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La Antonia
Poemas, cartas y fotografías
escogidos y narrados por
Paolo Cognetti
primera parte, 7
Casas
1929
segunda parte, 27
La vida soñada
1930-1933
tercera parte, 53
Neveros
1933-1934
cuarta parte, 97
Los estudiantes
1934-1935
epílogo, 185
Después de ella
1938-2021
Agradecimientos, 193
Nota bibliográfica, 194
Créditos de las fotografías, 195
Índice de los poemas de Antonia Pozzi, 197
primera parte
Casas
1929
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La Antonia era una chica milanesa que estaba enamorada de la mon-
taña. Nació en invierno, el 13 de febrero de 1912. Yo también nací en
Milán en invierno y he pasado por delante de su casa muchas veces. Es
un edificio señorial en Via Mascheroni que en la fachada tiene el año
de construcción, 1914, así que era nuevo cuando los Pozzi se mudaron
allí. El barrio es elegante, está lleno de chalés y casas de esa burguesía
industrial y culta que ya no existe en Milán, y queda cerca del parque
Sempione, donde me imagino que la Antonia iba a pasear a menudo
buscando los árboles, los prados y las aguas de la montaña que tal vez
echaba de menos. No se sentía unida ni a aquella casa, sobre la que
nunca escribió nada, ni a Milán, salvo por la música que interpretaban
en la Scala y en el Conservatorio, y por las ideas que circulaban en el Li-
ceo Manzoni y en la Universidad Estatal, donde conoció a las personas
más importantes de su vida.
Sentía más suya la campiña lombarda, esa que hay al sur de Mi-
lán, en dirección a Pavía. Por parte de madre, venía de allí: los Cavag-
na Sangiuliani, condes de Gualdana, habían sido dueños de vastísimos
terrenos a lo largo del Tesino con bosques, campos, granjas, cotos de
caza y pesca, pero también de una biblioteca de 80 000 libros, entre
los cuales había muchos antiguos y valiosos. Su abuelo había sido un
intelectual respetado, un apasionado de la historia de Lombardía. Su
abuela, Nena, una auténtica condesa del siglo xix, aún vivía en Bere-
guardo, en una gran finca donde la Antonia iba a visitarla con frecuen-
cia. Los canales, los arrozales, los diques, las brumas eran un paisaje
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que conocía bien, al igual que los meandros y los remolinos de ese gran
río. Cuando empezó a escribir poemas, en 1929, dedicó uno a este lugar.
amor en lontananza
Recuerdo que cuando estaba en casa
de mi madre, en mitad de la llanura,
tenía una ventana que daba
a los prados; al fondo, el terraplén boscoso
ocultaba el Tesino y, aún más al fondo,
había una franja oscura de colinas.
Yo por entonces solo había visto el mar
una vez, pero conservaba de él
una áspera nostalgia de enamorada.
Al caer la tarde miraba el horizonte;
entornaba un poco los ojos; acariciaba
los contornos y los colores entre las pestañas:
y la línea de cerros se allanaba,
trémula, azul: a mí me parecía el mar
y me gustaba más que el mar de verdad.
Milán, 24 de abril de 1929
Después, la Antonia verá el mar muchas veces: era una niña rica. Se
acostumbrará a los veraneos en Liguria, a los viajes a Sicilia y Grecia,
a los cruceros por el Mediterráneo, al igual que a los hoteles de lujo y
a los coches con chófer. Y eso que su padre, Roberto Pozzi, no había
nacido ni noble ni rico. Hijo de dos profesores, de niño había sufrido el
trauma del suicidio de su padre y más tarde el de una hermana adoles-
cente. Aquella enfermedad circulaba por su familia. Había conseguido
estudiar hasta licenciarse en leyes, se había especializado en Derecho
Financiero Internacional y en Milán, gracias a sus clientes los indus-
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triales, se estaba labrando una buena carrera: en 1911, su matrimonio
con una aristócrata ratificó su ingreso en la alta sociedad. Carolina,
conocida como Lina, era frágil y reservada, mientras que Roberto era
un hombretón: atlético, extrovertido, resuelto, amante de los negocios
pero también del arte, durante la Gran Guerra había sido capitán de
Artillería en el río Piave, en el frente italo-austrohúngaro. Aquí lo tene-
mos: desde una trinchera escruta el campo de batalla y se lo muestra a
su hija, que no alcanza a comprender.
imprudencia
Recuerdo una tarde de septiembre,
en el Montello. Yo, todavía una niña,
con la trenza fina y unas ganas
locas de correr subiéndome por las rodillas.
Mi padre, acurrucado en un pasillito
excavado en una elevación del terreno,
me señalaba a través de una rendija
el Piave y las colinas; me hablaba
de la guerra, de sí mismo, de sus soldados.
En la sombra, la hierba gélida y afilada
me rozaba las pantorrillas: bajo tierra,
puede que las raíces absorbieran aún
alguna gota de sangre. Pero yo ardía
en deseos de saltar fuera,
bajo el sol invasor, para recoger
un puñado de moras de un seto.
Milán, 22 de mayo de 1929
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Hacia el final de la guerra, en 1917, Roberto compró una mansión del
siglo xviii en Pasturo, al pie de la Grigna, cerca del lago de Como.
¿Con qué intención? Valsassina no era un sitio de moda: un valle agrí-
cola que no da al lago, montañas que a duras penas alcanzan los 2500
metros, no hay milaneses ricos, por lo general solo campesinos. Si bus-
caba un lugar donde dárselas de señor, tal vez fuera lo único que podía
permitirse. Y tal vez no fuera una casualidad que eligiera un lugar al
norte de Milán, al pie de las montañas, lejos de la llanura lombarda y
de la rama noble de su familia... Después de la guerra, con sus grados
de antiguo oficial, retomó la carrera de abogado en Milán. En 1922, la
subida de Mussolini al poder marcó el inicio de la era fascista. La adhe-
sión al régimen se daba por supuesta en alguien como Roberto Pozzi,
acostumbrado a cabalgar los tiempos. Pero, en su historia, llama la
atención que después de la Antonia no llegaran más hijos. Nada de
descendencia numerosa, sobre todo nada de varones. Solo aquella hija
que escribía poesía. A este hombre ambicioso que no creía en Dios, una
mansión medio vacía en Valsassina debió de parecerle una broma del
destino, o tal vez una prenda que pagarle a la fortuna.
Sin embargo, la Antonia se sentía más unida a la casa de Pasturo
que a cualquier otra. Fui a ver la casa un día que nevaba. Hoy pertene-
ce a una orden de monjas y por dentro está irreconocible, salvo por una
habitación que se ha conservado más o menos intacta. En la mansión,
ella ocupaba una especie de anexo en el segundo piso: un dormitorio, un
baño, un pasillito que lleva al estudio. Es el estudio lo que se conserva.
No da al patio de la mansión, como la gran logia abierta donde seguro
se sentaba en verano. La única ventana da a la parte de atrás, hacia
las montañas. Debajo de la ventana hay un escritorio, «mi viejo escri-
torio», contaba la Antonia en sus cartas, y allí me senté para descubrir
qué veía ella cuando levantaba la vista de la página. Veía la Grigna
Settentrionale, también llamada «montaña de los milaneses» porque es
la que está más cerca de nuestra ciudad y muchos pasan allí los domin-
gos. Desde la ventana del estudio tiene un aspecto más dulce: es una lar-
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ga sucesión de pastos estivos, alzadas, muritos y caminos de herradura.
Pasturo está a casi 600 metros de altura; la cima, a 2400: en la parte de
atrás de la mansión hay un jardín, al final del jardín una cancela y de
la cancela sale el camino que sube; basta con ponerse las botas y echar
a andar. Quién sabe cuántas veces lo recorrería la Antonia. Conque,
si esta era su casa y este era su escritorio, la Grigna sería su montaña.
Pero es así como me la imagino ahora: de la montaña vuelve a la
página y sigue escribiendo. Aquí la tenemos, en el verano de sus dieci-
siete años:
13
Pasturo, 13 de julio de 1929
Cervi querido:
Quiero dedicarle a usted la primera noche que paso en mi feo y
dulce pueblo. ¿Qué es un regreso? Algo que, por unas horas, desha-
ce los apretados nudos que separan el hoy del ayer y funde el pasado
y el presente con una confianza nueva, donde el mal no tiene cabida.
Mi alma de hoy y mi alma del año pasado se han reencontrado
plácidamente y todavía siguen abrazadas, esta noche, en este extra-
ño estudio mío lleno de muebles viejos recogidos de aquí y de allá; el
zócalo de madera, el armario empotrado con olor a pino, la ventana
ancha y baja, el techo y las paredes irregulares le dan el aspecto de
una baita alpina. El estudio está tan lejos de las demás habitaciones
que no llega ningún ruido de la casa. Solo, del jardín, unos runrunes
monótonos: hoy, en el calor de la tarde, era el zumbido de las abejas
sobre los tilos en flor; ahora, es la indolencia de una llovizna abúlica.
Hace unas horas, cuando he entrado, el olor característico de
estas paredes me ha embestido y retorcido el corazón como si unas
riendas hubieran tirado de él bruscamente...
Frente a este escritorio, el año pasado, ni una sola vez pensé
en Dios. Este año pensaré en él. En Carnisio he estudiado mucho:
con calma, sin afán. Estoy contenta. También me porto bastante
bien. Antes de venir a escribirle, he tocado las Fuentes de Roma
para pulir mi alma.
Es terrible ser mujer y tener diecisiete años. Dentro, una solo
siente un loco deseo de entrega. Tiene usted razón al decir que las
mujeres no valen nada. Nosotras vemos antes, pero los ojos tam-
bién se nos cierran antes. Divisamos las cumbres, pero si alguna
llega hasta ellas, es porque tiene mucho de hombre en su interior.
¿No es descorazonador, Cervi, sentirse más purificado por
efecto de la música que por efecto de la propia voluntad? Eso es
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lo que me pasa a mí esta noche. Aun así, no desespero. Desde el
año pasado, he progresado un poquito. Seguiré progresando. ¿Lo
cree usted?
Con mucho cariño,
su Antonia Pozzi
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Los escribe para sí misma y para él: en los poemas le cuenta quién
es, lo que ve, lo que vive, después copia los poemas en un cuaderno y se
los manda. Durante las vacaciones de verano, entre Pasturo, Sicilia y
los Dolomitas, sus poemas se vuelven sensuales, casi eróticos. A lo mejor
es verdad, tal vez sea terrible ser mujer y tener diecisiete años, pero hay
algo arrollador en la voz de la Antonia ese verano.
canto salvaje
He gritado de alegría en el ocaso.
Buscaba ciclámenes entre las zarzas:
había subido hasta el pie de una roca
hinchada y rugosa, quebrada por las matas.
Sobre el prado acribillado de cascajos,
sobre la cabeza rubia de las margaritas,
sobre mis cabellos, sobre mi cuello desnudo,
desde lo alto del cielo, se desmigajaba el viento.
He gritado de alegría mientras bajaba.
He idolatrado la fuerza áspera y salvaje
que hace que mis rodillas tengan ganas de saltar;
la fuerza desconocida y virgen, que me tensa
como un arco en la dirección adecuada.
Todo el camino olía a ciclámenes;
los prados languidecían en la sombra,
estremecidos aún por caricias de oro.
A lo lejos, en un triángulo de verdor,
el sol se demoraba. Habría querido
lanzarme, de un salto, hacia esa luz;
y tumbarme al sol, y desnudarme,
para que el dios moribundo se saciara
con mi sangre. Después quedarme, de noche,
tendida en el prado, con las venas vacías:
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y que las estrellas apedrearan furiosas
mi carne seca, muerta.
Pasturo, 17 de julio de 1929
canto de mi desnudez
Mírame: estoy desnuda. Desde la inquieta
languidez de mi melena
hasta la tensión ágil de mi pie,
toda yo soy una delgadez inmadura
recubierta de color marfil.
Mira: pálida es mi carne.
Parece que la sangre no fluya.
El rojo no trasluce. Solo un lánguido
pálpito azul se desdibuja en mi pecho.
Ve qué ahuecado tengo el vientre. Incierta
es la curva de las caderas, pero las rodillas,
los tobillos y todas las articulaciones
son flacas y fuertes, como las de un purasangre.
Hoy me arqueo desnuda, en la claridad
del baño blanco, y me arquearé desnuda
mañana, sobre una cama, si alguien
me toma. Y algún día desnuda, sola,
tendida bocarriba bajo un montón de tierra,
estaré, cuando la muerte me llame.
Palermo, 20 de julio de 1929
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vértigo
Agárrame por la cintura,
hombre. El rellano es estrecho.
Y el abismo es un remolino aterrador
que quiere absorbernos.
Mira: la falda herbosa, de la que emerge
este chorro extático de peñas,
parece un camposanto inmenso,
con sus piedras blancas.
Querría lanzarme de cabeza
en la fluidez vertiginosa;
querría caer sobre un duro macizo
y arrancarlo y triturarlo, yo,
con mis manos escuálidas;
sacarle querría, en cuanto cruz
de cementerio, una sola palabra
que me iluminara. Y después bebería
a sorbos gozosos mi sangre.
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Agradecimientos
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Nota bibliográfica
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Créditos fotográficos
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Índice de los poemas
de Antonia Pozzi