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1.

El problema de la realidad y *Dios*


Agustín de Hipona es el más destacado representante de la Patrística. En su
pensamiento se unen las creencias de la fe y de las ideas anteriores a Plotino para
elaborar una filosofía que es al mismo tiempo platónica y cristiana. Para San
Agustín, Dios es la realidad suprema y la primera verdad. Pero, al igual que Platón,
cree en la existencia de esencias trascendentes, eternas e inmutables. El mundo
material que encontramos a nuestro alrededor, no puede ser la realidad última y
verdadera, sino que es solo una copia imperfecta (compuesto por criaturas
cambiantes y mudables) de esencias que actúan como modelos de todo lo que
vemos.
San Agustín defiende el Creacionismo: el mundo y el tiempo han sido creados por
Dios desde la nada. Inspirándose al mismo tiempo en el Timeo de Platón y en su fe
cristiana, Agustín elaboró una teoría metafísica que se conoce como ejemplarismo.
Según él, las esencias eternas e inmutables tienen existencia real, pero estas no
ocupan ningún mundo de las Ideas, sino que se encuentran en el pensamiento de
Dios. Estas esencias son modelos ejemplares de todo lo que existe, ya que la
realidad sensible no es más que la materialización de estos arquetipos realizada
por Dios en la creación del universo.
Con el acto de la creación, Dios dispone todo lo que existe en el mundo, así como
todo lo que ha de existir en el futuro. Agustín afirma que en la creación Dios
produjo las razones seminales de todo el cosmos, que son como las semillas de las
que, a su debido tiempo, surgirá toda la realidad. En su momento oportuno, cada
una de estas razones seminales se desarrollará para dar lugar a la realidad que le
corresponda producir.
Esta creación no es abandonada por Dios, sino que la cuida y gobierna una vez
creada, para ello ha concebido un plan para el mundo que se expresa en la ley
eterna. El problema del mal será tratado por S. Agustín, pues si el mal existiera
sería algo creado por Dios, siendo así él mismo sería malo, lo cual no es aceptable.
La solución, para dicho filósofo, es considerar que todo lo creado por Dios es
bueno, siendo el mal o la imperfección no algo real, sino carencia de ser o
perfección. Además, el mal solo lo es desde un punto de vista individual y concreto,
pero no lo es para la totalidad de la creación en donde siempre resulta de él un
bien mayor. Explicará así igualmente el mal moral humano que se afirma como
fruto de un bien mayor: la libertad.
Si bien para S. Agustín la existencia de Dios está asegurada por la fe, ofrecerá varios
argumentos para demostrarla desde la razón. Uno se basa en la perfección, orden y
grandeza de la creación, que exige el haber sido creado por un ser con esas
cualidades. Otro es el del consenso, pues la mayoría de los seres humanos creen en
Dios. Pero el argumento preferido por San Agustín es el derivado del carácter
eterno e inmutable de ciertas ideas que tenemos en nuestra alma, lo cual contrasta
con la naturaleza humana, mutable y finita, por lo que estas ideas tienen que tener
como causa un ser eterno e inmutable: Dios. A éste, se le conoce imperfectamente
a través de las huellas que ha dejado en las criaturas. Por tanto, fe y razón no son
incompatibles, sino complementarias, es decir, que deben apoyarse la una en la
otra
2. El problema del conocimiento
Sin duda, para un creyente como San Agustín, Dios es la primera verdad y más
importante. Pero era consciente de que también hay defensores del escepticismo,
por lo que es necesario hacer un esfuerzo para refutarlo. La postura escéptica,
según Agustín, es insostenible, puesto que quienes afirman que la verdad no se
puede conocer consideran, al menos, que este enunciado es verdadero,
incurriendo en una clara contradicción.
Para San Agustín, partidario del platonismo, la auténtica realidad no consiste en el
mundo material que podemos captar por los sentidos. Por encima del mundo
sensible existe una realidad superior, intangible, pero más auténtica e importante,
que está formada por esencias, que son modelos ejemplares de las cosas. Para San
Agustín, la verdad debe ser eterna y necesaria, por lo que la fuente de la verdad no
podía estar en la experiencia sensible, pues el mundo material y de los cuerpos es
mudable y cambiante. El alma contiene en sí misma las reglas y las ideas que nos
guían al conocer, cuyo origen solo puede estar en un mundo de realidades
extramentales inmutables y necesarias, que existen con independencia de la mente
humana, en la mente de Dios, que es la realidad más importante y verdadera. La
existencia de verdades eternas, inmutables y absolutas cobra así un nuevo
fundamento para el mundo cristiano.
Agustín distingue diferentes formas de conocimientos. El grado más bajo
corresponde al conocimiento sensible, que nos aporta información sobre el mundo
material que nos rodea y puede tener para nosotros una utilidad práctica, aunque
está muy alejado del saber verdadero. Dentro del conocimiento racional, Agustín
diferencia dos niveles: El conocimiento racional inferior, relacionado con la ciencia
y partiendo de la realidad que percibimos nos permite acceder a las verdades
universales y necesarias como las de las matemáticas; y el conocimiento racional
superior: el saber sobre las esencias incorpóreas y eternas, el más importante y
verdadero.
Para explicar el origen del conocimiento de esas verdades transcendentes, que
Platón había hecho a través de la teoría de la reminiscencia, San Agustín, que bajo
su concepción cristiana no podía aceptar ni la reencarnación ni la teoría de la
reminiscencia, propone la teoría de la iluminación. Según esta, somos capaces de
aprehender verdades inmutables y eternas porque Dios ha puesto las esencias en
nuestro interior. Así, nuestra búsqueda debe comenzar por nuestro interior. En
lugar de prestar atención al mundo material que no rodea, tenemos que hacer un
esfuerzo de introspección para buscar la verdad dentro de nosotros mismos. Esta
búsqueda interior, sin embargo, es solo el primer paso, ya que la imperfección y la
limitación del ser humano harían imposible conocer las esencias sin la ayuda de
Dios. Así pues, Agustín cree que el verdadero conocimiento se produce cuando
Dios ilumina el interior del hombre, permitiendo así que este alcance la sabiduría.
San Agustín tratará el problema fundamental en la Patrística, de la relación e
importancia en el conocimiento de la razón, representada por la Filosofía, y la fe,
representada por la Teología. Se había ofrecido una repuesta en la que la Fe era lo
único importante y la Filosofía debe subordinarse completamente. Sin embargo,
para San Agustín en el conocimiento no hay rivalidad entre razón y fe, sino que
ambas deben apoyarse mutuamente. La fe no es algo irracional, sino que fe y razón
van juntas (aunque siempre debe predominar la fe) y se complementan. Por ello,
es necesaria la razón para la fe y, a su vez, la fe para la comprensión de la realidad.
Así, el lema de San Agustín puede presentarse como “comprende para creer y cree
para comprender”.

3. El problema del ser humano y la ética


La pregunta por el ser humano es clave en el pensamiento de San Agustín.
Adentrándonos en la interioridad del alma, alcanzaremos no solo el
autoconocimiento, sino también el conocimiento de Dios. En su visión del ser
humano se confluyen dos corrientes: La bíblica y paulina del hombre como imago
Dei y ser caído en la culpa; y la corriente griega del homo rationalis, movido por un
logos interior en que se cifra toda su dignidad.
El ser humano, según San Agustín, está hecho a imagen y semejanza de Dios. Esto
quiere decir que posee, a diferencia de los animales, vida espiritual. Por ello,
defenderá el dualismo afirmando que el ser humano se compone de dos
sustancias: el cuerpo (materia) y el alma (forma) cuya unión es accidental. Así, el
hombre es fundamentalmente un alma inmortal frente a un cuerpo mortal y
corruptible. El alma tiene tres facultades que le hacen ser una única persona:
memoria, inteligencia y voluntad. La memoria permite unir el presente y el pasado
creando la identidad personal. La inteligencia permite conocer la verdad. La
voluntad, por último, lleva a buscar el amor y la felicidad que solo se pueden
encontrar plenamente en Dios. Por todo ello, y siendo ese amor lo fundamental, el
alma debe regir en el cuerpo y volver a Dios de quien procede.
San Agustín se ocupó también del problema del origen del alma. Su posición se
conoce como creacionismo traducianista y consiste en que Dios crea el alma de
cada hombre de manera individual, no lo hace ex nihilo (de la nada) sino a partir
del alma de Adán, con lo que se nos transmite el pecado de este. También admitió
el traducianismo, porque son nuestros padres los que engendran un cuerpo, pero
es en ese cuerpo en el que Dios crea, a partir del alma de Adán, el alma individual
de cada hombre, cuya naturaleza espiritual queda así asegurada. Con esta doctrina,
San Agustín se enfrentó a la transmigración de las almas, al emanacionismo
neoplatónico y la idea platónica de la preexistencia del alma. Dicha postura
resuelve también la cuestión de la transmisión del pecado original.
Sin embargo, el ser humano no es solo conocimiento, sino también voluntad. La
voluntad humana es libre de elegir entre el bien y el mal. El hombre es libre de
salvarse o condenarse, pues, aunque su voluntad tiende hacia la felicidad y esta
solo puede encontrarla en Dios, su naturaleza caída le hace inclinarse hacia los
bienes perecederos. La voluntad libre nos permite pecar (libertinaje) o vivir bien y
conforme a la ley de Dios (libertad). El hombre exterior es el que se caracteriza por
su apartamiento de Dios; conversión y caída en sí mismo (soberbia). Frente a él, el
hombre interior que consciente de su limitación ontológica, se trasciende a sí
mismo para llegar al conocimiento de la existencia y la esencia divina. El ser
humano necesita la gracia, dada por Dios, para obrar correctamente. Una acción
humana debe juzgarse teniendo en cuenta la intención que la guía: si es conforme
a la ley de Dios será buena; si no, será pecado. El mal moral humano se afirma
como fruto de un bien mayor, el libre albedrío, resultado del abuso que el ser
humano comete de este libre albedrío. Por ello, el ser humano es responsable del
pecado cometido pues sin libre albedrío no habría responsabilidad ni culpa. La
voluntad humana tiende a la felicidad, fin supremo que solo se consigue en la otra
vida, con la contemplación y el amor a Dios.
Como todo pensador cristiano, San Agustín tuvo que arbitrar una solución para que
el mal no afectase ni a la infinita bondad ni al infinito poder de Dios. Para ello, no
tuvo más remedido que quitar entidad metafísica al mal (que será un no ser o falta
de perfección) y responsabilizar de la debilidad de nuestra naturaleza y su
inclinación al mal moral a los primeros padres a partir del pecado original. La
ignorancia y la concupiscencia son dos heridas que el pecado original dejó en la
naturaleza humana, ambas debilitan el alma e impiden su dinamismo. El mal
moral, el pecado, es el que priva al hombre de la imagen de Dios, que, pese a esto,
es un ser orientado a Dios, una “pequeña parte de la creación”, que tiene
claramente un lugar privilegiado en la misma en función de su mayor dignidad, la
cual se expresa en su racionalidad. Por eso, aunque el hombre es una simbiosis de
animalidad y racionalidad, su esencia es el alma, que es lo que San Agustín deseaba
conocer.

4. El problema de la sociedad (política)


Agustín de Hipona es el primer pensador que analiza el sentido de la historia
humana según una finalidad, y la concibe como el escenario donde Dios se
manifiesta al hombre y donde se produce la salvación. Así, la historia es lineal
teniendo un principio, la creación, y un fin, el Juicio Final, y adquiriendo un
significado global en ese final de los tiempos. La historia avanza así a hacia una
meta final que, defiende Agustín, será la vuelta de Jesucristo y la definitiva
instauración del Reino de Dios en la tierra para los justos.
En su obra “La ciudad de Dios” expuso su visión de la historia y su propia teoría
política. En esta obra se nos dice que la vida moral del ser humano no es separable
de su vida comunitaria, porque el principio constitutivo del o social es el
sentimiento íntimo y personal del amor, que une o divide a los hombres. El amor a
Dios establece una comunidad universal entre todos los seres humanos que lo
poseen. También un pueblo se legitima como sociedad por aquello que ama, es
decir, por el sistema de valores que lo unifica en torno a objetivos comunes. De
aquí surge la distinción entre: la ciudad terrenal, que es la de los hombres que
quieren vivir según la carne. Anteponen el amor propio; y la ciudad de Dios, que es
la de los que quieren vivir según el espíritu, y la forman todos aquellos que aman a
Dios. Busca la gloria de Dios y establece unos vínculos con sus ciudadanos no de
modo autoritarios, sino basándose en la caridad. No tiene en este mundo su
culminación, sino que, concluirá en la posesión de Dios.
Estas dos ciudades están mezcladas en cualquier sociedad a lo largo de la historia,
manteniendo una lucha ética entre sus componentes. Si bien san Agustín propició
la obediencia a las leyes justas del Estado, buscó con empeño apostólico la
sumisión del derecho civil a las leyes y mandatos de la Iglesia. Considera que no
hay justicia humana perfecta. Solo la sociedad de los justos en Dios realizará la
verdadera justicia. Mientras esto no se realice, o sea, mientras el amor de Dios no
sustituya al egoísmo, el orden, la paz y la justicia serán imposibles por convicción y
solo podrán realizarse por coacción legal. Ese es el fallo de ciudad terrena. Por eso,
el avance de la historia debe orientarse hacia el triunfo y la salvación de los
integrantes de la Ciudad de Dios, que se darán al final de los tiempos.

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