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HOMILÍA 4 DE ENERO

Sabernos hijos de Dios


El Evangelio de hoy me ha hecho recordar el cuento aquel del tonto, el dedo y la
luna. Al tonto le señalaron la luna, pero él se quedó mirando el dedo. Gracias a
Dios, eso no les pasó a los discípulos de Juan. A las palabras de éste –“Este es el
Cordero de Dios”– no tuvieron duda en abandonar a Juan e irse tras Jesús. Querían
conocerle, saber quién era ése del que Juan decía que era el “Cordero de Dios”.
Querían ir más allá del dedo, querían de verdad llegar a la luna, al mismo Jesús.
Primera enseñanza: es necesario un poco de curiosidad en la vida, de apertura,
para no quedarnos en lo que nos dicen sino acercarnos nosotros mismos e intentar
conocer directamente cómo son las cosas, las personas. Es una curiosidad que nos
tiene que abrir camino más allá de los prejuicios.

San Juan nos dice en este texto que quien está del lado de Dios será justo, no pecará
si Dios está en él. Pero para eso hemos de creer verdaderamente, es decir: nuestro
corazón debe amar a Dios por encima de todas las cosas, y a su hermano como se
nos dice al final del párrafo. Nadie que de VERDAD se entregue a Dios, que tenga
la conciencia de que viene de Dios, será capaz de ofenderle con el pecado.

Sé que no es fácil lo que digo, que las tentaciones están ahí pero no debemos
dejarnos engañar por las cosas del diablo. En definitiva, se trata de ejercer
rectamente la libertad que Dios nos ha entregado, de saber elegir el camino que
tomamos. Y si decidimos ser de Dios la Justicia se obrará a través de nosotros y
seremos partícipes de la construcción del Reino, cooperantes de las enseñanzas de
Cristo. El mundo sería muy diferente si todos y cada uno de nosotros tomáramos
conciencia de quienes somos y de dónde venimos, pues si sabemos que el Padre,
su germen como dice San Juan, está en nosotros sabremos obrar en Justicia y
muchos de los males que nos rodean (envidias, injusticias, rencores, mentiras,
faltas de caridad…) desaparecerían. Pidamos al Señor que nos abra el corazón para
entender la grandeza de ser hijos suyos. Y una vez que lo hayamos hecho no
pongamos la luz debajo de la mesa, si no en lo alto de ella para que ilumine a
nuestro alrededor y disipe las tinieblas.
Vengan a ver
El Bautista señala a Jesús y dos de sus discípulos le siguen sin dudarlo. Seguramente
esos dos hombres habían entendido las predicaciones de San Juan y las habían
guardado en su corazón, por eso su determinación en seguir a Cristo es tan clara.
Pero la cosa no se queda ahí: Andrés no duda en buscar a su hermano Simón y
decirle que han encontrado al Mesías y llevarlo ante Él. Simón escucharía atónito
lo que aquel Hombre le estaba diciendo: “Te llamarás Cefas”, Pedro o piedra. Ya
sabemos cómo continúa “...y sobre esta piedra…” Pero lo que quiero resaltar es el
efecto que la sola presencia de Cristo obró en aquellos hombres, le siguieron sin
dudarlo, sin más preguntas. “Vengan a ver” y fueron y lo vieron. Asistimos a las
primeras llamadas, a las primeras vocaciones. Unos acuden porque alguien les
indica, en el caso de Pedro porque su hermano le lleva de la mano. Para llamarnos
Dios se vale de muchas formas.

¿Y a mí? ¿Cómo me ha llamado Cristo? Porque no hay duda de que nos sigue
llamando, de que sigue tocando nuestro corazón, de que sigue inspirándonos
nuestra vocación. Yo ya he contado muchas veces fue la mía, las dudas y temores
que pasé. Los miedos absurdos que vencí y lo fácil que fue todo cuando menos lo
esperaba. Y podría contar la alegría de mi corazón cuando, en décimas de segundo,
comprendí que mi camino estaba en el sacerdocio, que ahí es donde quería Jesús
que estuviera. ¿Y a ti, cómo te ha llamado, para qué te ha llamado?

Lo segundo que me gustaría señalar es la respuesta de Jesús a los dos discípulos:


“Vengan a ver”. Es otra invitación al conocimiento directo, al encuentro tranquilo.
Dice el Evangelio que los dos discípulos se fueron con Jesús y se quedaron con Él
aquel día. No es verdad porque en realidad se quedaron con Él aquel día y muchos
más días. Pasaron de ser discípulos de Juan a ser discípulos de Jesús. Le oyeron
hablar con la gente, contar las parábolas, hablar del Reino, atender a los enfermos,
acercarse a los pobres y marginados. Le vieron también enfrentarse a los
sacerdotes, a los escribas y fariseos. No pasaron un día y una noche con Él sino
muchos días y muchas noches. Aprendieron de Él, escucharon su palabra, le vieron
actuar. Algunas cosas no las entendieron bien. Hasta cuando llegó el momento de
la cruz salieron corriendo sin entender lo que estaba pasando. Hasta que le vieron
resucitado y la luz se hizo presente en su corazón.
Así es como tenemos que conocer a Jesús. Porque el Niño que hemos visto nacer
en Belén, en aquella cuadra maloliente, va a crecer. Por eso, hermanos, qué bueno
que nuestra arquidiócesis marcó este camino, el Camino de la Encarnación, porque
sin ella este pasaje que hoy hemos escuchado, simplemente no habría, sin Jesús
niño, no hay Jesús Maestro, no hay Jesús crucificado ni resucitado.

El Misterio de la Encarnación de Jesucristo, es el inicio de la Redención. De hecho,


nuestra salvación depende totalmente de la venida de Jesús a este mundo (Rm
5,8): “Pero lo que hace brillar más la caridad de Dios hacia nosotros es que, cuando
éramos aún pecadores, al tiempo señalado murió Cristo por nosotros”.

A lo largo de los siglos todos hemos experimentado que Dios nos ama tanto que
vino a la tierra en forma humana para nuestro beneficio, para darnos la posibilidad
de la salvación y ofrecernos la vida eterna en plenitud junto a Él (Jn 3,16). En la
Encarnación, Dios entró en la historia de la humanidad, entró en el tiempo creado
y entró en la creación misma, para restaurarla y elevarla a un poder más alto que
antes de la caída.

Por la Encarnación de Jesús, conocemos cómo es Dios Padre, descubrimos el


inmenso amor que Él nos tiene, su misericordia, su ternura, su perdón…; pero lo
más importante es que en su Hijo, Dios conoce nuestras necesidades de creaturas,
las situaciones históricas de todos los tiempos, los problemas, pero Jesucristo y con
Él, el Padre nos va mostrando los caminos correctos para responderle a su plan de
Amor.

La Encarnación de Jesús nos compromete en este tiempo tan complejo de nuestra


historia a volver la mirada a Jesús de Nazaret, quien vino a este mundo para
implicarse en la salvación de todos y a hacerle frente a las situaciones históricas
injustas, con justicia y sentimientos de servicio, de humildad, pequeñez…, para que
en ella Dios muestre su poder y haga las cosas nuevas según su voluntad.

No podemos quedarnos como espectadores de todo cuanto acontece en nuestra


comunidad, en nuestra parroquia, en nuestra Patria y en el mundo entero. Es
urgente que como Jesús nos impliquemos y asumamos el acontecer histórico,
desde el Evangelio. Debemos hacernos responsables de nuestro planeta, de la vida
en todas sus manifestaciones, de las injusticias que viven muchos de nuestros
hermanos, de la paz, primero que todo y a ejemplo de Jesús, ser conscientes de
nuestra frágil condición humana, de la lentitud de los procesos de cambio, pero de
la eficacia de obrar desde la bondad, el servicio y la humildad del pesebre se Belén
para que poco a poco se vaya haciendo posible la justicia y la paz en el mundo.

Tenemos todo el año y todos los años para acercarnos a Jesús, para ir entendiendo
y abriendo el corazón a una presencia siempre sorprendente. Poco a poco iremos
descubriendo lo que significa en Jesús ser el “Cordero de Dios”. No nos tenemos
que desanimar. No se trata de entenderlo ni vivirlo todo el primer día. Tenemos
tiempo. Se trata de seguir a Jesús y dejarnos fascinar por Él, aunque a veces no le
entendamos del todo. Lo importante, hermanos, es que, como aquellos discípulos
del Bautista, tengamos el valor de responder afirmativa y comprometidamente,
cuando Jesús nos dice: “Vengan a ver.”

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