraciones de Horacio, de Averroes e incluso de los neoplatónicos.
La obra no ha de entenderse como calco o copia fotográfica de la realidad
empírica, pues la misión de la literatura consiste en representar no directamen­
te la verdad, sino lo verosímil, es decir, lo ficticio con apariencia de verdad.
Tal como señala Tatarkiewicz (1970 / 1991: III, 212), el concepto de verosi­
militud, junto con el de mimesis, ocupó el primer plano en la teoría poética del
Renacimiento tardío. Esto significa, en línea coincidente con el pensamiento
aristotélico, el reconocimiento de una gran libertad para el escritor, cuyo co­
metido propio era narrar lo que podría o debería haber ocurrido, según lo pro­
bable o lo verosímil, sin que le estuviera vedado lo real, materia específica del
historiador.
Uno de los problemas que afrontaron lo comentaristas fue precisamente el
de conciliar el concepto de imitación con el de invención, el de verdad con el
de ficción. El término imitatio fue sustituido paulatinamente por el de inventio,
lo que significa el progresivo abandono del imperativo mimètico y el gradual
avance hacia la libertad creadora. Esto explica la inclusión de la alegoría en la
imitación y la consideración años más tarde por los conceptistas de la metáfora
como forma imitativa de pleno derecho.
Lo irracional y lo maravilloso se aceptaban siempre que resultaran con­
vincentes. La razón, entendida como sentido común o buen sentido, se encar­
gaba de juzgar si las ficciones literarias eran creíbles o no para el lector. A
medida que avanza el período clasicista, los teóricos — así Mintumo o Tasso,
como veremos— se muestran más partidarios de dar cabida a lo maravilloso en la
Poética clasìcìsta en Italia 239
obra literaria, especialmente en el caso de la épica. No se puede olvidar que la
sorpresa y la admiración, con frecuencia ligadas a la invención de lo maravi­
lloso, eran efectos que se reclamaban cada vez con mayor insistencia a las
obras literarias, al menos como causa inmediata del deleite.
El Concilio de Trento y la Contrarreforma despertaron la desconfianza
ante la literatura y el mundo de mentiras que crea, y aun sin reconocer la
existencia de una verdad poética independiente y ajena a la verdad histórica o
científica (idea ya presente en la teoría aristotélica), muchos teóricos defendie­
ron la literatura de todas las acusaciones de falsedad con el argumento de la
coherencia y verosimilitud que la composición literaria necesitaba y así Min-
tumo habló de la verdad interior de las cosas, manipulable por el autor para
hacerla más agradable al lector, frente a la verdad exterior.

La concepción naturalista de la imitación


Otra forma de entender la imitación en la época clasicista es la que concibe
la obra literaria como un calco o una duplicación literal e ilusoria de la reali­
dad. Algunas poéticas del Renacimiento repetían, en apoyo de su concepción
realista, la anécdota de la teoría antigua de la pintura según la cual los pájaros
acudían a picotear cerezas pintadas, dada su apariencia de realidad. Esta teoría
de la mimesis es la causa de que, tal como apunta Wellek (1969: 26), a partir
del comentario de Castelvetro a la Poética, los argumentos naturalista favo­
rezcan la implantación de la norma de las tres unidades dramáticas en su más
rígida formulación de isomorfismo entre la representación y la realidad.
El concepto de verosimilitud y de decoro se utilizaron igualmente para re­
forzar los argumentos en favor de la obra como ilusión de la realidad. Las
poéticas propiamente neoclásicas trataron de excluir, en nombre de la vero­
similitud, todo lo maravilloso y lo sobrenatural, poniendo así límites al objeto
de la mimesis. Su ideal se orientaba paradójicamente a ofrecer en la obra lite­
raria, y especialmente en las dramáticas, la realidad cotidiana y doméstica; así
ocurrirá luego, por ejemplo, con El sí de las niñas de Moratín. El decoro ex­
temo exigía también adecuar la obra con la realidad exterior: nada en ella po­
día chocar con el gusto del público, ni con las costumbres y valores de la épo­
ca. La copia de la realidad impone límites estrictos al arte.

La imitación como intertextualidad


Por último señalaremos como vigente en el Renacimiento otro concepto de
mimesis: es el que entiende que la obra literaria debe ser reproducción de los
motivos, de la construcción y del estilo de textos literarios considerados per­
fectos; y situados en esta perspectiva, se hace central la tensión entre plagio y
originalidad, que se plantea inmediatamente al pensar que una obra de crea­
ción literaria es una variante de las obras perfectas realizadas por los autores
240 Poéticas clasicistas y neoclásicas

dignos de ser imitados: ¿qué es lo que se copia en los textos de los poetas per­
fectos?, ¿el tono literario?, ¿los contenidos?, ¿el discurso?...
Si se pretende formular unas normas para la tragedia, el teórico puede
acudir a dos fuentes para establecerlas, la teoría expuesta en la Poética, o la
práctica de creación a través del ejemplo de las obras maestras constituidas en
modelos; y de la misma manera el poeta puede seguir uno de estos caminos: se
atiene a las normas y realiza su texto de acuerdo con ellas, o imita directamen­
te las obras maestras, y en este caso ¿hasta dónde llega la imitación sin caer en
el plagio?
«Así pues — resume Wellek, bajo el término ‘imitación de la realidad’—,
podían albergarse todas las variantes del arte: desde el naturalismo estricto a la
más abstracta idealización, con todos los grados intermedios. Lo que en cada
caso se recomendaba dependía, además de las predilecciones particulares del
crítico, del supuesto de que los diferentes géneros requieren diferentes modos
de imitación» (1969: 30).

LA FINALIDAD DE LA POESIA

Otro de los temas que apasionó en la época fue el de la finalidad de la


poesía, con el que se vinculan cuestiones sociales, políticas y pragmáticas. Se
hace necesario justificar la obra literaria en el marco de la filosofía moral en
relación con un sistema de valores en el que el ocio y el entretenimiento no
son considerados positivamente; la poesía ha de justificar su existencia por
una finalidad: las polémicas entre el enseñar y el deleitar tienen su origen en la
filosofía moral, mantienen una relación inmediata con el gobierno de la polis,
respecto a los valores de paz y de concordia, y en general con el problema de
la educación y formación del hombre como buen ciudadano.
Se inicia el tema de la finalidad de la literatura con el tratado de Denores,
Discorso intorno a qu’principii, cause et accrescimento che la comedia, la
tragedia et il poema eroico ricevono dalla filosofia morale e da ’ governatori
delle republiche, donde se le reconoce o se le exige un fin ético y político. El
concepto de arte como sistema autónomo es sustituido por el concepto del arte
como sistema heterónomo. Efectivamente, a la literatura se le atribuye unas
veces un fin ético, en relación con ideas y creencias religiosas, y desde un en­
foque de filosofía moral; otras veces se le pretende dar un fin político, casi
siempre en relación con el orden público (que para los gobernantes parece ser
el supremo bien cívico), los movimientos de masas, o la exaltación de de­
terminadas figuras políticas y modos de vida. Si se le exige un fin ético, se
somete a la poesía a la filosofía moral, al servicio del Estado y del individuo;
es ésta una tesis de larga tradición medieval que encuentra su antecedente en
la República de Platón y en la Política de Aristóteles. La poesía debía enseñar
Poética clasicista en Italia 241

modos ejemplares de conducta y llevar a conclusiones de filosofia moral: la


fábula trágica podía servir de modelo, por ejemplo, para las formas de castigo
de los delitos; la fábula cómica puede hacer ver cómo caen en el ridículo
aquellos que se oponen a los amores de los jóvenes, los que ponen su amor en
el dinero, los que intentan encubrir sus miedos con alardes fanfarrones, etc. Y
respecto a los fines políticos era fácil comprender que una fábula podía poner
casos de tiranos que servirían de contraste con la buena suerte de los especta­
dores que vivían en democracia, por ejemplo. El valor de ejemplo moral de la
obra literaria implicaba su sometimiento a la ética, a la política, a la filosofía,
y por otra parte implicaba también el reconocimiento de que el público podía
ser adoctrinado. Y, en consecuencia, el fin de la poesía era el de instruir
(docere).
Desde Horacio era reconocida esta finalidad de la poesía, que se refiere no
sólo a la posibilidad de que la fábula sirva de ejemplo de justicia o de conduc­
ta moral, sino también a que procure una instrucción inmediata, pues mediante
la presencia en la obra de datos y sucesos, se puede ampliar la cultura histórica
o erudita del lector; además las obras pueden proporcionar conocimientos
prácticos para reconocer caracteres, acciones, experiencias de otros, y cons­
truir así un canon ético que inspire la propia conducta y fundamente el saber.
En este aspecto la poesía coincide con la historia: son formas de discurso que
instruyen a los lectores mediante ejemplos tomados de la realidad empírica o
de los mundos ficcionales que se crean en las obras literarias.
Bernardo Tasso en su obra Ragionamento della poesia (1562), y desde una
indudable visión platónica, afirma que la finalidad de la poesía y su utilidad
cívica procede de sus formas deleitosas: las fábulas atractivas, la belleza del
discurso y la armonía de las palabras; el deleite y la utilidad también pueden
proceder de los contenidos, pues a través de los poetas se manifiesta una eru­
dición universal y un conocimiento profundo de las pasiones humanas. Tasso
suma a la visión platónica la tradición horaciana y retórica sobre lo placentero
de la poesía, sobre el genio y el arte del poeta.
Un paso más en la valoración de la poesía por su finalidad moral, lo en­
contramos en Antón María de’ Conti, que tomó el nombre profesional de Mar­
cantonio Maioragio. En 1582, Conti publica un tratadito, De arte poetica,
donde mantiene la idea de que la poesía proporciona al hombre todos los co­
nocimientos naturales y sobrenaturales, de filosofía moral y todas las normas
necesarias para vivir: los poetas son en este sentido los preceptores del hom­
bre, que lo elevan hasta términos divinos. Para conseguir este fin, la poesía no
utiliza la fábula o los personajes, sino sentencias, palabras, y la dulzura que
procede de la armonía y de los ritmos poéticos, y esto porque «haec ars om­
nium excellentissima sit ac maxime divina: quid est autem quod magis men­
tem nostram perficiat quam rerum divinarum atque humanarum cognitio»
(Weinberg, 1970, II: 130).
2 42 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Las formas deleitables, de la fábula o del discurso, pueden constituir una


finalidad en sí mismas, no sólo como medio para instruir; algunos críticos
sostienen que la finalidad de la poesía consiste en deleitar la sensibilidad ar­
tística y literaria del público: el placer de oír palabras bellas, ritmo, música; el
placer de observar una construcción armoniosa; el placer de ver cómo se cierra
con equilibrio y con coherencia intema una situación de desequilibrio o de
injusticia, o el ver cómo el hombre progresa en su historia desde la Venganza
tribal y familiar hasta el establecimiento de la justicia institucionalizada en la
polis como generoso don de Júpiter. En este aspecto, la Epistola ad Pisones,
conocida durante toda la Edad Media, sirvió de orientación inmediata. En la
segunda mitad del siglo xvi se alcanza una nueva teoría más amplia: la causa
del placer es anterior a la palabra, puede encontrarse en cualquiera de los ele­
mentos de la forma: la Poética (que se divulga sólo en la segunda mitad del
siglo) mantiene que cada componente poético tiene su efecto propio, nunca
ajeno a una forma de placer intelectual, sentimental o moral. El placer litera­
rio, al contrario que el placer retórico que se basa sólo en la palabra, puede
originarse en la estructura de la fábula, en los caracteres, en el pensamiento, y
también en las palabras (Weinberg, 1970: 554).
Ni qué decir tiene que la estima social del poeta está en relación inmediata
con la finalidad que se le reconozca a su obra y desde la seriedad absoluta que
se le otorga a la literatura como medio de perfección humana en la ciudad.
Como en el caso de la mimesis, el concepto heterónomo de la literatura y del
arte en general, persistirá mientras dure el período clasicista y desaparecerá
con él, cuando sea sustituido por el principio de autonomía del arte que gene­
ralizará el romanticismo.

5. L a P oética . Los comentaristas. L as poéticas

En este marco general de amor a la cultura clásica y de interés generaliza­


do por los temas éticos y estéticos, alcanza un papel fundamental el desarrollo
del pensamiento crítico literario, que puede explicarse siguiendo la trayectoria
de conocimiento, divulgación y comentarios de la Poética de Aristóteles. Para
sistematizar la teoría literaria en la Italia del Renacimiento es necesario preci­
sar las circunstancias en las que aparece y se difunde esta obra, que fue objeto
de innumerables comentarios y se erigió en canon para señalar y prestigiar los
géneros literarios tratados en ella y para buscar apoyos que justificasen nuevas
teorías sobre los llamados «géneros omitidos», y sobre las nuevas obras que
exigían criterios explicativos nuevos. A la vez suscitó rechazos radicales.
La Poética tiene una trayectoria muy complicada antes de alcanzar la di­
fusión y el relieve que adquiere en toda Europa a partir de la segunda mitad
Poética clasicista en Italia 243

del siglo XVI. Se sabe poco del texto entre los siglos rv a. C. en que fue escrita y el
siglo xi en que empieza a ser conocida en Occidente a través de la copia del
manuscrito más antiguo que se conserva, el Codex Parisinus 1741. Algunas
ideas aristotélicas, esporádicas y sobre algún punto concreto, eran conocidas
en obras medievales, procedentes de la tradición doxática.
La penetración de la Poética en la Europa medieval se realizará por dos
vías: la árabe y la griega. La primera, a través de Averroes, es conocida sobre
todo en los siglo xv y xvi como Paraphrases Averroes, y fue bastante divul­
gada, aunque en ámbitos restringidos de las universidades europeas. Con esta
versión, sin duda, se inicia y se culmina un proceso de «mala interpretación»
de Aristóteles que se mantendrá en la Edad Media y sólo acabará mediante los
comentarios directos de autores italianos en el siglo xvi. Parece que el comen­
tario de Averroes, en la traducción latina de 1257 hecha por Hermanus Ale-
manus, alcanzó una relativa difusión, pues se conservan hasta veintitrés ma­
nuscritos; fue impreso en 1481, y es por tanto la primera edición de la Poética
en el Renacimiento; pero pór esta vía, el texto griego había atravesado traduc­
ciones al sirio y al árabe antes de llegar al latín, y es de suponer que las alte­
raciones del texto serían sustanciales y que el «misreading» fuera inevitable.
La vía directa del griego al latín, hasta donde conocemos, se inicia con la
traducción de Guillermo de Moerbecke, obispo de Corinto, en 1278, es decir,
unos veinte años más tarde que la latina procedente del árabe; de ella se con­
servan dos manuscritos del mismo siglo xm.
Hoy nos sorprende que no haya tenido la Poética una difusión mayor a
partir de estas traducciones, y quizá haya que pensar en causas de tipo
pragmático, más que de evolución e historia estrictamente literarias. Es po­
sible que en los medios universitarios y académicos no interesasen por en­
tonces tanto los temas literarios como los problemas teológicos, éticos o re­
tóricos, y las traducciones de la Poética pasaron sin pena ni gloria. Hemos
dicho más arriba que el Quatrocento italiano es un siglo todavía latino y
cristiano en su cultura básica, y sólo en el Cinquecento la cultura se orienta
hacia lo griego, el romance, el laicismo y el aprecio de la belleza en sus
formas plásticas, no simbólicas; quizá el ambiente cultural para recibir la
Poética era más propicio en el siglo xvi que en el xiv y el xv; de hecho así
ocurrió.
A finales del siglo xv se imprimen la traducción latina de Alemanus y la
de Giorgio Valla, que vienen a cerrar la prehistoria medieval de la Poética; en
el siglo XVI cambiará radicalmente el panorama a partir de la publicación
en 1508 de la llamada «edición aldina», en un volumen con otros textos grie­
gos de retórica, que suscitará la atención directa e intensa por las teorías de
Aristóteles, aunque no de una forma inmediata, según vemos al fechar los co­
mentarios, y de nuevo, según pensamos, serán razones pragmáticas, las que
ponen el marco decisivo en la difusión y aprecio de las teorías literarias.
244 Poéticas clasicistas y neoclásicas

La tradición comentarística de textos clásicos era notable en la cultura


medieval, pero precisamente sobre la Poética los comentarios sólo se inician
después de la edición aldina. Durante el siglo xvi se escriben diversos comen­
tarios totales o parciales al texto de la Poética, que se convierte en el tema pre­
ferido de las discusiones académicas y en la referencia obligada de toda la
teoría y crítica literarias. Suelen distinguirse los llamados «comentarios mayo­
res» (commenti maggiori: Robortello, Castelvetro, Vettori, Maggi, Piccolo-
mini...), que repasan toda la Poética, y los «comentarios parciales» (commenti
settoriale: G. G. Trissino, G. B. Giraldi Cinzio, Tasso), que versan sobre algún
pasaje concreto. Hay que recordar que algunos comentaristas conocen y admi­
ten algunas de las ideas averroístas aún en el Quinientos, a veces las atacan, a
veces las defienden y las utilizan incluso como argumento de autoridad; por
ello creemos que siguen presentes en el ambiente cultural italiano: Savonarola,
Robortello, Segni, Maggi, Lombardi... discuten sobre el espacio que corres­
ponde a la poética en el cuadro general de las ciencias y parecen estar de
acuerdo en que es una parte de la lógica, según había mantenido Averroes.
Piccolomini, y también T. Tasso, buscan en Averroes la autoridad para apoyar
sus ideas en las discusiones con Robortello y Castelvetro respectivamente. A
pesar de esto, es indudable que se impone un nuevo conocimiento, referido
con preferencia al texto, y unas interpretaciones más conformes con el texto de
la Poética aristotélica por los comentaristas italianos del Quinientos.
El primero de los comentarios mayores a la Poética, que abre una amplia
serie, es el que hace el profesor del Estudio de Pisa Francisais Robortellus
(Francesco Robortello [1516-1567]), In librum Aristotelis de Arte Poetica Ex­
plicationes (1548), publicado en Florencia en 1583. Es la traducción latina de la
Poética comentada y anotada ampliamente pasaje por pasaje; sobre lo que dice
Aristóteles, Robortello establece leyes generales que regulan las obras de arte
de la Antigüedad y formula algunas que deben presidir las obras de los poetas
modernos.
Robortello argumenta críticamente con una orientación que en principio no
es normativa ni didáctica, sino más bien filosófica y hedonística, pero sienta
las bases para una actitud moralista que dominará en los comentarios de la
Contrarreforma.
Entre los temas que analiza está el objeto de la poesía: la poesía se vale de
ficciones, de imaginaciones, de fábulas; no tiene una finalidad moral, aunque
puede tenerla accidentalmente; su finalidad consiste en producir deleite. Res­
pecto a esto resultan muy interesantes las teorías de Robortello sobre la trage­
dia: ésta se basa en la representación vigorosa de las pasiones, de las buenas y
de las malas con todas sus consecuencias; los personajes buenos y malos son
mostrados en todo su dramatismo y a veces el carácter más inicuo resulta ser
el mejor literariamente considerado. Y en este punto se roza el problema de la
valoración moral del arte: el espectador de la tragedia parece arrastrado a con­
Poética clasicista en Italia 245

sentir todo lo que ve en el conjunto verosímil de la fábula; éste es un punto en


el que Aristóteles puede ser mal interpretado y se hace necesario depurar su
concepto de catarsis cuando afirma que «por medio de la piedad y el terror li­
bera al alma de semejantes sentimientos». Efectivamente esta afirmación será
discutidísima en el Renacimiento porque con ella se hizo bandera en la Con­
trarreforma. El conocimiento de un suceso cruel llena de tal modo el ánimo de
espanto y horror, que lo deja inmune. El sentimiento moral que se deriva de
esta actitud, sin duda ascética, hace que el espectador se libere de la adhesión
que puede suscitar la fábula por su coherencia dramática.
Robortello, que tradujo además el Ars poetica de Horacio y De Sublime del
Pseudo Longino, añade a su obra algunos comentarios a Horacio y reflexiona tam­
bién sobre la sátira, el epigrama, la comedia, los chistes, la agudeza y la elegía.
Este primer comentario a las poéticas suscitó inmediatamente gran interés,
y Bernardo Segni, quien consideraba que la Poética había sido tan aclarada
por Robortello que ya no tenía ninguna oscuridad, tradujo al toscano en 1549
la Retórica y la Poètica, parafraseándolas ampliamente, así como el comenta­
rio de Robortello.
Dos años más tarde del primer comentario, publican otro Yicentius Madius
(Vincenzo Maggi) y Bartholomaeus Lombardus (Bartolomeo Lombardo), In
Aristotelis librum de poetica communes explanationes (Venecia, 1550), que
constituye la estética de la Contrarreforma, pues dan una interpretación estric­
tamente católica de la Poética. El análisis del concepto de catarsis resulta un
tanto sutil y desviado, pues supone un olvido de las ideas humanistas y una
vuelta a las valoraciones moralistas medievales.
Seguirán otros comentarios en el mismo siglo, como el de Petrus Victorius
(Pier Vettori) en 1560, el de Antonius Riccobonus (Antonio Riccobono) en
1582, todos ellos en latín; en lengua vulgar se escriben el de Ludovico Castel-
vetro (1570) y el de Alessandro Piccolomini (1575), etc. Cuatro de los latinos
(Robortellus, Maddius, Victorius y Riccobonus), además de los comentarios
generales, añaden pequeños tratados independientes sobre temas de poética:
destacan los de Robortello sobre la comedia (De Comoedia), o el de Maggi
sobre lo cómico (De Ridiculis).
En la primera mitad del siglo los conceptos desarrollados en la Poética
apenas aparecen en los tratados de teoría literaria y cuando asoman lo hacen
en concurrencia con ideas ciceronianas o de Hermogenes; a partir del comen­
tario de Robortello, la doctrina aristotélica prevalecerá sobre todas las demás
en las artes poéticas que proliferan en la segunda mitad del siglo xvi y se con­
vertirá en la referencia de autoridad reconocida por todos. Y para algunos no
sólo es la autoridad indiscutida en las investigaciones, sino que da también
prestigio a las creaciones literarias que se adapten a sus normas, porque cual­
quier obra que pueda ser explicada mediante los criterios aristotélicos, o de­
ducidos de su texto, adquiere un marchamo de calidad indiscutible.
246 Poéticas clasicistas y neoclásicas

La nueva estética será formulada por Antonio Sebastiano Mintumo,


obispo de Ugento, en L ’arte poetica del Sig. Antonio Mintumo, nella quale
si contengono i precetti Heroici, Tragici, Comici, Satirici, e d ogni altra
poesia: con la dottrina de’ sonetti, canzoni, et ogni sorte di Rime Thoscane,
dove s ’insegna il modo che tenne il Petrarca nelle sue opere. Et si dichiara
a ’ suoi luoghi tutto quel, che da Aristotele, Horatio, et altri autori Greci e
Latini, é stato scritto por ammaestramento di Poeti (1564). El largo título da
cuenta de las fuentes que utiliza Mintumo y de la síntesis que propone de la
doctrina y literatura clásica y la nueva en romance toscano. En esta obra, se­
gún expondremos, se fija por primera vez el esquema de los tres géneros li­
terarios (dramática, épica y lírica), tal como luego lo consagrarán los filóso­
fos del romanticismo alemán.
L ’arte poetica representa el abandono de las posiciones platónicas y cice­
ronianas que Mintumo había mantenido en una obra anterior, De Poeta (1559),
y la orientación hacia el aristotelismo que sigue a partir del Concilio de Tren­
to, en el que había participado.
L ’arte poetica, a la que algunos citan como Poética toscana porque los
Ragionamenti, o diálogos, empiezan siempre con el encabezamiento «della
poetica thoscana del S. Mintumo...», se inicia con detalladísimos indices
(«Tavola dei capi, che si trattano in ciascun libro» / «Tavola de gli auttori e
scrittori, allegati, dichiarati, ripresi, o altramente nominati in questa poetica» /
«Tavola delle cose memorabili, contenute nei cuattro libri della Poetica thos­
cana», nada menos que 48 páginas), está compuesta por cuatro libros, o
«ragionamenti» entre el autor y Vespasiano Gonzaga, Angelo Constanzo, Ber­
nardino Rota y Ferrante Carafa, en los que se explica lo que se tratará y cómo,
se discuten las diversas maneras de poesía, épica, escénica y mélica, o lírica; la
imitación y sus modos y la poesía épica con sus variantes, sus partes y sus te­
mas (I); la poesía escénica y su historia, su nacimiento en Grecia y sus formas
(II); la poesía mélica o lírica cuyo origen está en agradecer a los dioses sus
dones (III), con conceptos tomados de Aristóteles, de Horacio y otros autores
clásicos. El último ragionamento analiza el discurso, y tiene carácter lin­
güístico y retórico (elocución).
La obra está dedicada a la Academia Laria de la ciudad de Como, y en su
dedicatoria declara que la Poesía es reina de todas las ciencias, y ademas su
madre, porque todas derivan de ella: «es cosa divina» y debería ser explicada
como las cosas divinas, según el autor escribió ya en latín en el primer libro de
su obra El Poeta. El fin de la poesía es servir de recreación y descanso a los
ánimos cansados de la milicia, y de hecho la Poética recoge las conversacio­
nes que Vespasiano Gonzaga y otros militares, nobilísimos amigos de las Mu­
sas, sostuvieron con Mintumo, en el año 1557, al terminar la guerra entre Pa­
blo IV y el duque de Alba, y al volver a Nápoles, a casa de la princesa Isabel
Colonna, madre de Vespasiano.
Poètica clasicista en Italia 247
A pesar de su forma de diálogos, el texto expone las teorías bastante siste­
máticamente y con abundantes ejemplos de poetas clásicos e italianos; dedica
cada uno de los tres primeros libros a los tres géneros. A preguntas concretas
de Vespasiano Gonzaga en el primer libro quedan claras las ideas. La poesía
es imitación y en ella han de considerarse tres cosas: qué se imita, con qué y
de qué modo. Las cosas que imitamos son las costumbres, los afectos y los he­
chos de las personas (mejores, medianos y peores); hay tres formas generales
de poesía: «l’ima si chiama Epica, l’altra Scenica, la terza Melica, o Lyrica che
dir vi piaccia» (I, 3); defiende que el poeta al dibujar a sus personajes no se
propone un fin moral, sino que da ejemplos de vicios y virtudes y ofrece la
posibilidad de aprender de un modo deleitable. Reconoce en Aristóteles la
autoridad más alta en la estética de la Contrarreforma católica. Todo ello que­
da expuesto con argumentos que el diálogo, de tipo platónico, divide en dos
partes: el interlocutor, con función fática, pregunta, y Mintumo explica a me­
dida que contesta.
Una mayor sistematización de las doctrinas literarias italianas se encuentra
en la Poetica (Poetices libri septem), de Giulio Cesare Scaligero, publicada en
1561 y reimpresa varias veces. Es una obra caracterizada por un acusado tono
lógico, que Vico criticará, pero que la convierte en la poética preferida por los
neoclásicos franceses, dadas las circunstancias culturales de la sociedad gala,
pues implica dar la primacía de la razón frente a la fantasía o la inspiración.
La obra está dividida en siete libros: el primero, «Historicus», examina el
origen y formas de los poemas y trata de delimitar la poesía frente a la historia
y a la ciencia; el tema aristotélico de distinguir la poesía de la historia tiene en
Escalígero una nueva formulación, en la que el historiador representa las cosas
como son, el poeta representa las cosas que son y también las que no son co­
mo si fuesen: es ima especie de dios que transfigura las cosas; el poeta, como
creador e imitador, enseña y deleita; poesía no quiere decir fingir (narrar he­
chos ficticios e imaginarios), sino hacer.
El segundo libro, «Hyle», trata de la materia de la poesía, de los versos, de
sus elementos o pies, de los metros, de los ritmos. El tercero, «Idea», examina
los temas del poema y sus figuras retóricas. El cuarto libro, «Parasceve», trata
de los caracteres y de la expresión. Los tres últimos tienen carácter histórico y
crítico y aplican los conceptos de los libros anteriores: así, el quinto, «Criti­
cus» compara a Homero con Virgilio y da la superioridad a éste; el sexto,
«Hipercriticus», hace una historia de la poesía latina, y finalmente el séptimo,
«Epinomis», vuelve a los conceptos generales y da algunas normas sobre la
tragedia.
El último de los comentarios del Cinquecento es la Poetica d ’Aristotele
vulgarizzata e sposta (1570), de Ludovico Castelvetro. Se trata de un comen­
tario muy sutil en el que reconoce los méritos de Aristóteles, pero no se limita
a exponerlos. Uno de los temas más debatidos, como vamos comprobando, el
2 48 Poéticas clasicistas y neoclásicas

de las relaciones poesía-historia, planteado en el capítulo IX de la Poética


aristotélica, es el de la necesidad y la verosimilitud, de la historia y la poesía.
Castelvetro señala que la diferencia entre una y otra no estriba en que una se
exprese en prosa y la otra en verso, sino en que la primera narra cosas sucedi­
das y la segunda las que podrían suceder; la historia desciende a los detalles, la
poesía es más generalizante, más universal; si hay estas diferencias entre his­
toria y poesía, lógicamente el oficio de historiador ha de ser diferente del de
poeta. Mientras la historia narra cosas, la poesía se ocupa solamente de la ve­
rosimilitud. El poeta necesita ima mayor agudeza y mayor ingenio porque no
se limita a observar, debe buscar la verosimilitud de lo que cuenta, mientras
que el historiador dice lo que encuentra hecho en la realidad. Lo ideal en poe­
sía consiste en desvincularse de lo particular y mantener la concreción sin de­
rivar hacia el concepto. La imitación de lo verosímil es intermedia entre el he­
cho real que transcribe el historiador y los conceptos universales que maneja
la filosofía.
La finalidad de la poesía, según Castelvetro, es deleitar y facilitar a las
gentes toscas un modo de elevarse a los conceptos. Con esta idea parece desta­
car el carácter no racional de lo universal poético.
Sobre la acción dramática formula Castelvetro la teoría de las unidades de
tiempo y de lugar, que serán consideradas a partir de ahora como las leyes del
drama. Las razones para mantener esta tesis derivan de la verosimilitud:
puesto que la acción de la tragedia se desenvuelve realmente ante los ojos del
público, en un tiempo breve y en el espacio reducido de un escenario, los he­
chos, para que resulten verosímiles, deben atenerse al ámbito y al tiempo en
que se representan. Toda la «mutación trágica» ha de suceder en un día y en
un lugar.
El comentario de Castelvetro no es una paráfrasis de la Poética, es una in­
terpretación crítica; a finales del siglo se escribirán poéticas que más que co­
mentar o criticar los conceptos, intentan superar el texto aristotélico o recha­
zarlo: la de Navaggiero, la de Fracastoro, la Poetica secondo i propri principi,
de Tomasso Campanella, o la de Francesco Patrizzi.
Francesco Patrizzi (1529-1597) estudió en Padua con el averroísta Lá­
zaro Buonamico con quien discutía declarándose furibundo antiaristotélico.
Sü Poetica, publicada en 1586, es una especie de tratado minucioso de
problemas poéticos, a propósito de los cuales juzga las opiniones de Aristó­
teles falsas y dañosas para el buen gusto de los poetas y de los lectores,
contrarias a la doctrina de la Iglesia, y además con muchos errores y con­
tradicciones... Y es que Aristóteles expone sus teorías, según Patrizzi, a
partir del examen de muy pocas obras y les da carácter general, y luego sus
comentaristas elevan esas opiniones tan parciales a la categoría de leyes
generales. Inspirado en principios platónicos, Patrizzi rechaza el concepto
aristotélico de mimesis: la poesía no es imitación, es efecto de un entu­
Poética clasicista en Italia 249
siasmo creador que se expresa en formas perfectas que se han ido constru­
yendo tradicionalmente.
La misma orientación sigue Tomasso Campanella (1568-1639), quien con­
sidera a la filosofía aristotélica como pura sofística que lleva a los jóvenes al
conocimiento de las cosas por un camino torcido y largo: «largam per viam, et
non rectam, ad rerum notitiam producere adolescentulos», y además todos los
errores provienen del aristotelismo. Escribe en italiano su Poética (1596); luego
rechaza esa primera redacción, la refunde en De rethorica poetica et dialectica
(1606-1611) y finalmente edita en París una versión definitiva, Poeticorum li­
ber unus iuxta propria principia. La obra tiene diez capítulos dedicados a di­
versos problemas suscitados por los comentaristas de Aristóteles. Para Cam­
panella el arte debe enseñar lo bueno y lo bello, a través de los temas que
trata y también mediante la forma que se les da, pues el ritmo tiene sin duda
un valor didáctico. La poética está estrechamente ligada a la retórica: «la
poética es como una retórica casi mágica y figurada», y el placer que se de­
riva no es su finalidad, sino algo añadido. En cuanto a la mimesis opina
Campanella que no es específica de la poesía, sino de todas las artes huma­
nas: «todo es imitación de la naturaleza, y la naturaleza es el arte de Dios
inmanente en las cosas».

Conocidas, y casi sacralizadas las ideas de la Poética, aunque a veces con


la presencia directa o indirecta del platonismo, se aceptan con devoción o se
rechazan con pasión. Ya no se discute el lugar que corresponde a la poética en
el panorama general de las ciencias o la consideración ética de la literatura,
que son visiones de conjunto, interesantes para la Edad Media, se debate sobre
conceptos que no habían alcanzado ningún relieve en el comentario de Ave-
rroes: la mimesis, la catarsis, la fábula, los géneros literarios, etc. La mayoría
de tales temas se plantean con ocasión de los desajustes que la nueva creación
literaria en las lenguas vernáculas ofrece al ser analizada desde la perspectiva
teórica de Aristóteles. Por otra parte, la cultura italiana del Renacimiento, que
enlaza con la cultura clásica, no presentaba problemas de compatibilidad de
los géneros en la misma forma en que se plantearon respecto a la cultura ára­
be, y podían ser entendidos los conceptos literarios de modo adecuado: en Ita­
lia hay teatro y éste es de origen latino, y en último término, griego. Por tanto,
aquellas correspondencias de la tragedia con la poesía laudatoria y de la co­
media con la poesía de vituperatio, que formula Averroes, no se suscitan nun­
ca en los comentarios del Renacimiento italiano a la Poética de Aristóteles.
Se ha interpretado como un neoaristotelismo el intento de explicar con
teorías de la Poética obras nuevas, como el Decamerón de Boccaccio, las Ri­
mas de Petrarca, la Comedia de Dante, es decir, unas creaciones literarias que,
o no tienen correspondencia en la literatura griega, o no encajan en los esque­
mas desarrollados en la teoría aristotélica. En principio, los comentarios se ha­
250 Poéticas clasicistas y neoclásicas

cen para justificar, y sobre todo para dignificar, las obras nuevas, situándolas
en géneros reconocidos, o en géneros nuevos que pudiesen encajar en esque­
mas deducidos a partir de los que diseña la Poética.
Desde esta perspectiva de neoaristotelismo directo se plantean cuestiones
como el de los «géneros omitidos», el llamado «cuarto género», a propósito del
Decamerón, y no precisamente cuando se publica esta obra (1351), sino dos si­
glos más tarde, cuando se censura después del Concilio de Trento (1545-1563) y
cuando ya se conoce la edición aldina de la Poética y probablemente los comen­
tarios de Robortello. Recordamos aquí precisamente que hemos destacado la im­
portancia que tienen en el desarrollo de las teorías literarias las circunstancias
pragmáticas: los temas y la reflexión sobre las obras nuevas no se inician cuando
la teoría, desde su ámbito, parece que debiera sistemáticamente plantearlas, o
cuando aparecen las obras nuevas, sino cuando las circunstancias sociales, polí­
ticas, culturales en general, las sitúan en un primer plano.
El Decamerón, leído durante dos siglos sin mayores problemas, plantea
después del Concilio tridentino la necesidad de encajarlo en un esquema que
lo justifique como un género noble («mayor») en el conjunto de los géneros
reconocidos por teoría literaria aristotélica. Se confía en que si esta obra puede
encajarse en los esquemas aristotélicos, bien en forma directa, bien en un es­
quema deducido de aquéllos, alcanzará la dignidad literaria suficiente para que
«le cose d’amore» y los temas risibles que son su materia, tratada quizá con li­
gereza en referencia a los clérigos, sean tolerados y dignificados como
«literatura» en un género mayor.
Pero no eran solamente los géneros nuevos los que originaban problemas
de ampliación de los esquemas, las obras escritas en la línea de otras clásicas,
presentaban estructuras diferentes y exigían unos cánones normativos adecua­
dos. Por ejemplo, las nuevas tragedias que se escriben y que no responden a
las formas y contenidos de la tragedia clásica griega, obligan a señalar el ser y
el deber ser de la tragedia, según el canon diseñado por Aristóteles; y en rela­
ción a esto aparecerá la cuestión del enfoque preceptivo de la poética, por
ejemplo en el tema de la ley de «las tres unidades» y en general el de las nor­
mas que deben presidir la creación literaria. Los temas literarios cobran relieve
cuando inciden sobre situaciones o cuestiones que socialmente comportan
compromiso y debate.
Vamos a plantear sistemáticamente, dentro de lo posible, estos temas y
vamos a comprobar qué interpretaciones les dieron los diferentes tratadistas, y
vamos a empezar precisamente con el problema de los géneros literarios: los
géneros tratados y los «géneros omitidos» en la Poética, centrándolo en las
discusiones sobre las «novelle» y el Decamerón, y el problema de los géneros
anunciados, pero no estudiados, al menos no conservados en el texto conocido
de la Poética, la «comedia», y revisaremos los comentarios de Terencio y la
tradición teórica donatiana sobre tal género o especie.
Poética clasicista en Italia 251

6 . LOS GÉNEROS LITERARIOS

El problema de los géneros literarios se suscita en el Renacimiento a partir


de las doctrinas aristotélicas y por referencia a los pasajes de la Poética que
aluden a ellos. Se habla de «géneros tratados», «géneros anunciados» y «géne­
ros omitidos».
En el siglo xvi el término «género» se refiere a los tipos de discurso, gene­
ra oratoria, y también al estilo del texto, genera dicendi, y lo que hoy deno­
minamos «género literario» se denominaba entonces «especie» (Vega, 1993).
Hecha esta advertencia, utilizaremos el término género en el sentido que hoy
tiene, es decir, para referimos a lo que las poéticas del Cinquecento llaman es­
pecies literarias.
García Berrio y Hernández Fernández señalan con toda claridad que en
etapas anteriores al Renacimiento «la clasificación de los géneros había discu­
rrido por un camino que pasaba a veces por la división retórica de los estilos
— alto, medio, bajo— y en otros por la distinción de los modos verbales de la
enunciación — exegemático, dramático y mixto—» (1988: 121; y García Be­
rrio y Huerta Calvo, 1995: 24, 25). No vamos a tratar el tema de los géneros
en su origen ni en su desarrollo histórico, ni vamos a dilucidar los criterios que
originan cada una de las propuestas que fueron aceptadas a lo largo de los si­
glos, sólo nos referiremos a las interpretaciones del Renacimiento que tienen
como fuente la Poética de Aristóteles.
Aristóteles considera los géneros en un esquema de tres elementos: la tra­
gedia, la comedia y la épica. Los tres coinciden en el medio que utilizan, que
es la palabra, y tienen el mismo principio generador, que es el propio del arte:
la imitación o mimesis; a partir de estas dos coincidencias en lo general, que
justifican los tres géneros como arte (mimesis) y como arte literario (mimesis
con la palabra), hay criterios de correspondencia y de oposición entre los tres,
llamados «géneros perfectos», que les dan especificidad:
1) por el objeto de imitación: la tragedia y la épica imitan la conducta de los
hombres mejores / la comedia imita los caracteres peores,
2) por el modo de imitación: la tragedia y la comedia siguen el modo dramáti­
co, es decir, reproducen acciones / la épica sigue el modo narrativo, es
decir, cuenta acciones.

Esquematizando formalmente estos criterios de oposición y de coinciden­


cia, se origina un cuadro donde una de las casillas permanece libre, la que co­
rresponde al modo narrativo que imita a los peores:
252 Poéticas clasicistas y neoclásicas

mejores peores

dramático tragedia comedia

narrativo épica —

Este esquema de tres géneros diferenciados por el modo (dramático: tra­


gedia y comedia, y narrativo: épica) deja fuera un modo: el lírico, que se omi­
te, y también un correlato de la comedia en el narrativo, que se oponga a la
épica como la comedia a la tragedia, es decir, por la materia de la imitación
(los mejores: tragedia y épica; los peores: comedia como modo dramático, y
un género omitido que tuviese como materia a los peores y como modo el na­
rrativo). El esquema aristotélico tiene casillas vacías, atendiendo a los criterios
de oposición e implica en sí mismo géneros omitidos, como modos de expre­
sión, en correlato con el épico y el dramático.
En el gráfico se objetiva bien la falta de un género narrativo que imite a los
peores; faltaría la «novella», que daría la perfección a un esquema cerrado de
cuatro casillas y dos criterios de oposición. El modelo clásico del género omi­
tido sería el Margites, el poema perdido, atribuido a Homero, del que dice
Aristóteles: «el Margites tiene analogía, con la comedia, como la Ilíada y la
Odisea con las tragedias».
En síntesis, la Poética, que se considera una teoría literaria, ofrece un sis­
tema de tres géneros (tragedia, comedia, épica), trata dos (tragedia y épica), y
sólo analiza autónomamente uno (tragedia) (Vega, 1993). Hay géneros trata­
dos, anunciados y omitidos.
La investigación literaria del siglo xvi en Italia tendrá un objetivo claro:
completar la poética con la teoría de la comedia, perdida, y completar el es­
quema con la determinación de una cuarta forma, la novella-, esto por lo que se
refiere a la perfección del esquema aristotélico en sí mismo, pero además hay
otro ámbito de discusión, de investigación y de análisis que se orienta a com­
pletar el esquema de los llamados «géneros naturales», con la lírica.
Atrás quedaban otras teorías de tipo temario basadas en otros criterios: la
que identifica los géneros literarios con la doctrina de los estilos: alto, medio y
bajo, formulada por Teofrasto y recogida por la Rhetorica ad Herennium, por
Cicerón y por Horacio; o la que identifica los géneros por el modo de imita­
ción, que recoge Diomedes y traspasa el Medievo con Isidoro de Sevilla, Beda
y Jean de Garlande.
Algunos comentaristas (Denores, en su Poética, 1586) explican el esque­
ma aristotélico, en sus contenidos y en sus omisiones, por criterios éticos y
políticos: Aristóteles no se propuso en su Poética hacer ima teoría completa de
Poética clasicista en Italia 253
la literatura, sino que explicó a su discípulo Alejandro Magno aquellos géne­
ros que son de utilidad pública y ofrecen a la sociedad un servicio evidente: la
exaltación de unos valores tradicionales, que realiza la épica, y la canalización
de las pasiones humanas mediante un ejercicio de catarsis general, como es el
caso de la tragedia, que tiene la capacidad de educar a los ciudadanos en las
pasiones.
Así pues, en la segunda mitad del siglo xvi, como temas casi obligados en
tomo a los géneros literarios, en los comentarios a la Poética y también con
ocasión de justificar obras nuevas en lengua toscana, principalmente el Can­
cionero de Petrarca y el Decameron de Boccaccio, surgen dos teorías: la teo­
ría de la lirica como tercer género natural, que se insinuará en Robortello, en
su pequeño tratado sobre el epigrama (1548) donde alude a la omisión de la
lírica en el esquema aristotélico, y se completará e n l 5 5 9 y l 5 6 4 con los trata­
dos de poética de Mintumo; y la teoría del género épico que trata de los peo­
res, que se planteará en tomo a la justificación del género que corresponde a
las «novelle» del Decameroney será desarrollado en La lezione, de Bonciani.
Mintumo en su obra De Poeta relaciona los géneros con los tres modos de
imitación, en su Arte poetica, según hemos comprobado, se manifiesta muy
claro y decidido por el esquema de tres géneros, a los que denomina, trágico,
épico y mélico, o lírico, «según queráis»; L ’arte poetica se decide por los tres
géneros hasta el punto de que dedica a cada uno de ellos un libro: el primero a
la épica, el segundo a la poesía escénica (con la trágica, la cómica y la satírica;
paralelas a los tres tipos de escenografía), y el tercero a la mélica (cuyas va­
riantes son la lírica, la ditiràmbica y la nómica); el cuarto libro tiene carácter
lingüístico y retórico, como ya hemos visto más arriba. La formulación tri­
partita es aceptada y divulgada por otros autores, y será la que se considera
definitiva sobre los géneros que se han llamado «naturales», que tienen su
apoyo en el modo en que la persona del poeta se involucra en el discurso:
Tre sono i modi della poetica imitatione: Tuno de’quali si fa semplicemente
narrando; l’altro propriamente imitando; il terzo dell’uno eTaltro é composto. Per­
che narrar ueramente si dice il poeta, quando ritiene la sua persona, ne in altrui si
trasfigura; il che fa le più uolte il Melico, sicome il Petrarca nelle canzoni, e ne’
sonetti. Ma propriamenté si dice imitare, chi deponendo la sua persona, se ueste
delTaltrui, si come fa il Comico, e il Tragico poeta: il qual mai non parla, ma in­
troduce altrui per tutto il Poema a parlare [...]. Il terzo modo si uede nell’ Epico il
qual’ hor parlando ritiene la sua persona, il che fi sempre nell principio dell’opera,
si come il Petrarca: N e l tem po ch e rin n ou aba i m ie i sospiri, e Dante: N e l m ezzo
d e l cam in d i n o stra uita. Hor depone la sua persona, e fa parlar altrui. Qual’é
quando il Petrarca induce à parlar secoM. Laura, e cominciare:
R ic o n o sc i c o le i: ch e p r im a to r se
i p a s s i tu o i d a l p u b lic o u iaggio...
(Mintumo, 1564 /1971: 6).
254 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Pero además estará el problema de los géneros no tratados en la Poética,


aunque no hayan sido omitidos en el esquema. Es el caso de la comedia, cuya
teoría se articulará en el Renacimiento a partir de los comentarios a Terencio,
hechos por Proclo y Donato.
Los temas se plantearán como exposiciones y discusiones principalmente
en la Academia deggli Alterati, fundada en 1529, en Florencia. Los académi­
cos eligen un tema, que a veces discutían todo un año, o encargan a uno de sus
miembros que exponga un problema concreto. El diario de la Academia nos da
noticia de los temas y oradores: la Poética de Aristóteles se discutió durante
todo un año e intervinieron varios ponentes; se expuso una teoría de lo risible
(De ridiculis, Maggi), del diálogo (De eloquentia dialogus, Conti), de la co­
media (De comoedia libellus, Fausto), etc.

7. E l c u a r t o g é n e r o e n e l e sq u e m a a r is t o t é l ic o :

TEORÍA DE LA «NOVELLA»

En relación, pues, con el esquema de los géneros literarios, y a propósito


de una situación pragmática suscitada en tomo al Decameron, va a estructurar­
se la teoría de un cuarto género, o teoría de las «novelle».
El hecho de que un género estuviese tratado en la Poética era suficiente
para considerarlo noble, e incluso para justificarlo éticamente; pero si no había
sido tenido en cuenta por Aristóteles, era, cuando menos, sospechoso. El arte
dignifica los temas y por arte literario se entienden los géneros que la Poética
había analizado o, al menos, anunciado.
Es muy posible que las reiteradas ocasiones en que los autores piden
disculpas en los prólogos de sus obras por haberlas escrito, cuando no esta­
ban previstas en su género y formas en la Poética, se deba precisamente a
este prejuicio: el autor de La cárcel de amor (Sevilla, 1492), justifica su
obra diciendo que le han pedido que la escriba, y que su relato puede resul­
tar ejemplar para las conductas de los hombres; poco después, el anónimo
autor de La Celestina hará otro tanto en el prólogo, y antes lo había hecho la
Disciplina clericalis, etc.; todos parecen entender que escribir obras litera­
rias podía considerarse un mero entretenimiento y una pérdida de tiempo, y
que había que disculparse y justificar un fin didáctico y ejemplar. Si a esto
añadimos que la teoría aristotélica había dignificado las obras de los géneros
que consideraba literarios, porque les había encontrado una finalidad social
y ética (proponer modelos de conducta, templar los ánimos y purgar las pa­
siones), se comprende el afán de buscar para las obras nuevas un sitio ade­
cuado en ese esquema aristotélico que debería ampliarse y perfeccionarse, es
decir, cerrarse armoniosamente con todos los correlatos teóricamente posi-
255
Poética clasicista en Italia
bles, que van apareciendo bajo formas nuevas, en la creación literaria de las
lenguas románicas.
La teoría narratológica se inicia, pues, en la segunda mitad del siglo xvi,
en un ambiente teórico de neoaristotelismo y con ocasión de la censura del
Decamerón; y también conviene apuntar y tener en cuenta que se desarrolla en
un clima social y político de rivalidad entre las ciudades de Florencia y Roma,
lo que explica los términos en que se lleva a cabo.
El Decamerón fue considerado desde su aparición como una obra maestra
del discurso: su mérito lingüístico no se discutió nunca; éste es el aspecto que
puede presentar problemas de índole retórica, y en todo caso filológica. Pero
Boccaccio no es sólo maestro de la lengua, capaz de articular un discurso lite­
rario bello, es también un altísimo poeta, y como tal se reconoce que está do­
tado de una facultad imaginativa y de creación que se realiza y se manifiesta
en su obra en la invención, disposición y composición de las fábulas que narra.
Su Decamerón puede ser considerado paradigma de «novella», como Edipo
Rey lo es de tragedia, o la Eneida lo es de poema épico. Conviene recordar que
en el Quatrocento se mantiene que el placer estético procede sobre todo de las
palabras (verba), del ritmo, de la armonía, mientras que en el Cinquecento, al
incorporarse a la teoría literaria la Poética de Aristóteles, se advierte la posi­
bilidad de que el placer estético provenga de todos los estratos que componen
la obra literaria, incluida la materia tratada (res).
Precisamente será todo el conjunto literario, no sólo las palabras y su rit­
mo, lo que analizará F. Bonciani en la Lezione sopra il comporre delle novel­
le. Es conveniente, pues, destacar la novedad del enfoque y su relación con las
circunstancias pragmáticas, para explicar una teoría que probablemente no se
hubiese planteado ni desarrollado, en la forma en que lo hizo, en términos de
estricta teoría literaria. Mientras las poéticas de orientación retoricista se dedi­
can con preferencia a temas estilísticos (elocutio), la Poética de Aristóteles se
centraba en los conceptos referentes a las partes cualitativas o cuantitativas de
la tragedia, a los problemas de la verdad y la verosimilitud, a los procesos ge­
neradores del arte (mimesis), a las normas estructurales que rigen la combina­
ción de las partes cuantitativas, y a las normas funcionales que dan armonía y
espacio precisos a las partes cualitativas de la tragedia y también atienden a la
finalidad de la obra literaria (catarsis). Y éstos serán justamente los temas que
debatirán los comentaristas y tratadistas neoaristotélicos del Cinquecento.
Cuando afirmamos que el Decamerón suscita problemas sobre sus temas
después del Concilio de Trento en unas circunstancias pragmáticas concretas,
hay que añadir que la misma teoría literaria del Quatrocento no estaba en dis­
posición de valorar la materia literaria, sino sólo el estilo, la expresión verbal.
Veamos las circunstancias pragmáticas que se suman a las nuevas teorías lite­
rarias sobre el origen del placer estético y la valoración de los elementos y es­
tratos de la obra literaria.
256 Poéticas clasicistas y neoclásicas

En el año de 1559 se publica en Roma el primer índice de libros prohibi­


dos (con antecedentes en las listas de libros vitandos de 1543 de la Sorbona y
de 1546 de Lovaina). Cinco años después, en 1564, el Concilio de Trento ela­
bora el Index Librorum Prohibitorum, cuya norma VII condena las obras qui
res lascivas, seu obscoenas, ex profeso tractant, narrant aut docent; se excep­
túan de la prohibición las obras de los clásicos paganos por razones de ele­
gancia y arte, siempre que no se den como lectura a los niños.
El Decamerón aparece como prohibido en el índice de Roma y en el de
Trento y no tanto por las res lascivae, como por atribuirlas a los clérigos y por
la falta de respeto a los temas religiosos. En España lo incluye también en el
índice el inquisidor Femando de Valdés. El Decamerón debía publicarse su­
primiendo aquellas partes, frases o léxico que fuesen inconvenientes desde ese
punto de vista de respeto a la Iglesia, es decir, debía ser censurado.
Planteadas así las cosas, el Gran Duca de Florencia y las academias flo­
rentinas reclamaron a Roma la máxima cautela, por razones de política lin­
güística, ya que el habla toscana se había fijado bien y elegantemente en la
obra de Boccaccio. Roma en nombre de una ética positiva y Florencia en
nombre de su propia cultura lingüística centran su enfrentamiento en el Deca­
merón. Se consiguió que pudiesen hacerse ediciones con cambios mínimos: la
censura se limitaba a quitar aquellas expresiones que podían causar escándalo
al presentar como demasiado lujuriosos a los sacerdotes, abades, monjes,
monjas, obispos, vicarios, etc., y para ello, bastaba sustituir en «le cose
d’amore» (que no escandalizaban a nadie) los sujetos eclesiásticos por hom­
bres y mujeres laicos. Las razones de la censura eran debidas a que probable­
mente después de la Reforma protestante, el Decamerón se leía de forma dife­
rente a como se había leído hasta entonces. Todas las jocosas historias de
amor, que en ocasiones se referían a sujetos eclesiásticos simplemente para
darles mayor picardía — y la prueba es que la Iglesia no había dicho nada
hasta entonces—, después de las alegaciones de los luteranos contra el mona­
cato y la institución del matrimonio de los clérigos, parecían confirmar la acu­
sación protestante de lujuria incontrolada de los clérigos romanos y se conver­
tía en un alegato contra la doctrina pontificia. El texto revisado del
Decamerón, de 1573, explica en el prefacio de Vincenzo Borghini qué co­
rrecciones concretas se hicieron y las razones por las que se hicieron, y lo
cierto es que no eran demasiadas.
Las teorías narrativas se iniciaron de esta forma y en estas circunstancias
precisas en la segunda mitad del siglo xvi, y tratan de justificar el Decamerón
como obra de arte literario y ponerlo en línea y parangón con los géneros ana­
lizados o aludidos por la Poética de Aristóteles. Veamos en qué términos teó­
ricos se desarrolla la discusión y cómo se inicia una narratología, que asu­
miendo posteriormente las teorías retóricas Sobre el discurso del relato y
acerca de la composición y disposición de los motivos, pasará a través de la
Poética clasicista en Italia 257
escuela morfológica alemana a los formalistas rusos y será la base de la narra-
tología moderna.
El primer problema que se suscita es el del género de las novelle, pues no
estaba previsto en la Poética, y es necesario determinar a cuál de los conoci­
dos pertenece, o ver si es uno nuevo. Se formulan las tres tesis posibles: 1) la
novella es una variante del género épico; 2) la novella es un género autónomo,
mayor y perfecto, cuarto género, en línea con la comedia, la tragedia y la épi­
ca, y 3) la novella es un género mixto, con elementos tomados de otros géne­
ros.
La primera tesis, sostenida por Mintumo (1564), y la tercera, formulada
por Orazio Ariosto (1585), forman parte de sus teorías poéticas generales en el
conjunto de la exposición sobre los géneros; la segunda es la expuesta am­
pliamente por F. Bonciani en la Lezione, que es el único tratado directo y au­
tónomo sobre la novella.
Como ya hemos dicho más arriba, Mintumo en su Arte poetica thoscana,
formula por primera vez el esquema tripartito de los géneros, tal como después
se mantendrá hasta hoy. Define la épica, por el criterio de imitación, como el gé­
nero que no utiliza la armonía (como haría la danza), ni el ritmo (como haría la
música), sino sólo el lenguaje, y éste en verso (como el poema heroico o el bu­
cólico) o en prosa (los diálogos antiguos, las novelle de Boccaccio). El objeto de
la imitación no resulta pertinente como criterio para determinar el género, pues
la épica puede imitar a los peores (Batracomiomaquia), y a los mejores (Eneida).
La novella podría ser considerada como una variante de la épica. Mintumo así lo
afirma, y así lo tomó nuestro Cáscales.
Ariosto sitúa la novella entre los géneros mixtos. Las nuevas obras que si­
guen principios no previstos por Aristóteles, mezclan elementos propios de
otros géneros, y también mezclan los objetos de la imitación, dando lugar a
géneros nuevos, de carácter mixto. Giason Denores sigue en su Poética (1586)
esta tesis, y explica cómo el Decamerón incluye elementos de la fábula trági­
ca, épica y cómica. Las novelle boccaccianas imitan todos los objetos y accio­
nes, privadas y públicas y construyen sus fábulas siguiendo modelos aristotéli­
cos, pero mezclados.
Francesco Bonciani, canónigo de la iglesia metropolitana de Florencia,
llegó a ser arzobispo de Pisa y fue embajador extraordinario en Francia; su ac­
tividad literaria está vinculada a dos instituciones: la Academia Fiorentina, de
la que fue Cónsul en 1590, bajo el nombre de Aspro, y la Academia deggli
Alterati, de la que fue tres veces Regente. Hizo para las academias gran canti­
dad de discorsi, lezzioni e trattati sobre temas literarios y morales (Discorso
sopra le maschere; Trattato del fa r l ’orazioni funerali; Trattato sopra la lin­
gua toscana, etc.). En 1573 la Academia degli Alterati le encomendó discutir
públicamente la cuestión del género de la novella y escribe su Lezione sopra il
comporre delle novelle.
TEORÍA l it e r a r ia , II.- 9
258 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Las «lezzioni» que la Academia deggli Alterati sometía en sus dos reunio­
nes semanales a discusión no debían pasar de 21 páginas, y podían ser de dos
tipos «a maniera di comento» y «a maniera di trattato»; todas ellas tenían co­
mo referencia general los principios del neoaristotelismo, dominantes en la
época.
Era el momento del mayor debate sobre el Decamerón, pues el mismo año
de 1573 Borghini y los académicos encargados de la revisión del texto lo dan
por acabado y publican la edición censurada; precisamente Bonciani parece
haber usado esta versión, pues convierte un fray Rinaldo en Messer Rinaldo, y
a ima abadesa en una muj er...
Mantiene Bonciani que las novelle constituyen un género poético entre
los que se consideran perfectos: el trágico, el heroico y el cómico (le novelle
sono equivalenti a quella maniera di poesie que perfette son chiamate: tra­
gica, eroica e comica). Los tres géneros tienen una materia común, que son
las obras humanas. El principio generador es en todos ellos la mimesis, pero
como la imitación puede hacerse de obras diversas, de modos diversos y con
instrumentos diversos, de aquí derivan diferencias que dan lugar a los géne­
ros, pues cada uno sigue un modo específico de imitación, tiene unos de­
terminados objetos de imitación, y realiza la imitación con unos determina­
dos instrumentos.
La imitación se hace de obras humanas, cuya diversidad procede de los di­
ferentes modos de actuar; se pueden imitar los mejores y los peores de los
hombres y éste es el primero de los criterios para diferenciar los géneros. Para
imitar las acciones, buenas o malas, hay, según Aristóteles, tres instrumentos:
número, armonía y verso, y ninguno de ellos conviene a la novella, pues lo
propio de este género es la prosa, que habrá que añadir a los instrumentos se­
ñalados por Aristóteles, que pasan a ser cuatro. En cuanto a los modos, pueden
darse dos: la narración o la representación, según el que imita use su palabra,
sin cederla a otros, o bien ponga a los demás como si estuviesen haciendo las
cosas y hablando directamente.
A propósito de la prosa como instrumentó de las novelle se discurre so­
bre la posibilidad que ofrece de usarla en forma de diálogo, que sirve de
expresión a las personas en acción, tanto del género trágico como del có­
mico.
Bonciani hace un repaso histórico de las acepciones que ha tenido el tér­
mino novella a fin de conseguir la precisión necesaria: aparte de otras acep­
ciones, es equivalente entre los griegos al término mithos, y entre los romanos
al término fábula. La fábula es la parte más perfecta del poema, ya que le pro­
cura su ser y su forma (favola si prende per quella parte de ’ poemi che è la
più perfetta come quella che dà lor l ’essere et è la loro forma, 141). Pero
también se puede entender novella en relación con «cose nuove», generalmen­
te «cose sciocche e fuor di squadra».
Poética clasicista en Italia 259
Teniendo en cuenta estos dos rasgos (en prosa / cosas ridiculas), ¿cómo
puede explicarse el uso del diálogo, que es tan serio en autores como Platón?
Hay un precedente claro en la época clásica: Luciano introdujo la novedad de
usar el diálogo para temas jocosos. La autoridad de Luciano puede servir para
justificar el uso del diálogo en la prosa de las novelle.
En cuanto a su origen, pueden considerarse antecedente de las novelle las
fábulas libias, cilíceas, egipcias y chipriotas que contaban cosas de animales,
que se llamaron apólogos; y más directamente las fábulas sibaríticas y mile-
sias, que imitaban acciones humanas, generalmente lascivas y graciosas, por lo
que se denominó «hablar milesio» al lenguaje que tiene ese tono. Después de
este excurso histórico, declara Bonciani que si bien tradicionalmente estas fá­
bulas imitaban las acciones ridiculas, Boccaccio («il nostro Boccaccio») am­
plió las posibilidades de la novella imitando también acciones de los mejores.
En resumen, teniendo en cuenta las posibilidades que le proporciona la
creación literaria y las realizaciones en las lenguas nuevas, la novella puede
definirse como «imitación de una fechoría completa, según el modo ridículo,
de extensión razonable, en prosa, que por la narración suscita deleite» (diremo
che le novelle sieno imitazione d ’una intera azione cattiva secondo ‘I ridicolo,
di ragionevol grandezza, in prosa, che per la narrazione genera letizia, 145).
Destacamos también algunos otros criterios de igualdad o de oposición
entre los diferentes géneros, advertidos por Bonciani. Puesto que la tragedia
estaba destinada a la representación y los espectadores no pueden estar mucho
tiempo en el teatro, la tragedia se ve obligada a cerrar las acciones en un solo
giro del sol, y lo mismo la comedia; la novella, como la epopeya, puesto que
su modo es narrativo, puede extenderse más y resulta la fábula de este modo
más verosímil, pues no tiene que apurar los motivos en un solo día. Por otra
parte, la comedia imita aquella parte de una acción que tiene desarrollo, y el
resto lo cuenta en el prólogo, mientras que la novela cuenta la acción comple­
ta; también tiene la novella una mayor libertad para imitar toda clase de accio­
nes, mientras que la comedia no puede poner en escena cualquier cosa. Todas
estas afirmaciones las ilustra Bonciani con ejemplos tomados del Decamerón.
A partir de la página 154, la Lezione deja el tono general e histórico y to­
ma un carácter descriptivo para señalar los caracteres de la novella risible, que
tiene cuatro partes cualitativas: la fábula, los caracteres, la sentencia y la elo­
cución. Los problemas que presenta la fábula son, además de la definición, la
acción y sus orígenes; la posibilidad de ser simples o complejas; la anagnorisis
y sus variedades; la peripecia; lo maravilloso. En cuanto a las partes cuantita­
tivas, también existe una diferencia entre las cuatro partes de la tragedia
(prólogo, episodio, éxodo y coro) y las tres que tiene la novella (prólogo,
planteamiento y desarrollo: prologo, scompiglio y sviluppo).
El esquema aristotélico de análisis de la tragedia lo traslada Bonciani casi
al completo a la novella, y plantea dos cuestiones en la correspondencia con
260 Poéticas clasicistas y neoclásicas
los géneros de la Poética. Habría que distinguir dos tipos novelescos: la novel­
la grave (correspondiente a la tragedia en el objeto, pues imitaría a los mejo­
res), y la novella risible (correspondiente a la comedia en el objeto, pues imi­
taría a los peores). Por otra parte habría una distorsión en los modos, pues la
novella puede utilizar, de hecho utiliza, el diálogo, que es el modo dramático
de imitación. La novella grave y la novella que incluye diálogo vendrían a ser
transgresiones de ese cuarto género que en su ser perfecto sería una obra imi­
tación de los peores, en prosa.
El principio generador de la novella es el general del arte literario (la mi­
mesis), su finalidad es el deleite, mientras que la tragedia tiene como finalidad
la catarsis. Frente al teatro (tragedia y comedia), la novella tiene una mayor li­
bertad en el uso del tiempo, en su extensión y en sus acciones.
La definición aristotélica de comedia como «imitación de hombres inferio­
res, pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo risible, que es parte de lo
feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad y no causa dolor ni ruina...»
(cap. V de la Poética), no resultaba totalmente aceptable para los tratadistas
italianos, pero tuvo gran relevancia por ser aristotélica y uno de los pocos pa­
sajes en que la Poética trata de la comedia. La novella, como la comedia re­
cogerá «una acción mala según lo ridículo», no «según el vicio», de aquí que
resulte altamente interesante definir lo «ridículo». A este tema había dedicado
Vincenzo Maggi un tratado, De ridiculis (1550), donde trata de definir lo risi­
ble, de establecer sus causas, los tipos y las condiciones en las que suele apa­
recer.
Señala Maggi hasta tipos de lo ridículo, según se dé en el cuerpo, en el al­
ma y en las cosas no humanas; y como puede ser verdadero, fingido y ac­
cidental, combinando estos criterios pueden distinguirse, por ejemplo, la coje­
ra, la falsa cojera y la caída (turpitudo corporis: verdadera, fingida, ac­
cidental); la necedad, puede ser verdadera, fingida, o ignorancia ocasional:
fingir necedad es más ingenioso que ser necio, y provoca la risa con más faci­
lidad. Castelvetro había advertido que el Decamerón constituía un repertorio
de todas las acciones ridiculas. La teoría de Maggi y la práctica del Decame­
rón permiten a Bonciani hacer una clasificación de los engaños posibles en las
novelle.
La mayor parte de los engaños se producen por ignorancia, y todos se ge­
neran por tres causas bien determinadas: aceptar malos principios, interpretar
mal las relaciones, ignorar el azar. Utilizando estas premisas y sus posibles
combinaciones se pueden clasificar toda clase de relatos risibles y se explican
toda clase de anécdotas. Esta clasificación y explicación de las novelle es
compatible con la clasificación aristotélica de la fábula en simple y compleja,
puesto que una se refiere al tema, a los contenidos de las fábulas, y otra a su
estructura o composición. Las fábulas complejas se caracterizan por la pre­
sencia de la agnición, de peripecia o de ambas cosas.
Poética clasicista en Italia 261
El Decameron no es sólo un repertorio completo de acciones ridiculas y
engaños, es también, según encuentra Bonciani, una relación bastante comple­
ta de los tipos de anagnorisis que analiza Aristóteles respecto a la tragedia: la
que procede de los signos, la que organiza el poeta, la realizada mediante la
memoria, la que se logra mediante el silogismo, la del falso argumento del
teatro y la que procede de la constitución de las cosas. De todas ellas, menos
de la cuarta, que no entiende bien, encuentra Bonciani ejemplos en las novelle
del nostro Boccaccio. Hay que decir que a veces no parece muy claro el pro­
ceso de anagnorisis, por ejemplo el que propone para interpretar el cuento de
Andreucho de Perugia.
Más difícil le resulta encontrar ejemplos de peripecia, pues al ser ésta un
cambio de fortuna, o una distorsión entre la finalidad buscada y la alcanzada
(al estilo de Edipo rey), no suele darse en la novella; sí suele darse un rivolgi­
mento, es decir que el resultado de las acciones sea el contrario al pretendido,
del tipo del «burlador burlado».
Por otra parte, y para diferenciarse bien de la tragedia, la novella no debe
componerse de modo que un mal no merecido suscite un efecto trágico de pie­
dad, y tampoco debe exaltar el mal. El peligro de la novella estriba particular­
mente en derivar hacia la tragedia porque produzca terror a causa de que el
mal que se cuenta tenga derivaciones injustas, y suscite un sentimiento de pie­
dad en los lectores. El placer que produce la novella se inicia en el lector pre­
cisamente porque se siente superior al burlado, porque cree que tiene sabiduría
donde el burlado muestra ignorancia.
El lector de novelle debe sentirse distanciado de los hechos para no identi­
ficarse con el personaje burlado, y el mal debe ser ligero para que no suscite
compasión; por otra parte los vicios que se imitan no han de ser excesivos,
porque producirían un movimiento de rechazo y tampoco puede ponerse como
risible la virtud. Y destacamos todavía un consejo de Bonciani y que no está ni
mucho menos obsoleto: los personajes no pueden ser políticamente encumbra­
dos, porque sería inconveniente para la ciudad y peligroso para el autor; y otro
consejo de Boccaccio, que no estaría de más: cuando es necesario contar cosas
deshonestas, conviene contarlas con palabras honestas.
Maggi había dicho en su tratado que era rasgo fundamental de lo risible la
admiratio, y ésta se suprime cuando lo risible se oye tres o cuatro veces, pues
la novitas es fuente de la admirado. La novella, por tanto, deberá procurar la
sorpresa y novedad de sus fábulas.
La novella queda situada en el conjunto de los géneros perfectos, como
cuarto género, con irnos rasgos que la oponen y la identifican parcialmente con
la tragedia, la comedia y la épica.
262 Poéticas clasicistas y neoclásicas

8. La c o m e d ia : g é n e r o n o o m it id o , p e r o n o t r a t a d o

El género dramático presenta para los comentaristas del Renacimiento ita­


liano unos problemas específicos. La teoría dramática se desarrollará en el
Quinientos a partir de lo que dice y lo que omite la Poética de Aristóteles. Si
la novella se justifica como género épico que trata de los peores, y se conside­
ra integrada como forma paralela al poema heroico en el esquema aristotélico,
el género dramático, desde esa misma perspectiva, tiene la necesidad de justi­
ficar la comedia como género elevado, en todo igual a la tragedia menos en el
objeto, que atiende a los peores, desde la consideración de lo ridículo.
Al interpretar las teorías de la Poética sobre la tragedia, se plantearán
problemas de caracterización y límites entre las dos formas dramáticas y pro­
blemas en común, referentes a las formas y a las normas, como la de las tres
unidades. Vamos a comprobar en qué términos se desarrolla la justificación de
la comedia como género elevado y en qué términos se tratan los temas co­
munes.
Durante toda la Edad Media la fuente principal para la teoría de la comedia
fueron los comentarios a las comedias de Terencio, iniciados por Donato (De
Comoedia) y por Evantio (De Fabula).
Puede decirse que la teoría de la comedia, tal como se formulará en el si­
glo XVI italiano, se mueve entre dos extremos: la ausencia de una teoría aristo­
télica de este género, que conducirá a la pretensión de hacer una paralela a la
teoría de la tragedia y los comentarios a las obras de Terencio, de larga histo­
ria.
Al primer propósito obedece Explicationes eorum omnium quae ad co­
moediae artificium pertinent, de Francesco Robortello (1548), el tratado De
ridiculis, de Vincenzo Maggi (1550), el Discorso intorno al comporre delle
comedie, de Giraldi Cintio (1554), los libros V-VI de la Poetica de Giovan
Giorgio Trissino (1562) y la Poetica de Giason Denores (1586).
El segundo extremo tiene como precedente el tratado de Evantio, De Co­
moedia, atribuido a Donato durante mucho tiempo, que precedía generalmente
a las obras de Terencio, en muchas ediciones, como prólogo.
Terencio alcanzó una enorme difusión en el Renacimiento italiano: la edi­
ción princeps de sus comedias, de 1470, parece que no incluía los textos y
comentarios de Elio Donato y de Evantio, que solían reproducir los manus­
critos medievales, pero en las ediciones posteriores a la de 1470 se recupera la
costumbre de publicar las obras de Terencio precedidas de ambos textos. Las
ideas de estos autores sobre el género cómico se verán afianzadas cada vez
más, debido a las frecuentes ediciones de Terencio durante todo el siglo, e in­
Poética clasicista en Italia 263

eluso se hicieron ediciones independientes de los tratados de Evantio y Donato


que proliferaron en colecciones y misceláneas. Las ideas de Donato sobre la
comedia se mantendrán hasta el neoclasicismo, sobre todo en Francia (Vega,
1995: 2389), probablemente amparadas en la gran difusión de su Gramática.
De Comoedia es un texto cuyo contenido hemos analizado en el capítulo
dedicado a la transmisión de las ideas clásicas de la Antigüedad; es poco siste­
mático y repetitivo, pero sus teorías van a encontrar la sistematización necesa­
ria en los Prolegomena de Yodoco Badio Ascensio, que precede a la edición
de las comedias de Terencio de 1493. Otra edición de 1502 hecha en Lyón, re­
coge los análisis anteriores como Praenotamenta, y con este título fueron
reimpresos en las ediciones posteriores.
Los Praenotamenta resultan ser el primer tratado sobre la comedia escrito
en el siglo xvi; tienen la particularidad de ser un texto de carácter «no aristo­
télico» sobre un género dramático, y durante muchos años fue el estudio más
utilizado y conocido sobre la comedia. Amplían y sistematizan las teorías de
Donato y de Evantio y recogen en síntesis afirmaciones de algunos otros auto­
res clásicos: «la Rhetorica ad Herennium y Quintiliano proporcionan la dis­
tinción entre la narración de las cosas verdaderas, fingidas y verosímiles y, por
tanto, las diferencias de la historia y la poesía; de Diomedes procede la divi­
sión de la poesía en tipos y especies; de Horacio, las observaciones sobre el
decoro y sobre la instrucción; de los autores cristianos, las reflexiones sobre la
alegoría» (Vega, 1995: 245). Partiendo de una teoría general de la literatura
como marco, los Praenotamenta exponen unas tesis sobre la comedia, hacen
ima historia del género y dan noticia de los edificios y de las representaciones.
Weinberg afirma que constituyen una síntesis de los conocimientos sobre la
comedia; de hecho han tenido una notable influencia sobre la teoría dramática
francesa y, aunque menos, también sobre la italiana y la española.
En 1511, y también como prólogo a una edición de las comedias de Te­
rencio, aparece De Comoedia libellus (apenas 13 páginas de la edición de
Weinberg), de Victor Faustus, que se inspira en la tradición griega de cono­
cimientos sobre la comedia: se aparta de Donato, omite totalmente a Badio, no
cita a Horacio ni a Diomedes, no toma los ejemplos de Terencio, sino de
Plauto (Anfitrión), de Aristófanes (Las ranas, Las avispas), prescinde de las
ideas medievales y suprime toda referencia cristiana. En 1498 la imprenta al­
dina había editado irnos textos, extractos y parágrafos aislados de varios auto­
res, junto con la edición princeps de Aristófanes con prólogos y comentarios
de los escoliastas, que daban información sobre el origen y la historia de la
comedia, sobre cómo construían la trama, cómo caracterizan a los personajes y
cómo escenifican las obras; hablan de los coros, que estaban formados por 24
hombres, niños o mujeres, y se dividían en cuatro grupos con seis danzantes,
aunque el número es variable en el tiempo y según los autores; el coro entraba
en la orchestra después del prólogo; y también examinan algunas cuestiones
264 Poéticas clasicistas y neoclásicas

de prosodia y versificación. Faustos aprovecha estos datos, prefiere los autores


y comentaristas griegos a los latinos, y añade datos procedentes del Onomasti-
con de Julio Pólux (que se convertirá en una de las autoridades de la teoría
dramática) y de Filóstrato. El Libellus parte de la definición de comedia no de
Donato, sino de Aristóteles: «Hoc etiam Aristoteles comprobavit, inquiens
quod in turpitudine ridiculum est comoediam imitari» (Weinberg, Trattati, I,
8). Siguiendo a los escoliastas, distingue cinco aspectos en la comedia: tem­
pus, stylus, materia, numerus, apparatus.
Así pues, al comenzar el siglo xvi, la teoría de la comedia estaba consti­
tuida por los Praenotamenta, de Badio, que recogía la tradición latina tardía y
medieval y el Libellus, de Faustas, procedente de la tradición griega. Estas dos
obras constituyen el material teórico del que parten los comentaristas del Cin­
quecento, principalmente Escalígero, Robortello y Riccoboni en su Ars Comi­
ca.
En esos tratados preliminares, y en relación directa con lo que hemos
comprobado en las teorías de Donato, Evantio y las recopilaciones de ideas de
los autores clásicos que hemos ido citando, podemos asumir que la teoría so­
bre la comedia se mueve sobre unos temas que se refieren al lugar teatral, a los
inicios de las representaciones y a su institacionalización, a la organización de
las representaciones por los poderes públicos, a la escenografía, a la presencia
en escena de telas pintadas, flores, altares; a los trajes, las máscaras, las má­
quinas y las innovaciones escénicas, los instrumentos musicales, los lugares
por donde entraban en escena los actores, etc., todo ello tal como se presenta
en los textos, ya que no hay todavía interés en las reconstrucciones arqueoló­
gicas de los edificios y no hay datos procedentes de las ruinas de teatros, o de
la lectura de las pinturas de los vasos, etc. De Vitrubio procede la descripción
del espacio escenográfico trágico, cómico y satírico, que luego se consagrará
en los tres decorados de Serlio.
La tradición donatiana es anterior a la presencia de la Poética de Aristóte­
les, y cuando se plantea en los medios humanísticos el tema de la teoría del
teatro, los comentarios a Terencio (en esas ediciones llamadas terendos con
comento) constituyen un corpus de doctrina no aristotélica bastante desarro­
llada, que incorporarán a su esquema los aristotélicos, haciendo compatibles
los datos y los conceptos cuando es posible. Por ejemplo, Aristóteles había se­
ñalado las partes cuantitativas de la tragedia (prólogo, episodio, éxodo y coro),
los tratadistas de la comedia intentan señalar las mismas partes en las come­
dias; siguen las señaladas por De Comoedia (prólogo, prótasis, epítasis y ca­
tástrofe), o hacen una mezcla de ambas. Lo mismo ocurre al compatibilizar
conceptos de una y otra procedencia: por ejemplo, en referencia a la metabolé
o cambio de fortuna, Aristóteles parece preferir aquellas tragedias en las que el
cambio va de la dicha a la desdicha, como ocurre en Edipo rey, aunque lo
contrario está en su tragedia preferida, Ifigenia entre los tauros; los tratadistas
Poética clasicista en Italia 265

de la comedia, siguiendo a Donato, consideran como criterio de oposición en­


tre la tragedia y la comedia el cambio para mal o para bien y señalan como
rasgo propio de la tragedia los finales desastrosos y para la comedia los finales
felices.
En resumen, la definición de la comedia puede basarse en las notas carac­
terísticas siguientes, que todos admiten: la comedia debe representar la vida
civil y privada, cotidiana y doméstica, rústica y urbana, siempre de personajes
medios, sin grandes fortunas, o bien rústicos y plebeyos, y especialmente los
tipos marginales: el cobarde, el siervo, las meretrices, los supersticiosos, el
avaro, el ladrón, los padres e hijos en sus enfrentamientos y relaciones; los
personajes deben aparecer según sea su condición, para que puedan ser inter­
pretados por los espectadores; debe ser la comedia modelo de conducta para
edificación de los jóvenes; la acción debe tener principios confusos y finales
alegres; los peligros, si los hay, han de ser leves; el estilo debe ser humilde y
el lenguaje cotidiano, común.
A la tradición de los prólogos a las obras de Terencio y a los comentarios
de Evantio y Donato, se suma la corriente que, a partir de Robortello, se ins­
pira directamente en Aristóteles, y define el género cómico teniendo en cuenta
otros datos: la comedia es una imitación de los hombres éticamente peores, pe­
ro que no sean extremadamente viciosos ni vivan el vicio en toda su extensión,
sino sólo en tanto que su fealdad, torpeza y deformidad sea tolerable y pueda
suscitar la risa; la imitación se hace de modo dramático, es decir, mediante el
diálogo directo; el lenguaje, el ritmo y la armonía son sus elementos de ex­
presión; la acción debe ser una y debe tener principio, medio y fin; además la
obra ha de tener cierta magnitud. Pero vamos a detenemos en las aportaciones
realizadas a la teoría de la comedia por Robortello, dado su relieve como in­
troductor y comentarista de Aristóteles.
Robortello (1516-1567) fue investigador, eradito y profesor; enseñó
en Pisa, en Venecia, en Bolonia, en Padua; a partir de 1545 explica la
Poética de Aristóteles, aunque también dedica su tiempo a otros autores,
como Cicerón; hace traducciones y ediciones (de Esquilo, de Catulo, de
Longino, de Cicerón, de Horacio, de Tito Livio...); escribe libros de his­
toria de Roma; sostiene polémicas con V. Maggi y con otros autores.
Fruto de su actividad investigadora y docente son sus comentarios a la
Poética (1548), los primeros publicados en el siglo xvi, como hemos di­
cho ya; nos interesa destacar ahora unos tratados cortos, sobre temas
concretos (Explicationes de satyra, de epigrammate, de comoedia, de
elegia) en los que plantea en general la posibilidad de aplicar los princi­
pios aristotélicos a esos cuatro géneros poéticos no tratados por Aristóte­
les. Hay que aclarar que también busca apoyos en otros autores, por
ejemplo, en Horacio, por lo que las ideas que expone no son exclusiva­
mente aristotélicas.
266 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Volveremos sobre los primeros tratados al estudiar el género lírico, pero


interesa ahora el tercero (Explicatio eorum omnium quae ad comoediae artifi­
cium pertinent) y sus teorías sobre la comedia. Tales teorías «han de en­
tenderse dentro de un panorama complejo, en el que se produce la formación
de la teoría moderna de la comedia por glosa, comentario, amplificación, sín­
tesis y contaminación de autoridades» (Vega, 1997: 10).
Robortello sitúa a la comedia como género literario y afirma su carácter
mimètico: el fin de la comedia es, como el de toda la creación literaria, imitar
las costumbres y las acciones de los hombres; y lo hace mediante la palabra, el
ritmo y la armonía, aspectos que tiene en común con la tragedia, tal como la
describe Aristóteles en la Poética. Difieren tragedia y comedia en la materia
que tratan, pues la comedia imita acciones humildes y viles de los hombres,
mientras que la tragedia imita las acciones de los hombres más encumbrados
socialmente, generalmente reyes, y éticamente mejores.
Entre los antiguos hubo un tipo de comedia llamada «mimo», en la que los
histriones imitaban cosas obscenas; Cicerón en De oratore recomendaba evi­
tarlos. Hay muchas formas de comedia; entre los romanos: estataria (Andria,
por ejemplo), motoria, mixta, togata, palliata, tabernaria. En cuanto a sus
partes son seis: fabula, mores, sententia, dictio, apparatus, melodia. La fábula
debe tener una determinada extensión y un orden. Por la extension se opone a
los poemas breves (como la sátira); el orden exige que todas las partes sean
congruentes.
Las fábulas de las comedias, al igual que las de las tragedias, pueden ser
simples y complejas, según sean las acciones que imiten. Las fábulas simples
no tienen nada inesperado y carecen de agniciones y de peripecia. La agnición,
o anagnorisis, es el paso de la ignoracia al conocimiento, proceso que suscita
alegría o dolor, si bien en la comedia generalmente es alegría lo que surge. La
agnición puede ser de cinco tipos: por medio de signos (naturales o artificia­
les), por la memoria, por raciocinio, por paralelismo en las situaciones y por
conjeturas verosímiles.
En el desarrollo de la comedia hay dos aspectos: la solución y la conexión.
Se denomina conexión todo aquello que procede del principio de la fábula y
llega hasta el cambio; solución es la parte que va desde el cambio hasta el des­
enlace.
Sobre el apparatus, hay que tener en cuenta, según Robortello, la escena,
el hábito y vestidos en general de los hombres. El decorado del escenario pue­
de ser de tres tipos, según había enseñado ya Vitruvio: trágico, satírico y có­
mico. Bajo la escena hay máquinas para imitar truenos, y para hacer girar el
escenario, de modo que pueda ocultarse en el espacio latente la escena donde
tenga que ocurrir algún horror no grato a la vista. Igual que Evantio, señala
Robortello que los vestidos y hábitos de los cómicos han de estar de acuerdo
con la edad: a los jóvenes les va bien la púrpura, a los viejos el blanco; con la
Poética clasicista en Italia 267

condición social: los siervos deben llevar vestidos cortos y groseros para indi­
car pobreza; o estado de ánimo: al hombre contento, le corresponden vestidos
albos; al triste, amarillos, etc. En cuanto al calzado, los cómicos deben llevar
zuecos, como los trágicos llevan coturnos; las barbas pueden ser negras o
blancas, cortas ó largas. Esto por lo que se refiere a las partes cualitativas.
En cuanto a las partes cuantitativas, recuerda Robortello que Donato dis­
tingue cuatro: prólogo, prótesis, epitasis, catástrofe; sospecha que de éstas es­
cribió Aristóteles en el libro segundo de la Poética. La comedia debe tener
cinco actos, según advierte Horacio en su Ars Poetica. Por último, del coro di­
ce que ha hablado mucho en sus Comentarios a la Poética y de cómo fue su­
primido en la comedia, por lo que deja el tema de la comedia en este punto.
Mintumo en De Poeta da una definición de la comedia en la que compa-
tibiliza elementos de la tradición donatiana y elementos aristotélicos:
... «la comedia es imitación de la vida, espejo de las costumbres, imagen de la
verdad, que trata asuntos civiles y privados carentes de peligros, o, como pienso
que aprobaría Aristóteles, ima imitación que representa, en lenguaje compla­
ciente y claro, una acción que concierne a lo civil y privado, ni serio ni insigne,
sino alegre y ridículo, y apropiado para la enmienda de la vida, y forma un todo
único, de cierta magnitud. Introduce caracteres que no producen ni piedad ni
temor, sino que divierten y deleitan sus acciones.»

El concepto de imitación, la unidad de acción, el tono ridículo, la magni­


tud requerida, que coincide con la de la tragedia, y la falta de catarsis, son los
elementos aristotélicos de esta definición. Los demás pertenecen a la tradición
donatiana.
Hay, pues, en la teoría renacentista de la comedia, una tradición latina, la
de Donato (que incluye a Evantio y Proclo), recogida en los comentarios a Te­
rentio; una tradición griega, representada por Faustas, se completa con la
aristotélica de Robortello, que parte de algunas observaciones puntuales, o
bien de esquemas paralelos a los de la teoría de la tragedia, contenida en la
Poética. Finalmente, con Mintumo, hay una tercera vía que funde tradición
latina y tradición griega.

9. L a l e y d e l a s t r es u n id a d e s d r a m á t ic a s

Aparte de normas generales que afectan a toda producción literaria, como


la unidad de tono, fijada por Horacio (uersibus exponi tragicis res comica non
m it, V. 89) y aceptada ampliamente para evitar el hibridismo entre lo trágico y
lo cómico, la más conocida y discutida de las normas literarias es la llamada
«ley de las tres unidades». La norma de la unidad de tono fue aceptada en el
268 Poéticas clasicistasy neoclásicas
clasicismo casi de forma indiscutible y sólo en el prefacio de Cromwell (1827)
Víctor Hugo la condenará en nombre de la vida, que se manifiesta con mezcla
de belleza y fealdad, de dolor y risa, y no se entiende que los géneros literarios
separen lo que la vida manifiesta unido; el drama sería la forma mixta que re­
flejaría la vida como es, no como imponen las normas de la unidad de tono.
Mucho más discutidas en el clasicismo fueron las normas referentes al
género dramático. El tratamiento que debía tener la fábula como unidad, la
forma en que debían considerarse y tratarse el espacio y el tiempo, es decir,
la llamada «ley de las tres unidades», es un tema amplia e intensamente dis­
cutido en toda la época clasicista. Esta ley ha sido considerada por Butcher
(1895), como la «suprema superstición literaria» en cuanto que se toma la
Poética de Aristóteles como origen de su enunciado. Las ley de las tres uni­
dades, tal como fue formulada en el clasicismo es un caso típico de
«misreading» respecto de la Poética de Aristóteles. Ya hemos comprobado
en el primer tomo del Manual (pág. 119 y sigs.) los textos de la Poética
donde se han apoyado los comentaristas que formularon tal ley de las tres
unidades.
Su formulación está en relación con la concepción del arte como inspira­
ción o como ars que se aprende; también se relaciona de modo inmediato con
actitudes normativas y con la idea de la libertad artística, con temas como el
de la mimesis, pues si se mantiene que el arte clásico ha alcanzado la perfec­
ción y ha de servir de modelo único, está claro que la teoría literaria tendrá
como objeto analizar esas obras, deducir las relaciones en que están sus unida­
des y proponerlas como normas para todo el arte posterior, que imitará las
formas, los temas, las relaciones de las obras clásicas; si se cree que el arte
imita la realidad social y personal de las conductas y éstas cambian en la his­
toria, habrá que adaptar formas y temas a los tiempos, y las normas generales
no tienen sentido... Vamos a ver cómo se ha planteado históricamente la ley de
las tres unidades.
Aristóteles habla solamente de mía unidad, la de acción y más propiamen­
te se refiere a la fábula cuando afirma: «una tragedia es una imitación de una
acción completa y entera (...). Es entero lo que tiene principio, medio y fin»
(VII, 24-26). Es ésta la única de las tres unidades que encuentra apoyo en el
texto aristotélico.
Desde una perspectiva de descripción general, pero en ningún caso como
enunciado normativo, Aristóteles dice respecto al tiempo: «la tragedia procura
no sobrepasar, si es posible, un único giro de sol, poco más o menos». En el
Renacimiento, Agnolo Segni erige en ley la unidad de tiempo (1549); Maggi
(1550) relaciona esta unidad de tiempo con la verosimilitud. Escalígero, Ro-
bortello, Maggi... propondrán que el tiempo se represente a «tamaño natural»,
de modo que el tiempo de la representación coincida exactamente con el de la
acción.
Poética clasicista en Italia 269

La idea de la sincronía y de la manipulación del tiempo de la historia en


relación con el tiempo de la representación debía de parecer normal, pues, en
1543 G. Giraldi Cintio escribe una Lettera sulla tragedia, que luego publicará
en 1583 con su tragedia Didone, en la que se defiende de siete objeciones que
un oyente le había puesto con ocasión de la lectura de la obra ante Ercole II de
Este. Las objeciones le discuten el uso de la prosa o el verso en el diálogo trá­
gico, la intervención de los dioses, la división en actos y escenas, el número de
personajes, etc., y la última se refiere al tiempo, y Cintio contesta: «e quanto
aH’ultima opposizione, io non voglio rispondere altro se non che tale ha voluto
Vostra Eccellenzia ch’ella sia composta, che pigli almeno lo spazio di sei ore,
parendole che composizione di questa maniera non debba rappresentarse in
minore spazio di tempo» (Weinberg, 1970,1,485). La obligación de reducir a
seis horas el tiempo de la tragedia se basa en el gusto de Ercole de Este.
Respecto a la unidad de lugar, suele basarse en la relación que Aristóteles
le ve con el coro: la presencia de éste obligaba a mantener la acción en un
mismo sitio: si un grupo de ancianos de Tebas se reúnen delante de la fachada
del palacio de Edipo para pedirle que haga algo contra la peste que asola a la
ciudad, no puede cambiarse la acción a Corinto o a otro sitio, porque no sería
verosímil que el coro fuese el mismo conjunto de ancianos de Tebas y se des­
plazase con su rey; pero en Ifigenia entre los Taurus el coro está formado por
las sirvientes griegas de Ifigenia, que no se sabe cómo han llegado al templo
de Artemisa después del supuesto sacrificio de su señora: la relación del coro
con el espacio resulta en este caso extraña. En Las Euménides, como el coro
son las Furias, que persiguen a Orestes a donde vaya, desde Delfos a Atenas,
la acción puede trasladarse con toda verosimilitud a esta ciudad y puede cam­
biar el espacio escénico sin que resulte inverosímil el acompañamiento del co­
ro. Vincenzo Maggi en 1550 fija la unidad de lugar en el espacio de una ciu­
dad y acaso sus alrededores.
Será Ludovico Castelvetro en 1570 quien pondrá a las tres en relación y
formulará la ley de las tres unidades dramáticas, que tendrá una amplia acogi­
da en el teatro neoclásico, sobre todo en Francia.
La ley es rechazada en general por el teatro español y el inglés, que se
limitan a observar la de acción, la única formulada por Aristóteles. Entre los
tratadistas españoles, Pinciano aumenta la de tiempo a 5 días para la tragedia y
3 para la comedia; Cáscales permite que sean hasta diez los días que dure la
acción. El teatro clasicista francés admite las tres, no sin polémica, y Racine
las incorpora efectivamente a su teatro y en general los preceptistas las consi­
derarán bandera de cultura y tacharán de bárbaros a los dramaturgos españoles
que no se atienen a las normas. El romanticismo acabará con ellas (Herder, V.
Hugo) e impone la fórmula española e inglesa en la tragedia, sin atender a
ninguna de las normas de las tres unidades, prescinde también de la de tono y
generaliza el drama que mezcla tragedia y comedia.
270 Poéticas clasicistas y neoclásicas

10. L a l ír ic a c o m o t e r c e r g é n e r o

La lírica no aparece definida como género y no tiene límites claros en la


teoría clásica. Ni Aristóteles, ni Horacio, a pesar de que hablan de diversas
clases de poemas (el ditirambo, Aristóteles en la Poética, 1147a; la elegía y la
sátira, Horacio, en Arte Poética, w . 77-79), llegan a definirla o a situarla en
serie con la épica y la dramática. Sólo de un modo paulatino el sistema binario
de los géneros (épica, dramática) deja paso a un sistema temario en el que,
aparte de otros criterios referentes a los estilos o a los temas, son consideradas
en el pleno Renacimiento tres formas poéticas: épica, dramática y lírica.
La admiración que los italianos del Renacimiento sienten por las Odas de
Horacio o por el Cancionero de Petrarca, no podía desembocar si no en el re­
conocimiento de un género elevado para este tipo de poesía.
La división ternaria se había iniciado, desde el punto de vista de la enun­
ciación del discurso en la obra platónica y fue Quintiliano, a pesar de su tesis
sobre la diversidad de los estilos y a pesar de su discrepancia expresa del sis­
tema temario (García Berrio, 1977: 107), quien orienta la teoría hacia el reco­
nocimiento de la lírica como género, ya que considera que Pindaro, autor de
odas, himnos, trenos, etc., no pertenece al grupo de los poetas trágicos o épi­
cos. En el helenismo (siglo m) se califican de modelos los poemas de Alemán,
Safo, Alfeo, Estesícoro, íbico, Anacreonte, Simonides, Pindaro y Baquílides.
Es decir, el conjunto de poemas que hoy se considerarían líricos, y su autores,
los poetas líricos, aunque no tienen un lugar definido, claramente se excluyen
de los géneros dramático y épico. En el siglo iv, Diomedes recoge una clasifi­
cación ternaria de Platón, basada en el criterio de las formas de enunciación, y
durante la Edad Media se acepta generalmente su doctrina, que distinguía: 1)
genus activum vel imitativum (dramático o mimètico) en el que sólo hablan los
personajes, como ocurre en la tragedia, la comedia y algunas sátiras; 2) genus
enarrativum, en el que sólo habla el poeta: relatos, genealogías y poemas di­
dácticos, y 3) genus commune vel mixtum, en el que habla el poeta y a veces
los personajes y que incluye la heroica species (Piada y Eneida) y la lyrica
species (Arquíloco, Horacio) (Curtius, 1955; Lausberg, 1960: 106-7).
Dante en De vulgari eloquentia teoriza sobre las obras nuevas de las len­
guas vernáculas, particularmente sobre la lírica y destaca entre las formas
poéticas «la canción»; para él los géneros se organizan como «un pensiero in
unità» (Dante, 1948: 239; García Berrio y Huerta Calvo, 1992). Otros poetas y
tratadistas medievales se ocupan también de algunas formas de la lírica, así,
Vidal de Besalú, E. de Villena, A. de Baena, J. del Encina y el Marqués de
Santillana, que distinguen géneros que se corresponden con los estilos poèti-
Poética clasicista en Italia 271

eos: sublime, mediocre e ínfimo (Huerta Calvo, 1984: 92). En relación con
estas clasificaciones basadas en las formas de estilo podemos considerar otra
también de tipo temario, la llamada rota Virgilii, que tuvo gran difusión en la
Edad Media, y que se refiere a los estilos seguidos por Virgilio en sus obras:
grave (el de la Eneida), mediocre (el de las Geórgicas) y humilde (el de las
Églogas); el estilo se pone en relación con los personajes (soldados, campesi­
nos, pastores), con los objetos de mayor frecuencia en cada uno de los estilos
(espada, arado, cayado), con el espacio donde se desenvuelven las acciones
(ciudad, campo, pastos) y hasta con los animales (caballos, bueyes, ovejas) y
árboles más frecuentes (laurel y cedro; árboles frutales; haya), respectivamente
(Guiraud, 1961: 17-18).
La clasificación temaría se afianzará en el Renacimiento en la forma de los
que se llamarán géneros «naturales»: dramática, épica y lírica (García Berrio,
1977: 81-113). No obstante, será necesario resolver el problema que se plantea
en tomo a la forma de imitación de la lírica: si se mantiene que la mimesis es
el proceso generador del arte en el sentido que le había dado Aristóteles, de
imitación de acciones, está claro que la lírica no puede ser considerada como
género literario. Segni en sus Lezioni intorno alia poesía había señalado la
posibilidad de que la mimesis en la lírica se realizase sobre «ídolos», es decir,
ficciones literarias. Los criterios de imitación y las formas de enunciación, que
sirvieron para señalar diferencias entre los géneros, se identificaron en ocasio­
nes con ellos y fue difícil alcanzar la clasificación ternaria final (Martín Jimé­
nez, 1993: 42-45).
Las explicaciones sobre la Poética de Aristóteles que F. Robortello publica
en 1548, van seguidas, como ya hemos señalado al tratar de la teoría de la co­
media, de unos pequeños tratados sobre géneros poéticos no estudiados en
ella, o sólo aludidos: Explicationes de satyra, de epigrammate, de comoedia,
de elegia, donde se investiga sobre la finalidad, el origen, la materia y la utili­
dad de los diferentes géneros, así como las formas y temas que les son propios
y que deben buscar o evitar.
El primero de los tratados, sobré la sátira (Explicatio eorum omnium quae
ad satyram pertinent), señala que se ocupará del fin, origen, materia y utilidad
de la sátira, «quam secutus videtur Horatius» (Weinberg, 1970: 495). La sátira
es analizada en apenas doce páginas, en sus formas, medios de expresión, mo­
dos, etc., y no queda claro a qué género ha de adscribirse.
Como toda poesía, la sátira imita acciones humanas (que pueden ser las­
timosas, horribles o ridiculas), y lo hace con tres modos, con el ritmo, con la
palabra, con la armonía. Los poemas que no imitan son narraciones históricas:
Tito Livio, Salustio, Heródoto y Tucídides hacen historia. Hay una clara dife­
rencia entre la historia, que expone las cosas que se han hecho y la poesía que
trata sobre aquellas que parece que han podido ser hechas. En este punto es
evidente que Robortello sigue a Aristóteles.
272 Poéticas clasicistas y neoclásicas
La lírica hace sus imitaciones de modo diferente al de las otras formas lite­
rarias, pues la poesía (poiesis), puede ser escénica o lírica ésta tiene armonía y
ritmo, pero no palabra, mientras que la escénica tiene armonía, ritmo y pa­
labra, y tiene tres especies: trágica, cómica y satírica. De estas afirmaciones
parece que podemos deducir que la lírica se identifica con la música, pues le
niega la palabra.
La satírica cree Robortello que tiene que ser muy antigua y la primera de
las formas poéticas, y probablemente Aristóteles no la incluye entre las escé­
nicas, porque al hablar de la magnitud de las fábulas excluye la satírica por­
que era corta, a pesar de que tiene imitación y acción, como la tragedia y la
comedia.
Entre los rústicos fue frecuente la costumbre de maldecir; los sátiros, dio­
ses de pies de cabra y muy lascivos, inspiraron los poemas satíricos, por dos
razones, según Robortello, porque su culto era agreste y porque las formas de
hablar de los rústicos eran convenientes para su índole lasciva; la materia de la
sátira busca reírse de los ambiciosos, avaros ingratos, pródigos, perjuros, ra­
paces, adúlteros, aduladores, locuaces, estólidos, amantes, ineptos, irreligio­
sos, parricidas, desidiosos, inertes, parásitos, y otros de este estilo. Entre los
latinos escribieron sátiras Lucilio, Varrón, Horacio, Juvenal, etc. La finalidad
de la sátira no es la maledicencia por sí misma, sino la reprensión de los vicios
haciéndolos odiosos al verlos en otros y moviendo así a buscar la virtud.
El segundo tratado (Eorum omnium quae ad methodum et artificium scri­
bendi epigrammatis spectant explicatio), aclara Robortello que «ex Aristotelis
De Poetica magna ex parte desumpta», y se propone analizar cuál es su mate­
ria, qué es lo que hay que hacer y lo que hay que evitar al escribir los epigra­
mas. El epigrama es una frase breve que puede estar en la tragedia, en la co­
media o en otro poema extenso; su origen lo dice el mismo nombre:
inscripciones en las naves, en los sepulcros, en las piedras. La materia del epi­
grama es muy diversa, ya que es corto y puede tomar como tema cualquier re­
flexión sobre si los hombres merecen tal o cual suceso, sobre si los sucesos
son fortuitos, sobre descripciones, opiniones, etc. En estos tratados se alude,
pues, a la lírica y a alguna de sus formas, pero no como un género específico,
en serie con la épica y la dramática.
Sobre métrica y formas líricas en lengua vernácula escriben muchos auto­
res:
Antonio da Tempo hace un comentario al Canzoniere de Petrarca. Gian-
giorgio Trissino (1529), Divisioni della Poetica; Claudio Tolomei (1539),
Versi e regole della nuova poesia toscana; Bernardino Daniello (1536), Poeti­
ca volgare; Girolamo Muzio (1551), Arte poetica; Girolamo Ruscelli (1559),
Modo di comporre in versi nella lingua italiana.
Poética clasicista en Italia 273

La lírica se fijará definitivamente como género en la obra de A. S. Mintur-


no, L ’arte poetica, donde se denomina «poesía mélica o lírica», en serie con la
«épica», y con la «escénica» o dramática. Dentro de la épica distingue Min-
tumo: a) en prosa (diálogo, novella), b) en verso (epigrama, himno) y c) mixta
(pastoril, Ameto de Boccaccio). La escénica la divide en tres clases: trágica
cómica y satírica, y ésta la relaciona con los sátiros. De aquí toman base las
teorías renacentistas de Pinciano y otros. Cáscales dedica su «Tabla V» a la lí­
rica y habla ya claramente del modelo de tres géneros: épica, dramática, lírica
(García Berrio, 1975: 83), según comprobaremos al exponer la teoría literaria
renacentista en España. '
TEXTOS PARA COMENTARIO

La comedia se ha propuesto el mismo fin que el resto de los géneros de poemas:


imitar las costumbres y las acciones de los hombres. Y como toda imitación poética se
realiza mediante tres cosas, lenguaje, ritmo y armonía, acostumbraron a emplearlas en
la comedia, si bien no simultáneamente, como en algunos géneros, sino separadamente,
como en la tragedia, según declara Aristóteles en la Poética. Difiere además la comedia
de los otros géneros en la materia de las cosas que trata, pues imita las acciones de los
hombres más humildes y viles, y en esto se distingue de la tragedia, que imita a los ex­
celentes, según expone el mismo Aristóteles. La tercera diferencia que se establece en­
tre los poemas se sigue de los distintos modos de imitar. La comedia imita hombres que
hacen y actúan, lo que es también propio de la tragedia; por ello, los antiguos llamaron
dramata, esto es «acción», tanto a la comedia como a la tragedia, del antiguo dran, que
significa hacer o actuar (105)...
De las partes de la comedia, unas se refieren a la esencia y pueden llamarse esenciales,
otras conciernen a la cantidad y pueden llamarse partes constitutivas de la magnitud. Ha­
blemos en primer lugar a las esenciales. Su número es cinco, o, según otros, seis: fábula, ca­
rácter, sentencia, dicción, aparato, melodía. Que es éste su número lo demuestra Aristóteles
en la Poética. No puede representarse comedia alguna si no se añade la melodía, porque así
lo dispone la costumbre, ni el aparato, de modo que se vea que lo que se pone en escena su­
cede en Roma o en alguna otra ciudad. Son necesarias, por tanto, estas dos partes, la melo­
día y el aparato. Mucho más necesarias son aquellas otras sin las cuales ni siquiera puede
escribirse una comedia. Pues el que se dispone a escribir una comedia necesita, en primer
lugar, excogitar lo que ha de escribir: en esto queda comprendida la fábula. A continuación
conviene que la fábula, en tanto que imita, esté caracterizada y exprese con exactitud las
distintas costumbres de los hombres y por ello es necesaria esta otra parte, el carácter, pues
no todo discurso está caracterizado, como el de los matemáticos, médicos, fisiólogos, dia­
lécticos. Como es necesario además que los pensamientos se expresen mediante el discurso,
es necesario añadir otra parte, que es la sentencia. Pero como la sentencia se compone de
palabras, es necesario añadir otra más, que es la dicción. El que se dispone a escribir una
comedia ha de atender a todas ellas adecuadamente. Tratémoslas una a una (110).
(F. Robortello, Explicación de todo lo que concierne al artificio de la comedia.
Trad, de M. J. Vega Ramos, en Laformación de la teoría de la comedia, 1997).
275
Textos para comentario

Acerca del tipo de novela que trata las materias humildes y burlescas, y porque no
tenemos Aristóteles en aquel lugar en el que habló de la fábula cómica — y parece que
éstas deben llamarse con propiedad novelas— nos esforzaremos en decir lo que un in­
genio poco agudo y un juicio todavía débil ha podido considerar en la oscuridad de la
materia y a pesar de la carencia de autoridades, entendiendo que, si se consideran el
sujeto y mis fuerzas, lo poco que yo diga ha de ser tenido en mucho.
... Diremos que las novelas son imitación de una acción completa, mala según lo
ridículo, de razonable extensión, en prosa, y que, mediante la narración, produce de­
leite.
Se ha estimado asaz difícil entender qué es la imitación. Sin embargo, yo creo que
se comprenderá bastante ajustadamente si advertimos que esta palabra, «imitación»
suele significar al menos tres cosas a la vez: el que realiza la imitación, la obra hecha
por el artífice con el fin de imitar y la acción misma que ha emprendido con la imita­
ción; parece, sin embargo, que ninguna de ellas puede llamarse imitación con propie­
dad, puesto que ni el pintor que pinta en un cuadro la destrucción de Cartago se llamara
imitación, ni tampoco su pintura, ya que ésta es una pintura que imita, y no la mutación...
Las acciones pueden ser realizadas por dos tipos de hombres, por los virtuosos o
por los malvados... Las novelas de las que ahora discurrimos no han de imitar las ac­
ciones de los buenos ni de los mejores, puesto que esto es propio de las tragedias. No
deben tampoco imitar aquellas obras que son enteramente depravadas y malvadas, por­
que, al no castigarse como merecen, producen en los hombres más dolor que alegría e
introducen malas costumbres, e incluso cuando reciben un castigo adecuado a su mal­
dad no por ello nos inducen a reír. Por esta razón, las acciones de una maldad tal no
pueden recibirse, bajo ningún concepto, en las novelas, antes bien, han de ser de as
que Aristóteles llamó malas según lo ridículo, que son las que realizan no los deprava­
dos, sino, sobre todo, los que son necios y se dejan burlar. Esta es la fealdad que deben
contener las acciones de las novelas, puesto que en modo alguno puede aceptarse la
opinión de los que afirman que lo ridículo no surge de las acciones, sino de las pala­
bras, esto es, de la agudeza en el decir; contra ellos tienen la autoridad de Aristoteles,
que, de la comedia, dio la definición siguiente: «La comedia es, ciertamente, la imita­
ción de los peorés, no en toda la extensión de la maldad, sino que parte de lo feo es lo
ridículo, porque lo ridículo es un cierto defecto y fealdad sin dolor, y no destructivo».
Dice con entera claridad que la acción ridicula es necesana en la comedia; y al declarar
quiénes son los peores — pues la comedia es la imitación de los peores— precisa que
no tienen que ser de este tipo los hombres que pueden llamarse de mala vida y condi­
ción- y nos revela cómo deben ser con estas palabras, «porque parte de lo feo es lo ridi­
culo», casi como si dijera que han de ser necios y que han de hacer obras de unafeal-
dad tal que sean motivo de risa; de estos términos se sigue también que la risa ha de
sustentarse en la acción y no en las palabras, como habíamos determinado mas arriba.
(F. Bonciani, L ezio n e... II «La novella ri­
sible». Trad, de M. J. Vega, 1993:114-117).
276 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Sé también que Aristóteles dirá en otro lugar que el poeta debe tener en la mente
una idea de la perfecta bondad, en la cual debe fijar su entendimiento cuando quiere re­
producir, digamos, un hombre valeroso, un hombre magnánimo. Y parece que aquí
presupone precisamente que no tiene que tener la idea de la bondad perfecta, ni tampo­
co de la maldad perfecta, a la que se dirija con el pensamiento, cuando debe reproducir
un cobarde, un pusilánime, contentándose con reproducir los buenos o los reyes de
nuestro tiempo, o los hombres corrientes, cuando no intentan hacer algo perfecto, pues
no son los buenos o los reyes de nuestro tiempo perfectos y no alcanzan el máximo de
bondad o malicia. Se supone... que la poesía no es diferente por la mayor o menor per­
fección de la bondad o del vicio de las personas que aparecen en el poema, sino por la
variedad de los estados de las personas, según sean de la realeza, ciudadanos, es decir,
medianos, o campesinos; y admitido que no es cierto que el poeta deba tener en su
ánimo una idea de suma perfección del vicio o de la virtud, y ni siquiera de una menor
perfección, a la que debe tener en cuenta cuando componga bien su poema. Yo creo
que el poeta debe tener en su ánimo la idea de una perfectísima y deleitabilísima histo­
ria, de la cual no debe apartar la mente mientras hace su poema, para darle cumpli­
miento y para hacerlo semejante a esa idea hace falta un valiente, o un cobarde, o a ve­
ces un término medio entre valiente y cobarde, pues de otro modo la fábula resultaría
poco verosímil o poco maravillosa...
... Aristóteles habló de la segunda parte cualitativa de la tragedia, la cual contiene
costumbres, y habiendo tratado las cuatro cosas que se podían considerar, y como aún
se debería considerar la necesidad o la verosimilitud, pasó a razonar y a dar soluciones
a las dificultades, y una vez tomado el hilo, dijo algunas cosas no razonables. Luego
vuelve a hablar de las costumbres y nos enseña que para figurárnoslas bien debemos
seguir la usanza de los buenos pintores de imágenes, teniendo una idea de las costum­
bres perfectas, que miramos cuando queremos reflejar las costumbres de la persona,
como ellos tienen un ejemplo de belleza perfecta a la que miran cuando quieren dar fi­
gura a una persona bella. Y se comprende que este consejo no está de acuerdo con las
cosas que ha dicho en otros pasajes, sino que.está puesto aquí, como otras muchas co­
sas puestas por acaso en muchos otros lugares de este librito. Para probar que debemos
tener un ejemplo de costumbres perfectas, utiliza esta demostración: así como los pin­
tores que figuran lo bello, lo figuran bien, porque se han hecho primeramente un
ejemplo perfecto de belleza, a la cual se remiten, así el poeta trágico, que en su obra
debe imitar a los mejores, debe tener un ejemplo de costumbres perfectas, al cual mire
continuamente cuando quiere imitar costumbres...
Y se podría decir por qué él (Aristóteles) habiendo hablado ya de costumbres an­
tes, y habiéndonos dicho cómo se debe hacer, por qué cuando vuelve a tratar de lo
mismo no remite a lo que ya ha dicho.
(Trad, nuestra de las págs. 40 y sigs. de la P o e tic a d 'A risto te le
v o lg a r izz a ta e s p o s ta p e r Ludovico Castelvetro, Basilea, 1567;
editadas en L a L e tte ra tu ra italian a. S to ria e testi, 1971: 1577).
Textos para comentario 277

La belleza es cierto consenso y concordancia de las partes, en la cual se pretende


que dichas partes se encuentren, cuya concordancia se habrá obtenido en efecto con
cierto determinado número, acabamiento y colocación, tal como la armonía, es decir, el
principal intento de la naturaleza, lo buscaba. Y esto es lo que pretende ser sobre todo
la Arquitectura, con lo cual se procura la dignidad, gracia y autoridad, siendo así apre­
ciada. Conociendo lo cual nuestros Antiguos, a partir de la naturaleza de las cosas-
juzgaron ser preciso buscar la imitación de la Natura, óptima artífice de las formas to­
das, por lo cual anduvieron recogiendo, en cuanto pueden los hombres, las leyes que
Natura había usado al producir las cosas, trasladándolas luego a las que edificaban.

Carácter objetivo d e l o bello

La belleza es algo bello — propio de sí mismo— y natural, difundido por todo be­
llo cuerpo, de donde parece que el ornamento debe ser algo adyacente y subsidiario,
antes que natural o propio suyo. Y de nuevo tenemos que decir que aquellos que edifi­
can y pretenden obtener la estimación de todo cuanto erigen, a lo que deben aspirar to­
dos los sabios, en verdad que actúan impelidos por razón verdadera. En consecuencia
pertenece al arte este hacer las cosas por razón verdadera. ¿Quién podría, pues, negar
que la mejor y más bella de las construcciones no se ha podido hacer sino con arte? Y
si en verdad que si esta parte que se refiere al ornamento y la belleza resulta la princi­
pal, no será sorprendente que posea en sí misma algún arte y razón de gran potencia, y
más necio será quien haga burla de esto. Mas aún así algunos no aprueban estas cosas y
dicen que sólo es ima cierta y variada opinión la que emite juicio de la belleza y de to­
das las construcciones, y que la forma de los edificios cambia según el gusto y el placer
de cada uno, no estando constreñidos por las reglas interiores del arte. Común defecto
de los ignorantes, es decir, que no existen las cosas que no saben.

La n a t u r a l e z a es el m o delo

En consecuencia, en esta composición de la superficie, mucho se busca la gracia y


la belleza de las cosas, y si alguno quiere intentarlo ningún camino parece más cierto y
apropiado que el deducirla de la naturaleza, meditando de qué modo esta maravillosa
artífice de las cosas dejó las superficies bien compuestas en los bellos cuerpos.
(Alberti, D efin ició n d e lo b e llo ; Tatarkiewicz, 1970-1991: 117,119,120.)

La b e l l e z a n o c o n siste e n l a p r o p o r c ió n

Algunos, por su parte, sostienen que la belleza es la disposición precisa de todos


los miembros, o, empleando sus mismos términos, que es la conmensurabilidad y la
278 Poéticas clasicistas y neoclásicas
proporción con una cierta exquisitez de colores. Nosotros no aceptamos esta opinión
porque, al hallarse de este modo la disposición de las partes únicamente en objetos
compuestos, no podría ser bella ninguna cosa simple. En cambio, nosotros ahora lla­
mamos bellos a los colores puros, a las luces, a una voz aislada, al resplandor del oro y
al brillo de la plata, al saber y al alma, cosas todas ellas que son simples y a nosotros
éstas nos deleitan profundamente en tanto que son realmente hermosas.

L a POESIA Y EL ARTE

Hemos llegado al acuerdo de que la opinión de Platón es la más veraz: que la poe­
sía no surge a partir de la técnica sino a partir de un cierto éxtasis.

El c a r á c t e r d iv in o d e l a po e sía

Gracias al éxtasis divino se alza por encima de la naturaleza del hombre y llega
hasta Dios. A su vez el éxtasis divino es la iluminación del alma racional a través de la
cual Dios conduce al cielo de nuevo al alma que ha caído al infierno.

No AÑADIR NI SUPRIMIR NADA


Todas las partes del mundo, en fin, convergen hacia una belleza del mundo entero
de tal forma que no se puede quitar ni añadir nada.
(Marsilio Ficino, S o p ra l ’a m o re o v e r C o n vito d i
P la to n e ; en Tatarkiewicz, 1970-1991:134 y 138 ter.)

Che cosa é la Scenica Poesia?


Mpntumo]: Imitatione di cose, que si rappresentino in Theatro sotto una materia
intera, e perfetta, e di certa grandezza comprese; la qual si fa, non semplicemente na­
rrando, ma introducendo persone in atto et in ragionamento, e con dir soave, e dilette­
vole; ne senza canto, ne senza ballo; cioè hor con una sola di tutte queste tres cose, hor
con due, et hor con tutte tre insieme, ne senza apparechiamento alla qualità di ciascuna
materia conveniente, per dilettare a’ riguardanti con profitto.
An[gelo]: Di quante maniere sono le cose, che ne’ Theatri si rappresentino?
Mpntumo]: Di tre. Percioche parte ne sono gravi, e rare, e di persone principali, e
grandi e illustri; lequali prende ad imitare il Tragico poeta. Parte mezzane, e communi,
e di persone, che vivono in contado; o pur in Citta; e attendono a’ coltivamenti della te­
rra, al soldo, alle mercatantie, ad altre simili guadagni: lequali il Comico come propria
materia discrive. Parte humili, e basse, e da ridere, e di persone degnissime di muovere
a far gran risa: lequali il Satyrico ci rappresenta.
An[gelo]: Adunque la Scenica poesia si parte in tre?
Mpntumo]: Tre a punto sono le parti di lei. Dellequali Tragedia la prima da tutti e
nominata; la seconda Comedia; la terza dagli antichi Satyra si disse.
Textos para comentario 279

A[ngelo]: Di queste, qual sia ciascuna, domanderò poi distintamente. Ma hora de­
sidero, mi si dichiarino l’altre particelle della deffinitione.
Mpntumo]: Per uoi stesso chiare le ui farete, s’a memoria vi riducerete, hieri nel
raggionare essere ‘stato detto, che il Poeta Scenico e differente dal Lyrico, e dall’Epico
nel modo dell’imitare. Percioche il Lyrico narra semplicemente, e senza deporre la sua
propria persona; el Epico hor la ritiene, hor la depone, parte semplicemente narrando,
parte introducendo altrui a raggionare. Ma questi, del quale hora parliamo, dal princi­
pio infin’all’estremo è vestito dell’altrui. Si come nelle Tragedie di Sophocle, e d’Eu-
ripide, delle quali già nostre alquante per l’opera e fatica del Dolce, e dell’Alemanni,
duo Chiarissimi ornamenti della nostra lingua, si sono fatte: e nelle comedie di Teren­
tio, e di Plauto potra ciascuno vedere. E la piacevolezza, e soavità del dire non pur vie­
ne del suono, e da tempi delle parole sotto certa legge di syllabe, e di piedi ristrette; ma
dal canto ancora; che con li versi, e con le rime s’acompagna.
(Della poetica thoscana del S. Antonio Minturno. Il secondo rag­
ionamento. Angelo Costanza, et il Minturno, Libro II, pàgs. 65-66.)
Capítulo II

POÉTICAS CLASICISTAS EN FRANCIA

1. LOS COMIENZOS DE LAS TEORÍAS DRAMÁTICAS CLÁSICAS EN FRANCIA

En la Edad Media francesa parece ausente el sentido de individualidad y


de gloria personal; la decadencia del espíritu escolástico y la progresiva im­
plantación del Humanismo y del Renacimiento cambiará el panorama. La crí­
tica de la literatura comienza con el estudio de las retóricas, ima tradición ini­
ciada en el siglo xiv con Guillaume Macaht, Eustache Deschamps y, sobre
todo, Alain Chartier. En 1516 Jean Bouchet escribe su Temple de bonne re­
nommée et repos des hommes et femmes illustres, con una pequeña historia de
la literatura contemporánea, Le Tabernacle des arts et sciences et des inven­
teurs et amateurs divers d ’icelles, y una apología de la lengua francesa y una
alahanza de los retóricos; Pierre Fabri edita Grants et vrais arts de pleine
rhétorique (1521) y Gratien du Pont, su ^ rt et science de rhétorique (1538).
Durante el reinado de Francisco I se funda el Collège de France (1530),
que asegurará el estudio de la filología. Clement Marot, buen conocedor de la
poesía medieval, edita a Villon; en 1548, su discípulo Thomas Sébillet publica
un Art poétique, donde se alude a Deschamps y Chartier denominándolos
«bons et classiques poètes français»; las ediciones de los antiguos se suceden
con anotaciones, comentarios, lecciones varias, etc.; hay también un despertar
femenino de gran relieve: Margarita de Austria, Gabriela de Bourbon, y parti­
cularmente Margarita de Navarra. Todo indica el interés por los problemas de
retórica, de poética y a la vez una continuidad en las ediciones de las obras li­
terarias, en las actitudes críticas, en los temas.
En 1549, J. Du Bellay publica su Défense et Illustration de la langue
française, donde hace una apología de la literatura moderna como sucesora de
la clásica griega y romana. Otras artes poéticas del Renacimiento francés son
la de Peletier du Mans, la de Ronsard, la de Vauquelin de la Fresnaye, la de
282 Poéticas clasicìstasy neoclásicas

Delaundun d’Aigaliers... Éste dirá en su Art Poétique (1597), siguiendo los


consejos de Du Bellay, que no es necesaria la imitación de los antiguos, a no
ser para mejorarlos. De todas estas primeras poéticas destacamos la idea que
todas comparten de que el poeta debe conocer el «arte», pues no es suficiente
el genio natural; precisamente Du Bellay había titulado imo de sus capítulos
«Que le naturel n’est suffisant à celui qui en poésie veut faire oeuvre digne de
l’inmortalité». Se recrea el ambiente italiano, por tanto.
Uno de los escritores más distinguidos del siglo xvi fue el obispo de Avran-
ches, P. D. Huet, que dejó escrito un Traité de l ’origine des romans, que ya en el
xvm había «devenu très rare». Es una de los primeras reflexiones sobre la nove­
la: hace un repaso histórico de las novelas de la Antigüedad y de las de caballe­
rías y afirma que «les romans sont des fictions d’aventures amoureuses, écrites
en prose avec art, pour le plaisir et rinstruction des lecteurs»; entre las normas
que constituyen el arte de la novela está la unidad de acción, o idea central {chef
du roman), que debe versar sobre sentimientos generosos.
Pero donde surge una teoría literaria articulada y amplia es en tomo al tea­
tro. Los autores defienden su modo de crear y se discute sobre temas y formas
durante todo el período clasicista centrándose en la comparación de los anti­
guos y los modernos; en la libertad frente a la norma; en el arte frente a la na­
turaleza.
El teatro medieval no se preocupó en absoluto de las normas clásicas, que
desconocía, y sigue representándose en Francia hasta mediado el siglo xvi;
podemos decir que era un teatro con dos coordenadas: la religiosidad y la po­
pularidad.
A partir de mediados del siglo xvi empieza a surgir otro tipo de teatro, el
profano de ascendencia clásica, pues en 1548 el Parlamento prohíbe a los
«Confrères de la Passion» que representen misterios profanos. El modelo ideal
para su espacio escénico lo buscará este teatro en el clásico, cuyas minas se
encontraban en el sur de Francia, o en las descripciones que sobre edificios,
escenarios y escenografías proporcionaban los libros de Vifrubio, de Alberti,
de Sebastiano Serlio, que se publican en Italia; y en cuanto a las obras, se su­
ceden ediciones de Terencio, Plauto y Séneca.
El nuevo teatro del siglo xvi nace a partir de las expücaciones de clase. En
1545, Muret escribe la primera tragedia profana francesa, Julius Caesar; se ha­
cen representaciones de obras adaptadas o traducidas y los colegios se convierten
en los primeros teatros. Simultáneamente se inicia una teoría de la tragedia, ins­
pirada en los escritos de Donato y de Diomedes: la tragedia es una pieza en cinco
actos, separados por las estrofas de un coro; su tema es una catástrofe que sigue a
un estado de felicidad; los personajes son de alta alcurnia: dioses o reyes; el esti­
lo ha de ser noble, como corresponde a tales personajes; la acción llega a su clí­
max poco tiempo antes del desenlace; su finalidad es probar la debilidad del
hombre; y el discurso está plagado de sentencias moralizantes.
Poéticas claslcistas en Francia 283

En 1550, Théodore de Bèze hace representar a los alumnos de la Acadé­


mie de Lausanne la primera tragedia francesa, Abraham sacrifiant, de tema
cristiano, que recuerda el clásico de Ifigenia en Áulide. Sin embargo, lo intere­
sante en esta obra, no es el tema o sus precedentes, sino el hecho, de que el
teatro intenta trasladar el conflicto al interior de los personajes, e inicia así lo
que será rasgo característico del teatro francés.
Este tipo de teatro, sin embargo, será desplazado por tragedias lacrimóge­
nas, que no hacen avanzar las técnicas o el genio, pero que suscitan grandes
entusiasmos por el teatro y propician las traducciones de obras clásicas: Elec­
tra, Hécuba, Ifigenia en Áulide, Antigona, etc., hechas al estilo de Séneca, con
diálogos esticomíticos, que encontraremos también en las obras de Corneille.
Jean de La Taille escribirá una teoría del teatro, Art de la tragédie, inspira­
da, como será habitual a partir de ahora, en la Poética de Aristóteles y en los
comentarios de Castelvetro. Destaca La Taille la tesis aristotélica de que el hé­
roe no debe ser ni muy bueno ni muy malo, a fin de que el espectador se iden­
tifique con él y lo compadezca; formula por primera vez en Francia, las unida­
des de tiempo y de lugar, y aconseja dosificar la atención y orientar todos los
episodios en unidad hacia el final. Sus ideas las lleva a la práctica en una tra­
gedia de tema bíblico, Saúl le furieux, tragédie prise de la Bible, faite selon
l ’art et à la mode des vieux auteurs tragiques.
El continuador del teatro francés será un abogado, Percheron Garnier
(1544-1590), que escribe piezas ampulosas a la manera de Séneca: Porcia,
Hipólito, Cornelia, Marco-Antonio; o inspiradas en el teatro griego: La Tróa-
de, Antigona. Con Bradamante, cuya acción se sitúa en la Edad Media, crea la
tragicomedia, género que triunfará en los primeros años del siglo xvn; con Les
Juives (1583) consigue una obra maestra de la tragedia del siglo. Como ocurri­
rá habitualmente en el teatro clásico francés, los temas de las tragedias son
siempre importados.
Abogado también es Montchrestien (1575-1621) que antes de los treinta
años escribe seis tragedias: Sophonisbe, Hedor, Les Lacénes, David, Aman, y
la mejor, L ’Écossaise (1601), de tema moderno, sobre la muerte de María Es-
tuardo.
En general el siglo xvi intenta aclimatar en Francia el teatro antiguo, a pe­
sar de lo cual las mejores tragedias no tratan temas clásicos: Saul furieux de
Jean de La Taille y Les Juives, de Gamier, son de tema bíblico, y L ’Écossaise,
de Montchrestien, es de asunto moderno.
Frente a la tragedia, la comedia no estuvo tan sometida a las normas y a
los análisis cultos, aunque las comedias de Terencio son traducidas y represen­
tadas en los colegios. En general se hacen comedias siguiendo la definición de
Donato, «en la comedia, los personajes son de condición mediocre, los peli­
gros no son graves, el desenlace es festivo. Al comienzo la historia está em­
brollada, el final trae la solución. Los temas son fingidos. En la tragedia ocurre
284 Poéticas clasicistas y neoclásicas

todo lo contrario». Pero Terencio no es precisamente muy cómico, y Plauto y


Aristófanes, que son más cómicos, no se divulgarán hasta más tarde. También
viene de Italia un aire cómico, y se traducen comedias italianas. La primera
comedia francesa es Eugène, de Jodelle, donde aparecen ya personajes típicos:
una esposa lasciva y mentirosa, un marido cornudo, un cura. Un rasgo notable
que distingue la comedia de la tragedia es su discurso en prosa.
Pierre de Larivey (1540-1611) es el gran autor cómico del siglo xvi. De
origen italiano, traduce e imita obras italianas y fue imitado por Molière {La
escuela de los maridos, El avaro). La mejor comedia del siglo xvi, la más viva
y más francesa, parece ser Les Contents de Odet de Tumèbe, cuyos diálogos
preludian los de Molière.
Tragedias de tema clásico o bíblico, también alguna de tema moderno;
comedias traducidas del latín o del italiano, o bien imitadas, y alguna tragico­
media, van afianzando en el siglo xvi un teatro, que será objeto preferente de
teorizaciones literarias y sociales, de polémicas y de ensayos, y que alcanzará
su apogeo en el siglo siguiente. La diversidad de generos y de temas, el éxito
de obras de composición y tono nuevos, que no están consideradas, por tanto,
en la Poética de Aristóteles, dará lugar a un desconcierto a la hora de seguir o
de rechazar las normas, a un intento aplicarlas a la tragicomedia y a la come­
dia, o bien a defender la existencia de normas nuevas para un teatro nuevo.
Una buena parte del siglo está ocupada por la «querella de antiguos y moder­
nos», que enlazará con la llamada «querella del Cid» en la que se debaten
problemas que van más allá de las normas intemas del teatro y se sitúan en las
relaciones de la literatura con los poderes políticos.

2. «Las QUERELLAS»

LA «QUERELLE DES ANCIENS ET DES MODERNES»

Puede afirmarse que la crítica y la teoría dramática francesa se inicia en la


segunda mitad del siglo xvi con prólogos y explicaciones sobre las obras, que
invariablemente reconocen a los clásicos como los modelos que han de seguir­
se, sin tener en cuenta que el teatro iba creando formas nuevas, que lógicamen­
te no habían sido consideradas por Aristóteles. A finales de 1620 aparece una
generación de dramaturgos «modernos», que prefiere cultivar géneros nuevos,
como la tragicomedia y la pastoral. Es la famosa «generación de 1628». Au-
vray, Du Ryer, Rayssiguier, Rotrou, y después Corneille, Scudéry, etc... que
no parecen mostrar ningún complejo ante los «antiguos» y desarrollarán una
nueva teoría dramática, basada en la libertad del creador y en el gusto del
público, que a su vez suscita una fuerte reacción contra esa libertad y proda-
Poéticas clasicistas en Francia 285

mará la necesidad de aplicar las normas; se perfilan así dos actitudes, la de los
normativistas (o regulares), partidarios de imitar a los antiguos y la de los an-
tinormativistas (o no regulares), enemigos de un arte condicionado por reglas
o por modelos; sus disputas dan lugar a la famosa «querella de los Antiguos y
los Modernos».
La «querelle» adopta formas especiales: cartas, prefacios, informes, etc.,
que circulan manuscritos o impresos y que tienen una gran difusión en el
mundillo intelectual y a veces lo rebasan. Desde 1623 hasta la aparición de
Le Cid en 1637 se escriben en Francia prefacios a las tragedias y tragico­
medias, a veces tan extensos como las obras. En ellos se analizan, explican y
defienden teorías y prácticas literarias, y ejercen una gran influencia, a pesar
de lo cual hoy no son tan conocidos como las poéticas que se publican por la
misma época, a las que a veces inspiraron temas y teorías (Dotoli, 1987).
Resultan particularmente interesantes tales prefacios porque rompen la idea
de una crítica francesa uniforme, siempre razonable y rígida, como podría
deducirse del conocimiento de las poéticas. Pensamos también que el hecho
de que se defienda la libertad del autor se debe a que las normas amenaza­
ban con acabar con ella.
El teatro se convierte en tomo al año 1630 en el espectáculo triunfante en
la corte, en las ciudades y los pueblos franceses de provincias: es apoyado por
el Estado, no es condenado por la Iglesia, y se considera un elemento de cultu­
ra y un género literario muy estimable, de modo que todo el mundo habla de
teatro, y cualquier polémica sobre él es recibida con apasionamiento.
Los prefacios «Au lecteur» se inician con el Préface de Chapelain al Ado­
ne, de Marino, en 1623, y se prolongarán, bajo formas diferentes, hasta más
allá del medio siglo; se escriben con la intención de justificar el valor dramáti­
co de las obras que no siguen las normas; son escritos por el mismo autor, o
por alguno de sus amigos, y son contestados por otros prefacios que defienden
otro modo de entender la práctica teatral, basada en la observancia de las re­
glas clásicas, que proclaman válidas para todo tiempo y cualquier espacio. Las
obras de crítica eran todavía poco numerosas y las revistas o periódicos litera­
rios no existían aún, así que son precisamente los prefacios los que originan el
clima de «querelles» típico de la época, y los que inician una crítica literaria
directa, basada en los textos y en la práctica dramática.
La polémica se abre cuando Hardy, en 1625, en «Au Lecteur» en el volu­
men III de su Théâtre, condena toda reforma lingüística y teatral y la libertad
absoluta del poeta y del público. Este autor, al que las historias de la literatura
francesas consideran su Lope de Vega, pues dicen que escribió unas seiscien­
tas obras (de las que tiene publicadas treinta y cuatro), escribió obras de temas
tradicionales o tomados de la Antigüedad, suele situar el drama en el interior
del personaje pero mezclándolo con una acción viva, como en su Panthée, y
descubre que la resistencia de una personalidad ante su destino es uno de los
286 Poéticas clasicistas y neoclásicas

temas trágicos por excelencia, como luego mostrarán las tragedias de Cor­
neille y Racine, principalmente. A pesar de estar en la línea de lo que será el
teatro francés triunfante en el siglo siguiente, el viejo Hardy es menospreciado
por los nuevos jóvenes dramaturgos.
En 1627, aunque corría manuscrito antes, D’Urfé entra en el debate con el
prefacio a la Silvanire, donde invita a seguir la naturaleza, a reproducir la vida
en el poema y justifica las innovaciones del lenguaje teatral, la mezcla de ver­
sos rimados y versos blancos y el uso de un estilo menos serio y menos sen­
tencioso que el de los antiguos, a fin de conseguir para Francia la supremacía
del arte dramático moderno.
El año de 1628 es fecha capital en las discusiones: F. Ogier en el «Préface
au Lecteur» de la obra trágico-cómica, Tyr et Sidon, de J. de Schélandre, de­
fiende la libertad del poeta, no por capricho o mera elección personal, sino ba­
sándose en una concepción hedonista del arte: si el teatro ha de agradar al
público, y ésta es su primera ley, el poeta ha de tener la libertad necesaria para
conseguir que la representación guste. El tema de la libertad del poeta y el te­
ma de la finalidad hedonistica del arte aparecen ya vinculados en el «Préface
au Lecteur».
Ogier y dos años más tarde Chapelain, en una «Lettre» a Godeau, se pre­
sentan como los teóricos del teatro moderno, y hacen la defensa de un género
desconocido para los antiguos, la tragicomedia, declarando que las leyes que
rigen el teatro deben proceder de la razón, no de los teóricos antiguos, y deben
fundarse en la verosimilitud, que es exigencia del espíritu, y en el decoro, que
es exigencia del corazón. Posteriormente Chapelain se desvía de esta primera
posición y se distancia de Ogier, ya que se propone restaurar la tragedia clási­
ca y apoya todas las normas del teatro en el concepto de mimesis, puesto que
el principal efecto de la representación dramática consiste en proponer al es­
píritu, a fin de purgarlo de sus pasiones desbordadas, los objetos como verda­
deros y presentes; por tanto, la verosimilitud se convierte en el principio gene­
ral desde el que se podrán deducir las leyes del teatro moderno. La posición de
Chapelain es la de un crítico humanista devoto de los clásicos y de las normas.
Ogier ataca vehementemente a los partidarios de imitar a los antiguos y se
convierte en heraldo de la nueva dramática; pide a los autores que creen sus
obras no por imitación de modelos antiguos, sino de acuerdo con su tiempo,
porque, según dice, si je ne me trompe, j ’invente beaucoup plus hereusement
que je n ’imite.
Los nuevos poetas ven respaldadas teóricamente sus innovaciones y se
produce una ruptura total entre el viejo Hardy y los dramaturgos jóvenes. La
polémica se encrespa y los panfletos circulan en uno y otro sentido: Ogier de­
fenderá las innovaciones, mientras que Chapelain defenderá la posición clási­
ca, sobre todo la unidad de tiempo, que considera necesaria en la tragedia por
razones de verosimilitud.
Poéticas clasicistas en Francia 287

Quizá el tema más discutido en el fondo es el de la finalidad del arte, res­


pecto al cual adoptan puntos de vista diferentes estos dos autores: Ogier es he-
donista, Chapelain es utilitarista y moralista. Ogier sostiene que el placer es la
finalidad del arte dramático, con lo que se acerca a las posiciones españolas, y,
aunque en la década de 1630 triunfarán las normas, su idea será mantenida por
Corneille, en la llamada «querella del Cid». Puede decirse que la crítica mo­
derna se inicia en Francia bajo el principio del placer (Forestier, 1986) y man­
tendrá, a propósito de la «querelle du Cid», este mismo principio.
En el «Préface au Lecteur», aunque proclama la libertad del escritor y del
crítico, Ogier procura razonar y fundamentar sólidamente los principios de
composición de la obra y lo hace a partir del tema-clave de la unidad de tiem­
po, que Tyr et Sidon no cumple, y tratará de explicar por qué no lo hace, ni
debe hacerlo. La unidad de tiempo es, según Ogier, una norma caduca que ha
hecho caer en graves faltas contra la verosimilitud a los antiguos, pues el he­
cho de que ocurran en un día una gran variedad de acontecimientos es invero­
símil y el querer presentarlos todos en escena en un tiempo limitado crea difi­
cultades y ha obligado a utilizar diversos recursos y estrategias dramáticas,
como los mensajeros y sus largos recitados, que hacen perder la paciencia del
público, como ocurre en Los Persas, de Esquilo. Por el contrario, las ventajas
de olvidarse de tal norma son muchas: el espectador experimenta placer ante la
variedad de acontecimientos y como éstos no pueden darse verosímilmente en
un día, es mejor prescindir de la unidad de tiempo. Si tal norma, que no es
esencial en el teatro, se impuso a los antiguos fue por las circunstancias de la
representación y también por el peso de la tradición.
La actitud de Ogier implica una crítica de la imitación servil y un recono­
cimiento de que el gusto está en relación con la historia de la sociedad y es, en
resumen, una llamada a la libertad, incluso en tema tan controvertido como la
unidad de tiempo
Otro de los temas discutidos es la mezcla de géneros. Opina Ogier que
tiene una antigua tradición, puesto que los mismos antiguos admitían inter­
medios satíricos en las tragedias, y mezclaban así lo cómico y lo trágico; y
también puede encontrarse esta mezcla en El Cíclope, de Eurípides. Y, ima
vez que alternan temas trágicos y cómicos, la verosimilitud exige también
un paralelismo en los estilos del discurso, que es lo que se había censurado
en Tyr et Sidon.
La actitud que sigue Ogier recuerda en parte la de Pierre de Laudun
d’Aigaliers en sa Art Poétique (1597) y tiene coincidencias notables con la de
Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias (1609).
Laudun mantenía cinco puntos clave en sus argumentaciones contra
la unidad de tiempo, que son los mismos que luego mantiene Ogier (Bray,
1926):
288 Poéticas clasicistasy neoclásicas

1) los principios de la poesía moderna son diferentes de los de la poesía


antigua y no obligan a seguir la unidad de tiempo;
2) aplicar la unidad de tiempo origina tragedias inverosímiles, llenas de
absurdos y de recursos extraordinarios;
3) ni Séneca en su Troades, y tampoco Eurípides o Sófocles la han segui­
do;
4) la tragedia desarrolla la vida de un héroe y no puede reducirse a un día;
5) las tragedias que han observado la unidad de tiempo no son por ello
mejores.
Más interesantes aún parecen las relaciones del «Préface au Lecteur» de
Ogier con el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega. Mientras los
ortodoxos partidarios de las reglas y de la imitación de los antiguos solían
buscar sus argumentos en los tratadistas italianos, los ortodoxos partidarios de
la libertad del autor vuelven sus ojos a España, patria del teatro libre, para en­
contrar apoyos a sus puntos de vista. Lope de Vega, cuyas obras no tardarán
en ser adaptadas en Francia, probablemente era conocido por los partidarios de
la crítica y del teatro modernos, y la coincidencia de ideas con Ogier no es de
extrañar, aunque éste no hubiese leído directamente la obra de Lope. No obs­
tante el estilo de Ogier es muy diferente del de Lope: es riguroso, ilustrado,
culto, pone ejemplos tomados de la Antigüedad y procura argumentar con una
lógica deductiva sus afirmaciones, frente a un estilo libre, decisionista y a la
vez normativo en parte del Arte nuevo de hacer comedias.
Mientras Ogier considera la unidad de tiempo perniciosa para la verosi­
militud del drama y ofrece razones que lo demuestran, Lope no la rechaza
frontalmente, señala matices: si bien el dramaturgo no tiene por qué seguirla,
debe procurar alargar la historia el menor tiempo posible; si se trata de una
obra histórica y es necesario mucho tiempo, el autor procurará que cada acto
ocupe un día y dejará que el tiempo transcurra entre un acto y otro; y, si con
todas estas precauciones ofende a los sabios conocedores de los preceptos, lo
mejor es que éstos no vayan a ver sus comedias, ya que no piensa cambiar,
pues lo importante es agradar al espectador. Es decir, Ogier y Lope ponen por
encima de cualquier norma, incluida la unidad de tiempo, la finalidad del arte,
que es el placer y el gusto del público, si bien Ogier establece relaciones entre
las normas de creación y la finalidad del arte, mientras Lope aconseja el uso, si
es posible, y si no, propone un corte total: el que no quiera, que no vea su tea­
tro. Ogier considera su posición tan razonable que llega a creer que si Aristóte­
les se hubiera encontrado como los modernos en la necesidad de dar satisfac­
ción a un público impaciente, seguiría su misma fórmula y rechazaría otras
normas.
Los dos autores coinciden también en aceptar la mezcla de géneros; Lope,
apoyándose en el hecho de que la Naturaleza ofrece la belleza en la diversi­
dad, aconseja que la mezcla de tono trágico y cómico arrastre también la
Poéticas clasicistas en Francia 289

mezcla de estilos, para lograr una correspondencia de temas, caracteres y len­


guaje; Ogier, buscando siempre deducir lógicamente sus afirmaciones, trata de
justificar los cambios del discurso en la mezcla de los géneros, pues lógica­
mente ha de haber una alternancia de estilo trágico y cómico en la tragicome­
dia, si en ella alternan temas y personajes trágicos y cómicos.
Es probable que un teórico francés, aunque sea tan moderno y tan liberal
como Ogier, no llegue nunca a ser tan rotundo como lo es Lope al afirmar que
lo que se opone a la ley es precisamente lo que gusta, sin otras razones, pero
las coincidencias con el Fénix de los Ingenios, como se puede comprobar, son
bastantes.
En 1630 Chapelain en la «Lettre» a Godeau, en respuesta a tres páginas
que éste le había mandado con objeciones a las reglas y en apoyo a la libertad
del poeta, defiende la unidad de tiempo, pero argumentando que no es un
problema de autoridad, sino de verosimilitud: la poesía es imitación y no pue­
de imitar lo que ocurre en más de veinticuatro horas; por otra parte, variedad
no significa placer, sino un conjunto de acciones sin ninguna relación, en con­
tra de lo que pretenden los «irregulares», los no partidarios de las reglas.
Poco antes de la carta de Chapelain, había aparecido un contraprefacio de
A. Maréchal a su tragicomedia La Généreuse allemande. Maréchal es el pri­
mer dramaturgo que habla de las tres unidades dramáticas desde una perspec­
tiva teórica. Se refiere a la relatividad del gusto, define la unidad de acción,
rechaza la unidad de lugar y tiempo precisamente en razón de la verosimilitud,
en la que la apoyan los partidarios de las normas, y proclama sin dudas que la
finalidad del arte es el placer, no la moralidad.
Los argumentos en favor y en contra de las unidades se suceden, apoya­
dos en la autoridad de Aristóteles y en el placer como finalidad del arte res­
pectivamente, y tanto los «regulares» como los «irregulares» lo hacen en
nombre de la verosimilitud; las posiciones varían con matices que son a ve­
ces verdaderas cicaterías: la unidad de tiempo exige la simultaneidad de ac­
ción y de representación, pero puede entenderse como un día natural (24 ho­
ras), o un día artificial (12 horas), pero como la duración del día depende de
la latitud, el precepto aristotélico no está muy claro, según los comentaris­
tas, y puede llegarse hasta las 30 horas; la unidad de lugar puede entender
como permanencia en un solo sitio, o bien en los límites de una ciudad, qui­
zá puede cogerse algo de sus alrededores, pero no muy lejos, o bien en una
provincia...
R. Bray caracteriza a los dos grupos de un modo descaradamente valorati-
vo: uno formado por los mejores poetas, los críticos, los letrados, y otro inte­
grado por la masa de público y los autores que se someten a sus gustos; de un
lado la autoridad de los antiguos, los ejemplos italianos, el sentimiento de la
nueva poesía; de otro la grosería de un público que se complace en aventuras,
en decorados, en lo superficial (Bray, 1926).
TEORÍA LITERARIA, IL- 10
290 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Frente a los dos grupos, que seguirán publicando prefacios y cartas para
exponer las razones de su defensa o su rechazo de las normas, surge una pos­
tura conciliadora, que sigue, entre otros, Corneille. El primer texto de este tipo
es de 1632: el prefacio «Au lecteur», que precede a la Aminte, tragicomedia
pastoril de Rayssiguier. El dramaturgo no toma partido por una u otra postura,
sino que destaca las ventajas y desventajas de las normas.
Aunque la autoría presenta problemas, fue probablemente Gougenot quien
hacia 1632 escribe un Traité de la disposition du poème dramatique, et de la
prétendue règle des vingt-quatre heures, que oportunamente se publicará en
1637, en plena querella del Cid con el título Discours à Cliton sur les
‘Observations du Cid’, avec un Traité de la disposition du poème dramatique
et de la prétendue règle des vingt-quatre heures. Esta obra proclama decidi­
damente la libertad del teatro, a propósito de la unidad de tiempo, basándose
en que no hay por qué pensar que el tiempo es el mismo de un lado y otro del
telón: el tiempo de la historia es tiempo de ilusión y no tiene que coincidir con
el de la representación, que es tiempo real. La distinción entre tiempo del es­
cenario (representación) y tiempo de la historia (ilusión), será argumento bási­
co a partir de ahora.
El mismo año de 1632 Corneille publica Clitandre, una tragicomedia suje­
ta a la unidad de tiempo (un día), pero advierte en el «Prefacio» que no lo hace
porque sea un convertido a las normas, sino porque quiere demostrar que las
conoce y es capaz de seguirlas. Puede chocar con los antiguos al proclamar la
libertad del autor y, aunque sin envidiarlos, admira a los modernos, cuyas
obras no están escritas por azar, sino por ciencia, sujetas también a normas que
ellos mismos se han dado. Por tanto, no pueden diferenciarse los dos grupos
por el criterio de seguir o no las normas, ya que todos siguen normas, unos las
del teatro antiguo, otros las del teatro moderno. Esta postura será la que en
adelante seguirá Corneille: un compromiso entre las reglas y la libertad, en­
tendiendo por tal la posibilidad de buscar nuevas normas, y así lo expresará en
sus escritos siguientes: en el prólogo «Au lecteur», de Melite (1633) recuerda
que el teatro se destina no a la lectura sino a la representación y lo que cuenta
es la ilusión; «Au Lecteur», de La Veuve (1634) afirma que ha respetado
siempre la unidad de acción y la de lugar (calculando el espacio que se puede
recorrer en 24 horas en una villa), que en tres obras respetó las veinticuatro
horas y en otras tres se alargó; en La Veuve la acción dura cinco horas; e insis­
te en el término medio respecto a los dos bandos, porque los partidarios de las
normas anulan los efectos más bellos, y los que no las siguen se exceden al
contrario.
La «querelle» va perdiendo poco a poco su connotación exclusiva sobre
las normas y se amplía a todos los aspectos del teatro, con lo que surge una
teoría del drama bastante elaborada y completa. Los dos bandos están intere­
sados por los mismos temas, aunque los separe una diferente concepción del
Poéticas clasicistas en Francia 291

teatro como estructura artística y una diferente idea acerca de la función del
teatro en la sociedad. La definición del teatro, el principio de la mimesis, el
conocimiento de la realidad, el papel del público, la competencia de los críti­
cos o del público para emitir un juicio sobre las obras, las relaciones entre tea­
tro y sociedad y, sobre todo, entre teatro y poder, es decir, la autonomía del
teatro como hecho artístico frente a la heteronomía a que se le somete como
hecho social, serán los problemas más debatidos en las querellas de esta pri­
mera mitad del siglo xvn.
Y entre ellas, la más destacada por la personalidad de su autor y por la in­
tervención que se vio obligada a realizar la recién creada Academia Francesa,
será de llamada «querella del Cid», que alcanzará su máxima tensión en 1637
con las Observations sur le Cid, de G. de Scudéry; el Epílogo a La Suivante,
de Corneille; la Lettre a Scudéry sobre Le Cid, de J. L. Guez de Balzac... y se
prolongará hasta 1639, con la Apologie du Théâtre, de Scudéry, la Poétique de
La Mesnardière, y el Discours de la Tragédie, de Sarracín. La intervención de
la Academia podía alcanzar el tono de «censura oficial» y sobre ese peligro y
la posibilidad de emitir un juicio de valor autorizado, frente al juicio del públi­
co que hace fracasar o triunfar una obra, van a discurrir las posiciones de los
que intervienen de uno y otro lado.
En resumen, el siglo xvii abre paso al teatro moderno a través de una po­
lémica en tomo a las normas de la tragedia, que afectará también a la concep­
ción del teatro y sus relaciones, de una parte, con la vida que oscila entre el
barroco y un clasicismo normativo, y de otra parte, con el genio y la inspira­
ción del poeta, que todos colocan en primer lugar. A pesar de las «querelles»,
todos los autores, los críticos y los teóricos franceses tienen en común el es­
píritu francés: admiran a los antiguos los partidarios dé los modernos, y valo­
ran a los modernos los defensores de los antiguos. Mairet, el abanderado de
los clásicos, considera a los antiguos enojosos para los franceses, y el moderno
Godeau afirma que admira mucho a los antiguos. Y todos coinciden en sus fi­
nes: dar a Francia la primacía en el teatro, paralela a la primacía política que
procura Richelieu (Dotoli, 1987).

LA «QUERELLE DU CID»

Aunque la «querelle du Cid» se suele presentar como una polémica más


dentro de la «querella de Antiguos y Modernos», centrada en tomo al tema de
las unidades dramáticas, es más bien una toma de conciencia, por primera vez
en Francia, sobre el valor del texto dramático, y viene a inaugurar lo que será
una constante en la cultura francesa: que el crítico sea a la vez escritor
(Diderot, V. Hugo, Baudelaire, Proust, Sartre, Malraux...). Las reflexiones que
los autores realizan sobre los textos literarios descubren la gran riqueza de
292 Poéticas clasicistas y neoclásicas

matices, formales y de pensamiento, que tiene la creación literaria. E induda­


blemente el antecedente de esta actitud reflexiva ante la obra lo tenemos en
Corneille y sus escritos a propósito de las reacciones suscitadas por su teatro,
en particular en tomo al Cid.
Efectivamente las polémicas alcanzan la máxima tensión en 1637 a pro­
pósito del estreno del Cid y el tema básico de la discusión será el concepto de
mim esis y el de verdad frente a verosimilitud, es decir, el de las relaciones de
historia y literatura, con todas sus implicaciones sobre las posibilidades del
conocimiento humano y de la palabra para reproducir la realidad. Y en rela­
ción con este tema surgirá el referente al papel del público como árbitro de
valores dramáticos: si el público se interesa más por la verdad o por la vero­
similitud, ¿cuál ha de ser la posición del dramaturgo? Sutilmente se añaden a
la discusión sobre los preceptos estructurales, es decir, los referentes a las
formas de la tragedia, otras cuestiones éticas, sociales y políticas, que se cen­
tran en los derechos del público para declarar buena o mala una obra (gusto-
concepción hedonística), frente a la competencia de la censura por parte de los
poderes políticos, frente a los juicios de personas competentes, literaria o insti­
tucionalmente apoyados en la utilidad (didactismo, ejemplaridad) que los
mismos poderes señalan para la creación artística literaria. Y lógicamente, al se­
ñalar las competencias del juicio valorativo de uno y otro lado (público, pode­
res sociales), se toma postura también por la libertad del teatro y su autonomía
respecto a los poderes institucionalizados, o bien por su heteronomía y su so­
metimiento a las orientaciones del poder político, religioso, o de cualquier otro
signo.
La dramaturgia cambia a partir de este debate: las teorías y las obras dra­
máticas invaden París desde ese momento y la querella alcanza una enorme di­
fusión. El debate sobre el Cid revela el grado de complejidad y la riqueza que
el pensamiento estético había alcanzado en Francia con las poéticas y las dis­
cusiones sobre literatura en la primera mitad del Gran Siglo. La querella no se
limita a las reflexiones sobre el modo de hacer teatro y de conseguir las finali­
dades propias de la tragedia (la catarsis), sino que, pragmáticamente conside­
rado este fenómeno, también nos pone en relación con una actitud política, la
de Richelieu, que pretende señalar un lugar al teatro en una sociedad que or­
ganiza todos sus elementos constitutivos hacia el mismo fin: hacer de Francia
el Estado modelo para Europa. El teatro interesa a los poderes públicos del
momento no sólo por razones de gusto, sino también como instrumento para
organizar un consenso básico sobre las instituciones fundamentales (Monar­
quía, Iglesia, Estado) y para crear corrientes de opinión favorables a las tesis
oficiales.
Desde esta perspectiva hay que recordar que el Cid fue juzgado por una
comisión de la Academia Francesa, y que esta institución era oficialmente
protegida por Richelieu: el primer artículo de los estatutos declara que «per-
Poéticas clasicistas en Francia 293

sonne ne sera receu dans l’Académie, qui ne soit agréable à Monsieur le Pro­
tecteur, et qui ne soit de bonnes moeurs, de bonne réputation, de bon sprit, et
propre aux functions académiques»; y otros artículos reiteran la sumisión de la
Academia a la Iglesia, al Príncipe y al Estado.
Desde una vision estrictamente histórica, la «querelle» surge por la reac­
ción irritada de G. de Scudéry y otros autores ante la vanidad de Corneille en
la Excuse à Ariste, pero el tono de la polémica entre los defensores y detracto­
res, no parece justificado ni por el éxito de Le Cid, ni por sus presuntos con­
tenidos inmorales, ni la presunta apología del duelo, o los pretendidos conte­
nidos pro españoles de la tragedia, ni siquiera por la improbable envidia de
Richelieu. La polémica del Cid, aparte de estar encuadrada en el marco más
general de la «querella de Antiguos y Modernos» y de los problemas de prác­
tica y de teoría dramática que se debatían en ella, hay que interpretarla en un
marco político y cultural más amplio, el de la Francia del Gran Siglo. Ninguno
de los argumentos que se debatieron explica el tono de la polémica, que fue
apasionado por parte de unos y otros. Los argumentos que se esgrimieron fue­
ron los citados, pero el tema latente era de tipo político, o en todo caso de las
relaciones del arte con el poder político.
G. de Scudéry tomó la defensa de los fines morales del teatro ante la
conducta de un personaje que, como Jimena, persiste en amar al matador de
su padre, y ante los diálogos en que el Conde hace confidencias a Elvira,
dama de Jimena, que es de condición más baja, pues no pertenece a su ran­
go. Estos personajes o estas relaciones no resultan conformes con los cáno­
nes ideológicos, morales, sexuales y sociales de tipo universal que debía ob­
servar el teatro, según una norma que excluye de los caracteres dramáticos
los comportamientos que tienen valor individual en la vida cotidiana, o la
norma que manda guardar las distancias entre las clases sociales: estos per­
sonajes y esos comportamientos fuera del canon, por más que sean reales,
no pueden ser propuestos en una obra de teatro como modelos de conducta a
la sociedad. Los personajes de una obra dramática han de ser verosímiles en
razón de su papel y de la finalidad del teatro. Si la historia del Cid había su­
cedido realmente en España, lo que nunca debía haber hecho Corneille era
elegirla como tema dramático, ya que literariamente no es verosímil. Con
estos argumentos se opone el arte verdadero (conforme a la realidad) al arte
verosímil (conforme a las normas literarias y al fin que procura la tragedia:
servir de ejemplo).
No obstante, el éxito alcanzado por la obra en su estreno permitía justificar
la defensa del Cid a los que asignan al teatro un fin lúdico, que cumplía am­
pliamente, pues nadie dudaba del placer que el público recibía en las represen­
taciones con una historia real y verdadera, a pesar de su «inverosímil inmora­
lidad»; y trataron de explicarse y de justificarse las conductas de los
personajes en nombre de su realidad histórica: ¿cómo puede considerarse inve­
294 Poéticas clasicistas y neoclásicas

rosímil lo que ha sido real?, la desviación de la norma general es precisamente


lo característico de la realidad, y lo que la individualiza: en las obras históricas
los hechos son como son y no pueden cambiarse.
Los argumentos de los detractores y de los defensores se apoyaron ini­
cialmente en estas oposiciones «verdad / verosimilitud», «hedonismo / utilita­
rismo», pero está claro que el debate alcanzaba a otros aspectos más profundos
del teatro y de sus funciones sociales. Là verdad produce placer, la ejemplari-
dad procedente de la verosimilitud de los caracteres es útil para la sociedad. Es
preciso decantarse por los términos en consonancia de estas oposiciones.
Y efectivamente, el éxito del drama de Corneille, como el de otros con­
temporáneos, fue la ocasión de plantear algunos de los problemas más intere­
santes del teatro, principalmente de su génesis, centrado en el proceso que lo
genera, la mimesis, y en la finalidad que se le atribuye: hedonística o didácti­
ca, en relación con una concepción lúdica o política del teatro, o más bien, in­
sistimos, de su autonomía (busca el placer solamente), frente a su heteronomía
(puede ser utilizado por los poderes políticos para orientar las preferencias del
público, según razones de Estado). El propósito de Richelieu de construir un
Estado-modelo, tiene muy en cuenta lo que resume perfectamente la frase de
Guez de Balzac: los escritores enseñan «les premiers principes de la politique
et de la morale». El debate teatral entre 1625 y 1639 hay que enmarcarlo en la
afirmación de un estado francés, tal como lo piensa Richelieu, modelo para el
mundo civilizado.
yLa oposición, ya planteada en la Poética de Aristóteles, entre «verdad / ve­
rosimilitud» y resuelta a favor de la verosimilitud y coherencia de la obra de
arte, vuelve a discutirse en nombre del fin moral del teatro y también en razón
de su concepción hedonista / utilitarista. Para algunos críticos resultaba difícil
admitir que el fin moral del teatro quedase vulnerado en nombre de la verdad:
era preferible faltar a la verdad para salvar la verosimilitud artística y buscar,
en todo caso, soluciones alternativas: si Jimena se casa con el matador de su
padre, podría salvarse la moralidad, si se plantea el matrimonio como caso de
necesidad para salvar al Príncipe o al Estado, o bien, hacer que el conde no
muriese de la herida, como creía todo el mundo, o incluso que resultase no ser
el verdadero padre de Jimena, con lo cual se explicaría que ella no tuviese el
sentimiento de piedad filial que debe tener todo hijo en el teatro.... El peligro
que para la moralidad pública podía tener la conducta de Jimena era muy
grande. G. de Scudéry, y también la Academia, formulan una nueva norma, la
de la justicia distributiva (castigo de la maldad y premio de la virtud), que de­
berá presidir la composición de una tragedia, y deberá adquirir «efectos sutil­
mente intimidatorios», centrados particularmente en la defensa de la Iglesia y
de la Monarquía.
Con esta situación social, en ima discusión literaria más amplia, y con esta
ideología como marco de referencias, se le encarga a la Academia Francesa,
Poéticas clasicistas en Francia 295

recién creada, que tome partido y haga un informe sobre el Cid. La Academia
Francesa que empezó como un grupo de nueve amigos que se reunían en casa
de uno de ellos en el centro de París, despertó el interés de Richelieu, que ad­
virtió que si ese grupo se organizaba oficialmente, podría ser un medio para
dominar a los siempre rebeldes escritores. La sesión inaugural de la nueva
institución tiene lugar en 1634 (aunque la carta fundacional del Rey es de
1635). El Parlamento la vio con recelo, porque temía su posible poder o in­
fluencia política, y para dar su visto bueno añade a sus estatutos una cláusula
según la cual su actividad debía limitarse a cuestiones sobre la lengua, y a juz­
gar los libros de los mismos académicos o aquellos que se le propongan para
que los juzgue. Algunos escritores, como Guez de Balzac la consideran como
instrumento de la tiranía sobre los espíritus; los odios contra ella serán orques­
tados por la Universidad de París.
Una institución recién estrenada, sometida por sus estatutos a los poderes
públicos, concretamente a la figura de su protector, el todopoderoso cardenal
Richelieu, y que quiere debutar con espíritu de justicia y de independencia
respecto al arte literario, es indudable que debía proceder con pies de plomo al
elaborar su informe que ponía enjuego la autonomía del arte frente a los pode­
res públicos, y por otra parte el éxito del Cid indicaba el apoyo del pueblo a la
independencia de la escena frente a los fines utilitaristas que se pretendían
asignar al teatro. Se ponían en juego exigencias muy diversas, que había que
conciliar: había que salvar, por una parte, las normas clásicas, garantía del ar­
te, y el fin utilitario del teatro, y mantener que los juicios sobre las obras son
competencia de los entendidos, pero, por otra parte, no convenía que la Aca­
demia saliese a la palestra literaria para molestar a un público que ya había
decidido clamorosamente a favor de la obra y además ya no era solamente el
público iletrado, la obra gustaba también en palacio.
Los académicos elegidos para hacer el juicio se mostraron reticentes a
aceptar el encargo; pensaron que la Academia no debía hacerse odiosa por un
juicio. Chapelain, que se había convertido en el representante de Richelieu en
la Academia y presidía la comisión, lo comenta en sus cartas. En una a Guez
de Balzac, se hace eco del rotundo éxito del Cid, que explica por la falta de
madurez del público francés, aún no bien educado en las reglas del arte dra­
mático. Sin embargó, como el éxito llegaba también a la corte y a los ambien­
tes literarios, Chapelain lo explica porque el Cid es mejor en general que el
teatro moderno presentado hasta entonces, aunque sin llegar a tener las cuali­
dades de belleza de un teatro sometido a normas. El problema estaba en cómo
explicar un teatro controlable sin una censura que molestase al público no po­
pular al que había agradado el Cid.
Los estatutos de la Academia limitaban el juicio de ésta a las obras de los
académicos y expresamente decían que no estaba obligada a dar su juicio so­
bre obras de otros autores, ni para censurarlas ni para alabarlas. El informe so­
296 Poéticas clasicistas y neoclásicas

bre el Cid evitará poner en su título la palabra «juicio» y se presentará como


«Sentiments de l’Académie sur le Cid». En julio de 1637 Chapelain escribe al
secretario de Richelieu y le explica que el informe encontrá la mejor solución
para el juicio del Cid procurando valorar positivamente aspectos no esenciales
de la obra, a fin de evitar el riesgo de molestar demasiado a sus defensores, y
poder así juzgarlo más duramente en sus aspectos esenciales. Richelieu impo­
nía un juicio riguroso y la Academia, por su parte, quería asumir un tono ob­
jetivo de juez imparcial. El documento redactado provisionalmente fue cam­
biado por la intervención directa de Richelieu y por la indirecta de su médico
Citois (Florís, 1986).
La Academia coincidirá con G. de Scudéry en que hay que salvar la finali­
dad moral del teatro y en recomendar al autor criterios autocensores, que le
puedan ofrecer desenlaces alternativos para mantener la moralidad necesaria
en el espectáculo, y enumera los tres que ya se habían esgrimido: revisar si
existía vínculo de sangre, y Jimena no sentía el instinto filial porque realmente
el conde no era su padre, así su conducta desnaturalizada quedaría justificada;
hacer que el conde no muriese realmente; y la tercera solución sería justificar
el matrimonio de Jimena con el Cid para salvar a la Monarquía.
La norma de la justicia distributiva (castigo del mal y recompensa de la
virtud), que había enunciado G. de Scudéry en 1637, y que él mismo y La
Mesnardiére habían confirmado en 1639, y también la Academia; la inter­
pretación que hace D’Aubignac de la doctrina de la verosimilitud en la
Dissertation sur l ’Oedipe, di Corneille (1663), coinciden en señalar como
exigencia primera del teatro la salvaguardia de la Monarquía absoluta, y no
se molestan en disimular la manipulación que esto supone respecto a la
creación dramática. El mismo D’Aubignac en su Projet pour le Rétablisse­
ment du Théâtre François, publicado en 1657, pero escrito cuando aún vivía
Richelieu, propone la creación de un cargo de «Director, Intendente o Gran
Maestro de los Teatros y de los Juegos Públicos en Francia», cuya misión
sería procurar que el teatro se mantengan dentro de los límites de la honesti­
dad. La querella del Cid termina, pues, con el éxito clamoroso de la obra y
con la amenaza de una censura institucionalizada.

3. L as P oéticas

Las normas clásicas se imponen hacia 1640, después de las «querellas sobre
Antiguos y Modernos» y sobre el Cid. Jules de la Mesnardiére publica en 1639
su Art Poétique (un volumen sobre tragedia y elegía); el abad d’Aubignac publi­
ca en 1657 su Practique du théâtre-, Colletet, en 1657, su Discours du poème bu­
colique y después un Traité du sonnet y un Discours sur l ’épigramme; son poé-
Poéticas clasicistas en Francia 297

ticas parciales que recogen ideas de las querellas, de los salones y del ambiente
en general. Las poéticas completas más conocidas serán la del P. Rapin y, sobre
todas, la más celebrada, la de Boileau, aquella en prosa, ésta en versos alejandri­
nos. No son obras aisladas que propongan los cánones clásicos desde un ambien­
te de estudio o elitista, son la voz de su época, que sintetizan las principales ideas
sobre el teatro, que llenan la primera mitad del siglo, y recogen también los con­
ceptos sobre la literatura en general, su origen y sus fines, sobre la lírica y sus
formas y sobre la épica. Vamos a analizar someramente las principales ideas so­
bre el teatro de J. de la Mesnardière para pasar en otro apartado a la exposición
de los problemas que plantean la de Boileau y la de Rapin. Las tesis aristotélicas,
a través de las interpretaciones y comentarios de los italianos del Renacimiento,
alcanzan en estas poéticas su expresión más dilatada; con la poética de Luzán en
España, cierran el ciclo de las que llamamos poéticas miméticas, debido a que
sus formulaciones sobre los muchos aspectos de una poética son más o menos
diversos, pero todas coinciden en señalar como principio generador del arte la
mimesis.

LA POÉTICA DE LA MESNARDIÈRE

En 1640 Jules de la Mesnardière publica en París, Chez Antoine de


Sommaville, y con privilegio real, La poétique. En el «Discours» o prólogo
justifica su obra con argumentos directos: en la polémica sobre la finalidad del
arte (placer / utilidad), toma la postura de que lo placentero y lo útil «no son
cosas diversas», porque nuestra alma recoge con avidez los conocimientos que
le agradan; nadie duda de que la poesía es una ciencia agradable que ofrece
enseñanzas y propone preceptos en un lenguaje dulce. Algunos quieren reducir
la poesía sólo a lo agradable, y entre ellos, el más destacado Castelvetro, que,
a pesar de haber dedicado toda su vida al estudio de la poesía, limita su objeto
a divertir al pueblo, y además al pueblo ignorante, «il quale non intende le ra­
gioni». La Mesnardière cree que no debe ser así: la tragedia tiene un fin prác­
tico, que es lograr la tranquilidad del alma calmando las pasiones, e incluso la
comedia, que parece hecha para divertir, es útil para corregir las costumbres;
también el poema épico y la lírica están hechos para refinar sentimientos y pa­
ra complacer, pero no al pueblo grosero. El arte literario exige fines más ele­
vados que entretener al público ignorante, por más que lo diga un comentarista
de la altura de Ludovico Castelvetro.
La Mesnardière escribe su Poética precisamente para demostrar la nobleza
de cada una de las formas de la poesía. La tragedia enseña a los tiranos que los
dioses del cielo observan sus violencias y pueden descargar su cólera sobre
ellos, y va destinada a las clases cultas y nobles de la sociedad. El pueblo no
es capaz de encontrar placer en una fábula bien hecha, en un sentimiento bien
298 Poéticas clasicistasy neoclásicas

expuesto. El placer del pueblo vulgar puede conseguirse con los saltimbanquis
italianos y sus saltos peligrosos: los Zannis, los Pantalons, y actores de esta
estofa son suficientes para alcanzar este fin; no tiene razón «Lope de Vega
Carpio, esprit fort inteligent, et seulement condamnable pour n’avoir pas em­
ployé les meilleures façons d’écrire dans ses Ouvrages de Théâtre, encore
qu’il les ait touchées dans l’Art qu’il a composé pour les Poètes de sa nation;
ne rend point d’autre raison de sa vicieuse pratique, et de ses fautes volontai­
res, sinon qu’il a voulu plaire à la multitude ignorante, presque en toutes ses
Comédies; qu’elle n’auroit point estimées, si elles avoient été parfaites, et
formées selon les Règles. Porque corne (sic) las paga, es justo / hablarle en
necio, para darle gusto». Lope se equivoca al señalar esa finalidad al teatro,
como se equivoca Castelvetro.
La Mesnardiére alude continuamente a Castelvetro del que dice que entre
los italianos que han tratado de poética, su obra sería admirable «si la pasión
de contradecir al más sabio de los hombres, no le hubiese inspirado tan extra­
ñas opiniones», como son el decir que la poética es un arte que no puede ser
comprendido, y que Aristóteles es un sofista, que se mete a discurrir sobre co­
sas que no entiende. Ante tales afirmaciones el lector no sabe si seguir a Aris­
tóteles por su autoridad, o creer a Castelvetro y lo que puede hacer es guiarse
por la razón y no encantarse por los antiguos por el hecho de serlo ni condenar
a los modernos por ser modernos. La facultad de la razón es de todos los tiem­
pos, habla todas las lenguas y puede vivir en todos los países y a ella hay que
atenerse para dar a cada uno su razón.
La Poética de J. de la Mesnardiére está dividida en doce capítulos, cuyos
títulos nos advierten que no estamos ante una poética general, a pesar del pri­
mer capítulo, sino ante un tratado de la tragedia, siguiendo en parte la Poética
de Aristóteles, pues se refiere a las partes cualitativas de la tragedia solamente:
I. La Naturaleza de la poesía.
II. División del poema dramático en dos especies.
III. La tragedia y su definición.
IV. Las partes cualitativas de la tragedia.
V. La fábula, parte principal de la tragedia.
VI. Especies de fábulas.
VIL Partes de la fábula compleja.
VIII. Las costumbres.
IX. Los sentimientos.
X. La palabra.
XI. La disposición del teatro.
XII. La música.

Llaman la atención algunas afirmaciones de La Mesnardiére: si las obras


no son muy buenas son insoportables, la belleza mediocre no se puede sufrir.
Poéticas clasicistas en Francia 299

También afirma que los autores de poética en general tienden a dar preceptos
y hablan imperiosamente, sin embargo, Aristóteles no nos obliga jamás a
aceptar sus ideas, se limita a exponerlas sobre razones poderosas, y talmente
parece que la razón sea la voz de Aristóteles.
Las especies del teatro son la tragedia, cuya etimología e historia recoge
La Mesnardiére, la comedia y la tragicomedia, nombre que no utilizaron nunca
los antiguos griegos y aparece con Plauto en referencia a su Anfitrión.
Para la tragedia acepta totalmente la definición de Aristóteles: «tragedia es
la representación seria y magnífica de una acción funesta, completa, de gran
importancia, y de razonable extensión; no sólo por el discurso, sino por la
imitación real de las desgracias y los sufrimientos, que produce por sí misma
terror y piedad, y que sirve para moderar estas dos pasiones del alma», porque
resulta que es aplicable a la tragedia moderna si se prescinde de la música y
del ritmo, que no son elementos esenciales en la tragedia.
Siguiendo también en forma directa a Aristóteles, señala La Mesnardiére
seis partes en la tragedia llamadas de cualidad, para diferenciarlas de las que
determinan su extensión. Son la fábula, las costumbres, los sentimientos, el
lenguaje, el aparato o disposición del teatro y la música. La fábula es la acción
que el poeta debe imitar, va acompañada por las costumbres que le convienen,
y éstas causan los sentimientos que les resultan adecuados.
La fábula dramática es propiamente la estructura del tema y constituye el
principio y alma de la tragedia, ya que es el elemento más importante. La fábu­
la contiene las cosas que el poeta debe imitar; el discurso es el instrumento
con el que se imitan; y la representación directa es el modo de imitarlas. La
fábula y el discurso expresan los sentimientos del poeta; los gestos y la palabra
son movimientos del actor.
La tragedia es una imitación, pero no de un hombre, sino de la acción de
un hombre, y es necesario que tal acción sea importante y destacada. Por eso
es conveniente que las tragedias versen sobre acciones de reyes, de príncipes,
princesas y de gobernantes de los imperios que gocen de una gran felicidad y
sufran un cambio total, y mejor si se trata de sucesos conocidos en la historia
para que el espectador pueda reconocerlos. Conviene también, siguiendo a
Aristóteles, que el personaje no sea ni absolutamente bueno, ni soberanamente
injusto, porque no está bien que parezca merecer los infortunios que le suceden.
Es necesario también que el héroe infortunado de la tragedia no sea des­
graciado a causa de sus imperfecciones, sino por haber realizado un error que
merece ser castigado (hamartía). En este punto el poeta debe tener en cuenta
la moral y dar buen ejemplo, no como ocurre en la Medea donde el héroe es
pérfido y la heroína asesina de príncipes, que además son sus hijos, y ni uno ni
otra son castigados en su persona.
Si bien la tragedia tiene como efectos propios el suscitar la compasión y el
temor, no debe producirlos de la misma manera: el temor debe ser menor que
300 Poéticas clasicistas y neoclásicas

la compasión, porque el temor es siempre desagradable en la escena y no debe


presentarse más que en temas que lo exijan, como parricidios, incestos, y crí­
menes de este tipo; la compasión es, por el contrario, un sentimiento dulce
suscitado por personajes imperfectos, menos culpables que desgraciados. Hay
que tener en cuenta también que Aristóteles habló de éleos y As fabos, es de­
cir, compasión y temor, pero no de horror, como dicen algunos tratadistas a
partir de la traducción al latín horror, que significa temor y horror, las dos co­
sas. El temor y el horror son pasiones diferentes y no deben ser confundidos
por los teóricos del teatro.
Otro de los problemas que trata ampliamente La Mesnardiére es el de las
relaciones «verdad-verosimilitud», y piensa, como Aristóteles, que es preferi­
ble lo falso verosímil a lo verdadero difícil de creer. Por esta razón el Filósofo
prefiere la poesía a la historia, aunque algunos consideren a ésta «maestra de
la vida», porque el poeta puede exponer lo universal y no está obligado a sal­
var lo particular. Hay varias especies de verosimilitud: a) la ordinaria, que de­
riva de las cualidades naturales, como el amor, la crueldad, también las con­
diciones de vida, los atributos propios de la edad de los personajes, la nación,
la fortuna, etc; b) la rara o extraordinaria, porque se presenta pocas veces, y no
es propia del teatro.
Sea la fábula verdadera o inventada, lo importante es que los motivos se
sucedan unos a otros por necesidad y que no haya nada superfluo. Y basándo­
se en esta norma, se deduce inmediatamente la necesidad de la unidad de ac­
ción-. puesto que todos los motivos tienen que estar perfectamente ligados, una
fábula no puede imitar más que una sola acción y es necesario ver qué episo­
dios le corresponden y cuáles sobran; y de aquí deriva también la unidad de
tiempo: si el poeta es suficientemente experto para meter todos los incidentes
en el mismo tiempo que dura la representación, merecerá toda la alabanza,
siempre que esto no origine confusión; pero si para presentar todos los inci­
dentes necesarios en ese corto tiempo es inevitable la confusión, es preferible
ampliar los límites del tiempo y prolongar su tema a lo largo de un día de
veinticuatro horas, y aún si algún incidente que exceda ese tiempo merece ser
presentado, puede ampliar un poco más, pues es una licencia que han aprove­
chado los poetas antiguos y que Aristóteles admite. Después de estas preci­
siones y concesiones, no alude aquí a la unidad de lugar, si bien vuelve a ella
en uno de los últimos capítulos, como veremos.
La conclusión de las disertaciones que razonablemente siguen a Aristóteles
es que si el tema se desarrolla de acuerdo con estas «reglas divinas», las obras
resultan maravillosas.
Entrando ya en particularidades, el capítulo VI está dedicado a «Las espe­
cies de fábulas». Existen dos tipos de fábulas, la simple, en la cual el héroe
llega a la desgracia poco a poco; y la compuesta en la que los infortunios pro­
ceden de accidentes imprevistos que complican la historia y mantienen el inte­
Poéticas clasicistas en Francia 301

rés. Sus partes son tres, muy bellas, la peripecia, la anagnorisis y las pasiones.
La peripecia es el cambio debido a un suceso imprevisto. No señala La Mes­
nardiére si es para mal, pero tiene que ser así porque no sería lógico al co­
mienzo, sino al desenlace un cambio de mal para bien. Lo que sí afirma decla­
radamente es que una fábula no puede incluir más que una peripecia.
La agnición, o reconocimiento, es «un sentimiento de la memoria y de la
imaginación, por el cual el entendimiento reconoce una cosa de la que no se
había apercibido»; puede basarse a muchos signos: objetos, señales corporales,
el discurso, una carta, etc., y la mejor que el propio tema lo produzca, como
ocurre en Edipo rey.
Las pasiones {ethos) «son los sentimientos llenos de tristeza y dolor, con lo
que se agita nuestra alma al recibir los objetos que le ofrece la obra, sea por el
oído, sea por los ojos, cuando muestra o cuenta acciones lamentables». Es la
parte más excelente de la fábula, ya que es precisamente aquí donde el poeta
conocedor de la elocuencia muestra su habilidad para utilizar todos los recur­
sos que esta ciencia le ofrece para mover el alma de los espectadores a la pie­
dad y al temor.
Las tres partes de la fábula: peripecia, anagnorisis y ethos no son inexcu­
sables y hay algunas obras excelentes en las que concurren la peripecia y las
pasiones, sin que haya anagnorisis, y otras en las que falta la peripecia. Las
mejores obras son aquellas en las que concurren las tres partes. El ethos debe
ir aumentando progresivamente, pues si se estanca va a menos: la forma de
destruir las pasiones es estancarlas. Por útimo añade La Mesnardiére que la
anagnorisis debe producir un cambio en la fábula.
Por costumbres se entienden: «unas poderosas inclinaciones que obligan a
la persona a descubrir por su conducta su alma, y aparecer como es». Las
costumbres deben concordar con el carácter y, aunque en la vida los malvados
pueden ser felices y los muy virtuosos e inocentes pueden sufrir, en la tragedia
no conviene que se ponga así: Hipólito es demasiado virtuoso para morir, Fe­
dra es demasiado criminal para suscitar compasión, Egisto y Clitemestra,
adúlteros y parricidas, merecen castigo ejemplar.
Al exponer las costumbres en relación a los caracteres debe tenerse en
cuenta que lo universal cede ante lo particular, según la intención de la fábula,
y si hay que poner un español en un personaje modesto, no hay por qué consi­
derar que la nación es insolente, porque, a pesar de las costumbres propias de
cada país, se encuentran españoles que son buena gente, corteses, civilizados y
moderados, de la misma manera que se encuentra entre los franceses gentes
que no son ligeras, como dicen los extranjeros que son los franceses (124). Es
necesario que el poeta tenga en cuenta la propiedad de las costumbres, así no
debe poner una mujer sabia o un criado juicioso, porque no es verosímil.
A estas alturas de su exposición introduce La Mesnardiére unas «Con­
troversias teatrales», en las que a lo largo de más de ochenta páginas (142-
302 Poéticas clasicistasy neoclásicas

216) argumenta acerca de seis «cuestiones» en las que Castelvetro discute


juicios y opiniones aristotélicas sobre cómo han de ser los personajes trágicos,
si pueden ser extremadamente malos o han de ser excesivamente virtuosos y
cómo han de ser castigados o premiados adecuadamente. Aristóteles plantea
estas circunstancias en relación a la eficacia trágica, pues un héroe excesiva­
mente perfecto no suscita piedad del público, que no se siente identificado con
él, y uno excesivamente malvado tampoco suscita la compasión porque su
castigo parecerá justo. Los comentarios de Castelvetro se refieren más bien a
cómo las costumbres han de ser presentadas en escena y encamadas en los
personajes. La Mesnardiére muestra cómo Aristóteles es consecuente en sus
juicios con sus postulados, pues pide que las costumbres sean buenas, propias,
semejantes e iguales y de acuerdo con estos rasgos juzga a los personajes que
como Menelao son discutibles en sus actuaciones en diversas obras.
Pasa luego a analizar los sentimientos y se extiende con muchos ejemplos
del teatro griego y también del español: sentimientos violentos, abusivos...
Entre éstos señala como profanaciones horribles y grotescas las alusiones a los
santos en las comedias españolas e italianas. Los sentimientos desiguales, los
sentimientos inciviles, los sentimientos deshonestos, los sentimientos horri­
bles, todos son repasados con ejemplos en obras clásicas, con personajes que
son sujetos de tales sentimientos.
Después de haber repasado los contenidos, se trata de su expresión, lo que
Aristóteles denomina la «dicción». Para hacer sus obras es necesario que el
poeta conozca la retórica. Los discursos pueden ser apasionados, si expresan
el dolor, la cólera, el amor o los celos; los discursos indiferentes expresan un
estado de alma tranquila, capaz de razonar. El estilo del poeta debe ser diver­
so, de acuerdo con sus contenidos. También puede hablarse de sentimientos
necesarios o no necesarios. Vuelve aquí La Mesnardiére a hablar de las pasio­
nes, de las costumbres, de las sentencias, etc.
Aunque es más propio de una teoría sobre el relato, La Mesnardiére dedica
cierta extensión a analizar las cualidades que deben tener los narradores, los
que no toman parte en los hechos, es decir, las «personas indiferentes» que, en
todo caso, deben mostrar piedad hacia las desgracias que cuentan, y no pueden
entretenerse describiendo cosas hermosas cuando hay sentimientos; y las «per­
sonas interesadas», que no pueden limitarse a describir sus propios infortunios
o los de sus amigos. Estas ideas parecen preludiar las teorías actuales sobre los
narradores heterodiegéticos y homodiegéticos.
Particularmente interesante resulta el capítulo dedicado a la escenografía o
disposición del teatro que se abre con una declaración un tanto moderna: «es
una parte esencial del poema, en tanto que poema dramático», y corresponde a
los autores, no a los actores. El autor dramático no debe dejar esta parte de su
poema en manos de los actores, porque es preciso que cada poema digno de
ser representado tenga su decoración propia y no se sitúen impropiamente los
Poéticas clasicistas en Francia 303

lugares, Roma en Constantinopla, o Jerusalén en Atenas... El lugar donde


transcurre la acción debe ser apropiado y no poner el despacho de un rey, por
ejemplo, abierto a todos los vientos, como si fuese una plaza pública. El esce­
nario, es decir, el lugar donde transcurre la acción, denota generalmente una
ciudad entera, un pequeño país, o una casa y es necesario que cambie según
las escenas. Si la acción pasa a la orilla del mar conviene que la escena sea
marítima y tenga algún indicio de que la mar está cerca, porque si no el espec­
tador se la imaginará lejos. La escena podrá estar dividida en varias habitacio­
nes mediante diversos frontispicios, puertas, columnas o arcos. Si hay confu­
sión de espacios, la obra puede resultar absurda o ridicula. Las prisiones deben
parecerlo, las grutas igualmente deben ser grutas. La dificultad que se ofrece
es cómo podría el espectador ver lo que ocurre dentro, por ejemplo, en el caso
de la muerte de Antigona. El autor dispondrá que haya rocas dentro, que el
cuerpo de Antigona se ponga en la parte de arriba donde haya un respiradero,
y así podrá verse. En realidad la elección del lugar escénico debería ser la pri­
mera elección del autor que se dispone a hacer una obra, porque así tendrá
ante los ojos lo que puede hacer si es un lugar pacífico y tranquilo, si es pe­
queño, o si por el contrario es el campo abierto. En Grecia existía el cargo de
corega o maestro de decoraciones, que se encargaba además de regir las en­
tradas y salidas y los movimientos de los actores.
Parecen un poco ingenuas estas escenografías, y un tanto inexactos los
datos sobre el teatro griego, pero dan testimonio de la importancia que La
Mesnardière da a la representación y al texto espectacular en general.
Lo que llama «Unidad de Escena» (419) parece referirse a la unidad de lu­
gar, pero vinculándola a la escenografía, ya que dice que la obra no puede
moverse a no ser a lugares que no estén lejos, a los que se pueda llegar en po­
co tiempo y expresamente afirma: «La regla más importante del teatro, es la de
la simplicidad del lugar, es decir, su desnudez».
El capítulo XII y último, dedicado a la música, repasa las formas en que se
usaba entre los griegos, y afirma que la metabolé es el cambio de ritmo musi­
cal.
Cierra el tomo anunciando que escribirá ima segunda parte, y después del
privilegio real vuelve a decir que «la primera parte de la Poétique ha sido aca­
bada el 26 de octubre de 1639», pero yo creo que nunca más se supo de la se­
gunda.

« l ’ a r t POÉTIQUE», DE NICOLÁS BOILEAU

L ’A rt poétique se publica en 1674, aunque tenemos noticia de que Boileau


venía trabajando en ella desde 1669 y había leído algún pasaje a sus amigos, a
los que causaba admiración la perfección de sus versos.
304 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Si la primera parte del siglo x v i i se había caracterizado por las querellas, la


publicación de prefacios y de cartas en las que se discutieron con apasiona­
miento los temas concernientes al teatro, en la segunda mitad era frecuente la
asistencia a salones y tertulias y el intercambio de ideas en discusiones verba­
les (P. Rapin, el abad Fleury, Pellisson, Bossuet constituían una especie de pe­
queña academia). En este ambiente se perfila la poética de Boileau, donde se
radicaliza la postura de los normativistas, con unas ideas que pueden conside­
rarse continuación de la poética clásica y concretamente de la de Horacio,
cambiando el tono de consejo por el de norma. Es la primera vez que en Fran­
cia se formula una doctrina literaria en conjunto; parte de un concepto de lite­
ratura y formula unas normas que habían sido aplicadas antes y habían sido
discutidas en términos parecidos desde el Renacimiento. Son enunciados que
se ofrecieron en la Poética de Aristóteles para describir hechos, formas y re­
laciones en obras de teatro ya realizado, que fueron incorporadas a la cultura
romana y expresadas en verso como consejos por Horacio, que se convirtieron
en dogmas en lecturas posteriores, y que se consagraron como intocables en
los salones franceses de la época.
El P. Rapin preparaba también por esos años sus Réflexions sur la «Poéti­
que» d ’Aristote, que aparecerían en 1673, con las que L ’Art poétique tenía
muchas coincidencias, aunque se diferencian por la forma: la obra de Boileau
está en verso porque tenía intención de escribir una obra amena para dirigirse
no sólo a los doctos, sino a un público más amplio, que juzga según su gusto y
su bon sens sin conocer necesariamente las doctrinas de Aristóteles y de sus
comentadores, y pretendía que pudiese leerse con placer, que fuese didáctica
pero no pedante, y que fuese nueva en Francia.
Boileau reconoce expresamente su deuda con Horacio: «en mi obra, que
tiene 1.100 versos no hay más de 50 ó 60 imitados de Horacio. No se puede
hacer mayor elogio del resto que considerarlo del gran poeta».
R. Bray (1926) ha demostrado la enorme actividad crítica desarrollada en
el siglo XVI, particularmente en Italia, en tomo a la Poética de Aristóteles. En
Francia no hay nada parecido hasta la segunda mitad del siglo xvi, y el auge
del interés por la poética dramática no tendrá lugar hasta la primera mitad del
XVII.

Forma y estructura de la «.Poética» de Boileau

L ’A rt Poétique es un poema de 1.100 versos alejandrinos (en pareados:


reglones como surcos de pardas sementeras), divididos en cuatro cantos (de
232; 202; 428 y 236 versos respectivamente). El primero de los cantos trata
cuestiones de tipo general; el segundo está dedicado a los que llama géneros
menores; el tercero, quizá el más interesante, y desde luego, el más extenso y
discutido, está dedicado a la tragedia, al poema épico y a la comedia, en este
305
Poéticas clasicistas en Francia
orden; el cuarto vuelve a los consejos generales y expone los gustos literarios
del autor.
Boileau declara su intención de conseguir una obra agradable, y para ello
introduce digresiones (sobre la descripción, condenando lo burlesco, en el I),
hace consideraciones históricas (sobre el verso francés, I, sobre la. sátira, II,
sobre la tragedia y la comedia, III), incluye alguna anécdota (el médico de Flo­
rencia, IV), discurre sobre imitaciones de modelos antiguos (repaso de las
edades, III; misión civilizadora de la poesía, IV). Quizá para no hacerlo pesa­
do, quizá para darle mayor énfasis, el tema de la crítica lo trata en dos cantos
(el primero y el último), dando así una estructura circular al poema con el mo­
tivo que lo justifica. También puede advertirse que a veces cambia de tono, y
alterna el tono crítico con el histórico o el preceptivo, como si fuese una obra
de creación, no de argumentación o preceptiva.

Materia de los cantos


No resulta difícil, a pesar de la forma metrificada y del intento de darle un
tono y un discurso entretenido, hacer una relación de los temas que trata cada
uno de los cantos, ya que tienen una expresión clara en sus referencias a las
obras:
I: Los principios generales de la poesía
Necesidad de la inspiración.
Vocación y géneros.
Preminencia de la razón.
Condena del exceso de fantasía.
Necesidad de variar el tono y condena de lo burlesco y el énfasis.
El verso: sus leyes; influjo de algunos autores en la formación del verso
francés
Necesidad de seguir el ejemplo de Malherbe en la pureza y claridad del
estilo (la claridad por respeto a la razón; la pureza por respeto a la
lengua).
Necesidad de un trabajo lento y escrupuloso.
Cualidades de una bella obra.
Necesidad de someterla a la crítica de los prudentes.
Sátira contra el escritor demasiado satisfecho de sí mismo y de su obra.

Los puntos más destacados se refieren a las cualidades del autor (la inspi­
ración, la adecuación del autor con el género que elige, el trabajo, la modestia
como cualidad que le permite seguir modelos buenos, someterse a la valora­
ción de los críticos prudentes y no dejarse llevar de los aduladores a fin de no
sentirse demasiado satisfecho de su obra), a la obra realizada (que ha de aspi­
rar a la belleza formal, ha de someterse al predominio de la razón y ha de huir
306 Poéticas clasicistasy neoclásicas
de todo exceso de fantasía), y a los lectores (tener en cuenta los consejos de
los críticos prudentes y eludir el halago).
Boileau, siguiendo a Horacio (ne quid nimis) censura los excesos de la ex­
presión; aconseja a los autores franceses que dejen a los italianos la locura
brillante de los falsos brillos; y cree que es necesario huir de la abundancia
estéril y de los detalles inútiles, porque así lo exige el buen sentido y también
para no romper la unidad del conjunto de la obra.
Respecto al tema, tan controvertido por los años de 1630, de la finalidad
del arte, hedonística o utilitaria, que tanto apasionó en la querellas sobre tea­
tro, Boileau toma partido resueltamente por las concesiones al público, acon­
seja buscar el amor del público y escribir en forma variada, porque el estilo
demasiado uniforme «nous endorme»; hay autores «qui toujours dans un ton
semblent psalmodier». En resumen, aconseja: «n’ofrez rien au lecteur que ce
qui peut lui plaire» (103). Con lo que viene a resultar la síntesis de lo que de­
fendían los dos bandos, que tan enfrentados parecían en la primera mitad del
Gran Siglo, y que el buen espíritu francés termina por conciliar.
II: Los géneros menores
El idilio, los excesos que deben evitarse y modelos que deben seguirse.
La elegía: condena del preciosismo en nombre de la sinceridad y la
emoción.
La oda: el orden de la composición.
El soneto, el epigrama, el rondó, la balada y el madrigal.
La sátira: su evolución.
El vodevil.
Precepto final: el poeta debe ser y permanecer modesto.

Este segundo canto es más que una preceptiva una descripción de los gé­
neros menores tal como los venía cultivando la literatura francesa. Está dedi­
cado a los poemas líricos y desgrana las exigencias particulares de cada Uno;
se ocupa con extensión del soneto «de rigurosas leyes».
III: Los géneros mayores
a) La tragedia
Doctrina de la imitación, retórica y emoción.
Reglas particulares: la exposición; la regla de las tres unidades.
Lo verdadero y lo verosímil.
La fábula, la intriga, el desenlace.
Evocación histórica del comienzo de la tragedia en Grecia.
El teatro en Francia, el amor por la tragedia.
Carácter del héroe trágico.
Los caracteres; su tono adecuado; persistencia y unidad.
La crítica.
Poéticas clasicistas en Francia 307

b) El poema épico
La alegoría y ornatos de la epopeya.
Condena de lo maravilloso cristiano en la epopeya.
Defensa de la alegoría en los temas profanos.
Cualidades del héroe épico y del tema épico.
Consejos generales para la narración y la descripción.
El comienzo: Virgilio.
Las imágenes poéticas: elogio de Homero.
c) La comedia
Breve historia de la comedia: su aparición en Grecia.
El autor debe estudiar la naturaleza y la vida para construir bien los
tipos cómicos.
Consejos generales para conducir la intriga.
Condena de la farsa.

No se ve con claridad la razón por la que Boileau coloca la teoría de la


épica precisamente entre las de la tragedia y la comedia. Probablemente quiso
poner seguidos los dos géneros tratados en la Poética de Aristóteles, tragedia y
poema épico, y considera el tratado de la comedia, que no estaba en la obra
conservada, como un complemento necesario, pero añadido, y quizá piensa
que tendrían ese orden: primero el tratado de los dos géneros más solemnes y
luego la comedia.
Este tercer canto es el más polémico porque incluye las normas más radi­
cales y más discutidas, particularmente la de las tres unidades, y también por­
que trata aquellos temas que son más interesantes para la teoría literaria en ge­
neral, por ejemplo el de las relaciones entre la verdad y la verosimilitud
literaria, que habían sido tan controvertidos en la querella del Cid.
IV: La poesía en general
La poesía no soporta la mediocridad.
El poeta debe desconfiar de aduladores y necios y buscar críticos seve­
ros y verdaderos.
El arte debe ser útil y agradable, y debe ser moral.
Defensa de los temas de amor en la escena.
Dignidad del escritor: alejado de las intrigas, sociable y desinteresado.
Función civilizadora de la poesía en los primeros tiempos de la hu­
manidad.
Elogio de Luis XIV y de cuatro escritores contemporáneos.
El papel de Boileau.

Vuelve en este cuarto canto Boileau a insistir sobre las cualidades persona­
les del escritor, sobre la necesidad de que no se vanaglorie demasiado, que
308 Poéticas clasicistasy neoclásicas
atienda a los críticos prudentes y no a los amigos aduladores. Parece que algu­
nas de las afirmaciones que ahora hace sobre la moralidad del arte y su utili­
dad no están muy en consonancia con las afirmaciones anteriores de dar gusto
al público, pero como en todo, la posición del siglo xvn francés, es la de un
compromiso entre el placer estético y la utilidad y moralidad de la obra literaria.

La teoría literaria de Boileau


De la enumeración de los temas que trata L ’A rt Poétique puede deducir­
se una teoría literaria de carácter y tono preceptivo, que encuentra su justifi­
cación en la razón como criterio supremo, en la imitación de la naturaleza
como principio generador del arte, en el buen sentido o buen gusto, como
canon axiológico y en la utilidad y el placer como última finalidad de la
obra literaria.
Los temas que aparecen como centrales en L ’Art poétique son los fun­
damentales de una teoría literaria, y los encontramos aludidos, planteados y
resueltos de modos diversos en los tratados que se publican a lo largo del
siglo. Boileau los desarrolla a su manera y con matices que vamos a desta­
car:
La razón.— El culto por la razón es manifiesto en todo el clasicismo: ra­
zón y buen sentido deben ser los maestros del cultivador de cualquier forma de
literatura: Aimez donc la raison: que toujours vos écrits / empruntent d ’elle
seule et leur lustre et leur prix (37). La razón, que es universal y de todos los
tiempos, es el criterio que debe fundamentar cualquier tipo de normas. Para al­
canzar el bien absoluto y aprender a pensar bien, el escritor debe someterse a
la razón y asimilar el conjunto de preceptos proclamados por ella. Cualquier
otra facultad humana tiene menor alcance que la razón, es más parcial y de
menor categoría; por esto, la imaginación y la fantasía deben ceder siempre el
paso a la razón. Los poetas que abandonan la razón seducidos por las facilida­
des de la fantasía en busca de la originalidad, generalmente se alejan del arte y
sólo alcanzan falsos oropeles, como les ocurre a los italianos, o bien cae en la
grosería de los autores españoles. La universalidad de la razón garantiza su
preeminencia, y las normas que de ella derivan están justificadas siempre, de
modo que el arte de la poética alcanza un valor general solamente si se apoya
en la razón. Igualmente el buen sentido ha de guiar las formas y temas elegi­
dos para no caer en excesos: tout doit tendre au bon sens (45).
Todo está, como podemos comprobar, bien argumentado: se pasa de una
razón a otra, lógica y coherentemente, si se admite cada uno de los enuncia­
dos, sin embargo, las normas que da Boileau no parecen fundamentarse tanto
en la razón como en la voluntad, que se había ido formando mediante criterios
axiológicos, es decir, basados en el gusto de los comentaristas de Aristóteles y
de Horacio; las normas que L ’A rt poétique formula tan estrictamente para la
Poéticas clasicistas en Francia 309

tragedia ni han sido propuestas como normas por Artistóteles, que no habló
más que de la unidad de la tragedia, pero no como una norma sino como un
hecho que se daba en las tragedias griegas, ni parecen encontrar apoyo en el
buen gusto o en el sentido común, a no ser que convencionalmente, como hace
el neoclasicismo, se admita que el sentido común consiste en guardar tales
normas, con lo cual estamos ante una petición de principio y no ante un enun­
ciado formulado por la razón. Las normas, tal como las concibe L ’Art poéti­
que, garantizan obras de artesanía, más que de arte, porque están justificadas
por el fin: si se considera que una buena tragedia es la que observa las normas
de las tres unidades, se deduce lógicamente que para hacer una buena tragedia
es necesario observar la norma de las tres unidades. Se parte de un enunciado
valorativo (son buenas las tragedias que tienen tales caracteres), y admitido el
juicio que está implicado en la frase, pasa a ser lógico el segundo enunciado
que tiene forma de precepto: deben seguirse las normas para alcanzar el fin
buscado. Y hasta se consigue una buena tragedia con esas normas si el autor es
genial, pero de esto no se habla.
Imitación y verosimilitud.— En Grecia, tanto Platón como Aristóteles
mantienen la tesis de que el arte es copia de la naturaleza, según el primero
hecha con un sentido lúdico, según el segundo hecha con un sentido artístico.
La mimesis, principio generador del arte, se basa en una de las cualidades más
típicamente humanas: el placer que el hombre experimenta al reproducir lo
que ve, pero la forma en que ha de entenderse este principio en el arte, esta­
blece una relación de tensión entre dos conceptos, el de verdad, que se daría
en la copia directa de lo real individual, y el de verosimilitud, que procedería
de rma copia homológica o analógica, en grados de abstracción diversos.
Para Boileau, la realidad inmediata, que se manifiesta en lo pintoresco, lo
anecdótico, o lo espectacular no debe ser el objeto de la mimesis literaria. Para
el escritor lo verdaderamente interesante es el hombre en su calidad de proto­
tipo, pues el mundo exterior es solamente el decorado donde se mueve. La
naturaleza humana, en principio ruda y salvaje, se atempera con la razón, que
ve lo general y construye lo verosímil. La verdad en el arte resulta de una re­
lación de la obra con la realidad, y es, por tanto, un criterio externo a la misma
obra; la verosimilitud resulta de las relaciones internas de la obra, y es criterio
exclusivamente literario. Boileau afirma expresamente, en uno de los versos
más conocidos, que lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil: «Le vrai
peut quelquefois n’etre pas vraisembable». La querella del Cid se había cen­
trado sobre este problema y en tomo a lo verdadero real y lo verosímil literario
se habían señalado oposiciones, matices y posibles coincidencias: ¿cómo lo
verdadero podía no ser verosímil? Boileau rechaza los argumentos de Cor­
neille en razón de que lo verosímil es un concepto literario, de coherencia in­
tema, mientras que lo verdadero es un concepto de relación con la realidad. El
310 Poéticas clasicistas y neoclásicas

poeta debe decidirse por lo verosímil literario y rechazar lo real verdadero, si


se presentan enfrentados ambos términos en su expresión en las obras. Claro
que esto estaba en contradicción con otro principio enunciado por Boileau: el
Cid, que había optado por lo verdadero frente a lo verosímil literario (como lo
exigían los normativistas), gustaba al público, y si el autor debe darle al públi­
co lo que le pide y le gusta, ¿qué puede hacer ante esa situación?
La teoría generalizada en la época es la de preferir lo verosímil literario a
lo real verdadero, y es la base a una concepción idealista del arte, la propia del
clasicismo; el P. Rapin dirá que «la verdad es casi siempre defectuosa por la
mezcla de condiciones singulares que la componen. Nada nace en el mundo
que no se aleje de la perfección de su idea al nacer. Es necesario buscar los
originales y los modelos en la verosimilitud y en los principios universales de
las cosas, donde no haya nada natural o singular que las corrompa». La natu­
ralidad en el arte no consiste en copiar servilmente un objeto; guiado por las
reglas de su arte, el artista deberá hacer una selección de lo que le ofrece la
realidad, tendrá que realizar una transposición hacia un ideal, o una abstrac­
ción que supere lo individual, para alcanzar «lo que está conforme a la opinión
del público» (con lo que volvemos a las contradicciones internas). Copiar a un
individuo excéntrico, o un suceso excepcional es, generalmente, enfrentarse a
las normas de la razón, chocar con los sentimientos del público, incluso expo­
nerse a no ser creído, aunque se invoque, como hizo Corneille, el testimonio
de la historia para justificar la verdad. La justificación estética del carácter y
conducta de Jimena no tiene nada que ver con la realidad.
El principio mimètico tendría su origen en la capacidad de observación y
de copia que tiene el escritor, pero éste no puede limitarse a reproducir por
medio de la palabra lo real con las particularidades que lo individualizan, si­
no que debe seleccionar en razón de la finalidad de su obra, que, en último
término debe atender a lo que el público exige. Con estos principios, la es­
tética clásica y la neoclásica no puede ser realista, tiende necesariamente al
idealismo.
Es evidente que existe una fuerte incongruencia entre varias afirmacio­
nes de Boileau, por ejemplo, cuando rechaza frontalmente la forma de en­
tender el teatro de Lope, considerándolo grosero, pero admite que la finali­
dad de lo verosímil es dar gusto al público, pues es posible que el público
guste de lo inverosímil, de lo fantástico, y el mismo Lope justifica su teatro
por darle gusto al público, aunque sea necio; igualmente Le Cid ha gustado
al público, y si en esta circunstancia hay que buscar la razón de su verosi­
militud, sería verosímil, además de verdadero, el carácter de Jimena. Ni la
verdad, ni la verosimilitud pueden argumentarse como fundamento de lo ar­
tístico; y lo verosímil no puede identificarse con la finalidad de agradar al
público; lo más corriente es que estos dos conceptos (verosimilitud / fin he-
donístico) entren en contradicción.
Poéticas clasicistas en Francia 311

El decoro.— De la teoría de la verosimilitud derivan las normas que hacen


referencia al decoro, idea sobresaliente en la Epístola a los Pisones, como es
bien conocido. El término que utiliza Boileau es «bienséance», y aparece en el
verso 123 del canto III: «L’étroite bienséance y veut etre gardée». Se trata del
decoro interno, es decir, la conformidad de los caracteres y las conductas de
los personajes con lo que les impone su origen, su clase, su situación. El ori­
gen nacional (psicología de los pueblos), la edad y su psicología propia, cada
tipo de pasión, etc., generan unas exigencias y el personaje debe respetarlas,
de modo que su modo de actuar o su modo de expresarse debe estar de acuer­
do con su origen, su edad, o la pasión que lo domina. Esta norma explica que
en el teatro el individuo no sea interesante por sí mismo, sino como tipo: un
hombre honrado, un fatuo, un envidioso, un valiente, etc., debe seguir un mo­
do de hablar sin concesiones a un caso concreto, pues perdería su valor gene­
ral, de tipo.
Boileau se refiere también al decoro exterior, que debe tener en cuenta la
conveniencia o adecuación entre la obra literaria y el gusto y sentimientos del
público. Los equívocos, la agudeza, las expresiones triviales, etc., son patri­
monio del populacho, y son rechazables en la obra dramática porque faltan al
decoro exterior. Por esto, las gracias de las farsas de Molière son inexorable­
mente rechazadas por Boileau, y esto aunque gusten al público, que sí le gustan.
Sin embargo (de nuevo las contradicciones en los principios, aunque pa­
rezcan razonables las aplicaciones), el autor ha de guardar respeto a los gustos
del público, que pueden llegar a imponer formas y temas nuevos. Boileau
admite que, a pesar de que no aparece en las tragedias clásicas, se introduzca
el amor en la tragedia actual porque el público se deleita con ello, pero a con­
dición de que se consiga el decoro y la moral quede a salvo. Aunque no pone
en cuestión la universalidad del arte clásico, esta concesión de Boileau al
gusto del público muestra que las normas pueden ser modificadas en el tiem­
po. Y sin duda también, el gusto del público parece un criterio válido si coin­
cide con el gusto de Boileau: las gracias de las farsas de Molière son rechaza­
bles, aunque gusten al público, pero la introducción de temas amorosos en la
tragedia, junto a los temas elevados que siempre trató, es admisible y entra
dentro del decoro, porque el público disfruta con ello, y probablemente Boi­
leau también.
El modelo de los antiguos.— En su búsqueda de lo bello, el escritor neo­
clásico no está iniciando una nueva tarea, no está solo. Tiene como guía y co­
mo modelo a los autores griegos y latinos, que han pintado antes la naturaleza
y han creado obras conforme a las reglas eternas de la razón. Aquellos que la
tradición ha consagrado como buenos deben ser imitados, en el género que
sea. No obstante, la imitación debe hacerse con prudencia, porque no es acep­
table que una pastoral sitúe en el campo francés Floras, Pomonas y otros seres
312 Poéticas clasicistasy neoclásicas

mitológicos que se mueven con toda naturalidad por los poemas clásicos, por­
que resultan artificiosos y sorprendentes y el poema pierde el sentido de la
sencillez. De todos modos, para Boileau siempre es mejor utilizar los temas
mitológicos, que están alejados en el tiempo y no hieren los sentimientos, que
los motivos religiosos cristianos, porque ofende al público ver que se toma a la
ligera la figura de Dios o de los santos. El anatema contra la maravilloso cris­
tiano no será superado hasta el romanticismo.
Finalidad del arte — El respeto a las normas formales no puede hacer ol­
vidar la «regla de las reglas» (expresión de Molière), que es agradar. El con­
cepto de «placer», que se había introducido en la teoría literaria francesa a tra­
vés de las tesis de Ogier, es más frecuente en la Poética de Boileau que el
concepto de «utilidad», a pesar de que reconoce que ambos son fundamentales
en el arte clásico, según la conocida fórmula de «deleitar aprovechando». Para
dar placer al lector o al espectador son necesarios el equilibrio, la armonía y la
claridad de la composición de la obra. Boileau censura, con ejemplos de algu­
nos autores, los párrafos demasiado amplios, el pintoresquismo excesivo, de­
masiado fácil y a la larga enojoso. Por la misma razón, Boileau está en contra
de una concepción «decorativa» del discurso. El escritor que se deleita intro­
duciendo figuras ajenas a la necesidad profunda de la obra y, desde luego, al
buen sentido, pierde el sentido de la unidad, pues en el arte clásico resulta im­
prescindible la subordinación de todos los detalles al conjunto, de modo que el
escritor no debe dejarse llevar de sus gustos en ninguna parcela de su obra:
cualquier motivo de la composición debe buscar la armonía del conjunto y to­
do debe orientarse al tema fundamental de toda obra literaria, que es la natura­
leza humana y las pasiones del hombre.
También en este punto todo está muy razonado, aunque algunas afirma­
ciones no nos parezcan tan evidentes como a Boileau, ya que, como siempre,
encuentra sus «razones» desde la finalidad que convencionalmente reconoce al
arte y que, según él, es indiscutible.
Los géneros literarios.— La división de la materia que trata L ’Art poéti­
que, tal como se deduce de los cantos II y III, implica una primera clasifica­
ción de los géneros en géneros menores y géneros mayores, aceptada como un
dogma. A los primeros corresponden las variantes de la expresión lírica, según
las formas que han adoptado históricamente en la literatura francesa, y los gé­
neros mayores son la tragedia y la épica, es decir, los géneros sobre los que
Aristóteles reflexiona más ampliamente, y Boileau incluye también la come­
dia, no incluida en la Poética que conocemos.
La existencia de los géneros literarios como formas diferentes de expresión
o composición textual, no tiene, según Boileau, m a explicación a partir de los
modos de relación del escritor con su discurso, como aparece ya en la teoría
platónica, ni tampoco en la materia imitada o las formas de imitación, según
Poéticas clasicistas en Francia 313

explicó Aristóteles; Boileau fundamenta los géneros más en la naturaleza y el


modo de ser del autor que en la tradición de su uso en la literatura o en las
exigencias del tema: hay temperamentos que se expresan mejor en las formas
épicas que en las dramáticas, y al contrario; cada poeta debe tener en cuenta
sus propias capacidades y expresarse en el género para el que naturalmente
está dotado. El género literario se considera casi como una forma natural de
expresión, en relación inmediata con talentos naturales.
Boileau mantiene la clasificación establecida por la Poética (dramática y
épica) y por sus comentaristas (lírica) y, aunque a comienzos del siglo habían
aparecido algunos géneros híbridos, como la tragicomedia o la pastoral dra­
mática, el triunfo de las reglas los hizo desaparecer y, desde luego, Boileau no
los considera, lo mismo que a la ópera y — lo que es más sorprendente— la
fábula, que entonces cultivaba genialmente Lafontaine.
En la lírica señala Boileau las mismas variantes que otros autores, por
ejemplo el P. Rapin, géneros antiguos: la oda, el epigrama o la elegía, y tam­
bién algunos géneros formalmente condenados por otros autores, por ejemplo
Du Bellay en la Défense e illustration dé la langue française', las viejas formas
de poesía francesa, rondos, baladas, canciones y otras «épisseries», que consi­
dera de rango inferior.
* *

Los temas que trata L ’A rt poétique son los propios de la teoría literaria de
todos los tiempos, pero planteados y resueltos desde una perspectiva que re­
sume la ideas clasicistas de la literatura, que habían sido perfiladas en las dis­
putas y querellas que llenaron el siglo xvn francés. La exposición que de ellas
hace Boileau es, sin duda, razonable, si se aceptan los principios sobre el ori­
gen y finalidad del arte, de que parte y que, como todos, son convencionales,
aunque él los considera ontológicos, es decir, pertenecientes al mismo ser del
arte literario. La aplicación, como canon, de las normas de L ’Artpoétique lle­
varía a rechazar prácticamente todo el teatro, excepto algunas obras francesas,
y éstas expurgadas.
Según Voltaire, de quien se dijo que la única ley que respetó y se libró de
su àcida crítica, fue la de las tres unidades de Boileau, L ’A rt poétique es le
poème que fait le plus d ’honneur a la langue française. Resulta sorprendente
tal elogio, al menos en lo que se refiere a la actitud y al contenido normativos
viniendo de un iconoclasta tan radical como Voltaire, quizá no en referencia a
la perfección de los versos y de la lengua. El tono preceptivo está hoy total­
mente sobrepasado, aunque se explique históricamente; la negación de la fan­
tasía resulta impensable para el concepto actual de literatura, y el predominio
de la razón no tiene mucho sentido en la creación literaria, aunque lo tenga en
314 Poéticas clasicistas y neoclásicas

la reflexión científica o filosófica, que en ningún caso rechazan hoy la imagi­


nación. La descalificación de toda forma de teatro que no sea «razonable» de­
jaría fuera a todos los autores geniales, empezando por Shakespeare, y desde
luego a Lope, a quien Boileau directamente echa del paraíso.
La pretensión de Boileau de formular principios racionales válidos para
todos los tiempos, no pasa de ser una utopía, e implica el despropósito de sa­
car fuera de la historia a la razón humana. Habrá que llegar a las tesis de
Dilthey sobre el historicismo de la creación cultural, objeto de la ciencia cultu­
ral, el historicismo de la misma ciencia, y el historicismo también de la razón
humana para fundamentar el rechazo de una razón transcendente. Esto sin en­
trar en los temas concretos de algunas de sus afirmaciones, como la prohibi­
ción del encabalgamiento, la ley de las tres unidades, etc., que difícilmente se
podrían considerar enunciados de valor universal y apoyados en la razón de
todos los tiempos. L ’A rt poétique tiene como criterio último no la razón histó­
rica, ni siquiera la razón trascendente a pesar de sus proclamas, sino el gusto
de Boileau, formado en el neoclasicismo francés.
Frente a estos defectos de tono y de contenido, L'Art poétique tiene el
mérito de resumir en poco espacio la doctrina neoclásica debatida a lo largo
del siglo XVII francés y de enunciar los problemas mas destacados de la teoría
literaria desde la Poética de Aristóteles: imitación, verosimilitud, distinción de
los géneros, estilos, necesidad de normas; que, en resumen, son los mismos
que siguen debatiéndose en la actualidad, desde otras perspectivas científicas y
literarias.
La poética de Boileau no sólo resumió las teorías literarias de su época e
influyó en las inmediatamente posteriores, también condicionó fuertemente el
arte neoclásico, y se mantendrá como canon hasta el romanticismo y sus pre­
ludios científicos en la escuela idealista alemana, que proclama la libertad de
creación artística como cualidad primordial, por encima de la razón y de cual­
quier otra capacidad humana.

«l ’art poétique»: algunas de sus afirmaciones

De la edición de sus obras de 1701 dice textualmente Boileau: «ésta es mi


edición favorita» y así se conoció desde entonces. La edición «favorita» tiene
un Prefacio muy interesante del Arte poética. Lo escribe Boileau cuando tiene
63 años y pensando que ésta será la última oportunidad de manifestarse acerca
de su obra, porque esta edición posiblemente sea la última que él pueda ver.
Da las gracias por la acogida que siempre se dispensó a sus obras y piensa que
su éxito y difusión se debe a que ha procurado siempre seguir los gustos del
público en todo lo que le ha sido posible. Para que una obra sea apreciada de­
be presentar al lector pensamientos verdaderos y expresiones justas, y esto lo
Poéticas clasicistas en Francia 315

ha procurado también y además lo ha hecho de la forma más clara y sencilla


posible, porque habitualmente el hombre se mueve entre infinitas ideas confu­
sas acerca de la verdad, y le resulta muy agradable que alguien se las aclare;
para conseguir este propósito no es necesario ser original, pueden expresarse
ideas que todo el mundo piensa, pero han de decirse bien, en forma viva y
nueva.
Un pensamiento es bello en cuanto es verdadero, y el efecto inmediato de
la verdad es mover a los hombres; si una obra no gusta es porque no es verda­
dera o está mal expresada, y entonces es una mala obra. Los hombres pueden,
durante un tiempo, tomar lo falso por verdadero, o admirar cosas malas, pero
no es posible que a la larga lo bueno no guste: Boileau desafía a los autores a
que le enseñen un libro bueno que haya sido rechazado por el público.
La edición «favorita» que ahora presenta Boileau, ha sido muy corregida,
porque él no es de los que creen que una vez terminada la obra ya no debe ser
tocada. Las obras necesitan corrección continua y paradójicamente aquellas
que se escriben dejando correr la pluma son generalmente secas, duras y for­
zadas. Una obra no debe parecer demasiado trabajada, y esto se consigue pre­
cisamente trabajándola. Hay diferencia entre los versos fáciles y los versos
fácilmente hechos. Los escritos de Virgilio, a pesar de estar enormemente tra­
bajados, son más naturales que los de Lucano, que escribía al parecer a una
velocidad prodigiosa. El trabajo que el autor se toma para pulir sus escritos
evita el trabajo del lector al leerlos. Estas ideas generales expresadas en el
Prólogo son el juicio de Boileau sobre su propia obra, su actitud ante la litera­
tura y su visión final del arte.
En L ’A rt poétique los consejos son más concretos y puntuales, y algunos
se repiten como axiomas, porque se han difundido en las enseñanzas oficiales;
se refieren al papel de la rima: la rime est une esclave, et ne doit qu ’obéir (30),
a la conveniencia de mantener la cesura para que el versos se divida en dos
hemistiquios, pues dan reposo al verso y lo hacen suave al oído, ya que ne
peut plaire à l ’esprit quand l ’oreille est blessé. Malherbe fue el autor fiancés
que réduisit la muse aux règles du devoir y ha hecho de la lengua francesa al­
go dulce; una de sus normas: et le vers sur le vers n ’osa plus enjamber que
impide el encabalgamiento, proporciona a la lengua pureza y claridad, que de­
bería ser imitada por todos los poetas. Antes de escribir hay que aprender a
pensar con claridad, pues si la idea es más clara o más oscura, la expresión se­
rá igual, pues lo que se concibe claro se enuncia claramente. Es muy acertada
la m áxim a horaciana de pulir el texto sin cesar y esconderlo un tiempo (veinte
veces), añadir cosas, borrar otras y ordenarlo todo: il faut que quelque chose y
soit mise en son lieu; que le début, la fin répondent au milieu (177). Algunos
consejos se dirigen particularmente a los poetas jóvenes, soyez-vous à vous
meme un sévère critique, porque la ignorancia siempre está dispuesta a admi­
rarse y porque un sot trouve toujours un plus sot qui l ’admire.
316 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Un carácter más descriptivo tiene el repaso de cada una de las formas tra­
dicionales de la poesía francesa, particularmente el estudio dedicado al soneto,
«de rigurosas leyes»: dos cuartetos de medida paralela golpean los oídos ocho
veces con dos rimas, y seis versos partidos por el sentido en dos tercetos
constituyen el soneto bien hecho «que vale más que un gran poema» y tan di­
fícil de llegar a la perfección que aunque se han hecho por miles, apenas dos o
tres son buenos.
El tono descriptivo o histórico se vuelve preceptivo, al tratar de la tragedia,
el gran género literario, objeto de reflexiones profundas en sus contenidos y en
sus formas. El entusiasmo de Boileau, como en general el de los teóricos fran­
ceses, se desborda al hacer afirmaciones sobre el género trágico: no existe una
serpiente ni ningún otro monstruo que imitada en el arte no plazca a los ojos;
el arte vuelve amable cualquier objeto odioso, así la tragedia convierte los
dolores de Edipo, el parricidio de Orestes, en «furor agradable», en «terror
dulce», en «piedad encantadora» que deben proceder del corazón y suscitar
placer y conmover, porque ni la falsa retórica, ni los fríos razonamientos pue­
den conseguir nada, si no hay arte.
Desde el comienzo, la acción debe fluir sin esfuerzo, informar al público
del tema; desarrollar una intriga con naturalidad, y los actores deben tener cui­
dado para no hacer que «d’un divertissement me fait une fatigue». Los versos
más citados de L ’Art poétique son, sin duda, los que en la estrofa 38 del tercer
canto señalan sintéticamente la norma de las tres unidades: qu’en un lieu,
qu’en un jour, un seul fait accompli / Tiens jusqu a la fin le théâtre rempli, o
la afirmación sobre las relaciones entre lo verdadero y lo verosímil: Le vrai
peut quelquefois n ’etre pas vraisembable (48).
Parecen buenos consejos para hacer buenas tragedias los que se desgranan
incansablemente en los monótonos versos paralelos de L Art poétique, la ac­
ción y su desarrollo deben ser razonables, porque el espíritu no se conmueve
con lo absurdo, pues no puede creerlo; lo que no se puede presentar a la vista
es mejor que se cuente, pues aunque lo que se ve se capta más inmediatamen­
te, cuando hay algo que ofende a la vista por su desmesura o por su excesivo
patetismo o crueldad, es mejor acudir a la palabra y explicarlo, la intriga debe
ir aumentando progresivamente y alcanzar sin esfuerzo un desenlace que, des­
de una nueva perspectiva, haga cambiar todo.
Un esbozo histórico, habitual en L ’A rt poétique, presenta a la tragedia, in­
forme y grosera en su comienzo, como un simple coro que danzaba y loaba al
dios del vino. Tespis fue el primero que paseó por ciudades «esta feliz locura».
El teatro alcanza con Esquilo y los griegos una altura divina, «donde jamás
llegó la endeblez latina». En Francia fue durante mucho tiempo un placer ol­
vidado, y surge en el medievo el teatro religioso; cuando vuelven las obras
clásicas, vuelven modificadas: el actor deja la máscara antigua y se suprimen
los coros; también cambian los temas, ya que, por ejemplo, el amor, tanto en la
Poéticas clasicistas en Francia 317

novela como en el teatro, pasa a ser tema habitual y alterna con la heroicidad y
los temas serios propios de la tragedia griega. Boileau llega a consentir, como
ya hemos dicho más arriba, que el amor sea tema de la tragedia porque causa
gran placer en el público, pero ha de procurar el poeta que el amor se presente
como una debilidad, no como una virtud, de la forma que intentan presentarlo
las novelas; y cada héroe debe conservar su carácter sin que el amor se lo
cambie: que Agamenón sea fiero, soberbio, interesado, que Eneas sea piadoso.
Al dibujar los caracteres, aparte de tener en cuenta el país, el tiempo, las
costumbres, los climas que dan lugar a humores diferentes, etc., para crear ca­
racteres «convenientes», según los consejos aristotélicos, Boileau advierte al
escritor que no se puede dar el aire fiancés a un personaje situado en Roma, y
bajo nombres romanos hacer «nuestro retrato»: no se puede pintar a Catón
galante y a Bruto afeminado, aunque esto sea posible en una novela frívola, y
si el personaje no es una figura histórica, sino que es inventado, habrá que te­
ner en cuenta que se muestre conforme desde el principio al fin del drama, se­
gún su papel, porque hay muchos poetas que sólo hacen retratos de su propia
persona y dibujan tous ses héros semblables à soi-même (128).
No olvida Boileau la representación a la hora de aconsejar: el teatro es un
campo peligroso, que está lleno de bocas dispuestas a silbar, y a tratar a cual­
quiera de tonto e ignorante: es un derecho que el público compra con la entra­
da; el poeta debe contar con esa posibilidad y hacer que su tragedia sea sólida,
agradable, profunda, con continuos rasgos sorprendentes y que deje un largo
recuerdo, si quiere librarse de silbidos.
A partir del verso 160 L ’A rt poétique analiza la poesía épica, que se sos­
tiene por la fábula y vive por la ficción. Sus temas y sus personajes son mito­
lógicos y encaman virtudes, vicios y poderes, las cosas se agrandan y se em­
bellecen para agradar. Algunos han intentado tratar temas cristianos en el
género épico y, aunque Tasso lo ha conseguido de algún modo, la dificultad
reside en que lo fabuloso cristiano no puede convertir al Dios verdadero en un
dios de mentiras o de sentimientos trágicos.
Los temas clásicos sí son propicios al género épico, hasta los héroes tienen
nombres que «parecen nacidos para el verso»: Ulysse, Agamemnon, Oreste,
Idoménée / Hélène, Ménélas, Paris, Hector, Énée (239-240), en contraste con
otros nombres, duros o extravagantes, que convierten al poema en un texto
irònico o burlesco.
El poema épico ha de presentar unos héroes sorprendentes en valor,
magníficos en virtudes, heroicos en todo, hasta en los defectos; y unos temas
sin demasiados incidentes, pues el exceso de motivos empobrece la materia
y pone en entredicho la unidad del poema: la cólera de Aquiles llena toda la
Ilíada. También conviene que el poema épico sea vivo y denso en las na­
rraciones, rico y pomposo en las descripciones; que tenga una extensión
adecuada, que el comienzo sea sencillo y no afectado y que tenga figuras e
318 Poéticas clasicistasy neoclásicas

imágenes alegres a la vista. Y como modelo de todas estas cualidades puede


verse la Eneida.
La comedia nace en Grecia donde el espíritu de los griegos la libra de bu­
fonadas y la dota de sensatez, de genio, de honor; la comedia enseña a reír sin
acritud; sin hiel y sin veneno instruye y reprende. Crea tipos como el avaro, el
envidioso, el bizarro, que, situados en la escena, nos hacen ver la vida de for­
ma natural. La naturaleza es pródiga en tipos extravagantes, y en cada indivi­
duo se manifiesta con rasgos diferentes, pero hay exigencias generales: el
tiempo, que todo lo cambia, muda nuestros humores, cada edad tiene sus pla­
ceres, sus costumbres. El joven está siempre pendiente de sus propios capri­
chos, se deja seducir por los vicios, es vano en su charlar, inconstante en sus
deseos, y loco en sus placeres; la edad viril, más madura, inspira un tono más
prudente, soporta los golpes de la fortuna y prevé el porvenir; la vejez triste,
amasa dinero para otros, anda con paso lento, se lamenta del presente y alaba
el pasado, censura los placeres de la juventud. Por eso, el autor de comedias
debe saber que la nature donc soit votre étude unique. No se puede hacer ha­
blar a los personajes a capricho, «a un viejo como joven, a un joven como
viejo», hay que tener en cuenta su edad. Alude a Molière y a la diferencia en­
tre una obra excelente, que observa estas normas, como El Misántropo, frente
a los pasajes ridículos de Scapin.
Lo cómico no admite lágrimas ni suspiros, ni trágicos dolores, pero no tie­
ne que acudir a groserías: sus conflictos deben ser resueltos con facilidad y la
acción debe desenvolverse guiada por la razón, sin escenas vacías: su discurso,
con palabras nobles, debe mostrar pasiones bien manejadas, en escenas que
pasen fácilmente de una a otra, sin separarse nunca de la naturaleza; Boileau
insiste en este punto y alaba la forma en que Terencio dibuja la figura de un
padre, de un amante, de un hijo.
Buscando un discurso entretenido, el Canto IV empieza con la historia de
un médico de Florencia que él solo mataba tantos como la peste, pero se dedi­
có a la arquitectura y resultó ser muy bueno: así como los géneros tienen una
correspondencia con la naturaleza del poeta, los hombres antes de dedicarse a
la poesía tienen que tener en cuenta si están dotados para ella y no empeñarse
en ser poeta, si se es bueno para albañil. Repitiendo algo ya dicho en el Canto
primero, insiste Boileau en que el poeta debe huir de los aduladores, no leer
los versos nada más escribirlos a los amigos o a los que pasan por la calle,
amar a quien censura y buscar un crítico razonable y claro, aunque es difícil de
encontrar.
Los últimos consejos tienen carácter pragmático y se refieren a la vida del
poeta que debe procurar que le vers ne soient pas votre éternel emploi, pues es
conveniente dedicarse también a los amigos, a la lectura, a la conversación y a
la vida, y hay que rechazar a los escritores que font d ’un art divin un métier
mercenaire.
Poéticas clasicistas en Francia 319

En resumen, todo es muy razonable o presentado como razonable, si se


admiten las convenciones iniciales: si el arte tiene como finalidad educar, en­
tonces hágase literatura que sirva para este fin; si se identifica el escenario y la
sala, el tiempo y el espacio han de ser idénticos de una u otra parte del telón y
si los espectadores están tres horas y en un sitio sin moverse, los actores debe­
rán cumplir los mismos requisitos espacio temporales. L ’art poétique de Boi­
leau es muy razonable, si admitimos como razonable lo que el movimiento
clasicista reconoce como tal.

Reactivación de la «querella de Antiguos y Modernos»


En la Academia Francesa, donde en ese momento dominan los modernos,
se reactiva la «querella de Antiguos y Modernos» a partir del mes de agosto de
1674 cuando Huet, Quinault, Perrault y Desmarets leen su discurso de ingreso
en favor de los modernos. Al año siguiente, 1675, Desmarets publica su Dé­
fense de la poésie et de la langue française donde alaba a los modernos, no
bien tratados en el Arte poética, de Boileau, y traza un elogio de Ronsard.
La «Querelle» se encrespa más con la lectura, en una sesión de la Acade­
mia, en enero de 1687, del poema de Charles Perrault, Le Siècle de Louis le
Grand, donde el autor expone su postura desde los primeros versos:
La belle Antiquité fut toujours vénérable
Mais je ne crus jamais qu’elle fut adorable...
Et l’on peut comparer sans craindre d’etre injuste,
Le Siècle de Louis au beau Siècle d’Auguste.

El poema fue aplaudido, pero Boileau estuvo todo el tiempo rezongando


(según dirá después Perrault en las Mémoires de ma vie), hasta que se levantó
y dijo que era una vergüenza esa lectura que infamaba a los más grandes hom­
bres de la Antigüedad. M. Huet, que era obispo, usando de la autoridad de su
cargo, le dijo que se callase y que en todo caso si alguien tenía que defender a
los antiguos era él, que era quien mejor los conocía, y desde luego mejor que
Boileau, pero que estaban allá para escuchar a Perrault.
Boileau mostró su indignación en epigramas vengativos. Perrault no le dio
importancia y en 1688 publicó un volumen que contenía Le Siècle de Louis le
Grand, una epístola a Fontenelle, Le Génie, los dos primeros diálogos del Pa­
rallèle des Anciens et des Modernes en ce qui regarde les Arts et les Sciences.
Siguieron a este primer volumen otros tres en 1690, 1692 y 1697. Boileau y su
obra era aludido a veces en forma jocosa (flatteuse), y volvió a contestar con
epigramas; en 1693, después de las alusiones del tercer volumen, escribió un
Discours sur l ’Ode, contra Perrault y su familia, donde aparte de las alusiones
a los antiguos, Boileau busca apoyo en la razón y el gusto del público, como
había hecho tan frecuentemente en el Arte poética.
320 Poéticas clasicistasy neoclásicas

El Discurso sobre la Oda declara que la compuso a propósito de los extra­


ños diálogos que han aparecido desde algún tiempo, en los que los más gran­
des escritores de la Antigüedad son tratados como espíritus mediocres y com­
parados con los Chapelains y los Cotins. Pindaro es uno de los peor tratados,
porque el autor de tales diálogos no entiende griego y lo ha leído en malas tra­
ducciones latinas, y ha «tomado como galimatías todo lo que la escasez de sus
luces no le permite comprender». Tampoco ha comprendido lo sublime de los
salmos de David, porque no ha entendido el precepto que da el mismo Boileau
en su Art poétique, refiriéndose a algún poema, chez elle un beau desorde est
un effect de l ’art. Hay una norma que consiste en no guardar a veces las nor­
mas, y que es un misterio del arte, que no podra ser entendido por un hombre
sin gusto alguno que cree que las óperas francesas son modelos en su género,
que encuentra a Terencio sin gracia, a Virgilio frío, a Homero de mal gusto...
Como puede comprobarse, el tono de la querella había derivado hacia el insul­
to personal.
En 1694 Boileau sacó una nueva edición de sus Obras diversas-, incluyó la
Sátira X, contra las mujeres y Réflexions critiques sur quelques passages de
Longin. Estas Reflexiones, compuestas entre 1692 y 1694, parten de una cita
de Longino (de cuyo Tratado de lo sublime había publicado una traducción en
1674) y se proponen corregir los errores de Ch. Perrault, sin elevar el tono de
la querella, excepto en la Reflexión VII, que constituye una exposición crítica
interesante acerca de la admiración por los antiguos.
Longino había advertido que era necesario someter la obra al juicio de
toda la posteridad, y Boileau piensa que efectivamente no existe otra prueba
más decisiva sobre el valor de las obras que el juicio de la posteridad, y que,
por muchos elogios que haya recibido un autor en vida, no puede estar segu­
ro de que sean buenas. La materia brillante, la novedad del estilo, las con­
cesiones a la moda, todos estos rasgos pueden no tener valor. Ofrecen un
buen ejemplo Ronsard y sus imitadores, como Du Bellay y otros, que duran­
te su siglo fueron la admiración de todos y hoy no encuentran lectores. Lo
mismo les ocurrió en época romana a Nevio, Livio y Ennio, que en tiempos
de Horacio tenían admiradores, pero luego fueron totalmente olvidados. Y
no puede pensarse que la caída de tales autores se debe a que haya cambiado
la lengua. La lengua latina usada por Cicerón y Virgilio estaba muy cambia­
da en tiempos de Quintiliano, y sin embargo, Cicerón y Virgilio fueron muy
estimados, es más, ellos contribuyeron a fijar la lengua en sus escritos. Y no
es la vejez de las palabras y de las expresiones de Ronsard lo que ha rebaja­
do a Ronsard, sino el hecho de que las bellezas que se creía que tenían sus
versos no eran tales bellezas. No hay mas que el paso de los años para esta­
blecer el mérito de una obra.
Cuando los autores han sido admirados a lo largo de los siglos, y sólo han
sido menospreciados por gentes de mal gusto, tienen la garantía de su valor,
Poéticas clasicistas en Francia 321

pues el conjunto de los lectores no puede equivocarse sobre las obras litera­
rias. Hoy no se puede cuestionar si Homero, Platón, Cicerón, Virgilio, son o
no maravillosos, pues sus obras han pasado gloriosamente veinte siglos; ahora
se trata de saber en qué consiste esa maravilla que ha hecho posible que se les
haya admirado durante tanto tiempo.
En primer lugar, para valorarlos, hay que conocer la lengua en que escri­
bieron, pues no se les pueden imputar los errores de sus traductores; en segun­
do lugar no se puede establecer un paralelismo con los autores actuales, por­
que éstos no han pasado todavía la prueba de los siglos. Por ejemplo, respecto
de Corneille, que ha brillado más que nadie en nuestro siglo, no puede decirse
que no hubo en Francia un poeta que pueda igualársele. Todo su mérito se re­
duce a 8 ó 9 obras de teatro, que se admiran, y que son como su plenitud de
mediodía, sin que haya a oriente y occidente nada de valor; en este conjunto
pequeño de obras, además de los defectos de lenguaje que son frecuentes, se
empiezan a notar defectos de declamación que antes no se habían visto; así no
es extraño que hoy se pueda comparar con él a Racine, sino que haya personas
que lo prefieren. La posteridad juzgará cuál es mejor, pues Boileau está con­
vencido de que ambos pasarán a los siglos venideros, pero ni uno ni otro pue­
den compararse con Eurípides, o con Sófocles, cuyas obras ya han pasado los
siglos. Los antiguos no son buenos por ser antiguos, ni sus obras son buenas
por haber persistido, ya que han pasado los siglos obras de poetas mediocres;
es necesario que hayan sido admirados. La antigüedad de un poeta no es un
título de mérito, así argumenta Boileau en esta Reflexión VII, que viene a re­
dondear su pensamiento en L ’artpoétique.

En agosto de 1694 Boileau y Perrault se reconciliaron, al menos oficial­


mente, en una sesión de la Academia. Los dos, sexagenarios, habían sido em­
pujados por sus amigos a poner fin a un enfrentamiento que había derivado a
detalles pueriles. En 1700 Boileau dirigió a su adversario una larga carta, don­
de definía su posición en un tono más conciliador. Así terminó uno de los epi­
sodios de esta «querella de Antiguos y Modernos», que volvería a surgir más
tarde con Mme. Dacier, Houdart de la Motte y Fénelon.
La Lettre à Perrault fue publicada en la edición «favorita». En ella Boi­
leau pregunta por las causas de la inquina de Perrault contra los antiguos:
«¿Acaso se debió al poco caso que quizá hacíamos a los modernos?, en reali­
dad no los despreciábamos y, en pocos siglos se ha aplaudido tanto a los libros
recientes. Descartes, Amauld, Nicole, han sido aplaudidos como todos los
grandes filósofos y pensadores que ha dado Francia en los últimos 60 años, y
¿qué honores se les han negado a Corneille y a Racine?, ¿y a las comedias de
Molière?
¿Quizá la reacción se debe a que se imitaba demasiado a los antiguos? Pe­
ro ¿Corneille no ha cogido de los grandes autores antiguos los rasgos que le
TEORÍA LITERARIA, IT. -11
322 Poéticas clasicistas y neoclásicas

han permitido inventar un nuevo tipo de tragedia desconocido para Aristóte­


les?, y ¿se puede negar que Sófocles y Eurípides han formado a Racine?, ¿se
puede negar que Plauto y Terencio han proporcionado a Molière la finura de
su arte?
Hay admiradores de la Antigüedad ridículos porque la admiran por ser an­
tigua nada más. El presente siglo es digno de admiración también. No hay por
qué oponer este siglo a otros, ni la nación francesa a aquellas naciones, Roma
y Grecia». _ i
Con esta posición abierta y conciliadora termina la oposición Boileau-Perrault
y se cierra uno de los episodios de la «querella de Antiguos y Modernos».

LA POÉTICA DEL P. RAPIN

René Rapin, S. J. (1620-1687), escribe varias obras de tipo religioso y lue­


go se da a conocer como crítico y teórico de la estética en 1667 por un discur­
so sobre Homère et Virgile, que es el primero de una serie de cuatro Compa­
raisons CDémosthène et de Cicéron, Platon et d ’Aristote, Thucydide et de Tite-
Live). Las ideas esbozadas en estas primeras obras estéticas se profundizarán
en Les Réflexions sur la poétique de ce temps et sur les ouvrages des poètes
anciens et modernes, escritas a partir de sus propias ideas y también de las que
continuamente se intercambiaban en las tertulias y salones con los que se re­
lacionaba Rapin.
Su obra se desarrolla en dos aspectos: el análisis de textos concretos y una
crítica sistemática. Las Comparaisons pertenecen a los análisis y pueden con­
siderarse el preludio de las Réflexions, que se enfrentan a los temas teóricos
tradicionales: la retórica, la elocuencia y la poesía, la filosofía y la historia.^
Las Réflexions, fue editada por primera vez en 1674, con el titolo Réfle­
xions sur la poétique d ’Aristote et sur les ouvrages des poètes anciens et mo­
dernes', se editó en ausencia de su autor, según él explica en la segunda edi­
ción, que revisa y aumenta, en 1675, y que sirve de base a la edición crítica de
Dubois (1970), por la que citamos. Lleva un Prefacio con una dedicatoria al
Delfín.
Rapin, como Boileau, quiere dirigirse a un público muy amplio no con la
pretensión de instruirlo, sino para activar su espíritu, pero no lo hace en verso,
sino en prosa, y no en una obra creativa, sino discursiva; también declara que
no va a entrar en los problemas inmediatos de su tiempo (aunque luego no
cumple este propósito enteramente) y busca un libre intercambio de ideas en­
tre los críticos. El arte debe seguir unas normas, pero el dilema se plantea entre
seguir las normas procedentes del buen gusto y de la razón o bien apoyarse en
la autoridad y ejemplo de los poetas y teóricos antiguos, sin entrar en su valo­
ración.
Poéticas clasicistas en Francia 323

Un tema importante para Rapin es el de explicar la génesis de la obra me­


diante el «arte» o el «genio». Siguiendo a Longino, Rapin se inclina hacia el
genio, como don natural: el poeta por muy bien que siga las normas y muy
bien que conozca a los antiguos, debe llegar al lector, mover su corazón,
emocionarlo y esto sólo puede conseguirse mediante el genio. El «arte» pro­
porciona al poeta una ayuda, pero es necesario contar con cualidades naturales
para ser buen poeta.
Rapin en su exposición sigue minuciosamente la estructura de la Poética
de Aristóteles, que había sido traducida al francés directamente del texto grie­
go en 1671 por Norville. Para él la Poética es la base de cualquier reflexión
sobre la literatura y la han seguido, por esta razón, todos los autores que des­
pués de Aristóteles han escrito sobre el tema, a no ser Lope de Vega que se
atrevió a hacer lo que llama «el arte nuevo», que, en realidad fue escrito para
justificar el desorden de sus propias comedias, y fue un fracaso como lo de­
muestra el hecho de que el autor no llega a incluirlo en sus Obras Completas:
tenía que salirle mal «porque no había seguido a Aristóteles en su poética que
es el único que se debe seguir» (Rapin, 1675: 12).
Los temas de las Réflexions son los que tratan todas las poéticas del siglo,
y en los términos en que han sido una y otra vez discutidos: la finalidad del
arte literario, que es el placer, al que todo se subordina {après tout, comme
c ’est l ’intention de la poésie, que déplaire, elle met en oeuvre tout ce qui peut
y contribuer (Rapin, 1675: 20), pero también la utilidad: toutefois la fin prin­
cipale de la poésie es de profiter (íd., 21); la aparente contradicción se resuel­
ve con la tesis de que la poesia busca lo agradable para poder, mediante el pia­
cer, conseguir su finalidad, enseñar. La posición de Rapin es, como suele ser
la general en el siglo xvn, comprensiva de las dos que suelen discutirse, y
busca armonizar en un justo medio las opiniones y posiciones contrarias.
Un segundo tema es el de la verosimilitud, al que da un nuevo argumento:
las normas se orientan a crear en el interior de la poesía «una copia de la ver­
dad», teniendo en cuenta que le vraysemblable est tout ce qui es conforme à
l ’opinion du public (Rapin, 1675: 39).
También ocupa un primer plano en el interés de Rapin el decoro, que se
traduce en la coherencia interior a la obra en les personnes, les temps et les
lieux. El decoro es la base para la distinción de los géneros, para el desarrollo
de la fábula, para la adecuada construcción de los personajes desde un marco
moral y psicológico. La norma de la verosimilitud procede de Aristóteles y se
divulga en el Renacimiento a partir de los comentarios de Castelvetro; la del
decoro procede de Horacio, cuya poética no es tanto un medio para hacer bue­
nos versos, como un conjunto de instrucciones para no hacerlos malos (Rapin,
1675:31).
Siguiendo el racionalismo de su tiempo, Rapin concede a la razón un lugar
de privilegio entre todas las potencias humanas, ya que controla el juicio y la
324 Poéticas clasicistas y neoclásicas

imaginación; sin embargo reconoce en la poesía un componente inefable,


irracional, el famoso un-no-sé-qué. De la lengua poética aprecia, sobre todo la
simplicidad, que puede alcanzar la perfección de lo sublime, y rechaza todo
omato artificial.
Al igual que Boileau, Rapin tiene como marco teórico las ideas de su
tiempo; prefiere a los poetas antiguos: admira en Homero la verdad, la origi­
nalidad, la riqueza imaginativa, y en Virgilio la moderación, el buen sentido,
el decoro. Su devoción por los antiguos pasa, sin embargo, por el filtro del
buen gusto, propio de su siglo.
Aunque había declarado en el prólogo que no quería juzgar a los poetas de
su tiempo, hace Rapin un elogio del Cid de Corneille, alude a Racine y dedica
espacios a Molière, particularmente al Misántropo, del que cree que es el per­
sonaje más acabado y más singular que ha dibujado el teatro (1675: 121); en
realidad, la teoría de la comedia la construye sobre las obras de Molière y, a
pesar de que muestra sus reservas ante la forma de presentar a los personajes,
llegará a decir que Molière ha conseguido agradar al público sin observar las
reglas. Aceptar la autoridad de Aristóteles, cuya Poética no es más que la na­
ture mise en méthode (1675: 9), y juzgar según el gusto moderno es, en resu­
men, la posición de Rapin.
Las Réflexions fueron bien recibidas en Francia, aunque le censuraron el
no haberse ocupado más a fondo del teatro de la época; pero donde suscitaron
más interés fue en Inglaterra a partir de la traducción que Rymer hizo al inglés
el mismo año de la primera edición francesa.
La poética de Rapin es el último de los innumerables comentarios a la
Poética de Aristóteles publicados en el siglo xvn. Sus fuentes están citadas en
el Prefacio y en el capítulo XI: Aristóteles, Horacio, Quintiliano, Petronio y
los comentaristas del Renacimiento: Vettori, Maggi, Robortello, Castelvetro y
Piccolomini («los primeros la tradujeron al latín y los dos últimos a su len­
gua»); también cita Rapin a Paolo Beni, que a comienzos de 1600 tradujo la
Poética al latín con amplios comentarios. Esta lista había sido proporcionada a
Rapin por Chapelain, y a ella añade el texto De tragoediae constitutione, de
Heinsius, de 1647, y los Sept Livres de Poétique de J. C. Escaligero, de 1561.
Parece, pues, que Rapin conoce muy a fondo la Poética de Aristóteles y tam­
bién a todos los comentaristas que fueron manejados por los críticos de los si­
glos X V I y X V II, pero se apoya preferentemente en los comentarios de Castelve­
tro, a quien considera «el más exacto, el más profundo y el más sabio» de los
intérpretes de la Poética, y, en menor medida, en los de Escaligero y Ricco­
boni, éste para su comentario de Horacio.
Porque otra fuente importante de las Réflexions es la Epistola ad Pisones
para algunos puntos fundamentales: el valor utilitario y moral del arte, las re­
laciones entre arte y genio, la norma del decoro, la distinción de los generos.
Una buena parte de las reflexiones generales (capítulos 2-6 y 14-16) estudian
Poéticas clasicistas en Francia 325

la relación entre la inspiración y el trabajo del poeta, siguiendo versos clave de


la Epístola de Horacio. Rapin opone nítidamente el genio al furor, término
lanzado por Castelvetro, que se encuentra en muchos tratadistas del siglo xvi e
incluso en el prefacio a la Silvanire. La inspiración debe estar regulada por el
juicio. De todos los tratadistas del xvn, Rapin es quien trata más extensamente
el lugar que el genio ocupa en la composición poética. Distingue la imagina­
ción y la inspiración. Un punto de coincidencia con Horacio se refiere a la to­
ma de conciencia del poeta respecto a sus propias dotes; es un tema que tam­
bién trata ampliamente Boileau, refiriéndolo al cuidado que debe poner el
poeta en elegir el género que mejor cuadre con sus cualidades innatas; la fór­
mula que propone Rapin, y que ha hecho fortuna, es «la nature mise en mé­
thode», se basa en Horacio y se relaciona con la idea de lo sublime de Longi­
no, pero no tiene precedente en la Poética de Aristóteles: la poesía establece
una armonía entre el genio y el tema, y de ahí se logrará la perfección, que es
lo que Longino entiende por sublime.
También siguiendo a Horacio, Rapin analiza las relaciones entre arte y mo­
ral en los primeros capítulos de las Réflexions y trata de encontrar una fórmula
comprensiva: la poesía instruye mediante el placer que proporciona, es decir,
complace para instruir mejor: su fin inmediato es complacer como medio para
alcanzar el fin último, instruir; la síntesis de la teoría hedonística y la teoría
utilitarista quedará definitivamente establecida como finalidad del arte.
También sobre las tesis horacianas fundamenta Rapin la distinción de los
géneros, que se había de fijar en la primera mitad del siglo xvn, a pesar de la
popularidad de la tragicomedia; sigue la postura de Boileau, que a su vez la
había tomado de La Mesnardière. En este tema no se aparta Rapin de la posi­
ción general.
Una tercera fuente de inspiración de Rapin es Longino. A su autoridad se
acoge cuando prefiere el genio al arte y cuando prefiere la poesía griega, sobre
todo a Homero; y de Longino toma la mayor parte de los ejemplos de sublime
que cita en la poesía griega. El acceso a Lo sublime lo tiene Rapin a través de
la traducción de Robortello, por la de Boileau y probablemente por traduccio­
nes hechas por los jesuítas, que él pudo manejar en las bibliotecas de su con­
vento.
TEXTOS PARA COMENTARIO

Que le lieu de la scène y soit fixe et marqué.


Un rimeur, sans péril, delà les Pyrénées,
Sur la scène en un jour renferme des années.
Là souvent le héros d’un spectacle grossier,
Enfant au premier acte, est barbon au dernier.
Mais nous, que la raison à ses règles engage,
Nous voulons qu’avec art l’action se ménage;
Qu’en un lieu, qu’en un jour, un seul fait accompli
Tienne jusqu’à la fin le théâtre rempli.
(Boileau, L ’a r tp o é tiq u e , III, v. 38-46.)

Souvent, sans y penser, un écrivain qui s’aime,


Forme tous ses héros semblables à soi-même:
Tout a l’humeur gasconne en un auteur gascon;
Calprenède et Juba parlent du meme ton.
La nature est en nous plus diverse et plus sage;
Chaque passion parle un différent langage:
La colère est superbe et veut des mots altiers;
L’abattement s’explique en des termes moins fiers.
(Boileau, L ’a r tp o é tiq u e , III, v. 127-134.)

Aristote divise la fable, qui sert d’argument au poème, en simple et composée. La


fable simple est celle qui n ’a aucun changement de fortune: comme est le P ro m e th é e
Textos para comentario 327

d’Eschyle, et Y H e rc u le de Sénèque; et la fable composée est celle qui a un changement


d’une mauvaise fortune en une bonne, ou un retour d’un bonheur à un malheur, comme
Y E d ip e de Sophocle. Et l’ordennance de chaque fable doit avoir deux parties, l’intrigue
et le dénouement; l’intrigue brouille les choses, en jettant le trouble et la confusion
dans les affaires, le dénouement doit y remettre le calme; tout ce qui précède le chan­
gement de fortune s’appelle intrigue; tout ce qui fait le changement ou ce qu’elle suit
s’appelle dénouement.
(Rapin, R éflex io n s su r la p o é tiq u e , Cap. XXI, pág. 37.)

Il y a encore dans la poésie comme dans les autres arts de certaines choses qu’on
ne peut expliquer: ces choses en sont comme les mystères. Il n’y a point de préceptes
pour enseigner ces graces secrètes, ces charmes imperceptibles de la poésie: et tous ces
agrémens cachez qui vont au coeur. Il n’y a pas de méthode pour enseigner à plaire:
c’est un pur effet du natural. Mais après tout, le naturel tout seul ne peut plaire bien ré­
gulièrement que dans les petites pièces: il luy faut le secours de l’art pour réussir dans
les grandes. C’est par ce secours qu’un génie un peu cultivé donnera a ses pensées cet
ordre admirable qui fait la plus grande beauté des productions de l’esprit: car c’est par
cet ordre que chaque chose devient agréable, parce qu’elle est en sa place, comme dit
Horace, rien ne plait sans cela. Mais c’est l’ouvrage du jugement que cet arrangement
comme l’invention est l’ouvrage de l’imagination. Et c’est un mystère peu connu aux
petits génies, que cet ordre qui tient tout en estât, et sans lequel les plus belles choses
deviennent fades.
(Rapin, R éflexion s s u r la p o é tiq u e , Cap. XXXV, pág. 60.)
Capítulo III

POÉTICAS CLASICISTAS EN ESPAÑA

1. Introducción

La desfavorable actitud hacia la literatura que había caracterizado las dife­


rentes etapas del Medievo se atenúa en los últimos siglos gracias a la fusión de
diversos factores:

1. La literatura va adquiriendo una cierta autonomía que le permite ir preci­


sando algunos conceptos generales, como el de imitación, que ayudan a
separar la realidad de la ficción.
2. La progresiva disociación entre literatura y moralidad que había supeditado
la literatura a la religión, de tal forma que todo lo que no se atuviera a los
dogmas o la verdad cristiana resultaba un peligro para el auditorio.
3. Los conceptos de verdad y mentira de la ficción, estrechamente vinculados
al aspecto anterior, que se encontraban en el origen de la confusión fuer­
temente arraigada en la opinión medieval acerca de las artes basadas en la
imaginación. Únicamente las interpretaciones alegóricas permitían captar
el sentido profundo de las producciones literarias y evitar la amoralidad
que la literatura pudiera suscitar en cualquiera de sus manifestaciones dis­
cursivas. El sentido de la literatura se enfocaba hacia esa interpretación
alegórica que permitía una justificación de la ficción o al menos de aque­
llos discursos imaginativos en los cuales el carácter moralizante y ejem-
plificador resultaba más evidente.

En los últimos siglos medievales esta actitud se había suavizado pero to­
davía pervive en los tratados de Dante, Petrarca y Boccaccio. También los
primeros tratados en lengua castellana se ven obligados a realizar una defensa
de los méritos y aportaciones de la literatura frente a otras artes y todavía la
interpretación alegórica sigue siendo plenamente válida como justificación del
330 Poéticas clasicistas y neoclásicas

sentido beneficioso de las producciones ficticias. El carácter moral de la litera­


tura sigue siendo en los siglos xiv y xv la mayor preocupación de sus defenso­
res y detractores.
Por otro lado, la producción literaria no se apoyaba en una sistematización
teórica sólida debido a su dependencia de la teología, por un lado, y de la re­
tórica y de la filosofía, por otro. A partir del siglo xvi las artes poéticas co­
mienzan a proliferar en toda Europa y sobre todo en Italia y van instaurando
una actitud diferente hacia la literatura, una actitud más autónoma en la que la
reflexión sobre la misma se va desligando del resto de las artes educativas y
complementando o complementándose con la retórica y la filosofia. Pero hasta
finales del siglo xv o principios del siglo xvi resultaba necesario justificar la
ficción y a esa labor se dedican las artes poéticas que se escribieron en España
entre mediados del siglo xvi y la Poética de Luzán de mediados del xvm.
Obviamente, la defensa de la literatura no se realiza solamente desde los
tratados de arte poética. También las retóricas de la época y los propios escri­
tores desde sus libros se esforzaban en la labor de reafirmación de lo literario,
estimulados por la experiencia que les otorgaba su dedicación a la literatura
(García Berrio, 1980: 26-68). Es el caso, por ejemplo, del Arcipreste de Hita
que declara su intención didáctica y el carácter utilitario de sus escritos forma­
lizados por medio de las convenciones métricas que la literatura requiere
(Menéndez Pelayo, 1974, II: 244-45). Ya hemos aludido a las justificaciones
de La cárcel de amor y de La Celestina.
Al margen del propósito concreto que cada autor pueda proclamar, bajo esta
declaración de intenciones late la preocupación por la acogida de la obra y, lo
que es más importante, pervive la influencia de las poéticas provenzales
(influencia declarada abiertamente en las primeras poéticas castellanas del mar­
qués de Santillana y Juan del Encina) y la fidelidad a la autoridad de Horacio, ya
sea directa o indirecta. La idea horaciana del poeta como poseedor y transmisor
de amplios conocimientos, la necesidad de perfección del estilo, así como la fi­
nalidad de deleité y carácter utilitario de la literatura llega a los escritores hispa­
nos por diferentes conductos y están en la base de toda justificación de la litera­
tura, como demuestran los tratados del marqués de Santillana o Juan del Encina
que unánimemente se consideran de transición entre dos épocas, un Medievo
que se desvanece y un clasicismo que aflora hacia el Renacimiento.
Cuestiones tan representativas de esta época como el humanismo, la exal­
tación del hombre, las tensiones entre la filosofía platónica y la aristotélica, la
amenaza a la escolástica, la Reforma protestante y la Contrarreforma, con su
reafirmación de los dogmas católicos, confirman la idea del Renacimiento
como de un proceso iniciado varios siglos antes y culminado unos siglos des­
pués. Como ha señalado Parr (1990: 78), en este proceso se producen algunos
cambios decisivos en el avance de conceptos tradicionales. Maquiavelo (1496-
1527) cuestiona la doctrina ciceroniana al sostener la maldad natural del hom­
Poéticas clasicistas en España 331

bre y en consecuencia la idea de que se le debe gobernar por medio de la fuer­


za y el temor. Copémico desmorona a principios del siglo xvi el concepto
geocéntrico del universo de Ptolomeo y Aristóteles sustituyéndolo por el mo­
delo heliocéntrico que sitúa al hombre en el centro de la creación, hecho a
imagen y semejanza del Creador.
Ninguno de los grandes cambios que se producen entre mediados de los
siglos XV y XVI repercuten de manera significativa en España. Ni la teoría de
Maquiavelo ni la de Copémico parece que hayan superado entre los humanis­
tas de la época el ser meras curiosidades, quizás dominados por la fuerza del
cristianismo que siempre ha subsanado de forma satisfactoria los problemas
planteados en el exterior, como sucede por ejemplo con la teoría de la doble
verdad propugnada por Pomponazzi (1516), según la cual existen dos verda­
des, una revelada por la fe y otra por la razón. Teorías de este tipo no parece
que hayan producido un efecto determinante en la Península Ibérica. Además,
con el reinado de los Reyes Católicos se generaliza la subordinación de la po­
lítica a la moral y triunfa un ideal trascendente impregnado de valores mora­
les, gracias a figuras tan representativas del humanismo español como Nebrija
(1442-1522), Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), Francisco Sánchez
de las Brozas (1523-1601) o Luis Vives (1492-1540). Entre sus logros más re­
petidos se encuentra su política de mantenimiento de la fe católica y de supedi­
tación a la moral y a la religión, que da al proceso renacentista español unos
tintes peculiares y unas características de las que carecen otros centros cultura­
les europeos.
Por tanto, el marco histórico español de estos siglos es sensiblemente dife­
rente al europeo, tanto en el ámbito político-religioso, como en el socio-
cultural. Posee matices peculiares que lo acercan o alejan de las tendencias
dominantes en Europa, sobre todo en el siglo xvi cuando la llegada del Empe­
rador Carlos V imprime otro carácter al período y cuando encuentra su justifi­
cación la idea popularizada por Curtius de que en España no han existido Re­
nacimiento ni Barroco en cuanto tales. Todo es Manierismo o, dicho de otra
manera, todo es continuidad de fórmulas, de expresiones consagradas y trans­
formadas por el tiempo y por el uso.
Esta idea, defendida también por O. H. Green (1963-6), no indica que
exista uniformidad respecto a la existencia o no del proceso renacentista espa­
ñol ni para situar la duración del fenómeno en el tiempo. Sí representa, en
cambio, un cierto consenso para establecer que las circunstancias del clasicis­
mo español difieren en matices importantes del modelo italiano. A ello contri­
buyen numerosos factores que no se dan en la Italia del Quatrocento, como la
unificación política y religiosa, la expansión del imperio o la defensa del cato­
licismo y otros valores tradicionales, que aplicados al ámbito de la literatura se
manifiestan en una cierta obsesión por los valores morales de las obras litera­
rias y las implicaciones que de ellos se derivan. La defensa del ideal moralista
332 Poéticas clasicistas y neoclásicas
de la literatura permite la vigencia y transformación de diferentes líneas artís­
ticas, enfrentadas por numerosos conflictos entre partidarios de lo tradicional y
de lo innovador, es decir, entre antiguos y modernos. Tensiones como las ori­
ginadas por las innovaciones de Boscán y Gareilaso frente a la actitud más
tradicional de Castillejo o los cambios métricos de influjo italianizante pro­
porcionan un carácter propio a una época conflictiva en el ámbito estético y
literario.
Uno de los problemas que preocupa a los teóricos españoles es el desarro­
llo de las lenguas romances, una cuestión que se emparenta con el conflicto
entre arte e inspiración. Los teóricos españoles son conscientes de que heredan
una tradición latina (en la línea de Horacio, Cicerón o Séneca), pero también
reparan en la tradición griega e, incluso, en un pasado visigodo y árabe que en
nada coincide con los postulados implantados por el Imperio Romano. Un es­
colástico, como El Brócense, reconoce los méritos de la literatura vulgar, aun­
que la supedite al valor superior de la teología, y en muchos casos la superio­
ridad de la teología no impide aceptar las obras de los clásicos paganos, pues
adaptadas a las exigencias cristianas contribuyen al placer y a la finalidad
ejemplarizante de la literatura.
Al contrario de los humanistas italianos, que opusieron una fuerte resis­
tencia a las obras escritas en lengua romance, a los humanistas españoles no
parece preocuparles tanto el idioma como la finalidad educativa que se puede
conseguir a través de él. Como señala Yndurain (1994: 464), para Nebrija,
Luis Vives y otros humanistas, la literatura es ante todo útil y práctica y una
ficción que resulte ambigua, que no aporte enseñanzas o cualidades morales,
no puede alcanzar unos resultados estimables.
Ciertamente no era fácil la teorización literaria de tono científico cuando
los estudios literarios aún no estaban constituidos como disciplina autónoma,
de ahí que los primeros tratados de Sánchez de Lima o Rengifo apenas supe­
ren los límites de la métrica (Kohut, 1973: 31-33). Pero, según sigue diciendo
Yndurain, la actitud positiva hacia las obras escritas en vulgar es la fuente de
una nueva sensibilidad cultural y poética que se manifiesta, por ejemplo, en el
Manrique de las Coplas, en F. Pérez de Guzmán, en Santillana, etc., y lleva a
ensalzar el gusto por la ficción literaria frente a otros tratados de otra índole.
Siguiendo esta línea, los teóricos y comentaristas hispanos dirigen sus esfuer­
zos a conseguir un florecimiento de la literatura de ficción, sin olvidar la ense­
ñanza que pueden ofrecer los autores clásicos considerados como modelos. El
ideal de nuestros teóricos, que recogen frecuentemente en sus tratados, no es el
de un seguimiento fiel de los clásicos que pudiera ser considerado como pla­
gio, sino el de una reelaboración y continuación de los principios teóricos
contenidos en las obras clásicas, lo cual es algo común a toda Europa cuando
se desarrollen las lenguas romances y terminen de imponerse a la latina como
lengua de creación literaria.
Poéticas clasicistas en España 333

Quizá debido a la subordinación de la poética a la retórica que se mantiene


hasta fines del siglo xvi, todavía hoy sigue vigente el prejuicio de que en la
España del Renacimiento no se han escrito poéticas en un largo período de
casi cien años entre el Arte de poesía castellana de Juan del Encina (1496) y el
Arte poética de Sánchez de Lima (1580) (Kohut, 1973: 1-19) que aportaran
algo importante, diferente de lo aportado por las poéticas italianas de la misma
época. Pero desde principios del siglo xvi se produce en España un aumento
significativo de tratados y escritos teóricos, didácticos o moralizantes, escritos
en castellano y algunos, como los de Nebrija, Encina, Manrique o Santillana
llegaron a circular en varias ediciones, por lo que hemos de suponer que al­
canzaron una cierta popularidad. La expansión del castellano como lengua es­
crita no era nueva, pues venía produciéndose al menos desde el siglo xm, pero
todo indica que la lengua romance se extiende en España con una mayor cele­
ridad que en Italia. En efecto, parece que nuestra lengua ha tenido menos pro­
blemas para imponerse que el italiano en su país, donde las hablas vulgares
eran consideradas mayoritariamente como una corrupción del latín y el desco­
nocimiento del latín clásico era sinónimo de ignorancia. Un humanista como
Nebrija no tuvo reparos para escribir en castellano sobre cualquier asunto y
después de él muchos más. La cuestión no es tan trivial como hoy nos pudiera
parecer, pues ha tenido cierta importancia en su momento, por ejemplo en la
posición ante las polémicas sobre el concepto de imitación, en la posición res­
pecto al estilo o ante la finalidad de la obra de arte. Es cierto, como señala
Vilanova (1953: 567), que los tratados de poética y retórica escritos en latín
hasta mediados del siglo xvi hacen muy pocas referencias a la literatura ro­
mance. Ello puede demostrar la carencia de ima justificación teórica sobre las
producciones romances y el seguimiento que hacen nuestros poetas de la poe­
sía italiana. En dicho período la iniciativa individual del escritor es determi­
nante para lograr la renovación literaria alcanzada en la primera mitad del si­
glo XVI, pues desde Juan del Encina hasta López Pinciano no existe ninguna
poética conocida que haya ejercido un influjo directo sobre un autor o un mo­
vimiento literario. Los creadores españoles imitan espontáneamente las inno­
vaciones europeas, principalmente italianas, sin atenerse a unas normas ex­
plícitas aplicadas a la lengua española.
A partir del siglo xvi es evidente que los humanistas españoles no sólo no
desdeñan el uso de la lengua romance, sino que lo impulsan como una manera
de acercarse a un destinatario más amplio y como una manera de difundir unos
saberes transmitidos por la ficción o por la reflexión teórica. Las reflexiones
teóricas de esta época, publicadas bajo la forma de tratados de poética, de re­
tórica, de historiografía o bajo la forma ambigua de «literatura y sociedad»
atienden a la literatura como una parte de la educación general, hasta la apari­
ción de las reflexiones de El Brócense (1576) y de Femando de Herrera
(1580), los primeros que hacen una sistematización de las recientes innovacio-
334 Poéticas clasicistas y neoclásicas
nes italianizantes asimiladas por Garcilaso y Boscán. Pero sus Anotaciones a
la obra de Garcilaso no son tratados sistemáticos, como tampoco lo son el Arte
poética de Sánchez de Lima (1580) ni el Arte poética española de Juan Díaz
Rengifo (1592), limitados únicamente al tratamiento de cuestiones métricas.
La verdadera influencia teórica sobre nuestros escritores comienza a ejercerse
unos años más tarde con el tratado aristotélico de López Pinciano (Philosophia
antigua poética, 1596) y el tratado platónico de Carvallo (Cisne de Apolo,
1602). Las Tablas poéticas (1617) de Francisco de Cáscales se puede conside­
rar la última de las poéticas clasicistas españolas. Como veremos, es una poé­
tica de carácter preceptivo y anacrónico en buena medida, pues la literatura
discurría ya por cauces muy diferentes a los establecidos por esta obra. A par­
tir de ella las reflexiones sobre la literatura se recogen en tratados escritos para
polemizar y adoptar posturas a favor y en contra de determinados problemas.
Es el caso de los documentos nacidos al hilo de la polémica teatral o de la po­
lémica sobre la poesía culterana, de la que nos ocuparemos más adelante. Las
ideas sobre la literatura también aparecían en los prólogos y aprobaciones de
las obras literarias e, incluso, en las propias obras.
Aunque la conexión entre la poética y la retórica seguía siendo estrecha,
no vamos a dedicar un capítulo independiente a los tratados de retórica de este
período ya que las obras de índole poética son numerosas y tienen un peso su­
ficiente en el desarrollo y evolución de las ideas literarias. El capítulo corres­
pondiente a esta época finalizará con el estudio de la obra de Baltasar Gracián,
Agudeza y arte de ingenio (1647), en la que se condensa y sistematiza la doc­
trina sobre el conceptismo que contaba con un largo desarrollo tanto en Italia
como en España. Esta obra, pese a sus innovaciones, supone una transición
hacia la doctrina literaria conservadora de la Poética de Luzán.

2. Cuestiones generales de poética

Así pues, en la época clasicista la reflexión sobre el arte y la literatura co­


rría a cargo de humanistas, eruditos y de los propios escritores que exponían
sus observaciones o su experiencia del arte poético en forma de tratados (que
poseían una fuerte dosis de teoría retórica) o en apéndices que aclaraban su
intención y la comprensión de la obra.
El estímulo de la teoría literaria española procede de Italia en una época en
que proliferan las doctrinas poéticas aristotélicas desde que Robortello publi­
cara sus comentarios en 1548. España no podía sustraerse a la preocupación
por las implicaciones de la doctrina aristotélica que se divulgan por toda Eu­
ropa, aunque llegan a nuestro país con unas décadas de retraso. La obra de
Aristóteles proporcionó argumentos convincentes para la defensa de la litera-
Poéticas dasicistas en España 335

tura, pues las justificaciones alegóricas, las coartadas de la verdad profunda ya


no parecían suficientes. La Poética suministró el marco adecuado para una re­
flexión sobre la poesía que vino a devolver a la literatura la antigua dignidad y
una base sólida sobre la que cimentar los comentarios.
Aunque la primera traducción de la Poética de Aristóteles a cargo de A.
Ordóñez das Seijas y Tobar no se publica en castellano hasta 1626, la doc­
trina aristotélica, junto con la horaciana, y sus diferencias y similitudes con
la platónica, eran suficientemente conocidas en España. Pero fue López
Pinciano con la Philosophia antigua poética el primer propagador y quien
más in fluyó, al menos en la primera mitad del siglo xvn. Parece que su in­
fluencia fue decisiva en la obra de Cervantes (especialmente en los princi­
pios de la ficción literaria, en el concepto de imitación y verosimilitud, en el
rechazo de las novelas de caballerías, en la problemática de la verdad en la
ficción literaria, etc.), pero, como afirma Riley (1962), la documentación
existente no es lo suficientemente fiable para hacer esa afirmación con abso­
luta certeza.
La reflexión teórica de López Pinciano se sitúa en la línea racionalista de
Aristóteles a partir del entendimiento y la razón como principios fundamenta­
les que rigen la creación artística y literaria. Sobre este presupuesto inicial
evita cualquier tipo de especulación metafísica y considera la razón humana
como elemento necesario para demostrar el talento y autonomía del autor so­
bre su obra y sobre el análisis y comprensión de la literatura.
La Philosophia antigua poética presenta en forma de diálogo entre cuatro
personajes las cuestiones de poética que más preocupaban entonces y que, en
general, eran comunes a todo el humanismo clasicista. Al margen de ser un re­
curso típico de la época, la presentación dialéctica no es una casualidad, pues
indica que López Pinciano elude todo dogmatismo y mediante la presentación
de los argumentos desde distintos puntos de vista pretende llegar a una con­
clusión razonable, lo más equilibrada posible, que viene a coincidir con la
terminología y los principios básicos instaurados por la Poética de Aristóteles,
pero sin considerar su autoridad como infalible.
Efectivamente, la Poética de Aristóteles representa para Pinciano una guía
que le suministra las cuestiones fundamentales de la teoría poética: mimesis,
verosimilitud, fábula, catarsis, etc. Su apego a la obra del Estagirita es tal que
únicamente plantea cuestiones formuladas en la Poética, sin recurrir a proble­
mas específicos de su época y sin citar, aunque sea a título de ejemplo, a auto­
res contemporáneos. En la Philosophia antigua poética los autores contempo­
ráneos no tienen cabida porque sólo se interesa por la antigüedad clásica y el
reflejo de esos planteamientos en su época. Ahora bien, aunque no alude a
autores contemporáneos, sus reflexiones teóricas son aplicables a la literatura
del clasicismo español, sin el carácter dogmático que tendrán después otros
tratados poéticos, como el de Cáscales.
336 Poéticas clasicistas y neoclásicas

La Philosophia antigua poética se compone de 13 epístolas, cada una de


las cuales tiene como tema central un principio básico de la poética (Porqueras
Mayo, 1996: 89 y sigs.)- La razón y la ciencia son los principios que rigen la
creación artística y organizan su tratado, un tratado en el que intenta armonizar
en lo posible los presupuestos aristotélicos con los platónicos. Por eso alaba la
filosofía platónica en aquellos puntos que pueden ser asimilables a los princi­
pios aristotélicos, si bien rechaza determinados aspectos que los contradicen,
como sucede en las referencias al origen sobrenatural del arte y en las razones
que le llevan a condenarlo por fraudulento y engañoso (Ed. Carballo Picazo,
1973,1: 100).
Al vincular la razón, la lógica y la ciencia con la literatura, López Pinciano
comprende que la literatura debe ser juzgada por su valor intrínseco, sin que
éste pueda ser subordinado a la moral o a la política:
El Pinciano dixo entonces: Oydo he que la arte sólo considera la obra buena
en sí, sin respecto al artífice que sea malo o bueno en lo moral, porque la esta­
tua será buena si tiene perfection, aunque el que la obró sea injusto o destem­
plado o tenga otros vicios (Ed. Carballo Picazo, 1973,1:77).

Pinciano ni siquiera alude a la necesidad de unas reglas impuestas desde el


exterior de la obra, porque ésta únicamente ha de adaptarse a la lógica de la
naturaleza humana y, en última instancia, será el talento del autor quien debe
tutelar el desenvolvimiento de la obra. En consecuencia, la literatura está so­
metida a la razón y a la inventiva del autor, pero no a unas normas específicas
(Shepard, 1970: 143).
La vinculación entre ciencia y literatura era común en el Renacimiento y,
por tanto, su postura no es innovadora, aunque resulta esclarecedor observar
cómo esa identificación preside toda la obra y cómo divulga la idea en térmi­
nos muy equilibrados: la razón preside todos sus argumentos y determina el
juicio estético que permite juzgar la literatura por sus valores intrínsecos, al
margen de juicios o prejuicios extra artísticos.

DEFENSA DE LA POESÍA

El dominio de la razón y la vinculación ciencia-literatura, con los cono­


cimientos científicos que incluye, abre el camino para una defensa de la litera­
tura (epístola 2.a), que López Pinciano también vincula con la cuestión de la
verdad y mentira de la ficción y con la reproducción en la ficción de acciones
moralmente reprobables (Porqueras Mayo, 1972). En un principio apela al re­
curso más fácil cual es recomendar la imitación de los grandes autores clásicos
(Homero, Virgilio, Quintiliano) que habían dignificado la creación literaria y
habían verificado las dificultades de la creación artística. Se remite también a
Poéticas clasicistas en España 337

la autoridad de Horacio para recomendar la necesidad de esfuerzo y capacidad


de trabajo con el argumento de que el creador debe trabajar su obra, revisarla y
perfeccionarla durante 9 años antes de darla a la luz. Sólo así se puede conse­
guir un buen producto que honre y dé fama al autor, por una parte, y agrade y
deleite al público, por otra.
Esta parece la solución más cómoda para todos los teóricos clasicistas,
pero la complejidad del problema no se resuelve satisfactoriamente e, in­
cluso, Pinciano parece concluir que la literatura no es buena para los niños
ni para el profano. El juicio estético corresponde al hombre refinado, edu­
cado, y sólo el erudito, aunque no sea especialista, está capacitado para
decidir los criterios que rigen el gusto literario. No obstante, como los ar­
gumentos en favor y en contra de la verdad y la ficción no son totalmente
conciliables, Pinciano recurre al viejo argumento medieval de la interpre­
tación alegórica:
... y que ay muchas cosas en la Poética, y palabras también, que parecen menti­
rosas y no lo son, porque las cosas en lo literal falsas, muchas vezes se miran
verdaderas en la alegoría, y las palabras que parecen desviadas de la verdad, no
se apartan della, sino que a ella están las más de las vezes asidas y cosidas,
mediante las metáphoras, atributos, conueniencias, causas, efectos y semejantes
(Ed. Carballo Picazo, 1973,1:162-63).

Al final, el sentido profundo permite juzgar la validez o no del juicio lite­


rario. De ahí también la importancia de la erudición, tanto desde el punto de
vista del autor como del crítico.

CREACIÓN POÉTICA: INGENIO Y APRENDIZAJE

La antigua dicotomía ingenium/ars (ingenio/arte) se reproduce en las poé­


ticas españolas prácticamente en los mismos términos que en el resto de Euro­
pa y divide a los teóricos entre los partidarios del furor poético platónico y los
partidarios de una posición más racionalista de filiación aristotélica. La filo­
sofía platónica ejerció una influencia más decisiva sobre las teorías poéticas
del siglo XVI (a pesar del predominio general del aristotelismo), respecto a la
doctrina de la inspiración y de la peligrosidad moral de la literatura. Los teóri­
cos platónicos (Herrera, Carvallo) se adherían a la teoría del furor para expli­
car el origen de la poesía y creían en el origen sobrenatural de la creación
poética. En cambio, la postura de los teóricos aristotélicos (López Pinciano)
otorgaba a la poesía un origen natural, consecuencia de un talento innato que
debía ser desarrollado con el conocimiento y aplicación de unas reglas. La
creencia en una formación enciclopédica, del autor y la necesidad de transmitir
la erudición a través de los versos popularizó la idea de extraer la inspiración
338 Poéticas clasicistas y neoclásicas

de los modelos clásicos, procurando dar a las obras la perfección que los anti­
guos dieron a las suyas.
Otros teóricos adoptan ante el origen de la poesía una actitud ecléctica de
índole horaciana y cifran el ideal estético en un equilibrio entre el talento y las
técnicas del arte, reconociendo la necesidad de aplicar el talento a las técnicas
aprendibles del arte. Sánchez de Lima, en el Arte poética (1580), se sitúa en la
línea platónica y piensa que la poesía depende de las dotes naturales del poeta.
El artista crea inspirado por un dios y, como en cualquier arte, su creatividad
innata, no susceptible de aprendizaje, obtendrá unas veces resultados admira­
bles y otras veces mediocres.
Herrera en las Anotaciones a la obra de Garcilaso plantea la cuestión de si
el poeta nace o se hace y defiende con entusiasmo el origen sobrenatural de la
poesía y el carácter divino de la inspiración a partir de un ímpetu o furor poé­
tico que permite expresar por medio del lenguaje los conceptos más elevados
del ser humano.
También Carvallo en el Cisne de Apolo adopta el punto de vista platónico
ante el problema de la invención poética y se extiende en la consideración del
genio sobrenatural del poeta (Porqueras Mayo, 1996: 121 y sig.). Gracias a la
inspiración divina el arte supera a la naturaleza y crea un mundo ficticio en el
cual el poeta es semejante a un creador divino. Al igual que Dios, el poeta crea
de la nada y todas las cosas del mundo pueden ser objeto de tratamiento poéti­
co, pero separando lo que és moralmente detestable de aquello que contribuye
a un fin provechoso e instructivo:

El poeta, forzoso ha de tratar de todo, y decirlo todo, pues es pintor de lo


que en el mundo pasa, pero obligación tiene a tratar lo malo como malo, para
que se evite, y lo bueno como bueno, para que se siga (pág. 210).

La postura aristotélica está representada en las poéticas españolas por Pin-


ciano. Después de analizar la debatida cuestión del ingenio y el arte como cau­
sa para lograr el efecto de la poesía, López Pinciano rechaza las características
del furor poético y se adhiere a una explicación natural del temperamento ar­
tístico, que actúa en su opinión sin intervención de lo divino.
Los teóricos españoles oscilan en la idea de que el poeta nace con ima
habilidad especial (de carácter natural o sobrenatural), pero esta habilidad sólo
puede desarrollarse mediante el conocimiento y aplicación de las reglas del
arte. El genio individual es imprescindible porque debe ser aplicado a todos
los aspectos del arte y sin el impulso creador no hay arte, pero éste es irreali­
zable sin una formación adecuada y sin la aplicación de unas fórmulas de
composición que permiten el acabado perfecto de la obra artística.
Desde Aristóteles siempre se entendió que el ars era susceptible de siste­
matización y que estaba sometido a unas reglas, aunque el carácter preceptivo
Poéticas clasicistas en España 339

del clasicismo español nunca llegó a alcanzar los niveles de inflexibilidad del
clasicismo francés o del italiano. De hecho, tanto los teóricos como los escrito­
res combinan ima actitud de respeto y desdén hacia ellas. Las reglas son nece­
sarias desde el punto de vista teórico (incluso un decidido defensor del genio
individual como Lope de Vega defiende la necesidad de unas reglas), pero en
la práctica deben ser utilizadas con flexibilidad o evitar un sometimiento ex­
cesivo si el público lo demanda. Un helenista ponderado como López Pinciano
admite la sujeción a las reglas pero admite que, aun apartándose de ellas, se
puede conseguir belleza.
Naturalmente, los preceptistas ponían todo el énfasis en el estudió y apli­
cación de las reglas. Todos creían en la validez de unas normas, aplicables a
todos los ámbitos del arte, aunque resultaban más apropiadas a unas modali­
dades discursivas que a otras. En el teatro, por ejemplo, el rigor normativo pa­
recía más adecuado (así lo entiende explícitamente Carvallo en el Cisne de
Apolo), pero otros géneros como la novela no están sometidos a un afán re-
glamentístico tan rígido. Toda la doctrina del clasicismo (razón, mimesis, uni­
dad formal, perfección estética...) facilitaba la idea de sujeción a unos princi­
pios universales e inmutables, pero también estaba sujeta a normas más
ocasionales que eran susceptibles de transformación y de cambio. Algunos de
estos principios generales adquieren un nuevo relieve al ser aplicados al teatro
o a la prosa narrativa y entonces logran un sentido propio. En el caso de la no­
vela, por ejemplo, el hecho de no tener que someterse a las restricciones mé­
tricas permitió al novelista una mayor libertad e impulsó un desarrollo propio,
más cercano al mundo del lector, sin necesidad de seguir unos modelos pre­
viamente establecidos. La relativa libertad del novelista afectó más que cual­
quier otro aspecto a la posición ante las reglas. Como éstas no estaban clara­
mente formuladas respecto a la novela, la responsabilidad de su cumplimiento
recae exclusivamente sobre el autor y éste tiende a aceptar unos principios
fundamentales del arte, pero adapta otros muchos a un hipotético gusto del
lector.

MIMESIS Y VEROSIMILITUD

Entre los principios básicos que se derivan de la obra de Aristóteles desta­


can los principios de mimesis, verosimilitud y unidad de acción.
La teoría literaria clasicista entiende que la imitación de la naturaleza es el
principio fundamental del arte. La imitación es universal e inherente al acto
mismo de la creación poética, pues, como decía El Brócense, se ha producido
en todas las épocas. Ahora bien, afirmar que el arte imita la naturaleza, como
se decía insistentemente en la época, no resulta muy esclarecedor porque el
término naturaleza se entendía de una manera muy amplia. López Pinciano
340 Poéticas clasicistas y neoclásicas

capta correctamente el espíritu de la Poética de Aristóteles al interpretar la


mimesis en su sentido ideal y trascendente. Así como cualquier actividad hu­
mana opera por imitación, también el artista opera de la misma manera, con­
virtiéndose en el motor y el alma de la creación poética. El artista crea si­
guiendo los pasos de la naturaleza humana y da forma a un nuevo mundo; de
ahí que la mimesis sea la esencia del arte. Por medio del proceso mimètico to­
do tiene cabida en el arte, tanto la descripción exterior, como cualquier proce­
so interior de la actividad humana. El arte no sufre ningún tipo de limitación y
cualquier aspecto animado o inanimado o cualquier tipo de conocimiento pue­
de ser objeto de la literatura. Así lo resume don Gabriel (el interlocutor imagi­
nario del Pinciano) al final de la epístola tercera:
... pensando en la formal causa y sujetiua de la poética, me parece que en ella
no tiene sujeto particular de sciencia, arte o disciplina, y que todo cuanto ay de-
baxo del mundo es de ella subjeto, como traéys de Manilio poeta; y que no,
como la Medicina, Philosophia y Astrologia y las demás artes enseñan discipli­
nas particulares, la Poética enseña alguna en quien funde su essencia principal;
la qual, a mi juyzio, consiste, no en enseñar cosa diferente de las demás, sino en
el modo de la ensefiança, que es por imitación en el lenguaje más alto de los
modos todos, como está bien prouado (ed. Carballo Picazo, 1973,1:234-5).

LA ERUDICIÓN

La aplicación artística del principio de mimesis incluye también la necesi­


dad de una cultura extensa. El talento natural del poeta exige el conocimiento
de un ars, es decir, exige la aplicación de las técnicas propias de su oficio, pe­
ro aún más importante que el talento personal es poseer una buena formación
intelectual. La defensa de la erudición y del saber enciclopédico es una cons­
tante en todas las poéticas españolas, como lo era también en las italianas y
europeas. Se pensaba entonces que el poeta culto precisaba unos conocimien­
tos extensos y variados para practicar eficazmente la imitación, y no sólo de
los autores clásicos, sino también de los poetas modernos. El teórico renacen­
tista exige al poeta un dominio aceptable de toda clase de materias: ciencias,
lenguas, filosofía, etc. El Brócense, por ejemplo, señala que los defectos en la
imitación de los malos poetas proceden de no saber imitar por la carencia de
ciencias y doctrina. En la misma línea, F. de Herrera defiende la erudición y
piensa que la grandeza poética sólo puede lograrse a través de la claridad for­
mal y estilística. La oscuridad poética es aceptable siempre que provenga de la
dificultad del tema tratado y no de la expresión. La aparente contradicción
procede del hecho de que hay que distinguir entre la claridad de los conceptos
y la claridad de las palabras. La claridad de las palabras, su composición y or­
ganización es fundamental para la belleza de la creación poética, pero puede
Poéticas clasicistas en España 341
ocultar una oscuridad de conceptos, que resulta totalmente lícita cuando pro­
cede de la erudición o de pensamientos profundos del poeta. El tratamiento de
este problema en Herrera resulta esencial, pues está en la base de las polémi­
cas entre conceptistas y culteranos que dividió en dos bandos irreconciliables
la poesía española del siglo xvn (Vilanova, 1953: 582).
López Pinciano también ensalza el ideal renacentista del poeta erudito: el
ideal de un hombre culto, de conocimientos ilimitados sobre cualquier mate­
ria. El estudio y la formación del poeta son una necesidad para el hombre re­
nacentista, especialmente si vienen respaldados por la doctrina de la imitación
de los modelos clásicos y por la creencia, muy extendida entonces, del carácter
noble de la poesía. Para el teórico clasicista la poesía viene a ser un compen­
dio de todas las artes, incluida la filosofía y la oratoria: de ahí su función edu­
cadora. Para Pinciano la erudición y la información intelectual contribuyen a
la belleza de la obra y, por tanto, sería recomendable que influyeran en los go­
bernantes. Se adhiere, pues, a un concepto netamente renacentista que vincula
la literatura con la política y la enseñanza.
La exposición de conocimientos y la erudición tienen su contrapunto en la
recepción, pues exigen lectores cultos y ello parece limitar el ámbito artístico
sólo a un determinado tipo de lector: el lector culto y refinado. Pero este era
un prejuicio muy extendido en el clasicismo español que el Pinciano no quiso
o no pudo soslayar.
Así pues, bajo esta relación mimesis-naturaleza y la erudición que lleva
implícita late la idea de que el arte es superior a la naturaleza y de que imitar
no implica necesariamente «realismo» o captación fiel de lo inmediato al
creador, sino que implica creación y selección de aspectos de la naturaleza con
irnos fines determinados, algo que ha sabido exponer con claridad Cervantes
en sus planteamientos teóricos (Riley, 1962: 100-101). También ha servido pa­
ra evitar el equívoco de que el arte «copiaba» la naturaleza.

IMITACIÓN DE LOS CLASICOS

El concepto de imitación se completa con el seguimiento de los autores


clásicos. La imitación de los modelos clásicos tiene al menos tanta importan­
cia como la imitación de la naturaleza. Era una idea sumamente extendida en
el clasicismo de la que el Pinciano se hace eco para introducir el problemático
concepto de «plagio». Éste se entiende también como un tipo de imitación, pe­
ro rebajado al carácter de «remedo de retrato» que no alcanza el grado de in­
vención de la imitación creativa:

El Pinciano dixo entonces: Yo por imitación entendiera, antes de agora,


quando vn autor toma de otro alguna cosa y la pone en obra que él haze.
3 42 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Y Vgo: Essa es también imitación, porque es también remedar y contraha-
zer a otra, assi que èssa y las demás dichas están debaxo del género de imita­
ción. Diferéncianse en algunas diferencias, porque el autor que remeda a la na­
turaleza, es como retratador, y el que remeda al que remedó a la naturaleza, es
simple pintor. Assi que el poema que inmediatamente remeda a la naturaleza y
arte, es como retrato, y el que remedó al retrato, es como simple pintor (ed.
Carballo Picazo, 1973,1 :197).

A través de la doctrina del «plagio» los teóricos clasicistas apoyan el ma­


gisterio de los clásicos y recomiendan la emulación de todo aquello que sea
bueno y se adapte a sus condiciones. El Pinciano expone la idea sucintamente
sin añadir más precisiones, pero la doctrina siguió viva durante todo el siglo
xvn porque era una idea común, asimilada en todas las poéticas con formula­
ciones diferentes. El Brócense, por ejemplo, es partidario de integrar versos
ajenos como propios porque revela la maestría del poeta culto. En cambio, He­
rrera pone en duda la autoridad inexorable de los modelos clásicos (prin­
cipalmente italianos) y se muestra contrario a la imitación servil de aquellas
obras que no aportan nada personal a la creación. Coherente con la doctrina
del ideal platónico prefiere la aportación del genio individual y la representa­
ción subjetiva de los pensamientos y deseos del poeta. La imitación servil sin
el genio individual convierte la originalidad artística en una recreación artifi­
cial y en una repetición de tópicos y fórmulas estereotipadas:
Me enciende en justa ira la ceguedad de los nuestros, i la inorancia en que
se an sepultado; que procurando seguir sólo al Petrarca i a los toscanos, desnu­
dan sus intentos sin escogimiento i sin copia de cosas; i queriendo alcançar de­
masiadamente aquella blandura i terneza, se hazen umildes i sin composición i
fuerça. Porque de otra suerte se a de buscar o la floxedad i regalo de verso, o la
viveza; que para esto importa destreza de ingenio i consideración de juizio.
¿Qué puede valer al espíritu quebrantado i sin algún vigor la imitación del
Ariosto? ¿Qué la suavidad y dulçura de Petrarca al inculto i áspero? (pág. 71).

Herrera no rechaza la doctrina de la imitación, origen del arte, sino aque­


llas imitaciones serviles de los italianos que impiden la evolución y la inno­
vación de las formas poéticas. Para él la belleza poética se consigue por medio
de la intuición y el genio creativo del poeta que, sirviéndose de un lenguaje
dinámico, consigue unas metas inalcanzables a través del plagio. También
Carvallo defiende el plagio de versos y sentencias siempre que estén integra­
dos en el conjunto y su inclusión no atente contra la originalidad. Pero Herre­
ra, el Pinciano, Carvallo, Cervantes, etc., advierten del peligro que lleva el ex­
ceso y alertan contra los posibles abusos que de ahí se pueden derivar. De esta
forma, perduró la idea de que cualquier imitación de los clásicos resultaba
apropiada si el escritor proyectaba sobre ella su propio genio creador. Así fue
difundido por Lope de Vega y Cervantes, aunque también permitió excesos y
Poéticas clasicistas en España 343

abusos que servían como justificación a imitaciones serviles, sobre todo en es­
critores de segunda fila. Sin la aportación del genio individual, sin el talento
natural, la imitación de los clásicos queda totalmente desvirtuada, pues la obra
pierde profundidad y se queda en una mera elucubración formal. No obstante,
la relativa permisibilidad de la época indica un cierto talante de libertad carac­
terístico de la España de la época e indica, sobre todo, que no existía oposición
entre imitación y originalidad. Ambas eran compatibles, auspiciadas por la
aportación del genio individual y por la fuerza de la invención creadora. Para
los teóricos y creadores españoles la facultad creadora y el genio individual
son fundamentales porque elevan al poeta sobre el historiador y les permiten
justificar la literatura creativa frente a otras modalidades discursivas.

VEROSIMILITUD Y DECORO

El principio de mimesis se vincula con el concepto de verosimilitud. Como


la imitación convierte en literario aquello que surge de la invención y de la
imaginación, ha de atenerse a la razón y oponerse al mismo tiempo a la histo­
ria, porque ésta retrata por medio de cualquier forma de lenguaje lo que real­
mente existe o ha existido. En cambio, la imitación creativa abre al escritor un
mundo de posibilidades sólo sujetas al desarrollo racional, es decir, a la vero­
similitud y, por tanto, a unas estructuras lógicas.
El concepto de verosimilitud resulta fundamental como eslabón de enlace
entre el origen y el propósito final de la literatura. A través de la imitación el
artista recrea el mundo (cualquier aspecto del mundo) y como esa recreación
se somete a la razón sirve a una finalidad didáctica que, en opinión del Pincia-
no, resulta más provechosa porque se consigue por intermedio del deleite.
Además como esa imitación creativa incluye todo un saber enciclopédico, re­
lativo no sólo a las artes, sino también a la filosofía, a las ciencias y a la con­
ducta humana, la literatura acaba siendo un modelo de imitación para la vida,
más valioso que el modelo que la vida ofrece inicialmente al arte. En la vida
hay conductas indecorosas o que faltan a la honra, pero estas conductas han
sido suprimidas inicialmente del arte por su sometimiento a la razón y al des­
arrollo lógico de los hechos. Era una actitud común en el Renacimiento, de­
fendida por Escalígero y otros muchos, que el Pinciano divulga convencido
pero sin afán dogmático y le sirve de medio de enlace entre los temas tratados
y, especialmente, en las reflexiones acerca del género dramático. La verosi­
militud está latente en todos los elementos de la composición literaria: fábula,
acción, elementos de la fábula e, incluso, es motivo de deleite. Por tanto, la ve­
rosimilitud se vincula a la unidad formal y ambos conceptos están insepara­
blemente unidos a la perfección estética, una idea que permanece viva en el
clasicismo y que es recogida por muchos autores, entre ellos Cervantes.
3 44 Poéticas clasicìstas y neoclásicas
La verosimilitud, por otro lado, no puede separarse del decoro. El Pinciano
entiende el decoro a la manera horaciana como proporción o equilibrio entre
las partes y se demuestra, sobre todo, en la actitud y comportamiento de los
personajes y en la adecuación del estilo poético al destinatario inmediato al
que va dirigida la obra. Algo esencial al decoro era la teoría de los tres estilos.
Existen tres estilos literarios, como existen tres clases sociales. El estilo alto,
protagonizado y dirigido a la nobleza, debe ser el más escrupuloso en el
cumplimiento del decoro. Debe ser también el más exigente con el lenguaje
empleado porque es el estilo que más instrucción aporta a la vida. Frente a él,
el estilo bajo se asocia con la clase baja y el lenguaje humilde. No le merece
más comentarios, pues se confunde la mayor parte de las veces con el estilo
medio, caracterizado por el empleo de elementos del estilo alto y bajo. El esti­
lo medio posee un destinatario más amplio y heterogéneo y por eso debe cui­
dar el uso y ornamentación del lenguaje como consecuencia inevitable de ser
la poesía imitación de la vida y para adecuarse a la finalidad propia de la lite­
ratura. Después de sopesar distintas opiniones, Pinciano es consciente de que
en realidad los estilos se mezclan tanto en el uso diario como en la literatura, y
en la práctica los escritores sólo respetan parcialmente la doctrina de los esti­
los. Por eso se inclina por la necesidad de un único lenguaje poético, no de­
masiado afectado pero más cuidado que el habla común, un lenguaje poético
que vendría a romper las barreras de los tres estilos y que coincidiría en gran
medida con el estilo medio, un estilo sencillo y claro, pero elegante y adorna­
do a la vez, lo cual permitiría adaptarse al decoro, a la verosimilitud y producir
placer en el lector.
La teoría dramática se halla especialmente vinculada a la doctrina del de­
coro. Como sucedía con la ley de las tres unidades, el decoro se destinaba fun­
damentalmente a asegurar el cumplimiento de la verosimilitud y así lo plan­
tean las poéticas de la época. El decoro en sus dos manifestaciones, extema e
intema, aparece como una norma de obligado cumplimiento, aunque en la co­
media al ser una representación de las costumbres humanas se permite mía
cierta libertad (López Pinciano, II: 361), ya que a veces en la vida existen
tantas excepciones que justifican su representación en la ficción.

LA OBRA ARTÍÍSTICA

En las cuestiones referentes a la obra literaria, Pinciano intenta conjugar en


todo momento los principios fijados por los modelos clásicos con el carácter
nuevo de la época. En ningún momento niega su vinculación aristotélica, pero
sin perder de vista el momento en que vive. Se detiene en las cuestiones de
estilo, en el tratamiento más efectivo de los recursos literarios, en las diferen­
tes modalidades discursivas, etc.
Poéticas clasicistas en España 345

Siguiendo a Aristóteles define la fábula o argumento como «imitación de


la obra» y la diferencia de la «historia» por el carácter imaginativo de la pri­
mera. Ambas poseen un funcionamiento similar, se rigen por los mismos
principios, pero la fábula es una creación ficticia y la «historia» es real. Ade­
más, las condiciones de la fábula se cifran, según López Pinciano, en tres pa­
res de contrarios, porque la fábula ha de ser al mismo tiempo «ima y varia,
perturbadora y quietadora de los ánimos y admirable y verosímil» (Vilanova,
1953: 612). La obra poética surge, entonces, de la fusión armónica de condi­
ciones contradictorias que han de formar una totalidad acabada y perfecta. El
conjunto armónico se consigue mediante la interrelación de todas las partes, lo
cual no quiere decir que la fábula abarque una sola acción. La fábula o argu­
mento procede de una acción principal o cuerpo de la fábula a la que se aña­
den otras acciones episódicas que dependen de ella, y pueden ser suprimidas
sin modificar el significado ni disminuir la calidad artística de la obra, pero la
adornan y contribuyen a su utilidad y enseñanza. Por tanto, para Pinciano, co­
mo para la mayoría de tratadistas, las acciones episódicas cumplían una fun­
ción ornamental: únicamente servían para completar, aclarar o realzar la ac­
ción principal.
La fábula ha de ser verosímil, tanto si responde a una creación imaginativa
del poeta, como si está basada en hechos históricos o reales. La conjunción del
carácter mimètico, la verosimilitud y el grado de verdad del contenido de la
ficción permite diferenciar tres tipos de fábulas (Shepard, 1970: 58-59). En el
primer tipo la fábula está construida a partir de ima ficción pura, pero carente
de «buena imitación y semejanza a la verdad» y, en consecuencia, este tipo de
fábula es totalmente rechazable, como sucede en la novela de caballerías. La
imitación en estas novelas no se atiene a las leyes de la naturaleza ni respeta la
sucesión lógica de los fenómenos y por tanto no son verosímiles ni su conteni­
do responde a la verdad.
Más aceptable resulta un segundo tipo de fábulas, producto también de la
invención del poeta, pero de las que se desprende una verdad, es decir, una en­
señanza, como sucede en las Fábulas de Esopo. El grupo más importante lo
forman la tragedia y la épica, formas más elevadas de la literatura, en las cua­
les es accesorio su grado de vinculación con la verdad histórica, pues muestran
un universo ficticio construido sobre una verdad profunda. El carácter históri­
co de una obra no es determinante para aumentar o disminuir su valor, pero
puede facilitar la verosimilitud. Pinciano interpreta el espíritu de Aristóteles al
afirmar que el carácter histórico permite elementos maravillosos o fantásticos,
pues la verosimilitud depende del argumento de la obra y, por tanto, es contex­
tual.
La fábula se convierte en artística mediante un uso característico del len­
guaje. Este puede ser enriquecido con el uso de adjetivos, de figuras retóricas
o mediante la adopción de palabras nuevas del griego o latín, siempre que es-
346 Poéticas clasicistas y neoclásicas

tén justificadas por la necesidad de la ficción. Los recursos literarios vuelven


al lenguaje literario artificioso y a veces oscuro, pero esa oscuridad puede ser
achacable al lector o al autor: unas veces se debe a la falta de cultura del lec­
tor, otras a la erudición del autor o, incluso, a su falta de destreza. Shepard
(1970: 64) observa en esta denuncia del oscurantismo literario un rechazo de
la nueva poesía conceptista y culterana que empezaba a triunfar en la poesía
española, pero, de existir, ese rechazo no se refleja explícitamente y además
Pinciano no está interesado en la poesía contemporánea. Lo que sí es cierto es
que prefiere la literatura más clara, tanto en la expresión como en el contenido,
porque cumple mejor los objetivos placenteros y didácticos.

LOS GÉNEROS LITERARIOS

Respecto a los géneros literarios, la teoría literaria española se atiene bási­


camente a la doctrina aristotélica, según la cual las diferencias genéricas de­
penden del objeto, medio y modos de imitación. El carácter de la imitación y
su esencia, la fábula, diversifican el discurso poético en cuatro géneros princi­
pales según López Pinciano (épico, trágico, cómico y ditiràmbico), o en tres
(representativo, narrativo y mixto) según la teoría de Carvallo. En ambos ca­
sos, la lírica no aparece como género autónomo, pues o bien se incluye en el
estilo narrativo (Carvallo) o se asimila al género ditiràmbico. En cualquier ca­
so, la falta de una ubicación clara demuestra numerosas carencias y presenta
aspectos muy discutibles de las teorías. Tampoco la novela aparece como gé­
nero independiente, aunque la transferencia que López Pinciano hace de la
teoría épica a la novela resulta de enorme interés como antecedente de la teo­
ría de la novela de Cervantes (Riley, 1962: 87 y sigs.).
Realmente la diferenciación de géneros y la problemática ubicación de
algunas modalidades discursivas no presentan ninguna inconsistencia, pues
se atienen a la concepción genérica dominante en la época clasicista (K.
Spang, 1993). Según la teoría clasicista todos los géneros se rigen por los
mismos principios. Las ideas que se aplicaban al dominio de la poesía resul­
taban válidas también para los demás géneros y especialmente para la nove­
la, el género que había adquirido un mayor desarrollo en la última época. En
realidad, principios fundamentales del arte como la naturaleza de la poesía,
su función y composición, imitación, reglas, etc., eran tan generales que su
aplicación a dominios como el teatro o la prosa narrativa no planteaba nin­
gún problema ni cuestionaba ningún aspecto artístico importante y si alguna
modalidad discursiva planteaba problemas que afectaran a la teoría, o bien
se soslayaban (como ocurrió con la tragicomedia), o bien se integraban
simplemente en la clasificación ya existente, como sucedió con la novela y
sus formas afines.
Poéticas clasicistas en España 347

Basándose en criterios derivados de la imitación, López Pincíano ofrece un


repertorio completo y minucioso de los diferentes discursos poéticos, de las di­
ferencias entre la tragedia y la comedia, de la poesía heroica e, incluso, de las
seis especies menores de la poética, entre las que incluye la lírica como varian­
te de la poesía ditiràmbica. Su posición ante el teatro representa uno de los
apartados más sugestivos de la Philosophia antigua poética, pues como todos
los teóricos clásicos es consciente de que históricamente el teatro español se
encuentra en el momento de mayor esplendor de la literatura española y, ade­
más, el teatro sintetiza las excelencias de los demás géneros. En el teatro es
donde mejor se aprecia la influencia del autor sobre el público y por tanto
donde existe la necesidad de vigilar el carácter moral y el carácter instructivo
de la literatura. Es también el ámbito en que debe extremarse la conciencia
social sin mermar la calidad artística, aunque vaya dirigido al auditorio menos
cultivado.
Carvallo en el Cisne de Apolo se expresa en términos similares. Para él, el
estilo dramático es el género por excelencia porque representa la síntesis de
todos los tipos de poesía y por su capacidad social y moralizante. Es significa­
tiva su defensa del teatro en un momento de polémicas y discusiones donde se
ponía en duda la licitud moral del teatro. Carvallo, lejos de soslayar los aspec­
tos polémicos, aprovecha las discusiones para defender el teatro de sus detrac­
tores y especialmente la comedia, que, con la novela, era el género de mayor
vitalidad en la España del momento.
Pinciano extrae de Aristóteles y de sus comentaristas italianos sus ideas
sobre el teatro y, aunque no realiza aportaciones importantes, estudia los as­
pectos fundamentales del género desde un punto de vista personal, que resulta
mucho más equilibrado que el de sus fuentes italianas. El seguimiento de la
doctrina aristotélica queda patente en el estudio de la unidad de acción, que al
contrario de lo que pueda parecer no se identifica con el concepto de imita­
ción. Éste es mucho más amplio y constituye el mismo principio del arte,
mientras que las reproducciones de acciones o conductas humanas pueden
faltar en una obra y no por ello queda mermada la capacidad artística de la
obra. Como todos los teóricos de la época, insiste en la sumisión estricta a la
unidad de acción, pero muestra cierta despreocupación por las unidades de
tiempo y de lugar, aunque en su tiempo ya se habían desarrollado esas unida­
des, Opone, como Aristóteles, el tiempo de la épica al de la tragedia (y la co­
media); hace una breve alusión a que la duración de la representación teatral
«debe» ser de un día y a que las condiciones físicas del escenario imponen un
lugar, pero rechaza la idea de que las peculiaridades del teatro están impuestas
por esas unidades o que se deba exigir una exactitud como propugnaban Esca-
lígero, Maggi o Castelvetro.
Por otro lado, López Pinciano sigue puntualmente la definición de la tra­
gedia, de sus partes, de su función catártica y purificadora del alma y su finali-
348 Poéticas clasicistas y neoclásicas

dad moralizadora. Únicamente se separa de Aristóteles al preferir tragedias in­


ventadas por el autor a las que proceden de la tradición literaria.
Mucho más sugestiva resulta su clasificación de los diferentes tipos de tra­
gedias: la tragedia pathética y la tragedia morata. La tragedia pathética es la
forma perfecta de acción trágica. A través de las adversidades de un protago­
nista que no es ni bueno ni malo plantea una emoción auténticamente pura y
lleva al espectador a un desenlace trágico, más perfecto desde el punto de vista
artístico porque el deleite procede de la compasión. La tragedia morata plan­
tea directamente una lección moral con los mismos ingredientes pero sin la
necesidad de un final trágico. López Pinciano prefiere este segundo tipo de
tragedia porque ejerce unos efectos inmediatos en el espectador, similares a
los de la épica. El protagonista épico al ser un héroe dechado en virtudes sólo
puede llegar a un desenlace feliz y sin necesidad de final trágico se consigue
igualmente el deleite y la satisfacción moral del lector. Así pues, el desenlace
trágico o feliz no es determinante para diferenciar la tragedia de la comedia ni
para conseguir los efectos deleitosos sobre el espectador. En cambio, la conse­
cución del propósito moral sí es determinante para la finalidad última de la li­
teratura, basada en educar y ayudar al buen comportamiento del receptor.
Igualmente atractivo resulta el estudio de la comedia. En la epístola nove­
na de su tratado López Pinciano expone una doctrina completa de lo risible,
que será determinante en las ideas poéticas de Cervantes y Lope de Vega. La
diferencia más importante entre la tragedia y la comedia reside en la posición
social de los personajes y en el carácter histórico de la primera frente a la fabu-
lación típica de la comedia, pero en ningún caso piensa que la distinción esté
determinada por el desenlace trágico o alegre. La comedia se caracteriza por la
exposición de lo gracioso o la representación de escenas en tomo a lo ridículo
con el fin de entretener y deleitar al público.
Esta misma finalidad motiva la doctrina de la comedia en Carvallo. En el
Cisne de Apolo presenta un estudio pormenorizado, remitiéndose al origen y
esencia de la comedia para dirigir su reflexión a «los provechos y utilidades de
la comedia». Carvallo no habla de ninguna supremacía de géneros, pero dedi­
ca poco espacio a la tragedia y defiende con entusiasmo la comedia. Para él
representa una síntesis de todo el teatro; es un conglomerado de los otros gé­
neros, de los que participa y con los que se enriquece. Además, es el género
más próximo al público porque, como decía Cicerón, la comedia es una imi­
tación de la vida, espejo de las costumbres e imagen de la verdad. Eso explica
el rasgo más peculiar de la comedia: representar todas las costumbres humanas
con la virtud y obligación de captar lo bueno como digno de imitación y refle­
jar lo malo de tal forma que su imitación resulte indigna.
Como la comedia representa las costumbres humanas y al mismo tiempo
va dirigida al ciudadano vulgar (aunque en la práctica la distinción no sea tan
nítida), a veces no se adapta correctamente a la doctrina del decoro, especial-
Poéticas clasicistas en España 349

mente en aquellas situaciones en que mezcla personajes nobles y bajos o si­


tuaciones graves y cómicas. Atentar contra el decoro (y la verosimilitud) podía
orientar la exposición hacia una teoría de la tragicomedia, pero ni Pinciano ni
Carvallo profundizan en el tema, seguramente porque el tratamiento de la tra­
gicomedia podía originar algunas contradicciones con la teoría clásica que de­
fienden. No obstante, el hecho de que no la rechacen indica, según Porqueras
Mayo (1996: 146), que aceptan implícitamente el género, al menos Carvallo.
Las poéticas de principios del siglo xvn no aportan suficientes datos que indi­
quen el rechazo o la aceptación de un género híbrido como la tragicomedia.
Eso es ima demostración, como señala Shepard (1970: 100), de las dificultades
con que se encuentran los teóricos de los siglos xvi y xvn al tratar de conjugar
un género moderno en plena expansión y de enorme éxito popular con la doc­
trina clásica que tratan de sistematizar.
Finalmente, Carvallo propugna, antes de que lo hiciera Lope de Vega, las
comedias de tres actos como forma más adecuada para el planteamiento, des­
arrollo y desenlace de unos hechos reales, ya sean de carácter profano o reli­
gioso.

FINALIDAD DE LA LITERATURA

La preocupación por los efectos de la literatura sobre el público ha sido


uno de los objetivos prioritarios de la teoría clasicista. Parece que esta preocu­
pación estaba más arraigada en los creadores que en los críticos, pero todas las
poéticas abordan su problemática como el fin último de la producción artísti­
ca. La opinión más extendida era que la literatura debía desempeñar la doble
finalidad de instrucción y entretenimiento, cualidades que asociaban a la utili­
dad y el deleite. Quizá la Contrarreforma influyó decisivamente en España pa­
ra insistir más en la función didáctica, pero no era una situación diferente a la
del resto de Europa. Todos los teóricos y comentaristas aceptaban sin reparos
esta doble finalidad; la diferencia radicaba únicamente en el énfasis que se
ponía sobre cada una de ellas. Para algunos (Escalígero, Piccolomini...) la
función didáctica era esencial y el deleite el eslabón necesario para ese fin. En
España, el reforzamiento de la postura didáctico-moralizante en el campo de la
teoría literaria hay que buscarlo en la influencia decisiva de Erasmo. Según
Bataillon (1937: 619), el didactismo podía llegar hasta la total condena de la
literatura de simple entretenimiento. Luis Vives representa para él un caso ex­
tremo de esta tendencia que condena sin paliativos toda literatura que carezca
de un provecho moral. Para otros, como Robortello o Castelvetro, el énfasis
recae en el deleite que la literatura pueda proporcionar al público. Pero todos
reconocen la necesidad de ambas funciones e, incluso, añaden una tercera
función: la de producir admiración. En principio parece que la función doctri-
350 Poéticas clasicistas y neoclásicas
nal era prioritaria, pero con el paso del tiempo la atención se fue desplazando
sutilmente hacia la función del deleite que indicaba una aproximación hacia
las exigencias y reacciones del lector. El entretenimiento constituye la finali­
dad principal de géneros como la comedia o la prosa narrativa, sin que ello su­
ponga ningún impedimento a su carácter de utilidad social, como cualquier
otro divertimiento. El entretenimiento es esencial para producir un placer deri­
vado de la contemplación de la belleza y en consecuencia resulta provechoso y
necesario para instruir.
La finalidad pragmática que caracteriza el clasicismo (Abrams, 1953: 33 y
sigs.) se detecta claramente en Pinciano, pues la teoría literaria clasicista estu­
vo siempre al servicio de propósitos doctrinales. Sigue a Horacio en su apre­
ciación de la finalidad literaria como utile y dulce. Artes como la literatura o la
música «fueron inventadas para dar deleyte y doctrina juntamente» (ed. Car-
bailo Picazo, 1973,1: 156). Como Horacio, es partidario de un equilibrio entre
ambas, pues no es posible la consecución de los objetivos literarios si falta una
de ellas: «Las artes que solo aspiran al deleyte propio muy malas fueron acer­
ca de toda buena filosofía» (ed. Carballo Picazo, 1973,1: 156).
Como argumenta Shepard (1970: 43) no resultaba fácil armonizar la idea
aristotélica de la finalidad del arte como placer estético sin infravalorar la idea
de utilidad horaciana. Como prueba de esa dificultad, Pinciano introduce dife­
rentes argumentos difíciles de compaginar y, al final, parece que el argumento
más aceptable es el expresado por Aristóteles para la música:
El que dize que la música y poética arte es causa de más deleyte al que la
tiene, no niega que no lo sea de lo vtil y honesto. Tres prouechos traen estas ar­
tes, como, por exemplo, de la música Aristóteles, en sus Políticos, enseña: el
vno, alterar y quietar las pasiones del alma a sus tiempos conuenientes; el se­
gundo, mejorar las costumbres; el tercero es el agora diximos diuertimiento y
entretenimiento (ed. Carballo Picazo, 1973,1:156-7).

El fin último de la literatura consiste en armonizar el placer y el didactis-


mo, pero entendiendo, como era muy frecuente entonces, que el placer es el
paso necesario para la instrucción final: «la poesía es deleyte para la enseñan­
za» — dice Pinciano— (ed. Carballo Picazo, 1973,1: 207). El placer está en
función de la finalidad última que es el didactismo.
Además de las funciones tradicionales de entretenimiento y didactismo, la
literatura debía despertar también admiración en el público, una idea populari­
zada en Italia por Pontano. Se trata de una tercera finalidad derivada de las
propiedades que debía cumplir la literatura y, de hecho, cualquier rasgo inhe­
rente a lo literario podía provocar esa sensación: el carácter noble con que se
justificaba la poesía; la armonía, erudición y belleza que presidían el tema y el
estilo de la obra, así como su finalidad placentera y didáctica podían ser moti­
vo de admiración.
Poéticas clasicistas en España 351

La creencia en la admiración no era un aspecto nuevo, pues procedía de la


retórica y se había mantenido vivo desde la Antigüedad, pero las poéticas es­
pañolas lo aplican a la poesía y lo tratan como un asunto verdaderamente im­
portante, válido para todos los géneros. La admiración depende de la naturaleza
misma de la narración y responde a la reacción del público ante la descrip­
ción de unos hechos que incluyen elementos fantásticos pero verosímiles en
su tratamiento. Hablar, pues, de la admiración supone pensar en la reacción
del público y, por tanto, no se puede separar de la función edificante de la lite­
ratura.
Los teóricos clasicistas formularon una larga serie de presupuestos pen­
sando en las reacciones de un hipotético lector y los escritores trataban de
atraer su atención mediante temas o tratamiento de temas que produjeran un
cierto impacto o les facilitaran la lección moral que pretendían transmitir. El
Pinciano no alude a ningún autor de la época que pudiera justificar su refle­
xión de la literatura, pero intuyó la importancia de conseguir la sorpresa y
admiración del lector, aunque éste no alcanzara el nivel cultural deseable. Más
tarde, Lope de Vega y Cervantes estimaron en su justa medida la trascenden­
cia de sorprender al espectador, sobre todo en la comedia, el género que mejor
captaba la capacidad de admiración del público iletrado. La comedia es el gé­
nero más propicio para entretener a todo tipo de público y el que mejor se
presta a los recursos fáciles que suscitan la capacidad de sorpresa y admira­
ción. Pero precisamente por ese afán de atraer y sorprender mediante acciones
insólitas o extrañas corre el peligro de abusar de los recursos fáciles y caer en
lo inverosímil. De hecho, para Pinciano lo admirable y lo verosímil son dos
términos contradictorios, porque lo admirable en cuanto insólito o extraño
puede atentar contra la verdad de la ficción, conduce a la risa y atenta contra la
verosimilitud. Sin verosimilitud no hay arte, como tampoco lo hay sin deleite
y enseñanza:
Todo este trueco y mentira hazen los hombres a fin de adular con la ad­
miración, mas es menester que ésta tenga verisimilitud, porque, quando ca­
rece della, la admiración de la cosa se conuierte en risa; de manera que no
se admira la nueua, sino escarnécese, y es burlado del oyente el dueño que
la truxo. Verisimilitud es menester que tenga la fábula para lo que es dele-
ytar, como para el enseñar basta que tenga alegoría... (ed. Carballo Picazo,
1973, II: 104).

3. Los ESTUDIOS LITERARIOS DE FRANCISCO CASCALES

Francisco Cáscales nació en Murcia en 1564. Aunque no contamos con


noticias ciertas sobre muchos aspectos de su vida, parece que sus padres lo
352 Poéticas clasicistas y neoclásicas

habían destinado al estudio desde niño y que llegó a obtener el título de licen­
ciado, tal vez en la Universidad de Granada. Pero su carrera universitaria y
académica se vio interrumpida por un largo período en el que vivió dedicado a
las armas. En 1585 se alistó en el ejército de Flandes y, tal como él mismo
declara en las Cartas filológicas, viajó siguiendo al ejército por toda Francia e
Italia, en donde entró en contacto con «humanistas insignes». De regreso a Es­
paña, sin un trabajo fijo y remunerado, se vio obligado a reiniciar su carrera
universitaria. Primeramente, en 1597, consiguió una plaza de profesor de hu­
manidades en Cartagena. Allí contrajo matrimonio y entró en contacto con
Luis Carrillo y Sotomayor. En 1601 regresó a Murcia para ocupar la cátedra
de Gramática del colegio de San Fulgencio. Su estancia en estas dos ciudades
quedó reflejada en dos obras: Discurso de la ciudad de Cartagena (1598) y
Discursos históricos de Murcia y su reino (1621). En 1614 se trasladó a Ma­
drid en donde entró en contacto con ilustres escritores y humanistas entre los
que cabe señalar a Lope de Vega, Salvador Jacinto Polo de Medina, Bartolomé
Jiménez Patón, Manuel Tamayo de Vargas, etc., contacto que evidencian sus
Cartas filológicas. Gozó de gran fama como teórico de la literatura y su auto­
ridad era muy respetada, como lo prueba el elogio que le dedicó Lope de Vega
en el Laurel de Apolo. Sin embargo,, ni su fama ni sus conocimientos le per­
mitieron alcanzar el grado de Doctor y sólo le proporcionaron satisfacciones
morales. En los últimos años de su vida se lamentaba de su pobreza. Murió en
Murcia en 1642.
Escribió dos obras en relación con la literatura. Una de ellas, Tablas poéti­
cas (1617), es ima poética de carácter preceptivo, como él mismo señala en la
introducción. La otra, Cartas filológicas (1634), es una colección de treinta
epístolas de las que algunas tratan temas literarios, pero otras están dedicadas
a temas eruditos por los que se interesaban los hombres cultos de su tiempo.
Escribió además dos obras en latín sobre cuestiones relacionadas con la poesía
y la gramática y una traducción y comentario de la Epistola ad Pisones.

LAS «TABLAS POÉTICAS»

Se publicaron por primera vez en el año 1617, pero parece que la obra es­
taba terminada en el año 1604, aunque, por un cúmulo de circunstancias, los
trámites previos a la publicación se prolongaron excesivamente. La obra se
presenta en forma de un diálogo entre dos personajes: Pierio, que representa al
ignorante en la materia, y Castalio, nombre bajo el que se oculta el propio
Cáscales. La forma dialogada era habitual en las poéticas italianas y había sido
adoptada por muchas de las españolas anteriores a las Tablas.
El tratado consta de diez tablas: las cinco primeras están dedicadas a la
poesía in genere y las cinco restantes a la poesía in specie. La transcripción del
Poéticas clasicistas en España 353

índice establecido por el propio autor en la Tabla I nos da idea exacta de su


contenido:
De la poesia in genere
Tabla I. De la Definición Poetica, de su Materia, Forma y Fin, de la
Division de las Poesías, de la Diferencia y Concordancia de
ellas.
Tabla II. De la Fabula
Tabla III. De las Costumbres
Tabla IV. De la Sentencia
Tabla V. De la Dicción
De la poesia in specie
Tabla I. De la Epica mayor
Tabla II. De los Poemas menores reducidos a la Epica mayor
Tabla III. De la Tragedia
Tabla IV. De la Comedia
Tabla V. De la Lyrica
(García Berrio, 1975: 41)

El índice pone de manifiesto el peso de la doctrina aristotélica en la obra,


pese a que algunos, como Cerdá y Rico, que realizó una cuidada edición de las
tablas en el siglo x v i i i , consideraron que el propósito de Cáscales era divulgar
la doctrina vertida por Horacio en la Epistola ad Pisones. No en vano este pre­
ceptista era un buen latinista y un profundo conocedor de la Epistola de la que
había realizado una traducción, como declara abiertamente en la introducción
a las Tablas. La Poética de Aristóteles, en cambio, no la conocía de primera
mano, sino a través de los comentarios realizados por los autores italianos, es­
pecialmente a través del comentario de Robortello. Cáscales sigue el ejemplo
de los comentaristas y teóricos italianos del siglo xvi y xvn: mezcla las doc­
trinas aristotélicas, llegadas a él por vía indirecta, con las contenidas en la
Epistola ad Pisones. La mezcla se realiza con más o menos acierto según las
ocasiones, como tendremos ocasión de comprobar a lo largo de la descripción
del contenido de las Tablas, y siempre, al igual que ocurría con los italianos,
se pone de manifiesto el afán de aristotelizar la doctrina horaciana, aunque
Cáscales, en esa introducción a las tablas de la que venimos hablando, se
muestre consciente de algunas de las diferencias entre la Poética y la Epístola.
La dependencia extrema de las doctrinas ajenas fue detectada ya en su
tiempo y, a propósito de esta obra, Cáscales fue tempranamente acusado de
plagio por Francisco Luzán, quien, a la vez, señaló las dos principales fuentes
plagiadas: Robortello y Mintumo. García Berrio (1975: 11) estudió con todo
detalle las deudas literales de la Tablas con los tratados italianos y estableció
con precisión las obras de las que procedían en su mayor parte:
TEORÍA LITERARIA, I I . - 12
354 Poéticas clasicistas y neoclásicas
El Comentario a la Poética de Aristóteles, de Francesco Robortello.
L ’arte poetica de Sebastiano Mintumo, versión en italiano de un tratado
anterior del mismo autor escrito en latín y titulado De poeta.
Discorsi dell’arte poetica de Torquato Tasso, tratado anterior al mucho
más difundido, Discorsi del poema eroico que ofrece la redacción de­
finitiva de las ideas de este autor.

Tanto Menéndez Pelayo (1883-91; 1974: 718), quien, sin embargo, libera
a Cáscales de su fama de plagiario, corno A. Vilanova (1968) reconocen
igualmente escasa originalidad en las Tablas y un tratamiento superficial de la
mayoría de los problemas teóricos a los que pasa revista dicha obra. La depen­
dencia de las poéticas escritas en España con respecto a las de los italianos era
habitual y normalmente declarada por los propios autores al citar sus fuentes.
En el caso de Cáscales parece que la dependencia era extrema tanto con res­
pecto a los autores italianos como con respecto a los españoles. Se limitaba a
reproducir ideas de unos y de otros, con frecuencia sin señalar sus fuentes, y
sin que su aportación propia fuera más allá de la mera síntesis.
Pese a esta falta de originalidad, se sabe que Cáscales, como hemos di­
cho ya, gozó de gran prestigio en su época y que su autoridad como teórico
era respetada por ilustres escritores y humanistas como lo prueba otra de
sus obras, Cartas filológicas, en la que, como queda apuntado anteriormen­
te, se revela la relación que mantenía con muchos de los eruditos de su
tiempo.
En la actualidad la obra del preceptista murciano se valora como caja
de resonancia de las ideas de los teóricos italianos tanto en lo que tenían de
interpretación, más o menos acertada, de las poéticas de Aristóteles y Ho­
racio, como en sus aspectos más originales y novedosos: la defensa de los
nuevos géneros, por ejemplo. En efecto, Cáscales acertó a divulgar de for­
ma clara y contundente los planteamientos teóricos más innovadores de los
italianos, por lo que la formulación original, copiada por el murciano, pasó
a segundo plano, y en muchos casos se le reconoció a él como el verdadero
introductor de dichas novedades. Tras el pormenorizado estudio de sus
fuentes inmediatas y remotas realizado por A. García Berrio (1975) su fa­
ma de innovador se ha venido abajo. Pero lo que no se le puede negar es el
haber contribuido a afianzar el género lírico dentro de la teoría imitativa
(Genette, 1979).
Además, a pesar del anacronismo de la doctrina de las Tablas y al desfase
que muestra con respecto a la literatura contemporánea, en no pocas ocasiones
dejó traslucir sus opiniones acerca de problemas importantes que se suscitaron
en el ambiente literario de la época, tales como los relativos al teatro nacional,
a la poesía de Góngora, al conceptismo, etc. Por ello esta obra de Cáscales tie­
ne hoy para nosotros un valor muy estimable.
Poéticas clasicistas en España 355

Parte primera: de la poesía «in genere»

Tabla primera
La tabla I comienza con la definición de la imitación literaria y nos muestra a
un teórico partidario de imitar las acciones humanas, pero también «la naturaleza
de las cosas, y diversos géneros de personas» (García Berrio, 1975: 46). Según
se puede observar no sólo en este fragmento, sino igualmente en otros de las
Tablas poéticas, Cáscales amplía el objeto de imitación de la poesía. Ya no se
trata sólo de acciones y conductas humanas, sino de otros aspectos del hombre
— los pensamientos, por ejemplo— o de la naturaleza —paisajes u otros objetos
inanimados— que anteriormente no se incluían entre las materias poéticas. De
este modo se adhiere a ima corriente desarrollada entre los teóricos italianos y
españoles que había ampliado la materia poética más allá de la línea aristotélica
en la que el objeto de imitación se limitaba a las acciones humanas. Más adelan­
te excluye de la materia poética las figuras divinas — Dios, la Virgen-— por una
prolongación de los prejuicios medievales sobre el carácter inefable de todo lo
divino y tal vez también— aunque no lo insinúe así— por los virtuales conflic­
tos que tales materias podrían causar al escritor con el Santo Oficio. Con el
eclecticismo que le caracteriza, vincula la prohibición de imitar las materias re­
ligiosas con lo que en una representación teatral podría resultar irrepresentable,
inverosímil o desagradable — tormentas en el mar, batallas campales o muertes
de hombres— . Todas estas prohibiciones las apoya en los hexámetros horáda­
nos (178-188) en los que se rechaza la presencia en el escenario de aconteci­
mientos ementos o excesivamente inverosímiles.
Esta tabla I, siguiendo el orden de la Poética, reitera una serie de ideas
aristotélicas y las mezcla con otras procedentes de la Epístola. Así, pasa a
ocuparse de la diferencia entre poesía y ciencia, entre poeta y versificador o
entre poesía e historia, cuestiones de raigambre aristotélica que se entremez­
clan con la dualidad res-verba y con otros tópicos horádanos como la ade­
cuación entre tema y metro — tema-género, para Cáscales—.
Gran interés tiene para nosotros su planteamiento de la dualidad horaciana
res-verba. Cáscales interpreta res en el sentido de res socraticae lo que signi­
fica restringir el contenido de la poesía a aquellas disciplinas que regulan el
comportamiento humano a las que se vinculan los distintos géneros literarios:
la Política corresponde a los géneros épico y trágico, la Economía, al género
cómico, y la Ética, al género satírico. Su doctrina con respecto a la forma re­
sulta novedosa: «Forma poética es la imitación que se hace con palabras»
(García Berrio, 1975: 72). Al vincular la forma a la imitación,deja claro que el
contenido no puede ser aprehendido con independencia de la expresión verbal
a través de la que se manifiesta. Esto quiere decir que se mantiene fiel a la
356 Poéticas clasicistasy neoclásicas

teoría aristotélica y vuelve a subrayar la idea del Estagirita en cuanto a que la


esencia del quehacer poético reside en la imitación y no en la composición de
versos, aunque no deja de reconocer que el verso es un ingrediente de gran
valor ornamental para la poesía. Con el mismo criterio aboga por una clara di­
ferenciación entre ciencia e historia con respecto a la literatura: sólo merece el
nombre de poeta el que realiza imitaciones verosímiles, no el que compone un
tratado de Matemáticas, de Agricultura o de Filosofía en verso, ni tampoco el
que narra lo verdaderamente ocurrido.
El texto décimo de la tabla I está dedicado a la clasificación aristotélica de
la poesía imitativa según los objetos imitados, los medios y los modos de imi­
tación. Cáscales, con el eclecticismo habitual, consigue introducir en la teoría
aristotélica planteamientos retórico-medievales que le permiten transformar
los modos en géneros. En efecto, superpone a la doctrina aristotélica el tópico
medieval de la rueda virgiliana que reconocía tres estilos, basados en la divi­
sión ciceroniana de res: estilo alto, medio y bajo. E igualmente, al parafrasear
los modos de imitación, introduce en la bipartición aristotélica la tripartición
medieval que, bajo la influencia platónica, considera tres modos: modo exe-
gemático, modo dramático y mixto, según que hable el narrador en nombre
propio, que hablen únicamente los personajes, o que se mezclen alternativa­
mente la voz del narrador con la de los personajes.
Este desplazamiento de los estilos o de los modos a los géneros era habi­
tual en muchos de los teóricos italianos anteriores a Cáscales y contaba con
otros precedentes medievales. Dentro del ámbito español, Cáscales tiene el
mérito de haber enunciado con toda claridad, basándose en dicho desplaza­
miento, la tríada de los géneros y de recoger en una lúcida síntesis las dos vías
teóricas que fundamentaban las clasificaciones tripartitas de sus antecesores
— la vía de ascendencia ciceroniana de los tres estilos y la vía platónica me­
dieval de los modos—.
Pasa luego Cáscales a considerar la finalidad de la poesía que concreta
en los siguientes términos: «El fin de la Poesía es agradar y aprovechar»
(García Berrio, 1975: 86). Adopta, pues, inicialmente la solución ecléctica
horaciana al señalar que el fin de la poesía es agradar y aprovechar, pero, al
añadir imitando da un giro hacia la teoría aristotélica en la que el placer es­
tético se relaciona con la imitación, tanto por el reconocimiento de lo imita­
do como por la forma de imitarlo. Después Cáscales se inclina decididamen­
te hacia la doctrina aristotélica al hacer extensivo el placer catártico,
exclusivo del género trágico, al placer literario general. Se adhiere a la in­
terpretación, iniciada por Robortello y culminada por Riccoboni, del carác­
ter moral y anticipatorio del placer catártico, vinculado a dos pasiones posi­
tivas: la compasión y el temor. Pero, finalmente, al tratar de explicar el
placer que producen las representaciones de cosas desagradables o crueles,
Cáscales insiste, de forma un tanto confusa, en vincular el placer estético-
Poéticas clasicistas en España 357

literario a la ejecución de la imitación tanto en los aspectos estructurales


como en los verbales.
Termina la tabla I con la clasificación de la poesía que pone de manifiesto
lo claramente arraigada que está en la teoría del preceptista murciano la tríada
básica de los géneros literarios. Por último, al considerar como partes funda­
mentales de todo poema la fábula, las costumbres, la sentencia y la dicción
anticipa el contenido de las siguientes tablas.

Tabla segunda: de la fábula

Cáscales inicia esta tabla con ima paráfrasis fiel a la Poética de Aristóteles
en la que se concede prioridad a la fábula sobre las demás partes cualitativas
de la obra literaria. Consecuentemente señala la subordinación de los caracte­
res a la acción.
Al tratar el tema de la verosimilitud, vuelve a incidir en la diferencia entre
poesía e historia y, si tal como señala Vilanova (1968: 625), parece preferir
como materia poética lo realmente ocurrido a lo fingido por el poeta, sus pre­
cisiones posteriores no lo apartan de la línea general aristotélica. En realidad,
Cáscales se hace eco de una preocupación teórica, cuyo representante más
significativo es Tasso, por la necesaria proximidad de los poemas heroicos a la
verdad histórica, ya que los temas épicos con frecuencia eran extraídos de la
historia. Tal preocupación la enlaza el teórico español con la observación
aristotélica sobre la menor libertad de la tragedia con respecto a la comedia
por tratar de personajes conocidos a través de la tradición mítica, con nombres
y hechos difícilmente alterables.
La discrepancia que muestra Cáscales en esta tabla con respecto al Pincia-
no, al que atribuye la exigencia de naturaleza ficticia a la materia poética, tal
como apunta García Berrio (1975: 116-17), es más fingida que real. Leídas
con detenimiento las poéticas de los dos teóricos españoles, no existe tal dis­
crepancia, pues ambos consideran que la tarea del poeta es realizar imitaciones
tanto si el tema es real o histórico como si es de nueva invención. Lo real,
admite Cáscales, puede no resultar verosímil y entonces es el poeta el que tie­
ne que aderezarlo para que se acomode a los principios del arte. Así que, ya se
trate de materia real o fingida, necesariamente ha de someterse a la labor crea-
tivo-imitativa del poeta que les dará universalidad a personajes, hechos y si­
tuaciones particulares.
En relación con las características de la fábula, Cáscales repite la doctrina
aristotélica: la fábula ha de tener unidad, totalidad y magnitud conveniente.
Siguiendo la tradición de los comentaristas italianos, mezcla dicha doctrina
con diversos fragmentos de la Epístola horaciana, con acierto unas veces y con
franco desacierto, otras. Hay que recordar respecto a esto que Horacio había
tratado muy de pasada todo lo referido a las características de la fábula, pero
358 Poéticas clasicistas y neoclásicas

los comentaristas del Renacimiento se esforzaron por encontrar en la Epístola


alusiones a todo el conjunto doctrinal de la Poética, lo que dio lugar a no po­
cos errores. Cáscales no es, pues, una excepción en esa tendencia general. La
tabla II concluye con una serie de reflexiones sobre la variedad de episodios
presentes en algunas obras literarias, el modo de enlazarlos con la acción
principal, etc. En estas reflexiones se deslizan también otros temas como la
naturaleza del poeta o la necesaria inmovilidad de las normas y principios lite­
rarios a pesar de los cambios de gusto:
... porque la verdad una es, y lo que una vez es verdadero, conviene que lo sea
siempre, y la diferencia de tiempos no lo muda (García Berrio, 1975:138).

A propósito de la génesis de la poesía, Cáscales se inclina por un eclecti­


cismo conservador y anacrónico, pues en su tiempo muchos teóricos ya se
habían declarado partidarios del ingenio como causa eficiente y única del pro­
ceso creador. En algunas ocasiones demuestra incluso gran aprecio por del ar­
te, cuyos principios considera eternos, como acabamos de señalar.

Tabla tercera: de las costumbres


La tabla III, que sigue el orden de la Poética en el estudio de las partes
cualitativas de la tragedia, trata de los caracteres. A la teoría aristotélica,
referida exclusivamente a los personajes trágicos, superpone Cáscales la
doctrina horaciana, procedente de los tratados de mores retóricos. Este
eclecticismo justifica que el preceptista murciano encuentre en el ars ho-
raciano rastros de las cuatro características que Aristóteles exigía a los ca­
racteres trágicos, pese a que Horacio sólo había mencionado dos: adecua­
ción y coherencia.
Cáscales entiende las cualidades diseñadas por Aristóteles para los perso­
najes del siguiente modo: por bondad entiende imitación adecuada, realizada
con el debido decoro según la condición social del personaje, el sexo, etc. La
segunda de las cualidades es la conveniencia que se define en un sentido pró­
ximo al que Aristóteles dio a este término — adecuación del personaje a la
opinión común o doxa —, pero, al mezclarla con la teoría horaciana, se equi­
para a los retratos tipo del joven, del viejo, etc. La semejanza, cualidad sobre
la que Aristóteles se mostró excesivamente confuso, es definida en las Tablas
como respeto y adaptación a los personajes tradicionales pertenecientes a la
tradición literaria. Finalmente, la última de las cualidades, denominada por
Cáscales como igualdad, responde a la definición aristotélica: que el personaje
se muestre a lo largo de la obra coherente con los rasgos que desde el comien­
zo lo caracterizan.
Ante el desfase existente entre la realidad de las creaciones literarias de la
etapa clasicista y la teoría aristotelica, Cáscales hace manifestar a Pierio las
Poéticas clasicistas en España 359

contradicciones que observa. Era frecuente en la literatura de la época la pre­


sencia de personajes que contravenían los atributos aristotélicos de bondad y
conveniencia. Bajo la influencia de la teoría platónica, Cáscales parece ir en
contra de su anterior definición de bondad, al advertir la presencia en la litera­
tura de su tiempo de personajes malos desde el punto de vista moral, que
constituyen un mal ejemplo para la República. A esta objeción responde Cas­
talio justificando este modo de proceder de los poetas por la necesidad de
imitar todo lo existente en la naturaleza. También señala Pierio la falta de
conveniencia de las heroínas de Ariosto, de Tasso o de otros autores que las
presentan con cualidades propias del varón. Castalio considera que dichas he­
roínas son excepciones de la naturaleza.

Tabla cuarta: de la sentencia


La tabla IV trata de la sentencia que correspondería a la tercera de las par­
tes cualitativas de la tragedia, esto es, a la dianoia o pensamiento, contenido
intelectual de los parlamentos de los personajes, tal como se describe en la
Poética. Para referirse a esta parte de la tragedia, Cáscales emplea el latinismo
sentencia que había adquirido un significado muy distinto del que tenía origi­
nariamente en la teoría aristotélica. Cáscales, siguiendo a Mintumo, señala el
doble significado de esta voz: «concepto del ánimo» y «dicho moral y agudo»
lo que evidencia la aproximación del término dianoia al término gnome, pro­
veniente de la retórica, con el significado de dicho sentencioso, proverbio.
Este desdoblamiento de significado y la sustitución del término sentencia por
la voz concepto, ambos aspectos recogidos en esta tabla por Cáscales, guardan
relación con el nacimiento del conceptismo barroco por una parte, y por otra,
con la inclusión de la lírica en la teoría mimètica. Se insinúa ya aquí la vincu­
lación del «concepto» al género lírico, idea que va a desarrollar con amplitud
en la tabla X de la segunda parte.
Tras la identificación de dianoia con gnome, Cáscales dedica el resto de la
tabla a clasificar los distintos tipos de sentencias y a otras reflexiones en tomo
a su empleo en relación con los distintos géneros literarios.

Tabla quinta: de la dicción


La tabla V está dedicada íntegramente a la dicción. Cáscales, fiel a la Poética
de Aristóteles, introduce aquí tanto cuestiones gramaticales como otras específi­
camente poéticas — tropos, figuras— aunque, como el propio Castalio apunta, al
final de la tabla III, se trata de un apartado de carácter retórico. Consta de un
primer tratado de las letras dedicado a las vocales, a los diptongos y a los valores
fono-estilísticos de las letras, un tratado de las palabras en el que afloran ecos de
la Epístola horaciana, de los hexámetros consagrados a la vida de las palabras. A
continuación la tabla adopta la forma de un breve compendio de retórica en
360 Poéticas clasicistas y neoclásicas
el que se presta atención exclusiva a los problemas de elocutio, como era habi­
tual en la época. El tratado de tropos pasa revista a las palabras «traslaticias»
—-metonimia, ironía, metáfora y sinécdoque— y a algunas figuras retóricas
elegidas sin un criterio claro que justifique su inclusión. Finalmente se estudian
la versificación y la métrica españolas, tanto las formas tradicionales como las
más novedosas tomadas de la escuela italiana. La tabla concluye con un tratado
sobre la frasis que le da ocasión a Cáscales para reflexionar sobre las variedades
de estilo, las virtudes y los defectos correspondientes a dichas variedades. El
autor desliza también ideas sobre la claridad, la oscuridad y dificultad del estilo,
conectadas con las polémicas barrocas de su tiempo.

Parte segunda: las cinco tablas dedicadas a la poesía «in specie»

Tal como advierte A. Vilanova (1968: 627), en contra de la opinión de


Menéndez Pelayo, esta segunda parte de las Tablas ofrece para los lectores
actuales un interés extraordinario, porque, aunque sea a través de la reproduc­
ción servil de algunos tratados italianos en mescolanza inextricable, nos
permite rastrear algunas ideas acerca de los nuevos géneros y percibir ecos de
las polémicas existentes en tomo de los mismos. Además esta parte de la obra
ha de valorarse por lo que significa para la fijación definitiva de la división
tripartita de los géneros literarios fundamentales.

Tabla sexta: de la épica mayor


Cáscales se muestra vacilante y confuso a la hora de definir y delimitar el
género épico. Por ello, además de los poemas heroicos, incluye en él las nove­
las en prosa y lo que él denomina como épicas menores — églogas, elegías y
sátiras—. Los criterios de definición que adopta son los aristotélicos de obje­
to, medio y modo de imitación:
[La epopeya] es imitación de hechos graves y excelentes de los cuales se hace un
contexto perfecto y de justa grandeza, con un decir suave, sin música y sin baile, ora
narrando simplemente, ora introduciendo a otros a hablar (García Berrio, 1975:256).
Tras analizar con detalle esta definición, Cáscales establece las partes
cualitativas de la epopeya: fábula, costumbre, sentencia y dicción, como esen­
ciales y los episodios, como accidentales. Con mayor atención analiza las par­
tes cuantitativas, fijadas sobre el patrón retórico en: principio y narración y,
valiéndose de las doctrinas aristotélica y horaciana, realiza una síntesis bastan­
te completa de la teoría que sobre este género se había ido formando en las
poéticas italianas y españolas. Guiado por su propio interés o, tal vez, por la
reiteración servil de las ideas de Mintumo, Cáscales se muestra en contra de
los excesos de los libros de caballerías que, por sus fantasías extremas, obliga-
Poéticas clasicistas en España 361

ban al lector a perderse en digresiones y episodios secundarios, opuestos al sa­


grado principio aristotélico de la unidad de acción. Sin embargo, al igual que
Mintumo, salva a Ariosto al que le reconoce la destreza creativa necesaria a la
hora de emplear dichos excesos para dar gusto al público.
Otras cuestiones que figuran en la tabla sexta son: la posibilidad de susti­
tuir a los dioses paganos por las figuras del santoral cristiano, la inconvenien­
cia de tratar temas excesivamente antiguos, deshonestos o contrarios a la his­
toria. Todas ellas han de entenderse en el amplio contexto de las polémicas
italianas, pero también españolas, en tomo a la aparición de los nuevos géne­
ros narrativos que contravenían principios aristotélicos, considerados eternos e
inamovibles, para conquistar el siempre variable gusto del público.
La tabla VI incluye otro tema de gran novedad: el establecimiento de un
efecto específico para el género épico, la admiración. No es éste un hallazgo
original del preceptista murciano, sino una más de las muchas coincidencias
con la doctrina de los teóricos italianos. Cáscales vincula, como el resto de los
teóricos, dicho efecto a la presencia de elementos maravillosos y sorprenden­
tes en la obra literaria y se apoya en la Poética de Aristóteles en el fragmento
en el que se habla del suceso en el que el asesino de Mitis muere al caer sobre
él la estatua del propio Mitis mientras asistía a un espectáculo (9, 52a7-10). El
teórico murciano en este punto es fiel al espíritu aristotélico, pues la presencia
de elementos maravillosos había sido valorada por Aristóteles en relación con
el deleite y la sorpresa del público. Además el Estagirita la había considerado
como especialmente adecuada al género épico (24, 60a, 12-19) en el que, por
estar destinado a ser oído y no representado, sería más fácil eludir las posibles
inverosimilitudes que suelen acompañar a lo maravilloso. Cáscales no es más
explícito en el análisis de dicho efecto, únicamente lo hace depender: «de las
cosas, de las palabras, de la orden y de la variedad» (García Berrio, 1975:
287).

Tabla séptima: de los poemas menores reducidos a la épica mayor


La influencia de Mintumo una vez más indujo a Cáscales a incluir en el
género épico lo que denominó como épicas menores, esto es, la égloga, la
elegía y la sátira, variedades poéticas que no requieren para su realización per­
fecta ni canto ni baile. Un breve análisis de estas tres tipos de poesía ocupa la
tabla VII.

Tabla octava: de la tragedia


Si hemos de atender a lo expuesto por Cáscales en la tabla primera a
propósito de los modos de la poesía en donde se apunta ya una división tri­
partita de los géneros, habremos de concluir que la tragedia y la comedia
eran para él, como lo eran para Aristóteles, variedades de un género único:
362 Poéticas clasicistas y neoclásicas
la poesía dramática. Puede parecer, al dedicar una tabla a cada una de estos
géneros dramáticos, que Cáscales equipara tragedia y comedia, sin embargo
no es así. Lo que ocurre es que el teórico murciano dedica una tabla a la
comedia, porque era lo habitual tanto entre los teóricos italianos como entre
los españoles.
Pocas son las novedades que aporta Cáscales en la parte dedicada a la tra­
gedia. Muchos de los aspectos, que en la Poética de Aristóteles estaban referi­
dos exclusivamente a la tragedia, fueron abordados en la primera parte de las
Tablas ampliándolos a todo tipo de poesía. Por ello en esta tabla se plantean
sólo algunas cuestiones no tratadas, específicas de la tragedia: la definición,
partes cuantitativas, la clasificación de las tragedias, etc. Considera las espe­
cies dramáticas como entidades sustantivas e independientes que, de ningún
modo, pueden mezclarse.
Lo más interesante, desde nuestro punto de vista, son las opiniones que
dejan traslucir la postura de Cáscales ante la polémica del teatro español
del Siglo de Oro. Resulta curioso observar cómo, a pesar de la amistad que
le unía a Lope, se muestra intransigente con la tragicomedia, tachándola de
monstruo hermafrodita por mezclar géneros claramente separados, según su
criterio. Su condena resulta anacrónica, pues, en el momento de publica­
ción de las Tablas, el triunfo de la comedia española era un hecho — el
propio Cáscales así lo reconoce por boca de Pierio en la Introducción—
Además, como veremos más adelante, existían tratados teóricos, contempo­
ráneos de la obra de Cáscales, que justificaban y legitimaban plenamente el
nuevo género.
Se hace eco Cáscales, en cambio, de las irregularidades que observa en
el teatro español en lo que al seguimiento de las reglas se refiere. Reprocha
a la mayoría de los escritores españoles el desconocimiento de los preceptos
teóricos. Pero su doctrina sobre la unidad de tiempo se establece sin men­
ción alguna al teatro de la época. Sin embargo, su postura en relación con
ella es tolerante y llega a admitir hasta diez días como tope de duración de la
acción dramática que habrá de representarse «en tres horas, poco más o me­
nos».

Tabla novena: de la comedia

Este género no omitido, pero no tratado por Aristóteles, fue objeto de es­
tudio preferente de las poéticas italianas del siglo xvi y x v i i que se creían en la
obligación de formular sus principios teóricos. Por emulación de los italianos,
los españoles Pinciano y Cáscales dedicaron un apartado de sus poéticas res­
pectivas a la comedia. Tal como se indica en otra parte de este libro (III, I. 8,
págsr 264-269), en los siglos xvi y xvn existían otros tratados sobre la comedia
escritos como comentario introductorio a las obras de Terencio: De Comoedia
Poéticas clasicistas en España 363

de Donato y De Fabula de Evantio. De manera que la teoría de la comedia a


partir del siglo xvi se mueve entre dos extremos: por una parte el intento de
elaborar una teoría de la comedia basada en la de la tragedia contenida en la
Poética de Aristóteles o seguir con la proveniente de la tradición medieval.
Con frecuencia ambas tendencias confluían y había tratados que mezclaban
ideas provenientes de una y otra tradición e incluso añadían otras que proce­
dían de los apartados «de salibus» retóricos.
Cáscales sigue de cerca el modelo aristotélico, aunque tampoco faltan en
esta tabla ideas procedentes de las oteas fuentes mencionadas. Define así la
comedia:
La comedia es imitación dramática de ima entera y justa acción humilde y
suave, que por medio del pasatiempo y risa limpia el alma de los vicios (García
Berrio, 1975:339).

Como puede observarse a simple vista, se trata de una definición trazada


sobre la de la tragedia. Cáscales vincula lo cómico a los personajes de condi­
ción humilde, con el desplazamiento ya tópico de la condición moral de los
personajes a la condición social de los mismos, pero también al estilo suave y
a la corrección de los vicios humanos por medio de la risa. Tal como apunta
Porqueras Mayo (1972: 24), el adjetivo suave aplicado al estilo de la comedia
la dignifica, hasta cierto punto, pues:
Ya desde el siglo xvi (acaso por influencia del mundo pastoril) se señala
para la bondad del estilo — además de su elevación su suavidad y dulzura— .
Es más, cuando los autores, por principio, no pueden usar el estilo elevado
(como en el caso de la novela pastoril) se refugian en la escapatoria de lo suave
y placentero de su estilo.

García Berrio (1975: 340-41) señala que la definición de Cáscales presenta


claras coincidencias con la que hace Mintumo en su L ’arte poetica, en la
que ya estaba presente el «decir suave» con el significado de escrito en
verso. La necesidad del verso en las comedias y novelas era cuestión que
había suscitado una fuerte polémica en Italia y parece que sus ecos llegaron
hasta el teórico murciano no sólo a través de Mintumo sino también de
Riccoboni.
El resto de la tabla se emplea en reflexiones de muy diversa índole que
dejan traslucir fundamentalmente la influencia aristotélica, pero también se
hace eco de ideas originadas en la tradición medieval. Así ocurre en los conse­
jos que formula sobre los modos de innovar un tema ya tratado por otro autor.
El ejemplo que utiliza es el de Andria de Menandro recreada por Terencio,
datos contenidos en los comentarios de Donato a las comedias de Terencio. La
parte dedicada a la enumeración de los distintos procedimientos para lograr la
risa sin maldad manifiesta la influencia de los apartados «de salibus».
364 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Una cuestión muy interesante es la breve alusión que hace Cáscales a la
presencia de las mujeres en la escena. Era éste un problema muy debatido
tanto en Italia como en España. Cáscales traza su razonamiento, como era
habitual en él, sobre el modelo de L ’arte poética de Mintumo, pero, a la vez,
refleja la preocupación existente en España por la moralidad de la comedia.
Una vez salvados los escollos teóricos para legitimar nuestra comedia, el géne­
ro se vio amenazado por los prejuicios morales de la época, como veremos
más adelante.

Tabla décima: de la Urica

Esta última tabla, dedicada al género lírico, recoge la teoría del autor
murciano sobre dicho género, anticipada en otras partes de las Tablas, como
queda señalado anteriormente. La teoría de Cáscales sobre la lírica no es ori­
ginal, sino que recoge y aglutina una serie de intentos teóricos anteriores que
apuntaban ya a la clasificación tripartita básica de la literatura. Los textos en
los que la división tripartita se va consolidando son muy numerosos, pero los
que culminan dicho proceso son dos obras de Tasso y Mintumo (García Be­
ndo, 1975: 373), fuentes ambas de Cáscales.
Tasso en su Discorsi dell’arte poetica (1587) se apoyó en la vía ciceronia­
na de la division de res, origen de la clasificación de los tres estilos en la me­
dieval raeda virgiliana, para consolidar la clasificación de la tríada de los gé­
neros, si bien de manera un tanto forzada.
Mintumo, por su parte, adoptó otro camino — la conversión de los modos
platónico-medievales en géneros— para establecer la tríada con bastantes
años de antelación a Tasso. Tanto es así que sus dos obras—De poeta (1559)
y L ’arte poetica (1564)— están estructuradas siguiendo el esquema de los tres
géneros, como hemos comprobado.
Parece que fue Mintumo el que sugirió a Cáscales la idea de la tripartición
genérica y el definitivo establecimiento de la Lírica como género independiente
y unitario. En nuestro criterio, esta circunstancia no empaña el mérito del teórico
español quien, como venimos diciendo en repetidas ocasiones, contribuyó a fijar
definitivamente la moderna teoría de los géneros literarios. Dentro del ámbito
español fue el primero en formular la tríada de modo claro. Además, al señalar
en un fragmento de la tabla X, que «los conceptos en el Lyrico son como la Fa­
bula en los otros Poetas» (García Berrio, 1975: 403), da una razón de peso para
introducir este género dentro de la teoría imitativa (Genette, 1979; García Berrio,
1975). Aunque tampoco en este punto haya sido completamente original — una
definición formulada en términos similares figuraba en un documento tan ante­
rior como De vulgari eloquentia de Dante—, nadie niega el acierto del teórico
español en aglutinar en una lograda síntesis teorías ajenas diversas y en formular
su doctrina sobre este género con gran coherencia.
Poéticas clasicistas en España 365

Todavía hemos de dejar constancia de lo importante que es la teoría sobre


el concepto, expuesta en esta tabla X, como eslabón para el desarrollo de la
doctrina conceptista en España. Tal como señalábamos, siguiendo el estudio
de García Berrio sobre esta obra (1975), al analizar el contenido de la tabla IV
de la poesía in genere, Cáscales registraba allí el doble significado de la pala­
bra sentencia que tendía a desplazar el. significado del término poético dia­
noia, equivalente al armazón intelectual de la obra literaria, al de gnome, pro­
veniente de la retórica, con un significado mucho más restringido ■ — verdad
genérica, proverbio, etc. — También dejaba constancia de la fusión de ambos
términos en el tecnicismo concepto, de uso habitual en tiempos de Cáscales.
En esta tabla X el teórico murciano restaura el significado de dianoia al afir­
mar que el concepto es lo mismo que la fábula en la poesía lírica o al decir que
el soneto desarrolla un solo concepto. Con evidente anacronismo, amparado
en su gusto aristotélico e italianizante, realiza el teórico español esta restaura­
ción, pues, como veremos en su momento, el significado habitual del tecni­
cismo ya desde mediados del siglo xvi era el de expresión breve, fiuto del in­
genio, orientada a producir sorpresa, admiración y amenidad entre el público,
ya se tratase del público selecto de la poesía culta o del público multitudinario
y popular que asistía a los sermones religiosos.
Como colofón, vamos a referimos muy brevemente a la otra obra de Cas-
cales en la que se vierten reflexiones sobre la literatura, aunque no de modo
sistemático.

LAS CARTAS FILOLÓGICAS (1634)

Como muchos de los humanistas, Cáscales quiso cultivar la epístola para


dar un cauce digno a sus ideas literarias o de cualquier otro tipo. Justo García
Soriano, editor de esta obra, agrupó las treinta epístolas que la componen en
seis bloques, según la temática predominante en cada una de ellas: de polémi­
ca y crítica literaria, de erudición humanística, de curiosidades y costumbres
coetáneas, de eutrapelias o pruebas de ingenio, cartas político-morales o ins­
trucciones, cartas históricas y genealógicas (García Soriano, 1930: 38-39). El
autor, en cambio, las reunió en tres décadas y, aunque se presentan como bre­
ves disertaciones o discursos, con despliegue de un amplio saber teórico, fue­
ron auténticas cartas con las que el autor se comunicó con personas bien co­
nocidas de su época. Prácticamente en todas omitió el año y la fecha, pero, en
cambio, puso el día y el mes. Curiosamente las dispuso en orden cronológico y
no por temas (García Soriano, 1930).
Desde nuestro punto de vista, las más interesantes son las primeras, según
la clasificación de García Soriano. Nos presentan al autor como un teórico in­
tegrado en el ambiente literario del momento y como un activo participante en
las polémicas literarias. En este último terreno, se mostró especialmente beli-
366 Poéticas clasicistas y neoclásicas
gerante con el culteranismo. La epístola dirigida a Luis Tribaldos de Toledo,
Sobre la oscuridad del «Polifemo» y «Soledades» de don Luis de Góngora,
constituye una reacción casi inmediata a la divulgación de los poemas largos
de Góngora, pues García Soriano (1930: 40) la fecha en noviembre del año
1613 ó 1614. En ella revela su gran habilidad de polemista. Declara su admi­
ración por la poesía gongorina de corte tradicional para censurar después con
dureza la oscuridad de la culterana. Esta actitud no puede sorprendemos, pues
Cáscales ya se había mostrado en las Tablas contrario a la oscuridad del estilo.
Esta epístola fue rebatida primero por Francisco del Villar y después por An­
gulo y Pulgar, como tendremos ocasión de comprobar al hablar de la polémica
gongorina.
Gran interés ofrece asimismo, desde nuestro punto de vista, la tercera carta
de la década segunda dirigida a Lope de Vega: Al Apolo de España, Lope de
Vega Carpió. En defensa de las comedias y representaciones de ellas. Como
su propio título indica, se trata sobre todo de una defensa de las representacio­
nes de la comedia española ante los ataques de los moralistas que solían de­
sembocar en la suspensión de los espectáculos teatrales por parte de las autori­
dades eclesiásticas. Como veremos, una vez que la comedia española ganó la
aprobación de los teóricos, sufrió lo embates de los moralistas que obligaban a
cerrar los teatros periódicamente por considerar nefasto para el pueblo el pla­
cer y entretenimiento de los espectáculos teatrales. A una prohibición de reali­
zar representaciones teatrales en la ciudad de Murcia, responde esta carta que
tuvo tanto éxito en su defensa que se reimprimió suelta en numerosas ocasio­
nes en el siglo xviri para ser utilizada en las polémicas sobre la licitud de los
espectáculos dramáticos.
En ella, Cáscales hace un despliegue de su erudición sobre el desarrollo de
las representaciones teatrales en la Antigüedad, para establecer posteriormente
una comparación con lo que ocurría en los espectáculos de su época. Traza un
cuadro muy ameno sobre las representaciones antiguas en el que da cuenta de
las obscenidades en que solían caer en no pocas ocasiones, de los escándalos y
prohibiciones que habían originado, del placer regocijado que provocaban en
públicos de toda condición, etc. A la luz de todas estas consideraciones, en
opinión de Cáscales, las comedias de su época están libres de todo exceso,
pues la censura previa, necesaria para la publicación de cualquier obra, era el
tamiz suficiente para evitarlo. A continuación hace una defensa de la comedia
en toda regla, considerándola como imitación de conductas humanas, malas o
buenas, de las que el público puede extraer buenas lecciones para su vida. Por
ello no sólo se muestra en contra de la prohibición de las representaciones, si­
no que es partidario de fomentarlas.
La postura a favor de la representación de comedias, aunque nada dice
abiertamente en contra de los principios teóricos establecidos en las Tablas,
significa una cierta contradicción en el pensamiento de Cáscales o, tal vez, un
Poéticas clasicistas en España 367

cambio de opinión. Sea como sea, su defensa nos da un indicio fiable del gra­
do de aceptación y de éxito que había alcanzado la comedia en el primer tercio
del siglo XVII así como de la amistad y respeto de Cáscales hacia Lope.
En la epístola sexta de la década tercera, dirigida a un orador sagrado paisano
suyo, Andrés de Salvatierra, Cáscales hace una serie de recomendaciones sobre el
lenguaje que se ha de emplear en el pùlpito, en las que deja traslucir su opinión
contraria a la moda de emplear recursos propios del culteranismo en la composi­
ción de los sermones con el fin de hacerlos más atractivos para el público.

Las Tablas poéticas de Francisco Cáscales son prácticamente el último


tratado sistemático de poética clasicista dentro del ámbito español. Como ya
hemos señalado la obra se publicó en 1617, pero parece que había sido escrita
al menos diez años antes, por lo que era contemporánea de una serie de docu­
mentos teoricocríticos surgidos a la par de las nuevas producciones literarias y
a causa de las polémicas suscitadas en tomo a ellas. Nos referimos principal­
mente a las polémicas sobre el teatro y sobre la poesía gongorina. Las polémi­
cas, existentes tanto en Italia como en Francia y España durante la larga época
que venimos considerando, constituían la prueba evidente de los desajustes
entre la teoría y la práctica literaria en continua transformación — con modifi­
caciones revolucionarias, incluso—. Sin embargo, tal como quedó apuntado
en la introducción al Renacimiento, la concepción de la literatura fue básica­
mente la misma hasta 1750, como el mismo era también el corpus de obras
teóricas en las que dicha concepción se apoyaba. Han quedado señaladas
igualmente las dificultades que esta situación acarreaba al tratar de justificar
las obras literarias nuevas a través del viejo corpus doctrinal. Dicha situación
dio lugar a numerosas paradojas y contradicciones: fue preciso interpretar de
forma partidista e interesada los tratados doctrinales que sustentaban la teoría
clásica. De modo que era frecuente que una misma doctrina se empleara en
apoyo de posiciones contrarias. Si esta actitud fue constante a lo largo del pe­
ríodo, las polémicas señalan los momentos en los que la disociación entre la
teoría y la práctica se manifestaba con virulencia. Gradualmente y, siempre
desde dentro, la vieja teoría se fue desmontando, pero no desapareció hasta
que los nuevos principios de la literatura y del arte se impusieron por sí mis­
mos. A continuación vamos a analizar algunos de los documentos que, dentro
del ámbito español, señalan los hitos del proceso que acabamos de describir.

4. La justificación teórica de la comedia

Tras los intentos de prestigiar y justificar la comedia desde el punto de


vista teórico, escasos todavía en el siglo xvi español — Torres Naharro es, sin
368 Poéticas clasicistasy neoclásicas
duda, la figura más significativa—, el siglo xvn es pródigo en documentos de
índole doctrinal en los que el género se afianza. La propia realidad de nuestro
teatro nacional así lo requería, pues el triunfo de la comedia española era ya un
hecho en aquel momento.
En 1602 la poética de Alfonso López Carvallo, tal como hemos apuntado
en su momento, contiene ya un elogio de la comedia española que se basa en
su condición de género abarcativo de todos los demás. En la misma línea de
alabanza, aunque sin gran envergadura teórica, ha de situarse la Loa de la co­
media de Agustín de Rojas (F. Sánchez Escribano y A. Porqueras Mayo, 1972:
26).
La postura de Cervantes ante la comedia inicialmente no fue de alabanza,
sino de franca oposición, como lo prueban las opiniones del canónigo en el
capítulo 48 de la primera parte de Don Quijote. Pero esta postura inicial se
modifica y el cambio de opinión se refleja en la propia creación dramática de
Cervantes: al final de El Rufián dichoso el autor se justifica por haber acepta­
do los principios del nuevo género a través del diálogo entre la Curiosidad y la
Comedia.
Pero, sin duda, el documento verdaderamente significativo para afianzar
la comedia española como género literario de pleno derecho es el Ejemplar
poético (1606) de Juan de la Cueva, que Menéndez Pelayo considera «la
más antigua imitación en asunto y forma, y a veces en principios y estilo, de
la Epistola ad Pisones» (1974: 739). En efecto, se trata de tres epístolas es­
critas en verso en las que el autor manifiesta sus ideas literarias. Es una obra
de madurez escrita cuando De la Cueva había interrumpido sus produccio­
nes literarias — romances, poemas, tragedias y comedias de asunto históri­
co—. La tercera de las epístolas que componen el Ejemplar poético contie­
ne ideas sobre el teatro que guardan escasa relación con sus propias obras
dramáticas, aunque él reclame su protagonismo innovador. En ella hace una
defensa abierta y decidida de la comedia que, en aquel momento, había
triunfado ya plenamente. Introduce una idea que después va a ser empleada
por otros muchos tratadistas y se va a transformar en uno de los argumentos
tópicos en la justificación del nuevo género: es aquel de que los tiempos
cambian y a la par han de cambiar las creaciones humanas. De este modo,
anticipa el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, mucho más
cauto y ambiguo en su defensa.

5. L ope de Vega : el «Arte N uevo de hacer comedias»

El Arte nuevo de hacer comedias en nuestro tiempo de Lope de Vega no


será objeto de un análisis extremadamente minucioso por nuestra parte, pues
Poéticas clasicistas en España 369

es obra que cuenta con valiosos y exhaustivos estudios (Juana de José Prades,
1971; Juan Manuel Rozas, 1976). A nosotros nos interesa sobre todo verificar
cómo dicha obra contribuye a demoler desde dentro el sistema de ideas del
clasicismo. El Arte de Lope significa un gran impulso en este proceso de des­
moronamiento paulatino de la vieja teoría literaria y es éste el aspecto al que
prestaremos atención preferente.
El Arte nuevo se publicó por primera vez en 1609 como apéndice final de
un libro de poemas titulado Rimas, del propio Lope. Tal como el autor declara,
lo hizo por encargo para ser leído y discutido ante los miembros de una Aca­
demia — Academia de Madrid o Castellana (José Prades, 1971: 11)—, especie
de cenáculo literario de los que abundaban en el Madrid de la época por emu­
lación de las academias italianas surgidas en el Renacimiento.
Se trata de una epístola escrita al modo de Horacio, Petrarca o Boscán
y, como ellos, Lope empleó el verso. Era esta una forma habitual elegida
por autores precedentes, como Juan de la Cueva, por ejemplo. El Arte está
escrito en endecasílabos blancos, sin el orden y la sistematicidad, por tanto,
de un tratado teórico. Los estudiosos advierten en él un tono irónico de
autodefensa, pero también de respeto a los grandes teóricos de la Antigüe­
dad.
Pese a no ser rui tratado sistemático, José Manuel Rozas (1976) ve en el
Arte una estructuración en tres partes similar a la de la Epistola ad Pisones.
Una primera parte que él denomina parte prologal (versos 1-146), la parte se­
gunda o doctrinal que contiene la teoría de la comedia (147-361) y una parte
III o epilogai (versos 362-389). En las partes I y III Lope adopta un tono muy
personal, con uso abundante de la primera persona, que se mueve entre la au­
toacusación para la captatio benevolentiae de sus lectores y la ironía. En la
parte doctrinal o teórica se contiene el verdadero ars de la Comedia española.
Y en ella existen, según Rozas (1976), diez apartados en los que se contem­
plan temas diversos todos ellos referidos a la comedia. Son los siguientes:
1. El concepto de tragicomedia.
2. Las unidades.
3. División del drama.
4. Lenguaje.
5. Métrica.
6. Figuras retóricas.
7. Temática.
8. Duración de la comedia.
9. Uso de la sátira: intencionalidad.
10. Sobre la representación.

Este es el orden que seguiremos en nuestra exposición de la teoría del


Arte.
370 Poéticas clasiçistas y neoclásicas

LA PARTE PRIMERA O PRÓLOGO

Como ya hemos dicho, abarca los versos 1-146. Lope, tras los versos ini­
ciales en los que hace saber al lector que va a escribir un arte de Comedias, se
acusa de no seguir los preceptos antiguos a la hora de componer sus obras y, a
la vez, se disculpa, basándose en una razón fundamental: el gusto del público,
uno de los criterios que sirvieron de base al desmoronamiento de la teoría cla-
sicista, que, sin embargo, poco tenía que ver con el deleite maravillado pro­
veniente de la brillantez del ingenio o de los artificios formales, causa final de
las creaciones literarias en el siglo xvn. Tras estas consideraciones, Lope de­
clara conocer los preceptos y expone muy brevemente la teoría de la antigua
comedia, siguiendo casi literalmente el libro de Robortello Explicationes eo­
rum omnium quae ad Comoediae artificium pertinent. Otras apreciaciones que
introduce, en ima mezcla confusa, dan prueba de que conocía también las teo­
rías de Elio Donato sobre la comedia. Finaliza sus paráfrasis teóricas con la
disculpa de no cansar a sus oyentes para aplicarse a la composición de un nue­
vo Arte, adaptado a la comedia de su tiempo — monstruo cómico— que el
público aplaude (versos 147-156). Como se puede deducir de lo expuesto, la
actitud de Lope resulta ambigua y excesivamente precavida en la defensa de
sus innovaciones.

LA PARTE SEGUNDA: LA DOCTRINA

El verso 157 señala el comienzo del Arte nuevo en el que Lope va a teori­
zar por su propia cuenta. Al reconocer al dramaturgo una gran libertad de
composición no le resulta difícil manifestar su preferencia por la tragicomedia
o comedia, género plenamente implantado en tiempos del autor y que era el
que él mismo venía cultivando. Es lógico, por tanto, que se declare en primer
lugar partidario de este género que supone la más grave ruptura con las poéti­
cas antiguas.
En efecto, la tragicomedia implica la mezcla de personajes nobles y plebe­
yos, contraria a la delimitación temática de los géneros en la antigua teoría.
Lope interpreta lo establecido por Aristóteles con respecto a este punto en cla­
ve social y no moral e identifica la Imitación de hombres superiores a la media
humana, propia de la tragedia, con hombres de clase social elevada (reyes,
príncipes, nobles, héroes). Mientras que la imitación de hombres inferiores,
específica de la comedia, tendría que ver con la representación de personajes
de clase media o baja. Esta interpretación no es originaria del Fénix que pudo
haberla tomado de otros muchos autores tanto españoles — Pinciano, Casca-
Poéticas clasicistas en España 371

les— como extranjeros. Así pues, Lope siente que la presencia del rey en una
comedia, aparte del disgusto que pudiera causar a Felipe II, suponía la trans­
gresión de uno de los principios aristotélicos como lo prueba la asociación que
hace inmediatamente con el Anfitrión de Plauto. Este ejemplo, tomado del li­
bro de Robortello, constituye para Lope un paradigma de la mezcla indebida
de clases sociales, pues en dicha obra el dios Júpiter se relaciona con seres
humanos.
A continuación habla Lope de la mezcla de lo trágico y lo cómico (174-
180) que considera contraria a la unidad de tono como lo evidencia la compa­
ración con el monstruo del Minotauro de Pasifae, pero está justificada por el
autor aludiendo al tópico de la hermosura que la naturaleza consigue por la
variedad. Esta idea, reiterada en tiempos de Lope, procedía de un verso de Se­
rafino Aquilano, poeta italiano petrarquista del siglo xv, estudiado por Emilio
Díaz Cañedo (José Prades, 1971: 124).
Tras estas reflexiones, el Arte aborda la problemática de las unidades
(vss. 181-210). Lope se muestra partidario de la unidad de acción con un
planteamiento muy próximo al de Aristóteles: una sola acción carente de
episodios secundarios, con una estructuración orgánica en la que la más
mínima alteración en uno de sus elementos implique la alteración del con­
junto. A pesar de esta coincidencia con Aristóteles, muchas de las obras de
Lope presentan una acción doble, pero los estudiosos de la comedia lopesca
han señalado que el autor supo integrar la acción secundaria en la principal
de modo que la unidad de acción, en general, está bien conseguida en la ma­
yoría de sus piezas. Además, con la doble acción, la comedia ganó en com­
plejidad y variedad. La tendencia a la complicación de la fábula con diversi­
dad de acciones y episodios era frecuente en las obras narrativas o
dramáticas del Siglo de Oro. Teóricos como el Pinciano o Cáscales manifes­
taron gran interés por este tema de la variedad y se mostraron tolerantes al
respecto siempre y cuando la imbricación de los episodios con la acción
principal fuese la adecuada.
Por lo que a la unidad de tiempo se refiere, Lope señala con mucho acierto
que Aristóteles formuló un consejo y no un precepto acerca de la duración de
la acción trágica y, con manifiesta ironía, afirma que si ya faltó al respeto al
filósofo en los preceptos poco importará que le falte también en los consejos.
No parece estar enterado de que habían sido los teóricos italianos los que ha­
bían transformado las observaciones aristotélicas en un precepto.
La opinión de Lope en este punto es acorde con el contexto teórico-
literario del momento. Recordemos que, salvo raras excepciones, los preceptis­
tas españoles eran tolerantes en este aspecto. El Pinciano señalaba un límite
máximo de tres días para la comedia y cinco para la tragedia, mientras que
Cáscales fijaba un único límite de diez días para cualquier género dramático.
Lope, basándose en su propia experiencia, propone que el tiempo de la acción
372 Poéticas clasicistasy neoclásicas
sea lo más breve posible, siempre que resulte adecuado para que los sucesos
transcurran de forma verosímil ante los ojos de los espectadores. Hace la sal­
vedad de las obras de tema histórico, en las que con frecuencia se cuenta lo
ocurrido en un período de tiempo largo. La solución de Lope es que el tiempo
transcurra en los entreactos y que sea la ambientación y el decorado en cada
uno de los actos el que haga sentir al espectador el paso del tiempo.
La unidad de lugar no aparece siquiera mencionada en el Arte Nuevo.
Por lo que a la división del drama se refiere (w. 211-245), Lope se mues­
tra partidario de la división en tres actos, que era lo habitual en el teatro espa­
ñol de su tiempo, pero inmediatamente parece caer en una contradicción, pues,
tomando al pie de la letra un fragmento de las Explicationes de Robortello,
afirma que el asunto o argumento ha de dividirse en dos partes: conexión y
solución [Esta división, que provenía de la Poética de Aristóteles (18, 55b 24-
31) y había sido recogida en la mayoría de las paráfrasis, estaba presente tam­
bién en las poéticas del Pinciano y de Cáscales en las que se presentaba como
compatible con la división en actos). Sin embargo, si contemplamos tal bipar­
tición a la luz de los versos 298-301, las dos formas de dividir el drama pue­
den resultar compatibles. En efecto, estos versos incluidos en la parte que trata
del lenguaje, inciden sobre el reparto de la materia dramática en los tres actos
de la comedia. Lope afirma que, tras un breve planteamiento, el dramaturgo
debe enlazar los sucesos en un nudo que se prolongará hasta bien entrado el
tercer acto de manera que los espectadores no puedan intuir el desenlace. De
donde se deduce que el nudo ocupará la mayor parte de la comedia y el desen­
lace sobrevendrá de forma repentina e inesperada.
Las reflexiones de Lope sobre el lenguaje de la comedia (vv. 246-297)
constituyen una clara muestra de la situación del autor como figura de tran­
sición entre la teoría antigua y la realidad de la praxis literaria de su tiempo.
Comienza el autor pidiendo una adecuación necesaria entre lenguaje y si­
tuación. Si la comedia imita situaciones y conflictos cotidianos, el lenguaje
ha de adaptarse a ellos. De ahí la exigencia de un lenguaje natural y sencillo,
que no emplee «conceptos» — término que hemos de entender como «pen­
samiento no vulgar» (García Berrio, 1975: 393)—, salvo que la situación
dramática y el propio contenido de los parlamentos así lo exijan. Como
norma general, el Arte recomienda imitar la forma de hablar de la gente en
circunstancias reales similares a las representadas en la comedia. El mismo
instinto de naturalidad lleva a Lope a adoptar una posición moderada ante
las citas bíblicas, los neologismos o los cultismos: emplear sólo aquellos
que resulten necesarios y evitar los excesivamente chocantes y herméticos.
Todas estas consideraciones dejan traslucir su postura favorable al concep­
tismo y contraria al culteranismo.
Lo más interesante de este fragmento sobre el lenguaje es, sin duda, la
adaptación por parte de Lope de la teoría retórico-horaciana de mores a su
Poéticas clasicistas en España 373

propio teatro. Sobre dicho modelo, el autor traza el sistema de personajes de


sus obras: el rey, el viejo, los amantes — desdoblados en el galán y la dama—
y el lacayo — denominado con más frecuencia, el «gracioso», que solía tener
un personaje femenino homólogo, la criada—. Las pautas del Arte son las
mismas de Horacio: adecuación decorosa y verosímil entre la condición social,
el sexo, la edad, etc., y la expresión de cada tipo de personaje.
En relación con la métrica (w . 305-312), Lope recomienda decididamente
la polimetria en consonancia con su propia praxis dramática y con la de su
tiempo. Aunque la prosa se iba abriendo camino y empezaba a ser usada habi­
tualmente en la novela, las obras dramáticas seguían escribiéndose mayorita-
riamente en verso. El Fénix no fue una excepción: escribió todas sus obras en
verso e hizo muy interesantes indicaciones sobre la adecuación de las estrofas
a situaciones dramáticas típicas, consideradas en abstracto. Aunque sus apre­
ciaciones no siempre coinciden con la realidad de sus obras dramáticas, lo
cierto es que el autor demuestra su profundo conocimiento del teatro y su gran
intuición de versificador. Señala que las décimas son apropiadas para las que­
jas, «los sonetos están bien para los que aguardan». Este verso ha recibido
distintas explicaciones (José Prades, 1971: 198-199): los que están en situa­
ción de esperanza amorosa, los que permanecen solos en escena o los que ha­
blan en solitario, por lo que el soneto se vincula a los soliloquios. El romance
es, para Lope, la estrofa adecuada a las narraciones, aunque cuando la situa­
ción por su solemnidad lo requiere, es preferible emplear la octava. Los terce­
tos convienen a los asuntos graves y las redondillas a los diálogos amorosos.
Muy breve es el apartado que el Arte nuevo dedica a las figuras retóricas,
apenas seis versos (313-318) en el que se recogen tan sólo algunas. La breve
selección realizada por Lope sorprende a los comentaristas del Arte. J. M. Ro­
zas opina que las citadas son las más propias del estilo dramático. Juana de Jo­
sé Prades encuentra otra explicación: Lope cita sólo aquellas figuras que apa­
recen en el tratado de retórica de su amigo Jiménez Patón con ejemplos
tomados de las propias obras del Fénix.
El epígrafe que J. M. Rozas designa como «temática» agrupa 19 versos
(319-337). Los ocho primeros (319-326), como reconoce el propio comentaris­
ta (1976: 140), se refieren a cuestiones temáticas, pero también a la forma de
llevar la intriga, aspecto que ha sido comentado anteriormente al hablar de la
división del drama. En efecto, estos versos inciden en la misma problemática
de cómo suscitar el interés del espectador, a base de equívocos creados bien en
la trama o bien en el lenguaje, para dilatar el desenlace de la comedia. A ellos
hay que añadir tres versos anteriores (302-304) en los que Lope alude a la
conveniencia de llevar la intriga de manera que el final resulte inesperado en
relación con las expectativas creadas. Todo ello ha de ser interpretado como
manifestación de la sintonía de Lope con la literatura y la teoría de su época en
la que se valoraba el ingenio así como la sorpresa y admiración subsiguientes.
374 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Otros aspectos relativos a la temática ya fueron tratados al hablar Lope del
objeto de imitación de la comedia, pero los versos 327-337 se refieren a nue­
vos temas propios de este género: el tema de la honra, el de las acciones vir­
tuosas que lleva a Lope, por asociación, a reflexionar sobre la consideración
de los actores por parte del público, según los personajes, buenos o malos, que
acostumbraban a encamar.
Esta parte termina con una corta serie de versos en los que se consideran
temas diversos: la duración de la comedia (338-340), esto es, el tiempo real de
la representación, el uso adecuado de la sátira (341-346) o unas muy breves
reflexiones (w . 350-361) sobre la representación tomadas en su mayor parte
de Robortello.

LA PARTE TERCERA O EPÍLOGO

Ocupa esta parte los versos 362-389. Vuelve Lope primeramente a sus au­
toacusaciones por ir en contra de los preceptos de la antigua teoría, pero
pronto da a entender al lector lo falso de su postura al afirmar: «sustento, en
fin, lo que escribí» y hace alarde de lo extenso de su producción literaria
— declara haber escrito 383 comedias — lo mismo que de su fama más allá de
las fronteras españolas, en Francia e Italia, aunque sea como transgresor de las
normas. Demuestra así sentirse orgulloso de su propio arte y legitimar la nueva
ley del gusto por la que se orienta. Se insertan a continuación unos versos en
latín seguramente con el fin de impresionar a los miembros de la Academia y,
ima vez más, hacer gala de su cultura. Se desconoce el autor de tales versos,
probablemente fueron escritos por un humanista, aunque tampoco se puede
descartar que el autor sea el propio Lope (José Prades, 1971: 238-239). El
contenido de los mismos resulta ser un elogio del nuevo género que es «espejo
de la vida humana». Con el tono irónico que le caracteriza Lope concluye,
manifestando su poca fe en los tratados teóricos y su confianza máxima en la
creación literaria, la comedia, en este caso:
Oye atento y del arte no disputes
que en la comedia se hallará de modo,
que oyéndola se pueda saber todo
(w . 387-389).

LA POLÉMICA TEATRAL

La lectura del Arte nuevo no dejó indiferentes a sus contemporáneos: in­


mediatamente surgieron voces a favor y en contra de las opiniones de Lope, a
Poéticas clasicistas en España 375

pesar de que la propia realidad de la escena española — triunfo pleno de la


comedia-— parecía hacer estéril esta disputa. Ahora bien, hay que tener en
cuenta además que la inadecuación a las normas clásicas no era la única acu­
sación vertida en aquel momento contra la comedia. La falta de moralidad que
se achacaba a ciertas obras literarias incidía fundamentalmente en la comedia
y era una de las causas de las suspensiones de los espectáculos teatrales que se
producían con cierta frecuencia, como hemos señalado anteriormente, ampa­
rándose en los reveses de la vida nacional —desastres militares, muerte del
rey o sus familiares, etc. —.
Actitudes contrarias al teatro de Lope eran mantenidas por teóricos como
Francisco Cáscales, ya estudiado, por Cristóbal Suárez de Figueroa o por
Cristóbal de Mesa, mientras que Ricardo de Turia, Carlos Boyl, son tratadistas
favorables a la comedia lopesca. Hay que contar además la postura igualmente
favorable de sus discípulos, Tirso de Molina y Guillén de Castro. Pero el en­
frentamiento más violento, la verdadera «guerra literaria», es la que represen­
tan dos documentos: Spongia y Expostulatio Spongiae, respectivamente en
contra y a favor de Lope. El tratado Invectiva a las comedias que prohibió
Trajano y apología por las nuestras (1622) de Francisco de Barreda o Idea de
la comedia de Castilla (1635) de José Pellicer y Tovar significan la aceptación
plena del nuevo género.
Cristóbal Suárez de Figueroa aspiraba a ser escritor pero sólo llegó a pu­
blicar una novela pastoril — La constante Amarilis — de escaso éxito, y algu­
nos poemas. Escribió, en cambio, dos obras de carácter misceláneo. Una era
traducción y adaptación de otra del autor italiano Tomasso Garzoni, publicada
por Suárez de Figueroa con el título de Plaza universal de todas las ciencias y
artes (1615). La otra, con más aportación personal que la primera, era la titu­
lada El pasajero, advertencias Utilísimas a la vida humana (1617). Esta última
está dividida en diez diálogos que contienen toda suerte de ideas literarias,
políticas, estéticas, sociales, etc.
Las ideas literarias de El Pasajero inciden en cuestiones importantes para
la teoría del siglo xvn: la problemática de la claridad y la oscuridad de la poe­
sía, su división en géneros, que establece en tres (épica, escénica, mélica), la
legitimidad de la comedia, etc. En general, guardan tan estrecho parecido con
las de las Tablas poéticas de Francisco Cáscales que García Berrio afirma que
llegó a sospechar que El pasajero podría ser una más de las fuentes plagiadas
por aquél en su poética. Sin embargo, teniendo en cuenta que la poética de
Cáscales llevaba ya cierto tiempo escrita antes de publicarse y que ambas
obras coinciden en año de publicación (1617), es probable que las semejanzas
sean una simple coincidencia o que provengan de la consulta de una misma
fuente teórica (García Berrio, 1975: 445).
En lo que respecta a la comedia, Suárez de Figueroa adopta una opinión
conservadora. Igual que Cáscales, es partidario de mantener los géneros
376 Poéticas clasicistas y neoclásicas
— tragedia y comedia— bien diferenciados, evitando la mezcla de personajes
superiores e inferiores, que él interpreta en sentido social como nobles y ple­
beyos, como era ya habitual en el ámbito español. Pero en El pasajero no se
observa una actitud contraria a la comedia, entendida al modo tradicional, por
el contrario, para dar dignidad al género cómico (Sánchez Escribano y Porque­
ras Mayo, 1972: 30), Figueroa, en su definición de comedia, compagina la
humildad de los temas con la suavidad y dulzura del estilo, en línea coinciden­
te con Cáscales.
Por otra parte, hemos de señalar que en El pasajero hay críticas evidentes
al teatro de Lope tanto desde el punto de vista teórico como moral, tal como
pueden observarse en las siguientes citas:

Plauto y Terencio fueran, si vivieran hoy, la burla de los teatros, el escarnio


de la plebe, por haber introducido quien presume saber más cierto género de
farsa menos culta que gananciosa (Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972:
188).
Dios os libre de la furia mosqueteril, entre quien, si no agrada lo que se re­
presenta, no hay cosa segura sea divina o profana. Pues la plebe de negro no es
menos peligrosa desde sus bancos o gradas, ni menos bastecida de instrumentos
para el estorbo de la comedia y su regodeo. ¡Ay de aquella cuyo aplauso nace
de carracas, cencerros, ginebras, silbatos, campanillas, capadores, tablillas de
San Lázaro, y sobre todo de voces y silbos incesantes! (Sánchez Escribano y
Porqueras Mayo, 1972:189).

Como puede observarse Figueroa alude al teatro de Lope y le reprocha tanto


su falta de adecuación a la comedia antigua como el ambiente de relajo del
público que acudía a las representaciones teatrales del momento. Reclama una
finalidad didáctica para la comedia que no excluye, sin embargo, el placer de
la risa y la necesaria adecuación a las buenas costumbres imperantes en la so­
ciedad de la época.
Ricardo de Turia en su Apologético de las comedias españolas (1616) hace
una abierta defensa de la comedia española a la que considera como género ya
consolidado: invoca tanto el ingenio del poeta como el gusto del público para
justificar la conculcación de las antiguas reglas y abunda en la idea de la ne­
cesidad de que los géneros se adapten a los nuevos tiempos para defender la
comedia lopesca. Refuerza sus argumentos a favor del nuevo género con
ejemplos extraídos de las tragedias y comedias antiguas, en las que personajes
nobles se mezclan con los plebeyos, en una interpretación que una vez más
evidencia el desplazamiento, ya habitual, de la bondad moral al ámbito de lo
social. Así, nos ofrece el ejemplo de Edipo rey de Sófocles, tragedia en la que
Edipo y Creonte, pertenecientes a la más alta aristocracia tebana, se mezclan
con los pastores de Corinto y de Tebas.
Poéticas clasicistas en España 377

El ataque más violento al teatro de Lope fue un escrito — Spongia— del


que, según opinión de Menéndez Pelayo (1974: 781), era autor Pedro Torres
Rámila. Parece que no se conservó ningún ejemplar de este opúsculo debido a
que las críticas vertidas en él hacia Lope y sus comedias eran tan feroces que
el propio Lope y sus amigos se encargaron de destruir los ejemplares que ha­
bía en circulación. Se conserva, sin embargo, la contrarréplica — Expostulatio
Spongiae— que nos permite deducir algo de su contenido. Expostulatio Spon­
giae fue obra de varios autores aunque parece que quien intervino principal­
mente en su redacción fue Francisco López Aguilar. Al final de la Expostula­
tio se encuentra una disertación de Alfonso Sánchez, catedrático de hebreo en
la universidad de Alcalá de Henares, en la que este autor pretende demostrar la
superioridad de Lope y de su comedia al que le reconoce incluso autoridad
suficiente como para establecer nuevas leyes para el teatro.
Dejando a un lado las defensas de la nueva comedia española por parte
de los creadores — Tirso de Molina y Guillén de Castro— hemos de señalar
que el año 1618, en el que ya ninguna voz significativa se levanta en contra
de la comedia española, se puede considerar como el momento en que el
nuevo género está legitimado desde el punto de vista teórico. Así pues, la
comedia española ganó la batalla en el ámbito teórico con un retraso mani­
fiesto en relación al éxito que, con anterioridad, había cosechado entre el
público. A partir de ese momento, una vez clausurada la polémica teatral,
los documentos doctrinales sobre la comedia constituyen «especulaciones
profundas y ecuánimes» sobre el nuevo género (Sánchez Escribano y Por­
queras Mayo, 1972: 34). A ellos vamos a referimos a continuación muy bre­
vemente.
Francisco de Barreda es autor de Invectiva de las comedias que prohibió
Trajano y apologia por las nuestras (1622) que, en opinión de Menéndez Pe-
layo (1974: 794), es la mejor poética dramática del siglo xvn. En este docu­
mento, Barreda resume los argumentos en favor de la comedia formulados por
sus predecesores — Turia, Tirso o Alfonso Sánchez— y la presenta como gé­
nero consolidado y de gran perfección. En primer lugar, es superior por con­
densar elementos de todos los géneros, lo que le confiere una variedad similar
a la de la naturaleza:
Advirtiendo primero que las comedias que hoy gozamos dichosamente, son
un orbe perfecto de la Poesía, que encierra y ciñe en sí toda la diferencia de
poemas cuyas especies, aun repartidas, dieron lustre a los antiguos. Hay en las
comedias nuestras la majestad, el esplendor y grandeza del poema épico. Tienen
sus fábulas, sus episodios, y tal vez su verdad de historia, como el épico. Hay
también las flores y las dulzuras sonoras del lírico, las veras y la severidad del
trágico, los sainetes y sales del mímico, la gravedad y libertad de la sátira
(Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972:217).
378 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Vemos, pues, cómo a través de las palabras de Barreda aflora un nuevo canon
estético.
Considera igualmente este autor que la comedia española ha sabido acertar
en el cumplimiento de algunas de las reglas. Así, por ejemplo, con respecto a
la unidad de tiempo, nuestros comediógrafos, según el parecer de Barrera, han
sabido interpretar el espíritu de la ley: presentar una historia con el tiempo ne­
cesario para que se desarrollen los hechos y, cuando no se puedan hacer visi­
bles todos, se contarán mediante narraciones introducidas en los diálogos.
También se declara contrario a la ley del decoro y por ello la mezcla de lo
cómico y lo trágico no la siente como defecto alguno. Por todos estas cuestio­
nes y algunas más concluye afirmando que la comedia española es superior a
la antigua.
En el año 1635, el mismo en el que muere Lope de Vega, apareció el
tratado de José Pellicer de Tovar: Idea de la comedia de Castilla, del que in­
ferimos que el nuevo género era ya una realidad incuestionable por aquel
entonces. La obra adopta la forma de una preceptiva, dividida en veinte
apartados, y toda ella está impregnada de un fuerte tono moralista que refle­
ja la preocupación del autor por los obstáculos con los que podía encontrarse
el desarrollo de la comedia. En efecto, como hemos señalado en otras oca­
siones, una vez superadas las dificultades de carácter técnico y doctrinal, el
género sufría los ataques de los moralistas, contrarios al placer, excesivo y
poco edificante en su criterio, que la comedia proporcionaba a la gente del
pueblo. Pellicer previene anticipadamente a los dramaturgos para que no se
excedan en las concesiones al gusto del público (García Berrio, 1980: 527-
28). Así pues, esta obra supone un giro en la justificación de la comedia: ya
no se trata de legitimarla desde el punto de vista doctrinal, sino desde el
punto de vista moral, aspecto del que las poéticas anteriores apenas se ha­
bían ocupado.
Pellicer no se declara contrario al placer que proporciona la comedia,
por el contrario piensa que, bien empleado, puede resultar beneficioso y re­
dundar en la inculcación de conductas paradigmáticas en el pueblo. De
modo que una constante del tratado es la adecuación de la comedia a la mo­
ral vigente, preocupación que aparece desde la misma definición de la co­
media:
Porque la definición de la comedia es una acción que guíe a imitar lo bueno
y a excusar lo malo (...). O en el precepto quinto: el precepto quinto es que, su­
puesto que es preciso que en todas las comedias ha de haber amores, procure el
poeta introducirlos entre personas libres y no atadas al yugo del santo matri­
monio, y éstos, tratados con tanta pureza y tanto decoro que ni el galán dé indi­
cios de grosero ni la dama de fácil, que no hay cosa más terrible ni más indigna
del teatro que ver manoseados con indecencia los recatos de las mujeres, y par­
ticularmente las de mayor calidad, que por la mayor parte son las que peligran,
Poéticas clasìcistas en España 379

por necesitar el poeta hacerlas livianas para su embuste, y donde más ha de lu­
cir esta atención es en la primera dama, que es la heroína de la comedia. (1972:
266-68).

Basten estos ejemplos como prueba del peso que tiene en la preceptiva de
Pellicer el componente moralista. Sin embargo, no por eso deja el autor de
ocuparse de algunas cuestiones técnicas en otros apartados: la variedad de esti­
los (en realidad, géneros) presentes en la comedia, la clasificación de las co­
medias, los aspectos métricos, etc. Todo ello ha sido estudiado con deteni­
miento por Francisco Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo en el
primer apéndice de la Preceptiva dramática española (1972: 252-61), obra a
la que nos hemos referido repetidamente a lo largo de este apartado.
El tratado con el que vamos a poner fin a la revisión de los documentos
sobre el teatro pertenecientes al siglo xvn es el de Jusepe Antonio González
Salas, Nueva idea de la tragedia antigua, anterior al de Pellicer, pues apa­
reció en 1633. Como su título indica es una vuelta a la teoría aristotélica de
la tragedia, aunque a ella superpone algunas ideas provenientes del ars ho-
raciano o de otros tratados cuyos autores eran tenidos por autoridades. Tam­
poco trata exclusivamente de la tragedia, pues hace gala de un gran desplie­
gue erudito y de un conocimiento profundo de la literatura. Así que, al hilo
de sus reflexiones sobre la tragedia, desgrana opiniones sobre la comedia o
sobre la épica.
Tanto Menéndez Pelayo (1974) como A. Vilanova (1968) opinan que el
tratado de Salas adolece de excesiva pesadez erudita, pero a la vez reconocen
que el tratadista ha sabido conciliar, con un criterio original e independiente,
la veneración por los clásicos con la admiración por la literatura nacional
(Menéndez Pelayo, 1974: 728). Por ello, lejos de condenar la comedia españo­
la de su tiempo, se limita a ofrecer la doctrina aristotélica sobre la tragedia a
los poetas españoles por si quisieran escribir tragedias de una forma más
adaptada a su época. Además Salas se muestra contrario a la aceptación servil
de la preceptiva clásica, ya que, en su opinión está sujeta a la evolución y mu­
danza del tiempo, de los gustos y sobre todo del ingenio del escritor (Sánchez
Escribano y Porqueras Mayo, 1972: 253).
No resulta extraño, por tanto, que el tratado de Salas, pese a su carácter
conservador, muestre indicios de una concepción más innovadora del poeta al
que le concede libertad para modificar el arte, con las únicas cortapisas de las
leyes de la naturaleza, la prudencia del poeta y el conocimiento de la literatura.
Desde su talante conciliador, es asimismo congruente que admita la comedia
española como un género más adaptado al gusto de las gentes que la comedia
antigua y que no la considere como inferior a la tragedia, sino como diferente
en su «tono» (id. 1972: 35). De donde se deduce claramente que acepta la co­
media como género consolidado de modo irreversible, liquidando así la cues-
380 Poéticas clasicistas y neoclásicas
tión de la separación de géneros con evidente gratuidad, según la opinión de
García Berrio (1980: 385).
En conclusión, González Salas era un hombre de su tiempo que no pudo
sustraerse al ambiente general de la época, favorable a la evolución del arte, al
reconocimiento de mayor iniciativa para el artista a la hora de componer sus
obras o a la exaltación de la variante deleitosa del arte (García Berrio, 1980:
449-50). Por ello, aunque con respecto a la finalidad del arte se mueva dentro
de la teoría catártica de la Poética, en ciertos pasajes de su tratado dejó traslu­
cir su inclinación hacia una recepción placentera de la literatura, ligada, no al
hedonismo formal propiamente barroco, sino al contenido, en perfecta con­
gruencia con su talante conservador.
El análisis de los documentos surgidos en España en favor o en contra de
Lope y de la comedia viene a confirmar una vez más que la doctrina se iba
acompasando paulatinamente a la evolución de las creaciones literarias — el
teatro, en este caso— y ni siquiera los tratadistas más conservadores se opo­
nían frontalmente a las nuevas ideas.

6. Luis C a r r i l l o y Sotom ayor: el « L ib r o


DE LA ERUDICIÓN POÉTICA»

Luis Carrillo y Sotomayor es autor del Libro de la erudición poética


obra breve de carácter teórico que recoge las reflexiones sobre su propio
quehacer poético. Carrillo (1583-1610) era natural de Andalucía — para
unos, había nacido en Córdoba, para otros, en Baena—. Allí se desenvol­
vió su vida profesional y artística. Tenemos noticias de sus relaciones con
eminentes figuras de la época: Suárez de Figueroa, Quevedo, Cáscales. Pe­
ro su temprana muerte le impidió desarrollar su obra poética y publicar su
tratado doctrinal, que vio la luz postumamente, junto con sus poemas, en
Madrid (1611), gracias al empeño de su hermano, D. Alonso Carrillo. Este
pequeño tratado no puede considerarse, por tanto, como uno de los docu­
mentos de la polémica gongorina por haber sido escrito y publicado con
anterioridad a las obras de Góngora, pero recoge una serie de ideas, presen­
tes en el ambiente literario de su época, que no son más que la continua­
ción de la línea teórica de los comentarios del Brócense y Herrera a la
poesía de Garcilaso o de algunas de Jas ideas presentes en el tratado de
Luis Alfonso de Carvallo.
No sabemos a ciencia cierta el motivo que llevó a Carrillo a exponer sus
ideas en esta pequeña obra doctrinal, pero su título parece sugerir que es uno
más de los documentos de discusión literaria de los que abundaron en esa
época: Libro de la erudición poética o lanzas de las Musas contra los indoc-
P o é tic a s c la sic ista s en E spañ a 381

tos desterrados del amparo de su deidad. Por otra parte, su exposición,


siempre en guardia contra los indoctos, reiterativa y asistemática parece un
indicio más de su probable carácter de refutación apresurada de ideas con­
trarias a las suyas.
Algunos estudiosos consideran esta obra, pese a su brevedad, como un
manifiesto del culteranismo (Vilanova, 1968: 643). Esto le daría un sentido
singular, pues sería prácticamente el único de los tratados teóricos de la
época elaborado «a priori». Nosotros, de acuerdo con Porqueras Mayo
(1979), vamos a situarlo en la línea de los tratados que muestran la aproxi­
mación de la teoría a diversas tendencias de la creación literaria del momen­
to. Carrillo trata de justificar su preferencia por la poesía culta y algunos de
los procedimientos empleados en sus poemas. Pero también es verdad que,
siguiendo el camino trazado por teóricos anteriores, este tratado contiene al­
gunas de las ideas que van a transformarse en los verdaderos bastiones del
gongorismo posterior — erudición, lenguaje específico, dificultad— . Pese a
estas novedades que, a veces defiende con precavida ambigüedad, y siempre
amparado en las autoridades de los clásicos — Aristóteles, Horacio, Quinti­
liano, Cicerón—, en no pocos puntos se muestra conservador. Constituye,
por tanto, un paso más en el desmoronamiento desde dentro del edificio
teórico del clasicismo.
Como el propio título indica, el tratado de Carrillo es ante todo una de­
fensa de la poesía selecta, fruto de la necesaria erudición que ha de acompa­
ñar a la profesión poética. Inicia Carrillo el enaltecimiento de la poesía ha­
blando de su antigüedad, del prestigio de la mayoría de sus cultivadores,
muchos de ellos de origen real y próximos a lo sagrado: David, Salomón. Al
compartir Carrillo la profesión militar y poética, quiso también contemplar
la cercanía de estos dos oficios: cita a David, a César y alaba a Garcilaso,
que encontró la quietud suficiente para compaginar ambas actividades. La
proximidad de la poesía con lo religioso y lo sagrado, manifestación de su
afán de enaltecimiento de la misma, aparece subrayada por las frecuentes
alusiones a las Musas, en clara reminiscencia de la teoría platónica sobre el
origen divino de la inspiración de la que, sin embargo, Carrillo no se mues­
tra decididamente partidario: más bien apunta en algunos pasajes a la nece­
sidad del trabajo esforzado del poeta:
No a pie enjuto, no sin trabajo se dejan ver las Musas. Lugar escogieron
bien alto, trabajo apetecen y sudor; no en vano tomaron por defensa patrona tan
valiente. No lo negó en su Arte Horacio (56).

Bien es verdad que la exaltación de los poetas es una constante de su doc­


trina. Los considera a la altura de las más altas dignidades humanas, merece­
dores de fama inmortal tanto por su sabiduría y erudición como por la perfec­
ción de sus obras.
3 82 P oéticas c la sic ista sy neoclásicas

Su doctrina, todavía fiel a la teoría imitativa en sus dos vertientes — imi­


tación de los clásicos e imitación de la naturaleza-— invita a la elaboración de
una poesía densa en erudición y conocimientos no accesibles al vulgo. Idea en
la que Carrillo insiste una y otra vez, buscando en su apoyo la autoridad de
Horacio a quien cita en su conocido Odi prophanum vulgum, et aceo. Así
pues, la poesía selecciona a sus lectores en razón de su contenido, pues sólo
los iniciados, los doctos, podrán entenderla. Reclama asimismo un lenguaje
poético específico, alejado del usual sobre todo por la selección y disposición
de las palabras:

Lícito le será al Poeta, y todo, diferente género de lenguaje que el ordinario


y común, aunque cortesano y limado, no en las palabras diferente, en la dispo­
sición délias, digo en su elección escogimiento (71).

Propugna como ingrediente necesario al lenguaje poético los cultismos y


todo tipo de figuras retóricas. Todo ello unido a la riqueza erudita del conteni­
do poético diferenciará a la poesía de otras formas discursivas próximas — la
historia, la oratoria— que persiguen fines distintos de la poesía y no necesitan
de un lector tan competente. La historia busca la utilidad: transmitir y hacer
comprender a las gentes la sucesión de hechos del pasado. La oratoria persigue
la persuasión y, puesto que ha de defender sus pleitos ante un auditorio, ne­
cesita hacerse entender para resultar convincente. No es el caso del poeta que
tiene la obligación, si ha de merecer el nombre de poeta, de componer una
poesía difícil tanto en el fondo como en la forma. Esa dificultad es la que pro­
duce, al pugnar por desentrañarla, el deleite del receptor a la vez que seleccio­
na a un lector competente. Tal parece ser la postura de Carrillo como la inter­
pretan Antonio Vilanova (1953) o Angelina Costa (1987), sin embargo el
autor no es todo lo claro que sería de desear con respecto a este punto, pues
mezcla los conceptos de dificultad y de oscuridad y justifica la dificultad en
aras de la claridad. Otros pasajes del libro de Carrillo le permiten a Vilanova
trazar la distinción entre dificultad docta, virtud poética, y oscuridad, vicio del
estilo. Dicha distinción, según este estudioso, constituye el antecedente de la
establecida con claridad por Jáuregui entre dificultad y oscuridad y es uno de
los datos que le da pie para considerar el tratado como manifiesto anticipador
del culteranismo.
Por lo que a la finalidad de la poesía se refiere, Carrillo se muestra igual­
mente ambiguo, pues, si en algunos pasajes parece tomar partido por un fin
intrínseco, de puro hedonismo, en otros se adhiere a la fórmula horaciana de
doble finalidad: deleitar aprovechando. E incluso llega a atribuir a la poesía
facultades curativas.
En conclusión, el libro de Carrillo presenta cautelosamente una serie de
novedades que nos permiten comprobar la evolución de la teoría clasicista.
Poéticas clasicistas en España 383

Las tres dualidades horacianas que estructuran la teoría del clasicismo en los
tratados italianos: ingenium-ars, res-verba, docere-delectare, presentes de
forma asistemática en el tratado de Carrillo, reciben soluciones eclécticas más
que rupturistas e innovadoras, según acabamos de exponer.

7. L a polémica gongorina

La polémica sobre la poesía de Góngora se suscitó en el momento de


darse a conocer, al menos en parte, los dos poemas largos de este autor: la
Soledad primera y el Polifemo, que fueron leídos en Madrid en 1613 por el
contador Morales en algunas de las Academias literarias, tan abundantes en
aquel momento. La poesía de Góngora debió de resultar tan novedosa y sor­
prendente que inmediatamente provocó toda suerte de comentarios, desde
las más encendidas defensas hasta las burlas y sátiras más despiadadas. Tras
la lectura, dejando a parte el cruce de poemas satíricos, una serie de autores
tomaron la iniciativa de la defensa de la poesía gongorina en documentos de
carácter doctrinal, mientras que otros, siguiendo la misma vía, comenzaron
los ataques. Es muy probable que 1614 sea la fecha en la que Juan de Jáure-
gui escribió su Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades, apli­
cado a su autor para defenderle de sí mismo, obra en prosa en la que, como
indica el título, se critica la primera Soledad de Góngora. Esta obra es una
crítica pormenorizada de los versos gongorinos, por lo que todavía no con­
tienen ideas generales sobre la poesía, el poeta, etc. A la crítica del Antídoto
respondió el Examen del Antídoto de D. Francisco Fernández de Córdoba,
abad de Rute. Las críticas de Francisco Cáscales al gongorismo, insertadas
en las Tablas poéticas y en las Cartas filológicas, también fueron práctica­
mente simultáneas a la fecha en que se dan a conocer los dos poemas gon­
gorinos. Con posterioridad, Juan de Jáuregui publicó (1624) el Discurso
poético, obra de carácter polémico y doctrinal, en la que no se menciona a
Góngora directamente, pero se deja entrever fácilmente la crítica del autor
hacia la poesía culterana.
Muchos fueron también los autores que adoptaron la defensa de la poesía
de don Luis de Góngora y no sólo la justificaron, sino que también la explica­
ron para hacerla accesible al público. En 1627, fecha de publicación de las
obras de Góngora, se mencionan las Anotaciones de don Pedro Díaz Ribas,
comentarios a las Soledades, al Polifemo y a la Canción de Larache que se
guardan en dos manuscritos (ms. 3906 y ms. 3726) de la Biblioteca Nacional
de Madrid junto a los Discursos apologéticos (Gates, 1960: 9). Estos últimos
han sido publicados por Eunice Joiner Gates (1960) junto al Antídoto, porque
considera que los Discursos son una réplica al opúsculo de Jáuregui. Supone
384 Poéticas clasicistas y neoclásicas

asimismo que la fecha de composición de estas obras sobre Góngora de D. Pe­


dro Díaz Ribas es muy anterior a 1627.
En 1629 se publicó el Polifemo comentado de García Salcedo Coronel, al
que siguieron otros comentarios del mismo autor a otras obras de Góngora. Jo­
sé Pellicer de Ossau y Tovar dedicó también un comentario a diversas obras
de Góngora: Lecciones solemnes a las obras de D. Luis de Góngora, publica­
do en 1630. Cabe mencionar igualmente el comentario de Cristóbal Salazar
Mardones a la fábula de Píramo y Tisbe: Ilustración y defensa de la Fábula de
Píramo y Tisbe (1636), exégesis pormenorizada de los versos del largo roman­
ce gongorino. Martín Angulo y Pulgar en 1635 publicó las Epístolas Satisfac­
torias, obra que defiende a Góngora de las objeciones de Cáscales y de otro
autor desconocido. Bastante más tarde en 1662 se publicó en Lima el Apolo­
gético en favor de D. Luis de Góngora, obra de gran interés porque nos permi­
te conocer las repercusiones de las polémicas gongorinas fuera de España y,
en consecuencia, el gran alcance de la revolución gongorina. Esta obra del pe­
ruano Juan Espinosa Medrano es una defensa de Góngora ante los ataques del
portugués Faria e Sousa.
No es de nuestro interés en esta ocasión realizar un análisis pormenori­
zado de todos los documentos escritos por los defensores y los detractores
de Góngora. Vamos a centrar nuestro repaso de la polémica gongorina fun­
damentalmente en los Discursos apologéticos de Pedro Díaz de Ribas y en
el Discurso poético de Juan de Jáuregui. La razón primordial es la brevedad
y claridad expositiva necesarias a un manual, ya de por sí, debido a la den­
sidad teórica del período estudiado, cargado de nombres, de títulos y docu­
mentos, pero también nos asisten otras razones. Tal como apunta Gates
(1960: 22) es probable que los Discursos apologéticos sean, junto al Exa­
men de Fernández de Córdoba, las réplicas más serias al Antídoto de Jáure­
gui, mientras que el Discurso poético de este último autor podría ser la con­
trarréplica, aunque no se presente explícitamente como tal. Todavía existen
otras razones: la semejanza de los dos tratados en su contenido y disposición
o la más que probable proximidad temporal, señalada más arriba. Pero hay
más, los dos autores — Díaz Ribas y Jáuregui— eran poetas. Díaz de Ribas,
nacido en Córdoba, era sacerdote, poeta y amigo de Góngora; con él partici­
pó en certámenes y justas literarias. Por su parte, Juan de Jáuregui era sevi­
llano, pintor y crítico además de poeta. Reunió sus poesías en un volumen
titulado Rimas. También realizó traducciones de autores latinos e italianos,
como la Aminta de Tasso. En 1624 publicó un largo poema titulado Orfeo
en el que su estilo presenta una clara influencia del culteranismo, tan criti­
cado por él anteriormente.
Para el análisis de las dos obras —Discursos apologéticos y Discurso
poético— vamos a guiamos fundamentalmente por la sistematización horacia-
na de las tres dualidades tópicas que, si no conforman la diposición real de
Poéticas clasicistas en España 385

estos dos documentos, sí están presentes de forma explícita o implícita en am­


bos, según la acertada opinión de García Berrio (1980: 190), y articulan, si­
quiera sea en el fondo, sus polaridades críticas. Ello confirma, como subraya
de forma reiterada García Berrio (1980), «que Horacio no sólo continuaba
siendo útil a los defensores de la estética tradicional, sino que también era el
aliado insustituible para los apologistas del nuevo arte». Dicha opinión encaja
con la que nosotros venimos sosteniendo: la vieja teoría evolucionaba para
adaptarse a los cambios de la praxis creativa, pero lo hacía desde dentro, apo­
yándose en interpretaciones interesadas del mismo corpus teórico.
Desde las líneas iniciales de los Discursos apologéticos, Díaz Ribas subra­
ya la novedad de la poesía gongorina, aunque tal vez por prejuicios contrarre-
formistas, más que probables en un hombre de condición religiosa como él,
también la declara conforme al ejemplo de los poetas antiguos y a sus reglas
(apud Gates, 1960: 35. En adelante haremos las citas por esta edición indican­
do sólo la fecha de publicación). La novedad de la nueva poesía nace «ya de
las cosas admirables y escondidas, ya de las voces y frassis sublimes y pere­
grinas» (1960: 38). También Jáuregui habla del afán extremo de novedad de la
moderna poesía, novedad que, siguiendo la línea de su tratado, vincula a la
forma, y que él considera origen de la mayoría de los defectos de dicha poesía.
Queda, pues, de manifiesto lo innovadora que resultaba en su momento la
poesía culterana de Góngora así como el desconcierto o agrado que causaba a
sus contemporáneos. Aunque en los documentos de la polémica no se plantea­
ra abiertamente la dualidad ingenium-ars, a todos, defensores y detractores, se
les antojaba esta poesía como fruto de una imaginación desbordada y alejada
de los mecanismos poéticos tradicionales. En la línea habitual de los apologis­
tas, Díaz Ribas da total prioridad al ingenio y las innovaciones más extremas
se justifican por la sublimidad y altura de la vena poética de Góngora. Una cita
tomada del Prólogo de las Anotaciones a la Canción de Larache nos permite
aclarar lo que Ribas entiende por ingenio:
Assi el nuestro celebra esta empresa con elegantísimos versos, heroyca ma-
gestad de estylo i grande erudición, assi en la notiçia de muchas historias, pintu­
ra de África i sus calidades, como en la alusión a varios dichos y flores de Poe­
tas. Para hazer manifiesta seña de esto quise comentar esta Cançiôn, donde
convencerá la invidia, si no es que se atribuye tanta erudición, no al estudio, si­
no a la alteça de el natural poético. Pues, según dice Platón, in dialogo Apol.,
los Poetas son como adivinos, porque de la manera que éstos, con inspiración y
furor divino, alcançan lo que sobrepuja al entendimiento humano, assi ellos,
con la divinidad y excelencia de el natural, parecen sapientíssimos en ciençias i
cosas que no han estudiado (citado por Gates, 1960:37, en nota).

También Jáuregui habla del ingenio como rapto en términos irónicos para
advertir que no debe emplearse en lo inferior y vacío de las palabras:
TEORÍA LITERARIA, II. - 13
386 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Este ardor o este arrobo tan alto compete a los poetas. No es menos lo que
debe el ingenio moverse y excitarse si propone a sus obras aplausos superiores.
Mas debe (¿quién lo duda?) conseguir buen efecto de estos ardimientos y rap­
tos, emplearlos — digo— principalmente en conceptos sublimes y arcanos de
que habla Séneca, no en lo inferior y vacío de las palabras, con que solo se en­
furecen algunos (1978: 69).

Y con una postura más conservadora, reclama como complemento del ingenio
el apoyo del estudio y de la prudencia.
Ni los apologistas ni los detractores hacen hincapié en el necesario com­
plemento del arte en la creación de la poesía gongorina. En general, conside­
ran los procedimientos bien innovadores y sublimes; o bien atrevidos, temera­
rios, bizarros. Todos tratan de justificarlos en tanto que modificación de los
tradicionales o como derivados de los de la poesía griega y latina. En el caso
de los detractores, este argumento se invoca para restarles originalidad.
Unido al tema de la novedad está el de la presencia en el lenguaje poético
de nuevas voces: neologismos, tecnicismos o extranjerismos. Los dos docu­
mentos que venimos considerando adoptan posturas contrarias, aunque mati­
zadas, representativas de lo que era habitual entre los apologistas y los objeto-
res de Góngora. Díaz Ribas aprueba y agradece al poeta cordobés todas las
innovaciones en el terreno léxico tanto porque enriquece nuestra lengua como
porque, en su opinión, era la práctica habitual de los poetas griegos y latinos e
igualmente de los italianos:
... al que no es versado en la materia de las lenguas, y como unas se aprovechan
de las otras y no ha penetrado en las licençias y novedades de los Poetas, pa­
récete duro que nuestra Poesía admita tantas voces nuebas como contienen el
P o lip h e m o y las S o le d a d e s. Lean, lean los Poetas griegos y latinos y los mejo­
res toscanos, y advertirán que a nuestro Poeta se te deben dar muchas gracias,
porque enriqueció nuestra lengua con los thesoros de la latina, madre suya...
(1960:43).

Apoya esta defensa de las innovaciones léxicas en una serie de citas de los
tratadistas y poetas latinos — Aristóteles, Plutarco, Quintiliano, Horacio,
Virgilio— que justificaban la actualización de sus respectivas lenguas con vo­
ces nuevas tomadas, masivamente, de los distintos dialectos de cada una. En el
caso de los latinos, una fuente de renovación importante, apunta Díaz Ribas,
eran las voces griegas y lo atestigua con abundantes citas. Hemos de señalar,
por fin, el acierto de este autor, que se detiene a cuantificar la presencia de los
neologismos en los poemas gongorinos, al afirmar que el origen fundamental
de la renovación léxica de Góngora eran los cultismos provenientes del latín.
Por su parte, Jáuregui también concede a este tema gran atención y emplea
argumentos similares a los de Díaz Ribas, pero los esgrime en contra de la posta-
Poéticas clasicistas en España 387

ra de su contrincante. No niega la necesaria renovación y enriquecimiento de la


lengua poética por medio de voces nuevas, pero no ha de hacerse a cualquier
precio, por lo que él mismo se encarga de plantear una serie de restricciones. Se
ampara en testimonios diversos de teóricos y poetas que manifestaban sus reti­
cencias a dar entrada indiscriminada en la lengua poética a las voces nuevas. Ba­
sándose en las opiniones de Horacio y Virgilio que autorizaban la presencia de
palabras griegas en la poesía latina, legitima el uso de latinismos en la poesía es­
pañola, pues aunque la lengua española es «grave, eficaz y copiosa no tanto que
en ocasiones no le hagan falta palabras ajenas para huir de las Amigares, para ra­
zonar con grandeza y con mayor expresión y eficacia» (apud Romanos, 1978:
75. En delante citaremos por esta edición del Discurso poético, indicando úni­
camente la fecha y la página). A continuación da una serie de consejos sobre
cómo introducir los neologismos de forma conveniente y censura a los nuevos
poetas que, por su desmedido deseo de innovar, emplean con tal asiduidad voces
nuevas de procedencias tan diversas que caen en el vicio y sus versos suenan
como extranjeros de puro incomprensibles.
Otra fuente de innovación y originalidad de la lengua poética eran las dis­
locaciones sintácticas, los tropos, las alusiones mitológicas y eruditas, recursos
empleados abundantemente en las obras de Góngora y reconocidos desde
siempre por la crítica. Los dos documentos que estamos analizando muestran
posturas antagónicas también en este terreno. Díaz Ribas justifica todos estos
procedimientos por la necesaria riqueza de adornos que ha de tener el lenguaje
poético.

Pues, si esta licencia se concede a los Oradores, ¿cuánta será la razón se


conceda a los Poetas? (1960: 47). (...) Los escriptos de los Poetas suelen estar
llenos de mucha filosofia, de fábulas occultas y de historias, las quales no podrá
entender sino el que estuviere muy culto en toda lección (1960:49).

En otros fragmentos, en nombre del decoro pide la correspondencia ade­


cuada del fondo y la forma: «Y siendo el estylo sublime, con todo eso, con de­
coro se acomoda el Poeta a las materias que trata con suma variedad» (1978:
52). Todo ello, el fondo elevado y la forma adornada y rebuscada, guarda es­
trecha relación con la oscuridad gongorina a través de la cual se depura la re­
cepción de esta exquisita poesía: «Assi, el que no fuere de mucho ingenio y
lecçiôn no penetrará la agudeça y novedad de los conceptos de nuestro Poeta»
(1978: 50). Y de esta especial comunicación con el poeta el lector culto e ini­
ciado obtendrá como premio un placer desinteresado. De este modo, Díaz Ri­
bas, al igual que la mayoría de los apologistas de la poesía culterana, se pro­
clama firme partidario del deleite, originado sobre todo por los ornamentos
formales, como causa final de la poesía, otro de los síntomas evidentes del
lento desmoronamiento del edificio clasicista.
388 Poéticas clasicistas y neoclásicas
La postura de Jáuregui es representativa de las críticas más acerbas a
los procedimientos formales de los poemas culteranos de Góngora, aunque,
como hemos dicho, no aluda a ellos explícitamente. Como poeta, Jáuregui
no podía por menos de reconocer que las metáforas, las figuras y otros pro­
cedimientos ornamentales son convenientes, e incluso imprescindibles, pa­
ra la poesía. Pero, en su opinión, los poetas modernos abusan hasta tal ex­
tremo de ellos que van más allá de lo permitido por la gramática de nuestro
idioma, por lo que sus versos resultan ininteligibles, incluso para los lecto­
res más inteligentes. Por otra parte, siempre según su opinión, los artificios
excesivos no responden a un fondo rico y denso en ideas de modo que sólo
redundan en una hinchazón vacua del estilo y en una oscuridad gratuita y
reprobable. Reprocha igualmente a los nuevos poetas la reiteración de pro­
cedimientos e innovaciones que, si aisladamente podían considerarse como
aciertos, por la repetición, se desgastaban y se volvían ineficaces. De
acuerdo con el decoro horaciano, Jáuregui declara como cualidad impres­
cindible del poema no sólo la adecuación entre fondo y forma, sino tam­
bién la igualdad del estilo, virtud con la que tampoco contaba la poesía
objeto de su crítica, pues presentaba «una mezcla en extremo disforme de
versos rendidos y humildes junto a los más soberbios y temerarios» (1978:
97). Esta acusación de desigualdad cuenta con una réplica en los Discursos
apologéticos-, Díaz Ribas libera a Góngora de esa acusación de altos y ba­
jos en el estilo:
Menos se le puede oponer desigualdad en el estylo, antes es de suma admi­
ración veer cómo en un género de versos tan alto jamás desmaya (sino con el
mismo espíritu y valentía de versos se va siempre sobrepujando así mismo); y si
algunos hay menos levantados que los otros, exemplos de lo mismo pudiéramos
señalar en Virgilio y en Horacio y en los mejores Poetas (1960: 63).

La posición de Jáuregui con respecto al deleite no es tan clara como la de


Díaz Ribas. Sin embargo, como afirma García Berrio (1980: 474) «constituye
de modo evidente uno de los sustentos y móviles doctrinales básicos de su
sistema estético». Abundando en este sentido, hay un pasaje en el Discurso
poético que proclama con rotundidad el deleite como finalidad primordial de
la creación poética:
Porque si la poesía se introdujo para deleite, aunque también para enseñan­
za, y en el deleitar se sublima y distingue de las otras composiciones, ¿qué de­
leite — pregunto— pueden mover los versos oscuros? (1978: 136-137).

Deleite que Jáuregui liga, como se puede comprobar en la cita anterior, a


la enseñanza y a la comprensión del mensaje literario no por la plebe, pero sí
por aquellos que, dotados de inteligencia suficiente, puedan desentrañar el
sentido del mismo:
Poéticas clasicistas en España 389

Aquí defiendo sólo que debe la mayor poesía ser inteligible, informar al
oyente de aquello que razona y profiere. Y el infimo auditorio, que para esto
admito es superior a la plebe, es de ingenios alentados que conocen nuestro len­
guaje y discurren con acierto, aunque no sean ejercitados en letras; debido es
que entiendan éstos a lo menos el sentido de los versos, si le tienen, bien que si­
gan estilo supremo (1978: 127).

Tal como señala García Berrio (1980: 475), «La dicotomía fundamental
fondo-forma, contenido expresión, constituía la base de las más empeñadas
disputas en tomo a la licitud del nuevo estilo. Servía, en primer lugar para
atacar a Góngora en nombre de la hipertrofia unilateral de un elemento, la
forma, a costa de otro; siendo por añadidura el ingrediente preferido, el fon­
do, el que gozaba de mayor preeminencia en la opinión media tradicional».
Bien es verdad que en los documentos de la polémica nunca se presentaba
en la formulación de la disyuntiva horaciana, pero a estos dos términos se
reducían en esencia las posiciones antagónicas de los defensores y detracto­
res de Góngora.
En efecto, Jáuregui plantea de forma velada la dualidad horaciana al esta­
blecer la distinción entre las dos formas de oscuridad o entre oscuridad y difi­
cultad. La primera es la que
consiste en las palabras, esto es, en el orden y modo de la locución y en el estilo
del lenguaje solo; la otra en las sentencias, esto es, en la materia y argumento
mismo, y en los conceptos y pensamientos dél (1978: 136).

E inmediatamente declara su preferencia por el fondo y su desdén por la


forma que considera como elemento secundario, en clara coincidencia con la
postura conceptista: «Esta segunda oscuridad, o bien la llamemos dificultad,
es la más loable, porque la grandeza de las materias trae consigo el no ser vul­
gares y manifiestas, sino escondidas y difíciles: este nombre les pertenece
mejor que el de oscuras. Mas la otra que sólo resulta de las palabras, es y será
eternamente abominable por mil razones» (1978: 136).
Díaz Ribas, como hemos apuntado más arriba, parece mantenerse cons­
tante en la correspondencia debida entre el fondo y la forma y no plantea,
por tanto, con tanta nitidez como Jáuregui la disyuntiva entre la densidad de
contenido (virtud) complejidad de la expresión (vicio), salvo en una ocasión
y en términos muy similares a los del Discurso poético (García Berrio,
1980: 478):
Ay, pues, dos especies de obscuridad en la Poesía: una nace de las historias,
de los pensamientos delgados, del estylo sublime; otra, de la contextura amphi-
bológica de las dicciones, y esta última es viciosa (1960:49).
390 Poéticas clasicistasy neoclásicas
Semejante afirmación en caso de que, como sostiene Gates (1960), los
Discursos apologéticos hubieran precedido al Discurso poético, tendría que
hacemos reconsiderar el desarrollo de la doctrina sobre la oscuridad.
En conclusión, del análisis de estos dos documentos polémicos se deduce
que el sistema literario clásico evolucionaba desde las posturas más conserva­
doras que propugnaban, bien el predominio del sistema ars-res-docere, o bien
el equilibrio entre los componentes de las tres dualidades, hacia posturas más
progresistas que se inclinaban por la prioridad, si no de todo el sistema, inge-
nium-verba-delectare, al menos por la de alguno de sus términos. Estos últi­
mos preludiaban el Romanticismo, aunque la literatura y la doctrina neoclási­
cas vinieran a frustrar su definitiva implantación.

8. B altasar Gracián : «Agudeza y arte de ingenio »

Baltasar Gracián nació en Belmonte, pueblo cercano a Calatayud, en 1601.


Se crió en el seno de una familia de gran religiosidad — todos sus hermanos,
cuatro en total, habían profesado órdenes religiosas —. Él mismo pasó gran
parte de su infancia en Toledo junto a un hermano de su padre que era cape­
llán de S. Pedro de los Reyes. Sin duda, todas estas circunstancias influyeron
para que el propio Gracián ingresara en la Compañía de Jesús cuando todavía
era un adolescente, pues contaba tan sólo dieciocho años. Dentro ya de la
Compañía fue eximido de estudiar latín, lengua que ya conocía, pero cursó
otras materias como Filosofía y Artes o Teología. Desde el año 1627 en el que
fue ordenado presbítero, pasó a desempeñar labores docentes en algunos co­
legios que la Compañía de Jesús tenía distribuidos por toda España. Tras pro­
fesar los votos definitivos fue enviado por sus superiores al colegio de Huesca
como predicador y confesor. Allí entró en contacto con don Vincencio Juan de
Lastanosa, procer oscense de sólida cultura, gran aficionado al arte y a la lite­
ratura, que ejerció como Mecenas no sólo de Gracián sino de otros artistas y
escritores. Lastanosa y su círculo actuaron como estímulo para la labor de
creación literaria de Gracián que, en cambio, entre sus compañeros y superio­
res encontraba, con más frecuencia de la deseada, censuras y cortapisas. Preci­
samente, tal vez para eludir la censura de la Compañía, se publicó su primera
obra: El Héroe bajo el nombre de «Lorenzo Gracián Infanzón» y es Lastanosa
quien costea la edición.
En 1636 fue nombrado confesor del virrey de Aragón, don Francisco Cara-
fa, duque de Nocera. Debido a la falta de acuerdo entre el gobierno central y el
virrey en tomo al problema de la guerra catalana, éste fue encarcelado en Ma­
drid, circunstancia que dio a Gracián ocasión de pasar una larga estancia en la
capital, dedicado fundamentalmente a la literatura, aunque sin descuidar sus
Poéticas clasicistas en España 391
tareas religiosas. En 1640 publicó El Político D. Fernando el Católico y se lo
dedicó al duque de Nocera, pero vuelve a ocultar su nombre bajo el de Loren­
zo Gracián. Dos años más tarde, en 1642, apareció su Arte de ingenio, dedica­
do al príncipe Baltasar Carlos y esta vez con la aprobación del padre Juan
Bautista Dávila de la Compañía de Jesús.
Al morir el duque de Nocera, Gracián fue destinado primero a Zaragoza y
después a Tarragona como vicerrector, donde vivió el asedio impuesto a la
ciudad por los franceses, que aprovechaban la guerra catalana para tratar de
anexionarse el Rosellón.
Una nueva estancia en Valencia determina su aversión definitiva a esta
ciudad y a sus habitantes. Como una de sus principales ocupaciones era la
predicación, se le ocurrió un día, para suscitar el interés de su auditorio,
anunciar que había recibido una carta del infiemo y que era su intención darla
a conocer en el próximo sermón. Enterados sus superiores de este anuncio,
obligaron a Gracián a retractarse públicamente. Esta circunstancia le produjo
ima gran amargura y provocó su aversión a todo lo relacionado con Valencia.
En 1646 fue nombrado capellán del ejército que había de combatir contra
los franceses en Lérida. Su labor de arengar y reconfortar a los soldados fue
brillante y eficaz. El ejército español consiguió una gran victoria y Gracián,
quizá en recompensa, fue destinado otra vez a Huesca. Al poco de llegar (en el
mismo año de 1646) y apoyado por Lastanosa publica el Oráculo Manual y
Arte de Prudencia y, al año siguiente, la refundición de Arte de ingenio, esta
vez con el título definitivo: Agudeza y arte de ingenio. Estos dos libros salen a
la luz eludiendo una vez más la censura de la Compañía.
A partir del año 1647 siguió dedicado a las tareas que su Orden le enco­
mendaba en lugares diversos, pero siempre dentro del área oriental de la Pe­
nínsula— Huesca, Zaragoza, Valencia—. En 1651 publicó la primera parte de
El Criticón bajo el anagrama de García Mardones, y en años posteriores
(1653, 1657) vieron la luz las otras dos partes de esta obra sin el permiso de
los superiores de su Orden. Esto motivó que Gracián fuera delatado por haber
publicado la mayoría de sus obras sin la aprobación de la Compañía. Como
consecuencia de esta delación el escritor se sumió en una profunda crisis que
le llevó incluso a pedir licencia para pasar a otra orden. Sin embargo en 1658
ocupaba de nuevo un cargo de responsabilidad en el colegio de Tarazona. Allí
le sorprendió la muerte el seis de diciembre de 1658.
La Agudeza y arte de ingenio es una obra innovadora en cuanto que supo­
ne un paso importante hacia la definitiva exaltación del ingenio creador como
principio fundamental del arte, anticipación pionera de la libertad imaginativa
moderna.
La obra es más una antología de textos ingeniosos y una retórica de pro­
cedimientos para encauzar e ilustrar la expresión de la agudeza y los conceptos
que un verdadero tratado de poética. Pero a lo largo de su desarrollo textual,
392 Poéticas clasicistas y neoclásicas
tiene fragmentos doctrinales de gran profundidad que dejan traslucir un cam­
bio sustantivo en el modo de concebir la literatura y el arte: la quiebra, en
buena medida, de la doctrina imitativa.
Esta obra de Gracián en realidad culmina y formula de forma definitiva la
teoría del conceptismo que contaba con gran tradición y largo desarrollo en el
ámbito español. Por ello nos ha parecido oportuno seguir el desenvolvimiento
diacrònico de dicha teoría, ya que enlaza con la mayor parte de las obras y
autores estudiados con anterioridad. Contamos con una exposición breve y
clara del profesor García Berrio en el comentario al texto tres de la tabla X de
la poética de Cáscales. En otra de sus obras (1968), este profesor analiza por
extenso toda esta problemática, pero nos resulta más útil a nuestro propósito
actual esta exposición condensada.
Parte García Berrio (1975) de la confusión entre los términos dianoia y
gnome, pertenecientes respectivamente a la poética y a la retórica, tal como se
encuentran las obras aristotélicas del mismo título, según quedó apuntado al
analizar el contenido de la tabla cuarta de la poesía in genere de Cáscales. Allí
hemos constatado, siempre siguiendo a Berrio, que el latinismo sententia aca­
bó por fundir los dos significados correspondientes a los términos griegos en
una fórmula intermedia que se concreta así: «pensamiento agudo de índole
universal y moralizante, expresable en fórmulas breves» (1975: 383).
En la Divina comedia de Dante, un nuevo término, concetto, alterna con
sentencia como voz sinónima y, al definir en De vulgari eloquentia, la sen­
tencia como «argumento {dianoia o fábula) de las composiciones líricas» aca­
ba por fusionar las dos palabras, pero concetto va a ser el término que en ade­
lante se emplee para referirse a dicho significado fusionado, que está en la
base del conceptismo tanto en Italia como en España.
Ya en el ámbito español, García Berrio (1975: 386) rastrea el uso por parte
de nuestros poetas y teóricos de los términos sentencia y concepto, las fluc­
tuaciones de significado de estas voces que, unas veces se adaptaban al sentido
retórico (gnome) y otras al poético {dianoia), hasta llegar a una fórmula simi­
lar a la establecida en Roma y a la adopción prácticamente unánime de la voz
concepto, proceso que ya estaba consumado en 1580 en las Anotaciones de
Herrera a las poesías de Garcilaso.
Una vez establecido este tecnicismo y afianzado su significado, se atesti­
gua su presencia como tópico en otros documentos de crítica y teoría literarias
escritos en el siglo xvi. Es el caso de la Filosofia antigua poética del Pinciano.
Se constata igualmente la proliferación durante aquel siglo de una especie de
inventarios de conceptos o dichos ingeniosos, refranes, citas, etc., cuya abun­
dancia revela lo populares que eran en aquel momento. Parece que estos in­
ventarios servían de apoyo a los predicadores a la hora de componer sus ser­
mones, que los empleaban con afán de sorprender a los fieles, pero también de
hacerles más atractiva la doctrina.
Poéticas clasicistas en España 393

En el siglo xvn, con anterioridad a la redacción de la obra de Gracián, el


término concepto circulaba como tecnicismo de uso común tanto en los trata­
dos relacionados con la literatura como en los relacionados con la predicación
religiosa. Del análisis de las poéticas, de los documentos surgidos al hilo de
las polémicas acerca de la poesía o del teatro y de otros escritos de la época
que versaban sobre la literatura, García Berrio extrae la conclusión de que
concepto «formaba parte del vademécum conceptual crítico de todos los in­
genios del momento, grandes y pequeños» (1975: 394). Sin embargo, observa
que en aquellas obras relacionadas con la poesía de Góngora, tanto en las fa­
vorables como en las contrarias, apenas se menciona este tecnicismo poético
«tan obligatorio cuando se trataba de discusiones estilísticas en punto a galas
de estilo». La razón en imo y otro caso puede radicar en que el conceptismo
aparecía, antes que como la posición estilística innovadora que la crítica mo­
derna ha presentado, «como una actitud profundamente conservadora de las
peculiaridades tradicionales de nuestro genio idiomàtico y vinculada a la fina­
lidad del arte clasicista» (1975: 394). Ni siquiera Quevedo emplea el término
concepto con asiduidad, por el contrario lo sustituye por cualquiera de sus si­
nónimos — «cláusula, discurso, lugar, noción y sentencia» (1975: 395) —. En
este caso la omisión le parece a García Berrio voluntaria e irónica: manifesta­
ción evidente del deseo de alejarse de la pedantería crítica de sus coetáneos.
Lo contrario sucedía entre los defensores de Lope, que manifestaban su admi­
ración hacia el Fénix con el calificativo de «conceptuoso».
En el terreno de los tratadistas de la oratoria de la primera mitad del siglo
XVII, García Berrio observa la misma situación contradictoria: al lado de la
abundancia de tratados que ofrecían a sus usuarios colecciones de conceptos,
de poemas conceptuosos, de pensamientos agudos, etc., los tratados más serios
mostraban una actitud reservada y reticente contra el conceptismo y el culte­
ranismo imperantes que habían invadido la oratoria sagrada y la abocaban a la
trivialidad y a la chabacanería (1975: 392,93,97).
Éste era el estado de cosas que recibió Gracián, en el que, como hemos
podido observar, la literatura y la oratoria conceptista contaban con un amplio
desarrollo anterior. A la luz del análisis que acabamos de resumir, la Agudeza
y arte de ingenio ha de valorarse como la sistematización definitiva del con­
ceptismo, sin que signifique modificación sustancial alguna de los rasgos
esenciales con los que anteriormente se había ido definiendo el concepto.
A continuación estudiaremos a grandes rasgos en qué consiste la formula­
ción de la doctrina conceptista por parte de Gracián. No nos interesa tanto un
estudio detallado de la misma como valorar su incidencia en la evolución del
pensamiento teórico-literario. Apoyaremos nuestra exposición en artículos y
obras que han estudiado el conceptismo con profundidad.
En la Agudeza el concepto está vinculado al plano del contenido, pues es
«pensamiento artificiosa e ingeniosamente expresado» tal como apunta Co-
394 Poéticas clasicistas y neoclásicas
rrea en la Introducción a la edición crítica realizada por él de Agudeza y arte
de ingenio (1969: 26), pero la propia definición revela ya la interconexión
simultánea con el plano de la expresión: el pensamiento no puede ser capta­
do con independencia de su formalización verbal. No obstante no todo pen­
samiento es un concepto, sino sólo aquel que es fruto de la agudeza y causa
sorpresa en el receptor. Precisamente Gracián afirma que el entendimiento, a
través del juicio, elabora pensamientos tendentes a la verdad; mientras que,
a través del ingenio, produce conceptos que procuran la belleza y no sólo la
verdad (Hernández, 1985-6). Así pues, el ingenio actúa por medio de la
agudeza y el resultado de dicha actividad son los conceptos. Lo cual quiere
decir que, aun operando inicialmente en el plano intelectual, actúa también
simultáneamente en el plano verbal y se manifiesta como «agudeza de arti­
ficio», concretada básicamente en la mecánica de la metáfora. Pero tampoco
se trata de una metáfora cualquiera, sino de la metáfora ingeniosa que es
aquella que descubre relaciones no evidentes, recónditas y sutiles. Esto no
quiere decir que el funcionamiento del ingenio y de la agudeza que desenca­
denan el proceso conceptuoso se concrete sólo en el artificio metafórico, si­
no que otros procedimientos de carácter conceptual consagrados por la tra­
d ición-antítesis, contraste, alusión, equívoco, etc.— pueden ser reducidos
en esencia a una comparación o a un mecanismo ingenioso similar. Como
sostiene Parker (1952: 348-49):
La naturaleza del c o n cep to (...) es establecer una relación intelectual entre
ideas u objetos remotos; remotos por no tener ninguna conexión obvia o por ser
en realidad completamente disímiles («relaciones ficticias y arbitrarias», se les
suele llamar). El haber un abismo entre los términos de la comparación, el cual
se pretende salvar por medio de un salto del in g en io , es lo que diferencia al
c o n c e p to de la metáfora normal. En los antiguos tratados de retórica esta metá­
fora violenta o disonante se llamaba catachresis. (...) Porque el efecto que debe
producir un concepto bien ideado es comparable al de un relámpago en una
tempestad nocturna: ilumina con repentina brillantez los objetos que la oscuri­
dad no dejaba distinguir.

De ahí que el ingenio y la agudeza del escritor adquieran una importancia


inusitada en la teoría del conceptismo, tal como la formula Gracián, pues en
ellos reside la capacidad de descubrir y tejer esas relaciones insólitas que aflo­
rarán mediante los conceptos plasmados a través de las figuras retóricas y los
tropos ingeniosos en el texto literario u oratorio. La relación entre el ingenio y
la agudeza y las figuras y tropos de la retórica es la de forma y materia en la
filosofía aristotélica: aquellos dan forma (forma «ingeniosa») a éstos. En con­
secuencia, el proceso creador ya no puede denominarse con propiedad imita­
ción, pues la génesis de la obra literaria reside sobre todo en la «idea» del ar­
tista (Monge, 1983).
Poéticas clasicistas en España 395

No obstante, la prioridad que se le da al ingenio en la Agudeza no debe


hacemos pensar en un desprecio por el arte, pues la misma intención de Gra­
cián, declarada desde el título de su tratado de ofrecer un arte de ingenio, reve­
la su aprecio por el segundo término de la dualidad. Y el interés que demuestra
por los procedimientos para enriquecer la agudeza inicial — intensificación,
ponderación, encarecimiento— evidencian la necesaria complementariedad
entre los dos principios: ingenio y arte, en los que se basa el proceso creador
(García Berrio, 1980: 403).

Como se deduce de lo expuesto, Gracián no condena el omato del estilo,


sino que lo hace dependiente del funcionamiento del ingenio y de la agudeza,
origen de los conceptos tanto en el plano del contenido como en el de la ex­
presión. Por ello aprecia por igual el estilo lacónico y el adornado, a escritores
antiguos y coetáneos, a Marcial y a Góngora. El fondo y la forma de la obra
literaria como planos disociables de la misma, eje principal sobre el que gira­
ban las discusiones en tomo a la poesía gongorina, resultan en la formulación
de Gracián absolutamente indisociables. Sin embargo, a pesar de su concep­
ción integradora de los dos planos del lenguaje, la insistencia de Gracián en
subrayar la génesis intelectual del proceso que da origen a los conceptos viene
a incluirlos decididamente en el ámbito del contenido. La consecución de
efectos de sorpresa, de admiración maravillada, que los conceptos persiguen se
vincula preferentemente al contenido inédito que de ellos se desprende. El
componente didáctico vuelve a instalarse al lado de este peculiar deleite, con­
sistente en desentrañar los artificios ingeniosos, pues, en último término, lo
que se busca es la transmisión de un contenido que por inusual resulte más
ilustrativo para el receptor. Así pues, en lo que a la finalidad del arte se refiere,
Gracián se mueve todavía en el eclecticismo clasicista que mezcla la finalidad
placentera con el didactismo. Ésta es una de las razones por las que, según la
opinión de García Berrio (1980: 402-405), el conceptimo no suscitaba las crí­
ticas ni los ataques de los contemporáneos como ocurría con el culteranismo
que, en su momento era sentido como movimiento revolucionario por procurar
un deleite lúdico e intransitivo, basado fundamentalmente en la dimensión
formal del lenguaje. A pesar de que ambos movimientos convergían en mu­
chos de sus principios estéticos y literarios — fondo estilístico metafórico, ma­
ravilla, dificultad-oscuridad, ingenio, etc.—, el culteranismo era considerado
como un movimiento contrario a los principios del arte clásico, mientras que
el conceptismo enmascaraba su talante renovador bajo los rasgos de ima
«ideología estética conservadora, didáctico-contenidista y de un antihedonis­
mo programático que en ocasiones alcanzaba rasgos del más puro integrismo»
(id.: 405). Y esta consideración lleva a este estudioso a replantearse las dife­
rencias, prácticamente abolidas por la crítica contemporánea, entre los dos
movimientos.
396 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Por otra parte, hay que señalar que la Agudeza y arte de ingenio se hace
eco de los dos significados de los términos {gnome, dianoia) que dieron origen
al tecnicismo concepto. Pero Gracián, en línea coherente con la evolución del
término en España, toma partido por la acepción de concepto como pieza
fragmentaria susceptible de ser introducida en una estructura de discurso más
amplia, mientras que aquella otra acepción que lo hace sinónimo de «argu­
mento» o «asunto» se encuentra en franca regresión en el tratado de Gracián.
En efecto, se declara partidario de la agudeza simple y la contrapone a la agu­
deza compuesta, que en la mayoría de las ocasiones no es más que un conglo­
merado de agudezas simples o conceptos en el seno de ima composición lírica
extensa— soneto, romance, etc.—. Gracián considera además que la presencia
de agudezas simples es la característica específica de nuestra literatura y el
rasgo que la equipara en dignidad, o la hace superior incluso, a la literatura
grecolatina o a la italiana, vinculadas a la agudeza compleja.
El tratado de Gracián condensa, pues, y sistematiza toda la teoría anterior
sobre el conceptismo, movimiento que, si bien introduce modificaciones im­
portantes en el pensamiento clasicista, no supone la ruptura total de dicho sis­
tema, pues, como hemos visto, las soluciones que adopta ante las tres dualida­
des que vertebran el pensamiento clásico se mueven en la línea del equilibrio
entre los términos de las mismas o de la prioridad del contenido.
TEXTOS PARA COMENTARIO

Ansí tomar a Homero sus versos y hacerlos propios, es erudición, que a pocos se
comunica. Lo mismo se puede decir de nuestro Poeta (Garcilaso) que aplica y traslada
los versos y sentencias de otros Poetas, tan a su propósito, y con tanta destreza, que ya
no se llaman agenos, sino suyos; y más gloria merece por esto, que no de su cabeza lo
compusiera, como afirma Horacio en su A r te p o é tic a .
(El Brócense, A n o ta c io n e s a Garcilaso, pág. 37.)

Days las causas finales de la poética, y mezcláys, con Horacio, a la dotrina el de-
leyte. No me parece mal; pero quisiera ver más adelgazada esta cosa, y saber claramen­
te quál sea el fin de los dos más principal. Yo soy de opinión que ninguno sabe mejor
juzgar del fin que tiene la obra que el mismo autor della. Y que, por lo que decís de
Aristophanes y Eurípides, se puede y deue colegir ser lo útil y honesto más cierto fin de
la poética que no lo deleytoso.
(López Pinciano, P h ilo so p h ia a n tig u a p o é tic a , I, pág. 232.)

... la admiración es de mucha importancia para el poema, porque, en la verdad, es


causa grande del deleyte; y de aquí nace que los hombres deste siglo sean tan mentiro­
sos; los quales por poner admiración dirán que vieron volar un buey... A mí, a lo me­
nos, assi me ha sucedido. Todo este trueco y mentira hazen los hombres a fin de adular
con la admiración, mas es menester que ésta tenga verisimilitud, porque, quando carece
della, la admiración de la cosa se convierte en risa; de manera que no se admira la
nueua, sino escarnécese, y es burlado del oyente el dueño que la truxo.
(López Pinciano, P h ilo so p h ia a n tig u a p o é tic a , II, págs. 103-4.)
398 Poética clasicistasy neoclásicas

Digo, en suma, que la épica es imitación común de acción graue; por común se
distingue de la trágica, cómica y dithirámbica, porque ésta es enarratiua y aquellas dos,
actiuas; y por graue se distingue de algunas especies de Poética menores, como de la
parodia y de las fábulas apologéticas, y aun estoy por dezir de las milesias o libros de
cauallenas, los quales, aunque son graues en quanto a las personas, no lo son en las
demás cosas requisitas.
(López Pinciano, P h ilo so p h ia a n tig u a p o é tic a , III, pág. 177.)

... en vano procura ser poeta, el que no saliere de sí, esto es el ordinario juicio, y no
se levantare a otro más alto juicio, y no se trasportare en otro más delicado seso del que
antes tenía, sacándole este furor como de sí, y no sabe de sí, como dicen los filósofos
alegados. Y no es mucho que los que este sutil embeleco no experimentaron, lo tengan
por locura, y de los que ansí entienden este dicho de Democrito, se ríe Horacio en su
P o é tic a . Y entendido esto, como lo digo, se entenderá lo que Marco Siracusano dice
que dijo Aristóteles, que con este aflato y espíritu sacado de sí, en la forma que he di­
cho, hacía mejores cosas que cuando estaba en su ordinaria disposición...
(L. A. Carvallo, E l ca n to d e l cisne, cit.
por Porqueras Mayo, 1986, pág. 237.)

Por lo dicho os consta, que la composición Lyrica es florida y amena- y que los
conceptos en el Lyrico son como la Fabula en los otros Poetas: la cual es una, entera y
de justa grandeza. Asi pues también la Canción no ha de abrazar más de un pensamien­
to, y ese le ha de vestir gallardamente el Lyrico.
(F. Cáscales, García Berrio, 1975:403.)

Sabido es que el Soneto, por ser de la especie Lyrica es ima composición grave y
gallarda: conviene también saber que ha de ser de un concepto. En todas las Poesías
es necesaria la unidad: pero en el Soneto con vinculo mas estrecho: porque en eso-
Textos para comentario 399

tras no se pide mas que unidad de acción, y la acción encierra muchos y diversos
conceptos: mas el Soneto por ser Poesia Lyrica, y tan corta, ha de guardar unidad de
concepto.
(F. Cáscales, García Berrio, 1975:414.)

... y, cuando he de escribir ima comedia,


encierro los preceptos con seis llaves;
saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
para que no me den voces (que suele
dar gritos la verdad en libros mudos),
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.
(Lope de Vega, A r te n u evo..., ed.
de J. M. Rozas, 1976, w . 174-180.)

Lo trágico y lo cómico mezclando,


Y Terencio con Séneca, aunque sea
Como otro Minotauro de Pasife,
Harán grave una parte, otra ridicula,
Que aquesta variedad deleita mucho:
Buen ejemplo nos da naturaleza,
Que por tal variedad tiene belleza.
(Lope de Vega, A r te n u evo..., ed.
de (J. M. Rozas, 1976, w . 40-48.)

10

Ese punto nos diera en qué entender si el arte tuviera lugar en este siglo. Plauto y
Terencio fueran, si vivieran hoy, la burla de los teatros, el escarnio de la plebe por ha­
ber introducido quien, presume saber más cierto género de farsa menos culta que ga­
nanciosa.
(C. Suárez de Figueroa, E l p a s a je r o . Sánchez
Escribano y Porqueras Mayo, 1972:188.)
400 Poética clasicistas y neoclásicas

11

Pues si esto es así y estas comedias no se han de representar en Grecia ni en Italia,


sino en España, y el gusto español es deste metal, ¿por qué ha de dejar el poeta de con­
seguir su ñn que es el aplauso (primer precepto de Aristóteles en su Poética) por seguir
las leyes de los pasados...
(R. de Turia, Apologético de las comedias españolas.
Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972:179.)

12

El precepto quinto es que, supuesto que es preciso que en todas las comedias ha de
haber amores, procure el poeta introducirlos entre personas libres y no atadas al yugo
del santo matrimonio, y éstos, tratados con tanta pureza y tanto decoro que ni el galán
dé indicios de grosero ni la dama de fácil.
(J. Pellicer de Tovar, Idea de la comedia de Castilla.
Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972:267.)

13

Algunos modernos dicen que, aunque pretenda deleitar la Poesía, su principal fin
es enseñar; a quien no assiento, porque el fin de un arte, por quien se distingue de las
otras, no ha de ser común a ellas... Y ese deleite nace, ya de las cosas portentosas, ad­
mirables y escondidas, ya de las voces y frassis sublimes y peregrinas.
(P. Díaz de Ribas, Discursos apologéticos. E. J. Gates, 1960: 36.)

14

Hay, pues, en los autores dos suertes de oscuridad diversísimas: la una consiste en
las palabras, esto es, en el orden y el modo de la elocución, y en el estilo del lenguaje
solo; la otra en las sentencias, esto es, en la materia y argumento mismo, y en los con­
ceptos y pensamientos dél. Esta segunda oscuridad, o bien la llamemos dificultad es las
más de las veces loable, porque la grandeza de las materias trae consigo el no ser vul­
gares y manifiestas, sino escondidas y difíciles: este nombre les pertenece mejor que el
de oscuras.
(Juan de Jáuregui, Discurso poético. M. Romanos, 1978: 136.)
Textos para comentario 401

15

Porque si la poesía se introdujo para deleite, aunque también para enseñanza, y en


el deleitar principalmente se sublima y distingue de las otras composiciones, ¿qué de­
leite —pregunto — pueden mover los versos oscuros? ¿Ni qué provecho cuando a esa
parte se atengan si por su locución no perspicua esconden lo mismo que dicen?
(Juan de Jáuregui, Discurso poético. M. Romanos, 1978: 136-7.)

16

Pudiera dividirse la agudeza de>artificio en agudeza de concepto, que consiste más


en la sutileza del pensar que en las palabras... La otra es agudeza verbal, que consiste
más en la palabra; de tal modo que si aquélla se quita no queda alma ni se pueden éstas
traducir en otra lengua; de este género son los equívocos...
(B. Gracián, Agudeza y arte de ingenio. E. Correa Calderón, 1969,1: 58.)
Capítulo IV

POÉTICAS NEOCLÁSICAS EN ESPAÑA

1. «La POÉTICA» de Luzán

La poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies,


por don Ignacio de Luzán Claramunt de Suelves y Gurrea, fue editada, con li­
cencia, en Zaragoza, por Francisco Revilla, en 1737, y tuvo una segunda edi­
ción, muy revisada y aumentada, en 1789, en Madrid, por Imprenta de A. San­
cha.
Es la última de las Poéticas miméticas que vamos a considerar; recoge las
teorías de Aristóteles y sus comentaristas italianos y franceses principalmente,
y mantiene todavía las clasicistas, es decir, considera que el arte literario ha de
inspirarse en los modelos clásicos y debe regirse por unas normas, de carácter
universal, presididas por la razón, como facultad humana más elevada. La
poética debe tener carácter preceptivo y debe organizar la expresión literaria
con unidad, belleza, verdad y bondad, sometiendo la inspiración, la imagina­
ción y el genio del poeta al dominio de la razón.
El triunfo de las ideas románticas a finales del siglo xvm en Alemania y en
toda Europa en el siglo xix, y particularmente la libertad de creación y de ex­
presión que reclama la poesía, hizo desaparecer de la actualidad las obras de
carácter preceptivo, e hizo desaparecer también la llamada Gran Teoría que,
desde Aristóteles exigía en la expresión literaria la presencia de los transcen­
dentales: unidad, belleza, bondad, verdad. Fichte reclama para el sujeto del
conocimiento y para el creador, puesto que son capaces de libertad (el objeto
conocido o creado es inerte), un papel relevante frente a la naturaleza y así da
entrada teórica a las vanguardias, movimientos artísticos que no reconocen en
absoluto preceptos y que van a sustituir los universales de unidad, belleza,
verdad y bondad, por otros como originalidad, fantasía, fealdad, fuerza, etc.,
característicos del arte actual. Hoy las poéticas miméticas, que coinciden en
reconocer como proceso generador del arte a la mimesis, es decir, la copia
404 Poéticas clasicistasy neoclásicas

(directa, homológica, o de otra forma) de la naturaleza (física o moral), a la


que erigen lógicamente en canon del arte, son sustituidas por las que llamare­
mos poéticas expresivas, que no reconocen preceptos, que carecen de un ca­
non axiológico y que aún no han encontrado criterios aceptados por todos.
Hoy la poética se desenvuelve como una ciencia que procura conocimientos
sobre la literatura, y las poéticas preceptivas son un fenómeno histórico, sin
valor práctico inmediato.
Parece ser que Luzán empezó su Poética durante su estancia en Italia. En las
Memorias de la vida de don Ignacio de Luzán, escritas por su hijo Juan Ignacio,
se cuenta cómo mientras estuvo en Palermo, entre 1727 y 1728, se ocupó de dos
temas: escribir una Retórica de las conversaciones, «en la que propuso los me­
dios que le parecían oportunos para evitar los defectos y adquirir primor y puli­
dez en el hablar», y «juntar los materiales y echar los cimientos para el edificio
de su Poética. A este fin iba estudiando a fondo las de Aristóteles y Horacio, en
sus originales y en sus comentadores». Aunque entonces no terminó su obra, a
finales de 1728 presentó en la academia del canónigo don Agustín Panto, de cu­
yas tertulias era asiduo, seis discursos, Raggionamenti sopra la Poesia, y poco
después un Sogno d ’il buon gusto, que fueron la base de su obra posterior.
Vuelto a España acaba La poética y la publica en Zaragoza en 1737.
La Poética lleva, a modo de pròlogo que no lo es una introducción «Al lec­
tor», donde Luzán previene contra las falsas interpretaciones que ya corrían de
palabra sobre su obra antes de acabar la impresión y defiende sus normas del
delito de novedad, «ya que estaban escritas por Aristóteles, y luego sucesivamen­
te, epilogadas por Horacio, comentadas por muchos sabios y eruditos varones,
divulgadas entre todas las naciones cultas y, generalmente, aprobadas y segui­
das», y, por si fuera poco, están fundadas en la razón y, por tanto, son tan anti­
guas como el hombre; también alude en esta introducción a los que consideran
que es demasiado rígido al censurar el teatro de Calderón y Solís, a los que ha
tomado como muestra, no porque sean los peores, ya que en otras partes de su li­
bro hace de ellos «singular estimación». El hecho es que la Poética fue recibida
efectivamente con críticas, y en la segunda edición (1789) presenta cambios no­
tables y añadidos muy extensos, principalmente capítulos enteros con la historia
de la lírica y del teatro vulgar; se discutieron sus fuentes y se puso en duda la
procedencia de las intercalaciones de la segunda edición. Vamos a repasar los
términos en que se plantearon estos problemas textuales y de recepción y tam­
bién la situación actual que han alcanzado alguno de los temas discutidos.

FU EN TE S D E « L A P O É T IC A »

En las Memorias de la vida de don Ignacio de Luzán, su hijo Juan Ignacio,


después de dar cuenta de los trabajos y los días de su padre afirma en uno de
Poéticas neoclásicas en España 405

los últimos párrafos: «algunos repararán, particularmente en la Poética la fre­


cuencia de citas y la copia de pasajes enteros de autores famosos; pero todo
era preciso en aquel tiempo para entrar bien armado en la ardua empresa que
tomó de hacer la guerra al mal gusto y restablecer el bueno. Las que ahora son
verdades llanas y corrientes eran entonces opiniones extravagantes y nuevas,
aun entre los que se preciaban de doctos. La razón sola debía bastar para el lo­
gro de su intento; pero conociendo que basta pocas veces, tuvo por preciso
apoyarla con la autoridad; bien que si alguna vez las halló encontradas procuró
hacer patente la preferencia que se debía dar a aquélla sobre ésta». Si desde
que aparece la Poética hasta que Juan Ignacio Luzán escribe las Memorias han
cambiado las ideas literarias hasta hacerse llanas y corrientes las que antes
eran extravagantes y nuevas, hay que pensar que algo logró Luzán con su
obra. Y si lo hizo apoyándose en la autoridad de grandes autores porque le pa­
recía que la razón sola no sería tenida en cuenta, conviene precisar las fuentes
de la Poética.
Efectivamente la Poética está inspirada en las ideas de Aristóteles y de
Horacio, y de los numerosos comentaristas italianos y franceses que desde el
Renacimiento fueron conocidas, discutidas y aprobadas como necesarias para
hacer de la expresión literaria una obra de arte y en calidad de normas habían
presidido la ejecución de la obra literaria. Las fuentes de Luzán son el conjun­
to formado por las que hemos denominado «poéticas miméticas», de las que la
suya será la última notable. No oculta Luzán sus fuentes y continuamente alu­
de a Aristóteles y a su autoridad, al P. Le Bossu, a Benio, a Muratori, etc.,
cuando lo cree necesario, tanto cuando acepta sus teorías como cuando le pa­
recen rechazables, y propone alguna suya que le parece más razonable. Por
ejemplo, la definición artistotélica de tragedia le parece algo oscura y «en
gracia de los que no (la) entendieron bien (...) séame permitido proponer aquí
otra más clara, a mi entender, y más inteligible, como asimismo más adaptada
a los dramas modernos». Y efectivamente corrige a Aristóteles y da una defi­
nición en la que destaca la función moral del teatro, que coincide con la de A.
Piccolomini, más o menos generalizada en la Italia renacentista (Cerreta,
1957).
Se dijo que Luzán no conocía detalladamente la crítica literaria española
anterior a él, sin embargo cita a González Salas y su Ilustración, o comento
de la poética de Aristóteles, «donde, con mucha erudición, explicaba las
reglas de este gran maestro», pero se queja de la blandura con que se refirió
a los defectos de sus contemporáneos, y sobre todo en lo referente al teatro
cuyos textos podía entender bien, ya que no tienen la oscuridad de los líri­
cos. Cita también a Francisco de Cascaies y sus Tablas poéticas y utiliza al­
guno de sus argumentos, por ejemplo, para rechazar la opinión de los que
dicen que en los tiempos actuales no valen ya las normas aristotélicas (III,
IIB, 312-3).
406 Poéticas clasicisiasy neoclásicas
El Capítulo IV intercalado en la edición de 1789 (los intercalados llevarán
al lado de su número una B, por tanto, IVB), contestando también a las obje­
ciones puestas a la primera edición, cita a Pinciano y a los teóricos españoles
anteriores de los que se tiene noticia, y que son dos: don Enrique de Aragón,
marqués de Villena, cuya Gaya ciencia se reduce a un arte de versificar, bien
conocido, «pues lo publicó don Gregorio Mayáns en el segundo tomo de los
Orígenes de la lengua castellana, por cuya razón no me entretendré en referir
lo que contiene»; y la poética que, con el título de Arte de trovar, precede a la
edición de las obras de Juan del Encina hecha en Salamanca en 1507, que re­
sume «para que se vea lo que en España se sabía de este arte a principios del
siglo xvi», y efectivamente va capítulo a capítulo detallando el conjunto de los
nueve, que se refieren siempre a la lírica; con una cita de Torres Naharro y sus
ideas de la comedia expuestas en el prólogo de su Propalladia y una alusión a
los autores que «hablaron por incidencia» de poética, como Cervantes, E. M.
de Villegas, A. de Salas Barbadillo, etc., resume Luzán toda la teoría que había
omitido en la primera edición de La poética, «de todo lo cual puedo concluir
con seguridad, que nuestra poesía antigua castellana no tuvo jamás Poética, ni
reglas, fuera de las materiales de la versificación» (I, IVB, 91). En resumen, en
este capítulo IVB Luzán aclara a sus detractores que si no incluyó autores es­
pañoles que autorizasen sus ideas poéticas, no era porque los desconociese, si­
no porque no los había, pues lo poco que había no merecía la pena incluirlo.
Los demás teóricos españoles que hablaron de poética tradujeron o co­
mentaron a Aristóteles y Horacio, como J. González de Salas y V. Espinel, o
entresacaron lo que les pareció mejor de sus comentadores, como Alonso Pin­
ciano y Francisco de Cáscales, que tomaron mucho de Mintumo, Robortello y
otros. Y frente a estos autores que, de una forma u otra, explican en sus obras
las normas del arte clásico, Lope escribe su Arte nuevo de hacer comedias, pa­
ra apoyar la novedad de su teatro, cosa absurda, pues, según Luzán, la poética
es una y universal, y no se puede pretender una poética o una oratoria persona­
les o nacionales. No merece la pena, pues, tenerlo en cuenta cómo obra de
teoría poética, aparte de que ni siquiera lo incluyeron en la edición de las obras
de Lope «cuando las imprimieron todas juntas».
Pero, a pesar de tantas razones para rechazarlo, el Arte nuevo de hacer
comedias está incluido completo y comentado en el capítulo IIB de La poé­
tica, donde se analizan los nuevos preceptos de Lope, que se reducen a pro­
clamar libertad de tema, de composición y de fantasía, y también se desta­
can los preceptos que coinciden con los de Aristóteles, que son numerosos
(como no podía ser menos). Hay una contradicción entre las censuras de la
primera Poética y la atención que presta la segunda al texto de Lope, y esto
puede inducir a pensar que no fue proyectada por Luzán, pero no me parece
improbable que lo hiciese así para mostrar directamente con el texto que no
merecía mucho la pena, y así contestaba a los que decían que las formas
Poéticas neoclásicas en España 407

nuevas de teatro español exigían o se regían por unas normas propias y era
necesario hacer otra poética, y a los que lo acusaron de no conocer los ante­
cedentes teóricos literarios españoles. Luzán contestaría de la misma manera
que lo hace al resumir las teorías de J. del Encina: lo que hay es tan superfi­
cial, o tan equivocado, que no merecía la pena tenerlo en cuenta en una
poética como debe de ser, «universal».
Dejando ya las fuentes españolas, pasamos a ver qué otros antecedentes se
le reconocen. Lista había considerado La poética como traducción de la de
Aristóteles; Alcalá Galiano afirmó que efectivamente se inspira en Aristóteles
a través de Le Bossu: «tomando la teoría del P. Le Bossu... la puso en caste­
llano y la agregó a la de Aristóteles» (1845: 38). Entre los historiadores de la
literatura predominó la idea de que Luzán se había inspirado en fuentes fran­
cesas (así lo dicen Sismondi, Schack, Alcalá Galiano, Ticknor, etc.), también
italianas y acaso inglesas. Menéndez Pelayo destaca la relación de Luzán con
Muratori (Ideas estéticas, 1974: 1195). Los estudios de Mario Puppo y de Di
Filippo sobre las fuentes italianas son decisivos.
La lectura directa de la Poética permite ver todas estas fuentes, y la lectura
de las Memorias de Juan Ignacio Luzán explican que su padre, estando en Pa­
lermo, estudió a fondo las poéticas de Aristóteles y de Horacio y también de
sus comentadores italianos, y cuentan también que después de publicada la
obra, y con ocasión de las críticas que le hicieron «los diaristas» y después de
una estancia en París (1747 a 1751), donde tuvo ocasión de conocer libros y
autores que hasta entonces no había conocido, Ignacio de Luzán recogió ma­
teriales y se formó nuevas ideas, que pensó introducir en su obra. Como muere
en 1754, no pudo preparar directamente la nueva edición, que no saldrá hasta
1789. De todos modos las teorías francesas eran adaptación de las italianas,
sobre todo de Escalígero, principalmente la idea de la soberanía de la razón y
la negación de la fantasía como facultad inspiradora, que son dos de las ideas
defendidas reiteradamente por Boileau y los franceses. Las definiciones de los
géneros y las normas de la tragedia, tal como las formula Luzán tienen antece­
dentes en los comentaristas italianos y acaso son repetidas por los autores
franceses posteriores.
Las fuentes italianas son fundamentalmente Muratori y Alessandro Piccolo-
mini, cuya definición de tragedia va a tomar casi literalmente Luzán (que por otra
parte era la más generalizada en las adaptaciones italianas de la de Aristóteles).
Un estudio de F. V. Cerreta, «An Italian Source of Luzán’s Theory of Tragedy»,
MLN, LXXII, 1957), aparte de establecer la relación con Piccolomini en la defi­
nición de la tragedia, se refiere a la forma de entender la catarsis y a la disputa so­
bre si la compasión y el temor purgan al espectador de otras emociones, o se limi­
tan a moderar estas dos; después de revisar las opiniones de Robortello, Maggi y
Vettori, muestra Cerreta que Luzán sigue la posición de Piccolomini, según la
cual la catarsis purga las emociones incluyendo la compasión y el temor.
408 Poéticas clasicistasy neoclásicas
El plan de realizar una Poética inspirada en las clásicas y prescindir de las
españolas, porque no merecían la pena, presidió redacción de la primera; y la
idea de que el autor de este capítulo IVB es el propio Luzán y que lo proyectó
para contestar a los que lo acusaron de desconocer las fuentes españolas, que­
da avalada de modo elocuente por el párrafo que lo cierra: «y a la verdad, las
reglas que dejó Aristóteles para la poesía dramática, las que extendió con jui­
ciosa crítica Horacio, y las que, después, han amplificado y refinado los auto­
res latinos, italianos, franceses, ingleses, alemanes y nuestros mismos españo­
les, en preceptos, observaciones, en críticas y en poesía de todas las especies
(...) son tales y tan conformes y ajustadas a la razón natural, a la prudencia, al
buen gusto (...) que sería especie de desvarío querer inventar nuevos sistemas
y nuevos preceptos (...). Estas son las reglas y ésta la Poética que yo intento
explicar en este tratado, con más extensión, con más claridad y método que
hasta aquí han hecho nuestros escritores, a quienes seguirá solamente en lo
que me parezca conforme a razón».

las dos « poéticas » (1737 / 1789)

Entre la primera edición (1737) y la segunda (1789) efectivamente hay


muchas intercalaciones, a veces capítulos enteros, y hay diferencias de tono,
hasta el punto de que algunos críticos, entre ellos Menéndez Pelayo, sugieren
que la segunda no se debe a Luzán. Desde luego la preparación del texto direc­
tamente para la imprenta, treinta y cinco años después de la muerte de Luzán,
estuvo a cargo de otras personas; lo que éstas hayan hecho con las acotaciones
que, según nos consta, fue haciendo Luzán desde 1737 hasta su muerte, no se
puede precisar.
Tenemos noticias por su hijo Juan Ignacio de que Luzán, poco tiempo des­
pués de publicar la poética, en 1742, compuso una comedia titulada Xa virtud
coronada para representar en el ayuntamiento de Monzón por aficionados de
la villa, en la que, «sin duda por condescender al gusto de los que habían de
ejecutarla, no observó las reglas del arte con aquella exactitud que se debía es­
perar de quien las había enseñado y defendido con tanta inteligencia y cons­
tancia»; la obra tiene «caracteres bien sostenidos, moralidad excelente, la tra­
ma y el enredo buenos, y la solución bastante natural, aunque imitada, según
creo; la versificación es fluida, fácil y libre de toda afectación; y está bien
guardado el decoro de las personas».
Parece posible, por esta actitud, que Luzán no estuviese del todo de
acuerdo con sus propias normas al tratar de llevarlas a la práctica, y también
porque algún tiempo después «empezó a reformar en su Poética varias cosas,
y añadir otras bastante esenciales», A la vuelta de su estancia en Francia, por
el año de 1751 se dedicó a «dar la última mano a la corrección de su Poética.
Poéticas neoclásicas en España 409

El trato continuo que había tenido en París, no sólo con los mejores poetas y
con los eruditos más distinguidos de Francia, sino también con los de otras
naciones, y al mismo tiempo la lectura de muchas obras que hasta entonces no
había podido tener a la mano, refinaron su buen gusto y dilataron sus luces, de
suerte que juzgó necesario rever con cuidado la obra, reformar lo conveniente,
y añadir lo que faltaba en ella. Los diaristas de Trévoux habían notado que, al
parecer, el señor Luzán no tenía noticia o no apreciaba a los poetas ingleses,
pues no habló de ellos en su Poética; y ésta fue una de las cosas que creyó ne­
cesario añadir (...) También añadió muchas cosas esenciales en la historia de la
poesía vulgar; varias observaciones muy delicadas sobre algunas especies de
metros castellanos, y sobre la mejor elección y más bella colocación de los
consonantes (...) pero le faltó tiempo (...) entre ellas un tratado del perfecto
comediante, para añadir a su Poética, pareciéndole, con mucha razón, que el
buen efecto de un drama depende en gran parte de su buena ejecución (...). Es
lástima que no pudiese poner en ejecución una idea tan bella y tan útil y preci­
sa, singularmente en España, donde los comediantes se forman sin estudio, y
sólo por medio de una práctica harto defectuosa».
Los propósitos de reforma eran reales por parte de Luzán y es posible que,
al modo de Boileau, hubiese sentido la conveniencia de poner una historia de
las formas líricas populares, y asimismo la historia del teatro nacional. Por otra
parte, los capítulos intercalados, utilizan la primera persona en muchas afir­
maciones que parece hacer referencia al autor: el cap. I del Libro III añadido
en la segunda edición, dice al comienzo: «no deberá extrañarse que, tratándose
en este libro de la poesía dramática, dé yo a la censura más lugar que al elogio.
Para ejecutarlo me ha sido preciso vencer la repugnancia de mi genio, antes
inclinado al elogio que a la censura» (III, IB,292). Hay otras muchas referen­
cias personales y hay un tono más susceptible y más tajante que en la primera
edición, pero es que también es muy diferente la situación anímica del que es­
cribe espontáneamente y cree que la razón preside su discurso indiscutible y la
del que escribe para contestar a correcciones y advertencias que, en principio,
se oponen a la razón. De todos modos, las intercalaciones de la segunda edi­
ción establecen a veces verdaderas divergencias y hasta contradicciones con lo
dicho en la primera y no parece improbable que algunas afirmaciones se deban
a otra mano más impaciente que la de Luzán.
Es posible que las anotaciones y apuntes que haya podido realizar Luzán,
hayan sido revisadas por su hijo, pero parece que las contradicciones y diver­
gencias que no se han eliminado, si eran originales en apuntes tomados en di­
versas lecturas, o que se han introducido desde otras perspectivas de análisis y
de actitud, pueden deberse en parte a la osadía de E. Llaguno, según se ha po­
dido demostrar (Makowiecka, 1973). Desde luego, Juan Ignacio de Luzán se
queja en algunas cartas del tratamiento poco respetuoso que dan a la obra de
su padre, incluido el impresor Sancha.
410 Poéticas clasicistas y neoclásicas
En 1974, J. M. Cid publica las dos ediciones (Madrid, Cátedra) conjunta­
mente con Las memorias de la vida de don Ignacio de Luzán, escritas por Juan
Ignacio de Luzán, y a este texto, y a su paginación, nos remitimos en las citas
que haremos al exponer el contenido de La poética.

R E C E P C IÓ N D E « L A P O É T IC A »

Fueron varias las razones que movieron a Luzán a escribir su Poética: 1)


recuperar el buen gusto perdido en la literatura española; 2) guiar a los poetas
españoles de acuerdó con las corrientes que predominaban en Italia y Francia
por entonces, que eran las neoclásicas; 3) recuperar la memoria perdida «de
aquellos insignes poetas anteriores que pudieron haber servido de norma y de­
chado de los modernos. Y éstos con el vano, inútil aparato de agudezas y con­
ceptos afectados, de metáforas extravagantes, de expresiones hinchadas y de
términos cultos y nuevos, embelesaron al vulgo; y aplaudidos de la ignorancia
común, se usurparon la gloria debida a los buenos poetas» (I, 1); y 4) la preo­
cupación que sentía al ver que la Poética de Aristóteles se había mutilado,
cambiado y tergiversado. En realidad, esta es la razón determinante, pues el
mal conocimiento de las normas aristotélicas fue la causa de la corrupción de
las letras españolas.
La finalidad de La poética era, pues, llamar la atención sobre las extrava­
gancias imperantes en la literatura española y ofrecer unas normas para que
volviese a tener como modelos no los bárbaros y toscos de la poesía y el teatro
populares, sino el arte basado en el conocimiento de las reglas de la poesía
formuladas por Aristóteles, reformuladas por Horacio y explicadas en las poé­
ticas italianas y francesas.
Cómo se recibió La poética, y cómo cumplió la finalidad para la que fue
escrita es algo dudoso, pues hay quien afirma que apenas fue leída y hay quien
afirma que aunque fue leída por pocos, esos eran precisamente los que conve­
nía que la leyesen para divulgar sus ideas. De hecho, Xa poética no pasó desa­
percibida, alertó sobre los temas polémicos y encendió la discusión que llevará
al triunfo, aunque sea efímero, del neoclasicismo en el teatro español.
En las Memorias de la vida de don Ignacio de Luzán, cuenta Juan Ignacio
algunos detalles de la recepción de La poética: los «diaristas» (del Diario de
los literatos de España) hicieron extractos de ella, la elogiaron y le pusieron
algunos reparos; también «los diaristas de Trévoux» opinaron sobre ella y
echaron en falta algunas cosas, por ejemplo, referencias a los poetas ingleses.
Moratín, en su obra Orígenes del teatro español, afirma que Luzán, «dio a
luz en Zaragoza en el año 1737 ima poética, la mejor que tenemos. Celebrada
de los muy pocos que quisieron leerla, y se hallaban capaces de conocer su
mérito, no fue estimada por el vulgo de los escritores, ni produjo por entonces
Poéticas neoclásicas en España 411

desengaño ni corrección entre los que seguían desatinados la carrera dramáti­


ca...». Y afirma que en 1760 ya nadie la leía.
F. Fernández González (1867) hace una relación de las críticas, empezan­
do por la del amigo de Luzán, M. Gallinero que, a pesar de estimar la obra, no
está de acuerdo con la dura censura que Luzán hace de los dramaturgos espa­
ñoles, y considera un error medir a Calderón por los cánones de los antiguos.
Esta primera crítica es repetida por otros posteriormente.
Sin embargo, Ticknor, en su History o f Spanish Literature considera, con
otros autores también, que La poética gozó de estima y prestigio durante todo
el siglo xvm, y así parece confirmarlo el hecho de que se reeditara en 1789.

C O N T E N ID O D E « L A P O É T IC A »

La poética es un texto bastante extenso, está dividido en cuatro libros


— como la de Boileau, aunque no coincide con esta en la distribución de la
materia, ni apenas en nada— que tratan del origen, el ser y las formas de la
poesía en general (I y II), de la poesía dramática (IH) y de la épica (IV). Ni qué
decir, que el más polémico es el tercero. Tiene el mérito, frente a la de Boi­
leau, de separar nítidamente las cuestiones generales de una teoría literaria, de
una parte, y de separar también nítidamente los tres géneros: lírico, dramático
y épico, mientras que L ’A rtpoétique sitúa el poema épico entre la tragedia y la
comedia.
La primera edición de La poética tenía, sin duda, un tono más teórico y
planteaba los problemas propios de la génesis, las formas y la finalidad de las
obras literarias, tal como pueden afectar a la obra literaria en general, y se
aplican directamente a la lírica; y así lo declara Luzán para justificar que lo di­
cho en los dos primeros libros puede aplicarse directamente a los poemas, pero
la dramática y la épica ocuparán los otros dos libros. Los capítulos intercala­
dos tienen un carácter fundamentalmente histórico y en referencia a las formas
vulgares, tanto de lírica como de dramática, y es posible que, si se deben a la
mano de Luzán, hayan sido sugeridos por la lectura de L ’A rt Poétique de Boi­
leau, que incluye una relación de las formas vulgares francesas del poema líri­
co, aunque la historia del teatro «vulgar», su clasificación en etapas y su valo­
ración de obras y autores, sería original.
Los títulos de los cuatro libros y los principales temas tratados en ellos son
los siguientes:
L ib r oP r i m e r o : Del origen, progresos y esencia de la poesía
El origen y fin de la poesía,
El origen de la poesía vulgar
Los antiguos y los modernos
412 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Poética de la poesía vulgar
De la imitación
La imitación de lo universal y lo particular.

Destaca por su interés teórico o histórico alguno de los temas; el capítulo


III, «Del origen de la poesía vulgar», intercala en la segunda edición una his­
toria de la poesía castellana y propone una clasificación en tres etapas: la pri­
mera, que llegaría hasta el reinado de Enrique III, cultiva versos que en su
forma más común eran de catorce sílabas y rimaban de cuatro en cuatro, o de
ocho sílabas; la segunda se extiende hasta el reinado de Carlos V, conserva los
versos de ocho sílabas y «su quebrado de cuatro», e introduce los de doce,
«con rimas mucho más artificiosamente dispuestas»; la tercera desde princi­
pios de Carlos V «en que conservándose todas las especies de versos menores,
aunque con poquísimo uso los de pie quebrado, se introdujeron los endecasí­
labos, o versos de once y siete sílabas (...) y las rimas se hallan entretejidas de
muchas maneras». A esta tercera etapa la denomina Luzán de «poesía moder­
na», y a las otras dos de «poesía antigua». Hay también una amplia historia de
la introducción de los versos italianos en España y se habla de los poetas que
cultivaron tales metros, y entre ellos se cita a don Baltasar López de Gurrea,
conde de Villar, «debiéndose perdonar a mi natural amor y respeto a la me­
moria que aquí hago de este bisabuelo mío». Esta cita tan directa de Luzán nos
permite deducir que él fue el autor de las intercalaciones, al menos en este caso.
El párrafo siguiente continúa el discurso en el mismo tono y contiene
afirmaciones tajantes y juicios de valor sobre la degeneración de la poesía es­
pañola: «conservóse el estilo de nuestros poetas, por lo común muy puro, y
con hermosura y elegancia natural, hasta el reinado de Felipe II, en cuyo tiem­
po, no sé por qué fatal desgracia, empezó la poesía española a perder y decaer;
y aquel sano vigor y aquella grandeza suya degeneró en una hinchazón en­
fermiza y un artificio afectado». Y es tajante el rechazo de la estética barroca y
sorprendente la explicación sobre su origen: «se pudiera sospechar que esta
peste volvió a renacer con la lectura de los poetas del tiempo de don Juan II,
que adolecía infinitamente de ella; pero tengo por seguro que no fue así, sa­
biéndose que, ya entonces, ni se leían ni se estimaban; y yo creo que la infec­
ción nos vino de Italia, así como un siglo antes nos había venido la cultura, y
que nos la trajo y comunicó el conde Virgilio Malvezzi en su afectadísima e
insufrible prosa castellana que, desde luego, tuvo aplauso e imitadores, siendo
los primeros los poetas» (I, III, 78). El juicio sobre Góngora no puede ser más
radical, y creo que también se debe directamente a Luzán, pues está a conti­
nuación de la referencia al bisabuelo y con el tono general de la argumenta­
ción: «faltaría en esta ocasión a la verdad que profeso y con la que debo hablar
al público, cuando se trata de su enseñanza y desengaño, si callase que don
Luis de Góngora (sea dicho sin ofensa de sus apasionados) fue uno de los que
Poéticas neoclásicas en España 413

más contribuyeron a la propagación y crédito del mal estilo. Este poeta, que
fue dotado de grande ingenio, de fantasía muy viva y de numen poético, pre­
tendió señalarse por este camino raro y extraordinario, usando sin medida un
estilo sumamente pomposo y hueco, lleno de metáforas extravagantes, de
equívocos, de antítesis, de retruécanos y de unas transposiciones del todo nue­
vas y extrañas en nuestro idioma, aunque en las letrillas, romances y poesías
satíricas y burlescas en versos cortos, apartándose de aquella sublimidad
afectada, y acercándose más a la naturalidad, escribió mejor con particular
gracia y viveza. El vulgo, que de ordinario cree excelente y sublime todo lo
que no entiende, se acostumbró a la novedad y aplaudió sin discernimiento lo
irregular y extravagante de aquel estilo, y se dio a imitarle (...) muchos, por
imitar a don Luis de Góngora, consiguieron aventajarle en los defectos sin lle­
gar jamás a igualar sus aciertos» (I, m , 78-9).
Al hablar en el capítulo IV de los poetas antiguos y modernos y de sus di­
ferencias, afirma «si hacemos reflexión a la mudanza de las costumbres y a la
diversidad de genios, hallaremos, luego, la razón de esa diferencia» (I, I, 84), y
esta idea por la que se vincula el cambio literario con el cambio social, vale
para distinguir a los poetas griegos y latinos o para oponer a los antiguos y
modernos.
Expone Luzán un concepto de mimesis un tanto alejado de los habituales,
pues no es entendida como copia de la naturaleza, sino como copia o imitación
de modelos que se consideran buenos, tanto en el arte, como en la vida:
«porque, siendo cosa propia y connatural al hombre (como enseña Aristóteles)
el imitar y el gustar de la imitación, dondequiera que algunos con las ciencias
y artes aprendidas llegan a mejorar y a pulir sus costumbres, su estilo y su
trato, todos los demás procuran imitarlos» (I, I, 84).
El capítulo cuarto añadido en la edición 1789 expone algunas reflexiones
interesantes sobre la universalidad de las normas poéticas y oratorias y la di­
versidad de obras y discursos, y explica la diversidad en relación con el clima,
las costumbres y otras circunstancias de la vida del autor; algunas afirmacio­
nes parecen preludiar las teorías naturalistas de la literatura: «Una es la Poética
y uno el arte de componer bien en verso, común y general para todas las na­
ciones y para todos los tiempos; así como es una la oratoria en todas las partes
(...) de aquí es que sería empeño irregular y extravagante querer buscar en ca­
da nación una oratoria y una poética distinta. Bien es verdad que (...) el clima,
las costumbres, los estudios, los genios, influyen de ordinario hasta en los es­
critos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra» (I,
IVB, 88).
El tema de la mimesis y el sentido que le han dado diversos comentaristas
sigue siendo un problema fundamental, puesto que se trata de explicar la gé­
nesis de la literatura; propone Luzán una definción de poesía como «imitación
de la naturaleza en lo universal o en lo particular, hecha con versos, para utili-
414 Poéticas clasicistas y neoclásicas
dad o para deleite de los hombres, o para uno y otro juntamente» (I, V, 95); en
una paráfrasis minuciosa de esta definición, y, entre otras cosas, dice: «aquí
tomo la palabra imitación en su analogía y mayor extensión; porque quiero
comprender no sólo aquellos poetas que imitaron en el sentido riguroso, que es
propio de la poesía épica y dramática, esto es, que imitaron acciones humanas;
mas también aquellos que en sentido más lato y en significado análogo imita­
ron» y «añado en lo universal o en lo particular porque a estas dos clases o gé­
neros entiendo que se puede reducir la imitación; pues las cosas se pueden
pintar o imitar, o como ellas son en sí, que es imitar lo particular, como son
según la idea y opinión de los hombres, que es imitar lo universal» (I, V, 95).
A los problemas de la mimesis se dedica todavía otro capítulo entero, aunque
corto, el VI, pues es interesante precisar matices y acepciones de «un nombre
genérico que comprende muchas especies». Una de ellas es «una narración
con que uno, con las acciones o con la voz, representa a otro», así la define
Benio respaldado por Platón. Monsignani, también con la autoridad de Platón,
define la imitación como «semejanza de alguna acción o de alguna cosa hecha
con medida de palabras, para aprovechar mediante el deleite. Pero esta defini­
ción más parece de la poesía que de la imitación» (I, VI, 98).
Siguiendo las ideas de Platón y de Aristóteles, Luzán explica el origen de
la imitación por la propensión que tiene el hombre de hacer lo que ve que ha­
cen otros, «y como nada hay más dulce y agradable para nuestro espíritu que
el aprender, nuestro entendimiento, cotejando la imitación con el objeto imita­
do, se alegra de aprender que ésta es la tal cosa y, al mismo tiempo, se deleita
en conocer y admirar la perfección del arte que, imitando, le representa a los
ojos como presente un objeto distante» (I, VI, 98). La mimesis, como tenden­
cia natural del hombre, se relacionaría con el placer del conocimiento, del re­
conocimiento, y también con el valor semiotico de las artes, ya que la obra,
considerada como un signo, está por la cosa, y es también capaz de presentar
vivamente las ideas, pues «la mayor excelencia y primor de los poetas consiste
en representar también sus conceptos con tal invención y evidencia, que el
entendimiento pueda no sólo leerlos, pero aún verlos.»
Pueden reconocerse dos clases de imitación, según el objeto imitado: una
se relaciona con «la invención, otra con la enargia (voz que en griego suena lo
mismo que evidencia o claridad). La primera mira a las acciones humanas que
están por hacer; la segunda a las cosas de la naturaleza ya hechas. Con la in­
vención debemos, principalmente, asemejar a las historias de las acciones hu­
manas sucedidas otras acciones que pueden suceder; con la enargia debemos
imitar las cosas ya hechas por la naturaleza o por el arte, haciéndolas no sólo
presentes con menudas descripciones, sino también vivas y animadas. De
suerte que si la invención cría de nuevo una acción tan verosímil que parezca
verdadera y no fingida, la enargia infunde en las cosas tal movimiento y es­
píritu, que parezcan no sólo verdaderas, sino vivas» (I, VI, 99).
Poéticas neoclásicas en España 415

Es interesante la exposición de las teorías platónicas sobre los modos de


imitación icástica (de lo particular) y fantástica (de lo universal), y la relación
que mantienen: «de la icástica es objeto la verdad, así de la fantástica lo es la
ficción» (I, VIII 103). La mayor parte de los autores reconocen estas dos for­
mas de mimesis, pero no todos están de acuerdo en cuál de ellas debe preferir
el poeta. Para unos la icástica es la imitación propia de la historia y la fantásti­
ca lo es de la poesía. El poeta para algunos lo es solamente «cuando cría con
su ingenio y fantasía nuevas fábulas, no cuando refiere las cosas ya inventadas
por otros» (I, VIII, 103), pero las opiniones contrarias también encuentran de­
fensores. Luzán opina que «como éste es un punto de los más importantes de
la poética, será bien que procuremos explicarle con toda claridad y distinción
posible» (I, VIII, 103).
Luzán defiende, en contra de V. Gravina Napolitano, la imitación de lo
universal: para éste la poesía debe imitar directamente las cosas como son en
sí, no como el hombre, llevado del gusto, las imagina; para Luzán «cuando el
poeta en la épica o trágica poesía imita la naturaleza en lo universal, formando
una imagen de los hombres, no como regularmente son en sí, sino como deben
ser, según la idea más perfecta, es cierto que los más de los hombres (que de
ordinario no tocan en los extremos del vicio o de la virtud) no verán represen­
tado allí su retrato, ni se podrán aprovechar de esta imitación como de un espe­
jo que les acuerde sus defectos; pero sí verán un dechado y un ejemplar perfec­
to, en cuyo cotejo puedan examinar sus mismos vicios y virtudes, y apurar
cuánto distan éstas de la perfección y cuánto se acercan aquellos al extremo».
(I, IX, 105). Esta concepción de la mimesis universal sirve de base para justi­
ficar también el fin moral del arte, «pues pintando la virtud y el vicio en su
extremo grado de belleza o de fealdad, causarán, sin duda, mayor amor o ma­
yor aborrecimiento» (I, IX, 108).
«De los varios modos con que se puede hacer la imitación poética» se
ocupa el capítulo X, pero los establece mediante un criterio ilocutivo, como
había hecho Platón en la República sobre el pasaje en que Homero cuenta có­
mo Crises reclamaba a su hija. Más que formas de narrar, son formas del dis­
curso, que puede ser narrativo o lírico: en tercera persona, en forma directa de
diálogo o en forma mixta de las anteriores. El poeta lírico imita generalmente
en el modo simple, sin introducir otra persona, «ni fingir introducirla»; el
poeta épico suele seguir el modo mixto de simple narración y de introducción
de otras personas; la poesía dramática, la más perfecta, sigue el tercer modo: el
poeta se oculta totalmente e introduce a otras personas que hablen.
Otra cuestión interesante para todas las poéticas, y particularmente en las
neoclásicas es la «Del fin de la poesía», situado en la alternativa «utilidad /
deleite». Para unos el fin de la poesía es directamente la imitación; para otros,
el deleite; así opinaron Pallavicino, y clásicos como Hermogenes, Quintiliano
y Boecio, aunque según Benio esto autores se refirieron más bien al fin que de
416 Poéticas clasicistas y neoclásicas

hecho le habían dado a la poesía los malos autores, que sólo quieren deleitar;
Castelvetro, fue uno de los que defendió que el fin de la poesía es el deleite;
otros sólo reconocen la utilidad. Luzán concluye que no es incompatible que la
poesía tenga varios fines: deleitar, aprovechar o ambos simultáneamente. Pero
éste es un tema ampliamente discutido, y, a pesar de esta postura que adelanta,
Luzán le dedicará una buena parte del Libro II.

L ibro Segundo : De la utilidad y del deleite de la poesía


La utilidad de la poesía
El deleite de la poesía
Caracteres de la poesía: belleza, dulzura, verdad, verosimilitud
La materia de la poesía
La fantasía y sus tipos de imágenes
La razón y sus imágenes
Los tres estilos
Los metros.

La utilidad de la poesía se demuestra con unos argumentos que no pare­


cen tener objeción alguna. El bien y el mal en las conductas humanas es el
objeto propio de la moral, pero como entre las artes y las ciencias «la más
útil, al paso que la más brillante, es la poesia (...) y como la luz de la poesía,
en quien está mezclado lo verdadero a lo aparente e imaginario, es más
templada y ofende menos la vista que la de la moral, en quien todo es luz sin
sombra alguna, puede el hombre acercarse a ella sin cegar (...) esta es la ra­
zón y éste el origen de la utilidad poética» (II, I, 118), es decir, la poesía, es
útil al hombre como excipiente del discurso moral. Pero hay otros aspectos
dignos de tenerse en cuenta, pues si «ésta es la utilidad principal de la poe­
sía, a la cual puede añadirse la que resulta de la misma considerada como
recreo y entretenimiento honesto (... que) enseña discreción, elocuencia y
elegancia» (II, I, 119-20). La utilidad de la poesía tiene, pues, dos frentes:
presenta en forma atrayente el árido discurso moral y proporciona entrete­
nimiento que refina a los lectores.
El entretenimiento es propio de toda la poesía, pero cada tipo de poesía
tiene una utilidad moral específica: la épica sirve de ejemplo a los príncipes
para organizar sus empresas: Alejandro Magno debió muchas hazañas a los
ejemplos de Homero; la tragedia ofrece a los príncipes un modelo para templar
su ambición, su ira y otras pasiones, pues nadie se libra de las peripecias que
llevan de la suma felicidad a la extrema miseria, aparte de que también en la
tragedia se pintan costumbres y artificios de los cortesanos aduladores, que
pueden alertar a los príncipes. La comedia presenta para el resto de los hom­
bres ejemplos de conducta virtuosa o viciosa, que deben ser seguidos o recha­
zados.
Poéticas neoclásicas en España 417

En cuanto a la lírica, aparte de que procura ejemplos directos en las sátiras,


en todos los poemas incluye de forma indirecta alabanzas de virtudes y de ac­
ciones gloriosas, por lo que son provechosísimos. Sólo la lírica vulgar puede
presentar duda sobre su aprovechamiento, porque suele tratar de amores pro­
fanos, de forma lasciva o de forma amorosa; los lascivos no merecen atención,
y afortunadamente en España no suelen cultivarse, como en otras naciones; los
amorosos siguen los conceptos de la filosofía platónica, y cuentan honestas
historias de amor, por lo que Luzán no cree «que se puedan tener por poetas
dañosos o escandalosos (... pues) la misma diversión tiene también su utili­
dad» (II, 1 ,123).
El tema de la belleza y de la verosimilitud es central en toda poética. Se­
gún Luzán, «la belleza no es cosa imaginaria, sino real, porque se compone de
calidades reales y verdaderas. Estas calidades son la variedad, la unidad, la re­
gularidad, el orden y la proporción» (II, VIII, 142). Todas estas cualidades son
gratas al entendimiento, pero antes de que éste pueda percibirlas, el ánimo las
advierte generalmente con extrema prontitud, si bien la propia disposición fí­
sica y anímica, la educación, los hábitos y otras circunstancias predisponen en
favor o en contra de los diferentes tipos de belleza; y de la misma manera hay
disposiciones en el objeto que aumentan su belleza: la grandeza, la novedad y
la diversidad.
Estos principios generales de la belleza, pueden ser aplicados a la poesía,
pues las cinco calidades de la belleza se reducen a una, la verdad. «En estas
cinco calidades se funda la razón por la cual los preceptos poéticos hacen tan
hermosamente agradables todas las diversas partes y especies de poesía (...) y
de estos mismos principios procede la bien ideada formación de todas sus par­
ticulares reglas, como la unidad de acción, de tiempo y de lugar en las trage­
dias y comedias, la unidad de acción y de héroe en el poema épico, la vero­
similitud de la fábula, la variedad y conexión de los episodios (...)» (II, VII,
144).
La idea de que la belleza poética se asienta en la verdad puede parecer,
dice Luzán, extraña, si se tiene en cuenta los poemas que incluyen seres fan­
tásticos o que distorsionan el lenguaje verdadero con las exageradas metáforas
sobre la belleza de Filis y Galateas, que oscurecen el sol con sus ojos, o que
hacen nacer rosas con su presencia; pero estos razonamientos son superficiales
y proceden de ver sólo la apariencia de las cosas. La idea de que la belleza es
la verdad la toma Luzán de Muratori y es este mismo tratadista el que puede
dar contestación a esos argumentos falsos: hay dos clases de verdad, una la
que de hecho es o ha sido, otra es la que verosímilmente es, ha sido o ha podi­
do ser «según las fuerzas y el curso regular de la naturaleza» (II, VIII, 146). La
primera verdad es la propia de los teólogos, los matemáticos y otras ciencias:
la segunda especie de verdad es la propia de los poetas, de los retóricos y a ve­
ces de los historiadores. «La una puede llamarse verdad necesaria (...), la otra
TEORÍA LITERARIA, II.- 14
418 Poéticas clasicistas y neoclásicas

puede llamarse verdad posible, probable o creíble, que comúnmente se dice


verosímil». Para comprender estas distinciones conviene también distinguir
entre la ficción y la mentira, como también advirtió Muratori, apoyándose en
un agudo pensamiento de San Agustín: «la mentira tiene por blanco el engañar
y hacer creer lo falso, pero la ficción, aunque en la apariencia es mentira, se
refiere indirectamente a alguna verdad» (II, VIII, 147).
En inmediata relación con el tema de la belleza como verdad, surge el
problema de la verosimilitud, cuya exposición hará Luzán apoyado también en
Muratori y en sus distinciones de una verosimilitud popular y otra noble.
«Todos los cuentos que se leen en los libros de caballerías y en algunos poetas
que han seguido su estilo, como Ariosto, Boyardo, Bemi y otros, tienen la ve­
rosimilitud popular que basta para deleitar al vulgo, a cuyo entretenimiento
son dirigidas aquellas invenciones, las cuales también divierten a los doctos»
(II, IX, 152). El problema central «se reduce a saber si lo imposible es creíble
y si la verdad es a veces inverosímil e increíble» (II, IX, 152-3). Castelvetro
discurre sobre lo verdadero, lo creíble, lo posible y afirma que una misma cosa
puede ser posible y no creíble, y otra puede ser creíble y no posible, en límites
imprecisos. Luzán argumenta agudamente que la verdad es una cualidad del
ser, mientras que la credibilidad y la verosimilitud dependen de la opinión del
sujeto y «digo que son cosas muy distintas la esencia y naturaleza de los obje­
tos y la opinión que de ellos tenemos (...) y las definiciones de Castelvetro de
la posibilidad y credibilidad son del todo inútiles, y, en lugar de aclarar, oscu­
recen más la cosa definida» (II, IX, 153). En todo caso, sobre la verosimilitud
sigue valiendo la doctrina de Aristóteles de que el poeta debe anteponer lo ve­
rosímil y creíble a la misma verdad, puesto que el fin de la poesía es enseñar
(en su esquema, Luzán todo lo subordina al fin), y si la verdad histórica no es
conveniente para alcanzar ese fin, deberá acudir a la verosímil.
El estilo y sus clasificaciones es otro de los temas generales de la poesía.
Para establecer una clasificación de los estilos, según Luzán, no se debe
atender ni a la nación, ni al siglo, ni al genio, sino a la materia en sí misma.
Y como ésta puede ser de tres tipos: 1) alta, noble y grande, 2) baja y fácil y
3) intermedia, el estilo puede ser también de tres tipos: 1) grande, elevado y
sublime, 2) natural y sencillo, y 3) mediano. El poeta elige la materia y lue­
go ha de ver con cuidado qué estilo le corresponde. Entre ejemplos de poe­
tas y teóricos italianos y españoles, aparece una referencia a los «discursos
de un célebre autor inglés», que no se cita por su nombre; pero un texto in­
tercalado en la segunda edición, en el capítulo XVI, se extiende ampliamen­
te sobre «El Paraíso perdido, de Juan Milton, inglés (poema singular donde
entre algunas ideas extravagantes se hallan otras iguales, en sublimidad y
novedad, a las de Homero y Virgilio), abunda en excelentes comparaciones,
así por su variedad como por lo remoto de los objetos comparados; de las
cuales copiaré algunas, por ser este poema poco conocido al común de
Poéticas neoclásicas en España 419

nuestra nación. En el libro I compara a Satanás con la ballena» (II, XVI,


209).
Nos parece claro que con estas citas a Milton responde Luzán a la objeción
de los diaristas, que echaba en falta su conocimiento de la poesía inglesa.
Los últimos capítulos, XXI- XXIV, del segundo Libro destinado a cuestio­
nes generales a toda la poesía analizan metros, acentos y rima de los versos
castellanos, y los dos últimos son intercalaciones de la edición de 1789.
L ibroTercero : De la tragedia y comedia y otras poesia dramáticas. Es,
sin duda, el más polémico de los libros de la Poética, el que trata los temas
más controvertidos y además adopta las posturas más radicales, ya que la tra­
gedia y sus unidades presenta los problemas que más apasionaron a los comen­
tadores italianos.
Parte Luzán de la división de la poesía en los tres géneros, que se distin­
guen mediante el criterio de la forma de imitación que siguen. Como las nor­
mas de la lírica ya las ha expuesto en los libros anteriores, porque le corres­
ponden bien a este género las normas generales, pasa ahora a considerar los
otros dos géneros, empezando por el más importante, el dramático, «porque
contiene dos importantísimas especies de poesía, que son la tragedia y la co­
media». Tiene muy claro Luzán el esquema que propone y dedica el Libro III,
a todas las formas dramáticas: la tragedia, tratada teóricamente por Aristóteles
en la parte conservada de su Poética; la comedia, cuyo análisis aristotélico, si
lo hubo, se ha perdido; y otras poesías dramáticas; y deja para el Libro IV el
poema épico, que Boileau intercaló en su Canto III, dedicado a los géneros
mayores, entre la tragedia y la comedia, seguramente por el peso que tragedia
y épica tienen en su conjunto por estar tratados en la Poética de Aristóteles,
frente a las reflexiones sobre la comedia que serían consideradas un añadido.
En este punto, Luzán es mucho más coherente con un esquema propio y ac­
tualizado que se independiza de las circunstancias de transmisión de la teoría
poética.
Los temas más destacados de la dramática, y que se plantean en este Libro
tercero son:
La tragedia
Poesía dramática española
La fábula dramática. Normas
Las tres unidades
Fábulas simples y complejas: agnición y peripecia
Episodios, enredos y solución de las fábulas
Pasiones trágicas
Aparato teatral y música
Partes cuantitativas de la tragedia
La comedia
420 Poéticas clasicistasy neoclásicas

La tragedia: definición
Luzán parte de la definición dada por Aristóteles: «la tragedia es imitación
de una acción grave (o como otros quieren) ilustre y buena; entera y de justa
grandeza, con verso, armonía y baile (haciéndose cada una de estas cosas se­
paradamente), y, que no por medio de la narración, sino por medio de la com­
pasión y del terror, purgue los ánimos de ésta y otras pasiones» (III, I, 288), y
como quiera que muchos de los conceptos y términos de esta definición han
sido objeto de controversias, porque no están claros en sus referencias, Luzán
pide «séame permitido proponer aquí otra más clara, a mi entender, y más in­
teligible, como asimismo más adaptada a los dramas modernos: la tragedia es
una representación dramática de una gran mudanza de fortuna, acaecida a re­
yes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes,
desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y
los curen y purguen de éstas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escar­
miento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor au­
toridad y poder» (III, I, 290). Como es habitual, Luzán insiste en el fin de la
obra, que es servir de ejemplo y enseñar, y en el caso concreto de la tragedia,
servir de modelo a los príncipes para advertirles que nadie está libre de las pe­
ripecias. Luzán acepta de Aristóteles la organización de las partes cualitativas
de la tragedia en tomo al elemento fundamental, que es la fábula, «principio y
alma de la tragedia».

Crítica del teatro español


La exposición de las doctrinas aristotélicas se interrumpe con un capítulo
intercalado en la segunda edición (III, IB), para hacer una historia «de la poe­
sía dramática española, su principio, progresos y estado actual», y con el pro­
pósito de «reducir la poesía española a las reglas que dicta la razón (...) no de­
berá extrañarse que, tratándose en este libro de la poesía dramática, dé yo a la
censura más lugar que al elogio».
Efectivamente, Luzán (si es él) va exponiendo su parecer sobre los autores
y los juicios que le merecen los que han opinado sobre las comedias de J. del
Encina, de Torres Narraro, de Lope de Rueda, de J. de la Cueva, de C. Virués,
etc., y cuando llega a Lope de Vega, se despacha en censura más que en elo­
gio: «la extensión, variedad y amenidad de su ingenio, la asombrosa facilidad,
o por mejor decir, el flujo irrestañable con que produjo tantas obras de espe­
cies tan diversas, y la copia y suavidad de su versificación, le colocaron en la
clase de hombres extraordinarios; pero fue su desgracia que alcanzase una
edad en que aún no había hecho grandes progresos la buena crítica (...) y así
un hombre que nació para la gloria de España, abusando de sus mismas cuali­
dades superiores, lejos de cumplir su destino, contribuyó infinito a que otros
Poéticas neoclásicas en España 421

grandes ingenios que vinieron después y le quisieron imitar, tampoco cumplie­


sen el suyo; porque Lope no es un modelo para imitado, sino un inmenso de­
pósito de donde saldrá rico de preciosidades poéticas quien entre a elegir con
discernimiento y gusto» (III, IB, 298).
Luzán se admira de la facundia de Lope y la explica diciendo que se
aprestó a hacer comedias vistosas y agradables al vulgo, y no le importó que
en Italia y Francia lo llamasen bárbaro; cuando en 1609 publicó el Arte nuevo
de hacer comedias, había escrito 483. Montalbán dice en la Fama postuma,
que en su vida Lope había escrito 1.800 comedias y 400 autos. Luzán cree que
es imposible que haya escrito tantas, pero «¿cómo pudo ser esto por más fe­
cundidad que tuviese? No parándose a elegir asuntos propios para imitados en
la representación; tomando a veces por argumento la vida de un hombre, y por
escena el universo todo; trastornando y desfigurando la historia, sin respetar
los hechos más notorios, con la mezcla de fábulas y con atribuir a reyes, prín­
cipes, héroes y damas ilustres, caracteres, costumbres y acciones vergonzosas
o ridiculas; haciendo hablar a los interlocutores según primero le ocurría; a las
mujeres ordinarias, criados y patanes como filósofos escolásticos, vertiendo
erudición trivial y lugares comunes, defecto que comprende a todas sus obras,
y a los reyes y personajes como fanfarrones o gentes de plaza, sin dignidad ni
decoro alguno (...) sin embargo se hallan en muchos de sus dramas escenas de
grande interés, que pueden ser modelo de naturalidad y buen estilo (...) pero
drama entero no halla ninguno medianamente arreglado y escrito con decoro;
ni creo que le haya entre todos los de Lope, pues nadie ha podido descubrir
todavía los seis que supuso haber escrito con arte» (III, IB, 299-300).
Las críticas, casi siempre indirectas, que le hicieron algunos doctos, no
modificaron para nada el arte de Lope, que afirmaba que el fin de los dramas,
como el de las novelas «es haber dado el autor contento y gusto al pueblo,
aunque se ahorque el arte». Lope se apoyó siempre como razón última, en el
gusto del pueblo, con lo que «se le hace gravísima injuria en decir que no se
complace con lo bueno» (id.). Los autores que imitaron a Lope «yo los omitiré
porque ninguno causó novedad en nuestra dramática» (III, IB, 301).
D. Pedro Calderón de la Barca casi desterró a Lope de los teatros. Trajo
varias innovaciones y entre ellas una gran atención y desarrollo de la esceno­
grafía: coincidió Calderón con el reinado de Felipe IV, quien llevó el teatro a
palacio, donde se representaba con magníficas decoraciones, y «estimó y aga­
sajó a los poetas, de forma que si hubiese tenido conocimiento del arte, y me­
jor gusto, su tiempo hubiera sido el de la perfección de nuestra dramática por
lo grandes ingenios que concurrían» (id.).
También se renovó la lengua dramática, pues las condiciones personales
de Calderón, su origen, su educación y su trato con las gentes cortesanas lo­
graron que se formase «un lenguaje tan urbano, tan ameno y seductivo, que en
esta parte no tuvo competidor en su tiempo, y mucho menos después» (id.).
422 Poéticas clasicistas y neoclásicas
Sin embargo todas estas buenas disposiciones de Calderón no fueron ga­
rantía de un teatro de calidad y arte, pues en las «comedias de teatro» y en las
«heroicas», siguió el modelo de Lope «aunque con alguna más nobleza», y en
las llamadas de capa y espada «no sé que tuviera modelo. La invención, for­
mación del enredo complicadísimo; las discreciones, las agudezas, las galan­
terías, los enamoramientos repentinos, las rondas, las entradas clandestinas y
los escalamientos de casas; el punto de honor, las espadas en mano, el duelo
por cualquier cosa y el matarse un caballero por castigar en otro lo que él
mismo ejecutaba; las damas altivas, y al mismo tiempo fáciles y prontas a
burlar a sus padres y hermanos, escondièndo a sus galanes aun en sus mismos
retretes; las citas nocturnas a rejas o jardines; los criados picaros, las criadas
doctas en todo género de tercería, por cuya razón hacen siempre parte princi­
pal de la trama; y en fin, la pintura exagerada de los galanteos de aquel tiem­
po, y los lances a que daban motivo, todo era suyo. Digo exagerada, pues no
creo fuesen tales como él los pinta; y si lo eran, tienen poca razón los que en­
vidian el recato de aquellas damas cuyas liviandades quedaban siempre pre­
miadas y airosas» (III, IB, 301).
A pesar de este juicio nefasto, añade La poética que «por lo que mira al
arte, no se puede negar que, sin sujetarse Calderón a las justas reglas de los
antiguos, hay en alguna de sus comedias el arte primero de todos, que es el
interesar a los espectadores o lectores, y llevarlos de escena en escena, no sólo
sin fastidio, sino con ansia de ver el fin: circunstancia esencialísima, de que no
se pueden gloriar muchos poetas de otras naciones, grandes observadores de
las reglas» (III, IB, 302). Esta afirmación sobre la «circunstancia esencialísi­
ma» de suscitar y mantener el interés del público es un tanto contradictoria
con el juicio que poco antes merece Lope. Parece que Luzán está mejor dis­
puesto hacia Calderón, a pesar de todo.
Algunos le han criticado a Calderón repetir los esquemas y los motivos y
la forma de hablar de damas y caballeros, pero Luzán lo defiende porque
«quien tiene las calidades superiores de Calderón, y el encanto de su estilo, se
le suplen muchas faltas, y aun suelen llegar a calificarse de primores; hasta
que viene otro, que igualándole en virtudes, carezca de sus vicios. Como éste
no se ha dejado ver todavía entre nosotros, conserva Calderón casi todo su
primitivo aplauso; sirvió y sirve de modelo; y son sus comedias el caudal más
redituable de nuestros teatros» (id.).
El teatro español puede dividirse, según propone La poética, en cuatro
épocas:

1) la de las canciones villanescas y diálogos que se representaron en el siglo


XIV y XV y algo más,
2) la de las escenas pastoriles y coloquios, en que se señaló Lope de Rueda, y
duró hasta mediados del siglo xvi,
Poéticas neoclásicas en España 423

3) la de las farsas, que, iniciada por Naharro y cultivada por Juan de la Cueva,
Cervantes y otros, dura hasta finales del siglo xvi,
4) la que empezó a principios del siglo xvi con Lope de Vega, llegó a la per­
fección de que era capaz con Calderón, y cuya decadencia llega hasta los
días de Luzán.

Esto por lo que respecta al drama español; hay también tragedias clásicas,
sometidas a las normas de la poética, como las que escribió Fernán Pérez de
Oliva y otros, porque alguna de las que titulan tragedias de Cueva, Virués, o
Lope de Vega «sólo tienen de tragedias el nombre, los asuntos y el finalizar de
muertes y desdichas; pues en su constitución se diferencian poco de los dra­
mas que los mismos autores llamaron comedias» (III, IB, 306).
Otra clase de dramas de fines del siglo xv y principios de xvi «se escribie­
ron para ser leídos, y no para representados», como La Celestina y sus conti­
nuaciones. «La Celestina se imprimió muchas veces dentro y fuera del reino, y
sin embargo es rara; las demás, que se han impreso menos veces, o una sola,
rarísimas; y conviene que lo sean, porque su misma pureza de estilo, facilidad
del diálogo y expresión demasiado viva de las pasiones de los enamorados y
de las artes de rufianes y alcahuetas, hacen sumamente peligrosa su lectura»
(307).
En resumen, en España no se representaron nunca tragedias de la nueva
poesía dramática, sometidas a las reglas de Aristóteles y Horacio, y la forma
de teatro que hubo fue la derivada de la que surge cuando aún no se conocen
las normas del diálogo; las escenas pastoriles iniciales fueron ampliando su
temática y fueron tratadas en forma cómica o trágica, es decir, un teatro sin ra­
zón y sin arte; los poetas sólo siguen su capricho o las exigencias de los auto­
res de compañías que sólo quieren agradar al vulgo y sacarle dinero.
Estas son, en general, las ideas que expone La poética sobre el teatro espa­
ñol; suscitaron polémica sobre su contenido y también dieron lugar a dudas
sobre su autor, algunos piensan que no son las ideas de Luzán sino las de Lla-
guno.
Después del inciso, se vuelve a la preceptiva clásica, y dentro del esquema
propuesto por Aristóteles se analiza la «parte cualitativa» más relevante, la fá­
bula. Hay, sin duda, una extrapolación a propósito del significado de este
término; Luzán lo refiere a las fábulas de Esopo y semejantes, aunque conclu­
ye que también hay fábulas dramáticas. Para Aristóteles la fábula es el mythos,
la historia contada, a la que se subordinan en la tragedia todas las demás par­
tes, los caracteres...
Un nuevo capítulo intercalado (III, IIB), «Sobre las reglas que se supone
hay para nuestra poesía dramática», vuelve a romper el hilo del esquema y
enlaza con el IB, incluso verbalmente: «acabo de decir que nuestra poesía
dramática no ha tenido reglas ni principios fijos que se puedan llamar tales».
424 Poéticas clasicistasy neoclásicas
Parece que el conjunto de las intercalaciones podría haber constituido un nue­
vo tratado que versaría sobre la historia de la poesía vulgar y sobre la posible
imposibilidad de aplicar las normas clásicas a este tipo de literatura, además
de la imposibilidad de que tenga normas propias, ya que la poética es univer­
sal. Así opina Luzán.
Por eso nos sorprende que, en alguna ocasión deje asomar una especie de
patriotismo e intente justificar nuestra literatura: «habrá quien tenga por agra­
vio de la nación el decir que sus poetas dramáticos han escrito sin arte; como
si al arte no hubiese precedido siempre la falta de él en todas las naciones»
(III, IIB, 311). Grecia y Roma tuvieron poetas que escribieron sin arte, la
misma Francia e Italia «han tenido sus poetas dramáticos groseros y libres an­
tes que los artificiosos, elegantes y arreglados» (id.). España, con tantas gue­
rras contra los moros y contra las potencias vecinas y lejanas, ¿cómo iba a
dedicarse a las poéticas? Esta es la razón por la que la literatura española se
incorpora más tarde a las normas del arte.
Lo que resulta inaceptable es la posición de los que piensan que la poesía
no necesita reglas, y le es suficiente el ingenio, o la actitud de los que dicen
que las reglas de Aristóteles se hicieron para los griegos y las de Horacio para
los romanos, y que pueden seguirlas los italianos y los franceses, si lo creen
oportuno, pero los españoles no están obligados a seguir tales normas y pue­
den darse unas nuevas, como hizo Lope en su Arte nuevo de hacer comedias
en este tiempo, dedicado a la academia de Madrid.
Luzán no está por la labor, y para acallar a los que defienden a Lope, acu­
de a algo tan sencillo como transcribir todo el texto del poema: «este es el arte
famoso de Lope de Vega, del cual hablan muchos, siendo así que le han con­
siderado poquísimos. Dejando aparte la negligencia y poca lima con que está
escrito, y la cantidad de malos versos que tiene, él solo basta para convencer
aun a sus mismos secuaces del desorden y extravagancia de nuestro teatro»
(III, IIB, 319).
Lope empezó pronto a escribir, tuvo buena acogida y la crítica echó a per­
der un ingenio que bien orientado hubiese sido gloria de España. Para ser jus­
to, Luzán reconoce que no fue Lope, como había dicho en otro tiempo por
desconocimiento de la historia de nuestra poesía dramática, el corruptor del
teatro, porque «éste jamás tuvo reglas, ni obras que se debiesen tener por
arregladas, y así ¿cómo pudo Lope corromper ni desarreglar lo que nunca es­
tuvo arreglado ni ordenado? Nuestras comedias nacieron y crecieron sin arte.
Lope no hizo más que llevar adelante y afirmar el desorden que halló estable­
cido» (III, IIB, 320); y en su Arte nuevo de hacer comedias no hace una poéti­
ca, porque no da normas diferentes de las de Aristóteles, se reduce a proclamar
la libertad de tema y la posibilidad de mezclar lo trágico y lo cómico.
El resto de las normas que están en el Arte nuevo de hacer comedias no
son nuevas, sino que se limitan a aceptar o negar las de Aristóteles y la obje­
Poéticas neoclásicas en España 425

ción más grave para Luzán es que Lope proclama que el poeta no tiene que
observar la unidad de tiempo ni de lugar. En realidad en este punto Lope mati­
za un tanto, pues advierte que si se trata de comedias históricas no se puede
guardar la unidad de tiempo, y lo mejor es que se reparta la materia en tres
actos «procurando, si puede, en cada uno, no interrumpir el término del día», y
todo «pase en el menor tiempo que ser pueda», dejando los tiempos entre dos
actos.
Luzán opina que «esto de pasar años por la comedia, y de hacer camino
sus personajes mudándose de un lugar a otro, es cosa que ofende a todo hom­
bre que discurre y entiende como racional» y lo sacan de sus casillas los ar­
gumentos que Lope da para justificarse, como decir que le hemos perdido el
respeto a Aristóteles, o que no vaya a ver tales comedias quien se dé por
ofendido, o que el público disfruta con tales dislates.
Hay algunas normas que Lope no tiene más remedio que aceptar, como la
unidad de acción y que la fábula no sea episódica, que el lenguaje sea puro y
familiar, que se adapte a los caracteres de los personajes, que el desenlace no
se deje ver hasta la última escena, que no haya silencios en escena, que los
asuntos sean verosímiles, y que se guarde el decoro de las personas; también
conviene, según Lope, y con la bendición de Luzán, que el traje sea el propio
y no se saque a un turco con cuello de cristiano.
Finalmente Luzán declara que su propósito no ha sido, ni de lejos, escribir
una poética al estilo de Lope, «sino conforme al que nos dejaron Aristóteles y
Horacio, y siguieron después, y siguen todas las naciones cultas en la teoría y
en la práctica», y no merece la pena comparar una y otra forma de hacer poéti­
ca, porque «será bien ciego, o muy apasionado, el que no conozca y confiese
la solidez, la racionalidad, la congruencia y simetría con que arreglaron los
antiguos sus principios; y las irregularidades y extravagancias de los que han
seguido ciegamente el Vulgo en nuestros teatros». Los poetas serán libres de
hacer lo que quieran y de seguir unos modelos y otros, pero la posteridad los
juzgará y «hará justicia a lo que se fúnda en razón y no lo confundirá con lo
que merece desprecio» (III, IIB, 322). Así de tajante es el juicio con que ter­
mina este capítulo II intercalado en la edición de 1789, cuyo tono parece ori­
ginado en el cansancio que produjeron a su autor las críticas injustas y las de­
fensas del teatro español, de Lope, de Calderón o de quien fuese.
Un tono más desapasionado, el propio de la primera redacción, vuelve a
recuperarse en el capítulo tercero y se mantiene hasta el XVI, final del III li­
bro; es un tono teórico para enfocar las discusiones sobre los problemas cen­
trales en la Poética de Aristóteles y de sus comentadores, a los que se añaden
la teoría de la comedia y de las nuevas formas de teatro.
El tema de las relaciones entre la historia y la ficción de las fábulas da
ocasión a Luzán para argumentar por su cuenta. Lo que se entiende por fábula
es lo que propiamente se llama asunto o argumento, pero como fábula signifi­
426 Poéticas clasicistas y neoclásicas

ca ficción, Luzán entiende que se refiere a lo que el hecho privado o asunto


tiene de general. Los poetas se valen de nombres concretos para hacer más
creíble lo que dicen, de modo que aunque una fábula sea sacada de la historia
y tenga nombres verdaderos, tiene la ficción suficiente para ser fábula, es de­
cir, invención. «La fábula y la disposición de los sucesos (que el poeta adapta
a las reglas del teatro, como dueño y señor absoluto de su argumento)», «los
episodios que escoge y ordena, las causas de las acciones particulares, que el
historiador de ordinario ignora y calla y el poeta inventa a su gusto y conforme
es más conveniente para su intento, las expresiones y la locución, todas estas
cosas son enteramente obra y ficción del poeta (...) de esta manera la fábula,
aunque parezca copiada de la verdad histórica, es siempre un discurso inven­
tado» (III, III, 325).
El autor de la tragedia sigue un método para construirlas y, según el P. Le
Bossu, empieza por elegir la instrucción moral que se quiere enseñar y que ha
de ir bajo la anécdota de la fábula; ésta tendrá cuatro condiciones: será univer­
sal, imitada fingida y alegórica. Puede ser con animales, al modo de Esopo
j

(fábula morata), o puede ser racional, revestida de hombres, y dará lugar a


una comedia si se limita a poner casos individuales; y si se quiere una tragedia
se tomarán de la historia los reyes o personas elevadas a quienes haya sucedi­
do una gran mudanza de fortuna. Luzán duda mucho de que las tragedias se
construyan así, aparte de que no es obligado seguir siempre el mismo método.
No es necesario que el poeta parta de una fábula y luego busque en la historia
los nombres de los que hayan sufrido un hecho parecido; mas bien recurre a la
historia y ve en ella qué casos trágicos hay, y después de elegir uno, lo ajustará
a las normas del teatro. Claro que decir cómo actuaron los poetas es «echarse a
adivinar». Una vez diseñada la fábula dramática, el poeta ha de atenerse a unas
normas para el total acierto y perfección de un drama, según señala Aristóte­
les: «la fábula ha de ser entera, de justo tamaño, verosímil, maravillosa, de una
acción, en un lugar y espacio de tiempo determinado» (III, III, 329). Cuando
Aristóteles habla de mythos en la tragedia griega, la fábula, entendida a la ma­
nera de Luzán como instrucción moral, estaba ya integrada en la historia. El
mythos era parte de la tradición histórica y literaria de la cultura griega y el
autor dramático se limitaba a darle el enfoque necesario (por ejemplo en Edipo
rey a presentarlo como un proceso de conocimiento, no de acción) para que se
adaptase a la finalidad de la tragedia y a las formas habituales de representa­
ción.
La retórica clásica daba normas o señalaba posibilidades de inclusión de
los motivos en la historia y distingue a este respecto dos tipos de orden, el na­
tural y el artificial; la fábula ha de ser entera, tener principio, medio y fin. No
dice Aristóteles por dónde se ha de empezar (una cosa es la historia y otra el
argumento, ya para Luzán), pero discurriendo la relación con otras normas, y
principalmente con la de las tres unidades que se convierte en la más impor-
Poéticas neoclásicas en España 427

tante para la poética neoclásica, se deduce que el poeta «pondrá por principio
de su comedia aquella parte del hecho, desde la cual hasta el fin no pueda ve­
rosímilmente pasar más tiempo que el que requiere la fábula» (III, III, 332),
por eso debe actuar el poeta como el escultor, que quita del trozo de mármol lo
que sobre para dar tamaño adecuado a su figura, pero después puede dar por
vía de narración la historia completa, esto es, «debe hacer saber al auditorio,
siempre que importe, el origen y las causas de la acción representada» (III, IV,
333). Es decir, de toda la historia de Edipo, el poeta ha elegido precisamente el
tiempo limitado en que el protagonista reconoce su delito, pero lo que cuentan
unos y otros y lo que él sabe reconstruye toda la acción desde su nacimiento.
La tragedia adquiere así una condensación de motivos de mucho tiempo y
transcurridos en espacios alejados.
Una cuestión muy debatida es si se debe empezar por el principio o por el
medio, es decir, si se debe seguir el ordo naturalis o el ordo artificialis. Pero
esto afecta más a la épica que a la dramática, según Luzán.
Tema central de las poéticas renacentistas y neoclásicas es el de las tres
unidades. La menos discutida es la unidad de acción, porque aparece nítida­
mente en la Poética de Aristóteles y además porque puede deducirse inmedia­
tamente por la razón: la acción debe tener unidad porque es una de las condi­
ciones para la belleza y para la poesía. La unidad de la fábula consiste en que
todas las partes están dirigidas al mismo fin.
Aunque «no es menos necesaria a la fábula la unidad de tiempo que la de
acción» (342), ha sido interpretada de muchas maneras y se han señalado po­
sibilidades de alargar el tiempo preceptuado, que oscila desde la sincronía con
la representación (dos o tres horas) hasta varios días. Luzán, siguiendo a Cas-
telvetro, la entiende de una forma estricta: «unidad de tiempo, según yo en­
tiendo, quiere decir que el espacio de tiempo que se supone y se dice haber du­
rado la acción sea uno mismo e igual con el espacio de tiempo que dura la
representación de la fábula en el teatro» (III, V, 342). Los argumentos para
mantener esta postura son bastante curiosos y se refieren tanto a Aristóteles
como a los comentaristas. Los comentadores de la Poética han entendido la
unidad de tiempo en formas diversas al interpretar la expresión «un período de
sol». Algunos han entendido un día natural de 24 horas, y por aquel pequeño
exceso que permite Aristóteles han alargado este espacio hasta treinta horas, y
a dos días; otros han entendido un día artificial, de doce horas, «pero si he de
decir con sinceridad lo que siento, no hallo en alguna de estas opiniones la
perfecta unidad de tiempo» (III, V, 343). Dicen algunos que conseguir la si­
multaneidad es muy difícil, pero por eso se han hecho tan pocas obras dramá­
ticas buenas, «y éstas con mucho estudio y trabajo» (id.).
La tesis de la simultaneidad de la historia y la representación, que también
había defendido Castelvetro, la apoya Luzán en varias razones, unas textuales,
otras puras conjeturas suyas: en primer lugar, y según anunció en el prólogo de
428 Poéticas clasicistas y neoclásicas
su obra, dice Luzán que Aristóteles no es decisivo en su autoridad cuando hay
razones claras en contra; en segundo lugar, «no me faltan conjeturas para creer,
con mucha probabilidad, que el texto de Aristóteles se deba entender, no como
comúnmente se ha entendido hasta aquí, sino según mi explicación». Y las
conjeturas son las siguientes: a) la Poética nos ha llegado muy viciada, con
omisiones y alteraciones, y en lo que falta pudiera muy bien haber una palabra
que cambiase el sentido y diese la razón a la tesis de Luzán, y b) suponiendo
que el texto está tal como lo escribió Aristóteles, hay varias conjeturas para
creer que la mente de Aristóteles fue conforme a esta opinión, «basta que por
un período de sol no se entienda un giro entero, sino una parte del giro solar,
lo cual me parece muy probable. Porque si ha de entenderse por el espacio de
doce horas, como muchos pretenden, éste no es un giro entero, sino parte de
él; habiéndose, pues de entender en este sentido, ¿por qué no podría significar
un espacio de tres o cuatro horas, que también es parte del giro solar? Y ¿por
qué ha de ser este período precisamente de doce horas y no de menos? Si al­
gún poeta hiciese una comedia con la más exacta verosimilitud, reduciendo la
fábula al espacio de tres o cuatro horas, cuantas suele durar la representación,
no creo yo que alguno le censurase de haber faltado al precepto de Aristóteles
sobre la duración de la fábula. Luego parece claro que Aristóteles no entendió
señalar para la unidad de tiempo el término preciso de veinticuatro horas o de
doce, y sólo habrá querido decir, a mi entender, que lo más que podía alargar
el poeta el tiempo de su fábula era este espacio. Luego la mente de Aristóteles,
en este lugar, era decir que la verdadera y exacta unidad de tiempo fuese aún
menos de doce horas y que el poeta, cuando más, pudiese alargar hasta doce
horas o algo más». La cita es larga, pero la argumentación es una perla, y la li­
beralidad de Luzán queda de manifiesto, en las concesiones que hace para re­
matar sus argumentos: «finalmente, si el poeta no pudiese ceñir el enredo de
su tragedia o comedia a tan corto espacio, y quisiese seguir las opiniones ya
dichas y dar a la fábula doce, o veinticuatro horas, sepa que su unidad de
tiempo no será tan exacta como debe ser, pero, en fin, se podrá tolerar» (III, V,
347). Parece que no se puede argumentar con más brío, y una vez alcanzada lo
que se considera verdad, tomar una postura tan magnánima. Lástima que las
cosas sean de muy distinta manera. En el tomo I de esta Historia de las ideas
literarias pudimos verificar que la Poética no habla para nada de la unidad de
tiempo sino de la forma en que la tragedia ática solía presentarlo y se estable­
cía una oposición respecto al poema épico, no en el sentido de que el trata­
miento del tiempo debe ser diferente en uno y otro género, sino que la fábula
trágica alcanzaba mayor intensidad si los hechos estaban en menos tiempo. Y,
desde luego, un argumento inesperado en Luzán es que diga que la Poética no
ha llegado completa y puede que falte una palabra que le dé la razón a sus te­
sis, o que una cosa es lo que el texto dice y otra es lo que pensó Aristóteles,
que seguramente pensó como él piensa.
Poéticas neoclásicas en España 429

La unidad de lugar no tiene menos escollos que la de tiempo. Reconoce


Luzán que en Aristóteles no hay precepto expreso sobre este particular, pro­
bablemente porque no le pareció necesario manifestar en el discurso lo que tan
claro quedaba en el contexto. Las razones para inducir una «unidad de lugar»
son las mismas que valen para la de tiempo: «es absurdo, inverosímil y contra
la naturaleza de la buena imitación que, mientras el auditorio no se mueve de
un mismo lugar, los representantes se alejen de él y vayan a representar a otros
parajes distantes, y no obstante sean visto y oídos por el auditorio» (III, V,
347).
«Consiste, pues, esta unidad en que el lugar donde se finge que están y
hablan los actores sea siempre uno, estable y fijo desde el principio del drama
hasta el fin; y cuando poco o mucho no fuere uno y estable el lugar, será faltar
poco o mucho a la unidad» (id).
Las opiniones son variadas: algunos consideran que se respeta la unidad de
lugar si la escena se mueve sólo por una ciudad y algunas leguas alrededor;
Corneille toleraba que la escena represente dos o tres parajes de la ciudad.
Luzán pone en relación el espacio escénico con el escenográfico y ofrece
unas razones interesantes a este respecto; todo lo que sea moverse del mismo
lugar le parece violentar la verosimilitud, y «tal vez para evitar este inconve­
niente se introdujo (...) en las comedias que llaman de teatro o de bastidores
en España, el mudar las escenas, haciendo, como por vía de encanto, que des­
aparezca lo que era sala y aparezca en su lugar un jardín, y luego el jardín se
transforme en gabinete, y éste después en una playa con vistas al mar y arma­
da naval. Todas las cuales son metamorfosis extravagantes y hacen mucha
violencia al entendimiento y a la imaginación» (III, V, 348).
Pero no deja de reconocer Luzán que es muy poco verosímil que todos los
que tienen algo que ver con un drama tengan que hablar en el mismo sitio, y
por eso es tan difícil y casi imposible que un poeta, por mucho que trabaje y
sude, alcance a observar perfectamente la unidad de lugar. Una solución, que
propone el erudito italiano J. Baruffaldi y que a Luzán le parece de perlas, po­
dría ser dividir el escenario horizontalmente en los espacios necesarios: una
sala, un jardín, una calle, y los personajes podrían ir de un lugar a otro, sin que
padeciese la imaginación del espectador. Y hasta es posible que los antiguos
utilizasen estas divisiones cuando necesitaban varios escenarios, como podría
ser el Áyax de Sófocles.
Esta disposición del escenario, haya sido o no utilizada por los anti­
guos, sería una solución para evitar las inverosimilitudes e incongruen­
cias que pueden darse de otro modo, «es verdad que sena menester hacer
primero la experiencia de esta nueva disposición del teatro, y ver cómo
sale puesta en práctica; si hay algún grave inconveniente, si el auditorio
puede ver y oír bien y otras cosas de este género». También se podría
comprobar si son también posibles las divisiones perpendiculares, y Lu-
43 O Poéticas clasiCistas y neoclásicas
zán cree que «serían más practicable y más acomodadas a la vista» (III,
V, 350).
Estas nuevas formas, incluso la de bastidores, son preferibles a la práctica
común en los teatros españoles de poner cuatro paños o cortinas para represen­
tar todo tipo de lugares.
En sus Memorias literarias de París (1751) y refiriéndose a la Comedia
Francesa, escribe Luzán las razones por las que se justifica la unidad de lugar:
La escena es fixa y estable, representando el mismo lugar desde el principio
hasta el fin de la Comedia o Tragedia. Aunque la escena es fixa, la perspectiva
no dexa de representar varios lugares contiguos, que tienen salida a una misma
Sala o Atrio común, donde suceden todas las acciones del Drama (...). En las
Comedias ordinariamente representa una antesala o pieza donde hablan todos
los Interlocutores. El ser estable y fixa es más propio, más verosímil y más con­
forme a la unidad de lugar, tomada en todo su rigor. El mudar las Escenas y ver
que se desaparece lo que era Salón y se descubre como por encanto una Cam­
paña abierta o una prisión no dexa de ser cosa muy violenta para la imaginación
del Auditorio, y desvanece el engaño o Ilusión Theatral, haciendo reparar que lo
que se está viendo es una ficción y no una realidad, a la cual repugnan tales
mutaciones. Es verdad que la Escena estable obliga al Poeta a mayor trabajo, a
fin de conciliar la verosimilitud de los lances con aquella estabilidad de lugar,
pero en rigor así debe ser (a p u d Camero, 1990: 72).

En resumen, la ley de las tres unidades encuentra en La poética de Luzán una


de sus formulaciones más estrictas. Aparte de la unidad de acción, que pertenece a
la fábula solamente, las otras dos ofrecen graves dificultades en las relaciones de
la escena y la sala. Quizá pueda haber una explicación para esta actitud. Luzán,
acostumbrado al ámbito escénico español, en el que el público envuelve, o puede
envolver, el escenario, y el teatro se sitúa como parte de la vida, como siempre
que el ámbito escénico es del tipo U, envolvente, mantiene en el fondo que el
mundo de la espectación (mirada) y el del espectáculo (acción) es el mismo y no
puede ni debe haber discordancias de espacios y tiempos de una y otra parte del
telón. El ámbito escénico en el teatro «a la italiana» es de tipo enfrentado, y el te­
lón de boca separa dos mundos: el de la realidad, donde se sitúa el espectador y el
de la ficción donde transcurren las fábulas y se rige por otro tiempo, está en otro
espacio, que no tiene por qué coincidir con los del espectador.
Las tragedias simples o complejas, los elementos de la fábula, como la pe­
ripecia y la anagnorisis o agnición, las fábulas episódicas, los desenlaces, etc.,
no presentan tantos problemas de interpretación respecto a las tesis aristotéli­
cas, y Luzán va exponiendo con sosiego las variantes que se han señalado o se
han realizado en Aristóteles, en Corneille, en Calderón, etc.
La finalidad de la tragedia, la catarsis, vuelve a tener dificultades a causa
de las diversas interpretaciones que se han hecho de los textos aristotélicos.
Los comentaristas no parecen de acuerdo en qué pasiones son las que tiene
Poéticas neoclásicas en España 431

que purgar la tragedia, ni tampoco en cómo se logra la catarsis. Para algunos


las pasiones se purgan en la tragedia por medio de la compasión y el terror,
otros creen que precisamente éstas son las pasiones que han de purgarse, y así
cuando el espectador contempla casos horribles y lastimosos que excitan en él
la compasión y el miedo, queda curado de los excesos que pueda experimentar
precisamente en estas dos pasiones. Francesco Robortello cree que los oyen­
tes, acostumbrados a ver casos lastimosos en el teatro, dejan de tener miedo y
de dolerse cuando les sobrevenga a ellos algo parecido. Vicenzo Maggi cree
que las pasiones que se purgan en la tragedia no son la compassion y el terror,
sino otras como la ira, la avaricia, etc.; Paolo Benio mantiene que la compa­
sión y el terror que suscita la tragedia consiguen que los reyes y otros podero­
sos moderen sus vicios y pasiones violentas. Alessandro Piccolomini y Piero
Vettori sostienen que la tragedia consigue moderar otras pasiones, pero tam­
bién la compasión y el terror. Corneille argumenta sobre el modo de conseguir
la catarsis: la compasión de una desgracia que sucede a un semejante, nos hace
temer que nos ocurra la misma desgracia y nos mueve a evitarla, renunciando
a las pasiones violentas. González Salas, en su Ilustración de la Poética de
Aristóteles cree que la moderación y enmienda de las pasiones procede de dos
motivos: el «uso» y el «ejemplo». La frecuencia o uso de ver desgracias sirve
de remedio o lenitivo a los más fuertes dolores, y no hay duda en este aspecto
que las tragedias purgan y moderan la lástima y el terror y enseñan a los hom­
bres a tomar sus propias desgracias con ánimo; y al ver en cabeza ajena cuán­
tos dolores e inquietudes produce una pasión violenta, hace a los espectadores
más moderados por el miedo de caer en tales desgracias.
Por último, en referencia a la fábula, repasa Luzán la distintas opiniones
formuladas sobre el pathos de la tragedia y el modo de conseguirlo, y en rela­
ción a este tema plantea la cuestión de si son convenientes las muertes en es­
cena, y se inclina por la opinión de Benio, como en tantas otras ocasiones: pa­
ra este autor no hay duda de que Aristóteles admite las muertes en el
escenario, pero sólo aquellas cuya ejecución no es muy bárbara o cruel en el
modo: las ejecutadas con veneno, con espada o puñal, pero las inhumanas o
bárbaras, se ha de fingir que suceden dentro.
Una vez acabados los temas en tomo a la fábula, pasa Luzán a tratar de
otras partes cualitativas de la tragedia; los caracteres, la expresión lingüística
que les corresponde, las costumbres, etc., y al referirse a las costumbres que
reflejan las comedias españolas, aparte de lo que ya dijo más arriba sobre los
caballeros y las damas de Calderón, se despacha Luzán ampliamente, desde su
lectura de este tipo de teatro. «Todos los galanes de nuestro teatro han de ser
precisamente enamorados y valientes (...) y las damas (...) se han de olvidar de
todo su recato y arrojarse sin recato alguno a todos aquellos lances de papeles,
de rejas y de jardines, yendo tapadas a ver a sus galanes y escondiéndolos en
sus mismos aposentos, para burlar la vigilancia de un padre o un hermano. Yo
432 Poéticas clasicistas y neoclásicas
remito al juicio de los hombres sabios y cuerdos que digan si es acertado pro­
poner siempre al pueblo tan hermosa idea de un falso valor y tan apetecible el
embeleso de una desordenada pasión; y sólo digo que, a mi parecer, no puede
dejar de causar notable daño en las costumbres el inspirar continuamente al
auditorio tan erradas máximas de moral» (III, X, 380).
Sorprende que después de los consejos de Luzán de leer «la máxima» que
subyace a la anécdota o colección de episodios que le dan expresión dramáti­
ca, en la lectura de la comedia de capa y espada se queda en lo superficial:
esas damas que engañan, que burlan la vigilancia de un padre y un hermano,
porque se ven obligadas a ello, ya que no se les reconoce libertad para elegir
marido, a pesar de ser personas adultas, ¿no actuarían de otro modo si las tra­
tasen como tales? ¿No está pidiendo a gritos el teatro de capa y espada un
cambio en unas relaciones más racionales en la convivencia de los dos sexos?
¿No hiere la sensibilidad de Luzán la injusticia con que eran tratados hombres
y mujeres, haciendo que aquéllos asumiesen la libertad y la responsabilidad, y
ellas careciesen en absoluto de ambas?
Luzán cree que los pueblos, particularmente en las grandes ciudades deben
tener diversiones con las que entretener el ocio, que puede ser semilla de mu­
chos vicios, de modo que está bien que haya comedias, aunque comprende que
la iglesia primitiva haya censurado el teatro, es decir, entre en esa larga polé­
mica, de si se debe meter amores en las tragedias (como acepta Boileau), o si
han de ser «pasiones más varoniles», si se debe permitir o censurar, etc....
«aquellas en las cuales los amores se tratan con honestidad, los duelos con
moderación, la virtud, aunque mezclada con algunos defectos comunes, se ve
premiada y feliz, y el vicio o defecto, aunque no sea de los mayores, recibe su
castigo (...) a falta de otras mejores, se pueden tolerar en los teatros, para di­
vertir al pueblo ocioso, porque me parece que en tales comedias es más la uti­
lidad que el daño. De este género son muchas de Calderón, de Solis, de More­
to y de otros autores» (III, X, 385).
En la edición de 1789 hay un inciso que merece la pena transcribir, por­
que, si hoy se llevase a cabo aliviaría el paro de los licenciados en filología:
«para lograr el fin de la utilidad en el teatro, será bien que los magistrados de
todas las ciudades deputen sujetos eruditos y entendidos en la poética y sus
reglas, los cuales tengan a su cargo el examinar, con mucha madurez, todas las
comedias antes de darlas a luz y de representarlas; y según el dictamen de es­
tos examinadores, se manden quemar las que sean del todo malas, concedien­
do al teatro solamente las buenas o, al menos, aquellas cuya utilidad compense
abundantemente el daño que de ella se puede recelar (...) Esto aconsejaba el P.
Mariana, y la misma precaución ideaba Platón para su República en el libro
séptimo de sus Leyes» (III, X, 387).
Sobre la locución en el género dramático aplica Luzán lo que ya ha dicho
en general de la.poesía en el libro II; alude a la conveniencia de que se escriba
Poéticas neoclásicas en España 433

en verso, incluida también la comedia, aunque como ésta pide un estilo natu­
ral, puede tolerarse bien en prosa. De todos modos «el buen poeta sabrá hacer
que sus versos sean tan claros y naturales como la prosa más pura y propia.
Por último, para otras partes cualitativas de la tragedia, el aparato teatral y
la música, que no pertenecen propiamente a la literatura pero contribuyen a
darle realce, y para saber cosas sobre este tema, y a fin de no cansar ni cansar­
se, remite Luzán a González de Salas en su Ilustración de la Poética de Aristó­
teles, a Rosino, y los demás eruditos que han escrito de tales antigüedades.
A las partes cuantitativas de la tragedia dedica La poética el capítulo XIII,
que tiene un carácter descriptivo, siguiendo la Poética de Aristóteles. Según
Luzán, Aristóteles divide la tragedia en cuatro partes: prólogo, episodio, éxodo
y coro; se refiere al número de los coreutas, a su distribución en la orchestra,
al número de actores. En el teatro actual no hay razones para señalar un núme­
ro determinado de actos, ni dentro de éstos un determinado número de esce­
nas, pero sí le parece que para mejorar la obra las escenas deben ir bien enla­
zadas, y no dejar vacío nunca el escenario. Esta es una regla difícil y trabajosa,
pero es muy conveniente para la perfección del drama y para tener siempre
atento al auditorio.
De la comedia declara Luzán que hay poco que decir, porque las normas
que hasta ahora fue exponiendo y discutiendo eran propias de la tragedia y de
la comedia. Después de señalar sus orígenes griegos y los dos tipos: comedia
vieja y nueva, da una definición: comedia «es una representación dramática de
un hecho particular y de un enredo de poca importancia para el público, el cual
hecho y enredo se finja haber sucedido entre personas particulares o plebeyas
con fin alegre y regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimien­
to del auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vi­
cio, por medio de lo amable de aquella y de lo ridículo e infeliz de éste» (III,
XIV, 404).
Las coincidencias con la tragedia son muchas, y las diferencias también
existen: la comedia se ciñe a un hecho particular, que apenas se extiende más
allá de un barrio, se desenvuelve entre damas, caballeros, criados, lacayos, etc., y
no entre reyes y príncipes, pero alguno de nuestros autores puso en las comedias
a príncipes, lo que hace decir a Cáscales que tales comedias «ni son comedias ni
sombra de ellas; son unos hermafroditas, unos monstruos de la poesía»; es carac­
terístico de la comedia el final feliz que suele alcanzar, fiente al desgraciado y
triste de la tragedia; comedia y tragedia difieren en su finalidad intrínseca: la tra­
gedia procura la catarsis de las pasiones, la comedia se orienta a poner modelos;
por último, hay diferencia en el asunto: los de la tragedia son grandes, pasiones
violentas y personas ilustres; la comedia tiene asuntos menos ruidosos, pasiones
moderadas, tiernas y placenteras, no violentas o fimosas, y consecuentemente el
estilo de la comedia es más natural, más fácil, frente al grandioso de la tragedia;
aquella nos incita a la risa y ésta a las lágrimas.
434 Poéticas clasicistas y neoclásicas

Las partes cualitativas de la comedia son las mismas que las de la tragedia,
pero las cuantitativas, según Donato, y sin contar el prólogo son tres: protasis,
epítasis y catástrofe. La protasis es el comienzo de la comedia, donde se acla­
ra parte del argumento y parte se calla, para lograr suspender al auditorio; la
epítasis es el aumento de los lances y el nudo de los enredos; la catástrofe es
la mudanza de la fábula en felicidad, una vez que se han descubierto todos los
engaños y enredos. La protasis corresponde al primer acto; la epítasis al se­
gundo y parte del tercero, y la catástrofe es el desenlace.
El capítulo XV, que pertenece a la primera edición, hace una relación «de
los defectos más comunes de nuestras comedias»; pasa revista a muchos de los
títulos del teatro español valorando sus aciertos y sobre todo señalando sus de­
fectos, porque «los errores propios de la poesía dramática son fáciles de cono­
cer, si se saben sus reglas. No ser verosímil la fábula, no tener las tres muda-
des de acción, de tiempo y de lugar, ser las costumbres dañosas al auditorio o
pintadas contra lo natural y verosímil, hacer hablar a las personas con concep­
tos impropios y con locución afectada, y otros semejantes» (III, XV, 414). Se
tiene, pues, el canon a mano, se proyecta sobre cualquier comedia, y si se
ajusta es buena, si no, tiene defectos y es rechazable.
Por último, trata Luzán «de la tragicomedia, églogas, dramas pastorales y
autos sacramentales». Aunque sea sorprendente, dada la norma que exige no
mezclar lo trágico y lo cómico, hay poetas que han hecho «tragicomedias», cre­
yendo que mezclaban tragedia y comedia en un género nuevo y válido, pero es­
tas obras son un verdadero engendro, porque mezclar lo trágico y lo cómico es
echar a perder lo uno y lo otro. Las églogas pertenecen al género dramático y el
criterio para caracterizarlas no es la índole de su trama sino de su asunto, que
está constituido por las costumbres de los pastores, sus amores, sus contiendas,
sus ganados y su vida feliz; una variante serían las «piscatorias», que sustituyen
a los pastores por pescadores. «Los autos sacramentales son otra especie de poe­
sía dramática, conocida sólo en España, y su artificio se reduce a formar una ale­
górica representación en obsequio del sacrosanto misterio de la Eucaristía, que
por ser pura alegoría, está libre de la mayor parte de las reglas de la tragedia. El
feliz ingenio de Pedro Calderón de la Barca ejercitó su numen en esta nueva es­
pecie de poesía con general aplauso» (III, XVI, 425).
L ibro Cuarto : consta de doce capítulos que tratan De la naturaleza y de­
finición del poema épico. Nó tiene intercalaciones en la segunda edición, lo
que es indicio de que sus temas son poco polémicos y no han suscitado censu­
ras o interpretaciones divergentes; se refieren concretamente a:
La fábula épica
Poemas de Homero y Virgilio
El héroe y demás personajes
Las máchinas
Poéticas neoclásicas en España 435

Partes cuantitativas del poema


La narración
Sentencia y elocución

Aristóteles no definió el poema épico, pero del contexto de la Poética al­


gunos autores han podido hacer una definición, así Benio dice que «epopeya
es una imitación hecha por vía de narración, en verso, de una acción entera,
perfecta y desemejante de las historias acostumbradas» (IV, 1,426). Y todavía,
el mismo Benio propone otra que, por ser tan clara, no necesita glosa: «la epo­
peya es imitación de una acción ilustre, perfecta y de justa grandeza, hecha en
verso heroico, por vía de narración dramática, de modo que cause grande ad­
miración y placer, y al mismo tiempo instruya a los que mandan y gobiernan
en lo que conduce para las buenas costumbres y para vivir una vida feliz, y los
anime y estimule a las más excelentes virtudes y esclarecidas hazañas» (id.). A
pesar de no necesitarla, Luzán va haciendo la glosa de cada expresión y expli­
ca, por ejemplo, la frase «narración dramática»: el poeta épico narra él mismo,
o introduce a otras personas.
Las partes cualitativas del poema épico son las mismas que las de la tra­
gedia, y a cada una dedica atención Luzán poniendo ejemplos de Homero y de
Virgilio principalmente.
Podría esperarse que el capítulo XI, titulado «De la narración», se refiriese
a la novela como género ya bastante arraigado en las literaturas romances,
aunque no apareciese en la Poética de Aristóteles, pero no es así; Luzán le da
un contenido propio de la retórica: es «la parte más principal de la epopeya,
porque es todo el cuerpo del poema, siendo las otras partes como el preludio
de ella» (IV, XI, 469). En realidad para Luzán la narración es una parte cuali­
tativa del poema épico, y corresponde, más o menos, con la «historia», si se
prescinde de las partes de introducción y acaso comentario. Se plantea cuánto
ha de durar y, aunque Aristóteles no dijo nada Sobre esto, puede observarse
que la Biada dura cuarenta y siete días justos, y la Ulisea cincuenta y ocho, de
donde «se puede concluir que la epopeya no debe durar, a lo sumo, más de un
año, y que su más propia duración, según el P. Le Bossu, es de una campaña
de pocos meses» (V, XI, 471).
El orden que debe seguir la narración plantea también sus dudas, pero se
resuelven con el modelo de la tragedia. Puede ser el natural, es decir, el que
tiene la misma acción, y el artificial, si se coloca primero el medio de la ac­
ción, siguiéndose después el principio y el fin, pero Luzán no ve la razón de
invertir nada, porque el poeta ya corta la historia por donde quiere, y no tiene
sentido desordenarla después.
Una revisión de los problemas que ofrece la sentencia y la locución cierra
el libro dedicado a la épica, como habían cerrado también el tratado de la dra­
mática.
436 Poéticas clasicistasy neoclásicas

Es interesante el remate de toda La poética. Si la poesía tiene como fin


instruir al alma llenándola de heroicas ideas y virtuosos hábitos, hay que de­
ducir que «la poesía es un arte subordinado a la religión, a la política y a la fi­
losofía moral, pero con tantas ventajas sobre las demás artes, cuantas bastan y
aun sobran para que los perfectos poetas puedan, con razón, gloriarse ufanos
de su nobilísima profesión y hacer alarde del sagrado laurel con que los ciñe
Apolo sus doctas sienes, en llegando, por la fatigosa senda de la virtud y de la
aplicación, a la alta cumbre del Parnaso» (IV, XII, 478).
Las poéticas neoclásicas cierran el ciclo que había abierto veintitantos si­
glos antes la de Aristóteles. Frente a ésta que se compone de enunciados des­
criptivos y de normas teleológicas, es decir, las que rigen la composición y
distribución de los motivos en razón de la finalidad que se reconoce a la obra
literaria, las poéticas occidentales, italianas, francesas y españolas, derivan
hacia un tono preceptivo cada vez más riguroso. Las normas que enuncian son
el canon que da bondad o se la quita a la obra literaria, y la razón para enun­
ciarlas es el criterio de autoridad: Aristóteles y sus comentadores, acaso la ra­
zón entendida por cada cual, y el parecer, cuando no hay otra causa mejor.
Particularmente las leyes de la tragedia han buscado justificación para las for­
mulaciones más estrictas, que parecen hoy mero arbitrio.

2. Teoría y práctica dramática

En 1741 escribe Luzán La virtud coronada, obra dramática, de tipo he­


roico, en tres jomadas, con diez personajes (príncipes y criados), que para­
dójicamente no guarda las reglas, si exceptuamos apenas la de tiempo. La
obra que, según testimonio de su hijo, fue escrita para ser representada en el
Ayuntamiento de Monzón por los amigos de Luzán, permaneció inédita
hasta 1992 año en que la publica la Universidad de Otawa en edición prepa­
rada por F. Jarque. Por esta edición la leemos y citamos los versos necesa­
rios. Es un drama que, aparte de no guardar las normas, al menos en la for­
ma estricta que Luzán exige a los autores, resulta inverosímil en su
tratamiento de los espacios, de los personajes, de sus sentimientos, de la
trama, de los tiempos y hasta de las acciones. Juan Ignacio de Luzán afirma
que su padre la escribió sin atenerse a las normas, él que las conoce tan a
fondo, para dar gusto a sus amigos.
En primer lugar se advierte que el drama introduce elementos cómicos y
que Bretón, criado de Ciro, tiene con él las mismas familiaridades que los
criados del teatro español con sus amos, y además sus gracias están basadas,
como todas las de los criados, en su glotonería y en su miedo, según la escena
reclame y permita, y siempre en contraste con la austeridad y valor de sus
dueños.
Poéticas neoclásicas en España 437

La unidad de acción no parece muy lograda, ya que la figura, los senti­


mientos y la conducta de Berenice, su historia de amor con Cloriarco y su
enamoramiento de Ciro, no tiene mucho sentido, pues no interfiere los episo­
dios de la historia principal, y los equívocos con Fenisa y su velo, podrían lo­
grarse con Florespina o de otro modo, sin necesidad de una nueva historia, pa­
ra suscitar los celos de Cloriarco y la riña de éste con Ciro, que podía deberse
a otra causa.
Lo más sorprendente es la forma en que se presentan los espacios: no sólo
cambia el espacio escenográfico de una jomada a otra, sino que reiteradamente
se advierte: «múdase el teatro» y pasamos de un campamento militar en las
afueras de Ecbatana, a una sala del palacio de Astiages, a las habitaciones de
Fenisa o de Berenice, a una cárcel, a un jardín...
Se habla del «tablado», es decir, del escenario, a donde van a dar las puer­
tas de las habitaciones, de modo que alguna de las escenas en las habitaciones
podría desarrollarse en un espacio añadido a través de su puerta, añadiendo al
espacio patente, parte del espacio latente.
La jomada primera empieza en ima campaña abierta con collados y cerros,
donde se instala el campamento de Ciro victorioso: hay un espacio con esta
escenografía y un espacio latente de donde proviene «el son de una marcha
militar grave, cajas y clarines». Después de algunos diálogos, hay «mutación
de escena» y se representa un cuarto de Palacio: Astiages ordena: «cierra esa
puerta, Asebandro», y éste contesta: «ya cerré»; la escenografía debe respon­
der, por tanto, a estos diálogos, o bien los gestos deben suplir las puertas con
el ademán de cerrar. De nuevo hay otra mutación y «descúbrese Fenisa senta­
da en un tocador, donde habrá algunos libros y una almohadilla; Florespina,
criada, como acabándola de peinar. Y Fenisa está como leyendo y vestida mo­
destamente»; puede entenderse que desde el escenario, habiendo descorrido
una cortina o abierto una puerta, queda a la vista del público el cuarto de Feni­
sa, contiguo al que ocupaban Astiages y su consejero. Aparte de los anacro­
nismos, la escenografía se ofrece como signo de la inteligencia, laboriosidad y
modestia de Fenisa: los espacios escenográficos no siempre tienen un sentido
tan claro. El párrafo que hemos transcrito de las Memorias literarias de París
parecen curiosamente aludir a La virtud coronada precisamente en los esce­
narios que se ponen como ejemplo de inverosimilitud: un salón, un campa­
mento, una prisión...
A la escena van llegando diversos personajes que tratan de justificar su
presencia en el espacio representado: Astiages, a quien anuncia Florespina;
Bretón, criado de Ciro, a quien Florespina dice: «¿Y tú quién eres que osado
/(...) te entras por todo el palacio / sin pedir licencia?»; Berenice con su dama
y el príncipe Cloriardo; Fenisa y su criada... No se explica por qué van a parar
todos allí, ni por qué se marchan: a medida que el autor quiere hacer un diálo­
go festivo, o explicar una historia anterior, o preparar un equívoco, va hacien-
438 Poéticas clasicistas y neoclásicas

do salir o entrar a los personajes que necesita. Por fin «descúbrese el campa­
mento y tienda de Ciro; habrá un bufete y dos sillas» y termina la Jomada
primera en el mismo lugar donde empezó.
La unidad de lugar se cumple en un sentido lato: hay movimiento, pero no
excede el de una ciudad y sus alrededores; Luzán no excluye el cambio de es­
cena «campamento / palacio / campamento», pero no resulta muy verosímil
que en el cuarto representado en el escenario conspire el rey contra Ciro, está
la habitación de Fenisa, se queden solas Berenice y su dama, llegue hasta allí
Bretón, etc.
En la jomada segunda «representa la escena un salón o cuarto del palacio
de Astiages» y se abre, como en la primera, con música dentro, luego salen
Astiages y Ciro, que cuentan sus batallas y exponen su ideal de educación y de
virtud; siguen escenas de entradas y salidas de Fenisa, Berenice, Ciro, Cloriar-
co; hay saludos, equívocos, amores cmzados, celos y cortesías; se exponen
doctrinas sobre la virtud, el amor, y se entrevera alguna escena de humor, a
cargo de los criados. El espacio donde ocurren estos pasos es el salón, el
cuarto de Berenice, el de Fenisa y luego «múdase el teatro, que representará
un jardín real con varios cuadros, árboles, surtidores, cascadas y otras cosas
propias» (pág. 155), que quizá se tradujese en un decorado pintado.
El espacio escénico se mantiene en la jomada tercera con una «pieza del
cuarto de Astiages» donde conspiran el rey y su consejero y cuando ellos se
van «al entrarse salen Berenice y Emirena», y cuando éstas dicen lo que tienen
que decir, se van y «al entrar sale por la puerta Ciro»; se entretienen un poco
con él y cuando «éntranse Berenice y Emirena, al mismo tiempo sale Cloriar-
co por la parte opuesta». El movimiento de entradas y salidas no tiene otro
sentido que el funcional para dejar ante el público los diálogos de los persona­
jes que convengan en cada ocasión y resulta, como vemos, más inverosímil
que los cambios de escenografía, que llegan al colmo cuando llevan a Ciro y a
Cloriarco a una prisión, por la que desfilan Fenisa, Filodemo, Asebandro... y al
juego de entradas y salidas, se añade otro de venenos, de copas, de falsas
muertes y muertes verdaderas, que resulta de lo más dinámico, hasta que todo
acaba como debe acabar: la virtud de Fenisa y de Ciro es coronada en el más
estricto sentido de la palabra, y de los demás nada se sabe.
El discurso tiene a veces ecos de Corneille, cuando Asebandro se pone a
dudar, como el Cid, y recita «Tiembla / el corazón y a latidos / me está avi­
sando que vuelva / atrás los pasos. ¿Qué hará? / ¡Qué horror! ¡Qué lucha! ¡Qué
pena!» (2648-52). Otras veces son ecos de Calderón, cuando Ciro exclama:
«ya se acaba / el papel que en el teatro / del mundo tuvo mi fama» / «¿Qué
delitos cometí contra Astiages? (3279-83).
Al igual que el espacio, la trama, los personajes, el tiempo, etc., presentan
una distribución y un ritmo sorprendentes. Jarque lo ha advertido en el prólogo
de su edición: «la obra se divide en tres jomadas (...): la primera tiene 1318
Poéticas neoclásicas en España 439

versos, la segunda 1023, y la tercera 1073. El número de escenas (...) tampoco


es igual (...), en la primera jomada hay trece escenas, en la segunda veinte y en
la tercera treinta y dos. Si consideramos que las dos últimas jomadas son más
cortas en versos que la primera, veremos que hay en ellas una mayor fragmen­
tación de la acción, luego hay más movimiento dramático, especialmente en la
tercera jomada (...)». De esto se deduce que la primera jomada es lenta, pre­
domina en ella lo narrativo, no hay movimiento, y los personajes se presentan
dispersos y en acciones simultáneas; la segunda jomada es mas dinámica y
abunda en escenas cómicas; la tercera es la más movida, a pesar de que al final
el autor se extiende en razones y argumentos (Jarque, 1992: 65).
En resumen, parece que una cosa es dar normas para el teatro y otra cum­
plirlas en los dramas.
Con La poética de Luzán cerramos el largo ciclo de las poéticas miméticas
que había iniciado la Poética de Aristóteles y habían mantenido los transmiso­
res y las poéticas clasicistas. El movimiento romántico explicará el arte desde
poéticas creativistas y abrirá el paso a las vanguardias en un largo y complejo
proceso.
TEXTOS PARA COMENTARIO

Veamos ahora brevemente qué preceptos, qué reglas nuevas da Lope para el teatro
español diversas de las de Aristóteles. A la verdad son muy pocas, y apoyadas en razo­
nes bien frívolas. Dejando a un lado todo lo que dice perteneciente al sistema y reglas
de Aristóteles, y entresacando sólo aquello que es propio del arte nuevo, se reduce a lo
siguiente.
El poeta elija con entera libertad el asunto que quisiere, sea de historia o de fábula,
sea de reyes o de gente plebeya, y mezcle lo trágico y lo cómico, a Terencio y a Séne­
ca, aunque esto sea componer un monstruo, como otro Minotauro de Pasifae y no ima
comedia. La razón de esta nueva regla es, que esta variedad con que se hace una parte
grave y otra ridicula, deleita mucho.
No tiene que observar el poeta la unidad de tiempo ni de lugar. En cuanto al tiempo
advierte, que si es menester que por la comedia pasen años, se pongan éstos en las dis­
tancias de los dos actos. Y aunque esto de pasar años por la comedia, y de hacer cami­
no sus personajes mudándose de un lugar a otro, es cosa que ofende a todo hombre que
discurre y entiende como racional, aconsejó lo contrario, con todo eso halla una razón
muy frecuente contra tales unidades, y es que ya perdimos el respeto a Aristóteles y a
sus consejos y razones cuando mezclamos lo trágico y lo cómico. La mejor salida a to­
dos los argumentos es que no vaya a ver estas comedias quien se ofende de sus impro­
piedades y disparates. Y finalmente, la ùltima y más poderosa razón para no observar la
unidad de tiempo ni de lugar es porque
... la cólera
De un español sentado no se templa
Si no le representan en dos horas
Hasta el final juicio desde el Génesis.

Y si es preciso, que el poeta cómico dé gusto a esta cólera, aunque atropelle por
todo.
Las demás reglas giran sobre puntos menos esenciales, y la mayor parte convienen
con el sistema aristotélico; como son, que el asunto tenga una acción y la fábula no sea
episódica; que el lenguaje sea puro y familiar; que se levante el estilo cuando la perso­
na persuade, aconseja o disuade; que la solución se guarde para la postrera escena; que
Textos para comentario 441

no se deje solo el teatro, sino lo menos que se pueda; que se imite solamente lo vero­
símil y se guarde el poeta de imposibles; que se observe el decoro de las personas y el
viejo hable como viejo, y el lacayo como lacayo. No se contradiga la persona, ni se ol­
vide de lo que dijo. Remátense las escenas con gracia y con versos elegantes. Póngase
en el acto primero el caso; en el segundo, hasta la mitad del tercero, el enredo. El apa­
rato toca al autor; y en cuanto a los trajes, parece deseaba Lope la propiedad confesan­
do cuán absurdo era:
Sacar un turco con cuello de cristiano
Y calzas atacadas un romano.

Estas observaciones son comunes al arte de Lope y al aristotélico.


( Luzán, Poética, 1974, III, IIB, 320-321.)

C a p ít u l o V: De las tres unidades de acción, de tiempo y de lugar


Trataremos ahora la unidad de la fábula, calidad indispensable y precisa para su
perfección. Y porque la unidad perfecta de la fábula comprende no solamente la ac­
ción, más también el tiempo y el lugar de la misma acción, discurriremos aquí junta­
mente de estas tres unidades.
Enseña, pues, Aristóteles que la fábula ha de ser una, así como en las demás artes
imitadoras, cuya imitación es una y de una sola cosa. Dejemos a los comentadores de
Aristóteles la fatiga de examinar esta razón del maestro y procuremos nosotros diluci­
dar su precepto. Ya en el libro segundo de esta obra queda dicho y probado que uno de
los requisitos de la belleza, o en general o en particular, de la poesía es la unidad, o, por
mejor decir, la variedad reducida a la unidad. Siendo, pues, necesaria a la poesía la be­
lleza, para que sea deleitable, y el deleite para que sea útil, es claro que si el poeta quie­
re hacer bellos sus poemas, habrá de darles esa variedad reducida a la unidad (...); ló­
grase esta unidad en los poemas épicos o dramáticos, con la unidad de acción en ellos
representada, la cual unidad consiste en ser ima fábula, o sea el argumento, compuesto
de varias partes dirigidas todas a un mismo fin y a una misma conclusión (...).
No es menos necesaria a la fábula la unidad de tiempo que la de acción. Unidad de
tiempo, según yo entiendo, quiere decir que el espacio de tiempo que se supone y se di­
ce haber durado la acción sea uno mismo e igual con el espacio de tiempo que dura la
representación de la fábula en el teatro. La razón sobre la cual se funda esta unidad es
evidente, a mi parecer, y nace de la verosimilitud y naturaleza misma de las cosas (...).
No ignoro que los autores de poética han tomado diverso rumbo para establecer la uni­
dad de tiempo y que, llevados de un texto de Aristóteles a mi parecer equívoco y tal vez
mal entendido, se han dividido en varias opiniones. Porque como este texto asigne a la
tragedia (y lo mismo debe entenderse de la comedia) un periodo de sol, algunos por ese
periodo han entendido un día natural de veinticuatro horas, y, por aquel pequeño exce­
so que permite Aristóteles, han alargado este espacio a treinta horas, y aun algunos a
dos días; otros han entendido este periodo de sol un día artificial de doce horas, esto,
442 Poéticas clasicistas y neoclásicas
con poca diferencia, el tiempo que está el sol Sobre el horizonte. Pero si he de decir con
sinceridad lo que siento, no hallo en alguna de estas opiniones la perfecta unidad de
tiempo. Porque, ¿qué unidad puede tener hacer dos periodos de tiempo tan diversos
como es el espacio de tres horas, que durará la representación, y el espacio de doce o
de veinticuatro, o de cuarenta y ocho horas, que se pretende hacer durar la fábula? (...).
Pasemos ahora a la unidad de lugar, punto difícil y escabroso, no menos que los
antecedentes. En Aristóteles no hay precepto expreso sobre esta unidad; pero se puede
sacar por ilación de su doctrina, y quizá el omitirlo fue porque juzgó superfluo el ad­
vertir lo que ya de suyo era claro y evidente. De la misma razón y de la misma vero­
similitud de donde dimana la regla de la unidad de tiempo, se origina también la unidad
de lugar y (...) es absurdo e inverosímil, y contra la buena imitación, que, mientras el
auditorio no se mueve de un mismo lugar, los representantes se alejen de él y vayan a
representar a otros parajes distantes, y no obstante sean vistos y oídos por el auditorio.
Consiste, pues, esta unidad en que el lugar donde se finge que están y hablan los acto­
res sea siempre uno, estable y fijo desde el principio del drama hasta el final; y cuando
poco o mucho no fuere uno y estable el lugar, será faltar poco o mucho a la unidad.
(Luzán, Poética, 1974, III, V, 340.)

(Sale Bretón como asustado y recelándose)


B retón Pobre de mí, ¿dónde iré?
Oh mi Florespina bella,
Florespina de mi vida,
si en este lance no muestras
tu piedad...
Flo r esp. ¿Bretón? ¿Qué tienes?
¿Qué ha habido? ¿De qué te quejas?
B retón ¡Ay desdichado de mí!
Mujer ¿qué quieres que tenga?
A mi amo han llevado preso.
Todas las guardias de Media
me andan buscando, sin duda
para hacer la misma fiesta
conmigo. Yo estoy perdido.
A lo menos, si pudiera
esconderme mientras pasa
la furia de esta tormenta...
Fl o r e s p . ¿Pues a ti qué te han de hacer?
¿Tienes parte acaso en estas
turbaciones de palacio?
Y, en fin, cuando todo sea,
¿pueden hacer más que ahorcarte?
Textos para comentario 443

B retón ¿Cómo? ¿cómo? ¡Linda flema!


Y ¿eso te parece poco?
Ea, Florespina, deja
las burlas, y mira si hay
donde yo ocultarme pueda
esta noche; que te juro
una esclavitud perpetua
si de este riesgo me libras.
Flo r esp. Yo, por mí, bien te escondiera,
Bretón, pero no hay en dónde.
B retón ¿Una alacena siquiera
no hay donde pueda meterme?
Fl o r e s p . Hombre, aquí no hay alacenas.
B retón ¿No hay un sótano o un desván?
Flo r esp. Tampoco le hay.
B r et ó n ¿No hay despensa?
Flo r esp. En Media no hay nada de eso.
B retón ¿Pues qué inflemos hay en Media?
¿Hay bodega?
Fl o r e s p . Eso sí que hay
B retón Oh, pues, en fin si hay bodega,
en parte alguna estaré,
ni con mayor conveniencia,
ni con más seguridad
que allí.
(Luzán, La virtud coronada, III, 3069-3111.)
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so n e tti can zon i, e t o g n i s o r te d i R im e T hoscane, d o v e s ’in segn a il m o d o c h e ten n e
il P e tr a r c a n e lle su e o p e re . E t s i d ic h a ra a ’ su o i lu ogh i tu tto qu el, ch e d a A r is to te ­
le H o ra tio e t a ltr i a u to ri G reci, e L atin i, è s ta to s c r itto p e r a m m a estra m en to d i
Con le postille del dottor Valvassori, non meno chiare che breui, et due
P o e ti.
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ÍNDICE GENERAL

P á g s.

In troducción .......................................................................................... 7

I
TRANSMISORES DE LAS TEORÍAS LITERARIAS CLÁSICAS

Ca p . I.— Los primeros transmisores de las teorías literarias. .. 21


1. D e m e t r i o .................................................................................................. 21
2. D i o n i s i o d e H a l i c a r n a s o ................................................................. 22
3. H e r m o g e n e s ..................................................................................... 26

Cap . II.— Primeras teorías sobre la comedia................................... 31


1. E v a n t i o .................................................................................................... 31
2. D o n a t o .............................................................................................. 33

Cap . III.— L a tradicción neoplatónica ............................................ 37


P r o c l o ................................................. 37
T e x to s p a r a c o m e n t a r i o ........................................................................ 41

II
EDAD MEDIA

Ca p . I.— L a estética patrística ................................................. 49


466 Historia de la teoría literaria
Págs.
Cristianismo y cultura clásica..................................................... 50
Las ideas estéticas de los Santos Padres..................................... 52
La afirmación polémica de la nueva fe. La primera patrística. .. 52
1. Los Padres apologetas griegos..................................................... 55
San Clemente de Alejandría....................................................... 57
Los velos del lenguaje............................................................ 59
Acerca de la interpretación..................... ............................... 61
La música y el teatro.............................................................. 62
La belleza plástica................................................................. 62
Orígenes....................................................................................... 64
Poder taumatúrgico de la palabra.......................................... 66
Forma y fondo. La palabra de Dios y sus efectos.................. 66
Los velos del lenguaje. En tomo a la interpretación.............. 67
La belleza plástica y la plástica espiritual.............................. 70
La obra de Orígenes en el contexto de la patrística oriental.. 71
2. Los Padres apologetas latinos..................................................... 71
Minucio F élix.............................................................................. 72
Tertuliano..................................................................................... 73
La filiación demoníaca de las artes..................................• • • 73
La prohibición de la enseñanza de los textos paganos........... 73
Plasticidad del mundo y condena de las artes....................... 74
Crítica de los aderezos indumentarios............... 75
La condena de las artes escénicas........................................... 76
Arnobio de Sicca......................................................................... 76
Cecilio Firmiano Lactancio......................................................... 77
Forma y fondo........................................................................ 78
Acerca de la interpretación..................................................... 78
El porqué de la creación artística........................................... 79
El mundo como obra maestra del Creador............................ 80
3. La alta patrística. Desarrollo de la estética en una cristiandad
libre.............................................................................................. 80
4. Alta patrística en Oriente................................■............................ 81
San Basilio Magno............................................................................ 83
«Res/verba». Acerca de los autores paganos..................... 84
Los velos del lenguaj e ................................................................. 85
A imagen y semajanza del P adre............................................... 85
San Gregorio de Nacianzo.......................................................... 86
«Res/verba»............................................................................ 87
De lo visible a lo invisible.......................................................... 88
índice general 467

Págs.

San Gregorio de Nisa........................................................................ 88


«Res/verba». Labilidad del horizonte hermenéutico........... 89
Belleza y orden....................................................................... 89
La estética del Pseudo Dionisio o Pseudo Areopagita................ 90
Una estética trascendental..................................................... 91
Una estética de la luz.............................................................. 92
El silencio y lo sublime.......................................................... 92
Acerca de la interpretación.......................................................... 93
Influencia del Pseudo Dionisio en la estética medieval................ 93
5. A lta p a trística en O c c id e n te ......................................................... 94
San Ambrosio de Milán.............................................................. 94
«Res/verba». Hermenéutica e ideal retórico......................... 95
La armonía musical del mundo.............................................. 95
San Agustín................................................................................. 96
El pensamiento agustiniano................................................... 98
Filosofía................................................................................. 99
La estética agustiniana............................................... 101
La inspiración divina en relación con la inerrancia de los tex­
tos canónicos..... .................................................................. 102
La preeminencia del fondo sobre la forma................................ 102
Acerca de la interpretación......................................................... 103
Teoría de los signos y crítica textual en el contexto de la her­
menéutica agustiniana........................................................... 104
Ideas sobre el teatro.................................................................... 108
Las artes plásticas....................................................................... 109
6. D e B oecio a San Isidoro. La transm isión d el legado clásico a la
E d a d M e d ia ..................................................................................... 111
Boecio......................................................................................... 111
Flavio Aurelio Casiodoro.......................................................... 113
Isidoro de Sevilla................................................................... 114
Textos p a r a com entario .................................................................... 118

Cap. II.— Las aportaciones de la Escolástica al pensamiento es­


tético LITERARIO .................................................................................... 123
1. E l renacim iento c a r o lin g io ............................................................... 124
Juan Escoto Erígena....................................................................... 126
Belleza y teofania. La contemplación desinteresada de la be­
lleza ............................................................................................ 126
2. La prim era esco lá stic a ..................................................................... 127
468 Historia de la teoría literaria
Págs.

La dialéctica........................................................................ ........ 128


Los universales............................................................................ 128
Pedro Abelardo............................................................................ 129
La escuela de Chartres.......................................................... • • • 130
La mística alegórica....................................................... — — 131
3. L a edad de oro de la E sc o lá stica ........................................ ........ 132
Santo Tomás de Aquino.............................................................. 135
Doctrinas............................... 136
Pensamiento estético.............................................................. 137
La Belleza trascendental, causa eficiente y final de las cosas
bellas................................................... 138
El carácter desinteresado de la experiencia estética.............. 138
Lo bello y lo bueno................................................................ 139
Proportio, claritas, integritas.............................. 140
Belleza y finalidad.................................................................. 141
La expresión simbólica.......................................................... 142
La poética implícita en el pensamiento estético tomista....... 143
Las cinco preguntas de Eco al pensamiento estético tomista. 144
La crítica de la escolástica post-tomista al concepto de forma 145
4. La Escolástica ta r d í a .............................................. 145
Juan Duns Escoto......................................................................... 146
Guillermo de Ockham..... ............................................................ 147
Textos p a r a com entario ............................................... . . . ................ 149

Cap. III.— La Retórica en la Edad Media....................................... 153


«Ars dictaminis».......................................................................... 155
«Ars poetriae».......................................................................... 158
«Ars praedicandi»....................................................................... 158

Cap. IV.— La Poética medieval: caracteres generales.............. 163


1. P oética y tradición g r a m á tic a ..................................................... 167
El comentario o glosa...................................................... 168
El «ars versificatoria».................................................................. 169
2. P oética y retórica .......................................................................... 170
3. Poética, lógica y filo so fia .............................................................. 174
4. Teoría literaria m edieval: construcción de una te o r ía ................ 178
Teoría literaria culta............................................................... 179
Naturaleza del proceso creador..................... 180
índice general 469

Págs.

La obra artística..................................................................... 181


Finalidad de la obra artística................................... 183
Teoría literaria de los trovadores................................................ 183
Textos p a r a co m en ta rio ................................................................... 186

Cap . V.— Preludio del Renacimiento: autores de transición. .. 187


1. I ta lia .............................................. 187
Dante Alighieri............................................................................ 187
E l C o n v ite .............................................................................. 189
Sobre la lengua v u lg a r .......................................................... 191
Carta a l Can Grande de la S c a la ........................................... 194
Boccaccio..................................................................................... 196
2. España: com entaristas y teóricos .................................................. 200
Comentaristas: Averroes.............................................................. 200
Tratados de teoría literaria.......................................................... 207
La defensa de la poesía.......................................................... 207
Naturaleza del proceso creador.............................................. 210
La obra artística..................................................................... 212
Finalidad de la obra poética................................................... 213
Textos p a r a com entario ..................................................................... 215

III
LAS POÉTICAS CLASICISTAS Y NEOCLÁSICAS

Cap. I.— Poética clasicista en Italia................................................ 221


1. Panoram a cultural d el R en acim ien to ........................................... 221
2. L a A cadem ia f lo r e n tin a ................................................................ 228
3. L os em igrados griegos. Las b ib lio te c a s ....................................... 232
4. L os tem as generales ....................................................................... 233
La mimesis................................................................................... 233
La concepción neoplatónica de la mimesis en el Renaci­
miento .............................................................................. 236
La concepción neoaristotélica de la mimesis en el Renaci­
miento................................................................................ 238
La concepción naturalista de la imitación.............................. 239
La imitación como intertextualidad....................................... 239
470 Historia de la teoría literaria
Págs.

La finalidad de la poesía............................................................. 240


5. L a «Poética». L os comentaristas. Las p o é tic a s ........................... 242
6. L os géneros litera rio s ................................................................... 251
7. E l cu a rto g é n ero en e l esquem a a risto té lic o : teoría d e la «no­
ve lla » ............................................................................................ 254
8. La com edia: género no omitido, p e ro no tra ta d o .............. ......... 262
9. La ley de las tres unidades dram áticas ........................................ 267
10. La Urica como tercer género ............................ ........................ . 270
Textos p a r a com entario ..................................................................... 274

Cap. II.— Poéticas clasicistas en Francia ..................................... 281


1. Los com ienzos de las teorías dram áticas clásicas en F rancia ---- 281
2. «Las querellas» .............................................................................. 284
La «querelle des Anciens et des Modernes».............................. 284
La «querelle du C id » ................................................................... 291
3. Las P o ética s ................................................................................... 296
La p o é tica de La Mesnardière........................ 297
L ’A rtp o étiq u e de Nicolás Boileau.............................................. 303
Forma y estructura de la P oética de Boileau......................... 304
Materia de los cantos.............................................................. 305
La teoría literaria de Boileau.................................................. 308
La razón............................................................................ 308
Imitación y verosimilitud................................................. 309
El decoro.......................................................................... 311
El modelo de los antiguos................................................ 311
Finalidad del arte.............................................................. 312
Los géneros literarios...................................................... 312
L ’A rtp o étiq u e: algunas de sus afirmaciones.............................. 314
Reactivación de la «querella de Antiguos y Modernos»....... 319
La P oética del P. Rapin.......................................... 322
Textos p a r a com entario ..................................................................... 326

Cap. III.— Poéticas clasicistas en España....................................... 329


1. In tro d u cció n ................................................................................. 329
2. Cuestiones generales de p o é tic a ................................................... 334
Defensa de la poesía ................................................................... 336
Creación poética: ingenio y aprendizaje..................................... 337
índice general 471

Págs.

Mimesis y verosimilitud.............................................................. 339


La erudición................................................................................. 340
Imitación de los clásicos.............................................................. 341
Verosimilitud y decoro................................................................ 343
La obra artística............................................................................ 344
Los géneros literarios................................................................... 346
Finalidad de la literatura.............................................................. 349
3. Los estudios literarios de Francisco C áscales .............................. 351
Las Tablas p o é tic a s ..................................................................... 352
Parte primera: de la poesía in g en ere ..................................... 355
Parte segunda: las cinco tablas dedicadas a la poesía in specie 360
Las C artas f ilo ló g ic a s ........................ 365
4. La justificación teórica de la c o m e d ia ......................................... 367
5. Lope de Vega: el «Arte nuevo de hacer co m ed ia s» ..................... 368
La parte primera o prólogo.......................................................... 370
La parte segunda: la doctrina....................................................... 370
La parte tercera o epílogo............................................................ 374
La polémica teatral....................................................................... 374
6. Luis C arrillo y Sotomayor: el «Libro de la erudición p o é tic a » ---- 380
7. La p o lém ica gon gorina ................................................................. 383
8. B altasar Gracián: «Agudeza y arte de ingenio» ........................... 390
Textos p a r a com entario .......................................................................... 397

Cap. IV.— Poéticas neoclásicas en España ................................... 403


1. «La p o ética » de L u z á n ................................................................. 403
Fuentes de La p o é ti c a ............................................................. 404
Las dos P oéticas (1737 / 1789)................................................... 408
Recepción de L a p o é tic a .............................................................. 410
Contenido de L a p o é tic a .............................................................. 411
La tragedia: definición.......................................................... 420
Crítica del teatro español....................................................... 420
2. Teoría y p rá ctica d r a m á tic a ......................................................... 436
Textos p a r a com entario ..................................................................... 440

B ib l io g r a f ía 445

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