viento húmedo pegajoso que golpeó rápido y de una vez -y ya nunca me abandonaría- mi rostro tan pronto evacué la aeronave que me había dejado después de tantas horas al otro lado del orbe. Hasta entonces mi vida había transcurrido sin sobresaltos transitando los apacibles cauces en los que se instala el estudio tranquilo y la academia universitaria. Quería ser profesor, y ahora, después de una larga travesía aferrado a bibliotecas y al logro de las más recientes acreditaciones, lo había conseguido. Acababa de cumplir treinta años, y no paré ni un minuto siquiera en hacerme al terruño, pues ya mis esperanzas andaban bien maltrechas ante una realidad claustrofóbica. Pocas semanas hubieron de transcurrir desde la lectura satisfactoria de mi tesis doctoral, al calor húmedo del trópico. Pero ¿a qué se debe Camboya? Quiero creer que se debe al hecho de estar tan lejos de casa como para no confundir mis deseos con los de mi otra gente, cosa que en ese momento de mi vida me angustiaba, y también, por qué no decirlo, después de tantos años de deformación profesional había hecho mella en mi un interés por desentrañar el secreto que mantiene en una holgada riqueza a algunos países y en la misera a otros. Necesitaba romper definitivamente con las cuentas de esos que en la universidad solo me contaban cuentos; quería mirar por mí mismo lo que había estudiado por medio de otros. Así de persuadido me encontraba, que, sin embargo, no podía rechazar de mi mente si llegase estar a la altura para retorcer las razones más vanas y suplantarlas por otras más ventajosas acerca de la pobreza humana. ¿Habría de encontrar el arrojo para persuadirme a mí mismo de que las injusticias que nos sobresaltan son infundidas por la pobreza de espíritu antes que por una sucesión de eventos ajenos a mi propia fortuna? Aunque nunca fui consciente de ser el dueño de estas elucubraciones que pasaban por mi mente, lo cierto es que las hubiera suscrito con total rotundidad si alguien me las hubiera susurrado en ese instante. Fue abandonar la pista de aterrizaje cuando el caos y griterío se habían apoderado de la antesala del aeropuerto de una Phnom Penh que hace de ciudad-capital del antiguo reino Khmer. Algunos pocos extranjeros como yo hacían una fila recta en el lado contiguo al único salón para poder hacernos con el visado mientras que el resto de nacionales cargaban sus maletas a cuestas provistas de enseres que traían de la antigua Saigón, ciudad donde habíamos hecho una