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La primera vez que vi a Muchona fue en una polvorienta carre-

tera de arcilla roja, hacia el fin de la estación seca, en el norte


de Rodesia. La carretera llevaba por un lado hacia la áspera
y pintoresca Angola, y por el otro hacia la distante Chingola,
la ciudad del cinturón del cobre. Pasaba por ella algún camión
ocasional, camioneta de correos o coche misionero, y muchos
sufridos pies negros, la mayor parte de ellos camino de las ciu-
dades y minas europeas del Este. Aquel día la carretera estaba
casi vacía al final caluroso de la tarde. Kasonda, mi asistente
africano, y yo hacíamos a pie los pocos kilómetros que separa-
ban el poblado donde teníamos nuestra residencia de un grupo
de aldeas donde habíamos estado recogiendo material para el
censo. Ibamos ya de vuelta, alegres con la cerveza de mijo y el
chismorreo que habitualmente adobaban nuestras más serias se-
siones. Para hacer el camino más corto jugábamos un juego muy
popular entre los niños ndembu: cada uno de nosotros intenta-
ba ser el primero en descubrir los brotes de los arbustos ka-
pembi con sus frágiles presentimientos del agua de lluvia. Hasta
a los ndembu les resulta difícil distinguir esta especie de otras
tres similares. Kasonda, por supuesto, pronto consiguió un total
de puntos superior al mío, ya que como todos los ndembu se
enorgullecía de su conocimiento de las propiedades prácticas y
místicas de las hierbas y los árboles que florecen en la zona.
Tan absortos íbamos en nuestra competición que apenas
caíamos en la cuenta del anciano y negro gnomo que del modo
más desenvuelto había logrado pegársenos. Era evidentemente
un agudo observador, porque pronto se unió a nuestro juego
Y nos llevó la delantera. Kasonda me dijo que era un chimbu-
ki, o «d octor» en varias clases de ritos curativos, y que «cono-
cía muchas medicinas». Agucé mis oídos, ya que el simbolismo
ritual constituía mi principal interés. Cada planta empleada

* Publicado originalmente en In the company of man, J. Casagrande,


comp., Nueva York, Harper Bros., 1959.
en un rito representaba algún aspecto de la vida social o las
creencias ndembu. Según creía yo, la interpretación plena de
aquellos símbolos acabaría por conducirme al corazón de la sabi-
duría ndembu. En consecuencia, cogí al vuelo la oportunidad de
preguntar a aquel hombrecillo, cuyo nombre era Muchona, el
significado de algunas de las medicinas que había visto mane-
ja r a los doctores.
Muchona contestó con presteza y amplitud, con la mirada
iluminada del verdadero entusiasta. Tenía una voz aguda, tan
llena de autoridad como la de los maestros de escuela cuando
enseñan, y tan expresiva como la de los actores cuando relatan
un cuento. Kasonda encontró su m odo de hablar y su amanera-
miento tan divertidos como irritantes, como intentaba darme a
entender con muecas y risitas de complicidad tan pronto como
Muchona nos dada la espalda. Y o no le respondía, porque me
agradaba el entusiasmo del doctor, y fue así como empezaron
a gestarse los agrios celos de Kasonda hacia Muchona. Kason-
da era un tipo apegado a lo mundano, interesado, con un cierto
dejo de despecho, au fait con el peor lado de la naturaleza ndem-
bu (y en general de la humana). Participaba con una satisfac-
ción rencorosa en las luchas por el caudillaje y el dinero que
envenenaban la vida del poblado. Muchona, en cambio, debido
a su continuo batallar contra la brujería y contra las irritan-
tes muertes por venganza, mostraba una gran inocencia de ca-
rácter y una curiosa objetividad en su concepción de la vida.
Pronto pude darme cuenta de que en la balanza de la humanidad,
el peso se inclinaba del lado de Muchona. Entre ambos hom-
bres se abría el abismo que desde siempre ha separado al ver-
dadero filósofo del político. MIRAR MI LIBRO DE FILOSOFÍA AFRICANA
Muchona me dejó ver sus cualidades el mismo día de nuestro
prim er encuentro, cuando señalando una excrecencia parasita-
ria que aparecía en un árbol mukula (un árbol de madera roja),
dijo: «esa planta se llama m utumtamu, ¿sabes por qué lleva ese
nom bre?» Y antes de que pudiera confesar mi ignorancia co-
menzó a discursear:

B u e n o , e l n o m b r e v i e n e d e ku-tuntama, « s e n t a r s e s o b r e a l g u i e n o so­
b r e a l g o » . A h o r a b i e n , lo s c a z a d o r e s t i e n e n u n t a m b o r [ u n r i t u a l ] l l a m a ­
d o N tam bu, u n a p a l a b r a a n t i g u a p a r a d e s i g n a r a l « le ó n » . E n e l Ntam bu,
e l c a z a d o r q u e n o h a te n id o s u e r te e n la c a z a y n o h a lo g r a d o m a t a r
n i n g ú n a n i m a l , s e i n t r o d u c e e n l a e s p e s u r a y b u s c a u n á r b o l m ukula
g r a n d e c o m o é s t e . E l á r b o l mukula t i e n e u n a g o m a r o j a , q u e n o s o t r o s
l l a m a m o s « s a n g r e d e m u k u la ». E s u n á r b o l m u y i m p o r t a n t e p a r a l o s c a ­
cazadores
y mujeres z a d o r e s , y t a m b i é n p a r a l a s m u j e r e s . P a r a l o s c a z a d o r e s s u n o m b r e q u i e ­
r e d e c i r « la s a n g r e d e l o s a n i m a le s » . Q u i e r e n s i e m p r e v e r s u s a n g r e
c u a n d o v a n d e c a z a . E n t o n c e s e l c a z a d o r s in s u e r te s e c o lo c a s u a r c o
sobre el hombro derecho y coge su hacha con la mano derecha —ya que
e| lado derecho es el de los hombres, y el izquierdo el de las mujeres,
que llevan siempre a sus niños con su brazo izquierdo— y se sube al
árb0l mukula llevando el arco y el hacha. Entonces dispara una flecha
contra la planta mutuntamu. Su flecha penetra profundamente. Entonces
grita: «he matado un animal». Y dice: •Te he alcanzado, espíritu Ntambu.
Por favor, tráeme pronto animales». Y luego ruge como un león. Enton-
ces pone su arco recién usado sobre las ramas del mutuntamu y las
rompe con la fuerza de su cuerda. Arroja a tierra las ramas rotas, que
|uego mezclará con otras medicinas para lavar su cuerpo y sus utensilios
de caza. Del mismo modo que la planta mutantamu «se sienta» sobre la
la sangre del árbol, así debe venir el espíritu y sentarse sobre el ani-
mal y cegarlo, para que el cazador pueda darle caza con facilidad. Este
tira sobre el Ntambu para mostrarle al espíritu que ya lo ha encontrado.
Ahora quiere que el Ntambu lo ayude, y no lo perturbe más.

Había oído anteriormente a muchos otros ndembu interpre-


tar los símbolos vegetales, pero nunca de una manera tan clara
y tan coherente. Iba a familiarizarme muy pronto con este modo
de exposición, el comentario rápido y hecho de pasada sobre
detalles no pedido.s, las explicaciones entre paréntesis, la viva
mímica de la explicación ritual, y sobre todo, su profunda pe-
netración psicológica: «lo que te hiere, una vez descubierto y
hecho propicio, te ayuda».
Kasonda me susurraba: «está mintiendo». Pero no podía ha-
cerle caso, porque en aquel mismo momento Muchona me se-
ñalaba ya otro árbol y comenzaba a explicarme su uso ritual
y su significado de una manera que forzaba a uno a creerle.
Sentí que una nueva dimensión de estudio empezaba a abrír-
seme. Empezaba a crecer entre nosotros una pronta simpatía y
cuando nos separamos quedamos en vernos de nuevo dentro de
pocos días.
Muchona no se presentó. Tal vez .vacilaba en visitarme, por-
que mi campamento se hallaba situado en el poblado de Ka-
sonda, y es muy probable que Kasonda le hubiera dejado en-
trever que no sería bien recibido allí. O tal vez estaba celebran-
do sus rituales curativos en alguna aldea lejana. Era un hombre
lnquieto, poco amigo de permanecer en casa por largo tiem-
po, como tantos otros doctores ndembu. Poco después tuve que
desplazarme a Lusaka, para una conferencia de antropólogos.
por una u otra razón no volví a verlo hasta dos meses más
tarde.
Entrentanto, había podido enterarme de muchos detalles de
la vida de Muchona que eran del dominio público en su vecin-
dario. No vivía en el tradicional poblado circular, sino que ocu-
paba con sus dos esposas un par de chozas bajas situadas cerca
de la carretera. Tenía siete hijos, el mayor de los cuales traba-
jaba en una oficina del gobierno, un joven bien educado para
los patrones ndembu. Kasonda insinuaba que un hijo tan robus-
to de tan escuálido padre tenía que ser fruto de algún devaneo
juvenil de la esposa mayor de Muchona. La observación era pura
ruindad. La despierta inteligencia del padre aparecía inconfun-
diblemente reproducida en su hijo, y el triunfo del hijo se re-
flejaba en el orgullo del padre por él.
Muchona provenía de la jefatura Nymwana, justo al otro lado
de la frontera con el Congo. Su madre había sido una esclava
apresada por los ndembu poco antes de que el dominio britá-
nico se implantara definitivamente en la zona. Su linaje mater-
no se hallaba ampliamente desperdigado por todo el distrito
Mwinilunga y las áreas adyacentes de Angola y el Congo Belga.
El grupo nuclear de los poblados ndembu está constituido por
un pequeño matrilinaje; y la parentela de Muchona no había
logrado constituir tal núcleo. Más tarde se quejaría ante mí de
que sus dos hermanas, que vivían en aldeas distantes, tenían
diez hijos entre las dos, y que si hubieran ido a vivir con él,
hubiera podido fundar un verdadero poblado. Pasaba por alto el
hecho de que las mujeres ndembu habitualmente residen con
sus maridos tras el matrimonio y que, en realidad, sus propias
esposas habían dejado los poblados de sus hermanos para ir
a vivir con él. El pobre Muchona se había visto condenado desde
su niñez a un vagabundeo sin arraigo. Primeramente había
vivido en el poblado de los que habían apresado a su madre.
El poblado se dividió y Muchona y su madre se fueron con el
grupo disidente. Su madre fue luego transferida, para pagar una
deuda, a otro grupo, donde se casó con uno de sus propieta-
rios. Parece que, en su juventud, Muchona compró su libertad
y vivió en los poblados de varias esposas sucesivas. No obstan-
te, nunca logró adquirir un firm e status secular o conseguir
una posición estable en el poblado. Estas vicisitudes constitu-
yeron al mismo tiempo su maldición y el origen de su gran
capacidad para comparar y generalizar. Viviendo, como había
vivido, al margen de varios grupos estructurados sin pertene- Sócrates
cer a ningún grupo en particular, sus lealtades no podían ser
nunca estrechamente partidistas, y sus simpatías eran más am-
plias que las del común de los miembros de su tribu. Su expe-
riencia había sido más rica y más variada que la de la mayor
parte de los ndembu, por más que éstos, que son cazadores
y seminómadas cultivadores de cazabe, suelen recorrer conside-
rables distancias a lo largo de sus vidas.
Cuando volví de Lusaka, decidí proseguir mis investigaciones
sobre los ritos esotéricos con más dedicación que anteriormen-
te. En este trabajo conté con la ayuda del profesor decano
de la escuela misional local, de nombre Windson Kaskinakaji,
ndembu de nacimiento. W indson era un hombre de espíritu inde-
pendiente, no obsequioso con ningún europeo ni arrogante con
ningún habitante del poblado. Windson era un entusiasta, aun-
que no por eso menos crítico, lector de la Biblia. A menudo dis-
cutíamos sobre religión y tomó tanta afición como yo a
estudiar los significádos ocultos de las creencias y prácticas
ndembu. La mayor parte de su infancia la había pasado en una
estación misional, defendido por una especie de cordon sani-
taire espiritual contra el «paganismo».
«Y o conozco al hombre adecuado para hablar con usted
de estas materias secretas», me dijo a mi vuelta. «Kapaku. Tiene
una gran inteligencia.» Al día siguiente me trajo a Kapaku, que
no era otro.que Muchona. Muthona, tan fluido y evasivo en sus
movimientos com o el humo de la leña, tenía muchos nombres, y
uno de ellos era Kapaku. Salió a relucir entonces que Kapaku
y Windson eran vecinos, uno de ellos vivía en una gran casa
hecha de ladrillos «K im b erley» secados al sol, el otro en su
choza de postes y barro. Empezó así una asociación que iba
a durar ocho meses. Ocho meses de risueña y vivaz conversa-
ción entre los tres, que versaría principalmente sobre el ritual
ndembu. Esporádicamente, nuestros coloquios se veían inte-
rrumpidos por los viajes facultativos de Muchona, pero la ma-
yor parte de las tardes, al terminar Windson sus clases, venia
éste por mi choza de paja, y al poco aparecía Muchona llaman-
do a mi puerta de madera aún verde. Luego pasábamos aproxi-
madamente una hora recorriendo sin cesar toda la gama de
los ritos y ceremonias ndembu. Muchas de ellas ya las había
visto yo ejecutar, de otras había oído hablar y otras más no
existían ya sino en la memoria de" los ancianos. A veces, pre-
sionados por Windson, volvíamos sobre el V iejo Testamento y
comparábamos las observancias hebreas con las ndembu. Mu-
chona se sentía especialmente fascinado por el hecho de que
el simbolismo de la sangre fuera el tema fundamental de am-
bos sistemas. Mi método consistía en tomar un rito ndembu
que yo hubiera observado y recorrerlo, detalle a detalle, pidién-
dole a Muchona que lo comentara. El tomaba por ejem plo un
símbolo, digamos el árbol mudyi, símbolo cardinal de los ritos
de pubertad femeninos, y nos daba todo su espectro de signi-
ficados.
El mudyi tiene goma blanca (látex). Nosotros decimos que es la leche
materna. Así pues, el mudyi es .;I árbol de la maternidad. Sus hojas re-
presentan a los hijos. Así, cuando las mujeres cogen hojas de mudyi y
la s in t r o d u c e n e n l a c h o z a d o n d e e l n o v io d e l a n o v ic ia d u e r m e , e llo
s ig n ific a q u e é s ta c r ia r á m u c h o s h ijo s h e r m o s o s y v iv o s d u r a n te su m a ­
t r i m o n i o . P e r o e l mudyi e s t a m b i é n e l m a t r i l i n a j e . Y a q u e n u e s t r a a n t e ­
p a s a d a y a c i ó b a j o e l á r b o l mudyi d u r a n t e s u s r i t o s d e p u b e r t a d ; y la s
m u je r e s d a n z a b a n e n to r n o a s u h ija , n u e s t r a a b u e la , c u a n d o é s ta y a .
c í a e n e s t e l u g a r d e m u e r t e o s u f r i m i e n t o . Y la m a d r e q u e n o s d io
v id a y a c e a l l í . Y e l mudyi s i g n i f i c a t a m b i é n a p r e n d i z a j e . E s c o m o e l i r
a la e s c u e la h o y , y a q u e r e p r e s e n ta la in s tr u c c ió n q u e la s m u c h a c h a s
r e c i b e n e n l a c h o z a d e la r e c l u s i ó n .

Luego Muchona se extendía sobre la blancura del mudyí, re-


lacionándola con las cuentas blancas con que suele adornarse
un arco en miniatura que se coloca encima de la choza de re-
clusión de las novicias. «Esas cuentas representan su capaci-
dad reproductiva, su lusemo — de ku-sema, “ dar a luz o engen-
drar” . Cuando la muchacha sale de la choza de reclusión y dan-
za públicamente, su instructora esconde estas cuentas en una
bola de arcilla roja que coloca sobre su cabeza. Ningún hom-
bre, aparte de su marido, puede ver estas cuentas. La novia se
las muestra en su noche de bodas.» Muchona analizaba enton-
ces el significado de los distintos grados de blancura que mu-
chos símbolos poseen. «Significa buena suerte, salud, fuerza,
pureza, amistad hacia la demás gente, respeto hacia los mayo-
res y demás antepasados; significa revelar lo que está escon-
dido.» Las relaciones del cosmos
Otras veces pedía yo a Muchona que describiera un ritual
desde el principio, tanto si yo lo había visto, como si no. A ve-
ces le mencionaba lo que otros especialistas ndembu me habían
dicho sobre sus símbolos. Sus descripciones y glosas eran siem-
pre más completas e internamente más coherentes que las de
los otros. Era evidente que había meditado largamente sobre
los misterios de su profesión, comparando críticamente las ex-
plicaciones que le habían dado sus instructores en los diversos
cultos de los que era adepto.
Los comentarios de Windson servían siempre para puntua-
lizar. Su padre había sido famoso consejero en el tribunal de
un anterior subjefe, y de él y de la escuela misional, Windson
había adquirido su sagacidad para la elucidación de las cues-
tiones intrincadas. Aunque era un producto del cambio moder-
no, jamás había perdido su profundo respeto por el orden tra-
dicional, ahora en vías de desaparición, y por sus «reverendos
señores». En la época en que yo le conocí, empezaba, al igual
que otros conversos al cristianismo, a cuestionarse sobre la vida
privilegiada de determinados misioneros blancos y a preguntar-
se si la religión de su amado padre era en realidad el fárrago
de invenciones diabólicas que se le habían hecho creer. Su va-
j0r fundamental para m í estaba en su habilidad para suavizar
]as parrafadas de Muchona y convertirlas en frases digeribles
y textos inteligibles. Ya que, como tengo dicho, Muchona era
un entusiasta, no sólo a la hora de hablar, sino también, como
pude observar, en la acción profesional — activo, ágil, lleno de
presciencia y élan. Windson rellenaba la distancia cultural
existente entre Muchona y yo, transformando la jerga técnica
del pequeño doctor y su sabroso argot aldeano en una prosa
más accesible a mi comprensión. Cuando tenía yo que anotar al-
gún texto le hacía repetir palabra por palabra, lentamente, el
discurso en staccato de Muchona, para no perder nada de su
vivacidad. Luego, los tres establecíamos una especie de semi-
nario cotidiano de religión. Y o tenía la impresión de que al fin
Muchona había podido encontrar una especie de hogar.
Con el tiempo llegué a conocer algunos de los pecadillos de
Muchona. A veces, por ejemplo, llamaba a la puerta con golpes
desiguales, entraba en la choza tropezando y saludando una oc-
tava más alto de lo habitual, y se desplomaba en el taburete.
Empezaba entonces a fanfarronear de que su verdadero nombre
era «Jefe A b ejorro» (Mwanta Iyanvu). Era su peculiar retruéca-
no sobre el título del gran potentado lunda en el Congo Belga,
de cuyos dominios habían salido los ndembu varios siglos an-
tes. Su título, Mwantiyanvwa, es el nombre más importante
que conocen los ndembu. Iyanvu era el «nombre de bebedor
de cerveza» (ijin a dakunva walwa) de Muchona, y cuando lo
usaba era que venía de beber cerveza de miel caliente, una pe-
sada bebida fermentada revuelta con abejas. «Com o hacen las
abejas y los abejorros», decía entonces, «ando por cerca de las
calabazas de cerveza, hablando alto y picando a los que me
molestan». En tales casos, Windson, clavando en él una mirada
de reproche, aligerada por un guiño de complicidad, le decía
que se fuera y no volviera hasta ser de nuevo «M wanta Mucho-
na». Y el poderoso «Jefe A bejorro»*em papado de cerveza, echa-
ba a volar fuera de la choza.
Este era el Muchona de quien la gente podía burlarse — de
quien algunos se burlaban, aunque otros, los que habían sido
tratados por él de alguna enfermedad, lo veían de manera bien
distinta. Junto con otros motivos quizá menos altruistas, Mu-
chona tenía un genuino deseo de curar los males y ayudar a
j°s desdichados con su terapia mágica. Por ejemplo, a menudo
cuando contaba de qué modo había venido a aprender sus téc-
nicas curativas, decía: «deseaba ardientemente curar por medio
del Kaneng'a [o del Kayong'u o de cualquier otro ritu al]». Los
doctores kaneng'a son generalmente temidos, al tiempo que in-
vocados, ya que son auténticos «doctores-brujos» que combaten
los ataques de quienes usan la magia negra contra sus parien-
Sabidurí tes y vecinos. Existe una amenaza implícita en los conocimien-
a que
quema tos mismos que los doctores kaneng'a poseen sobre brujos y
peligros hechiceros. Muchona mismo practicaba una forma modificada
a
mano del kaneng'a, exenta de sus más terroríficos elementos. Así,
izquierd
a
mientras que la mayor parte de los facultativos kaneng'a reco-
gían plantas del interior de las tumbas, y algunos llegaban in-
cluso a blandir huesos humanos mientras danzaban, Muchona
se limitaba a recoger hierba de la superficie de las tumbas, y
hojas y raspaduras de corteza de los árboles que crecían en
torno a ellas. Difícil resulta deducir actitudes de la conducta
de los miembros de otra cultura, pero en una ocasión asistí a
un kaneng'a de Muchona en compañía de un artista sudafrica-
no, de Natal, que había visto a los doctores zulú en acción. Mu-
chona trataba en aquella ocasión a una desgraciada m ujer que
sufría alucinaciones como consecuencia de la fiebre del puer-
perio. Mi amigo quedó impresionado por lo que consideraba
la «com pasión» del comportamiento de Muchona. Había desa-
parecido en él la más bien incómoda petulancia y comicidad de
sus maneras habituales; mostraba incluso un aire casi mater-
nal — amable, con sus hábiles manos lavando el cuerpo con la
medicina, y la cara llena de preocupación y cuidado. Mi ami-
go comentó el «heroísm o» con que Muchona, en una determina-
da fase del ritual, se aventuró solo en el cementerio lleno de
espíritus, lejos del fuego, para exorcizar a las potencias malig-
nas que hacían a la víctima retorcerse y balbucear cosas inin-
teligibles. Supeditaba por entero su miedo a su vocación cu-
rativa.
El lado compasivo de la naturaleza de. Muchona emergía
así mismo en los comentarios que durante nuestras sesiones
hacía de tiempo en tiempo sobre los infortunados espíritus a
los que los ndembu llaman ayikodjikodji, «alborotadores». Se
trata de los espíritus de personas que, por una razón u otra,
fueron enemigas de la sociedad: por su avaricia y egoísmo, por-
que eran estériles, porque les gustaba m ortificar a los otros,
etcétera. En las ofrendas de comida y cerveza que se hacen a
los antepasados se deja siempre una pequeña porción para los
ayikodjikodji, generalmente en los márgenes del lugar sagrado,
lejos de la persona en cuyo favor se hace la ofrenda. En lugar
de subrayar la situación marginal de estos entes, Muchona in-
variablemente llamaba la atención sobre el hecho de que aun-
que en vida hubieran sido delincuentes estos espíritus tenían
aún derecho a ser alimentados. «Pues, ¿no fueron acaso en otro
tiempo seres humanos, hombres y mujeres como nosotros?
La maldad está en el corazón [literalm ente “ en el hígado” ] y
pOCos pueden cambiar el corazón con que han nacido. N o nos
gusta que los ayikodjikodji hagan daño a los vivos, pero en otro
tiempo vivieron en nuestros poblados, fueron nuestros parien-
tes.» Otros ndembu, en sus interpretaciones, sacaban a relucir
el carácter propiciatorio de este rito; Muchona, en cambio, po-
nía el acento en la piedad que merecían estos muertos desacre-
ditados. ¿Podía ser tal vez debido a que él mismo se había visto
obligado a vagar por los márgenes de la sociedad respetable?,
¿era ésta la causa de su solidaridad con los despreciados y re-
chazados ?
En nuestros «sem inarios», Muchona raramente dejaba ver
la base emocional de su vocación. Una nueva y estimulante di-
mensión intelectual se había abierto ante él, lo mismo que ante
mí, en nuestras discusiones sobre simbolismo. En tales momen-
tos mostraba los ojos brillantes y agudos de los rapaces, los
halcones o los milanos, mientras planeaba sobre alguna explica-
ción definitiva. Viéndole, solía imaginarlo perfectamente a gus-
to en una discusión de doctores, enlevitado, o tal vez con toga.
Se deleitaba explicitando lo que había logrado conocer sublimi-
nalmente acerca de su propia religión. Una curiosa jugarreta
del destino había puesto a su disposición una audiencia de en-
tusiastas seguidores que nunca hubiera podido soñar con te-
ner en ningún poblado. En dicha audiencia era respetado por
derecho propio, debido a sus conocimientos. ¿Qué habrá sido
de él desde entonces? ¿Habrá podido jamás volver a ser el
mismo hombre que era antes de gustar la sed de conocimiento
objetivo?
Porque Muchona, el sin hogar, era particularmente sensi-
ble a la nostalgia. Tenía un sueño recurrente que traduciré li-
teralmente para conservar el sabor de su discurso. «Sueño con
el país de Nyamwana, donde nací y solía vivir. Me encuentro
en el lugar donde murió mi madt,e. Sueño con el poblado que
está rodeado con una empalizada, ya que las malas gentes so-
lían hacer incursiones para conseguir esclavos. Los ríos que
allí había yo los veo de nuevo. Es como si estuviera paseando
por allí ahora. Hablo, charloteo, bailo. ¿Es que mi sombra [ mwe-
vulu — el principio vital personal] va allí en sueños?» Aquí el
lado racional de Muchona se le imponía, y continuaba así: «E n -
cuentro este lugar lo mismo que hace muchos años. Pero si real-
rnente lo hubiera visitado, los árboles habrían crecido, la hier-
ba tal vez lo habría recubierto. ¿Podría haber aún una empali-
zada? No, se trata sólo de un recuerdo» Movía la cabeza con
aire lúgubre y decía, arrastrando cada sílaba, «Á k a » (que sig-
nifica «¡e a !», con sabor de «¡m ísero de m í!»).
Muchona parece haber tenido una relación excepcionalmen-
te estrecha con su madre, incluso para lo que es normal entre
los ndembu. Esto se manifiesta de tres maneras en su histo-
ria de múltiples iniciaciones en distintos ritos. Primeramente,
se hace evidente en el hecho de que Muchona fue iniciado en los
grados preliminares de algunos cultos en compañía de su ma-
dre, que ocupaba la posición de novicia o paciente mayor — en
los ritos ndembu hay que sufrir antes de tener derecho a apren-
der a curar. En segundo lugar, se ve que, tras la muerte de
su madre, ésta pasó a ser para él una especie de agente de
aflicción sobrenatural, al menos en un contexto ritual. Los es-
píritus de cada linaje en la sociedad ndembu castigan a sus
miembros de diversas maneras; pero por medio del sufrimien-
to, esa desgracia puede convertirse en su bendición, ya que la
ejecución de un ritual que pacifica al espíritu da al paciente de-
recho a ingresar en un culto tribal. La aflicción se convierte así
en una bendición camuflada. En tercer lugar, el apego de Mu-
chona a su madre se manifiesta oblicuamente en el hecho de
que los parientes varones muertos de la parte materna lo em-
pujaran a la adquisición de la expertise en toda una serie de
ritos de los que las mujeres se hallaban excluidas, como eran
los cultos cazadores.
Mi relación con Muchona se situaba a un nivel profesional
más que personal; manteníamos entre nosotros una cierta re-
serva en lo referente a nuestros asuntos personales. Jamás le
pregunté directamente sobre cuestiones de su pasado, especial-
mente en lo concerniente a su pasado como esclavo, pero pude
enterarme de muchas cosas suyas de manera indirecta en sus
largas ensoñaciones en voz alta sobre los ritos en que había
tomado parte. Alguna que otra vez, bien es cierto, nos otorgaba
de manera repentina su confianza a Windson o a mí para con-
tarnos alguna cosa que lo preocupaba en aquel momento. En
general, sin embargo, las pautas de su personalidad se expre-
saban, como las del poeta en la poesía, en sus referencias e
interpretaciones sobre los ritos, y en los matices gestuales, de
expresión y de giros verbales con que los embellecía. En cierto
sentido, por tanto, la historia ritual de Muchona era su biogra-
fía íntima, puesto que en el ritual encontraba sus más profun-
das satisfacciones. Esotérico, mujer sabia que te enseña
La madre de Muchona había sido adepta de muchos ritos,
ya que entre los ndembu la esclavitud no se contradice con la
eminencia ritual. Fue ella quien animó a sus hijos a adquirir
habilidades rituales. Muchona había sido iniciado en tres cul-
tos femeninos relacionados con la curación de desórdenes re-
productivos. Uno de ellos, el nkula, se realiza principalmente
para curar los desórdenes menstruales, pero también para su-
perar la frigidez y la esterilidad. Su medicina fundamental es
el árbol mukula, del que Muchona me había hablado en nues-
tro prim er encuentro. El árbol aquí simboliza la sangre del na-
cimiento o la maternidad, y la finalidad del ritual es aplacar
al antepasado femenino que provoca el flujo de la paciente im-
pidiendo a la sangre coagularse en torno a la «sem illa de vida»
implantada en ella por su marido. En la fase esotérica del nku-
la, un árbol mukula es ceremonialmente abatido y su madera
tallada para hacer figurillas de niños que son medicadas con
sustancias rojas y colocadas en el interior de pequeñas calaba-
zas redondas, que representan vientres. Estos amuletos se entre-
gan a las pacientes para que los lleven colgados de cordones
adornados con plumas rojas hasta que den a luz «niños hermo-
sos y vivos».
Muchona fue iniciado en el culto nkula cuando tenía alrede-
dor de siete años. Su madre era la paciente principal. A peti-
ción suya le fue dado a él el papel de chaka chankula, habitual-
mente adoptado por el marido de la paciente o por su hermano
uterino, aunque a veces puede elegirse un «herm ano» o un
«h ijo » clasificatorio. La idea que subyace a estas elecciones es
que un hombre que ocupa una posición social en la que puede
ser llamado a apoyar jurídica o económicamente a la paciente,
ejecute el papel que simboliza los aspectos protectores y res-
ponsables de la relación hombre-mujer. En la práctica, no obs-
tante, rara vez ocurre que sea el propio hijo de la paciente el
que desempeñe el papel de chaka.
La principal tarea del chaka es agacharse detrás de la pacien-
te, después que ésta ha sido lavada con las medicinas por el
doctor, y dirigirla caminando hacia atrás, mientras ella hace
girar su cabeza (cubierta por el doctor con una cestilla plana
como la que se usa en la colecta) hasta llegar a una pequeña
choza construida para el espíritu que la aflige en la parte tra-
sera de la propia choza marital. Ei. chaka entonces la empuja
dentro de la choza, estando ambos con la espalda hacia la en-
cada. Poco después ambos salen otra vez de la misma manera
Y vuelven hacia el fuego ritual. Muchona mostró su interés por
las explicaciones «etim ológicas» — interés, dicho sea de paso,
rnuy común entre los ndembu— cuando me dijo que chaka
derivaba de kwaka, «asistir a un parto», o más ajustadamente,
« agarrar al niño según cae».
Sólo los varones circuncisos pueden desempeñar el papel de
chaka, ya que las personas incircuncisas son consideradas ritual-
mente impuras. Los muchachos incircuncisos, al igual que las
mujeres menstruantes, son wunabulakutooka, «e l que carece de
blancura», y por tanto, de pureza, de buena suerte y de todas
las demás virtudes que posee el «blanco». Además, el niño in-
circunciso representa la inmadurez social, como las mujeres
estériles son consideradas, en cierto modo, también como inma-
duras. Como Muchona explicaba, « mukula y nkula provienen
por igual de ku-kula, "crecer o alcanzar la madurez” . Cuando
las muchachas tienen su primera menstruación han crecido un
poco. Cuando tienen su prim er hijo, han crecido un poco más.
^mbas ocasiones tienen que ver con la sangre. Tras ser circun-
cidados, los muchachos se sientan sobre un largo tronco de
mukula, el árbol de la sangre. También han crecido un poco.»
Otro rasgo curioso del nkula debe ser reseñado aquí, pues-
to que puede muy bien haber influenciado el desarrollo de
Muchona como doctor. Al adoptar el papel de chaka los hom-
bres son considerados como parteras (en el caso de Muchona,
partera de su propia madre), en contradicción con la estricta
norma ndembu de que sólo una m ujer puede ayudar a otra
en el parto. Puesto que muchos yaka (plural de chaka) acaban
por convertirse en especialistas del nkula, y a dichos especia-
listas se les atribuye el poder de curar los desórdenes repro-
ductivos, se sigue de ello que ocupan el lugar de parteras espi-
rituales. Por añadidura, se considera que las pacientes nkula
han renacido ritualmente a una madurez más fructífera, rena-
cimiento que también puede ser considerado como un parto. El
deseo de Muchona de ayudar a los desgraciados por los solos
medios conocidos de los ndembu, la sangría y el ritual, puede
haber encontrado un prim er cauce en esta temprana iniciación
con su madre en el ritual del nkula.
Sin llegar a ser marcadamente afeminado en su comporta-
miento, Muchona parecía sentirse siempre más a gusto entre
mujeres que entre hombres. Todavía hoy puedo verlo en mi
imaginación chismorreando complacidamente con la hermana
de Kasonda, haciendo ambos chascar sus lenguas ante los desa-
fueron que ocurrían en su pequeño universo. A aquella mujer
alegre y explosiva se le daba un ardite de su intrigante herma-
no, a quien a menudo reprochaba su mezquindad para con
ella. Muchona, para honra suya, o tal vez por timidez, jamás
que yo sepa dijo una sola palabra fuera de tono acerca de
Kasonda, quien, en cambio, no tenía el más mínimo escrúpulo
en calumniar a Muchona a espaldas de éste. Supongo que más
de una vez la hermana de Kasonda, en su estilo imperioso,
defendería al menudo doctor contra las insinuaciones de su
hermano. Ciertamente, lo que sí hizo fue llamarlo para que
realizara en su favor el ritual kayong'u, que describiré breve-
mente, porque su iniciación a él marca un punto crítico en el
desarrollo personal de Muchona. Muchona podría muy bien ser
descrito corno una especie de Tiresias, en tanto tenía una pe-
netración psicológica que participaba tanto de lo masculino
como de lo femenino, especialmente en todo lo referido al
sexo y la reproducción. Parece cierto que se identificaba estre-
chamente con su madre, hasta el punto de hablar siempre con
un tono agudo. Un joven que pude conocer en la aldea de K a -
sonda solía hablar de manera similar, copiando a su madre,
hasta que marchó a trabajar a una ciudad europea. A su vuel-
ta mostraba un tono de voz grave, pero había quedado tarta-
mudo en su proceso de rnasculinización. Muchona nunca perdió
su entonación chillona.
Se parecía además a Tiresias en otro im portante aspecto, ya
que era adivino además de doctor. Aquí puede verse igualmente
en acción la secreta influencia de su madre. Mientras vivió in-
dujo a Muchona a iniciarse en no menos de cuatro tipos distin-
tos de ritos. Tras su muerte, Muchona creyó que ella venía a
afligirlo «en forma de kayong'u» para hacer así de él un adivi-
no. Kayong'u es el nombre de un conjunto específico de sínto-
mas, así como del espíritu que los causa, y también del ritual
que cura a la víctima. Tiene dos variantes, una que sirve para
curar la enfermedad, y otra para preparar al paciente a con-
vertirse en adivino y adquirir poderes para curar la enferme-
dad. Las mujeres pueden padecer kayong'u y ser tratadas con
los ritos curativos, pero no pueden convertirse en adivinos. Pue-
den, no obstante, ejecutar tareas rituales menores durante las
siguientes sesiones de kayong'u, si les ha sido ya aplicado el
rito para curarlas. La madre de Muchona había sido, en este
sentido, un doctor kayong'u.
La iniciación de Muchona al kayong'u y los acontecimientos
que le condujeron a ello, permanecían en su memoria con ri-
gurosa claridad. Ocurrió poco después de cumplidos los trein-
ta en la época en que junto con su recientemente adquirida
esposa, Masonda, vivía con el linaje de su suegro cerca de la
fr°ntera angoleña. Por esta misma época, al parecer, fue cuan-
do consiguió emanciparse de la esclavitud. Uno lo imagina en-
tonces como un tipo pequeño con un espíritu brillante y agudo.
Debía de haber desarrollado ya por entonces la vena de su bufo-
nería para ganarse el favor de los grandes y los encumbrados.
Debía ser también para entonces una especie de prodigio inte-
lectual para su sociedad, despreciado en parte y en parte admi-
rado con envidia — y enteramente imposible de alcanzar.
Me contó que durante bastante tiempo padeció ataques in-
termitentes en los que «un pesado malestar se apoderaba de
mi cuerpo; encontraba difícil poder respirar, era como si sin-
tiera todo mi pecho atravesado por agujas, y otras veces pare-
cía que todo mi pecho hubiera sido inflado con una bomba de
bicicleta». Se consultó a un adivino, y éste diagnosticó que
DEPRESIÓN
Muchona sufría el mal del kayong'u. Por otro lado, nada menos
que tres espíritus habían salido de sus tumbas para apoderar-
se de él, dos hermanos de su madre, y su padre. El mismo ha-
bía soñado con uno de sus tíos y con su padre mientras se ha-
llaba enfermo. Todos estos espíritus, decía, le urgían a conver-
tirse en adivino, ya que ellos habían practicado tal profesión.
Soñaba también con su madre, lo que es bastante significativo.
«V in o también», me decía, «pero estaba tan débil que el adivi-
no no consiguió reconocerla». Era típico de Muchona esta for-
ma de sentirse compelido a acentuar la novedad de sus dotes
personales en. materia religiosa. Toda una batería de antepasa-
dos, y no un solo espíritu, le habían elegido para tan ardua y
peligrosa profesión.
Los valores y actitudes que se expresan e inculcan en los ri-
tos ndembu dejan huella en quienes los pasan. Su personali-
dad queda modelada en la forja del ritual, especialmente cuan-
do los ritos tratan con crisis vitales, enfermedades serias o,
como creo que ocurría en el caso de Muchona, con graves de-
sórdenes psicosomáticos. La descripción de una de las fases
del kayong'u de Muchona y su interpretación de él pueden reve-
larnos algo de su persona.
Remontémonos unos treinta años en el tiempo y situémonos
ante la hoguera ritual de leña verde que hay colocada en el
exterior de la choza de Muchona a la pálida luz del amanecer.
Durante toda la noche Muchona ha sido lavado con medicina,
moviéndose convulsivamente al ritm o del tambor kayong'u, que
hace resonar los salvajes espíritus que guarda en su interior. A
la primera luz del día, el oficiante principal, un cazador-adivi-
no, cuñado del padre de Muchona, trae al lugar sagrado un
gallo rojo y lo sostiene delante del paciente, cogiéndolo por
las patas y el pico. El kayong'u, al igual que el nkula y los ritos
de caza, es un ritual «r o jo », lleno de simbolismo rojo, que re-
presenta la muerte, el castigo, la brujería y en general cualquier
ruptura violenta en el orden social y natural. Muchona, en un
repentino espasmo, salta sobre el gallo y de un mordisco le cor-
ta el pescuezo, separándole la cabeza. La sangre salta a borbo-
tones y Muchona «golpea con la sangrienta cabeza sobre su co-
razón, para calmar su espíritu». El gran doctor entonces ordena
degollar un chivo. Su sangre corre por el suelo y Mucho-
na lame el charco que se forma. La cabeza del gallo es coloca-
da sobre un poste llamado muneng'a, recién cortado de un ár-
bol de la misma especie de que están hechos los santuarios de
los antepasados, simbolizando con ello la muerte ritual y el con-
tacto con los espíritus. El sol hace entonces su aparición y el
doctor coge una azada, una taza de la sangre del chivo, los cora-
zones del gallo y el chivo y varios objetos «cortantes», y enca-
beza una procesión de doctores que desde el poblado se dirige
hacia la maleza. Llegan a una bifurcación de caminos y siguen
derecho en lugar de optar por uno u otro. Al fin se encuentran
al pie del principal árbol medicina del ritual, un árbol kapwipu,
que en este contexto representa al infortunio inicial que desem-
boca en el éxito — significado que también posee en los ritos
de caza. Rezan a los espíritus que afligen y levantan al pie
del árbol un montículo de tierra al que dan, a grandes rasgos,
la figura de un cocodrilo, con pies y cola incluido. Luego escon-
den en él los diveros objetos «cortantes» de pequeño tamaño,
tales como un cuchillo, una navaja, agujas, un brazaleta y una
tira de cuentas, repartiéndolos por la cabeza, los pies, la cola
y los costados de la figura. Traen entonces los tambores y em-
piezan a batirlos al ritm o del kayong'u.
Luego sacan a Muchona del poblado y lo conducen hasta la
imagen del cocodrilo, sobre cuyo cuello se sienta mirando ha-
cia adelante. Los doctores le preguntan por qué ha venido al
kayong’u y él responde con las respuestas estereotipadas ade-
cuadas al caso. Luego tiene que adivinar dónde ha sido escon-
dido cada uno de los objetos. Muchona me contó con júbilo que
él había tenido pleno éxito en eso, que parecía saber exactamen-
te dónde habían escondido cada cosa. Cada vez que respondía
correctamente, me contaba, las mujeres que lo habían acompa-
ñado hasta el montículo ritual estallaban en alabanzas, «ha-
ciéndome muy feliz». De repente, dos doctores corren hacia
el poblado a esconder algo allí. A continuación Muchona es con-
ducido a su casa, donde comienza a rebuscar y a olfatear por
todas partes, intentando encontrar lo que habían escondido. Al
cabo de un rato dice: «habéis guardado algo aquí en nombre
de un muerto». Se acerca entonces al poste muneng'a y excava
en tierra con las uñas cerca de él. «E l nombre del muerto es
N kayi ['"duiker” ], ya que aquí habéis escondido un cuerno de
duiker.» Alguien llamado Nkayi, según me dijo, había muerto
recientemente en la aldea. Muchona explica entonces a los doc-
tores, me imagino que pavoneándose un poco, que «el antílope
duiker es un animal del bosque. Los animales viven en el bos-
que, pero los hombres viven en los poblados». A mí me explicó
esto diciendo que, mientras los cazadores buscan animales en
el bosque, los adivinos se dedican a cazar los secretos de los
hombres en el poblado. En cualquier caso, según Muchona, el
gran doctor quedó altamente impresionado y exclamó en voz
alta: «E ste hombre será sin duda un gran adivino., Todos ro-
dearon entonces a Muchona y empezaron a alabarle, pero él tuvo
que pagar a los doctores muchos metros de paño, añadió con pe-
sar. N o obstante, había quedado curado de su enfermedad. Esta
había desaparecido de inmediato. Los espíritus que hasta enton-
ces lo habían torturado, a partir de aquel momento empezaron
a ayudarle en la adivinación y a protegerle del mal. Poco tiempo
después de la ceremonia comenzó su aprendizaje con un famo-
so adivino y empezó a hacerse con las difíciles manipulaciones
y técnicas interpretativas de la profesión, muchas de las cua-
les nos describiría en diversas sesiones.
La interpretación que Muchona daba del simbolismo del ka-
yong'u se componía a la vez de las creencias tradicionales y de
su propia introspección: «E l gallo representa el despertar del
pueblo de su sueño; al amanecer el gallo empieza a cantar y los
levanta. También el chivo representa el despertar, ya que al
alba comienza a balar corriendo detrás de las cabras, y despier-
ta a la gente con su ruido. Del mismo modo, el espíritu kayong'u
despierta a aquellos de quienes se ha posesionado, y les hace
em itir una respiración entrecortada como la del gallo o el chi-
vo». Y o mismo he podido oír a Muchona y a otros adivinos emi-
tir una especie de resoplido asmático en el curso de la conver-
sación ordinaria. Se supone que ésta es la voz del espíritu ka-
yong'u que reside en ellos. El kayong'u, por tanto, dota a quien
lo posee de una especial vivacidad, con el poder de la primera
luz que sigue al secreto de la noche, lleno de brujos y miste-
rios.
Muchona continuó: «E s el poder del espíritu kayong'u el
que hace que un hombre mate al gallo con los dientes. Es su
poder el que vuelve medio loca a una persona. Cuando empie-
za a temblar siente como si estuviera borracha o epiléptica.
Siente como un golpe repentino en el hígado, como si le estu-
vieran golpeando con el mango de una azada, como si sus oí-
dos se hallaran completamente cerrados, y no pudiera respirar.
Todo lo siente como obstruido. Pero todo se abre de nuevo
cuando mata al gallo. De los animales muertos saca fuerza,
aierta, percepción nítida, ya que hay que tener los sentidos bien
despiertos para convertirse en adivino y poder descubrir las
cOSas ocultas.» Los orificios de los diversos sentidos — orejas,
orificios nasales, o jos— quedan cerrados durante su rapto ri-
tual; luego, el novicio experimenta una liberación, un poten-
ciamiento de la sensibilidad. De nuevo salta a la mente el cu-
rioso paralelo con Tiresias, ya que el vidente griego fue afligi-
do con la ceguera antes de alcanzar la iluminación.
De la bifurcación de caminos decía Muchona:
NO DUALIDAD. TAO
C u a n d o la g e n t e lle g a a u n a e n c r u c ija d a , tie n e q u e e le g ir e x a c t a m e n t e
e l c a m in o q u e ll e v a a d o n d e d e s e a ir . E s e l lu g a r d e l a e le c c ió n . H a b i t u a l­
m e n te se tie n e u n c o n o c im ie n t o p r e v io d e l s itio a d o n d e s e q u ie r e ir .
T o d o e l m u n d o tie n e e s t e c o n o c im ie n to . P e r o e l a d iv in o s e d ir ig e e n tr e
lo s d o s c a m i n o s a u n l u g a r s e c r e t o . E l s a b e m á s q u e e l r e s t o d e l a g e n t e .
T ie n e u n s a b e r s e c r e to .
C u a n d o e l d o c t o r p in c h a lo s c o r a z o n e s c o n u n a a g u ja y u n a c u c h illa ,
e s tá r e p r e s e n ta n d o e l d o lo r d e l p a c ie n te . E l p a c ie n t e n o tie n e y a q u e
s e n tir e s t e d o lo r , p u e s t o q u e y a lo h a n s e n t id o lo s c o r a z o n e s d e l g a llo
y del c h iv o . P e r o s i s e c o n v ie r t e e n a d iv in o , v o lv e r á a s e n tir e s e p in c h a ­
zo d e n tr o d e s í — m ie n tr a s e s té e je r c ie n d o la a d iv in a c ió n . E s t o e s lo
q u e le e m p u j a a m i r a r a l o s tuponya [ l o s o b j e t o s s i m b ó l i c o s q u e , remo­
v id o s e n u n a c e s t a , c o n s u s c o m b i n a c i o n e s d i c e n a l a d i v i n o l a c a u s a
d el m a l o d e l a m a l a s u e r t e q u e a f e c t a a s u p a c i e n t e , o q u é b r u j a o
h e c h ic e r o c a u s ó la m u e r t e d e l p a c ie n t e ] . E l a d iv in o d e b e s e r a g u d o c o m o
u n a a g u ja y c o r t a n t e c o m o u n c u c h illo . S u s d ie n te s d e b e n s e r a f ila d o s
p a r a p o d e r c o r t a r d e u n m o r d is c o e l c u e llo d e l g a llo . V a d e r e c h o a l a s u n to
e n t o d o l o o c u l t o . E l c o c o d r i l o e n l a c e r e m o n i a kayong'u r e p r e s e n t a l a a d i ­
v in a c i ó n , p o r q u e t i e n e m u c h o s d i e n t e s a f i l a d o s c o m o a g u j a s .
L o s a d i v i n o s p u e d e n c a p t u r a r b r u j o s p o r m e d i o d e l kayong'u, m e ­
d ia n te s u p r o p ia a g u d e z a , y a y u d a d o s c o n la c e s t a d e a d iv in a c ió n . A m b a s
c o s a s s e a y u d a n e n t r e s í . L a s p e r s o n a s q u e h a n p a s a d o e l kayong'u s e
h a l la n a s a l v o d e l a b r u j e r í a . A s í , s i a l g u i e n i n t e n t a h e c h i z a r l a s , s u á r b o l
¡uyong'u [ p l u r a l d e kayong'u] l e s m a t a r á . Y a q u e s o n e s p í r i t u s t e r r i ­
b le s .

He intentado esbozar algunos de los factores que pudieron


haber influido en hacer de Muchona un hombre «m arginal»
d e n t r o de la sociedad ndembu. Sus orígenes esclavos, su poco
impresionante apariencia, su frágil salud, el hecho de que sien-
d o un niño se viera llevado por su madre de poblado en pobla-
d o , su brillante inteligencia incluso, contribuyeron sin duda
a h a c e r de él, en cierta medida, un anormal. Sus especiales
ha b i lid ad es no pudieron superar el defecto original que supo-
n * a su marginalidad social y su inadaptación psíquica. Pudo
e n c o n t r a r , no obstante, una especie de integración mediante su
m i c i a c i ó n en los ritos curativos y especialmente en la profesión
d e a d i v i n o . Ya que en éstos, su caráctei-'marginal tenía una con-
n o t a c i ó n positiva. En el contexto ritual podía mantenerse apar-
tado de las luchas de prestigio y poder que envenenan las re-
laciones de parentesco y vecindad en la sociedad ndembu. Los
ritos ndembu, como todos los ritos, tienden a afirm ar la supe-
rioridad de los valores unitarios y los núcleos de confluencia
afectiva. El doctor-adivino cura o juzga por referencia o creen-
cias y valores comúnmente aceptados que trascienden las leyes
y costumbres de la sociedad secular de cada día. La debilidad
y vulnerabilidad mismas de Muchona en la vida cotidiana de la
aldea se transmutaban, así pues, en virtudes en todo lo refe-
rente al mantenimiento de la sociedad total.
El rico simbolismo de la agresión oral dentro del ritual
kayong'u apunta, por otro lado, a un aspecto bien distinto de la
función del adivino, lo que en el caso de Muchona, tan embe-
bido en su función, debía suponer una fuerte modelación de
su personalidad en este sentido. En el pasado, el adivino tenía
que ejercer un peligroso oficio. He sabido de adivinos que fue-
ron acribillados o alanceados por los parientes de aquellos a
quienes habían declarado brujos o hechiceros. Por otro lado,
tenía que superar por medio de la agresividad el mucho miedo
y la mucha sensación de culpabilidad que albergaban en sí
mismos al tomar decisiones que podían provocar la muerte en
la hoguera de alguno de sus convecinos. Como mínimo, la pro-
fesión incluía la probabilidad de tener que declarar públicamen-
te que alguien era un brujo. Nadie sino el adivino podría hacer
tal cosa, ya que, como en todas las sociedades, entre los ndem-
bu prevalece la ficción cortés de que el trato social está gober-
nado por la concordia y el mutuo respeto. Sólo el adivino, fo r-
tificado por el ritual y protegido por los feroces espíritus que
le atormentan, al tiempo que le otorgan clarividencia, puede ex-
poner públicamente los odios que bullen por debajo de la apa-
riencia exterior de paz social.
Es fácil, pues, intuir que en la adivinación hay un aspecto
de venganza inconsciente contra el orden social. En el caso de
Muchona, bajo su máscara burlona, y bajo su timidez aparen-
te, se traslucía su odio largamente acariciado contra los más
seguramente situados en el orden social. Este odio debe haber-
le proporcionado una cierta clarividencia de las tensas relacio-
nes que subyacen a los sistemas políticos y de parentesco. Si-
tuado siempre fuera del círculo del poblado, podía ver los pun-
tos débiles de los habitantes del mismo más claramente que la
mayor parte de ellos. Esa misma objetividad puede, en este
sentido, haber servido de acicate a su general deseo de vengan-
za. No obstante, inconscientemente, debe de haber sentido mie-
do de que aquellos a quienes él no quería pudieran devolverle
de algún modo la moneda. Este miedo le hacía mostrarse a la
vez humilde y cómico en su vida diaria. Representando su pa-
pel de bufón atemorizado restaba importancia a sus propios
poderes, y de esa manera se protegía. Por otro lado, dicho miedo
debía tener poco que ver con el hecho de que invariablemente
racionalizara sus tareas rituales como un bien para la socie-
dad. La flor del altruismo tiene a veces retorcidas raíces.
Era indudable que Muchona, popular entre las mujeres de
edad, no era bien visto por la mayor parte de los hombres.
Por ejemplo, cuando murió el hijo menor de la más joven de
sus mujeres, un niño que él mismo había reconocido ante to-
dos que no era suyo, los hombres de un buen número de pobla-
dos se complacieron en decirme que había sido él quien lo
había embrujado. Para desacreditar estas habladurías, que ha-
bían llegado a oídos de Muchona de manera indirecta, se tomó
éste la molestia de recorrer un pesado camino de muchos kiló-
metros, hasta la casa de sus suegros, para contarles los detalles
de la enfermedad del niño y las medidas que había tomado para
remediarla. A su regreso me contó con amargura que le ha-
bían pedido quince chelines — una suma considerable para un
aldeano— en compensación por la pérdida que la muerte del
niño suponía para el linaje. Muchona, como marido, era con-
siderado responsable del bienestar del niño. Dijo que no habían
tomado en cuenta el dinero que ya había pagado a un adivino
para cerciorarse de la causa de la muerte, ni el coste del trata-
miento de un herborista, pagado también por Muchona. El adi-
vino lo había declarado inocente de la muerte del niño en pre-
sencia de los parientes de su esposa, declarando en cambio que
el brujo había sido un importante cacique perteneciente al li-
naje de ésta. De haber sido Muchona una personalidad más alta
en los asuntos seculares, podría haberse negado a pagar com-
pensación por un hijo ilícito y dejado así las cosas. En su si-
tuación, se sentía obligado a congraciarse con la autoridad es-
tablecida, cualquiera que ésta fuera — o bien, a huir y construir
su choza en un área distinta.
Hay otro ejem plo de la tendencia de Muchona a capitular sin
¡ucha ante la presión pública. Un día, tras haber estado traba-
n d o conmigo durante tres meses, apareció pavoneándose con
un traje de dril blanco, pagado con mis regalos en metálico.
Había propalado ante todo el mundo con orgullo, según pude
enterarme más tarde, que había sido su hijo Fanuel Muchona
quien le había regalado el traje. En realidad, el pobre Mucho-
na intentaba a menudo dar la impresión de que Fanuel tenía
rnayores atenciones filiales para con* él de las que en realidad
tenía. Pronto se descubrió que lo único que había hecho Fanuel
era ponerlo en contacto con el vendedor, y no le había dado
un céntimo para el traje. Acabada nuestra sesión, el maestro
Windson me dijo con tristeza: «E se hermoso traje causará la
envidia de todo el mundo, ya que todo el mundo se dará cuen-
ta de que has estado pagándole espléndidamente, y nosotros,
los ndembu, somos un pueblo muy envidioso.»
Nada más cierto. Pocos días más tarde, Muchona apareció
de nuevo vistiendo sus habituales harapos caqui, y mirando a
todas partes angustiado. «¿Pero qué te ocurre, hom bre?», le
dije. Y él respondió: «Esta es la última vez que podremos ha-
blar juntos de las costumbres. ¿No oyes que la gente empieza
a hablar de mí enfadada en el poblado? Cuando venía de cami-
no para aquí empezaron a decir en voz alta, para que yo pudie-
ra oírlo, que estaba revelando los secretos [d e la tribu] y te
estaba enseñando cuestiones de brujería.» Me sentí abatido y
un poco dolido de oír esto, ya que mis relaciones con las gen-
tes del poblado me habían parecido siempre extremadamente
amistosas. Así se lo dije a Muchona, quien me respondió: «N o,
no es la gente de este poblado, o sólo unos pocos de ellos, los
que hablan así, sino otros que vienen a oír los chismes que se
cuentan en la tejabana del poblado. Pero la gente de aquí, en
especial una persona — no diré nombres— dicen que sólo estoy
contándote mentiras. Antes de que yo apareciera, dicen, tú oías
sólo cosas ciertas sobre las ceremonias, pero ahora sólo oyes
tonterías. Una cosa sí encuentro pasmosa. Las gentes del pobla-
do me llaman mentiroso, y los de fuera dicen que estoy traicio-
nando secretos. Sus razones para odiarme no concuerdan, ¡y
sin embargo están de acuerdo!» Y o sabía que era Kasonda el
que llamaba mentiroso a Muchona, pero Muchona era dema-
siado educado, o demasiado político para decirlo, ya que todo
el mundo sabía que Kasonda y yo habíamos sido amigos du-
rante bastante tiempo.
Cuando Windson oyó esta penosa historia, su expresión se
tornó triste y severa, como sospecho debía tom arse cada vez
que tenía que vérselas con algún alumno rebelde. «D ebo tener
unas palabras con algunas de esas gentes — dijo— ; casi todos
ellos tienen hijos en mi escuela.» Y dirigiéndose a Muchona, le
dijo: «N o le hagas caso a ninguno de esos fulleros. N o volve-
rán a decir una sola palabra.» Y no lo hicieron. Y a que Wind-
son no sólo era profundamente respetado por su integridad,
sino que además podía imponer sanciones por su cuenta. Como
director de la escuela del poblado, podía recomendar o no a
los niños para la enseñanza media que se impartía en la distan-
te estación misional. Los aldeanos de Zambia saben muy bien
que una buena educación es un medio vital para la ascensión
sOCial que pueden alcanzar las gentes de color. Si el director
de la escuela llegaba a tener conocim iento de algún acto de
mala fe en ciertos casos que podían tener acceso a la prom o-
ción, cabía la posibilidad de que se decidiera a enviar un in-
forme adverso. N o creo que Windson hubiera llegado nunca a
hacer esto, ya que era una persona seria, educada y bastante
amable; pero la sugerencia dejada caer en los lugares adecua-
d0s, de que Muchona no debía ser molestado, produjo efectos
apaciguadores verdaderamente maravillosos.
Windson había llegado a tomarle a Muchona a lo largo de
nuestras discusiones una afición nada común. Al principio, ha-
bía tendido a mostrar una cierta frialdad, y hasta casi desa-
grado, ante el «paganism o» de Muchona, pero muy pronto su
admiración hacia la inteligencia de este hom brecillo y su apre-
ciación de la complejidad de la existencia se fue haciendo cada
vez mayor. Con el tiempo, Windson llegó incluso a enorgulle-
cerse positivamente de la riqueza y sonoridad del sistema sim-
bólico que Muchona iba desplegando ante nosotros, llegando in-
cluso a reír de buena gana ante los ocasionales golpes de inge-
nio de Muchona.
Uno de estos golpes tuvo lugar tras una larga sesión, en la
que habíamos tratado de un Lema penoso, el ihamba. En su ex-
presión material consiste en la incrustación del incisivo supe-
rior de un cazador muerto en el cuerpo de una persona que
ha incurrido en la ira del cazador. El diente es extraído des-
pués por procedimientos rituales, que incluyen la confesión,
por parte del paciente y de sus parientes del poblado, de sus
mutuos m otivos de rencor, y la expresión de su arrepentimien-
to por haber olvidado en sus corazones al antepasado-cazador.
Sólo «tras haber encontrado los motivos de rencor» dejará el
diente de «m ord er» a sus víctimas y se dejará apresar en uno
de los cuernos recipientes colgados a la espalda del paciente por
el asistente principal del doctor. Después de un par de horas
de explicación, Muchona comenzó a moverse en su taburete de
madera. Entusiasmado por la investigación, se me había borra-
do todo otro pensamiento, y me había olvidado de darle su
coj i'n habitual. En un mom ento dado saltó: «M e preguntabas
a dónde va el ihamba. Pues bien, en este mismo momento ten-
go un ihamba en las posaderas.» Yo, sin decir nada, le pasé su
coji'n. N o fue esto todo, sin embargo. De vez en cuando solía-
mos puntear nuestras deliberaciones con un cigarrillo. Ese día
había olvidado yo también pasar mi paquete de «B elgas». Mu-
chona dijo entonces: «Tengo aún otro íhamba.» «¿C u ál?» «E l
más airado ihamba de todos, el ihamba de beber [es decir, fu-
m ar] tabaco.» Como verdadero profesional que era, Muchona
podía gastar buenas bromas con su oficio. Rencor se queda en generaciones
Muchona normalmente se tomaba con mucha seriedad las
creencias ihamba. Había sido tratado no menos de ocho veces,
decía, para librarse de un ihamba que le producía dolor en las
articulaciones. Bien fuera porque los doctores habían sido unos
charlatanes — uno intentó engañarle con un diente de mono—
o, quizás, y más frecuentemente, porque «el motivo de resenti-
miento era desconocido», el ihamba seguía molestándolo. Va-
rias adivinaciones habían establecido para su satisfacción, que
el ihamba procedía de un hermano de su madre que había sido
capturado como esclavo en una incursión luba, hacía muchos
años. Más tarde, su madre había sabido que su hermano se ha-
bía convertido en un famoso cazador en el país luba, pero nun-
ca más volvió a verlo. Muchona creía que guardaba algún resen-
timiento imperecedero contra su linaje materno, tal vez porque
más que capturado había sido vendido a los luba — ¿quién po-
día sabeilo después de tantos años? Muchona se veía atormen-
tado a causa de este rencor oculto. Y puesto que nadie podía
descubrir cuál era la causa de él, creía que jamás podría ser
curado de la mordedura del íhamba. ¿No era tal vez esto una
proyección del propio Muchona? ¿N o se trataba acaso de un
resentimiento inconsciente contra su madre — desplazado ha-
cia su desconocido tío— por haber afligido a su hijo con la es-
clavitud? ¿No se encerraba en ello la fantasía de que hasta un
esclavo podía ser grande, como lo había sido su famoso tío?
En cualquier caso, en su explicación de las creencias íhamba,
Muchona parecía sentir que se hallaba atrapado en algún tor-
mento irremediable, y que en realidad su enfermedad no era
otra que él mismo. Aunque el sufrimiento lo había convertido
en doctor de varios cultos, jamás había podido convertirse en
especialista íhamba. Es posible imaginar que este mal incura-
ble representaba para él el resquemor constante de su tristeza
por ser de origen esclavo y no «pertenecer» a ninguna pequeña
y bien establecida comunidad aldeana.
Nadie puede hacer justicia a otro en su totalidad humana.
He sugerido que en Muchona existía un cúmulo profundo de
amargura inconsciente y un deseo de venganza contra la socie-
dad que no tenía para él un lugar secular compatible con sus
habilidades. Este hombrecillo, no obstante, tenía una gran in-
teligencia. Sólo que era demasiado sensible al leve desprecio
y resentimiento con que muchos individuos lo miraban. Aunque
predominaba en él el intelecto sobre el corazón, intentaba en
general actuar de manera cortés y caritativa, y trataba compa-
sivamente a sus clientes. A lo largo de nuestra colaboración
llegó a adquirir un alto grado de objetividad con respecto a los
valores sagrados de su propia sociedad. Si sus puntos de vista
se vieron alterados por la discusión que entre los tres mantuvi-
mos durante este tiempo, es algo que no sé. Todo lo que sé
es que, poco antes de abandonar yo aquella tierra, probablemen-
te para siempre, vino a hacerme una visita, y tomamos juntos
un trago con exterior alegría. En un momento dado, poniéndo-
se serio, dijo: «Cuando tu coche eche a andar por la mañana,
no esperes verme por las cercanías. Cuando alguien muere, no-
sotros, los ndembu, no nos alegramos, sino que celebramos ce-
remonias de luto.» Conociéndole como yo le conocía, no podía
dejar de ver que era más que- tristeza lo que sentía por la pér-
dida de un amigo. Lo que lo apenaba era no poder comunicar
ya más sus ideas a alguien que fuera capaz de entenderlas. El
filósofo tenía que volver de nuevo a un mundo que sólo podía
aceptarlo como «doctor-brujo». ¿No era esto una especie de
muerte?

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