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ALICIA MOREL

LEYENDAS BAJO LA
CRUZ DEL SUR

ILUSTRACIONES DE TOMÁS
GERBER

EDITORIAL ANDRÉS BELLO

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EL CAZADOR DE LA CRUZ DEL SUR
Leyenda del Chaco argentino

En las calurosas tierras del Chaco, Numa


era un experto cazador. Usaba las bolea-
doras con tanta habilidad, que ninguna
presa se le escapaba. Guanacos y vicuñas
caían enredados en las cuerdas de su arma
preferida. Lo que más le gustaba cazar era
avestruces; la rapidez para correr
de estas grandes aves, a hijo mayor las que lla-
maban "amanic", ponían a prueba su
puntería y su experiencia. Numa llegó a ser tan
famoso como cazador, que lo eligieron cacique de
los mocovíes, su pueblo. Los guerreros lo
admiraban y temían, las mujeres y los niños lo
amaban, los ancianos contaban sus hazañas para
que no se olvidaran. Y así fue como esta historia
llegó hasta nosotros.

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Una tarde, Numa salió a cazar con su hijo para
que aprendiera a ser tan diestro como él.
—Si aprendes a manejar las boleadoras, puedes
alcanzar una fama parecida a la de tu padre
—aseguró Numa con orgullo.
El muchacho asintió, tratando de hacer girar las
cuerdas con las pesadas piedras que llevaban en
sus extremos. En esto que iban caminando por un
llano, apareció frente a ellos un avestruz de gran
tamaño, como nunca se había visto por esas tierras.
—Hijo, fíjate cómo lanzo las boleadoras para
cazar a este extraordinario "amanic" —dijo Numa,
echando a correr con el arma girando sobre su
cabeza.
En el momento preciso, lanzó las boleadoras,
pero el avestruz fue más rápido y escapó corriendo
por el llano, dándose impulso con sus espléndidas
alas entreabiertas.
—Espérame, hijo, vuelvo en un rato —gritó
Numa, herido en su orgullo por no haber cazado el
ave al primer intento.
Corrió y corrió tras el esquivo "amanic", yendo
cada vez más hacia el sur, hasta perderse de vista.
El muchacho esperó el regreso de su padre
hasta el amanecer del otro día; volvió a casa sin
saber qué había sido de él.

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Pasó el tiempo y Numa nunca regresó.
Cuentan los ancianos que el cacique continuó
persiguiendo el avestruz hasta llegar al borde
mismo donde termina el mundo. Allí lanzó por
última vez las boleadoras, inútilmente. Entonces el
avestruz gigante, en vez de caer al abismo, se dio
un fuerte impulso y se elevó en el aire hacia el
cielo. Numa no quiso darse por vencido y
permaneció en ese lugar, esperando que el
"amanic" bajara; no quería volver a su pueblo
derrotado. En ese lugar se quedó hasta envejecer y,
por último, morir.
El avestruz gigante se convirtió en una de las
constelaciones más brillantes del cielo sureño,
aquella que guió a los indios y guía hasta hoy a los
viajeros de tierra y mar, la Cruz del Sur.

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CUANDO GÓOS LA BALLENA
CAMINABA POR LA TIERRA
Leyenda tehuelche

¿Se imaginan ustedes a Góos, la ballena azul,


caminando con cuatro patitas cortas, de aquí
para allá, haciendo temblar la tierra con su
corpachón? ¿Se imaginan a Góos bostezando?
¡Qué enorme caverna, su boca! Bueno, así era,
según cuentan las abuelas de los pueblos
tehuelches de la Patagonia.
Sin embargo, durante un buen tiempo nadie
supo que Góos era peligrosa. Los que se enteraban
de esta verdad no alcanzaban a contárselo a nadie,
porque sencillamente desaparecían.
A Góos le gustaba mirar cómo se movían los
animales, cómo balanceaban sus ramas los árboles
con el viento. ¡Qué livianos y alegres saltaban los
guanacos por los montes! ¡Cómo corrían los
avestruces y volaban los pájaros! Ella, que apenas
se podía mover, se maravillaba ante la agilidad de
los otros animales.
Lo que más le gustaba, sin embargo, era
contemplar los poblados de los tehuelches: sus

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rucas de ramas cubiertas con cueros, sus juegos,
sus quehaceres y hasta los grandes fuegos que
encendían para calentarse. Sin duda, las fogatas la
entusiasmaban por sobre todo, como a nosotros los
fuegos artificiales. ¡Qué danzas, brillos y sor-
prendentes figuras, las del fuego! Góos pasaba
inmóvil durante horas contemplando, y entonces
le daba sueño y bostezaba abriendo la tremenda
boca. Y al bostezar, se formaba una corriente de
aire tan fuerte como la de una aspiradora gigante,
y se tragaba lo que tanto la entusiasmaba: toldos,
rucas, gentes, animales, fogatas, bosqueci- llos, en
fin, todo lo que en un segundo antes la había
fascinado. Ella misma no se explicaba esta
desaparición; a lo más, sentía la barriga más
pesada y un ruido de tripas que parecía trueno. Se
echaba a dormir largas siestas y luego caminaba
lentamente en busca de otro espectáculo más
duradero.
Con el tiempo, la gente empezó a preguntarse
por tantas desapariciones.
—¿No había un bosquecillo por aquí? ¿Qué será
de mi amigo Korcán y de su familia, que hace
tiempo no los veo?
Cada vez había menos guanacos, menos
cururos. Empezaron todos a inquietarse, porque la

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escasez de alimentos es lo que más puede
intranquilizar a hombres y animales.
Hasta que un día desapareció un jefe
importante, Akainik, que quiere decir "estrella de
la tarde". Entonces el segundo jefe, Akin, decidió
consultar a Elal, el dios familiar de los tehuelches,
quien solía vagar por llanuras, montes y mares.
Akin se internó en las soledades, lejos de todo
poblado. Después de caminar tres días con sus
soles y tres noches llenas de estrellas, divisó a Elal
cuidando una manada de avestruces.
—¡Elal, Elal, necesito hablar contigo! —llamó
Akin, respetuosamente.
—Acércate, Akin —contestó el dios sin
abandonar su trabajo.
—Perdona que te distraiga, pero Akainik,
nuestro jefe, ha desaparecido con su familia.
Hemos notado que

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también desaparecieron bosques y animales sin
que podamos explicarnos qué pasa.
—Eso es grave, porque precisamente yo me
encargo de cuidar a los seres y las cosas. Veré cuál
puede ser la causa de este desorden.
Elal tomó su cayado y caminó por llanuras y
montes mirando con atención a cada criatura. Así
fue como se encontró con Góos, que iba
balanceándose con sus patitas cortas, haciendo
temblar la tierra. En eso, dio un gran bostezo y Elal
vio cómo desaparecían por su bocaza una docena
de guanacos y varios matorrales, sorbidos por la
corriente de aire.
—Creo que se ha resuelto el misterio —exclamó.
Se acercó a Góos y le ordenó:
—Abre la boca, a ver qué tienes dentro.
Pero la ballena tenía sueño y se echó en la
hierba pesadamente, con la bocaza bien cerrada.
Elal agitó su cayado y se convirtió en un tábano.
Empezó a revolotear en torno a Góos,
molestándola, chocando contra sus ojos a medio
cerrar, hasta que el animal abrió un poco la boca y
se tragó sin más al tábano. Una vez dentro de la
barriga, Elal descubrió todo lo que se había
chupado la ballena.

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Para despertarla, empezó a hacerle cosquillas en
la garganta, picándola varias veces hasta que la
hizo toser. Entonces la corriente de aire funcionó al
revés, es decir, hacia afuera, y empezó a devolver
todo lo que se había tragado: rebaños de guanacos,
carnadas de cunaros y liebres, varias familias de
tehuelches, entre ellas la del jefe Akainik. También
quedaron desparramados por los llanos toldos,
rucas, fogatas, ropas y toda clase de utensilios de
cocina. Al final salió el tábano que se convirtió de
nuevo en Elal.
—¡Mira lo que has provocado con tus bostezos!
—le gritó, aunque sin enojo, porque al fin y al cabo
Góos no lo había hecho adrede.
La pobre cerró bien la boca, procurando no
bostezar de puros nervios. Elal pensó un buen rato
en cómo solucionar el problema de la enorme
criatura. La miró por todos lados, estudió y midió
sus proporciones, contempló los montes y, por
último, dirigió la vista hacia el mar.
—Ya sé qué haré contigo para que seas más feliz
que como criatura terrestre. Desde ahora vivirás
en el mar.
Al comienzo, Góos tuvo miedo de caminar
entre las olas, porque aunque ella era bastante
grandota, el mar se veía infinito. Toda clase de

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dudas pasaron por su cerebro: ¿Me hundiré con el
peso que tengo?, ¿podré nadar?, ¿me comerán los
tiburones?... fueron algunas de las preguntas que
se hizo.
Pero en cuanto perdió pie, flotó agradablemente
en las alborotadas aguas, y se dejó llevar feliz,
sintiéndose liviana por primera vez en su vida.
Aprendió a sumergirse y a lanzar chorros de agua
por un agujero que no sabía que tenía en la cabeza.
Hasta dio saltos y jugó como había visto hacer a
los animales terrestres. Lentamente las patitas se le
convirtieron en aletas.
Pero aunque su vida en el mar le dio una gran
felicidad, de cuando en cuando se asoma para
hacer señas con la cola a sus antiguos hermanos de
tierra adentro.

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CREACIÓN DE LOS ÁRBOLES
Mito mapuche de los espíritus protectores

El bus daba saltos y tumbos por el camino


que rodeaba el lago. El grupo de niños,
junto a su tío Marcelo, iba pegado a las
ventanas buscando un lugar agradable
donde acampar. En una vuelta, divisaron
una pequeña isla próxima a la orilla, unida a tierra
por un rústico puente de tablones.
—¡Acampemos en esa islita! —-gritó Francisca,
la mayor del grupo.
Los otros niños, Noé, Margarita y Josefina, se
entusiasmaron de inmediato, enamorados de la
isla.
—Hay una casa —observó Noé.
—¡Es la casa del bosque! —exclamó Margarita.
—¿Hay un lobo también? —preguntó Josefina
en su media lengua.
—Bueno, tendríamos que pedir permiso al
dueño para acampar —señaló tío Marcelo.
—¿Y si no nos da permiso? —interrogó
Francisca con cierta aflicción.

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Una anciana que también iba en el bus, al ver el
entusiasmo del grupo, explicó:
—La isla se llama Millaray, "flor de oro", y
pertenece a Juan Lemunao, un hombre bueno, con
el que pueden conversar.
Tío Marcelo agradeció a la señora e hizo parar el
bus.
—Aquí nos bajamos —anunció en medio de los
alegres gritos de los niños.
Caminaron hacia la playa y el puente de
tablones:
—Espérenme aquí. Hablaré con Juan Lemunao
para explicarle que somos cuidadosos para
acampar.
Los muchachos se sentaron sobre sus sacos de
dormir, mientras caía lentamente la tarde. Pasó
una hora larga.
Francisca sacó provisiones para calmar los
nervios y el hambre; oscureció y el tío no
regresaba. ¿Por qué demoraba tanto? Vieron
moverse una luz en la isla, como si alguien
recorriera un camino entre los árboles.
—Ya viene —murmuró la impaciente
Margarita.
Largo rato observaron aún la temblorosa luz
hasta que de pronto desapareció. Cuando estaban

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más desalentados, vieron el foco al otro extremo
de los tablones.
—¡Tío Marcelo! —gritaron a coro.
—Pueden venir —contestó el tío agitando su
linterna—. No tengan miedo, el agua no es honda.
Cada uno sacó su linterna para iluminar el frágil
puente y empezó el lento desfile. Al otro lado, el
tío los presentó a Juan Lemunao, hombre
corpulento, de sonrisa grande.
Esa noche durmieron bajo los árboles,
acompañados por el canto de pequeños sapos;
algunos se les metieron en el saco de dormir.
Amaneció un día caluroso; dieron vueltas en torno
a la isla y cada uno escogió un rincón para jugar y
pensar. También se bañaron en el lago. Hacia el
atardecer se reunieron en torno a una fogata que
encendió Juan Lemunao en una playa.
—Hay que tener cuidado de no quemar el
pasto, ardería toda la isla —comentó.
—Es un lugar maravilloso —exclamó Francisca.
—¡Es una flor de oro, como dijo la señora del
bus! —agregó Noé.
—¿Dónde está la flor de oro? —preguntó
Margarita.
—¿Y el lobo? —murmuró Josefina con cierta
inseguridad.

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—Esta isla es la flor de oro que el Padre creador
hizo florecer al centro del lago —contó Juan—;
pero el lago se fue secando y la isla se acercó a la
orilla. A veces, en invierno, las lluvias hacen crecer
el lago y de nuevo la isla se aleja hacia el centro del
agua. Así la hizo Guene- chen, el Dios del cielo,
que separó la tierra del agua para que nacieran las
plantas y los animales. Esto me lo contó mi padre,
a quien se lo contó su abuelo y así llegamos hasta
el primer abuelo. El nombre de Lemunao viene de
antiguo; significa gente del bosque, gente amiga de
la selva.
Lemunao se quedó en silencio por unos
minutos, como si estuviera pensando. Después
prosiguió:
—Hace muchos, muchos años, mi primer
abuelo recibió el encargo de cuidar los árboles.
Sucedió de este modo: los árboles aparecieron
sobre la tierra después de los diluvios, pero nadie
sabía cómo se llamaban. El Padre Dios le dijo a mi
primer abuelo: "Da nombres hermosos a los
árboles según sus cualidades. Uno de ellos será
árbol sagrado para ti y los hijos de tus hijos. Nunca
harán leña de él, porque mi luz y mi sombra
estarán entre sus hojas". Mi abuelo primero
obedeció y nombró cada árbol según sus virtudes.

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Llamó boigue al árbol sagrado, que ustedes llaman
canelo; sus hojas son verdes por una cara y platea-
das por la otra, como la sombra y la luz de Dios.
Pero junto a este árbol bueno, había otro, que por
esencia es amargo y venenoso: lo llamó latué, palo
de los brujos, porque representa el mal que hay en
los hombres. Luego dio nombre a los gigantes del
bosque: coigüe, alerce y pehuén o araucaria. En
cada uno vive el espíritu protector de Lin anciano
o anciana que los mantiene por muchos años. Por
último, nombró los medicinales como boldo,
patagua, arrayán. También dio nombre a las
humildes hierbas que extraen su gran virtud de la
tierra. Entonces los hombres supieron cómo
utilizar los frutos, los perfumes, los colores y los
jugos que sanan.
Pasaron tres días en que los niños aprendieron a
distinguir los árboles no sólo por sus nombres,
sino por la forma de sus copas y sus hojas. Tío
Marcelo consideró que había llegado el momento
de partir. Los niños suplicaron quedarse por el
resto de las vacaciones, pero comprendieron que
no se podía abusar de la generosidad de Juan
Lemunao. La última tarde del tercer día

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recolectaron hojas y anotaron en sus libretas los
nombres de las plantas a que pertenecían.
Al despedirse tío Marcelo dijo a Juan:
—Creo que también nosotros podemos llevar
desde ahora el apellido Lemunao, porque hemos
aprendido a amar los árboles y a cuidarlos.

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LA PALOMA
EQUIVOCADA
Tradición de
Catamarca,
Argentina

Hace algunos años, allá en Catamarca, la anciana


Efigenia López entretenía a niños y grandes
contando cuentos. Uno de ellos empezaba así:
—En un zapatito roto encontré este cuento, de una
joven Paloma Torcaza, que en vez de hacer el nido
en un árbol, como era la costumbre, decidió
hacerlo en el suelo.
—Es hora de cambiar de moda, es mucho más
práctico hacer el nido en tierra. Se trabaja menos, y
es más seguro, los pichones no se caen desde lo
alto de la rama.
Empezó a acarrear palitos, hojas, unas lanas de
oveja que hallaba en las alambradas, en fin lo que
se le ocurrió para tener un nido suave y abrigado.
Las torcazas mayores, al ver lo que hacía la más
joven, movieron las cabezas comentando:
—¿Cómo se te ocurre hacer el nido en el suelo?
—Debes estar loca...
—Es muy peligroso...
Pero la Paloma se rió del escándalo que hacían
las viejas.

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—Lo que pasa es que ustedes no tienen
imaginación, hay que cambiar lo antiguo por lo
nuevo.

Terminó el nidal bajo los matorrales, en


menos tiempo que las otras. Por cierto, no
era tan ordenado como el del zorzal, ni
tan firme; total, lo ocuparía durante poco
tiempo. Se echó con toda pompa y puso
dos huevos blancos. Estaba en lo mejor
empollando, cuando una noche un ruido la
sobresaltó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con un arrullo
tembloroso.
—Soy Juan, el Zorro. Tengo mucha hambre y
quería pedirte uno de tus huevos.
¡Qué susto le dio a la Paloma! ¿Cómo salvar los
huevos?
—Mejor pasa dentro de una semana —pudo
responder al fin—, entonces habrán salido los
pichones y te alimentarán mejor.
—Muy bien, vendré para entonces —dijo el
Zorro con una sonrisa chueca.

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El amanecer pilló a la pobre Torcaza llorando.
El Chincol escuchó los tristes gemidos y se acercó
a la Paloma con su saltito distraído:
—¿Qué te pasa, para quejarte así?
—Av, Chincol, no sabes lo que me ha pasado.
Anoche vino Juan, el Zorro, y quería comerse mis
huevos; pero yo le dije que volviera la otra
semana, cuando salgan los pichones, y así comía
mejor. Por eso estoy llorando.
—Eso te pasa por hacer el nido en el suelo.
Tienes que apresurarte en hacer otro nido arriba
de un árbol, como lo hacen todas las torcazas del
mundo. El Zorro Juan no sabe trepar.
La Paloma agradeció al Chincol el consejo, y
aunque sintió vergüenza por haberse equivocado,
voló hacia el árbol que tenía más cerca y trasladó
palito a palito el nido a una rama y, enseguida,
llevó sus huevos.
A la semana justa volvió el Zorro y al no
hallarla bajo el matorral se puso furioso.
—¿Dónde se habrá metido esa mentirosa?
—aulló.
La Paloma ni se movía, pero los pichones se
agitaron y el Zorro miró hacia las ramas.
—¿Qué haces ahí arriba? ¿Quién te dijo que
pusieras el nido en el árbol?

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—El Chincol, mi tío Agustín, él me dijo que me
subiera al árbol para que no te comas mis
pichones.
—¡Ah, ya verá el tío Agustín lo que le va a pasar
cuando lo encuentre! —amenazó Juan.
Cierto día el Zorro sorprendió al Chincol
distraído, picoteando entre el barro. Ahí mismo lo
cazó y lo llevó en el hocico hasta la orilla de un
camino, para devorarlo. Y por ese camino iban
pasando unos arrieros con un piño de animales,
rodeados de sus perros. Cuando vieron a don
Zorro que llevaba algo entre los dientes, se
pusieron a reír.
—¡Miren qué infeliz es este don Juan, que lleva
en el hocico al pequeño tío Agustín! ¿No le da
vergüenza ser tan canalla?
Entonces el Chincol le sopló al Zorro:
—Diles que qué les importa a ellos.
Juan, furioso por las burlas, chilló:
—¿Qué les importa a ustedes?
En cuanto abrió el hocico, el tío Agustín escapó
en menos de un segundo, y se paró en una rama
para alisarse las plumas.
Entonces los perros de los arrieros vieron al
Zorro, y se lanzaron contra él dando feroces
ladridos. Juan escapó como el viento; así y todo los

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perros le mordieron la cola y las patas traseras.
Pero el terror del Zorro fue tan grande que logró
escapar a la tupida selva, sin ganas de volver por
esos lugares.
La Paloma Torcaza crió a sus pichones y nunca
más quiso cambiar la costumbre de hacer nidos
arriba de los árboles.

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EL PRIMER FUEGO
Mito guaraní

Después que llovió durante cuarenta días


y cuarenta noches, el Padre Primero de los
guaraníes hizo una Tierra Nueva. Miró
todo lo que había creado, montañas, sel-
vas, ríos, mares; por último se acercó a las cabañas
donde vivían los hombres. Oyó un ruido extraño y
al asomarse bajo las enramadas, se dio cuenta de
que el ruido lo producían los mismos hombres al
masticar raíces y carne cruda.
"No tienen fuego para cocinar sus alimentos
—pensó el Padre Primero—, no pueden hacer
fogones y sentarse alrededor para conversar y
contar cuentos."
Preocupado, miró las altas montañas donde sí
había fuego. Unos seres oscuros vivían allí, unos
gigantes negros que se habían apoderado del
fuego. El Padre Primero vio que eran malvados
porque no tenían corazón.

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—No quieren compartir el fuego con nadie, y se
alimentan de la carne de los hombres cocinándolos
en las llamas de los volcanes.
El Padre Primero decidió quitarles el fuego a los
gigantes y llevar una brasa a los hombres de las
cabañas.
—¿Quién me podrá ayudar? —se preguntó.
Miró con atención a los que vivían cerca del
agua, a los que podían apagar el fuego si escapaba,
o llevarlo sin quemarse, y descubrió a Cururú, el
sapo verde como la hierba verde.
—¡Cururú, Cururú, ven un momento! —llamó
el Padre Primero.
—Voy, voy, voy —contestó a saltos el pequeño
sapo.
—Mira, tú me vas a ayudar a conseguir fuego
para los hombres, porque hay algo que sabes hacer
muy bien: cazar cualquier cosa que ande volando.
—¿Y qué harás volar? —quiso saber Cururú.
—Volarán brasas —contestó el Padre Primero
sonriendo misteriosamente.
Cururú no comprendió mucho, pero como tenía
buena voluntad y confianza, se sintió feliz y algo
orgulloso de ser ayudante del buen dios de los
guaraníes.
—Te explicaré lo que tienes que hacer.

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El Padre Primero se inclinó y sopló en el oído de
Cururú algunas instmcciones:
—Tienes que... bsss... bsss... ¿entendiste? Y
entonces yo... bsss... bsss... y eso es todo. Ahora, a
trabajar.
Ambos partieron hacia las montañas, uno
caminando con decisión, y el otro saltando con su
corazón verde.
Cuando llegaron cerca de los gigantes, el Padre
Primero tomó la forma de hombre y se tiró, como
desmayado de espaldas, al suelo. Cururú, en
cambio, se ocultó perfectamente entre el pasto, de
manera que nadie lo podía descubrir; pero él veía
todo. No pasó mucho rato, y aparecieron los
gigantes atraídos por la figura tirada en el suelo.
—¡Qué buena comida! ¡Ya tenemos qué cocinar!
¡Encendamos una buena fogata! —gritaron con sus
voces de trueno.
En pocos momentos juntaron ramas y
encendieron un gran fuego rodeando el cuerpo del
Padre Primero. Pero él no se quemaba, ni siquiera
se calentaba, porque era dios. Cuando el fuego
estuvo alto y las llamas cubrían la figura de
hombre, el Padre Primero pegó una gran patada a
las brasas, haciéndolas volar por el aire. Los
gigantes no se dieron cuenta de nada. Una de las

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brasas voló cerca de Cururú, y éste, de un gran
salto, la cogió en su boca y se la tragó. En seguida
lanzó un agudo grito ¡cucururú! para avisar al dios
que había cumplido su parte. Entonces el Padre
Primero se levantó en medio del fuego y salió
caminando tan tranquilo. Los gigantes se
quedaron con la boca abierta, sin entender lo que
veían. Cuando estuvieron lejos, el Padre Primero
dijo a corazón verde:
—Hijo, arroja el fuego.
Cururú botó la brasa.
—Ahora, busca mi arco y mis flechas —ordenó.
El sapo, con rápidos saltos, no tardó en volver
con lo pedido. Entonces, el Padre Primero
encendió la punta de una de las flechas y la lanzó
con el arco hacia el tronco de un árbol de laurel;
pero el árbol no se quemó, sino que el fuego quedó
metido dentro de la madera.
En seguida tomó la otra flecha, encendió
también su punta y esta vez la tiró contra una
enredadera de flexible tallo llamada "bejuco
subterráneo". Tampoco se quemó la planta, sino
que guardó el fuego en el interior de sus ramas.
El Padre Primero llamó a los hombres de las
cabañas y les mostró el laurel y el bejuco.

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—En estas plantas he puesto fuego —les
explicó—, cuando quieran hacer una fogata, corten
un buen trozo de laurel o bejuco, hagan un
pequeño agujero en cada uno, y metan ahí la punta
de una de sus flechas y háganla girar rápido con
sus manos: en seguida saldrán llamitas para
encender hojas y luego ramas más grandes.
De esta manera, los guaraníes hicieron fuego y
cocinaron sus alimentos y nunca más metieron
ruido al comer.
Después el Padre Primero convirtió a los
gigantes negros en unos pájaros del mismo color,
que sólo comen carroña. Son los urubúes, los que
también se conocen con el nombre de cuervos o
jotes.

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LA FIESTA DE LA LUNA
Tradición aimara del Altiplano

En el gran lago Titicaca hay muchas islas;


una de ellas es la isla del Sol y otra la de la
Luna, porque hace siglos los aimaras
adoraron allí a los astros del día y de la
noche. Quedan ruinas de templos donde se reúnen
algunos animales del Altiplano para celebrar la
llegada de las diferentes estaciones. En una de
estas oportunidades, cuando el lago más alto del
mundo estaba hinchado por las aguas del deshielo,
se decidió dar un premio al animal que se
distinguiera por su elegancia para celebrar la fiesta
de la primera Luna de primavera. La mayoría
opinó que lo de elegancia era una ridiculez. El
Cóndor dijo:
—Yo tengo mi plumaje negro, mi cuello con un
adorno blanco y un vuelo poderoso. Dios me hizo
así, y nada puedo agregar a la obra de Dios.
Luego de limpiar sus plumas, abrió las alas para
secarlas al sol.

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Las chinchillas se dieron su acostumbrado baño
de tierra, dando chillidos de felicidad. La más
vieja, abuela de todas las chinchillas, opinó:
-—La limpieza hace brillar nuestras pieles
azules, que son las más sedosas y finas del mundo.
Nadie discute nuestra elegancia.

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La garza, que vive con sus patas en el barro, no
necesitaba ningún esfuerzo para mantener la
blancura de su plumaje, y derramó luz al echarse a
volar. El pequeño carpincho que mora a orillas del
lago, se dio su acostumbrado baño matinal y al
salir a la superficie, sus largos pelos centelleaban
cubiertos de gotas.
Los demás animales, liebres, vicuñas y llamas,
peinaron sus pieles y lanas quedando a cada cual
más lustrosa.
Sin embargo había un animalito especialmente
vanidoso. En lo profundo de su madriguera, Tatú,
el Armadillo, se puso a fabricar un manto de
finísimos cordones que iba anudando con cuidado.
—Se las ganaré a todos —aseguró.
Con su fino hocico y sus delicadas patas, la capa
iba saliendo como una obra de arte mayor.
—Este traje me va a durar toda la vida —le
comentó a su señora—; lo haré firme para que no
sólo sea hermoso, sino también una verdadera
capa antimordiscos y patadas.
Doña Tatú asintió. Sabía desde pequeña que no
se discute con el marido, sobre todo cuando no
tiene la razón. De puro contento, el Tatú se puso a
cantar a toda voz. Su señora le advirtió:
—No cantes tan alto, alguien se puede molestar.

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—¡Que se moleste! Quiero que todos sepan que
seré el más elegante.
Y mientras cantaba, cosía sin parar. La voz del
Tatú salía amplificada por la boca de la
madriguera.
—Do, do, do, así soy yo. Re, re,
re, mejor que usted. Mi, mi, mi,

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33
estoy feliz. Fa, fa, fa, voy a
ganar. Sol, sol, sol, soy un
campeón. La, la, la, lueguito
ya. Si, si, si, voy a reír, voy a
triunfar.
Las notas se enredaron con las puntadas y el
manto guardó la canción como caja de música.
Lo que temía la señora del Tatú se cumplió: el
Zorro escuchó el canto, se molestó y decidió
hacerle una broma al pretencioso Armadillo.
—Ese farsante se está preparando para la fiesta
con mucho adelanto. Le daré un buen susto.
Esperó que doña Tatú saliera a buscar comida
para sorprenderlo solo. Empinándose sobre sus
patas traseras, metió el hocico en la madriguera y
aulló:
—¿Todavía no terminas de arreglarte?
—No hay apuro, faltan dos días para la fiesta y
me gusta la prolijidad —contestó el Tatú dando
puntadas.
—¿Cómo que no hay apuro? La Luna llena está
saliendo y todos corren para subirse a las balsas
que los llevarán a la fiesta —inventó el Zorro al
vuelo.

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—¡No me digas! ¿Cómo iba yo a equivocarme
tanto de fecha? —gimió el Armadillo poniéndose
pálido.
—La mucha prolijidad te enredó la memoria
—rió el Zorro.
Y se alejó muy contento de haber asustado al
Tatú. El pobre animalito se puso tan nervioso, que
terminó el manto con unos feos costurones que se
notaban de lejos.
Ya no tuvo ganas de cantar, preocupado de no
llegar tarde a la fiesta. Corrió a la orilla del lago,
poniéndose la capa a la carrera. Pronto se dio
cuenta del engaño del Zorro, pero ya era
demasiado tarde para arreglar su vestimenta;
quedó para siempre con unas costuras finas en el
cuello y otras anchas y toscas en el lomo. Así y
todo asistió a la fiesta con su esposa. Como tenía
buen carácter, perdonó al Zorro y olvidó su rabia.
Al ver a la alegre concurrencia que llegaba a la isla
de la Luna, su cara y su corazón se llenaron de risa;
golpeando su sonoro caparazón con la cola, entonó
canciones tan divertidas, que al final recibió un
premio de flores por ser el más musical de los
animales.
Con el tiempo, su fama de melódico llegó a
oídos de los aimaras. Desde entonces persiguen al

35
Tatú para quitarle su caparazón, con el que
fabrican una especie de pequeña guitarra, el
"charango".

36
LAGUNA GUATAVITA
Leyenda colombiana

Aventureros del Viejo Mundo oyeron ha-


blar de un tesoro fantástico, oro y esme-
raldas, gemas del tamaño de un huevo, allá
en la lejana América del Sur, en el Perú, en
Quito, en las montañas y valles de Bogotá. Se
pusieron en camino a través de cordilleras
desconocidas, de selvas húmedas y ríos salvajes,
cruzando ciénagas llenas de sanguijuelas y
caimanes. Nada los detuvo, ni la muerte de
compañeros y esclavos, ni la sed ni el hambre. Se
comieron hasta los perros que los acompañaban y
toda cosa viva que encontraron a su paso.
Uno vino del norte, Gonzalo Jiménez de
Quesada, hombre de leyes, que guerreó con los
pueblos chibchas. Otro avanzó por el oriente,
desde Venezuela, Nicolás Fe- derman. Sebastián
de Benalcázar dejó Perú y atravesó territorios
desde el sur. Ninguno descubrió el tesoro de los
chibchas, habitantes de los valles de Bogotá, que
vivían a orillas de largos ríos impetuosos como el

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Magdalena. Ninguno de los hombres del Viejo
Mundo descubrió el oro y las gemas que se
encuentran al fondo de la laguna Guatavita,
custodiados por la diosa serpiente de las
profundidades.
Cada año, el Zipa, jefe sagrado, semidiós al que
revestían de polvo dorado, se bañaba en la laguna
Guatavita dejando una estela brillante como el sol.
Tras él, los sacerdotes arrojaban al agua miniaturas
de oro que representaban barcos, cántaros, dioses,
objetos copiados de los que usaba el Zipa en la
vida diaria. Y en seguida, esmeraldas, verdes
como el agua verde, para que Furatena, la diosa
serpiente, abonara las raíces de los árboles y les
diera frutos abundantes y aumentara los animales
de caza.
Si Furatena aceptaba los regalos, el Zipa salía
del baño ritual sin una mota de oro en su cuerpo.
Entonces los sacerdotes y el pueblo chibcha que
contemplaban desde las orillas la ceremonia,
entonaban cantos y lanzaban gritos y arrojaban
más joyas al centro de la laguna.
Los hombres del Viejo Mundo descubrieron
tierras nuevas, frutos nunca antes gustados,
animales extraños, pájaros e insectos como gemas.
Encontraron otra clase de tesoros: flores increíbles,

38
las orquídeas que pendían de las ramas en las
selvas, mariposas del tamaño de una mano. Y
abrieron caminos para los cazadores de orquídeas
y mariposas, de caimanes y tortugas. Luego,
fundaron ciudades.
Gonzalo Jiménez de Quesada puso la primera
piedra de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, y llamó
a la región Reino de Nueva Granada. Escribió el
libro Relación de la Conquista.
Nicolás Federman intervino en la colonización
de Venezuela y escribió sus aventuras en
Narraciones.
Sebastián Benalcázar fundó, de paso, Quito y
Guayaquil.
Hasta hoy, la diosa serpiente guarda el tesoro
en el fondo de la laguna Guatavita.

39
EL DUEÑO DEL FUEGO
Mito de las tribus yanomani del Alto
Orinoco, Venezuela

Cerca de donde nace el Orinoco, gran río


que atraviesa Venezuela, vivía el Rey de
los caimanes pequeños, llamado Babá. Su
mujer era una rana grandota, que a pesar
de su enorme boca, sabía callar. Porque este
extraño matrimonio de rana y caimán tenía un
secreto que ignoraban no sólo los animales, sino
también las tribus de los hombres que habitaban
en las sombreadas riberas.
Sin embargo, todo se descubre en este mundo.
El Caimán Babá guardaba el secreto en el fondo de
su garganta, lugar seguro, protegido por la corrida
de dientes del animal. Los dos con la Rana solían
esconderse en una caverna a la que habían
prohibido entrar. Decían:
—No sale con vida el que se mete en nuestra
caverna, porque allí vive un dios que todo lo
devora. Sólo nosotros, reyes del agua, podemos
entrar.

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Por cierto, a nadie se le ocurría acercarse a la
caverna, temerosos del dios devorador. Pero un
día la Perdiz Colorada en su apuro por construir el
nido, se metió a la caverna sin darse cuenta. Al
trajinar buscando pajuelas, encontró unas hojas y
unas orugas chamuscadas.
—Qué raro —pió—, parece que el fuego del
cielo anduvo por aquí.
Por curiosidad, probó las orugas tostadas y
encontró que su gusto era mucho mejor que
cuando estaban crudas. Se fue aleteando a ras del
suelo, para contar su hallazgo a Tucusito, el Colibrí
de plumas rojas. Sin aliento casi, contó:
—Oye, encontré una oruga cocida en la gruta
del Rey Caimán y tenía un gusto muy bueno.
—¿Y no te pasó nada en la caverna? —preguntó
Tucusito, espantado.
—Nada. Parece que allí el Caimán y la Rana
cuecen orugas, por eso no quieren que nadie entre.
—¿Cómo lo harán? —trinó el Tucusito.
—Habrá que averiguarlo —pió la Perdiz.
El Pájaro Bobo, que andaba por ahí cerca, los
oyó y quiso saber:
—¿Qué hay que averiguar?
—Nada, nada... —alcanzó a decir el Colibrí.
Pero la Perdiz Colorada no se contuvo y chilló:

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—El Caimán y su mujer comen orugas cocidas.
—¿Y cómo las cuecen? —preguntó Bobo.
El Colibrí, algo molesto con la Perdiz por no
haber callado algo tan secreto, suspiró:
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—¡Yo les ayudaré, yo les ayudaré! —chilló
Bobo, feliz con la aventura.
—Muy bien —aceptó el Tucusito—, pero no
tienes que decírselo a nadie. Si el Caimán Babá se
da cuenta de que intentamos descubrir su secreto,
sin duda nos comerá, y bien cocidos.
Asustados, la Perdiz y el Pájaro Bobo
prometieron callar.
Ocultos bajo los matorrales, urdieron un plan.
—Como mis plumas son oscuras, puedo espiar
en la caverna sin que se note mi presencia
—ofreció Bobo.
—Pero cuidado con chistar —advirtió el Colibrí.
—Sí, mucho cuidado —prometieron la Perdiz y
Bobo.
Durante un día completo espiaron a Babá y la
Rana. Al anochecer, la Perdiz y Tucusito los vieron
dirigirse a la caverna, el Caimán corriendo, la Rana
saltando. Bobo estaba adentro hacía rato, en lo más
sombrío, confundiendo sus plumas con la noche de
la caverna. Sólo sus ojos lanzaban chispas de

42
emoción. El Caimán entró seguido de su esposa, la
que traía un montón de orugas en la ancha boca;
las dejó caer delante de Babá y se puso a cantar:
—Abre tu boquita, querido
Caimán, necesito brasas para
cocinar.
Babá abrió la tremenda tarasca y el Pájaro Bobo
vio que de su garganta brotaban lenguas rojas y
brillantes. "Ay —pensó encogiéndose—, parece
fuego del cielo."
En ese momento la Rana croó:
—Hazme una fogata para las
orugas, se queman las hojas, los
bichos se arrugan.
El Caimán lanzó una llama con fuerte soplido y
encendió la hojarasca ya preparada. Las orugas
chirriaron al asarse, pero el matrimonio estaba tan
ocupado devorando las presas, que no se fijó en el
Pájaro Bobo, súbitamente iluminado por las
llamas.
Una vez satisfechos, el Caimán y la Rana se
durmieron, mientras las brasas echaban los
últimos chisporroteos. Bobo salió con su torpe

43
vuelo a comunicar a sus amigos el resultado de la
pesquisa. Encontró a Tucusito en su enramada.
—Oye, amigo, traigo novedades —susurró para
que nadie más lo oyera.
—¿Qué averiguaste? —aleteó impaciente el
Colibrí.
—¡No lo vas a creer! El Caimán guarda fuego en
su garganta y con él enciende las hojas y cocina las
orugas.
—¿Estás seguro de no haberlo soñado? Porque
entonces el Caimán se quemaría la boca.
Bobo se enojó un poco.
—Es imposible soñar algo tan fantástico. El
Caimán, como Rey, tiene poderes de los dioses y
puede guardar fuego del cielo en su boca. Yo
mismo lo vi, asó las orugas en un segundo y luego
se las comieron con la Rana.
Volaron a contarle a la Perdiz Colorada el
secreto del Caimán. Pero había otro problema.
—¿Cómo podremos quitarle el fuego sin
quemarnos? —meditó la Perdiz.
—¿Y sin que nos devore con sus feroces
dientes? —agregó Bobo.
—Mañana lo pensaremos —decidió Tucusito.
Cansados de vigilar y de guardar el secreto, los
tres se fueron a dormir. En cuanto el sol pintó los

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árboles y los matorrales, los amigos se juntaron en
el nido de la Perdiz.
—He pensado que el único momento para
robarle el fuego al Caimán es cuando bosteza
—dijo Bobo.
—Babá nunca bosteza y tampoco se ríe. Es el
bicho más serio y pesado que conozco —advirtió
la Perdiz.
—Ah, ésa es la solución —trinó Tucusito—,
¡hacerlo reír! Cuando abra la tarasca, como soy el
más rápido y el más chico, me meteré hasta el
fondo de su garganta y le robaré el fuego.
Esa misma tarde, cuando todos los animales
estaban reunidos junto al río, bebiendo y
charlando, la Perdiz y el Pájaro Bobo llegaron
haciendo piruetas que hicieron reír a la
concurrencia. Sólo Babá seguía serio, apretando las
mandíbulas. La Rana, que chapoteaba en el barro,
lanzó una risita nerviosa:
—¡Qué divertidos están hoy! ¿Dónde
aprendieron esos bailes?
—Viendo moverse las ramas —chilló la Perdiz,
balanceándose y arrastrando las plumas de la cola.
De pronto, el Pájaro Bobo recogió un pelotón de
barro y tomó impulso elevándose a duras penas a
cierta altura del suelo.

45
La Rana estaba boquiabierta riéndose de los
torpes contoneos de la Perdiz, cuando Bobo, con
gran puntería, dejó caer la pelota de barro en la
boca misma de la Rana, que de la risa pasó al
atoro.
Al ver los apuros de su mujer, el Caimán no
pudo aguantar la carcajada y abrió de par en par
las fauces, riendo como nunca en su vida lo había
hecho. Tucusito, que observaba desde el aire, se
lanzó en picada y en un santiamén le robó el fuego
con la punta de sus alas, elevándose en seguida
hasta las ramas secas de un enorme árbol, que
ardió de inmediato. Furioso, el Rey Babá gritó:
—Ustedes se robaron el fuego, pero otros lo
aprovecharán. En vez de las orugas, serán ustedes
los que arderán. Mi mujer y yo viviremos donde
nace el gran río y seremos inmortales.
El Rey de los caimanes pequeños y la Rana se
sumergieron en las aguas y desaparecieron para
siempre.
Con sus plumas chamuscadas de oro, el Colibrí
danzó en el aire, la Perdiz dio unos torpes vuelos y
el Pájaro Bobo no paró de chillar "bo, bo, bo",
celebrando el robo del fuego. Sin embargo
ninguno de los animales supo aprovecharlo. Los
hombres que vivían junto al río Orinoco, se

46
apoderaron de las brasas que durante muchos días
ardieron en la sequedad del bosque, y aprendieron
a cocinar los alimentos y a conversar durante las
noches en torno a las fogatas. Asaron la carne de
los animales y ya no hicieron ruido al masticar.
Convirtieron al Colibrí Tucusito, al Pájaro Bobo y a
la Perdiz Colorada en sus animales protectores por
haberles regalado el don del fuego.

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EL CONEJO QUE QUERIA CRECER
Leyenda mexicana, cultura zapoteca

El Dios de los zapotecas, que es el mismo


Dios de todos, se sentó en su trono de
plumas de "ave del Paraíso" y rió
largamente. Su risa era igual a un trueno
interminable, pero el cielo estaba azul de pura
alegría, porque Dios había terminado recién de
crear los animales. —¡Oh, jo, jo! ¡Qué divertido
resultó crear los animales! Unos tienen orejas
grandes y cola pequeña; otros, orejas chicas y colas
larguísimas. El oso se balancea con sus piernas
cortas y sus patas empuñadas; el jaguar tiene
graciosas manchas para confundirse con los mato-
rrales. ¡Y para qué hablar de los ciervos, rápidos
para correr y con una especie de árbol en la cabeza!
El mono es el que más me entretiene, con su
facilidad para imitar todo lo que ve.
Dios no terminaba de celebrar mirando su
creación. Los animales estaban felices de ser como
eran. Sólo uno de ellos se sentía descontento. No

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tardó en presentarse con su reclamo ante el trono
de Dios.
—Señor, me hiciste demasiado pequeño —alegó
el Conejo—. Es verdad que soy rápido y tengo
maña para que no me cacen ni el jaguar, ni la
culebra, ni el caimán. Pero si tuviera un porte
mayor, digamos, como el que tiene el oso o el
puma, todos me tendrían respeto.
—Hay otros más pequeños que tú y no se han
quejado —contestó Dios, sonriendo.
—Si te refieres a los ratones, son seres sin
dignidad que viven del robo. En cuanto a las aves,
sus alas les permiten volar igual que los ángeles.
Otros, como la tortuga y el armadillo, se defienden
con sus corazas. Sólo yo estoy en desventaja.
Pronto mi raza desaparecerá de tu creación.
El Señor de los zapotecas contempló un rato al
Conejo y dijo por último:
—Si me traes las pieles de un jaguar, de una
serpiente, de un mono y de un caimán, te haré
crecer.
El Conejo volvió a la Tierra de un salto y se
puso a trabajar de inmediato. Fabricó una cuerda
bastante firme y afiló un trozo de obsidiana. Se
acercó prudentemente a la madriguera del jaguar

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y se escondió entre las hierbas, donde empezó a
lamentarse a toda voz.
—¡Ay! ¡Qué terrible noticia! [Ay! ¡Qué
espantoso desastre!
Alarmado con razón, el Jaguar salió de su
escondite.
—¿Qué pasa? ¿Quién anuncia desgracias?
El Conejo asomó la cabeza y explicó:
—Vengo de visitar al Padre Dios y me ha dicho
que se acerca un huracán como hace años no se ha
visto. Dijo que sólo amarrándose a un árbol grande
es posible salvarse.
El Jaguar se estremeció de miedo.
—¿Cómo puedo amarrarme a un árbol grande?
—gimió.
El Conejo le mostró la cuerda que había tejido.
—Puedo amarrarte con esto, y, con lo que sobre,
me amarraré yo.
El Jaguar, agradecido, se dejó atar a un tronco;
el Conejo no perdió tiempo, tomó un palo, aturdió
al jaguar y le sacó el pellejo con el cuchillo de
obsidiana. Escondió la piel en su madriguera y se
puso a observar a los monos que jugaban entre las
ramas de un bosque. Al poco rato ya sabía qué
hacer: tomó la obsidiana y fingió que se la pasaba
por la garganta, lanzando al mismo tiempo largas

50
carcajadas, como si aquello le produjera gran
diversión. Varias veces repitió el gesto y sus risas
se hicieron más y más locas y prolongadas. Luego,
simulando cansancio, se alejó, dejando el trozo de
obsidiana en el suelo. No demoró en bajar un
mono para repetir lo que había visto hacer al
Conejo; al pasarse el filo por el cuello, se degolló.
De inmediato el Conejo se apoderó de la piel y la
escondió en su madriguera.
Sin perder tiempo, se afiló bien las uñas en una
piedra y se echó junto al agujero donde vivía la
serpiente. En cuánto ésta asomó la cabeza, le
enterró las uñas en los ojos, indefensos al no tener
párpados. En seguida le dio algunos golpes y la
descueró, guardando la brillante piel en su
madriguera.
—Sólo me falta el caimán —canturreó sin el
menor remordimiento.
Lo divisó tomando sol junto al río.
—Oye, te convido a jugar a la pelota, es un
juego muy entretenido.
Entre los zapotecas, la pelota era de piedra, cosa
que el caimán ignoraba. El Conejo tomó entre sus
patas una pesada piedra y antes que el caimán
dijera que sí, le aplastó la cola, dejándolo sin
fuerzas. Se apoderó de la piel en segundos y corrió

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a juntarla con las otras que guardaba en su
madriguera.
De varios saltos, porque iba cargado, llegó al
cielo.
—Señor, aquí te traigo las cuatro pieles que me
pediste para hacerme crecer —dijo, inclinándose
ante el trono de plumas.
—Bien veo que las traes y también vi de qué
manera las conseguiste. Te haré crecer...
—murmuró Dios entre serio y sonriente, cogiendo
al Conejo por las orejas— ... te haré crecer ¡las
orejas! —concluyó el Señor lanzando al animal a la
región de los zapotecas.
Mirando hacia la oscura Tierra, Dios murmuró:
—Conejo ambicioso y despiadado, mataste sin
dudar cuatro hermosos animales para conseguir tu
deseo. Si te hubiera hecho más grande, habrías
querido ser como yo y sentarte en mi trono.
Desde entonces, el Conejo tuvo las orejas más
largas que se pueden ver entre los animales. Sus
patas delanteras, con el porrazo, le quedaron más
cortas que las de atrás, y con el tremendo susto que
se llevó al caer de tan alto, se le pusieron los ojos
colorados para siempre.

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EL ÚLTIMO GIGANTE

En tiempos de la vela y el brasero, hace muchos


años, un fuerte temblor estremeció las montañas y,
a causa del remezón, el último gigante famoso
brotó de un cerro cordillerano. Un matrimonio de
montañeses algo mayores, que no tenían hijos,
oyeron unos fuertes berridos y encontraron a la
criatura entre las piedras que lo habían dado a luz;
nunca sospecharon que el robusto niño era hijo de
la montaña; tampoco se les ocurrió que crecería y
crecería, hasta convertirse en gigante.
La mujer, doña Delmira, fue la primera en
descubrirlo y tomarlo en brazos; lo arropó con su
manto y lo quiso de inmediato.
—¿Quién sería la mala madre que abandonó a
un crío tan hermoso? —se preguntó escandalizada.
—Tal vez no podía amamantarlo —argumentó
Evaristo, el marido.
—Nosotros lo criaremos con la leche de nuestras
cabras monteses —exclamó Delmira, riendo al
sentir que el niño, hambriento, buscaba su pecho.

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—¿Piensas quedarte con el guachito?
—preguntó el hombre, no muy contento—. ¿Cómo
sabes si después, cuando esté criado, no
viene su madre a reclamarlo?
No había terminado de hablar, cuando
la montaña lanzó un gruñido y la tierra se
estremeció bajo sus pies.
Asustados, ambos corrieron buscando
refugio bajo un frondoso boldo. El niño no
dejaba de chillar. Pasado el susto, Delmira razonó:
—Lo mejor es volver pronto a casa. Allá
alimentaremos al niño y lo envolveremos en una
de tus camisas. Luego, pensaremos qué hacer.
A Evaristo le pareció bien lo último, pero no lo
de su camisa. Mientras trotaban hacia la cabaña,
continuaron discutiendo:
—¿Por qué envolverlo en una de mis camisas?
¿No te parece que una de tus enaguas serviría
mejor?
—¡Qué egoísta eres, Evaristo! Vas a ser padre de
un hermoso niño y le mezquinas una pobre camisa
toda parchada.
—Parchada estará, pero es la única que tengo
fuera de la que llevo puesta. Además, ¿quién te
dijo que quiero ser padre de este guachito?

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La madre montaña volvió a estremecerse,
echando a rodar piedras por el sendero donde iba
el matrimonio. Ambos se pusieron a correr
olvidando sus desacuerdos. Una vez en casa, el
hombre tuvo que entregar la camisa y la mujer
aportó su chai de lana.
—Anda a lechar a la Casilda para alimentar al
niño que llora de hambre —urgió Delmira.
Evaristo no discutió, con tal de que la criatura se
callara. Desde ese día las cabras empezaron a dar
tanta leche, que tuvieron no sólo para alimentar al
hambriento hijo de la montaña, sino también para
regalar y vender.
—Parece cosa de magia —comentó una noche
Evaristo a su mujer—. He observado que cuando
llevo a pastar el rebaño al monte donde
encontramos al muchacho, aumentan los litros que
dan las cabras, en especial nuestra Casilda.

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57
—Yo he notado otra cosa —contestó Delmira—,
y es lo rápido que crece el niño, sobre todo si lo
comparo con el crío de Clorinda o el de Carmela:
parece hijo de gigantes.
Ésta fue la primera vez que mencionaron la
verdadera naturaleza del niño. La montaña no dejó
de celebrarlo, moviendo la tierra en torno hasta
hacer caer los cacharros de las repisas; ollas y
teteras rebotaron bulliciosamente como una larga
carcajada. Un cacharro de greda no resistió tanto
gozo, y estalló por un costado, derramando el
azúcar rubia que contenía.
La criatura devoraba jarros de leche, platos
hondos de cuajada. Pero el matrimonio no tenía de
qué preocuparse: no sólo las cabras dieron más
leche, sino que los cerdos aumentaron sus
carnadas y las gallinas pusieron hasta dos y tres
veces al día. Llegó un momento en que tanta
abundancia les dio mucho trabajo; no pudieron
hacerlo con su sola fuerza y tuvieron que contratar
a los muchachos del vecindario para que les
ayudaran.
Una tarde, en un rato de descanso, mientras
Delmira ponía unas tortillas al rescoldo para tomar
mate, confió a Evaristo algo que la preocupaba
hacía tiempo:

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—El niño nos ha traído muchas bendiciones y
todavía no le hemos puesto nombre. ¿No crees que
ya es tiempo de bautizarlo en la iglesia del pueblo?
El hombre pensó un rato:
—Todavía es muy pronto —dijo al fin—.
Pueden aparecer sus padres y reclamar que lo
hayamos inscrito como hijo nuestro en el registro
de la parroquia.
—El niño ya va a cumplir tres meses y no se ha
oído que alguien lo eche de menos. Ha crecido
tanto, que ya parece que tuviera un año, y tú sabes
que es malo para la criatura estar sin el agua
bendita y sin nombre.
—Voy a conversarlo con el cura —dijo Evaristo,
para no seguir una discusión que de todos modos
iba a perder.
Así fue. A la semana estaban ambos en la iglesia
del pueblo, con el niño, al que apenas podían
cargar. Cuando el cura lo vio, pensó que los padres
habían mentido sobre su edad.
—¿Cuánto tiempo dicen ustedes que tiene la
criatura?
—Tres meses, señor cura, ni un día más.
—Mmm..., debe pertenecer a la raza de los
gigantes y si es así yo no puedo...

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El sacerdote no alcanzó a decir más: la iglesia
empezó a balancearse en varias direcciones,
moviendo sus altares, sus santos y sus luces y
echando al vuelo las campanas. Apenas terminó el
temblor, el cura, olvidando las explicaciones
teológicas de por qué los gigantes no se pueden
bautizar, echó el agua bendita, puso los óleos al
niño y le dio el nombre elegido por los padres:
Efraín, que significa "tener hijos y dar frutos". De
este modo el matrimonio expresó su gratitud por
el regalo hallado en la montaña.
Efraín no paró de crecer hasta los quince años,
en que su estatura alcanzó los cuatro metros y algo
más, lo que no es excesivo si se la compara con la
altura de los gigantes de la antigüedad. Por cierto
que al comienzo, no sólo del vecindario, sino de
todos los pueblos cercanos, vino gente a mirar al
fenómeno; pero pronto se acostumbraron y hasta
solían pedirle ayuda para levantar piedras y
troncos, o cualquier cosa pesada. Sus padres,
ancianos ya, contaban con él para que les ayudara
en los trabajos del campo. Efraín se preocupaba de
llevar las cabras a la montaña, de recoger leña y de
alimentar a otros animales que habían adquirido,
bueyes para labranza y vacas que daban
abundante leche. Efraín necesitaba alimentarse

60
como diez hombres, no sólo por su tamaño, sino
por el duro trabajo que hacía.
Como las tierras del matrimonio no alcanzaban
para alimentar tanto ganado, tuvieron que pedir
talaje en los campos vecinos, y buscar el pienso en
valles abrigados. El tiempo de mayor escasez
coincidía con el invierno, cuando faltaba el pasto.
Las colinas, desoladas, estaban cubiertas de nieve.
Efraín las recorría una y otra vez, dejando anchas
huellas de sus pasos. Un gran silencio surgía de las
quebradas, donde apenas corría un hilillo de agua.
Este silencio inquietaba al joven gigante, como si le
faltara una voz querida, un apoyo necesario. No
había comprendido aún que su verdadera madre
era la montaña que ahora dormía bajo su capa de
hielo. Ni Delmira ni Evaristo habían querido
contarle que era un niño hallado. Fueron tantas las
huellas que Efraín dejó en la nieve, que parecía
campo arado. Entonces se le ocurrió la idea de
labrar las colinas y sembrar en ellas la alfalfa que
faltaba a sus bueyes, el maíz para las gallinas, y
girasoles para los cerdos. Su alma de gigante se
llenó de alegría al pensar en la cosecha; mientras
enyugaba los bueyes y los ataba al arado, su canto
parecía el murmullo de un trueno que no termina.

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De todas partes vinieron a mirar al gigante que
araba la nieve, subiendo montes tan empinados,
que parecía que los bueyes iban a caer de espaldas.
—Se ha vuelto loco —era el comentario burlesco
que iba de boca en boca.
Sus ancianos padres se afligían; no
comprendían del todo lo que hacía el hijo, pero
confiaban en él; creían en su buen juicio, que por
ser el de un gigante, apreciaba cosas que ellos no
alcanzaban a divisar.
Esa primavera las colinas en torno a la cabaña
reverdecieron, creció la alfalfa, se irguieron
lentamente los tallos del maíz, y los girasoles. En el
verano fue una alegría contemplar montes donde
ondulaba el pasto con el viento, y brillaban al sol
las mazorcas amarillas del maíz y las pesadas
cabezas de los girasoles. Ya nadie se burló de los
trabajos de Efraín; sus padres bendecían el día en
que lo recogieron en la montaña.
En los años siguientes, los sembrados se fueron
turnando en las antes áridas colinas; cambiaban de
color, del verde, al azul, cuando florecía la alfalfa;
y del amarillo del maizal, al naranja de los
girasoles. Hubo una vez en que se añadió el rojo.
Esto ocurrió cuando la madre tierra hizo crecer
añañucas encarnadas y lirios rosados, para alegrar

62
y agradecer los desvelos a doña Delmira, que ya
muy viejita, no se movía de su sillón. No paraba de
trabajar, hilando la lana de sus ovejas.
—Efraín necesita muchos vellones para cubrir
su enorme cuerpo —explicaba a las vecinas que
venían a ayudarle a tejer en el telar.
Un día a los padres les llegó la hora de
descansar y cerrar los ojos. Mientras sus almas
subían al cielo, sus cuerpos volvían a la tierra.
Efraín, siguiendo una orden misteriosa, los llevó a
sepultar en aquella quebrada donde, a raíz de un
temblor, antaño brotó de las piedras. Cuando abrió
la doble fosa, comprendió que tenía dos madres,
que ahora se hacían una sola. Su padre Evaristo
daría su carne y sus huesos a los árboles sagrados
del canelo y la araucaria; el gigante lo reconocería
en todos los árboles que sostienen nidos y florecen
y dan fruto. De una mirada, Efraín abarcó campos
y pueblos, sintiendo su vida cumplida; entonces se
internó montaña adentro, subió hasta las nieves
eternas, y se transformó en una de las cumbres de
la cordillera. Esto que sucedió hace tantos años,
todavía provoca temblores y terremotos de alegría
a la madre tierra, que no termina de celebrar al
único gigante bautizado.

63
LA LEYENDA DEL CERRO DE PLATA

Hace muchos años, una pequeña pastora


guiaba cada día su rebaño de cabras hacia
los valles verdeantes que entonces
rodeaban las cercanías de Copiapó.
Apenas aclaraba en la Sierra de Chañar- cilio, Flora
salía de su cabaña, que se encontraba en un lugar
llamado Punta de Pajonales y arreaba su piño
hacia los pastos. Invierno y verano cumplía esta
labor. La acompañaban las estrellas mayores,
donde creía ver los ojos de su madre que la
protegían desde el cielo. Porque su madre había
muerto al nacer ella.
Vivía con su padre, Juan Normilla, en una ruca
de barro y paja cuya puerta miraba hacia la
cordillera, por donde sale el sol, como es tradición
entre los indios. Las estrellas, los planetas, la luna
y el sol estaban en la cabecera de sus camas al
despertar y a los pies de sus sueños al anochecer.
La mañana en que empieza esta historia era fría,
pero el aire transparente y apenas húmedo se

64
entibiaba rápido al salir el sol. En su camino, Flora
atravesó bosques y extensos matorrales que
entonces crecían en la zona. Siguiendo a sus
animales, la pastora entonó su diaria canción con
el acompañamiento de un tintineo; el son cristalino
de la campanilla de plata que llevaba al cuello la
cabra madrina.
Según Juan Normilla, aquella campanita era
muy antigua: estaba hecha a golpes de piedra por
un antepasado, con el mineral de un enorme cerro
de plata, cuyo secreto guardaban los indios desde
antes que llegaran los españoles.
Juan contaba estas viejas historias a su hija, al
caer la noche, cuando se sentaban al calor del
brasero a comer su sencillo alimento: pan y queso
de cabra, hechos por las manos de Flora.
Esa tarde, al regresar con su rebaño, la niña
quiso saber más de los españoles y de los tesoros
ocultos.
—¿Cómo eran esos hombres, padre? ¿Qué
venían a hacer?
—Eran ambiciosos y valientes. Sólo querían
hallar las joyas y adornos de oro y plata, y los
minerales de donde se sacaba el material precioso.
El oro pertenecía al sol y la plata, a la luna. El
primero en llegar fue Almagro, bravo y orgulloso,

65
de trato duro, que despreciaba a los indios.
Nuestros antiguos padres supieron que se
acercaba, porque siempre había espías atentos. Las
poderosas tribus del norte, los incas, que
dominaban nuestros territorios, vigilaban
constantemente a nuestros antepasados porque és-
tos solían rebelarse. Por eso, como estaban alerta,
escondieron todo lo que tenía valor, donde no
pudieran hallarlo. Al ver los campos sembrados,
los cacharros de greda, las modestas rucas y la
falta de lujo de nuestras vestimentas, Almagro,
desilusionado, se devolvió, creyendo que éste era
un país pobre. Así lo pregonó al llegar al Perú.
—¿Vino alguien más a buscar tesoros?
—Sí, llegó don Pedro de Valdivia que también
deseaba encontrar riquezas; pero se entusiasmó
con la tierra, con los bosques y fundó un caserío,
una guarnición que llamó con el mismo nombre
indígena, Copiapó, que significa "tierra verde o
cultivada".
—¿También hay escondido por aquí un cerro de
oro?
—Sí, hay oro, abundante como la plata. Los
españoles no tardaron en descubrir y explotar
algunos filones. Ahí empezó la tala de árboles que

66
servían de leña para fundir los metales. Pero sólo
yo conozco donde se encuentra el cerro de plata.
Flora se quedó pensando sin averiguar más. Se
encantaba con la música de las viejas historias,
donde su alma tenía raíces.
Al otro día salió con sus cabras y acompañada
del tintineo de la campanita, entonó:
—Yo tengo un cerro de plata,
a nadie se lo diré.
Sólo yo lo sé, lo sé, lo sé...
El eco repitió su canto y esto la entusiasmó para
volver a cantarlo muchas veces.
Flora Normilla fue creciendo detrás de sus
animales. Recorrió cerros y quebradas, y cada vez
tuvo que ir más lejos en busca de pastos, porque
los mineros y pirquineros derribaron uno a uno los
árboles para encender los hornos y calentar los
crisoles.
Un día llegó por Punta de Pajonales un leñador
que se enamoró de la solitaria pastora y la pidió a
su padre para casarse. El leñador se llamaba
Francisco Godoy. Juan Normilla, muy anciano ya,
dio su consentimiento.
—Ahora tendrás quien te cuide cuando yo
muera —dijo a Flora.

67
Al tiempo, el matrimonio tuvo un hijo, el único,
al que llamaron Juan como el abuelo, y se convirtió
en el regalón del anciano pastor.
A Juan Normilla le llegó la hora de morir, como
nos llega a todos. Llamó a su hija y le reveló el
lugar donde se hallaba el cerro de plata.
—Este secreto no lo dirás a nadie, ni a tu
marido. Sólo se lo comunicarás a tu hijo, cuando a
su vez te llegue la hora de morir. —El anciano bajó
la voz hasta hacerla un susurro, como el de los
pastos que mueve el viento—: Cerca de Punta de
Pajonales se halla la sierra de Chañarcillo, que has
recorrido muchas veces con tus cabras. Ese es el
lugar donde está el gran filón de plata.
Y añadió otras señas conocidas sólo por él.
Pasaron los años, Flora se adentró junto con su
marido por la cordillera, en busca de leña y pastos
para sus piños. Aunque nunca contó a nadie el
secreto de sus antepasados, lo tenía presente en el
fondo de su memoria. Tal vez por eso crió al hijo
muy consentido.
Solía decirle en tono misterioso, como quien
relata un cuento lleno de magia:
—No te afanes por buscar leña, ni por aprender
oficios de hombre; un día serás dueño de un cerro
de plata.

68
Hizo mal, sin duda, pero puede perdonársele
porque lo hacía para compartir un sueño, y
también porque amaba mucho a su hijo. Su
durísima vida de pastora tenía dos fuentes de
consuelo y felicidad; las estrellas, ojos de su madre
que la protegían, y el secreto del cerro de plata.
Pasaron los años. Ya anciana, Flora enviudó;
decidió regresar a los lugares de su niñez con su
hijo Juan y una majada de cabras retozonas, ahora
más numerosa. A pesar de conocer el secreto de un
tesoro fabuloso, nunca dejó de ser pastora.
Alzó de nuevo su cabaña en Punta de Pajonales.
Juan le ayudó en todos los quehaceres del pastoreo
y solía pasar los veranos en las empastadas
cordilleranas, donde hizo amistad con hombres
rudos. Un día, pasó cerca de la cabaña de Flora,
montado en un caballo alazán, un caballero
dedicado a la minería. Había hecho alguna
fortuna, y se dedicaba a explotar minerales y a
buscar por los cerros nuevas vetas. Se detuvo
frente a la casita y saludó a Flora.
-—Buenos días, señora. ¿No podría ofrecerme
usted un mate y un queso fresco, para calmar el
hambre? He vagado desde el amanecer por estas
serranías.

69
—Pase y siéntese, señor —invitó Flora, que era
generosa con los caminantes y pirquineros de la
región.
Al despedirse, agradecido, compensó con buen
dinero la atención de la pastora.
El nombre del caballero era Miguel Gallo.
No fue una vez sino muchas las que Miguel
Gallo tomó un refresco en la cabaña de la anciana
Flora. En una de esas jornadas, conoció al joven
Juan Godoy, quien no tardó en entusiasmarse y en
acompañar al generoso y sencillo caballero en sus
andanzas en pos de las vetas minerales. Su madre
había hecho de él un soñador de tesoros.
Al poco tiempo Flora enfermó. Sintiendo que
había llegado su hora, reveló a su hijo el secreto del
cerro de plata.
—Si a alguien has de contárselo, que sea a don
Miguel Gallo. En él hay nobleza de corazón, no te
engañará. Sabe de explotación de minerales y
compartirá contigo la riqueza. Cualquier día otro
puede descubrir el filón que te pertenece por
herencia; las leyes han cambiado y te lo quitarán.
Ten confianza en don Miguel.
La pastora se fue en paz al cielo de las grandes
estrellas donde estaban los ojos de su madre y el
brasero encendido de su padre.

70
Juan recorrió por todos lados la Sierra de
Chañarci- 11o. Las lluvias, abundantes esos años,
habían desnudado la veta de plata y al muchacho
no le costó hallarla. Al palpar las entrañas
preciosas, sintió una felicidad desbordante, como
si todos sus antepasados rieran con él. Sin
contenerse, corrió a confiarle a Miguel Gallo su
hallazgo. Inscribieron la mina a nombre de ambos:
era el quince de mayo de 1832.
Pero Juan no era hombre de paciencia. El arduo
trabajo que significaba extraer mineral, le pareció
una manera muy lenta de hacerse rico. Vendió el
cerro de plata a Miguel Gallo en una buena
cantidad de dinero que no tardó en dilapidar. Dos
veces Miguel le dio fortuna, pero el descubridor la
gastó a tontas y a locas, en fiestas, lujos y malas
compañías; no tenía amigos sino cuando lo veían
rico.
Miguel Gallo no abandonó nunca a su ex socio;
le compró una heredad cerca de La Serena, donde
Juan Godoy vivió sus últimos años, y murió con
sus sueños y los sueños de su madre.
El mineral de Chañarcillo, uno de los más
fabulosos descubiertos en el país, transformó a
Copiapó en un centro importante. Acudió gente de
todas partes a trabajar el filón de plata. Años más

71
tarde, frente a la hermosa iglesia de la ciudad, se
levantó una estatua en memoria de Juan Godoy.
Pocos recuerdan a su madre, la sencilla pastora
que cantaba detrás de su majada sobre un cerro de
plata. Ahora camina entre las estrellas, oyendo
tintinear las campanillas de sus cabras celestiales.

72
EL BARCO HUNDIDO EN EL CANAL
ANCHO

En el invierno de 1928, en la zona de los


canales, en una isla del grupo Milnes, varó
un vaporcito cargado con el mejor carbón
de las minas de Cardiff. Los tripulantes y el
capitán se salvaron, pero el navio quedó con su
carga completa a medio sumergir, prácticamente
colgado de una aguja o roca submarina. Sólo la
proa y el castillo afloraban sobre el agua.
Lo alejado y peligroso del sitio donde se
produjo el accidente hizo desistir a la compañía de
seguros de cualquier intento de reflotar el barco o
recuperar el cargamento.
Simplemente lo dieron por perdido. Las claras
aguas del Canal Ancho conservaron su presa
durante dieciocho años, es decir, hasta 1946, en
que estalló en Chile una prolongada huelga de los
trabajadores del carbón, dejando sin este
combustible a la zona austral, especialmente a la
ciudad de Punta Arenas.

73
Las consecuencias más graves fueron para los
barcos destinados a ese puerto por la Armada, que
tenían importantes y variadas misiones, como
hacer constantes sonda- jes en el Estrecho de
Magallanes y en los canales, porque las corrientes
marinas y los sedimentos hacen cambiar la
configuración de los fondos, provocando
accidentes y naufragios en las naves de mayor
calado. También deben reponer las baterías de
faros y balizas y llevar a tiempo los víveres a los
hombres que viven aislados en los faros de difícil
acceso, como es el caso del Evangelistas.
En esos años, recién terminada la Segunda
Guerra Mundial, los buques chilenos se surtían de
carbón y la falta de este combustible era
desastrosa. Si bien cerca de Punta Arenas, al sur de
Otway, existía una mina de carbón, su rendimiento
en calorías era muy bajo y se necesitaban por esto
grandes cantidades para hacer funcionar los
escampavías.
Dichos barcos no podían cargarse en exceso y
habrían tenido que aprovisionarse a menudo, con
una gran pérdida de tiempo y esfuerzo.
El comandante Arturo Swett, hoy fallecido,
estaba destinado en ese tiempo a Punta Arenas, al
mando del Cabrales y de dos barcos más. Era muy

74
estudioso, con un gran ascendiente sobre sus
hombres. En uno de los "derroteros", gruesos
libros que guardaban la historia detallada de
nuestras costas, descubrió el relato del barco
hundido en el Canal Ancho. De inmediato se puso
en contacto con el ingeniero del Cabrales y le
comunicó su proyecto.
—Ingeniero Mandiola, usted sabe el problema
que tenemos. He pensado en la posibilidad de
extraer carbón de Cardiff, de un barco que
naufragó el año 1928 en el Canal Ancho. Vea cómo
puede realizarse esta maniobra.
El ingeniero no dejó de asombrarse ante la
osada empresa.
—Es arriesgado, pero muy interesante. Me
llevaré los antecedentes para estudiarlos.
—Tiene que ser una operación rápida, porque
temo que de un momento a otro tengamos que
parar los buques.
—Sí, mi comandante, pondré todo mi empeño.
El asunto tiene su atractivo, un barco hundido en
1928...
Una chispa de entusiasmo brilló en los ojos de
Man- diola; ubicar y aproximarse al barco del que
sólo afloraba la proa y programar la operación con

75
los buzos, era un verdadero reto a la pericia
marinera.
El carbón no se echa a perder bajo el agua, al
contrario, mejora su calidad. La idea del
Comandante Swett, además de valiosa, era
imaginativa y audaz; se presentaba una
oportunidad para poner a prueba la capacidad y el
espíritu de cada hombre que participaría en la
tarea.
Se estudiaron la ubicación y los antecedentes
del naufragio, la profundidad a la que tenían que
descender los buzos, las corrientes del lugar y los
posibles cambios de tiempo. Viendo que era
factible, se pidieron los permisos correspondientes
para sacar la carga. Precisaron el día más
favorable, y tanto los oficiales como la marinería se
prepararon con entusiasmo para la operación.
Todo se planeó cuidadosa y rápidamente; las
escampavías tienen gran facilidad de maniobra,
gracias a que son pequeñas y poseen un ancla
especial que se agarra de cualquier fondo, además
de una "pluma" o grúa para levantar grandes
pesos.
Se alistaron dos buzos, ensayando con los
pesados trajes de antaño; ellos harían el

76
reconocimiento de las bodegas sumergidas,
buscando el sitio adecuado para abrirlas.
Una mañana a fines del verano, con un cielo
ligeramente nuboso y mar tranquila, el Cabrales,
seguido de las otras escampavías, partió rumbo al
Canal Ancho, en el lugar donde las pequeñas islas
casi se juntan. El Comandante, serio y poco
demostrativo, iba tranquilo, como si aquella fuera
una labor rutinaria. Al cabo de día y medio
llegaron al sitio exacto y los buzos, que parecían
verdaderos monstruos con sus escafandras y
cables conductores de oxígeno, descendieron.
Hubo una nerviosa espera, hasta que llegaron
las señales que confirmaron el hallazgo. Los buzos
tuvieron que trabajar bastante apartando algas y
bancos de cholgas adheridas al casco, las que se
enviaban prontamente a la superficie en los
"chinguillos", especie de canastos, donde los
marineros se apresuraban a recoger el preciado
alimento.
Guiándose por la luz que penetraba a través de
la claridad del agua, recorrieron puentes y cabinas
hasta dar con las bodegas.
Para abrirlas, colocaron detonantes de poco
calibre y subieron al barco para hacer efectivo el
disparo. El agua se levantó apenas en el sitio de la

77
explosión y cuando la arena removida se aconchó,
bajaron de nuevo los buzos con los chinguillos.
Un grito de triunfo acogió la aparición de la
primera carga de carbón. Entonces prepararon la
grúa para ayudar a los buzos a subir el valioso
combustible.
La faena fue pesada y larga. Durante cuatro
días, buzos y marineros trabajaron sin descanso
llenando las bodegas del Cabrales y de las otras
escampavías con el buen carbón inglés.
Al terminar la tarea, fue natural que desearan
investigar qué otras cosas ocultaba el barco. Al
recorrer cabinas y pasillos tanto tiempo
sumergidos, hallaron toda clase de objetos en muy
buen estado, como porcelanas, cristales y aparatos
marinos. Los chinguillos subieron cargados de
curiosidades que hasta cierto punto despertaron la
codicia de los hombres. El Comandante Swett
puso freno de inmediato:
—Todo objeto que se saque del barco pertenece
a la Armada. Zarparemos en media hora.
De este modo se sorteó una etapa difícil, con el
carbón obtenido gracias a la imaginación de un
hombre y el trabajo aplicado de muchos.

78
LOS AZULES
Cuando muchacho, fui muy aficionado a hacer
excursiones a la cordillera durante los veraneos.
Uno de los sitios más hermosos y extraños que
recuerdo es aquel llamado "Los Azules". La
excursión duraba dos días y había que
preparar un equipo liviano para ascender
por difíciles quebradas y riscos.
Me acompañaron dos baqueanos
experimentados: Pedro, anciano fuerte y enjuto, y
Gálvez, de mediana edad. Mientras yo usaba
zapatos especiales, chaquetón forrado, gorro de
lana y el rifle que mi padre solía prestarme para
cazar conejos, ellos lucían sus viejos ponchos y
unos sombreros que no se sacaban jamás.
Gálvez llevaba una escopeta de esas antiguas
con el percutor externo y de un solo tiro. Pensé que
el arma le estallaría al primer disparo.
Entre los dos nos repartimos las mochilas. Pedro
subía calzado con ojotas y llevaba un tarro con un
aro de alambre colgado del dedo meñique: era su
olla, su cantimplora y su plato.
Al llegar a un portezuelo, Gálvez mató una liebre
con toda limpieza y la colgó a su espalda.
—La comeremos esta noche —fue el breve comen-
tario.

79
Había allí un explanada llena de agujeros
hechos por los cururos, un verdadero campo
minado.
Vimos amanecer a mitad de la quebrada de El
Canelo: una a una se iluminaron las grietas
sombrías, las rocas adquirieron relieves
inesperados, todo fue coloreándose con la brocha
del sol.
Tomamos un rápido desayuno en las
cantimploras con café; Pedro lo preparó en su
tarro, el que luego llenó de agua en el delgado
riachuelo que en verano cae por la quebrada.
Subimos por el lecho casi seco pretendiendo
acortar camino. Un esfuerzo terrible.
En uno de los riscos vimos seis o siete cóndores
en reposo.
Parecían vigilar el valle lejano. Su tamaño y su
aspecto orgulloso y feroz me hicieron temblar por
dentro. Pasamos alejados del ceñudo grupo por si
acaso.
—No les gusta lo vivo sino lo muerto
—comentó el anciano hablando por primera vez—.
Sólo atacan si se amenaza su nido. Deben tener
crías, ahora, por eso buscan carroña para llevarles.
Del lecho profundo de la quebrada surgió un
zorro de pelambre amarillo-rojiza. Nos detuvimos

80
y le hice puntería; pero algo en la belleza inocente
del animal me hizo desviar el tiro. Gálvez intentó
dispararle y lo detuve:
—Déjalo, tiene una sola vida.
El zorro desapareció en segundos y pensé en la
persecución que sufría desde siglos.
Pedro, con sus ojotas de neumático, subió sin
agitarse, manteniendo el mismo ritmo, indicando
con gestos la ruta que conocía como un mapa
viviente. Durante seis horas sostuvo el tarro en el
dedo meñique, tomando uno que otro sorbo de
agua; varias veces estuve por preguntarle si no le
dolía el dedo, pero callé ante su expresión cerrada
y la dignidad que emanaba de su delgada figura.
Gálvez llevaba la liebre junto a la mochila,
pensando descuerarla al final de la jornada. En su
cara de japonés mantenía una sonrisa constante y
hermética. Pasara lo que pasara, sonreía igual.
Nos detuvimos a comer a media tarde.
—Las "láunas" están por allá —indicó el viejo.
Ya no se divisaba el valle. Al continuar nuestra
ascensión, no tardamos en penetrar en un inmenso
anfiteatro de piedra blanquecina: se abrieron
delante las lagunas azules, como ojos abiertos en la
roca. En el centro, el agua tenía color verde
esmeralda; al agitarse la superficie con el viento, el

81
color parecía trasladarse sin tocar las orillas.
Cristalina e insondables, "Los Azules" no
revelaban su misterio. Para Pedro y Gálvez
escondían divinidades peligrosas y se
mantuvieron alejados de sus bordes. En cambio,
aquella transparente belleza fue un incentivo para
mi curiosidad. ¿Cuál sería su hondura? Con
impulso súbito tomé el rifle y apuntando al fondo
disparé dos balazos cuya resonancia desapareció
en segundos, como un chasquido. Los baqueanos
se espantaron.
—El espíritu del agua se vengará —pronosticó
el anciano con enojo.
La sonrisa de Gálvez se acentuó con la emoción.
—Puras supersticiones —dije riendo.
Para demostrarles que no temía a las "láunas",
decidí darme un baño y limpiarme los sudores del
día. El escándalo sacó a los hombres de su
impavidez.
—Los cueros se lo van a chupar por atrevido
—dijo Pedro.
—No lo haga, porque no saldrá más de ahí
—agregó Gálvez, expectante a pesar de todo.
Los baqueanos, por muy crédulos que fueran,
conocían los peligros reales. El ligero temor que
despertaron en mí sus advertencias desapareció

82
ante el deseo de sumergirme en esas aguas de
cambiantes matices, donde debería esconderse una
ondina más que un desagradable "cuero".
Elegí una altura para caer en lo hondo y evitar
el choque con los bordes poco profundos que se
traslucían. Me desnudé y el viento me atravesó con
su latigazo celeste. Sin pensar más, me tiré de
piquero. El frío me hizo soltar el aire y sentí que
me hundía sin remedio. Mis pies tocaron la pared
de lava suavizada por el roce del agua y me di un
impulso tratando de ascender. Manoteando con
desesperación, logré aferrarme a la muralla de
forma cónica y pude asomar la cabeza.
Semiparalizado, aspiré aunque apenas podía
expandir el pecho y mi corazón casi no bombeaba
sangre. Alcancé la orilla y salí del agua medio
desvanecido. Los baqueanos me vieron aparecer
como a un resucitado. Entre los dos ayudaron a
vestirme. Pedro sacó una botellita con aguardiente
y tomé dos tragos que me revivieron.
—Se salvó de porfiado, no más —comentó el
viejo con una risita—. Casi se nos queda en las
"láunas".
—Yo vi la sombra de un "cuero" —aseguró
Gálvez con su máscara sonriente.

83
Descendimos hasta un reparo para pasar la
noche; Gálvez encendió una fogata y preparó su
liebre. Nos tendimos después cerca de las brasas y
el cielo era como otro brasero infinito que no
dejaba de titilar. Pensé que por poco no me hallaba
visitando las galaxias.
Al otro día subí para echar una última mirada a
"Los Azules": el agua semejaba una seda azul-gris
estriada de oro.
Nunca más volví a ver aquellos ojos cristalinos,
pero la sensación de hielo de las aguas virginales
circula aún por mis venas; creo que así debe ser el
abrazo mortal de una ondina.

84
PELIGRO EN LA ANTÁRTICA

En una de las "primaveras" antarticas avanzado ya


el deshielo, le sucedió a un oficial de la Base
O'Higgins una peligrosa aven- tura al salir a
inspeccionar los alrededores. En un pequeño bote
con motor fuera de borda, se embarcó junto a dos
de sus hombres, provisto de armas y capotes abri-
gados. Los tres iban de buen ánimo, porque un
recorrido por islas cercanas es un servicio muy
deseado en la monótona vida de los hombres que
pasan gran parte del año encerrados en estrechos
albergues.
Observaron la vida que comenzaba a despertar
en el entorno. Pequeños y grandes témpanos
tomaban coloración azul eléctrico a causa de
bacterias que se desarrollan en el hielo. El mar
bullía de seres: pingüinos y focas retozaban cerca
de la costa; en las playas, los elefantes marinos
luchaban entre sí por las hembras. Mar adentro se
divisaban ballenas azules, haciendo increíbles
cabriolas, capaces de volcar el pequeño bote. La

85
soledad del polo no parecía abrumadora en
la luz de la mañana. De pronto ocurrió un
percance que hizo dar un grito de alerta al
ayudante que iba junto al motor.
—¡Se rompió el pasador de la hélice!
Cortó el contacto de inmediato,
quedando al garete. El capitán Rojas ordenó
reparar la avería cuanto antes; no

86
era una avería grave, pero sí desagradable, porque
para arreglarla, hay que sacarse los guantes y las
manos no resisten más de dos minutos sin
congelarse en el ambiente polar. El pasador es una
pieza frágil que sirve de seguro a la hélice y
siempre se llevan repuestos en los botes. Uno de
los hombres, Jiménez, empezó la prolija tarea; las
manos se le adormecían con el intenso frío y debía
desentumecerlas poniéndolas bajo sus brazos a
cada momento. El gran silencio polar pesaba sobre
ellos mientras observaban el trabajo de Jiménez. Al
echar una ojeada en torno, el capitán Rojas notó un
movimiento sospechoso a corta distancia de la
lancha.
—Un animal grande nos está rondando
—advirtió.
Un lomo ancho emergió por segundos y los
hombres gritaron a una voz:
—¡Es una orea!
La reconocieron por la mancha blanca que tiene
en los costados.
—Se atrevió a acercarse porque se paró el motor
—comentó Jiménez, echándose aliento en las
manos y continuando su labor.
—Mi capitán, puede darnos vuelta. Las he visto
volcar témpanos para devorar las focas que se

87
refugian en ellos —explicó nerviosamente Valdés,
el otro ayudante.
—Tendré listo el rifle para dispararle si se pone
a tiro, por lo menos la asustará el ruido —exclamó
el oficial, preparando el arma.
—Con perdón suyo, mi comandante, no
sacamos nada con los disparos, estos animales son
duros de atravesar y sólo conseguiremos
enfurecerla —comentó Valdés—. Estos bichos
tienen mal genio.
Mientras Jiménez procuraba arreglar la avería
con entorpecidos dedos, el capitán Rojas y Valdés
no quitaban la vista del mar en torno a ellos.
—Dispararé al aire, algún efecto puede tener
—opinó el capitán.
La orea los rondaba, su lomo aparecía aquí y
allá, emergiendo por instantes. De pronto se
sumergió. Todos pensaron que en ese momento
los daría vuelta, era su táctica. Pasaron lentos
segundos. El animal surgió súbitamente frente a la
embarcación, a corta distancia de la borda;
sacando del agua la enorme cabeza, fijó en ellos
unos ojos redondos, rojos, con expresión tan
sanguinaria y feroz, que pensaron que los atacaría
de inmediato. Comprendieron que la muerte en
poder de semejante criatura debía ser

88
espantosamente cruel. Los miró durante unos
segundos y se hundió con una especie de bramido
que les erizó el cabello. El capitán Rojas no alcanzó
a disparar, paralizado por la sorpresa.
"Ahora sí que estamos perdidos", pensaron los
tres disimulando su temor. Se habían enfrentado a
uno de esos seres capaces de crear leyendas
terroríficas.
Jiménez comprendió que de él dependían sus
vidas y continuó su trabajo poniendo una especie
de fervor al manejar la pequeña pieza. Por fin
logró colocar el pasador y soplándose los dedos
suspiró:
—Ahora hay que esperar en Dios que parta el
motor. La angustia los sobrecogía. Dieron el
contacto y con profundo alivio escucharon el
estampido del motor con sus características
explosiones a ritmo regular.
¿Qué había sucedido bajo las aguas? Tal vez
faltó sólo un instante para que la orea volcara el
bote. Casi podían adivinar los movimientos del
animal como una gran sombra que se alejaba entre
los témpanos. Todavía nervioso, el capitán
exclamó:

89
—Creo que la orea no tenía malas intenciones,
sólo quiso vernos las caras de cerca, por eso nos
miró tan feo.

Los tres rieron con verdadero alivio mientras a


su alrededor el mundo volvía a colorearse con
una vida renovada.

90
LA MUJER DE LOS HIELOS

Raimundo, el anciano farero, ya retirado, vivía en


una pequeña cabaña, camino hacia el Fuerte
Bulnes. Frente a sus ventanas se movían las
oscuras aguas del Estrecho de Magallanes, ondas y
corrientes que Raimundo vigiló durante muchos
años, desde diferentes faros. El Evangelistas,
elevado sobre un peñón inabordable, vigilaba una
de las entradas del Estrecho, la que miraba hacia
las soledades del océano Pacífico. El Félix, en la
Meteoro, una pequeña caleta de la isla Desolación,
iluminaba el Estrecho mismo, haciendo eco al
Fareway, situado enfrente, en un islote, para
indicar el camino entre las islas y canales que allí
se dispersan. La Cordillera de Darwin servía de
respaldo al Félix, y lo acompañaban achaparradas
lengas y brillantes ñirres que en el otoño enrojecían
como la luna a la cual temían los yaganes.
—Son los faros que más recuerdo, por las
aventuras y dificultades que vivimos con mis

91
compañeros —solía contar Raimundo a
sus visitantes.
Cuando llegaba el buen tiempo, no
faltaban muchachos o pescadores novatos
que querían escuchar los cuentos del
anciano farero.
—En el Evangelistas, aprendí a tener
paciencia y a dominar el carácter,
cualidades que se necesitan en este oficio.
Tres hombres nos turnábamos cada ocho horas
para mantener siempre encendido el haz de luz,
sobre todo en los meses invernales, en que las
nubes confunden el cielo y mar, desorientando a
los navegantes. Día y noche el rayo azul giraba
señalando la entrada del Estrecho. Cada faro tiene
su propio ritmo —explicaba Raimundo—, y ese
ritmo indica a los barcos a qué lugar o puerto se
aproximan. Es como un lenguaje que conocen
todos los marinos.
Recordaba ayunos a que muchas veces se vieron
sometidos, porque los barcos no podían acercarse
al Evangelistas a causa de los temporales.
—Olas gigantescas se estrellaban día y noche
contra el peñón, al que los marineros tienen que
saltar agarrándose a una red de cables de acero;
mientras amainaba, la escampavía de la Armada

92
esperaba por allá, entre los islotes que rodean la
isla Pacheco.
A veces pasaba un mes hasta que el mar
permitía el peligroso acercamiento.
—¿Y por qué construyeron el faro en un lugar
tan difícil? —solían preguntar los muchachos.
—Porque es el más apropiado, por su tamaño,
altura y estrategia; fue una verdadera odisea
instalar el faro en ese lugar. En cambio el Félix
queda al paso de cualquier barco; es fácil
conseguir ayuda en casos urgentes. Cuatro
hombres, con sus familias, vivíamos allí en
pequeñas casas confortables. Lo pasábamos bien;
parientes y amigos iban a visitarnos con el buen
tiempo. Había playas donde solíamos pescar. A
comienzos del verano, cuando no nos tocaban
turnos, y no soplaba demasiado fuerte el viento
antártico, hacíamos largas caminatas por cerros y
bosque- citos de lengas y ñirres. También ocurrió
allí una de las aventuras más extrañas de nuestra
vida de fareros.
La historia de "la mujer de los hielos" era la que
todos querían escuchar una y otra vez, y la que dio
fama de narrador de cuentos a Raimundo. Con voz
pausada y expresiva tejía el relato misterioso.

93
"Caía la tarde. El tiempo estaba bueno, con la
llegada del verano. La luz del faro barría la
soledad de las aguas frente a la caleta. Me tocaba el
turno de noche por ser yo el más antiguo, y tener
mayor experiencia que mis dos compañeros. El
reguero del sol deslumhraba. Esperé ver pequeños
barcos pesqueros, que pasan toda la noche en su
faena, y que de algún modo dan compañía con sus
oscilantes luces; el horizonte de agua veíase
singularmente solitario, como debe haber sido
cuando sólo los yaganes transitaban en sus frágiles
embarcaciones. Al frente, a la salida del Canal
Smith, brillaba el rayo del Fareway; otros hombres
vivían allí, manteníamos con ellos una amistad de
luces y varias veces nos ayudamos en caso de
enfermedades.
"Siguiendo la rutina, revisé las baterías del faro,
para no tener la sorpresa de un apagón. Me
entretuve contando los segundos que demoran los
haces de luz en deslizarse de un extremo al otro,
pintando el suave oleaje con mayor intensidad a
medida que oscurecía: los del Félix y del Fareway,
a ritmos diferentes, como en una danza silenciosa.
En uno de los giros del rayo, creí divisar una
sombra en el agua. Pensé: 'Las tuninas empiezan
sus amores con el buen tiempo'. Esperé otra vuelta

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para comprobar si era sólo una ilusión, o si en
verdad los graciosos animales iban a darme un
espectáculo divertido. El viento del anochecer
levantó pequeñas olas, y si hubo algo allá afuera,
se había ocultado; no vi sino agua a cada golpe de
luz. Me levanté para buscar una ligera cena de
galletas y café, y en ese momento divisé una
pequeña canoa que se acercaba al faro.
—"¡Qué diantre!...
"Observé durante un rato, para asegurarme que
era cierto lo que veía y bajé enseguida la escalera
de caracol para llamar a mis compañeros. La
oficina que compartíamos hallábase a cierta
distancia de la torre del faro.
"—¡Eh! ¡Tenemos visita! —grité abriendo la
puerta.
"Manuel, el más joven, se sobresaltó.
"—¡Qué raro! No hace quince días, vinieron mis
hermanos. ¿Habrá pasado algo?
"—No creo que sean los hermanos, ni los tíos,
porque estos vienen por mar.
—¿Por mar? —se asombraron Manuel, Vicente
y José.
"—En una pequeña canoa.
Los cuatro nos lanzamos hacia la estrecha playa,
al pie del roquerío que sostenía el faro. Vimos

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arribar una canoa de piel de lobo, con su pequeño
fuego encendido al centro, sobre un montón de
arena. Con diestros golpes de remos el visitante
varó la embarcación en la playa pedregosa; saltó a
tierra con un bulto en brazos. Recién nos dimos
cuenta de que se trataba de una mujer y de su
pequeño hijo. El niño lloraba débilmente, como
agotado, con gemidos de animalito. La mujer, una
yagán joven vestida con pieles, lo tendió hacia
nosotros con gesto suplicante. En su extraño
idioma, que oíamos por primera vez, nos dio a
entender que necesitaba auxilio. La vimos como si
brotara de otro tiempo, de una leyenda. Pero no,
estaba ahí, se la podía tocar y oír. La hicimos pasar
a nuestro refugio y le ofrecimos café y galletas que
bebió y comió con ansias. Luego dio agua a su crío,
deslizándola entre sus labios resecos gota a gota.
Esto pareció calmar al niño por un rato. Ella se veía
muy cansada, quizás había remado días enteros;
cerró los ojos como si se replegara en sí misma
para recuperar fuerzas. La mujer y el niño
formaban un solo bulto; me trajo a la memoria la
imagen de una Virgen primitiva.

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"Entretanto, Vicente se comunicó a Punta
Arenas, avisando lo que ocurría. De allá ofrecieron
avisar a una patrullera para trasladar a la mujer y
al pequeño enfermo. Mientras esperábamos,
tratamos de averiguar de dónde provenían. La
mujer guardó silencio, ausente de lo que sucedía a

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su alrededor; sólo a ratos hacía pequeños sonidos
de consuelo para tranquilizar al niño, que debía
tener algo así como un año; se veía robusto,
aunque la enfermedad había hecho su mella:
pálido, abría de pronto los ojos rasgados de su raza
y movía constantemente la cabe- cita para librarse
de algún dolor insoportable. Una de nuestras
mujeres, que sabía de primeros auxilios, intentó
darle alguna ayuda, pero la madre la rechazó con
su mirada de acero y su silencio.
"Al cabo de tres largas horas, llegó por fin la
patrullera y se llevó a la yagán con su crío. Ella se
levantó perfectamente descansada y alerta. Su
aparición, en el faro, produjo revuelo en toda la
zona; la radio trasmitió cada noche noticias de la
enfermedad del niño, una meningitis, y así
pudimos saber de su recuperación al cabo de
semanas. Sin embargo, lo que llamó
principalmente la atención de los médicos, fue la
actitud de la madre, a la que fue imposible separar
del niño ni un solo instante. Sentada junto a la
cama, suspendió sus necesidades físicas, no comió
ni bebió, vigilando a su retoño con el celo de una
loba. Cuando el pequeño sanó, enviaron a madre e
hijo a Bahía Ukika, cerca de Puerto Williams, a ver
si las mujeres yaganes que vivían allí, podían

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averiguar de dónde había venido; pero la mujer
guardó un desconfiado silencio sobre el lugar que
habitaba; al comienzo, se alegró de encontrar gente
como ella, que hablaba su idioma. Pero al cabo de
un tiempo empezó a inquietarse y expresó el deseo
de irse. Exigió una y otra vez que la llevaran al faro
donde había dejado su canoa. Al final, la embarca-
ron a Punta Arenas y un día la vimos llegar con su
niño en brazos.
"Nosotros habíamos revisado la canoa, y era
exacta a la que antaño usaban los yaganes; ahora es
posible ver una semejante sólo en el museo de
Puerto Williams.
"Dimos provisiones para algunos días a la
mujer; ella hizo un pequeño fuego que instaló
sobre la arena, en la canoa; acumuló leña y pasto
secos, en un extremo, puso al niño bien arropado
con pieles de foca en el otro y dio impulso a la
embarcación. La miramos alejarse con la impresión
de ver por última vez algo único: la figura de los
antiguos indios canoeros de aquellos mares.
"Sólo quedaron preguntas: ¿Existiría en algún
estrecho canal de hielo, una tribu de la antigua
raza navegante? ¿Veríamos de nuevo, un día
cualquiera, avanzar por el reguero del sol las
antiguas canoas, impulsadas por los fuertes brazos

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de yaganes misteriosamente vivos? Todavía
pienso que es posible, y que sólo el temor al
hombre blanco que destruyó tantas vidas, dioses y
bellas costumbres, los detiene, encerrados entre
sus hielos inaccesibles."

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