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¿Existen los agujeros negros...?

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El término “agujero negro'' (u hoyo negro) fue inventado por el astrofísico John Wheeler en
1969 para describir cierto tipo de objeto astrofísico. Desde entonces, dicha expresión se ha
usado frecuentemente como metáfora, a menudo inapropiadamente. Estos enigmáticos
objetos también se han convertido en estrellas de la literatura fantástica y de ciencia-
ficción, sin duda gracias a su sugestivo nombre y sus extrañas propiedades. Quien sienta
curiosidad acerca de este tema posiblemente se haya topado con misteriosos embudos,
túneles del tiempo, singularidades y otras temibles aberraciones. Muchas pretendidas obras
de divulgación parecen más relatos fantásticos que intentos de explicar un concepto
esencialmente simple.

¿Pero qué son, en el fondo, estos oscuros portentos de los cielos...? ¿Existen en realidad...?
Para tratar de limpiar un poco el nombre de la criatura, comencemos por aclarar que el
concepto de agujero negro (aunque no su manoseado nombre) fue esbozado por primera
vez por el físico inglés John Michell, en 1.783 ¡Hace más de doscientos años...!

Puede decirse que a fines del siglo XVII Isaac Newton unió el cielo y la Tierra. Basándose
en los estudios del movimiento de los planetas hechos por Tycho Brahe y Johannes Kepler,
dedujo la existencia de una fuerza que hacía que el Sol, la Tierra, la Luna y todas las cosas
que contiene el cosmos se atraigan unas a otras: la misma ley que hace que los planetas se
muevan como se mueven es la que nos mantiene con los pies en el suelo, impidiendo que
seamos proyectados al espacio.

Si tiramos una pelota para arriba, ésta irá ascendiendo cada vez más lentamente, hasta
detenerse y comenzar su caída. Cuanto mayor sea la fuerza con que lancemos la pelota,
mayor será la altura que llegue a alcanzar. Parece tentador asegurar que “todo lo que sube
alguna vez tiene que bajar” pero no es así por una sencilla razón: la fuerza de gravedad de
Newton se hace más débil cuanto más lejos nos vamos. Existe una velocidad límite,
llamada velocidad de escape, más allá de la cual los objetos lanzados no vuelven a caer. La
velocidad de escape de la Tierra es de unos 40.000 km/h. Si logramos que un cohete supere
dicha velocidad antes de acabar su combustible, ya no volverá a caer. Gracias a esto
podemos mandar naves a explorar la luna y los planetas.

Naturalmente, cualquiera puede argumentar que por estar en el segundo piso o se va a sentir
más liviano que en la planta baja. Lo que ocurre es que, si bien la Tierra empieza justo
debajo de nuestros pies, se extiende por miles de kilómetros de profundidad hasta llegar a
las antípodas. Cuando estamos parados en el suelo estamos a más de seis mil kilómetros del
centro de la Tierra, por lo que alejarnos sólo unos metros más no altera nuestro peso de
forma perceptible.

La velocidad de la luz es de algo más de mil millones de kilómetros por hora, cosa que es
sabida desde la época de Newton, cuando Olaf Römer la midió por primera vez. Si existiese
una estrella cuya velocidad de escape excediera dicho valor, su luz no podría escapar de
ella y, consecuentemente, no podríamos verla. Esta fue la idea barajada por John Michell, y
es lo hoy en día llamaríamos agujero negro.

Hace doscientos años no se conocía casi nada de la física de las estrellas comunes que
vemos todas las noches en el cielo, por lo que ponerse a discutir sobre estrellas que no se

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pueden ver era algo superfluo. Pero el tema ha cobrado interés en los últimos decenios, ya
que nuestros conocimientos actuales sobre la evolución de las estrellas indican que, al fin y
al cabo, los agujeros negros podrían existir de verdad.

Como el sol contiene más de 330.000 veces más material que la Tierra, su velocidad de
escape es mucho mayor. Pero el tamaño del Sol también mucho más grande que la Tierra,
por lo que su superficie está muy alejada de su centro. La velocidad de escape del Sol es
sesenta veces mayor que la de la Tierra, pero todavía insignificante comparada con la
velocidad de la luz.

Una forma de fabricar un agujero negro es agarrar una estrella y añadirle más material para
que su velocidad de escape aumente, pero este procedimiento es poco práctico. La
alternativa es compactarla de forma que su superficie quede cada vez más cerca de su
centro y su gravedad sea cada vez más fuerte. Si logramos comprimir la estrella lo
suficiente, también tendremos un agujero negro.

Por supuesto, deshinchar estrellas tampoco está dentro de nuestro alcance. Pero las estrellas
se mantienen infladas porque están muy calientes, de igual forma como se inflan los globos
aerostáticos. Dicho calor sale de las reacciones termonucleares que ocurren en su interior,
la más común de las cuales es la misma que hace que las bombas de hidrógeno exploten. Si
esperamos que el hidrógeno (y otros elementos que puedan servir de “combustible”) se
agoten, la estrella terminará por enfriarse y se desinflará. Para una estrella como el Sol, este
es un largo proceso en que la estrella primero se infla hasta alcanzar un volumen decenas de
miles de veces más grande que el que tiene ahora, para finalmente quedar convertida en una
pequeña estrella del tamaño de la Tierra (el volumen del Sol, en su estado actual, es más de
un millón de veces mayor. Este tipo de “cadáver de estrella” se llama enana blanca.

Por supuesto, no tenemos que esperar a que el Sol agote su combustible: en el cielo hay
muchas estrellas, y algunas de ellas ya se han convertido en enanas blancas. En 1844, el
astrónomo alemán Friedrich Bessel descubrió que Sirio, la estrella más brillante del cielo,
efectuaba un movimiento de vaivén apenas perceptible. Dedujo entonces que Sirio debía
estar acompañada por otra estrella, y que ambas giraban una alrededor de la otra dando una
vuelta cada cincuenta años. El problema era que la supuesta estrella no se veía, pero
dieciocho años más tarde fue descubierta. La estrellita en cuestión (se la llama Sirio B) es
similar al Sol en cuanto a la cantidad de materia que contiene, pero su tamaño es diminuto
para una estrella, parecido al de la Tierra (por eso su brillo es tan pequeño que sólo se pudo
descubrir con la ayuda de un buen telescopio. Fue la primera enana blanca descubierta.

La velocidad de escape de una enana blanca es de unos veinte millones de km/h, quinientas
veces mayor que la de la Tierra pero todavía cincuenta veces menos que la velocidad de la
luz.

Las enanas blancas son extremadamente densas: sólo una cucharadita de su substancia
pesaría en la Tierra más de una tonelada. Sin embargo, se trata de materia común
compuesta por electrones, protones y neutrones, aunque en un estado muy alterado.

El astrofísico hindú Subrahmanyan Chandrasekhar calculó que cuanto más materia contiene
una enana blanca, más se comprime, y encontró que existe un límite más allá del cual la

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estrella ya no puede sostener su propio peso y se frunce hasta alcanzar un tamaño diminuto.
Esto ocurre porque la presión es tan elevada que los electrones penetran en los núcleos
atómicos combinándose con los protones. El físico soviético Lev Davidovich Landau
demostró que, aún después de este colapso, puede existir otro tipo de cadáver de estrella
que se denomina estrella de neutrones. En esta clase de objeto toda la estrella queda
compactada en una pelota de unos pocos kilómetros de diámetro ¡toda una estrella estrujada
hasta tener el tamaño de una montaña...! Si cuando una estrella acaba su combustible
utilizable le quedan más de una vez y media la cantidad de materia del Sol, no podrá
sostenerse como enana blanca sino que se estrujará hasta convertirse en estrella de
neutrones.

Las estrellas de neutrones son diminutas, pero si giran rápidamente y tienen campos
magnéticos fuertes es posible detectar su presencia. Se cree que los pulsares, que son
objetos que se detectan con radiotelescopios (el primero de los cuales fue descubierto por
Jocelyn Bell en 1967), son estrellas de neutrones en rotación rápida. Muchos de ellos se han
descubierto en lugares donde aún se ven restos de grandes explosiones: las estrellas que al
agotar su combustible sobrepasan el límite de Chandrasekhar no pueden formar enanas
blancas y colapsan emitiendo gran cantidad de energía al espacio.

Pero las estrellas de neutrones también tienen un límite: si la cantidad de material que
contienen lo excede, también colapsan. ¿Qué les ocurre entonces...? ¿Se achican hasta
convertirse es un punto infinitesimal...? Antes de que esto ocurra, la velocidad de escape se
hace más grande que la de la luz y la estrella ``desaparece''... Por supuesto que no
desaparece físicamente: Lo que queda de la estrella sigue estando ahí, pero ya no podemos
verlo porque ya no puede emitir más luz ni calor. Se ha convertido en un agujero negro.

¿Existen realmente esas cosas en el cielo...? Si no podemos verlos, ¿cómo podemos estar
seguros de su realidad...?

Sabemos que hay estrellas con más de cincuenta veces más materia que el Sol. Ciertamente,
a lo largo de sus vidas, estas estrellas expulsan gran cantidad de gases al espacio, pero es
difícil imaginarse que puedan deshacerse de tanta materia como para evitar transformarse
en un agujero negro.

Así como Sirio B se descubrió debido al peculiar movimiento de su compañera más


brillante, se conocen numerosos pares estelares en los que sólo se puede ver una estrella.
Uno de estos pares, llamado Cygnus X-1, emite también rayos X. La interpretación más
plausible sugiere que el objeto que no vemos en Cygnus X-1 es muy pequeño y que parte
de los gases de la atmósfera de la estrella visible caen en él. Así como los meteoritos se
ponen incandescentes y se funden por el frotamiento contra el aire, los gases que caen en
ese objeto compacto se calientan tanto que emiten rayos X. En principio, este compañero
invisible podría ser una enana blanca (muy débil para ser vista) o una estrella de neutrones,
pero gracias al estudio del movimiento de la estrella que se ve, sabemos que debe tener más
de tres veces más materia que el Sol ¡demasiado peso para una enana blanca, y también
más de lo que puede aguantar una estrella de neutrones! Lo más probable es que realmente
sea un agujero negro...

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