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Octubre.

Por: Antonio Gálvez Ronceros.

Una noche de la fiesta de octubre, mientras la procesión del Cristo


Crucificado avanzaba por una calle colmada de gente, un negro delgado
y de elevada estatura orinaba en el centro de una calle cercana y poco
transitada. Había venido del campo, estaba borracho y contemplaba de
un modo pueril la parte del suelo donde se precipitaban sus aguas.
El negro no tenía cuándo acabar y sus aguas, yéndose de bajada, habían
enrumbado hacia una esquina, daban la vuelta a la derecha y se perdían
de vista en la otra calle. No se sabía hasta dónde estaban llegando.
--¡Oiga! --le gritó un guardia que lo sorprendió--. ¿No le da vergüenza?
El negro levantó con calma, casi con mansedumbre la cara; puso en el
guardia una mirada neutra, pero como si el guardia no fuera el dueño
de la voz bajó la cara de inmediato y volvió a dejar los ojos fijos en
el suelo.
--¡Oiga, con usted estoy hablando!
El negro volvió a mirarlo. Entonces habló con reposo:
--Qué desea uté, señó.
--¡Cómo! ¿No sabe usted lo que está haciendo?
--Una necesidá, señó.
--¿Y no le da vergüenza?
--Po qué.
--¡Vamos, camine a la comisaría!
El negro dudó un instante; luego, armado de una repentina resolución, dijo:
--Güeno, vamo --y empezó a caminar.
--¡Un momento! --gritó el guardia y se plantó delante. Miró con disimulo
a uno y otro lado y añadió con voz sorda y secreta--: Guarde usted eso.
El negro escrutó los ojos del guardia, como si no entendiera; siguió
el rumbo que esbozaron de modo huidizo los ojos del guardia y se miró
el miembro.
--Yo no guado naa --dijo, y lo dejó afuera. El miembro parecía un brazo
de muchacho.
--¡Cómo! ¿Así va a ir a la comisaría?
--Así e, señó.
--¿Qué? Vamos, guarde usted eso.
--Así toy bien.
--¿No ve que hay gente por todas partes? ¡Guárdelo le he dicho!
Entonces el negro dijo:
--Si tanto se peorcupa pa que no lo vean, guádemelo, pue, uté. Ahi
queda --y ocultó las manos atrás.
El guardia endureció la mandíbula y el cuello, murmuró algo
ininteligible, pero hizo un gesto de vacilación y se alejó.
El negro volvió al lugar donde lo habían interrumpido, se plantó con
las manos en la cintura y nuevamente se puso a orinar, con lo que sus
aguas, que permanecían inmóviles y enflaquecidas en el suelo, se
reanimaron, hicieron un movimiento de avance y pronto recobraron su
incomparable fluidez, yéndose como en picada hacia la esquina.
Entonces pasó otro guardia.
--¡Oiga, qué está haciendo ahí! --gritó.
El negro apretó los dientes, cerró con forzada tranquilidad los ojos y
permaneció así un instante, quieto, como si armado de una paciencia
enorme contemplara tras sus pesados párpados algo que lo mortificara.
En seguida abrió los ojos, miró inexpresivamente al guardia, distendió
los labios para decir algo, pero se contuvo y volvió a lo suyo.
El guardia se acercó. Entonces se dio cuenta que el negro era más alto
de lo que le había parecido a la distancia, como si de pronto hubiera
crecido.
--A ver, sus documentos --dijo.
--¿Que qué?
--Sus papeles.
--Ah... Se mian quedá.
--Dónde.
--En el Guayabo, señó.
--¿De allá ha venido usted?
--Ujú.
--¿Y desde tan lejos viene usted a orinarse en la ciudad?
--Yo nue venío a oriná. Yue venío a la porcesión del Señó Crucificá.
--¿Y ya fue a la procesión?
--Pallá me iba.
--¿Acaba usted de llegar a la ciudad?
--No, señó.
--Y por qué recién va a la procesión.
--E quel tiempo se mia pasá. Yo vine al pueblo en la mañanita, junto
con mi compaire Froilito. Nos juimo a la plaza diarma y como vimo
mucha mesa vendiendo comía, nos dio hambe y nos pusimo a comé. En una
mesa comimo unos cuyes firtos, en ota mesa chicharone con yuca amaría,
má allá un acombiná e calapurca con sopaseca, má allacito un seco e
pato... Hicimo detapá como docienta botea e tintío. Ahi nos quedamo
dormios y cuando diperté vi que ya era de noche y que mi compaire
Froilito nuetaba. Siabrá ido a la porcesión, me dije, y entonce me
vine caminando pa acompañá al Señó Crucificá. Pero en eta calle
miagará la gana de eta miadera...
--Bueno, bueno, ahora váyase.
--Tuavía.
-¿Qué?
i --Tengo que teminá y uté con su convesación no me deja.
Entonces el guardia se percató de que el negro mientras hablaba no
dejaba de orinar.
--¡Váyase a las afueras! ¿No ve que está ensuciando la calle?
--E que aquí miagará eta vaina y las ajuera tan muy lejo.
Atraídos por la discusión, algunos devotos que venían de acompañar al
Cristo Crucificado se habían detenido y formaban como un círculo
alrededor del guardia y el negro. Y como el negro seguía
con el miembro afuera mientras discutía, los curiosos procuraban
mantenerse prudencialmente retirados obedeciendo a una especie de
precaución instintiva.
Una vieja de negro rebozo vino a sumarse al grupo, hurgó con toda la
cara y dio un increíble salto hacia atrás, como si la hubieran
apartado de un puntapié. Por un instante quedó paralizada frente al
grupo, la boca y los ojos desbaratados de espanto, como si en medio de
aquellos hombres acabara de ver de cuerpo entero a satanás. En seguida
dio la espalda al grupo, agitó con desesperación las manos en lo alto
y, poniendo en movimiento una incalculable cantidad de arrugas, echó a
correr hacia la calle de la procesión, gritando:
--¡Están orinando al Señor!
Por la calle hacia donde torcían las aguas del negro, unos transeúntes
que se habían encharcado y que ahora caminaban pegados a las paredes
haciendo equilibrio sobre el borde de los tacones, decían:
--¿De dónde ha salido esta agua?
--Parece una acequia.
--Alguien debe de estar regando su chacra y se le ha escapado.
--¿Un aniego desde las chacras? Qué raro. Las chacras están muy lejos.
--Habrá que averiguar.
Y avanzando contra la corriente, llegaron a la calle de donde venía y
vieron que brotaba debajo de un grupo de personas que formaban como un
círculo entre las dos aceras. Entonces dijeron:
--¿Se habrá desbocado una cañería?
--Es lo más seguro.
Cuando vieron por sobre los hombros de los demás al guardia y al negro
pensaron que como nadie acostumbraba trabajar el día del Señor, el
negro debía ser algún recluso que por orden del comisario estaba
arreglando la cañería vigilado por el guardia. Y siguieron su camino.
Entonces reapareció por la esquina la vieja de negro rebozo
santiguándose y señalando incisivamente el círculo a un apurado
cortejo que venía detrás de ella y en el que se veían ocho policías,
el alcalde, el subprefecto, cuatro sacerdotes llevando sendos
crucifijos en la mano derecha y un hombrecillo con una jofaina al
parecer de agua bendita. La vieja y el cortejo llegaron al círculo y
la voz de uno de los sacerdotes intentó abrirse paso:
--Quién es el sacrílego que está orinando al Señor.
El negro estiró el cuello, miró por sobre las cabezas y distinguió el
tumulto que acababa de llegar. Entre las sombras de su borrachera
percibió entonces el peligro. Retrocedió, apartó a los que tenía
detrás y salió como una bestia desbocada hacia la esquina opuesta.
Entró en la calle transversal dando broncos sacudones al viento,
avanzó con zancadas rapidísimas, apareció como una sombra repentina y
ruidosa en otra calle y se fue alejando como un ventarrón endiablado
del centro de la ciudad por calles cada vez más oscuras y llegó a las
afueras, penetró en las sombras de la campiña y se detuvo. Con un
esfuerzo instintivo sujetó la respiración desbordada, puso las orejas
intensamente alertas y permaneció quieto. Al observar que las
inmediaciones estaban en silencio recuperó el resuello y fue a
sentarse en una piedra, dando resoplidos. El contacto con la fría
piedra le reveló que aún seguía con el miembro afuera. Entonces se
levantó, se apoyó en un árbol y se puso a orinar.
***fin***

EL AUTOR.
Antonio Gálvez Ronceros nació en Chincha en 1932. Estudió Educación,
en la antigua Escuela Normal Superior Enrique Guzmán y Valle (La
Cantuta) y Literatura, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
En 1974 obtuvo el primer y segundo premio de cuento en el Concurso
José María Arguedas organizado por la Asociación Universitaria Niseí
del Perú, con <> y <>. En 1982 la Municipalidad de Lima
le otorgó el primer premio de cuento por <> y el
segundo de periodismo por el artículo <>. Ha sido
colaborador de diarios de circulación nacional y en la actualidad
ejerce la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en
la que desde 1974 codirige el Taller de Narración.
Su obra comprende: Los ermitaños (cuentos, 1962), Monólogo desde las
tinieblas (cuentos, 1975), Historias para reunir a los hombres
(cuentos, 1988), Aventuras con el candor (crónicas y artículos
periodísticos, 1989), y Cuaderno de agravios y lamentaciones (cuentos,
2003).

EL ALFILER
La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras
el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental
de la hacienda de Tilcabamba. Por el obeso balcón de cedro, asomó la
cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién
venido, que temblaba.

Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:

-¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si


no nos comemos aquí a la gente! Habla no más.

El borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía


con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas
a la vez -la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden
de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino- que
enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua
retahíla.

-Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que
anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver como siempre que se hallaba
conmovido, fue sin duda, por mandato de la Providencia; pero estrujó el
brazo del criado queriéndole extirpar mil detalle.

-¿Anoche?…¿Está muerta?…¿Grimanesa?… Algo advirtió quizá en las


obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que
no despertaran a su hija, «la niña Ana María», bajó él mismo a ensillar su
mejor caballo de paso.

Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre,


que el año último se casara con Grimanesa, la linda y amazona, el mejor
partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios, una fiesta sin par, con
fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias,
que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero
revivisciente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión
en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de
sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que
ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y
el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante
Conrado Basadre terminaba así…¡Badajo!…

Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel


festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo
de los Basadre.

En la tarde, ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre


los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire,
gritando:

-¿Quién vive?

Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su


angustia, gritó a su vez:

-¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a


buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tan prisa
en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba
en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su
cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.

Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la


muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente
y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces,
miró por todos los lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse
de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.

Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse
este silencio. ¡Ni siquiera había asistido al entierro! Don Timoteo vivía
enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros,
sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana
Grimanesa que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo
saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.

Pero un día domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor,
y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca, después de misa.
Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa
durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas
faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijas en las
oleosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la miró así,
dijo turbado, mirando el alfiler.

-Vas a quitarte ese adefesio…

Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el


misterio de aquel padre violento. Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado
estaba domando a un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol,
hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata.
Desmontó de un salto y al ver a Ana María tan parecida a su hermana en
gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.

Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado


cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obserquiarlos a
Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerte, y hubo un
silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a «la niña»
llorando.

-¡José, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!

Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y


Ana María pasaban el día mirándose a los ojos y oprimiéndose dulcemente
las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte
de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en
que se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la
elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el
pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin del caballo, que
«braceaba» con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho,
como los palafrenes de los Libertadores.

Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le


llamó con el respeto de siempre «don Timoteo», sino que murmuró, como
en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:

-Quiero hablarle, mi padre.


Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija
muerta. El viejo, silencioso , espero que Conrado, turbadísimo, le fuera
explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana
María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos
entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no
pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir
una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester
solicitar con mil ardides y un » santo y seña» escrito en un candado.
Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos
topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero
más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.

Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.

-¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!

Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de


llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró
en voz tan sorda que se le comprendía apenas:

-Si se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado


este alfiler en el corazón… ¿No es cierto? Ella te faltó, quizá…
-Sí, mi padre.
-¿Se arrepintió al morir?
-Sí, mi padre.
-¿Nadie lo sabe?
-No mi padre.
-¿Por qué no lo mataste también?
-¡Huyó como un cobarde!
-¿Juras matarlo si regresa?
-Sí, mi padre.

El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya si


aliento:

-¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!… ¡Toma!

Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaba los abuelos la


espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón
desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era
bueno que alguien viera sollozando al tremendo y justiciero don Timoteo
Mondaraz.

EL GORRIÓN
José Vilca tenía mala suerte. No encontraba trabajo. Hacía tiempo
que lo venía buscando por todo Lima. En los restaurantes le decían
que el personal de mozos estaba completo o que había llegado tarde.
«¡Qué suerte! –se lamentaba José Vilca–. Si hubiera venido a tiempo
ya tendría trabajo… Siquiera algo de comer…»
Y como un pesado escarabajo se movía por las calles de la ciudad,
con los zapatos rotos, por cuyos agujeros miraban sus dedos
tímidamente la vida, con el traje de color ambiguo y raído, sin
sombrero, el pelo muy crecido como las zarzas de las cercas de su
pueblo, pues no tenía dinero ni para hacérselo cortar.
José Vilca sabía leer. Así que una tarde, al pasar frente a una regia
mansión, se fijó en un cartelito colgado en la reluciente verja de
hierro: «SE NECESITA UN HOMBRE PARA CUIDAR PERROS».
Iba a tocar el timbre, pero se desanimó pensando que no lo
aceptarían; su dedo índice que iba a oprimir el botón se contuvo con
desgano… No estaba en condiciones ni para cuidar perros…
Algunas veces trabajaba alcanzando adobes y ladrillos en las
construcciones de casas que encontraba a su paso. Ganaba unos
cuantos reales. Pero esta clase de trabajo no le convenía. Y
continuaba deambulando como un perro sin dueño, recibiendo
pedazos de pan que le daban algunos compadecidos parroquianos en
los restaurantes o recogiendo las cáscaras de frutas que arrojaban los
hombres felices en los parques y las calles, para comérselas con
avidez. Tenía vergüenza de pedir… En una ocasión, en un café, un
hombre gordo le dijo: «¡Lárgate de aquí, vagabundo! Un mozo como
tú debe ganarse la vida trabajando».
Cuando llegó de su pueblo había tenido ocupación. Vendía helados
D’Onofrio. Con gorra negra, guardapolvo blanco, depósito rodante y
corneta, iba vendiendo la mercancía por esas calles. Pero una
mañana su carretilla fue hecha añicos en una esquina por un auto
particular; y no lo destrozó a él, ya que en ese momento, por ventura,
entregaba el vuelto a un cliente en la acera. Vilca no fue más a la
fábrica de helados, desapareció en el laberinto de la urbe. De esa
época guardaba un recuerdo: una fotografía. Se hizo retratar con su
traje de heladero, apoyado en su triciclo, en el Parque Universitario
por un fotógrafo ambulante. Vilca siempre contemplaba con ironía el
retrato, que llevaba envuelto en un pedazo de periódico en el bolsillo
del pantalón. Estaba allí sonriente, con su cara ancha… Había
enviado otro igual a su pueblo, a sus padres, que él se figuraba
estaría colocado en la pared más visible de su casucha, con su apenas
comprensible leyenda: «José Vilca. Lima, 15 de Abril de 1950». Sus
coterráneos, seguramente, sentían envidia al ver esa fotografía…
¡José Vilca está en Lima, la más hermosa ciudad del Perú!
Vilca rehuía a sus paisanos. Muchos de ellos eran policías, mozos de
hoteles, de restaurantes, sastres. Y hasta en la Baja Policía había de
Hualpa, su pueblo. El también ingresaría en la Baja Policía para ir
recogiendo la basura, los desperdicios de las casas, en esos
ventrudos y silbadores carros municipales. Pero habría que ir a ver
al Alcalde, a los empleados del Concejo, buscar una
recomendación… Y quizá tampoco habría vacantes.
Un día que estuvo parado junto a un cinema le convencieron para
que hiciera propaganda a la película «El Monstruo y el Simio». Le
vistieron de monstruo. Forrado con una serie de placas de zinc y
tornillos –sólo se le veían los ojos– se fue por esas calles, trac, trac,
trac, seguido por otro hombre tan infortunado como él, vestido de
mono. Casi se asfixia… Al término de la faena estaba molido, pero
tenía cinco soles en el bolsillo,.. Con todo, Vilca se alejó,
avergonzado, diciendo: «No más esto… ¡No más!…».
Dormía como un gallinazo donde lo cogían la noche y el sueño.
Sobre todo bajo los gruesos árboles del Parque de los Garifos, donde
muchos como él ocultan el cofre de su miseria. Un día invernal, a
orillas del Rímac, por poco rompe a llorar; ese río, el rumor de sus
aguas turbias y violentas, le traía la emoción de su tierra lejana…
Igual sonaba el río que corre en las afueras de su pueblo por entre
álamos y capulíes… ¿Por qué diablos vino a Lima? En busca de
porvenir, de un mejor porvenir que podría tener en su mediterránea
aldea de la serranía agreste, como lo hace la mayoría de la juventud
lugareña del Perú… Lima es la meca soñada por todos…
Ya la vida para él no tenía significado. No valía la pena. Debía
eliminarse. Pensó en el suicidio. Esa idea se fue haciendo su
obsesión… Allí estaban las ruedas de los carros o el mar… ¡El mar
con sus aguas azules! ¡Qué linda tumba para un vagabundo!… La
muerte… Y terminar, dejar de ser… Mejor era eso que estar
sufriendo y dando lástima.
Ya no se preocupaba por buscar trabajo. Comía las cáscaras frescas
de las frutas que encontraba en su recorrido, para aplacar un poco
siquiera ese terrible deseo de su estómago. Ese deseo que lleva a los
hombres hasta el crimen. ¡Hambre! ¡Pan!… ¡Sed! Al fin ésta la
calmaba en las fuentes de las plazuelas, bastándole para ello ponerse
en cuclillas y recibir el agua… Pero lo otro… Un día intentó asaltar en
una calle solitaria de Abajo el Puente a un niño que vendía frutas.
Era un niño y se contuvo, un niño serrano y pobre como él.
Aquella tarde se sentó bajo un árbol del Parque de los garifos. Con
cierto deleite miraba pasar los chirriantes tranvías uno tras otro. «Es
la única solución», se dijo. Su alma era un abismo de debilidad y de
sombras. De pronto, en el ramaje del árbol a cuyo tronco estaba
recostado, cantó un gorrión, cantó y cantó. El claro canto del pájaro
bajaba del árbol como un chorro de agua a la fuente seca, llena de
polvo, de su alma. José Vilca sonrió. Se levantó. Parecía mentira que
un gorrión estuviese cantando en una ciudad tan grande y cruel, tan
sorda al dolor humano. ¡No podía ser! Los pájaros, felices, inocentes,
sólo debían existir en los campos, en los pueblos, pensaba Vilca. Sin
embargo, allí estaba el gorrión cantando oculto en el ramaje. Una
sensación de frescura invadió, inundó su alma, su cuerpo. El canto
de ese gorrión era idéntico al de los gorriones de su tierra… de
aquellos que, cantando al amanecer en los nogales y chirimoyos de la
huerta de su casa, lo despertaban siempre. Vilca recordó, entonces,
su niñez, su hogar… los campos verdes… la vaca que ordeñaba por
las madrugadas, cuya leche espumosa y caliente le humedecía, al
derramarse, las manos… Un rayo de esperanza brilló en sus ojos. Se
dio cuenta de la hermosura del ambiente, de la alegría de los niños
que jugaban a su rededor, que los árboles del parque estaban
florecidos, cuyas flores lilas, caídas al viento, cubrían como una
maravillosa alfombra el verde césped…
Un sudor frío perló su frente. Nublóse su vista. Se sentó bajo el
mismo árbol y se quedó dormido… Al despertar, José Vilca era otro
hombre; con paso firme se metió en la urbe.
Francisco Izquierdo Ríos

ACTIVIDAD
Anotar unos 5 o 6 hechos de cada cuento, no copiarlo todo el
acontecimiento, sino, solamente escribirlos como títulos.

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