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Érase una vez una ratita que era muy presumida, a quien todos los demás animales
conocían por su actitud. Un día la ratita se encontraba barriendo su casa, pues le
gustaba mantenerla muy limpia, cuando se encontró algo brillante en el suelo. ¡Se
trataba de una moneda de oro! ¡Qué emocionada estaba la ratita! Así, empezó a pensar
qué podría comprarse con la moneda:
¡Me compraré deliciosos caramelos! No, no, no, porque comer muchos caramelos hace
que se te caigan los dientes… ¡Me compraré un delicioso pastel! No, no, no, porque
comer mucho pastel hace que te duela el estómago… ¡Ya sé que me compraré! Iré a la
tienda y me compraré un lazo rojo, que amarraré alrededor de mi colita para verme
más bonita.
La ratita guardó la cinta en su bolsillo y sin más tardar fue a la tienda, donde compró
una linda cinta roja que llevó a su casa. Al día siguiente, se hizo un lindo lazo en el
rabito con la cinta roja y salió al balcón para que todos los demás animales la
admiraran. Y se veía tan bonita que los admiradores no tardaron en llegar.
Decepcionado, el gallo se fue, y por donde había venido apareció un perro, que también
pretendía casarse con la ratita:
—¡Oh, ratita de mi vida, ratita de mi corazón! ¡Cásate conmigo y te daré todo mi amor!
Pero la ratita estaba muy indecisa.
—Ay no sé, no sé… dime, ¿qué ruido haces por las noches?
—Durante las noches me oirás ladrar: ¡guau, guau!
—No, no, no —la ratita respondió—. Me asusto, me asusto, contigo no me casaré.
—Ratita hermosa, que tienes un lazo rojo como si fuera rosa, ¡cásate conmigo y
conviértete en mi esposa!
—No sé, no sé… ¿Qué sonido haces tú por las noches?
—Me oirás gruñir antes de irme a dormir: ¡oing, oing! ¡oing, oing!
Y el cerdo tampoco convenció a la ratita.
—Ay no, no, no. ¡Me dan mucho miedo los gruñidos! ¡Contigo no me casaré!