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UN MUNDO DE SORDOS VOLUNTARIOS

Siempre he contemplado con asombro cómo los camareros de los grandes bares
tienen la extraordinaria habilidad para oír únicamente lo que quieren escuchar. Te has
sentado tú en una terraza y, cuando el mozo pasa con su servicio para atender alguna de las
mesas vecinas, ya puedes llamarle, pedirle agua o café, que él seguirá impertérrito, sin
oírte, como diciéndote con su gesto altivo: «Pero señor, ¿no ve usted que no puedo atender
a todos a la vez?» Y te lo dice sin arrugar un músculo, como si real y verdaderamente no
hubiera oído tu llamada. Una especie de sordera selectiva que le permite oír lo que desea,
trabajar con orden y no volverse loco al mismo tiempo.
Es una sordera que me parece el símbolo perfecto de la común que dicen que
padecemos todos los españoles. En Italia oí contar una vez que en una reunión de alemanes
uno habla y los demás escuchan; en una inglesa, todos escuchan y ninguno habla, y en una
española, todos hablan y ninguno escucha. ¿Es exacto? El Papa, al menos, cuando estuvo
por nuestras tierras nos caló pronto al darse cuenta de que aplaudíamos mucho sus
discursos, pero apenas los oíamos. «Los españoles —dijo— están muy prontos para hablar,
más no para escuchar.» Y se reía, pero estaba diciendo una verdad como un templo. Y eso
que el Papa no llegó a ver nunca en directo ni por televisión una sesión de nuestro
Parlamento, ese lugar donde uno habla y los demás bostezan, leen periódicos, charlotean o
toman café.
Reconozcámoslo: el español no escucha. O, para ser exactos, no escucha más que la
televisión. Porque ésta sí que es una curiosa paradoja: ese mismo español que apenas deja
meter a nadie la cuchara en sus diálogos, se convierte en un puro rumiante, deglutiente,
oyente, ante el «cacharro» televisivo, que es lo único que entre nosotros sirve su papilla de
palabras sin que nadie le interrumpa.
¿Tal vez porque nadie nos ha enseñado a escuchar? ¿Quizá porque el arte de oír es
mucho más difícil que el de hablar? Zenón de Elea decía hace dos milenios que «tenemos
dos oídos y una sola boca porque oír es el doble de necesario y dos veces más difícil que
hablar». Pero, curiosamente, esa es una ciencia que nadie enseña en los colegios ni en los
hogares.
Porque estoy hablando de «escuchar», no de un puro material oír. Para oír basta con
no estar sordo. Para escuchar hacen falta muchas otras cosas: tener el alma despierta;
abrirla para recibir al que, a través de sus palabras, entre en ti; ponerte en la misma longitud
de onda que el que está conversando con nosotros; olvidarnos por un momento de nosotros
mismos y de nuestros propios pensamientos para preocuparnos por la persona y los
pensamientos del prójimo. ¡Todo un arte! ¡Todo un apasionado ejercicio de la caridad!
Por eso no escuchamos. Si tuviéramos un espejo para vernos por el interior mientras
conversamos con alguien percibiríamos que incluso en los momentos en que la otra persona
habla y nosotros aparentamos escuchar, en rigor no estamos oyéndole, estamos preparando
la frase con la que le responderemos a continuación cuando él termine.
Sí, hace falta tener muy poco egoísmo y mucha caridad para escuchar bien. Es
necesario partir del supuesto de que lo que vamos a escuchar es más importante e
interesante de lo que nosotros podríamos decir. Reconocer que alguien tiene cosas que
enseñarnos. O, cuando menos, asumir por unos momentos 1a vocación de servidor o, quizá,
de papelera y saco de la basura.
Y tal vez la escasez de estos oyentes-papelera u oyentes-basurero sea la causa de
que tantos solitarios anden por ahí con el alma llena de recuerdos o basuras que desearían
soltar y que no saben dónde. Antaño los confesores servían para eso. Un porcentaje no
pequeño de penitentes, más que contar sus pecados necesitaba explicar sus cuitas, se
«enrrollaba» en la descripción de sus soledades. Hoy temo que muchos curas han olvidado
el valor tan profundamente humano y terapéutico de unas confesiones que puede que no
fueran muy ortodoxas en lo estrictamente sacramental, pero que daban, junto al perdón de
los pecados, el desahogo psicológico de muchas soledades. Ahora ya apenas escuchan bien
los psiquiatras. Pero no todos pueden permitirse ese lujo.
Y, sin embargo, habría que añadir ésta —«escuchar a los solitarios, incluidos los
pelmas»— a la lista de las obras de caridad y de misericordia, pues es tan importante como
vestir al desnudo o dar de comer al hambriento. «Oír con paciencia —decía Amado Nervo
— es mayor caridad que dar. Muchos infelices se van más encantados con que escuchemos
el relato de sus penas que con nuestro óbolo.» Incluso es frecuente comprobar cómo
personas que vinieron a pedirte un consejo se van contentas sin siquiera haber oído tu
respuesta porque lo que realmente querían no era tu consejo, sino tu silencio y su desahogo.
Por todo ello, la gran paradoja de nuestro tiempo es que, mientras los científicos
dicen que vamos hacia «una civilización auricular», son cada vez más los que se quejan de
que nadie les escucha. Curiosamente, los jóvenes van hasta por las calles con los
auriculares puestos, al mismo tiempo que son absolutamente incapaces de escuchar durante
diez minutos a sus abuelos. Y lo primero que todos hacemos al entrar en nuestras casas es
enchufar la radio o el televisor, porque no soportamos la soledad acústica en las casas y, a
la vez, cada vez es menos frecuente el diálogo hombre-mujer o padre-hijos.
Tal vez porque la radio puede oírse sin necesidad de amar al que por ella canta y, en
cambio, no se puede mantener un verdadero diálogo con otra persona sin amarla, saliéndose
de uno mismo. Oír es barato, escuchar costoso. Para oír basta el tímpano, para escuchar el
corazón. Y no parecemos estar muy dispuestos a emplearlo y repartirlo.
«No hay peor sordo que el que no quiere oír», dice el refrán. Sería más sencillo
resumir: «no hay peor sordo que el egoísta». Y añadir que esta gran sordera de quienes sólo
oyen lo que les interesa es la gran responsable de tantas soledades, de tantos que sólo piden
la limosna de un poco de atención.

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