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Erwin Panofsky. Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Ma-


drid, Alianza Editorial, 1975 (traducción María Luisa Balseiro).
Capítulo 1
«RENACIMIENTO»: ¿AUTODEFINICION O AUTOENGAÑO? [1952]
I
La erudición moderna viene mostrando un creciente escepticismo frente a la periodi-
zación, esto es, a la división de la historia en general, y de cada uno de los procesos
históricos en particular, en lo que el Oxford Dictionary define como «porciones distin-
guibles» 1.
De un lado están los que sostienen que «la naturaleza humana tiende a mantenerse
prácticamente invariada a lo largo del tiempo» 2, por lo que la búsqueda de diferencias
esenciales y definibles entre generaciones o grupos de generaciones sucesivos sería una
empresa vana por principio. De otro, los que opinan que la naturaleza humana está su-
jeta a una evolución tan irrefrenable, y al mismo tiempo tan individual, que ni se puede
ni se debe intentar reducir esas diferencias a un denominador común. Según esta acti-
tud, esas diferencias se originan «no en un espíritu colectivo de la época, sino más bien
en la solución que cada individuo aporta a los problemas...». «Eso que llamamos ‘pe-
ríodos’ no son más que los nombres de las innovaciones influyentes que constantemen-
te se han sucedido en la historia...», y, por tanto, sería más razonable bautizar a cada
período histórico con el nombre de un individuo («la época de Beethoven») que inten-
tar definirlo y caracterizarlo en términos generales 3.
El primer argumento, o argumento monista, podemos desecharlo por la sencilla ra-
zón de que, si fuera cierto, todo sería posible en todo lugar y en todo momento, con lo
cual la historia escrita («narración que constituye un registro metódico y continuo, por
orden cronológico, de los sucesos importantes») 4 sería imposible por definición. El se-
gundo argumento, o argumento atomista −porque reduce los «períodos» a los «nombres
de las innovaciones influyentes», y los «nombres de las innovaciones influyentes» a las
realizaciones de los «individuos»−, nos enfrenta al problema de cómo puede determinar
el historiador si se ha producido una innovación, en qué momento, y si es o no influ-
yente.
Toda innovación −«alteración de lo establecido» 5− presupone necesariamente la
existencia de algo establecido (tanto da que lo llamemos tradición, convencionalismo,
estilo o modo de pensar) como constante respecto de la cual la innovación aparece co-
mo variable. Para dilucidar si la «solución de un individuo» representa o no una «inno-
vación», tenemos que aceptar la existencia de esa constante e intentar definir su direc-
ción. Para dilucidar si la innovación es o no «influyente», tenemos que tratar de averi-
1
The Oxford Dictionary, en el artículo innovation.
2
L. Thorndike, «Renaissance or Prenaissance», Journal of the History of Ideas, IV, 1943, pág. 65 ss.,
en particular pág. 74.
3
G. Boas, «Historical Periods», Journal of Aesthetics and Art Criticism, XI, 1953, pág. 248 ss., en par-
ticular págs. 253-254. Las palabras que al citar he sustituido por puntos suspensivos son, en la primera
frase, «estéticos»; en la segunda, «del arte». Ambas omisiones parecen estar justificadas porque el artícu-
lo, aunque principalmente dirigido a los estudiosos del arte y de la estética, trata del método histórico en
general. Un estudio muy instructivo de los extraordinariamente numerosos sistemas de periodización que
se han propuesto a lo largo de los siglos se encontrará en J. N. J. van der Pot, De Periodisering der ges-
chiedenis; Een Overzicht der theorieën, La Haya, 1951.
4
The Oxford Dictionary, en el artículo history.
5
Ibídem, en el artículo innovation.
2

guar si la dirección de la constante ha cambiado o no por efecto de la variable. Y la


dificultad reside en que tanto la dirección original de la constante como su ulterior des-
vío por una innovación −fácil de detectar siempre y cuando el objeto de nuestro estudio
no se extienda más allá de donde, como diría Aristóteles, «alcance la voz de un prego-
nero»− pueden desenvolverse dentro de un ámbito territorial y cronológico únicamente
limitado por la perceptibilidad de la interacción cultural (de manera que una historia de
Europa en la época de Luis XIV incluiría legítimamente lo que sucedía en América «al
mismo tiempo»; no así una historia de Europa en la época de las Cruzadas).
Si lo que nos ocupa es la historia de la imprenta en Augsburgo en tiempos del empe-
rador Maximiliano, no tendremos reparo en afirmar que la invención de la viñeta movi-
ble es una «innovación influyente» atribuible a Jost de Negker −si bien hasta un aserto
tan específico como éste presupone una mínima investigación acerca del estado de la
imprenta en Augsburgo antes y después de que Jost de Negker entrara en escena. Y si
lo que nos ocupa es la historia de la música alemana entre aproximadamente 1800 y
1830, podemos con todo derecho designar ese período como «la época de Beethoven» 6;
pero para justificar tal decisión tendremos que demostrar que no sólo las obras de
Haydn, Mozart y Gluck, sino también las de muchos otros compositores alemanes hoy
casi olvidados ostentan tantos rasgos significativos comunes que cabe considerarlas
manifestaciones de un mismo «estilo establecido»; que Beethoven introdujo ciertos
rasgos significativos que no estaban presentes en ese estilo establecido, y que precisa-
mente esas innovaciones fueron las emuladas por la mayoría de los compositores que
tuvieron ocasión de familiarizarse con las obras de Beethoven.
Pero si nuestro tema es la historia de la pintura italiana durante el primer cuarto del
siglo XVI, nos será muy difícil designar ese período con nombres propios. Aun limi-
tándonos a los tres grandes centros de Florencia, Roma y Venecia, veríamos a Leonar-
do da Vinci, Rafael, Miguel Angel, Giorgione y Ticiano reclamar legítimamente para sí
la consideración de epónimos, y tendríamos que contrastarlos con tantos predecesores y
seguidores −y señalar, además, tantas características en las que los innovadores difie-
ren de los predecesores y coinciden, en cambio, con los seguidores−, que podría pare-
cernos más conveniente (y más apropiado, dada la existencia de figuras marginales pe-
ro tan indispensables como Andrea del Sarto, Rosso Fiorentino, Pontormo, Sebastiano
del Piombo, Dosso Dossi o Correggio) recurrir a términos genéricos y distinguir entre
una fase de «Renacimiento Temprano» y otra de «Alto Renacimiento» en la pintura
italiana. Y si nuestro tema es la historia del arte (o de la literatura, la música o la reli-
gión) de Europa Occidental en conjunto, no podremos por menos de ensanchar −o, me-
jor dicho, alargar− esos términos genéricos en nociones tales como «micénico», «hele-
nístico», «carolingio», «gótico», y, a fin de cuentas, en «clásico», «medieval», «rena-
centista» y «moderno».
Huelga decir que estos «megaperíodos» −como podemos llamarlos para distinguirlos
de los otros más cortos− no deben ser erigidos en «principios explicativos» 7, ni menos

6
Boas, op. cit., pág. 254.
7
Ibídem, en especial pág. 248 s. Sobre este punto estoy totalmente de acuerdo con el profesor Boas: él
ha señalado con ingenio y razón que explicar lo sucedido en los períodos colonial o revolucionario de la
historia americana en virtud de un «espíritu» colonial o revolucionario equivaldría a afirmar que la con-
ducta de una persona dada durante su infancia, juventud y madurez se explica por el hecho de que «un
espíritu» de la infancia, juventud y madurez «se encarna» en las diversas fases de su actividad. Hay, sin
embargo, una diferencia entre la afirmación «los gatos se distinguen de los perros por encarnar el espíritu
de la gatidad y no el de la perridad» y la afirmación «los gatos se distinguen de los perros por una serie
de características (tales como la posesión de uñas retráctiles y sólo cuatro molares superiores y tres infe-
riores, la incapacidad de nadar, la tendencia a formar relaciones estables con los lugares más que con las
3

aún hipostasiados en entidades cuasimetafísicas. Su caracterización habrá de ser cuida-


dosamente delimitada según su tiempo y lugar, y continuamente redefinida a medida
que progresen nuestros conocimientos. Es probable que no lleguemos nunca a ponernos
de acuerdo −y en muchos casos no deberíamos intentarlo siquiera− acerca de dónde y
cuándo acabó exactamente un «megaperíodo» para dar paso al siguiente. En la historia,
como en la física, el tiempo es función del espacio 8, y la definición misma de período
como fase marcada por un «cambio de dirección» implica a la vez continuidad y diso-
ciación. Por otra parte, no debemos olvidar que ese cambio de dirección puede ser mo-
tivado no sólo por el impacto de un único hallazgo revolucionario capaz de transformar
determinados aspectos de la cultura tan repentina y completamente como lo hicieron,
por ejemplo, el sistema copernicano en astronomía o la teoría de la relatividad en físi-
ca, sino también por el efecto cumulativo y, por tanto, gradual de una serie de modifi-
caciones tan numerosas y relativamente modestas, pero influyentes, como las que de-
terminaron, por ejemplo, la evolución de la catedral gótica de Saint-Denis y Sens a
Amiens. Hasta es posible que se produzca un cambio de dirección como resultado de
innovaciones de orden más negativo que positivo: lo mismo que un número de personas
cada vez mayor acepta y desarrolla una idea o un ingenio antes desconocidos, así tam-
bién puede ocurrir que un número de personas cada vez mayor deje de desarrollar y
acabe por relegar al olvido una idea o un ingenio antes familiares. De ello podrían ser
ejemplo la desaparición gradual de la lengua griega, el drama y la representación del
espacio en perspectiva del mundo occidental tras la caída del imperio romano, la desa-
parición gradual de la figura del demonio del arte de los siglos XVII y XVIII o la desa-
parición gradual del grabado al buril del arte del siglo XIX.
Todo lo dicho no obsta para afirmar que cada período −tanto si se trata de un «me-
gaperíodo» como de uno de los más cortos− posee una «fisonomía» propia no menos
definida, aunque no menos difícil de describir satisfactoriamente, que la de un ser hu-
mano. Puede darse un legítimo desacuerdo respecto a cuándo comienza la existencia de
un ser humano (¿en el momento de la concepción?, ¿con el primer latido cardíaco?,
¿con el corte del cordón umbilical?); cuándo finaliza (¿con el último aliento?, ¿con el
último pulso?, ¿con la cesación del metabolismo?, ¿con la descomposición total del
cuerpo?); cuándo pasa de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la edad
adulta, de la edad adulta a la ancianidad; cuántas de sus características debe a su padre,
a su madre, a sus abuelos o a cualquiera de sus antepasados. Y, sin embargo, al encon-
trarle en un momento dado dentro de un grupo dado, nada nos impedirá distinguirle de
sus compañeros; catalogarle como joven, o viejo, o de mediana edad, alto o bajo, inte-

personas) que, tomadas en conjunto, describen el género Felis y no el género Canis». Si alguien, por
conveniencia, decide designar la suma total de esas características con los nombres de «gatidad» y «pe-
rridad», hará violencia al idioma, pero no al método.
8
Sobre el mundo de la historia como «estructura espaciotemporal», en la que los sistemas cronológicos
sólo son válidos dentro del marco de un territorio dado (tomando, empero, ese «territorio» como ambien-
te cultural específico más que como área geográfica definible en términos de latitud y longitud), y en la
que las relaciones temporales observables entre dos o más fenómenos existen sólo en la medida en que se
pueda demostrar la realidad de una interrelación cultural entre esos fenómenos, véase E. Panofsky, «Ue-
ber die Reihenfolge der vier Meister von Reims» (Apéndice), Jahrbuch für Kunstwissenschaft, II, 1927,
pág. 77 ss.; ídem, «The History of Art as a Humanistic Discipline», en The Meaning of the Humanities,
ed. por T. M. Greene, Princeton, 1940, pág. 89 ss., en particular pág. 97 s. (reproducido en Meaning in
the Visual Arts, Nueva York, 1955, pág. 1 ss., en particular pág. 7 s. [ed. cast.: El significado en las artes
visuales, Buenos Aires, 1970, pág. 15 ss., en particular página 19 ss.]).
4

ligente o tonto, alegre o taciturno, y, en fin, formarnos una impresión de su personali-


dad total e irrepetible 9.
II
El objetivo principal de los ataques de aquellos a quienes, por devolverles el cum-
plido, podríamos llamar los «desperiodizadores», es el Renacimiento, que en inglés y
en las lenguas germánicas lleva el nombre francés de Renaissance, porque fue en Fran-
cia donde el significado de ese vocablo pasó de lo limitado pero inconcreto (renovación
de algo en cualquier momento dado) a lo concreto pero global (renovación de todo en
el período particular al que se consideraba introductor de la Edad Moderna) 10.
Todavía en 1933 encontramos este período confiadamente definido como «la gran
renovación de las artes y las letras que, bajo la influencia de modelos clásicos, se inició
en Italia en el siglo XIV, para proseguir durante los siglos XV y XVI» 11. Pero no cabe
duda de que semejante definición es sumamente vulnerable a lo que podríamos deno-
minar «objeción de la vaguedad» («los historiadores no se han puesto de acuerdo sobre
cuál sea su carácter esencial, ni sobre cuándo empezó a manifestarse y cuándo finali-
zó») 12; y durante los últimos cuarenta o cincuenta años el «problema del Renacimien-
to» ha llegado a ser uno de los temas más acaloradamente discutidos en la historiogra-
fía moderna 13.

9
Los párrafos que anteceden fueron escritos antes de aparecer la valiosa obra de P. O. Kristeller, The
Classics and Renaissance Though, publicada para Oberlin College por la Harvard University Press,
Cambridge, Mass., 1955. Me complace observar que la visión general del Renacimiento que Kristeller
expone en la pág. 3 s. de su libro coincide con la mía no sólo en lo que respecta a los límites cronológicos
del período, sino también en la opinión de «que el llamado período renacentista tiene una fisonomía pro-
pia y distintiva, y que la incapacidad de los historiadores a la hora de dar una definición sencilla y satis-
factoria de él no nos autoriza a dudar de su existencia: si lo hiciéramos, y en la misma medida, tendría-
mos que poner en duda la existencia de la Edad Media o del siglo XVIII». Véase también más adelante,
pág. 39.
10
Según Huizinga («Das Problem der Renaissance», Wege der Kulturgeschichte, Munich, 1930, pág. 89
ss., en particular pág. 101), la palabra «Renaissance» tomada en este sentido específico pero global pare-
ce darse por primera vez en Balzac, Le Bal de Sceau (1829), donde sirve para caracterizar la con-
versación de una contessina deliciosamente malcriada de diecinueve años: «Elle raisonnait facilement sur
la peinture italienne ou flamande, sur le moyen-âge ou la renaissance.» Parece, pues, que el término esta-
ba ya en uso en los círculos intelectuales y la sociedad galante de París unos veinticinco años antes de ser
consagrado, por así decirlo, por La Renaissance de Jules Michelet en 1855, y unos treinta años antes de
aparecer en el título de la obra de Jacob Burckhardt Die Kultur der Renaissance in Italien, de 1860.
11
The Oxford Dictionary, en el artículo Renaissance. Según esta fuente, la expresión «the period of the
Renaissance» (el período del Renacimiento) aparece en Ford, Handbook of Spain, 1845, y la expresión
«the Renaissance period» (el período renacentista) en Ruskin, The Stones of Venice, 1851. Pero, sólo
cinco años antes de Ford, a Trollope todavía le parecía necesario añadir una explicación un tanto apolo-
gética: «el estilo del renacimiento, como los franceses gustan de llamarlo» (Summer in Brittany, 1840).
12
Boas, op. cit., pág. 249.
13
Ni siquiera limitándonos a los estudios más recientes y generales sería posible dar aquí una idea
aproximada de la bibliografía existente en torno al problema del Renacimiento. Por ahora bastará con que
señalemos, además del admirable artículo de Huizinga antes citado, los siguientes libros y artículos, en
los que se hallarán otras indicaciones bibliográficas: W. K. Ferguson, The Renaissance in Historical
Thought; Five Centuries of Interpretation, Cambridge (Mass.), 1948 (cf. ídem, «The Interpretation of the
Renaissance, Suggestions for a Synthesís», Journal of the History of Ideas, XII, 1951, pág. 483 ss.); H.
Baeyens, Begrip en probleem van de Renaissance; Bijdrage tot de geschiedenis van hun onstaan en tot
hun kunsthistorische omschrijving, Lovaina, 1952 (cf. la interesante recensión de H. Baron en Historis-
che Zeitschrift, CLXXXII, 1956, pág. 115 ss.); «Symposium ‘Tradition and Innovation in Fifteenth-
Century Italy’», Journal of the History of Ideas, IV, 1943, págs. 1-74 (con trabajos de H. Baron, D. B.
5

Ya no es preciso que nos detengamos en lo que se podría llamar «romanticismo del


Renacimiento a la inversa»: esa reacción del siglo XX contra la exaltación del período
renacentista que, basándose en prejuicios de índole nacionalista o religiosa, deploraba
la intrusión de la Diesseitigkeit mediterránea en el trascendentalismo «nórdico» o cris-
tiano, de manera muy semejante a como los humanistas de antaño habían deplorado la
supresión de la cultura grecorromana a manos de la intolerancia eclesiástica o de la
barbarie «gótica», y que en ocasiones hizo extensiva su hostilidad a la misma Antigüe-
dad clásica 14. Ni perderemos el tiempo en refutar esas ridículas teorías raciales que ce-
lebran las obras de Dante, Rafael y Miguel Angel como otros tantos triunfos de la es-
tirpe y el espíritu germanos 15. Nos bastará con reconocer el hecho, establecido por mu-
chas décadas de seria y fructífera investigación, de que el Renacimiento se mantuvo
unido a la Edad Media por mil lazos; de que la herencia de la Antigüedad clásica, por

Durand, E. Cassirer, P. O. Kristeller, L. Thorndike, etc.); A. Renaudet, «Autour d'une Définition de l'hu-
manisme» Bibliothéque d’Humanisme et Renaissance, VI, 1945, pág. 7 ss.; The Renaissance; A Sympo-
sium, February 8-10, 1952, The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 1952 (con trabajos de R. H.
Bainton, L. Bradner. W. K. Ferguson, R. S. López, E. Panofsky, G. Sarton); M. de Filippis, «The Renais-
sance Problem Again», Italica, XX, 1943, pág. 65 ss.; K. M. Setton, «Some Recent Views of the Italian
Renaissance», Canadian Historical Association, Report of Annual Meeting, Toronto, 1947, pág. 5 ss.; H.
S. Lucas, «The Renaissance, A Review of Some Views», Catholic Historical Review, XXXV, 1950, pág.
377 ss.; «Symposium ‘Ursprünge und Anfánge der Renaissance’», Kunstchronik, VII, págs. 113-147; E.
Garm, Medioevo e rinascimento, Bari, 1954, en especial páginas 91-107; P. Renucci, L’Aventure de
l’humanisme européen au Moyen-Age (IVe-XIVe siécle), París, 1953 (con una útil bibliografía en las
páginas 197-231 }. Los estudios, sumamente importantes, de P. O. Kristeller sobre el problema del Re-
nacimiento, publicados de 1936 a 1950 y recientemente reunidos bajo el título de Studies in Kenaissance
Thought and Letters, me llegaron demasiado tarde para referirme a ellos en lo que sigue; pero este nuevo
volumen merece ser mencionado no sólo por su valor intrínseco sino también por la excelente bibliogra-
fía que figura en las págs. 591-628. Tampoco he podido tener en cuenta el libro de B. L. Ullman, Studies
in the Italian Renaissance, Roma, 1955, cuyo primer capítulo trata del «Renacimíento, el término y el
concepto subyacente». Véanse más indicaciones bibliográficas en la nota siguiente y en la página 41,
nota 25.
14
Sobre el punto de vista nacionalista en el «romanticismo del Renacimiento a la inversa», véanse, por
ejemplo, J. Nordström, Moyen-Age et Renaissance, París, 1933; C. Neumann, «Ende des Mittelalters?
Die Legende der Ablösung des Mittelalters durch die Renaissance», Deutsche Vierteljahrsschrift für
Literaturwissenschaft und Geistesgeschichte, XII, 1934, pág. 124 ss.; W. Worringer, Abstraktion und
Einfühlung, Munich, 1908; ídem, Formprobleme der Gotik, Munich, 1910 (sus opiniones y otras simila-
res se encuentran en Ferguson, The Renaissance). Como curiosidad típica cabe añadir la obra de K.
Scheffler Der Geist der Gotik, Leipzig, 1925, donde, con el criterio de «por sus frutos los conoceréis», se
hace a San Pedro de Roma y, en última instancia, al Panteón responsables del neo-Renacimiento de las
épocas victoriana, eduardiana y wilhelminiana (sin por ello culpar a las catedrales de Speyer o Reims de
los resultados del neo-gótico y neo-románico contemporáneos). Sobre el punto de vista neocatólico (asi-
mismo estudiado por Ferguson), véanse, por ejemplo, J. Maritain, Religion and Culture, Essays in Order,
Londres, 1931, núm. 1, e ídem, True Humanism, Nueva York, 1938; C. Dawson, Christianity and the
New Age, Essays in Order, Londres, 1931, núm. 3. Hasta un erudito a quien las humanidades deben tan
honda gratitud como E. Gilson se acerca peligrosamente a la postura esencialmente antihistórica de Mari-
tain al escribir: «La différence entre la Renaissance et le moyen âge n’est pas une différence par excès,
mais par défaut. La Renaissance, telle qu’on nous la décrit, n’est pas le moyen âge plus l’homme, mais le
moyen âge moins Dieu, et la tragédie, c'est qu’en perdant Dieu la Renaissance allait perdre l'homme lui-
même.» (Les Idées et les lettres, París, 1932, pág. 192.) Sobre el denominador común de las objeciones
católicas y protestantes al Renacimiento, véase H. Weisinger, «The Attack on the Renaissance in Theo-
logy Today», Studies in the Renaissance (Publications of the Renaissance Society of America), II, 1955,
pág. 176 ss.
15
Sobre representantes de esta tendencia (en particular H. S. Chamberlain y L. Woltmann), véase Fer-
guson, The Renaissance, págs. 323 ss.
6

muy tenues que fueran a veces los hilos de la tradición, no llegó nunca a perderse de
manera irrecuperable, y de que hubo algunos vigorosos movimientos renovadores de
tono menor antes de la «gran renovación» que culminaría en la época de los Médicis.
Se ha puesto en tela de juicio el que el papel de Italia en esta «gran renovación» fuera
de hecho tan importante como afirmaron los propios italianos, y se ha subrayado y ana-
lizado la aportación del Norte no sólo en lo tocante a la pintura y la escultura, sino
también a la música y a la poesía. Se ha especulado sobre si el Renacimiento incluye o
no el siglo XIV en Italia y el XV en los países septentrionales, y sobre si en el siglo
XVII ha de verse su prolongación o más bien (como yo me inclino a creer) el comienzo
de una nueva y cuarta Edad de la historia.
Últimamente, empero, el debate ha tomado un giro distinto. Hay una tendencia cre-
ciente, más que a revisar, a suprimir el concepto de Renacimiento: a negar no solamen-
te su unicidad, sino hasta su existencia misma. «Cualesquiera reservas que un estudio
más amplio nos obligase a aceptar», leemos en el contexto de una argumentación exce-
lente, sólo viciada por el supuesto tácito de que «lo medieval» y «lo cristiano» sean
necesariamente una misma cosa, «no alterarían la conclusión básica de que el huma-
nismo clásico fue fundamentalmente medieval y fundamentalmente cristiano» 16. «Este
período [el Renacimiento] no es otra cosa que el ejemplo más famoso y espectacular de
un renacer de la cultura que coincide y se desarrolla paralelamente a una renovación de
la cultura clásica; pero hoy día ya no es necesario demostrar la existencia de una cons-
tante tendencia renovadora a lo largo de los últimos milenios de la civilización occi-
dental» 17. «Hemos de admitir que el gran Renacimiento no fue tan único ni tan decisivo
como se ha venido creyendo; que el contraste de culturas no hubo de ser forzosamente
tan acusado como les parecía a los humanistas y a sus seguidores modernos, mientras
que dentro de la Edad Media se dieron algunos movimientos de renovación in-
telectual... que participan del mismo carácter que el movimiento, mejor conocido, del
siglo XV» 18. Y, por último: «No existe ninguna línea divisoria entre una cultura ‘me-
dieval’ y otra ‘renacentista’» 19.
Se nos plantean, pues, dos interrogantes preliminares, que habremos de con-
testar antes de abordar siquiera los relativos al «dónde», «cuándo» y «cómo».
Primero: ¿hubo realmente un Renacimiento que iniciado en Italia en la primera
mitad del siglo XIV, extendió sus tendencias clasicistas a las artes visuales du-
rante el XV, y a partir de entonces dejó marcada su huella sobre todas las activi-
dades culturales del resto de Europa? Segundo: caso de demostrarse la existencia
de tal Renacimiento, ¿en qué se diferenciaría de esas oleadas de renovación que,
según hemos admitido, se registraron durante la «Edad Media»? ¿Todos estos
movimientos de renovación difieren entre sí sólo en su escala, o también en su

16
D. Bush, The Renaissance and English Humanism, Toronto, 1939, pág. 68.
17
W. Jäger, Humanism and Theology (The Aquinas Lecture, 1943), Milwaukee, 1943, pág. 23. A pesar
de su énfasis en el «no es otra cosa», el autor es demasiado buen historiador para pasar por alto el hecho
de que el «movimiento rítmico de la historia intelectual de Europa» (pág. 25) que produjo una serie de
renovaciones de lo clásico a lo largo de la era posclásica no excluye una diferencia de principio entre, por
ejemplo, la philosophia Christi de Erasmo −o la theologia Platonica de Ficino− y la sacra doctrina de
Tomás de Aquino, aun admitiendo que los humanistas del siglo XIII «se asombrarían de ver lo ‘medieva-
les’ que hoy día nos parecen».
18
C. H. Haskins, The Renaissance of the Twelfth Century, Cambridge (Mass.), 1927, pág. 5. Una radi-
calización de la postura de Haskins hasta el punto de considerar solo y único renacimiento al «Renaci-
miento del siglo XIII» puede verse en J. Boulenger, «Le vrai Siècle de la Renaissance», Humanisme et
Renaissance, I, 1934, pág. 9 ss.
19
Thorndike, op. cit., pág. 70.
7

estructura? En otras palabras, ¿es todavía permisible aislar el Renacimiento con


mayúscula como fenómeno único, respecto del cual los diversos movimientos de
renovación medievales representarían otros tantos «renacimientos» con minúscu-
la?
III
Es curioso que incluso aquellos que se niegan a reconocer el Renacimiento como pe-
ríodo sui generis y sui iuris tiendan a aceptarlo como tal cada vez que surge la ocasión
de menospreciarlo (del mismo modo que un gobierno puede vilipendiar o amenazar a
un régimen que se ha negado a reconocer): «La Edad Media gustaba de la variedad; el
Renacimiento, de la uniformidad» 20.
Al ensalzar lo que admiran a expensas de lo que han demostrado que no existe, los
autores de afirmaciones como la citada rinden tributo inadvertidamente al período
mismo cuya historicidad rechazan, y a los mismos humanistas cuyas pretensiones «des-
concertantes e inoportunas» 21 se esfuerzan en refutar. Al obligar a que los medievalis-
tas negadores del Renacimiento, igual que todos nosotros, hablen de y piensen en «su»
período como «Edad Media», podemos decir que el Renacimiento se ha tomado la re-
vancha: sólo admitiendo la existencia de un hiato entre un pasado supuestamente sepul-
tado y un presente supuestamente autor de la exhumación de ese pasado, pudieron acu-
ñarse expresiones tales como media aetas o medium aevum 22. Y no contento con definir
y dar nombre a lo que creía haber dejado atrás, ese presente confirió estilo y título, por
así decirlo, no sólo a lo que afirmaba haber creado (renaissance en el francés de Pierre
Belon, rinascita en el italiano de Vasari, Wiedererwachsung en el alemán de Durero) 23,
sino también, y ello quizá nos resulte aún más sorprendente, a lo que afirmaba haber
resucitado; el mundo antiguo, que hasta entonces jamás −que yo sepa− recibiera una
designación global, vino a ser conocido con los nombres de antiquitas, sancta vetustas,
sacra vettstas e incluso sacrosancta vetustas 24.

20
Ibídem, pág. 71.
21
J. Ong, «Renaissance Ideas and the American Catholic Mind», Thought, XXIX, 1954, pág. 327 ss.; la
frase citada figura en la pág. 329.
22
Sobre los primeros casos de empleo de las expresiones media tempora, media tempestas, media aetas
y, finalmente, medium aevum (hacia mediados del siglo XV), véase G. S. Gordon, Medium Aevum and
the Middle Ages (Society for Pure English, Tract No. XIX), Oxford, 1925; y, sobre todo, P. Lehmann,
«Mittelalter und Küchenlatein», Historische Zeitschrift, CXXXVII, 1928, página 197 ss.
23
Véase más adelante, págs. 51, 68-69.
24
En conexión con antiquitas en este sentido concreto, véanse en especial las inscripciones dejadas en
las catacumbas de Roma por la «Sodalitas litteratorum sancti Victoris et sociorum» bajo Sixto IV:
VNANIMES ANTIQVITATIS AMATORES y VNANIMES PERSCRVTATORES ANTIQVITATIS
(mencionadas en L. Pastor, The History of the Popes from the Close of the Middle Ages, IV, ed. por F. A.
Antrobus, Londres, 1910, pág. 63 s., e instructivamente comentadas en W. S. Heckscher, Sixtus IIII
Aeneas insignes statuas romano populo restituendas censuit [discurso inaugural pronunciado en la Uni-
versidad de Utrecht], La Haya, 1955, pág. 24 s.; cf. también M. F. Ferrarini, Antiquitatis sacrarium,
Reggio Emilia, Bib. Com., MS. Regg. C398 (D. Fava, Tesori delle Biblioteche d'Italia, Emilia-Romagna,
Milán, 1932, pág. 380). En relación con sancta vetustas, véase, p. ej., la carta de Fra Giocondo a Lorenzo
de Médicis, citada p. ej. en E. Garin, Il Rinascimento italiano, Milán, 1941, página 51 ss. En relación con
sacrosancta vetustas, véase, p. ej., el título de la conocida obra de Petrus Apianus, Inscriptiones sacro-
sanctae vetustatis, Ingolstadt, 1534. Cinco años antes Gerard Geldenhauer de Nimega, biógrafo de Felipe
de Borgoña, obispo de Utrecht, calificaba de «sagradas» a las propias reliquias de la Antigüedad clásica:
«Nihil magis eum [Felipe de Borgoña] Romae delectabat, quam sacra illa vetustatis monumenta, quae
per clarissimum pictorem Ioanem Gossardum Malbodium depingenda sibi curavit» (Gerardus Novioma-
8

Este memorable proceso de autorrealización y toma de conciencia ha sido ya descri-


to tan a menudo y tan bien, que la tarea de resumirlo una vez más parecería superflua,
si no fuera porque el tema toca de cerca al historiador del arte, a quien van dirigidas
estas notas. Es, en efecto, en el Renacimiento donde el historiador del arte encuentra a
sus precursores, los humanistas interesados por el arte y los artistas interesados por las
humanidades de los siglos XIV, XV y XVI; precursores que desempeñaron un impor-
tante papel en la formación del concepto mismo del Renacimiento. La trascendencia y
naturaleza específicas de su aportación merecen ser brevemente reconsideradas 25.
Todos sabemos, y así lo reconocieron sus propios contemporáneos, que la idea bási-
ca de una «renovación bajo la influencia de modelos clásicos» fue concebida y formu-
lada por Petrarca. Conmovido «más de lo que pueda expresarse con palabras» por la
contemplación de las ruinas de Roma, y dolorosamente consciente del contraste entre
un pasado de cuya magnificencia daban aún testimonio los vestigios de su arte y litera-
tura y el recuerdo vivo de sus instituciones, y un presente «deplorable» que le colmaba
de dolor, indignación y desprecio, Petrarca elaboró una original teoría de la historia. Si
todos los pensadores cristianos anteriores habían visto en ella un desarrollo continuo
desde la creación del mundo hasta el momento presente, él la vio netamente escindida
en dos períodos, el clásico y el «reciente», abarcando el primero las historiae antiquae,
y el segundo, las historiae novae. Y allí donde sus precursores habían entendido ese

gus, Vita clarissimi principis Philippi a Burgundia, Estrasburgo, 1529, texto frecuentemente citado en
los estudios sobre Jan Gossaert, p. ej., en E. W. Weisz, Jan Gossart gen. Mabuse, Parchim, 1913, pág. 4).
25
También en este caso hemos de contentarnos con dar una breve selección (aparte de los títulos ya
mencionados en las págs. 36-37, nota 13): L. Varga, Das Schlagwort vom finsteren Mittelalter, Viena y
Leipzig, 1932; G. Falco, La Polemica sul Medio Evo, I, Turín, 1933; G. Toffanin, Storia dell’umanesimo
2ª ed., Nápoles, 1952; F. Simone, «La Coscienza della Rinascíta negli umanisti», La Rinascita, II, 1939,
pág. 838 ss. (de aquí en adelante, «Simone I»); III, 1940, pág. 163 ss. (de aquí en adelante, «Simone II»);
ídem, «La Coscienza della Rinascita negli scrittori francesi della prima metá del Cinquecento», La
Rinascita, VI, 1943, pág. 143 ss. (de aquí en adelante, «Simone III»); W. K. Ferguson, «Humanist Views
of the Renaissanceo, American Historical Review, XLV, 1939, pág. 5 ss.; T. E. Mommsen, «Petrarch's
Concept of the Dark Ages», Speculum, XVII, 1942, pág. 226 ss.; H. Weisinger, «The Self-Awareness of
the Renaissance as a Criterion of the Renaissance», Papers of the Michigan Academy of Science, Arts
and Literature, XIX, 1944, pág. 661 ss.; ídem, «The Renaissance Theory of the Reaction against the
Middle Ages as a Cause of the Renaissance», Speculum, XX, 1945, pág. 461 ss.; ídem, «Ideas of History
during the Renaissance», Journal of the History of Ideas, VI, 1945, página 415 ss.; ídem, «Renaissance
Theories of the Revival of the Fine Arts» Italica, XX, 1943, pág. 163 ss.
Sobre el tema de este último artículo véanse, en particular, los estudios todavía fundamentales de Julius
von Schlosser: «Lorenzo Ghibertis Denkwürdigkeiten, Prolegomena zu einer künftigen Ausgabe», Jahr-
buch der K. K. Zentralkommission für Kunst- und historische Denkmalpflege, IV, 1910, en especial las
págs. 1-7 ss. (publicado también en forma de libro, Viena, 1910); ídem, Lorenzo Ghibertis
Denkwürdigkeiten, Berlín, 1912; ídem, Die Kunstliteratur, Viena, 1924 (traducción italiana revisada, La
Letteratura artistica, Florencia, 1935), págs. 83-183; ídem, «Zur Geschichte der Kunsthistoriographie;
Gotik», Präludien, Berlín, 1927, pág. 270 ss. También: R. Krautheimer, «Die Anfänge der
Kunstgeschichtsschreibung in Italien», Repertorium für Kunstwissenschaft, L, 1929, pág. 49 ss.; A.
Haseloff, «Begriff und Wesen der Renaissancekunst», Mitteilungen des kunsthistorischen Institutes in
Florenz, II, 1931, pág. 373 y siguientes; R. Kaufmann, Der Renaissancebegriff in der deutschert Kunst-
geschichtsschreibung, Wínterthur, 1932; H. Kauffmann, «Ueber ‘rinascere’, ‘Rinascita’, und einige
Stilmerkmale der Quattrocentobaukunst», Concordia Decennalis, Deutsche Italien forschungen, Colonia;
1941, pág. 123 ss.; W. Paatz, «Renaissance oder Renovatio», Beitrüge zur Kunst des Mittelalters
(Vorträge der ersten deutschen Kunsthistorikertagung auf Schloss Brühl, 1948), Berlín, 1950, pág. 16
ss.; ídem, Die Kunst der Renaissance in Italien, Stuttgart, 1953, págs. 11-20; E. van den Grinten, Inquir-
ies into the History of Art-Historical Writing, Venlo, s. f. [1953], págs. 18-39; A. Chastel, Marsile Ficin
et l'art, Ginebra y Lille, 1954, en especial la pág. 180 ss.
9

desarrollo continuo como un progreso ininterrumpido desde las tinieblas paganas hasta
la luz de Cristo (ya se considerase que su nacimiento había iniciado la última de las
«Cuatro Monarquías» de Daniel, o la última de las «Seis Edades» correspondientes a
los seis días de la Creación, o la última de las «Tres Eras»: la primera, anterior a la
Ley; la segunda, bajo la Ley, y la tercera, bajo la Gracia), Petrarca interpretó el período
en el que «el nombre de Cristo empezó a ser venerado en Roma y adorado por los em-
peradores romanos» como el principio de una edad «oscura» de decadencia y tinieblas,
y el período precedente −para él, simplemente la época de la Roma monárquica, repu-
blicana e imperial como una edad de esplendor y luz. El, en su opinión, había nacido
demasiado pronto para ver el nuevo día que despuntaba ya en el horizonte; «a ti, en
cambio», escribe en su famoso poema Africa, compuesto en 1338, un año después de su
primera visita a Roma: «a ti, sí −como espera y desea mi alma− me sobrevives muchos
años, te aguardan quizá tiempos mejores; este sopor de olvido no ha de durar eterna-
mente. Disipadas las tinieblas, nuestros nietos caminarán de nuevo en la pura claridad
del pasado» 26.
Petrarca era demasiado buen cristiano para no darse cuenta, al menos en ciertos mo-
mentos, de que su concepción de la Antigüedad clásica como una edad de «pura clari-
dad», y de la era siguiente a la conversión de Constantino como una edad de tenebrosa
ignorancia, equivalía a una inversión completa de los valores establecidos. Pero tam-
bién estaba demasiado convencido de que «la historia no era otra cosa que alabanza de
Roma» para renunciar a su visión. Y al transferir al estado de la cultura intelectual pre-
cisamente aquellos términos que los teólogos, los Padres de la Iglesia e incluso la Sa-
grada Escritura aplicaran al estado del alma (lux y sol frente a nox y tenebrae, «vigilia»
frente a «sopor», «visión» frente a «ceguera»), y sostener que los romanos paganos
habían vivido en la luz en tanto que los cristianos caminaban en la oscuridad, revolu-
cionó la interpretación de la historia tan radicalmente como Copérnico, doscientos años
más tarde, había de revolucionar la interpretación del universo físico.
Petrarca veía la cultura en general, y la cultura clásica en particular, con ojos de pa-
triota, erudito y poeta. Ni siquiera las ruinas de Roma lograron evocar en él lo que hoy
llamaríamos una respuesta «estética». A pesar de su admiración personal hacia los
grandes pintores de su tiempo, podemos decir sin temor a pecar de injusticia que ima-
ginaba la nueva era de sus esperanzas fundamentalmente en términos de regeneración
política y, sobre todo, de «una depuración de la dicción y gramática latinas, restaura-
ción del griego y vuelta desde los compiladores, comentaristas y autores originales de
la Edad Media a los textos clásicos antiguos» 27.
Esta estrecha definición del Renacimiento no prevalecería, sin embargo, entre los
herederos y sucesores de Petrarca. Ya en 1500 el concepto de la gran renovación había
llegado a abarcar casi todos los ámbitos del quehacer cultural; y esa extensión de su
significado se inició, a la vista del mismo Petrarca, con la inclusión de las artes visua-
les, y en primer lugar de la pintura.

26
Petrarca, Africa, IX, línea 453 ss., reproducido en el artículo de Mommsen «Petrarch's Concept of the
Dark Ages», en el que se basa nuestro estudio de Petrarca, pág. 240:
At tibi fortassis, si -quod mens sperat et optat
Es post me victura diu, meliora supersunt
Secula: non omnes veniet Letheus in annos
Iste sopor! Poterunt discussis f orte tenebris
Ad purum priscumque iubar remeare nepotes.
27
'I'horndike, op. cit., pág. 68.
10

La idea condensada en el ut pictura poesis de Horacio de que existe una analogía,


inclusive una afinidad natural, entre la poesía y la pintura 28 es muy antigua, y se había
perpetuado en la conciencia colectiva gracias al recurrente debate acerca de la admisi-
bilidad o inadmisibilidad de las imágenes sagradas. A principios del Trecento, sin em-
bargo, Dante concretó esta idea y, por decirlo así, la cargó de actualidad en sus famo-
sos versos sobre la transitoriedad de la fama humana. Como se recordará, dichos versos
están puestos en boca de un miniaturista, Oderisi de Gubbio, a quien el poeta encuentra
en el primer círculo del purgatorio, donde las almas se purgan del pecado de orgullo.
Al verse saludado por Dante como «la gloria» de su ciudad natal y de su profesión,
Oderisi −admitiendo con franqueza que en vida no habría sido tan modesto− declina el
cumplido señalando que otro miniaturista, Franco de Bolonia, es ahora mejor de lo que
él fuera, y continúa diciendo :
¡Oh vanagloria del poder humano!
¡Cuán poco dura el verdor en la cima
A menos que le sigan tiempos de barbarie!
Creyó Cimabue no tener rival en la pintura;
Ahora es Giotto quien recibe las aclamaciones
Hasta oscurecer la nombradía de aquél.
Así un Guido ha despojado a otro de la gloria
De la lengua; y quizá sea ya nacido
Quien a ambos precipite de su altura 29.
Al situar en paralelo la relación entre dos poetas conocidos, un Guido mayor, antes
famoso pero ahora pasado de moda (probablemente Guido Guinizelli), y un Guido más
joven y ahora famoso (probablemente Guido Cavalcanti), y la relación entre dos pinto-
res conocidos, Cimabue y Giotto, este pasaje venía a prestar autoridad y actualidad a la
vieja idea de que poesía y pintura son artes hermanas. Y al evocar en este contexto el
espectro de unos «tiempos de barbarie» (etati grosse), tendía a sugerir una oscilación
entre fases refinadas y toscas, productivas y estériles, en la historia de la cultura; ésa
fue, al menos, la interpretación que a las palabras de Oderisi daría Benvenuto da Imola:
«Pues si en el transcurso del tiempo hubiera habido otros Virgilios, que escribiesen tan
bien como aquél sobre los mismos o parecidos temas, su fama no se habría mantenido
tan alta durante tantos siglos» 30.
Para un lector enterado del concepto petrarquesco de la historia, sería casi inevitable
identificar el período de estancamiento o decadencia, implícito pero lógicamente no
28
Véase el brillante artículo de R. W. Lee, «Ut Pictura Poesis: The Humanistic Theory of Painting»,
Art Bulletin, XXII, 1940, pág. 197 ss.
29
Dante, Purgatorio, XI, versos 91-99:
O vana gloria delle umane posse,
Com’ poco verde in sulla cima dura,
Se non é giunta dall’etati grosse!
Credette Cimabue nella pintura
Tener lo campo, ed ora ha Giotto il grido,
Si che la fama di colui oscura.
Così ha tolto l'uno all'altro Guido
La gloria della lingua; e f orse é nato
Chi l’uno e l’altro caccerà di nido.
30
Benevenuti de Rambaldis de Imola Comentum super Dantis Aldigherij Comoediam, ed. por J. P. La-
caita, Florencia, 1887, Vol. III, pág. 312: «quia si coniungeretur subtilibus, non duraret; verbi gratia, si
fuissent plures tempore Virgilii, qui scripsissent de eadem materia vel simili eo, vel aeque bene, fama
eius non durasset jam per tot secula in alto apice.» El Comentario de Benvenuto, que alude ya a Petrarca
y Boccaccio, fue escrito hacia 1376, no (como se afirma a veces) hacia 1350.
11

especificado aún en el discurso de Oderisi, con las tenebrae de Petrarca, y aclamar así
en Giotto, mencionado por su nombre como suplantador de Cimabue, al reformador de
la pintura después de la «edad oscura». Dar este paso −que no pudo prever el propio
Petrarca, cuyos gustos personales parecen haberse inclinado hacia el «trascendentalis-
ta» Simone Martini más que a Giotto 31 − correspondió a Giovanni Boccaccio, fiel dis-
cípulo de Petrarca, y al mismo tiempo intérprete profesional de Dante. «Giotto poseía
ingenio tan excelente −dice Boccaccio− que no hay nada de cuanto crea la naturaleza,
madre y operadora de todas las cosas, en el curso del perpetuo girar de los cielos, que
él no reprodujera con el estilo, pluma o pincel, con tal semejanza que parecía cosa na-
tural y no pintada; al punto de muchas veces conducir a engaño al sentido visual de los
hombres, que tomaron por verdadero lo pintado. Así él sacó de nuevo a la luz el arte
que durante muchos siglos había yacido sepultado, por el error de algunos que pintaban
más por deleitar los ojos de los ignorantes que por complacer la inteligencia de los en-
tendidos, y por eso puede decirse con justicia que fue una de las luminarias de la gloria
florentina» 32.
Aquí se nos presenta, pues, a Giotto no sólo como hombre cuya fama ha oscurecido
a la de un colega de más edad, sino como aquel que al cabo de tantos siglos ha sacado
de su tumba al arte de la pintura; y se nos dice que lo ha logrado a través de un natura-
lismo radical: tan radical que, además de engañar la vista de muchos observadores ex-
pertos, tuvo la virtud de escandalizar al público en general. El mismo elogio de Boc-
caccio deja entrever que a Giotto le criticaron sus contemporáneos «ignorantes»; y de
otras fuentes inferimos que también le criticaron los sofisticados de una generación
más joven 33.
31
Véanse las famosas líneas de Petrarca en el Soneto LVII:
Ma certo il mio Simon fù in paradiso,
Onde questa gentil Donna si parte;
IVI LA VIDE E LA RIDUSSE IN CARTE
Per far fede quaggiù del suo bel viso.
Acerca de las observaciones de Petrarca sobre Giotto véase más adelante, página 46, nota 33.
32
Boccaccio, Decamerón, VI, 5: «[Giotto] ebbe uno ingegno di tanta eccellenzia, che ni una cosa dá la
natura, madre di tutte le cose et operatrice, col continuo girar de' cieli, che egli con lo stile e con la penna
o col pennello non dipignesse si simile a quella, che non simile, anzi piü tosto [generata o prodotta] dessa
paresse, in tanto che molte volte nelle cose da lui fatte si truova che il visivo senso degli uomini vi prese
errore, quello credendo esser vero che era dipinto. E per cio, avendo egli quella arte ritornata in luce, che
molti secoli sotto gli error d'alcuni, che piü a dilettar gli occhi degl'ignoranti che a compiacere allo
'ntelletto de savj dipignendo, era stata sepulta, meritamente una delle luci della fiorentina gloria dir si
puote...»
33
La crítica que implica el texto de Boccaccio se refleja también en el testamento y última voluntad de
Petrarca, fechado en 1370, por el que lega a su mecenas Francesco da Carrara una Madonna de Giotto,
«cuius pulchritudinem ignorantes non intelligunt, magistri autem artis stupent» (Opera, Basilea, 1581,
página 117; véase ahora la versión inglesa del testamento, Petrarch's Testament, traducido y editado por
T. E. Mommsen, Ithaca, N. Y., 1957, págs. 22 ss., 78 y siguientes). Benvenuto da Imola, loc. cit., puntua-
liza el elogio de Boccaccio, que cita textualmente, añadiendo que Giotto «adhuc tenet campum, quia non-
dum venit alius eo subtilior, cum tamen fecerit aliquando magnos errores in picturis suis, ut audivi a
magnis ingenüs» (cf. M. Meiss, Painting in Florence and Siena after the Black Death, Princeton, 1951,
pág. 4 ss.). Cabe observar, sin embargo, una nueva ola de admiración hacia Giotto, y precisamente en
Padua, escenario de la actividad de Altichiero en el último cuarto del siglo XIV. En una carta de 1396,
que me fue indicada por el finado Theodor Mommsen, Pier Paolo Vergerio se expresa en estos términos:
«Fatendum est igitur, quod etatis nostre pictores, qui, cum ceterorum claras imagines sedulo spectent,
solius tamen Ioti exemplaria sequuntur» (Epistolario di Pier Paolo Vergerio, editado por L. Smith, Ro-
ma, 1934, pág. 177). Más alusiones de Petrarca a Giotto (cuyo conocimiento debo asimismo a Theodor
Mommsen) se encuentran en su Itinerarium Syriacum (Opera, I, pág. 560), donde se refiere a él como
12

De modo que el mismo Boccaccio que hizo axiomático el que su «famoso maes-
tro» Petrarca hubiera «repuesto a Apolo en su antiguo santuario», «devuelto a las mu-
sas, afeadas por la rusticidad, su belleza de antaño» y «reconsagrado para los romanos
el Capitolio que no se veneraba hacía mil años» 34, fue quien estableció la doctrina de
que Giotto −gran hombre, al igual que Sócrates, a pesar de su extraordinaria fealdad 35−
había resucitado el arte muerto y «sepultado» de la pintura. También esta doctrina reci-
bió aceptación unánime. El comienzo del epitafio de Giotto que escribió Poliziano pa-
rece aún traducción abreviada del elogio de Boccaccio («Ille ego sum per quem pictura
extincta revixit») 36, y el prestigio de Giotto como gran reformador de la pintura se ex-
tendió tan lejos y tan deprisa fuera de Italia que, a principios del siglo XVI, un bene-
dictino alemán que resumía la historia de la pintura para instruir a una monja ocupada
en la ilustración de libros atribuía a un tal «Maestro Zetus» (corrupción evidente de la
forma «Zotus», debida a su vez a una lectura errónea de Joctus o Jottus) el haber «res-
taurado el arte de la pintura a la dignidad de los antiguos» 37.
El único detalle que faltaba por añadir al cuadro trazado por Boccaccio era el de la
figura de Cimabue en su relación con Giotto. Para Boccaccio, Cimabue no existe, y los
primeros comentaristas de Dante restringen su papel a lo que sugería el texto base: fue
un buen pintor, desdichadamente superado por otro mejor, que según unos aceptó con
generosidad su sino y amparó al joven genio, y según otros desechaba por orgullo toda
obra suya que fuera censurada 38. Pero en la perspectiva más amplia de una generación
posterior, que veía en Giotto más a un antepasado que a un padre, la distancia entre él y
Cimabue pareció acortarse: lejos de desestimársele en tanto que artista oscurecido −o,

«conterraneus olim meus pictor, nostri aevi princeps», y en una carta de 1342-43 (Le Familiari, ed. por
V. Rossi, Roma, 1934, II, pág. 39), donde menciona a Giotto como equivalente moderno de varios escul-
tores y pintores antiguos que se distinguieron más por su genialidad que por su apostura: «Atque ut a
veteribus ad nova, ab externis ad nostra transgrediar, duos ego novi pictores egregios nec formosos:
Iottum, Florentinum quidem, cuius inter modernos fama ingens est, et Simonem Senensem.» La fealdad
de Giotto era proverbial; nos la señalan la novela de Boccaccio (véase anteriormente, nota 32) y el co-
mentario a Dante de Stefano Talice da Ricaldone (ed. por V. Promis y C. Negroni, 2ª ed., Milán, 1888,
Vol. II, pág. 144: «Et fuit iste Giottus turpissimus homo, & turpiores filíos habebat»), y Vasari alude a
ella en un contexto particularmente notable (véase más adelante, pág. 55).
34
Boccaccio, Lettere edite ed inedite, ed. por F. Corazzini, Florencia, 1877, página 189 ss. (véase
«Simone I», pág. 848).
35
Véase la pág. 46, nota 33.
36
Véase F. A. Gragg, Latin Writings of the Italian Humanists, Nueva York, etc., 1927, pág. 207. Otra
Iínea del epitafio de Poliziano es interesante por el empleo de la palabra modulus con el sentido de «di-
seño» o «modelo»:
Mirares turrem egregio sacro aere sonantem;
Haec quoque de modulo crevit ad astra meo.
37
Johannes Butzbach, Libellus de praeclaris picturae professoribus, hacia 1505; cf. Schlosser, Die Ku-
nstliteratur, pág. 180 ss.
38
Sobre la primera interpretación (que culmina en la famosa historia, que Ghiberti fue el primero en na-
rrar, de cómo el pequeño Giotto, estando sentado en el suelo y dibujando una oveja sobre una pizarra, fue
«descubierto» por Cimabue y tomado bajo su tutela), véase, p. ej., Commento alla Divina Commedia
d’Anonimo Fiorentino del secolo XIV, ed. por Pietro Fanfani, Bolonia, 1868, Vol. II, pág. 187 (cf. E. Kris
y O. Kurz, Die Legende vom Künstler, Viena, I934, pág. 33 ss.); sobre la segunda, L'Ottimo Commento
della Divina Commedia, Testo inedito d'un contemporaneo di Dante citato dagli Accademici della
Crusca, Pisa, 1828, II, pág. 188: «Fu Cimabue... si arrogante, e si sdegnoso, che se per alcuno gli fosse a
sua opera posto alcuno difetto, o egli da sè l’avesse veduto (chè, come accade alcuna volta, l’artifice
pecca per difetto della materia in ch’adopera, o per mancamento che è nello strumento, con che lavora),
immantanente quella cosa disertava, fosse cara quanto si volesse.» Véase también J. Schlosser, «Zur
Geschichte der Kunsthistoriographie; Die tlorentinische Künstleranekdote», Präludien, pág. 248 ss.
13

como en el caso de Boccaccio, totalmente eclipsado− por un gran innovador, Cimabue


vino a ser considerado como un precursor que hubiera allanado el camino para el logro
del gran innovador: «Johannes, de sobrenombre Cimabue −escribe Filippo Villani en
fecha muy próxima a 1400− fue el primero que por su arte e ingenio (arte et ingenio)
empezó a enderezar de nuevo hacia la verosimilitud al arte anticuado de la pintura, que
por la ignorancia de los pintores se había extraviado y descarriado, por así decirlo, ale-
jándose puerilmente de la realidad... Después de él, allanado ya el camino a la innova-
ción, Giotto −no sólo comparable a los pintores clásicos por su fama, sino aun superior
a ellos en arte e ingenio− restituyó a la pintura su prístina dignidad y gran renombre» 39.
Así se trasladaba a Cimabue a una región en penumbra entre la noche de la «edad oscu-
ra» y el nuevo día que se decía había amanecido con Giotto; y allí −tras un vano inten-
to de relegarle al ámbito de la mera leyenda− había de quedarse para siempre, incordio
para Vasari y problema para los historiadores del arte de nuestros días 40.
Afirmar que fue Boccaccio quien, al aplicar la teoría de la historia de Petrarca a la
alusión de Dante a Giotto, revitalizó la idea de que la pintura evoluciona pari passu
con la literatura y extendió así el concepto de gran renovación del ámbito de la palabra
hablada y escrita al de la experiencia visual, podría parecer extravagante. Pero difícil-
mente puede ser casual el que Eneas Silvio Piccolomini, al exponer expressis verbis esa
idea casi un siglo después, siga explotando el paralelo de Boccaccio entre su «famoso

39
La obra de Filippo Villani De origine civitatis Florentiae et eiusdem famosis civibus sigue estando
más fácilmente accesible en J. von Schlosser, Quellenbuch zur Kunstgeschichte des abendlündischen
Mittelalters (Quellenschriften für Kunstgeschichte, Nueva Serie, VII), Viena, 1896, pág. 370 ss.; cf.
ídem, «Zur Geschichte der Kunsthistoriographie; Filippo Villanis Kapitel über die Kunst in Florenz»,
Präludien, pág. 261 ss. Sobre una traducción italiana por Giammaria Mazzucchelli, véase Weisinger,
«Renaissance Theories of the Revival of the Fine Arts», pág. 163: «Inter quos primus Johannes, cui
cognomento Cimabue nomen fuit, antiquatam picturam et a nature similitudine pictorum inscicia
pueriliter discrepantem cepit ad nature simílitudinem quasi lascivam et vagantem longius arte et ingenio
revocare. Constat siquidem ante hunc Grecam Latinamque picturam per multa secula sub crasse
[in]peritie ministerio iacuisse, ut plane ostendunt figure et ymagines que in tabulis atque parietibus
cernuntur sanctorum ecclesias adornare.
»Post hunc stracta [debería decir strata] iam in novibus [debería decir novisJ via Giottus, non solum
illustris fame decore antiquis pictoribus conparandus sed arte et ingenio preferendus, in pristinam
dignitatem nomenque maximum picturam restituit.» Cristoforo Landino, comentando el famoso pasaje
de Dante hacia 1480 (Dante con l’espositione di Christoforo Landino et di Alessandro Vellutello, en la
edición de Venecia de 1564, pág. 203 v.), escribe dentro de una tónica semejante: «Cimabue, costui
essendo la pittura in oscurità, la ridusse in buona fama. Giotto diuenne maggiore, più nobil maestro di
Cimabue.» El prólogo del comentario a Dante de Landino incluye un estudio general y muy importante
del desarrollo de la pintura y la escultura en Florencia (cf. Schlosser, Die Kunstliteratur, pág. 92;
Krautheimer, «Die Anfánge der Kunstgeschichtsschreibung in Italien») que ha sido recientemente
reimpreso y comentado por O. Morisani en «Art Historians and Art Critics, III; Christoforo Landino»,
Burlington Magazine, XCV, 1953, pág. 267 ss. Hay traducción francesa en Chastel, op. cit., pág. 193 ss.
Una especie de continuación de la lista de artistas que da Villani se encuentra en P. Murray, «Art Histo-
rians and Art Critics, IV; XIV Uomini Singhularü in Firenze», Burlington Magazine, XCIX, 1957, pág.
330 ss., donde se anuncia la próxima publicación de una monografía del autor sobre «fuentes antiguas
italianas».
40
Sobre el controvertido papel de Cimabue en la historiografía antigua, cf., aparte de Schlosser, Die
Kunstliteratur, pág. 39 s., E. Benkard, Das literarische Porträt des Giovanni Cimabue, Munich, 1917; E.
Panofsky, «Das erste Blatt aus dem ‘Libro’ Giorgio Vasaris; Eine Studie über die Beurteilung der Gotik
in der italienischen Renaissance mit einem Exkurs über zwei Fassadenprojekte Domenico Beccafumis»,
Städel-Jahrbuch, VI, 1930, pág. 25 ss. (traducción inglesa en Meaning in the Visual Arts, pág. 169 ss. [El
significado en las artes visuales, pág. 155 ss.]). Sobre su valoración en la literatura más reciente, véase
R. Oertel, Die Frühzeit der italienischen Malerei, Stuttgart, 1953, páginas 44-54.
14

maestro» Petrarca y Giotto: «Estas artes [la elocuencia y la pintura] −dice− se aman
con mutuo afecto. Talento (ingenium) requiere la pintura, y talento requiere la elocuen-
cia, no pequeño sino elevado y sumo. Cosa digna de admiración es que mientras flore-
ció la elocuencia floreció la pintura, como nos enseñan las épocas de Demóstenes y
Cicerón. Cuando revivió la primera, también la segunda levantó la cabeza. Vemos que
las pinturas ejecutadas hace doscientos años carecen de arte y de finura; lo escrito en
aquel tiempo es [igualmente] tosco, inepto, descuidado. A partir de Petrarca resurgie-
ron las letras; a partir de Giotto alzáronse nuevamente las manos de los pintores. Ahora
hemos visto que ambas artes han alcanzado la perfección» 41.
Lorenzo Valla, extendiendo la analogía con la pintura a la escultura y la arquitectu-
ra, y completando de ese modo la tríada que todavía designamos con el nombre de «be-
llas artes» 42, sitúa dicha tríada, ya que no en el santuario, al menos en el umbral del
templo de las artes liberales: «No sé por qué las artes que más se aproximan a las libe-
rales −la pintura, la escultura en piedra y bronce y la arquitectura− habían caído en tan
larga y profunda decadencia, hasta casi morir con la literatura misma; ni por qué han
despertado y revivido en esta época; ni a qué se debe el que tengamos ahora tan abun-
dosa cosecha de buenos artistas y escritores» 43.
Vespasiano da Bisticci y Marsilio Ficino −este último sumando la gramática y la
música a la elocuencia y las bellas artes− saludaron la renovación de la cultura en pare-
cidos términos. Incluso Erasmo de Rotterdam, aunque normalmente sólo interesado en
aquello que pueda expresarse con palabras y no en lo que habla únicamente a la vista,
41
Eneas Silvio Piccolomini, Opera, Basilea, 1571. pág. 646, núm. CXIX, reimpreso en Garin, Il
Rinascimento italiano, pág. 94: «Amant se artes hae [eloquentia et pictura] ad invicem. Ingenium pictura
expetit, ingenium eloquentia cupit non vulgare, sed altum et summum. Mirabile díctu est, dum viguit
eloquentia, viguit pictura, sicut Demosthenis et Ciceronis tempora docent. Postquam cecidit facundia,
iacuit et pictura. Cum illa revixit, haec quoque caput extulit. Videmus picturas ducentorum annorum
nulla prorsus arte politas. Scripta illius aetatis rudia erant, inepta, incompta. Post Petrarcham emerserunt
literae; post Iotum surrexere pictorum manus; utramque ad summam iam videmus artem pervenisse.»
Para una actitud más crítica hacia Petrarca véase T. E. Mommsen, «Rudolf Agricola's Life of Petrarch»,
Traditio, VIII, 1952, pág. 367 ss.
42
Cf. más adelante, pág. 52 ss. Sobre este problema en general véase P. O. Kristeller, «The Modern
System of the Arts», Journal of the History of Ideas, XII, 1951, pág. 496 ss.; 1952, pág. 17 ss.
43
Lorenzo Valla, Elegantiae linguae latinae (escrito entre 1435 y 1444), prólogo, en la edición de Lyon
de 1548, pág. 9 (cf. Weisinger, «Renaissance Theories of the Revival of the Fine Arts», pág. 164; Fergu-
son, The Renaissance, pág. 28): «[Nescio] cur illae artes quae proximae ad liberales accedunt, Pingendi,
Scalpendi, Fingendi, Architectandi, aut tandiu tantoque opere degenerauerint, ac pene cum litteris ipsí
demortuae fuerint, aut hoc tempore excitentur, ac reuiuiscant...» (cuán popular era ya en Italia esta idea
de paralelismo a mediados del siglo XV se evidencia asimismo en el pasaje de Filarete citado más ade-
lante, pág. 58. Conviene observar que Valla reconoce en las artes visuales una aproximación a las artes
liberales, pero no llega a admitirlas entre el número de éstas, como ambicionaban los artistas desde prin-
cipios del mismo siglo (cf., aparte del conocido pasaje de Cennino Cennini, Filippo Villani, loc. cit.:
«Muchos opinan, y no sin razón, que los pintores no son inferiores en talento [ingenium] a aquellos a
quienes se concede la calificación de maestro en las artes liberales, dado que estos últimos aprenden los
preceptos de su arte, transmitidos por escrito, mediante el estudio y la aplicación, mientras que los prime-
ros obtienen el conocimiento de su arte sólo en virtud de un gran talento y una prodigiosa memoria»).
Este punto de vista tolerante, aunque un tanto snob, prevalecería durante mucho tiempo entre los huma-
nistas. Giglio Gregorio Giraldi, citado en Weisinger, ibídem, pág. 164 s., se expresa así: «Videtis enim
nostram hanc aetatem non senio languidam atque defectam, ut ingrati quidam deflent, cum in omni poe-
tica et dicendi arte viros excellentes protulisse tum in reliquis bonis artibus; nam, ut liberales mittam, res
militaris, architectonica, pictura, sculptura, reliquae nostro hoc tempore ita florent vigentque, ut non mo-
do aemulari antiquitatem dici possint nostri opifices, sed etiam multa antiquis intenta effingere et con-
formare...»
15

mostraba en una carta escrita hacia 1489 su complacencia ante el nuevo florecimiento
de la escultura en metal y piedra, la pintura, la arquitectura y todas las artes manuales,
fenómeno para él concomitante con el de la «elocuencia» 44. Al final, el territorio cuya
conquista celebraban los peanes triunfales del humanismo llegaría a incluir las ciencias
naturales además de las «humanidades» y las artes. «Todas las buenas disciplinas han
vuelto del exilio por el favor especial de los dioses», escribía Rabelais en 1532, refi-
riéndose sobre todo a la medicina 45. Pierre de la Ramée (Petrus Ramus) se congratulaba
de que los médicos de su tiempo pudieran leer a Galeno e Hipócrates en lugar de los
árabes, y los filósofos a Aristóteles y Platón, en lugar de los escotistas y seguidores de
Pedro Hispano 46. Pierre Belon, principalmente naturalista pero sumamente interesado
por la Antigüedad clásica, ensalzada la «eureuse et desírable renaissance» de «toutes
especes de bonnes disciplines» 47. Y un matemático alemán, Johannes Werner, expresa-
ba su deleite a la vista de las ideas y problemas nuevos −en particular las secciones
cónicas− que habían «recientemente emigrado de Grecia a los geómetras latinos de
nuestra época» 48.
IV
Esta expansión gradual del universo humanista desde la literatura a la pintura, desde
la pintura a las otras artes y desde las otras artes a las ciencias naturales, había de pro-
ducir una importante modificación en la interpretación original de ese proceso desig-

44
Sobre Vespasiano da Bisticci («En pintura, escultura y arquitectura encontramos el arte al más alto
nivel»), véase Weisinger, ibídem, pág. 165, nota 1; sobre Ficino, Ferguson, ibídem, pág. 28; sobre Eras-
mo (Carta a Cornelius Gerard, escrita probablemente en junio de 1489), «Simone I», pág. 857; Ferguson,
ibídem, pág. 43; Weisinger, ibídem, pág. 164: «At nunc, si vltra tercentum aut ducentos annos caelaturas,
picturas, sculpturas, aedificia, fabricas et omnium denique officiorum monimenta inspicias, puto et admi-
raberis et ridebis nimiam artificum rusticitatem, cum nostro rursus aeuo nihil sit artis quod non opificum
effinxerit industria. Haud aliter quoque priscis saeculis cum omnium artium, tum praecipue eloquentiae
studia apprime floruisse constat...» Sin duda Ferguson está en lo cierto al suponer que esta particular
alusión a las «bellas artes» se inspiraría en Valla. Es significativo que, en una carta escrita unos treinta
años más tarde (dirigida a Bonifacio Amerbach y fechada el 31 de agosto de 1518, Opus Epistolarum
Des. Erasmi Roterodami, ed. por P. S. Allen, III, Oxford, 1913, pág. 383 ss.), Erasmo limite el nuevo
florecimiento de los estudios «sepultados durante tantos siglos» a la gramática, la elocuencia, la medicina
y la jurisprudencia, considerando estas dos últimas disciplinas desde un punto de vista estilístico más que
de contenido, y omitiendo las artes visuales por completo. Yo me inclino a pensar que la fecha misma
que asigna al inicio de ese florecimiento en su carta a Gerard («plus minus octoginta» antes del momento
en que escribe, es decir en torno a 1439) le fue dictada a Erasmo por su admiración hacia Lorenzo Valla,
cuya obra Elegantiarum Latinae linguae libri IV fue escrita entre 1435 y 1444, mientras que su denuncia
de la «Donación de Constantino», uno de los primeros triunfos de la filología clásica, se publicó en 1440.
45
Rabelais, carta a André Tiraqueau: «In hoc tanta saeculi nostri luce, quo disciplinas meliores singulari
quodam deorum munere postliminio receptas videmus...» («Simone II», pág. 170 s.).
46
Véase Thorndike, op. cit., pág. 68.
47
Pierre Belon, Epístola Dedicatoria de la Observation de plusieurs singularitez et choses memorables,
trouvées en Grece, Asie, Iudée, Egypte, Arabe & autres pays estranges, París, 1553 (que aquí citamos de
Thorndike, op. cit., pág. 68): «De la est ensuivy que les esprits des hommes qui auparavant estoyent
comme endormis et detenuz assopiz en un profond sommeil d’ancienne ignorance ont commencé à
s’esveiller et sortir des tenebres ou si long temps estoyent demeurez ensueliz et en sortant ont iecté hors
et tiré en evidence toutes especes de bonnes disciplines lesquelles à leur tant eureuse et desirable renais-
sance tout ainsi que les nouvelles plantes apres saison de l’hyver reprennent leur vigeur à la chaleur du
Soleil et sont consolées de la doulceur du printemps.» De entre las restantes publicaciones de Pierre Be-
lon cabe mencionar De aquatilibus...; De arboribus coniferis, resiniferis... (ambas obras París, 1553);
Histoire de la nature des estranges poissons marins (París, 1551).
48
Johannes Werner, Libellus super viginti duobus elementis conicis, Nuremberg, 1522, prólogo.
16

nado con los diversos apelativos de «renovación», «restauración», «despertar», «resu-


rrección» o «renacimiento».
Cuando Petrarca exclamaba: «Quién pondrá en duda que a Roma le bastaría con co-
nocerse a sí misma para resurgir» 49; cuando, en términos más generales, cifraba sus
esperanzas en que el futuro pudiese «volver a caminar en la pura claridad del pasado»,
sin duda concebía ese nuevo florecimiento como una vuelta a la Antigüedad clásica,
que para él era la romana. Este punto de vista fue el que prevaleció, genéricamente ha-
blando, entre todos aquellos cuya atención se centraba en la «renovación» de la litera-
tura y los saberes, el pensamiento filosófico y las ideas políticas. Humanistas tan entu-
siastas como Niccolo Niccoli o Leonardo Bruni llegarían hasta el extremo de mirar con
desprecio toda poesía en lengua vulgar, sin exceptuar al sagrado Dante y al aún más
sagrado Petrarca; no olvidemos, empero, que precisamente ese extremismo sirvió para
que otros tomaran mejor conciencia de las posibilidades implícitas en sus lenguas ver-
náculas 50. El que la poesía en lengua vulgar se elevase a nuevas cimas fue más favore-
cido que estorbado por el reto que le lanzaba el clasicismo neolatino, y de la reacción
demasiado vigorosa frente a ese reto nacería una especie de purismo nacionalista que
se manifiesta incluso entre los más devotos admiradores de la Antigüedad clásica. Es
en una traducción de Hesiodo donde Antoine de Baïf hace gala de esa extravagante
trascripción fonética con la que se propone subrayar la independencia de la lengua
francesa, y donde sustituye el nombre de Pandora («todos los dones») por el de
«Toutedon»; es en contacto directo con Apolonio y Sporo como Durero inventa los
nombres de «Eierlinie» (línea de huevo) para la elipse, «Brennlinie» (línea de fuego)
para la parábola, «Muschellinie» (línea de concha) y «Spinnenlinie» (línea de araña)
para la concoide y la epicicloide.
Quienes, en cambio, centraban su atención en las artes visuales −a partir, no lo olvi-
demos, de la pintura− no pudieron al principio interpretar la gran renovación como una
vuelta a las fuentes clásicas. Boccaccio declara que Giotto ha «sacado de su tumba al
arte de la pintura», y Filippo Villani −que compara explícitamente su estudio de los
pintores florentinos con lo que los autores clásicos habían escrito sobre Zeuxis y Poli-
cleto, Apeles y Fidias, por no remontarse al mismo Prometeo− tiene la audacia de afir-
mar que Giotto es, no ya igual, sino superior a los pintores de la Grecia y Roma anti-
guas. Pero ni Boccaccio ni Villani habrían podido sostener que Giotto, o cualquier otro
pintor por ellos conocido, hubiese forjado su estilo en la imitación o emulación de pro-
totipos clásicos. Lo único que cabía atribuir a Giotto −y, en menor medida, a Cimabue−
era una reforma de la pintura ad naturae similitudinem.
Así pues, la inclusión de la pintura en una teoría de renovación se tradujo −y ello, en
mi opinión, constituye un punto de bastante importancia− en una especie de bifurcación
o dicotomía dentro de lo que hemos denominado sistema petrarquesco de la historia. Al
tema básico de Petrarca, vuelta a los clásicos, Boccaccio y Villani (secundados por
muchos otros tratadistas de la pintura, como, por ejemplo, Bartolommeo Fazio o Mi-
chele Savonarola 51) opusieron, a manera de contrapunto, el de vuelta a la naturaleza; y

49
Petrarca, Le Familiari, ed. cit., II, pág. 58; citado en Mommsen, «Petrarch's Concept of the Dark
Ages», pág. 232.
50
Sobre los primeros estadios de este proceso véase H. Baron, The Crisis of the Early Italian Renais-
sance, Princeton, 1955, I, caps. 13-15. Sobre sus aspectos opuestos, la infusión de un sentir moderno y
personal en el vocabulario y la sintaxis tradicionales de la poesía neolatina, véase L. Spitzer, «The Pro-
blem of Latin Renaissance Poetry», Studies in the Renaissance (Publications of the Renaissance Society
of America), II, 1955, pág. 118 ss.
51
Bartolommeo Fazio, De viris illustribus, escrito hacia 1456; véase Schlosser, Die Kunstliteratur, pág.
95 ss. M. Savonarola, De laudibus Patavii; véase Schlosser, ibídem, págs. 94 s., 103.
17

el entrecruzamiento de ambos temas estaba destinado a desempeñar un papel decisivo


en el pensamiento humanista, no sólo en lo tocante a la relación entre artes visuales y
literatura, sino también, andando el tiempo, en lo tocante a la relación interna entre las
mismas artes visuales. En efecto: si el segundo tema (redescubrimiento de la naturale-
za) fue introducido en conexión con la renovación de la pintura a principios del siglo
XIV, el primero (redescubrimiento de la Antigüedad) se reafirmó pujantemente en co-
nexión con la renovación de la escultura y, aún más, de la arquitectura, a principios del
XV 52. Mientras que a Giotto se le elogiaba en cuanto que naturalista, a Donatello se le
calificaba de rival y émulo de los antiguos: según escribía hacia 1480 Cristoforo Lan-
dino, no sólo era un artista sobresaliente por la variedad, animación y correcta compo-
sición de sus obras, por su dominio del espacio y su habilidad para infundir movimien-
to a todas sus figuras, sino también en su calidad de grande imitatore degli antichi 53. Y
lo que a los observadores contemporáneos les parecía «imitación» en la escultura, les
pareció renovación, incluso (en sentido literal) «re-formación», en la arquitectura.
«También a mí solían agradarme los edificios modernos [es decir, góticos]», dice el
arquitecto y escultor Antonio Filarete en su tratado de arquitectura, redactado entre
1460 y 1464; «pero, desde que empecé a gustar de los clásicos, he llegado a aborrecer
aquéllos... Habiendo oído decir que en Florencia se construía de nuevo a la manera clá-
sica (a questi modi antichi), decidí consultar con alguno de aquellos que me eran nom-
brados; y luego que hablé con ellos, me despertaron de tal modo, que hoy día no sería
capaz de ejecutar cosa alguna si no es a la manera clásica» 54. Y más adelante: «Me pa-
rece ver, señor [en las nuevas estructuras realizadas según los modi antichi], aquellos
nobles edificios que había en Roma antiguamente, y los que, según hemos leído, había
en Egipto; me siento renacer cuando veo estos nobles edificios, y a mí también me pa-
recen bellos» 55.

52
Sobre la revalorización de la arquitectura y escultura clásicas en el círculo de Petrarca como preludio
a su «renovación» propiamente dicha, y sobre el trasfondo de historia del arte de esa revalorización,
véase más adelante, pág. 296.
53
Landino, ed. cit., pág. 253 ss. El pasaje referente a Donatello dice así: «Donato sculptore da essere
connumerato fra gli antichi, mirabile in compositione et in varietà, prompto et con grande vivacità o
nell’ordine o nel situare le figure, le quali tutte appaiono in moto. Fu grande imitatore degli antichi et di
prospectiva intese assai.» Los calificativos de Landino aparecen citados textualmente en el Libro de An-
tonio Billi, escrito entre 1516 y 1525, que fue una de las fuentes utilizadas por Vasari (véase C. Frey, Il
Libro di Antonio Billi, Berlín, 1892, pág. 38 ss.).
54
Antonio Averlino Filaretes Traktat über die Baukunst, ed. por W. von Oettingen (Quellenschriften für
Kunstgeschichte, Nueva Serie, III), Viena, 1890, IX, pág. 291: «Ancora a me soleuano piacere questi
moderni; ma poi, ch'ío commenciai a gustare questi antichi, mi sono venuti in odio quelli moderni... et
ancora udendo dire che a Firenze si husano d’edificare a questi modi antichi, io diterminai di auere uno
di quegli i quali fussino nominati. Si chè, praticando con loro, m’anno suegliato in modo, che al presente
io non sarei fare una minima cosa che non la facessi al modo anticho.» Podría ser casualidad −notable, en
cualquier caso− que Jean Lemaire de Belges en su Plainte du Desiré, escrita en 1504, designe a los artis-
tas septentrionales como «des esprits recents, et nouuelets», reservando en cambio el término «moder-
nes» para tres italianos (Leonardo da Vinci, Giovanni Bellini y Perugino) y dos nórdicos contemporáneos
ya influidos por el arte del Quattrocento (Jean Hey y Jean de París); véase Oeuvres de Jean Lemaire de
Belges, ed. por J. Stecher, III, Lovaina, 1885, pág. 162.
55
Ibídem, XIII, pág. 428: «Signiore, a me pare uedere di quegli degni hedificij ch’erano a Roma
antichamente e di quegli che si leggie che in Egipto erano; mi pare rinascere a uedere questi così degni
hedificij, et a me ancora paiono begli» (nótese que se mencionan los edificios de los egipcios, pero no los
de los griegos). Agradezco al señor John R. Spencer el haberme proporcionado la versión correcta de este
importante texto, que a veces se encuentra impreso con un grave error («rinascere e uedere» en lugar de
«rinascere a uedere»). Los profesores Creighton Gilbert y G. N. P. Orsini me han convencido de que mis
18

Que en Florencia se «construyese de nuevo a la manera clásica» se debió, por su-


puesto, a la influencia de un hombre a quien, considerado un segundo Giotto por su
genialidad, su universalidad y su poco atractivo aspecto 56, se aclamaba por haber hecho
por la arquitectura lo que Petrarca hiciera por la literatura: Filippo Brunelleschi. El,
según palabras de Filarete, «resucitó la manera clásica de construir» (questo modo an-
tico dell'edificare), que debería adoptarse universalmente en lugar de la usanza moder-
na; y este testimonio de Filarete aparece recogido y reforzado por el biógrafo y admi-
rador entusiasta da Brunelleschi, Antonio Manetti, quien afirma que su ídolo ha «res-
taurado y dado a luz de nuevo esa manera de construir que llamamos romana y clásica»
(alla Romana et alla antica), mientras que «hasta él todos los edificios eran alemanes y
se llamaban modernos» 57.
Tan pronto, pues, como se vio que la «renovación» de las tres artes visuales formaba
un cuadro coherente, los historiógrafos coincidieron en afirmar que los motivos com-
plementarios de esa «renovación», a saber, la vuelta a la naturaleza y la vuelta a la An-
tigüedad clásica, habían empezado a actuar en distintos momentos y, lo que es más im-
portante, con distinta potencia según el medio; que la vuelta a la naturaleza había sido
el factor de máxima importancia para la pintura; que la vuelta a la Antigüedad clásica
había desempeñado idéntico papel respecto a la arquitectura, y que en la escultura se
había verificado un equilibrio entre ambos extremos. Ya hemos visto la opinión de Ma-
netti sobre Brunelleschi, y la de Landino sobre Donatello. De Masaccio, en cambio, el
mismo Landino, sin mencionar para nada a la Antigüedad, no nos dice sino que fue
«excelente imitador de la naturaleza, de gran renombre universal, bueno en la composi-
ción y puro sin ornamento, porque se dedicó por entero a la observación de la realidad
y al relieve de las figuras, y tan hábil en la perspectiva como cualquiera de sus contem-
poráneos» 58. Tres generaciones después, todavía Vasari se hará eco de esta tricotomía
al afirmar, dentro de un mismo párrafo, que Brunelleschi había redescubierto las medi-
das y proporciones de los antiguos; que las obras de Donatello igualaban en calidad a
las de aquéllos, y que Masaccio −a quien también aquí se considera sin alusión alguna
al arte clásico− sobresalió por «la novedad del colorido, escorzos, posturas naturales y
mucha mejor expresión de las emociones del alma y las actitudes del cuerpo» 59.

objeciones a la traducción contenida en E. G. Holt, Literary Sources of Art History, Princeton, 1947, pág.
151, carecían de fundamento. Vaya, pues, mi gratitud a los profesores Gilbert y Orsini, y mis excusas a la
señora Holt.
56
Le Opere di Giorgio Vasari, ed. por G. Milanesi, Florencia, 1878-1906, II, pág. 327 s., con especial
referencia a la novela de Boccaccio que citábamos antes en la pág. 45.
57
Sobre la afirmación de Filarete véase Filarete, op. cit., VIII, pág. 272; sobre la de Manetti véase C.
Frey, Le Vite di Filippo Brunelleschi scultore e architetto tiorentino, Berlín, 1887, pág. 61: «Da che
naque, come si rinnuouò questo modo di muramenti, che si dicono alla Romana et alla antica..., e chi di
nuouo la recò a lucie; che prima erano tutti Tedeschi e diciensi moderni.» La biografía de Manetti (de la
que hay edición moderna preparada por E. Toesca, Antonio Manetti, Vita di Filippo di Ser Brunellesco,
Florencia, 1927) fue escrita probablemente entre 1482 y 1488. De esas mismas fechas aproximadas es la
relación de Landino, que por desdicha no habla de los arquitectos, de modo que si alude a Brunelleschi es
solamente en la medida en que éste, además de arquitecto, fue escultor y pintor competente y especialista
en perspectiva, de la que se nos dice que fue el «redescubridor o inventor (ritrovatore o inventore)».
58
Landino, ed. cit., pág. 253 ss.: «Fu Masaccio optimo imitatore di natura di gran rilievo universale,
buono compositore et puro senza ornato, perche solo si decte all'imitatione del vero et al rilievo delle
figure; fu certo buono et prospectivo quanto altro di quegli tempi.»
59
Véase el prólogo de Vasari a su segunda parte, op. cit., II, pág. 103 ss. Ni siquiera en la biografía de
Donatello (II, pág. 397 s.) va Vasari más allá de atribuirle el «cercare l’ignudo delle figure, come ei
tentava di scoprire la bellezza degli antichi, stata nascosa giá cotanti anni». Sobre Masaccio, cf. también
los pasajes de su biografía, II, pág. 288.
19

V
Fue quizá porque tanto la novedad como las resonancias clásicas del nuevo estilo
quedaban mucho más patentes en la arquitectura que en las artes figurativas 60 −y, sobre
todo, porque la presencia material de edificios romanos, reducidos a ruinas por los su-
cesos del pasado pero transmisores aún del espíritu de ese pasado al presente, ilustraba
tan a lo vivo la idea de decadencia y restauración−, por lo que los tratadistas de arqui-
tectura se inclinaron, más que los de pintura y escultura, a hacer de su experiencia una
«Geschichtskonstruktion» total.
La primera exposición que conocemos de esa «Geschichtskonstruktion», a la que to-
davía rendimos tributo cada vez que hablamos del «estilo gótico» (término restringido
en sus orígenes a la arquitectura y la ornamentación arquitectónica 61, pero ampliado en
nuestros días hasta abarcar todas las bellas artes 62), se encuentra en el tratado de Filare-
te que acabamos de mencionar; pero el carácter torpe y descuidado del pasaje revela
que el autor no pretendía otra cosa que resumir lo que en su época era ya opinión co-
rriente: «Como decayeron las letras en Italia, la gente adoptó un habla y un latín vulga-
res, y siguióse de ello una época de tosquedad general, de modo que hasta hace cin-
cuenta o quizá sesenta años no empezaron de nuevo a espabilarse y refinarse los espíri-
tus..., así también quedó postrado este arte [de la arquitectura], de resultas de la ruina
que acarrearon a Italia aquellos bárbaros que varias veces la asolaron y sojuzgaron.»

60
Cf. Kauffmann, op. cit., pág. 127 ss.
61
El Oxford Dictionary define aún lo «gótico» en este sentido restringido.
62
Todavía en 1842, al eminente historiador del arte alemán Franz Kugler (Handbuch der Kunstgeschi-
chte, Stuttgart, 1842, pág. 516, nota) le repugnaba tanto extender el adjetivo gothisch más allá de los
límites de la arquitectura y la ornamentación arquitectónica que decidió sustituirlo por germanisch, jus-
tificando explícitamente esa decisión por la necesidad de disponer de «una palabra que se pueda aplicar
tanto a las artes figurativas como a la arquítectura» («um Architektur und bildende Kunst mít demselben
Worte bezeichnen zu kónnen»). Cuando Giovanni Baglione aplica expresiones tales como «antico-
Gotico» o «anticomoderno-Gotico» a la escultura y la pintura (E. S. de Beer, «Gothic: Origin and Diffu-
sion of the Term; The Idea of Style in Architecture», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes,
XI, 1948, pág. 143 ss., en particular pág. 153) es evidente que no las emplea como designaciones de un
período concreto, sino en el sentido general de «ni clásico ni moderno sino medieval, y por lo tanto anti-
cuado», y lo mismo hace su contemporáneo francés J. Doublet en su Histoire de L’Abbaye de S. Denys
en France, París, 1625, pág. 241, al describir un retrato supuestamente carolingio como «une petite figu-
re en bas-relief d'un goust fort gothique». De hecho, el propio Baglione repite casi textualmente la famo-
sa calificación de la arquitectura gótica de Vasari (cf. los pasajes citados en Panofsky, «Das erste Blatt...»
[Meanning in the Visual Arts, págs. 177, nota 15, y 187, nota 34; El significado en las artes visuales,
págs. 159, nota 15, y 165, nota 34]): «un altro ordine, che Gotico o Tedesco si nomina, é piuttosto disor-
dine»; su única aportación original es la adición del adjetivo Gotico, que por entonces empezaba a poner-
se de moda en Italia, al Tedesco de Vasari. Por sólidas razones de orden histórico y geográfico, fue en
Francia y no en Italia donde los humanistas tendieron a concentrar sobre los godos sus invectivas contra
la barbarie en general y la bárbara Edad Media en particular, mientras que los italianos preferían sumar-
los al número de nazioni barbare e straniere (junto a los vándalos, hunos, lombardos, germanos y los
mismos franceses), y tendían a amontonarlos a todos bajo el apelativo global de tramontani. Así se expli-
ca el que los adjetivos goticus y gothique se usaran en Francia mucho antes que en Italia. Ya en 1496,
más de treinta años antes de la carta de Rabelais a Tiraqueau (citada por de Beer, pág. 144, y a la que
aludíamos antes, pág. 51, nota 45), Lefévre d'Etaples (Faber Stapulensis) escribe en sus Artificiales In-
troductiones: «A gotica enim illa dudum latinorum litteris illata plaga, bonae litterae omnes, nescio quod
goticum passae sunt» («Simone III», pág. 121); y en 1524, Budé pregunta en sus Introductiones in Pan-
dectas: «Quae est igitur in sermonibus perversitas ut, cum tantam atque elegantem utendi fruendique
iuris supellectilem habeant... sordida... supellectili hac gotica et barbara uti malent» («Simone III», pá-
gina 134).
20

Ocurrió entonces, sigue diciendo Filarete, que Italia se vio inundada de «costumbres y
tradiciones traídas del otro lado de los Alpes no por verdaderos arquitectos, sino por
pintores, albañiles y, sobre todo, orfebres, que hacían las cosas que les gustaban y en-
tendían»; por lo cual (observación sumamente aguda) se alzaron grandes edificios «en
forma de tabernáculos e incensarios». Y «este estilo o manera vino de los del otro lado
de los Alpes (tramontani), o sea, de los alemanes y franceses» 63.
Esta teoría fue desarrollada por las generaciones siguientes. Manetti, que, como bió-
grafo de Brunelleschi, cabe suponer refleje observaciones propias del maestro, no sólo
dedica una cuidadosa atención a la fase que media entre la caída del imperio romano y
la entrada en escena de su personaje (fase que Leone Battista Alberti desdeñó fríamen-
te) 64, sino que reconoce, además, que ha atención a la fase que media entre la caída del
imperio romano en el llamado «protorrenacimiento toscano», que él atribuye nada me-
nos que a Carlomagno (fechando así sus monumentos con varios siglos de antelación,
pero demostrando una aguda percepción de criterios estilísticos e intuyendo, por así
decirlo, lo que la erudición posterior había de definir como la renovatio carolingia):
«después de la expulsión de las tribus bárbaras de godos, hunos, vándalos y, finalmen-
te, lombardos», el gran restaurador del imperio contrató a arquitectos de Roma, «no
muy expertos por su falta de práctica, pero aun así capaces de construir a imitación de
aquellos edificios entre los cuales habían nacido»; pero como su breve dinastía fue sus-
tituida por soberanos germanos, volvió a imponerse el estilo de los bárbaros invasores,
que se mantuvo «hasta nuestro siglo, en época de Filippo». También señala Manetti que
la generalmente indiscutida superioridad de la arquitectura romana sobre la griega no
se debió tanto al talento innato de los romanos como a factores de orden político y eco-
nómico, ya que fue el paso del poder y la riqueza de Grecia a Roma lo que hizo que los
arquitectos «acudiesen donde estaban el poder y la riqueza», y que allí floreciese su
arte «con mayor esplendor que en Grecia» 65.
El siguiente paso importante había de darse unos treinta años más tarde, en la famo-
sa carta a León X diversamente atribuida a Bramante, Baldassare Peruzzi y Baldassare
Castiglione, y que probablemente fue fruto de la colaboración de este último con Ra-

63
Filarete, op. cit., XIII, pág. 428 s.: «Come le lettere mancorono in Ytalia, cioè che s’ingrossorono nel
dire e nel latino, ê uenne una grossezza, che se non fusse da cinquanta o forse da sessanta anni in qua,
che si sono asottigliati et isuegliati gl’ingegni... e cosi è stata questa arte; che per le ruine d’Italia, che
sono state, e per le guerre di questi barbari, che più uolte l’anno disolata e sogiogata. Poi è accaduto, che
pure oltramonti è uenuto molte usanze e loro riti. Et uenuto poi, quando per Ytalia s'é voluto fare alcuno
hedificio, sono ricorsi quegli, che anno voluto far fare, a orefici e dipintori, e questi muratori, i quali,
benchè appartenga in parte al loro exercitio, pure è molta differentia. E che anno dato quegli modi, che
anno saputo e che è paruto a loro, seconeo i loro lauori moderni. Gli orefici fanno loro a quella
somilitudine e forma de’ tabernacoli e de’ turibili da dare incenso... E questo huso e modo anno auuto,
come ò detto, da’ tramontani, cioé da Todeschi e da Francesi.»
64
Manetti (Frey, Le Vite di Filippo Brunelleschi, pág. 81 s.); sobre Alberti (De architectura, VI, 3),
véase en particular Krautheimer, «Die Anfánge der Kuntsgeschichtsschreibung in Italien».
65
Manetti, ed. cit., pág. 78 ss.: «E perche la disciendenzia di Carlo Magnio si distese in pochi gradi di
suciezione, e lo inperio uenne poi nelle mam de Tedeschi, per la magiore parto el modo, che era ritornato
pel mezo di Carlo, si rismarri, e ripresono uiogre e modi Tedeschi; equali durarono insino al secholo
nostro al tenpo di Filippo» (pág. 82). Sobre el «protorrenacimiento toscano» atribuido a Carlomagno por
Manetti (y después de él por Vasari, ed.s cit., I. pág. 235 s.), véase más adelante, págs. 80 y 100 ss.
Manetti describe así el tránsito de Grecia a Roma (pág. 81): «E perche gli architetti uanno e sono tirati ne
luoghi, doue sono e tesori e principati, e doue se [s’è] atto a spendere, col regnio di Grecia si trasferi
l’architettura... onde in Roma fiorirono e maestri piu marauigliosamente che in Grecia come piu
marauigliosamente s’acrebbe el principato e le sperienze.»
21

fael 66. En este texto, las ideas de Filarete y Manetti cristalizan en una clasificación ar-
queológica concreta 67; y, lo que es más importante, se intenta dar una primera explica-
ción genérica del estilo «gótico» mediante una reinterpretación audaz de lo que los tra-
tadistas clásicos habían conjeturado sobre el comienzo de la arquitectura en los albores
mismos de la civilización. Según Vitrubio, el hombre primitivo construía refugios «le-
vantando troncos sin desbastar y uniéndolos con ramas entretejidas (furcis erectis et
virgulis interpositis)» 68. Situando a los bárbaros invasores en el puesto del hombre
primitivo de Vitrubio, y sustituyendo sus «troncos sin desbastar con ramas entreteji-
das» por «árboles vivos, con las ramas dobladas y unidas por su parte superior», el au-
tor o autores de la carta a León X ofrecían una explicación verosímil de la característi-
ca más extraña y controvertida del estilo gótico: el arco apuntado, al que consideraban
estética y técnicamente inferior al de medio punto. Lo que, sin duda, no imaginaban
estos autores es que de su explicación habían de nacer todas esas comparaciones de los
pilares góticos con «árboles de Dios», y de las avenidas de árboles con «naves góti-
cas», que se extenderían como una plaga en la época romántica 69.
La especulación en torno a la historia de las artes figurativas, y de la pintura en par-
ticular, corrió por sendas paralelas a las de la historia de la arquitectura, aunque de
forma algo menos elaborada y sistemática: si la arquitectura había sido destruida por el
vandalismo de los salvajes conquistadores, la escultura y la pintura habían sido sofoca-
das por el celo iconoclasta de la Iglesia.
Como se recordará, Boccaccio había culpado de la triste situación de la pintura ante-
rior al Trecento a los errores de un grupo indeterminado de incompetentes, alcuni. Vi-
llani, precisando y a la vez ampliando el marco −de referencia, identifica a esos alcuni

66
Véanse Schlosser, Die Kunstliteratur, pág. 175 ss., y el estudio, que sigue siendo muy útil, de L.
Pastor, op. cit., VIII, ed. por R. F. Kerr, Londres, 1908, pág. 244 ss. Donde sigue estando más fácilmente
accesible esta carta, de la que se conservan dos versiones ligeramente distintas, es en J. Vogel, Bramante
und Raffael (Kunstwissenschaftliche Studien, IV, Leipzig, 191b), pág. 103 ss., y en V. Golzio, Raffaello,
nei documenti e nelle testimonianze dei contemporanei e nella letteratura del suo secolo, Pontificia
Accademia Artistica dei Virtuosi al Pantheon, Ciudad del Vaticano, I936. Hay fragmentos del texto
(según la primera versión, publicada en 1733 en las Opera de Baldassare Castiglione) en de Beer, op.
cit., pág. 146 ss.; una traducción alemana bastante completa figura en E. Guhl, Künstlerbriefe, 2ª ed., ed.
por A. Rosenberg, Berlín, 1880, I, pag. 99 ss., y una inglesa en E. G. Holt, A Documentary History of
Art, I, Garden City, N. Y., 1957, pág. 289 ss.
67
«La primera clase [de edificios] corresponde a los que había en Roma antes de que la ciudad fuera
asolada y devastada por los godos y otros bárbaros; la segunda es la de los construidos durante el reinado
de los godos y cien años más; la tercera, desde entonces hasta nuestros días... los edificios más recientes
son fáciles de reconocer no sólo por su novedad, sino también porque su estilo no es ni tan bello como el
de los de la época de los emperadores ni tan tosco como el de los de la época de los godos.» Más que
exactamente un siglo, la frase «y cien años más» (e ancora cento anni d’appoi) parece indicar un período
de tiempo indeterminado pero bastante largo, lo mismo que nosotros decimos que «tal cosa durará cien
veces más».
68
Vitrubio, De architectura, II, 1, 3. Ilustraciones renacentistas de esta teoría aparecen en ediciones de
Vitrubio, manuscritos de Filarete, y en un interesante cuadro de Piero di Cosimo (figs. 139, 140) del que
hablaremos más adelante, pág. 259 ss., y sobre el cual puede verse también E. Panofsky, Studies in Ico-
nology, Nueva York, 1939, pág. 44 ss., figs. 18-23 [ed. cast., Estudios sobre iconología, Madrid, 1972,
pág. 54 ss., figs. 18-23], con algo más de bibliografía.
69
No puedo resistir la tentación de citar un diálogo entre dos jóvenes de la nobleza prusiana, capitán de
la Guardia de Corps uno y funcionario el otro, que tiene lugar mientras cabalgan por una avenida de cas-
taños majestuosos: «’Das ist ja wie ein Kirchenschiff’, sagte Rex... ‘Finden Sie nicht auch, Czako?’ –
‘Wenn Sie wollen, ja. Aber Pardon, Rex, ich finde die Wendung etwas trivial für einen
Ministerialassessor’» (Theodor Fontane, Der Stechlin, publicado por primera vez en 1898, cap. II).
22

con los ejecutantes de una «pintura griega y latina que durante muchos siglos yació
postrada al servicio de una tosca impericia» 70. Pero esta distinción entre pintores grie-
gos y latinos que suponemos hace alusión, de un lado, a los artistas realmente naturales
de Bizancio y, de otro, a los italianos que trabajaban a la manera bizantina hubo de ser
pronto abandonada en favor de una designación colectiva que denota lo «anticuado» de
su estilo, al margen de su nacionalidad: maniera greca. Cennino Cennini escribe, por
las mismas fechas que Filippo Villani, que Giotto «tradujo el arte de pintar del griego
al latín, y [así] lo hizo moderno» 71; y en los Commentarii de Lorenzo Ghiberti, redac-
tados a mediados del siglo XV, aparece la maniera greca como expresión de uso co-
rriente y claramente peyorativa.
Es en estos Commentarii donde encontramos la primera declaración explícita de lo
que podríamos llamar teoría de supresión interna, por oposición a la teoría de devasta-
ción externa: «En tiempos del emperador Constantino y del papa Silvestre ganó prima-
cía la fe cristiana. Violentamente perseguida la idolatría, todas las estatuas y pinturas
de tan grande nobleza y perfecta y antigua dignidad fueron destruidas o mutiladas; y
junto con esas estatuas y pinturas perecieron los libros y tratados, así como los dibujos
[teóricos] y reglas que habían servido de guía para tan grande, egregia y gentil arte...
Extinguido el arte, los templos permanecieron desnudos (bianchi) por espacio de unos
seiscientos años. Entonces los griegos recomenzaron muy débilmente el arte de la pin-
tura y lo practicaron con gran tosquedad: que tan hábiles como habían sido los [grie-
gos] antiguos, así fueron rudos y torpes los de esta época» 72.
A primera vista, esta distinción neta −y, en cierto modo, totalmente lógica− entre la
destructividad bárbara y la intolerancia iconoclasta, la primera haciendo estragos en la
arquitectura y la segunda ahogando las artes figurativas, no parece sino poner de mani-
fiesto una falta de coordinación entre los espíritus preocupados por uno y otro ámbito
de creación artística. Pero en seguida advertimos que ambas teorías tienen un importan-
te elemento en común: al hablar de la «persecución violenta de la idolatría», Ghiberti
atribuye la decadencia de la pintura y la escultura a una ruptura de la tradición clásica
aún más deliberadamente destructiva que la que condujo a la decadencia de la arquitec-
tura: no a un acto de Dios, sino a un acto del hombre; y con ello deja implícito que esa
ruptura podría ser enmendada, por así decirlo, mediante una igualmente deliberada
vuelta a la Antigüedad. El mismo ferviente admirador y coleccionista de la escultura
antigua 73, invita claramente a sus colegas en el arte a inspirarse no sólo en la naturale-
za, sino también en lo que subsiste del arte clásico. Y al deplorar la pérdida de «volú-
menes y comentarios», al tiempo que la destrucción o mutilación de «estatuas y pintu-

70
Véase anteriormente, págs. 48-49, nota 39.
71
Cennino d’Andrea Cennini da Colle di Val d'Elsa, Il Libro dell’Arte, II, ed. por D. V. Thompson Jr.,
New Haven, 1933, pág. 2: «Il quale [Giotto] rimutò l’arte del dipingere di Grecho in latino, e ridusse al
moderno.»
72
J. von Schlosser, Lorenzo Ghibertis Denkwürdigkeiten, I, pág. 35 ss.: «Adunche al tempo di
Constantino imperadore et di Silvestro papa sormontò su la fede christiana. Ebbe la ydolatria grandissima
persecutione in modo tale, tutte le statue et le picture fuoron disfatte et lacerate di tanta nobilità et anticha
et perfetta dignità et così si consumaron colle statue et picture et uilumi et comentarij et liniamenti et
regole [che] dauano amaestramento a tanta et egregia et gentile arte... Finita che fu l’arte stettero e templi
bianchi circa d’anní 600. Cominciorono i Greci debilissimamente l’arte della pictura et con molta
roçezza produssero in essa; tanto quanto gl’antichi furon periti, tanto erano in questa età grossi et roçi.»
Los Commentarii de Ghiberti han sido reeditados por O. Morisani, Nápoles, 1947.
73
Véanse en especial J. Schlosser, «Ueber einige Antiken Ghibertis», Jahrbuch der kunsthistorischen
Sammlungen des Allerh~chsten Kaiserhauses, XXIV, 1904, pág. 125 ss., y Krautheimer, «Die Anfánge
der Kunstgeschichtsschreibung in Italien».
23

ras», les está invitando con igual claridad a hacer extensivos sus estudios a lo que sub-
siste de la literatura clásica.
Este mensaje se transformaría en doctrina formal en manos de los contemporáneos y
discípulos más explícitos de Ghiberti, primera y principalmente en Leone Battista Al-
berti. En su Tratado de la pintura, escrito hacia 1435, Alberti aconseja que el pintor
acuda al humanista en busca de temas profanos (v. gr., clásicos), poniendo como ejem-
plo la historia de la Calumnia de Apeles, narrada por Luciano, y demostrando así la
utilidad pictórica de un autor griego prácticamente desconocido en la Edad Media, al
tiempo que subraya la dignidad del pintor 74. También aplica Alberti a esta profesión, sí
bien tentativamente, las categorías de la retórica clásica: invención, disposición (con-
vertida en circonscriptione y compositione, y reemplazada unos cien años después por
disegno), y elocución (convertida en receptione de lume, y reemplazada. unos cien años
después por colorito) 75. Y, lo que es más importante, introduce −o, mejor dicho, rein-
troduce− en la teoría de las artes figurativas lo que llegaría a constituirse en concepto
central de la estética renacentista, el viejo principio de convenienza o concinnitas, cuya
traducción más aproximada quizá sea el término «armonía»: «[El pintor] debe procurar,
ante todo, que todas las partes concuerden entre sí; y lo harán si, en cuanto a cantidad,
función, clase, color y en todos los demás aspectos, armonizan (corresponderanno) en
una única belleza» 76.
Esta doctrina, reiterada ad infinitum por los seguidores de Alberti −entre ellos Leo-
nardo y Durero, por citar sólo a los más famosos−, oponía al anterior postulado de ve-
rosimilitud los de selección estética y racionalización matemática (al menos en lo que
respecta a la «armonía en la cantidad», es decir, a la proporción). El que la piel de un
negro sea oscura por todo su cuerpo es un hecho de la experiencia corriente, cotidiana;
pero ¿quién podría formular un juicio sobre la relación «armónica» entre, por ejemplo,
la longitud del pie, la anchura del pecho y el grosor de la muñeca, sin combinar la ob-
servación empírica con la investigación arqueológica y las matemáticas exactas? Auxi-
liar al artista en este campo es lo que Alberti se propuso en su segundo tratado sobre el
arte, De statua 77. Y si bien es cierto que su método para determinar y registrar las pro-
porciones del cuerpo humano era entonces único y seguiría siéndolo durante cierto
tiempo, su interés por el tema en sí era compartido por todos sus contemporáneos, y
hasta atribuido retroactivamente a los grandes maestros del pasado.
Si Boccaccio y Villani habían elogiado a Giotto exclusivamente por su verosimili-
tud, Ghiberti le alaba, además, por haber logrado esa mezcla de gracia y dignidad que
los italianos llaman gentilezza; por haber redescubierto no sólo en la práctica; sino
también en la teoría (doctrina), lo que llevaba seiscientos años sepultado, y, sobre to-

74
Leon Battista Alberti, Kleinere kunsttheoretische Schriften, ed. por H. Janitschek (Quellenschriften
für Kunstgeschichte, XI, Viena, 1877), pág. 144 ss.; en versión más reciente, Leon Battista Alberti, Della
Pittura, ed. por L. Mallé, Florencia, 1950, pág. 104 s. Sobre la versión latina véase R. Altrocchí, «The
Calumny of Apelles in the Literature of the Quattrocento», Publications of the Modern Language
Association of America, XXXVI, 1921, pág. 454 ss. Sobre la respuesta que halló la sugerencia de Alberti
entre los artistas del Renacimiento, véase R. Förster, «Die Verleumdung des Apelles in der Renais-
sance», Jahrbuch der königlich preussischen Kunstsammlungen, VII, 1887, págs. 29 ss., 89 ss., y G. A.
Giglioli, «La Calumnia di Apelle», Rassegna d’arte, VII, 1920, pág. 173 ss. La versión que da Alberti
difiere significativamente tanto del original griego como de la traducción de Luciano por Guarino Gua-
rini (1408); véase Panofsky, Studies in Iconology, pág. 158 s. [Estudios sobre iconología, pág. 215 s.].
75
Alberti, ibídem, ed. Janitsohek, pág. 98 ss.; ed. Mallé, pág. 81 ss. Una interpretación de las categorías
de Alberti puede verse en Lee, op. cit., páginas 211, 264 s.
76
Alberti, ibídem, ed. Janitschek, pág. 111; ed. Mallè, pág. 88.
77
Alberti, De statua, ed. Janitschek, pág. 199 ss.
24

do, por haber observado siempre las «proporciones justas» (non uscendo delle misure).
Landino, transfiriendo al «maestro» lo que Ghiberti había atribuido al «discípulo» e
invocando de forma aún más explícita el espíritu de la Antigüedad clásica, afirma que
Cimabue fue el primero en desenterrar, además de los lineamenti naturali, esa «vera
proportione que los griegos llaman simetría» 78. Incluso un poeta no florentino de hacia
1440, al escribir el elogio de un pintor no florentino, añade a los valores de «naturali-
dad», «arte», «aire», «diseño», «estilo» y «perspectiva» el de mesura (proporción) 79.
Vemos, pues, cómo en todas estas fuentes del siglo XV la función de la pintura, has-
ta entonces limitada a la imitación reproductora de la realidad, se extiende a la organi-
zación racional de la forma: esa organización racional regida por las «proporciones
justas» cuyo secreto se contenía en la perdida «doctrina de los antiguos» 80. Y en las
mismas décadas la función de la arquitectura, hasta entonces limitada al ensamblaje
funcional de materiales estructurales, se extendió a una imitación recreativa de la natu-
raleza: imitación recreativa regida por las mismas «proporciones justas».
«Si no me equivoco −dice el mismo Alberti que había introducido el principio de
convenienza en la crítica de las artes figurativas, y transformado la teoría de las pro-
porciones humanas de método por legerement ovrer en lo que podríamos denominar
antropometría estética− 81, el arquitecto ha tomado del pintor [es decir, de alguien que,
por definición (imita a la naturaleza)] sus arquitrabes, basas, capiteles, columnas, fron-
tones y demás cosas semejantes» 82. Y en otro lugar: «Los griegos, deseosos de superar
a la arquitectura asiática y egipcia en ingenio y calidad, distinguieron entre lo bueno y
lo menos bueno y se volvieron hacia la naturaleza, siguiendo sus intenciones en lugar
de mezclar cosas incongruentes, observaron cómo lo masculino y lo femenino producen

78
Ghiberti, loc. cit.: «Arecò [Giotto] l’arte naturale e’lla gentilleza con essa, non uscendo delle misure.»
Sobre Landino véase anteriormente, pág. 48, nota 39.
79
Soneto de Agnolo Gelli sobre Pisanello, fechado en 1442:
Arte, mesura, aere et desegno,
Manera, prospectiva et naturale
Gli ha dato el celo per mirabil dono.
(publicado en A. Venturi, Le Vite de’ più eccellenti pittori, scultori, e architetti, scritte da M. Giorgio
Vasari, 1, Gentile da Fabriano e il Pisanello, Florencia, 1896, pág. 49). El texto publicado dice además
que «il dolce Pisano» fue superior a Cimabue, «Gretto» y Gentile da Fabriano; al segundo miembro de
esta tríada se le suele identificar con Allegretto Nuzi. Pero era entonces tan corriente enlazar los nombres
de Cimabue y Giotto, y una comparación favorable con este último resultaría tanto más efectiva que con
Allegretto Nuzi, que cabe sospechar una corrupcíón de «Giotto» en «Gretto». Otro problema que nos
plantea el soneto de Gelli es el de qué sentido dar a aere. Si lo interpretamos como algo semejante a at-
mósfera; el término resultaría un tanto anacrónico, y parecería más natural unirlo a prospectiva que a
desegno. Yo me inclino a interpretarlo a la manera de nuestros «aires de...», como aludiendo a las postu-
ras, ademanes y porte en general de las figuras de Pisanello.
80
Doctrina cuya pérdida deplora Durero constantemente; véase en particular K. Lange y F. Fuhse, Al-
brecht Dürers schriftlicher Nachlass, Halle, 1893, págs. 207, línea 7 ss.; 288, 10 ss.; 295, 16 ss.; 298, 5
ss.
81
Véase E. Panofsky, «Die Entwicklung der Proportionslehre als Abbild der Stilentwicklung»,
Monatshefte f ür Kunstwissenschaft, XIV, 1921, pág. 188 ss. (trad. inglesa en Meaning in the Visual
Arts, Nueva York, 1955, pág. 55 ss. [El significado en las artes visuales, pág. 61 ss.]).
82
Alberti, De la Pintura, ed. Janitschek, pág. 91; ed. Mallè, pág. 77: «Presse I’architetto, se io non erro,
pure dal pittore li architravi, le base, i chapitelli, le colonne, frontispicii et simili tutte altre cose; et con
regola et arte del pictore tutti i fabri, i scultori, ogni bottega et ogni arte si regge.» Sobre la interpretación
de este pasaje véase Kauffmann, op. cit., pág. 127. Como señala convincentemente Janitschek, pág. 233,
Alberti, el artista universal, disiente aquí de Vitrubio (De architectura, I ,1, 1), quien al igual que los
escolásticos medievales sostiene la subordinación de todas las demás artes a la arquitectura.
25

un tercero mejor y estudiaron el dibujo y la perspectiva» 83. Manetti nos asegura que si
Brunelleschi logró hacer lo que hizo no fue solamente por haber redescubierto los ór-
denes clásicos, sino porque, «dotado además de buena vista mental (buono occhio men-
tale)», se había familiarizado con «la escultura, las dimensiones, las proporciones y la
anatomía» 84. Y la carta, a León X afirma explícitamente lo que entre tanto había pasado
a ser de dominio público gracias a los estudios de Vitrubio, a saber, que aquellos famo-
sos órdenes clásicos representaban la transformación y exaltación arquitectónicas del
cuerpo humano: «los romanos tenían columnas calculadas según las dimensiones del
hombre y de la mujer».
Esta afirmación, manifiestamente basada en la derivación que hace Vitrubio de las
columnas dórica, jónica y corintia de las proporciones respectivas de un hombre, una
mujer madura y una doncella esbelta 85, expresa el hecho fundamental de que la arqui-
tectura clásica se diferencia de la medieval por ser −si se me permite utilizar tan horri-
bles calificativos− catantrópica en lugar de epantrópica: dimensional por analogía con
las proporciones relativas del cuerpo humano, no trazada a escala con relación al tama-
ño absoluto del cuerpo humano 86.
La amplitud de las puertas de una catedral gótica es la justa para permitir el paso de
una procesión con sus estandartes. Sus capiteles, si los hay, rara vez sobrepasan la altu-
ra modesta de las basas, mientras que la altura de los fustes o pilares puede aumentar o
disminuir independientemente de su grosor. Y ninguna de las estatuas rebasa en magni-
tud apreciable el tamaño natural (cuando Thomas Gray, el autor de la Elegy Written in
a Country Churchyard, visitó la catedral de Amiens, todo lo que se le ocurrió decir es
que estaba «adornada con miles de estatuas pequeñas»).
En un templo clásico −y, por consiguiente, en una iglesia renacentista− las basas, los
fustes y los capiteles están proporcionados, más o menos, según la relación que media
entre el pie, el cuerpo y la cabeza de un ser humano normal 87. Y es precisamente la au-
sencia de una analogía semejante entre las proporciones arquitectónicas y las humanas
lo que motivó que los teorizadores del Renacimiento acusaran a la arquitectura de no
tener «proporción ninguna» 88. Las puertas de San Pedro se elevan hasta una altura de
unos doce metros, y los querubines que sostienen las pilas de agua bendita miden casi
cuatro. Por ello el visitante puede estirar, por así decirlo, su estatura ideal de acuerdo
con el tamaño real del edificio, y a esa misma razón se debe el que a menudo le dejen
frío sus dimensiones objetivas, por muy gigantescas que sean (alguien ha dicho, medio
en broma, medio en serio, que San Pedro es «pequeño, pero bien proporcionado»); en
cambio, una catedral gótica de dimensiones mucho menores nos obliga a tomar con-
ciencia de nuestra estatura real en contraste con el tamaño del edificio. La arquitectura

83
Alberti, De architectura, VI, 3.
84
Manetti (Frey, Le Vite di Filippo Brunelleschi, pág. 73).
85
Vitrubio, De architectura, IV, 1, 1-12.
86
Véase C. Neumann, «Die Wahl des Platzes für Michelangelos David in Florenz im Jahr 1504; Zur
Geschichte des Masstabproblems», Repertorium für Kunstwissenschaft, XXXVIII, 1916, pág. 1 ss.
87
Este conflicto entre las interpretaciones gótica y clasicista de las proporciones arquitectónicas se puso
de manifiesto ya hacia 1400 en la célebre disputa entre los arquitectos franceses e italianos de la catedral
de Milán: los primeros afirmaban que la altura de los capiteles de los pilares no debía ser mayor que la de
las basas, mientras que los segundos sostenían que, dado que la palabra capitellum viene de caput, los
capiteles debían rebasar en altura a las basas por tanta diferencia como la que media entre la cabeza y el
pie de un hombre. Véase J. S. Ackerman, «’Ars Sine Scientia Nihil Est’; Gothic Theory of Architecture
at the Cathedral of Milan», Art Bulletin, XXXI, 1949, página 84 ss., en particular pág. 98.
88
Véase anteriormente, pág. 53 ss.
26

medieval predica la humildad cristiana; la arquitectura clásica y renacentista proclama


la dignidad del hombre.
VI
De todo lo dicho se desprende que el viejo interrogante: «cuando los hombres del
Renacimiento se gloriaban de la renovación o renacer del arte y la cultura, ¿entendían
esa renovación o renacer como un resurgimiento espontáneo de la cultura como tal
(comparable al despertar de la naturaleza en primavera), o como una revitalización de-
liberada de la cultura clásica en particular?» 89, no puede tener respuesta sin puntualiza-
ciones históricas y sistemáticas.
Para Petrarca, pongamos por caso, este interrogante habría carecido de sentido. No
se planteará hasta el momento en que, con Boccaccio, comience a establecerse un para-
lelismo entre la renovación de la literatura y las de la pintura y la escultura; y se agudi-
zará cuando, a principios del siglo XV, se patentice un máximo de influencia clásica en
la arquitectura frente a un mínimo de dicha influencia y un máximo de naturalismo en
la pintura de Masaccio y sus seguidores. Poco después, sin embargo, empezará a ce-
rrarse el hiato que separa las distintas esferas de la actividad cultural, y, por ende, los
dos lemas de «vuelta a la naturaleza» y «vuelta a los clásicos»: el concepto de propor-
ción enlazará las artes figurativas con la arquitectura (y, podemos añadir, la arquitectu-
ra con la música) 90, y los conceptos de invención, composición e ilustración enlazarán
las artes figurativas con la literatura.
Quedan así sentadas las bases de una reconciliación general, aunque temporal: de
una interpretación de la historia que ve en la destrucción bárbara y en la supresión
eclesiástica de los valores clásicos dos aspectos de una única e idéntica calamidad, que
habrá que reparar con un único e idéntico remedio 91; y de una teoría estética −que no
hallará seria oposición hasta las postrimerías mismas del Renacimiento, y que a partir
de entonces se verá más robustecida que debilitada por esa oposición− que resuelve la
dicotomía entre «vuelta a la naturaleza» y «vuelta a la Antigüedad» mediante la tesis
de que el propio arte clásico, por haber manifestado lo que pretendía la natura natu-
rans, pero no llegó a realizar la natura naturata, representó la forma más elevada y
«verdadera» de naturalismo. «La Antigüedad −dice Goethe− es parte de la naturaleza,
y, en efecto, cuando nos conmueve, parte de la naturaleza natural» 92.
Cuando Durero, hacia 1523, trata en sus escritos de esa Wiedererwachsung que él,
como hombre honrado que es, atribuye a los italianos, y cuyo inicio hace remontarse al
momento aproximado de la mayoría de edad de Giotto (o, en otro ejemplo, a la fecha
aproximada del nacimiento de Brunelleschi 93), es característico que aplique el término

89
Véase sobre todo Kauffmann, op. cit.
90
Véase R. Wittkower, Architectural Principles in the Age of Humanism, segunda ed., Londres, 1952,
en particular pág. 90 ss.
91
Es interesante observar que Vasari, en el prólogo a la tercera parte (cf. más adelante, págs. 70-71),
habla del hallazgo providencial de obras como el Laocoonte, el Torso Belvedere, etc., como «causante»
de la desaparición de las imperfecciones que todavía existían en el estilo del Quattrocento.
92
Goethe, Maximen und Reflexionen, ed. por M. Hecker, 1907 (Schriften der Goethegesellschaft, vol.
XXI), pág. 229; cf. E. Panofsky, «Dürers Stellung zur Antike», Jahrbuch für Kunstgeschichte, I, 1921-
22, pág. 43 ss. (incluido en Meaning in the Visual Arts, pág. 236 ss., en particular pág. 265 ss. [El sig-
nificado en las artes visuales, pág. 209 ss.]).
93
El término Wiedererwachsung en sí no lo emplea Durero más que una vez, en un borrador del prólo-
go a sus Cuatro libros de las proporciones humanas, fechado en 1523, donde se dice que la «itzige Wie-
dererwachsung» dio comienzo hace «siglo y medio» (o sea, hacia 1375) y después de una interrupción de
«mil años» (Lange y Fuhse, op. cit., pág. 344, líneas 6-19). Sin embargo, la visión histórica que aquí se
27

«arte» en parte a la práctica de la pintura (die Kunst der Malerei) y en parte a la teoría
de las proporciones humanas (die Kunst, die Menschen zu messen); pero en uno y otro
caso no deja lugar a dudas de que aquello que había sido «sacado a la luz tras haber
estado perdido durante mil años» había sido dominado y «tenido en gran estima» por
los «griegos y romanos», y había «perecido con la caída de Roma» 94. Para Durero,
pues, la distinción entre «renovación del arte» y «renovación del arte clásico» no cons-
tituye ya una alternativa. Y lo mismo puede decirse, a otro nivel de conciencia históri-
ca y sistemática, de ese gran coordinador −o, si se quiere, conflacionista− que fue
Giorgio Vasari.
Vasari, el primero en afirmar explícitamente la consanguinidad de las tres bellas ar-
tes como «hijas de un mismo padre, el Diseño» 95, el primero en estudiarlas en un solo
volumen, mientras que todos sus predecesores habían estudiado, o pretendido estudiar,
la arquitectura, la pintura y la escultura en tratados distintos, y el primero también en
presentar los estragos de los bárbaros y el «férvido celo de la nueva religión cristiana»
como causas conjuntas de una misma catástrofe y no como dos desastres inconexos 96,
veía el «renacimiento del arte» como fenómeno total que él bautizó con un nombre co-
lectivo: la rinascita 97. Visto desde la atalaya de 1550, el pasado «progreso de este re-
nacimiento (il progresso della sua rinascita)» se le aparecía como una evolución que
se hubiese desarrollado en tres fases (età), correspondiente cada una de ellas a una de
las edades de la vida humana e iniciada, aproximadamente, con el comienzo de un nue-
vo siglo. La primera fase, comparable a la infancia, la inauguraron Cimabue y Giotto
en la pintura, Arnolfo di Cambio en la arquitectura y los Pisani en la escultura; la se-
gunda, comparable a la adolescencia, recibió su carácter de Masaccio, Brunelleschi, y
Donatello, y la tercera, comparable a la madurez, empezó con Leonardo da Vinci y
culminó en Miguel Angel, modelo del uomo universale 98. En consecuencia, Vasari di-
vide sus Vidas en tres partes, y en el prólogo general de la tríada (Proemio delle Vite),
así como en los prólogos particulares que encabezan cada parte, intenta definir las eta-
pas de la rinascita entera.
EI prólogo general no deja lugar a dudas de que, a juicio de Vasari, el nuevo flore-
cimiento del arte se debía a una vuelta a la Antigüedad clásica: «los genios que vinie-
ron después [de Cimabue], distinguiendo claramente lo bueno de lo malo y abandonan-

expresa recurre a menudo en sus escritos y figura, con las mismas fechas, en otros dos borradores del
mismo prólogo (Lange y Fuhse, págs. 259, líneas 16-22; 338, línea 25; 339, línea 2). El prólogo impreso
en el Tratado de Geometría, publicado en 1525, únicamente difiere de esos pasajes en trasladar el inicio
del movimiento a «hace doscientos años» (o sea, hacia 1325), manteniendo inalterada la duración del
período de inactividad; y aquí se atribuye explícitamente a los italianos el haber «sacado a la luz el arte
que estaba oculto» (Lange y Fuhse, pág. 181, líneas 23-28; cf. también ibídem, pág. 254, línea 19 s.).
94
Este es el pasaje al que nos referíamos en la nota anterior: Lange y Fuhse, pág. 181, líneas 23-28.
Véase también ibídem, pág. 338, línea 27 s.: «Denn do Rom geschwächt ward, so gingen diese Kunst alle
mit unter.»
95
Vasari, ed. cit., I, pág. 168 y passim; cf. Panofsky, «Das erste Blatt...» (Meaning in the Visual Arts,
pág. 214 s. [El significado en las artes visuales, pág. 179]). Mientras que el «padre» de las tres bellas
artes se identifica siempre con el Disegno, su «madre» aparece unas veces como Invenzione (II, página
11) y otras como Natura (VII, pág. 183).
96
Vasari, «Prólogo a las Vidas», ed. cit., I, pág. 230 ss.
97
Este significativo término aparece usado por primera vez en un sentido global en el prólogo general,
ibídem, I, pág. 243, mientras que el prólogo a la segunda parte (II, pág. 99) lo aplica al caso concreto de
la escultura: «La quale [scultura] in quella prima età della sua rinascita ebbe assai di buono.» Sobre las
implicaciones religiosas de los términos rinascita y renaissance véase más adelante, pág. 77.
98
Sobre la Geschichtskonstruktion de Vasari véase de nuevo Panofsky, «Das erste Blatt...» (Meaning in
the Visual Arts, pág. 215 ss. [El significado en las artes visuales, pág. 179 ss.]), con más bibliografía.
28

do el estilo antiguo, consagraron todo su talento e industria a la imitación del arte clá-
sico» 99. Pero en el prólogo de la primera parte, que trata del Trecento, no se menciona
para nada la influencia clásica, y Giotto se interpreta como naturalista hasta el punto de
atribuírsele, nada menos que a él, la introducción del famoso «insecto ilusionista» en el
arte posclásico (según Vasari, adornó la nariz de una figura recién acabada por su
«maestro» Cimabue con una mosca, que el viejo artista intentó «espantar» repetidas
veces). En el prólogo de la segunda parte, dedicada al Quattrocento, Vasari hace la tí-
pica distinción que ya hemos comentado entre los papeles respectivos de Brunelleschi,
redescubridor de la arquitectura antigua; Donatello, rival de los escultores antiguos, y
Masaccio, cuyo estilo no parece relacionar nunca con el arte clásico. Será solamente en
el prólogo de la tercera parte, que describe la fase culminante de la terza età, donde
encontremos un reconocimiento extenso y pleno de la influencia de la Antigüedad.
Resumiendo una vez más todo el proceso, Vasari va mostrando aquí la realización
gradual de cinco requisitos o principios (aggiunti) del arte: norma, orden, medida, di-
seño y «manera» (siendo este último una especie de síntesis intuitiva mediante la cual
el artista destila de sus experiencias personales un «tipo» de belleza suyo propio). En
todos estos aspectos flaquearon Giotto y «todos los artistas de la primera fase», aunque
habían «tomado conciencia de los principios básicos (principj di tutte queste diffi-
coltà)» y progresado algo en verosimilitud, colorido y composición. Los maestros de la
segunda fase hicieron enormes avances, pero no llegaron a alcanzar esa combinación de
precisión, gracia y libertad que constituye la perfección para Vasari: sus obras, por más
que meritorias, adolecían de una cierta «sequedad», y en los detalles caían por debajo
del nivel de los clásicos, aun en aquellos casos en los que «la figura en conjunto acor-
daba ya con lo antiguo» (wir wollen dem Naturalisten sein Vergnügen lassen», escribía
en 1898 Heinrich Wölfflin, a propósito de uno de esos detalles ofensivos en el Marte y
Venus de Piero di Cosimo).
«Aquellos, sin embargo, que vinieron tras ellos −continúa Vasari− vieron salir de la
tierra algunas obras clásicas de las que Plinio menciona entre las más famosas: el Lao-
coonte, el Hércules, el poderoso Torso Belvedere, la Venus, la Cleopatra, el Apolo y
tantas otras; y ellas, con su suavidad y precisión (dolcezza e asprezza), sus contornos
bien llenos y tomados de las mayores bellezas de la vida real, sus actitudes, no entera-
mente contorsionadas, pero movidas en algunas partes con gracia graciosísima (grazio-
sissima grazia), fueron la causa de que desapareciera (fuorono cagione di levar via)
aquella manera seca, tosca y cortante» que, «por demasiado estudio», había llegado a
prevalecer en los maestros de la segunda mitad del Quattrocento, desde Piero della
Francesca y Andrea del Castagno hasta Botticelli, Mantegna y Signorelli. Sus «errores»
fueron eliminados por Leonardo da Vinci, quien, «además de la vivacidad y audacia de
su diseño, y además de su talento para imitar, de la manera más sutil, todos los porme-
nores de la naturaleza..., infundió verdadero movimiento y aliento a sus figuras a fuer-
za de buenos principios (la buona regola), mejor orden, justa medida, perfecto diseño y
gracia divina». Y así, después de las aportaciones de Giorgione, Rafael, Andrea del
Sarto, Correggio y otros, se alcanzó un clímax final con el «divino Miguel Angel
Buonarroti»: «reinando sin rival» en las tres artes, superó no sólo a sus predecesores
inmediatos, que «ya casi habían vencido a la naturaleza (costoro cbe hanno quasi cbe
vinto già la natura)», sino también a aquellos que «tan excelsamente la habían supera-

99
Vasari, ed. cit., T, pág. 242: «GIi ingegni que vennero poi, conoscendo assai bene il buono dal
cattivo, ed abbandonando le maniere vecchie, ritornarono ad imitare le antiche con tutta l’industria ed
ingegno loro.»
29

do, sin duda alguna (che si lodatamente fuor d’ogni dubbio la superarono)», esto es, a
los propios maestros clásicos 100.
Ni que decir tiene que este resumen está sembrado de inconsistencias, por las que
Vasari ha sido severamente censurado. Dos de sus «principios», la «norma» y el «or-
den», parecen haber sido transferidos de la arquitectura a la pintura y escultura. Y en
su empeño de mostrar una evolución gradual y, si se nos permite la expresión, autopro-
pulsada hacia una verosimilitud cada vez mayor, y al mismo tiempo hacer justicia a la
importancia de hallazgos tan sensacionales como los del Laocoonte y el Apolo Belvede-
re, Vasari llega a un punto en el cual, para él mismo y para sus lectores, resulta virtual-
mente imposible distinguir entre lo que esa evolución ha debido a una creciente fami-
liaridad con la naturaleza y lo que ha debido a una creciente familiaridad con el arte
antiguo.
De lo dicho se desprende, sin embargo, que esas mismas inconsistencias eran casi
inevitables en un momento en el que el desarrollo originalmente divergente de dos ver-
tientes artísticas (la arquitectura y las artes figurativas) había llegado a un punto de
convergencia, y en el que dos conceptos históricos originalmente dispares (la vuelta a
la naturaleza y la vuelta a la Antigüedad) habían llegado a fundirse. Y, en un aspecto
por lo menos, Vasari sí que sirvió a la causa de clarificación: sistematizó la terminolo-
gía.
Los términos que dan nombre a relaciones temporales son imprecisos por su propia
naturaleza. Tomadas en sí mismas, las palabras antiquus y antico únicamente denotan
«algo viejo» o «del pasado», pero no necesariamente algo «antiguo» por oposición a
«algo distinto» y definido que haya de sucederlo. Tomadas en sí mismas, las palabras
modernus (acuñada, al parecer, por Casiodoro) y moderno únicamente denotan algo
«reciente» o «del presente», pero no necesariamente algo «moderno» por oposición a
«algo distinto» y definido que haya ocurrido antes. Recordemos que Cennino Cennini
afirmaba que Giotto había hecho «moderno» el arte de la pintura. Filarete y Manetti, en
cambio, calificaban de moderni a los edificios antiguos erigidos por arquitectos trans-
alpinos (cuyo estilo llamaríamos gótico), mientras que a los edificios del nuevo estilo
«renacentista» los llamaban antichi o alla romana et alla antica 101; y esta acepción de
moderno persistió tan tenazmente que Vignola pudo todavía aplicarla a las partes góti-
cas de la tan debatida fachada de San Petronio de Bolonia, y la mayoría de los autores
no italianos de los siglos XV y XVI, sobre todo en España, la emplearon para distinguir
la tradición contemporánea, todavía esencialmente gótica tardía, del estilo importado,
puramente italianizado, del Alto Renacimiento 102. A la inversa, un colega boloñés de
Vignola podía emplear la palabra vecchio (que entonces se usaba en Roma y en Floren-

100
Ibídem, IV, pág. 8 ss.
101
Véase anteriormente, págs. 55 y 56, notas 54 y 57. De modo semejante, Lorenzo Ghiberti se refiere
al clípeo de la parte posterior de su «Cassa di Zan Zanobi», que muestra una inscripción grabada en bel-
las mayúsculas romanas, como «epitaphyo intaglato di lettere antiche» (Schlosser, Lorenzo Ghibertis
Denkwürdigkeiten, I, pág. 48).
102
Por lo que se refiere al empleo de la palabra moderno en Italia, véase Panofsky, «Das erste Blatt...»
(Meaning in the Visual Arts, pág. 196 ss. [El significado en las artes visuales, pág. 165 ss.]). Su uso en
fuentes españolas y francesas del siglo XVI ha sido estudiado por el profesor George Kubler en una con-
ferencia que esperamos sea pronto accesible en forma impresa. Entre tanto, el profesor Kubler ha tenido
la amabilidad de indicarme que las mejores fuentes españolas al respecto son: Juan de Arfe, Varia con-
mensuración, Sevilla, 1585; las actas capitulares de la catedral de Salamanca abreviadas en F. Chueca,
La catedral nueva de Salamanca, 1951 (Acta Salmanticiencie IV), sobre todo Ias discusiones de 1588; y
el manuscrito Libro de traças de piedras de Alonso de Vandelvira (en la Biblioteca de la Universidad de
Madrid), donde se definen como bóvedas «modernas» las construidas con nervios y arcos apuntados.
30

cia como sinónimo de «anticuado» o «pasado de moda», y, por tanto, como antónimo
de antico) en el sentido de «clásico» 103, mientras que un académico boloñés de fecha
aún más tardía podía usar la entonces generalmente sacrosanta expresión «gli Antichi»
para designar a los pintores «secos y duros» en activo antes de la eclosión del Alto Re-
nacimiento 104.
En la época de Vasari, en fin, reinaba una confusión total, agravada por el hecho de
que los mismos griegos de quienes tomara su nombre la deplorable maniera greca ha-
bían engendrado, en otro tiempo, aquel estilo clásico que culminaría en el arte de los
romanos.
Plenamente consciente de esta confusión, y declarando explícitamente su intención
de ayudar a sus lectores a comprender mejor la diferencia entre vecchio y antico, Vasa-
ri elaboró una terminología un tanto complicada, pero muy coherente. La expresión
maniera vecchia («el estilo anticuado»), explica, debe aplicarse solamente al estilo de
los Greci vecchi e non antichi («griegos del pasado, pero no de la Antigüedad»); es,
pues, equivalente a lo que nosotros llamamos bizantino o bizantinizante. La expresión
maniera antica 105 («estilo antiguo»), por el contrario, se debe reservar a la buona ma-
niera greca antica 106 («el buen estilo griego antiguo»); es, pues, equivalente a lo que
nosotros llamamos clásico.
Lo correspondiente en arquitectura a la maniera greca en pintura es, huelga decirlo,
la maniera tedesca (nótese que ni Vasari ni ningún otro autor del siglo XVI, y menos
en Italia, emplean jamás el adjetivo gotico), que, por tanto, cabe también calificar de
vecchia. Y para diferenciar el arte de su propia época, tanto del estilo «anticuado» de la
Edad Media como del estilo «clásico» de la Antigüedad, Vasari propone designarlo con
el mismo término que hasta entonces se había reservado para el arte del Medioevo: el
término moderno. En la terminología de Vasari, pues, esta palabra no denota ya un esti-
lo opuesto a la «buona maniera greca antica», sino esa «buona maniera greca antica»
restaurada por oposición a la «buona maniera greca antica» propiamente dicha. Califi-
cado a menudo con epítetos tales como «bueno» o «glorioso» (buona maniera moder-
na, il moderno si glorioso) 107, el termino «moderno» se convierte así , en general, en
sinónimo del estilo del «Renacimiento» en cuanto que opuesto al del Medioevo; y en
un sentido más restringido puede incluso reducirse al «Alto Renacimiento» del Cinque-
cento (terza età) en cuanto que distinto de las dos anteriores etapas de la rinascita. En
el prólogo de la segunda parte, por ejemplo, Vasari atribuye a Masaccio el haber «sa-
cado a la luz esa manera moderna (quella maniera moderna) que desde entonces hasta
nuestros días vienen practicando todos nuestros artistas»; pero en el prólogo de la ter-
cera alaba a Leonardo por haber «sentado las bases de ese tercer estilo que hemos deci-
dido llamar moderno» (dando principio a quella terza maniera che noi vogliamo chia-
mare la moderna).
Es lógico que esta atrevida inversión del uso contemporáneo tardase en ser aceptada;
en ocasiones, cuando el contexto no deja lugar a dudas, el propio Vasari reincide en la
costumbre anterior de usar la palabra moderno en el sentido de «ya no clásico» (es de-

103
Panofsky, ibídem (Meaning in the Visual Arts, pág. 198, nota 68 [El significado en las artes visuales,
pág. 170, nota 68]).
104
Ibídem (Meaning in the Visual Arts, pág. 196, nota 59 [El significado en las artes visuales, pág. 169,
nota 59]).
105
Vasari, ed. cit., I, pág. 242.
106
Ibídem, I, pág. 249.
107
Ibídem, IV, pág. 8.
31

cir, «medieval») en lugar de «ya no medieval» (es decir, «del presente») 108. Y con el
paso del tiempo el punto de partida de ese «presente» fue sometido, como es natural, a
sucesivos retrasos; hoy día, por «Museo de Arte Moderno» se suele entender aquel que
no contiene nada anterior a, digamos, la segunda mitad del XIX, y habría motivos bien
fundados para restringir el término «moderno» a ese «cuarto período de la historia»,
esencialmente distinto del Renacimiento, que comenzó hacia 1600 y parece estar lle-
gando a su fin en nuestros días 109. Todas estas modificaciones más recientes, sin em-
bargo, presuponen un sistema tripartito de periodización que sitúa la primera gran línea
divisoria en los anales de Europa occidental entre la Antigüedad y la Edad Media, y la
segunda, entre la Edad Media y lo que Vasari y sus contemporáneos propusieron llamar
la era «moderna».
VII
Vemos, pues, que desde el siglo XIV al XVI, y de uno a otro confín de Europa, los
hombres del Renacimiento compartieron la convicción de que la época en que vivían
era una «nueva era» tan radicalmente distinta del pasado medieval como éste lo había
sido de la Antigüedad clásica, y caracterizada por un esfuerzo concertado para resucitar
la cultura de esta última. Sólo nos resta decidir si estaban o no en lo cierto.
En vista de la existencia mucho antes de Petrarca, sobre todo en los siglos IX y XII,
de numerosos eruditos capaces de escribir versos en latín, que conocían algo de la filo-
sofía platónica e incluso cotejaban y corregían manuscritos clásicos, se ha dicho que
los humanistas del Renacimiento intentaron «vender» su erudición como si de algo
nuevo se tratase sólo porque «la supuesta novedad de la mercancía acrecentaba su valor
a los ojos de algunos»; y que cuantas variaciones se puedan detectar entre ellos y sus
predecesores medievales son «más de cantidad que de calidad»: «Cada época diferirá
de otras en la cantidad de trabajo desarrollado en las diversas disciplinas, en el número
de personas que se dedican a cada una de ellas... Digamos, en fin, que lo que distingue
al Renacimiento iniciado en el siglo XIV de los otros no es algo intrínseco, sino senci-
llamente mensurable» 110. Pero el que los poetas y eruditos de la época carolingia hicie-
ran sustancialmente lo mismo que Petrarca y Lorenzo Valla, el que el «platonismo» del
siglo XII fuera sustancialmente el mismo que el de Marsilio Ficino o Pico della Miran-
dola, eso es precisamente lo que hay que demostrar. Y afirmar que dos formas de hu-
manismo difieren únicamente «en cantidad» es como afirmar que las Cruzadas no dife-
rían de otras expediciones anteriores a Tierra Santa más que en su mayor número de
participantes y su más extensa propaganda.
Para la historia, cuyo objeto de estudio son los asuntos humanos, el efecto de las ac-
ciones de mil hombres no es equivalente al efecto de las acciones de un solo hombre
multiplicado por el factor 1.000. Y, lo que es más importante, no cuenta únicamente

108
En la «Vida de Cimabue» (ibídem, I, pág. 249), Vasari opone la buona maniera greca antica a la go-
ffa maniera moderna di quei tempi; pero en este caso los calificativos goffa y di quei tempi indican sin
lugar a dudas que retiene excepcionalmente la acepción antigua, identificando lo moderno con lo «me-
dieval». Por regla general, es bastante uniforme en la aplicación de la palabra moderno solamente al esti-
lo del Renacimiento, y más concretamente a su «tercera fase». En su autobiografía, por ejemplo, nos
cuenta cómo reformó las bóvedas góticas de un refectorio napolitano que había quedado pasado de moda
sustituyendo tutta quella vecchiaia e goffezza di sesti por ricchi partimenti di maniera moderna (VII,
pág. 674).
109
Véase D. P. Lockwood, «It Is Time to Recognize a New ‘Modern Age’», Journal of the History of
Ideas, IV, 1943, pág. 63 ss. Cf. también más adelante, pág. 261 s.
110
A. C. Krey, «History and the Humanists», The Meaning of the Humanities, ed. por T. M. Greene,
págs. 43 ss., 50 s.
32

aquello que los hombres hacen, sino también lo que piensan, sienten y creen: las emo-
ciones y convicciones subjetivas no son separables de las acciones o realizaciones ob-
jetivas, como no lo es la «calidad» de la «cantidad». La creencia del musulmán en la
misión del Profeta, la creencia del cristiano en el Evangelio interpretado por los Santos
Padres, la creencia del norteamericano contemporáneo en la libertad de empresa, en la
ciencia y la educación, son factores que determinan, o al menos coadyuvan a determi-
nar, las realidades de las civilizaciones musulmana, cristiana y norteamericana contem-
poránea, independientemente de que su «verdad» pueda ser probada.
«Una muchacha de dieciocho años de edad, vestida con la ropa que usaba su abuela
a los dieciocho años, se parecerá más a su abuela como era entonces de lo que ésta
misma pueda parecerse ahora; pero no pensará ni actuará como pensaba y actuaba su
abuela hace medio siglo» 111. Sin embargo, si esta muchacha adopta la indumentaria de
su abuela permanentemente, y se la pone a todas horas con el convencimiento de que le
sienta mejor y es más apropiada que la que solía llevar antes, le resultará imposible no
adaptar sus movimientos, sus modales, su manera de hablar y su sensibilidad a su as-
pecto transformado. Experimentará una metamorfosis interior que, aunque no la con-
vierta en réplica de su abuela (cosa que nadie ha afirmado del Renacimiento con res-
pecto a la Antigüedad clásica), le hará pensar y actuar de modo muy distinto de como
pensaba y actuaba cuando creía en los pantalones y las camisas polo: su cambio de ves-
tuario indicará −y, andando el tiempo, servirá para perpetuar− un cambio de espíritu.
La «metamorfosis» que sentía el hombre del Renacimiento, sin embargo, era más
que un cambio de espíritu: podríamos decir que era una experiencia, de contenido inte-
lectual y emocional, pero de carácter casi religioso. Hemos mencionado ya que las antí-
tesis entre «tinieblas» y «luz», «sueño» y «despertar», «ceguera» y «vista», que como
se recordará servían para distinguir la «nueva era» del pasado medieval, estaban toma-
das de la Biblia y los Santos Padres; no menos evidentes son el origen y las connota-
ciones religiosas de términos tales como revivere, reviviscere y, sobre todo, renasci 112.
Nos bastará con citar el pasaje del Evangelio según San Juan: «Nisi prius renascitur
denuo, non potest videre regnum Dei» («a menos que el hombre vuelva a nacer, no po-
drá ver el reino de Dios») 113, locus classicus de lo que William James ha descrito como
experiencia del hombre «nacido dos veces».
Querer ver en estos préstamos una falta de originalidad o de sinceridad sería, en mi opinión,
erróneo: los más grandes maestros han recurrido a la apropiación, a la copia incluso, como téc-
nica intensiva. Para expresar la angustia del Señor al caer agobiado bajo el peso de la Cruz, Du-
rero repitió la postura de Orfeo asesinado por las Ménades; para prestar confianza suprema al
Dona nobis pacem y solemnidad suprema al Gratias agimus tibi, Bach se apropió los temas de
esas dos fugas de San Gregorio; para crear la atmósfera adecuada al final de La flauta mágica,

111
Thorndike, op. cit., pág. 66.
112
Sobre diversos pasajes relativos al término renasci y la antítesis lux-tenebrae, véanse, además del
artículo fundamental de Konrad Burdach, «Sinn und Ursprung der Worte Renaissance urid Reformation»
(Sitzungsberichte der Akademie der Wissenschaften in Berlin, phil.-hist. Klasse, 1910, pág. 655 ss.),
Simone, opp. citt., sobre todo «Simone I», pág. 850 ss., y «Simone II», página 170 ss.
113
Juan 3,3; véase también Juan 3,5: «Nisi quis renascitur ex aqua et Spiritu Sancto, non potest introire
in regnum Dei.» En las Questiones Veteris et Novi Testamenti, 115, San Agustín llega incluso a emplear
el sustantivo renascibilitas como equivalente de regeneratio baptismalis. Ni que decir tiene que hay nu-
merosos casos en los que el verbo renasci se ha usado en un sentido puramente secular, como en Jueces
16, 22 («Capilli eius [Samsonis] renasci coeperant») o en Horacio, Ars poetica, 70 s. («Multa renascentur
quae iam cecidere... vocabula»). Parece darse una posición intermedia entre el uso religioso y el uso se-
cular en las alusiones al sol, que «de Oriente renascens gyrat per meridiem» (Eclesiastés l, 5), o al fénix,
de quien se dice que «corpore de patrio... renasci» (Ovidio, Metamorfosis, XV, 402).
33

Mozart transformó un coral antiguo «Herr Gott, vom Himmel sieh darein» en el cantus firmus
«Der, welcher wandelt diese Strasse voll Beschwerde», incorporando a su acompañamiento or-
questal una obsesionante frase de violín tomada del aria «Blute nur» de la Pasión según San
Mateo de Bach. Cuando los hombres del Renacimiento, en vez de describir el nuevo floreci-
miento de las artes y las letras en términos de mera renovatio 114, recurrieron a los símiles reli-
giosos de iluminación, renacer o despertar 115, es de suponer que actuarían movidos por un im-
pulso semejante: la sensación de regeneración que experimentaban era demasiado radical e in-
tensa como para ser expresada en otro lenguaje que el de las Escrituras 116.
Habría que aceptar, por tanto, la propia conciencia que de sí tuvo el Renacimiento como una
«innovación»117 objetiva y distintiva, aun si se demostrase que esa conciencia fue una especie de
autoengaño. Pero no lo fue. Debemos admitir que el Renacimiento, como un muchacho díscolo
que se rebela contra sus padres y busca respaldo en sus abuelos, propendió a negar u olvidar
todo lo que, al fin y al cabo, debía a su progenitora, la Edad Media. Determinar la cuantía de
esta deuda es un deber inexcusable del historiador. Una vez determinada, empero, creo que el
saldo sigue siendo favorable al encartado; de hecho, algunas de sus deudas inconfesadas quedan
ampliamente compensadas por otros tantos haberes inesperados.
Quizá no sea casual que quienes con mayor empeño han impugnado la realidad del Renaci-
miento italiano hayan sido aquellos cuyo ámbito profesional no abarca necesariamente los as-
pectos estéticos de la civilización: los historiadores de los procesos económicos y sociales, del
devenir político y religioso y, sobre todo, de la ciencia 118; sólo excepcionalmente los estudiosos
de la literatura, y casi nunca los historiadores del arte.
Al estudioso de la literatura le será difícil negar que Petrarca, además de «devolver a las
aguas del monte Helicón su prístina claridad», implantó nuevas pautas de expresión verbal y
sensibilidad artística como tales. Puede darse una diferencia de grado cuando el neoplatonismo
cristiano que subyace a todo el «Dolce Stil Nuovo» se muestra más subjetivo y profano en el

114
Véase más adelante, pág. 84 ss.
115
Véase el pasaje de Filarete que citábamos antes, pág. 55, nota 55. Conviene observar que el término
suegliare posee unas connotaciones religiosas no menos definidas que el término rinascere o el símil luz-
tinieblas; véase, por ejemplo, Romanos 13, 11-12, o el conocido himno: «Surge, surge, vigila.»
116
No ha de extrañarnos, pues, que el término renasci y sus derivados vernáculos, más cargados de im-
plicaciones religiosas que sus numerosos sinónimos, parezcan haber sido empleados por los nórdicos -
para quienes el movimiento renacentista, importado del extranjero, fue más bien una «revelación» que
provocaba conversiones e infundía en las almas de los conversos una especie de celo misionero− aun
antes de popularizarse en Italia. En este país no se usaron, que yo sepa, hasta mediados del siglo XV. En
Francia, en cambio, renasci figura, poco después de la muerte de Petrarca, en los escritos de uno de sus
más fervorosos discípulos, Nicolás de Clamanges (o Clémanges), nacido en 1355 (véase «Simone I»,
pág. 850; A. Coville, Gontier et Pierre Col et l’humanisme en France au temps de Charles VI, París,
1934, en particular págs. 99 ss., 140 ss.). En el siglo XVI encontramos el verbo renaître en, por ejemplo,
Du Bellay y Amyot (Simone, ibídem, pág. 860; cf. J. Plattard, «Restitution des bonnes lettres et renais-
sance», Mélanges offerts par ses amis et ses élèves à M. Gustave Lanson, París, 1922, pág. 128 ss.),
mientras que el sustantivo renaissance aparece, como ya hemos dicho, en Pierre Belon (véase anterior-
mente, pág. 52, nota 47). En Alemania, Melanchton se inclina significativamente a emplear el verbo re-
nasci («Simone I», pág. 851); Erasmo, por el contrario, prefiere otros términos como repullulascere o
reviviscere («Simone I», pág. 856; «Simone III», pág. 126).
117
Véanse sobre todo los estudios de Herbert Weisinger que citábamos en la pág. 41, nota 25.
118
En los últimos años parece haberse iniciado una reacción, incluso entre los historiadores de la cien-
cia. George Sarton, por ejemplo, que en 1929 consideraba al Renacimiento como «una depresión entre
dos cumbres» (J. W. Thompson y otros, The Civilization of the Renaissance, Chicago, 1929, pág. 75 ss.),
declaraba con ocasión de un simposio sobre el Renacimiento celebrado en febrero de 1952 (véase ante-
riormente, pág. 36, nota 13) que «en el campo científico, las innovaciones [introducidas por el Renaci-
miento] fueron gigantescas».
34

Canzoniere de Petrarca que en la Vita Nuova o la Divina Commedia de Dante: el mismo nombre
de Laura evoca la gloria de Apolo allí donde el de Beatriz evocara la redención de Cristo. Pero
se da una diferencia de sustancia cuando Petrarca, al establecer la sucesión de elementos de un
soneto, puede fundamentar su decisión en consideraciones de eufonía («pensé cambiar el orden
de las cuatro primeras estrofas de modo que el primer cuarteto y el primer terceto figurasen en
segundo lugar y viceversa, pero renuncié a hacerlo porque entonces el sonido más lleno habría
caído en el medio, y los más débiles, en los extremos»), mientras que Dante había analizado el
contenido de cada soneto o canción descomponiéndolo en «partes» y «partes de partes», de
acuerdo con los preceptos de la lógica escolástica 119. Es cierto que varios obispos y profesores
habían escalado montañas mucho antes que Petrarca efectuara su «histórica» ascensión del Mont
Ventoux; pero no lo es menos que él fue el primero en describir esa experiencia en palabras que,
según nos gusten o no, podemos elogiar por henchidas de sentimiento o condenar por sentimen-
tales.
De manera semejante, y por muchos que sean los detalles del cuadro esbozado por Filippo
Villani y completado por Vasari que considere necesario revisar, el historiador del arte ha de
aceptar estos hechos básicos: que recién inaugurado el siglo XIV tuvo lugar en Italia una prime-
ra ruptura radical con los principios medievales de representación del mundo visible mediante la
línea y el color; que a principios del XV se inició un segundo cambio fundamental, nacido de la
arquitectura y la escultura, más que de la pintura, y caracterizado por una intensa preocupación
por la Antigüedad clásica; y que en los umbrales del XVI comenzó la fase tercera y culminante
de todo el proceso, en la cual se sincronizaron al fin las tres artes y se eliminó temporalmente la
dicotomía entre los puntos de vista naturalista y clasicista 120.
Si comparamos el Panteón de Roma (hacia 125 d.C.) con, de una parte, la iglesia de Nuestra
Señora de Tréveris (uno de los poquísimos edificios importantes de planta central que produjo la
época gótica, hacia 1250 d.C.) y, de otra, con la Villa Rotonda de Palladio (hacia 1550 d.C.;
figs. 1-3), no podemos dejar de coincidir con el autor de la carta a León X en su opinión de que,
si bien la distancia en el tiempo era mayor, los edificios de su época se hallaban más próximos a
los de la época romana imperial que a los de «los tiempos de los godos»121; no obstante todas
sus diferencias, la Villa Rotonda y el Panteón tienen más en común de lo que cualquiera de am-
bas construcciones pueda tener con Nuestra Señora de Tréveris, y ello a pesar de que entre esta
última y la Villa Rotonda median solamente unos trescientos años, en tanto que son más de mil
cien los que la separan del Panteón.
Algo bastante decisivo, pues, debe haber ocurrido entre 1250 y 1550. Y si consideramos dos
estructuras erigidas dentro de una misma década de ese intervalo, pero a uno y otro lado de los
Alpes −el Sant’Andrea de Alberti en Mantua, comenzado en 1472 (figura 4), y el coro de San
Sebaldo de Nuremberg, terminado en ese mismo año (fig. 5)−, sospecharemos vivamente que
ese algo decisivo había ocurrido en el siglo XV y sobre suelo italiano.
Nosotros, los perspicaces historiadores del arte del siglo XX, podemos afirmar con razón que
el estilo de Brunelleschi no representaba una separación tan súbita del pasado medieval como
les pareció a sus contemporáneos más o menos inmediatos. Podemos señalar que San Lorenzo y
Santo Spirito están dominados por un sentido genérico del espacio más semejante al que im-
pregna algunas iglesias parroquiales de España o el sur de Alemania que al que se encarna en la
Basílica de Majencio, y que muchas de las obras de Brunelleschi revelan la influencia de los
edificios románicos y prerrománicos de su Toscana natal que conocía desde la adolescencia 122.
119
T. E. Mommsen, Introducción, Petrarch, Sonnets and Songs, Nueva York, 1946, pág. xxvii; cf. E.
Panofsky, Gothic Architecture and Scholasticism, Latrobe, Pa., 1951, pág. 36 s.
120
Véase más adelante, pág. 287 ss.
121
Véase anteriormente, pág. 59, nota 66.
122
Véase H. Tietze, «Romanische Kunst und Renaissance», Vorträge der Bibliothek Warburg, 1926-
1927, pág. 43 ss., en particular pág. 52 s.
35

Pero nada de esto invalidará el hecho de que la arquitectura brunellesquiana está basada en un
sistema de proporciones no medieval, sino clásico (figuras 6 y 7), y concebida el términos de
perspectiva enfocada, frente a esa otra que podríamos denominar difusa. Por grande que haya
podido ser la deuda del pionero del Renacimiento para con el «protorrenacimiento toscano»,
decir que «todas las influencias de la Roma clásica podrían ser excluidas del estilo [renacentista]
sin alterar con ello su desarrollo» 123 es una exageración. Los estudios más recientes han venido
a confirmar la tradición antigua según la cual la temprana visita de Brunelleschi a Roma, que los
críticos modernos impugnaban o retrasaban, tuvo lugar antes del inicio de su carrera como ar-
quitecto 124. Y si bien puede ser cierto que su conocimiento de S. Piero Scheraggio, Santi Apos-
toli, San Miniato y la Badia de Fiesole le preparase para su experiencia de las ruinas romanas,
puede serlo igualmente que su experiencia de las ruinas romanas le facultara −a él, en cuya ju-
ventud el estilo vivo era el de la catedral gótica de Florencia y Santa Croce− para apreciar de
nuevo el valor de San Miniato, S. Piero Scheraggio, Santi Apostoli y la Badia de Fiesole.

Cuando un falsificador veneciano ejecutó, hacia 1525-1535, lo que esperaba hacer pasar por
relieve griego del siglo V o IV a.C., combinó sabiamente dos figuras tomadas de una estela ática
auténtica (en Venecia la escultura griega era más accesible y gozaba de mayor estima que en
Roma o Florencia) con variaciones superficialmente disimuladas de dos famosísimas estatuas de
Miguel Angel, el David y el Cristo resucitado de S. Maria sopra Minerva (frontispicio). Es un
incidente trivial, pero que nos permite captar de un solo golpe de vista lo que había conseguido
el Renacimiento. A los ojos de sus contemporáneos, las obras de un gran escultor del Cin-
quecento parecían tan clásicas, si no más, como los originales griegos y romanos (cabe mostrar
que en el Norte las «imágenes desnudas», de Alberto Durero, desempeñaron un papel semejan-
te); o, dicho de otra forma, los originales griegos y romanos les parecían tan modernos, si no
más, como las obras de un gran escultor del Cinquecento. El falsificador veneciano se valía del
hecho de que su época no distinguía diferencia básica alguna entre la buona maniera greca anti-
ca de un relieve ático y el moderno si glorioso de Miguel Angel; y habían de transcurrir cuatro-
cientos años antes de que alguien separara los ingredientes de su compuesto 125.

123
H. Willích, Die Baukunst der Renaissance in Italien, opinión citada y suscrita por Tietze, loc. cit.
124
P. Sanpaolesi, La Cupola di Santa Maria del Fiore: Il Progetto, la Costruzione, Roma, 1941; cf. la
recensión de J. Coolidge en Art Bulletin, XXXIV, 1952, pág. 165 s.
125
Sobre este relieve (publicado por primera vez, pero relacionado solamente con el David de Miguel
Angel y en consecuencia fechado algo antes de tiempo, en L. Planiscig, Venezianische Bildhauer der
Renaissance, Viena, 1921, fig. 347), véase ahora E. Panofsky, Meaning in the Visual Arts, pág. 293 s.,
fig. 88 [El significado en las artes visuales, págs. 254, fig. 88].
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