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Homilía sábado III de Pascua

Lecturas:
Hch 9,31-42.
Sal. 115.
Jn 6,61-70.

¿TAMBIÉN USTEDES QUIEREN MARCHARSE?

Queridos hermanos, la palabra de este día nos enseña que los signos acreditan las palabras de
Jesús, sin embargo, por terquedad no deja el hombre de cerrar su corazón a la verdad. El Señor
conoce cada corazón, su mirada descubre lo más íntimo de nuestro ser, Jesús realmente nos
conoce. Por esta razón de la misma forma en que realiza este discurso sobre el verdadero Pan de
Vida, descubre de forma casi inmediata las impresiones de los discípulos, muchos sorprendidos,
otros escandalizados. El seguimiento de Jesús siempre será un reto, a muchos quizás la vivencia del
Evangelio les parezca radical, obsesiva o innecesaria, una utopía, algo imposible. Al escuchar las
palabras de Cristo y como debía ser su entrega, al no comprender que el signo más grande de amor
consiste en darse uno mismo en todos los sentidos, sacrificarse por la vida de otros, en el caso de
Cristo en cuanto se nos da como alimento al ofrecernos a comer su carne, y a beber su sangre para
obtener vida eterna, podemos decirnos a nosotros mismos “este modo de hablar es duro, ¿quién
puede hacerle caso?” Todos sentimos miedo cuando se nos habla de sacrificio, fuera de la
incomprensión literal de la carne y la sangre, nos es difícil aceptar llevar una vida abnegada. Cuando
vivimos encerrados en nuestras supuestas seguridades, o llenamos nuestra vida de falsa estabilidad,
en lo económico, en lo práctico, en lo cotidiano, cuando lo más importante son los placeres podemos
tener una visión similar a los que abandonaron a Jesús. No es fácil comprender las palabras de
Jesús, y mucho menos vivirlas, asumirlas como estilo de vida. Pero tampoco son desafíos
irrealizables. Quizás al pensar en los fracasos que hemos tenido al intentar asumir la palabra, nos
llenamos de tristeza, renunciamos ante la primera dificultad, olvidamos lo grande que es Dios y nos
damos por vencidos, necesitamos que su Espíritu nos de la fuerza para seguir, ya que no es sólo
obra nuestra aquella meta que emprendamos personal o familiarmente para vivir según Cristo. El
éxito no es un término aplicable a la fe, porque el Señor no pretende que tengamos éxitos, esto
designa mucho a sólo lo humano, a lo exterior a vanagloria, como dice san Alberto Hurtado: “Dios no
quiere que tenga éxito, sólo quiere que le sea fiel”. Es justo la confianza, la fidelidad a la palabra la
que produce frutos en abundancia, para la gloria de Dios y para el bien de todos. La fidelidad en
todos los sentidos hace fecunda a la fe, la sostiene y le ayuda en su progreso, muchos partieron y
abandonaron a Jesús porque lo que su corazón anhelaba no era realmente la gracia de Cristo, sino
su propio bienestar. La fidelidad se demuestra sobre todo en los momentos de crisis y dificultad, ser
fiel significa saber custodiar nuestra fragilidad y ponerla en diálogo con el Señor, por esto la
respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. Aceptar la
palabra de Jesús como verdad y vida, es justamente entrar continuamente en diálogo con Él,
presentándole nuestros límites y nuestra debilidad, bien sabemos que solos no podemos ante las
grandes dificultades. La invitación de esta lectura es recordar aquellos propósitos que hemos
emprendido junto a Dios, no abandonarlos, pedir con insistencia la gracia de esta confianza, para ir
progresando en fidelidad al Señor. ¿A dónde ir?, ¿a dónde escapar?, ¿a quién buscar? No dudemos
de Aquel que es fiel por excelencia, de Él que nos da la fuerza y la gracia de su Palabra, es el Señor,
nos fortalece y nos regala vida, ya no dudemos. ¡Verdaderamente ha Resucitado el Señor!

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