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escritoras y sus obras partícipes, por igual, del movimiento femenino por cambios sociales
y económicos para la mujer y 3) una aproximación a la crítica reciente (del ’75 a la fecha)
que la obra de Sor Juana ha suscitado.
En su crítica social feminista, Valdés no se conforma con la censura a la estructura
patriarcal ni en las aún mínimas ganancias del nuevo discurso femenino. Para que la mujer
mexicana logre la verdadera libertad e igualdad, dice Valdés, es preciso la liberación del
hombre y su participación. La lucidez con que este texto en inglés está escrito es prueba
fidedigna del compromiso de Valdés para dar a conocer a un público más amplio la realidad
de la mujer mexicana en la nueva escritura que le da voz. No basta con hacer añicos el espejo
de un falso reflejo, es preciso recrear una imagen auténtica a prueba de distorsiones. Esto
es lo que hace de Valdés en The Shattered Mirror: Representations of Women in Mexican
Literature como una invitación a reconstruir la auténtica imagen del otro en que veremos
de vuelta la totalidad de la propia.

Hanover College EDUARDO SANTA CRUZ

SUSANA ROTKER. Cautivas. Olvidos y memoria en la Argentina. Buenos Aires: Ariel, 1999.

A mediados del siglo XIX, la organización del Estado nacional argentino aparece como
el enigma al que Sarmiento intenta responder evocando “la sombra terrible de Facundo”.
Desde entonces, su respuesta a ese enigma se constituye en “centro ordenador del
macrorrelato que hoy tenemos del siglo XIX en la Argentina y también, en buena medida, en
América Latina en general: la épica de la civilización contra la barbarie” (23). El libro de
Susana Rotker dialoga con la tradición crítica constituida en torno a ese macrorrelato, pero
dirigiéndose a sus omisiones, a sus silencios, a lo que podría denominarse “el enigma de la
desaparición” (53), expresión que la autora retoma del trabajo de George Reid Andrews, Los
Afroargentinos de Buenos Aires.1800-1900 (1980), y que junto con el ya clásico Indios,
ejércitos y frontera (1983) de David Viñas inician una línea de estudios sobre el discurso
del silencio, sobre la desaparición de franjas sociales que casi como sombras reaparecen en
los intersticios de un macrorrelato nacional. Si Viñas sostiene que los indios son “los
desaparecidos de 1870” (cit. en Rotker 54), Rotker se pregunta por qué las mujeres que,
contra su voluntad, trasponen la frontera interna de la nación y quedan cautivas de los indios
son abandonadas por la cultura de la cual provienen, que al relegarlas al olvido las expulsa
de la memoria colectiva. En este sentido, el concepto de desaparición no resulta aleatorio
sino constitutivo de la historia y la cultura argentinas; tal como lo demuestran los
“desaparecidos” durante la última dictadura militar (1976-1983), hecho que, en sí mismo,
resulta inadmisible: “¿cómo miles de personas pueden desaparecer para siempre, sin dejar
rastro, sin relato de lo que ocurrió con ellos?” (14). Del mismo modo, ante la desaparición
y el olvido de los cuerpos de las cautivas en la frontera, la pregunta que surge es qué pactos
tácitos de silencio fueron necesarios para suprimirlas de la memoria como si nunca hubieran
existido. Desde un enfoque deliberadamente ecléctico y sirviéndose de un sólido trabajo de
documentación, Rotker se propone leer una poética de la memoria desde la cual las cautivas
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surgen como uno de los tabúes sobre los que se constituyen los mitos fundacionales de un
proyecto nacional que se asume como étnicamente blanco, y que con idénticos resultados
ha borrado también al negro, al indio, y a otras minorías étnicas de la memoria patria.
Si las nuevas naciones que surgen en el siglo XIX incorporan los valores neocoloniales
a la definición de su propia identidad (Mannoni, Fanon), la imagen del espacio vacío que
constituye lo no-urbano permite definir un nosotros que se propone el ordenamiento y la
apropiación de ese espacio ocupado por los otros, la pampa ocupada por los indios. De
Mannoni, Rotker retoma la definición del complejo del colonizador, el complejo de
Próspero, y la expande al trasladar a esta escena el reparto de los personajes de La tempestad,
ubicando en el centro de la misma a Miranda, que es para Próspero el futuro de su dinastía,
razón por la cual, al permitirse desear a Miranda, Calibán es la presencia amenazante que,
de no interponerse Próspero, poblaría la isla con Calibanes. A Miranda, sólo le resta seguir
la ley del Padre si quiere encontrar su identidad “verdadera” y unirse a alguien que como
Fernando pertenezca al linaje paterno. Sin embargo, los Prósperos de la pampa no logran
interponerse de manera tan efectiva y en este caso, Calibán, corporizado en el malón de
indios, no sólo logra violar a Miranda, convertirla en cautiva, y obtener de ella mestizos
calibanescos, sino que incluso trafica con ella, igual que con el ganado, en sus tratos con
Próspero, quien al verla convertida en cautiva, ya no reclama a Miranda como hija y deja
caer sobre ella el manto del silencio y del olvido. Ése es el destino de las cautivas que como
mujeres violadas repiten la eterna condena que se cierne sobre ellas, la de ser culpables de
su desgracia, con el agravante de que el resultado, tan temido, queda a la vista: son los
mestizos, son los “indios blancos” de los que habla Mansilla en Una excursión a los indios
ranqueles. Allí es donde Rotker lee el tabú: “La cautiva, entonces —y su cuerpo como
metáfora del espacio social— era expresión de un sistema significante y fundador; espacio
de tensiones tan profundas, que se constituyeron en unos de los tabúes del relato nacional”
(55). Admitir, desde el discurso, la realidad de la existencia de mestizos que vivían como
indios era abrir el juego a la fundación de nuevas hegemonías. Ellos eran —según la noción
de Sonia Montecino, retomada por Rotker— los mestizos “al revés”, los hijos de cautivas
blancas, en contraposición a los mestizos “al derecho”, nacidos de cautivas indígenas. La
lectura del reverso permite ver lo oculto, lo silenciado. Desde esta perspectiva, si bien la
idea de nación como comunidad imaginada, propuesta por Anderson, se constituye en base
a una comunidad de individuos que coinciden en muchos aspectos y que han olvidado las
mismas cosas, es necesario tener presente que no se trata de todos sus individuos y que la
forma en que inventa sus tradiciones, incluye sus pactos de silencio. Es por eso que en las
cautivas “todo es simbólico y significante, hasta el silencio que las rodea” (33).
Si las cautivas, los indios, y los negros son borrados del relato nacional, otro tanto
ocurre con el gaucho “neto”, esto es el que lleva una existencia nómada y no pertenece a la
cultura de Próspero, sino que se sitúa en la frontera interna, a veces viviendo entre los indios.
Su origen mestizo, su herencia indígena, quedan borrados en la literatura nacional al
convertirlo en mito. La autora destaca que su nomadismo reviste especial importancia por
cuanto marca no sólo una relación con el espacio geográfico, sino también con “la ley del
Estado que divide la representación de la realidad en lo exterior y lo interior [...] y obliga
al movimiento a ir de un punto al otro” (Deleuze, Guattari, cit. en Rotker 196). Siguiendo
esta línea de análisis, vemos que, por el contrario, la ciencia nómada consiste en producir
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un movimiento que al ocupar el espacio afecta a todos los puntos en forma simúltanea; ésta
es la lógica del malón, y la autora analiza su funcionamiento como modo de entender la
realidad en el relato autobiográfico de Santiago Avendaño, Memorias del ex-cautivo
(publicadas recién en 1999, más de cien años después de su muerte). Avendaño era blanco,
había aprendido a leer y escribir antes de ser tomado como cautivo entre los ranqueles, entre
quienes vivió de los ocho a los quince años. En su auto-representación, Avendaño se ve a
sí mismo como mediador entre ambos mundos puesto que al no ser mestizo la pureza del
linaje no se ve amenazada; sin embargo, en el relato de Avendaño se contradice la lógica
del Estado, ya que, sin renunciar a la civilización intenta abrir una brecha en la lógica binaria
colonizadora (en la razón blanca) para que se comprenda la razón nómada. El análisis de
Rotker, por demás sugerente, abre paso a una serie de problemas que merecen ser
considerados, habida cuenta que la ética de la representación propuesta por Avendaño —
o la que otros como él podrían haber propuesto— no halló cabida dentro de la lógica letrada
de la nación.
Otro aspecto analizado en esta obra es que la ausencia de testimonios de cautivas
guarda relación directa con el hecho de ser víctimas de una violencia que, en alguna medida,
la sociedad tolera o no hace nada por remediar; de manera tal que hay una resistencia a
escuchar esas voces, que al mismo tiempo no encuentran el espacio para hacerse oír
(Shoshana Felman). La literatura que las “rescata” las transforma en otra cosa. Precisamente,
el ejemplo paradigmático lo constituye el texto que funda la literatura nacional argentina:
La cautiva, de Esteban Echeverría. Allí, donde “nada es lo que parece” (116) , se detectan
una serie de equívocos sobre los cuales está construido el poema. Entre otras cosas, María
no es la cautiva de carne y hueso, la cautiva olvidada y silenciada, sino la que logra
mantenerse casta frente al indio, y morir antes de que la amenaza de Calibán se cumpla. En
cambio, otra Miranda es la que sí resulta violada, en el origen mismo de la Argentina. Rotker
retoma la serie de relatos literarios en torno a la leyenda de Lucía Miranda, desde que aparece
por primera vez, a fines del siglo XVI o comienzos del XVII, en el relato de Ruy Díaz de
Guzmán, y destaca el hecho de que sea la única cautiva/blanca que sin ocupar un lugar
central, reaparece más de una vez en la literatura argentina, con la carga traumática que su
situación implica para el vencedor humillado. Sería el trauma, o el pecado original, que trata
de olvidarse y sin embargo vuelve a aparecer. Entre las razones que explican la persistencia
de esta leyenda, metáfora de las tensiones en la frontera y en el orden sexual, surgen las de
ser un medio que justifique el proyecto racial, ya que reinstala el tema del salvajismo del
indio desde los orígenes de la conquista; por otro lado, la amenaza del contacto resulta
menos horrorosa concebida como violación que como convivencia pacífica con el otro, tal
como es el caso de la Maldonada. Su relato aparece en los mismos Anales que el de Lucía
Miranda, y sin embargo no es rescatado por la tradición literaria. La Maldonada, es una
española que asediada por el hambre que reina en el fuerte donde vive, se aleja de allí para
pactar con los indios y vivir entre ellos, hecho que ocurre sin que medie violencia alguna,
por lo cual es leído como lesa traición. En el siglo XIX, cuando el proyecto de nación requiere
para su constitución la regulación de la sexualidad en el marco del hogar “civilizado”, las
versiones femeninas sobre la historia de Lucía Miranda, por parte de escritoras románticas
como Eduarda Mansilla y Rosa Guerra, dejan, no obstante, entrever el deseo por el cuerpo
del otro, es decir lo abyecto, lo que el imaginario colectivo no logra aceptar. Desde la
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oscilación entre el olvido y el recuerdo, los cuerpos de las cautivas reaparecen en los
intersticios de la memoria, como todos los traumas y tabúes que logran significar más sobre
nuestra identidad que aquellos esquemas que aparecen en la superficie. Retomando la
lectura de Lacan que hace Slavoj Zizek, señala Rotker que “no se trata de un olvido real, sino
de un modo de encubrir, de defenderse, de rodear, de construir alrededor de lo Real” (76).
Así, la palabra escrita, cumple de algún modo, la función del “ritual” desde el cual esos
tabúes son de algún modo, exorcizados para construir la tradición. Si, por un lado, la nación
como romance —en el sentido que plantea Doris Sommer— logra su feliz resolución en el
hogar burgués civilizado, por otro lado, en el cuerpo de la cautiva, leído como síntoma,
también aparece inscripto el proyecto de nación, ya que en la nación erotizada como el
cuerpo amado se asocia “el peligro sexual con la transgresión de límites y la necesidad de
defender esos límites” (226).
Sin lugar a dudas, los siete ensayos que constituyen Cautivas. Olvidos y memoria en
la Argentina, ocupan un lugar importante en los estudios sobre la construcción de la nación
argentina, que se asume como tal desde un proyecto discursivamente blanco. Probablemente,
su logro mayor resida en proponer la lectura de una poética de la memoria que examina el
siglo XIX, pero partiendo de un pasado reciente, para entender mejor cómo un ejercicio activo
del olvido hizo posible el silencio, la negación y las desapariciones de ciertas franjas
sociales, que se vislumbran desde los orígenes de la Argentina.

University of Pittsburgh ANA MIRAMONTES

JUAN PELLICER. El placer de la ironía: Leyendo a García Ponce. México: Universidad


Nacional Autónoma de México, 1999.

El estudio publicado por Juan Pellicer, profesor de la Universidad de Oslo, merece el


agradecimiento del interesado en literatura por tres razones: por el necesario acercamiento
a la figura de Juan García Ponce, demasiado olvidado por la crítica cuando se trata de la
narrativa de su generación; por la reflexión, tan exigida en las narraciones actuales, a la que
induce al lector en los orígenes, significados, perfiles y funciones de la ironía; y por la grata
lectura que permite —aun constituyendo el de Juan Pellicer un trabajo enjundioso y
profundo— de la ironía en Crónica de la intervención (1982), la extensa novela del narrador
y dramaturgo mexicano.
La estructuración de El placer de la ironía puede resultar curiosa. Para la aproximación
a Crónica de la intervención se emprenden dos caminos; uno, desde el exterior y otro, desde
el interior del texto de García Ponce. Pero cuando se indaga en las exterioridades del texto,
el primer acercamiento responde al título de “Juan García Ponce y Crónica de la
intervención”. Un extenso apartado éste que sitúa al autor y la obra —la completa y la
Crónica...— en el marco adecuado para la comprensión del resto del trabajo. Sin embargo,
no parece una aproximación desde el exterior y tal vez podría haberse llevado hacia la
introducción que encabeza el libro. A pesar de todo, el resultado es más que sobresaliente
y quién sabe si se trata de una hábil artimaña del autor, pues al lector le incita a la lectura

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