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Sanar El Corazon - Ketan Raventos Klein - 240119 - 222045
Sanar El Corazon - Ketan Raventos Klein - 240119 - 222045
SANAR EL CORAZÓN
La zanahoria de la (in)felicidad
Seguramente conoces la metáfora del asno y la zanahoria. El jinete ata una
zanahoria con una cuerda y un palo y la cuelga frente al burro. Como el
animal desea la zanahoria camina para alcanzarla, pero al caminar la
zanahoria también avanza. De esta forma el jinete consigue que el burro
camine y persiga la zanahoria, pero nunca la puede alcanzar, porque la
zanahoria siempre está en el futuro.
¿Qué es la felicidad? ¿Algo que sucede en el futuro cuando se cumple
nuestro deseo? ¿Qué experimentamos cuando se cumple nuestro deseo? Tal
vez un instante de satisfacción y relajación tras la tensión de la espera o el
esfuerzo realizado, e inmediatamente surge otro deseo…
En los primeros años de vida, las personas que nos educaban nos
empujaron a perseguir unos objetivos, trasmitiéndonos la idea de que, cuando
alcanzásemos la meta, seríamos felices. Naturalmente, como nosotros no
sabíamos nada, y dependíamos y confiábamos en las personas que nos
cuidaban, nos esforzamos en alcanzar los objetivos. Pero, poco a poco, al
estar enfocados en los objetivos, es decir, en el futuro, fuimos perdiendo el
contacto con el aquí ahora, con la vida, con nuestro Ser.
Vivir para el futuro se convirtió en nuestro estilo de vida. En el futuro,
cuando consiguiésemos esto o aquello, se cumplirían nuestros sueños —o al
menos nuestras obligaciones— y por fin seríamos seres completos. Gracias a
un gran esfuerzo fuimos avanzando, completando etapas, consiguiendo
objetivos, pero cada vez que se cumplía un objetivo aparecía nuevos
objetivos, nuevas metas que debíamos culminar para poder realizarnos.
Crecimos y vivimos creyendo que la realización está en el futuro. Porque
fuimos educados y entrenados para perseguir objetivos. Somos expertos en
abstraernos del presente para enfocarnos en el futuro. Creemos que, cuando
se cumplan nuestros sueños, por fin podremos ser felices y disfrutar de la
vida.
Al principio, la motivación de nuestra carrera era para conseguir algo, algo
que supuestamente nos daría la felicidad, en el futuro. Pero el futuro es como
un espejismo, solamente existe en nuestra imaginación; la vida siempre
sucede en el ahora. Y al no vivir enraizados en el presente —en la realidad—,
al vivir desconectados de nuestras necesidades reales, hemos ido acumulando
carencias, malestar, dolor, frustración. Y, sin darnos cuenta, el impulso de la
carrera ha cambiado: ya no corremos para alcanzar un objetivo que nos dará
la felicidad, ¡corremos para escapar de nuestro malestar!
A menos que seas muy inocente y todavía no te hayas dado cuenta del
truco de la zanahoria, si eres honesto/a contigo mismo, te habrás percatado de
que usas toda clase de zanahorias para intentar escapar de ti mismo/a. Es
normal, es lo que ves a tu alrededor, lo que la sociedad te ha enseñado.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Desde la infancia se nos inculca una
idea: «Tú, tal como eres, no eres suficiente, no estás completo/a; para ser
alguien tienes que lograr unos objetivos, colmar unos ideales». Ese alguien,
ese modelo de persona en la que tienes que convertirte, varía en función de
los condicionamientos familiares, los ideales sociales, las creencias
religiosas, la presión y las expectativas del entorno. Tu familia puede ser
tradicional, progre, intelectual, religiosa o atea, de una gran ciudad o de un
entorno rural, acomodada, de clase media o de clase trabajadora, pero el
mensaje básico es el mismo: «La felicidad está en el futuro, cuando consigas
esto o aquello, cuando seas alguien».
Desde muy pequeños se nos enseña que el presente es irrelevante, porque
todavía no eres quien tienes que ser; lo importante es el futuro, cuando seas
alguien, cuando consigas terminar tus estudios, cuando tengas un título
universitario, un trabajo, un buen sueldo, una pareja, un reconocimiento
social, unas posesiones, unos hijos, etc.
El niño y la niña existen en el presente, todo está sucediendo siempre en el
presente; pero las personas que acompañan al menor no están presentes, están
enfocadas en el futuro, cuando no están viviendo en el pasado, atrapadas en
su mente, en sus recuerdos, en sus heridas y sus traumas.
La presión externa hace que la atención del niño/a se enfoque en el futuro.
Todo el mundo está preocupado por el futuro del niño, lo que el niño o la
niña tiene que hacer para ser una persona de provecho. Eso hace que el niño,
la niña, empiece a perder el contacto con el presente, que aprenda a ignorar su
Ser, que crea que el sentido de la vida está en el futuro, que la vida se
convierta en una carrera de obstáculos para conseguir aquello que
supuestamente le dará la felicidad.
Poco a poco vamos perdiendo el contacto con el presente, con la realidad
externa y con la realidad interna, para tratar de conseguir un bienestar que
supuestamente está en el futuro. Pensamos que, si logramos aquello que nos
hemos propuesto, estaremos satisfechos y empezaremos a disfrutar de la vida.
Pero, cuando conseguimos lo que queremos, inmediatamente sentimos que no
nos aporta la plenitud esperada y asumimos que la felicidad está en otra parte,
y que para lograrla hay que perseguir otro objetivo.
Creemos que la felicidad está en el futuro y esa convicción se ha convertido
en un estilo de vida. Y así pasan los años, siempre corriendo detrás de una
zanahoria. Hasta que llegas a un punto que estás exhausto/a de correr detrás
de tantas zanahorias y empiezas a dudar de que ahí fuera vayas a encontrar la
zanahoria de la felicidad. Y tu vida deja de tener sentido, te indignas, te
deprimes... Y es que perseguir zanahorias tiene sus ventajas: te mantiene
entretenido, ocupada y, sobre todo, mantiene viva tu esperanza: «Antes o
después encontraré la zanahoria de la felicidad».
De una forma u otra la vida nos muestra lo absurdo de vivir para el futuro,
porque la vida está sucediendo siempre aquí y ahora. Perseguir la zanahoria
de la felicidad es posponer. La vida está sucediendo hoy y, en lugar de
vivirla, de saborearla, de disfrutarla, de amarla, de adentrarnos
profundamente en sus misterios, de enfrentarnos a los retos que nos trae para
crecer, la estamos posponiendo para el día de mañana, cuando nos jubilemos
o encontremos la zanahoria perfecta.
A veces hemos invertido tanto en nuestras zanahorias que no estamos
dispuestos a dejar ir nuestras fantasías. Reconocer que hemos estado
persiguiendo zanahorias y hemos pagado un precio muy alto por ello duele.
Para el ego —la identidad ilusoria que hemos construido para tratar de
conseguir la zanahoria de la felicidad—, reconocer su propio fracaso es
demoledor.
Llegados a este punto hay dos opciones: «Todo es una mentira. Yo soy una
víctima del sistema y tengo muchas razones para estar enfadado/a» o «Me
estoy dando cuenta de que la vida no es lo que yo creía. La felicidad no está
en el futuro, lo único que tengo es el ahora. El tiempo que me queda de vida,
en lugar de perseguir zanahorias, voy a vivirlo. ¡Gracias a la vida, que me ha
dado una segunda oportunidad!».
Darnos cuenta de que hemos estado viviendo en una ilusión puede ser muy
perturbador. Es natural, contemplar que aquello en lo que hemos creído e
invertido nuestro tiempo y nuestra energía se derrumba es inquietante.
¿Quién soy yo cuando los sueños y las convicciones que me sostenían se
desmoronan?
Cuando eso sucede, entramos en crisis. A veces este tránsito, donde lo viejo
muere y todavía no somos testigos de un renacimiento, nos aterra. La
inseguridad, el no tener certezas o una meta definida, el miedo al vacío, a no
saber, a perder el control, a perder la cabeza y enloquecer, a ser un perdedor,
puede ser aterrador.
Lo viejo ha de morir para que lo nuevo pueda nacer. Si hay mucha
resistencia a dejar ir las creencias que ya no responden a nuestras inquietudes,
sufrimos. Una cierta resistencia es natural, porque hemos estado identificados
con algo durante mucho tiempo; dejarlo ir es perder una parte de nuestra
identidad, y eso despierta muchos temores e inseguridades. Podemos
resistirnos a soltar, o podemos confiar y entregarnos a este momento tal como
es.
Cuando todo se derrumba, cuando ya no sabes ni quién eres, cuando no te
queda ni la esperanza de encontrar una zanahoria que te salve, ¿qué te queda?
Solamente abrirte al misterio del ahora: la fuente de la vida y el amor. Hasta
ahora has estado buscando las respuestas, el amor y el sentido de tu vida
afuera.
¿Qué puedes hacer cuando aquello en lo que creías ya no se sostiene y no
tienes dónde agarrarte? Cuando se han roto tus sueños, cuando has perdido la
esperanza de que algo o alguien te puede salvar, solamente te queda la vida,
la vida que palpita dentro de ti. ¿Qué otra cosa puedes hacer que rendirte al
ahora —lo único real que tienes—, abrir el corazón y dejar que el amor que
irradia tu Ser te sostenga?
EL ANHELO DEL CORAZÓN
El laberinto mental
Cuando en nuestra vida hay mucho conflicto e insatisfacción, en lugar de
preguntamos si la vida que llevamos nos hace sentir vivos, generalmente lo
transformamos en una discusión mental. Una parte de la mente manifiesta su
frustración, su hartazgo, su malestar, mientras que otra parte intenta justificar
y racionalizar por qué estamos donde estamos. Las ideas de cómo hay que ser
y cómo hay que vivir la vida dirigen el barco. La ideología controla nuestra
vida.
¿Por qué le damos tanto poder a la ideología? ¿Por qué permitimos que
unas ideas acerca de cómo hay que ser y vivir nos roben la vida?
La naturaleza de la mente es dual. Si le preguntas entre ir hacia la derecha o
hacia la izquierda, su función es encontrar argumentos para ir hacia la
derecha y argumentos para ir hacia la izquierda. El problema es que, cuando
hay empate —lo cual es muy frecuente—, nos quedamos bloqueados.
«¿Cómo voy a ir hacia la derecha cuando hay tantas razones para ir hacia la
izquierda?», «¿Cómo voy a ir hacia la izquierda cuando hay tantas razones
para ir hacia la derecha?». ¡Te has metido en un buen lío! La discusión
mental puede ser interminable. Hagas lo que hagas sentirás que en el fondo te
estás equivocando, porque estás traicionando tus propios argumentos.
Cuando vivimos en la mente, siempre tenemos razones para justificar
nuestro sufrimiento. Podemos sentirnos muy estancados y desgraciados, y al
mismo tiempo tener muchos motivos para no abrirnos a un cambio: «¿Cómo
voy a separarme y romper una familia?, ¿cómo voy a dejar mi trabajo, de qué
voy a vivir?, ¿cómo voy a salir adelante si dejo la seguridad y apuesto por mi
proyecto?, ¿cómo voy a escuchar a mi corazón y arriesgar todo lo que he
conseguido?».
Siempre hay argumentos y razones de peso para no abrirnos a lo
desconocido; pero, cuando por miedo nos apegamos a lo conocido, nos
estancamos, dejamos de crecer, nos apagamos. Nos vamos muriendo en vida.
Aun teniendo una vida triste, vacía, mecánica, sin sentido, tenemos un
montón de razones y justificaciones para no arriesgarnos.
¿Por qué nos resignamos con una vida triste y anodina? Porque nos da
miedo sentirnos vivos. Porque estar vivos significa sentir y escuchar a
nuestro corazón, apostar por aquello que nos hace vibrar, dejar de hacer cosas
que consumen nuestra energía para enfocarnos en aquello que nos hace
sentirnos vivos.
No hay forma de saber si este camino o el otro será mejor para ti. No
puedes adivinar el futuro, hay demasiadas variables en juego. Puedes perderte
la vida analizando, especulando, acumulando argumentos y contradicciones,
posponiendo, o apostar por aquello que te hace sentir vivo/a.
Cuando la mente está muy dividida, dándole más vueltas al asunto no
avanzamos; al contrario, cada día nos cuesta más tomar una decisión, cada
día hay más pros y contras, y el miedo a equivocarnos nos paraliza.
La vida no consiste en seguir el camino marcado para no cometer errores,
sino en atrevernos a vivir aquello que resuena en nuestro corazón y aprender
de los errores. Podemos encontrar razones y justificaciones para todo, incluso
para no vivir: podemos perdernos en el laberinto de la mente o dejarnos guiar
por aquello que nos hace sentir vivos.
Acorazarse no es la solución
La relación de pareja es un deporte de alto riesgo. A menos que seas muy
joven, sabes a qué me refiero. Te han herido muchas veces. Y si no te has
responsabilizado y no te has adentrado en un proceso interior para sanar tu
corazón y reparar la confianza, cada día estás más cerrado, más cerrada, más
contrariado, más desesperanzada. Algunas personas llegan a un punto en el
que están tan resentidas y acorazadas que el amor de pareja les parece
imposible, ni siquiera contemplan esa posibilidad.
¿Por qué nos acorazamos? Porque arrastramos viejas heridas que no
estamos abordando adecuadamente, porque tenemos miedo a abrir y sentir
nuestro mundo interior. Queremos protegernos del dolor, de nuestro propio
dolor, pero al encapsularlo se enquista. Las heridas no se pueden curar
tapándolas, negándolas, reprimiéndolas. Al contrario, cuando las enterramos
o las enmascaramos nunca nos liberamos de ellas, permanecen en nuestra
psique, saboteando inconscientemente nuestra existencia.
Cuando estamos muy heridos y, fruto de unas experiencias traumáticas,
albergamos dolorosos sentimientos de abandono y desvalorización, creemos
que el amor de pareja curará nuestras heridas, que ahí fuera hay alguien que
nos puede dar el amor que necesitamos. Buscamos una relación de pareja en
la que proyectar nuestros sueños, con la esperanza de que el otro colmará
nuestro anhelo. Pero el dolor y el resentimiento acumulado en nuestro
interior, unido a unas expectativas fantasiosas, generará amargos
desencuentros, conflictos, reproches, luchas de poder, incomprensión y
desengaño.
Las heridas no integradas de nuestra infancia se manifiestan en la relación
de pareja y nos sentimos incomprendidos, traicionados, abandonados,
invadidos o devaluados. Provocan que recreemos dinámicas de
codependencia, o que busquemos sexo y cariño compulsivamente, cambiando
constantemente de amante. Hasta que llegamos a un punto en el que hemos
acumulado tanto dolor y desengaño que, aunque queramos tener relaciones
sexuales, nuestro corazón se ha cerrado a la intimidad.
A menudo, detrás de un gran anhelo de amor hay una historia de dolor. Y
buscar amor para anestesiar el dolor genera mucho sufrimiento, nos hace
repetir una y otra vez los mismos patrones. Para abrirnos a la posibilidad de
crear relaciones sanas, conscientes y nutritivas, necesitamos conocernos
profundamente, emprender un proceso de sanación, dejar de buscar
salvadores y culpables, y aprender a gestionar adecuadamente nuestro mundo
interior.
A veces, fruto de las carencias y las experiencias traumáticas de nuestra
infancia, albergamos tanta hambre de amor que lo buscamos
compulsivamente. Al principio de nuestra andadura, cuando somos muy
jóvenes, creemos que el amor de pareja sanará y colmará nuestro corazón.
Creemos que ahí afuera hay alguien especial que nos salvará, que nos dará el
amor que necesitamos, que por fin podremos ser felices.
Pero, a medida que vamos teniendo relaciones, descubrimos que hay unos
patrones que se repiten, que el amor y la plenitud que tanto anhelamos se nos
escapa, que la relación de pareja activa nuestras frustraciones, temores,
carencias y heridas más profundas. Y que nuestra necesidad de amor es
mayúscula, mientras que nuestra capacidad de amar es muy limitada.
Si somos honestos, nos damos cuenta de que la capacidad de experimentar
amor no depende del otro, sino del estado de nuestro corazón. Cuando
nuestro corazón está muy herido, cerrado, acorazado o lleno de carencias, hay
tanta necesidad y desconfianza que generamos relaciones desdichadas,
porque atraemos a personas que, al igual que nosotros, arrastran muchas
heridas emocionales.
Antes de intimar con otro ser humano, necesitamos intimar con nosotros,
conocernos profundamente; de lo contrario, toda aquello que reprimimos y
rechazamos en nosotros lo proyectamos en el otro. Esperamos que él o ella
nos dé lo que no nos estamos dando. Le juzgamos por ser como es, le
hacemos responsable de nuestras heridas, le exigimos que colme nuestras
carencias y, cuando no cumple nuestras expectativas, nos decepciona y le
castigamos. Sin querer, desde el principio, saboteamos la posibilidad de que
el amor pueda crecer y florecer, provocamos que suceda aquello que
queremos evitar.
A menos que hayas tirado la toalla y te hayas instalado en la resignación,
escudándote en el mantra «el amor es imposible, todos los hombres (o las
mujeres) son iguales», si el anhelo de tu corazón sigue vivo, si crees que en la
vida y en las relaciones, hay un aprendizaje. Una parte de este libro la he
dedicado a observar e investigar cómo se activan las heridas de nuestro
corazón en las relaciones y cómo abordarlas para crecer, para que las
activaciones del cuerpo emocional y el sistema nervioso no destruyan el amor
y la intimidad.
Rendirse a la vida
En nuestra cultura la palabra rendirse tiene muy mala prensa, porque se
interpreta como un fracaso, como una debilidad, como un acto de desidia o de
cobardía. «No pares, no te rindas nunca, no dejes de luchar», se oye por todas
partes. Porque no entendemos ni sabemos qué significa rendirse. Nos hemos
pasado la vida huyendo de nosotros mismos. Sabemos esforzarnos,
protegernos, luchar, perseguir, conseguir, resistir, huir, posponer, escapar.
Somos expertos en sobrevivir, pero desconocemos el Arte de Morir.
En Oriente se utiliza la metáfora el Arte de Morir, como un aprendizaje
esencial para la vida. No se refiere a la muerte física —aunque es una
preparación para afrontar la muerte—, sino a la maestría de vivir entregado al
momento presente. Nos recuerda que algo en nosotros tiene que morir para
estar realmente vivos.
El significado espiritual de rendirse es lo contrario de huir, de evitar, de
escapar; significa entregarse a la vida tal como es. No significa ni
sometimiento ni humillación. Al contrario, quien afronta la vida tal como es,
con el corazón abierto, respondiendo con honestidad y valentía, emana
gracia, belleza y dignidad. Es la Luz que irradia Buda, Jesús, Saraha, Rumi,
Meera, Atisha y todos los seres despiertos —hombres y mujeres— que han
caminado sobre la tierra.
Rendirse no significa dejar de actuar, sino dejar de discutir con la realidad;
en lugar de rechazar o intentar escapar de la realidad, de vivir
inconscientemente —huyendo y reaccionando—, te abres a la vida. En la
rendición tomas la vida tal como es y desde ese espacio de profunda
aceptación surge la respuesta adecuada al momento presente.
El Arte de Morir empieza a suceder cuando la consciencia reconoce el
origen del sufrimiento humano, cuando comprende que el ego es una ilusión,
un espejismo. Mientras creemos que el espejismo es real —un oasis en medio
del desierto—, esa visión nos impulsa a tomar decisiones equivocadas,
basadas en una percepción irreal. En cambio, si al mirar al horizonte vemos
un espejismo y sabemos que en realidad esa laguna que estamos viendo no
existe —es solo un efecto óptico—, no será necesario caminar bajo el sol
abrasador inútilmente buscando hidratarnos y refrescarnos, ni sufrir una
decepción cuando veamos la realidad.
Cuando el ego gobierna nuestra vida, saltamos de espejismo en espejismo,
con la esperanza —y consiguiente decepción— de que estamos a punto de
alcanzar el oasis. Como nunca lo encontramos, acabamos sintiéndonos
estafados, víctimas de la vida, cuando en realidad nadie nos ha estafado,
hemos sido víctimas de una visión y una comprensión distorsionada.
Podemos justificar nuestra desdicha y nuestro resentimiento asumiendo que
somos víctimas de la maldad del mundo, y otorgarnos el derecho a juzgar y
castigar a quien nos plazca, propagando la inconsciencia y el desamor a
nuestro alrededor, o cuestionar nuestra visión investigando el origen real del
sufrimiento.
El viaje interior
Cada ser humano es único, incomparable, un universo de posibilidades y
potencialidades; esa es su belleza y su dignidad. Pero desde nuestra llegada al
mundo estamos sometidos a una gran presión externa y a circunstancias que
hieren nuestra integridad y limitan nuestro potencial. Los condicionamientos
recibidos y las expectativas puestas en nosotros nos moldean, nos reprimen,
nos dirigen y a veces nos aprisionan. ¿Cómo reconocer lo que somos y lo que
venimos a aportar cuando estamos tan condicionados y presionados?
Algunas personas reaccionan intentando cambiar la sociedad. Su esfuerzo
es hacia fuera; creen que luchando para cambiar el mundo todo mejorará.
Mientras, otros individuos sienten que, para cambiar lo externo, primero
necesitamos ser conscientes de nuestro mundo interior. Si dentro de mí estoy
lleno de conflictos, heridas, carencias, resentimiento, ambición, voluntad de
poder y egotismo, ¿cómo voy a arreglar el mundo?, ¿qué puedo mejorar? Lo
que haré es reproducir afuera mis conflictos internos. Antes de querer arreglar
el mundo, necesito ser consciente, conocerme de verdad, quererme y estar en
paz conmigo mismo/a.
El viaje interior es un proceso de autoconocimiento, una experiencia
individual, no hay un modelo establecido o un itinerario que seguir. En esa
búsqueda no podemos ir tras las huellas de nadie, porque al seguir el camino
de otros nos alejamos de nuestro propio camino. Tal vez podemos buscar
inspiración en Lao Tse, Krishna, Mahavira, Rumi, Buda o Jesús, o en otros
seres que han florecido, pero nuestra naturaleza y la realidad que nos rodea es
diferente a la suya. Aunque yo me calce unas sandalias, me vista como
Jesucristo y recite sus enseñanzas de memoria, jamás seré Jesucristo, como
mucho un pésimo imitador.
La existencia nos ha hecho únicos por alguna razón, no para convertirnos
en imitadores ni en fotocopias de nadie; de hecho, cuando intentamos ser lo
que no somos, fracasamos estrepitosamente. Esa es una de las razones por la
que en el mundo hay tanto sufrimiento. Porque, en lugar de ser quien somos,
de escuchar nuestro corazón y caminar nuestro camino, de respetar y celebrar
nuestra individualidad —el ser único e incomparable que somos—, para
adaptarnos a la sociedad tratamos de ser algo que no somos, adoptamos unos
objetivos y unos ideales impuestos, nos perdemos y nos consumimos
persiguiendo unas metas que nos impiden ser y florecer.
El viaje interior es un proceso de indagación y autodescubrimiento para
discernir y descubrir la diferencia entre la identidad que nos ha dado la
sociedad y quiénes somos realmente. Un esfuerzo para ser más libres y
conscientes, para desprendernos de los programas y condicionamientos
recibidos que nos impiden ser y florecer.
La educación que hemos recibido ha sido básicamente un proceso hacia
fuera, la adquisición de unos conocimientos y unas habilidades para
comprender y lidiar con el mundo que nos rodea, un aprendizaje necesario
para sobrevivir y adaptarnos al medio. Pero el mundo exterior, aunque es
muy importante, no lo es todo. Dentro de cada uno de nosotros hay un
universo muy complejo. Sin embargo, nadie nos ha invitado ni nos apoyado a
descubrirlo, a observarlo, a escucharlo, a comprenderlo, a respetarlo, a
cuidarlo… Nos hemos enfocado tanto en aprender a gestionar el mundo
exterior que nos hemos olvidado de nuestro mundo interior. El viaje interior
es una aproximación a nuestra interioridad para expandir la consciencia y
liberarnos del sufrimiento.
Tradicionalmente, quien quería iniciar un viaje interior, renunciaba al
mundo exterior y se retiraba a un monasterio, a una cueva, a la naturaleza, a
algún lugar apartado de la vida mundana. La mayoría de las religiones han
fomentado la división entre la vida mundana y la vida espiritual, entre el
camino del cuerpo y los sentidos y el camino del alma. Y nos han hecho creer
que debíamos elegir entre una vida convencional y una vida espiritual. Y
como la vida espiritual que nos han planteado exige tantas renuncias y
sacrificios, la mayoría opta por una vida mundana, asumiendo que esa
elección le impedirá adentrarse profundamente en la vida espiritual.
Yo crecí en una familia católica tradicional, con un marco metal heredado
que divide lo humano de lo espiritual. Según las religiones monoteístas, Dios
y la naturaleza están separados: Dios creó el universo, la vida, la naturaleza,
el ser humano. Mientras, yo siempre sentía que Dios estaba en el mar, en las
montañas, en los bosques, en la vida, en mi propio corazón. Desde muy
pequeño sentía un gran anhelo de explorar la dimensión espiritual, pero no
sentía ninguna atracción —más bien lo contrario— por la religión, sus
doctrinas y sus predicadores. Una cosa era practicar una religión —aprender
unos preceptos, asumir una doctrina, acatar unos dogmas, participar en unos
rituales y rendir pleitesía a una jerarquía eclesiástica— y otra totalmente
distinta escuchar el anhelo de mi corazón. Esta visión me generó muchos
problemas desde niño, porque mi espiritualidad no se ajustaba a lo que se
esperaba de mí.
Desde muy joven sentí que ninguna religión me podía aportar lo que yo
estaba buscando, porque no tenía ningún interés en adoptar unas creencias,
seguir una doctrina y conformarme con una verdad prestada. La religión me
parecía una distracción innecesaria que me apartaría del verdadero anhelo de
mi corazón. Mi anhelo era conocerme, descubrir a través de la propia
experiencia la esencia divina de la existencia, una presencia misteriosa que
yo sentía en los más profundo de mi Ser, en la naturaleza, en el cosmos.
Durante muchos años viví con un conflicto aparentemente irreconciliable:
una parte de mí queriendo explorar el mundo exterior —la vida y los retos de
una persona joven que quiere vivir, amar y experimentar— y la otra
queriendo explorar la dimensión espiritual. Si quería adentrarme en el mundo
espiritual debía renunciar a llevar una vida normal, es decir, a viajar, conocer
el mundo, desarrollar mi creatividad, tener una actividad profesional,
relacionarme y divertirme, explorar el amor de pareja, la sexualidad, etc. Para
poder sumergirme en la espiritualidad debía retirarme a un monasterio y
renunciar a todo lo que era natural y humano.
Pero yo no estaba dispuesto a renunciar a la vida, me parecía antinatural. Y
la alternativa de volcarme en una vida normal, sin una dimensión espiritual,
tampoco me satisfacía. Sentía que me faltaba algo esencial, tan esencial como
respirar. La vida convencional, enfocada en el mundo exterior, en conseguir
unos objetivos, me ahogaba, porque estaba tan llena de exigencias,
apariencias, distracciones y actividades de todo tipo que me perdía a mí
mismo y sentía un gran vacío espiritual.
Sentía la necesidad de retirarme, de alejarme de la sociedad de consumo y
del entorno donde había crecido para encontrarme, vivir en contacto íntimo
con la naturaleza, explorar mi mundo interior y buscar inspiración en formas
de vida más sencillas y auténticas. Esa búsqueda me llevó a viajar durante
largos periodos de tiempo y a convivir durante meses con pueblos indígenas
de África, Asia y Sudamérica. El contacto con culturas primigenias me ayudó
a acercarme a mí mismo, a la esencia del ser humano, despojado de
programas y corsés culturales.
Para mí, la expresión cultura primitiva no es algo peyorativo —más bien lo
contrario—, porque he observado que, a menudo, detrás de una forma de vida
humilde y arraigada a la naturaleza, suele haber seres humanos más
satisfechos y conectados con su naturaleza interna. Tal vez porque la
tecnología, y sobre todo el afán desmedido de consumir, competir, aparentar,
demostrar, poseer y acumular que caracteriza a las sociedades de consumo, a
menudo aleja al individuo de su naturaleza esencial.
Pero no soy un nostálgico del pasado. No tengo una imagen idealizada de
la vida primitiva ni de la pobreza; he visto cómo la carencia de algunas cosas
básicas puede ser muy limitante y generar mucho sufrimiento. Pero una cosa
que siempre me ha conmovido, cuando he convivido con seres humanos que
viven en condiciones muy básicas, es su alegría, su despreocupación y la
actitud con la que afrontan la vida.
Ser testigo de cómo unos seres que viven muy humildemente —en unos
poblados de casas de barro y tejados de paja, sin electricidad, agua corriente
ni servicios médicos— son más alegres y felices que la mayoría de los
europeos, me obligó a cuestionar nuestro estilo de vida. Confrontar este
hecho para mí siempre ha sido demoledor, a la vez que muy liberador, porque
me ha obligado a cuestionar todo lo que la sociedad me ha transmitido y a
darme cuenta de que enfocar mi existencia en ser o tener más, o en aferrarme
a una supuesta seguridad, no tiene ningún sentido. En el mundo occidental —
la sociedad que tiene más riqueza, confort y recursos de todo tipo— es donde
he visto más insatisfacción, frustración y amargura.
Durante años compaginé la fotografía creativa y de publicidad con viajes
de varios meses por lugares remotos de la tierra. Hasta que, tras una
experiencia mística en el desierto, mi corazón me invitó a dejarlo todo para
conocerme y explorar la dimensión espiritual. «¿Para qué quiero trabajar
tanto, conseguir dinero y reconocimiento, cuando ni siquiera me conozco? —
sentía—. Necesito parar, dejar de ser un esclavo de un estilo de vida enfocado
en conseguir unos objetivos, necesito escuchar la voz de mi corazón, abrirme
al misterio del ahora, aprender a vivir».
En un largo viaje por cinco países de África, atravesando el desierto del
Sáhara, una noche de luna llena, caminando solo entre las dunas del desierto,
sucedió algo inexplicable: desaparecí. Había un cuerpo sobre la duna, pero yo
no estaba confinado en él, yo era un inmenso mar de dunas, el viento, el
sonido de la arena, la luna, la luz dorada reflejada en el desierto, el cielo, las
estrellas; yo era todo —también ese cuerpo— y nada al mismo tiempo. Como
si me hubiese fusionado o disuelto en la inmensidad del universo. No había
límites, la noción de tiempo y espacio desaparecieron.
Cuando los primeros rayos del amanecer me acariciaron, volví a ocupar mi
cuerpo y una gratitud indescriptible inundó mi corazón durante semanas.
Nunca había experimentado algo tan hermoso, extático y misterioso.
Después de aquella experiencia ya nada volvió a ser igual. Me enamoré de
algo que no podía entender. Ni siquiera sabía cómo explicarlo o a quién,
porque de haberlo hecho me habrían tomado por loco. Y es que hay
experiencias que, hasta que no se integran, es mejor no hablar de ellas. Hay
que dejarlas macerar lentamente en el corazón, permitir que se asienten, que
den sus frutos.
Aquella noche marcó un antes y un después en mi existencia. Tras aquella
experiencia supe que había concluido una etapa de mi vida y que algo nuevo
acababa de nacer. No tenía ni idea de lo que era ni lo que me esperaba, pero
ya no podía volver a mi vida anterior. Al llegar a Barcelona vendí mis
pertenencias y me compré un vuelo a la India sin fecha de retorno. Tenía
veinticinco años y estaba a punto de empezar el viaje de mi vida. Me sentía
libre, liberado de las expectativas de la sociedad y de mí mismo.
ZORBA EL BUDA
Zorba el Buda
No tenía ni idea de qué haría en los próximos meses, más allá de la
aventura diaria de viajar y abrirme a la vida. Estaba enamorado del misterio y
confiaba en mi corazón. Hacía años que sabía que, cuando cogía la mochila y
me adentraba en lo desconocido, la vida siempre me sorprendía y me
cuidaba, y me traía las experiencias y las personas que necesitaba para seguir
creciendo.
Al poco tiempo de aterrizar en la India me llegó un libro de Osho, un
maestro espiritual nada convencional que desconocía, a pesar de haber
viajado por India anteriormente en varias ocasiones. Inexplicablemente sentí
un impulso irresistible por visitar su centro de meditación. Su comunidad en
los años noventa era un lugar lleno de vida, de alegría, de celebración, de
creatividad, de meditación. Un punto de encuentro de individuos
inconformistas, rebeldes y creativos de todo el mundo. Me sorprendió mucho
ver cómo gente tan radicalmente diferente y genuina podía vivir junta, con
tanta alegría y respeto por la individualidad del otro. En la comunidad había
personas de cien países, de todas las edades, orígenes y procedencias,
meditando, trabajando, compartiendo y conviviendo armónicamente.
En algún lugar había leído que, para la prensa amarilla, Osho era el gurú
del sexo, porque, según decían, predicaba el amor libre. Pero no le di
importancia, ni me encajaba con lo que yo veía: la gente estaba viviendo,
meditando, trabajando, compartiendo, explorando su mundo interior y su
creatividad. Sí, es cierto, cada cual vivía su sexualidad libremente, ¡gracias a
Dios!, pero nada que ver con las supuestas orgias de las que hablaba la prensa
sensacionalista… En seguida comprendí que, en un país tan conservador
como India en lo referente al sexo, tener una actitud relajada y natural acerca
de la afectividad y la sexualidad era muy provocador. Aquella comunidad era
un experimento rompedor, y al no ajustarse a los cánones tradicionales de la
sociedad, generaba mucha controversia, juicios y proyecciones.
Independientemente de las críticas —reales o infundadas—, yo me sentí
muy cómodo y bien acompañado. No había las normas, las restricciones y la
represión de la mayoría de los ashrams de la India. Era libre de quedarme o
de marcharme en cualquier momento. El enfoque de la comunidad era
experimentar la meditación, la amistad, el amor, la creatividad y la
celebración en la vida cotidiana; conocerse, responsabilizarse, aprender a
vivir conscientemente.
Pero en lugar de hacerlo a través de la renuncia, la represión, la castidad, la
obediencia y la penitencia —la vía espiritual que proponen muchas religiones
—, se trataba de vivir la vida plenamente, momento a momento, con
consciencia, aprendiendo de cada experiencia, incluyéndolo todo: el trabajo,
la meditación, la creatividad, las relaciones humanas, el deporte, la terapia, la
diversión, la celebración, la afectividad, la sexualidad, etc. Me sorprendía
que, a finales del siglo XX, una propuesta tan natural y gozosa fuese tan
transgresora y potencialmente peligrosa para algunos. Comprendí que la
mente patriarcal y las viejas estructuras de poder tenían mucho miedo al
cambio; su interés era mantener al ser humano dormido, atemorizado,
reprimido, culpable y obediente.
Osho era un provocador, no dejaba a nadie indiferente. En lugar de creer en
algo que no es tu experiencia, cuestiónalo todo, decía. No aceptes ningún
dogma, atrévete a no tener respuestas de segunda mano, a vivir sin premios
de consolación. La amenaza de un infierno-castigo y un cielo-premio después
de la muerte no es más una estrategia de los sacerdotes para atemorizar y
manipular a las masas. Si Dios no es tu experiencia, no te conformes con una
creencia, deja abierto el interrogante. Observa, investiga, ábrete a los
misterios de la existencia, atrévete a vivir sin respuestas prestadas.
La invitación de Osho es a vivir, explorar y celebrar la vida en su totalidad;
a reconciliar lo humano y lo espiritual, en lugar de crear una brecha ficticia
entre el cuerpo y el alma. Su propuesta, sintetizada en la visión de Zorba el
Buda, contempla a un ser humano capaz de vivir y disfrutar de todo lo
humano: el arte, la ciencia, la música, la danza, las relaciones humanas, la
amistad, la celebración, la sexualidad, la pasión, el amor, la aventura, etc. Las
cualidades humanas encarnadas en el personaje literario Zorba el Griego, un
ser humano alegre y despreocupado, que sabe celebrar cada momento y vivir
con totalidad.
Zorba es hermoso, entrañable. Es el amigo, la amiga, el amante, el
compañero de viaje, alguien con quien puedes compartir y celebrar la vida. A
su lado nunca te faltará una buena comida, una copa de vino, una
conversación sincera, unas risas, una canción, un amigo que te escucha y te
comprende, unas lágrimas, un abrazo. ¡Zorba es la aventura de vivir
apasionadamente, disfrutar la vida y compartirla!
Pero Zorba tiene una dimensión espiritual por descubrir. Hay momentos
que Zorba necesita parar, relajarse, respirar, contemplar, conectar con la
naturaleza, meditar. Hay momentos para la amistad y la celebración, y hay
momentos para el silencio, para el recogimiento, para la introspección, para
conectar con la esencia divina. Zorba necesita explorar la dimensión
espiritual que encarna Gautama el Buda. ¿Por qué hay que elegir entre lo uno
y lo otro? ¿Por qué hay que crear una brecha entre Zorba y Buda, entre lo
humano y lo espiritual? ¿Por qué no podemos vivir ambas dimensiones
simultáneamente?
La propuesta de Osho me llegó al alma. ¡Por fin un lugar donde poder vivir
la vida en su totalidad! El conflicto en mi corazón de tener que elegir entre
una vida mundana y una vida espiritual desapareció. El poder vivir en
plenitud lo humano y lo espiritual era lo que yo siempre había anhelado. De
repente se abrieron todas las puertas. La brecha que durante siglos había
partido a mis antepasados se disolvió. Una visión bipolar de la realidad, una
forma de ver y vivir la vida trasmitida generación tras generación, en la que
el miedo, la obediencia, la vergüenza, el pecado, la culpa, la sumisión a la
autoridad y la obligación de mantener las apariencias era una esclavitud que
generaba muchísima hipocresía y sufrimiento. ¿Quién quiere vivir partido
cuando reconoces que no hay una brecha entre lo humano y lo espiritual?
Cuando comprendí que no necesitaba renunciar a nada, que la vida no era
enemiga de la espiritualidad, ni la búsqueda espiritual estaba reñida con la
vida, algo en mi corazón se relajó. Empecé a ver la vida con otros ojos, a
perder la seriedad, a soltar lastre, a sentir cosas que nunca había sentido, a
maravillarme con el instante presente, a descubrir lo sagrado en la cotidiano,
a adentrarme en unos espacios interiores que desconocía, a conectar con la
vida y con los demás desde otro lugar, a descansar en mi corazón, a expresar
mi verdad, a vivir y compartir mi vulnerabilidad.
El descubrimiento de poder integrar la meditación en la vida cotidiana —la
posibilidad de conocer y adentrarme en el Ser a través de cualquier actividad
— supuso una revolución. Porque, al abrir esa puerta, me puse en contacto
con mi luz, pero también con mi sombra, con todo el dolor acumulado en mi
corazón, con todas las experiencias traumáticas de mi vida.
Al principio no fue fácil. Eran tantos los descubrimientos, las cumbres y los
valles, las subidas y las bajadas, los estados de consciencia expandida, el
éxtasis y la agonía, que a menudo me sentía desbordado por todo lo que
emergía de mi interior. Me sentía tan sensible y vulnerable que necesitaba
muchos espacios de silencio y recogimiento, acompañado de meditación y
trabajo para enraizarme. No tenía nada externo donde aferrarme, estaba
aprendiendo a sostenerme en la presencia.
El proceso de confrontación, digestión y comprensión fue muy lento. Un
peregrinaje de ocho años para atravesar lo que los místicos llaman «la noche
oscura del alma». Una travesía para que el dolor que había acumulado en mi
corazón pudiese salir a la luz y liberarse. A veces lo que emergía era tan
desgarrador que, si no hubiese tenido un maestro y el apoyo amoroso de una
comunidad, no habría podido sostenerlo.
Gracias a Dios, la India me acogió y me cuidó, me brindó el espacio y la
compañía adecuada para apoyar un proceso de meditación y sanación que
transformó mi vida. En mi corazón siempre siento mucha gratitud hacia la
India y hacia todos los seres que me inspiraron y me acompañaron: amigos,
maestros, compañeros de viaje, la gente de la calle, los mercados, los
campesinos, los árboles gigantes, los sadhus, los trotamundos, los mendigos,
los niños, e incluso los monos y las vacas que están por todas partes.
A veces me preguntan: «¿Qué hiciste tantos años en la India?». Siempre me
resulta difícil responder a esta pregunta… En la cultura de la competencia, la
eficacia, los objetivos, los resultados y la inmediatez, ocho años dedicados a
la meditación y la sanación pueden parecer una pérdida de tiempo y de
oportunidades. «¡Estás perdiendo los mejores años de tu vida!», me decían
mis padres, preocupados porque supuestamente su hijo había perdido el
rumbo y tenía una vida muy poco productiva. No podían entender que su hijo
quisiese vivir en una comunidad de chiflados en la India, con un gurú que,
según ellos, me había lavado el cerebro. Estaban convencidos de que estaba
arruinando mi vida.
¿Vivir de acuerdo a tu corazón, disfrutando de lo que haces, aprendiendo a
meditar y a responsabilizarte, rodeado de amigos, es arruinar tu vida? Si en
lugar de hacer lo que se espera de ti escuchas a tu corazón y te sales del
camino establecido, muchos te juzgarán. Creerán que has perdido la cabeza,
que te estás equivocando y que estás echando a perder tu futuro. Por eso
muchas personas tienen una vida triste, sin sentido, y están tan enfadados,
porque en lugar de escuchar a su corazón y hacer lo que anhelan, renuncian a
vivir su vida para no decepcionar a sus seres queridos.
Aunque pueda parecer extraño, parar y dedicarme en cuerpo y alma al viaje
interior ha sido la mejor inversión de mi vida. Sin ninguna duda. Nunca
imaginé los regalos que recibiría y cómo transformarían mi vida. Quizá
porque nunca lo viví como una inversión, sino como una apertura a la vida.
Desde entonces estar vivo es una aventura y un aprendizaje diario. Gracias a
la meditación descubrí una forma de mirar, vivir y compartir la vida mucho
más íntima, gozosa y amorosa, y descubrí que las cosas más valiosas no se
pueden conseguir, son un regalo.
El despertar de consciencia
A veces se confunde la moda actual por el crecimiento personal con el
despertar de la consciencia. Son fenómenos diferentes. El crecimiento
personal tiene que ver con el autoconocimiento, el aprendizaje y la práctica
de unos conocimientos y unas técnicas de experimentación que abarcan el
intelecto, el trabajo corporal, el energético, el psicológico-emocional y
ciertas prácticas espirituales.
A través de las propuestas de crecimiento personal podemos aprender cosas
que enriquecen y mejoran nuestra vida. Es equiparable a participar en un
curso de jardinería o de cocina japonesa. Cuando volvemos a casa, hemos
aprendido unos conocimientos prácticos que enriquecen nuestra dieta y
mejoran nuestro jardín. ¿Quién puede negar la utilidad de aprender unos
conocimientos? Descalificar las propuestas de crecimiento personal me
parece absurdo, porque pueden aportar cosas positivas a nuestra vida, pero no
hay que confundirlo con el despertar de la consciencia.
El viaje interior puede ir acompañado de experiencias de crecimiento
personal o no. A veces estas experiencias favorecen el despertar de la
consciencia y en otras ocasiones pueden ser una distracción. A veces una
sesión o un curso de reiki, de bioenergética, de trabajo corporal, de biodanza,
de constelaciones familiares, de meditación, de tantra o de psicoterapia puede
desbloquearnos, aportarnos la llave, la experiencia o la comprensión que nos
faltaba para abrir una puerta, para soltar lastre, para inspirarnos, para mejorar
nuestra relación de pareja, y ser una bendición para nuestra vida.
Pero también podemos hacer del crecimiento personal otra zanahoria.
Podemos utilizar los libros, las terapias, la espiritualidad y los cursos de
desarrollo personal para escapar de nosotros mismos y decorar nuestra
personalidad.
Hace unos meses leí un libro de un hombre que se declaraba adicto a las
terapias y al crecimiento personal. A lo largo de quince años probó más de
cincuenta métodos. Obviamente acabó agotado, confundido y resentido,
porque, a pesar de todo su esfuerzo, no había logrado la paz interior; al
contrario, cada día crecía la brecha entre la meta y la realidad.
Se obsesionó por probar todas las propuestas y métodos de desarrollo
personal disponibles, sin darse cuenta de que estaba todo el día ocupado
probando todo tipo de terapias y tratamientos para huir de sí mismo. Hacer,
estudiar, aprender y practicar se puede convertir en una droga para evitar
sentir nuestro corazón. Y engañarnos a nosotros mismos diciéndonos que
todo lo que hacemos es para nuestro crecimiento personal, incluso para
nuestro despertar espiritual.
No hay que confundir el anhelo de una vida consciente, auténtica, con
sentido, con la esclavitud de la superación y el desarrollo personal. El ego
siempre quiere hacer algo para ganar algo. Y como vive en constante
carencia, conflicto y frustración, algunas personas creen que unos
conocimientos de psicología o barnizar de espiritualidad su personalidad
solucionará su malestar interior.
En las tradiciones espirituales orientales no se busca el desarrollo personal
sino el despertar la consciencia. El despertar de la consciencia no es algo que
se puede estudiar y aprender, no es un premio o un logro personal que se
consigue a través del esfuerzo, es nuestra naturaleza esencial. Pero hablar de
ello se presta a la confusión, porque, o bien creemos que es algo que tenemos
—o sabemos—, o que no tenemos —o no sabemos— y hemos de conseguir.
Podemos tener cosas, objetos, conocimientos, poder y reconocimiento,
podemos poseer y acumular cosas, pero no podemos poseer lo que somos.
La mente hace de la consciencia una posesión o una carencia, y
seguidamente un objetivo que hay que alcanzar. ¿Cómo puede ser un logro
ser lo que eres? Lo que tú eres no es algo externo, no es algo que está
separado de ti: no es un concepto, una ideología o una información que
puedes adquirir.
Uno puede acumular conocimientos, aprender mil cosas interesantes,
esforzarse y avanzar para conseguir objetivos, pero ¿cómo puedes conseguir
algo que no está separado de ti? La consciencia no puede ser abordada como
un objeto o un objetivo, porque no es algo, no está separado de ti, no está en
el pasado ni en el futuro. Por eso, para hablar de la consciencia,
tradicionalmente se ha utilizado el término despertar.
El significado de la palabra Buda es ‘el que ha despertado’. Siddhartha
Gautama, posteriormente conocido como Buda, en cuyas enseñanzas se
fundó el budismo, ya dijo hace dos mil quinientos años que todos los seres
humanos tenemos el potencial de despertar. No es una meta, no es el
privilegio de unos elegidos, no es una creencia, una doctrina o una religión,
es nuestra naturaleza esencial. No tiene edad, sexo, ni está asociado a ninguna
ideología. No tiene nada que ver con ser practicante o no de una religión, ni
con poseer unos conocimientos determinados. Puede sucederle a un ateo, a un
analfabeto, a un niño, a cualquier ser humano.
El despertar espiritual no tiene nada que ver con la idea fantasiosa que
mucha gente tiene: un estado idílico de paz en el que supuestamente no te
afecta nada. No es un suceso que de repente trae paz y armonía a nuestra vida
y se acaban los problemas. No hay luces doradas, ni música celestial, ni
ángeles alados, ni nubes de algodón. Puede haber momentos de profunda
quietud, silencio y gratitud, y una comprensión reveladora, pero no
necesariamente traen paz y armonía con el entorno.
El despertar espiritual es una comprensión que sucede inexplicablemente.
De repente se revela otra realidad y pone toda tu vida patas arriba. Es difícil
de asimilar porque cambia la percepción y la comprensión de la vida. Es una
bendición, pero también puede ser una complicación, porque es como si te
despertaras de un sueño. Ya no puedes tomarte el sueño en serio —no puedes
creértelo—, pero, para la gente que se identifica con el sueño, este sigue
siendo real y esperan que para ti sea real. No pueden imaginarse ni entender
que para ti ya no es real. Lidiar con este cambio de percepción es complicado,
sobre todo cuando eres joven y dependes de los demás.
Si yo hubiera hablado de ciertas experiencias espirituales a personas de mi
entorno cuando era muy joven, me habría metido en un buen lío… Hay
experiencias espirituales que es mejor no compartir a través de las palabras, a
menos que en tu vida haya alguien que haya vivido e integrado esa
experiencia. Si hablas de ello con alguien que no tiene ni idea de qué estás
hablando, lo juzgará y te confundirá. Solamente si lo compartes con alguien
que también lo ha vivido te sentirás visto/a y comprendido.
Utilizar la mente para hablar de algo que trasciende la mente no es lo más
adecuado. Al intentar reducirlo y traducirlo a palabras inevitablemente se
distorsiona, y la mente que lo escucha, lo filtra y lo interpreta no puede
recibir el mensaje que se quería transmitir. Es inevitable. Mejor permanecer
en silencio, despojarlo de palabras y dejarlo marinar en el corazón. Poco a
poco se irá asentando y traerá, a su debido tiempo, sus frutos.
En Occidente creemos que la mente lo es todo, que todo se puede reducir a
palabras, a conceptos, a ideas, a teorías. No nos damos cuenta de la limitación
de la mente y de sus filtros. Por ejemplo, si yo digo: «En mi jardín hay un
árbol», todas las personas que lean esta frase se imaginarán un jardín y un
árbol diferente. Ninguna idea acerca del jardín y el árbol es real, ni siquiera
mi idea es real. Para comunicarnos necesitamos utilizar conceptos y palabras,
pero a menudo nos olvidamos de que nuestro concepto o imagen interna del
jardín y el árbol es subjetiva, irreal. Es solamente una representación mental.
La mayoría de los conflictos que tenemos son el resultado de pensar: «Mi
representación mental es verdadera y la tuya es falsa». Nos aferramos a
nuestra visión de las cosas y le ponemos la etiqueta de verdadera, y cualquier
otra visión diferente es falsa. Confundimos un punto de vista subjetivo con la
realidad.
La utilización del lenguaje hablado se presta a la confusión, por eso en
Oriente, cuando te acercas a un maestro espiritual, las enseñanzas esenciales
no son expresadas a través de palabras. No pueden ser expresadas con
palabras. Es imposible. Para recibirlas el discípulo primeramente tiene que
aprender a observar el filtro de la mente y la naturaleza de los pensamientos.
Y solamente después de años de práctica en la meditación, puede empezar a
recibir las enseñanzas esenciales, es decir, todo aquello que no puede ser
expresado con palabras.
En nuestra cultura, consecuencia de la educación recibida, creemos que
todo tiene que poder explicarse y entenderse con palabras. Es una creencia
muy limitante que nos afecta en todas las dimensiones de nuestra vida,
porque nos impide abrirnos y experimentar una realidad inmensamente
mayor a la que pueden acceder las palabras. Con esta afirmación no estoy
diciendo que las palabras no sean útiles y necesarias, sino que la existencia
no se limita a aquello que puede ser expresado o comprendido con palabras.
Cuando puedes abrirte a la existencia sin la limitación del filtro de los
pensamientos, las palabras y las etiquetas, la presencia, la visión y la
comprensión se expanden.
El bypass espiritual
IDENTIDAD, PERSONALIDAD,
CORAZA, VULNERABILIDAD, ESENCIA.
¿QUIÉN SOY YO?
En verdad,
no hay nada que debas hacer
para ser quien realmente eres;
sin embargo, hay algo que necesitas reconocer
para dejar de ser lo que no eres,
y esto es discernir la diferencia
entre tu mente y tu ser.
MOOJI
ANTES QUE UNA IDENTIDAD
La pregunta fundamental
Antes de adentrarnos en el abordaje de las heridas de nuestro corazón y
emprender un proceso de sanación específico para cada parte dañada,
necesitamos conocernos, reconocer cómo se manifiesta nuestra energía y
nuestra individualidad, aprender a diferenciar entre la identidad que
adoptamos para estar en el mundo e interaccionar con los demás, y las
distintas vestimentas y estrategias —personalidades— de nuestro Ser que
utilizamos para protegernos y relacionarnos. Para ello necesitaremos
adentrarnos en un viaje de autodescubrimiento.
La pregunta fundamental para conocernos y situarnos en el mundo es:
«¿Quién soy yo?». ¿Cómo podemos saberlo cuando dentro de cada uno de
nosotros hay distintas identidades y muchas personalidades que cambian en
función de las circunstancias? ¿Quién soy yo entre toda esta multitud? En
Occidente pocas personas se hacen esta pregunta, porque la educación que
recibimos consiste en crear una identidad y adquirir unos conocimientos para
poder desenvolvernos en la sociedad. Ni siquiera la religión plantea la
pregunta, ni te invita a buscar tu propia respuesta. El interés de la Iglesia, el
Estado y el mercado es que, desde muy pequeño —antes de que surja la
pregunta— tengas inculcadas unas respuestas y seas un engranaje eficiente
del sistema.
Sin embargo, en Oriente esa es la pregunta esencial que plantean todas las
tradiciones espirituales: «¿Quién soy yo?». Pero no se plantea de entrada. Al
igual que en Occidente, en los primeros años de vida se adoctrina a los
menores en la religión de la familia y la mayoría de los individuos abrazan y
trasmiten las creencias heredadas como parte de su legado cultural; pero
cuando una persona quiere ahondar en la dimensión espiritual —más allá de
las creencias, las jerarquías y los rituales de su religión—, se desprende de las
respuestas heredadas y se enfrenta a la gran pregunta.
Cuando eso sucede, el individuo deja de ser un seguidor y se convierte en
un buscador. La diferencia entre ambos términos es fundamental: el seguidor
tiene algo en que creer, una doctrina, una comunidad, unas prácticas, unos
rituales, unos sacerdotes que actúan como consultores e intermediarios de la
divinidad; el buscador o la buscadora, en cambio, se queda sola, se desliga de
la religión institucional para buscar respuestas a través de su propia
experiencia.
En Occidente los buscadores nunca han estado bien vistos, porque no
siguen el orden establecido. No están dentro de la Iglesia ni son ateos
declarados. No comulgan con la religión, pero tienen inquietudes espirituales.
Nadie sabe muy bien dónde situarlos.
Hasta hace muy poco, en Occidente la religión tenía el monopolio de la
espiritualidad, pero a partir de mediados del siglo pasado empieza a gestarse
la revolución sexual. Tras muchos siglos de adoctrinamiento y represión, la
juventud dice basta, basta de renuncias, basta de dogmas y sumisión para
ganarse un paraíso que nadie ha visto. La juventud quiere vivir, experimentar,
desinhibirse, dejar atrás siglos de represión y patriarcado. El feminismo
empodera a las mujeres y sacude a la sociedad. Muchas cosas empiezan a
cambiar, pero las religiones siguen enrocadas en sus dogmas, jerarquías
autoritarias y doctrinas limitantes. Como resultado de ello, los jóvenes se
alejan de las iglesias y la religión pierde su autoridad y protagonismo en la
sociedad. ¡Gracias a Dios, Dios deja de ser el monopolio de la religión!
Pero el anhelo espiritual es intrínseco al ser humano y muchos jóvenes
huérfanos de religión buscan inspiración espiritual en Oriente. En su mayoría
no quieren convertirse en seguidores —cambiar una religión por otra— y se
convierten en buscadores. Para ser buscador no hace falta abrazar un credo o
una ideología. Ser buscador significa, en esencia, que no te conformas con
unas respuestas heredadas ni un manual de vida de segunda mano; quieres
vivir de acuerdo a tu corazón y tener una visión que se apoye en tu propia
experiencia.
Ser un buscador no es un capricho, nadie se embarca en ese peregrinaje por
diversión. Detrás de cada buscador hay una historia de dolor y frustración.
Son personas que no han encontrado la felicidad en lo cotidiano: en la pareja,
la familia, el trabajo, el éxito profesional, el estatus económico, el
reconocimiento social, la cultura, las aficiones, etc. En cierto modo, es un
inadaptado —alguien que abandona lo conocido para adentrarse en lo
desconocido—, y se embarca en una búsqueda sin ninguna garantía de nada.
El seguidor de una religión al menos tiene el calor de su comunidad, el
respeto de la jerarquía y la promesa de que, si cumple con los preceptos
religiosos, después de la muerte disfrutará del paraíso. Las reglas del juego
están muy claras.
El buscador está solo/a, aunque a veces comparte el camino con otros
peregrinos. No tiene una parroquia donde acudir cuando está desesperado/a.
No tiene un libro sagrado o una doctrina donde buscar respuestas. Navega por
la vida sin manual de instrucciones.
En Occidente ser un buscador/a está mal visto, porque es un individuo que
no acata ninguna autoridad religiosa ni sigue ninguna doctrina; es más, lo
cuestiona todo. Para el seguidor, el buscador no es de fiar: «¿Qué clase de
vida espiritual puede tener quien cuestiona todo y vive desordenadamente?».
En Occidente, durante siglos, hemos asumido que la vida espiritual supone
renuncia, pobreza, castidad, servicio y obediencia.
En Oriente ser un buscador no está mal visto, la sociedad respeta al
buscador porque entiende su anhelo. El buscador abandona el confort de una
vida segura y ordenada para buscar la liberación. Siddartha Gautama Buda
era un príncipe que renunció a una vida palaciega y se convirtió en un asceta
errante para buscar la iluminación. Mahavira, el último referente jainista,
también renunció a su reino en busca del despertar espiritual. La mayoría de
los santos y místicos de Oriente han sido buscadores.
Jesucristo también fue un buscador. Todos los grandes maestros han sido
buscadores, no se podían conformar con una verdad inculcada. Su corazón les
impulsó a salirse del camino establecido para buscar, vivir y compartir su
propia experiencia. Aunque luego, desafortunadamente, siempre sucede lo
mismo: cuando muere el maestro, unos individuos se apropian del mensaje y
crean una religión, obligando a todos a convertirse en seguidores. El mensaje
original y liberador del maestro se distorsiona para crear individuos
manipulables y dependientes.
Cuando alguien tiene un anhelo espiritual genuino, es muy difícil aceptar la
prisión de la religión. El buscador no quiere creencias, ideologías, respuestas
prestadas, tampoco premios de consolación, ni dejarse manipular por un
castigo —infierno— que nadie ha visto. Si Dios existe, quiere verlo con sus
propios ojos, sentirlo en su corazón. Si hay una verdad, necesita
experimentarla. El buscador no quiere anestesiarse ni coleccionar palabras
vacías, busca una experiencia que ilumine y transforme su vida.
¿Por dónde empezar? En lugar de llenarnos de palabras vacías, el camino
de la meditación propone vaciarnos de respuestas prestadas e indagar en el
observador. El buscador se pregunta: «¿Quién soy yo? ¿Quién es el que está
buscando a Dios? ¿Quién es el que está buscando la verdad? ¿Quién es el que
quiere trascender, dejar de sufrir y disolverse en el amor?». Siempre es la
misma pregunta: al final toda búsqueda apunta al origen, al observador, a
nuestra naturaleza esencial.
¿Por qué necesitamos investigar quiénes somos y no conformarnos con
unas creencias o respuestas prestadas? Porque tus ideas acerca de quién eres
determinan tu forma de ver y estar en el mundo, tu forma de pensar, tus
sentimientos, la relación que tienes contigo mismo/a, con la vida, con los
seres que te rodean, con multitud de sucesos que suceden cada día. Y, por
supuesto, tu relación con tu destino final: la muerte. Porque, cuando
ignoramos quiénes somos o, para ser más exactos, cuando estamos
confundidos y nos identificamos con el envoltorio y unas ideas prestadas,
vivir es una experiencia muy conflictiva, un esfuerzo inútil con un final
dramático.
¿Cómo podemos vivir en paz sabiendo que no tenemos el control de casi
nada? ¿Cómo podemos relajarnos sabiendo que mañana mismo un imprevisto
puede romper nuestros sueños, destruir nuestra salud y arrebatarnos la vida
—la propia o la de nuestros seres queridos—? ¿Cómo podemos confiar y
disfrutar de la vida siendo tan frágiles y vulnerables? ¿De qué te sirve una
cuenta bancaria abultada, tus propiedades y todos los conocimientos y
reconocimientos que has acumulado frente a la muerte?
Cuando no sabemos quiénes somos, intentamos llenar ese vacío de muchas
formas. Algunas personas lo hacen con cosas materiales, relaciones y
ocupaciones; otras con narcisismo, poder y reconocimiento; otras con una
lucha o una militancia por alguna causa noble; otras con actividades o
sustancias anestesiantes; otras se consuelan con la fantasía de una vida eterna
en el paraíso…
Nadie puede responder a la pregunta «¿Quién soy yo?» por ti. Ningún
concepto, ninguna teoría, ninguna respuesta de segunda mano puede
responder a este interrogante. Tendrá que ser tu descubrimiento, tu propia
experiencia.
Antes que una identidad
Nadie puede desvelarte quién eres; sin embargo, desde que naces, todo el
mundo te transmite unas ideas que acaban conformando una identidad: te dan
un nombre, unos apellidos, un vínculo de pertenencia a una familia, unos
valores, una religión, una nacionalidad, unas obligaciones, unos objetivos,
etc. Cuando naces eres un organismo vivo, pero todavía no ha sido creada
una identidad. Hay vida, hay energía, hay consciencia, hay amor, pero no hay
lenguaje verbal ni una identidad asociada a unos conceptos.
Para vivir en la sociedad necesitamos una identidad, identificarnos con un
nombre, una procedencia, unas singularidades y unos atributos. Si alguien te
pregunta: «¿Quién eres?», tal vez puedes responder: «Me llamo Juan. Soy
hijo de Rodrigo y Elena. Nací en Tarragona. Tengo 36 años. Soy moreno y
mido 180 centímetros. Soy abogado. Milito en un partido de centro-izquierda.
Estoy casado con Lourdes y tenemos dos hijos. Mi pasión es…». Y, aunque
todo eso sea verdad, no responde a la pregunta «¿Quién eres tú?».
Si eres una persona religiosa, podrías añadir a esta descripción: «Creo en
Dios, soy cristiano. Creo que no soy solamente este cuerpo y esta mente,
también tengo un alma. Creo que el día que muera mi alma se reunirá con
Dios y mis seres queridos».
Si observas esta descripción, no responde a la pregunta «¿Quién eres tú?».
Es solamente una forma de pensar, de definirse. Te identificas con tu cuerpo,
tu procedencia, tu ideología política, tus creencias religiosas, tu formación y
tu función en la sociedad. Y aunque todo eso es significativo, no hace
referencia a quien eres realmente; son atributos, al igual que la ropa que usas
o tus gustos musicales. Tú ya eras antes de medir 180 centímetros, de ser un
abogado, un cristiano y un padre de familia. Todo eso son particularidades de
un organismo al que tú y tus allegados llamáis Juan.
¿Quién es Juan desnudo de atributos? ¿Quién eres antes de que ese
organismo se convirtiese en la persona que eres? ¿Quién presencia todos esos
movimientos que acontecen en la vida de Juan? Hay una consciencia que
presencia todos esos cambios. Los cambios seguirán aconteciendo. Un día
Juan será un jubilado y tal vez sea abuelo, y unos años después será un
anciano moribundo. En el pasado ni siquiera era padre, era un niño con
pantalones cortos haciendo la primera comunión. ¿Quién es el verdadero
Juan?
Podríamos decir que Juan es el bebé, el escolar, el universitario, el padre, el
abogado, el creyente, el simpatizante de una ideología, el jubilado, el abuelo
y el anciano moribundo. Todas esas son las formas con las que Juan
experimenta el mundo. Pero, paralelamente a las formas temporales
cambiantes, hay una consciencia sin contenido, un observador que presencia
la vida de Juan. ¿Qué es esa presencia que permanece inmutable y desligada
de los cambios de la forma? ¿Esa presencia tiene edad? ¿Tiene nombre?
¿Tiene profesión? ¿Tiene nacionalidad? ¿Pertenece a alguna religión o
partido político?
Despertar a la vida
En lugar de vivir inconscientemente, poseídos por el ego, podemos
empezar a reconocerlo, observarlo, cuestionarlo. ¿Merece la pena vivir
esclavizados por una identidad adoptada que nos hace sentir
permanentemente insatisfechos? ¿Queremos dedicar nuestra energía a
alimentar una ilusión, una autoimagen ficticia? Antes o después nuestro
cuerpo y nuestro ego desaparecerán. Y si vivimos suficiente tiempo
contemplaremos cómo el majestuoso ego que creíamos ser se deteriora y
entra en una inevitable decadencia. Si creemos que somos nuestro ego,
contemplar su decadencia puede ser muy deprimente: «¡Tanto esfuerzo y
tanto orgullo para no ser capaz de valerme por mí mismo y acabar con
pañales!»
¡Qué liberación saber que yo no soy ese ego! Sé que un día vendrá la
muerte y ese ego desaparecerá, pero eso no es una desgracia, porque nada
real se perderá. Durante muchos años creí que yo era mi ego y esa ilusión me
produjo mucho sufrimiento. Hasta que un día me di cuenta de que yo no era
eso. Y que nunca había sido eso. Y de repente todo cambió… La vida dejó de
ser algo serio, se convirtió en un juego. Un juego donde cada cual interpreta
un papel. En realidad, el rol que uno juega es secundario, sea el que sea es
temporal, funcional, con fecha de caducidad. La gracia está en jugar dándote
cuenta de que tú no eres el papel que estás interpretando. Entonces puedes
disfrutarlo sin miedo a perderlo.
En la India tienen una palabra hermosa para describir este fenómeno: leela,
que significa ‘el juego de la vida’. Si te das cuenta de que la vida es un juego,
o sea, de que el ego es una ilusión, puedes disfrutarla mientras dura; pero si
no te has percatado de que es un juego —de que tu ego es irreal—, te creerás
que tú eres el personaje que interpretas y que todo lo que le pasa al actor te
pasa a ti. Entonces la vida es muy trágica, con final infeliz. ¿Cómo puedes
relajarte y disfrutar sabiendo que estás sentenciado/a?
¿Y si resulta que tú no eres el personaje que va a morir, si solamente estás
encarnando el actor que interpreta el personaje? Cuando sabes que tú no eres
el personaje que interpretas, los logros, el éxito y las desgracias que le
suceden son relativas.
Pero, cuidado, no saquemos falsas conclusiones: no ser el personaje que
encarnas no significa que mientras dure la representación no sentirás o no te
afectarán las tramas del guion. Si estás realmente vivo/a, todo lo que
experimentas toca tu corazón. ¿Por qué no debería ser así?
Algunos egos espirituales —absurda contradicción— creen que «puesto
que yo no soy el ego, las interacciones y emociones humanas no deberían
afectarme». Algunas disciplinas religiosas intentan aplacar y controlar los
deseos y las emociones colocándose por encima de ellos. Creen que negando
o reprimiendo los deseos y la emociones se pueden trascender. ¿Es eso
verdad para ti? ¿Lo has probado? ¿Te ha funcionado? En mi experiencia,
cuando he negado o reprimido mis deseos y emociones, solamente he
conseguido sufrir y engañarme a mí mismo. Y he observado que hacer eso es
peligroso —para mí y para los demás—, porque mi mente dice una cosa —lo
que debería sentir o no sentir— mientras que en mi cuerpo está sucediendo
algo distinto.
Por mucho que la mente diga: «Todo es una ilusión», «No deberías tener
miedo», «Eso no debería importarte», «No deberías enfadarte», «No deberías
estar triste» o «No deberías sentirte culpable», no cambia lo que sientes; al
contrario, complica la situación, porque, además de sentir lo que sientes, se
añade un conflicto: «Mi mente dice que no debería estar sintiendo lo que
siento».
El ego es un especialista en disfrazarse y autoengañarse. El autoengaño no
es un defecto o un problema moral, algo de lo que deberíamos avergonzarnos
y que tendríamos que atajar. No, por favor, no saques esa conclusión. Juzgar
o reprimir el ego no te ayudará, al contrario. El ego no es una tara que haya
que eliminar. Es algo que necesitamos observar y reconocer, porque es una
percepción que genera mucha confusión y sufrimiento.
Recientemente, paseando por Barcelona, me encontré casualmente con un
yogui francés al que había conocido en la India. Se acababa de separar de su
pareja catalana y estaba enfrascado en una agria disputa judicial por la
custodia de su hija de dos años. Después de contarme el drama que estaba
viviendo, le insinué que unas sesiones de terapia podrían ayudarles a
reconducir la situación, o al menos a tener una relación sana entre ellos, por
el bien de su hija. Su respuesta fue: «Ya te la enviaré, a ver que puedes hacer
con ella»... Según él, el problema era ella, él no tenía nada que ver ni nada
que revisar… El ego puede ser muy ciego y arrogante. Cuando hay un
problema, el inconsciente y el inmaduro siempre es el otro. «¿Terapia yo?
No, gracias, a mí no me hace ninguna falta, ya te enviaré a mi mujer. A ella
le hace mucha falta».
Algunas personas confunden el maestro interior con el ego. Creen que tener
más edad, más conocimientos y experiencia de la vida les otorga una
superioridad moral. ¿Creernos superiores —más sabios y evolucionados—
significa ser más conscientes? La soberbia y la autosuficiencia enmascara
muchos temores. A menudo las utilizamos como justificación para no
abrirnos ni cuestionarnos, para no explorar nuestra propia sombra y
responsabilizarnos de ella.
La coraza
La coraza es la capa exterior de nuestro ser, la personalidad que hemos
desarrollado para relacionarnos con nosotros mismos y con la sociedad para
lidiar con las circunstancias que nos ha tocado vivir, unas estrategias,
mecanismos de defensa y dinámicas psicológicas que tratan de evitar el dolor
y el miedo.
¿Qué hay más frágil, dependiente y vulnerable que un bebé humano?
Durante muchos años el ser humano está indefenso, no tiene ninguna
posibilidad de sobrevivir sin la nutrición, la protección y los cuidados de la
madre y su entorno.
El niño, la niña, es muy sensible y delicada, y está totalmente expuesta a
todo lo que le rodea. Las circunstancias que le han tocado son las que son, no
las ha elegido. Aunque los padres se desviven por proteger y proporcionar a
sus hijos todo lo que estos necesitan, inevitablemente experimentan
carencias, invasiones, conflictos y experiencias dolorosas. El niño, la niña, no
puede evitarlas ni abandonar su entorno, tiene que convivir con la situación;
lo único que puede hacer es intentar protegerse.
La coraza es el personaje que hemos creado y desarrollado a lo largo de la
vida para protegernos y adaptarnos a la sociedad, para ser aceptados, para
conseguir atención, aprobación, respeto, control, poder, reconocimiento, etc.
En definitiva, para intentar ser felices. La capa de protección está formada
por máscaras, roles, disfraces, patrones de comportamiento y estrategias que
utilizamos para evitar nuestra vulnerabilidad, nuestros temores, heridas e
inseguridades, muchos de ellos inconscientes.
Hay corazas de todos los colores: algunas tienen la apariencia de una
personalidad muy responsable y competente; otras son amigables y
comprensivas; otras son ásperas y conflictivas; algunas están decoradas de
superioridad moral, intelectual o espiritual; otras quieren complacer, agradar,
seducir; otras buscan admiración, prestigio, poder; otras tienen la misión de
proteger y salvar a los demás; algunas adoptan un rol de rebeldía y lucha;
otras un rol de pasividad, fragilidad e incluso de víctima... Hay corazas que
están en conflicto permanente con el mundo y corazas que quieren armonizar
y salvar el mundo.
La coraza adopta diferentes personalidades o estrategias en función de las
circunstancias. A menudo, en la misma coraza conviven roles muy diferentes.
Por ejemplo: una víctima, un fiscal, un juez y un salvador.
La capa de vulnerabilidad
¿Qué hay debajo de la coraza? Debajo de la capa de protección está nuestra
capa de vulnerabilidad, nuestras inseguridades, temores, carencias, heridas,
todo aquello que nos produce dolor, miedo, vergüenza. Experiencias
dolorosas del pasado que no hemos integrado, sentimientos de abandono,
soledad, fracaso, traición, desvalorización, rabia, tristeza, indignidad, shock,
etc. También hay muchos aspectos positivos: sensibilidad, espontaneidad,
inocencia, juego, alegría, ternura, receptividad, honestidad, asertividad,
sensualidad, pasión, sexualidad, risa… Dimensiones de nuestra
individualidad que no pudimos vivir con libertad y naturalidad, paisajes
emocionales que a veces están a flor de piel o no, están profundamente
dormidos, reprimidos, congelados o enterrados, y solamente emergen ante
ciertas situaciones o circunstancias.
Este espacio interno nos conecta con las heridas y los miedos de nuestro
niño/a interior, con una historia de dolor, desamor, carencia e invasiones, con
un niño o una niña herida que habita en nuestro interior y tiene mucha
hambre de amor y reconocimiento, y a la vez mucha desconfianza, porque en
el pasado, para conseguir un poco de afecto, a menudo se sintió utilizado,
presionada, invadido o manipulada, o aprendió que para merecer amor hay
que agradar, complacer y renunciar a ser él/ella misma.
Para muchos de nosotros, entrar en contacto con nuestra capa de
vulnerabilidad nos asusta y nos pone inmediatamente en guardia. De niños
aprendimos que abrirnos —mostrarnos, ser auténticos y expresar nuestra
energía— podía ser muy doloroso. Tal vez cuando necesitábamos ser
escuchados y acompañados no había nadie receptivo para acogernos,
comprendernos y apoyarnos. O, a menudo, nuestros sentimientos y
necesidades eran juzgados o menospreciados, y aprendimos a ser fuertes, a
no ser ni mostrar aquello de nosotros que era ignorado, juzgado o rechazado.
De esta forma, poco a poco, aprendimos a rechazar, reprimir y enmascarar
nuestra vulnerabilidad.
Ningún niño, ninguna niña, nace con una imagen negativa de sí misma,
juzgando y rechazando su naturaleza y su energía. ¿Qué ha sucedido para que
un niño/a que ha venido completamente abierto, sin juicios —pura vida,
energía y espontaneidad— al cabo de los años se avergüence de sí mismo/a,
se juzgue y se rechace, se oculte detrás de unas máscaras y pretenda ser algo
que no es?
En los primeros años de vida, consecuencia de unos eventos traumáticos,
perdimos la confianza en nuestra energía, en nuestra naturaleza, en nuestra
individualidad, en nuestra vulnerabilidad, en la belleza que irradia el ser
único que somos, y abandonamos nuestro ser verdadero para tratar de
convertirnos en alguien aceptable, para intentar conseguir el aprecio y la
aceptación de nuestros cuidadores. Nos escondimos detrás de una coraza para
ser aceptados y enmascarar los aspectos que rechazamos de nosotros mismos.
Debajo de la capa de protección hay un niño o una niña herida y asustada, a
veces traumatizada y aterrorizada, un niño o una niña que tuvo que ocultarse
porque era angustiante y desolador experimentar tanto dolor y desamor. Ese
niño, esa niña, ha estado oculto dentro de la persona adulta durante mucho
tiempo, esperando la oportunidad para salir a la luz.
La esencia
La esencia es tu rostro original, todo lo que es genuino y verdadero —el ser
único que eres—; tu individualidad, tu presencia, tu espontaneidad, tu
sensibilidad, tu creatividad, tu pasión, tu compasión, el anhelo de amor,
verdad y autenticidad de tu corazón, la inteligencia innata que mora en tu Ser.
La esencia no es algo que tienes que conseguir o aprender, no es algo que
puedas adquirir; es tu naturaleza intrínseca, lo que eres, lo que permanece
cuando lo que no es real se disuelve.
El florecimiento de tu naturaleza esencial requiere desaprender, liberarte
de todo aquello que no te permite ser. No consiste en cargar más tu mochila
de conocimientos, ideologías, conceptos morales o espirituales, sino en
vaciarla completamente para que la luz del Ser pueda brillar.
Vivimos la mayor parte de nuestra existencia instalados en la coraza,
identificados con un personaje, aferrados a una seguridad ilusoria, temerosos
de perder el control, de sentir nuestro vacío y quedarnos desnudos ante
nuestros propios ojos y expuestos frente a los demás. Porque no confiamos en
que la vida nos nutre y nos sostiene.
El ego vive en una ilusión, hace que nos percibamos separados de la vida,
del amor, de la libertad, de la realización. Por eso siempre está insatisfecho,
siempre quiere más, siempre tiene la esperanza puesta en el futuro. Intenta
llenarse y reafirmarse de mil formas, pero nunca lo consigue. Siempre siente
que le falta algo.
Nuestro corazón anhela regresar a nuestra naturaleza esencial, a la
autenticidad, a la libertad, al amor; sanar las heridas y poder confiar de
nuevo. Pero para sanar nuestras heridas necesitamos abrirnos, dejar caer las
barreras, permitir que aquello que ha estado en la oscuridad salga a la luz.
La llamada Nueva Era a menudo ofrece técnicas de iluminación,
curaciones mágicas y remedios milagrosos para dejar de sufrir y abrirte
instantáneamente a la luz de la esencia. No mencionan que, cuando te abres,
después de unos instantes de luz, entras en contacto con tu sombra, tu
vulnerabilidad, tu dolor y tu miedo. Te prometen: «Puedes pasar de vivir en
la coraza a vivir en la esencia y dejar de sufrir». ¡Menuda falacia!
Despertar tu naturaleza esencial no es una experiencia mediante la cual te
conviertes en un ser etérico que vive más allá del dolor; esa es la fantasía de
alguien que no quiere enfrentarse a los retos de la vida. Para crecer
necesitamos aceptar nuestro dolor y nuestras inseguridades, dejar de huir, de
pretender, de buscar soluciones mágicas para no enfrentarnos a los desafíos
que nos depara la vida. Crecer significa abrazar nuestra humanidad, caminar
con el corazón abierto y los pies en la tierra.
Es humano albergar el deseo de que un día vamos a encontrar algo
milagroso que hará desaparecer nuestros problemas, o buscar una experiencia
espiritual que disolverá nuestros traumas. Pero es una fantasía. Vivir nuestra
naturaleza esencial no tiene nada que ver con colmar unas fantasías o
redecorar el ego. Es ser más humano, más real, más compasivo con uno
mismo/a, con el otro, con el mundo que nos rodea; acoger en el corazón el
dolor y el sufrimiento, presenciar y deleitarte ante la variedad, el colorido y la
belleza de la existencia, celebrar el misterio de la vida, enraizarte en el
presente y abrir el corazón a la vida tal como es.
Todos nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón, estamos buscando
volver a casa, regresar a la fuente de amor interna. La esencia es tu estado
natural. La presencia ecuánime que sostiene todo cuando descansas aquí y
ahora. Si surge un movimiento, no es para escapar de ti mismo/a o reforzar
una identidad, es un movimiento espontáneo, la vida expresándose a través de
ti.
LA POLARIDAD INTERNA
Abrirte a la vida
¿Qué puedes hacer cuando te sientes encorsetado/a por tu coraza,
interpretando un personaje, repitiendo unos patrones, desconectado de tu
verdadero ser y del mundo? Darte cuenta de que estás condicionado/a por una
coraza es un gran avance, muestra que empiezas a ser consciente. No te
juzgues por ello. No generes un conflicto inútil e innecesario en tu mente. Es
mucho más creativo investigar la razón de ser de tu coraza y dar pequeños
pasos para abrirte más a la vida.
La coraza no es algo negativo, está ahí por alguna razón: su propósito es
protegerte y ayudarte a conseguir lo que necesitas. La capa de protección se
gestó cuando eras muy joven y resultaba prioritario protegerse y salir
adelante. Tú no podías cambiar tu entorno, ni siquiera abandonarlo. Lo único
que podías hacer era protegerte, acorazarte y desarrollar unas estrategias para
cubrir tus necesidades. La forma más inteligente de protegerte era desarrollar
una coraza y adoptar unos roles. Gracias a tu inteligencia y capacidad de
adaptación sobreviviste a unas circunstancias muy difíciles.
Te invito a explorar tu capa de protección.
¿Cómo describirías tu coraza, la parte externa de tu personalidad que quiere
tener todo bajo control, empezando por ti mismo/a?
¿Cómo se manifiesta tu coraza en tu vida cotidiana y en la relación con los
demás?
¿De qué intenta protegerte?
¿Qué consigues gracias a tu capa de control y protección?
Aunque la coraza tiene su función y durante muchos años te ha protegido,
seguramente te has dado cuenta de que hoy te limita mucho: te mantiene
constantemente en la cabeza, en control, desconectado de tu cuerpo y tu
corazón, disfrazado/a, interpretando unos roles y un personaje, te dificulta
abrirte, ser natural y espontáneo/a.
¿Cómo te limita la coraza y sus disfraces en la vida cotidiana?
¿Cómo te condiciona en tu forma de vivir y de expresar tu energía y tu
creatividad?
¿Cómo te coarta cuando quieres abrirte, conectar e intimar con tu pareja?
Por favor, no te pelees con la coraza; simplemente obsérvala, es un
mecanismo de defensa. Pero no te refugies permanentemente en la capa de
protección; date el permiso —a tu propio ritmo— a salir de la trinchera, a
abrirte a la vida y percibirla a través de tu corazón. Tu corazón es mucho más
fuerte, sabio y poderoso de lo que imaginas.
El detonante
El detonante es la persona o la situación que ha provocado la activación
emocional. Puede ser un familiar, la pareja, el jefe, un amigo, un compañero
de trabajo, un profesor, un vecino, un terapeuta, una figura de autoridad, un
desconocido, una reunión, una fiesta, una enfermedad, un accidente, una
pérdida, etc.
El desencadenante
El desencadenante es la acción que ha activado nuestro sistema nervioso y
nuestro cuerpo emocional. Puede deberse a un rechazo, una crítica, un
reproche, una desatención, una expectativa, una exigencia, una invasión, una
ruptura, una mentira, una traición; presión, comparación, privación, etc.
El síntoma
El síntoma es la forma como experimentamos la activación en nuestro
organismo. Puede ser sintiendo desconfianza, ansiedad, temor, rabia,
angustia, juicios, celos, ira, tristeza, dolor, congelación, vergüenza,
sentimientos de culpabilidad y desvalorización, disociación, bloqueo, pánico.
También puede haber síntomas físicos y reacciones mentales como
preocupación, disociación, juicios, exigencia, expectativas, etc.
La herida original
La herida original suele ser una experiencia traumática que nos impactó en
nuestra infancia o adolescencia —un trauma de desarrollo— o una
experiencia más reciente no integrada o incompleta que permanece latente o
desactivada, reprimida, negada, dormida. Y ciertas personas o situaciones
despiertan ese trauma.
Muchas interacciones de la vida cotidiana activan nuestras heridas
antiguas, es decir, una situación del presente despierta una herida del pasado.
Cuando eso sucede, en lugar de responsabilizarnos y responder
conscientemente, a menudo reaccionamos inconscientemente, culpando y
proyectando nuestro malestar en el detonante.
Cuando hablamos de trauma de desarrollo, estamos hablando de las heridas
del niño/a interior, profundas heridas emocionales conectadas con nuestro
sistema nervioso, consecuencia de invasiones, abusos, negligencia, carencias
emocionales, expectativas, presión, maltrato, desvalorización, humillación,
privación, abandono, etc. Algunas de estas heridas nos escuecen, están a flor
de piel, porque son secuelas de experiencias traumáticas que recordamos y a
menudo recreamos. Pero también albergamos otras heridas, igual o más
traumáticas que las anteriores, que a veces no recordamos y que condicionan
nuestra vida inconscientemente.
Además de los traumas de desarrollo, hay experiencias de shock que no
tienen su origen en la infancia. Son experiencias traumáticas que suceden en
la edad adulta, en forma de accidentes, invasiones, intervenciones
quirúrgicas, presión extrema, pérdidas, conflictos, episodios de violencia,
catástrofes naturales, etc. Se trata de situaciones que generan un gran estrés
en nuestro sistema nervioso y que desbordan nuestros recursos.
La compensación
La compensación es el mecanismo de defensa que utilizamos para
protegernos de nuestras heridas y de aquellas situaciones que pueden
activarlas; unas pautas, a menudo inconscientes, que hemos desarrollado
desde la infancia para desconectarnos del dolor y el miedo. Podemos utilizar
como mecanismos de compensación estrategias muy distintas: la negación, la
idealización, la racionalización, la manipulación, la rabia, la búsqueda de
aprobación y reconocimiento, la hiperactividad, las redes sociales, el
pasotismo, el trabajo, la seducción, el deporte, las drogas, el sexo, la religión,
el poder, etc. La compensación es aquello que hacemos para desconectarnos,
huir, reprimir, anestesiar o enmascarar el dolor y el miedo.
Diana e Iván tenían una relación abierta. Desde que Iván había conocido a
Sandra y pasaba algunas noches con ella, Diana se sentía muy indigna y
desvalorizada. Se comparaba mucho con Sandra, sentía celos y mucha rabia.
Y para acabar de arreglarlo, su Juez Interior la machacaba: «¡Eres una
inmadura, tan posesiva y celosa como tu madre! ¡Te crees muy moderna,
pero no has avanzado nada!».
La relación de pareja es una pantalla de proyecciones. Proyectar es
humano, una estrategia biológica para buscarnos y acercarnos, pero ninguna
proyección puede sostenerse indefinidamente. Para crear una relación
consciente necesitamos responsabilizarnos de nuestras expectativas y ser
honestos, porque antes o después romperá nuestras fantasías.
Lidia y Roldán son profesores de yoga. Además de guapos y esbeltos,
tienen un aura espiritual que fascina mucho a sus alumnos. Eran la pareja
ideal: sanos, atractivos, simpáticos, entrañables y espirituales.
La vida les sonreía y su escuela de yoga tenía mucho éxito. Hasta que
Lidia se enamoró de Francesco, un alumno italiano. Cuando Lidia empezó a
rechazar sexualmente a Roldán, este sospechó que estaba pasando algo.
Aunque no tenía pruebas, sentía que Lidia estaba con otro hombre. Pero
Lidia lo negaba, no se atrevía a ser honesta, por miedo a la reacción de
Roldán y a los juicios de sus alumnos.
Hasta que un día apareció por la escuela Bianca, la pareja de Francesco,
y en medio de una clase expuso públicamente a los amantes. A partir de ese
momento todo empezó a ir mal: Lidia y Roldán se separaron; la escuela
perdió muchos alumnos; Lidia y Francesco intentaron montar otra escuela,
pero antes de inaugurarla se pelearon.
Ninguna fantasía romántica o espiritual puede sostener una relación. Una
relación íntima exige un trabajo interior profundo. La falta de honestidad y
responsabilidad inevitablemente provoca que se deteriore.
Millán y Coral están cada día peor. Están constantemente activados: los
comentarios de Coral activan a Millán, mientras que los silencios y las
miradas de Millán activan a Coral. Intentan ser correctos y controlarse
delante de los hijos, pero la mera presencia del otro les genera malestar.
Cualquier excusa se convierte en un detonante que desencadena una
discusión. A su estado de activación permanente lo llaman «incompatibilidad
de caracteres».
Años de convivencia y desencuentros han activado muchas heridas
antiguas y acumulado mucho resentimiento. Sus niños interiores están a flor
de piel, culpándose el uno al otro. En lugar de limpiar los agravios que han
ido surgiendo tras doce años de matrimonio, cada uno se ha ido encerrando
en su trinchera. Ninguno de los dos quiere abrirse, hacer una revisión y un
trabajo personal. ¿Para qué? Es mucho más fácil culpar al otro por su
malestar y frustración. Quieren aguantar un par de años más —por los niños
— y separarse.
Cuando no queremos responsabilizarnos de las heridas que activa una
relación de pareja, se suele utilizar el eufemismo «tenemos incompatibilidad
de caracteres» o directamente demonizamos al otro con la etiqueta de
«persona tóxica», en lugar de ser honestos y reconocer que el hombre o la
mujer que hemos elegido activar nuestras heridas y carencias emocionales, y
que necesitamos revisar algunos temas para poder abrir nuestro corazón,
crecer y reconducir la relación; o separarnos aceptando nuestra parte de
responsabilidad, asumiendo lo que necesitamos aprender.
En las relaciones de pareja, las activaciones emocionales son el pan nuestro
de cada día. Por eso algunas personas evitan la intimidad. Otros, para
protegerse, generan vínculos superficiales o cambian constantemente de
pareja, y algunas parejas son un campo de batalla donde explotan minas cada
día, y cada miembro de la pareja culpa a la otra parte de la situación. Hay
relaciones enfermizas, a veces muy adictivas, en las que, en lugar de
responsabilizarnos, queremos cambiar al otro. Y hay parejas con mucho
resentimiento acumulado que se soportan porque viven acorazados, cada uno
en su trinchera.
Inés y Ramiro se conocieron cuando ella se acababa de separar de su
anterior pareja y Ramiro se volcó en ayudarla. Después de una relación tan
conflictiva, la aparición de Ramiro fue un bálsamo. Ramiro era un hombre
muy atento y servicial, se desvivía por ayudar a Inés en todo. Pero sus
buenas intenciones acabaron siendo asfixiantes.
Al principio, Inés estaba encantada de que Ramiro le ayudase
económicamente y le hiciese de psicólogo, pero, a medida que fue pasando el
tiempo, cada día se sentía más pequeña, indigna y en deuda. Sentía que
Ramiro, a través de su ayuda y sus consejos, la manipulada y la controlaba;
y si no hacía lo que él quería, le reñía. Mientras, Ramiro se sentía
traicionado: «Después de todo lo que he hecho para ayudarla, ella, en lugar
de agradecérmelo, quiere alejarse de mí».
A veces un miembro de la pareja asume el rol de padre o madre, maestro,
protector o psicólogo, mientras que el otro asume el rol de niño, niña o
aprendiz. Aparentemente hay uno que se comporta como adulto y otro como
niño. Sin embargo, eso es solamente la apariencia, un juego de roles: detrás
de quien adopta un rol parental se oculta un niño o una niña muy herida
tratando de controlar la situación para conseguir amor.
Las relaciones de pareja son un gran detonante de las heridas de nuestro
niño/a interior, pero no las únicas. También lo son, por su puesto, la relación
con la familia, los jefes, los amigos, los entornos profesionales, los espacios
de diversión, las redes sociales, etc. Por eso, a veces nos sentimos
desbordados ante las figuras de autoridad, no nos sentimos merecedores de
tener un trabajo creativo y bien remunerado, o nos sentimos pequeños e
inadecuados ante un hombre o una mujer atractiva, amorosa, centrada, y
elegimos como pareja a personas muy heridas, acorazadas y emocionalmente
inmaduras.
Una de las formas más directas de conocer nuestro cuerpo emocional y la
realidad de nuestro niño/a interior es observar lo que nos sucede en las
relaciones de pareja. Pero no te quedes en la superficie, en la queja y la
desilusión, responsabilízate de tu parte. En lugar de lamentarte o juzgar al
otro, mira qué tipo de personas eliges o atraes como pareja, porque tus
elecciones muestran el amor que sientes hacia ti mismo/a.
Aprendiendo a amar
Cuando acabamos de conocer a alguien que nos atrae mucho, y se despierta
el anhelo de nuestro corazón y nos sentimos correspondidos, sentimos una
gran alegría: «Por fin he encontrado a alguien especial con quien compartir
mi energía, abrir el corazón, conectar, intimar y disfrutar de la sexualidad».
¡Un plan perfecto!
Sentimos que hemos encontrado a una persona especial y que con él o con
ella podemos vivir nuestro sueño romántico. Al principio estamos tan
ilusionados que creemos que con esa persona todo es posible. Es verdad que
esta persona es un hombre o una mujer especial, único/a, pero también es un
ser humano con sus luces y sus sombras, como todos. La razón por la cual
nos parece tan maravilloso es porque al principio no vemos realmente a ese
ser humano en su totalidad, no vemos su sombra ni su humanidad, vemos lo
que proyectamos en él o en ella. En realidad, no nos enamoramos de la
persona, nos enamoramos de una imagen que hemos interiorizado.
El enamoramiento es una fase natural de las relaciones. Es una etapa
intensa, mágica, una experiencia extática, un subidón energético. Por eso nos
encanta enamorarnos, porque, cuando el chakra del corazón se abre,
experimentamos un chute de energía, y nos sentimos vivos y capaces de
cualquier cosa. Enamorarse es una experiencia intensa, un rayo de luz en
medio de la oscuridad que nos aporta esperanza, confianza, alegría. Pero no
hay que confundir la experiencia del enamoramiento con el amor.
A menudo creemos que estar enamorados es amar, pero son experiencias
distintas: una cosa es proyectar nuestro anhelo en alguien —y todo lo que ello
moviliza a nivel energético, físico, sexual y emocional— y otra muy distinta
amar a un ser humano. ¿Cómo puedo amar si todavía no he visto realmente a
la persona de la que estoy enamorado/a?
Cuando estamos enamorados, la otra persona nos parece ideal porque no la
estamos viendo en su totalidad. Cuando empezamos a ver al ser humano real,
el encantamiento se desvanece y emergen sensaciones y sentimientos que no
son agradables. De repente, nos sentimos decepcionados o desilusionados, y
el amor que sentíamos se transforma en malestar, desilusión, desconexión,
frustración, rechazo, sentimientos de abandono, rabia, exigencia. Queremos
cambiar a nuestra pareja para que encaje en nuestro ideal, o nos retraemos,
cortamos la energía, cerramos nuestro corazón y nos desconectamos.
Cuando se rompe el encantamiento hay dos opciones. La primera es mirar
hacia fuera: «¡Dios mío, me he vuelto a equivocar! ¡Esta no es mi alma
gemela!», y sin asumir ninguna responsabilidad por lo que sentimos,
alejarnos, cerrar nuestro corazón, o inmediatamente empezar a buscar a otra
persona y embarcarnos en una nueva aventura para no enfrentarnos al
malestar, al dolor, a la soledad y el vacío. La otra opción es mirar hacia
dentro y preguntarnos: «¿Qué ha sucedido? ¿Por qué una ilusión y unos
sentimientos tan agradables se han transformado en un paisaje tan desolador?
¿Qué necesito ver y aprender de esta experiencia?».
En las primeras relaciones es normal pensar que no hemos encontrado a
nuestra alma gemela y, por tanto, que hay que seguir buscando. Y también es
natural que, durante una etapa de nuestra vida, necesitemos experimentar,
saltar de flor en flor, vivir muchos enamoramientos y desenamoramientos
como parte de nuestro aprendizaje vital.
La experiencia del enamoramiento es tan intensa que engancha. Algunas
personas se vuelven adictas a las lunas de miel, a vivir relaciones breves,
intensas y apasionadas: están enamorados hasta que empieza a bajar el
subidón, disminuye la pasión o empiezan a sentir cosas desagradables;
entonces se cierran, se desconectan, sabotean la comunicación, rompen o
provocan la ruptura, y se buscan otra pareja.
Carla y Marcial se conocieron a través de una web de contactos. Como no
vivían en la misma ciudad, hasta después de un mes no pudieron verse cara a
cara. Durante cuatro semanas estuvieron chateando, compartiendo, jugando,
ilusionándose. Sintieron tanta afinidad desde el principio que se ilusionaron
mucho. Y organizaron un encuentro para conocerse en persona: el plan era
compartir un fin de semana juntos.
Naturalmente los dos estaban muy excitados y al mismo tiempo recelosos
ante la posibilidad de una decepción. Todo empezó bien, cenando juntos en
un buen restaurante, acostumbrándose a la presencia física del otro.
Seguidamente se fueron a la habitación del hotel. No fue una noche
inolvidable, pero tampoco desastrosa. Sin embargo, ambos se sintieron
decepcionados, les quedó la sensación de que aquello no era lo que habían
soñado. Pero disimularon y el domingo se despidieron educadamente,
sabiendo que no volverían a verse.
El gran abandono
Lo experimentamos ante la pérdida de un ser querido, el fallecimiento de
alguien con quien tenemos un vínculo especial, el abandono de un amante
que nos deja, la ruptura de la pareja y, en general, cualquier experiencia que
suponga una desconexión o una separación brusca de un ser querido. Son
pérdidas muy significativas y dolorosas que producen un gran impacto en
nuestra vida.
La experiencia de un gran abandono nos sacude, nos desborda y a veces
nos desubica, porque activa muchos paisajes emocionales, no solamente
sentimientos relacionados con la persona que nos deja. La tristeza y la
desolación que provoca la pérdida de un ser querido se intensifica con la
activación del dolor de nuestro niño/a interior.
Sin embargo, a diferencia del pequeño abandono, cuando experimentamos
un gran abandono, nuestra mente racional puede justificar el dolor emocional
que nos produce, porque hay una razón objetiva que explica lo que sentimos
y desencadena un proceso de duelo.
El pequeño abandono
Además de la pérdida de un ser querido, hay otro tipo de experiencias que
activan nuestra herida de privación y abandono, y generalmente no somos
conscientes de ello. Sucede cada vez que la persona con quien tenemos un
vínculo —la pareja, una amiga, un familiar, un compañero de trabajo, un
terapeuta— no es como tú quieres que sea o no te da lo que esperas. Este tipo
de activación lo experimentamos con mucha frecuencia, casi a diario, y puede
provocar mucha emocionalidad, expresada o reprimida, en forma de
ansiedad, inseguridad, angustia, celos, rabia, ira, juicios, frustración,
sentimiento de traición o abandono, shock, etc. Este tipo de activación puede
ser muy intensa y dolorosa, y generar una reactividad desproporcionada. A
menudo lo vivimos como algo desconcertante y vergonzoso, porque no
encontramos una explicación racional que justifique tanto malestar y
reactividad.
¿Cómo es posible que algo tan natural —que nuestra pareja no sea como
queremos que sea o que a veces no esté disponible— provoque tanto dolor o
tanta rabia? Si no lo minimizas, lo reprimes o lo intelectualizas, si no te
escudas o te anestesias con alguna compensación, descubrirás que tu niño/a
interior está muy alterado, angustiado, tal vez en pánico.
¡Detente! Cuando te sientas activado/a, observa: trae tu atención hacia
dentro, siente tu niño/a interior. Te darás cuenta de que está muy asustado,
tiene mucho miedo a perder la conexión con la fuente de amor, está
angustiado/a ante la posibilidad de no recibir el amor que necesita.
El primer impulso tal vez sea escapar, evitar mirar y sentir el dolor que hay
dentro de ti. Es natural querer protegerse del dolor, pero si lo evitas o lo
reprimes no llegarás muy lejos. ¿Cómo puedes escapar de tu dolor? ¿Dónde
puedes esconderte? Te perseguirá. Volverá una y otra vez. Si no quieres
abrirte, si no acoges amorosamente a tu niño/a interior abandonado, teñirá tu
vida de ansiedad y desconfianza.
El proceso de duelo
La pérdida conlleva un proceso de duelo que moviliza muchos sentimientos
diferentes, que a su vez nos ponen en contacto con el dolor primario de
nuestro niño/a interior. Tras una experiencia de gran abandono, la tristeza, la
impotencia, la desesperación, y a veces el shock y la culpa, nos hacen
transitar por distintas fases. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross describe
cinco fases del duelo:
La primera fase suele ser de negación. Cuando es una pérdida muy
importante —la muerte de un ser querido, una ruptura sentimental, un
abandono— la mente se protege negando la realidad, para amortiguar el
dolor. Es natural, sobre todo cuando son muertes inesperadas o rupturas
sentimentales no deseadas. En un primer momento nos refugiamos en la
negación, para parar el golpe y asimilar los hechos poco a poco.
Cuando por fin abrimos los ojos y el corazón a la realidad, puede aparecer
la ira y la contrariedad. Entramos en la segunda fase: el enfado. Pensamos
que lo que ha sucedido es injusto, cruel, no debería haber sucedido, no nos lo
merecemos... Nos enfadamos con la persona que nos ha dejado o con la vida
por habérnosla arrebatado. Sentimos arrebatos de indignación y rabia: «¿Por
qué la vida me hace esto?».
La tercera fase suele ser la negociación, un proceso mental donde
negociamos con la vida, con Dios, con el alma del ser querido una
oportunidad para revertir o reconducir los acontecimientos. Nos decimos:
«¿Qué habría sucedido si…?». En el fondo sabemos que no es posible
cambiar lo que ha sucedido, pero nos aferramos a una fantasía. A través de un
diálogo mental nos mantenemos en contacto con el ser querido. Si la
separación se debe a un fallecimiento, sabemos que no podemos revertir los
acontecimientos, pero cuando se trata de una ruptura sentimental, la
esperanza o la fantasía de que el otro recapacitará y volverá a nuestro lado
puede hacer que nos quedemos estancados en esta fase durante años.
Una vez que asumimos que no hay nada que podamos hacer, que no
podemos resistirnos a la realidad, empieza a aflorar el dolor. A esta fase del
duelo se le llama la fase de dolor emocional o la depresión, porque nos
ponemos en contacto con sentimientos profundos de tristeza, vacío, miedo,
culpa, añoranza, desesperación, desconsuelo. Sentimos que la vida ya nunca
será igual: no volveremos a ser felices, no encontraremos a nadie que nos
aporte lo mismo; sentimos que nunca lo superaremos y que nada tiene
sentido… En esta fase lo vemos todo muy negro. Es normal, porque estamos
confrontando un cambio irreversible, emocionalmente desbordados,
despidiéndonos de un ser querido y de todo lo que eso comporta.
Pero ningún paisaje emocional es permanente. Si permitimos el fluir
natural de nuestras emociones, llorar la pérdida, antes o después
empezaremos a ver la luz al final del túnel. La última fase del duelo es la
aceptación. Tras haber afrontado la situación y haber transitado por todo tipo
de paisajes emocionales, empezamos a integrar la experiencia, a adaptarnos a
la nueva realidad, a aceptar que no hay vuelta atrás. Después de una catarsis,
nuestro cuerpo emocional se estabiliza, el corazón se serena, empezamos a
apreciar las cosas buenas que hay en nuestra vida, recobramos la ilusión y la
alegría, redirigimos nuestra mirada y encontramos un nuevo sentido a nuestra
existencia.
Cada relación es única, cada duelo es distinto, y nuestra situación personal
está en constante evolución. Es muy diferente la muerte de una madre o un
padre en la infancia que, en la edad adulta, perder a un hijo que a un
progenitor. No es lo mismo una ruptura sentimental en un periodo difícil de
la adolescencia que, a una edad con más madurez, experiencia y recursos
personales. Es muy distinto el final de una relación de codependencia que
perder a un compañero/a de vida. Sin embargo, hay algo común en todas las
pérdidas; en cada duelo hay un aprendizaje y un desprendimiento que nos va
preparando para el duelo final: despedirnos de nuestra propia vida.
Lola es una mujer viuda. Toda su vida gira en torno a Gerardo, su único
hijo. Todo el día está preocupada, pendiente de qué hace o deja de hacer su
hijo. Gerardo, hace unos meses, aprovechó una oportunidad laboral para
trasladarse a vivir a otra ciudad y de paso tener más espacio para vivir su
vida. Lola se sintió abandonada.
Lola llama a su hijo cada día, «para asegurarme de que está bien»,
recordarle que se siente muy sola y preguntarle cuándo vendrá a verla.
Entretanto Gerardo ha conocido a una chica estupenda en el gimnasio y le
encantaría salir con ella los fines de semana, pero su madre se siente muy
sola y le reclama. Gerardo se siente muy culpable y egoísta por querer estar
con su nueva amiga. Siente que si se entrega a la relación está abandonando
a su madre.
Algunos progenitores intentan compensar su herida de abandono con los
hijos. En lugar de ser una fuente de amor para el menor, esperan que el hijo/a
colme su carencia, llene su soledad o su vacío. Naturalmente, el hijo se
sentirá culpable cuando intente alejarse del progenitor. En algunos casos, esta
dinámica impide que el hijo/a pueda entregarse a una relación de pareja. (Esta
cuestión la abordaremos en la cuarta parte).
Otra situación muy común es apegarnos a relaciones que no nos nutren, que
están estancadas, que no nos aportan nada e incluso que nos perjudican,
porque tenemos miedo a entrar en contacto con nuestra herida de abandono.
A menudo, para evitar enfrentarnos a la realidad, nos engañamos con la idea
de que el otro cambiará.
Amalia está muy colgada por Sebas. Hace dos años que salen, pero Sebas
nunca muestra sus sentimientos hacia ella. Parece como si no sintiese nada
por ella, pero sigue queriendo quedar con ella. Amalia quiere crear un
proyecto de convivencia juntos, pero Sebas no muestra ningún interés,
solamente quiere pasarlo bien y que no le agobien.
Amalia no quiere perder a Sebas y se conforma con una relación que no le
nutre y no va a ninguna parte. En lugar de enfrentarse al hecho de que Sebas
no quiere abrirse ni intimar, se aferra a la esperanza de que Sebas cambiará.
No quiere enfrentarse al dolor de una separación.
Sebas vive en la cabeza, disociado de su cuerpo emocional; no es
consciente de su miedo a abrirse a una mujer y ser abandonado. Su niño
interior desconfía mucho de las mujeres. Amalia siempre elige chicos que no
están disponibles y fantasea con la idea de que cambiarán. Su padre nunca
estuvo emocionalmente presente para ella.
A veces, tenemos tanto miedo a soltar y sentir nuestra herida de abandono
que nos aferramos a cualquier cosa. Somos capaces, incluso, de mantener una
situación o una relación malsana en la que no hay honestidad ni crecimiento.
Nos quedamos atascados en una dinámica de codependencia en la que no nos
respetamos.
Cuando Eduardo se enamoró de Aída le propuso irse a vivir juntos, pero
Aída le dijo que ella era un alma libre y que quería una relación abierta.
Aunque a Eduardo no le hacía ninguna gracia tener una relación abierta, se
adaptó a la situación: cada uno en su apartamento y dos o tres veces por
semana dormían juntos.
Eduardo ha intentado de todo para «ser libre» y practicar «el desapego».
Ha leído a los grandes gurús del poliamor, incluso libros de espiritualidad
para aprender a practicar el amor incondicional, pero nada le ha
funcionado. Cuando Aída duerme con otro hombre lo pasa fatal.
Eduardo se ha llegado a plantear dejar la relación, pero está muy
enganchado a Aída. No entiende por qué se siente tan mal. Se juzga mucho
por no ser tan libre y despreocupado como ella. Ha intentado tener amantes
para distraerse y darle celos, pero tampoco ha funcionado. Lo único que le
relaja el sistema nervioso es fumar marihuana.
No todo el mundo experimenta su herida de abandono con intensos
arrebatos emocionales. Hay personas que viven congeladas, desconectadas de
su cuerpo emocional. Parece como si vivieran ausentes, indiferentes,
emocionalmente distantes. También hay seres humanos tan acorazados que
no pueden dejar entrar a nadie en su corazón, abrirse, compartir su
vulnerabilidad. Se relacionan desde una coraza mental disociada de su cuerpo
emocional. No son conscientes de su miedo a la intimidad, del temor a abrirse
y entrar en contacto con su vulnerabilidad.
Ir hacia dentro
La herida de abandono no se puede sanar huyendo de ella, anestesiándola,
enmascarándola o intentando llenar ese vacío compulsivamente; al contrario,
cuanto más la evitas, más te condiciona. ¿Qué más puedes hacer para
evitarla? Ahora que eres una persona adulta ya no necesitas evitarla, puedes
adentrarte en ella y ser libre.
Ir hacia dentro al principio puede ser muy incómodo. Significa entrar en
contacto con sensaciones físicas, energéticas y emocionales muy intensas.
Sentir y acoger el miedo, la rabia, la tristeza, la frustración o los sentimientos
de privación y abandono que están emergiendo. Estar presente dentro de ti
con lo que quiera que esté aconteciendo.
La dificultad de abrirnos a nuestra herida de abandono es que nos conecta
con el miedo a la muerte. Por eso hay tanta resistencia y tanto temor a entrar
en el corazón del abandono, porque inconscientemente creemos que vamos a
morir. Para el niño/a interior la desconexión con la fuente de amor significa la
muerte.
Cuando no queremos sentirnos vulnerables —entrar en contacto con
nuestros temores, carencias y necesidades, o tenemos unos ideales que filtran
«lo que tengo que sentir y lo que no»—, nos refugiamos en la coraza y las
compensaciones, bloqueando el proceso, reprimiendo aquello que
necesitamos sentir para sanar.
Compartir
Si tenemos una relación de pareja, después de haber revivido el dolor
desgarrador de nuestro niño/a interior, de haber liberado algo que permanecía
profundamente enterrado en el inconsciente, podemos compartirlo con la
persona amada que ha activado nuestra herida. Pero no como un reproche. No
le estamos recriminando nada, solamente compartiendo una experiencia que
nos ha puesto en contacto con el miedo y el dolor de nuestro niño/a interior
herido.
Cuando nos abrimos a nuestra pareja y compartimos nuestra vulnerabilidad
—las experiencias traumáticas de nuestro niño/a interior—, sin tratar de
manipular o cambiar al otro, se crea un clima de confianza y comprensión
mutua reparador que facilita la sanación y la intimidad.
Agradecer
Este punto no se puede hacer, sucede espontáneamente cuando, gracias a
una activación, hemos entrado en la profundidad de nuestro ser. Hemos
atravesado las resistencias a adentrarnos en el vacío, a sentir el dolor y el
miedo, y tras entregarnos incondicionalmente a lo que es, hemos visto la luz.
El gran regalo de esta experiencia —de entrar en lo más profundo de
nuestra herida de abandono— es que salimos transformados.
Experimentamos una muerte y un renacimiento. De repente desaparece la
separación —y con ello el dolor de la pérdida—, y sentimos una paz y un
bienestar que lo envuelve todo. Nos recuerda lo que somos. Podemos ver el
origen del sufrimiento y reconocer que en realidad lo que somos en esencia
no conoce la separación, la carencia ni el dolor, siempre ha estado y estará en
paz. Y en nuestro corazón surge un profundo agradecimiento por todo lo
vivido.
LA HERIDA DE VERGÜENZA
Y DESVALORIZACIÓN
El origen de la vergüenza
Nuestra cultura está basada en la vergüenza, en la comparación, en trasmitir
generación tras generación la creencia: «Tú no eres como deberías ser».
Lamentablemente ese es el objetivo de la mal llamada buena educación. La
vergüenza es una enfermedad, una enfermedad muy contagiosa. Una vez has
sido infectado, el motor de tu vida es la comparación, tratar de llegar a ser el
ideal. Un ideal imposible de colmar.
La mala noticias es que estamos todos infectados y que, a menos que
curemos nuestra enfermedad, vamos por la vida esparciendo la infección,
transmitiendo la enfermedad a nuestros seres queridos, con el despropósito
añadido de que creemos que lo hacemos por su propio bien.
Si no fuera por el inmenso sufrimiento que genera esta enfermedad, uno se
reiría de este circo irracional y absurdo que es la humanidad, en el que un ser
humano es capaz de desperdiciar toda su vida tratando de ser algo que no es,
mientras otras seres humanos disfrazados de algo que no son le instan a
esforzarse más para lograr el ideal que supuestamente le dará la felicidad.
¿Cómo hemos podido llegar a esta locura colectiva?
El origen de nuestra vergüenza e indignidad es no haber sido vistos,
amados y aceptados tal como somos. Las personas que nos cuidaron y
educaron en nuestra infancia albergaban unas ideas, unos prejuicios y unas
expectativas de cómo tenías que ser para ser una persona adecuada y el tipo
de persona que tenías que llegar a ser. En lugar de apreciar el ser único,
especial, irrepetible que eres, y regar esa semilla para que pudiese crecer y
florecer de acuerdo a su propia naturaleza, con amor propio y confianza, se te
impuso un camino y un ideal que debías alcanzar.
Tú eras un ser vulnerable y dependiente, y necesitabas el amor y la
aceptación de tu familia y del entorno educativo, y por amor a ellos
aprendiste a rechazar tu naturaleza esencial, tu autenticidad —aquello que no
era apreciado—, para tratar de ser lo que se esperaba de ti. Hiciste todo lo
posible para colmar sus expectativas —incluso rechazarte y traicionarte—
con la esperanza de ser aceptado/a. Así es como aprendiste a avergonzarte
por ser como eres y a no sentirte merecedor/a de amor. ¿Cómo podías sentirte
digno/a de amor después de haber fracasado en alcanzar el ideal? Hay tantas
cosas en ti que no concuerdan con el ideal... ¡Qué vergüenza, qué fracaso!
Cada niño es un genio; pero, si juzgas a un pez por su habilidad de
escalar un árbol, vivirá toda su vida pensando que es un estúpido.
ALBERT EINSTEIN
El problema fundamental es que la mal llamada buena educación es
básicamente un proceso de domesticación, que tiene como objetivo que te
rechaces a ti mismo/a y trates de ser algo que no eres. Lo esencial no es
desplegar lo que tú eres y has venido a desarrollar, lo importante es aquello
en lo que debes convertirte: un ideal ajeno a ti. ¿Cómo puedes desarrollar una
autoestima verdadera rechazándote a ti mismo/a, tratando de ser lo que no
eres?
Tratar de ser lo que no eres significa vivir profundamente insatisfecho/a,
persiguiendo zanahorias que supuestamente te darán la felicidad, es vivir
pendiente de la aprobación y el reconocimiento de los demás. ¿Cómo puedes
apreciarte, quererte, confiar en ti y disfrutar de tu vida si desde la infancia no
se te ha permitido ser quien eres y vivir la vida de acuerdo a tu corazón?
¿Cómo puedes sentirte bien contigo mismo si, en lugar de ser auténtico/a y
de vivir tu vida con pasión, confiando en tu corazón, tratas de ser alguien que
no eres y vives una vida que no es la tuya? ¿Por qué necesitas la aprobación
de los demás? ¿Por qué no escuchas tu corazón y le dices: «¡Sí!», y vives tu
propia vida, fiel a tu verdad, con dignidad, con pasión, con amor, con
totalidad? Hasta que no reconozcas y honres tu propio ser, hasta que no vivas
tu propia vida, la vergüenza te acompañará siempre.
La educación, tal como está planteada, es un entrenamiento para que
pierdas la confianza en ti mismo/a, para que te avergüences de tu
individualidad, para que renuncies a tu naturaleza esencial y te conviertas en
un engranaje del sistema. La sociedad no quiere individuos libres,
independientes, auténticos; quiere consumidores, personas manipulables y
dependientes. ¿Cómo conseguirlo? Muy fácil, educa a un niño/a para que
pierda la confianza en sí mismo/a, haz que se sienta avergonzado de sí mismo
y crea que la felicidad está en el futuro, y tendrás un esclavo.
Independientemente de los condicionamientos recibidos, de las heridas y de
los años perdidos tratando de ser alguien que no eres, está en tu mano y en tu
corazón reconducir tu vida. Excusas para resignarte con una vida triste y sin
sentido hay miles. Para vivir de verdad, para ser auténtico/a, para romper
cadenas, soltar lastres y empezar a volar sobran las razones. Es tu vida.
Flora escribe poesía desde niña. Es su pasión. Desde hace dos años tiene
una compilación de sus poemas favoritos guardada en un cajón. Cada vez
que surge el impulso de presentar su manuscrito a alguna editorial, su Juez
Interior le ataca: «¿Cómo se te ocurre presentar estos poemas a una
editorial? No les van a gustar. Lo que tu escribes no es lo que se lleva.
Además, a ti no te conoce nadie. ¿Quién va a querer leer tus poemas?».
Escucha tu corazón
Escúchate. Vive de acuerdo a tu corazón. Tú no has nacido para complacer,
tu destino es florecer. Deja de buscar la aprobación y el reconocimiento de
los demás. No te compares, tú eres único/a, incomparable. Solamente tú
puedes saber qué has venido a vivir y a compartir en esta vida. Da pasos
pequeños en la dirección que has elegido, sé realista, eso te ayudará a avanzar
en tu camino y a confiar más en ti. No seas orgulloso/a, busca ayuda e
inspiración cuando la necesites, pero no permitas que nadie te aparte de la luz
de tu corazón.
Observa tu reactividad
AFRONTAR EL TRAUMA.
TOMAR LAS RIENDAS
DE TU VIDA.
CRECER EN AMOR PROPIO
Y CONFIANZA
Dejé de esperar que el mundo me diese lo que yo quería.
Y empecé a dármelo a mí misma.
BYRON KATIE
SOBREVIVIR AL TRAUMA
Hijos problemáticos
Siempre se suele hablar de hijos problemáticos, raramente de padres
problemáticos. En algunos entornos cuestionar a los padres es un tabú, son
incuestionables. Es natural reconocer y apoyar a los padres, porque dan la
vida y se esfuerzan mucho cuidando a los hijos, pero no a costa de ignorar o
minimizar las consecuencias que generan las dinámicas familiares
inconscientes. Se puede reconocer y honrar la labor de los padres y al mismo
tiempo abrir los ojos y actuar con responsabilidad para no proyectar en los
hijos lo que no les corresponde.
Cuando hay problemas en una familia, a menudo se suele poner el foco en
los llamados hijos problemáticos. Se señala a un hijo o a una hija —el
síntoma— para desviar la atención de la enfermedad. Los hijos problemáticos
tienen comportamientos incómodos porque encarnan los conflictos que sus
padres no están gestionando conscientemente. Cuando los progenitores tienen
trastornos narcisistas, son codependientes, no se responsabilizan, se maltratan
o utilizan a los hijos para desahogarse, estos crecen con déficits y cargas que
necesitan manifestarse de alguna forma.
Los hijos no pueden defenderse de las etiquetas. Cuando se les acusa de ser
un problema, no tienen más remedio que asumir ese rol, aunque sea un
subterfugio que esconde el problema real. Los padres tienen la autoridad y la
última palabra. Etiquetar a los hijos es una forma de desviar la atención. Para
algunas parejas, tener hijos problemáticos les salva de tener que afrontar sus
conflictos personales y de pareja. En lugar de responsabilizarse y enfrentarse
conscientemente a sus problemas, tienen un problema externo para desviar la
atención: «Tenemos un hijo/a que nos da muchos disgustos».
Necesitan un chivo expiatorio: un hijo/a problemático. ¿Qué hace un adulto
desengañado, frustrado, herido y enfadado con su pareja, con la vida, con su
propio destino, cuando no quiere responsabilizarse? Necesita justificar su
malestar, tener muchos conflictos y preocupaciones externas. Preocuparse
mucho por un hijo problemático es la situación perfecta para no ocuparse de
uno mismo. Tener un hijo o una hija rebelde y conflictiva que da muchos
problemas es el pretexto ideal para situar el problema fuera de uno mismo.
En todas las familias en las que hay conflictos sin resolver, en las que los
padres no están afrontando sus propios problemas, un hijo o una hija asume
el rol de hijo problemático. Es una dinámica de amor ciego: un hijo, por
amor a sus padres, se sacrificará y se convertirá en un problema. Lo hará
inconscientemente, por supuesto, y sufrirá mucho por ello. Todo el mundo le
culpará de ser el problema de la familia, cuando en realidad es la cara visible
y el representante de los problemas familiares.
Cuando alguien acude a mí para quejarse de su hijo o de su hija, o para que
arregle a su hijo/a problemático, lo primero que le digo es que, si realmente
quiere ayudar a su hijo/a, tiene que empezar por ayudarse a sí mismo/a, estar
en paz en su propio corazón. ¿Cómo puedes señalar a alguien diciéndole que
es un problema cuando dentro de ti hay una guerra? Aunque no lo veas,
cuando no estás afrontando conscientemente tu conflicto interior, eres un
generador de conflictos.
¿Qué puede hacer un hijo o una hija cuando su madre o su padre lo utilizan
inconscientemente como chivo expiatorio para descargar su negatividad, para
proyectar sus problemas? En la tierna infancia, el menor ama
incondicionalmente a sus padres y hará todo lo posible por colmar las
necesidades emocionales de sus progenitores, incluso sentirse culpable por
los problemas de sus padres; pero, a medida que pasen los años, el hijo o la
hija se sentirá sobrecargada con unos problemas que no le corresponden y se
protegerá reaccionando, distanciándose, cerrándose.
Algunos progenitores creen que sus hijos vienen al mundo para hacerles
felices y, cuando no cumplen con el rol que les ha sido asignado, se sienten
defraudados. Acusan a los hijos de ser malos hijos —problemáticos,
defectuosos, egoístas— y tener mal carácter, en lugar de ver su propio
egoísmo: esperar que sus hijos les hagan felices. Ningún hijo viene al mundo
para hacer feliz a sus padres. Cada ser humano está destinado a ser sí mismo
y vivir su propia vida.
Sin embargo, cuando los padres se responsabilizan de sí mismos y de sus
expectativas, cuando han comprendido que los hijos no vienen al mundo para
complacerlos, verlos crecer es una experiencia maravillosa —a pesar de las
dificultades y retos que ello comporta—.
Recientemente me vino a ver una mujer muy preocupada porque su hijo de
dieciocho años estaba muy deprimido. No quería estudiar ni buscar trabajo,
se pasaba el día mirando la televisión y fumando porros. A veces tenía
ataques de agresividad y decía que se quería morir. Naturalmente la mujer
estaba muy preocupada.
Cuando le pregunté a la madre qué había pasado en la familia, me contó
que ella y el padre de su hijo se separaron cuando él era muy pequeño, y que
desde entonces habían encadenado un proceso judicial detrás de otro. Ambos
se habían denunciado varias veces por distintos motivos, y ella había
denunciado a su propio hijo tras una pelea con su segundo marido, que
había provocado que el hijo ingresara en un centro de menores durante
varios meses.
Cuando la mujer me pidió cómo podía ayudar a su hijo, le expliqué que la
«enfermedad» de su hijo era el resultado de la relación que tenía con el
padre del chico. Puesto que el hijo no quería hacer ningún tipo de terapia —
porque estaba harto de que lo tratasen como el problema de la familia—, la
única forma de ayudarlo era que sus padres dejaran de vivir en una guerra
permanente.
—¿Cómo se puede sentir el hijo de dos personas que llevan catorce años
maltratándose y denunciándose? Solamente puede ayudar a su hijo haciendo
las paces con el padre de su hijo —le dije.
—Yo no tengo ningún problema con mi exmarido; el problema lo tiene él
—respondió la mujer visiblemente molesta.
—Si usted no tiene ningún problema, si el problema es únicamente su
exmarido y su hijo, yo no puedo ayudarle. Su hijo necesita evadirse y
anestesiar su sistema nervioso fumando porros porque está harto de que le
culpen de ser él el problema, cuando sus padres llevan catorce años
maltratándose y denunciándose.
¿Cómo ayudar a tu hijo/a con aquellos problemas que en realidad son el
reflejo de tus problemas? Me temo que es una misión imposible. Uno no
puede ayudar a otro ser humano en aquellos problemas que no quiere
afrontar... Hay padres que se preocupan mucho, analizan el problema,
consultan a expertos, dan consejos, instrucciones y mandatos de todo tipo;
recriminan y castigan al hijo o a la hija por su mal comportamiento, su
inmadurez e irresponsabilidad... Hacen todo lo posible para que el menor
recapacite y se comporte. ¿Qué están haciendo? Esperando que el hijo/a haga
lo que ellos no quieren hacer.
Aun queriendo sinceramente ayudar a nuestro hijo o a nuestra hija, si no
estamos dispuestos a hacer nuestros deberes, a responsabilizarnos y afrontar
nuestros problemas, no podemos ayudarle. ¿Cómo puedes ayudar a alguien a
ser consciente y responsable cuando tú no quieres responsabilizarte? Si en
lugar de desviar la atención, de querer arreglar al hijo/a, ponemos el foco en
hacer nuestros deberes, liberaríamos a nuestro hijo/a de tener que ser el hijo
problemático.
Abuso sexual
El abuso sexual en la infancia y la adolescencia tiene un gran impacto en
nuestra vida, sobre todo por las secuelas emocionales que comporta el no
poder integrar y completar la experiencia. Cuando en el entorno del menor la
sexualidad se considera inmoral, impura, prohibida, pecaminosa o indecente,
el niño o la niña se verá obligado a explorarla clandestinamente. Y ante una
experiencia desbordante, inapropiada, dolorosa o traumática, no podrá
compartirla, descargarla, pedir ayuda a sus progenitores, sino que se
congelará y enterrará los sentimientos en su corazón.
A menudo, cuando ha habido una actitud represiva y condenatoria de la
sexualidad en el entorno donde crecimos, nos lleva a ocultar, negar o
minimizar las experiencias de abuso sexual, a enmascarar o enterrar nuestros
sentimientos y autoengañarnos. El hecho de que se trate de un tema tabú, que
generalmente involucra a algún miembro de la familia o a alguien cercano a
esta —alguien que tiene una relación especial con el niño o la niña y le
coacciona para que no cuente nada—, impide que la experiencia salga a la luz
y se pueda completar.
Desde el nacimiento, el hijo y la hija buscan la conexión, la presencia, la
atención y el amor de la madre. Cuando el hijo o la hija están conectados
emocionalmente a la madre, se sienten seguros, nutridos y acogidos; pero,
cuando la madre no está presente o receptiva para la necesidades emocionales
del hijo o la hija, o cuando proyecta constantemente sus frustraciones sobre
los hijos, o hay una guerra entre los padres, el menor se cerrará a uno o
ambos progenitores, y buscará la atención y el afecto que necesita en otras
personas.
Cuanto más alejada emocionalmente está la hija o el hijo de la madre, más
necesidad de atención, conexión y afecto externo tiene. No sentirse cerca de
la madre —conectado/a a la fuente de amor y nutrición— provoca que el
menor esté muy necesitado/a de atención, presencia, afecto y reconocimiento,
y mucho más expuesto/a a sufrir un abuso sexual.
El abuso sexual generalmente empieza como un juego, con alguien
cercano, de confianza, alguien que el niño o la niña quiere o admira: un
primo, un tío, un hermano mayor, un cuidador, un abuelo, un padre, un
sacerdote, un vecino… El adulto previamente se gana el cariño y la confianza
del menor: le presta atención, le escucha, le halaga, hace que el menor se
sienta visto/a y querido/a, porque recibe mucha atención y aprecio por parte
de esa persona mayor.
Como el juego no es un juego normal —no es un juego de niños—, es una
cosa de mayores, el menor se siente elegido, elegida, importante, especial.
Pero es un juego secreto, nadie puede saberlo, no se puede contar.
El menor ignora que es un juego peligroso para él, para ella, porque hay un
gran desequilibrio de poder. Las dos partes no están en igualdad de
condiciones: hay una persona adulta (o más mayor) que tiene la experiencia,
el poder y un cuerpo de adulto; y un niño o una niña sin experiencia, sin
poder, con un cuerpo frágil y unas necesidades diferentes.
El adulto es consciente de que está manipulando y empujando al menor a
vivir unas experiencias inapropiadas para él o ella. Mientras, el niño o la niña
se deja llevar, no es consciente de todas las implicaciones que comporta el
juego. Al principio, el menor puede vivir esa interacción con curiosidad e
interés, como una aventura; hasta que empieza a sentirse invadido, invadida y
desbordada por una experiencia sexual, emocional y energética que le
sobrepasa, que no puede controlar, asimilar ni poner límites.
El niño o la niña entra en shock, se congela; la experiencia le ha
sobrepasado y no puede pararla. Al estar en shock no puede resistirse, poner
límites ni huir, solamente congelarse y esperar a que todo acabe.
Desafortunadamente, lo más probable es que la historia no acabe ahí, porque
generalmente entre el menor y el abusador hay un vínculo, y este buscará y
presionará al menor para repetir los abusos, a la vez que le amenaza con
desvelar el secreto haciéndole creer que la culpa y el castigo recaerá sobre él
o ella.
El menor se siente rehén de su pecado, impotente, sucio/a, culpable y
avergonzado/a, y no se atreve a pedir ayuda, porque cree que no le creerán; o
lo que es peor, que si lo cuenta su familia sufrirá y le culparán de la situación.
De esta forma el menor queda atrapado en un círculo vicioso con el abusador.
Vive atemorizado/a a ser invadido/a por este, pero, como no puede contárselo
a nadie, tiene que soportar su sufrimiento en soledad. Cada día que pasa el
menor está más disociado, avergonzado y aislado. Se siente muy culpable y
dependiente de la persona que abusa de él o ella, pero tiene que ocultar lo que
está sucediendo, disimular y pretender que todo va bien.
Es una situación que genera mucha confusión, sufrimiento, angustia e
impotencia para el menor. Además de padecer el abuso de poder y el abuso
sexual, y la sensación de no poder pararlo, de no tener el control de su vida,
de que su persona y sus límites no merecen ser respetados, se suma la
vergüenza y la culpa, el tener que callar y disimular, vivirlo en soledad y
tener que pretender que no pasa nada. Al no poder abrir y compartir su
corazón con nadie, la soledad y el aislamiento provoca que a menudo busque
y necesite el afecto y la aprobación en su abusador, lo cual genera una
dinámica de abuso perversa que puede prolongarse durante años.
Lo que más daña a la persona abusada no es una experiencia puntual sexual
demasiado temprana, intensa o inapropiada, que el cuerpo es capaz de
descongelar, sino el hecho de convertirse en un rehén de su pecado, estar a
merced de su abusador, no poder abrirse, gestionar y compartir sanamente
una experiencia dolorosa, porque ha hecho algo sucio, prohibido,
pecaminoso, vergonzante.
Eso hace que el niño o la niña haga de ello un secreto y lo entierre en su
corazón. La ocultación generará vergüenza, ansiedad y sentimientos de culpa,
que tratará de enmascarar con compensaciones, roles y disfraces para guardar
las apariencias; pero, debajo de las máscaras que se ve obligado/a a adoptar,
se oculta un niño o una niña muy herida, insegura y angustiada, con mucha
necesidad de liberarse de un gran peso que le oprime y le martiriza, pero con
un miedo atroz a ser descubierta.
Sara es una mujer de más de cincuenta años que sufrió abusos sexuales de
niña por parte de un primo siete años mayor que ella. Como no se atrevía a
pedir ayuda a su madre ni a su padre, y se sentía muy angustiada y
desamparada, buscó ayuda en una monja. Pero esta, en lugar de proteger a
la niña, le hizo saber que estaba en pecado mortal y que debía confesarse y
rezar para purificar su alma y perdonar al abusador. La penitencia que le
impuso no la ayudó; al contrario, después de hablar con la monja, Sara se
sintió invalidada, avergonzada, culpable, abandonada y traicionada por la
persona a quien acudió en busca de ayuda, e incapaz de perdonar al
abusador.
A partir de ese momento sintió la necesidad de protegerse, de no mostrar
sus necesidades ni sus sentimientos verdaderos. ¿Para qué? Cuando mostró
su dolor la humillaron. Como en su infancia nadie la ayudó —al contrario,
fue juzgada y culpabilizada—, decidió ser fuerte, no volver a mostrarse y
pretender que no pasaba nada.
Pero la experiencia inconclusa de su infancia le ha marcado toda la vida,
condicionando su relación con los hombres y las mujeres, su sexualidad y su
espiritualidad. Debajo de la coraza «yo soy fuerte, no me pasa nada» hay
mucha desconfianza, una niña muy herida y resentida. Desconectarse del
dolor y pretender que todo está bien —«yo soy muy fuerte»— fue una
estrategia de supervivencia, tal vez la única opción posible para una niña
abusada en aquel entorno. Pero, en la edad adulta, seguir viviendo
desconectada de su vulnerabilidad, pretendiendo «yo soy muy fuerte, todo
está bien», le ha impedido completar la experiencia y sanar su corazón. Y el
dolor y el resentimiento de su niña interior ha dañado todas sus relaciones.
¿Cómo podemos dejar de ser rehenes del abuso sexual? Lo primero que
hay que saber es que, cuando ha habido abuso sexual entre un adulto y un
menor, o entre dos menores entre los que hay una diferencia de edad
significativa, el responsable siempre es el adulto. Siempre. Aunque tu niño o
tu niña interior se sienta responsable de haber querido jugar, de haberlo
permitido o de no haber puesto límites en su momento, el responsable del
abuso sexual siempre es el adulto. Porque el adulto sabe que está haciendo
algo inapropiado para el menor, le está manipulando, está abusando de su
poder, explotando su inocencia y su necesidad afectiva. El niño, la niña,
busca atención, sentirse especial, y se deja llevar; hasta que su sistema
nervioso se ve desbordado y entra en shock.
Entrar en shock es un mecanismo natural que pretende proteger al menor
ante una situación desbordante. Como el abusador está en una posición
dominante, es más fuerte que el niño/a y tiene influencia y poder sobre él o
ella, no puede ponerle límites, luchar ni huir. Al entrar en shock el menor se
disocia, se desconecta de su cuerpo y el abuso es más soportable.
Una vez que entendemos que no somos responsables ni culpables de los
abusos que hemos sufrido, el siguiente paso que necesitamos dar es desvelar
el secreto. Guardar el secreto en nuestro corazón es una carga muy pesada
para nuestro niño/a interior. Necesitamos sacarlo a la luz, compartirlo con
alguien de confianza: con la pareja, con una amiga, con un psicólogo, con un
terapeuta, con alguien que nos escuche con mucho respeto, nos valide y nos
apoye. Al compartir el secreto, nuestro niño/a interior sale de su cueva, de su
aislamiento. Por fin dejamos de ocultarnos y de culpabilizarnos por haber
hecho algo malo, y dejamos de proteger al abusador con nuestro silencio.
Este paso es difícil, porque desvelar el secreto y exponer al abusador —que
generalmente es alguien de la familia o muy cercano a esta— puede generar
una revolución familiar. Revelar que un hermano, un primo, un tío, el abuelo,
el padre o el padrastro ha abusado de ti es un shock para toda la familia. Tal
vez te dé miedo dar un disgusto a tu familia o que no te crean, es natural;
pero, para liberar tu corazón, la verdad tiene que poder salir a la luz. Tus
familiares no son niños a los que tienes que proteger, son personas adultas
capaces de afrontar los hechos, aunque sean incómodos. No te culpabilices
por darles un disgusto, tienes derecho a compartir tu experiencia, a dejar de
esconder la verdad; su reacción es su responsabilidad.
Contar la verdad no es una revancha, es una necesidad esencial para dejar
de fingir, para dejar de pretender que aquí no ha pasado nada y todo está
bien. No, no está todo bien, han pasado cosas dolorosas y para sanar nuestros
corazones hay que poder hablar de todo, expresar nuestros sentimientos,
descargar nuestro sistema nervioso, abrir nuestro corazón, compartir nuestra
experiencia. A veces lo más doloroso no es lo que pasó, es tener que fingir,
no poder compartir nuestros sentimientos y nuestras necesidades, no poder
abrir nuestro corazón a nuestros seres queridos.
Abrir tu corazón no implica necesariamente que tus familiares sean
receptivos y te comprendan. A veces hay receptividad, a veces no la hay.
Nunca se sabe lo que puede suceder cuando compartimos nuestro corazón. La
buena noticia es que tu sanación no depende de la reacción de tu familia ante
unos hechos, sino que empieza a suceder cuando dejas de ocultarte, de
culpabilizarte, de fingir, de pretender; cuando la verdad sale a la luz y
empiezas a ser real.
Antes de dar este paso, antes de compartir con tu familia tu experiencia,
compártelo con tu pareja, con una amiga, con alguien que te aprecia, cree en
ti y te apoya. Necesitas sentirte visto/a, escuchada, comprendida y
acompañada. Compartir el trauma de un abuso requiere mucha valentía, sentir
que alguien te ve, te comprende y te apoya.
Es posible que en este proceso, en algún momento, necesites ayuda
terapéutica especializada, un apoyo para poder gestionar todos los
sentimientos que empiezan a emerger en tu interior. Es natural que aflore
mucha rabia y furia. ¡Bienvenida sea! Estás empezando a descongelarte, a
conectar con tu fuego, a recuperar tu vitalidad y tu poder. Ahora el cuerpo
quiere hacer lo que no pudo hacer en su día: gritar, luchar, defenderse, huir.
¡Honra tu fuego! Aprende a expresarlo de forma consciente y responsable,
porque ese fuego tiene la misión de descongelarte y de devolverte el poder y
la dignidad.
Además de ira y furia, pueden aflorar profundos sentimientos de tristeza,
soledad, miedo, culpa, impotencia, desamparo, desvalorización y vergüenza.
Está emergiendo el dolor de tu niño/a interior traumatizado/a, los
sentimientos que quedaron enterrados en tu corazón. Entrar en contacto con
esos sentimientos es desgarrador y, a la vez, liberador.
Tal vez recuerdes situaciones que habías olvidado, que experimentes
estados espontáneos de regresión durante los que revivas los sentimientos del
niño o la niña que fuiste: un niño o una niña muy sensible, que sufría en
soledad y que tenía la necesidad de sentirse vista, amada y acogida. Aunque
hayan pasado veinte o treinta años, cuando lo estás sintiendo es tan real que
parece que no ha pasado el tiempo, porque ese niño, esa niña herida, sigue
viva dentro de ti.
Entrar en contacto con estos sentimientos puede ser desgarrador,
conmovedor, a la vez que profundamente liberador. Permítelo. Siente,
expresa y libera lo que tuviste que enterrar y tu corazón. Si necesitas ayuda o
un acompañamiento, búscalo, pídelo. Hay asociaciones y profesionales que te
ayudarán. Cuando eras un niño/a tal vez no había nadie en tu entorno en
quien confiar; pero la situación ha cambiado, ahora puedes pedir ayuda: hay
psicólogos y terapeutas que pueden ayudarte, y muchas personas que han
pasado por experiencias similares a la tuya y han podido cicatrizar sus
heridas y dejar atrás el pasado. Tú también puedes.
Permite que tu corazón estalle y se rompa en mil pedazos si es necesario.
No temas, el corazón tiene que romperse para sanarse. El hielo tiene que
fundirse para transformarse. El fuego sagrado de tu corazón evaporará
aquello que necesita disolverse en el universo. Tal vez sientas que vas a
morir, a desaparecer, a enloquecer. Confía, en realidad tú no morirás, pero
algo en ti morirá, se desprenderá, y esa muerte será tu renacimiento.
Experimentar la alquimia del corazón es uno de los mayores regalos que un
ser humano puede vivir. Un milagro capaz de transformar todo: el dolor
desgarrador en paz interior, la oscuridad y la desesperación en Luz, la ira en
compasión, la carencia en abundancia, el miedo en amor. La rendición —
entregarte incondicionalmente a lo que hay, abrir de par en par las puertas de
tu corazón a la experiencia— te aportará una paz y un estado de amor y
vulnerabilidad indescriptiblemente hermoso y misterioso. La gracia de Dios
descenderá y bendecirá tu corazón. Comprenderás que tu alma nunca fue
manchada y de tu corazón brotarán lágrimas de gratitud.
El abuso invisible
Hay muchos tipos de abusos sexuales. Algunas formas de abuso sexual ni
siquiera rozan el cuerpo, pero cierran el corazón y congelan la capacidad
orgásmica. Aunque marcan profundamente la vida de las personas, no se
suele hablar de este tipo de abusos, ni siquiera se reconocen como tal. La
religión, los sacerdotes y las monjas —y en general las personas que han sido
adoctrinadas en la ideología del pecado y la culpa—, siempre han juzgado y
condenado el cuerpo, la sensualidad, el deseo, la energía sexual, el anhelo de
intimidad y el placer. Como lo hicieron con nuestros abuelos, con nuestros
padres y nuestros hermanos, nos parece normal.
Nadie se escandaliza por saber que en los colegios religiosos se amenaza a
los niños y las niñas con el infierno eterno si juegan con sus genitales: jugar
con su cuerpo y masturbarse es un pecado mortal; acariciar el cuerpo de otra
persona es un pecado mortal; sentir placer es pecado mortal… Desde muy
pequeños el contacto físico está mal visto, se nos avergüenza y se nos
culpabiliza por sentir curiosidad, por nuestro deseo, nuestra energía sexual y
el anhelo de conectar íntimamente.
Por eso, en la edad adulta, nuestros cuerpos y nuestros corazones están tan
tensos y hambrientos de amor, porque no podemos confiar, fluir, jugar,
relajarnos profundamente, fundirnos. El sexo, en lugar de ser una experiencia
de apertura, nutrición e intimidad, se ha convertido en un desahogo, una
forma de usarnos mutuamente para descargar la tensión acumulada.
El resultado de este tipo de educación es que la mayoría de los hombres
creen que un orgasmo es eyacular, tener una descarga. El sexo, en lugar de
ser una experiencia de fusión extática, se convierte en un desahogo, algo
parecido a un estornudo. Muchos hombres nunca han experimentado el
éxtasis vibrando y expandiéndose por todo su ser. No saben qué es una
experiencia orgásmica, piensan que es solamente una eyaculación. Y cuando
el sexo se convierte en una mera descarga, la mujer se siente insatisfecha.
La religión ha sido especialmente cruel con la mujer. Ha reprimido y
condenado su cuerpo, su sensualidad y su capacidad orgásmica de muchas
formas: la ha acusado de ser una pecadora por su sensualidad y su energía
sexual, y además ha denigrado y humillado a la que quiere disfrutar
libremente de su sexualidad. El mensaje que se ha transmitido es: «Un
hombre que disfruta del sexo es un hombre, mientras que una mujer que
disfruta del sexo es una puta».
Culpa y autocastigo
Como te ves y te tratas a ti mismo/a es el reflejo de lo que viviste en tu
infancia. Si fuiste tratado con amor y respeto, sientes amor y respeto hacia ti
mismo/a. Si en tu infancia fuiste juzgado, abusada o maltratada, te
avergüenzas, te culpabilizas y te castigas por ser como eres. Este es el drama
de la persona traumatizada: no sabe cómo quererse, no ha tenido un espejo
positivo; solamente sabe despreciarse, culparse y castigarse. Necesita tratarse
con amor para sanar su corazón, pero no sabe cómo hacerlo.
Uno de los errores más comunes es confundir las compensaciones —
aquello que hacemos para desconectarnos de nuestro niño/o interior herido—
con la autoestima. Quererse no es tapar o maquillar nuestro dolor y nuestra
indignidad con corazas o con máscaras, tratando de ser fuertes, de agradar,
seducir, tener éxito, dinero o reconocimiento. Amarse no es barnizar nuestro
ego, significa abrir el corazón a esa parte nuestra que está traumatizada,
sentirla, reconocerla y darle el amor que necesita.
Mientras no demos ese paso, mientras no abramos el corazón a nuestro
dolor, aunque decoremos muy bien nuestra vida y nuestra autoestima,
internamente sentiremos una parte enferma, un niño o una niña herida y
hambrienta de amor que sabotea nuestra vida. En realidad, ese niño o esa
niña no está saboteando tu vida, solamente está pidiendo la atención, el
respeto, la aceptación y el cariño que le faltó. Al negárselo, reproduce lo que
ha vivido.
A menudo me piden ayuda personas muy heridas que están muy enfadadas
con su niño/a interior. Creen que su niño interior tiene la culpa de que nos les
vaya bien en la vida. Y puesto que el niño interior es un problema y un
estorbo, lo ignoran, lo juzgan y lo castigan. Quieren eliminarlo de su vida.
Juzgan y desprecian al niño o a la niña que habita en su corazón. No se dan
cuenta de cómo se maltratan, de que están tratando a ese niño/a de la misma
forma que fueron tratado ellos. Repiten aquello que vivieron en su infancia.
En su interior convive un maltratador/a con un niño/a traumatizado.
Salir de este bucle requiere mucha consciencia y compasión. Reconocer
cómo nos han herido es doloroso, pero es solamente el primer paso. El
segundo paso es reconocer cómo recreamos el trauma: cómo nos maltratamos
y castigamos a nosotros mismos y a los demás. Este paso es muy doloroso,
porque nos muestra el poco amor que nos profesamos, y cómo nos
engañamos con justificaciones y compensaciones.
Cuando no queremos ver aquello que nos ha traumatizado, lo reproducimos
en la siguiente generación. Sometemos a nuestros hijos a las mismas
situaciones de abuso y maltrato que nos hirieron, y lo justificaremos por su
propio bien.
En algunos países de África y Oriente Medio, en nombre de la tradición y
la pureza, muchas niñas sufren la amputación del clítoris. Según datos
recientes de la Organización Mundial de la Salud, cada año tres millones de
niñas sufren esta mutilación. En Europa esta práctica nos parece una
barbaridad, un acto peligroso, cruel e injustificable que debería erradicarse.
Sin embargo, las que practican este macabro ritual mayoritariamente son
mujeres mayores que vivieron esta horrible experiencia cuando eran niñas.
¿Cómo es posible que no sientan compasión por sus nietas?, nos
preguntamos. ¿Cómo pueden creer que la ablación del clítoris es bueno para
una niña? Es un ejemplo dramático de cómo los seres humanos transmitimos
el trauma de generación en generación y de cómo somos capaces de justificar
lo injustificable.
No hace falta irnos a África para ver cómo reproducimos el trauma.
Enfrente de nuestras narices podemos verlo cada día, y no le damos
importancia. A menudo elogiamos y admiramos a personas que promueven
comportamientos antinaturales, sádicos y crueles. Nos parece normal, incluso
beneficioso, trasmitir a nuestros hijos dogmas, prejuicios y creencias que
fomentan la vergüenza, la represión, la culpa y el autocastigo; en lugar de
reconocer el sufrimiento y la distorsión que genera para un ser humano
condenar su naturaleza.
El trauma nos ciega de tal forma que nos empuja a recrearlo; a menos que
abramos los ojos y el corazón a nuestro propio dolor. Cuando ese milagro
sucede, no solamente empezamos a sanar nuestro corazón, también el de las
futuras generaciones.
Bullying
Aunque hayamos adoptado recientemente el término bullying en nuestro
vocabulario, ha existido siempre. Esta palabra hace referencia al abuso, al
acoso y al maltrato físico o psicológico reiterado entre menores.
Generalmente se refiere al maltrato entre compañeros en los centros
educativos.
Haber sufrido bullying en la infancia o la adolescencia es una experiencia
muy traumatizante. Es distinto haber sufrido abusos y maltrato en la infancia
por parte de un adulto que, en la escuela, por tus propios compañeros.
Sentirte juzgado, acosado, ninguneado, maltratada, humillada o excluida por
tus iguales es muy doloroso, y se suele vivir con profunda vergüenza, en
soledad. Porque, aunque teóricamente se puede pedir ayuda a un adulto, eso
no garantiza el bienestar del menor, ya que nadie está obligado a ser tu
amigo/a, a aceptarte, a querer estar contigo. En algunos casos pedir ayuda a
un adulto puede provocar más rechazo. Eso hace que el menor víctima de
bullying muchas veces lo viva en silencio.
En la infancia nos movemos entre dos mundos muy diferenciados: el de los
adultos —los que tienen poder y mandan— y el de los niños —que no tienen
nada y su obligación es obedecer—. Necesitamos crear unos vínculos con
nuestros cuidadores, pero también con otros niños; tener amigos y amigas,
tener apoyos, crear lazos de complicidad y amistad con niños y niñas de
nuestro entorno; sentirnos conectados a los demás, sentirnos parte de la
comunidad.
Generalmente dentro del entorno escolar se forman grupos. Pertenecer a un
grupo nos aporta conexión, afinidades, complicidad, apoyo, amistad,
protección, a cambio de nuestra lealtad a los miembros y los valores del
grupo. No es fácil pertenecer a un grupo, porque necesitamos ser aceptados
por los miembros del grupo. La naturaleza del grupo se basa en la exclusión;
los miembros del grupo tienen un perfil y unos intereses determinados y
solamente aceptan a compañeros afines.
Por un lado, el grupo es una consecuencia natural de la necesidad humana
de vincularse; pero, de la misma forma que el grupo une a sus miembros,
excluye a otros. El grupo tiene sus filias y sus fobias, lo que aprecia y lo que
rechaza. En algunos grupos, la dinámica va mucho más allá de rechazar algo
o a alguien: se castiga al excluido/a.
A través del bullying el grupo castiga a un individuo. Un grupo de menores
se divierte o se desahoga humillando y maltratando a un tercero. El niño/a
maltratado se convierte en el foco de las burlas, los juicios, los desprecios, los
insultos, los abusos, las invasiones y a veces los golpes físicos de sus propios
compañeros. El niño/a que sufre bullying siempre se encuentra en una
posición de debilidad e indefensión, porque el grupo siempre es más fuerte
que el individuo.
Probablemente has sufrido, has participado o has sido testigo de la crueldad
despiadada que puede proyectar un grupo de menores sobre un compañero/a;
cómo un grupo de estudiantes puede llevar al límite el sistema nervioso de un
niño/a o un adolescente, acosándole, humillándole, marginándole,
saboteándole, provocando constantemente su estado de shock, minando cada
día su confianza y su autoestima.
En realidad, el bullying no es una forma de diversión, es una válvula de
escape, una forma de proyectar lo que reprimimos dentro a través del
maltrato a un tercero. Un grupo de chicos y chicas descargan su rabia y su
frustración sobre un chivo expiatorio. Cuanta más represión hay mayor es la
crueldad.
Ser víctima de bullying significa ser el chivo expiatorio del dolor, la ira y la
frustración de tus compañeros; crecer sintiéndote marginado, defectuoso,
atemorizado, shockeada, indigna, sin derecho a ser respetado y tener amigos.
En la actualidad el bullying se ha agravado porque no se limita al horario
escolar, utiliza las redes sociales para acosar y denigrar día y noche a la
víctima.
Afortunadamente el infierno del bullying tiene fecha de caducidad. Si no
fuera porque el menor sabe que llegará el día que perderá de vista a sus
maltratadores, algunos preferirían morirse a seguir viviendo en esas
condiciones. Pero no todos los niños son capaces de soportar tanto
sufrimiento. Algunos menores están tan desesperados que deciden poner fin a
su existencia. ¿Cómo es posible que los adultos a su cargo no hayan sido
capaces de darse cuenta de que ese menor estaba desesperado y necesitaba
ayuda? Eso demuestra la tremenda soledad del menor que sufre bullying.
Los seres humanos que sobreviven al bullying necesitan años para regular
su sistema nervioso y sanar su corazón, porque, a pesar de que pueden
reconducir su vida y dejar atrás el entorno tóxico que les maltrató durante
años, dentro de la persona adulta habita el niño/a interior traumatizado, un
niño/a que arrastra mucha tristeza, vergüenza, desconfianza y resentimiento.
ABORDAR CON CONSECUENCIA
Y AMOR LAS SECUELAS
DEL TRAUMA
El guerrero
Este arquetipo está siempre en guardia, dispuesto a luchar. Es muy reactivo
y tiene la agresividad a flor de piel. Gracias a su intensidad y fogosidad se
maneja bien en el conflicto y la confrontación, porque utiliza su fuego para
presionar e intimidar. Pero a menudo se excede, es invasivo, abusivo y
desconsiderado, y los demás se alejan de él o ella para protegerse. Su
irritabilidad y sus explosiones de ira esconden un ser muy herido. Pero, en
lugar de responsabilizarse y acoger el dolor y el miedo de su niño/a interior,
utiliza su reactividad y agresividad para escudarse, presionar y amedrentar.
El colapsado
Es lo opuesto a un guerrero: un ser encogido, congelado y apocado. Este
arquetipo refleja un ser humano muy sensible, asustado y acomplejado, que
ha crecido desconectado de su poder y su energía. Evita exponerse, el
conflicto y la confrontación, porque activan su herida de shock. Siente mucha
vergüenza e indignidad, y para sobrevivir intenta complacer o pasar
desapercibido. El colapsado no vive realmente, se limita a sobrevivir. Para
liberarse, recuperar la dignidad, empoderarse y tomar las riendas de su vida,
necesita descongelarse, despertar su fuego y su pasión.
El mental
Este arquetipo vive en la cabeza, en el mundo de las ideas, desconectado de
su cuerpo emocional. Generalmente no es consciente de que vive disociado,
de que su discurso dice una cosa pero su energía muestra otra. Refugiarse en
el mundo mental es un mecanismo de protección muy eficaz en los primeros
años de vida, pero es muy limitante cuando queremos conectar, explorar
nuestro mundo interior, abrirnos a la vida y a la intimidad, al disfrute, a
experimentar una sexualidad gozosa y nutritiva. El arquetipo mental evita
sentir su cuerpo emocional: la desconfianza, las inseguridades, los temores y
las heridas que alberga su corazón.
El seductor
Este arquetipo es un maestro de la compensación, un ser muy sensible e
intuitivo que utiliza la seducción y la manipulación para conseguir lo que
quiere. Suele tener carisma y sabe venderse muy bien. El problema es que
detrás del personaje hay un niño o una niña muy asustada, con una herida de
vergüenza y desvalorización muy enmascarada, y mucho temor a ser
descubierta. Puesto que es muy hábil en el arte de la seducción y la
persuasión, sabe cómo conseguir lo que quiere, pero tiene mucha dificultad
para desnudarse y mostrar su vulnerabilidad, para abrirse al amor y a la
intimidad.
El triunfador
Tener éxito puede ser el resultado de desarrollar y compartir algo que
amamos y nos apasiona. La motivación del triunfador es totalmente diferente:
no hay amor en lo que hace, solamente ambición de poder. El arquetipo del
triunfador no tiene escrúpulos para conseguir lo que quiere. Su pugna para
llegar a la cumbre le ciega y le insensibiliza. El menosprecio que profesa
hacia los débiles y los perdedores refleja un niño/a muy herido, con mucha
necesidad de valoración y reconocimiento. Por muy grandes y meritorios que
sean sus logros, al ser un mecanismo de compensación para enmascarar sus
carencias y heridas emocionales, nunca son suficientes. El triunfador es
insaciable. Detrás del personaje que acumula dinero, poder, éxito o
reconocimiento, hay un ser humano que se siente muy solo y vacío, con
mucha carencia de amor.
El salvador
El complaciente
El espiritual
El arquetipo espiritual presume de estar más evolucionado espiritualmente
que los seres de su entorno. Utiliza la espiritualidad para compensar sus
heridas y sentirse especial. En realidad se engaña a sí mismo/a, porque no
quiere reconocer que alberga la misma humanidad que el resto de los
mortales. En lugar de asumir y responsabilizarse de las activaciones que le
generan las relaciones humanas, suele utilizar jerga pseudoespiritual para
colocarse por encima de los demás: «Tiene una vibración muy baja», «Es un
ser muy tóxico», «Su aura es muy oscura», «Tiene muy mal karma», etc.
Detrás de la soberbia del arquetipo espiritual, hay un ser humano muy herido
y enmascarado, con mucho miedo a confrontar su sombra.
El promiscuo
Somos seres sexuales que anhelamos espacios de conexión, intimidad,
fusión y placer; sin embargo, el arquetipo promiscuo utiliza la sexualidad
como una compensación. A través del sexo busca enmascarar unas carencias,
anestesiar unas heridas, aliviar su ansiedad, llenar un vacío. El sexo es su
droga. A través de la promiscuidad huye de sí mismo/a, de su soledad y sus
heridas emocionales. El problema es que, al utilizar el sexo como un
mecanismo de compensación, en lugar de ser una experiencia de apertura,
conexión y nutrición, el sexo se convierte en una adicción que requiere de
experiencias cada vez más intensas para escapar de uno mismo/a.
El perfeccionista
La víctima
El arquetipo de la víctima se instala en el lamento, la queja y la
negatividad. Y puesto que su situación y sus desgracias son muy injustas y
mucho más graves que los problemas de los demás, hace del agravio, la
recriminación y la reclamación el eje central de su existencia. La víctima cree
que los demás tienen la obligación de escucharle, de alinearse con su visión y
apoyarle incondicionalmente. Aquellos que no le siguen el juego pasan a
formar parte de su lista de indeseables. La víctima se aferra al agravio para
justificarse, exigir y castigar a todos con su sufrimiento, en lugar asumir su
destino, responsabilizarse y tomar las riendas de su vida.
El narcisista
El arquetipo narcisista necesita ser constantemente el centro de atención:
yo, yo, yo. Solamente sus logros, su visión, sus proyectos, sus opiniones, sus
problemas y sus necesidades son importantes. Busca compulsivamente
reconocimiento, admiración, sentirse superior, engrandecer su ego
devaluando a los demás: juzgando, ignorando, aleccionando, despreciando.
Detrás de un narcisista hay un niño o una niña muy traumatizada y
enmascarada. Pero, en lugar de reconocer y buscar la forma de sanar sus
heridas, juzga, humilla, culpabiliza, desprecia o ningunea a las personas de su
entorno.
Tal vez puedes verte reflejado/a en alguno o varios de estos arquetipos. No
se trata de etiquetarte, sino de reconocer los mecanismos de defensa que has
desarrollado y observar si estas dinámicas son verdaderamente útiles en tu
vida actual para conseguir lo que anhelas.
¿Por qué es esencial abordar conscientemente nuestro trauma? Porque
cuando lo reprimimos, lo ignoramos, lo negamos o lo enmascaramos nos
condiciona profundamente; nos limita, nos sabotea, nos impulsa a repetir
patrones dolorosos; provoca conflicto, desamor y maltrato —hacia uno
mismo/a y hacia los demás—; nos impide liberarnos del pasado, crecer, sanar
nuestro corazón, disfrutar de la vida y desplegar lo que hemos venido a vivir
y a compartir.
Si observas con ternura y compasión estos arquetipos, así como los
mecanismos reactivos que utilizas para protegerte, por muy incómodos y
dañinos que puedan parecer, reflejan la desesperación de un niño o una niña
muy herida tratando de protegerse y de encontrar su lugar en el mundo; un
niño o una niña que busca seguridad, reconocimiento, valoración, aprobación,
cariño, amor. ¿Cómo podemos juzgar al niño o la niña traumatizada que
alberga nuestro corazón? En todo caso podemos analizar y discernir si estos
mecanismos de protección nos ayudan realmente o no, e iniciar un proceso de
sanación.
Cuando reconocemos que detrás de cada uno de estos arquetipos hay
mucho dolor y una invitación a mirar hacia dentro, a gestionar
conscientemente nuestras heridas emocionales, a responsabilizarnos y acoger
amorosamente a nuestro niño/a interior traumatizado, el abordaje de nuestro
trauma es una experiencia profundamente transformadora.
La historia se repite
La incomprensión y el conflicto intergeneracional han existido siempre. Ser
padres es muy difícil; hace falta un corazón amoroso y mucha consciencia
para no proyectar en los hijos nuestras carencias, frustraciones, heridas,
temores, prejuicios y creencias limitantes, y no recrear inconscientemente con
ellos las experiencias traumáticas de nuestra infancia.
Haber sufrido mucho en la infancia no significa que no nos hayan querido.
La mayoría de nuestras heridas emocionales son consecuencia de haber
crecido en un entorno muy inconsciente. Aunque nuestros padres nos querían
y se esforzaban mucho en cuidarnos, protegernos y educarnos, estaban muy
heridos y condicionados, y no eran conscientes de cómo proyectaban sus
carencias, su dolor, su temor, sus frustraciones y expectativas. En la mayoría
de los casos repitieron lo que ellos experimentaron de niños, sin darse cuenta
del dolor que infligían a sus propios hijos.
Ningún padre, ninguna madre, quiere herir a sus hijos; al contrario, todos
los padres desean lo mejor para sus hijos, y dedican mucho tiempo y energía
a cuidar y proveer de todo lo necesario para su desarrollo. Cuando los padres
hieren a sus hijos, actúan impulsados por su propio dolor, no son conscientes
del sufrimiento que generan, a menudo creen que lo hacen por su propio
bien. Por amor a sus propios padres recrean y justifican el dolor que ellos
vivieron.
Lamentablemente, cada generación, por lealtad a la anterior, reproduce
inconscientemente los traumas familiares en la siguiente generación. Hasta
que tomamos consciencia de nuestras heridas y nos responsabilizamos.
Entonces podemos amar a nuestros padres y a nuestros hijos de otra forma,
sin necesidad de recrear el sufrimiento familiar.
Bert Hellinger
Antes de adentrarnos en nuestra herencia emocional, me gustaría
presentarte a alguien que ha sido una gran fuente de inspiración y aprendizaje
para mí. Uno de los seres que más me ha ayudado a comprender la
complejidad de los vínculos humanos y las emociones heredadas.
Bert Hellinger es un psicoterapeuta alemán que ha desarrollado una
metodología conocida como terapia sistémica o constelaciones familiares.
Antes de ser terapeuta fue soldado en la segunda guerra mundial y,
posteriormente, misionero católico durante dieciséis años en una región de
África habitada por la tribu zulú. Observando a este pueblo, se dio cuenta de
la relevancia que tenía la vida de los ancestros y las circunstancias familiares
en el destino de cada individuo. Comprendió que no podemos analizar y
entender los sentimientos y el comportamiento de un individuo como un ente
aislado, porque el ser humano viene a la vida a través de una familia y sigue
vinculado a ella toda su vida.
Descubrió, entre muchas otras cosas, que hay unos lazos muy profundos
que conectan al individuo con cada uno de los miembros de su familia, y que
estos, así como ciertos acontecimientos que han tenido lugar a algún
miembro de la familia, afectan profundamente a la vida de los otros
miembros. Ello a veces provoca desplazamientos —que el individuo no
ocupe su lugar en su familia—, lo cual causa un desorden en el sistema —en
la familia— que genera conflicto y dolor, impidiendo que el amor puede
expresarse conscientemente.
Bert Hellinger desarrolló un método para ayudar al individuo a reconocer y
ocupar su lugar, con el fin de restablecer la armonía en la familia y facilitar el
fluir natural del amor. Como todos los grandes pioneros, en algunos círculos
generó controversia y rechazo, a la vez que ha sido una fuente de inspiración
y sanación para miles de personas. Bert Hellinger murió a los 93 años, apenas
dos meses antes de escribir estas líneas.
Para ayudarte a comprender las dinámicas familiares, reparar los vínculos y
crear relaciones afectivas sanas y nutritivas, me gustaría compartir algunas
enseñanzas esenciales de Bert Hellinger que pueden serte muy útiles. Tal vez
algunas cosas que comparta de entrada te resulten extrañas o difíciles de
asimilar, es normal. Te confieso que el primer contacto que tuve con la
terapia sistémica me pareció algo muy raro que no fui capaz de entender. No
fue hasta algunos años después —cuando sentí el impulso de investigar y
formarme en terapia sistémica— que empecé a comprender y a experimentar
un cambio profundo en algunas cuestiones que me habían generado mucho
sufrimiento. Y gracias a esa transformación pude integrar ese enfoque en mi
vida y mi trabajo.
Si lo que has leído hasta ahora acerca del cuerpo emocional y el sistema
nervioso te ha ayudado a reconocerte y entenderte, te invito a que te abras a la
posibilidad de que algunos hechos o situaciones que no te sucedieron a ti —
que han vivido algunos miembros de tu familia o tus antepasados— pueden
estar influyéndote en tu vida presente. Aunque ampliar el ángulo de visión
puede confundirte un poco al principio, en realidad lo que voy a compartir es
complementario con todo lo que hemos estado viendo hasta ahora. En los
próximos capítulos intentaré explicar con la máxima sencillez posible unas
enseñanzas que pueden ayudarte a comprender y abordar tu herencia
emocional familiar y reparar los vínculos familiares.
La Ley de Pertenencia
La primera ley sistémica dice: Todo miembro de un sistema (familia) tiene
derecho a pertenecer a él. El nacimiento otorga el derecho a ser parte de la
familia durante toda la vida, incluso después de la muerte. Haga lo que haga
el individuo, nadie puede despojarle del derecho a pertenecer a su familia. En
otras palabras, nadie puede ser excluido de su propia familia.
En la práctica, lo que nos muestra esta ley es que para estar en paz tenemos
que incluir a todos los miembros de nuestra familia en nuestro corazón. No
podemos estar en paz cuando, por ejemplo, excluimos a nuestro padre.
Excluir en nuestro corazón a alguien de nuestra familia tiene consecuencias
en nuestra vida y en la de nuestros descendientes. Si cierras el corazón a tu
padre, eso afecta a lo que tú sientes, a tu relación con él, a la relación de
pareja y a la relación con tus hijos.
Hay muchas razones por las cuales, consciente o inconscientemente,
excluimos a alguien. Puede ser que rechacemos a esa persona por lealtad a
otro miembro de la familia, o porque lo juzgamos. Por ejemplo, tal vez
rechazamos a nuestro padre porque se llevaba muy mal con nuestra madre.
Cuando se divorciaron tomamos partido por nuestra madre y cerramos el
corazón a nuestro padre. Haber rechazado a nuestro padre, por lealtad a
nuestra madre, tiene muchas consecuencias.
A veces también excluimos a personas que tuvieron una muerte temprana
—abortos, niños, adolescentes, personas jóvenes— o a parientes que tuvieron
una muerte trágica. Por ejemplo, un familiar que murió de un accidente y
dejó huérfanos a niños pequeños; o la muerte de un niño o un joven de la
familia. El dolor que nos produce recordar estas muertes provoca que
inconscientemente los excluyamos de nuestro corazón, mientras que cuando
fallece un abuelo nos resulta más llevadero recordarlo, en comparación con la
muerte de una persona joven.
Pero la conciencia —el alma— del sistema no permite que ningún familiar
sea excluido. Si alguien es excluido, un descendiente —o sea un niño o una
niña— se identificará con él o con ella, y eso hará que ese menor adopte unos
roles en la familia. Es como si ese niño o esa niña tratase de ser o de ocupar
el lugar del familiar excluido. Pero esta forma inconsciente de recordar al
pariente excluido se convierte en una pesada carga para la persona que lo
sufre, causándole conflictos, dolor y sentimientos de culpabilidad; además,
genera desencuentros con los otros miembros de la familia.
La Ley de Pertenencia es invisible, pero profundamente arraigada. Invisible
en el sentido de que no es una ley que esté escrita o que nos la hayan
inculcado, sino que está en nuestros genes. Es lo que hace que un bebé, desde
el primer momento, tenga el impulso de conectar con la madre, de crear un
vínculo muy profundo con ella, de vivir en simbiosis con ella, porque su
supervivencia depende de ello.
La necesidad de pertenecer a nuestra familia conlleva lealtad, es decir,
identificarnos con la visión de nuestra madre. A través de esa identificación
nos sentimos unidos a ella. Luego esa lealtad se extiendo al padre y a otros
miembros de la familia y hace que abracemos la visión que tienen nuestros
padres de la vida: sus valores, sus creencias, sus temores, sus códigos, sus
ritos, sus prejuicios, aquello que aman y aquello que rechazan.
Ser leales a nuestra familia nos mantiene unidos a ella, nos aporta
nutrición, cuidados y protección. No hay que olvidar que el recién nacido no
tiene ninguna posibilidad de sobrevivir sin la madre —u otro individuo que
cumpla esa función—. Por eso es tan importante crear un vínculo muy
estrecho con la madre y sentir que pertenecemos a una familia, porque
nuestra supervivencia depende de que cuiden de nosotros. Durante muchos
años necesitaremos la protección de una madre —y generalmente también de
un padre—, para crecer y desarrollarnos, hasta que podemos emanciparnos.
La mayor amenaza para un niño es ser abandonado —no tener un vínculo, no
pertenecer a una familia—, porque eso significa morir.
Pronto el niño empezará a relacionarse con los distintos miembros de la
familia —el padre, los hermanos, los abuelos, los tíos, los primos— y
aparecerán los primeros problemas: cada miembro de la familia es diferente,
tiene una visión distinta, y entre ellos a veces hay conflictos: ¿Cómo ser leal a
mamá sin traicionar a papá?, ¿Cómo ser leal a papá sin traicionar a mamá?,
¿Cómo ser leal a mi familia sin traicionarme a mí mismo?
A lo largo de la vida formaremos parte de muchos sistemas o grupos. La
pertenencia a un grupo conlleva lealtad: no puedes ser socio del Real Madrid
y celebrar los éxitos del Barcelona; no puedes ser militante del PSOE y votar
al PP. Formar parte de un grupo significa identificarse con él —con su
historia, sus valores, sus proyectos, sus objetivos, etc.—. Pertenecer a un
grupo nos une, porque la identificación nos hace sentirnos cerca de los
miembros de ese grupo, y al mismo tiempo nos aleja de los miembros de
otros grupos.
Tenemos la necesidad de pertenecer y al mismo tiempo la necesidad de ser,
de sentirnos conectados a otros y de desarrollar nuestra individualidad. En la
vida formamos parte de grupos con visiones muy diferentes, incluso
contradictorias. Crecer, en cierto modo, significa ser desleal. La persona que
no quiere ser desleal a su familia no puede crecer, se limita a ser y a hacer lo
que se espera de ella. En lugar de escucharse y vivir la vida de acuerdo a su
corazón, reprime su individualidad para complacer y buscar la aprobación de
su familia.
Crecer significa descubrir y ser fiel a tu propia visión, a costa de
abandonar la visión de tus progenitores. Inevitablemente crecer es
complicado y doloroso, porque nos confronta con un gran dilema: «¿Quiero
ser un buen hijo y convertirme en lo que mi familia espera de mí, a costa de
traicionarme, o traiciono a mi familia para poder ser auténtico y caminar mi
camino?».
No hay que confundir reaccionar con crecer. Reaccionar en contra de los
valores de tu familia te mantiene atado a ella. Ser reactivo y ser complaciente
son dos caras de la misma moneda; todavía no has descubierto quién eres, ni
estás viviendo tu propia vida. Cuando tu identidad es el resultado de una
reacción, no eres libre. Si buscas la aprobación de tus padres no puedes
crecer; pero si no respetas a tus padres, tampoco.
Martina es una mujer de unos cuarenta y cinco años, pedagoga, que acaba
de recuperarse de un cáncer. Es una persona muy inteligente, atractiva y
educada, pero no es feliz. Se ha pasado la vida cuidando a los demás,
primero a su madre en una larga enfermedad y últimamente a su padre.
Cuando me vino a ver me dijo que estaba agotada, que necesitaba aprender
a cuidarse a sí misma y a disfrutar de la vida.
Me contó que su problema era que su madre había fallecido y ahora tenía
que cuidar a su padre. Le pregunté cuántos hermanos eran. Ella me
respondió que eran ocho hermanos, pero que sus hermanos no colaboraban.
En una sesión de constelaciones familiares le invité a sacar a unos
representantes de su familia. Inmediatamente Martina se transformó. Frente
a su familia su energía era la de la directora general de una multinacional:
desprendía autoridad, sacaba pecho y la barbilla apuntaba al techo. Era una
actitud tan exagerada que nos hizo sonreír a todos los presentes.
El problema era que, aunque ella se había otorgado el rol de directora
general de su familia, y lo bordaba, nadie la obedecía. Todos los empleados
de la compañía, o sea, sus hermanos mayores, se escaqueaban. No seguía
sus instrucciones. Y al final ella tenía que hacer los turnos de todos, dejar de
vivir su vida para cuidar a sus padres.
Le pregunté qué conseguía con ese rol y ella me respondió:
«Reconocimiento». Pero el rol se había convertido en una esclavitud, en una
pesada carga. A cambio de reconocimiento tenía que renunciar a vivir su
vida. Además de agotada estaba muy enfadada de tener que cuidar siempre a
los demás a costa de no cuidarse a sí misma, pero se sentía muy culpable si
no lo hacía.
Como ella se creía tan importante e indispensable, sus hermanos rehuían
su responsabilidad, porque sabían que ella, la gran cuidadora, se ocuparía
de todo. Por eso siempre tenían cosas más importantes que hacer que cuidar
a sus padres.
Vivir fuera de lugar es agotador. Te sientes importante porque tienes un rol
y haces una función que te hace sentir especial, pero se convierte en una gran
carga que te impide vivir tu propia vida.
Durante la sesión ayudé a Martina a darse cuenta de lo que estaba
sucediendo y la invité, si quería, a dejar el rol y a ser simplemente la hermana
pequeña, sin ninguna otra pretensión. Al principio le costó mucho, porque al
dejar el rol se ponía en contacto con una parte interna muy dolorosa. Debajo
del rol de cuidadora había una niña muy asustada, con mucho miedo a ser
juzgada, a no recibir amor y aprobación si no cuidaba a los demás. Pero poco
a poco empezó a confiar y a ser real, a dejar de comportarse como la directora
general de la familia. Al final de la sesión algo había cambiado, se sentía muy
relajada siendo solamente la hermana pequeña, liberada de un rol y una carga
muy pesada.
Cuando vivimos fuera de lugar en nuestra familia, estamos fuera de lugar
en todas partes: en el trabajo, en la comunidad de vecinos, en el club, en el
sindicato, con los amigos, con la pareja, con los hijos. No nos damos cuenta.
No entendemos por qué, a pesar de esforzarnos tanto para ayudar a todos,
tenemos tantos conflictos. Es muy frustrante, porque, en lugar de que los
demás agradezcan nuestro esfuerzo, sentimos que nos rechazan.
Rosalía estaba muy contenta con su nuevo trabajo. Había sido contratada
como secretaria del departamento comercial de una gran empresa. Pero, a
pesar de que trabajaba con mucho entusiasmo y quería ayudar a todos, al
poco tiempo de entrar en la empresa empezó a tener conflictos con varias
personas. Empezó a notar que sus compañeros la rechazaban.
Para mejorar la contabilidad del departamento fue a hablar con el
contable, un hombre que llevaba más de veinte años en la empresa, y le dio
unas recomendaciones para que cambiase algunas pautas de la contabilidad.
Pero el contable se sintió invadido, le molestó mucho que una niñata recién
llegada a la empresa le diese lecciones, y no aceptó ninguna de sus
propuestas.
La semana siguiente se fue a hablar con el director de marketing para
darle unas sugerencias acerca de cómo enfocar la venta de un nuevo
producto. Pero al director de marketing, que llevaba dos años haciendo
estudios de mercado, que una secretaria recién llegada que no tenía ni idea
de marketing le dijese cómo tenía que hacer su trabajo, le pareció una
intromisión y no quiso escucharla.
Finalmente, Rosalía se fue a ver al director de recursos humanos para
contarle que había mucha descoordinación entre los distintos departamentos
y que tenía que hacer unos cambios para arreglar la situación. Incluso le
indicó los cambios que necesitaba la empresa, y se ofreció ayudarle para
organizar la coordinación entre departamentos.
Cuando Rosalía me vino a ver se sentía muy mal en su trabajo. El trabajo
le gustaba, pero sentía que sus compañeros la rechazaban, y no entendía por
qué. Era una chica muy responsable; no le importaba quedarse una hora
más cada tarde si era necesario, y siempre quería ayudar a todo el mundo,
pero nadie quería sentarse con ella a la hora de comer. Sentía que todo el
mundo la evitaba.
No era la primera vez que le sucedía; de hecho, siempre había tenido este
tipo de problemas. Sin querer se salía de su lugar y chocaba con todo el
mundo, igual que chocaba constantemente con sus padres y sus hermanos.
Nadie le agradecía su esfuerzo; al contrario, todos estaban enfadados con
ella.
Durante un tiempo trabajamos sus temas familiares. Hasta que pudo
reconocer que vivía fuera de lugar en su familia y los conflictos que eso le
generaba. A partir de ese momento, ocupó su lugar en su familia, lo cual
mejoró mucho la relación con sus padres y hermanos, y de rebote su
situación en el trabajo. Porque lo que le sucedía en el trabajo era
consecuencia de su situación familiar.
Una vez se recolocó en su familia, reconoció y ocupó su lugar en la
empresa, dejó de ponerse por encima de sus compañeros y de dar consejos
no solicitados a todo el mundo. Se dio cuenta de que había sido muy
arrogante e invasiva con personas que llevaban muchos años trabajando en
la empresa. Reconoció su lugar en ese ecosistema y se puso a trabajar con
humildad y entusiasmo, sin extralimitarse ni invadir a nadie. De repente, sus
compañeros cambiaron de actitud y empezó a conectar con algunas
personas, a sentirse apreciada y a gusto en el trabajo.
Seguramente tienes amigos o compañeros de trabajo que están fuera de
lugar y están chocando constantemente con los demás. Y luego se sienten
injustamente tratados, porque nadie les valora y les agradece su ayuda. Son
personas que invaden a los demás con opiniones y consejos no solicitados, y
se ofenden si los rechazas. O tal vez eres tú quien lo hace y te sientes dolido o
incomprendida, porque no te das cuenta de que estás buscando
reconocimiento de forma inadecuada, conduciendo con los ojos vendados.
Cuando vivimos fuera de lugar, creemos que para que nos quieran hemos
de esforzarnos mucho, ser especiales, salvar el mundo. Pero nuestra ayuda no
es desinteresada: queremos ayudar para que nos quieran. Como no
reconocemos nuestro lugar, buscamos compulsivamente el reconocimiento de
los demás. Cuando estamos fuera de lugar no nos damos cuenta de que
nuestra ayuda es invasiva, una manipulación. Si no nos han pedido ayuda o
consejo, dar lecciones equivale a ponernos por encima del otro: «¿Quién eres
tú para darme unos consejos que no te he pedido?». Naturalmente el otro se
siente incómodo, invadido, y nos rechaza.
Después de todo el esfuerzo que hemos hecho para intentar ayudar, ser
especiales y que nos quieran, nos sentimos rechazados. Nadie valora nuestro
esfuerzo, todo lo que hacemos para ayudar. ¿Qué más podemos hacer para
que nos reconozcan? ¡Vivir fuera de lugar es muy duro y desagradecido!
Honrar a la madre
Para sentir confianza y tener éxito en la vida necesitamos tomar a nuestra
madre en el corazón, sentir gratitud por todo lo que ella nos ha dado. La
madre es la vida —la conexión con la vida—, sin ella no existiríamos. La
gratitud y el reconocimiento es el trampolín hacia el éxito y la prosperidad.
Es posible que nuestra madre no nos haya dado todo el amor que
necesitábamos y que nos haya herido en muchas ocasiones, por supuesto.
Nadie está diciendo que nuestros padres fueron perfectos; pero no
necesitamos tener unos padres perfectos para estar agradecidos y ser felices.
No podemos cambiar el pasado, solamente pelearnos mentalmente con él o
asentir aceptando lo que fue, tomar a nuestra madre en el corazón o
rechazarla. Excluir a nuestra madre de nuestro corazón nos debilita. Debajo
del juicio y la ingratitud crece la carencia y la indignidad. ¿Cómo puedes
sentirte digno y merecedor cuando juzgas a tu propia madre?
Aceptar el pasado es difícil porque implica renunciar a la idea de que
debería haber sido distinto; sin embargo, si eres honesto te darás cuenta de
que aferrarte a la idea de que algo o alguien —tu madre o tu padre— debería
haber sido diferente es una locura. No podemos cambiar el pasado. Cuando
nos aferramos a la idea de que el pasado debería haber sido distinto, sufrimos
inútilmente. En realidad, no sufres por lo que te hizo tu madre o tu padre,
sufres porque mentalmente le exiges a la vida que lo que sucedió no debería
haber sucedido. Y eso es imposible.
Obsérvalo. Reconoce que tú mismo eres responsable de un bucle mental
que puede generarte mucho sufrimiento. Cada vez que te dices a ti mismo
que el pasado debería haber sido distinto, sufres, te sientes víctima de esa
etapa de tu vida, cuando en realidad estás siendo víctima de ti mismo.
No podemos cambiar el pasado, pero no es necesario cambiarlo para estar
en paz y ser felices. Solamente necesitamos abandonar la idea de que el
pasado debería haber sido diferente. Reflexiona sobre ello, porque a veces
nos podemos quedar atascados en un bucle mental durante muchos años.
No podemos separarnos de la madre con reproches y resentimiento. Hasta
que no tomamos a nuestra madre en el corazón, tal como es, no podemos
separarnos energéticamente de ella, ni estamos listos para amar a una mujer,
para entregarnos de verdad a una relación de pareja. Confundimos la
necesidad de nuestro niño interior con el amor.
La gratitud hacia la madre —tomarla en nuestro corazón con todas sus
imperfecciones— nos prepara para poder amar a una mujer. Si no puedes
sentir gratitud hacia tu madre, que te ha dado la vida y ha dedicado muchos
años a cuidarte, no podrás amar a ninguna mujer. Si no respetas a tu propia
madre, no puedes respetar a ninguna mujer. Proyectas tu necesidad y tus
fantasías en alguna mujer, hasta que empiezas a ver a la mujer real. Y te
desilusionas. Pero no es su error, simplemente se hace patente tu inmadurez,
tu incapacidad de amar. No puedes amar a una mujer real, solamente
encapricharte de una fantasía.
Cuando un hombre no ha tomado a su madre en su corazón, siempre anda
corriendo detrás de las mujeres, de flor en flor, encaprichándose de alguna
novedad, tratando de llenar un vacío. Pero ninguna mujer le satisface, porque
en realidad está buscando a su madre; su niño interior está hambriento y
desesperado. Solamente cuando el hombre honra a la madre, cuando ha
tomado a su madre en el corazón, el niño interior recibe la nutrición esencial
que necesita y el hombre está listo para amar a una mujer.
A veces, ante un destino doloroso del padre o la madre, el hijo cree que
puede ayudarle e inconscientemente se sale de su lugar. El hijo siente que
tiene que hacer algo importante por su padre o su madre, cree que él puede
aliviar el dolor de su progenitor y de esta forma salvarle de su destino. Pero
ningún hijo tiene el poder de cambiar el destino de su progenitor, solamente
podemos amar y respetar a nuestros padres.
A lo largo de la vida todos tenemos que enfrentarnos a pérdidas,
enfermedades, accidentes, conflictos, experiencias traumáticas, injusticias y
toda clase retos y dificultades. Aunque tu madre o tu padre se sientan
víctimas de sus circunstancias, no lo son. En todo caso tal vez podemos decir
que les ha tocado vivir un destino difícil. Pero ese destino no los convierte en
víctimas. Cuando ves a tu madre o a tu padre como una víctima, le estás
infravalorando, asumes que no es capaz de afrontar los retos que la vida te
trae.
Mira a tus antepasados, mira las situaciones terribles y los enormes retos
que tuvieron que enfrentar para sobrevivir y cuidar a sus hijos. Si conocieses
en detalle sus circunstancias y todo lo que tuvieron que pasar para salir
adelante, no te lo creerías, se te partiría el corazón, te caerías de rodillas por
haberlos juzgado y menospreciado, les pedirías perdón y su bendición.
¿Quién eres tú para juzgarlos? ¿Quién eres tú para sentir pena por ellos?
Cuando juzgas a tus antepasados o sientes pena por ellos, te colocas por
encima de ellos, te crees demasiado importante. Estás fuera de lugar. No los
respetas, no honras su vida y su legado. Puedes menospreciar a tus
antepasados, o puedes sentirte orgulloso y agradecido por todos esos seres
que te precedieron porque, gracias a su esfuerzo, entrega y determinación, tú
existes y eres quien eres.
Abre los ojos y el corazón a tu árbol familiar, mira con respeto a cada uno
de tus antepasados, cómo, cada uno a su manera, se enfrentó al destino que le
tocó vivir. ¿Qué te hace pensar que tu madre o tu padre no puede afrontar sus
circunstancias? Tus padres son un eslabón más de una larga cadena de
hombres y mujeres que tuvieron que enfrentar su destino. Igual que tú.
Es natural que no te guste ver sufrir a tus padres, por supuesto. Una de las
cosas más difíciles para un hijo o una hija —particularmente en la infancia—
es tolerar el dolor de sus padres. Cuando en la infancia vemos que nuestros
padres sufren, a menudo surge un impulso de querer hacer algo para ayudar a
nuestra madre o a nuestro padre. El niño, la niña, por amor, quiere hacer algo
para salvar a su progenitor. Y sin darse cuenta se sale de su lugar.
Durante muchos años intentará ayudar emocionalmente a su progenitor:
escucharle, comprenderle, consolarle, apoyarle, aconsejarle. Por amor
intentará salvar a su madre o a su padre de su destino, pero es un esfuerzo
inútil. En realidad, no ayuda, solamente interfiere, se entromete en sus
asuntos. En lugar de ayudar estorba, porque, si no se entrometiera, su madre o
su padre tendrían que buscar apoyo en una persona adulta, en alguien que tal
vez podría ayudarle.
¿Desde cuándo un hijo puede ayudar en sus problemas emocionales a un
progenitor? ¿Acaso un padre o una madre sigue los consejos de un hijo? No,
los padres pueden ayudar a los hijos en sus problemas emocionales,
escucharles, orientarles, compartir su experiencia, apoyarles; es lo más
natural del mundo, es una de las funciones de la madre y el padre. Pero al
revés, convertirte en el psicólogo de tu madre o de tu padre, es antinatural.
Por eso es tan frustrante querer salvar a un progenitor, porque te esfuerzas y
te desgastas para nada. Y ni siquiera te lo agradecen. Aunque tú te esfuerces
mucho en ayudar y en dar unos consejos muy buenos, tus padres no los van a
seguir.
Tu misión no es solucionar los problemas emocionales de tu madre o de tu
padre. Cada vez que lo intentes fracasarás. Te sentirás frustrado/a y
responsable porque no verás avances, no habrá mejoría, tu progenitor se
lamentará mucho pero no seguirá tus consejos. ¿Por qué no deja de quejarse y
sigue tus consejos? ¡Quién eres tú para darle lecciones! Tal vez solamente
quiera quejarse.
Quejarse no significa querer solucionar algo: hay personas que se pasan la
vida lamentándose, pero no hacen nada para cambiar su situación, y hay
personas con destinos muy dolorosos que no se quejan, sino que se dedican a
lidiar con sus problemas. A veces nos quejamos para ser el centro de
atención, para dar pena, para ser importantes, para que nos escuchen, para
que los demás estén pendientes de nosotros. Cuando la queja y el victimismo
es un estilo de vida, prestarle mucha atención no beneficia a nadie.
Ser el salvador/a de tu madre o de tu padre te hace sentir importante,
especial, pero pagas un precio muy alto: vives fuera de lugar. Y adoptar ese
rol que no te corresponde es agotador, frustrante: ni ayudas a tus padres ni
puedes recibir su amor. Ser el psicólogo, la terapeuta o el coach de tus padres
es el peor trabajo del mundo. Abandona ese rol. Ocupa tu lugar, sé
simplemente el hijo, la hija. Ocúpate de tus problemas emocionales y deja
que tus padres resuelvan sus propios problemas.
No dar energía al victimismo no significa cerrar el corazón, sino
responsabilizarte de lo que te corresponde. Si asumes el rol de salvador de tu
madre o tu padre, pones en peligro tu relación de pareja y a tus propios hijos.
En lugar de estar presente para tu pareja y estar disponible para las
necesidades de tus hijos, estarás involucrado en unos problemas que drenarán
tu energía. Mientras tus hijos te necesitan, tú estás dando consejos al viento,
intentando resolver unos problemas que no está en tu mano solucionar.
Parece que la mayoría de las personas necesitan experimentar mucho sufrimiento antes de abandonar
la resistencia y aceptar, antes de perdonar. En cuanto lo hacen, ocurre uno de los mayores milagros:
el despertar de la conciencia del Ser a través de lo que parece ser el mal,
la transmutación del sufrimiento en paz interior.
ECKHART TOLLE
PERDÓN Y COMPASIÓN
Perdonar
A lo largo de la vida hemos experimentado incontables experiencias
desagradables; afortunadamente la inmensa mayoría las hemos procesado y
olvidado, no estamos constantemente pensando en ellas, y cuando las
recordamos, no sentimos un dolor o un malestar intenso. Sin embargo, a
veces, el recuerdo de algunas experiencias dolorosas nos atrapa, nos abstrae
del presente y absorbe nuestra energía. Nos apegamos al agravio, recreamos
en nuestra mente una y otra vez la experiencia desagradable y dentro de
nosotros crece el malestar, el rencor y el resentimiento.
Ese evento doloroso, en lugar de ser una experiencia puntual, al recordarlo
y recrearlo constantemente en nuestra mente nos convierte en víctimas. Pasa
el tiempo, pero la herida no cicatriza, la experiencia del pasado nos sigue
doliendo y condicionando negativamente el presente.
¿Qué podemos hacer para no quedarnos atrapados en un evento doloroso
del pasado? ¿Cómo podemos perdonar y liberarnos de algo que nos
atormenta? Si entendemos el perdón como un proceso interior —una
experiencia transformadora que nos libera, que aporta relajación a nuestro
sistema nervioso y paz a nuestro corazón—, hemos de ser conscientes de que
el perdón no se puede materializar por el mero hecho de desearlo o
verbalizarlo; en todo caso podemos crear un clima adecuado para que la
alquimia del perdón suceda.
Nadie tiene el poder de eliminar de su vida un hecho que le ha ofendido,
herido o perjudicado. El hecho es el que es, no podemos borrarlo de nuestra
biografía ni cambiarlo; pero podemos elegir cómo relacionarnos con él.
Nuestro devenir depende de nuestra forma de reaccionar ante la adversidad,
de cómo elegimos responder, de si decidimos o no alimentar el agravio, el
rencor y el resentimiento.
Pero alguien dirá: «Hay situaciones en la vida en las que una negligencia o
el daño que ha infligido un ser humano es muy injusto, cruel, terrible. ¿Cómo
podemos perdonar a alguien que ha causado la muerte de un ser querido?».
No perdonamos porque entendemos un acto injustificable o porque quien nos
ha herido lo merece; perdonamos por nuestro propio bien, para que un hecho
que nos ha conmocionado no siga dañándonos. Elegimos abrirnos al perdón
para poder vivir en paz y rehacer nuestra vida.
Perdonar es difícil porque exige una renuncia: a pesar de la injusticia, del
daño causado, la humillación, el dolor, la rabia o la impotencia que sentimos,
en lugar de aferrarnos al agravio, elegimos soltar y abrirnos a la vida. El
primer paso hacia el perdón es reorientar nuestra mirada: dejar de vivir
enfocados en el agravio, de alimentar el malestar y el resentimiento, y
centrarnos en nuestros recursos, en los aspectos positivos de nuestra vida. En
vez de dejarnos arrastrar por la reactividad y provocar más dolor —a uno
mismo y a los demás—, decidimos asumir los hechos y adoptar una actitud
constructiva para recuperarnos y reconducir nuestra vida lo mejor posible.
Recientemente me ocurrió algo muy doloroso. Durante dos días me sentí
consternado, muy dolido e indignado. Mi sentir oscilaba entre la tristeza, la
ira y la impotencia. Hacía años que no sentía un malestar tan profundo.
Estaba tan activado que apenas podía dormir; mi mente era un torbellino.
¿Cómo podía haber sucedido aquello? Una persona había actuado de forma
muy violenta e injusta conmigo. Me sentía traicionado y maltratado.
Después de dos días de darle muchas vueltas al asunto sentí: «Si sigo
alimentando este asunto, el rencor y el resentimiento crecerá dentro de mí y
cargaré con ello durante meses, tal vez años. Este suceso teñirá mi estado de
animo y me amargará». Cuando me di cuenta de la cantidad de energía y
poder que le estaba dando a ese hecho, y el enfado y la animadversión que
estaba acumulando dentro, me pregunté: «¿Quiero que este episodio
condicione mi existencia durante los próximos meses? No, eso sería muy
dañino para mí. No puedo darle tanto poder. No puedo permitir que este
hecho me ofusque y tiña mi vida de resentimiento».
En ese momento tomé una decisión: «No voy a alimentar el rencor. No
quiero que el recuerdo de lo que pasó se convierta en el centro de mi vida y
me amargue la existencia. Voy a enfocar mi energía en el presente, en mis
proyectos, en las cosas buenas que hay en mi vida». Y renuncié a
victimizarme, a crear un monstruo y a regodearme alimentando mi desgracia.
Pero el malestar no desapareció sin más. Cuando se volvió a encender el
fuego interior, en lugar de culpar y proyectarlo hacia la persona que me había
herido, enfoqué toda la energía y la presencia en la respiración, en enraizarme
en el momento presente. Tras unos minutos de respiración consciente, de
responsabilizarme de mi energía y estar completamente presente, el fuego
interno se transformó. El malestar se disolvió. Fue como despertar de una
pesadilla que me había estado hostigado durante días. La ira había
desaparecido, ya no me sentía una víctima ni tenía ninguna necesidad de
reaccionar. Sentía paz y relajación, asombro y agradecimiento, porque gracias
a ese suceso había vuelto a mi centro, a habitar ese espacio interior que, a
pesar de las circunstancias externas, nunca ha sido dañado.
Las situaciones difíciles de la vida pueden dañarnos, amargarnos,
convertirnos en víctimas —que antes o después dañarán a otros—, o
transformarnos. A través del perdón, de la transformación consciente de
nuestra energía, evolucionamos.
No tenemos el control de nuestro entorno, de multitud de situaciones y
circunstancias que están sucediendo a cada momento, solamente podemos
decidir qué actitud queremos tomar ante la incertidumbre y las adversidades,
cuánto poder y protagonismo queremos darle a la mente a la hora de
interpretar y procesar los acontecimientos desagradables.
Los hechos son los que son, pero la interpretación y la historia que nos
contamos acerca de los hechos es nuestra creación. Cuando no distinguimos
los hechos de la historia que creamos acerca de los hechos, sufrimos. Eckhart
Tolle nos recuerda: «La causa primaria de la infelicidad nunca es la
situación, sino lo que piensas sobre ella».
A menudo creemos que las circunstancias de la vida son la causa de nuestra
infelicidad. Solamente cuando aprendemos a observar nuestros pensamientos
nos damos cuenta de que la verdadera razón de nuestro sufrimiento reside en
nuestra forma de pensar. La situación es la que es; nuestra mente puede, o no,
hacer de ella un infierno. Cuando tenemos tendencia a tomarnos todo como
algo personal, porque nuestro ego se cree el centro de la existencia, la vida se
convierte en una carrera de obstáculos y un agravio constante. Nuestro ego,
de cada acontecimiento, crea una historia personal. ¿Qué sería de nuestro ego
sin sus logros, sus juicios y sus desgracias?
La verdadera libertad no reside en intentar controlar unas circunstancias
cambiantes que no podemos controlar, sino en reconocer el origen del
problema y el sufrimiento humano —el ego—, y decidir si queremos
alimentarlo, vivir identificados con él, creando o no una historia personal de
cada situación impersonal.
Es muy difícil perdonar cuando hacemos de todo algo personal, porque
nuestro ego tiene mil razones de peso para no perdonar; sin embargo, a
medida que nos damos cuenta de que no somos lo que pensamos —la historia
que nos contamos—, podemos desprendernos del agravio más fácilmente.
¿Qué sentido tiene aferrarse a una historia que me hace sufrir cuando en
realidad es mi propia creación?
Si eres honesto/a reconocerás que a menudo es más dañina y perjudicial tu
reacción ante unos hechos —tu actitud y la historia que creas para
victimizarte—, que el propio hecho o la persona que te ha herido. Cuando
haces eso, cuando tu reacción te perjudica porque te llenas te rencor y
amargura, le estás dando un poder tremendo a alguien que no lo merece.
¿Mereces seguir sufriendo porque alguien te engañó y te rompió el corazón?
No, por supuesto que no. Lo que mereces es sanar tu corazón, estar en paz,
rehacer tu vida y ser feliz.
Pensar más acerca de lo que hizo esa persona no te ayudará. Culparle por tu
sufrimiento no te ayudará. Hablar mal de él o de ella no te ayudará. ¿Por qué
le das tu atención y tu energía a alguien que no lo merece? No puedes
cambiar los hechos, pero puedes elegir dónde quieres poner tu atención y tu
energía: si quieres enfocarte en recrear unos hechos dolorosos en tu mente, en
dedicar tu tiempo y tus pensamientos a alguien que te hirió, o prefieres
utilizar tu energía creativamente.
Lo que nos ayuda a perdonar es ser conscientes, despojarnos del rol de
víctima —o sea, de la historia que hemos creado alrededor de unos hechos—,
reconocer humildemente nuestra parte de responsabilidad y, una vez asumida
nuestra responsabilidad, soltar, dejar ir el pasado, dejar de recrear la historia
en nuestra mente, volver al presente, a nuestra naturaleza esencial.
Cuando dejamos de dar energía a los pensamientos se debilitan, dejan de
ser el centro de atención, de activarnos y abstraernos, porque para que un
pensamiento permanezca en la mente requiere de nuestra colaboración.
Cuando le prestamos atención y lo alimentamos genera más pensamientos
que lo retroalimentan; pero, si dejamos de darle atención y energía, y nos
enraizamos en el presente, de la misma forma que un pensamiento aparece,
desaparece.
La forma más sencilla de volver al presente es enraizarnos en el cuerpo
enfocando nuestra atención en la respiración. Estar totalmente presentes en
nuestra respiración unos minutos nos enraíza en el aquí ahora. No es
necesario cambiar la forma de respirar. La presencia nos devuelve a nuestra
naturaleza esencial, al observador ecuánime, y rompe la identificación. El
hecho sigue siendo el mismo, pero ya no estás perdido/a en el drama y el
agravio, estás en casa.
¿Recuerdas la última enseñanza de Buda antes de morir? Sammasati:
vuelve a ti, sé tu propia Luz. Regresa a tu naturaleza esencial, no te pierdas en
la mente… La respuesta a tus inquietudes, la solución a tus problemas, la paz,
la libertad y el amor que estás buscando están en ti. ¡Tú eres lo que estás
buscando! ¡Despierta, vuelve a casa!
En el momento que regresamos a nuestra naturaleza esencial y
descansamos en el amor y la presencia que somos, la mente egoica pierde su
poder; la Luz del Ser disipa la oscuridad, la identificación que nos hacía sufrir
se disuelve. Reconocemos que, independientemente de las adversidades y las
circunstancias externas, internamente somos libres y no estamos separados de
la fuente de amor.
No estoy hablando de algo esotérico o de una experiencia extraordinaria,
no. Mi naturaleza esencial y la tuya no son diferentes. Ya lo dijo Buda hace
2500 años: «Todos somos budas». Jesús lo expresó con otras palabras:
«Todos somos hijos de Dios». Todos los seres que han despertado hablan de
lo mismo, utilizando palabras y metáforas diferentes. Nuestra esencia es la
misma, lo que cambia es el filtro y el vehículo a través del cual interpretamos
y experimentamos la vida.
La esencia del perdón es renunciar a nuestro ego, a la identidad ilusoria que
genera el sufrimiento, dejar ir el pasado —las historias que nos contamos— y
volver al presente. Dejar ir significa dejar de alimentar el agravio —de echar
leña al fuego—, dejar de recrearnos en la idea de un perpetrador y una
víctima, presenciar, abrir el corazón y disolvernos en el ahora.
El perdón no es un logro que el ego pueda conseguir, es una rendición: una
muerte y un renacimiento. A veces el perdón acontece tras una catarsis —un
destello de Luz que nos ilumina, un proceso alquímico intenso y revelador—;
a veces es una paz y un silencio que aflora tras un largo y profundo viaje
interior.
DE LA CODEPENDENCIA A LA LIBERTAD
Cara a cara con el miedo
KRISHNANANDA
De la Codependencia a la Libertad (Cara a cara con el miedo) nos proporciona una especie de «mapa
de carreteras» con una guía y herramientas específicas para viajar desde la codependencia al amor y a la
meditación.