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¡Buenas tengan ustedes, sean señoras o señores!

No pongan esas caras de susto

que no vine por voluntad, sino para darles gusto,

pues recibí convocatoria

para contarles mi historia,

que empiezo de esta manera:

mi nombre… mi nombre es La Garbancera,

pero luego hubo gente fina

que me renombró La Catrina.

Nací a principios de 1913 cuando mi creador, José Guadalupe Posada, vivía sus últimos días. Hay
quienes afirman que yo fui uno de sus últimos trabajos. No fui la primera calavera que él dibujaba,
pues con mucha frecuencia ilustró con figuras de esqueletos los corridos, historias de crímenes y
de escándalos políticos en los periódicos en los que trabajaba, como El Padre Cobos, El Ahuizote y
La Patria Ilustrada.

Mi primera aparición la hice en una hoja volante, que eran unos como periodiquitos pequeños,
nomás de una sola hoja, muy populares en los tiempos agitados que se vivían, producto de la
Revolución, como producto de ella fueron los reacomodos de las clases sociales.

En aquella primera versión de mí, no tenía yo un vestido ni pinturas ni ornamentos, además del
bendito sombrero de estilo francés, que usaban las señoras porfirianas. Era yo apenas un busto,
de los hombros para arriba, que don José Guadalupe dibujó con la intención de burlarse de una
mala costumbre surgida de ese reacomodo del que les hablaba.

Se hizo manía en ese tiempo que algunas mujeres del pueblo procuraran aparentar ser ricas,
vestirse y vivir como los europeos y las clases acomodadas, pero sobre todo, negar sus raíces
indígenas. Por eso había quienes las señalaban como las que antes vendían maíz y luego puro
garbanzo.

Posada me bautizó como La Calavera Garbancera, como una crítica social, porque si algo le
molestaba, eran las situaciones de desigualdad e injusticia en el país y los abusos de la aristocracia
porfirista, que no entendía que como él decía “La muerte es democrática, ya que a fin de cuentas,
güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”.

Pasaron unos cuantos años, y en 1948 un pintor llamado Diego Rivera hizo un mural grandote en
el Hotel del Prado. Ahí reaparecí yo por obra de sus pinceles, nada más que más arreglada: me
hizo de cuerpo entero, con la cara maquillada, un vestido bien bonito, una boa de plumas y el
infaltable sombrero; de la mano lo llevo a él Diego Rivera de niño, y voy del brazo de Posada al
otro lado. Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central le puso don Diego al mural.

Fue el pintor al que se le ocurrió rebautizarme como La Catrina, una palabra más moderna pero de
igual significado en el fondo: alguien que trata de aparentar más de lo que es.
¿En qué momento a la gente se le ocurrió asociarme con el Día de Muertos? ¡Vaya usted a saber!
Pero lo cierto es que ya no cabía yo en un grabado o en un cuadro. El pueblo se apropió de mi
figura y el 1 y 2 de noviembre hay un alud de catrinas, unas más elegantes, otras no tanto, que
podría armarse un ejército completo de puras huesudas.

Y mire nomás lo que son las contradicciones, las paradojas de la existencia, el hombre que me dio
la vida perdió la suya poquito después de hacerme nacer. Pero nací, nomás que nací muerta como
toda calavera, pero hoy, pos hoy estoy más viva que nunca.

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