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ÉL PINTA MONSTRUOS DE MAR

Publicado en el libro Pero la sangre sigue fría, Bogotá, 2012.

Cuando escuché que lo vieron correr por la orilla con los bolsillos repletos de carritos de
juguete, no me aguanté las ganas de subir a asomar los ojos. Lo vi. Estaba a tres cuadras
de la orilla; lo alcancé a ver. Jugaba a pasar los carros entre túneles de arena con tres
niños más. Él era el más gritón, o al menos eso me pareció. Tal vez influyó el hecho de que
era al único niño que yo quería escuchar, o, tal vez, el agua distorsionó los sonidos en su
camino hacia mis oídos. Un quinto niño llegó con una pelota y todos, sin importarles
abandonar los carritos en la arena, corrieron a jugar fútbol. Lo vi correr diez metros, luego
se detuvo a toser por cinco minutos. Corría y tosía, corría y tosía. Los ataques continuos y
prolongados de tos no le quitaban el entusiasmo por el juego. En ese entonces, por
aquello del asma, él me necesitaba más a su lado; en ese entonces, yo era más veces
hombre y menos lagarto. Salí de la orilla –todavía me preguntó por qué siempre salgo
seco y vestido tal como me sumergí–, lo alcé en mis brazos. Él, tosiendo, me hizo señas de
que quería seguir jugando. Peregrinamos por muchos médicos pero solo acentuaron la
enfermedad, hasta que un doctor homeópata que vivía en lo alto de la montaña, lo curó
con gotas hechas de infusiones de las plantas de la misma montaña. Al comienzo yo
controlaba bien las transformaciones: siempre me vio hombre y juntos pateamos balones,
construimos túneles en la arena y vimos por televisión las hazañas de Gokú para proteger
las esferas del dragón. Una tarde, era martes, me vio convertido en reptil. En lugar de
rechazarme como lo hacía la mayoría, se sentó a mi lado y recorrió mi espalda, escama
por escama, con sus carritos de juguete. Eran muy pequeños, los llamaba pulguitas. Fui el
primer lagarto con pulguitas entre sus pliegues. No me juzgó; sentí sus lágrimas pero no
me juzgó. Le hablé de un viaje, de una gran inmersión a la que no podría llevarlo.
Dormimos abrazados y desperté de nuevo en hombre. Le di una buena madre. Ella,
aunque no aceptaba las dualidades de la naturaleza, era buena mujer. Con mis
inmersiones, cada vez más prolongadas, ella presentía la llegada de la partida; me hubiera
gustado tanto poder explicarle razones que yo ni entendía... Pronto la orilla del pueblo, la
que recorrían hombres y mujeres para sus rutinas amorosas, dejó de parecerme atractiva.
Encontré más gusto en las profundidades porque pocos podemos descender tanto y
emerger para contarlo. Mi larga cola y mis patas cortas como aletas de tritón, que tan
pesada me hacían la vida en tierra, ayudaban a moverme con la maestría de un corpulento
danzante del agua. Me alejé más y más de la orilla hasta llegar a otra, que en vez de playa,
tenía una zona fangosa con raíces enormes de cipreses cubiertas por metros de ciénaga y
lodo. Tuve luchas a muerte con dos lagartos que intentaron arrebatármela. Fui yo el que
vivió. Desde entonces ese fue mi pantano, a la otra orilla de la arena, donde el río dejaba
de ser río.

En las tardes me gustaba salir a la superficie a tomar el sol; los cardos y las espinas
flotantes acariciaban con furia contenida hasta la parte más blanca de mi pecho. Quienes
me veían se abstenían de acercarse a tomar agua porque pensaban que era un animal
diurno, pero en las noches era cuando me cobijaba de sombras a esperar que un
mamífero sediento se acercara a saciar mi hambre. Volví a la orilla del río como hombre
salido de sus aguas y recogí dos pulguitas entre la arena. Fui a casa a devolverlas. Era
sábado en la tarde; lo encontré tendido sobre la alfombra mirando hacia el techo. Las
pulguitas, olvidadas en un tarro con más carros de juguete. Me pidió que le comprara una
consola de videojuegos. Al levantarse de la alfombra me di cuenta de que el pantalón le
daba por encima de los tobillos. Le di la consola y pantalones nuevos. Jugamos tres días
seguidos antes de volverme a sumergir. La inmersión de esa vez fue corta. Cuando salí, lo
vi correr en su bicicleta; detrás de él, un par de tipos. Lo alcanzaron, lo botaron sobre la
arena y le quitaron su bicicleta. Uno de ellos sacó un puñal. Esa fue la primera vez que
probé carne humana. Tenía un repugnante sabor a llaga. Le prohibí salir de noche, no
siempre estaría yo en el lado correcto del río. Transformado, lo invité a comer pizza y le
puse su pijama nuevo; él me regaló un dibujo de una especie de lagarto que volcaba un
barco en altamar.
Ya no movido por el instinto de conservación sino por el de exploración, volví a probar
carne humana; admito que lo hice con satisfacción. No porque me gustara, es rancia y
almizclosa, sino porque en las noches, justo antes de atacar, recordaba que durante el día
me tiraban piedras y se burlaban de mi torpeza al correr, entonces me levantaba en dos
patas, casi los doblaba en tamaño, y sentía su pánico desangrándose entre mis dientes. La
carne de humano es un asco; lo bueno es el sabor de su miedo. Tiene la esencia y el gozo
de la venganza. Confesaré una perversión: experimenté una fuerte atracción por el sabor
del miedo de las jovencitas que corrían a la orilla a fornicar con sus amantes. A sus parejos
apenas los mutilaba, como para que no estorbaran, en cambio a ellas las atenazaba con
los dientes entre sus nalgas y las desgarraba girando trescientos sesenta grados, una y
otra vez. Su sangre hirviendo todavía por el goce sexual, le daba un nuevo ingrediente a
mi festín. La sumergía de inmediato, la llevaba hasta la parte más profunda del pantano
para no compartirla con nadie. Tan pronto sentía su sangre entumecerse, sin el menor
vestigio de calor sexual, devolvía lo que quedaba a la orilla para que vinieran los buitres.

Al salir de misa, un domingo, en la plaza estaban convocando a los hombres más fuertes
para integrar una patrulla. Me invitaron a acercarme. Se preparaban con mapas y
escopetas para recorrer la orilla esa misma noche, y acabar con el monstruo devorador de
jovencitas. Se rumoraba que era un reptil enorme, parecido a un cocodrilo muy, muy
robusto, con el cuello largo y la boca corta y afilada; que parecía venir en las noches desde
la zona del pantano. Un hombre aseguró haberlo visto pararse sobre sus dos patas y
devorar, sin ningún esfuerzo, a los pájaros que anidaban en la copa de los cipreses. Me les
uní. Esa tarde la pasé con el niño; nos reímos juntos de mi incorporación a la patrulla
nocturna. Me pidió que lo acompañara a vender su consola de videojuegos y su bicicleta
porque quería usar el dinero para comprar una consola más moderna. Eso hicimos. En la
noche, al despedirme para ir a patrullar, se quedó largo rato mirándome en silencio, luego
me abrazó. Todavía no sé si en ese silencio me quería decir que le preocupaba que me
pasara algo malo o que reprobaba mis acciones con las jovencitas. No tuve el valor de
preguntar.
En la orilla, los dieciséis hombres más fuertes y valientes estaban listos para embarcarse
en tres lanchas. Cargaban linternas poderosas, escopetas, puñales, anzuelos con pollos y
muchas estampitas religiosas. El alcalde y dos policías bachilleres se acercaron con un
bulto enorme; uno de ellos lo cargaba al hombro. “¿Qué es eso, alcalde?”. “La carnada.
¡Zarpemos ya!”. Cada lancha llevaba cuatro personas; yo, intrigado por el bulto, me las
arreglé para irme con el alcalde y los dos policías. Un grupo de cuatro hombres armados
se quedó patrullando la playa a pie, por si el monstruo emergía a tierra firme. Una lancha
recorrió el río hacia el norte, la otra hacia el sur. La nuestra cruzó hasta la orilla de las
cenagosas aguas del pantano. “Hay que acabar con ese animal”, repetía el alcalde cada
vez que notaba movimientos extraños en el agua. Yo repetía “Sí. Hay que acabar con él”.
Los policías y el alcalde iban armados con escopetas, yo sostenía la linterna. “Mi abuela lo
vio. Dice que tiene cabeza y cuello de serpiente con cuerpo de dinosaurio”, dijo un policía.
“¿Qué clase de dinosaurio?”, le preguntó su compañero. “No sé. Mi abuela no conoce de
dinosaurios”. “Entonces, ¿por qué le pareció que tenía cuerpo de dinosaurio?”. “Yo qué
voy a saber, pero si lo dice mi abuela, así debe ser. Usted la conoce, ella nunca dice
mentiras”. “¡Shsss!”, interrumpió el alcalde y apuntó su escopeta a la raíz de un árbol, “de
allá salen burbujas”. Un chasquido del agua y los disparos de tres escopetas. Aun así, no le
dieron al pobre sapo que saltó de su escondite. “No importa; este es el lugar. Acá
encontramos los cuerpos de tres jovencitas”, aseguró el alcalde. Los policías abrieron el
bulto. Aterrorizado pregunté si aún vivía; ellos respondieron afirmativamente con la
cabeza y arrojaron el contenido al pantano. Era una de las prostitutas del pueblo; no
tendría más de quince años. Me contaron que le pagaron el rato, y en el licor le pusieron
un somnífero para caballos. Toqué su cuello; tenía pulso. Todos repitieron, uno después
de otro, “Vamos a matar a ese monstruo”. Yo también lo repetí. Casi iba a amanecer
cuando se aburrieron de esperar. El alcalde dio la orden de regresar. “¿Y van a dejar ahí el
cuerpo de esa niña”, pregunté. El alcalde respondió “Claro. Ya la rociamos con veneno.
¡Vámonos!”. En la playa, al amanecer, nos reunimos las tres lanchas y el grupo que iba a
pie. Cada uno de los cuatro grupos abandonó un cuerpo femenino que palpitaba con la
piel emponzoñada. Se nos prohibió hablar de estas cuatro mujeres desaparecidas. Las
cuatro, creo, prostitutas.

Dormí en la mañana. Por la tarde, el niño y yo estrenamos su nueva consola de


videojuegos. Me preguntó detalles de la expedición. “No pasó nada; estuvo muy
aburrido”. Fuimos al parque; nos comimos entre los dos un litro de helado cubierto de
crema chantillí, avellanas y salsa de mora. Lo abracé, me vio llorar. Le pedí que jugáramos
un último campeonato de fútbol en su nueva consola; me ganó, pero no celebró. No quise
irme sin dejarlo dormido, él lo sabía. Fingió dormirse y yo fingí que le creía. Al salir de su
cuarto apagué la lámpara y cerré la puerta. Me desplomé. Escuche los sollozos venir desde
lo más oscuro de ese cuarto, y aunque quería entrar y calmarlo y decirle que nunca me
separaría de él, no podía librarme de la siguiente transformación. Crucé por la sala para
llegar a la puerta, su mamá me reprochó por la hora en que el niño se acostó. Era domingo
en la noche, al otro día tenía que ir a estudiar. Me acerqué a darle un beso. Un rechazo
más. Sea como sea, repito, le di una buena mamá. Me sumergí lo más rápido que pude
para dejar de pensar y para liberar a las carnadas humanas que el alcalde ordenó colocar;
encontré dos en el río y una en la playa. Fue tarde. No supe si murieron por hipotermia, o
por exceso de sedante equino, o por el veneno que las cubría. El agua fue su mortaja, y
juro por mi hijo que lloraba mi partida en la oscuridad de su cuarto, que ninguna criatura
acuática, incluyéndome, las tocó. Mientras nadaba hacia el pantano para liberar a la
última, me sentía más grande, incluso más rápido. Nunca había visto mi imagen como
reptil. El agua es el único espejo que tengo, y de ella solo sobresalen mis ojos. La gente de
la expedición había dicho que era grande con cuello largo, dientes afilados y cuerpo de
dinosaurio, aunque no sabían cómo era un dinosaurio. Otros decían que parecía más un
cocodrilo, eso explicaría por qué solo emergen mis ojos del agua, pero entonces, ¿qué
pasa con lo del cuello largo?

Cuando el niño nació comenzaron las transformaciones, aunque desde mi infancia yo las
presentía. Las primeras veces creo que yo era algo así como un reptil pequeño, porque
cuando salía a asolear mis escamas, los niños se atrevían a lanzarme piedras. Recuerdo
que yo le temía a los gorilas, aunque acá no han habido gorilas; debió ser un simple mico
adulto al que yo, desde lo ínfimo de mi tamaño, veía gigante. Nunca lo había pensado
pero el río se me hacía más y más pequeño, las orillas más cercanas, el pantano menos
inhóspito. Nadie que no me tema puede decirme quién soy. Tan pronto llegué al pantano
también noté que podía retirar muy fácil los escombros de la ciénaga. Sacudía la cola y
todo se dispersaba. No debí haberlo hecho; escuché el motor de una lancha aproximarse
hacia mí. Nadé hasta el fondo, encontré el cuerpo de la última joven con una piedra
amarrada al cuello. ¡Claro!, si tres carnadas en la superficie fueron inútiles, una en el
fondo tal vez serviría. Malditos. El blanco de la base de su lancha se colocó a metros de mi
cabeza. Apagaron el motor. Escuché al alcalde decir que por acá el agua estaba agitada.
Conté hasta tres y quise averiguar qué tan grande era yo. Me impulsé con patas y cola, y
golpeé el piso de la lancha con la intención de asustarlos; mi cabeza llegó mucho más allá
de la superficie. Los vi nadar acobardados con la lancha volcada y sus manos lejos de las
armas. Esta vez solo estaban el alcalde y los dos policías. Sentí pena por ellos dos;
prestaban el servicio militar, seguían órdenes. Pudiera ser que cuando volviera a ver a mi
hijo, lo encontrara con la edad de ellos. Miré al alcalde a los ojos; en el agua, un reflejo
rojo que venía de los míos. Lo sujeté entre los dientes y me sumergí con él. Cuando llegué
al fondo, palpé con la lengua: conservaba su cabeza, no sé dónde quedaría el resto del
cuerpo. La escupí asqueado y me limpié la boca con un buen trago de agua de fango. Esa
noche aprendí dos cosas sobre mí. Primero: entre más crezco en tamaño, más tiempo
permanezco como reptil, lagarto, monstruo, bestia o lo que sea. Ser grande significa
ausentarme más tiempo de casa. Segundo: algo en esta lóbrega naturaleza que padezco,
me vaticina esas ausencias. Tal vez mi niño también recibe esos vaticinios.

El pantano que noche tras noche sentía más estrecho, el río, el pueblo; a ellos también
había que decirles adiós. Me repugnaba estar acompañado de policías, cazadores o
nuevos alcaldes. Me repugnaba provocar el sacrificio acuático de más mujeres. Con uno
del pueblo que viviera en las aguas, bastaba. Sacudí las losas fangosas del pantano.
Cayeron árboles y monos que definitivamente no eran gorilas. Abrí camino hasta un nuevo
río, y otro, y otro, y otro más. Me guiaba por el sabor de sus aguas; yo perseguía la sal. El
último río era el más salado, y como lo presentí, me llevó al mar. Nadé muchos días
tratando de huir de las costas, de sus bajas profundidades plagadas de turistas. Llegué a
altamar: aguas turbulentas, profusas en sales. Al levantar la cabeza y no divisar ninguna
costa supe que había llegado a un buen lugar. Los calamares fueron mi alimento. Me
quedó la costumbre de golpear con la cabeza la base de las embarcaciones y de vez en
cuando lo hacía por pura diversión. En altamar la vida puede ser muy aburrida. Cuando
presentí la siguiente transformación, nadé siguiendo el dulce de las aguas y la textura del
pantano. Emergí del río del pueblo, hecho hombre. Reconocí a uno de los policías
bachilleres que patrullaba en la lancha la última noche de cacería. Ya era un hombre
grande con uniforme de muchas estrellas. Lo saludé con un ademán de cabeza y seguí
hacia la casa. La mamá del niño abrió la puerta de muy mala gana. “Él ya no vive acá. Se
ganó una beca para estudiar arte en Venecia, Italia”. Recorrí la sala en medio de las fotos
de su primer día de colegio. En el pasillo hacia su cuarto, había un portarretratos con la
foto de él y yo abrazados a la orilla del río: él sostenía la trucha que acabábamos de
pescar. Me pareció verlo correr por ese pasillo alfombrado, hacer el kame hame ha,
patear pelotas de plástico y luego recostarse sobre una pared a toser sin descanso por
cinco minutos. Yo le llevaba agua, y si era tiempo de su medicina, le ayudaba con el
inhalador. Lo abrazaba, y de un salto se escapaba a seguir corriendo e invocando poderes.
Su mamá enmarcó el dibujo del lagarto que una vez me regaló. Entré a su cuarto. Ella dijo
haberlo conservado tal como él lo dejó. Tenía afiches de barcos, una reproducción de ese
cuadro de Escher (el holandés que pintaba en dos y tres dimensiones) que parece un vitral
de lagartos. En una esquina, el tarro repleto de pulguitas. El mueble de la consola estaba
vacío. “¿Y la consola de videojuegos?”. “Él la vendió hace un año para tatuarse el pecho”.
“¿Tatuarse el pecho?”. “Sí. Como los marineros”. ¡Cuánto me perdí de su vida por esta
maldita naturaleza! Lo paradójico es que en ese momento, más que ninguna otra vez,
tenía ganas de ser reptil o saurio y jamás volver a emerger. ¿Para qué? Corrí hacia el río
casi sin respirar; el presagio de la transformación era más y más fuerte. Mi niño, mi niño.
Malditos sean los saurios, malditos los reptiles mesozoicos. Si antes disfruté de mi
dualidad anfibia, esa vez denigré. Llegué al río. Al menos con la cara sumergida no se
notarían las lágrimas. Ya inmerso, me revolqué sobre mi propio eje. Clavé las garras en mi
blanco pecho, le dibujé caminos de sangre, traté inútilmente de morder mi cola como
cualquier perro. La gente del pueblo nunca había visto su río tan agitado, aparte, se
desató una tormenta. No quise llamar más la atención. Nadé hasta el pantano. Lo sentí
tan estrecho… Me golpeé la cabeza con las raíces de los árboles pero solo conseguí que se
cayeran; nada en este mundo podía causarme dolor físico y nada en este mundo podía
aliviarme el que me inundaba por dentro. ¿Por qué no fui como cualquier otro? ¿Por qué
no fui un simple mamífero bípedo que deja escapar su vida en la trivialidad innata de su
especie? Yo no era nada. Ni saurio, ni hombre, ni reptil, ni padre, ni nada. Tantas veces me
golpeé la cabeza con las raíces y las piedras que al fin quedé inconsciente. Desperté en la
mañana con la cabeza sangrante y el cuerpo arañado. Fue la primera vez que me
despertaba como hombre en el pantano. De la rama de un árbol colgaba una carpeta
grande, como las de los diseñadores. Tenía una nota pegada al cierre: “¡Ábrela, papá!”.
Adentro había una gran bolsa negra de material impermeable, y dentro de la bolsa, diez
pinturas. Acuarelas, óleos, vinilos. Eran suyas, sin duda. Conservaban los trazos
intermitentes de los dibujos que él me regalaba cuando niño. Las vi una por una. Lamenté
tanto que mis transformaciones no incluyeran un bolsillo… ¿Por qué no fui canguro?...
Había una nota final; reconocí su caligrafía desprolija propia de un médico, un artista o un
boxeador.

En una orilla del pantano está el lagarto, en la otra, el hombre; hay una tercera orilla
que casi nadie puede ver, en la que lagarto y hombre se encuentran para alzarse en dos
patas y acicalarse las escamas.
Guardé las pinturas en la bolsa y luego en la carpeta. La puse en la rama del árbol donde la
encontré. Creo que el niño también sintió que el pueblo, el río y el pantano le quedaban
estrechos. Transformado e inmerso, seguí la ya conocida ruta de la sal. Los ríos, la playa, el
mar, altamar y cuanta mar fuera necesaria hasta sentir en mi lengua bífida el sabor del
mediterráneo. Venecia era el mejor lugar en donde alguien como yo podría hacer una
búsqueda. No debí haberme lastimado tanto la otra noche, pensaba; siempre he valorado
mi sangre reptilia, y si mi niño no se avergonzaba de la naturaleza de su padre, yo
tampoco debía hacerlo. Proyecté en mi memoria sus diez pinturas para que me
acompañaran durante el viaje. Él debe ser bueno pintando: por algo se ganó una beca en
Italia. ¡Y adivinen qué!…

Él pinta monstruos de mar.

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