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Mariano Montoya tenía doce años, una habitación para él solo, una computadora y unos padres que

corrían de un lado a otro todo el día. El 24 de diciembre de 2020, se levantó como todos los días, con el sonido
del despertador telefónico.
Son las 8 de la mañana. Su hora de levantarse. Buenos días. Como todos los días, apagó el aparato y saltó
de la cama. El departamento estaba silencioso y agradable. Funcionaban desde hacía años los purificadores
ambientales y los acondicionadores climáticos. Atravesó descalzo los pisos alfombrados y fue hasta la cocina a
prepararse el desayuno.
Abrió una caja y volcó en un plato copos sintéticos. Apretó Hot y sacó del botellón térmico agua caliente.
Agregó complejos vitamínicos, extractos de hierro y de fósforo y fortificadores neurológicos. Los polvos se
diluyeron en el agua y Mariano volcó todo sobre los copos. Después puso agua fría en un vaso y echó unas gotas
de esencia de frutas. De los muchos goteros que había en la alacena de su departamento, eligió esa mañana el
que tenía sabor a melón. Nunca había visto melones, pero le gustaba el olor de esa fruta. Sacó de la heladera un
pomo de crema y lo desparramó sobre los copos, y otro pomo de chocolate y lo chorreó sobre la crema. Cuando
todo estuvo listo, fue a la sala y se despatarró en un sillón. Apretó la tecla de masaje y sintió, como todos los días,
la suave caricia de la felpa bajo su nuca.
Mientras desayunaba y se dejaba acariciar por el sillón, apretó power y echó a funcionar una película. Era
una vieja película española. Se llamaba “Navidad en la nieve” y Mariano la había visto ya muchas veces, la conocía
casi de memoria. En ella, una noche muy fría, un viejo increíble con barba blanca y vestido de rojo ofrecía regalos,
y había gente reunida en sus casas, cantando y comiendo algo que llamaban “turrones”, y también una chica que
tenía ojos tristes y el pelo muy largo. Mariano miraba con atención las escenas. Cuando una de ellas le gustaba
mucho, apretaba pause y se quedaba largo tiempo con los ojos fijos en la pantalla.
A cada cambio de hora, un aparato le preguntaba: ¿Todo está OK? Si se presenta algún problema
comunicarse con el X7 28 –ZZ – 1000.
Al mediodía, Mariano sacó del freezer un pastel y lo metió en el microondas. Abrió una lata de frutas,
volcó parte en una copa y luego puso crema de un pomo y, encima, chocolate de otro pomo. Destapó una gaseosa
y llevó todo a la sala. Faltaban seis horas para que sus padres regresaran. Faltaban cinco días para que llegara el
domingo y sus padres estuvieran en casa o lo llevaran al otro extremo de la Estación donde se encontraban los
domingos los pocos chicos que vivían allí. Faltaban tres meses y medio para las vacaciones, y su papá le había
prometido que en vacaciones saldrían de la Estación Espacial e irían durante una semana a la Tierra para ver a su
abuela y a su bisabuela.
Mientras comía, Mariano se entretuvo mirando, a través del doble vidrio del departamento, los edificios
que apretaban la torre en que vivía. Y tras los edificios, en los pocos claros que había entre uno y otro, la mampara
de poliuretano que cubría la Estación. Fijó la vista lo más precisamente que pudo, pero, por más que se esforzó,
sólo vio cristales espejados. De pronto, sobre el lado de afuera del doble vidrio del departamento, se asentó una
mosca. Hacía mucho que no veía moscas; la última vez había sido en Córdoba, en el patio de su abuela, porque
su abuela tenía patio y las moscas se habían posado sobre un pote de dulce de leche. Desde aquella vez, no había
vuelto a probar dulce de leche, sus padres le habían comprado esencias y sellos y polvos con sabor a dulce de
leche, pero ninguno era el verdadero como el que había comido en lo de su abuela.
La mosca hizo cabriolas sobre la superficie del vidrio. Después fue y vino en diagonal de un extremo a
otro, como si estuviera presa. En ese momento, sólo la señal.
Su atención por favor. Damos comienzo al programa de capacitación.
Todos los días Mariano debía leer durante cuatro horas el material informativo que le ofrecía la
computadora y después responder a las preguntas. Escuchó la señal y se sentó frente a la máquina. Pulsó Insert,
11 y Caps lock y apareció en pantalla el programa del día. Una clase sobre agujeros negros. Otra sobre biología
nuclear. Después, alternativas de solución a la superpoblación mundial. Últimos avances en computación. Y,
finalmente, una jugada de ajedrez. Todos los días, al final de la jornada de capacitación, aparecia en la pantalla
de la computadora una jugada de ajedrez. Mariano sabía que era un desafío absurdo, porque la computadora
estaba programada para ganar. Sin embargo, todos los días lo intentaba.
Probó una vez y nada. Otra vez y nada. Intentó con el caballo. Corrió el rey un casillero a la izquierda.
Corrió el rey un casillero a la derecha. Y nada. Nada de nada.
Fue entonces cuando lo descubrió: un peón que no había movido nunca. Ahí estaba el peón. Había estado
ahí todo el tiempo sin que Mariano se diera cuenta. Colocó el cursor a la altura del peón, apretó la tecla de jaque
y esperó respuesta. Como la máquina no reaccionaba, Mariano insistió. Pero nada. Mariano volvió a insistir. Pero
la computadora hizo una descarga que tiró al suelo a Mariano entró en cortocircuito y dejó de funcionar.
Le llevó un rato largo reanimarse, llegar hasta el comunicador y apretar el botón del X728 – ZZ – 1000. Y
otro largo rato esperar a que sus padres fueran ubicados en los comandos de la Estación y regresaran a la casa.
Mariano había estado conteniéndose por miedo a que algo o alguien intentara destruirlo en la soledad
de aquel departamento. Pero cuando vio que su papá y su mamá atravesaron la puerta, se largó a llorar
desesperado.
- ¡Quiero vivir con la abuela- Dijo.
A pesar de que su mamá fue enseguida a la cocina a prepararle un té con esencias tranquilizantes, media
hora después Mariano estaba todavía llorando, prendido a las rodillas de su papá. Juan Montoya se había relajado
en el sillón, acariciando a su hijo, cuando miró el reloj y vio que era veinticuatro.
- Cuando yo era chico – dijo – los días como hoy se festejaba Nochebuena y se ponían regalos al pie de un
árbol y comíamos turrones…
- ¿Cómo son los turrones? – preguntó Mariano.
- …Mañana pido vacaciones – contestó el padre - y, cuando vayamos a la Tierra, le preguntamos a tu
abuela si sabe con qué se hacen.
OBVIO
Fernando Malaspina
Bob bajó ansiosamente las escalerillas de la nave, y trastabilló. Pudo afirmarse en la baranda pero a costa de soltar el
medidor de gases atmosféricos, que cayó al piso, produciendo un ruido de cristales rotos. "¡Sos un torpe, Bob, un maldito
torpe!", se dijo. Recogió el medidor, lo sacudió un poco y comprobó que antes de romperse marcaba niveles aceptables de
gases perjudiciales, y sólo uno o dos gases no reconocidos. Todavía un poco enojado consigo mismo, se quitó el casco e inhaló
con cautela el aire del lugar; tenía un leve aroma dulzón, como de perfume barato; salvo por eso, parecía perfectamente
respirable. Los rayos del sol le quemaban la cara y ésta le comenzó a transpirar. Con el casco bajo el brazo se dirigió hacia una
colina que tenía enfrente.
Mientras sobrevolaba el asteroide había visto, detrás de aquella misma colina, algo parecido a una pequeña ciudad.
Podría haberse alegrado, pero cuando se han llevado largos años vagando por el espacio en busca de vida y se han visto tantas
cosas extrañas, uno prefiere ser cauteloso: no se alegraría hasta haberlo comprobado todo, hasta el más mínimo detalle; sabía
que tan pronto informara de la existencia de vida vendrían miles detrás de él, en una comitiva de investigación muy costosa,
y toda la responsabilidad sería suya.
Bob bordeó la colina y descubrió edificios, calles, semáforos... Caminó hasta una de las esquinas y se detuvo a observar
lo que parecía ser una avenida principal de aquella ciudad; notó que había mucho tráfico. Giró su cabeza hacia la derecha y lo
vio. Era un habitante del planetoide. Estaba parado, como esperando algo, junto a un poste. "¡Un ser vivo!", pensó Bob. "Y
está esperando un ómnibus". Bob se acercó al ser, conteniendo la emoción y simulando un paso tranquilo para no asustarlo.
—Disculpe... —dijo Bob tímidamente al habitante.
Éste lo miraba de reojo y luego volvía a mirar la avenida, sin prestarle demasiada atención.
— ¿Está esperando un ómnibus, acaso?
— ¡Obvio! ¿Qué piensa que hago aquí con este calor insoportable? ¿Broncearme?
Bob estaba completamente asombrado.
—Mire, vengo de una base espacial cercana. Soy de la Tierra y estoy...
—Obvio —interrumpió el habitante.
— ¿Cómo lo sabe?
—Lo sé con sólo verlo: el traje espacial, la cara de asombro...
— ¿Es qué no tienen astronautas aquí?
—Sí. Astronautas, sí. Lo que no tenemos es caras de asombro. —A Bob se le frunció el ceño—. Déjeme que le dé un consejo... —
agregó el ser—. No ande por ahí haciéndole preguntas a la gente. Alguien podría fastidiarse. Usted es un "sombreado" y aquí no son
bienvenidos.
"¿Sombreado?", pensó Bob sin lograr entender absolutamente nada. "¿Qué quiso decir con eso?"
Bob observó su propio cuerpo y también la sombra que proyectaba sobre el suelo... "Claro, tengo sombra, ¿qué hay
de malo en eso?", pensó. Bob se disponía a comenzar una argumentación cuando notó que no había ninguna sombra a los pies
de su interlocutor. Agitó una mano y luego la otra para comprobar si su sombra obedecía. Efectivamente: Bob tenía sombra
y aquel habitante no.
El habitante seguía con el mismo rostro impávido de siempre.
— ¿Cómo es posible? —le preguntó Bob—. ¡Parece perfectamente normal!
—Voy a mostrarle algo, terrícola.
El extraño hizo un movimiento parecido a un giro.
— ¿Qué tiene de raro? —dijo Bob—. Usted acaba de dar un giro de trescientos sesenta grados.
—Se equivoca. Ésta es mi espalda. ¿Ve? —Volvió a girar—. Y este es mi frente.
Bob reconoció que aquel ser era exactamente igual se lo mirara desde donde se lo mirase. "Tiene dos dimensiones",
concluyó Bob.
—Usted tiene un lado oscuro, nosotros no.
—Pero... ¿Qué tiene de malo eso? Somos diferentes, eso es todo.
—No es tan simple, terrícola. Ustedes tienen dobles vidas, mienten, son misteriosos e impredecibles. Además hacen preguntas por cualquier
tontería. Esto aquí no está bien visto. En este sitio todo es claro, todo es transparente. Sabemos todo acerca todos, desde que nacen hasta que
mueren. Nuestra vida es... literal. Tan simple como eso.
Por la avenida se acercaba un ómnibus y el ser estiró el brazo.
— ¿Se va? —preguntó Bob.
—Obvio.
El ser subió al ómnibus. A Bob se le dibujó una mueca de desprecio mientras acompañaba con la vista el alejamiento
del vehículo. Dio un último vistazo a su alrededor: miró las casas, los coches, las calles, los semáforos...
Después volvió por donde había venido. En el camino sintió un poco de náuseas. Recordó los gases no reconocidos y
consideró que tal vez fueran la causa.
Subió a la nave y clausuró la escotilla disponiéndose a partir.
—Bob reportándose a Base. ¿Me escucha Base?
—Te escucho claro, Bob. ¿Alguna novedad?
—Ninguna Frank, ninguna. Voy de regreso a la Base.
—Entendido, Bob.
—Frank, necesito un nuevo medidor atmosférico; el que tengo se ha roto.
—No hay problema.
Bob despegó, dejando atrás al planetoide, que se parecía una aceituna chata, suspendida en la inmensidad del espacio.
Decidió llamarlo Obvio y, según lo que él opinaba, ahí no había vida.

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