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Gabi despierta atada y colgando de una viga en una iglesia, viendo otros cuerpos colgados. Una semana antes, Hugo, Eva y Gonzalo intentan escapar de Madrid a través de un campo de golf, seguidos por un muerto viviente. Llegan a una urbanización y ven que la autopista está bloqueada por un gran atasco de coches, lo que dificultará su escape.
Gabi despierta atada y colgando de una viga en una iglesia, viendo otros cuerpos colgados. Una semana antes, Hugo, Eva y Gonzalo intentan escapar de Madrid a través de un campo de golf, seguidos por un muerto viviente. Llegan a una urbanización y ven que la autopista está bloqueada por un gran atasco de coches, lo que dificultará su escape.
Gabi despierta atada y colgando de una viga en una iglesia, viendo otros cuerpos colgados. Una semana antes, Hugo, Eva y Gonzalo intentan escapar de Madrid a través de un campo de golf, seguidos por un muerto viviente. Llegan a una urbanización y ven que la autopista está bloqueada por un gran atasco de coches, lo que dificultará su escape.
nuestros supervivientes, Hugo, Eva y Gonzalo, intentando huir de la ciudad a través de las galerías subterráneas de los antiguos Viajes del Agua, que atraviesan Madrid desde la Dehesa de la Villa hasta el Palacio Real, seguidos de cerca por Carlitos. Madrid es una ciudad muerta, donde ratas y muertos vivientes han entablado una guerra desigual. Irene y Gabi, sin comida ni agua, han tenido que abandonar la casa donde habían aguantado las últimas semanas. El invierno se echa encima con una crudeza salvaje. Puede que suponga el fin de los pocos supervivientes que quedan, o convertirse en un poderoso aliado. Prólogo Gabi abrió los ojos. Un dolor agudo le recorría el sistema nervioso con descargas que se iniciaban en el cráneo y recorrían como una corriente eléctrica su nuca hasta estallar en los músculos de los hombros. Era como si alguien le hubiera clavado un punzón conectado a una batería. Al principio sólo veía chispas de colores. Tenía la boca amordazada con un trapo que apenas le dejaba respirar y que sabía a grasa y a sangre. No lograba centrar la mirada. Intentó elevar la cabeza y un fuerte tirón en los músculos de los brazos le hizo ser consciente de que todo el peso de su cuerpo pendía de sus extremidades superiores. Elevó la mirada y vio sus muñecas laceradas por unas apretadas ataduras enganchadas a una cadena sujeta a una viga de madera. A duras penas logró apoyar las puntas de los pies en el suelo, bamboleándose como el badajo de una campana, pero al menos logró reducir el dolor que las ligaduras le estaban provocando. Cerró los ojos tratando de recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. La frente le latía y notó una gota de líquido que se detenía sobre su ceja y después continuaba su camino hasta su párpado. Sangre. Parpadeó con fuerza intentando evitar que aquella gota entrara en su ojo. Vio delante de él, iluminados levemente por polvorientos rayos de luz roja y azul que filtraban los vitrales emplomados de aquella iglesia, varios cuerpos colgados de las vigas del techo por cadenas, como canales en un matadero. Algunos estaban destrozados, como si un carnicero torpe hubiera ido cortando de aquí y allá sin demasiado cuidado. Recordó donde estaba. Intentó gritar sin conseguirlo. Iba a morir. Una semana antes Llevaban caminando casi una hora bajo la luz de la luna. Los ojos acostumbrados a aquella pálida luz que no producía apenas sombras evaluaban alertas cualquier forma que se asemejara, siquiera remotamente, a una figura humana, se detenían en ella para concluir que era sólo un arbusto y volvían al horizonte, lejano, hacia el cual se dirigían. Se detuvieron al llegar a una carretera. La cinta de asfalto se curvaba a lo lejos y desaparecía entre los árboles. Gonzalo miró a izquierda y derecha y pisó el firme oscuro. Se volvió hacia sus compañeros. A paso rápido cruzó al otro lado, como si temiera que de repente apareciera un camión de la nada y le embistiera. Hugo y Eva le siguieron. Se internaron entre los árboles. Se sentían menos vulnerables entre la maleza. Gonzalo echó una ojeada a la brújula de su reloj digital. Sabían que tenían que dirigirse hacia el noroeste para llegar a la carretera de La Coruña en un punto que estuviera lo suficientemente alejado de la ciudad. Tendrían que atravesar el Monte de El Pardo, una zona boscosa, y salir a la autopista a unos quince o veinte kilómetros de Madrid. Pararon a descansar. Eva no se encontraba bien. Bebieron un poco de agua y masticaron un poco de queso en silencio. —¿Un poco mejor, Eva? —preguntó Hugo. —Sí. Es sólo que tengo náuseas. Supongo que será el cansancio. Hugo abrió la mochila de Eva y la vació. Repartió las latas y casi toda la ropa entre su mochila y la de Gonzalo. Eva inició una débil protesta. —No se admite discusión, Eva. Nosotros podemos llevar perfectamente más peso. Para eso están los caballeros —dijo mirando a Gonzalo. —Claro. No te preocupes. Éste no sé, contestó dándole una palmada a su amigo en el hombro, pero yo estoy acostumbrado a largas caminatas con bastante más peso que el que llevamos ahora. Emprendieron la marcha de nuevo. Apenas cinco minutos después alcanzaron un claro. La espesura de los árboles terminaba abruptamente frente a una alambrada que les separaba de una enorme extensión despejada. A lo lejos se veían agrupaciones de árboles como islotes en medio de un océano de hierbajos. Una banderola deshilachada colgaba lánguida de un palo a un centenar de metros. Era un campo de golf. En tres meses aquella pradera, cuidada con mimo durante décadas, había regresado a un estado salvaje. Gonzalo abrió un hueco con el piolet tirando de la parte inferior de la alambrada para levantarla. Estaban en el Club de Golf de Puerta de Hierro. Caminar por aquella superficie blanda y húmeda por el rocío era agotador. Los pasos arrancaban siseos a la hierba alta que les llegaba hasta más arriba de los tobillos. A lo lejos, entre los árboles, se recortaba la silueta de un edificio. —No estaría nada mal encontrar un carrito de golf. Siempre he deseado conducir uno —dijo Gonzalo. —Seguro que en ese edificio hay un montón, pero dudo que tengan batería. —¿Te imaginas? Por la carretera de La Coruña en un carrito de golf... Eso seguro que no lo ha hecho nadie. —En un carrito de golf seguro que no, pero en un cortacésped ya es otra cosa —dijo Hugo. —¿En un cortacésped?, pero qué dices, anda ya... —David Lynch hizo una peli de un tipo que recorre Estados Unidos en un cortacésped. Un anciano enfermo que quiere buscar a su hermano para reconciliarse con él antes de morir. Se titula Una historia verdadera. —¿Y por qué no va en coche o en avión? —preguntó Eva. —Porque no tiene dinero y además no puede conducir un coche porque no ve bien. A la velocidad de un cortacésped sabe que no se saldrá de la carretera. Tarda más de un mes. En realidad es un cortacésped de esos que parecen un pequeño tractor. Seguro que aquí cortaban la hierba con uno de esos. Detrás llevaba un remolque donde dormía, con una cocina de gas para calentar sus latas de judías. —Hombre, ya puestos, si encontramos un todo-terreno yo lo prefiero —dijo Gonzalo. —Molaría un todo-terreno con una caravana, con sus camitas y su cocinita. Siempre quise viajar en una de esas caravanas y llegar hasta una playa desierta. Debe de ser alucinante acampar donde quieras, despertarte por la mañana y oír las olas —fantaseó Eva. Me pasaría el día tomando el sol, bebiendo birras y bañándome en pelotas... Hugo y Gonzalo se miraron y sonrieron, pero no dijeron nada. Ambos se imaginaron lo mismo. Estaban ya a menos de cien metros del edificio. Un sendero de tierra serpenteaba entre las ondulaciones del terreno hacia la casa que, sobre una colina, se recortaba contra el cielo. Guardaron silencio mientras se acercaban aliviados al dejar de pisar aquella maraña de hierbajos. Se detuvieron a pocos metros. El edificio tenía un aspecto siniestro. —Yo seguiría adelante. No me apetece explorar un edificio y no creo que merezca la pena correr un riesgo — susurró Gonzalo. —Estoy de acuerdo. Deberíamos intentar llegar lo más lejos posible antes de que se haga de día. Estamos en campo abierto. Si hay muertos andantes por aquí estaríamos vendidos. Rodearon el edificio en silencio y continuaron por el sendero durante media hora. Dejaron atrás un recinto rectangular enorme rodeado por una valla de madera. Había un graderío cubierto con un tejado de chapa ondulada. Vieron un cartel que indicaba que era un campo de polo. Continuaron su penoso caminar hacia el noroeste entre búnkers, greens e islotes de encinas y pinos. Aquello era enorme. Parecía que nunca saldrían de allí. Se sentaron entre los árboles que separaban las calles de dos hoyos y sacaron el agua. Gonzalo encendió un cigarrillo y de ofreció otro a Hugo. Miró el reloj. —Es la una. Llevamos cinco horas de tute. En otras cinco horas amanecerá y deberíamos haber salido ya de este puñetero campo de golf y estar lejos de la ciudad... —No sé si lo lograremos. Eva, ¿qué tal vas? —Bien. Cansada pero bien. —¿Puedes continuar? —Claro. Cuando se estaban poniendo en marcha de nuevo vieron una figura que caminaba hacia ellos siguiendo sus pasos. Aunque estaba a trescientos o cuatrocientos metros y apenas veían su silueta en la oscuridad no tuvieron ninguna duda. Bastaba con observar un segundo aquella forma de arrastrar los pies, esos brazos colgando y la cabeza ladeada para saber de qué se trataba. Algún podrido les había estado siguiendo desde que entraron en el campo de golf. —Venga, deprisa, alejémonos. Tenemos que salir de aquí cuanto antes —dijo Hugo. Aumentaron el ritmo para alejarse lo más posible de aquel ser hasta que lo perdieron de vista. Al cabo de un rato llegaron al final del campo de golf. Un muro de ladrillo y piedra les impedía continuar. No se veía ninguna puerta. Siguieron el recorrido del muro durante un rato hasta que llegaron a una cancela con una garita. Era una entrada para coches cerrada por una simple barra de metal pintada con franjas rojas y blancas con un contrapeso que el vigilante elevaba para que pasaran los coches. Salieron al exterior. Estaban en una calle estrecha de una urbanización. Altos y espesos setos rodeaban jardines inaccesibles y silenciosos. Caminaban por el centro de la calle alertas cada vez que pasaban por delante de las cancelas de aquellas mansiones. La calle finalizaba en un cruce a pocos metros de un puente que cruzaba una autovía. —Es la M-30. Esperad aquí. Voy a echar un vistazo —dijo Gonzalo. Hugo y Eva se pegaron a un seto mirando para atrás cada pocos segundos. Gonzalo caminó hacia el puente. Lo que vio le dejó sin aliento. La autovía estaba repleta de coches en un inmenso atasco en ambas direcciones. Había coches cruzados, como si sus conductores hubieran intentando dar la vuelta en un momento de desesperación. Algunos tenían el morro clavado en los laterales de otros coches después de fracasar en su intento de retroceder. Muchos de los coches tenían las puertas abiertas. Se aferró a la barandilla del puente y respiró profundamente. Entonces, abajo, creyó ver movimiento. Forzó la vista hasta que distinguió figuras humanas entre los coches que se movían unos metros hasta que otro coche les impedía continuar y se detenían y daban la vuelta para retroceder. Decenas, cientos de muertos andantes estaban atrapados en aquel gigantesco atasco y eran incapaces de salir. Retrocedió hasta donde le esperaban sus amigos. —¿Está despejado? —pregunto Hugo. —No exactamente, contestó buscando las palabras para expresar lo que había visto. El puente está despejado y podemos cruzar al otro lado de la M-30, pero la autopista es un inmenso atasco de coches. Está llena de zombis. —¿Qué hacemos? No podemos retroceder... —Podemos pasar por el puente pero tenemos que ser muy, muy silenciosos. Abajo hay decenas de muertos y será mejor que no nos vean. Cruzaron a cuatro patas aquella estrecha cinta de asfalto y hormigón. Cuando llegaron al otro lado se incorporaron. Eva no pudo evitar acercarse hasta el borde del puente para mirar aquel inmenso desguace. Se estremeció al imaginar lo que debió ser aquello y la angustia y el terror de todas aquellas personas atrapadas con sus seres queridos durante horas sin saber qué sería de su suerte, hasta que alguien les atacó. Se marcharon rápido de allí. Salieron de la carretera y cruzaron una estrecha franja de árboles que discurría en paralelo a la autopista. Caminaban junto a una alambrada que les separaba de las piscinas y los campos de deportes municipales que lindaban con el río Manzanares. Siguieron caminando hacia el norte hasta que encontraron una entrada. Atravesaron deprisa un enorme aparcamiento vacío y llegaron hasta la orilla del río, cubierta de maleza y basura que había arrastrado la corriente. —Si seguimos el rio llegaremos hasta el Monte del Pardo. Desde allí podemos salir a la carretera de La Coruña en una zona segura —dijo Gonzalo. Avanzaban despacio. No habían senderos y debían pisar con cuidado. El silencio era sobrecogedor y caminar en la oscuridad entre árboles y cañaverales era inquietante. Una espesa neblina flotaba sobre el cauce del río y no sabían qué encontrarían cada vez que se acercaban a un recodo. Tenían las perneras de los pantalones empapadas hasta las rodillas. Pasaron por debajo de la M-40 y el cauce del río se ensanchó. El cielo empezó a clarear cuando encontraron un sendero de tierra que transcurría paralelo al río. Estaban en el Monte del Pardo, el enorme parque forestal que se prolongaba hacia el norte a lo largo de casi treinta kilómetros. —Tenemos que cruzar el río. El otro lado estará más protegido. Dentro de pocos minutos será completamente de día y hay que alejarse de la carretera — dijo Hugo. Caminaron hasta que encontraron un puente para ciclistas que cruzaba el cauce. Pasaron al otro lado y decidieron que lo más seguro sería abandonar el curso del río y avanzar hacia el el noroeste campo a través. Un rato después se encontraron frente a una alambrada rematada en la parte superior por una maraña de alambre con púas. Intentaron levantarla con el piolet, pero aquella valla estaba muy bien construida. —Seguro que más adelante hay alguna entrada —deseó Hugo. Después de tantas horas de marcha estaban agotando sus fuerzas. Eva arrastraba los pies y apenas podía con el escaso peso de su mochila casi vacía. Gonzalo se agarró a la alambrada y estudió durante un rato lo que había al otro lado: una extensión boscosa formada por encinas, robles, pinos y matorrales. Una franja ancha de terreno limpio transcurría al otro lado de la alambrada, como un camino lo suficientemente amplio para que un vehículo recorriera el perímetro. —¿Sabéis?... creo que este es el bosque que rodea el Palacio de la Zarzuela, murmuró. No podemos estar muy lejos de la entrada. Quizás sería un buen sitio para descansar. No creo que a los reyes les importe... Hugo se rió. —A saber qué habrá sido de los reyes. Lo último que supe del rey cuando aún se podía andar por las calles con tranquilidad, es que vino a Madrid desde Mallorca sólo para firmar el decreto que establecía el Estado de Emergencia. Supongo que luego se volvería a Palma. Seguro que ahora está en un búnker, o refugiado en su yate lejos de toda esta mierda. Aceleraron el paso al ver, a lo lejos, una carretera que parecía atravesar la alambrada. Hugo apretó la mano de Eva y le dio ánimo para continuar. 1 La escalinata conducía a una puerta doble de madera pintada de blanco que estaba abierta hacia dentro. La hojarasca se acumulaba bajo el porche y había entrado, arrastrada por el viento, hasta el interior, donde formaba un pequeño montón sobre una alfombra que cubría buena parte del vestíbulo. Entraron con precaución. Habían visto esa fachada decenas de veces por televisión y una sensación extraña les embargaba mientras pisaban aquella mullida alfombra manchada por huellas embarradas de algún animal. Había una puerta entreabierta al fondo del vestíbulo. Gonzalo se adelantó y asomó la cabeza mientras Hugo cerraba la puerta exterior. Gonzalo se volvió e hizo un gesto a sus compañeros para que le siguieran y entraron en una amplia sala presidida por un tapiz que colgaba de la pared. Una alfombra de color crema cubría el suelo y del techo pendía una gran lámpara de araña. La luz que entraba por el ventanal arrancaba brillos de diamante de las lágrimas de cristal que se reflejan en las paredes. Algunos retratos y vitrinas de madera oscura y cristal constituían todo el mobiliario de la sala de Audiencias del palacio de la Zarzuela. Eva tenía los ojos abiertos como platos. Hugo sonreía. —Ahora sólo faltaría encontrarnos a la familia real en pleno, susurró. —Deberíamos buscar las llaves de algún vehículo. Imagino que estarán guardados en algún garaje... —Antes quiero echar un vistazo. No todos los días tiene una la oportunidad de colarse en un palacio —dijo Eva, acercándose a una de las puertas que había en el lateral de la sala. La abrió despacio. Era un despacho. En su interior había un escritorio antiguo y muy ornamentado. Las paredes estaban forradas de madera. En la pared, detrás del escritorio, colgaba un cuadro y a la izquierda un reloj antiguo que estaba parado y marcaba las doce y media. La pared de la derecha estaba cubierta por una gran librería de madera oscura que llegaba hasta el techo. Eva se acercó y leyó una placa dorada que había clavada en el marco de la pintura. Infante Don Felipe. Jean Ranc, leyó entre dientes. —Hostia. No me digas que este es el despacho donde el rey hace sus discursos de Navidad —dijo mientras recorría con la mirada las fotografías enmarcadas que había en una esquina de la mesa y en las baldas de la librería. Había retratos de las infantas y del príncipe. Ellas llevaban vestidos y lazos y el heredero vestía chaquetas con botones metálicos. En otras fotos más recientes llevaba uniformes militares. También había un montón de fotografías del ejército de nietos de los reyes. Gonzalo se acercó a la ventana y escrutó el exterior. A lo lejos, entre las encinas, vio algunas figuras que caminaban despacio, como si estuvieran perdidas. —Fuera hay bichos. Démonos prisa —dijo mirando a sus compañeros. Salieron del despacho por una puerta lateral que daba a otro despacho más pequeño donde había un par de escritorios con ordenadores y muebles archivadores pegados a la pared. Parecía una secretaría. Atravesaron aquella estancia y salieron a un pasillo con varias puertas a cada lado. —Sugiero que nos olvidemos de explorar este sitio, por muy interesante que nos parezca y busquemos el edificio donde están los garajes. Yo me quiero largar de aquí ya —dijo Hugo. Siguieron el pasillo hasta el final. Después de un recodo había una puerta de cristal que daba a la parte posterior del edificio. La puerta no estaba cerrada con llave. Salieron a una zona ajardinada. Desde ahí se veían las dos alas laterales del edificio y a lo lejos se perfilaba la silueta de un edificio más moderno y funcional de ladrillo. Mientras se dirigían hacia allí bordeando el palacio pasaron por delante de un ventanal y Eva se detuvo de golpe. Le había parecido ver algo en el interior con el rabillo del ojo. Pegó la nariz al cristal. Era un salón presidido por una gran chimenea frente a la cual había varios sofás y una mesa de centro. Sentada en uno de los sofás, de espalda a la ventana, vio una mujer joven muy tiesa a la que reconoció inmediatamente. Tenía un boquete en el cuello, con los bordes acartonados, donde faltaba un buen pedazo de piel y carne. La melena castaña de ese lado de la cabeza tenía mechones pegados por la sangre seca, que se extendía por su hombro hasta el antebrazo y manchaba la blusa color crema. Eva se separó despacio de la ventana y miró a los dos hombres con los ojos como platos. —¿Sabéis quien está ahí dentro? ¡Es Let... —¡Corred! —le interrumpió Gonzalo señalando hacia el ala izquierda del edificio. Un grupo de zombis, apenas a una veintena de metros, se acercaba hacia ellos. La mayoría vestía uniformes militares rotos y sucios pero también había algunos vestidos con monos de jardinero y chaquetas oscuras. Uno de ellos tenía un corte muy profundo en la clavícula que llegaba hasta el pecho, como si alguien le hubiera dado un hachazo con todas sus fuerzas. El peso del brazo había abierto la herida, por la que asomaban las puntas astilladas de las costillas. Corrieron en dirección contraria por un sendero estrecho flanqueado por setos que ocultaban parcialmente de la vista una pista de pádel. Atravesaron una breve extensión de hierba que les separaba de una enorme casa de ladrillo rojo. Más allá se veía un aparcamiento cubierto con parasoles de chapa ondulada. Corrieron hasta allí. En el aparcamiento había varios coches aparcados, algunos con las puertas abiertas. Gonzalo corrió hasta el coche más cercano y asomó la cabeza. Tenía las llaves puestas en la posición de arranque. Giró la llave, pero los indicadores permanecieron apagados. Lo habían dejado con el motor encendido hasta que se acabó la gasolina. Después se agotó la batería. —¡Aquí, corred! —gritó Hugo. Estaba dentro de un todo-terreno nissan blanco que arrancó expulsando una nube de humo negro por el tubo de escape. Eva y Gonzalo corrieron hasta el coche y se metieron dentro. Hugo pisó el acelerador mientras cerraban las puertas y salieron disparados del aparcamiento. —Justo a tiempo —dijo Gonzalo mirando a través de la luna posterior. En aquel momento el grupo de zombis invadía el aparcamiento. Salieron a una carretera estrecha y muy bien asfaltada y Hugo disminuyó la velocidad. —Hemos tenido suerte. El depósito está lleno. Bueno, hacia donde tiramos... —¿Tenía las llaves puestas? — preguntó Gonzalo. —Qué va. Imagina dónde estaban... —Detrás del parasol. —¡Sí, tío, como en las películas! — contestó riendo a carcajadas. 2 Carlitos se sentía cada vez mejor. Notaba que el hueso de la pierna estaba soldando. Notaba una mayor agilidad, una mayor elasticidad en sus músculos. La lengua, hasta entonces agarrotada y seca, estaba ahora húmeda. Le pareció sentir incluso la humedad del ambiente y un cierto cosquilleo en la piel. Era frío. Sentía frío. Se detuvo un momento y se pasó la mano derecha por el antebrazo izquierdo. Notó la rugosidad de la piel y los vellos erizándose. Intentó balbucear una palabra. Después de un esfuerzo sus labios agrietados, formaron la palabra “frío”. Se sorprendió por el sonido ronco de su voz. Estaba tomando conciencia de sí mismo y eso le produjo una cierta confusión. No identificaba aún los sentimientos, ni qué significaba todo aquello. Vio cómo sus presas se alejaban, perdiéndose entre la maleza de aquella interminable extensión de hierba. Se puso en marcha de nuevo. Mantuvo la distancia. Se sentía confuso. Tenía hambre, ese horrible y acuciante hambre que le impelía a perseguir a cualquier ser vivo, pero su curiosidad sobre su propio ser, sobre aquellas sensaciones nuevas, pesaban casi más que su ansia por alcanzar a aquellos tres seres vivos cuyo rastro vívido, llegaba hasta su extraordinario sentido olfativo. Les siguió por el curso del río y después, cuando entraron en aquella extensa finca cuyos caminos serpenteantes llevaban hasta aquel enorme edificio. Aguardó oculto detrás de un árbol observando cómo entraban por aquella puerta. Cuando su impaciencia le impulsó a entrar en el edificio después de una larga espera, le pareció escuchar el rumor de un motor que se ponía en marcha y se alejaba. Corrió con una soltura que no había experimentado hasta ese momento, sorprendiéndose de su paso firme. Atravesó el edificio siguiendo el rastro de sus presas hasta llegar a la puerta por la que habían salido camino del aparcamiento. Salió también al exterior y se encontró, de golpe, en medio de un batallón de zombis que caminaban bamboleándose, hacia el origen de aquel ruido. Vio el coche alejarse por una carretera hasta desaparecer entre los árboles. Gritó, consciente de que ahora les había perdido para siempre. Gritó con fuerza salvaje, pero no era un rugido. Era una palabra ronca y gutural. —¡Noooooo! 3 —Métete por el primer camino que vaya hacia el norte. No podemos seguir por aquí porque iremos a parar a la carretera de El Pardo y nos encontraremos con todo el mogollón de coches. Si logramos ir hacia el norte llegaremos hasta la altura de Torrelodones. Desde allí podremos salir a la Carretera de La Coruña. Hugo giró el volante para meterse por el primer camino que encontraron. Era un sendero de tierra que se internaba entre las encinas y robles. Condujo despacio. —Eva, no dices nada —dijo mirando por el retrovisor sin verla. Gonzalo giró la cabeza hacia atrás. —Ssss. Se ha dormido. Hugo vio su propio reflejo en el retrovisor. Tenía los ojos enrojecidos y ojeras. Miró a su amigo y vio que tenía peor aspecto aún. —La verdad es que estoy agotado. Llevamos más de veinticuatro horas sin dormir. Tú tienes un careto... Gonzalo se frotó los ojos. —Deberíamos buscar un sitio seguro y descansar. No creo que aguantemos mucho más. —Intentemos avanzar unos kilómetros. Ya encontraremos una casa cuando salgamos de este puñetero bosque... El todo-terreno se bamboleaba en los baches y en los surcos formados en la tierra por la lluvia a lo largo de años. A su alrededor sólo veían encinas y robles, alcornoques y enormes jaras. Gonzalo abrió la ventanilla un par de dedos y un olor fresco de tierra y plantas inundó el interior del vehículo. El camino ascendía sobre una pequeña loma. Cuando la coronaron Hugo detuvo el nissan. —Voy a echar un vistazo, a ver dónde estamos. 4 Los zombis que le rodeaban y que no le habían prestado ninguna atención volvieron sus cabezas hacia el, clavándole sus ojos vidriosos cuando oyeron aquel ¡noo!, más parecido a un rugido que a una palabra Uno de ellos extendió una mano agarrotada y le tocó. Carlitos apartó aquella extremidad seca con un manotazo. El zombi se quedó mirándole. Inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro, como evaluando a aquel extraño ser, tan parecido a los que le rodeaban, pero sin embargo, distinto. Volvió a levantar la mano y Carlitos le empujó con fuerza, haciéndole caer de espaldas. —¡No! —repitió en voz alta. Los zombis se acercaron a Carlitos, rodeándole. Ya se habían olvidado de los vivos que habían perseguido durante algunos metros. Carlitos empujó a un zombi, y luego a otro. Se abrió camino entre ellos y avanzó unos pasos. Los zombis giraron sus cabezas siguiendo sus movimientos. Carlitos se detuvo. Los zombis le siguieron unos pasos y se detuvieron en seco cuando él se paró. —¡Tú! ¡Ven! —ordenó a un zombi vestido con uniforme de cocinero. Su voz cavernosa salió distorsionada de su boca, como si no supiera pronunciar correctamente los sonidos, pero si un observador hubiera sido testigo de esas primeras palabras de Carlitos, no le habría costado demasiado entender aquella orden. El zombi le miró con expresión vacía. Carlitos repitió la orden haciendo un movimiento con el brazo como el que un padre le hace a un bebé que acaba de comenzar a andar. El zombi vaciló, inclinó la cabeza hacia un lado y avanzó hacia Carlitos. Se paró a unos centímetros. Apenas dos dedos separaban el rostro de Carlitos de aquel absurdo cocinero. La mente confusa de Carlitos aceptó un hecho crucial para el devenir de su existencia: la conciencia de su propio ser, de que había experimentado un cambio, de que poseía entendimiento, de que podía... pensar. Levantó sus manos y las miró. Después bajó la mirada y vio su propia desnudez. Sentía frío. Se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa. Los zombis, al unísono, se pusieron en marcha tras él, pero en el umbral Carlitos se giró y pronunció con rotundidas la palabra ¡NO! extendiendo el brazo con la palma abierta hacia ellos. Los zombis se quedaron quietos, moviendo las cabezas de un lado a otro. Le habían entendido. Carlitos cerró la puerta y recorrió pasillos, salones y habitaciones. Vio un dormitorio con una cama enorme. Se acercó a un armario e intentó abrirlo. Tardó un rato en lograr girar la llave que lo cerraba. Sus manos tenían aún un cierto agarrotamiento. Era como si no fueran del todo suyas, como si estuvieran despertando de un largo sueño. Cuando abrió la puerta saltó hacia atrás. Había alguien ahí, apenas a unos centímetros mirándole. Estaba desnudo, con el cabello adherido en mechones a la piel de la cara y restos de sangre seca en los labios agrietados. Lanzó la mano hacia aquella figura, que levantó también su mano, pero en lugar de chocar palma contra palma su mano chocó contra una superficie dura y fría que se movió y tembló. Recorrió con la mano aquella superficie, lisa como nada que hubiera tocado antes. No era un zombi. No era una persona. Movió la puerta y vio que la figura se movía. Entonces se dio cuenta que aquella figura repetía sus movimientos. Era él. Se palpó el rostro y el espejo reflejó el movimiento. Era él. Un espejo. Se observó con curiosidad. El espejo reflejaba una figura flaca. Observó su propio pene oscilante, largo y fláccido como un tubo de carne y piel venosa. Observó sus ojos, blanquecinos como un huevo cocido pero en los que se adivinaba un destello de inteligencia en aquel punto negro, pequeño como un alfiler, que brillaba en el centro. Tiró de una prenda que colgaba de una percha y la miró. Era una chaqueta azul marino con botones plateados y unos bordados en las mangas y en los hombros. Tardó un buen rato en ponérsela. Después tiró del pantalón que había quedado en la percha. Se tambaleó y finalmente cayó al suelo al levantar una pierna para intentar meterla dentro del pantalón. Se retorció durante un buen rato en el suelo pero también lo consiguió. Se miró los pies llenos de arañazos y heridas. Sentía dolor, pero no era una sensación del todo desagradable. Cogió un par de zapatos y se los puso. Se miró al espejo. Los bordados de la chaqueta brillaban en el espejo. Le gustó lo que vio. Salió de la habitación. Recorrió pasillos, abrió puertas y llegó a un salón. Vio a alguien sentado en un sofá, inmóvil como un maniquí. Se aproximó. Era una mujer. Miró su rostro inexpresivo y la mancha de sangre seca que cubría parte de su blusa. Aquella mujer joven de nariz ligeramente aguileña y barbilla puntiaguda no levantó el rostro ni le miró. Sus ojos apagados estaban clavados en algún lugar indeterminado, más allá de la pared que había a diez metros de distancia. Un fogonazo, como un recuerdo, invadió la conciencia de Carlitos. Conocía a esa mujer. Sabía quién era. Durante años había visto su rostro en la pequeña televisión de su habitación, cuando su madre se sentaba al lado de la cama en la que él estaba postrado y comentaba en voz alta las imágenes, vertiginosas e incomprensibles para él, explicándole con paciencia quién era ese, quién aquella, durante largas tardes mientras su padre estaba trabajando. La pobre mujer creía que Carlitos entendía lo que le decía. Lo había leído en alguna parte y a pesar de que su marido le decía que era inútil la mujer insistía. Él conocía a esa mujer. Sabía quién era. Se sentó a su lado. La mujer giró la cabeza y le miró. Carlitos la cogió de la mano y murmuró su nombre. A lo largo de los siguientes días Carlitos, vestido con su uniforme de Comandante de las Fuerzas Armadas, exploró los edificios que formaban el complejo de La Zarzuela sin encontrar otra cosa que cadáveres devorados y zombis. Su agilidad aumentaba por momentos y también su capacidad fonadora. A menudo hablaba en voz alta, empeñado en pronunciar correctamente las frases que le venían a la memoria y que no sabía de dónde habían salido. Eran largos poemas que su madre le había leído sentada en la silla junto a su cama, frases y diálogos de anuncios que habían quedado incrustadas en su memoria, letras de canciones... A él su propia voz le resultaba extraña. No la había oído durante la mayor parte de su vida, pero no era por eso. Los pulmones no funcionaban de forma autónoma. Era él quien debía llenarlos expandiendo con esfuerzo músculos y costillas para después usar ese aire para producir sonidos. No siempre lograba que el aire fluyera de forma regular. Al principio expulsaba el aire a borbotones, como quien aplasta una gaita si maña, y como surgidas de una gaita eran sus palabras, hasta el punto de que algún zombi que anduviera en las cercanías levantaba la cabeza, arrancado de su estupor por aquel recital disfónico. Aquellos descubrimientos y la toma de conciencia de su propio ser le habían distraído de lo que hasta el momento había sido su objetivo: devorar a aquel grupo de seres vivos. Sabía que eran inalcanzables y su rastro día a día se iba esfumando de las plantas, arbustos y árboles que había tocado o rozado en su huida. Había seguido aquel rastro durante algunos kilómetros por el sendero que habían tomado con el todo- terreno y finalmente había renunciado al perder definitivamente el rastro borrado por la intensa lluvia que llenó charcos y arroyos al caer durante horas. Como a muchos zombis, la lluvia le desagradaba profundamente. Ahora, además, sentía frío. Prefería estar a cubierto. 5 Salieron del coche y Gonzalo encendió un cigarrillo. Hugo se subió al capó y después al techo. Miró a su alrededor. Hacia el norte sólo se veía una inmensa extensión arbolada y más allá la sierra, con las cumbres tapadas por oscuras nubes que avanzaba rápidas hacia ellos. Miró en la dirección de la cual venían. Las cuatro torres de la Castellana desafiaban al cielo, como cuatro enormes dedos petrificados. Madrid se veía como una fotografía gracias a la atmósfera cristalina. Nunca había visto un cielo tan limpio, pensó mientras descendía del techo del todo- terreno. —Bueno, el camino sigue en línea recta más o menos hacia el norte. Después los árboles lo tapan. Gonzalo examinaba el coche con una sonrisa. Señaló el escudo de la puerta del conductor. —Guardia Real. Se metieron de nuevo en el coche y iniciaron el descenso de la loma. La aguja que marcaba el combustible no se había movido. —¿Crees que si enciendo eso encontramos algo? —preguntó señalando un radiotransmisor con un pequeño micrófono unido al aparato por un cordón de muelle. —No creo, pero así no te aburrirás. Gonzalo apretó el botón y el aparato se iluminó. Subió el volumen pero sólo escucharon estática. Apretó el botón de “scan” y la pantalla digital empezó a mostrar números de frecuencias. Se detenía un segundo y luego saltaba a otra frecuencia. Nada. Después de un rato Gonzalo apagó la emisora y encendió la radio. Más estática. —Está todo el mundo muerto, coño, dijo apagando el aparato con rabia. Joder. ¿Encontraremos a alguien vivo? —Seguro que sí. Si tú has sobrevivido todo este tiempo, por qué no va a haber más gente que lo haya logrado, murmuró Hugo entre dientes apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. —Tranqui. Seguro que sí. ¿Quieres que conduzca yo un rato? —No, deja. Ya te tocará a ti. Gonzalo observó cómo su amigo fijaba la mirada con determinación en el sendero. Eva dormía como un bebé en el asiento trasero. Gonzalo subió un poco la calefacción. El termómetro marcaba siete grados en el exterior y estaba descendiendo. —Apuesto que aquellas nubes, dijo señalando con el dedo la masa oscura que ya tapaba la sierra, son de nieve. Menos mal que tenemos un buen carro... Atravesaron el cauce de un arroyo seco y algo se movió entre los arbustos a un lado del camino diez o doce metros más adelante. Hugo disminuyó la velocidad y tensó los músculos de los brazos. Cuando llegaron a la altura de los arbustos casi detuvo el todo-terreno. En ese momento algo oscuro salió de golpe de entre la maleza y atravesó el sendero delante del coche. Gonzalo brincó en el asiento del susto. Hugo clavó los frenos y Eva cayó del asiento despertándose de golpe. —¡Qué pasa!, ¡Qué pasa! —gritó asustada. La respuesta que recibió fueron las fuertes carcajadas de Gonzalo y Hugo. —Jabalís, son jabalís —dijo Gonzalo entre risas. Vaya susto, coño. Deberías verte la cara... —Joder. Casi me da un infarto — contestó muy enfadada. —Lo siento, Eva. Han saltado delante del coche... Mira, dijo señalando hacia su izquierda. Eva se incorporó y miró por la ventanilla. Vio cómo una familia de jabalís se alejaba correteando entre los árboles. —Podías haber atropellado uno. Ni recuerdo cuándo comí por última vez carne fresca... Los tres rompieron a reír mientras veían al grupo de jabalíes desaparecer en la maleza. —Anda, Eva, saca algo de comer que ya me suenan las tripas —dijo Hugo entre risas. Masticaron en silencio. Después de un rato Gonzalo y Hugo se miraron preocupados. Aquel camino de tierra parecía no conducir a ninguna parte. A veces desaparecía entre la maleza para reaparecer un centenar de metros más adelante como si hubiera sido recién abierto. Pesadas gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas abriendo pequeños cráteres en el polvo depositado sobre el cristal. La temperatura seguía bajando. El termómetro marcaba cuatro grados y el cielo estaba negro. Un momento después diluviaba. Hugo disminuyó aún más la velocidad. Conducía con cuidado evitando los profundos baches y las piedras afiladas que bordeaban el camino. Gonzalo pasó al asiento de atrás y levantó la bandeja que tapaba el maletero. —Joder.... —Qué pasa —preguntó Hugo. —Hemos tenido suerte —rezongó Gonzalo doblado sobre el asiento trasero con medio cuerpo dentro del maletero. — Hay linternas, capotes para la lluvia, una caja enorme de herramientas... Y esto —dijo sacando del maletero una escopeta y una caja de cartón. “Franchi SPS 350”, leyó. En la caja había cartuchos. — Con esto le volamos la cabeza a un zombi a veinte metros de distancia... —Oye, ten cuidado, a ver si va a estar cargada y me la vuelas a mí... —No te preocupes, que yo hice la mili. —Si, cuando se llevaban lanzas. —Que no, mira. No está cargada. Se meten por aquí los cartuchos, se dispara y luego se tira hacia atrás para que salte el cartucho usado y entre otro en la recámara. —Vale, déjala atrás, por favor. Cuando dejemos de pegar botes en esa pista de mierda me lo cuentas —insistió Hugo clavándole los ojos a Gonzalo a través del retrovisor. —Vale, vale, hombre. —Mirad —dijo Eva de repente. Señalaba hacia adelante. El camino finalizaba a pocos metros de una alambrada. Hugo condujo el coche hasta donde finalizaba el camino y giró hacia la izquierda. Apenas llovía ya. El perímetro de la alambrada era una franja de aproximadamente dos metros despejada de árboles y matorrales, ideal para ser recorrida con un todo-terreno o una moto de campo. Al otro lado de la alambrada sólo había más árboles. Recorrieron despacio un par de kilómetros hasta llegar a una verja cerrada con una cadena y un grueso candado. Era una verja de unos dos metros de altura. La parte inferior, hasta un metro de altura, era de chapa pintada de color verde. El resto, barrotes de acero. Los postes que sujetaban la verja tenían un par de cámaras que apuntaban una hacia el interior y otra al camino que había al otro lado. Aquel camino de tierra se unía a una estrecha cinta de asfalto que transcurría en paralelo a la alambrada durante un centenar de metros y después se alejaba hacia el norte. Detuvieron el coche y se bajaron sin parar el motor. Gonzalo sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Hugo, que lo aceptó. Eva estiró la mano y cogió otro. Gonzalo les dio fuego con el mechero. —Ahora qué. ¿Embestimos la verja? —preguntó mientras se aproximaba y examinaba con ojo crítico los barrotes y la chapa. —Mira a ver qué más hay en el maletero. Gonzalo abrió el portón. —No hay nada que nos sirva en la caja de herramientas. —No me parece una buena idea embestir la reja con el coche. Parece muy sólida y sólo conseguiremos cargarnos los faros. O el radiador. Gonzalo seguía hurgando en el interior del maletero sin encontrar nada. —¿Y si volamos el candado con la escopeta? —Oye, ¿tú no decías que habías hecho la mili? —preguntó Eva. —Sí, qué tiene que ver eso... —Mira. Eva señalaba el cabrestante que asomaba por debajo del recio parachoques delantero. —¡Pero qué lista es mi niña! —dijo Hugo abrazándola. Gonzalo se puso de rodillas para examinar aquel artefacto. Se metió en el coche y buscó el manual. Según las instrucciones, el cabrestante se manejaba con un mando que se enchufaba al propio cabrestante, así que rebuscó en la guantera hasta que lo encontró. Salió del coche y se agachó de nuevo en la parte delantera, con el grueso libro abierto. —Vale. Este es el mando. Se enchufa aquí —dijo golpeando con el dedo un conector. —Se bloquea el embrague y con el mando se va recogiendo el cable. Lo que hay que hacer ahora es poner el coche con el morro apuntando hacia la verja a varios metros de distancia, enganchar el cable y tirar. Gonzalo regresó al todo-terreno y maniobró hasta ponerlo en la posición deseada. Hugo y Eva observaban con curiosidad. Gonzalo echó el freno de mano y se bajó del coche. Conectó el mando a distancia y soltó el embrague del cabrestante. Tiró del gancho, que se desenrolló sin dificultad y se aproximó a la verja. Hugo y Eva se acercaron. —Lo que no sé es dónde engancharlo para que arranque la verja —dijo rascándose la barba. —Engánchalo en la cadena a ver qué pasa. Puede que ceda antes que la puerta. —Buena idea. Gonzalo sujetó el gancho a la cadena y retrocedió hasta el coche. —Venid hasta aquí por si acaso. Bloqueó el embrague del cabrestante y pulsó el botón del mando. El cable empezó a tensarse. Paró. Volvió a pulsar el botón. Los tres miraban expectantes. El cable estaba completamente tenso y la puerta empezaba a ceder con un chirrido. Todos esperaban ver partirse la cadena cuando la verja cedió por las bisagras y con un fuerte ruido cayó al suelo. Gonzalo siguió apretando el botón hasta arrastrar la verja un par de metros. Dejó caer el mando y corrió hasta la verja. Soltó el gancho y volvió hasta el coche para recoger el cable. Con Gonzalo al volante salieron del Monte del Pardo y enfilaron la estrecha carretera que transcurría entre árboles hasta desembocar en una calle de dos carriles que conducía a una urbanización de chalets. Las gotitas de lluvia que se estrellaban contra el parabrisas se convirtieron en goterones y después en una cortina de agua que apenas les permitía ver más allá del morro del todo-terreno. Convinieron en no encender las luces del coche, a pesar de la visibilidad cada vez más reducida, por temor a convertirse en un faro que atrajera, como una bombilla atrae a los insectos, a caminantes indeseados. Gonzalo conducía despacio con la nariz casi pegada a la luna. Los limpiaparabrisas apenas deban abasto para retirar tanta agua. Se internaron en una calle estrecha flanqueada por setos que ocultaban las viviendas. No había coches aparcados. Gonzalo detuvo el coche en medio de la calle. —¿Intentamos refugiarnos en una casa? —preguntó. —Buff. No sé si será buena idea. Desde luego, no podemos seguir conduciendo en estas condiciones. No se ve nada. Avanza un poco, a ver. Gonzalo metió primera y avanzó a paso de tortuga. Eva y Hugo miraban por las ventanillas intentando decidir qué casa era la adecuada, pero desde donde estaban no veían más que setos descuidados y puertas metálicas pintadas de verde que cerraban los jardines y los portones que conducían a los garajes privados. —Es igual. Elijamos cualquiera — dijo Eva con voz de agotamiento. —Pega el coche a ese seto. Me subo encima del techo y veo a ver cómo pinta la cosa —dijo Hugo, mientras se inclinaba para sacar de la parte posterior del maletero uno de los capotes verdes para la lluvia. Gonzalo se subió a la estrecha acera y acercó el coche todo lo que pudo al seto que le había señalado su amigo. Cuando paró Hugo se puso el capote y salió del coche. Se subió al capó y con una zancada se encaramó al techo. Entre la cortina de agua vio una casa enorme de una sola planta en medio de un jardín bastante grande. Prunos, algún pino y parterres con flores ahogadas por la maleza rodeaban una piscina rectangular donde la lluvia repiqueteaba con fuerza. Parecía estar deshabitada. Al lado de la cancela de entrada había un portón de chapa para meter los coches dentro del jardín y un caminito de losas que llegaba hasta el garaje integrado en el edificio. Bajó del techo y entró en el coche chorreando agua. —Esta nos valdrá. Aparentemente está vacía. Voy a forzar la cancela con la palanqueta, entro yo, abro el portón para que metas el coche y lo aparcas pegado a la cancela para impedir que nadie entre mientras dormimos. —Me parece un buen plan —contestó Gonzalo. Hugo sacó la palanqueta de la mochila y salió del coche. Gonzalo y Eva observaron a su amigo bajo la lluvia forcejear con la puerta. Les hizo un gesto de triunfo y entró dentro del jardín. Segundos después vieron cómo se abría el portón. Gonzalo hizo retroceder el coche y maniobró para meterlo dentro. Hugo cerró de nuevo el portón y Gonzalo trazó una curva sobre el césped hasta encarar el coche frente a la cancela. Avanzó despacio hasta pegar el morro del todo-terreno contra la puerta bloqueándola. Los gruesos neumáticos destrozaron parterres de flores y dejaron roderas sobre la hierba. Hugo abrió la puerta trasera del coche y sacó el otro capote, que tendió a Eva. Después cogió las linternas. Gonzalo se bajó del coche y cogió la escopeta y la caja de cartuchos. —No sabemos que nos encontraremos ahí dentro, tío —dijo al ver la expresión de Hugo. Abrió la caja de cartuchos y cargó la escopeta. Eva apareció a su lado con el capote puesto. Le quedaba enorme y casi rozaba el suelo. —Coño, pareces un fantasmita, Eva, —dijo Gonzalo entre risas. Echaron a correr hasta el porche, donde se sacudieron el agua. Hugo encendió una linterna y la dirigió hacia un gran ventanal iluminando el interior del salón. Estaba todo ordenado, en su sitio. Todo parecía normal. Tres sofás enormes de pana, una chimenea, un sillón de cuero junto a una gran librería... Forzó la ventana sin dificultad y saltó dentro. Gonzalo le siguió esgrimiendo la escopeta. El salón comunicaba con un comedor que tenía una gran mesa de cristal y acero. Al lado había una amplia cocina de estilo moderno, con una isla central con vitrocerámica y quemadores de gas de la que salía una barra con tres taburetes a cada lado. —Vaya casa. Éste tenía pasta — murmuró Gonzalo con admiración. Exploraron el resto de la vivienda antes de abrirle la puerta a Eva, que temblaba de frío en el exterior envuelta en su capote y miraba a todos lados siguiendo el ruido que hacían las gotas de lluvia al caer y el borboteo de los canalones expulsando el agua. Por fin la puerta se abrió y Eva entró dentro de la casa. Gonzalo y Hugo metieron las mochilas y cerraron la puerta con las llaves que habían encontrado colgando al lado de la puerta. —Todo despejado. Hay un montón de dormitorios y de cuartos de baño —dijo Gonzalo. El frío era intenso y expulsaban bocanadas de vaho al respirar. Cerraron las persianas y se dirigieron a la cocina. Sin electricidad ni gas aquello era solo un lujoso decorado, como si estuvieran en una tienda de electrodomésticos. . —Hace un frío que pela. ¿Creéis que podríamos encender la chimenea? — preguntó Eva con un castañeo de dientes. —No creo que pase nada. Es más, yo pensaba hacerlo. Con la que está cayendo y además de noche, no creo que se vea el humo —contestó Hugo dirigiéndose hacia el salón. Junto a la chimenea había un arcón lleno de troncos, astillas, piñas secas y un paquete de pastillas de combustible. Minutos después el fuego crepitaba e iluminaba el salón haciendo danzar las sombras. Eva se quitó el capote y se sentó en gruesa alfombra junto a la chimenea frotándose las manos. Gonzalo trasteaba por la cocina. —¿Encuentras algo? —preguntó Hugo mientras examinaba las estanterías llenas de fotos de un tipo algo grueso de pelo canoso y patillas blancas exageradamente pobladas. Le sorprendió ver que en algunas de las fotos aquel individuo con aspecto prepotente y un poco hortera posaba con conocidos personajes de la política, incluyendo un ex presidente del gobierno que esbozaba algo parecido a una sonrisa de conejo bajo un ralo bigote. En otras fotos posaba en una estación de esquí con una mujer. —Lo habitual. La nevera mejor no abrirla. Huele a rayos. En los armarios hay cosas. Mira, dijo asomando por la puerta y agitando una lata de buen tamaño que tenía una etiqueta con letras doradas muy ornamentadas. —¿Qué es? —preguntó Hugo mientras se acercaba con curiosidad. —Confit de canard. Doce cuisses. Eso pone —dijo Gonzalo imitando penosamente el acento francés. —Son muslos de pato confitados. Cojonudo. Sólo hay que calentarlos en la chimenea —contestó Hugo con entusiasmo. Buscó un abrelatas en los cajones y abrió aquella maravilla. Eligió una cacerola de hierro de color naranja y vació el contenido en su interior. Sacó con una cuchara pegotes de la grasa solidificada y los dejó caer sobre los muslos de pato. —Tío, con tanta grasa nos va a sentar mal. —Qué va. Si ya está cocinado. La grasa se funde con el calor y churrusca la piel, pero los muslos no quedan nada grasientos. Esto es una maravilla. El dueño de esta casa se daba homenajes. ¿Tú sabes lo que vale solo esta puñetera cacerola? —Pues no. Pero yo no pagaría mucho por una cacerola. —Yo quería comprarme una de estas, pero cuestan más de doscientos euros. —Pues mira lo que hay aquí. Gonzalo acababa de abrir un armario lo bastante profundo como para entrar dentro. Con la linterna iluminó decenas de botellas de vino cuidadosamente ordenadas en estanterías metálicas. Examinó varias botellas y eligió una de burdeos que había sido embotellada veinte años antes. —Mira Eva. Esta botella tiene más años que tú —dijo sonriendo. Buscó un sacacorchos y la abrió con delicadeza. Sacó tres copas de una alacena y sirvió el vino. Llevaron los platos al salón y comieron sentados en el sofá. Después Gonzalo volvió a la cocina y abrió una lata de piña en conserva. El salón se estaba caldeando. Se arrellanaron en el sofá apurando las copas de vino. Eva recordó, como si hubiera pasado hace días, la “visita” al Palacio de la Zarzuela. —Os juro que era ella —insistía riéndose, tumbada con la cabeza apoyada en un mullido cojín. —Es un virus democrático. No respeta ni a princesas ni a políticos — dijo Hugo señalando las fotos enmarcadas de la librería. Eva pronto se quedó dormida y Gonzalo y Hugo tiraron las colillas de los cigarrillos a la chimenea. Hugo se levantó y echó un par de troncos más al fuego. Después se acercó al ventanal y miró al exterior a través de las rendijas de la persiana. Seguía lloviendo. De repente oyeron unos golpes sordos que parecían proceder de la cocina. Gonzalo dio un respingo y se levantó de un salto. —¿Qué ha sido eso?. Después de unos segundos de tenso silencio Hugo contestó. —Creo que nos hemos olvidado de mirar en el garaje... —Diosss. Muy despacio entraron en la cocina siguiendo el ruido. Los golpes procedían de una puerta que no habían abierto, la que daba al garaje. Gonzalo cogió la escopeta de la encimera y le ofreció la pistola a Hugo, que la rechazó con un movimiento de cabeza mientras agarraba la palanqueta. Se aproximaron a la puerta. Gonzalo hizo señas para que Hugo abriera la puerta y se echara a un lado. Hugo giró despacio el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave. Los golpes arreciaron. Sonaban amortiguados. —Qué hacemos —susurró Hugo. Gonzalo hizo un gesto y regresaron al salón. —Eso es el garaje y está claro que hay un zombi dentro. Será el de las patillas de las fotos. Yo no abriría esa puerta. Lo mejor es salir y levantar el portón el garaje. Si nos ataca en el jardín será más fácil acabar con él. Despierta a Eva. Hugo se acercó a Eva y apretó con la mano su hombro. —Eva, shss. No hagas ruido. Hay algo en el garaje. Eva se incorporó sobre el sofá con los ojos muy abiertos, como si no hubiera estado dormida ni un segundo. —¿Qué hacemos? —Vamos a salir fuera y abrir el portón del garaje. Nos ocuparemos de él en el jardín. Tú quédate aquí. No pasará nada. Gonzalo esperaba junto a la puerta. Salieron al exterior en silencio. Caminaron bajo el porche hasta el portón del garaje. Gonzalo se preparó con la escopeta levantada e hizo una señal a Hugo para que levantara el portón. Éste lo levantó de un tirón e iluminó el interior con la linterna. Dentro había un coche aparcado con las puertas cerradas. Era un BMW de gama alta de color oscuro. La linterna iluminó a un zombi sentado en el asiento del copiloto que golpeaba la ventanilla. Llevaba puesto un polo de manga corta lleno de manchas. Sus ojos opacos reflejaban la luz de la linterna. Abría y cerraba la boca y un hilo de baba espesa le colgaba desde la barbilla. Estaba muy deteriorado. Tanto que los golpes que daba contra la ventanilla no tenían apenas fuerza. Tenía el pelo canoso alborotado y unas largas y espesas patillas pegadas a la cara. Era el individuo de las fotos. O lo que quedaba de él. Gonzalo y Hugo se miraron. —Qué hacemos —preguntó Hugo. —Acércate a la puerta y ábrela. Luego échate a un lado a ver qué hace. Parece muy débil. Hugo hizo lo que Gonzalo le sugirió. Abrió la puerta del coche y retrocedió. Una vaharada de aire pestilente salió del coche haciéndole arrugar la nariz. Aquel ser apenas se sostenía sentado. Intentó salir del coche pero sólo logró caer al suelo estrellando su cabeza contra el cemento. Sus piernas permanecieron dentro del coche. Después de unos segundos angustiosos logró arrastrarse lo suficiente para salir del todo del coche. Empezó a reptar hacia Hugo, que retrocedió despacio. —¡Dale!. —¿Cómo? —¡Que le partas la cabeza con la palanca, coño!. Hugo vaciló. Aquel ser avanzaba apoyándose en los codos como si hubiera perdido la capacidad de mover las piernas. Sus ojos blancuzcos le miraban y la boca se abría y cerraba sin emitir ningún sonido. Tenía una profunda herida en un hombro. Levantó la palanca y la estrelló contra la cabeza de aquel desgraciado. Golpeó dos o tres veces más, hasta estar seguro de que no se movía. El cráneo quedó aplastado como un melón podrido dejando asomar entre las fracturas un líquido gris y apestoso. Sintió arcadas y una oleada de líquido subió por su garganta. Salió corriendo al exterior y vomitó sobre el camino de cemento. Permaneció un rato con la cintura doblada sintiendo cómo la lluvia le empapaba. Notó la mano de Gonzalo sobre su hombro. —Tranquilo. Venga. Entremos en el garaje, que te estás mojando. Se limpió la boca con la manga y se incorporó. —Joder. Qué horror. Creo que nunca me acostumbraré. Cerraron el portón del garaje. Las linternas iluminaron aquel cadáver mientras un charco oscuro crecía alrededor de su cráneo aplastado. —Mira, fíjate. Estaba en un estado lamentable. Las costillas abultaba su piel grisácea. Era sólo pellejo y huesos. El pantalón colgaba de la cintura como si fuera cinco tallas más grande. —Debió morir en el coche mientras intentaba escapar. Después despertó y ha estado ahí dentro durante meses. ¿Sabes lo que quiere decir eso? —Sí. Que esos seres necesitan comer. Que se debilitan. —Bueno. Creo que es una noticia positiva. Gonzalo rodeó el cuerpo y se asomó dentro del coche. —Agg, qué olor —exclamó retrocediendo. Hizo amago de vomitar, pero logró contener el fluido ácido que le subió hasta la garganta. Se tapó la nariz con la mano y volvió a meter la cabeza en el interior del coche. Lo que vio le dejó asombrado: el cuero de los asientos estaba desgarrado y faltaban pedazos. La espuma de debajo también había desaparecido. Aquel desdichado había intentado alimentarse con la tapicería. Había marchas espesas y pegajosas por todas partes. Abrió la guantera y sacó la documentación. El coche estaba a nombre de un tal L. Bárcenas. En el suelo del lado del conductor había un manojo de llaves. Lo cogió. Gonzalo vio que la llave de contacto estaba puesta en la cerradura. La giró y el salpicadero se iluminó. Tenía el depósito prácticamente lleno. —Vamos a hacer una cosa. Este coche no nos es útil, pero podemos sacar el gasóleo. —Vale, pero primero tranquilicemos a Eva —contestó Hugo, que se dirigió a la puerta que comunicaba con la cocina. Probó varias llaves hasta que encontró la que abría la puerta. —¡Eva! Recorrió el salón con la mirada. La luz producida por el fuego de la chimenea danzaba iluminando el techo y los muebles. Hugo se dirigió a la zona de los dormitorios y volvió a llamar a la chica. Oyó el clic de una cerradura y Eva asomó la cara. —Tranquila. Todo bien. El dueño de la casa estaba encerrado en su coche. No hay peligro. Eva salió de la habitación y se abrazó a Hugo. —Creí que no volveríais, coño. ¿Por qué habéis tardado tanto? Estaba aterrorizada. —Bueno, tuvimos nuestros más y nuestros menos con el tal Bárcenas. —¿Se llamaba así? —Eso pone en la documentación del coche. —¿Y Gonzalo? —Está en el garaje. Vamos a sacar el combustible del coche para tener una reserva. Ven. La cogió de la mano y la llevó hasta el garaje. Gonzalo trasteaba en las estanterías metálicas buscando una goma para sacar el gasóleo del coche. Sólo encontró un embudo con el extremo flexible. —Gonzalo, la gente no tiene tubos de goma para vaciar depósitos de gasolina... Además, dónde la metemos. No veo por aquí bidones. —Tienes razón, pero el embudo nos puede ser útil más adelante. Eva observaba el cadáver. —Joder. Está en los huesos. —Pues se ha comido la tapicería de cuero —contestó Hugo entre risas. Gonzalo abrió el maletero y lo iluminó con la linterna. Silbó. —Mirad lo que hay aquí. Eva y Hugo se acercaron al maletero. Dentro había una bolsa de deportes llena de fajos de billetes. —Qué pena que no sirva para nada. Aquí hay pasta como para comprar un castillo —dijo Gonzalo cerrando el maletero. — Pobre desgraciado — añadió. —Entremos en la casa e intentemos dormir. Yo no puedo más —pidió Eva. Pasaron la noche acomodados en los sofás, tapados con las mantas que cogieron de las habitaciones. Amaneció. Hugo se desperezó y se acercó a la ventana para levantar la persiana. El cielo estaba nublado. La chimenea era un montón de rescoldos medio apagados y el frío se notaba, agudizado por la intensa humedad provocada por la lluvia. —¡Chicos, arriba! Hay que ponerse en marcha. Eva se estiró en el sofá desperezándose. Gonzalo abrió los ojos enrojecidos y legañosos. Hugo abrió los armarios de la cocina buscando algo para desayunar. Abrió un par de latas de sardinas y sacó una botella de zumo sin abrir de la nevera. Masticaban en silencio sentados en la barra de la cocina. Gonzalo rompió el silencio. —Bueno. Hay que ver qué podemos llevarnos de aquí que nos sea útil. —Unas mantas, ropa que nos sirva y poco más. —Vamos a hacer el equipaje y nos largamos. Fuera hace mucho frío. No me extrañaría que nevara. Media hora más tarde, después de perderse un par de veces y acabar en calles sin salida, encontraron un acceso a la carretera de la Coruña. Hugo se detuvo antes de incorporarse a la autopista. Miró durante un rato a izquierda y derecha antes de arrancar. —Dale hombre. No creo que nos pongan una multa por no respetar el stop. —No es eso. Es que impresiona ver esto vacío. Hasta donde llegaba la vista se veía la cinta de asfalto completamente despejada. —Da un poco de miedo, sí — murmuró Eva. Hugo pisó el acelerador y entraron en la autopista. Conducía por el carril central a buena velocidad. Llegaron a Torrelodones y al salir de la amplia curva que coronaba la pendiente se encontraron casi de frente con un autocar volcado que bloqueaba los cuatro carriles. Hugo clavó los frenos y dio un volantazo para esquivarlo. El todo- terreno derrapó ligeramente. Hugo levantó el pie del freno y desvió el vehículo hasta el arcén. Pasaron con un chirrido de neumáticos a escasos centímetros de la cabina del conductor. Con un movimiento de volante el coche volvió a meterse en la autopista. Hugo frenó y detuvo el pesado nissan a una veintena de metros del autocar. Resopló. —Joder. Por qué poco. Gonzalo bajó del coche y se quedó mirando aquel enorme vehículo volcado sobre su lateral. Desde donde estaban veían las enormes ruedas y los bajos ennegrecidos del autocar. Gonzalo sacó la escopeta del maletero. —Vamos a echar un vistazo. —No creo que sea una buena idea — contestó Eva. Vámonos de aquí. Pero Gonzalo no hizo caso y avanzó rápidamente hacia el puesto del conductor. Miró a través del parabrisas astillado y retrocedió unos pasos. Hugo le observaba apoyado en la puerta del todo-terreno. Gonzalo regresó corriendo. —Vámonos. Está lleno de zombis atrapados entre los asientos y restos de cuerpos devorados —dijo con una mueca de horror en la cara. Se pusieron de nuevo en marcha, esta vez más despacio. Unos kilómetros más adelante empezaron a encontrarse con coches desperdigados por la autopista. Algunos estaban parados en medio de la calzada con las puertas abiertas. Otros se habían estrellado contra las vallas quitamiedos y habían ardido. Había restos de goma quemada y cristales por todas partes. Entonces vieron a los primeros zombis. Algunos caminaban por la carretera. Otros estaban sentados sobre el asfalto, como si esperaran algo. La conducción se hizo cada vez más complicada. Hugo sudaba esquivando restos de accidentes, cuerpos destrozados, miembros devorados apenas tapados con jirones de ropa. Huesos secos y ennegrecidos. Algunos zombis apenas levantaban la cabeza cuando el todo-terreno pasaba a su lado despacio. Uno se levantó y se lanzó delante del todo-terreno. Hugo clavó los frenos instintivamente. —¿Qué haces? ¡Acelera! —dijo Gonzalo. El zombi extendió los brazos hacia el coche. Hugo aceleró y golpeó al zombi con el lateral del parachoques lanzándole hacia un lado como a un muñeco. Eva se volvió en el asiento y vio cómo el muerto viviente intentaba levantarse de nuevo. Otros se habían puesto en pie y empezaban a caminar siguiéndoles. Hugo intentaba esquivar aquellos los obstáculos móviles que ocupaban toda la calzada pero era imposible. Pisó cuerpos. En el interior del coche se percibía el crujir de huesos al pasar por encima y los golpes de los cráneos contra los bajos del todo-terreno. Un centenar de metros más adelante los quitamiedos de la mediana se abrían y sólo una cadena separaba los dos sentidos. Hugo giró el volante para llevar el coche hasta la mediana y embistió la cadena, que saltó en pedazos. Con un bote, el nissan pisó el asfalto de los carriles del otro sentido. Iban en dirección contraria, pero qué más daba. Ese tramo estaba despejado. Aceleró alejándose de aquel horror. Gonzalo sacó un cigarrillo y lo encendió. Bajó la ventanilla un par de dedos. —Creo que será mejor que no te metas por el túnel de Navacerrada. Aquello puede ser el infierno, dijo expulsando el humo. Mejor subir por el puerto. Unos kilómetros más adelante vieron una estación de servicio pero decidieron no parar al ver que entre los postes de gasolina deambulaban un montón de zombis. La espesa capa de nubes que ya cubría las montañas se aproximaba hacia ellos como una oscura amenaza. El termómetro del coche marcaba dos grados bajo cero. Minúsculos copos de nieve empezaron a danzar alrededor del coche como si alguien estuviera sacudiendo un mantel lleno de miguitas encima de ellos. Los copos no tardaron en aumentar de tamaño. La nevada empezó a ser intensa. El asfalto se fue cubriendo por una fina capa de nieve y la visibilidad fue empeorando. Por lo menos ya no veían aquella ristra de coches estrellados y quemados en los carriles de la derecha ni aquellas figuras fantasmales sentadas esperando no se sabe qué. Aun así decidieron no encender los faros. La probabilidad de encontrarse con un vehículo de frente era cercana a cero y la prevención atávica que había sentido Hugo al conducir en dirección contraria ya había desaparecido. Lo único que le incomodaba era no poder ver los carteles que señalaban los desvíos, pero conocía bastante bien la autopista para saber a qué altura más o menos estaría la entrada a la autopista por la que tendrían que tomar el camino hacia el puerto. Gonzalo le sacó de sus pensamientos. —Ojo. Tenemos que salir pronto de la autopista. A Hugo le escocían los ojos. La nieve había tapado el asfalto y las rayas que separaban los carriles. La esponjosa capa de nieve producía un agradable sonido al ser hollada por los gruesos neumáticos. Los limpiaparabrisas acumulaban la nieve en los laterales de la luna y avanzaban tan despacio que el aire no lograba arrastraba aquel cúmulo de nieve que crecía progresivamente. —Hacía años que no veía nevar así. —Siempre nieva así —contestó Gonzalo. — Lo que pasa es que en cuanto caen cuatro copos salen las quitanieves. El tráfico hace el resto. Lo que es seguro es que esto estará intransitable dentro de un par de horas. ¡Mira, la salida! 6 Las ruedas del coche patinaban en la nieve. Gabriel a duras penas lograba mantenerlo dentro de la carretera. Al llegar a una curva cerrada simplemente se deslizó. Gabriel contravolanteó, pero el coche patinó despacio, como en cámara lenta, hacia la cuneta. Pisó el freno, pero no sirvió de nada. Después del chirrido que arrancaron los bajos al rozar el asfalto del borde de la cuneta, el coche se detuvo con un golpe seco, al chocar el morro contra el talud. Las dos ruedas del lado izquierdo quedaron en el aire. Gabriel metió marcha atrás y pisó el acelerador pero sólo consiguió que el coche se hundiera un poco más en la cuneta. —Tenemos que continuar a pie, Irene. —Vamos a congelarnos ahí fuera — contestó mirando la intensa nevada que apenas dejaba ver los enormes abetos cargados de nieve. —No te preocupes. Seguro que encontramos refugio. No debemos estar demasiado lejos de algún pueblo. Sacaron la mochila del asiento trasero y comenzaron a caminar carretera arriba. Gabriel se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos. Sus pisadas hacían crujir la nieve. Hacía mucho frío, pero afortunadamente los árboles les protegían del cortante aire que oían soplar entre las copas. Irene caminaba a su izquierda. Gabriel sacó la mano del bolsillo y pasó su brazo por encima del hombro de Irene. La apretó contra él. Se pararon. Irene se apretó contra su pecho mientras él la abrazaba. —No te preocupes. Todo irá bien — susurró. Le apartó un mechón de cabello de la frente y depositó un beso entre sus ojos. Hemos llegado hasta aquí. Verás como todo va a ir bien. Continuaron caminando. La nieve y la pendiente hacían que avanzar fuera cada vez más penoso. Estaban agotados. Habían tenido la suerte de encontrar aquel coche aparcado en el jardín de la casa en la que habían dormido la noche anterior. Gabriel consiguió arrancarlo a pesar de que apenas tenía batería. La casa no era segura. Pasaron la noche sin apenas dormir, viendo pasar por delante del jardín muertos vivientes que se detenían unos segundos, movían la cabeza lentamente en dirección a la casa, como si no estuvieran del todo seguros de que no dentro no hubiera nadie, y después continuaban su camino. Cuando Gabriel logró arrancar el coche metieron en su interior lo poco que podía serles útil y que encontraron en el interior de la casa: algo de ropa, varios paquetes de galletas y una botella de agua mineral. Gabriel abrió la endeble verja y salieron haciendo chirriar las ruedas del coche antes de que aquellos muertos vivientes les cerraran el paso. Acabaron casi de casualidad en la autovía A— 6, muy cerca del túnel de Guadarrama. Empezaba a nevar fuerte cuando se metieron en el túnel. Gabriel encendió los faros y frenó de golpe. La luz iluminó un espectáculo de pesadilla: centenares de figuras fantasmales caminaban por su interior o permanecían paradas levantando la cabeza hacia la intensa luz que les iluminaba. Al fondo se veía las sombras de decenas de vehículos formando una barrera que bloqueaba los tres carriles. —¡No sigas, da marcha atrás! Gabriel clavó los frenos e hizo retroceder el coche justo cuando uno de aquellos seres se tiró encima del capó intentando golpear el parabrisas. Aceleró y aquel cuerpo se deslizó sobre el capó y cayó al suelo. Fuera del túnel maniobró para dar la vuelta y pisó el acelerador patinando sobre la nieve que empezaba a formar una capa sobre el asfalto. Continuó varios kilómetros hasta ver una salida. Llegaron a una rotonda, la misma a la que una hora después llegaría el todo-terreno que conducía Hugo. Si la nevada no hubiera sido tan intensa o si en aquel instante hubiera dejado de nevar, Hugo y Gonzalo habrían visto las huellas de los neumáticos de aquel seat ibiza gris. Irene temblaba violentamente y a Gabriel se le estaba formando hielo en la perilla, duros cristales molestos que tenía que romper con los dedos. A lo lejos vieron la silueta de un edificio grande. Gabriel se detuvo e intentó evaluar si sería un riesgo acercarse más. Hizo una visera con la mano con la vana pretensión de mejorar la visibilidad, pero bajo aquella nevada era imposible. Se aproximaron caminando hasta el aparcamiento desierto que había frente a la entrada del edificio. Éste tenía dos plantas y grandes cristaleras panorámicas. En el tejado había un cartel que decía: Restaurante-Asador. Una escalera llevaba al primer piso donde había una terraza con mesas y sillas. Gabriel cogió de la mano a Irene y subieron las escaleras dejando profundas huellas en la nieve. Pegaron la nariz a la cristalera. No parecía que hubiera nadie dentro. Irene temblaba cada vez más, con violentas sacudidas que no podía controlar. Gabriel sacó la pistola que llevaba en la cintura y evaluó la puerta. Era de madera, con rectángulos de cristal. Golpeó fuerte una sola vez en uno de los vidrios con la pistola para romperlo. Metió la mano y abrió la puerta. Entraron. Era un amplio comedor con mesas circulares grandes. Al fondo había una barra y detrás de ella una gran parrilla. Irene se sentó en una silla, abrazándose para combatir el frío mientras Gabriel recorría el salón. Saltó por encima de la barra. Despejado. Volvió a saltar la barra y se acercó a Irene, que permanecía doblada sobre su cintura y se rodeaba el cuerpo con los brazos intentando entrar en calor. —No te muevas. Voy a ver si esto es seguro. Gabriel salió del comedor por una puerta doble que llevaba a un salón más pequeño, donde había varios sofás y sillones orientados hacia una chimenea muy grande. Había una librería de baldas de madera llena de libros y revistas. La puerta tenía una gran llave en la cerradura y Gabriel sonrió. Cerrarían la puerta, moverían un sofá para bloquearla y podrían descansar. Volvió al comedor y se arrodilló al lado de Irene. —Estamos salvados —le dijo con voz suave. Apretó su mano helada y la ayudó a levantarse. Irene le siguió hasta el salón. —Mira. Una chimenea. Voy a encender fuego y buscamos algo para comer. Irene se sentó en un sofá. Hacía un frío espantoso. Gabriel apenas tenía sensibilidad en los dedos. Cogió varias revistas de la estantería y arrancó páginas haciendo pelotas de papel que colocó en la chimenea. Encima puso varios troncos. Aquello no prendería, pensó. Regresó al comedor y saltó la barra. Debajo de la parrilla había un hueco con un saco de carbón y trozos de madera más pequeños. Los llevó a la sala y alimentó la chimenea con las astillas y los pedazos de carbón vegetal. Las páginas estaban algo húmedas y tardaron en prender. Las llamas azuladas pronto crecieron hasta hacer arder las astillas que comenzaron a crepitar. Un rato después un hermoso fuego ardía en la gran chimenea. Gabriel regresó al comedor y buscó comida en los armarios. Abrió un arcón congelador. Estaba lleno de paquetes de carne que tenía un aspecto repugnante. Cuando se fue la electricidad la carne se descongeló y se pudrió y ahora se había vuelto a congelar por el frío. Cerró el arcón. Dentro de un armario de madera colgaban chorizos, salchichones y varios jamones. Cogió un chorizo y un salchichón y un largo y afilado cuchillo. De una de las cámaras cogió un par de botellas de agua congeladas y regresó a la sala donde le esperaba Irene. Entre los dos arrastraron un sofá hasta la puerta y la bloquearon. 7 Tomaron la salida, que hacía una curva ascendente para cruzar la autopista por encima hasta una rotonda con carteles. Cogieron la carretera que iba hacia Guadarrama, la antigua carretera de La Coruña, que ascendía hasta el Alto del León y después descendía hasta transcurrir paralela a la autopista de peaje. Unos kilómetros más adelante podrían reincorporarse a la autopista. Era una ruta mucho más pesada pero estaban convencidos de que sería segura. La nieve había formado ya una gruesa capa que iba aumentando de grosor conforme ascendían. Gonzalo llevaba un rato estudiando un grueso manual del coche que había encontrado en la guantera. Movió un selector con forma de rueda que había junto a la palanca de cambios, poniéndolo en la posición 4H. Hugo notó un cambio en el tacto del volante y un rumor diferente en el motor. —¿Qué has hecho? —Nada, hombre. He cambiado el sistema de tracción. Según el manual es electrónico y puedes cambiarlo según el terreno por el que conduzcas. En esta posición tienes el 50% de la tracción en cada eje, pero de forma más suave para que no patine en la nieve. Hugo asintió con la cabeza. Notaba más aplomo en el coche, desde luego. El paisaje era formidable. Parecía que el mundo se hubiera detenido. Estaban dentro de un coche, a salvo, en medio de la nada. Las copas de los magníficos abetos estaban cubiertas de aquella mullida blancura. Los tres mantenían el silencio, como si tuvieran miedo de que al hablar aquella magia se rompiera. Y se rompió cuando Gonzalo habló de repente señalando con la mano. —¡Mira, huellas de un coche! Las huellas sobre la nieve parecían recientes. La nevada aún no las había cubierto. Gonzalo y Hugo se miraron. No eran los primeros en pasar por allí. Eso estaba claro. Avanzaron con la mirada clavada en aquellas huellas durante un buen trecho de carretera hasta que vieron, en el vértice de una curva bastante cerrada, asomar la parte trasera de un coche gris ladeado en la cuneta. Hugo disminuyó la velocidad del todo-terreno hasta el paso de una persona. Pasaron junto al coche sin detenerse. Aunque la nieve ya estaba cubriendo el techo y el capó pudieron ver que dentro no habían nadie. Tampoco se veía a nadie caminando por la carretera. —¿Qué hacemos? —preguntó Eva. ¿Paramos? —No se ve a nadie. No veo razón para detenernos —contestó Gonzalo. —Pero puede haber alguien que necesite ayuda —insistió. —Si hay alguien estará más adelante y si quiere que lo veamos ya se preocupará de que lo hagamos — contestó Gonzalo echando la mano a la escopeta. —Yo, por si acaso, estaré preparado. —Estoy de acuerdo con Gonzalo. Mejor estar preparados. Falta poco para llegar al Alto del León. Arriba hay un restaurante. Es posible que quien sea se haya refugiado allí. Eso es lo que yo haría... Un rato después llegaron al la cima del puerto y vieron el edificio del restaurante a veinte o treinta metros de distancia. Hugo detuvo el coche y se bajó. Lo que vio le aceleró el corazón. Avanzó unos metros. Gonzalo se unió a él. —Mira la chimenea. Ahí está el del coche abandonado —dijo señalando con la cabeza. —O los del coche... —Acerquémonos. Estamos armados. —Puede que también estén armados. —Puede. —Volvamos al coche, a ver qué piensa Eva. —Yo soy partidaria de ver quién hay ahí —dijo Eva, que se había acercado hasta donde estaban ellos en silencio. —Lo más prudente sería seguir adelante. No sabemos cuántos son, ni cuál será su actitud —dijo Hugo. —Mira, tú te arriesgaste conmigo. Creo que deberíamos hacer lo mismo con esa persona. O personas... —Además, no es un mal sitio para descansar —añadió Gonzalo. —Vale. Rodeamos el edificio con el coche y aparcamos detrás. Y después qué ¿llamamos a la puerta? —Bueno, eso haría una persona educada... e imprudente —contestó Gonzalo. —Creo que lo mejor es que tú y Eva os metáis en el coche y hagas lo que has dicho: aparcar detrás. Yo iré andando hacia la parte delantera. Esos árboles me cubrirán, dijo señalando un grupo de gruesos abetos que crecían junto a la carretera. Si oyen el ruido del motor y salen yo les estaré esperando con mi amiga —dijo acariciando la escopeta. Desde donde estaban se veía la parte de abajo con ventanas y una puerta cerradas con rejas. Había una escalera que subía hasta la planta superior, donde había una gran terraza con una puerta y amplios ventanales sin rejas. Había mesas y sillas regularmente dispuestas. Gonzalo se alejó hacia los árboles y se internó entre ellos. Se giró hacia el coche e hizo una señal. Hugo puso en marcha el todo-terreno con Eva sentada expectante a su lado. Rodeó el edificio y se detuvo a unos metros de la fachada posterior, con el morro apuntando hacia la carretera. Esperaron un rato pero no sucedió nada. Detuvo el motor y se bajaron del coche. Desde donde estaban apenas se veían los árboles donde se había ocultado Gonzalo por culpa de la nieve que caía. De repente vieron a su amigo que salía de entre los árboles corriendo hacia el edificio con la escopeta levantada. Eva y Hugo se pegaron a la pared y avanzaron hacia la fachada principal. Hugo llevaba la palanca aferrada con las dos manos. Se fijó que había unos ventanucos a ras de suelo. Un sótano. Cuando llegaron a la esquina vieron cómo Gonzalo estaba subiendo ya las escaleras que llevaban a la terraza. Les hizo una señal para que se acercaran. Caminaron hasta la escalera pisando la capa de nieve. Además de las huellas que acababa de dejar Gonzalo vieron en los escalones otras huellas casi borradas por la nieve. Subieron despacio hasta llegar donde aguardaba Gonzalo, que se llevó el dedo a los labios. Tenía gruesos copos de nieve en el cabello y algunos pegados en la barba. Gonzalo se acercó con precaución a la puerta y metió la mano por el cuadrante que había roto Gabi. Franqueó la puerta con el cañón de la escopeta levantado. Un par de metros más atrás le seguía Hugo mirando hacia todos lados. En el suelo había huellas húmedas que se dirigían hacia una puerta doble de madera. Se acercaron en silencio y se detuvieron frente a ella. Hugo le hizo un gesto a Eva para que se pegara a la pared. Gonzalo acercó la oreja a la madera intentando escuchar algún ruido. Se agachó y miró por la cerradura sin ver nada porque había una llave puesta en el otro lado. Asintió con la cabeza confirmando que había alguien dentro. Se encogió de hombros como diciendo, “y ahora qué”. Hugo hizo un gesto para que retrocedieran de nuevo hasta el exterior. Tenían que pensar muy bien cómo actuar. Se unieron los tres en una piña. El vaho salía de sus bocas. Eva se frotaba las manos. —Yo propongo llamar a la puerta e identificarnos —susurró Gonzalo. —Ponte en el lugar de los que están dentro. Por las huellas son al menos dos personas. Piensa qué harías tú en su lugar si estás ahí dentro y de repente llama alguien a la puerta... ¿Abrirías, así, sin más? Gonzalo permaneció en silencio durante unos segundos. —Creo que no abriría. Pensaría que quien está llamando a la puerta podría ser más peligroso que los zombis. —Y pueden que ellos estén armados. —No es tan fácil conseguir armas. Esto no es Estados Unidos. —Pues nosotros tenemos una pistola y una escopeta. No ha sido tan difícil... Si están vivos después de todo este tiempo y han llegado hasta aquí es por que están armados. Me apostaría algo. —¿Por qué no dejamos de discutir y hacemos algo ya? Por favor, me estoy congelando —les interrumpió Eva. — Mirad. Creo que esa ventana da a la habitación donde se supone que están. Eva señalaba una ventana más allá de la terraza que tenía la persiana bajada casi del todo.. — Si alguno de vosotros salta esa barandilla y camina por la cornisa podrá mirar por la ventana y ver quién hay dentro. Hugo se aproximó. Evaluó el riesgo. Una cornisa de medio metro de anchura empezaba donde terminaba la terraza y recorría la pared hasta la esquina. No se lo pensó más. Levantó la pierna derecha y pasó por encima de la barandilla. Pegó la espalda a la pared. Si caía el golpe sería serio, pensó mirando hacia abajo. Cuatro o cinco metros de caída sobre el duro asfalto, cubierto por treinta centímetros de nieve que no amortiguaría demasiado el golpe. Suspiró y avanzó deslizando los pies para no resbalar sobre la nieve que cubría la cornisa. Apenas dos metros. Llegó hasta la ventana y se agarró al alféizar. Gonzalo y Eva le observaban pegados a la barandilla. Gonzalo tenía las cejas levantadas y Eva le miraba con los ojos muy abiertos mientras se calentaba las manos con el aliento. Hugo giró sobre sí mismo para mirar a través de la estrecha franja que había dejado la persiana. Se agachó ligeramente. Vio una chimenea encendida y varios sofás. En uno de ellos yacían abrazadas dos personas. Parecían dormidas. Una de ellas era una chica: veía unas piernas largas y delgadas enfundadas en unos ajustados pantalones vaqueros muy sucios. La curva de una cadera inequívocamente femenina y una cascada de cabello oscuro que cubrían parte de su espalda se lo confirmó. Vio sobre la mesilla un hacha y una pistola y restos de comida. De repente aquel nudo de cuerpos se deshizo y vio que la otra persona era un chico, apenas un veinteañero, con perilla y el cabello alborotado. El joven se deshizo con delicadeza del abrazo de la chica, que siguió durmiendo y se levantó para echar un tronco a la chimenea. Hugo se replegó y se pegó a la pared. Se giró de nuevo y retrocedió con la espalda pegada hasta la terraza. Saltó. Sus amigos le miraban expectantes. —Qué —susurró Eva. —Hay dos, un chico y una chica. No parece que haya nadie más. Están armados —añadió mirando a Gonzalo. — Había una pistola y un hacha encima de una mesilla. La chica está dormida en un sofá, pero él está despierto. Eva bajó la cabeza concentrada. —Vamos a hacer lo mismo que hice yo cuando nos encontramos —dijo de repente. —Buena idea —sonrió Hugo. —De qué estáis hablando — preguntó Gonzalo. —Vamos al coche, en la guantera tiene que haber papeles y algún bolígrafo. Retrocedieron hasta la escalera y descendieron por los escalones. La nieve había cubierto las huellas por completo. Rodearon el edificio. Eva abrió la puerta del copiloto y se metió dentro del todo-terreno. Una capa de nieve de varios centímetros cubría el techo, pero los copos se fundían al tocar el capó, caliente aún. Eva abrió la guantera y encontró lo que buscaba: un bolígrafo y un cuaderno de notas. Había también un rollo de cinta adhesiva. Escribió apresuradamente y salió del coche. —¿Me queréis decir que coño estáis haciendo? —preguntó Gonzalo con una ligera irritación. —Verás, antes de que Eva se refugiara en la oficina conmigo me vio por la ventana del instituto. Pegó una nota en el cristal para que yo la leyera. Me pedía ayuda. Vamos a hacer lo mismo. Eva salió del coche y les enseñó la nota con cuidado de que no se mojara con los copos. El viento arreciaba y parecía que nevaba desde todas direcciones. SOMOS TRES. DOS CHICOS Y UNA CHICA. NO SOMOS PELIGROSOS. PODEMOS AYUDAROS —Bien. Yo no lo hubiera hecho mejor. —Pues hala, acércate de nuevo a la ventana y pega esta nota con cinta adhesiva —dijo enseñándole un rollo de cinta negra, y luego das un golpecito al cristal. Retrocede hasta la terraza y esperamos a ver qué pasa. —Vale. Vamos. Sólo espero que no empiecen a disparar como locos. Subieron de nuevo a la primera planta y Hugo repitió de nuevo la incursión hasta la ventana. Llevaba la nota, en la que había pegado un trozo de cinta, sujeta con los dientes. Se aproximó a la ventana y se asomó. La chica seguía durmiendo en el sofá y el chico estaba sentado en el borde del sofá, a su lado, mirando fijamente las llamas que danzaban en la chimenea. Pegó la nota al cristal y golpeó con los nudillos. Retrocedió todo lo rápido que pudo hasta la terraza y saltó la barandilla. Se quedaron mirando. Gonzalo tenía la escopeta levantada a la altura de la cintura. Unos segundos después vieron cómo la persiana subía unos centímetros y la ventana se abría. Asomó la cara asustada del chico, que les observó en silencio unos segundos y después volvió a meterse dentro rápidamente. Cerró la ventana y bajó la persiana de golpe. —Vamos dentro —dijo Hugo. Entraron en el edificio y cerraron la puerta. Gonzalo sacó la pistola de la cintura y se la dio a Hugo. —No sé usarla —murmuró entre dientes. —Da igual. Es para que vean que estamos mejor armados que ellos. Tiene puesto el seguro. Oyeron ruido de arrastrar de muebles y después el sonido de la llave abriendo la cerradura. La puerta se abrió despacio. El joven les miraba muy serio con una pistola en la mano, levantada a la altura del pecho, apuntándoles. Detrás vieron a una chica muy guapa y muy asustada sujetando un hacha con las dos manos. —Tranquilos. Baja la pistola. Somos solo tres y no tenemos intención de haceros daño. Gonzalo, después de decir esto bajó la escopeta. El joven dudó durante unos segundos con la pistola aún levantada. —¿Quiénes sois? —preguntó. —Yo me llamo Gonzalo, éste es Hugo y la niña se llama Eva. —No soy una niña —protestó Eva. El joven dudó unos segundos, pero acabó bajando la pistola. Esbozó algo parecido a una sonrisa. —Gabriel. Ella es Irene. Pasad que se va el calor. Gonzalo entró el primero en la caldeada sala y se dirigió a la ventana. Levantó unos centímetros la persiana y miró hacia el exterior. La nieve que seguía cayendo apenas dejaba adivinar las altas copas de los abetos y la carretera era indistinguible bajo el manto blanco. Era como mirar a una antigua pantalla de televisión cuando no se capta ningún canal: una imagen gris blancuzca llena de puntos. Si permanecías un buen rato mirando: al final te parecía ver que tras aquella nube estática había algo. Gonzalo bajó la persianas completamente. —Creo que así es más seguro. Cuando sea de noche se podría ver el resplandor de la chimenea desde el exterior. No habéis sido muy prudentes encendiendo la chimenea de día. Gabriel se encogió de hombros. —Estábamos congelados. Era eso o morirnos de frío. Gonzalo y Hugo decidieron que aquellos dos parecían buena gente. Se relajaron. Hugo ayudó a Gabriel a volver a poner el sofá contra la puerta. Eva e Irene se miraban la una a la otra evaluándose. Finalmente fue Eva la que se acercó y plantó dos besos en las mejillas de aquella chica espigada y de largo y oscuro pelo lacio que aún no había abierto la boca. —Me alegro de ver a otra chica. Irene sonrió. —Yo también. —Hemos visto vuestro coche tirado en la carretera. ¿De dónde venís? Irene se acercó a la chimenea. Eva observó que estaba muy delgada. Los estrechos pantalones apenas se ajustaban a sus piernas y bajo el sucio jersey se adivinaba unos hombros huesudos. Ella se sentía sin embargo hinchada. Irene miraba las llamas. Apoyó una mano sobre la repisa de piedra que recorría la parte superior del hogar. Acarició con aquella mano la superficie rugosa de granito antes de contestar. —Estábamos en Cuatro Vientos cuando empezó todo. Logramos subirnos encima del techo de un camión de la televisión y aguantamos muchas horas, hasta que todo se calmó. Cuando salimos de aquel infierno creo que no quedaba nadie con vida. Caminamos muchas horas y encontramos una casa. Hemos estado viviendo allí hasta hace apenas un par de días. Nos quedamos sin agua y sin comida, y cada vez llegaban más y más muertos vivientes. Tuvimos que marcharnos. Encontramos un coche en una casa abandonada y llegamos hasta aquí. Bueno, hasta cerca de aquí. Tenía un suave acento andaluz. —¿Y vosotros? —Más o menos lo mismo. Hugo me ayudó a llegar al sitio donde estaba refugiado él. Yo estaba en el edificio de enfrente, un instituto. Gonzalo llegó justo antes de que tuviéramos que huir. —Él fue la causa de que tuviéramos que huir —añadió Hugo con un tono burlón. — Allí estábamos como dios. Incluso hacíamos queso. Pero llegó éste y trajo con él un ejército de zombis. —Antes o después hubiérais tenido que marcharos, cuando se acabara el agua —contestó Gonzalo. —Aunque no lo parezca, somos amigos. Desde hace muchos años —dijo Hugo poniéndole la mano en el hombro a Gonzalo. —Yo conseguí llegar hasta donde estaba esta parejita por los túneles del metro. —¿El metro? —preguntó Gabriel. —Sí, pero no se lo recomiendo a nadie. Después conseguimos un todo- terreno y aquí estamos. —Bueno, qué os parece si nos quitamos los abrigos y comemos y bebemos algo —cortó Hugo. — Yo estoy hambriento. Ese salchichón tiene buena pinta. —Yo necesito ir al baño —dijo Eva. —Te acompaño —contestó rápido Irene. —Esperad chicas —dijo Gonzalo mirándolas. — No me parece seguro que vayáis solas. Os acompaño —dijo empuñando la escopeta. — Yo también necesito ir al baño. Movieron de nuevo el sofá. Gonzalo miró por el ojo de la cerradura antes de abrir la puerta. Salió primero seguido por las dos chicas, que parecían haber hecho buenas migas. A la derecha de la barra vieron un cartel que indicaba dónde estaban los cuartos de baño. Las dos chicas se metieron dentro y cerraron la puerta. Gonzalo se quedó vigilando fuera. El frío era intenso. Debían estar a varios grados bajo cero y Gonzalo pensó que él tenía suerte de ser un tío: nada le apetecería menos ahora que tener que bajarse los pantalones para mear. Las chicas conversaban dentro del baño y Gonzalo agudizó el oído. —Vaya. Creo que me ha venido la regla —dijo Irene. Esto es lo peor: no tener a mano tampones o compresas. ¿Tú cómo lo llevas? —preguntó mientras observaba el papel higiénico manchado ligeramente de sangre. Eva tardó en contestar. Se miró al espejo y buscó los ojos de Irene, a quien veía reflejada sentada en el retrete dentro del estrecho cubículo. —No tengo la regla. —¿No? ¿Pero aún no...? —No es eso. Quiero decir que ya no tengo la regla. —Eva bajó la cabeza y apoyó las manos en el lavabo. —Bueno, a veces pasa. Con el estrés y todo eso. —No es eso. —No estarás... —Es posible. —¿Lo saben tus amigos? —Mira. Ahora no quiero hablar de eso. Por favor, te pido una cosa —dijo dándose la vuelta y mirando intensamente a Irene. —Sí. Lo entiendo. No diré nada. Aunque tarde o temprano... —Bueno. Eso es problema mío. Quién sabe. Puede que esto no siga adelante... —añadió tocándose brevemente el vientre. —¿Y de cuánto estás? No se te nota nada. Eva podría haber dicho la fecha exacta, incluso la hora. Pero decidió guardar silencio. Movió la cabeza negando. Irene no dijo nada. Cogió un rollo de papel higiénico y cortó un trozo largo de papel que enrolló para improvisar una especie de compresa que colocó en el interior de la braguita. Se subió los pantalones y salió del cubículo para dejar que Eva lo usara. Aplastó el rollo y se lo guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros. Cuando Eva terminó Irene se acercó hasta ella y la abrazó con fuerza. Eva mantuvo los brazos caídos a sus costados mientras esa chica de pelo largo la estrechaba. —No te preocupes. Ahora tienes una amiga en la que confiar. No sabes cómo me alegro de que nos hayáis encontrado. Necesitaba ver caras nuevas. De personas vivas. Gonzalo, al otro lado de la puerta, cerró la boca que había mantenido abierta de par en par durante la conversación. No podía creer lo que acabada de oír, aunque, dentro de lo que cabe, pensó, no era un disparate. Semanas encerrados en una pequeña oficina... Era bastante lógico que aquellos dos mataran las horas haciendo algo que era divertido y placentero. No se lo reprochaba a su amigo: él hubiera hecho lo mismo. No había más que ver cómo estaba Eva: era una verdadera tentación. Lo único que le reprochaba es que no hubiera sido más cuidadoso, coño. Sólo nos faltaba ir por ahí con una chica con un bombo. La verdad es que no le había notado nada, aunque pronto se le notaría. Y qué hago ahora, ¿se lo cuento a Hugo? Los pensamientos de Gonzalo se interrumpieron cuando las chicas abrieron la puerta y salieron del cuarto de baño. Puso cara de circunstancias. —Qué tal, chicas. Ahora voy yo. — Apoyó la escopeta en el suelo y cerró la puerta. Cuando terminó de mear salió y miró a las dos chicas que permanecían en silencio vigilando a los lados de la puerta. —Irene. ¿Habéis registrado bien todo el edificio? —Pues no, la verdad. Sólo miramos en la cocina. Gonzalo resopló. —La verdad es que estábamos congelados y en cuanto vimos la sala con la chimenea nos encerramos allí, pero no creo que haya nadie más... —Pero no lo sabemos —contestó Gonzalo con una ligera irritación. — ¿No te das cuenta de que este sitio es enorme? ¿Y si aparecen zombis mientras estamos durmiendo? Volvieron apresuradamente a la sala. Gonzalo golpeó ligeramente la puerta para que les abrieran. —Hugo, tenemos que explorar el edificio. Éstos no lo han hecho. Hugo le miró durante un segundo. Después cogió la palanca y una linterna. —Vale. Venga. Gabriel, quédate aquí con las chicas. No creo que tardemos mucho. —Gabriel asintió con la cabeza un tanto avergonzado. La cocina ya estaba explorada, pero eso sólo era una pequeña parte del edificio. Al otro lado del comedor había una puerta doble con cristales translúcidos que daba a una especie de recibidor. Había una escalera que bajaba hasta la planta baja. Miraron por el hueco antes de empezar a descender. Los escalones eran de baldosas, por lo que bajaron sin hacer apenas ruido. La escalera terminaba en otro rellano similar al del piso superior. A la derecha había una puerta que conducía a otro comedor que reproducía prácticamente el esquema del de arriba, solo que los ventanales daban directamente al aparcamiento. Detrás de la barra había un montacargas para bajar los platos desde la cocina del piso de arriba. Volvieron al rellano y recorrieron el corto pasillo que iba hacia la izquierda. Detrás de una puerta en la que había un cartel que ponía PRIVADO había un pequeño vestuario con taquillas de madera y un cuarto de baño para los empleados. Enfrente había una puerta cerrada con llave que forzaron con la palanca. Era un despacho cuadrado con una mesa y una silla, un ordenador y una ventana que daba a la parte posterior del restaurante, desde donde se veía el nissan. Nada más. El edificio estaba vacío y era seguro. —Hay un sótano —recordó Hugo. —¿Un sótano? —Sí. Lo vi cuando llegamos. Hay unos ventanucos a ras de suelo. —Por dónde se entrará... —murmuró Gonzalo. —Supongo que debe de haber una puerta en la parte de atrás del edificio, donde dejé el todo-terreno. —Pues tenemos que salir fuera. ¿Tú crees que merece la pena? —Hombre... Por mirar no perdemos nada. Gonzalo asintió con un movimiento de cabeza. Subieron de nuevo a la planta superior y salieron a la terraza. Parecía que la nevada remitía, pero el fuerte viento impulsaba los copos con fuerza hacia sus rostros. Bajaron la escalera y rodearon el edificio. A ras de suelo vieron los ventanucos. El todo-terreno tenía ya una gruesa capa de nieve que prácticamente ocultaba sus formas. —Como siga nevando vamos a tener que buscar una pala para sacar el coche —dijo Gonzalo. —Pues seguro que en el sótano la encontramos. La puerta que debía conducir al sótano era metálitca y estaba, como es natural, cerrada. Forcejearon un rato con la palanca pero era imposible abrir aquella puerta. —Deja, no te esfuerces. Tendremos que entrar por un ventanuco. Gonzalo se agachó y encendió la linterna para iluminar el interior. Sólo vio algunas cajas en un lateral. El ventanuco medía apenas un metro de ancho por algo menos de alto. Lo justo para colarse si no eras un gordo. El suelo del sótano estaba apenas a dos metros. Hugo se agachó a su lado y rompió el vidrio con la palanca. Retiró los cristales de los bordes. —Quién entra. —Voy yo. Gonzalo se tumbó en el suelo y metió las piernas por el hueco. Se apoyó en los antebrazos y se dejó caer. Hugo le pasó la linterna y la escopeta. Gonzalo recorrió con el estrecho haz de luz aquel recinto. Olía a humedad y a cerrado. A cartones mojados y a combustible, pero había un olor que predominaba sobre los demás. Un tufo nauseabundo que le hizo llevarse la mano a la nariz. Era un olor a putrefacción y a mierda. Junto a la pared del fondo vio una caldera de gasóleo unida mediante una tubería a un depósito de color gris. Había estanterías metálicas con grandes latas de comida. Salsa de tomate, bidones de aceite de cocina, sacos de patatas y cebollas llenas de raíces, una enorme pila de troncos de madera y varias cámaras de congelación. Había también una estantería con palas de varios tamaños. ¿De donde salía aquel olor espantoso? Avanzó hacia el centro del sótano. Vio, cerca de una esquina, montoncitos de excrementos. Levantó la escopeta y apoyó la culata en el hombro listo para disparar. Avanzó hacia una pila de cajas de cartón. El haz de luz iluminó una raída manta que asomaba detrás de las cajas. Avanzó con precaución haciendo un arco para ver qué demonios era aquello. Entonces bajó la escopeta y suspiró: vio los restos de dos perros. Uno de ellos era apenas un montón de huesos. El otro yacía al lado momificado. Hugo esperaba agachado mirando por el ventanuco. Le llamó. —Baja. Está seguro. —Oye, cómo apesta. —Hay dos perros muertos. —¿No se han vuelto zombis? Es una buena noticia. Imagínate que además todo bicho que muere se convierte en zombi. Entonces lo llevábamos claro... La tensión descargada les hizo reír con ganas. —Me imagino corriendo por el campo perseguido por perros zombis y se me ponen los pelos de punta. —Sí, y detrás una horda de conejos babeantes... Rieron durante un buen rato mientras examinaban los arcones. —Qué pena. Kilos y kilos de carne desperdiciada —dijo Gonzalo mientras cerraba la puerta del último arcón. —Oye —dijo de repente Hugo. — ¿Tú sabes si el gasóleo de calefacción vale para el coche? —Mmm, creo que sí. Debe ser como el gasóleo que llevan los tractores. Quizás esté menos refinado y acabe jodiendo el filtro, pero me parece recordar que sí se puede usar. Hugo se acercó al depósito y golpeó con los nudillos. —Me parece que está lleno, preparado para el invierno.¿Cuántos litros habrá aquí? —Por el tamaño, al menos mil litros. —Podemos sacar unos cuantos. El problema es dónde guardar... —Espera. Mira. Hay un montón de bidones de aceite. Los vaciamos y metemos el gasóleo. —¿Así sin más? Nos cargamos en coche. —Qué va. No pasa nada porque quede algún resto de aceite. Es un motor diésel. De todas formas esperemos a mañana. Volvamos. Deben de estar preocupados. Coge una pala. Movieron un par de cajas de plástico hasta el ventanuco y salieron al exterior. Por la hora, debía ser casi de noche, pero daba igual. El cielo no se distinguía del suelo. Daba la sensación de que estaban dentro de una película en blanco y negro. No había color, sólo ese blanco que lo abarcaba todo. Empezaba a nevar con fuerza de nuevo. Caminaron hasta la escalera y entraron en el edificio. Gonzalo golpeó levemente con los nudillos en la puerta y oyeron el sonido del sofá al ser arrastrado sobre la tarima de madera y después el sonido metálico de la cerradura abriéndose. Entraron agradecidos al calor. Apoyaron las palas en la pared y dejaron las armas sobre la mesa. Se sacudieron la nieve del cabello y la ropa y se frotaron las manos junto a la chimenea. —Joder, qué frío hace. Debemos de estar a cuatro o cinco grados bajo cero. Menos mal que tenemos leña —suspiró Hugo. —Ocho bajo cero —precisó Gonzalo. — He visto el termómetro que hay fuera. —Bueno, ¿qué habéis visto? — preguntó Eva. —Nada. El edificio está vacío. En la planta de abajo hay otro comedor y una cocina. Hemos salido al exterior y hemos entrado en el sótano. Hay un depósito de combustible para la calefacción y una caldera —explicó Gonzalo. —Pues encendámosla —sugirió con ingenuidad Irene. —No podríamos aunque quisiéramos. No hay corriente eléctrica y la caldera necesita electricidad para funcionar — contestó Gonzalo levantando las cejas para remarcar la obviedad. — De todas formas, el depósito está lleno de gasóleo y nos será útil para el todo-terreno. Mañana sacaremos todo lo que podamos llevarnos. —Encontramos los cadáveres de dos perros en el sótano. Uno se comió al otro y luego murió de hambre o de sed —añadió Hugo mientras atizaba el fuego. Irene frunció los labios. —Pobrecillos. —¿Qué planes tenemos? —preguntó Gabriel. Gonzalo y Hugo se miraron. No habían pensado hasta ese momento en Irene y Gabriel como parte de su grupo. —Bueno... —empezó Gonzalo. —Nosotros nos dirigimos al norte, a Asturias —le cortó Hugo.. —¿A Asturias? Yo soy de Santander —contestó Gabriel. — ¿Sois de Asturias? No tenéis acento. Más bien parecéis madrileños. —Somos madrileños —contestó Hugo. —Vamos a Asturias porque la mujer y el hijo de Hugo están allí —explicó Gonzalo desviando la mirada hacia el fuego. Hugo se dio cuenta pero no dijo nada. Notó una punzada en el pecho. Estaba seguro de que Silvia y su hijo estaban bien. Tenían que estar bien. Esa esperanza era lo que le había mantenido cuerdo hasta este momento. Están bien, decidió. —Bueno, a mí no me importa ir a Asturias. Desde allí me será más fácil llegar a Santander... Si no os importa llevarnos, claro. Hugo, Gonzalo y Eva cruzaron sus miradas. —Claro, hombre, no vamos a dejaros aquí, intervino con decisión Eva. No os preocupéis —añadió, apretándole la mano a Irene. —¿No os importaría dar un rodeo por Sevilla? —preguntó con una sonrisa. Hugo abrió la boca para contestar, sin saber muy bien qué decir. —Nos pilla un poco a desmano, la verdad —contestó Gonzalo. —La verdad es que me da igual. No conozco Asturias y no creo que nadie me espere en mi casa. Su mirada se veló por la tristeza. —Oye, lo siento. Mira, cuando estemos a salvo allí ya veremos. Quizás por el camino encontremos a alguien que pueda llevarte hacia el sur. No sabemos cómo estarán las cosas por esa zona. Quizás hayan sobrevivido más personas... A lo mejor están organizados, qué se yo... —dijo Hugo sin demasiada convicción. —Descansemos un poco. Mañana hay que prepararse para marcharnos. Nos llevaremos todo lo que nos sea útil. —¿Qué coche tenéis? —preguntó Gabriel. —Un nissan de la Guardia Real. —¿Cómo? —Sí. Se lo quitamos al rey. No creo que le importe a estas alturas —contestó Hugo. — No os preocupéis. Es un monstruo con un maletero gigantesco. Un nissan pathfinder. Se sentaron en los sofás y les contaron cómo habían logrado huir de la ciudad a través de las antiguas conducciones de agua gracias a la información que la monja le había dado a Hugo. Les enseñaron el mapa y les contaron que habían acabado en el palacio de la Zarzuela y lo que habían visto allí. Irene y Gabriel escuchaban en silencio. De vez en cuando hacían alguna pregunta. Hugo, Gabriel y Eva se turnaban en el relato, adornándolo con detalles como si estuvieran narrando una aventura divertida, convirtiendo en una epopeya un relato de pura supervivencia y mucha, mucha suerte. Cuando terminaron de contar su historia quedaron en silencio durante un rato. Miraban las llamas que danzaban en el hogar. Por un momento Gonzalo retrocedió a aquellos días, tan lejanos ya, en los que él hacía lo mismo, mirar una chimenea crepitante mientras fuera, en el Pirineo aragonés, caía la nieve a la espera del asalto de alguna montaña. Suspiró. Quizás nunca más volvería a ver aquellas montañas. Eva se hizo un ovillo y quedó rápidamente dormida con la cabeza apoyada en un cojín que aún olía a humedad. Irene hizo lo mismo. Gonzalo se acercó a la chimenea y sacó un paquete de cigarrillos. Con un gesto ofreció a Hugo y a Gabriel, que se levantaron y se acercaron a él. Con las tenazas cogió una brasa y prendió su cigarrillo y después los de Hugo y Gabriel. Éste dio una larga calada y expulsó el humo hacia la chimenea. Cerró los ojos con placer. —Hacía casi un año que no fumaba —dijo. —Pues has elegido un mal día para dejarlo —contestó Hugo con una sonrisa. Los tres rieron. Entre risas y comentarios banales se fundieron los restos de la desconfianza que aún pudiera haber entre ellos. —Joder. Lo tuvisteis que pasar realmente mal en aquella casa rodeados de zombis —afirmó Hugo meneando la cabeza. —Me cansé de abrir cabezas a hachazos. Perdí la cuenta. Ahora soy un experto. Todos los días aparecía alguno por allí. Al final, los últimos días, era espantoso... Lo peor era tener que arrastrarlos lejos de la casa. Aún así cuando soplaba un poco de viento llegaba el hedor. Creo que eso era lo peor. Ese olor a putrefacción que se te mete dentro y no se va. Hablaban en voz baja para no despertar a las chicas. Gonzalo se acercó a la ventana y levantó unos centímetros la persiana. La oscuridad era absoluta ahí fuera. Bajó la persiana del todo. —Sigue nevando. Mañana vamos a tener un buen un curro para desenterrar el nissan. 8 Gonzalo fue el primero en despertar. La chimenea era una montaña de cenizas entre las que brillaban, como gemas sucias, algunas brasas. Se acercó a la ventana y levantó la persiana dos palmos, lo suficiente para otear el exterior. Frotó con la manga el cristal empañado y se quedó perplejo. Jamás había visto una nevada semejante. La nieve había cubierto cualquier ondulación del terreno hasta el punto que era imposible saber por dónde transcurría la carretera que les habían conducido hasta el restaurante. Se intuía gracias a los árboles que crecían junto a la cuneta. Había más de medio metro de nieve. Despertó a Hugo moviéndole el hombro. Su amigo se frotó los ojos y se desperezó. —Hugo. No vamos a poder marcharnos. Hay medio metro de nieve. Hugo se levantó del sofá y se dirigió, aún medio dormido, a la ventana. —Hostia, murmuró. Menuda nevada. El cielo estaba blanco y algunos copos gruesos empezaban a danzar por el aire, pesados como plumones. —Eso del calentamiento global era una milonga —dijo Gonzalo. —O no. Por eso nieva tanto. Nadie contamina ya... —Pues tenemos que darnos prisa porque va a seguir nevando y de aquí no salimos hasta la primavera. Despierta a Gabriel. Un rato después los tres intentaban despejar la nieve acumulada alrededor del todo-terreno. Éste se había convertido en un montículo con más de medio metro de nieve en techo y capó. Con nieve hasta las rodillas lograron retirar lo suficiente para abrir la puerta. Hugo arrancó el motor y pisó el acelerador suavemente. El coche avanzó unos centímetros hasta que se quedó como clavado. La nieve llegaba hasta el parachoques. Aceleró pero las ruedas patinaron en la tierra que había debajo. Metió la reductora pero no avanzaba. Era como empujar una pared de nieve. Paró el motor y se bajó. Echó un vistazo y vio que tendrían que abrir un camino hasta la carretera. —Una vez que abramos un camino el coche cogerá velocidad y saldremos de un tirón. —Volvamos dentro. Me estoy congelando —dijo Gabriel.. Un agradable y reconfortante olor a café recién hecho les recibió al traspasar la puerta. Las chicas habían ido a la cocina y habían cogido una cacerola para calentar agua embotellada sobre las brasas de la chimenea. Después habían añadido café y lo habían colado en una jarra. Había cinco tazas preparadas sobre la mesa, con cucharillas y sobres de azúcar. Había incluso un cartón de leche abierto y varios envases individuales de mermelada y mantequilla junto a un plato lleno de biscotes de pan tostado. Eva metió un par de troncos dentro de la chimenea que prendieron enseguida. —Venga, que se enfría. —¡Café! No me lo puedo creer — exclamó Gonzalo. —Hace meses que no tomo café. Dios, cómo lo echaba de menos — añadió Hugo, aspirando la fragancia que despedía su taza. Mientras desayunaban con apetito les contaron a las chicas la situación. —Hay que intentar largarse cuanto antes. No sé si podremos sacar el coche, pero si sigue nevando así nos quedaremos atrapados durante meses, eso seguro —dijo Gonzalo. —Tenemos que intentar despejar un camino hasta la carretera. Creo que una vez que pongamos en coche en marcha será más fácil avanzar. En el sótano había más palas, así que a trabajar — dijo mientras bajaban las escaleras. Gonzalo retiró la nieve que tapaba el ventanuco del sótano y bajó. El hedor desprendido por los restos de los perros flotaba en el aire. Cogió tres palas y las sacó por la ventana. Se pusieron a abrir un camino con energía. Irene se acercó a Eva, que se esforzaba en palear la nieve. Le susurró al oído. —Oye, no deberías hacer tanto esfuerzo. Ya sabes. Tómatelo con calma. Eva miró a su alrededor para ver si alguien escuchaba. —Ni una palabra más sobre el tema. Por favor. Se dio la vuelta y lanzó un montón de nieve a un lado. Palear nieve era más cansado de lo que parecía. Conforme profundizaban la nieve era más densa. Perdía la esponjosidad para convertirse casi hielo. Pararon un rato a descansar. Apenas habían despejado una decena de metros y debajo asomaba la superficie dura y marrón de la tierra, pero cada vez nevaba más y lentamente los copos iban cubriendo de nuevo el camino que habían despejado. Gonzalo se apoyó en la pala y miró hacia el cielo. Hugo se frotó las manos, rojas y ligeramente hinchadas. El frío era intenso y cada respiración le quemaba en la garganta. —No estamos bien equipados para este frío. Tengo las manos y los pies helados —dijo pisando con fuerza el suelo. Aún quedaba otra decena de metros por despejar. Empezaron a palear de nuevo. Gonzalo avanzó con la nieve hasta las rodillas hasta el borde de la carretera y empezó a abrir hueco hacia ellos. Una hora más tarde sólo quedaban un par de metros para que los dos tramos se unieran. A los lados del camino abierto se acumulaba la nieve en montículos que en algunos puntos superaban el metro de altura. Gonzalo clavó la pala en la nieve y estiró la espalda, llevándose las manos a los riñones. Un ruido leve de nieve pisada le hizo girar la cabeza hacia el otro lado de la carretera, pero no vio nada entre los gruesos troncos de los abetos. La nieve caía copiosa y costaba ver más allá de los diez o doce metros de distancia. Pensó que el ruido lo habría producido algún trozo de nieve que se había desprendido desde las copas cargadas de los árboles. Hugo se acercó. —Creo que antes de continuar deberíamos cargar el coche. Gonzalo se rascó la cabeza. —Hemos avanzado bastante. Mejor dejar esto acabado antes. Venga, no te rajes. Palearon con energía hasta unir los dos tramos. Las chicas y Gabriel estaban despejando la nieve alrededor del coche. —Listo —anunció Gonzalo. — Recoged todo y metedlo en el coche. Gabriel, echa un vistazo en la cocina a ver qué podemos llevarnos. Coge latas de conserva, botellas de agua, comida que no esté estropeada... Hugo y yo vamos a intentar sacar gasóleo del depósito. Meted también las palas en el maletero por si acaso. Gabriel y las chicas siguieron las instrucciones de Gonzalo y después entraron en el edificio. Gonzalo y Hugo sacaron una de las linternas del maletero y se dirigieron hasta el ventanuco del sótano. Una vez dentro vaciaron cuatro bidones de aceite de veinte litros por una rejilla de desagüe que había junto a la puerta. El olor del aceite resultaba agradable en comparación con el hedor del aire estancado del sótano. Esos ochenta litros serían una buena reserva que les permitiría alejarse de esta puñetera sierra. Quizás bastasen para llegar a Asturias sin tener que repostar. Una vez vacíos se acercaron con los bidones hasta el depósito de gasóleo. Tenía un tapón a rosca en la parte superior pero no había nada parecido a un grifo o válvula para poder sacar el combustible. Rebuscaron entre los estantes hasta encontrar un tubo de plástico flexible. Desenroscaron el tapón y metieron un extremo del tubo. —¿Quién chupa? —preguntó Gonzalo. —Tú tienes mejores pulmones, que eres alpinista. Yo soy un tipo sedentario, así que chupa —contestó sonriendo. —Podríamos pedírselo a Irene. Tiene pinta de chupar mejor que yo. —Joder, qué bruto eres. Anda, dale. Gonzalo aspiró con fuerza hasta notar el desagradable sabor del combustible en los labios. Introdujo el tubo en el primer bidón y escupió al suelo. —Aggg. Qué asco. Enseguida los cuatro bidones estuvieron llenos. Gonzalo sacó el tubo, lo enrolló y se lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Podía ser útil más adelante. Hugo salió por el ventanuco y se agachó para recoger los bidones que le iba pasando su amigo. Cuando estaba sacando el último oyó un ruido detrás de él. Pensó que sería alguna de las chicas que se acercaba y se giró. —Tenemos gasoil para... La frase quedó a medias en su garganta. A diez metros de distancia había un lobo mirándole fijamente en posición de atacar, con las patas delanteras ligeramente dobladas. El lobo dobló las patas traseras preparándose para saltar. La nieve le llegaba casi hasta el lomo, pero con cuatro saltos llegaría hasta él. Entre los árboles aparecieron más lobos saltando entre la nieve. Eran cinco en total. Se detuvieron en semicírculo detrás del primero. —Gonzalo, lobos —susurró con fuerza sin atreverse a hacer ningún movimiento brusco. Gonzalo asomó la cabeza, pero la nieve no le permitía ver a los animales. —Voy a correr hacia la escalera, dijo entre dientes. Irán detrás de mí. Cuando giren la esquina sal corriendo y métete en el coche. Si se meten dentro del sótano estás perdido. Hugo no perdía de vista al líder de la manada, que enseñaba los colmillos amarillentos afilados y expulsaba una nube de vaho al respirar. Se incorporó despacio y echó a correr de repente. Tenía cierta ventaja. La capa de nieve junto a la pared del edificio era mucho menos gruesa: apenas dos palmos. Los lobos estaban medio enterrados y les costaría más avanzar. Los lobos, en perfecta sincronización, saltaron. A cada salto se hundían en la nieve para aparecer del nuevo en el aire como si fueran delfines surgiendo entre las olas de un mar de espuma blanca. Hugo corrió y llegó hasta la escalera. Los lobos estaban apenas a unos metros. Subió la escalera saltando los escalones de tres en tres y logró abrir la puerta justo cuando el primero de los lobos llegaba a la terraza resbalando por el impulso sobre el suelo de baldosas y estampándose de costado contra la pared, lo que le dio el tiempo justo para cerrar la puerta antes de que el lobo le alcanzara. Hugo vio a través de los cristales cómo el resto de la manada llegaba a la terraza. Nerviosos y oliendo el aire daban vueltas frente a la puerta. El líder aulló. Un aullido que le puso la piel de gallina. Hugo arrastró una mesa y la volcó pegando el tablero contra los cristales. Arrastró otra más para reforzar la barricada. Los aullidos hicieron que Gabriel, que estaba en el piso de abajo recopilando latas de conserva en bolsas de basura, soltara lo que tenía en la mano y subiera corriendo por las escaleras. Las chicas asomaron detrás de la barra del comedor. —¿Son lobos?, preguntó Eva asustada. Hugo se dio la vuelta jadeando. Los tres le miraban con los ojos muy abiertos. —Gonzalo... ¿dónde está? —Estábamos en el sótano sacando el gasóleo. Yo había salido por el ventanuco. Los lobos aparecieron de repente. Le dije que se quedara en el sótano y que cuando los lobos fueran a por mí saliera y se metiera en el coche. —Dios ¿Y si no lo ha logrado? —Seguro que sí, Eva. Eran cinco lobos y los cinco me han seguido hasta aquí. Ha tenido tiempo de sobra para meterse en el coche. Gabriel se acercó a una de las ventanas y miró. Los lobos daban vueltas por la terraza olisqueando el aire y gruñendo. Uno de ellos levantó la cabeza y muy quieto movió ligeramente las orejas. Salió corriendo escaleras abajo y los demás fueron detrás. —Han oído a Gonzalo, ¡van a por él! —gritó Gabriel. —En el coche estará a salvo — contestó Hugo sin demasiada convicción. De pronto una punzada en el estómago le recordó que las llaves del coche estaban en el bolsillo de su chaqueta. Metió la mano en el bolsillo y comprobó que era así. —Mierda. Yo tengo las llaves. Deseó con toda su alma no haber cerrado las puertas del coche. Pero Gonzalo estaba a salvo dentro del todo-terreno. Cuando oyó que los lobos se lanzaban en pos de Hugo salió del sótano y corrió hacia la parte trasera del edificio donde estaba el coche aparcado. Al cerrar la portezuela vio que la llave no estaba puesta en el contacto. Ahora una manada de lobos rodeaba el coche correteando alrededor, levantándose sobre sus patas traseras y lanzando dentelladas a los cristales de las ventanillas. Uno de ellos saltó sobre el capó y se lanzó contra el parabrisas. Gonzalo retrocedió instintivamente en el asiento, aunque sabía que era imposible que rompieran el cristal. El lobo le miró fijamente durante un par de segundos, con sus ojos amarillos clavados en sus pupilas. A Gonzalo le pareció un animal impresionante. Nunca había visto un lobo tan cerca. El vaho que salía impulsado por los orificios nasales del hocico y sus colmillos amarillentos, afilados y amenazadores constituían una imagen aterradora y a la vez fascinante. El lobo agachó ligeramente los cuartos traseros y expulsó un chorro humeante y amarillo de orina que derritió buena parte de la nieve acumulada sobre el capó. Después saltó uniéndose al akelarre de lobos que correteaban impacientes alrededor del todo-terreno aullando y gruñendo furiosos. Gonzalo pensó qué hacer. Pasó a los asientos traseros y corrió la bandeja que cubría el maletero. Dentro estaban las palas, la caja de herramientas y algunas de las escasas pertenencias que habían arrojado dentro cuando “tomaron prestado” el coche. Nada que le sirviera para deshacerse de los lobos. Las armas estaban arriba. Maldición. Tendría que esperar a que sus amigos le rescataran. Mientras tanto Hugo y Gabriel discutían la estrategia. —Tenemos armas. Salimos fuera y disparamos a los lobos —propuso Gabriel. —¿Y qué pasa si fallamos?. Son cinco lobos enormes y no se van a quedar quietos. No me parece buena idea enfrentarnos a ellos a campo abierto. —¿Qué propones entonces?. —Cargarnos uno por uno. —Cómo. —Hay un par de ventanas que dan a la parte de atrás. Desde allí se ve el coche. Es simple: asomamos la escopeta y disparamos. Gabi asintió. —Puede funcionar. Entraron en la sala donde habían dormido. Hugo cogió la escopeta y la caja de cartuchos. Bajaron a la planta baja y entraron al despacho. Se acercaron a la ventana, que estaba protegida por una reja. Hugo frotó el cristal con la manga. A la derecha vio la parte trasera del nissan. Tenía los cristales empañados. Los lobos caminaban alrededor del coche, como buscando un punto por donde acceder a su presa. De vez en cuando uno se levantaba sobre las patas traseras para lanzar una dentellada contra las ventanillas. Hugo abrió la ventana muy despacio y levantó la escopeta sacando el cañón entre las barras de la reja. Apuntó. Gabriel se puso a su izquierda. Detrás de él las chicas retrocedieron un paso. Hugo quitó el seguro. —Apunta al que esté más cerca y dispara en cuanto se quede quieto un segundo —susurró Gabi detrás de él. Hugo cerró un ojo y flexionó ligeramente las piernas dejando que el cañón de la escopeta reposara sobre el alféizar. Uno de los lobos debió de notar algo, quizás oyó los susurros o les olfateó. Se paró en seco y giró la cabeza hacia la ventana. Hugo disparó. El sonido brutal y el fuerte impacto de la culata en el hombro le sorprendieron. Una nube de humo tapó su visión momentáneamente y el fuerte olor de los gases expulsados por el cañón le irritó los ojos y la nariz. Tiró del carro con la mano izquierda y otro cartucho entró en la recámara haciendo saltar el cartucho ya disparado. Cuando se disipó el humo vio al lobo despanzurrado sobre la nieve. Tenía un boquete del tamaño de un puño en el costado, junto a la articulación del hombro derecho, por donde manaba una sangre oscura y densa, casi negra. Los demás lobos habían desaparecido. —Ahora sí podemos salir a buscar a Gonzalo. ¡Vamos!. La adrenalina les hizo correr hasta la planta de arriba. Retiraron la barricada de la puerta. —Quedaos dentro, Eva. Vamos a comprobar si los lobos se han marchado.. Bajaron la escalera hombro con hombro. Hugo con la escopeta levantada y la culata apoyada en la cadera. Gabriel con la pistola sujeta con las dos manos. Se pegaron a la pared antes de doblar la esquina. Hugo asomó la cabeza. Su mirada recorrió los montículos de nieve que habían formado al abrir el camino con las palas. Nada. Avanzaron unos pasos despacio y alerta hasta llegar a la esquina desde la que verían el coche. Les pareció ver entre los árboles, al otro lado de la carretera, a un lobo que giraba la cabeza hacia ellos y después desaparecía difuminado por la nevada. Gonzalo estaba de pie junto al coche mirando el cadáver de aquel enorme lobo. Levantó la cabeza hacia ellos. —Menos mal. Creí que moriría congelado dentro del coche. Buena puntería. Los lobos no se acercarán más, supongo. —No ha sido difícil. Con esta escopeta casi ni hace falta apuntar. Qué barbaridad —contestó Hugo admirando aquella arma. —Venga. Carguemos el coche y larguémonos antes de que la nieve tape de nuevo el camino. Gonzalo abrió el maletero y se acercó a por los bidones de gasóleo que aguardaban junto al ventanuco. Hugo se situó delante del morro del coche con la escopeta aferrada con la mano derecha mientras hacía visera con la izquierda para protegerse de la nieve que caía, escudriñando hacia el otro lado de la carretera, entre los árboles. No estaba seguro de que aquellos lobos no volvieran. A lo lejos se escuchó entonces un coro de aullidos que les estremeció. —Gabriel, vamos a por las cosas. Gonzalo, tú conduces —dijo tirándole las llaves. — Arranca el coche y pon la calefacción a tope, que nos vamos. Gonzalo cogió las llaves al vuelo y fue a buscar las otras dos garrafas mientras Hugo y Gabriel doblaban la esquina para subir por la escalera. Las chicas tenían ya todo preparado. Junto a las mochilas, en la entrada, habían depositado varias bolsas de basura llenas de alimentos que habían recogido de las cocinas, casi todo latas de conserva, botellas de agua, de zumos y refrescos, además de unas cuantas latas de cerveza. En ese momento oyeron gritos. Era Gonzalo. —¡Han vuelto los lobos! —gritó Hugo, que soltó la bolsa que estaba cogiendo, cogió la escopeta y salió precipitadamente al exterior seguido por Gabriel. Bajó las escaleras a saltos y corrió hacia la parte trasera del edificio. Al girar la esquina vieron a Gonzalo tirado en el suelo boca arriba junto al cadáver del lobo. Encima de él había un zombi flaco y nervudo, vestido con una camiseta rota por cuyos desgarrones asomaba piel grisácea medio desprendida, como la corteza de un árbol seco. Gonzalo, con la espalda en el suelo le sujetaba los brazos e intentaba mantenerle a distancia. El zombi giró la cabeza y mordió a Gonzalo en la mano. Hugo se lanzó contra el zombi y le derribó con el hombro. Se incorporó y le disparó a bocajarro en la cabeza, que desapareció en una explosión de sangre y sesos. Se giró y miró a Gonzalo, que permanecía tumbado sobre la nieve mirándose la mano. Tenía una herida profunda y sangrante. Gonzalo se incorporó. Miró a su amigo. Tenía los ojos muy abiertos y estaba muy pálido. —Iba a entrar en en coche y apareció detrás de mí. No le vi. Mierda, ¡no le vi!. Gabriel miraba si decir nada. En ese momento llegaron las chicas. Eva miraba con los ojos muy abiertos al zombi y después se fijó en la herida que Gonzalo tenía en la mano. Gonzalo tenía la mano levantada y la miraba como si no fuera suya. La sangre goteaba sobre la nieve dejando manchas perfectamente redondas y oscuras. —Dios, qué va a pasarme ahora — repetía Gonzalo una y otra vez. —No te preocupes. Vamos dentro y limpiamos esa herida. Busquemos alcohol, vendas... Tenemos antibióticos en la mochila. Gonzalo permanecía como ido. Las gotas de sangre seguían cayendo en la nieve y se hundían unos centímetros, como si estuvieran hechas de lava. Hugo le gritó. —¡Gonzalo, vamos dentro! Por fin reaccionó. Cogió a su amigo del brazo y le arrastró hasta el edificio. Rebuscó en la mochila de Gonzalo y sacó la caja de antibióticos. Sólo un comprimidos Se lo metió a Gonzalo en la boca. Después saltó la barra y cogió una botella de ginebra. Se acercó a Gonzalo y le obligó a poner el brazo sobre la barra de madera. Vació la botella sobre la herida. Gonzalo apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza, pero no protestó. —Estoy jodido. Estoy jodido... Todos le miraban sin decir nada. —Tenemos que marcharnos —dijo por fin Gabriel. Podrían llegar más. Irene se acercó a Gonzalo y le puso la mano en el hombro. La retiró al ver su mirada vidriosa. Hugo vendó la herida de Gonzalo como pudo. Miró a su amigo. —Todo saldrá bien. Tenemos que buscar más antibióticos. Ya habían revisado el botiquín que había en el vestuario de los empleados y no había más que tiritas y mercromina. Tendrían que buscar una farmacia. Hugo se colgó su mochila en la espalda y cogió la escopeta y los cartuchos. Con la otra mano agarró un par de bolsas con alimentos y la mochila de Gonzalo. Hizo un gesto con la barbilla a Gabriel para que hiciera lo mismo. —Gonzalo, en marcha. Su amigo levantó lentamente la cabeza y le miró. Tenía los ojos enrojecidos y estaba muy pálido. Tardó unos segundos en reaccionar, pero empezó a caminar hacia la terraza. Seguía nevando con fuerza. Hugo tuvo miedo de que el nissan se clavara en la nieve otra vez. Metieron las cosas en el maletero evitando mirar aquel zombi sin cabeza y el cadáver del lobo. Hugo buscó las llaves del coche en los bolsillos de Gonzalo y finalmente puso el coche en marcha. Gonzalo se sentó a su lado. —Tranquilo, tío. Tranquilo. —Hugo. —Qué. —No sirven para nada. —Qué no sirve para nada. —Los antibióticos. Tú lo sabes. Es un virus. Hugo guardó silencio. —Bueno, es un virus, pero con los antibióticos detendremos una posible infección bacteriana por el mordisco. Quién sabe. Igual es la infección bacteriana la que debilita el cuerpo lo suficiente para que las defensas no puedan hacer nada contra el virus... No tenemos nada que perder. Aquello sonaba muy convincente. Esperaba que fuera así. Quizás la ginebra había desinfectado la herida... —Por otra parte, ese podrido estaba en unas condiciones lamentables. Quizás sus virus... Gonzalo le miró con escepticismo. —Venga, tira —dijo moviendo la cabeza. Hugo puso en marcha el limpiaparabrisas y aceleró suavemente. El modo de tracción de aquel cacharro era impresionante. Se puso en marcha sin titubear, como si estuvieran circulando por asfalto. Gabriel coló la cabeza entre los dos asientos delanteros, para ver mejor por dónde iban. Con un suave vaivén dejaron la superficie de tierra y entraron en la carretera. Justo en aquel momento vieron aparecer entre la nieve varias figuras fantasmales, como espectros que avanzaban torpemente. Salían del bosque. Eran más zombis. Les dejaron atrás. Los zombis miraron cómo el coche se alejaba y continuaron su camino hacia el edificio del restaurante. Había un cadáver de lobo aún tibio y percibían el olor de su sangre. —Los aullidos de los lobos y los disparos los han atraído —murmuró Gabriel. Hugo conducía aferrado al volante. Afortunadamente había capas endurecidas de nieve bajo la esponjosa nieve de la superficie. La sensación al volante era extraña. Era como conducir sobre una capa móvil. Blanda y a veces dura. Iba por el centro de la carretera. Pronto el interior del coche estuvo lo suficientemente confortable para que empezara a sentir el picor de la sangre circulando por las manos. Nadie hablaba. —¿Qué tal te encuentras?. —Me late la herida. La noto hinchada y me duele. Hugo miró por el retrovisor y vio a Eva, que le devolvió la mirada con ojos enrojecidos. Irene tenían las manos juntas y los ojos cerrados. Su boca se movía como si estuviera rezando en silencio. Su mirada se cruzó con la de Gabriel y se entendieron sin necesidad de decirse nada. Hugo retiró la mirada del retrovisor. Se negaba a aceptar lo que había visto en la mirada de aquel chaval. No, tendría que haber una solución. La carretera descendía hacia la provincia de Segovia. Pronto llegarían a San Rafael y desde allí podrían salir de nuevo a la autopista. El bosque era cada vez menos espeso. Después de una larga curva aparecieron las primeras casas del pueblo. Hugo bajó la velocidad hasta detenerse. Empezaba una larga recta que atravesaba el pueblo, apenas un kilómetro más adelante. Esperaba que en medio de aquella nevada nadie viera llegar aquel coche blanco. Tenían que localizar una farmacia rápidamente. Miró a Gonzalo, que se apretaba la mano en silencio. La sangre manchaba ligeramente la venda. Era un punto rojo oscuro del tamaño de una moneda de dos euros, con otros puntos más pequeños alrededor. —Gabi, paramos en la puerta de la primera farmacia que veamos, dejamos el coche en marcha y entramos como sea, aunque tengamos que disparar contra el escaparate. Entramos y buscamos todos los medicamentos que puedan ser útiles: antibióticos, sueros orales, medicamentos contra la fiebre... —Como cuáles. Yo no tengo ni idea... —Yo sí. No te preocupes. Gonzalo se queda en el coche, tú te quedas fuera con la escopeta vigilando y me esperáis con las puertas del coche abiertas y el motor en marcha. Pisó el acelerador y las cuatro ruedas motrices patinaron. Enfiló la larga recta. El pueblo parecía congelado en una foto sin color. Era todo blanco, con los tejados cubiertos por una espesa capa de nieve. Muerto. Vio a lo lejos, en el lado derecho de la calle, una cruz verde de gran tamaño. —¡Una farmacia! ¡Qué te decía, Gonzalo! Su amigo no contestó. Estaba encogido en el asiento con la cabeza hundida en el pecho, temblando. Le tocó la frente. Estaba ardiendo. Paró el coche delante de la puerta de la farmacia y Gabriel y el se bajaron. Gabi se puso en medio de la calzada con la escopeta apoyada en la cadera. Hugo rodeó el coche y abrió el maletero. Sacó la palanca y reventó la puerta de aluminio y cristal que cerraba la farmacia. Encendió la linterna y se dirigió directamente a la trastienda. Miró los cajones y los anaqueles marcados con letras. No sabía por dónde empezar. Abrió uno al azar y rápidamente vio que estaban organizados por principios activos. Rápidamente encontró lo que buscaba. Cogió varias cajas de antibióticos, antipiréticos y gelatinas de suero de rehidratación. Llenó una bolsa con los medicamentos, vendas y desinfectantes y entonces oyó un disparo y gritos. Se giró y vio por el escaparate a Gabriel con la escopeta levantada apuntando a algo. Salió corriendo. —¡Corre, Hugo, vámonos cagando leches! Gabriel apuntaba a un zombi que intentaba levantarse del suelo a una veintena de metros. El disparo le había arrancado el hombro izquierdo y con el otro brazo buscaba apoyo en el suelo para incorporarse. Vio más, como espectros, que salían de las bocacalles y se dirigían hacia la farmacia. Gracias a Dios la nieve era un obstáculo para ellos. —¡Sube, que nos vamos! —le gritó a Gabriel mientras arrojaba la bolsa con las medicinas al interior del coche donde las chicas permanecían con la nariz pegada a las ventanillas. Pisó bruscamente el acelerador y el nissan patinó ligeramente antes de coger velocidad. Un centenar de metros más adelante había un cartel que indicaba la entrada a la autopista. Siguieron por la carretera hasta llegar a un control del peaje con las barreras levantadas. Un minuto después avanzaban por una autopista desierta. —Que alguien saque varios comprimidos de antibióticos de la bolsa y una botella de agua. Eva hizo lo que pidió Hugo y le pasó las pastillas. Gonzalo estaba como dormido y no reaccionaba. Hugo detuvo el coche y se volvió hacia su amigo. —Gonzalo ¡Gonzalo!, no te duermas por favor. Tienes que tomarte esto. Gonzalo abrió los ojos. Los tenía inyectados en sangre. El azul del iris se estaba tornando en rojo. Estaba lívido y no paraba de temblar. Abrió la boca lentamente y Hugo le metió tres comprimidos. Le obligó a beber un sorbo de agua.. Logró que lo tragara. Balbuceó algo. Hugo no le entendió. Se inclinó hacia él. —Prométeme que no dejarás que me levante. Prométeme... Hugo le apretó la mano. —Te lo prometo, amigo, susurró. Puso en marcha el coche de nuevo. Al cabo de un rato Gonzalo empezó a delirar. Hugo vio con espanto que le brotaban gotitas de sangre de los lagrimales. Supo entonces que su amigo estaba perdido. No había medicamento que detuviera el avance del virus. Él ya lo sabía, pero se había negado a aceptarlo. No existía tratamiento para el Ébola ni para el Marburg, y este virus era una recombinación de ambos o una evolución de alguno de los dos, mucho más letal y rápido. Todo eso ya lo sabía. Tenían que parar. Gonzalo no tardaría mucho en empezar a vomitar sangre, a expulsar fluidos sanguinolentos por todos los orificios de su cuerpo. Si lo hacía dentro del coche, perderían su medio de locomoción. —Tenemos que buscar un sitio donde parar. Gonzalo necesita reposo — mintió. El temblor de su voz, casi imperceptible, reveló a Eva que mentía, que les estaba diciendo que Gonzalo estaba condenado. Eva empezó a sollozar. Se cubrió la cara con las manos en un llanto inconsolable. Hugo se sorprendió al darse cuenta que ninguna lágrima acudía a sus ojos. Ahora la prioridad era el grupo. Había hecho todo lo humanamente posible en aquel corto lapso de tiempo a sabiendas de que era inútil, engañándose a sí mismo. Al aceptar la realidad sintió una liberación. Dentro de poco aquel ya no sería su amigo. Moriría y su envoltorio, una cáscara de carne, se levantaría de nuevo, pero ya no sería Gonzalo. Aceleró al ver la señal que indicaba una gasolinera a un kilómetro. La capa de nieve era menos gruesa conforme se alejaban de la sierra, pero aún así condujo aferrado al volante para controlar los bandazos que el todo- terreno daba de vez en cuando. Bajó al velocidad al llegar a la salida que llevaba a la estación de servicio. Parecía despejada. Detuvo el coche junto a la puerta del edificio. Allí el tejado que cubría los surtidores había dejado un gran rectángulo de asfalto libre de nieve. Gonzalo tosió levemente, expulsando una baba sanguinolenta que se deslizó entre sus labios. —Salgamos del coche. Yo sacaré a Gonzalo. Gabriel, coge la escopeta y rodea el edificio por si hay algún podrido merodeando. Que una de vosotras coja la palanca. Se bajaron del coche casi al unísono. Hugo rodeó el coche y abrió la puerta del copiloto. Gonzalo estaba casi inconsciente. Pasó un brazo por debajo de su axila y tiró de él. Le arrastró hasta la puerta doble de cristal. Eva metió la palanca en la ranura entre ambas hojas hasta separarlas unos centímetros. Era una puerta automática. Irene metió los dedos ayudando a Eva a ensanchar el hueco, lo suficiente para que pudieran entrar. En aquel momento llegó Gabriel. —Todo despejado. Pasó su brazo libre por la cintura de Gonzalo y le arrastraron dentro de la gasolinera. Le sentaron en el suelo con la espalda apoyada contra el mostrador. Hugo se agachó y le tocó la frente perlada de sudor. La piel le ardía. —Gonzalo, ¡Gonzalo!. Su amigo intentó abrir los ojos. Abrió la boca y expulsó un chorro de sangre. Dos hilos de sangre se deslizaron desde las fosas nasales manchándole la barba. Hugo retrocedió. —¿Qué hacemos? — preguntó Gabriel. Hugo le miró fijamente. Después miró a Eva y a Irene. —Salid fuera. —Pero... —empezó a decir Irene.. —¡Que salgáis fuera! —gritó Hugo señalando con la mano el exterior. —Hugo, yo me quedo —dijo Eva con firmeza dando un paso hacia él. Irene abrió el cuello de su abrigo y se llevó las manos a la nuca, quitándose una fina cadena de oro de la que pendía un pequeño crucifijo. Se acercó a Gonzalo y se lo puso en la mano. Murmuró algo y rápidamente salió fuera. —Oye, si quieres me quedo contigo... —No, Gabriel. De verdad. Quiero estar a solas con él. Ésto tengo que hacerlo yo. Por favor. Meteos en el coche. Gabriel se acercó y dejó la pistola en el suelo, al lado de donde estaba arrodillado Hugo. —Yo no me muevo de aquí. Quiero estar contigo —insistió Eva. En ese momento Gonzalo vomitó otro chorro de sangre y cayó de lado. Una mancha oscura empezó a aflorar a través de la tela del pantalón de la entrepierna. Empezó a temblar violentamente y de golpe abrió los ojos. Boqueó buscando aire y murió. Hugo posó la mano sobre la cabeza de su amigo. Luego le cogió la mano y le quitó el reloj. Quería tener algo suyo para que su recuerdo no terminara por difuminarse con el tiempo. Miró a Eva. Alargó el brazo y cogió la pistola. Eva le miraba tapándose la boca con las manos, ahogando un grito que pugnaba por atravesar su garganta y estallar. Hugo pegó el cañón de la pistola a la frente de Gonzalo y apretó el gatillo. 9 Dentro del coche Gabriel e Irene oyeron el estampido, seco y extrañamente apagado. Gabriel se pasó la mano por el cabello e Irene pegó un salto en el asiento. Empezó a llorar. —Gabi, prométeme que cuidarás de mí. Prométemelo. Si me pasa lo que a Gonzalo, prométeme que no dejarás que me convierta... Prométemelo —dijo sollozando. —No te pasará. Te lo juro. Yo te cuidaré. Vieron a Hugo salir de la tienda. Llevaba a Eva apretada contra su costado. Se acercaron hasta el coche. Eva se sentó en el asiento del copiloto. Hugo retrocedió y caminó hasta la parte posterior de la gasolinera. Se detuvo mirando el horizonte. Levantó la vista hacia el cielo y gritó. Gritó hasta que le dolió la garganta. Los copos de nieve caían sobre su cara, sobre sus ojos y él gritaba, gritaba. Volvió al coche. Metió la pistola en la guantera y pisó el acelerador. Durante varios kilómetros nadie dijo nada. Por fin Hugo habló. Tenía la voz ronca. —Tenemos que seguir adelante. No podemos rendirnos. Lo que hemos logrado hasta ahora es casi un milagro, pero tenemos que estar preparados. Tenemos una escopeta y dos pistolas. Gabriel y yo ya las hemos usado. Vosotras tendréis que aprender a usarlas. Nadie contestó. —Pronto anochecerá —dijo de repente Gabriel. —Qué dices, aún falta bastante, contestó Irene. Son las cinco y media — dijo señalando el reloj digital del salpicadero. —Marca la hora de verano. —¿Cómo? —Que nadie ha cambiado la hora de ese reloj. Irene miró el reloj de su muñeca y vio que Gabriel tenía razón. Eran las seis y media. La nevada hacía imposible saber dónde estaba el sol. La luz era mortecina bajo aquella cortina de nieve que no cesaba de caer. Podían ser las dos de la tarde o las seis. No había diferencia. —Dentro de unos pocos kilómetros nos encontraremos con el peaje y después la salida salida de la autopista. Hay un pequeño pueblo, Adanero. Quizás podamos encontrar un sitio donde dormir. Hugo intentó alejar de su mente la muerte de Gonzalo. Cuando apretó el gatillo sabía que su amigo estaba ya muerto. Él no le había matado. Tenía que aferrarse a esa idea. Sólo disparó sobre un cuerpo muerto. Ya estaba muerto. Agitó la cabeza pero no podía dejar de oír aquel estampido, notaba aún la sacudida en la muñeca y no podía dejar de ver el orificio que la bala le hizo en la frente, ni de oler la piel quemada por los gases que salieron del cañón de la pistola. La cabeza de su amigo había rebotado contra el suelo cuando la bala atravesó su cráneo y se incrustó en el suelo de linóleo. Al menos no tuvo que hacer un segundo disparo. Suspiró, liberando la tensión. Poco después cruzaron el peaje. Un kilómetro después salían de la autopista. Siguieron las indicaciones de un cartel y giraron de nuevo en dirección a Madrid por una carretera que llevaba al pueblo. Sólo era un kilómetro, pero la sensación de retroceder no era agradable. En el cartel que indicaba que entraban en el término municipal alguien había trazado con pintura roja un tosco círculo atravesado por una equis tapando el nombre del pueblo. Hugo había creído ver ese círculo pintado en la fachada de alguna casa cercana a la autopista durante el trayecto pero no había reparado en su significado. Detuvo el coche. Gabriel se inclinó entre los asientos delanteros. —Ya he visto ese símbolo por el camino. —Sí, yo también. —Imagino lo que significa. Eva, que no había abierto la boca desde la gasolinera, habló. —Mejor damos la vuelta y seguimos. Hugo se volvió hacia ella. Miró el reloj. —Esa señal significa que hay no queda nadie vivo. Exactamente lo mismo que en el resto de pueblos que encontremos más adelante. Si seguimos y se hace de noche sin que hayamos encontrado un lugar seguro tendremos que encender los faros del coche y lleguemos donde lleguemos habremos llamado la atención de cualquiera a varios kilómetros a la redonda. A mí este sitio me parece tan bueno como cualquier otro, es un pueblo muy pequeño y si hay podridos no serán demasiados. Creo que es la mejor opción que tenemos. —A mí me has convencido — contestó Gabriel. —Vale, pues pásate al asiento de Eva y ten las armas preparadas. Eva refunfuño y se bajó del asiento del copiloto. Gabriel se sentó en su lugar con la escopeta sujeta entre las piernas y la pistola sobre el regazo. Hugo sacó la pistola de Gonzalo de la guantera y la depositó en el hueco que había junto a la palanca de cambios. La miró de reojo. Se olió la mano: olía a pólvora y a aceite. Abrió y cerró el puño varias veces. Metió primera. Avanzaban despacio, casi a punta de acelerador, como intentando que aquel potente motor diésel no hiciera ruido. Como si eso fuera posible. Casi podían oír el crujir de la nieve bajo los gruesos neumáticos. Las primeras casas del pueblo desfilaron despacio ante las ventanillas. —Atentos a cualquier casa que tenga algo parecido a una puerta de garaje para que podamos meter el coche — pidió Hugo. La calle principal daba a una plaza en la que se veía una iglesia calcinada. La torre estaba ennegrecida por el humo y el tejado se habían derrumbado hacia dentro. Algunas vigas de madera chamuscadas permanecían en su lugar, sujetando parte de la estructura de la techumbre. En la fachada había una pintada con toscas letras rojas que decía DIOS NO EXISTE. Desde el coche vieron el interior arrasado del templo. En un lateral de la plaza estaba el Ayuntamiento, con todo el aspecto de haber sido saqueado. Hugo se fijó en otro edificio, un sólido palacio con grandes puertas de madera abiertas de par en par. Dirigió el coche hacia él. Si lograban cerrar esas puertas quizás fuera un buen sitio para pasar la noche. Señaló con el dedo. Gabriel asintió con un leve movimiento de cabeza. Maniobró el coche y lo detuvo a un metro de la puerta preparado para meterlo de culo dentro de aquel edificio, cuya estructura, aparentemente, estaba intacta. Una vez cerradas esas puertas sería como una fortaleza. Gabriel cogió la escopeta y bajó del coche. Atravesó la gran portalada y entró en un amplio zaguán pavimentado con losas de granito gris muy pulido. Al fondo se veía un patio. Parecía despejado. Las puertas se podían cerrar con una barra de hierro que colgaba de una de ellas y se encajaba en el pasador de hierro que había en la otra. Sonrió e hizo una señal a Hugo para que retrocediera. En cuanto el todo-terreno atravesó los dinteles empujó las puertas y las aseguró con la barra de hierro. Hugo detuvo el motor y se bajó. —Esperad aquí. Gabriel y yo vamos a explorar el edificio. Cerrad las puertas del coche y no salgáis hasta que esto sea seguro. ¿Vale? ¿Eva? —Si, pero daos prisa. Hugo cogió la palanqueta y el hacha y se metió la pistola en la cintura. Le dio el hacha a Gabriel. —Si encontramos podridos mejor que uses el hacha. Tú eres el experto Gabriel. —A mi pesar, sonrió Gabriel. Oye. Llámame Gabi. Gabriel es mi padre. Nadie me llama así. Hugo asintió. Atravesaron el patio, que tenía un pozo en el centro. Una galería con columnas, como un claustro, rodeaba el patio. Se acercaron a una puerta que estaba abierta de par en par. Daba a un amplio recibidor que seguramente tuvo tiempos mejores. Había pintadas obscenas en las paredes y cercos que habían dejado cuadros que habían desaparecido. Había restos de muebles rotos por todas partes y del techo sólo colgaba cables pelados. —Han saqueado el edificio. Todas las estancias presentaban el mismo aspecto. En la cocina, enorme, sólo quedaba una gran pila de piedra. Habían arrancado incluso los grifos. Abrieron una puerta y retrocedieron empujados por el hedor a excrementos y orines. Era un cuarto de baño inutilizable. Arriba la cosa no mejoraba. Encontraron un par de colchones rajados en un dormitorio pero las camas no estaban. Se asomaron a una sala que parecía una biblioteca, donde había una gran chimenea. Alguien se había entretenido tirando los libros al suelo. En la chimenea había cenizas y restos de libros quemados. Todo estaba destrozado, incluso los cristales de las ventanas. Hugo se asomó a un balcón. La oscuridad era casi total. Seguía nevando. —Vamos a cerrar las contraventanas e intentaremos encender fuego en la chimenea. Habrá que traer aquí los colchones. Bajaron a buscar a las chicas y sacaron las bolsas de las provisiones y las mantas que habían cogido de la casa de Bárcenas. El edificio olía a humedad, abandono, a ruina. Eva miraba los altos techos, algunos decorados con pinturas al fresco. —No entiendo esta destrucción. Esto debía de ser precioso... —Rabia, desesperación... Imagino que aquí se refugiarían supervivientes hasta que se quedaron sin comida — contestó Hugo. Cerraron la puerta de la biblioteca. Hugo y Gabriel empezaron arrancar páginas de libros para encender el fuego. Buscaron restos de muebles y para cargar la chimenea. El fuego no tardó en crepitar. —Estamos quemando la Historia — murmuró Hugo observando un pedazo de lo que parecía una mesilla de caoba con incrustaciones de nácar. Lo arrojó al fuego. Acercaron los colchones a la chimenea y los pusieron en posición vertical, apoyados contra la repisa de piedra para que perdieran humedad. Si tenían que dormir en esas condiciones, por lo menos que fuera lo más confortablemente posible. Con el calor de las llamas los colchones expulsaban nubecillas de vapor y un olor a rancia humedad.. Sacaron varias latas de conservas y las pusieron junto al fuego. Aún quedaba un pedazo de queso y un trozo de jamón de Gonzalo. Decidieron guardarlo para cuando no tuvieran ocasión de encender fuego. —Lentejas con chorizo o garbanzos con chorizo. ¡Qué bien! —dijo Eva con sorna. — No sé qué elegir. Comieron en silencio sentados en el suelo frente a la chimenea. Irene miraba a Hugo mientras comía. Hugo levantó la vista y sus miradas se encontraron. —Hugo... —empezó a decir. —¿Sí? —Quizás te sientas mejor si te desahogas, dijo con su suave acento sevillano. —Sí. No sé. Me estaba acordando de nuestro refugio. Era un hotel de cinco estrellas comparado con esto. Sonrió. Eva soltó una risita. —Incluso teníamos solárium. Era una maravilla. Agua corriente, ingentes reservas de comida, electricidad, ¡ducha! Nos duchábamos una vez a la semana. Dios... —Tampoco estaba mal el colegio mayor. En verano podríamos haber usado la piscina... —No sé, pero creo que a partir de ahora todo irá a peor, dijo Hugo posando la lata de garbanzos en el suelo. Sólo vamos a encontrar desolación allá donde vayamos. —¿Te acuerdas de la llegada de Gonzalo? —preguntó Eva esbozando una sonrisa, intentando animar a Hugo. —Fue el caos. Atravesó Madrid por los túneles del metro y conseguimos contactar. Fue un milagro. —Sí. Vaya careto puso cuando te vio aparecer y le libraste de aquel zombi plasta que quería comerle los higadillos... Hugo soltó una carcajada. —¿Y cuando sacó las latas de cerveza de la mochila? Me dieron ganas de besarle después de tres meses de abstinencia. —Traía hasta una botella de whisky en la mochila, el tío. Eva y Hugo estuvieron recordando anécdotas de su amigo durante un buen rato, riendo a carcajadas y haciendo reír a Irene y Gabriel. Hugo sacó un paquete de cigarrillos y la botella de whisky de la mochila de Gonzalo. Desenroscó el tapón y levantó la botella en el aire. —Va por ti, amigo. Después dio un trago corto. Gabriel estiró el brazo y Hugo le pasó la botella. La levantó. —No me dio tiempo a conocerte pero eras un buen tío. Por ti, Gonzalo —dijo dándole un trago a la botella. Hugo se encendió un cigarrillo y ofreció a los demás. Sólo Gabriel aceptó. —Qué, Eva, ¿tú no quieres? La chica se miró las manos y movió la cabeza negando. De reojo vio que Irene le miraba. Apartó rápidamente la vista y se concentró en el fuego. —Bueno, parece que esto ya se caldea un poco ¿Qué tal si damos la vuelta a los colchones? —propuso Irene. Una hora después consideraron que ya estaban suficientemente secos y los colocaron en el suelo, frente a la chimenea. Desprendían un olor desagradable pero soportable: el aroma a madera quemada camuflaba de forma bastante efectiva el olor a rancio que tenían cuando los arrastraron hasta la biblioteca. Hugo y Eva se sentaron en uno y Gabriel e Irene en el otro. Poco a poco les fue venciendo el sueño. Añadieron más pedazos de madera a la chimenea y se acomodaron para pasar la noche. —Chicos —dijo Hugo levantando la cabeza antes de quedar dormido. — Si os ponéis a hacer guarrerías avisad, que no me lo quiero perder... —Vale, tío. Yo te aviso, aunque con Irene es improbable: se guarda para la noche de bodas. Irene le dio un codazo. Un instante después dormían vencidos por el cansancio. 10 Eva tuvo un sueño. Corría por una pradera nevada que se perdía en el horizonte donde se perfilaban los picos de unas montañas negras como el carbón. Sus pies descalzos arrancaban la nieve dejando unas huellas bajo las que se veía hierba quemada. Corría e intentaba gritar. Detrás de ella un enorme lobo trotaba despacio con las fauces abiertas. Su trote, lento e implacable, le aproximaba cada vez más a ella. Notaba su aliento ardiente en la espalda. El lobo saltaba sobre ella y la derribaba contra la nieve. Ponía sus garras sobre sus pequeños hombros abriéndole dolorosas heridas en la piel. Le aplastaba. Eva notaba la nieve quemándole el rostro y entrando en su boca. El lobo le arrancaba la ropa, husmeaba en su nuca y después la penetraba desde atrás. Eva sentía un lacerante dolor. No podía gritar. El lobo empujaba sus cuartos traseros contra su cuerpo hundiendo su miembro caliente en su interior. “Eva”, gemía contra su cuello. “Evaaa”. Ella notaba que se estaba rompiendo por dentro. De repente las garras que laceraban sus hombros eran manos. Unas manos grandes y fuertes que le acariciaban. El agudo dolor fue convirtiéndose poco a poco en placer. La piel que notaba contra sus nalgas era cálida y suave. Era la piel de un hombre. Eva intentaba girarse para ver cómo era su rostro, pero las manos de aquel hombre enorme y pesado empujaban su cara contra la nieve. Tuvo entonces un orgasmo largo e interminable como sólo puede pasar en un sueño. Cuando terminó aquel cuerpo que la aplastaba contra la nieve se retiró. Eva giró la cabeza y vio al lobo alejándose. Eva quedó tumbada de espaldas sobre la nieve. Notaba humedad entre sus piernas. Levantó la cabeza y vio una mancha de sangre en su pubis. Gotitas caían sobre la nieve tiñéndola de rojo. 11 Por la mañana un rayo de sol penetró entre las rendijas de la contraventana acariciando suavemente la piel del rostro de Eva, que dormía hecha un ovillo con su espalda pegada al torso de Hugo. El rayo fue desplazándose hasta llegar a su párpado. Ésta abrió los ojos y movió ligeramente la cabeza molesta por la luz. Se incorporó aún medio dormida y Hugo despertó también. La biblioteca olía a madera quemada, a cenizas frías y un olor al que ya se habían acostumbrado: su propia transpiración, sudor concentrado en sus camisetas, calcetines, piel, pelo... Eva se estiró haciendo crujir las muñecas. Notaba humedad dentro de sus pantalones. Se levantó y caminó de puntillas hasta la ventana. Abrió unos centímetros la contraventana y oteó el exterior: una plaza de pueblo cubierta de nieve y el cielo de un azul radiante, limpio. Era el cielo de un nuevo día, sin mácula, tan bello que daban ganas de salir y correr sobre la nieve que nadie había hollado. Hugo se aproximó por detrás y pasó su brazo sobre los hombros de Eva. —Hermoso... Lástima que no podamos disfrutarlo. Gabriel e Irene se desperezaron debajo de las mantas y asomaron las cabezas. Después de comer algo Gabi y Hugo bajaron para llenar el depósito del todo- terreno y hacer sus necesidades en algún rincón discreto. Cuando llegaron la noche anterior el indicador marcaba que habían consumido un tercio del combustible. Conducir sobre la nieve con marchas cortas y tracción total hacía que aquel potente motor diésel se bebiera el combustible más rápido de lo que habían calculado en principio. Cuando se quedó a solas con Irene, Eva se soltó el botón de los vaqueros y se los bajó. Con un vistazo comprobó que la sensación de humedad que sentía tenía una razón de ser: había una mancha de sangre oscura del tamaño de una moneda en las braguitas. Irene levantó las cejas alarmada. —No te preocupes. No creo que sea nada. Necesito que me dejes un poco de papel higiénico. —Yo también necesito cambiarme, dijo Irene. ¿No podrías dejarme unas bragas, verdad? Eva sonrió. —Pues sí. Tengo un montón de braguitas monísimas y limpias. Abrió su mochila y sacó varias para que Irene eligiera. —Las cogí en el colegio mayor. No veas qué ropa tenían las alumnas... Salieron de la biblioteca y buscaron un rincón tranquilo para orinar y cambiarse. Cuando estaban en cuclillas se miraron y les entró la risa: cada una situada en una esquina de un amplio dormitorio meando en el suelo como si fueran niñas pequeñas. —Ay, cuánto echo de menos una bañera llena de agua caliente y espuma... —suspiró Eva. —Yo necesito urgentemente lavarme el pelo —contestó Irene levantando un mechón apelotonado y sucio. — A este paso me lo voy a tener que cortar. Cuando terminaron bajaron a ver qué hacían los chicos. Gabriel sujetaba el embudo mientras Hugo vertía el combustible con cuidado. Vació un bidón entero. Veinte litros. Comprobaron en el nivel del depósito que era suficiente: estaba lleno. —Calculo que el depósito debe de tener una capacidad de sesenta o setenta litros. En condiciones normales de conducción debería bastar para seiscientos kilómetros, o incluso más. Espero que más adelante la carretera esté despejada. De todas formas, nos quedan aún otros sesenta litros en el maletero así que no deberíamos tener problemas para llegar hasta Asturias sin tener que buscar más combustible. —Pues es un alivio. Me gusta este coche y sería una pena tener que abandonarlo —contestó Gabriel mientras se limpiaba las manos con un puñado de nieve medio derretida que cogió del techo del vehículo. Debajo del coche se había formado un charco. —Nosotras estamos listas. Bajamos las cosas y nos marchamos cuando queráis —dijo Irene. En dos minutos estaban acomodados en el coche. Hugo arrancó mientras Gabriel abría los portones. Mientras cruzaban la plaza vieron un rostro que les miraba a través de la ventana de una casa. El rostro se lanzó contra el cristal y lo atravesó con un estallido de cristales. Un brazo blanco como el papel se alargó hacia el coche. Era una mujer, vieja. Muy vieja. Los cristales clavados en su cara oscilaron un segundo y después se desprendieron dejando unos cortes por los que rezumó un líquido oscuro y espeso. Aquel ser abrió la boca y emitió algo parecido a un quejido ronco. —Parece que el pueblo tenía algunos habitantes después de todo —dijo Gabriel mientras se alejaban. Un rato después entraban en la autopista. La nieve endurecida por la baja temperatura nocturna crujía bajo las gruesas ruedas del nissan. Gabriel abrió la guantera revolvió en su interior. Encontró varios CDs. —Hey, chicos. Tenemos música. Abrió la funda de uno y lo metió en el aparato. Un segundo después sonaron los primeros acordes de Pienso en aquella tarde, de Pereza. —¡Me encanta! —gritó Eva. —Mira por donde, los de la Guardia Real tienen buen gusto musical —rió Hugo. El CD era una selección de mp3 con docenas de canciones de pop español. Cantaron a coro varias canciones mientras el todo-terreno navegaba en aquel mar de nieve como un barco por un mar desierto. Durante un rato se olvidaron de todo y disfrutaron, por primera vez en semanas, de aquellos restos del pasado que les llegaban a través de la música. Un rato después guardaban silencio, cada uno absorto en los recuerdos que aquellas canciones les provocaban. Era el pasado. Nadie volvería a tocar aquellas canciones. Aquel mundo ya no existía. De repente les parecía obsceno, extraño, aferrarse a aquellos recuerdos. Gabriel bajó el volumen, y finalmente apagó el aparato. Se giró sobre su asiento y miró a las chicas. Estaban muy serias. Eva miraba por la ventanilla e Irene se miraba las manos. Levantó la vista y esbozó una leve sonrisa a Gabriel que duró apenas un segundo. De vez en cuando sorteaban algún coche parado de cualquier manera en el arcén. Gente que se había quedado sin gasolina, quizás, y habían continuado caminando. Les pareció ver algunos cuerpos en las cunetas, más allá de los quitamiedos, semienterrados en la nieve. Por lo demás, era como si estuvieran conduciendo por la Antártida: ni una señal de vida. La capa de nieve era menos densa que en las cercanías de Guadarrama. No sobrepasaba los dos palmos de grosor, pero las heladas debían haber sido tremendas durante las pasadas noches. Había carámbanos en las señales de tráfico, cubiertas parcialmente por nieve helada y hielo. Pasaron varias poblaciones muertas bajo la nieve y la escarcha. Hugo conducía a una velocidad constante de cincuenta kilómetros por hora. A esa velocidad el pesado vehículo avanzaba como un trasatlántico rompiendo las olas. Si aceleraba un poco más notaba cómo los neumáticos perdían aplomo y el coche se deslizaba para un lado u otro obligándole a corregir constantemente. Dos horas más tarde la autopista iniciaba un amplio giro para rodear Tordesillas. Pararon para contemplar desde la distancia la población sobre el puente que cruzaba el Duero. A aquella distancia la ciudad parecía una fotografía. Todo estaba inmóvil, detenido. El sol arrancaba reflejos en la nieve que se acumulaba en los tejados y sobre los campanarios. Algunas casas del centro habían ardido y sus ruinas habían sido cubiertas por la nieve. Bajo el puente se había acumulado porquería: bolsas de plástico, cartones, trozos de madera... A lo lejos, entre los edificios, vieron algunos cuerpos en movimiento. No tuvieron ninguna duda. Habían aprendido a diferenciar aquel andar vacilante y sin rumbo a muchos metros de distancia. Apoyados en el pretil del puente se fumaron un cigarrillo expulsando el humo al frío aire de la mañana. —No parece que sea un buen sitio para hacer turismo... —No —contestó Hugo arrojando la colilla al río. Eva les pasó una botella de agua y bebieron por turnos. Cuando Hugo levantó la botella para beber se quedó paralizado, con la boca abierta y la botella inclinada. Unas gotas de agua le cayeron sobre la barbilla. —Tío, parece que te has quedado congelado —dijo Eva riendo. Hugo bajó la botella despacio, como a cámara lenta. Sus ojos, semicerrados, escudriñaban en la lejanía, hacia el otro lado del puente. —Mirad, dijo señalando con la mano. Humo. Los demás giraron la cabeza en la dirección que señalaba Hugo. Apenas un hilo, pero veían con claridad una columna de humo gris, casi negro, que se elevaba hacia el cielo desde de una zona boscosa. —Puede que sea un incendio. —No parece un incendio, Gabi. Es humo de una chimenea o algo parecido. —¿Qué hacemos?. Hugo frunció el ceño y se rascó la cabeza. —Podríamos acercarnos a ver qué es. No parece que esté muy lejos. Me pareció ver un cartel antes de llegar al puente que avisaba de la salida hacia Valladolid, en la misma dirección donde está ese humo. Puede que haya supervivientes en esa ciudad. Tampoco perdemos nada por echar un vistazo. ¿Qué os parece? —Por mirar... —contestó frotándose las manos para calentarlas. —Por mí vale —asintió Eva. ¿Y tú que dices? Irene se encogió de hombros. —Lo que digáis. —Pues venga, al coche —dijo Hugo. Pocos metros después del puente vieron la salida. Miraron en silencio el cartel que indicaba que entraban en la autovía que llevaba a Valladolid, la A- 62. Alguien había pintado el mismo símbolo que ya habían visto en innumerables ocasiones: un círculo de pintura roja con una equis en medio. Hugo redujo la velocidad instintivamente. La columna de humo se veía nítida en aquel cielo limpio y luminoso y quedaba a su izquierda, por lo que tendrían que salir de la autovía y cruzarla por algún sitio para dirigirse hacia esa dirección. Un par de kilómetros más adelante vieron una salida con un cartel que indicaba la entrada de una urbanización y un hotel. La salida se elevaba y pasaba por encima de la autovía para atravesar al otro lado. Al iniciar el ascenso por el puente vieron una barricada que cruzaba la A-62 de lado a lado, a unos quinientos metros de distancia hacia Valladolid. Hugo redujo la velocidad. Aquella barricada estaba formada por restos de coches que habían ardido hasta quedar reducidos a chatarra, ahora medio cubierta por la nieve. Quién sabía qué habría al otro lado. Mejor no intentar averiguarlo. —Madrid estaba rodeado de barricadas. Valladolid también. Supongo que en el resto de las ciudades será lo mismo —murmuró Hugo. —Mejor evitarlas —contestó Gabriel sombríamente. — Sólo sirvieron para que la gente quedara atrapada dentro y muriera. Vaya mierda... Al otro lado de la autopista encontraron una carretera que parecía dirigirse hacia la zona desde donde se producía aquella columna de humo. Pasaron al lado de un almacén de muebles cerrado a cal y canto. Vieron algunos zombis en estado lamentable deambulando por el aparcamiento vacío junto a la carretera. Apenas levantaron la cabeza para mirar aquel vehículo que pasaba a pocos metros. —Los podridos de por aquí no parecen muy peligrosos. Se mueven muy despacio. Parecen a punto de caerse al suelo —dijo Eva señalando a uno que permanecía apoyado contra la pared con la barbilla pegada al pecho. —Será que hace mucho que no comen... —contestó Gabi. Hugo detuvo el coche y abrió la puerta. —¿Qué haces? —Tranquilo Gabi. Voy a comprobar una cosa. Pásame la palanqueta. Se quedaron atónitos viendo cómo Hugo se acercaba caminando con tranquilidad hacia aquel zombi. Al oír los pasos sobre la nieve crujiente el podrido levantó la cabeza con lentitud. Tenía la cara arrugada como una pasa y los labios retraídos de forma que sus dientes sucios aparecían bajo aquella piel tirante en una especie de grotesca sonrisa. Gabriel se bajó con la escopeta y rodeó el coche para seguir los pasos de Hugo. Éste le hizo un gesto con la mano para que se detuviera. Avanzó unos pasos más y se plantó frente al zombi, que hizo un movimiento torpe para despegar los pies descalzos del suelo. Con un movimiento lentísimo levantó un brazo vacilante. Intentó avanzar pero perdió el equilibrio y cayó hacia delante quedándose clavado en la nieve como un árbol recién talado. Levantó levemente la cabeza, de la que pendía unas hebras de cabello que le cubrían parcialmente las orejas y clavó sus ojos lechosos en aquel ser vivo que le miraba con curiosidad, apenas a un metro de distancia. Hugo permaneció unos segundos observando al podrido y después se dio la vuelta para regresar al coche. Gabi le miraba con la boca abierta. Se acomodaron en los asientos y Hugo puso de nuevo el nissan en marcha. —¿Se puede saber por qué cojones has hecho eso? —preguntó Eva con la voz alterada. —Es el frío. —¿El frío, Ache? —preguntó crispada. —Sí. No tienen circulación sanguínea. La temperatura de su cuerpo debe de estar a menos de cero grados. Están prácticamente congelados. No morirán de frío pero no pueden siquiera andar. Es una buena noticia, Eva. No te enfades. Tenía que comprobarlo. —Pues la próxima vez que quieras hacer un experimento te rogaría... —Eva. Es un dato que necesitaba comprobar. Saberlo cambia mucho las cosas. Es el primer factor de seguridad que encontramos desde que empezó todo esto, explicó con voz calmada. Gabi soltó una carcajada. —Tenías que haber visto la cara de las chicas cuando te vieron plantarte al lado de esa cosa... —Pues tú no te viste la tuya — contestó con otra carcajada Irene. —Mirad, chicos. La temperatura irá disminuyendo según avancemos hacia el norte. Si hay podridos estarán petrificados, lo que significa que podremos parar en cualquiera de las estaciones de servicio de la autovía que hay más adelante camino de Asturias. Incluso podremos buscar algún hotel de carretera para dormir en una cama, buscar comida o lo que sea con tranquilidad. ¿No os dais cuenta de lo que eso significa? El frío nos protege... —Mientras no aparezcan más lobos... —apuntó Gabi. —Sí. Los jodidos lobos. Mira que me caían bien esos bichos... Se aproximaron a una zona donde empezaba un bosque de pinos. Gabriel señaló un camino que se internaba entre los árboles en dirección a la columna de humo. Hugo se internó en ese camino y a medio kilómetro atravesaron una aldea, apenas cuatro casas medio en ruinas. Vieron carteles que indicaban que era un coto de caza. Bajo las ruedas notaba el camino bacheado de tierra. Iban muy despacio, intentando localizar por las ventanillas la columna de humo, hasta que vieron una alambrada coronada por una maraña de hilo de acero lleno de púas que atravesaba el camino impidiendo el paso. En la alambrada había un portón de barrotes cerrado con una cadena. En un poste había un cartel. EJÉRCITO DE TIERRA. PROHIBIDO EL PASO Gabi y Hugo se miraron. —¡Militares! —dijeron al unísono. 12 El coronel Benavides observaba atento los monitores. Las cámaras situadas estratégicamente en los árboles del camino que llevaba hasta la valla exterior de La Finca habían ido recogiendo el recorrido de aquel todo- terreno blanco. Le sorprendió sobremanera identificar el escudo de la Guardia Real en las puertas delanteras. Las imágenes mostraban al menos a cuatro personas dentro del vehículo, dos hombres en los asientos delanteros y dos mujeres en los traseros. Mandó inmediatamente a la patrulla a la alambrada y les ordenó que no dispararan a menos que detectaran una amenaza. —Los detenéis y los traéis aquí. No quiero disparos. Los soldados esperaban ocultos la llegada del vehículo: dos en el exterior del recinto y otros dos dentro, situados a ambos lados del camino. Podrían hacer fuego cruzado y acribillar el vehículo y sus ocupantes si era necesario. Observó intrigado cómo se abrían las portezuelas del nissan y salían de su interior los dos hombres. Uno, el más alto y con una barba espesa, tiraba de la cadena. El otro parecía más joven y llevaba una escopeta franchi. Vio cómo hablaban entre ellos y se dirigían al coche. El alto se agachó para tirar del gancho del cabrestante. —¡Ahora! —ordenó después de apretar el botón de un micrófono. Seleccionó para que el monitor sólo mostrara la imagen de la cámara más cercana al coche. En un plano picado vio cómo sus hombres, al unísono, salían de entre los árboles con los fusiles de asalto en posición de disparo. 13 —¡Brazos en alto! ¡Poneos de rodillas! ¡Tú, suelta la escopeta! ¡Vamos, de rodillas! Hugo pegó un respingo al oír aquellos ladridos. Giró la cabeza y vio a un militar vestido de combate: chaleco, casco con micrófono y gafas de protección apuntándole a tres metros de distancia con un rifle de asalto que sólo había visto en las películas. Vio por el rabillo del ojo que a su izquierda había otro soldado en posición de disparo. Levantó los brazos y se dejó caer de rodillas. Gabi soltó la escopeta e hizo lo mismo. Otros dos soldados aparecieron al otro lado de la alambrada apuntando al coche. Hugo sintió un fuerte un empujón en la espalda y cayó de bruces al suelo. Después notó una bota entre los omóplatos. Con la cara pegada a la nieve vio cómo el soldado que había gritado daba una patada a la escopeta que había dejado caer Gabi alejándola hacia el borde del camino y después empujaba a Gabi y le ponía la bota encima de la espalda. Los soldados que estaban al otro lado abrieron el portón y se acercaron uno por cada lado al coche sin dejar de apuntar a su interior. —¡Salgan del coche y échense al suelo!. Cinco segundos después veía a Eva tirada boca abajo con un soldado apuntándole a la cabeza a un par de metros de distancia y Hugo supuso que al otro lado del coche Irene estaría en la misma situación. Notó que le juntaban las muñecas en la espalda y se las unían con una cinta dura, como de plástico, que se le clavó con fuerza en la piel. Uno de los soldados se acercó el micrófono a la boca y dijo un escueto: —Intrusos inmovilizados. Mientras un soldado no dejaba de apuntarles los demás registraban el coche. Oyó cómo abrían el maletero y revolvían en su interior. Después un soldado le ayudó a levantarse. Hugo miró a Eva con el rabillo del ojo y vio que estaba muy asustada. Gabriel elevó la voz. —¡Oigan, no es necesario que nos traten así! —¡Venga, caminen!, fue la única respuesta que recibieron. Cruzaron la alambrada. Un soldado ocupó el puesto del conductor del nissan y metió el coche dentro del recinto. A empujones les metieron apelotonados en la parte trasera. Otro de los soldados se subió como copiloto y se giró en el asiento apuntándoles con una pistola. Los otros dos soldados siguieron el coche a paso ligero. El camino era bacheado y estrecho. A veces parecía que el conductor elegía de forma aleatoria el recorrido, dirigiendo el vehículo hacia un punto que no parecía el lógico, pero era una sensación engañosa debido a que la nieve cubría cualquier rastro del sendero. Tardaron pocos minutos en divisar un complejo de edificios de hormigón de una sola planta funcionales y austeros. Parecía un campus universitario moderno. Las ventanas eran rectangulares y con vidrios oscuros. En los tejados planos había todo tipo de antenas, incluyendo una parabólica enorme. Había un edificio bastante grande y enfrente uno de estructura similar pero más pequeño. Un poco más alejado había otro aún más pequeño con una bandera de España y otra de la Unión Europea en los mástiles sujetos en la fachada. Al lado había un cobertizo con varios vehículos militares, incluyendo un camión. También había un autobús corriente. —¿Dónde estamos? Esto no parece un cuartel, precisamente —preguntó Hugo. Silencio. El soldado que les vigilaba tenía ojeras y una sombra de barba castaña cubría su rostro. Ambos soldados desprendían un ligero olor acre, a ropa usada. El soldado detuvo el nissan junto a una puerta doble de cristal del edificio más grande. Allí no había carteles, ni nada que pudiera informarles sobre las funciones de aquel lugar perdido en medio de un espeso bosque. —Bajen del coche. En aquel momento se abrieron la puertas de cristal y apareció un hombre delgado, de unos cincuenta años con el cabello muy corto. Llevaba puesta una bata blanca bajo la que se veía una camiseta caqui. Cruzó las manos delante de su estómago e hizo un gesto a uno de los soldados, que sacó un alicate y fue cortando las bridas que habían usado como esposas. El soldado se agachó y recogió los pedazos de plástico que se guardó en un bolsillo de la guerrera. —Hola. Permitan que me presente. Soy el doctor Benavides. Coronel Benavides —dijo después de un ligero carraspeo. — Ustedes son... preguntó mirando alternativamente a los cuatro asustados amigos. Hugo y Gabriel se miraron. ¿Qué debían decir? ¿Sus nombres? —Ustedes son...—insistió Benavides con una voz que denotaba algo de impaciencia. —¿Quiere saber cómo nos llamamos? —preguntó Hugo frotándose las muñecas. —Eso ayudaría, sí. Benavides arqueó las cejas. —Yo soy Hugo. El militar asintió y miró a Gabi, animándole a hablar. —Gabi. Gabriel. Me llamo Gabriel. —Eva. —Irene. —Síganme, por favor —contestó el militar con una sonrisa, mientras se giraba y volvía a entrar en el edificio. Después de un segundo de duda, le siguieron. El interior era cálido. Un ligero zumbido surgía de las rejillas de ventilación situadas en la parte superior de las paredes. El suelo era de cemento pulido de color gris, y las paredes, de hormigón, estaban pintadas de un blanco inmaculado. Vieron una bandera de España y otra de la Unión Europea enmarcando un retrato del rey vestido con uniforme militar en la pared más alejada de la puerta. Siguieron a Benavides por un corto pasillo hasta una sala rectangular en cuyo centro había una mesa de reuniones. En una de las paredes había una enorme pantalla de televisión plana con una cámara de videoconferencia encima. Hugo repetía mentalmente aquel apellido, Benavides. De qué le sonaba... En el centro de la mesa había jarras de zumo de naranja, vasos y una bandeja metálica llena de bocadillos. —Siéntense, por favor. Coman algo. Apreciarán el esfuerzo que hacemos para disponer de pan fresco en estas circunstancias —dijo señalando con la mano los bocadillos. — Pero siéntense, están entre amigos. Benavides se sirvió un vaso de zumo y se sentó. Frente a él había un intercomunicador con un micrófono plegado. Eva alargó la mano y cogió un bocadillo. Le hincó el diente y sonrió. Los demás la imitaron. —El jamón es excelente. El zumo de naranja no es natural, claro, pero no se puede tener todo, ¿no creen? Bueno, ahora cuéntenme qué hacen aquí y por qué llevan un vehículo de la Guardia Real. Miró alternativamente a Hugo y a Gabriel. Su tono, hasta ahora amable, se había endurecido. Gabi miró a Hugo y le hizo un gesto con la barbilla para que contestara. —Bueno. No sé por dónde empezar. —Empiece por el principio. Suele ser lo mejor —contestó Benavides muy serio. —Trabajo, trabajaba, mejor dicho, en el ministerio de Sanidad. Soy periodista. Era el jefe de prensa de la Dirección General de Salud Pública. —Hombre, qué casualidad. Conozco a su jefe, Carlos Martínez. —Éramos amigos. He trabajado con él unos cuantos años —respondió Hugo. —¿Sabes algo de él? No te importa que nos tuteemos, ¿verdad? —No. —No sabes nada de él, o no te importa que te tutee... —Las dos cosas. Lo último que supe de él es que intentaba salir de Madrid con su familia, pero creo, estoy seguro, de que no lo logró. Quedó atrapado en la carretera de Andalucía. Benavides meneó la cabeza. —Entre nosotros: aquello fue un desastre. No se pudieron hacer peor las cosas. Pero bueno, ya no tiene remedio. Sigue, por favor. Hugo le contó todo. Cómo sobrevivió, cómo se encontraron Eva y él, la llegada de Gonzalo y su huida por los viajes del agua. Al llegar a este punto Benavides se mostró sumamente interesado. Sacó un bloc de notas de la bata y le pidió a Hugo que le explicara con todo detalle el recorrido de aquellos túneles. —Tenemos un mapa, si te interesa. —Claro que me interesa. —Pues está en mi mochila. —Dices que se puede entrar en Madrid con bastante seguridad a través de una red de túneles que empiezan en la Dehesa de la Villa... —Así es. Lo que pasa es que a estas alturas algunos tramos estarán llenos de podridos. —¿Podridos? —Bueno, así les llamamos. Ya sabes, su olor y su aspecto. Benavides asintió con una leve sonrisa. Hugo prosiguió su relato. Benavides escuchaba atentamente, tomando notas de vez en cuando. Volvió a mostrar su interés cuando Hugo explicó cómo habían conseguido el coche en el Palacio de la Zarzuela. —¿No vieron a nadie más de la familia real? —No tuvimos mucho tiempo. Tuvimos que salir por piernas. Fue una suerte encontrar el nissan en el aparcamiento. No creo que allí quedara nadie vivo... Aquello estaba plagado de muertos vivientes. Hugo le contó cómo encontraron a Irene y a Gabi y cómo murió Gonzalo. De nuevo tomó notas e hizo preguntas sobre el proceso de infección de Gonzalo: cuánto tiempo tardó, síntomas, qué medicamentos le dieron... Asentía con la cabeza y anotaba con una letra apretada las respuestas de Hugo. Éste paró su relato para beber un largo trago de zumo. Contó también la parada en Adanero y la llegada a Tordesillas. —Conocemos bien la situación de Tordesillas. Ahí no queda nadie con vida. —¿Fueron ustedes quienes pintaron esos círculos rojos en los carteles? —No, pero sí los hemos usado para marcar otros pueblos más cercanos a donde estamos ahora. Aunque ya hemos dejado de hacerlo. Ya no merece la pena. Sois las primeras personas que han llegado vivas en los últimos meses. Ahora cuéntame cómo llegasteis hasta aquí. —Vimos el humo. Benavides asintió con un leve movimiento de cabeza. —¿No temen que también lo vean los infectados? Benavides soltó una carcajada. —Nooo. No son capaces de relacionar el humo con presencia humana. Al principio tuvimos cuidado, pero después nos dimos cuenta que daba lo mismo. Pensamos incluso que algún superviviente podría verlo y buscar su origen. Sois los únicos que lo habéis hecho. Saca tú las conclusiones. Los demás permanecían en silencio. —Ya. Y qué es ¿un generador? Benavides le miró fijamente y no contestó. —Bueno, ahora me toca a mí explicaros dónde estáis. Esto es un centro del Ejército de Tierra. Nos dedicábamos a la investigación relacionada con la guerra biológica y la biotecnología. Cuando empezó la epidemia recibimos órdenes para investigar el origen de la epidemia y una posible solución... En aquel momento Hugo recordó. “¡Claro, Benavides. Coronel Benavides!. ¡Ya sabía de qué le sonaba ese nombre! Era el militar que obligó casi a punta de pistola al doctor Bermúdez a extraer el cerebro del paciente cero y luego se lo llevó en un contenedor”. Hugo recordó el correo electrónico que su jefe le enseñó en las primeras horas de la epidemia. Durante un momento pensó en decirle al coronel que sabía quién era, pero su sentido de la prudencia le hizo guardar silencio. —... y eso es lo que hemos estado haciendo desde entonces. Tienen ante ustedes a los únicos funcionarios del Estado que ha seguido haciendo su trabajo sin vacaciones ni días libres. —Pues te deben una pasta... contestó Gabi. Benavides soltó una carcajada. Los demás también empezaron a reír. —Me deben una pasta, sí, contestó entre risas. —¿Y qué tal las investigaciones? Benavides afiló la mirada. —Bien. Aunque eres periodista y no debería contártelo por si lo publicas — Hugo sonrió por la broma— , te diré que bien. Hemos secuenciado el virus y estamos cerca de encontrar la solución. Sabemos cómo atacar el virus y tenemos un modelo teórico para fabricar una vacuna. —Una vacuna... —repitió Gabi. —Lo perfecto sería encontrar un sujeto sano, pero no disponemos de ninguno. —No entiendo —dijo Gabi. — ¿Sujetos sanos? Aquí hay un montón de gente y todos parecen muy sanos... Hugo asintió. —Yo sí lo entiendo. Todos tenemos ese virus... es eso, ¿verdad? —Es eso. Para desarrollar la vacuna la vía más fácil, pero a la vez más improbable, sería encontrar un sujeto cuyo organismo hubiera creado anticuerpos del virus y lo hubiera eliminado. —Perdonad. ¿Estáis diciendo que todos estamos infectados? —interrumpió Irene. Benavides asistió con un movimiento de cabeza. —Con una alta probabilidad, sí. No obstante os haremos unos análisis para cerciorarnos. No temáis: es un simple análisis de sangre. Nos servirá también para ver vuestro estado de salud. —Bien. Si os parece damos la reunión por finalizada. Benavides pulsó un botón del intercomunicador. —Hemos terminado. Acompaña a nuestros invitados a sus habitaciones — dijo con sequedad. Sonrió. —Ahora podéis descansar, daros una ducha, etc. No malgastéis el agua: es un bien escaso. Se levantó y salió de la sala de reuniones. —Tengo trabajo que hacer, dijo alejándose. Fuera les esperaba un soldado. —Acompáñenme, por favor. Salieron al exterior y le siguieron hasta el edificio que había enfrente. que había en frente. Cuando entraron vieron que sus mochilas estaban en una esquina del vestíbulo. —Las armas las hemos guardado. No se preocupen. Aquí no les hacen falta — dijo el soldado. Recogieron las mochilas y caminaron por un pasillo detrás del soldado. Pasaron al lado de un comedor y giraron en un pasillo. Vieron también un gimnasio y una biblioteca con pantallas de ordenador apagadas. —¿Dónde está la gente? —preguntó Eva. El soldado contestó sin volver la cabeza. —Casi todos están en los laboratorios, trabajando. Llegaron al final del pasillo. El soldado les señaló cuatro puertas. —Todas las habitaciones son iguales. Esperen dentro. Ahora vendrán a extraerles sangre para los análisis. Les tendió unas tarjetas de plástico como las de hotel para abrir las habitaciones. —Intenten no perderlas. No nos quedan muchas. El soldado empezó a alejarse. De repente se detuvo. Gabi, Irene y Eva habían entrado ya en sus dormitorios. Se giró y llamó suavemente a Hugo. —Disculpe. Vienen de Madrid, ¿verdad? —Si. —¿Cómo está aquello? ¿Cree que hay supervivientes? Hugo le miró. Era un soldado joven. Tendría apenas veinticinco años. Se encogió de hombros. —No lo se. Es posible. No podía decirle otra cosa. —Mi familia estaba allí. El soldado bajó la cabeza con tristeza y se alejó. Hugo le observó durante un segundo y después entró en el dormitorio que quedaba libre. Era amplio y sorprendentemente acogedor, a pesar de la austeridad. El suelo era de tarima de madera de pino barnizada. Había una cama, una mesa de trabajo con una silla y un flexo y una puerta que conducía a un cuarto de baño. Dejó la mochila al lado de la cama. En una de las paredes había una ventana rectangular tapada por una cortina gruesa, como las que hay en muchos hoteles en los que no hay persianas. La corrió y miró al exterior. Vio una extensión de terreno nevado que llegaba hasta una masa de bosque bastante densa. Pinos y algunos rebollos. Alguien llamó a la puerta y abrió antes de que Hugo tuviera tiempo a contestar. Era un hombre con una barba muy recortada y gafas. Llevaba una bata blanca y debajo se veía un pijama verde como el que llevan los médicos en los hospitales. Llevaba una nevera portátil en la mano. En un bordado azul sobre el bolsillo superior de la bata ponía “Doctor J. Martínez”. Abrió la neverita y sacó un paquete plateado y plano. Tiró de una solapa. Era una gasa desinfectante. —Súbase la manga, por favor. Le frotó el antebrazo con la gasa. Sacó un kit de extracción de sangre y se lo clavó en la vena. El tubo se llenó rápidamente. Le puso un algodón en el pinchazo y se lo sujetó con un trozo de esparadrapo. Le preguntó su nombre y lo escribió en el tubo y lo metió en la neverita. Le miró fijamente. Después de varios segundos que a Hugo se le hicieron eternos y que le incomodaron, habló. —No saben lo que significa para nosotros su presencia aquí. Puede que sea un milagro que hayan logrado sobrevivir. Para nosotros es una esperanza. Bienvenidos. En un par de horas les comunicaremos los resultados Sonrió y se marchó. Hugo le oyó llamar a la puerta de al lado. Hugo entró en el cuarto de baño con cierta urgencia. Aquel zumo de naranja le estaba facilitando una gestión que no podía postergar y disponía de un cuarto de baño limpio, inmaculado como si nadie lo hubiera usado nunca. Sonrió al sentarse en la taza de porcelana blanca. 14 Eva se apretó ligeramente el algodón contra la vena. Odiaba los análisis de sangre. Le producía horror que le clavaran agujas. Cuando se marchó el doctor Martínez entró en el cuarto de baño y se desnudó. Se contempló en el espejo. Hacía mucho que no veía su cuerpo en un espejo tan grande y le sorprendió aquella chica que le miraba y escrutaba su cuerpo con curiosidad. Tenía el pelo pegado y sucio y unas ojeras violáceas. Se puso de puntillas para poder verse el vientre. Lo tocó. Notaba una ligera curva que antes no estaba. Se palpó los pechos. Antes eran breves y podía cubrirlos con sus manos. Ahora los notaba más pesados, redondos. Tenía los pezones muy sensibles y abultados. Suspiró. Siempre se había quejado del tamaño de sus tetas. Nunca usaba sujetador. Ahora no estaba segura de que le gustaran aquel par de melones. Rozó con la punta de los dedos el fino vello que empezaba a crecer en su pubis. “Esto sí tiene remedio”, se dijo. En la repisa de cristal que había sobre el lavabo había un cestito similar al que hay en los cuartos de baño de muchos hoteles: cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un peine y una maquinilla de afeitar desechable, además de una pastilla de jabón, gel y champú. Mientras aquel hombre le sacaba sangre le había preguntado si podía conseguirle compresas. Para ella y para Irene. El hombre había sonreído. —Suele pasar. O eso dicen. —El qué. —En un grupo de mujeres hay un momento en el que todas tienen la menstruación al mismo tiempo. Las mejillas de Eva habían enrojecido ligeramente. —No te preocupes. Había varias mujeres trabajando aquí. Estaban de permiso cuando empezó todo y no volvieron, pero es probable que en sus dormitorios encontremos algo. Voy a echar un vistazo y regreso. La suave llamada en la puerta de la habitación interrumpió sus pensamientos. Se enrolló una toalla en el cuerpo y salió del cuarto de baño. Abrió la puerta un palmo. Era el hombre amable que le había extraído la sangre. —Hola —dijo sonriendo. Extendió el brazo y le enseño un paquete de compresas sin abrir y una caja de tampones. — Dáselo tú misma a tu amiga. También me los ha pedido. También os he conseguido ésto, dijo entregándole una bolsa con ropa interior, crema hidratante y un par de cepillos para el pelo. No creo que a sus dueñas les importe —dijo arqueando las cejas. —Gracias doctor. —De nada. No soy médico, si es por eso por lo que me llamas doctor. Soy doctor, sí, pero en bioquímica. Aquí no tenemos médico pero hacemos lo que podemos —dijo mientras se alejaba. Eva cerró la puerta y sacó varias compresas del paquete. Separó la mitad de la ropa interior y la dejó sobre la cama. Había bragas, calcetines y sujetadores. Abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo con la bolsa. Golpeó con los nudillos en la puerta de Irene y entró sin esperar. Irene estaba sentada en la cama mirando al vacío. —Qué te pasa. —No, nada. Dudaba si meterme en la cama o pegarme una ducha. —Mira lo que tengoo —canturreó Eva enseñándole lo que le había traído el doctor Martínez. —¡Bien!, no podía más, tía. Desde luego, el fin del mundo no está hecho para las mujeres... —Yo lo tengo claro: lo primero es el pedazo ducha que me voy a pegar. Segundos después Eva disfrutaba del chorro caliente del agua sobre su cuerpo. Acostumbrada a la escasez, cerró el grifo mientras se enjabonaba el cuerpo e intentaba producir espuma en su cabello, apelmazado y grasiento. Entonces oyó correr el agua al otro lado del tabique. Dio un golpecito con los nudillos en la pared. —Hugo... —Síii. Esto es vida —oyó a través del tabique. —Ya lo creo. Tengo el pelo tan sucio que no sale ni espuma. Oyó reír a Hugo. —Pues vente para acá y te lavo yo el pelo. —No me lo digas dos veces que voy... Silencio. —Oye Hugo. —Qué. —No, nada. Luego hablamos. —Vale. Eva frotó su cabello hasta desenredarlo. Extendió un poco de gel en su vientre y con la maquinilla acabó con aquellos pelillos que asomaban puntiagudos en su pubis. Se aclaró y se acarició suavemente con la mano para comprobar la suavidad. Tenía los labios ligeramente hinchados. Se acarició suavemente con los ojos cerrados. Su mano izquierda pellizcó ligeramente los pezones. Notaba cómo la sangre le enrojecía las mejillas. Se agachó y en cuclillas comenzó a masturbarse. Se imaginó a si misma a cuatro patas en la bañera, con el agua cayendo sobre su espalda y su culo. Imaginó que la cortina de plástico blanco se corría y alguien entraba en la ducha, se situaba detrás de ella de rodillas, le separaba las piernas y la penetraba con fuerza. Imaginó a Hugo. Tuvo un orgasmo largo, suave. Contrajo los músculos del vientre alrededor de sus dedos, dentro de su cuerpo y notó su presión palpitante. Gimió mientras se pellizcaba aquellos grandes pechos con la otra mano. Sí, definitivamente, le gustaban. —Eva. Evaaa. —Sssí, acertó a decir. —¿Te pasa algo? —preguntó Hugo desde el otro lado. —No, nada. Es que tenía el pelo enredado. Nada. —Voy a dormir un rato. Luego nos vemos. —Vale. Eva salió de la ducha algo avergonzada. Se secó con una toalla blanca que olía a limpio y se peinó. Después se tumbó en la cama desnuda, mirando el techo. —Estoy embarazada y deseo a Hugo, que me arrastra a través de este mundo de mierda para encontrar a su mujer y su hijo —murmuró en voz baja. Qué más me puede pasar. 15 Irene yacía dormida en su cama. Gabriel acabó de ducharse y después de examinar su habitación como un lobo recorriendo una jaula, se fumó un par de cigarrillos mirando por la ventana y se tumbó. Estaba demasiado excitado para dormir. Se vistió y salió de la habitación. Llamó a la puerta de Hugo, que le abrió después de unos segundos. Tenía el pelo húmedo y se había afeitado. Llevaba una toalla enrollada en la cintura. Gabriel se rió. —Pareces más joven sin barba, tío. —Oye, que no soy tan mayor. Mientras Hugo se vestía Gabi se sentó sobre la cama. —No tengo ganas de dormir. ¿Te apetece dar una vuelta? —Yo estaba pensando lo mismo. Recorrieron el pasillo hasta el vestíbulo y salieron al exterior. La claridad exterior era engañosa. El aire, que traía olor a pino y a tierra, era frío y cortante. Casi helado. Fuera no había nadie. Con las manos en los bolsillos caminaron hacia el edificio principal y lo rodearon. Detrás había unos grandes depósitos de agua y un edificio cuadrado de hormigón sin ventanas y con una puerta de chapa con rejillas. En el tejado plano asomaba un tubo cromado por el que salía humo grisáceo. Algo zumbaba ahí dentro. —Debe de ser el generador. —Ese humo no es el que vimos — observó Gabi con los ojos entrecerrados. Caminaron entre los árboles y entonces vieron el origen de aquella columna de humo negro y espeso que les había traído hasta allí. En medio de un claro, a unos cincuenta metros del edificio principal y el lado opuesto por el que habían entrado en el recinto de La Finca, había una estructura tosca de ladrillo sin revocar, como si la hubieran construido de cualquier manera. Era un recinto cuadrado de cuatro o cinco metros de lado y de dos metros de altura sin tejado. No tenía puerta. Había una simple abertura de un metro de ancho en una de las paredes. Junto a la abertura había un bidón de combustible con un grifo y un cubo metálico debajo. Se acercaron. La columna de humo que desprendía era negra y menos abundante que la que habían visto desde la distancia, como si lo que estuvieran quemando ya ha hubiera ardido casi del todo. El calor se percibía desde un par de metros de distancia. Se aproximaron al hueco. Lo que vieron les dejó sin palabras: dentro había un hoyo rectangular de un par de metros de profundidad y en su interior lo que parecían restos humanos. Fragmentos de huesos ennegrecidos, cenizas, alguna calavera prácticamente intacta. Una de ellas tenía un agujero sobre las órbitas. El olor era intenso y picante: combustible quemado y grasa podrida. Se miraron sin decir nada. —¡Retrocedan! Se giraron y vieron un soldado con el rifle apoyado sobre el antebrazo. —No pueden estar aquí. Vuelvan al edificio de alojamiento. El tono no dejaba lugar a dudas. El soldado les hizo un gesto con la barbilla para que se marcharan. Un rato después discutían sentados sobre la cama del dormitorio de Hugo sobre lo que habían visto. —Era un crematorio. —Ya. Esto está claro. Queman podridos. —Pero por qué —preguntó Gabi. —Esto es un centro de investigación, ¿no? Eso nos han dicho. —Si. —Pues está claro. Deben de utilizar zombis para sus investigaciones y luego se deshacen de ellos. ¿Qué harías tú? —No, ya, si eso me parece lógico, pero lo que me preocupa es otra cosa. —¿Qué? —Si queman zombis después de usarlos quiere decir que tienen zombis vivos en alguna parte... —Claro, eso es cierto. Pero supongo que no los tendrán sueltos por el edificio... Imagino que los tendrán encerrados en algún lugar seguro. No creo que sean tan idiotas. —Cazar zombis es arriesgado, y no parece que aquí haya muchos soldados. —Donde quieres ir a parar Gabi. —¿Y si les da por experimentar con nosotros? Ya viste qué contento estaba Benavides con nuestra presencia aquí. —Qué dices, tío. Estás flipando. —Imagínate. Tiene cuatro individuos sanos que no les sirven para nada. No sabemos siquiera si esos eran zombis o llegaron aquí como nosotros y a resultas de sus experimentos se convirtieron en zombis... ¿Y si quieren probar con nosotros su vacuna? —Que no, hombre. No me lo creo. Sin embargo, la duda abrió una grieta en la seguridad de Hugo como una piedra abre grietas en múltiples direcciones después de estrellarse sobre la superficie de un lago helado. Al fin y al cabo qué sabían de este sitio. Y las referencias que tenía del comportamiento de Benavides no eran precisamente buenas. —No sé. ¿Deberíamos fiarnos? — insistió Gabi. —Esperar y ver. Andemos con ojo, pero no le digas nada a las chicas. Yo me voy a echar un rato, que me caigo de sueño. Te recomiendo que hagas lo mismo. Gabi salió de la habitación y Hugo se tumbó en la cama. Un segundo después estaba roncando. Cuando le despertó el toc-toc en su puerta no sabía dónde estaba. La habitación estaba completamente a oscuras. Carraspeó y se frotó los ojos. Se levantó y abrió la puerta. Vio a un hombre vestido con ropa de civil que iba llamando a las puertas de sus compañeros. —Hola —dijo Hugo. —Les he despertado porque pensé que querrían cenar. ¡Cenar! Aquella palabra disparó sus papilas y le hizo segregar saliva. Tenía un hambre de lobo. Apenas había comido un bocadillo durante su reunión con el doctor Benavides. —Tengo tanto hambre que me comería un zombi, le dijo al adormilado Gabi que acababa de asomar su nariz por la puerta de su dormitorio. —Yo lo quiero vuelta y vuelta — contestó frotándose los ojos. —El qué —preguntó Eva mientras salía de su habitación. —Nada, cosas nuestras. —Eh, ¡te has afeitado! Pareces... —... más joven. Ya me lo han dicho —interrumpió Hugo con una sonrisa. Irene salió impecable de su habitación, con su larga melena limpia y cepillada. Sonreía. Entraron en el comedor con timidez. Parecía que eran los últimos en llegar, pero nadie se había sentado todavía. Allí habría por lo menos treinta personas, ninguna llevaba uniforme y todos les miraban con curiosidad. Al fondo, frente a una mesa, de pie con las manos apoyadas sobre el respaldo de una silla, esperaba en solitario el doctor Benavides. Les hizo un gesto con la mano para que se sentaran en su mesa. El resto del personal les miraba con una mezcla de curiosidad y simpatía. —Sentaos —dijo Benavides. No tenemos cocineros. Estaban de permiso cuando empezó todo, así que cocinamos por turnos. Incluido yo. Hoy tenéis suerte: no me tocaba a mí, dijo sentándose. Esa fue la señal para que el resto del personal tomara asiento. En la mesa humeaba una sopera de metal cromado. Al lado había una botella de vino. Hugo se fijó en la etiqueta y levantó las cejas. Era una botella de Vega Sicilia Único Reserva Especial. —Hoy tenemos sopa de primero y creo que pollo asado con patatas de segundo. Menú de fiesta. No os creáis que siempre comemos así... Benavides alargó el brazo y cogió una cuchara sopera para servirles. Todos guardaban silencio. —Veo que te interesa el vino, Hugo —dijo tras observar cómo éste levantaba la botella y leía la etiqueta. —Sí. La verdad es que este vino... —Bueno. Estamos en Valladolid. Vino no nos falta. Hacemos salidas a por provisiones y podemos permitirnos elegir. A veces tenemos suerte. Sírvete, hombre. Hugo se sirvió un poco de aquel vino y levantó la copa para olerlo. Se llevó la copa a los labios y bebió un trago. —Qué te parece. —Impresionante. —Tenemos vinos aún mejores. —¿Es bueno? —preguntó Eva. —Buenísimo. Y muy caro. Yo no me lo podía permitir, desde luego. Comieron la sopa, sabrosa y potente. Tenía hebras de jamón, trocitos de huevo duro y fideos. Todos repitieron. Aquel silencio que les había recibido cuando entraron en el comedor había sido ocupado por el sonido de las conversaciones en que se desarrollaban en el resto de las mesas. Después llegó una bandeja repleta de pollo asado troceado y otra con patatas fritas. —El recinto de La Finca es seguro. Tenemos gallinas y unas cuantas vacas que hemos ido recuperando. No nos faltan los huevos ni la carne. Tenemos también un invernadero. Eva sonrió y miró de reojo a Hugo, que le devolvió la mirada y le guiñó un ojo. Eva enrojeció. Ambos habían recordado aquella conversación sobre el pollo asado y las patatas que tuvieron en la seguridad de su refugio de Madrid, tan lejana ya. El coronel Benavides captó el intercambio de miradas, pero no dijo nada y continuó explicándoles cómo se habían organizado desde que se quedaron aislados. Hacían “salidas” a por provisiones o material. Iban a objetivos cerrados y elegidos. No querían riesgos. —No puedo permitirme perder un solo hombre. Sólo tengo seis soldados, aunque el frío nos facilita el trabajo. —Es verdad. Nos hemos dado cuenta de que los podr... los infectados, como dicen aquí, son menos peligrosos con el frío. Tiene que ver con su temperatura corporal, ¿verdad? —Efectivamente. Sin embargo, cuando sube la temperatura ambiente recuperan su movilidad habitual. Hugo entendió qué había detrás de esas palabras: tenían zombis en algún lugar de las instalaciones. De postre tenían melocotón en almíbar. —¿Bueno, qué tal la cena? Gabriel, que no había abierto la boca durante toda la comida excepto para engullir, contestó por todos. —Cojonuda. Perdón. Buenísima. Volvería a empezar de nuevo... Benavides soltó una carcajada. —Me alegro. Por cierto. Vosotros dos, dijo mirando alternativamente a Gabriel e Irene, según los análisis estáis algo desnutridos. No es grave, nada que no puedan remediar unos comprimidos de vitaminas. —¿Y nosotros? —preguntó Hugo. Benavides guardó silencio durante un par de segundos. —Bien. Nada reseñable —dijo. Mientras se limpiaba los labios con la servilleta observó con curiosidad a Eva. — De todas formas, me gustaría hablar contigo. La jovencita bajó los ojos nerviosa. —¿Hay algún problema? —preguntó alarmado Hugo. —No, nada serio. Por la noche se cierran todas las puertas. Si queréis entreteneros un rato, tenemos una sala de televisión al lado del gimnasio. Tenemos una buena videoteca, así que si os apetece ver una peli, ese es el lugar. También hay una consola por si os gustan más los videojuegos. Se levantó y recogió sus platos para dejarlos en el mostrador. Los demás le imitaron. El resto de los comensales fue saliendo ordenadamente del comedor. Algunos se dirigieron al exterior a fumar, y otros a sus habitaciones. Tres o cuatro entraron en la sala de televisión. El grupo de amigos se miró. —Yo voy a ver una peli, ¿quién se apunta? —Vamos todos. No nos vendrá mal un poco de entretenimiento, Gabi — contestó Hugo. Benavides se les quedó mirando. —Eva, si no te importa, me gustaría hablar contigo. Eva miró a Hugo como pidiendo ayuda, pero antes de que su amigo dijera nada la mirada severa del coronel le cerró la boca. Eva echó a andar detrás del coronel. Salieron al exterior y cruzaron el patio para entrar en el edificio principal. Unos copos finos, como polen ingrávido, flotaban en el aire. La temperatura había bajado considerablemente. Eva siguió a Benavides por un pasillo hasta llegar a una zona que parecía de oficinas. Benavides abrió un despacho con una tarjeta electrónica que sacó del bolsillo. Encendió la luz, invitó a Eva a que pasara dentro y cerró la puerta. Era un despacho pequeño y cuadrado. Las estanterías estaban llenas de libros y en la pared había una foto aérea de las instalaciones. Había títulos enmarcados clavados en las paredes y varios mapas militares sujetos con chinchetas en un gran corcho que ocupaba toda una pared. Eva se fijó en marcas trazadas con rotulador azul y en marcas de color rojo al lado de las cuales había anotaciones. —Son objetivos de interés para nosotros, donde nos aprovisionamos: almacenes, farmacias, laboratorios, granjas... —explicó Benavides. Siéntate, por favor. Benavides tomó asiento frente a su escritorio y señaló una silla para que Eva se sentara y carraspeó antes de hablar. —Bueno, Eva, tus análisis están bien. Muy bien, diría yo. Tienes... ¿dieciséis, diecisiete? —Diecisiete. —Bien. Supongo que ya lo sabrás... —El qué. —Eva. Estás embarazada. Eva se miró las manos. —No es seguro. He tenido una pequeña hemorragia. —Sí es seguro. Esas hemorragias son normales. Tú análisis no deja lugar a la duda. Eva guardó silencio. Benavides abrió un cajón y sacó una caja de comprimidos. La dejó encima de la mesa y la empujó hacia Eva, que seguía mirándose las manos. —Son vitaminas. Eva levantó la mirada y clavó sus ojos azules en Benavides. Apretó los labios. —¿Y si no quiero? Benavides suspiró. —Me interesa tu embarazo y prefiero que estés sana. Eva guardó silencio. —¿Es Hugo? Silencio. —Eva. Te seré sincero. Sólo necesito un par de respuestas. Sabemos que estás embarazada, pero no somos expertos en esos temas. Lo nuestro son los virus y las bacterias, no los bebés. Me gustaría saber si te quedaste embarazada antes o después de la aparición de la infección... Eva por fin habló. —Después. Benavides sonrió. —¿Puedes ser un poco más precisa? —Un par de semanas después, como mucho. Benavides dio unos golpecitos rítmicos en la mesa con un bolígrafo. —Bien, bien, bien. Mañana te haremos algunas pruebas. Nada importante. —Es que no sé si quiero que me hagan esas pruebas. No sé si quiero tener un bebé... —¿Saben tus amigos que estás embarazada? —No —contestó Eva con rotundidad. —No te preocupes. No les diremos nada. Ahora vete con tus compañeros. Eva se levantó. Se sentía mareada. Notó una arcada. Benavides se levantó rápido y abrió un armario. Sacó una botella de agua mineral y quitó el tapón. Alargó la mano y se la ofreció. Eva bebió un trago. —No te preocupes. Es normal que tengas náuseas. Eva aferraba la botella con fuerza. Se quedó mirando la caja de comprimidos y la cogió, guardándosela en el bolsillo del pantalón. Se dirigió a la sala de televisión, donde sus amigos estaban sentados en cómodas butacas viendo una película. Se sentó al lado de Hugo. —¿Qué quería Benavides? —Nada. Me ha dado unas vitaminas. —¿Estás bien? No tienes buena cara —preguntó cogiéndola de la mano. Eva asintió con un movimiento de cabeza. —Vaya rollo de película —le susurró Hugo al oído. —Vámonos a dormir, por favor. Hugo sonrió. —Ya. Pollo con patatas. Ahora quieres el postre, ¿eh, picarona? Eva sonrió a medias, recordando aquella conversación. Le parecía que había sido hace mil años. Se levantó y Hugo le siguió. Irene les vio marchar y le dio un codazo a Gabi, que estaba concentrado en la pantalla. Señaló con la barbilla. Gabi sonrió. —Qué suerte tienen algunos. ¿Nos vamos tú y yo a jugar a los papás y las mamás? —Anda, ya te gustaría a ti —contestó Irene echándose el pelo para atrás. —Ni te lo imaginas —murmuró Gabi. —¿Qué? —No, nada. Hugo cerró la puerta. Eva entró en el cuarto de baño. Sacó la caja de comprimidos y leyó el prospecto. Extrajo uno y se lo metió en la boca. Bebió un sorbo de agua y lo tragó. Cuando salió Hugo estaba sentado en una esquina de la cama. Sonrió sin saber muy bien qué decir. —Hugo. Quiero dormir contigo. —Bien. La cama es estrecha, pero nos apañaremos. Hemos dormido en sitios peores. Eva se acercó y se sentó a horcajadas sobre las rodillas de Hugo. Éste, sorprendido, abrió la boca para decir algo. Eva le agarró por la nuca y le besó antes de que pudiera hablar. Le mordió el labio con fuerza y le introdujo su lengua puntiaguda en la boca. Hugo levantó las manos despacio y las posó en su cintura. Eva se las cogió y las llevó hasta sus pechos. Hugo notó cómo los pezones se endurecían bajo las palmas de sus manos. Logró separar su boca de la boca ávida de Eva. —Oye, yo creo que... —Cállate. Eva se sacó con un movimiento rápido la camiseta. Hugo clavó sus ojos en las tetas de Eva. Eran dos esferas perfectas, simétricas. Los pezones rosas como un chicle estaban abultados. Eva bajó sus manos y le desabrochó el pantalón. Se separó de Hugo y se quitó el resto de la ropa. Se dio la vuelta y caminó hacia el interruptor de la luz. Antes de que lo apagara Hugo tuvo tiempo de ver aquel cuerpo menudo y perfecto, vestido únicamente con unos calcetines de rayas rojas y verdes y aquellas breves caderas casi de niña. Se dejó caer en la cama de espaldas y vio la sombra de Eva que avanzaba hacia él. Eva tiró de las perneras de sus pantalones y se los quitó. Después le sacó los calzoncillos. Se sentó a horcajadas sobre su vientre. Hugo notó la cálida y húmeda piel de Eva contra su piel. Elevó las manos y cogió los pechos de Eva. Pellizcó ligeramente sus pezones y Eva gimió. Ella movió las caderas apretando su vagina contra el pene de Hugo. Retrocedió y agachó la cabeza. Le dio un lametón a lo largo de todo el pene, desde la base hasta la punta. Hugo arqueó la espalda. Notó que Eva se metía el pene en la boca. Sus manos subieron por su tórax y se detuvieron en su pecho, acariciándoselo, clavándole las uñas, volviendo a acariciarle. Los labios de Eva subían y bajaban apretando su miembro. Hugo tenían una erección casi dolorosa. Eva succionaba la punta, jugando con su lengua. De golpe se sacó la polla de Hugo de la boca y le dijo: —No te corras, quiero follarte. —Escucha, Eva. No creo que debamos. Hugo se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Corrió la cortina para dejar entrar la luz de la luna. Después de unos segundos se volvió y miró a Eva, que permanecía sentada en el borde de la cama mirándole con los ojos muy abiertos. Hugo se acercó a ella, se sentó a su lado y le acarició la cara. —Prefiero que no pase. Mira, nada me apetecería más que eso en este momento, pero creo que no es una buena idea. Eva suspiró, y de repente se sintió muy avergonzada. Se tapó el rostro con las manos. Hugo la estrechó entre sus brazos durante un rato mientras Eva sollozaba. —Me siento muy sola, Hugo. —No estás sola. Siempre podrás contar conmigo —dijo secándole las lágrimas con la mano. — Durmamos, preciosa. La luz pálida que entraba por la ventana iluminaba el cuerpo de Eva, que parecía hecho de nata. Hugo se dejó caer sobre la cama abrazando con fuerza a Eva. Le acarició el pelo y la besó en la oreja. —Creía que no había reglas — susurró Eva. Se dio la vuelta y le miró. —Yo necesitaba esto. Y sé que tú también querías... —Sí —contestó tras un titubeo. — Mira, Eva. No podemos liarnos. — H u g o . S ó l o es sexo. Nos necesitamos. Notó que su amigo asentía en silencio. —Quiero, pero no puedo Eva. No quiero tener que mentir cuando encuentre a Silvia. Segundos después su respiración se hizo más regular y finalmente quedó dormido. Eva cerró los ojos y notó cómo las lágrimas afloraban. Fue como si se abriera una compuerta. Lloró en silencio. Había decidido tener ese hijo. Era suyo. De algún modo, también era de Hugo. Sin él no estaría viva. Ella quería que el hijo fuera también suyo. No podía ser de otra forma. No era amor. Era algo más grande. Hugo se lo debía. 16 Antes de que amaneciera Eva despertó. Recogió su ropa. Al salir de la habitación miró a Hugo. Dormía boca arriba con el antebrazo apoyado sobre la frente. Su cuerpo largo y delgado apenas cabía en aquella cama. Los pies asomaban casi un palmo por el extremo, bajo las sábanas. “Ojalá mi hijo se pareciera a ti”, pensó. Mientras se pegaba una ducha oyó que llamaban a su puerta. Se enrolló la toalla alrededor del cuerpo y abrió. Era el doctor Martínez. Se le congeló la sonrisa. Ella esperaba que fuera Hugo... —Buenos días. Perdona que venga tan pronto, pero te espera el director. —¿Quién? —El coronel Benavides. El director —insistió. Vístete. Tenemos que hacerte unas pruebas. Un rato después caminaba por los pasillos impolutos del edificio principal. Martínez iba abriendo puertas con una tarjeta electrónica. Llegaron a una especie de quirófano. Había un par de hombres vestidos con bata blanca ajustando unos aparatos. Benavides esperaba con los brazos cruzados apoyado en una camilla. —Hola Eva, ¿qué tal has dormido?. —Bien. Qué es todo esto... —Esperemos que funcione. Lo acabamos de instalar. Ayer, mientras echabais la siesta vimos los resultados de tus análisis. Envié a un equipo a buscar este material. Fue arriesgado, pero merecía la pena. Es un ecógrafo y equipo para realizar una amniocentesis. Eva retrocedió. Uno de los técnicos se situó delante de la puerta. —Eva. Necesitamos hacerte una amniocentesis. —Pero yo no quiero. Déjenme en paz. Qué más les da si estoy embarazada o no. ¡Es mi problema! —No Eva. No es tu problema — contestó Benavides muy serio. — Es nuestro problema. Es problema de todos. No te das cuenta de lo importante que es. —Explíquemelo entonces. —Ya te conté que nuestras investigaciones estaban muy avanzadas y que teníamos un modelo teórico para elaborar una vacuna. —Ya. Eso qué tiene que ver conmigo. —Mucho. Te lo resumiré: nos interesa lo que tienes dentro. Eva abrió mucho los ojos y se cubrió instintivamente el vientre con las manos. —No, no te preocupes. No vamos a hacerte nada. Es muy sencillo. Necesitamos a alguien que no tenga el virus, que se haya inmunizado. Tú lo tienes, como lo tengo yo y como lo tienen estos señores, dijo señalando con la cabeza a los técnicos que esperaban en silencio. Y queremos saber si el feto también lo tiene o ha creado anticuerpos y está libre de él. Hay casos en que eso sucede. Con el sida, por ejemplo. Todo lo que necesitamos es extraer líquido amniótico y analizarlo. No te pasará nada ni a ti ni al feto. La palabra feto le sonó horrible a Eva. —Es una prueba que se le hace a muchas embarazadas y no tiene riesgos, apenas. Se extrae el líquido y se cultiva. Normalmente se hace para detectar alteraciones cromosómicas. Suele tardar dos semanas, pero nosotros no necesitamos tanto tiempo. Sólo queremos saber si hay presencia de virus en ese líquido y si el feto está limpio. Nada más. —¿Y si no quiero? —Eva, es vital para nosotros — contestó remarcando cada palabra. — Si no hay virus tenemos un camino para obtener una vacuna. Podría ser la salvación de la Humanidad. —¡Qué Humanidad! —contestó con sarcasmo. Benavides extendió los brazos, señalando a los presentes. —No sabemos si hay más supervivientes, pero las probabilidades indican que sí. Vosotros sobrevivisteis en un entorno muy hostil. No hay razón para pensar que no hay decenas, miles de personas, en España o en otros países que lo hayan logrado también. Puede ser el punto de partida para recuperar el mundo. No habrá que temer a las heridas provocadas por los infectados, ni tener que volarle la cabeza a un hijo o a un padre si muere. Podremos recuperar palmo a palmo lo que nos pertenece y acabar con esta plaga. Eva. Si tu feto, si tu bebé está sano, podría ser el salvador del mundo. Eva miró al hombre que bloqueaba la puerta y que le miraba con ojos expectantes afirmando con la cabeza. Dejó caer los brazos. —¿Me dolerá?... Benavides sonrió. —Un pinchazo. —Qué tengo que hacer. —Quítate el abrigo, túmbate en la camilla y relájate. Sólo será un momento. Eva hizo lo que le dijo. Uno de los hombres se acercó y le levantó la camiseta, dejando su vientre al descubierto. Llevaba unos guantes de látex. Le aplicó un gel muy frio en el vientre y luego recorrió su vientre con un aparatito conectado a un monitor. En la pantalla se vio algo que latía. —Mira Eva. Tu hijo. Eva giró la cabeza y abrió mucho los ojos. No veía más que unas sombras y unos puntos grises y blancos que se movían. —Es niño o niña. Benavides soltó una carcajada. —Me temo que no podemos contestarte a eso. El hombre detuvo el frio aparato en un punto de su vientre y cogió una jeringa que tenía una aguja muy larga. Eva se agarró a los bordes de la camilla. El hombre presionó la aguja contra su piel y Eva notó un pinchazo. Despacio se la fue clavando. Eva cerró los ojos. Se estaba mareando. —Ya está. Puedes levantarte. Eva abrió los ojos y se miró la barriga. Tenía un apósito sujeto con un esparadrapo. La aguja había salido sin que la notara. Benavides miró el contenido de la jeringa a contraluz. —No ha sido para tanto, Eva. Vete a desayunar. Ahora vamos a analizar esto. Si no quieres no les digas nada a sus amigos. Si el resultado es positivo, ya se lo explicaremos nosotros. El hombre que bloqueaba la puerta se echó a un lado y abrió para que Eva saliera. La acompañó hasta el vestíbulo y se despidió de ella cogiéndola de las manos. —Gracias. Esto es muy importante para todos. Gracias, Eva. La chica cruzó el patio y entró en el pabellón de residencia. Anduvo arrastrando los pies mientras intentaba asimilar la información que le habían dado, convenciéndose a sí misma de que todo iba a ir bien. Encontró a sus amigos desayunando alegremente en el comedor. —¡Eva!, dónde estabas... —preguntó Irene. — Llamé a tu habitación y no estabas... —Estaba dando una vuelta. Me he despertado muy pronto —contestó bajando los ojos. Hugo la miraba fijamente. Sonrió cuando sus ojos se encontraron y le hizo un gesto para que se sentara a su lado. La mesa estaba surtida con jarras de zumo, pan tierno, lonchas de jamón, mermelada, una jarra con café y leche. —Nos han puesto deberes. Yo tengo que ayudar en la cocina y Gabi y Hugo van a trabajar en los establos y en el invernadero. ¡Les habrán visto cara de garrulos!, dijo Irene. ¿A ti qué trabajo te han asignado, Eva? —De momento ninguno —contestó con un hilo de voz. Hugo le sirvió un vaso de zumo. —Desayuna algo. Estás muy pálida. —No tengo hambre. Ante su insistencia bebió un poco de zumo y masticó un poco de pan con jamón. Después de desayunar Hugo y Gabi se fueron su nuevo trabajo. Un hombre les acompañó y les explicó lo que tenían que hacer: limpiar, dar de comer a los bichos, darles agua. Después tendrían que regar en el invernadero y arrancar hierbajos. Irene fue a la cocina para ayudar a preparar la comida del medio día. Eva se quedó sola. Nadie le dijo que tuviera tareas asignadas, así que esperó un rato en el vestíbulo del pabellón y después se marchó a su habitación. 17 Benavides leyó el informe y sonrió. Llamó a su ayudante para que avisara a Martínez y al sargento. Quería verles en su despacho inmediatamente. Era casi medio día. —Son buenas noticias. Mira —dijo alargándole la hoja a Martínez. —Ya veo. El feto está limpio. Bueno. Ahora sólo tenemos que esperar seis meses a que nazca para extraerle sangre y preparar los primeros ensayos. —No podemos esperar seis meses. Seis meses es una eternidad. Demasiado tiempo. En seis meses quizás ni siquiera estemos vivos. No —dijo moviendo la cabeza enérgicamente. —Qué sugieres entonces... El feto es demasiado pequeño aún para intentar una extracción de plasma. Los vasos son demasiado pequeños y no estamos preparados. —Propongo acelerar el plan. Recuperar la emisora de radio de Tordesillas para tenerla operativa en cuanto tengamos los primeros resultados positivos de la vacuna. Alguien escuchará las emisiones. Lanzaremos un mensaje claro, que se repetirá constantemente. ¿Cuánto tiempo nos llevará? —preguntó mirando al sargento, que había permanecido en silencio hasta ese momento. Después de unos segundos, contestó. —Limpiar el edificio, asegurar el perímetro, poner en marcha la emisora con un generador... Al menos una semana. —Pues ese es el plazo que le doy, sargento Nogueira. Quiero que meta a los dos nuevos en el equipo. Su ayuda vendrá bien. Puede retirarse —dijo sin mirarle. Cuando salió, el doctor Martínez carraspeó. —¿Y cuando pase esa semana? —Cuando pase esa semana quiero ese feto fuera de su madre. Le extraeremos todo el plasma que necesitemos. —Pero ella morirá: aquí nadie sabe hacer una cesárea. El feto no sobrevivirá tampoco... La mirada de acero de Benavides le enmudeció. —Es una orden y no es discutible. Martínez se levantó y salió del despacho. Una vez en el pasillo se apoyó en la pared y se frotó los ojos. No tenía más remedio que cumplir las órdenes. Ya había visto lo que Benavides era capaz de hacer con aquellos que desobedecían... Aún recordaba las súplicas de un técnico de laboratorio enloquecido durante los primeros días de la pandemia empeñado en salir del recinto como fuera: Benavides le acompañó a punta de pistola hasta la verja y allí le dejó sin armas ni vehículo. Horas más tarde vieron sus restos devorados en el camino que llevaba a la carretera general. Mientras tanto el sargento había ido a buscar a Gabi y a Hugo a la granja, donde les encontró sucios y contentos, dando de comer a los animales entre bromas. —Hola chicos. Cambio de trabajo. Esta tarde os unís a una expedición. —¿Una expedición? —Sí. Venís con mi patrulla a Tordesillas. Hay una emisora de radio que queremos poner en marcha. Serviréis de apoyo. Hugo y Gabi se miraron. —¿Y qué tenemos que hacer? — preguntaron al unísono. —Ya os lo diré. Ahora id a lavaros y a comer. Saldremos enseguida. Comieron solos junto a cuatro soldados que les miraban con curiosidad. Terminaron cuando el resto de los comensales comenzaba a llenar el comedor. Uno de los soldados les hizo un gesto para que les acompañaran. Les siguieron hasta el edificio más pequeño, junto al cobertizo donde guardaban los vehículos. Era el pequeño cuartel donde se alojaban los soldados. Uno de ellos abrió una puerta de metal con una tarjeta magnética y les invitó a pasar al interior. Recorrieron un pasillo hasta llegar a una puerta blindada en la que había un cartel que decía “Armería”. El soldado la abrió con la tarjeta. Cuando encendió la luz quedaron sin habla. Aquello parecía el almacén de la tercera guerra mundial: en los anaqueles de las paredes había todo tipo de rifles, fusiles de asalto, pistolas, cajas de munición, granadas, lanzacohetes, ametralladoras pesadas... También había escopetas y rifles de caza, hachas, chalecos antibalas, cascos, botas... —¡Guau!, exclamó Gabi. Menudo arsenal tenéis aquí. —Casi todo son recuperaciones. Lo recogimos después de los combates que hubo en la entrada de Valladolid. Antes esto estaba vacío: una docena de rifles de asalto y pistolas y algo de munición... Esto era como un balneario. El soldado alargó la mano. Era joven. No tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Menudo, con los ojos claros y un rostro expresivo y simpático. —Soy Chema. Le estrecharon la mano. —Yo quiero mi pistola. Ya me he acostumbrado a ella —dijo Gabi. —No, lo siento. Vosotros no llevaréis armas. Vigilaréis. —Pero hombre, que sabemos usarlas —protestó Hugo. —Son órdenes. El personal civil no puede llevar armas. Os daré un hacha para cada uno. Se acercó a un armario y sacó un par de cascos con micrófono y auricular. Sacó también un par de guerreras y dos intercomunicadores y dos pares de guantes. Comprobó las baterías y les explicó cómo funcionaban. Otros dos soldados entraron en el almacén y eligieron las armas. Uno de ellos cogió con delicadeza una funda y sacó un rifle de precisión, que revisó. Chema y el otro soldado cogieron rifles de asalto, pistolas y un montón de cargadores y granadas que metieron en unos zurrones de camuflaje. También cogieron un par de cizallas con las que podrían cortar las cadenas de un transatlántico. Hugo y Gabi miraban cómo los soldados se equipaban en silencio. Vestidos con sus guerreras de camuflaje, los cascos con micrófono y las hachas se sentían extraños. Siguieron a los soldados hasta el cobertizo, donde esperaba el sargento. —Tú vas en ese y tú en ese —ordenó el sargento señalando dos land-rover. Arrancaron bruscamente. Antes de internarse en el bosque les dio tiempo a saludar sonriendo por la ventanilla a Irene, que cruzaba el patio intentando pisar sobre huellas para no mojarse el calzado. Se quedó petrificada al verlos desaparecer en aquellos todo-terreno vestidos con ropa militar. Apenas acertó a levantar la mano y despedirse. Pararon frente a la alambrada. Un soldado bajó para abrir la cancela y la cerró después de que los vehículos salieran del recinto. El copiloto del coche en el que iba Hugo se giró sobre el asiento. Era mayor que el resto de los soldados. Por sus galones Hugo dedujo que era un mando, aunque no estaba demasiado familiarizado con los símbolos y rangos militares. Era un hombre fibroso, de unos cuarenta años, con una sombra de barba oscura y el cabello canoso. —Te cuento lo que vamos a hacer. Se trata de asegurar el perímetro de una emisora de radio que hay en las afueras de Tordesillas. Está rodeada por un muro, pero es probable que haya infectados en el exterior. Tenemos que eliminarlos, entrar y eliminar a los que pudiera haber dentro. Si va bien la cosa mañana volveremos con un camión donde tenemos ya cargado un generador. Lo instalamos y ponemos en marcha la emisora. —Dicho así parece fácil. El sargento sonrió. —Eso espero. —¿Y qué tenemos que hacer nosotros?. —Subiréis al tejado con ésto para vigilar —respondió tendiéndole unos prismáticos. — Vamos a hacer un poco de ruido, así que es posible que se concentren unos cuantos infectados - podridos, como decís vosotros- en la entrada. Tomarás nota para que podamos cargárnoslos antes de salir de nuevo al exterior. Tú y tu amigo seréis nuestros ojos, así que hacedlo bien. Salieron a la autopista y tomaron la entrada hacia Tordesillas. El sol arrancaba destellos en la nieve endurecida por el frío. Antes de llegar al pueblo se metieron por una carretera estrecha que conducía hacia un polígono industrial. Salieron de la carretera y se internaron en un sendero bacheado que subía a una suave loma. Pararon los coches y los soldados se bajaron. Hugo y Gabi bajaron también. El sargento examinó a través de sus prismáticos un edificio de ladrillo rojo de dos plantas que tenía unas enormes antenas en el tejado plano, situado a unos cuarenta metros de distancia. Estaba protegido por un muro de ladrillo de un par de metros de altura. Desde la loma podía verse el interior del recinto, donde no se veía a nadie. Un par de figuras permanecían inmóviles en el exterior, junto a la entrada. Uno de los soldados sacó del maletero el rifle de precisión. Desplegó dos patas telescópicas y lo apoyó en el suelo. Sacó de la funda una mira muy sofisticada y la colocó sobre el cañón. Sacó también un silenciador y lo enroscó en la bocacha. Se tumbó y pegó el ojo a la mira telescópica, ajustándola durante unos segundos. —Sólo veo dos. Puede que haya alguno más detrás del edificio. —Cárgatelos —contestó el sargento. Primero el de la derecha. —Sí, mi sargento. El tirador giró una rueda de la mira y movió ligeramente el rifle. Hugo y Gabi se llevaron los prismáticos a los ojos. El podrido parecía un maniquí, inmóvil, con los brazos colgando y la cabeza ligeramente agachada, como si estuviera dormido de pie. Oyeron un ruido, como un plop, y un segundo después la cabeza del maniquí explotaba en una nube roja y negra. A los tres segundos, explotó la cabeza del otro zombi. —Coño, qué puntería —admiró Gabi. —A los jeeps —contestó el sargento. Bajaron la loma más rápido de lo que a Hugo le pareció prudente. Se agarró a la abrazadera que había en el lateral mientras los prismáticos botaban contra su vientre. Sujetó el hacha con la otra mano. Llegaron a la puerta que cerraba el recinto de la radio. Frenaron bruscamente. —No te bajes —dijo el sargento, mientras se bajaba con la cizalla. Con un sólo movimiento de la potente tenaza cortó la cadena que cerraba la verja. Empujó los portones y los dos coches entraron al interior. El sargento abrió el maletero y sacó una cadena y un candado y cerró la puerta de nuevo. Hugo se fijó que había dejado la llave puesta en el candado. Dedujo que era por si tenían que salir a toda prisa de allí. Los conductores aparcaron los vehículos en paralelo con el morro orientado hacia los portones y dejaron las llaves puestas en el contacto. En el exterior se veían los cuerpos de los dos zombis. La potencia de aquellas balas les habían arrancado, literalmente, la cabeza. Un charco de materia negruzca empapaba la nieve. —Vosotros quedaos aquí un momento —dijo el sargento sin mirar a los dos amigos. — Tú conmigo por la izquierda. Vosotros dos, por la derecha. Los soldados se separaron en dos parejas y rodearon el edificio. Veinte segundos después aparecían de nuevo por las esquinas. —Despejado. Montad las linternas. Vosotros dos detrás, en fila india y en silencio. La puerta de la emisora estaba abierta. Los soldados entraron con los rifles en posición de disparo. Habían sujetado unas linternas en el cañón que iban trazando líneas de luz en la oscuridad polvorienta y gélida del edificio. Dentro olía a basura podrida. Un hedor que ni la baja temperatura lograba disimular. Había papeles y cristales rotos por todas partes. Los soldados avanzaban con sigilo, cubriéndose al pasar delante de cada puerta. La abrían y asomaban con el fusil preparado. Llegaron a una sala en estado ruinoso. Olía a putrefacción y muerte. Rápidamente vieron el origen: los restos de un par de cadáveres casi desmembrados yacían sobre una moqueta azul. Apenas eran un montón de huesos pelados. Un soldado golpeó uno de los cuerpos con la bota, que sonó como cuando una tela se rasga. Al moverse el cuerpo con la patada un fragmento de piel, pegada a la moqueta, se había desprendido de la carne, haciendo aquel desagradable ruido. De repente aquella masa de huesos cobró vida. Era increíble. Aquel ser seguía vivo. El soldado cogió el hacha de Gabi y de un solo golpe le abrió el cráneo. Hizo lo mismo con el otro cuerpo. El resto de la planta estaba despejada. Subieron por la escalera y recorrieron el primer piso sin encontrar nada. Después reventaron la puerta que conducía al tejado y subieron. Al salir al exterior respiraron con fuerza. En el centro de la azotea había varias antenas muy altas. Una de ellas tenía una bombilla roja apagada en la punta. Al lado había una especie de cobertizo que cubría aparatos de aire acondicionado, ventiladores y maquinaria. —Vaya peste que hay dentro —dijo el sargento arrugando la nariz. — Lo que va a ser duro es trabajar arreglando esto con ese hedor. Bueno. Vosotros situados uno en cada lado. Intentad no llamar la atención. Conectáis los micros. Sólo tenéis que tomar nota de los podridos que se acerquen. Nosotros vamos a limpiar un poco este desastre. Tenemos que localizar las cajas de conexiones y hacer un esquema de la instalación eléctrica. Luego nos vemos. Los soldados bajaron de nuevo y los dejaron allí. Gabi se encogió de hombros y caminó hasta el borde de la azotea que daba al lado opuesto al portón por el que habían entrado. Se sentó en el suelo después de apartar la nieve con el pie. Levantó los prismáticos y oteó el horizonte, acercando la mirada después hasta el muro que rodeaba el edificio. Hugo hizo lo mismo. Se sentó en la esquina opuesta y examinó primero el portón y los alrededores. Después enfocó hacia el polígono industrial que habían visto al acercarse. Unos cuantos podridos permanecían pegados a las paredes de los almacenes. Otros estaban sentados en el suelo. Vio a un par que caminaban con gran esfuerzo hacia la emisora, pero a ese ritmo tardarían horas en llegar. Después se concentró en el casco urbano, los tejados cubiertos de nieve y las torres de las iglesias. Vio muchos edificios quemados, coches abandonados y algunos podridos diseminados por las calles. Algunos intentaban caminar quizás atraídos por el ruido que habían producido los motores de los todo-terrenos. En aquel silencio sobrecogedor hasta el más mínimo sonido podría ser escuchado a kilómetros de distancia. Le vinieron a la mente los recuerdos de la pasada noche. Aún estaba confuso. No sabía cómo lidiar con esa situación. No podía negar la enorme atracción que sentía por Eva, pero a la vez era como una hermana pequeña. Vio que abajo los soldados sacaban los cuerpos de los dos podridos del interior, abrían la verja y los tiraban sin ninguna delicadeza al exterior. Arrastraron los cuerpos de los dos que había eliminado el francotirador y formaron un montón con los cuatro cuerpos. En ese momento oyó un ruido como de arrastrar de pies tras él y pensó que era Gabi que se acercaba a darle un susto. —Oye tío, nos han dicho que no nos movamos del sitio —dijo sin mirar. El ruido continuó. Era casi a su lado. Apoyó la mano en el suelo y se giró ligeramente, pero a quién vio no fue a Gabi. Apenas a un metro de distancia había un podrido en un estado lamentable, tanto que no sabía si había sido un hombre o una mujer. Tenía la boca abierta y enseñaba unos dientes amarillentos entre unos labios resquebrajados. La piel casi había desaparecido del cráneo, de donde colgaban mechones de pelo lacio. Llevaba una camiseta hecha pedazos y unos pantalones que colgaban de sus caderas huesudas. Hugo se levantó de golpe y se dio cuenta de que no tenía con qué defenderse de aquel espectro que le estaba acorralando contra la esquina. El soldado no le había devuelto el hacha. —¡Gabi! ¡Gabi! —Quée —contestó su amigo sin mirar. —¡Coño, que me ayudes! ¡Ya! Su amigo se giró y vio lo que estaba pasando. Abajo los soldados se dieron cuenta de que sucedía algo en la azotea y entraron corriendo en el edificio. Cuando Hugo estaba a punto de lanzarse contra el zombi Gabi se situó detrás de él y le clavó el hacha en la cabeza. Después le empujó con el pie y el podrido cayó al vacío, estrellándose contra el suelo. En ese momento los soldados irrumpieron en la azotea. —¡Me cago el todo! —gritó el sargento. — Es culpa mía. No revisamos eso d—ijo señalando el cobertizo junto a las antenas. Un soldado corrió hacia allí con una pistola en la mano y examinó entre la maquinaria. —Por poco —murmuró Hugo. —Debió ser el último superviviente de la emisora. Se refugió aquí arriba, cerró la puerta y esperó a que llegara alguien a rescatarle —dijo Gabi. —Pero nadie llegó —contestó Hugo. —Os pido disculpas. Es imperdonable —dijo el sargento. —No te preocupes. No diremos nada. A nosotros tampoco se nos ocurrió mirar —contestó Hugo. —Por ese lado todo despejado — intervino Gabi para suavizar la situación. —Por delante también. Hay unos cuantos zombis que vienen para acá, pero tardarán horas en llegar. —Bien. Quedaos aquí vigilando. Nosotros vamos a quemar los cuerpos y a arrancar la moqueta y quemarla también. Estamos ventilando abajo. Ya hemos localizado la centralita eléctrica y tenemos un mapa de las conexiones. Nos largamos en un rato. Media hora después una espesa humareda ascendía hacia el cielo. Los soldados habían amontonado encima de los cuerpos algunos muebles y la moqueta de la sala en la que habían encontrado a los dos podridos para que ayudaran a la combustión. Habían rociado todo con gasolina y pronto no quedarían ni las cenizas. Desde abajo les hicieron un gesto para que bajaran. Se fumaron unos cigarrillos a un par de metros de la hoguera, que desprendía un humo grasiento pero también un calor reconfortante. Cuando las llamas bajaron y los soldados consideraron que no había peligro para la integridad del edificio montaron en los coches y salieron después de cerrar los portones con la cadena. Cuando llegaron a La Finca era noche cerrada. Se dirigieron en silencio hasta la armería para dejar allí todo el equipo. Después fueron al comedor. El “comando”, como lo había bautizado Gabi, tenía una apetecible cena esperando: sopa de fideos y tortilla de patatas, pan crujiente con jamón y un par de botellas de Marqués de Riscal. Antes de marcharse a descansar el sargento les dijo que les despertarían al amanecer. Volverían a la emisora. Hugo entró en su habitación y vio una nota en el suelo que alguien había deslizado bajo la puerta. Era de Eva. Hemos preguntado por vosotros y nos dicho que habéis salido con una patrulla. No nos han dado más detalles. Estoy preocupada. Despiértame cuando llegues, por favor. Eva. Hugo dudó. Estaba agotado y era muy tarde. El vino que había bebido durante la cena aumentaba el sopor que sentía. Notaba la piel de la cara irritada por el frío y le picaba la cabeza después de tantas horas con aquel casco. No era el mejor momento para charlar. Se desnudó y se tendió en la cama. Tardó treinta segundos en dormirse. Cuando llamaron a la puerta tenía la sensación de que apenas habían pasado unos minutos. Se levantó medio dormido y abrió la puerta. Era Chema, vestido ya con el uniforme de combate. Le tendió la guerrera y el casco con los auriculares dentro. También llevaba un par de botas militares relucientes y un par de guantes muy largos de goma negra y gruesa. —A ver si te valen las botas. Están casi sin estrenar. Tienes cinco minutos para vestirte y desayunar. Se vistió a toda prisa. Las botas eran cómodas y calentitas y agradeció a Chema que se hubiera tomado la molestia de traérselas. Caminar con zapatillas de deporte con aquellas temperaturas no era lo ideal, desde luego. Salió de la habitación y se encontró con Gabi, que también calzaba botas militares y llevaba su casco colgando de una mano. Entraron a toda prisa en el comedor. El resto del comando ya se estaba levantando de la mesa. —Venga, perezosos. Daos prisa — dijo el sargento. — Tenéis un minuto para comer. A toda prisa se bebieron una taza de café y masticaron algo de pan con mermelada. Fuera les esperaba un camión y un todo-terreno. Subieron a la parte de atrás del coche y arrancaron. Chema conducía y el sargento iba de copiloto. —¿Qué llevamos en el camión? — preguntó Gabi. —Un generador diésel, varios barriles de gasóleo y cables —contestó conciso el sargento. Amanecía cuando llegaron a la loma. Esta vez el francotirador tuvo más trabajo: en el exterior de la emisora se habían reunido un montón de podridos. Había por lo menos un par de docenas. Estaban parados delante del portón de entrada. El francotirador tenía una puntería extraordinaria, aunque la inmovilidad de los zombis le ayudaba. Ni siquiera reaccionaban cuando una bala destrozaba la cabeza del que tenían al lado. Cuando terminó Gabi se acercó al soldado. —Vaya puntería que tienes. ¿Qué rifle es? —preguntó mirando con curiosidad aquella sofisticada arma. —Es un Accuracy AW 308. Es británico. Yo preferiría un Barret, pero es que los tiradores de élite somos un poco especiales, dijo sonriendo. De todas formas los infectados no se mueven mucho, como has visto. Podría derribarlos hasta con una pistola. —Barret, sí, yo he usado ese rifle. El soldado levantó las cejas. —Bueno, en un juego de la Play, el Call of Duty —explicó Gabi con una sonrisa. El soldado soltó una carcajada. —Sí, yo también. Es divertido. —Basta de cháchara. Tenemos trabajo nenazas. —Sí, mi sargento. Subieron a los vehículos. Cuando llegaron a la entrada de la emisora el sargento ordenó que bajaran y apartaran los cuerpos de los podridos. —Llevadlos hasta allí, dijo señalando una pequeña hondonada a veinte metros de la emisora. Los quemaremos antes de marcharnos. Gabi y Hugo entendieron en ese momento por qué les habían dado aquellos guantes que les llegaban hasta los codos. Apartaron algunos cadáveres para que los vehículos pudieran entrar en el recinto. Un soldado cerró el portón, puso la cadena y cerró el candado, aunque volvió a dejar la llave puesta. Los soldados colocaron los vehículos como el día anterior y bajaron la rampa del camión para descargar el generador y los barriles de gasoil. —No me gusta esto —dijo Gabi. — Nos han dejado fuera y sin armas. ¿Y si aparece una horda de zombis qué coño hacemos? —Entramos dentro. No te preocupes. Han tenido el detalle de dejar la llave en el candado. Mira. Gabi señalaba el tejado de la emisora. El francotirador les saludó moviendo la mano. Vieron que sacaba de la mochila una manta plateada y la extendía en el suelo después de apartar la nieve con las botas. Después desplegó las patas telescópicas del rifle y lo colocó con cuidado en el suelo. —Piensan en todo estos militares — se rió Gabi. — Anda que no pasé yo frio ayer con culo sobre la nieve... —Claro que piensan en todo: nos han dado el trabajo de basureros. Anda, démonos prisa. Agarraron el primer cuerpo de los pies y las manos y lo levantaron. Les sorprendió lo poco que pesaba. Era apenas un esqueleto seco y maloliente. Cuando estaban llegando con el cuerpo a la hondonada sonó un crujido y se desprendió un brazo a la altura del hombro. Hugo se quedó con el brazo en la mano. Un chorrito de líquido negruzco y maloliente le manchó la bota. —Mierda. Tardaron casi dos horas en trasladar todos los cuerpos a la hondonada. Tiraron los guantes al montón: estaban repugnantes, con pedazos de piel y de fluidos adheridos a la goma. Pararon a descansar y a fumarse un cigarrillo sentados en una roca. Oyeron algunos golpes y martillazos que procedían desde la parte posterior del edificio. —Creo que este olor no se me va a ir nunca del cerebro. Vieron que el francotirador movía ligeramente el rifle y un segundo después brotó una nubecita de humo de la bocacha. No oyeron nada. Disparó un par de veces más. Se levantaron y caminaron rápido hacia el portón mirando hacia atrás. El francotirador les hizo un gesto con la mano señalándose el auricular. Encendieron el intercomunicador. —Coño, no lo apaguéis que si no no puedo avisaros —oyeron por los auriculares. Entraron en el recinto de la emisora y cerraron de nuevo el candado. —No era nada. Dos o tres podridos que se acercaban hacia aquí desde el pueblo —susurró el soldado en sus oídos. Desde la parte de atrás del edificio llegaba ruido. Se acercaron a ver. Vieron el generador instalado junto al muro, donde había perforado un boquete por el que salía un grueso cable. Un soldado estaba conectando el cable al generador. Entraron dentro. El sargento y Chema examinaban un plano lleno de líneas azules y rojas extendido sobre una mesa que habían colocado junto al cuarto de conexiones. Al lado del plano había un par de gruesos manuales de anillas abiertos. El cable llegaba hasta allí y terminaba en una caja de conexiones de las que salían cables de varios colores que se unían a los paneles de la pared. —Hola. Ya hemos terminado —dijo Hugo quitándose el casco. —Bien. A nosotros nos queda mucho aún. Esto es más complicado de lo que parece. Tenemos que ir probando las líneas. Y que funcionen. Después intentaremos poner en marcha la emisora. No tenemos ningún experto en telecomunicaciones, pero de algo me acuerdo... Y tengo eso —dijo señalando los manuales — así que tendré que empollármelos. —Una pregunta, sargento. —Dime Hugo. —¿Para qué es todo esto? Quiero decir ¿qué pretendemos hacer con esta emisora? El sargento se rascó la barbilla. —El coronel no me lo ha explicado en detalle. Sólo quiere que funcione cuanto antes. Supongo que informar a quien pueda escucharnos que seguimos al pie del cañón y que hay un lugar seguro donde buscar refugio. Hugo asintió con la cabeza. El hedor casi había desaparecido. Después de toda la noche con las ventanas abiertas la corriente había arrastrado aquella peste. —Chicos, ya que no estáis haciendo nada id cerrando las ventanas, que con esta corriente vamos a cogernos una pulmonía. Y decidle de mi parte al soldado que está fuera que encienda el generador. Vamos a probar el sistema de calefacción. Cerraron las ventanas y Gabriel salió para trasladar la orden del sargento. El soldado arrancó el generador. Apenas hacía ruido. Gabi entró. —Ya está. —Bien. Vamos a ver. Levantó un par de interruptores y escucharon un zumbido. El edificio despertaba de su letargo. El sargento levantó la mano hacia una salida de aire del techo y sonrió al comprobar que salía aire. —Bueno. En un rato esto estará calentito. Levantó otro interruptor, sonó un chispazo y el zumbido cesó de golpe. —Mierda. Hay que revisar las conexiones. A medio día pararon a descansar y a comer algo. Un soldado sacó del todo- terreno una mochila y la llevó a una sala de reuniones. Dentro había pan, jamón cortado en lonchas, chorizo, huevos duros, queso, coca-cola y botellas de agua. También había un termo de café, seis tazas, seis cucharillas y un montón de sobres de azúcar. —El ejército no deja de sorprenderme —dijo Hugo. —¿Por? —preguntó el sargento. —Por el grado de organización que tenéis. —Si no fuera así no funcionaría. —Hasta que deja de hacerlo — murmuró Gabi. El sargento levantó las cejas y dejó la taza de café sobre la mesa. Cruzó los brazos. —¿A qué te refieres? —preguntó con sequedad. —No quería ofenderle —se excusó Gabi — pero no parece que lo hicieran demasiado bien en agosto... El sargento le miró fijamente y alzó la barbilla. Después de unos segundos movió la cabeza afirmativamente. —Sí. No lo hicimos demasiado bien, la verdad. Ningún ejército lo habría hecho bien. Era imposible. Yo combatí en la batalla de Valladolid. Perdí a casi todos mis hombres. —Lo siento, no lo sabía. —No tenías por qué. Escapé con un par de soldados de mi pelotón cuando vimos que estaba todo perdido. Ellos estaban heridos y murieron. Después se transformaron. Tuve que volarles la cabeza. Yo sabía que había un laboratorio secreto muy cerca. Todos habíamos oído rumores sobre La Finca y conseguí llegar hasta la entrada, donde me estaban esperando. Me vieron llegar gracias a las cámaras de seguridad. Salimos a buscar más supervivientes, pero tuvimos que retroceder: había centenares de infectados... Todos mis hombres, mis compañeros...Después me ofrecí para dirigir expediciones para recuperar armamento. En La Finca apenas tenían cuatro pistolas. Hicimos salidas a zonas más despejadas para conseguir provisiones, combustible, animales... En fin. Cuando bajaron las temperaturas fue mucho más fácil. Nos dimos cuenta de que los infectados entraban en una especie de letargo. —Y capturaron algunos... Hemos visto el crematorio... —Si. El coronel necesita de vez en cuando sujetos para sus investigaciones. A mí no me gusta meterlos en La Finca, pero entiendo que es necesario para encontrar una vacuna —añadió bajando la mirada. El sargento le dio un último trago de café y se levantó. Pasaron el resto de la tarde intentando poner en marcha el sistema eléctrico. Uno de los soldados desmontó varios paneles de conexiones y cambió fusibles y cables achicharrados. —¿No quemamos los cuerpos? — preguntó Gabi. —No merece la pena. Allí no molestan —contestó el sargento. — Además, mañana tendremos que matar seguramente a unos cuantos podridos más. De momento nuestro tirador los mantiene lejos, pero esta noche seguro que llegan más. Gabi se dio cuenta de que el término “podridos” había calado también entre los soldados. De nuevo llegaron a La Finca entrada la noche. Se quitaron las guerreras malolientes y manchadas de porquería y se las entregaron a Chema. —Quedaos con los cascos y los auriculares. Es un coñazo andar con ellos arriba y abajo. 18 Cenaron en silencio. Hugo encontró otra nota debajo de la puerta. No sé nada de ti desde hace dos días. Anoche te esperé hasta que me quedé dormida. Eva. Alguien llamó suavemente a la puerta. Hugo abrió pensando que sería Eva, pero era Gabi, que entró en el dormitorio y cerró la puerta. —Me he encontrado una nota de Irene. —Eva también me ha dejado una nota a mí. —¿Qué dice? —Que dónde nos metemos, que hace dos días que no nos ven. —Irene dice más o menos lo mismo. —Están cabreadas. —Ya, pero es que no hemos tenido tiempo de verlas... —Oye, Ache. ¿Tú crees que le gusto a Irene? Hugo se rió, sorprendido por la pregunta. —Si no lo sabes tú... —Es que es muy... reservada. En todos los sentidos. Nos conocimos en Cuatro Vientos. Yo la verdad es que vine a Madrid porque me convencieron mis amigos. Ya sabes, una excusa como otra cualquiera para pasa unos días en la capital, pero ella sí vino para ver al Papa... Le intenté tirar los tejos un par de veces cuando nos refugiamos en la casa, pero no hay forma. Quizás esté cambiando de opinión... —Ya sabes lo que dice el refrán... —¿Qué refrán? —Quién la sigue la consigue. Gabi esbozó una amplia sonrisa. —Voy a intentarlo —dijo de repente poniéndose muy serio. —Suerte. Hugo se quedó con la puerta entreabierta observando a Gabi, que le miró y después golpeó con los nudillos suavemente en la puerta de la habitación de Irene. Hugo levantó el pulgar. La puerta se abrió. Hugo oyó susurros. Vio cómo asomaba el brazo de Irene por la puerta y su mano cogía la mano de Gabi, tirando de él hacia dentro. La puerta se cerró. Hugo sonrió. La inocencia de aquella pareja le producía ternura. Al fin y al cabo, eran casi unos niños obligados a ser duros en un mundo hostil y anormal. Él también necesitaba compañía. Entró en su cuarto y se lavó la cara y las manos. Se quitó la ropa apestosa y se puso una camiseta limpia. Salió de la habitación y llamó a la puerta de Eva. No hubo respuesta. Golpeó de nuevo. Nada. De la habitación de Irene le llegaban risas. Regresó a su habitación y escribió una nota. Eva. No sé si estás enfadada conmigo. No hemos podido hablar, pero no ha sido culpa mía, no pienses que te estoy evitando. Un beso. Hugo. Deslizó la nota por debajo de la puerta de Eva y se fue a dormir. Irene y Gabi durmieron poco aquella noche. Cuando Gabi llamó a la puerta Irene, que daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, saltó del lecho y abrió inmediatamente. Llevaba puesta una camiseta de tirantes que le llegaba apenas hasta las caderas y unas braguitas rosas. Gabi la miró de arriba abajo un poco aturullado. Ya la había visto en ropa interior antes, pero la mirada anhelante que vio cuando le abrió la puerta hizo que su corazón se acelerara. Irene le agarró de la muñeca y tiró de él hacia dentro de la habitación. Antes de que pudiera decir nada Irene le había abrazado y le estaba besando. Sus manos colgaban a los lados, como si fuera un pasmarote, mientras Irene recorría sus labios con la lengua. —Chiquillo... despierta —le dijo con su acento sevillano. Gabi reaccionó. Metió las manos por debajo de la camiseta de Irene y recorrió despacio su vientre hasta detenerse en ese par de pechos puntiagudos que había imaginado besar en tantas ocasiones. Irene le desabrochó el pantalón y tiró de las caderas para dejarlo caer al suelo. Metió su mano dentro del calzoncillo y aferró sus pene con fuerza. —Irene... —Calla. Hemos esperado demasiado tiempo. Le llevó hasta la cama y le empujó. Se echó encima de él besándole con ansia, con el pene de Gabi en su mano, notando cómo se tensaba y palpitaba. Gabi pataleó para librarse del pantalón mientras intentaba sacar la camiseta de Irene tirando hacia arriba. Irene soltó su pene y le ayudó. Después, con un movimiento, se quitó las braguitas. Se sentó encima del vientre de Gabi y frotó su vagina húmeda contra su pene. Ronroneaba como una gata. Gabi extendió sus manos y cogió sus pechos. Levantó la cabeza y se metió un pezón suave y duro en la boca. Irene movió su vientre en círculos lentos sobre su pene. Gabi notaba aquella calidez húmeda y ávida como una boca hambrienta abrirse, como si intentara tragarle. Irene se separó un segundo y cogió el pene de Gabi por la base. Lo mantuvo enhiesto, como un mástil, y se lo fue introduciendo despacio, muy lentamente, dentro de su cuerpo. Gimió. Gabi levantó las caderas en un movimiento rápido, pero Irene retrocedió. —Despacio —susurró. — Es la primera vez. Despacio. Gabi permaneció inmóvil, clavando sus ojos en la mirada ardiente de Irene. Ella descendió despacio. Muy lentamente. Gabi notaba la piel de su pene resbalar por aquel conducto estrecho, húmedo y caliente. Irene elevaba y hacía bajar las caderas hacia él, cada vez más rápido, con sus manos apoyadas en el pecho de Gabi. Sus gemidos, al principio un ronco ronroneo, se hicieron más fuertes, hasta que llegó el éxtasis. Irene echó la cabeza hacia atrás y soltó un agudo chillido. Después se dejó caer encima de él jadeando. Había tenido su primer orgasmo con un chico. Gabi le agarró la cintura y empezó a mover sus caderas, empujando su vientre hacia arriba. Primero con suavidad, y después cada vez más rápido. Irene acompasó sus movimientos con los de Gabi y rápidamente tuvo un segundo orgasmo. Gabi se movía con fuerza, cada vez más rápido. Sus brazos en tensión elevaban a Eva sobre su vientre y la dejaban caer. Apretó los dientes y aguantó un gemido. En el último instante, antes de eyacular, sacó el pene y un chorro de semen brotó como de un géiser hacia arriba, cayéndole en la espalda a Irene, que notó el líquido caliente y espeso descender entre sus nalgas. Irene soltó un gritito y se rió. Se dejó caer de costado al lado de Gabi y le besó. —Ufff. Me ha gustado mucho, Gabi. Llevaba tiempo deseando hacer esto contigo. —Yo lo deseaba desde el primer momento en que te vi en Cuatro Vientos. Creí que yo no te gustaba —dijo con la respiración alterada aún por el esfuerzo. —Claro que me gustabas, y te deseaba, pero las circunstancias no eran las mejores. Me salvaste y me mantuviste vida durante meses. Eres mi hombre. Gabi sonreía atontado, sin fuerzas. Se abrazaron y besaron. Tenían miles de besos acumulados deseando estallar en sus bocas. Se durmieron con los labios juntos y abrazados. Pocas horas después despertaron por los enérgicos golpes en la puerta de la habitación. Ya se estaba convirtiendo en una rutina. 19 Aquella mañana la concentración de podridos en la puerta de la emisora era algo menor. El francotirador hizo su trabajo y Hugo y Gabi el suyo: trasladar los cuerpos hasta la hondonada, que parecía un muladar. Una nube de moscas gordas y zumbonas saltaban de un cuerpo a otro depositando sus huevos. El hedor era espantoso, tanto que llegaba hasta el interior del edificio arrastrado por algún golpe de viento. El sargento decidió que tenían que prender fuego a aquel montón de cuerpos antes de volver a La Finca. —Qué. —Qué de qué. —Que que tal anoche, coño. Gabi sonrió como un bobo. —Que sí, que le gusto. —¿Ya no sois vírgenes? —insistió Hugo. Gabi le dio un puñetazo en el hombro. Acababan de dejar caer al último podrido en la hondonada. Sonrió. Por fin solucionaron el problema eléctrico y a media tarde la temperatura dentro de la emisora era agradable. Fuero probando conexiones una tras otra sin que se produjeran cortocircuitos. Tenían luz y pusieron en marcha uno de los estudios. El sargento leía a toda velocidad los manuales. —Esto marcha. Mañana probaremos una emisión de prueba. Hay que adecentar un poco esto, chicos. Vendrá el coronel. Gabi y Hugo se pasaron el resto de la tarde barriendo y recogiendo la porquería del estudio. Cuando anochecía salieron con un par de latas de gasolina y rociaron los cuerpos. Se alejaron unos metros y el sargento arrojó una bola de papel ardiendo al montón. Mientras se alejaban en los coches vieron las llamaradas que se alzaban hacia el cielo rompiendo aquella oscuridad casi pétrea que les rodeaba. Después de cenar Gabi llamó a la puerta de Irene mientras Hugo hacía lo mismo en la de Eva, pero no obtuvo respuesta. Irene abrió la puerta de su habitación con cara de preocupación y les hizo un gesto para que entraran en su dormitorio. —Oye, que a mí los tríos... —dijo Hugo. —Calla, bobo —contestó Irene cerrando la puerta. — Estoy preocupada. No he visto a Eva en todo el día. Tampoco la vi ayer, más que en el desayuno. He llamado a su puerta pero no está. El tipo con el que me ha tocado cocina hoy no sabe nada, o no me quiere decir nada. Se sentaron sobre la cama. —Anoche...no, la noche anterior — corrigió Hugo— Eva me dejó una nota bajo la puerta, pero yo estaba muy cansado y no fui a verla. Anoche fui yo el que la dejó una nota a ella, pero no vino a verme. —Vete a tu cuarto a ver si te ha contestado —sugirió Irene. Hugo se levantó y salió. Un minuto después estaba de regreso meneando la cabeza negativamente. —Nada. No hay nota. —¿Qué hacemos? —preguntó Irene. A mí esto no me parece normal. —¿Seguro que no está en su cuarto? —Que no, Ache, que después de cenar he dejado la puerta de la habitación abierta hasta hace un rato, pendiente por si la veía aparecer y nada. —Empiezo a estar preocupado. —Ache... —empezó Irene. —Qué pasa, preguntó alarmado por la expresión de la chica. —Tengo que decirte algo. Le prometí a Eva que no diría nada, pero es una tontería. Tarde o temprano te darías cuenta. —Darme cuenta de qué —preguntó Hugo cada vez más alarmado. —Eva está.. embarazada. Hugo se quedó con la boca abierta. Notó que la sangre desaparecía, como si alguien hubiera abierto una válvula en sus pies y se estuviera vaciando. —¿Embarazada? Pero no puede ser... Si nosotros no... Dios. Estaba embarazada. Estaba ya embarazada cuando la encontré... Aquellos cabrones... —¿Qué pasa?, no entiendo nada — preguntó Gabi. Hugo les contó lo que le había sucedido a Eva en el instituto cuando estaba allí refugiada con aquel par de animales. Cómo la violaron y cómo ella logró acabar con aquella pesadilla. Irene y Gabi le miraban con los ojos muy abiertos. —¿Creéis que el coronel lo sabe? Acordaos de que se la llevó a su despacho y después ella apareció muy pálida. —Gabi tiene razón, Ache. Aquí está pasando algo raro y seguro que el coronel tiene algo que ver. No me gusta nada ese tipo. —Mañana le vamos a ver. Tenemos que ir a la emisora porque el coronel quiere grabar un mensaje y emitirlo. Podremos preguntarle, a ver qué nos cuenta... —aventuró Hugo. Durante una hora estuvieron haciendo todo tipo de conjeturas, reafirmándose en la creencia de que la desaparición de Eva tenía que ver con su embarazo. Hugo les contó entonces lo que sabía de Benavides y cómo se había llevado a punta de pistola el cerebro del Caso Cero en las primeras horas de la pandemia. Cuando el agotamiento empezó a vencerles Hugo decidió irse a dormir. —Mañana aclararemos las cosas, aseguró antes de cerrar la puerta. Buenas noches. Irene y Gabi, cogidos de la mano, le despidieron con un gesto. Hugo apenas pudo dormir. Daba vueltas en la cama agitando la cabeza para alejar las ideas cada vez más disparatadas que le acosaban. Por fin entró en una fase profunda de sueño. La luz del sol, que entraba a raudales por la ventana de su dormitorio le despertó. Se levantó de un salto. No le habían avisado, como las mañanas anteriores. Salió al pasillo y llamó a la habitación de Irene. Le abrió Gabi medio dormido. —¿Qué hora es? —murmuró. —Tarde. No nos han despertado. O hay cambio de planes, o nos han dejado tirados. —Total, para lo que hacíamos allí... —Ya, pero teníamos que hablar con el coronel. Vístete. Vamos a ver qué coño está pasando. Hugo vio a Irene desperezándose sobre la cama. —Chiquillo, date la vuelta, que voy a salir de la cama y estoy en bolas... Entraron en el comedor vacío. Había tres tazas sobre una mesa con termos de café, leche y algo de comida. Mientras desayunaban discutieron qué hacer. —En este pabellón hay más habitaciones. Llamemos todas las puertas... a lo mejor es que le han cambiado de habitación... Si no está, tendremos que buscar en el edificio principal. Alguien tendrá que decirnos dónde está Eva —sugirió Gabi. Recorrieron el edificio golpeando las puertas y llamando a Eva sin resultado. Salieron del pabellón y cruzaron para entrar en el edificio principal, cuyo vestíbulo estaba desierto. No pudieron pasar de allí. La única puerta que permitía el acceso al interior se abría con tarjeta. Salieron fuera. —Rodeemos el edificio mirando por las ventanas. Quizás veamos a alguien... Las ventanas, rectangulares, se abrían en el hormigón cada cuatro metros. Casi todas estaban cubiertas por persianas de lamas medio cerradas que apenas les permitían atisbar el interior. Vieron la sala de reuniones en la que habían tenido su primer contacto con el coronel y algunos despachos vacíos. En la parte de atrás había una ventana que tenía la persiana prácticamente cerrada, aunque una estrecha ranura dejaba entrever el interior. Pegaron la nariz al cristal. Tardaron un rato en distinguir algo. Había una serie de aparatos electrónicos en funcionamiento y un par de monitores como los que hay en los quirófanos. En el centro vieron una cama de hospital. Irene se llevó la mano a la boca al ver que tendida sobre esa cama, tapada con una sábana blanca, estaba Eva. Tenía cables pegados al pecho y un fino tubo de plástico transparente que le salía de la muñeca y que empezaba en una bolsa de suero que colgaba de un soporte cromado. Golpearon la ventana para llamar la atención de su amiga, pero no pareció oírles. Estaba dormida o inconsciente. Golpearon con fuerza el cristal llamándola. —¡Eh, vosotros!. ¡Fuera de ahí!. Se dieron la vuelta y vieron a uno de los técnicos haciéndoles un gesto con la mano para que se marcharan. —Es nuestra amiga, está ahí dentro — dijo Irene. —No es asunto vuestro. —Claro que es asunto nuestro — aseguró Hugo acercándose al hombre. —Yo creo que no. Lo mejor que podéis hacer es volver al pabellón. A la carrera se acercaba uno de los soldados. Gabi y Hugo le saludaron, pero no les contestó. —Haced lo que dice. Volved al pabellón. —¿Qué está pasando aquí?. —No lo se. Esperad a que llegue el coronel. Con los brazos extendidos les obligó a retroceder, como si estuviera asustando a un grupo de patos. Se reunieron en la habitación de Hugo. —Yo no sé qué está pasando, pero hay que sacar a Eva de ahí —dijo Hugo. —Pues ya me dirás cómo. En aquel momento oyeron un ruido en la puerta. Vieron cómo se deslizaba una nota debajo de la puerta. Tardaron unos segundos en reaccionar. Gabi se levantó corriendo de la cama y abrió la puerta del dormitorio, pero fuera ya no había nadie. Corrió por el pasillo justo para ver cómo alguien que se parecía al doctor Martínez entraba apresurado en el edificio principal. Regresó a la habitación y encontró a Hugo y a Irene mirándose muy serios. Hugo tenía la nota en la mano. —Creo que era el doctor Martínez. ¿Qué dice la nota? Hugo se la tendió. Tengo que hablar contigo Hugo. Dentro de una hora y media detrás del crematorio. Ven solo. —Esto va pareciendo una película de terror —dijo Gabi. Hugo miró su reloj. Dentro de hora y media serían las 13:25, casi la hora de comer. Martínez querría aprovechar ese momento. La espera se les hizo eterna. Habían decidido que Gabi e Irene esperarían diez minutos después de que transcurriera esa hora y media para ir al comedor. Suponían que ese tiempo bastaría para que los tres entraran más o menos a la misma hora a comer, sin llamar la atención. Cuando llegó el momento Hugo salió de la habitación y salió al patio. Faltaban cinco minutos para la hora convenida, pero no aguantaba más. Caminó hacia el crematorio mirando a su alrededor. Hace días que no lo encendían. Lo rodeó y esperó en la parte de atrás, apoyado en la pared fumándose un cigarrillo nervioso. Poco después apareció el doctor Martínez. Se aseguró de que nadie le había visto y se pegó a la pared junto a él. —Tenemos poco tiempo. Escucha. Tenéis que largaros. —¿Qué está pasando? ¿Dónde coño está Eva? —Resumiendo: el coronel quiere hacerle una cesárea a Eva. —¿Cómo? Hugo avanzó un paso hacia Martínez. —Baja la voz. Mira, creo que Benavides no está actuando correctamente. Eva está embarazada, supongo que ya lo sabes... Hugo no contestó y Martínez, después de un par de segundos, volvió a hablar. —Le hemos hecho unos análisis a Eva que demuestran que el feto está libre del virus. Su sangre, según el coronel, podrían servir para elaborar una vacuna. Puede que tenga razón, o puede que no. El caso es que Eva, seguramente, no sobrevivirá. A Benavides no le importa si muere o no: sólo le interesa lo que tiene dentro. Martínez susurraba y de vez en cuando giraba la cabeza hacia atrás, para asegurarse de que nadie andaba cerca. —Pero no puede hacer eso. —Ya. Yo pienso lo mismo. Propuse esperar a que Eva diera a luz dentro de seis meses. Entonces ni el niño ni ella correrían ningún riesgo pero dice que no tenemos tiempo. Su plan es elaborar la vacuna y probarla con vosotros. Cree que sois prescindibles si no sale bien. Os vacunará y después os inoculará fluidos extraídos de un infectado para ver si estáis inmunizados. Su idea, si todo sale según sus planes, es poner el marcha la emisora y comunicar a quien lo pueda oír en España o fuera de aquí que tenemos una vacuna. Creo que es una locura porque es improbable que nadie oiga esas emisiones. Él poco más que cree que aparecerán helicópteros de la OTAN o qué se yo y será el salvador del mundo. Hugo escuchaba en silencio. —¿Pero cómo hacemos para sacar a Eva de ese quirófano? —preguntó Hugo con desesperación. Martínez sacó una tarjeta electrónica del bolsillo de la bata y se la tendió a Hugo. —He duplicado una tarjeta que te da acceso a todas las instalaciones, incluyendo la sala en la que está tu amiga. Esta mañana he cambiado el suero y he puesto con solo glucosa, así que debería estar despertando ya. El coronel no regresará hasta la noche, así que tendréis que largaros antes. Buscó en su bolsillo y sacó algo. Eran las llaves del nissan. Hugo las cogió y se las guardó en el bolsillo. Después Martínez le explicó cómo llegar hasta la sala en la que estaba Eva. —Ahora vete al comedor. Yo esperaré cinco minutos. Sobre todo, sed discretos —dijo tendiéndole la mano. Hugo se alejó del crematorio. Su cabeza era un torbellino de ideas. Llegó al comedor justo cuando sus amigos se sentaban en la mesa. Era viernes, así que la mayoría del personal comía alegremente y trasegaba buenos vinos. Sin la presencia del coronel el ambiente era alegre y distendido y las carcajadas y el ruido ambiental le permitieron explicar a Irene y Gabi todo lo que le había contado Martínez sin que nadie de las otras mesas prestara atención. Les contó que Martínez le había dado una tarjeta para poder abrir la sala en la que estaba Eva. —Escuchad —dijo Hugo mientras masticaba un poco de pollo para disimular. En cuanto comamos os largáis a las habitaciones y preparáis el equipaje. Gabi, tú te encargas de recoger mis cosas. Yo me voy a quedar remoloneando por el gimnasio. Hoy es viernes, así que el personal descansará: se irán a sus habitaciones o a la sala de televisión. Cuando esté todo despejado me meto en el edificio principal y saco a Eva. Mientras, vais al nissan y os metéis dentro sin que os vea nadie. Tumbaos en el suelo del coche. Dejad las llaves puestas en el contacto, porque en cuanto llegue con Eva tenemos que salir pitando. —Okey —contestó Gabi. —Ten cuidado, Ache. Hugo sacó del bolsillo la tarjeta de su habitación y las llaves del todo-terreno y lo deslizó debajo de la servilleta para que las recogiera Gabi. Se levantó y salió del comedor. Entró en el gimnasio vacío. Dejó el abrigo colgando de un banco para hacer pesas y se sentó en una bicicleta estática junto a una ventana desde la que se veía la entrada del edificio principal. Esperó un rato, pero nadie entró ni salió del edificio. Se puso el abrigo y salió. Cruzó rápidamente el trecho entre ambos edificios y entró en el edificio principal. Sacó la tarjeta y la aproximó al detector. La puerta se abrió con un zumbido. Caminó por el pasillo lo más sigilosamente que pudo por si algún despacho estaba ocupado. Llegó al recodo que le había indicado Martínez y dobló hacia la derecha. Usó la tarjeta para abrir una pesada puerta blindada. Notó un silbido del cambio de presión. Notó el aire seco y el olor a desinfectante. El suelo relucía y no había ni una mota de polvo. Abrió otra puerta y accedió a la parte más segura del edificio. Las puertas eran de metal, con ventanucos de cristal blindado. Miró a través de uno de ellos y lo que vio le dejó paralizado: era una sala, similar a la sala en la que Eva estaba prisionera, en la que había al menos una docena de camillas y encima de ellas había podridos, completamente desnudos y atados con correas de cuero negro que les inmovilizaban los tobillos y las muñecas. Tenían también una tira de cuero que les sujetaba el cráneo contra la camilla. Algunos tenían el tórax abierto, otros tenían tubos de plástico insertados en el brazo o en el cráneo que conducían a tanques metálicos parecidos a bombonas. Se le ocurrió una idea, pero primero tenía que encontrar a Eva. Se alejó de aquella sala dantesca y al fondo del pasillo encontró la habitación en la que estaba Eva. Pegó la cara al cristal y la vio. Tenía los ojos semicerrados y movía la cabeza, como si estuviera despertando de un largo sueño. Pegó la tarjeta al detector y la puerta se abrió. Eva giró la cabeza y le miró, abriendo los ojos a duras penas. —Ache, —murmuró.— Ache... —No te preocupes, preciosa. Vengo a sacarte de aquí. Soltó las correas que la sujetaban a la camilla y ayudó a que se incorporara. Le extrajo con cuidado la sonda que se hundía entre sus piernas y que acababa en una bolsa de orina medio llena que colgaba en un lateral de la camilla. Le quitó el suero y le despegó los electrodos pegados en el pecho. Eva intentó ponerse de pie, pero se tambaleó y tuvo que sujetarla. Estaba descalza y apenas cubierta con un camisón de hospital. Hugo vio que la ropa de Eva estaba doblada sobre una mesa metálica. Mientras le ayudaba a vestirse Hugo observó los hematomas provocados por los pinchazos en los antebrazos y las marcas rojas sobre los pechos donde habían estado pegados los electrodos. Observó el vientre de Eva. Tenía una gasa adherida con esparadrapo. No parecía embarazada. Apenas una ligera curvatura en su vientre. Eva levantó la vista y cruzó su mirada con él. —Me hicieron una amniocentesis — dijo con voz adormilada. —Tendré que llevarte en brazos, Eva. Cargó con ella y salió al pasillo. Fue abriendo las puertas hasta llegar a la que comunicaba con el vestíbulo. La depositó en el suelo con delicadeza. —Escucha, Eva. Tienes que estar aquí un par de minutos. No te muevas ni digas nada. Ahora vuelvo. Eva movió la cabeza y esbozó una sonrisa. —Ache. —Dime. —Sabía que vendrías por mí. —Claro, preciosa, claro. Ahora vuelvo. Hugo desanduvo el camino. Llegó a la sala donde estaban los podridos. Respiró profundamente y pasó la tarjeta por el detector. Empujó la pesada puerta y un hedor espantoso le golpeó el rostro como un puñetazo. Contuvo las ganas de vomitar. Algunos de los podridos movieron sus ojos al detectar movimiento y gimieron. Los demás contestaron con más gemidos roncos. Se acercó a uno de los zombis y soltó las correas que sujetaban sus tobillos y sus manos. Fue soltando uno a uno, excepto la correa que les sujetaba la cabeza. Algunos se agitaron hasta caer de la camilla liberando también esa última correa. Entonces cogió uno de los contenedores metálicos y lo usó para evitar que la puerta se cerrara. Salió corriendo de la sala. Fue dejando las puertas abiertas y se giró hacia atrás. Vio que el primero de los zombis asomaba ya por el pasillo. Su plan era dejarlos libres para poder escapar en medio del caos que se formaría. Sólo cerraría la puerta que comunicaba con el vestíbulo. Cuando llegara el coronel se encontraría una docena de zombis deambulando por los pasillos del laboratorio. Eso les entretendría un buen rato. Cogió a Eva en brazos y cruzó la última puerta que cerró cuidadosamente. Antes de atravesar la puerta doble de cristal que llevaba al exterior se aseguró de que no habían nadie en el patio. Corrió con Eva en brazos hasta el cobertizo en el que guardaban los vehículos. Gabi, que escudriñaba desde dentro del nissan le vio llegar y abrió la puerta trasera para que metiera a Eva dentro del coche. La depositó sobre el asiento. —Gabi, ven conmigo. Corrieron agachados hacia el pabellón de los soldados, cubiertos por los vehículos aparcados bajo el cobertizo. —¿Qué quieres hacer? —Intentar coger nuestras armas. —¿Funcionará la tarjeta? —Espero que sí. Abrieron la puerta exterior y corrieron hasta la puerta metálica de la armería. La puerta hizo “click” y se abrió. —Rápido. La escopeta, las pistolas y cajas de cartuchos. Hugo cogió también su palanqueta y el hacha. Les habían salvado la vida varias veces y en algunas ocasiones serían más útiles que un arma de fuego. Cogieron también una cizalla. Cerraron la puerta y corrieron hacia el coche. Hugo arrancó justo en el momento en el que una estridente alarma rompía el silencio de La Finca. Aceleró y cruzaron la pequeña explanada que separaba el edificio principal del pabellón donde habían estado alojados todos estos días. Vieron a uno de los soldados correr hacia el edificio principal. Paró el seco al ver el nissan alejarse patinando sobre la nieve y dudó un momento sobre qué hacer. Levantó el rifle hacia ellos, pero algo le hizo cambiar de opinión: miró hacia el edificio principal y bajó el rifle como en cámara lenta, quedándose paralizado. Retrocedió un par de pasos como para coger fuerza y luego echó a correr hacia el edificio principal y entró. Hugo condujo lo más rápido que pudo por el camino que llevaba hasta la valla. Frenó en seco y Gabi se bajó para cortar la cadena. Dio una patada al portón y se subió de nuevo al coche. Hugo condujo todo lo rápido que pudo por el camino que habían recorrido los últimos días y que llevaba hasta la autopista que rodeaba Tordesillas. Aceleró y se alejaron de aquel lugar. Irene iba de rodillas en el asiento trasero mirando por la luneta posterior. —No nos sigue nadie. —Tardarán, pero tenemos que alejarnos todo lo que podamos. ¿Qué tal estás, Eva? —Fatal. Tengo ganas de vomitar. Mareada y sin fuerzas. Eva parecía una niña cubierta con el abrigo de Hugo. Tenía unas ojeras violáceas en las que resaltaban sus ojos azules. —No te preocupes. Te han tenido dormida quién sabe cuánto tiempo. —¿Y mi ropa? Se rieron. —No pudimos cogerla. Tendrás que apañarte con lo puesto —contestó Irene. —¿Por qué has dicho que tardarán en seguirnos, Ache? —preguntó Gabi. —Solté un montón de podridos... —¿Que hiciste qué? —preguntó alarmado Gabi elevando la voz. —Había una sala donde tenían atados en camillas a una docena de zombis. Les solté. —Pero ahora morirán todos... —No. Me aseguré de que no pudieran salir al exterior. En el edificio principal no había nadie más que Eva, pero el pasillo que lleva a los laboratorios está ahora lleno de zombis. Tendrán que esperar a que llegue Benavides con el resto de los soldados para limpiar aquello. Los técnicos estaban en el pabellón de los dormitorios, viendo la tele o durmiendo, así que mientras no abran la puerta están a salvo. —Tío, estás como una cabra —se rió Gabi. Qué huevos... —Qué iba a hacer... Sólo quería ganar tiempo. —Y tanto. —¿Creéis que nos seguirán? —Supongo que sí, pero no saben a donde nos dirigimos. Si tenemos suerte y nieva esta noche no podrán seguir nuestras huellas. Antes de que anochezca salimos de la autopista y les será imposible seguirnos. —No tenemos comida ni combustible de reserva. —El combustible no será un problema, tenemos el depósito lleno. Ya encontraremos comida, no te preocupes, Gabi. —Jo, mi ropa, mi blackberry... Era lo único que tenía... —murmuró Eva. Tuvieron suerte. El cielo plomizo empezó a dejar caer nieve, unos copos grandes y pesados al principio y más pequeños y abundantes poco después. El termómetro del coche marcaba dos bajo cero en el exterior. El silencio se impuso entre ellos, como un bloque de hielo que era difícil de romper. Hugo no sabía cómo plantear el tema del embarazo de Eva, pero fue ella la que habló. —Benavides quería sacarme el bebé. —Ya lo sabemos, Eva. Me lo contó Martínez. —A lo mejor era una buena idea... —No, Eva. Eso te hubiera matado. Quería hacerte una cesárea. No hubieras sobrevivido. A él no le importabas tú, y tampoco nosotros. Sólo quería la sangre del... feto para elaborar la vacuna. Tenía planeado abrirte mañana. Después seguramente moriríamos nosotros porque pensaba inocularnos sangre o fluidos de los infectados para ver si la vacuna funcionaba. No había opción. —Pero si la vacuna funcionara hubiera sido la salvación del mundo... Eso me dijo. —¿Tú crees? Yo no estoy tan seguro. De todas formas le he estado dando vueltas al tema. Si es cierto que tu bebé es inmune eso quiere decir, seguramente, que cualquier otro bebé que nazca será también inmune. Tarde o temprano alguien, en algún lugar del mundo, logrará elaborar una vacuna como la que quería fabricar Benavides. Y si no se puede hacer una vacuna lo que es seguro es que los niños que nazcan serán inmunes al virus. En cierto modo, la supervivencia de la Humanidad estará garantizada por los que nazcan ahora. —Ya has oído, Irene, tenemos que hacer niños... —dijo Gabi. —Anda, calla —contestó Irene entre risas. Cada vez nevaba más fuerte. Era el momento de salir de la autopista. Si seguían por ese camino tarde o temprano Benavides les alcanzaría. Pasaron una indicación. —¿Qué ponía?. No me ha dado tiempo a leerlo. —Algo de unas lagunas —contestó Gabi. —Ah, sí. He oído hablar de esa zona. Creo que está prácticamente deshabitada. Hay unas lagunas donde suelen ir los ornitólogos a observar aves y me parece que hay algún pueblo abandonado. Podría ser un buen lugar para pasar la noche. Siguieron las indicaciones de los carteles hasta llegar a una zona completamente desolada. Una estrecha carretera conducía hacia un pueblo con unas cuantas casas de adobe en ruinas. Unos postes de madera medio torcidos contribuían a la extraña sensación de abandono que producía aquel paraje. Dispersos en los terrenos de cultivo había unos curiosos edificios cuadrados de adobe o ladrillo con tejados extraños. —¿Qué son esos edificios? — preguntó Gabi. —Son palomares —contestó Hugo, reduciendo la velocidad. Pasaron al lado del cartel con el nombre del pueblo, si es que se podía llamar pueblo a aquellas cuatro casas medio hundidas. A lo lejos, un poco más abajo, se veían los cañaverales de las lagunas. El único edificio que parecía estar en condiciones más o menos habitables era la iglesia. Era de piedra y parecía haber sido restaurada hacía poco tiempo. Pegada a la parte trasera de la iglesia había una casita. Hugo frenó hasta detener el coche, a unos veinte metros. Durante unos segundos contemplaron en silencio cómo salía humo de una estrecha chimenea de tubo. La casa estaba habitada. Había alguien vivo en ese pueblo. —¿Qué hacemos? —preguntó Gabi. No dio tiempo a responder. La puerta de aquel anexo se abrió y un hombre viejo y algo encorvado salió al exterior. Llevaba una escopeta apoyada en el antebrazo apuntando ligeramente hacia abajo. Permaneció unos segundos evaluándoles desde la distancia con los ojos entrecerrados para protegerlos de la nieve hasta que levantó el brazo libre y les hizo un gesto para que se acercaran. —Esperadme aquí. Voy a acercarme a ver si es de fiar. Hugo salió del coche y caminó con calma hacia aquel hombre. Mientras se acercaba le estudió. Llevaba una boina que empezaba a blanquear bajo la nieve y una chaqueta de gruesa pana sobre un mono azul de mecánico. Era menudo y seco como la rama leñosa de una vid. Se detuvo a cinco o seis metros de aquel hombre y le saludó. Tendría más de setenta años, aunque quién sabe: tenía el rostro curtido y surcado por profundas arrugas. Un ojo lo tenía velado por una catarata. El otro era de un color indefinible, como azul desvaído. —Hola. Buscamos un sitio para pasar la noche. Por la mañana continuaremos camino. El hombre no movió un solo músculo de la cara. Sus ojillos entrecerrados saltaban de Hugo al coche. Por fin habló. —Cuántos sois. —Cuatro. Dos hombres y dos mujeres. —Va a nevar mucho esta noche. —Eso parece. A Hugo le pareció extraño hablar del tiempo en aquellas circunstancias. —¿Sabe si podríamos dormir en algún lugar? —insistió. —¿Tu nombre? —...eh, Hugo. —Bien, lo primero es presentarse, ¿no? Eso es lo que hace la gente con buenos modales. —Hugo. Me llamo Hugo. —Damián Sariegos. —Encantado. Hugo se acercó y extendió la mano. Aquel hombrecillo no se movió. Después de unos segundos, extendió la mano y Hugo se la estrechó. Hugo tuvo la sensación de apretar un guante de cuero seco, duro y áspero. —Dormiréis aquí, en mi casa. Llama a tu gente y que entren. Deja el coche detrás.. Se dio la vuelta y entró, dejando la puerta entreabierta. Hugo se dio la vuelta y corrió hacia el coche. Estaba aterido por el frío. —¿Qué? —preguntó Gabi. —Nos deja dormir en su casa. Condujo el coche hasta la parte posterior. Antes de bajar advirtió a sus amigos que aquel hombre era un poco arisco. —Se llama Damián nosequé. Presentaos cuando entréis en la casa. Hugo golpeó con los nudillos. —¿Se puede? —¡Entrad!. El calor era reconfortante. En una chimenea rústica, apenas una losa de piedra debajo de una campana construida con adobe ennegrecido por el humo, ardía un pequeño fuego, apenas unas llamas que surgían de un montoncito de brasas. A derecha e izquierda de la chimenea, pegados a la pared, había dos bancos de ladrillo. Damián puso un tronco encima de las brasas. Se presentaron uno a uno. —De dónde venís. Dudaron antes de contestar. —De Madrid, aunque hemos estado algunos días en Tordesillas. —De Madrid, ¿eh? Estuve una vez para operarme de cataratas, pero me volví en el primer coche de línea que encontré. No me gustó aquello. Tordesillas me gusta más, aunque tampoco voy mucho por allí. Hugo observó aquella estancia. Era una habitación rectangular con una pequeña ventana cerrada con una contraventana. Había un par de taburetes de madera, un viejo arcón y una mesa camilla con una vieja radio encima. Junto a la pared había una pila de piedra con una pequeña encimera sobre la cual había algunos vasos de duralex rallados y gastados por el uso, algunos platos y una taza con cubiertos dentro. Debajo de la encimera había un cubo de metal lleno de agua y una cesta de mimbre. En la otra pared había una alacena de madera desvencijada. El suelo era de tablones de madera gastados. Una escalera de madera muy elemental conducía a un altillo soportado por gruesas vigas. De una de las vigas colgaba un viejo lumigás que iluminaba aquel espacio austero y primitivo. Olía a ceniza, humo de leña y ambiente cerrado. —Sentaos, dijo señalando los taburetes a las chicas. ¿Queréis un aguardiente? —preguntó sin mirar a nadie. —¿Podría beber un vaso de agua, por favor? —preguntó Eva. —Claro, niña. Coge un vaso de ahí y llénalo del cubo. Está limpia. Yo no bebo agua. Te crecen ranas en la tripa —dijo guiñando un ojo. Abrió la alacena y sacó tres vasitos de cristal y una botella sin etiqueta tapada con un corcho. Dejó los vasitos encima de la mesa y los llenó de aguardiente. —Brrr. Esto resucita a un muerto — dijo Gabi cuando lo probó. El viejo le miró con los ojillos medio cerrados. —¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí, Damián? —preguntó Irene. —Tú no eres madrileña. —No, soy de Sevilla. —Sevilla... —repitió como si se tratara de un lugar exótico. — No. Soy de San Pedro. Venía dos veces por semana para abrir la iglesia y enseñársela a los turistas. Ahora vivo aquí. Mi pueblo murió —dijo mientras atizaba el fuego. — ¿Y cómo están las cosas por Madrid, o por Sevilla?... La radio ya no dice nada. —Como en su pueblo. Ya no queda nadie. —Ya. Vació el vaso de un trago y se sirvió más. Él nos ha castigado. —¿Él? —Sí. Por envenenar la tierra y el aire, los animales, las plantas. ¿Sabéis? Yo antes cazaba patos en las lagunas y cogía algunos huevos. Los guardias hacían la vista gorda. Ahora casi no hay. Cuesta mucho atraparlos. Venían del norte, pero ya no vendrán. Está todo muerto. —¿Y esto es tranquilo? ¿Ha venido más gente por aquí? Damián volvió a vaciar el vaso y no contestó. Mientras lo llenaba por tercera vez con el potente aguardiente miró a Hugo con su ojo azul desvaído. —Algunos vinieron. De Valladolid. —Y a dónde fueron. Damián se encogió de hombros. —No hay sitio donde ir. Aquel hombrecillo se tambaleó ligeramente. —Tendréis hambre. —Pues la verdad, un poco sí — reconoció Gabi. —No tengo modales. Ahora vuelvo y os preparo algo de comer. Cogió la cesta de mimbre, se colgó la escopeta del hombro y salió de la casucha. Los cuatro se miraron. Gabi levantó las cejas y se llevó el dedo índice a la sien. —Creo que le falta un tornillo — susurró. Al cabo de un rato entró. En la cesta había cebolletas y algunas patatas. También había un ave desplumada sin patas y sin cabeza y un pedazo de algo que parecía carne seca. —Pato, cebollas silvestres, patatas y cecina. Las patatas aún se encuentran en el campo bajo la nieve. Abrió la alacena y de la parte inferior sacó una cazuela grande desportillada y una garrafa de aceite. Puso la cazuela junto al fuego y echó aceite y las cebolletas. Sacó una navaja del bolsillo y peló las arrugadas patatas con habilidad. Las troceó y las echó a la cazuela. Troceó el pato con la navaja y lo añadió. Después cogió agua del cubo y la vertió en la cazuela. Un agradable aroma surgió de la borboteante cacerola. Con la navaja cortó tiras de aquel rectángulo marrón y se las fue ofreciendo a sus invitados. Hugo olfateó aquella tira de carne seca antes de hincarle el diente. —Huele muy bien. ¿Qué es? —Cecina. La ahúmo y la dejo colgada en la Iglesia. Allí está protegida de las alimañas y se conserva muy bien. La carne estaba muy buena. Un sabor curado intenso que recordaba a la panceta ahumada. —¿De qué animal es? ¿Cerdo? Damián le miró y tardó unos segundos en contestar. —Jabalí. Alguno se pierde por aquí. Yo les hago un favor. Con tanta nieve se mueren de hambre y yo les ayudo a que su muerte sea rápida. Los cuatro masticaban aquella carne salada, con las papilas excitadas por su intenso sabor. Hora y media más tarde daban cuenta del guiso. Las patatas, casi deshechas, con trozos de carne del pato deshilachados, era lo más rico que habían comido en mucho tiempo. Metían la cuchara directamente en la cazuela. Damián les contó que la vida en aquel lugar era dura, pero preferible a lo que había visto en su pueblo, a una docena de kilómetros hacia el este. Fue el único que salió con vida de los catorce habitantes que tenía. Regresaba una tarde caminando después de cerrar la iglesia y vio a uno de sus vecinos sentado en medio de la calle, a la entrada del pueblo. Le llamó pero pareció no reconocerle. Vio que tenía la cara llena de sangre y que estaba comiéndose las tripas de una mujer que yacía sobre el suelo con la falda levantada y la barriga abierta. Corrió sin detenerse hasta aquí y se encerró en esta casa, que era la antigua sacristía. La radio hablaba de una epidemia. Después, nada. —¿Y ninguno de sus antiguos vecinos ha llegado hasta aquí? —Alguno, sí. Pero tengo la escopeta. Hay un par de ellos en un palomar cerca de aquí. Sagrario y Agustín. Ella era una bruja y él un cabrón. No me dio pena volarles la cabeza. Damián estaba cada vez más borracho y arrastraba las palabras y hablaba cada vez más alto. Apenas comió. Sólo masticaba tiras de carne seca y bebía aguardiente. —Damián, necesito... ir al baño. El viejo miró a Eva fijamente. —¿Al baño? ¿Quieres bañarte? —No, tengo que... ya sabe. Hacer pis... —Ah, mujer. Fuera, en cualquier sitio. Aquí el retrete es el campo. —Espera, te acompaño —dijo Irene. Las chicas se pusieron los abrigos. Hugo hizo ademán de levantarse. —No te preocupes. No hay peligro — dijo el viejo. —Ya, pero prefiero acompañarlas. Además, también tengo ganas de mear. Fuera nevaba con fuerza. Rodearon la casa y las chicas se agacharon detrás del coche, mientras Hugo vigilaba, aunque la oscuridad era absoluta. Ni siquiera se veía la nieve caer. Oyó reír a las dos chicas mientras orinaban. Aprovechó para expulsar una larga meada. Antes de entrar Eva le agarró del brazo y tiró para que bajara la cabeza. —Oye, tío. ¿Cómo nos organizamos para dormir? A mí este viejo me da mal rollo. —Ni idea. Supongo que arriba amontonados, como los lobos. —Pues yo duermo entre tú e Irene. Que a mí no se me acerque ese tío. —Bah, mujer, no te agobies. Es sólo una noche. Cuando entraron vieron que Damián alejaba del fuego la cacerola y la ponía en la encimera. La botella de aguardiente estaba vacía. —Vosotros dormís arriba. Yo me apañaré aquí abajo. Nadie se opuso a la idea. El hombrecillo trepó por la escalera. Estuvo trasteando un rato, hasta que asomó la cabeza y dejó caer desde arriba una manta enrollada. Después se asomó con una colchoneta de camping y la dejó caer también. Bajó y extendió la mano hacia arriba, invitándoles a subir. El altillo era cálido. Quizás demasiado. El calor que subía del piso de abajo se incrementaba por el tiro de la chimenea que atravesaba los tablones y perforaba el tejado. En el suelo había dos colchonetas de acampada similares a la que había bajado el viejo con dos mantas dobladas encima. En la pared, cerca del tejado inclinado, había un ventanuco cerrado por una contraventana de madera. Les sorprendió ver una montaña de ropa en una esquina. Sobre todo porque algunas prendas eran de mujer. También había ropa de niño. Irene examinó la ropa. —Esta ropa no es del viejo, susurró al oído de Eva. A mí esto no me gusta. —¡Si tenéis calor, podéis abrir el ventanillo! —gritó el viejo desde abajo. Hugo lo abrió y un agradable aire frío le acarició el rostro. —¿Estáis cómodos? —preguntó el viejo desde abajo. —¡Sí, todo perfecto!, contestó Gabi. —¡Pues hala, a dormir!. El viejo apagó de repente el lumigás y quedaron en la oscuridad más absoluta. Le oyeron rezongar abajo mientras se acomodaba en su colchoneta. Gabi sacó el mechero y lo encendió. Eva soltó una risilla al ver las caras de sus amigos apenas iluminadas por la llama naranja del mechero. —Peguemos las colchonetas. Las dos chicas en medio y tu y yo a los lados, Hugo. Ya habéis oído: a dormir. Segundos después oyeron el primer ronquido del viejo. Era agudo y acababa en un estertor después de un interminable y angustioso silencio, como si recuperara la respiración después de unos segundos de ahogo. Era horrible. Tardaron en dormirse, pero uno a uno fueron cayendo en un profundo sueño. 20 Horas después un débil rayo del sol que asomaba entre las plomizas nubes y se coló por una rendija de la contraventana se detuvo en el rostro de Gabi, que despertó sin saber muy bien dónde se encontraba. Tenía los brazos entumecidos y la boca pastosa. Se giró y vio el rostro de Irene que dormía con la boca ligeramente abierta a muy pocos centímetros de su cara. Sentía la vejiga a punto de reventar. Se incorporó con sigilo y rodeó las colchonetas. Se calzó y bajó la escalera. El viejo no estaba. Abrió la puerta y salió al exterior. Se estiró haciendo crujir las articulaciones. Hacía un frío que pelaba y una espesa neblina cubría los campos que rodeaban la laguna. Saltó sobre la nieve rodeando la casa para echar una meada. Contempló el vapor que desprendía el chorro de pis y cómo éste horadaba la nieve endurecida. Intentó dibujar una G mayúscula con el pis, pero sólo consiguió algo parecido a un seis. Acababa de abrocharse la bragueta cuando su cabeza estalló en una explosión blanca. Gabi vio puntitos de colores dentro de su cráneo, como fuegos artificiales en algún lugar entre su encéfalo y sus globos oculares. Después nada. Ni siquiera notó el impacto contra la nieve, ni cómo Damián le cogía de los tobillos y le arrastraba hasta la iglesia. No oyó la llave del portón abrirse, ni el ruido de la cadena al rozar sobre la viga de vieja y gastada madera de la viga, ni notó tampoco cómo le ataba las muñecas con una cuerda y luego era izado como un saco hasta colgar, con las puntas de sus pies rozando el suelo. Si hubiera abierto sus ojos en aquel momento abría visto a Damián tirando de aquella cadena y sujetando el extremo en una argolla clavada en una columna, y hubiera visto que aquella argolla sujetaba, además de la cadena de la que él colgaba, otras cadenas que sujetaban media docena de cuerpos abiertos en canal, desnudos y vaciados, sin cabezas, como torsos de reses curándose al intenso frío que reinaba en aquella iglesia. Habría visto a aquella familia: padre, madre e hijos, medio devorados. Damián apreciaba especialmente los muslos y glúteos de la mujer, que había prácticamente devorado tira a tira, las costillas de los niños, que había preparado aún tiernas guisadas con algunas patatas y cebollas silvestres. De otras cuerdas colgaban como guirnaldas las tripas prácticamente secas, cuyo sabor, fuerte y salado le encantaba, cortadas en trozos pequeños y acompañadas con un vaso de aguardiente. Extendidas sobre un lecho de paja había numerosas víctimas de menor tamaño: patos, algún conejo, lagartos y las pieles de varios perros con las que esperaba coser una buena alfombra. Sí, Damián sabía que con estos cuatro nuevos visitantes tendría cubiertas sus necesidades hasta más allá del verano. Quizás incluso hasta pasado el siguiente invierno. Parecían bien alimentados. Fue una suerte que llegara aquella familia, tan asustados, cuando ya no había luz ni radio. Tardó un par de días en decidirse, pero qué coño: él pasaba hambre. Rogaron y lloraron, claro. La mujer se ofreció para que hiciera con ella lo que quisiera a cambio de que dejara marchar a su marido y sus hijos, ¡como si hubiera estado en condiciones de negociar!. Pues claro que iba a hacer con ella lo que quisiera, y lo hizo después de matar al resto de la familia. Claro que lo hizo. Luego la mató a ella también. Lloriqueaba pero no le dio ninguna pena. Tampoco los niños: no eran más que unos críos famélicos y llorosos. Fue un alivio dejar de oír sus chillidos. Ah, pero aquella mujer... Hacía mucho que no estaba con ninguna mujer. Tuvo que golpearla en la cabeza con un palo para que se quedara quieta, pero aún recordaba su piel, cálida y suave. Las dos chicas que dormían arriba eran un pozo de tentación que a duras penas soportaba. Tenía que encargarse primero del otro hombre. Esperaría a que fueran saliendo uno a uno. Sí. Esta noche asaría un buen pedazo de carne a las brasas. Casi salivaba ya pensando en el dulce aroma de la carne al tostarse en su propia grasa. Amordazó con un trapo a Gabi y le ató los pies para que no pataleara al despertar. Observó la sangre que se deslizaba sobre la frente y le tapaba un ojo y goteaba desde su barbilla peluda hasta el suelo. El culatazo de la escopeta le había abierto una buena brecha en la cabeza. Cerró la puerta de la iglesia y fue a esperar a que asomara el siguiente, como en los tiempos en que cazaba con hurones, sólo que ésto era aún más fácil: eran menos listos que los conejos. Irene despertó al notar un vacío a su lado. Se incorporó despertando a Hugo. Se miraron legañosos. Eva aún dormía echa un ovillo. —Tengo que hacer pis —susurró. —Yo también. Ve tú primero — contestó Hugo. — Gabi estará abajo o habrá salido a mear. Joder. Ese aguardiente —murmuró frontándose la frente. Irene bajó las escaleras. Hugo se incorporó y examinó aquel montón de ropa. ¿Qué coño hacía toda esa ropa aquí?, se preguntó. Había incluso zapatos infantiles. Este tipo debe de guardar todo lo que se encuentra por ahí. Vio, entre la ropa, una cartera. La abrió. Tenía documentación y un fajo de billetes. Volvió a dejarla en el montón. Irene no volvía y se estaba meando vivo. Bajó la escalera. Media hora más tarde despertó Eva. Se asustó al ver que estaba sola. —¿Hugo?, ¿Irene?, ¿Gabi? Nadie contestó. 21 Ella no se movía del salón. Permanecía sentada día tras día en aquel sofá. Carlitos se sentaba a su lado y le hablaba con aquella exraña voz. Llenaba los pulmones y los iba vaciando en forma de palabras. Aquellas conversaciones a una sola voz le sirvieron para refinar, por así decirlo, su capacidad para hablar de forma comprensible, aunque el tono era extraño. Tras varios días el hambre se hizo insoportable, por lo que salió de aquel salón y de aquel edificio dispuesto a buscar algo que llevarse a la boca. El frío era intenso y la noche anterior había caído la primera nevada. Se alejó de los edificios y de aquel tropel de zombis torpes e inútiles que resbalaban sobre las placas de hielo una y otra vez. Se internó entre los árboles y pronto localizó unas huellas sobre la nieve. Las siguió con paciencia hasta llegar a una oquedad en una elevación del terreno, medio oculta entre piedras y ramas. Las huellas se perdían en la oscura boca de aquella guarida. Se aproximó y aguzó el oído. Abrió las fosas nasales y aspiró los intensos olores que surgían de la cueva. Excrementos, orina, leche, pelo húmedo... Se agachó y entró en la cueva. Dentro dormía un jabalí hembra con seis crías. Un buen rato después salió de la cueva. Notaba la barriga hinchada, a punto de explotar por la carne que había ingerido. Tenía la cara roja de sangre y restos de piel y carne entre las uñas. No fue complicado acabar con los jabalís: clavó sus largos y afilados índices en las cuencas de los ojos de la madre mientras dormía, hasta notar la masa caliente y gelatinosa del cerebro que destrozó en un segundo. La jabalí apenas tuvo tiempo a despertar antes morir. Una cría logró escapar chillando, pero a las otras cinco las reventó contra las paredes de roca de la cueva. Comió hasta hartarse. Después de andar una decena de metros en dirección al Palacio, se le ocurrió que quizás a Ella le gustaría la carne de jabalí... Entró en la cueva de nuevo y cogió los restos de un jabato, sobre cuyos huesos aún colgaban restos de carne y tierna grasa. Entró en el salón y depositó el jabato sobre el regazo de aquella mujer, que seguía mirando la pared, como si esperara que ésta se volviera transparente. —Come. Ella giró su cabeza hacia él, como hacía cada vez que escuchaba su voz, con su mirada vacía e inexpresiva. Carlitos arrancó un pedazo de carne del animal y lo agitó delante de los ojos de la mujer. Ésta pareció fijarse momentáneamente en aquel fragmento de carne jugosa de la que cayeron algunas gotas de sangre. Carlitos apretó el trozo de carne contra sus labios. —Come. Ella abrió la boca despacio y Carlitos empujó dentro la carne. Otro trozo. Otro más. Carlitos aplastó con el pie el cráneo del animal, rebañó con los dedos los sesos y extrajo los globos oculares. Se lo iba dando. Ella masticaba dejando caer baba sanguinolenta sobre su falda. Vio la mirada de ella fija en él en el reflejo de la puerta de cristal de un aparador que había en la pared frente al sofá. Le pareció ver algo en el fondo de aquellos ojos opacos. Vio también su propio rostro cubierto de sangre. Se miró las manos, pegajosas de sangre, con pelos y fragmentos de piel y grasa adheridas bajo las uñas. Se levantó y salió al exterior. Se agachó y cogió un puñado de nieve que frotó contra su rostro. Notó el frio arañando su piel. Cogió más nieve y se limpió las manos y las uñas. Entró de nuevo con un puñado de nieve en la mano con el que frotó la barbilla y las comisuras de los labios de la mujer. Carlitos notó entonces una oleada de energía, como una onda que arrancaba del centro de su cráneo y se expandía hacia los límites óseos que rodeaban aquel cerebro. Casi notó dolor al sentir cómo caían las barreras que hasta aquel momento limitaban su conciencia. Entonces lo supo. Él estaba allí para dar, de nuevo, la vida. Recordó quién era y entendió por qué estaba allí. Entendió su propia naturaleza. Empezó a reír mientras repetía su nombre, aquel con el que durante tantos años su madre trató de llamar su atención mientras yacía postrado en aquella cama. Ella le miró inexpresiva. Carlitos puso su mano sobre la cabeza de la mujer concentrando la energía que parecía fluir a través de las puntas de sus dedos y penetrar en aquella masa gelatinosa que casi podía notar, palpar, con las yemas. Ella sufrió una sacudida y sus ojos se pusieron en blanco durante unos segundos. Cuando Carlitos retiró la mano la mujer se derrumbó de espaldas sobre el sofá como si hubiera muerto de nuevo. Y así fue, en cierta manera. 22 Eva bajó la escalera. Al verse sola notó que algo iba mal y se le erizó la piel. Sin saber por qué, trancó la puerta. Subió la escalera y se asomó por el ventanuco. Vio a Damián plantado ante la puerta sujetando la vieja escopeta como si fuera un bate de béisbol. Se fijó en que la culata estaba manchada de rojo, un rojo brillante y húmedo. Notó que las tripas se le encogían como si un puño se hubiera cerrado apretando sus entrañas. —¡Sal, niña! ¡Tus amigos te esperan fuera! —gritó Damián sin saber que ella le estaba observando. Aquel grito le hizo dar un salto. La voz estropajosa de aquel viejo asqueroso era como una invitación siniestra y oscura. No contestó. El pánico le hizo retorcerse las manos. El viejo intentó abrir la puerta. Gritó de nuevo y golpeó la puerta con la mano. —¡Vamos, niña. No tenemos todo el día!. Se quedó bloqueada, inmóvil, como si así pudiera ahuyentar el miedo, como si así aquel hombre fuera a desaparecer. Esperó varios minutos. Quizás sus amigos estaban bien y volverían. Hugo le había prometido no dejarla nunca. Se asomó de nuevo por el ventanuco y vio al viejo alejarse hacia la entrada de la iglesia con la escopeta colgada del hombro. Se acercó al abrigo de Hugo. Metió la mano dentro del bolsillo y cogió las llaves del coche. Abrió la ventana. Se deslizó por aquel hueco estrecho y salió a un tejadillo que circundaba el muro exterior. Agarrada a las toscas piedras trepó hasta tejado y de rodillas avanzó hacia el lado posterior, donde estaba aparcado el todo-terreno. El coche estaba justo debajo. Si se descolgaba podrían dejarse caer sobre el techo del vehículo. Dos metros sólo. Podría hacerlo. Se metería en el coche y lo arrancaría, alejándose de allí. Tenía que hacerlo. Sus amigos... seguramente estaban muertos. Aquel viejo les había matado. Había visto la sangre en la culata de la escopeta. Se agarró al canalón que circundaba el tejado y se quedó colgando . Se soltó las manos y cayó sobre el techo del nissan. Rodó de lado hasta el capó. Se incorporó como un gato. Saltó al suelo y abrió la puerta del coche. Las manos le temblaban violentamente. Apenas sabía conducir. Su padre, durante las vacaciones del año anterior, le había dejado conducir por caminos de tierra.. Tenía que intentarlo. Arrancó el coche y aceleró. Pisó el embrague y metió primera. La caja de cambios rascó de una forma horrible, aceleró y el coche pegó un salto hacia adelante. Dando tirones sobre la nieve el coche se alejó hacia la carretera. Vio al viejo que salía corriendo de la iglesia hacia ella agitando la escopeta. Dio un amplio giro y enfiló hacia él. Aceleró. El viejo no tuvo tiempo a levantar el arma. Intentó esquivar el coche pero Eva le pasó por encima. Notó un fuerte impacto en el frontal y a continuación el coche botó cuando la rueda delantera izquierda pasó por encima del cuerpo de Damián. Siguió enfilada hacia la iglesia. Reaccionó pisando el freno a fondo antes de que llegara a estrellarse contra la pared. El coche dio varias sacudidas y se caló. Se quedó aferrada al volante, con los nudillos blancos por la fuerza con la que se aferraba. Empezó a gemir. Estaba a punto de desmayarse de pánico y ansiedad. Miró hacia atrás y vio el cuerpo del viejo retorcido sobre la nieve. Tenía las piernas dobladas como si las articulaciones de las rodillas estuvieran al revés. Junto a Damián estaba la escopeta, retorcida. Una oleada de vómito le subió por la garganta. Abrió la puerta justo a tiempo para expulsar un chorro de líquido sobre la nieve. Cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar. Levantó la cabeza y vio que el viejo temblaba violentamente. Aquel guiñapo seguía vivo. Se levantó y se acercó despacio hacia él. El viejo tosió e intentó decir algo. Un borboteo de sangre brotó de su boca destrozada. Después dejó de moverse. Eva no sabía qué hacer. No podía marcharse de allí. Tenía que saber dónde estaban sus amigos. Corrió hacia la iglesia y empujó el recio portón de madera oscura. Fue como abrir la puerta del infierno. Pálidos rayos de luz que atravesaban las toscas vidrieras iluminaban cuerpos mutilados que colgaban de cadenas. Vio a sus amigos. Irene estaba desnuda, amordazada e inconsciente. Sólo llevaba los calcetines puestos. Tenía marcas de mordiscos en los pechos. Un pezón estaba amoratado y sangraba por una herida que parecía un mordisco. Hugo colgaba como sin vida, con la barbilla pegada al pecho y una profunda herida en la cabeza por la que había manado la sangre y que empezaba a coagularse sobre sus cejas. Detrás vio la sombra de Gabi, colgando también inerte, con un amordaza en la boca. Eva gritó, gritó. Se apoyó en la pared y notó que perdía el conocimiento. En la pila bautismal llena de agua varios pares de ojos siguieron sus movimientos, apenas una sombra percibida a través de aquel líquido espeso como una sopa. Durante unos segundos estuvo en un lugar de nadie. No sentía frío, ni miedo. No sentía su cuerpo o sus piernas pero un gemido agudo le hizo volver hasta allí, hasta la puerta de esa iglesia que olía a carne descompuesta, a materia orgánica, a sangre. Era Gabi. Gemía con fuerza. A pesa de la mordaza intentaba gritar. Eva reaccionó. Siguió con la mirada la cadena de la que colgaba y que pasaba por encima de una viga y acababa en una gruesa argolla, una especie de gancho clavado en una columna de piedra. Gabi hacía gestos con la cabeza para que le soltara. Se puso de puntillas para que la cadena perdiera tensión y Eva logró desengancharla. Gabi cayó de rodillas al suelo. Tenía la cara ensangrentada. Le quitó la mordaza y le ayudó a desatarse las muñecas. Tenía las manos hinchadas y unas profundas marcas en las muñecas. Gabi se levantó tambaleándose y tiró de la cadena de Irene para liberarla. La chica se desplomó como un fardo sobre el suelo. Gabi la cogió con delicadeza e hizo un gesto a Eva para que acercara su ropa. La camiseta y la camisa estaban desgarradas, igual que las bragas. Aquel animal le había arrancado la ropa a tirones. Gabi cubrió a Irene como pudo y después soltaron a Hugo, que estaba aún inconsciente. Eva tocó con un dedo la brecha que tenía en la cabeza y le Gabi apoyó una mano en el pecho. —Respira. Está vivo. Vamos a sacarlos de aquí. Se incorporó de un salto. —¿Y el cabrón ese, dónde está? Eva le miró. —Muerto. Le he aplastado con el coche. Gabi miró a Eva con la boca abierta. —Sí. Escapé por la ventana, salté sobre el coche, lo puse en marcha y le aplasté —dijo de un tirón. Gabi alargó la mano y apretó el hombro de Eva. —Gracias, tía. Nos has salvado la vida a todos. —Venga, saquémosles de aquí. Gabi levantó a Irene en sus brazos y salió de la iglesia. Entró en la casa con Eva detrás. —Tira los colchones de arriba, Eva. Vamos a acostarles aquí abajo. Eva trepó rápidamente al altillo y tiró los colchones. Gabi depositó a Irene con cuidado encima de uno de ellos. —Quédate con ella. Voy a por Hugo. Su amigo pesaba mucho, así que pasó sus brazos por las axilas y le arrastró como pudo hasta la casa. Rompieron algunas prendas del altillo y las mojaron en el cubo de agua para limpiar las heridas de sus amigos. Después Gabi revolvió en la mochila de Hugo y sacó el botiquín que había pertenecido a Gonzalo. Con unas tijeritas cortó el cabello apelmazado con la sangre seca que rodeaba las heridas de Irene y Hugo y las limpiaron cuidadosamente. Cubrieron los cortes con algodón y esparadrapo. Desinfectaron los mordiscos que tenía Irene y Gabi le cubrió el pezón dañado con algodón y esparadrapo. Después Eva le limpió el corte que tenía él en la frente y se lo cubrió. Gabi salió para comprobar que el viejo estuviera muerto. Miró a Eva con admiración. Avivaron el fuego. Disolvieron una pastilla de ibuprofeno en un vaso de agua y se la dieron a beber a Irene, que despertó tosiendo. Abrió mucho los ojos y gritó. Empezó a dar manotazos. Gabi abrazó su cuerpo con fuerza. —Tranquila, tranquila amor. Ya pasó todo, shhh, susurraba. Poco a poco Irene se fue calmando. Gabi le explicó suavemente lo que había pasado, pero que ya estaban fuera de peligro. Irene se llevó la mano al pecho y gritó de dolor al rozar la herida. —Qué me ha hecho ese hijoputa... —No te preocupes, es sólo un mordisco. Te lo hemos curado —le tranquilizó Eva. — Bebe un poco de esto. Por lo menos te quitará algo de dolor —dijo tendiéndole el vaso. Hugo no reaccionaba. Murmuraba algo entre sueños, pero no terminaba de despertar. —Qué hacemos. No se morirá... —No. No se morirá. Tranquila. Le debió de arrear bien fuerte. Sólo será una conmoción. No te preocupes, Eva. Gabi no podía parar quieto. Sacó una cacerola de la alacena y la llenó de agua. Peló unas patatas y unas cebollas y las cortó en trozos. Puso la cacerola junto al fuego. Evitó tocar los restos de la cena que les había preparado el viejo. Sólo recordar lo que habían comido le produjo náuseas. Cogió con un trapo el pedazo de carne seca y salió fuera. Lo arrojó todo lo lejos que pudo. Aquel cabrón les había hecho comer carne humana. Qué asco. Cuando entró, Hugo había despertado. Se quejaba de dolor en la cabeza. Estaba confuso y no paraba de preguntar dónde estaba. Le tranquilizaron como pudieron. Un par de horas después comieron un poco de aquel guiso. No era gran cosa pero les reconfortó. Hugo se quedó dormido. De repente Gabi se dio cuenta de algo. —El coche. —Sí, qué pasa. —Eva. ¿Quitaste la llave del contacto?, ¿cerraste la puerta? —No. Creo que no. Dejé las llaves puestas, pero no sé si cerré la puerta. —No habrás dejado el contacto puesto... —No sé. Gabi se levantó y salió corriendo. La puerta del coche estaba abierta, la llave puesta. —Dios, que no se haya quedado sin batería. Giró la llave y el coche hizo amago de arrancar. Pisó el acelerador. Nada. —Mierda. Ahora qué coño hacemos. Volvió a la casa. Eva e Irene adivinaron al ver su rostro sombrío que había un problema. —No hay batería. El nissan no tiene batería. —¿Y no podemos arrancarlo empujando? —aventuró Eva. —¿Tú sabes lo que pesa ese coche? Además, tendríamos que empujarlo por lo menos medio kilómetro hasta la pendiente que lleva a la laguna. Imposible. —Lo siento, yo... —murmuró Eva bajando la mirada. —No, Eva. Tú nos has salvado la vida. No es culpa tuya. —¡La familia! —gritó Hugo de repente con voz ronca, como si acabara de despertar después de una noche de juerga. —¿Cómo? —La familia que ha matado este cabrón. —Sí, qué le pasa. —Que de alguna manera llegaron hasta aquí. No pudieron venir andando con todo ese equipaje. Tendrían un coche... —Claro —dijo Gabi con los ojos iluminados. —El coche tiene que estar cerca. Sólo hay que encontrarlo y ver si la batería funciona. Se incorporó despacio, con un gesto de dolor. — Joder. Tengo la cabeza como si me la hubieran molido a palos. —Bueno, eso es justo lo que te han hecho —rió Gabi. — Como a mí —dijo señalando el esparadrapo que tenía en la frente. —¿Lo he soñado o la iglesia era una especie de matadero? —No, no lo has soñado. Era un matadero. Guardaron silencio durante un buen rato. Hugo se puso de pie y trastabilló un poco debido al mareo. —Ya estoy mejor. Vamos a buscar ese coche —dijo apretando la mandíbula. —Mejor esperamos a mañana. —No, Eva. Tenemos que irnos de aquí. Intentaron hacerle razonar, pero no hubo manera. —Yo no puedo dormir en esta casa sabiendo que en la iglesia están esos cuerpos, toda esa... —Tiene razón —asintió Irene. Hay que marcharse de aquí. Se abrigaron. Quedaba un par de horas antes de que se hiciera de noche. Caminaron hacia la primera casa en ruinas y la rodearon. Nada. Examinaron las casas una por una hasta que vieron detrás de un palomar medio derruido asomar la parte trasera de un coche. Era un passat familiar. Corrieron hacia él. Las puertas estaban cerradas. —A saber dónde estarán las llaves... —se lamentó Gabi. Hugo cogió una piedra y la estrelló contra el cristal de la ventanilla. Abrió el coche y tiró de la palanca del capó. Gabi metió las manos y lo levantó. —Quizás tengamos suerte. La batería parece nueva. Registraron el maletero y encontraron una funda de plástico con herramientas. Gabi corrió hacia la parte delantera del coche y con una llave soltó la batería. La sacó y después cortó los cables con un alicate. Los demás miraban expectantes. —Ache, coge esos cables y sígueme, dijo mientras comenzaba a caminar con la batería hacia el pueblo. Hugo vio entonces el cuerpo desmadejado del viejo a varios metros de distancia. Una mancha oscura empapaba la nieve a su alrededor. Se movía. Levantaba la cabeza ligeramente y la volvía a dejar caer. Gabi dejó la batería sobre el capó del todo-terreno. —Parece que no está muerto. ¿Qué hacemos con él? Hugo no contestó. Se acercó hasta aquel despojo y se detuvo a un metro. El cuerpo estaba retorcido, como si dos personas hubieran cogido de los extremos del cuerpo y cada uno lo hubiera girado hacia un lado. Tenía el vientre donde debería estar el culo. Las piernas estaban dobladas por las rodillas de tal forma que las puntas de los zapatos estaban casi pegadas al pecho. Tenía un brazo aplastado. Gorgoteaba con un ruido de succión y miraba a Hugo con fiereza. —Así te vas a quedar, miserable — dijo con desprecio. Unieron los cables a los bornes de la batería del passat y a la batería del nissan. Hugo se sentó en el asiento del conductor, se aseguró de que la calefacción y las luces estaban desconectadas y giró la llave mientras pisaba el acelerador. El coche arrancó con un bramido. Dio varios acelerones enérgico. Las chicas saltaron de alegría. Salió del coche, desconectó la batería del passat y la metió en el maletero, cubriéndola con un chaleco reflectante. El motor ronroneaba. —Vamos a recoger las cosas y nos largamos de este lugar de pesadilla. Acercó el coche hasta la entrada de la casa. En pocos minutos cargaron sus pertenencias. Irene se acercó a la iglesia. Permaneció en la puerta unos segundos y se giró hacia sus amigos. —Tenemos que quemarla. No podemos dejar esto así. Es una aberración. Hugo y Gabi asistieron. Regresaron a la casa y prendieron un par de ramas secas. Arrancaron un tapiz de la pared de la iglesia y pusieron varios bancos encima. Soltaron los cuerpos y los dejaron caer al suelo. La estructura de la iglesia era de madera y el suelo estaba formado por gruesos y viejos tablones desgastados. Ardería como una tea. Miraron durante un rato cómo crecía el fuego. No podían apartar la mirada de aquellos cuerpos. Pronto las llamas lamían las vigas del techo y las chispas volaban de un lado a otro. Irene murmuró una oración y se santiguó. Retrocedieron por el calor de las llamas. —Tú quemando una iglesia. Quién lo diría —susurró Gabi cogiendo a Irene de la mano. —Ya no era una iglesia. Ese viejo la profanó —dijo con firmeza. — Dios ya no está aquí. —¿Y dónde está, Irene? —preguntó Gabi abriendo los brazos como si quisiera abarcar aquel valle. —De momento, con nosotros — contestó con determinación. 23 Benavides ladró las órdenes a los soldados. Cuando llegó a La Finca ya había anochecido y aquello era un caos. El soldado que había dejado de guardia estaba histérico, apuntando con el rifle hacia el interior del edificio principal. El personal civil se había encerrado en el pabellón y habían bloqueado la puerta con mesas y sillas del comedor. Situó a sus hombres formando un abanico frente a la puerta que golpeaban furiosos los zombis y les ordenó tener las armas preparadas. —Voy a abrir esa puerta y retroceder. Cuando de la orden, disparen a discreción. ¡A la cabeza, nada de ráfagas! La batalla duró un suspiro. Cuando se aseguró de que ningún zombi se movía obligó al personal civil a sacar los cuerpos y llevarlos al crematorio. Después les ordenó que limpiaran los restos de la matanza con desinfectante y quemaran todo el material usado para la limpieza. Reunió a todo el personal en el comedor y fue preguntando uno a uno hasta que ató cabos. No había forma de saber cómo aquellos puñeteros civiles habían logrado hacerse con una tarjeta para acceder a la zona en la que estaba encerrada Eva, pero se lo imaginaba. Miró a Martínez. Éste desvió la mirada rápidamente. Ya se encargaría de él. Ahora lo importante era localizar a la chica. Mierda. Todo se podía ir al traste después de tantos esfuerzos. Ordenó a dos de sus hombres que cargaran todo el combustible que cupiera en la parte trasera de un jeep y cargaran también alimentos, agua y sacos de dormir. Hizo un aparte para hablar con el sargento. —Al primero que se desmande le vuelas la cabeza. Voy a ver si encuentro a esos mierdas —le dijo antes de salir disparado en el todo-terreno. —¿Hacia donde tiro, mi coronel? — preguntó el soldado que conducía cuando llegaron a la autopista. —Hacia el norte. Con toda seguridad van hacia el norte. Vienen de Madrid, así que no volverán allí. —Si, mi coronel. Condujeron durante horas. La nieve que caía hacía imposible seguir ningún rastro. A veces parecían percibir rodadas que desaparecían unos metros más adelante. —Qué haría yo si fuera ellos — murmuraba. Pasaron la salida de la autopista que llevaba a las lagunas. De vez en cuando, en alguna elevación de la autopista, ordenaba detener el coche, se subía al techo y oteaba el horizonte con unos prismáticos de visión nocturna. Tenía la esperanza de localizar las luces del coche en el que habían huido. Llegaron hasta Benavente. —Vamos a buscar un sitio donde dormir. No tiene sentido continuar. Ellos también habrán buscado refugio en alguna parte. El soldado condujo el vehículo fuera de la autopista y se detuvo en un restaurante de carretera. Examinaron el exterior del edificio antes de entrar. Acabaron con un par de infectados medio congelados que apenas podían moverse junto a la entrada del edificio y se prepararon para pasar la noche. Benavides organizó las guardias y comieron algo. Una hora antes de amanecer se pusieron de nuevo en marcha. Llegaron hasta León. Examinaron la ciudad desde la lejanía. El panorama era similar al que había a la entrada de Valladolid: barricadas abandonadas, restos de una batalla perdida, infectados pululando entre los coches abandonados... Era imposible que hubieran buscado refugio en esa ciudad. —Mierda, mierda. Los hemos perdido. ¡Soldado, regresamos! —Sí, mi coronel. Todo estaba perdido. Tenía ganas de pegar al conductor, de machacarle la cabeza con la pistola. Tenía la vacuna al alcance de la mano... Concentró toda su rabia en el personal civil de La Finca. Uno de ellos era un traidor. Le haría pagar por ello aunque tuviera que arrancarles las uñas a todos. Salieron de la autopista varias veces siguiendo el impulso caprichoso del coronel. Recorrieron varios pueblos cercanos a la autopista en un vano intento de encontrar algún rastro. Habían huído sin agua ni alimentos. Seguramente tuvieron que parar en algún lugar. Pero dónde. Dónde, se preguntó golpeando con furia el salpicadero. Registraron gasolineras y casas que podían haber utilizado para dormir. Comenzaba a anochecer. El silencio en el todo-terreno era denso. Sólo se oía la respiración de los soldados y de vez en cuando las sordas maldiciones de Benavides. Llegaron a la altura de Villalpando. A la salida de una curva vio una columna de humo que se veía hacia el oeste. —¡Salga de la autopista soldado. Les hemos encontrado! —gritó señalando con el dedo. — ¡Les hemos encontrado! 24 Estaba allí para dar la vida. Y la dio. Cuando Ella despertó permaneció un rato larguísimo tumbada en el sofá mirando el techo. Su mente era un puré de sensaciones. Los pensamientos no tenían forma. Simplemente sentía. Después de varias horas movió ligeramente la cabeza y vio a aquel hombre vestido con un uniforme militar que le quedaba demasiado ancho. En cierta forma le conocía. Aquel hombre le miraba fijamente, sin parpadear. Oyó una especie de graznido. —Hola. Ella movió la lengua seca dentro de su boca. Sentía el sabor de la carne y notaba hilos de materia orgánica entre los dientes. —Hola —repitió Carlitos. Aquella palabra seca y ronca sonó como un mazazo dentro de su cabeza. “Hola”, pensó. Balbuceó una especie de ronquido. Sus cuerdas vocales medio atrofiadas y secas como las cuerdas de un violonchelo abandonado en un desván reprodujeron algo parecido a aquella palabra después de varios intentos. Se incorporó torpemente en el sofá y se quedó sentada con las manos sobre su regazo, en aquella postura en la que había estado durante las últimas semanas. Bajó la cabeza y vio sus manos. Fue consciente de que eran sus manos. Las giró y se miró las palmas. Ordenó a su cerebro confuso que cerrara las manos hasta apretar los nudillos, que crujieron ligeramente. Carlitos avanzó dos pasos y puso su mano sobre su cabeza. Notó una oleada de energía que atravesaba su piel y penetraba en el interior de su cabeza. —Hola, graznó Carlitos de nuevo. La cogió de la mano y tiró de ella haciéndola incorporarse. Después de tanto tiempo se tambaleó ligeramente sobre sus altos zapatos de tacón. Se miró los pies y vio unos dedos ennegrecidos que asomaban por las aberturas de las punteras de aquellos zapatos color crema. Carlitos la sostuvo de la mano durante unos instantes. Notaba la energía fluyendo a través de aquellos dedos nervudos y fríos. Carlitos no hablaba, pero ella oía su voz en el interior de su cabeza, pero no eran sonidos. “Veía” las palabras que Carlitos pensaba formándose como humo sutil dentro de un inmenso vacío. Notaba algo más. Notaba sensaciones. Entonces vio cosas. Vio cómo Carlitos era mordido por su madre. Vio a través de los ojos de Carlitos cómo éste se levantaba de la cama. Vio como caminaba y salía a la calle. Vio cómo recorría la ciudad, devoraba presas, caminaba por túneles. Vio cómo él la vio a ella la primera vez. Se vio a través de la mirada de Carlitos y empezó a comprender. Ahora compartían recuerdos. Aquello pudo durar segundos u horas. Ella no tenía aún conciencia del tiempo. Algo se quebró entonces en aquel inmenso vacío que era su mente y como rayos de luz atravesando una ventana pintada de negro que se resquebraja tuvo conciencia de quién era. Se vio a sí misma huyendo por los pasillos de aquel palacio y vio a un hombre alto y bamboleante que le perseguía hasta acorralarla en una habitación. Vio cómo ese hombre, el dueño de ese uniforme que ahora vestía Carlitos, le mordía en el cuello. Se vio a sí misma gritar y vio cómo alguien tiraba de los hombros del hombre que le mordía y que le estaba arrancaba la vida y se enfrentaba a él. Entonces se vio huyendo de nuevo por los pasillos y encerrándose en un cuarto de baño. Se vio a sí misma intentando reducir la hemorragia con una toalla que pronto se volvió carmesí. Se vio a sí misma desmayarse y después morir y despertar de nuevo. Después el vacío. Se vio a sí misma abriendo los ojos y mirando el techo de aquel salón. Sentía frío y dolor. Se vio a sí misma mirando a aquel hombre que le sujetaba la mano. Era ella pero era diferente. Acababa de despertar de nuevo. Durante los días siguientes Carlitos hizo caminar a la mujer por los alrededores del palacio. Ella le seguía. Al principio con torpeza. Carlitos se giraba y la animaba a caminar. Veían al resto de los habitantes del jardín, a los que Carlitos no dejaba entrar en el palacio. Si alguno se colaba por alguna puerta abierta Carlitos empujaba al intruso hasta el exterior y les decía ¡No!. Eso bastaba. El intruso permanecía un rato inmóvil hasta que se olvidaba y daba la vuelta para seguir deambulando entre los setos. La sensación de frío era constante. Carlitos exploró el enorme edificio hasta que encontró algo de ropa. Le quitó la blusa acartonada por la sangre y los zapatos de tacón y después de grandes esfuerzos logró embutirla un jersey enorme y unas botas de goma que encontró dentro de un armario. Por la noche se sentaban en el sofá y Carlitos pronunciaba palabras, agarrándola de la mano con fuerza, que ella repetía una y otra vez, adiestrando de nuevo sus cuerdas vocales. Eran perseverantes. Al fin y al cabo, no tenían otra cosa que hacer. Juntos buscaron nidos de pájaros entre los arbustos para devorar los huevos. Con paciencia infinita aguardaban inmóviles junto a madrigueras para cazar los conejos que asomaban al amanecer. Allí mismo los devoraban, aún vivos y cálidos mientras desgarraban su piel a dentelladas. Después esperaban a que las crías hambrientas asomaran para acabar el festín. La nieve cubría todo. Algunas mañanas sus huellas habían desaparecido bajo la nieve. El frío era lo peor. Notaban sus músculos endurecerse y agarrotarse aguijoneados por un dolor intenso y continuo. Según avanzaba el invierno iban reduciendo sus salidas al exterior cada vez más y permanecían en el salón sentados uno junto al otro en el sofá, en un estado de duermevela, casi un sueño. A veces ella creía recordar cosas de su vida anterior, como fogonazos brevísimos que chisporroteaban en algún lugar de su conciencia. Ella elevaba la mano entonces intentando atrapar aquellas chispas fugaces que se perdían en la oscuridad. Destellos de recuerdos. Apenas instantes del pasado. Entonces gemía. Un gemido gutural, profundo y desesperado. Carlitos le cogía de la mano entonces y le hablaba con la mente hasta que se calmaba. 25 Cada bache de la maltratada carretera era como un martillazo en la cabeza de Hugo. La nieve tapaba los desconchones del asfalto, hasta el punto de que en ocasiones dudaba si seguían sobre la carretera o se habían salido de ella. Encendió los faros. No le gustaba nada, pero qué otra cosa podía hacer... Pensó en desconectar los pilotos traseros, pero lo discutieron y llegaron a la conclusión de que era una tontería. Si alguien andaba por ahí, vivo o muerto, les vería de todos modos. Cuando llegaban a un cruce tomaban el sentido que suponía que le acercaría a la cordillera que separaba Castilla de Asturias. No conocían aquella zona, pero la idea era mantener el rumbo que les acercara lo más posible a su destino, teniendo en cuenta que la autopista no era una opción. Sabían, y también lo habían discutido, que Benavides no se habría quedado de brazos cruzados, que estaría muy furioso y que haría lo posible por localizarlos. Hugo preguntó si a alguno de ellos, en algún momento durante su estancia en La Finca, se le había escapado que su intención era la de llegar a Asturias. Todos hicieron un esfuerzo de memoria, pero no recordaban haber hablado apenas con ningún miembro del personal civil más que para intercambiar frases banales. Aún así Hugo estaba preocupado. Sabía que si Benavides les encontraba no dudaría en pegarles un tiro en la cabeza y después acabaría con la vida de Eva, después de lograr lo que anhelaba. Hugo se sentía responsable de la seguridad de todos. También de la criatura que Eva llevaba dentro. Aquel niño, de alguna manera, era también suyo. Era de todos. Quizás fuera el primero de una generación libre del virus. Quizás fuera el futuro. —Qué andas pensando —le preguntó Gabi rascándose con cuidado alrededor del esparadrapo que cubría la herida de la cabeza. —Nada. Bueno, pensaba que tenemos que encontrar algún lugar para pasar la noche. Y me preocupa que no tenemos comida ni agua. Empiezo a tener hambre. —Hugo vio que las dos chicas dormitaban en los asientos traseros. —Haz como yo: cada vez que me ruge la tripa me acuerdo de lo que nos dio de comer el viejo y el hambre desaparece de golpe. —Ya. Qué horror, tío. Nos ha convertido en caníbales... —Bueno, la verdad es que hay que reconocer que esa carne seca estaba muy buena... —Sí, eso es cierto. Oye, ¿y si nos comemos a esas? —dijo señalando con el pulgar a las dos durmientes. —Irene está un poco flaca, pero Eva está tiernita. Los dos aguantaron la risa para no despertar a las chicas. —Tío, menos mal que nos reímos de todo. Si no, no sé qué sería de nosotros. —Ya. La verdad es que no tenemos ninguna razón para reírnos. Deberíamos llorar y lamentarnos, pero así es el ser humano: hacemos chistes hasta en las peores circunstancias. —Yo estoy seguro de una cosa: si hemos logrado sobrevivir hasta ahora es, precisamente porque sabemos tomarnos las cosas con un cierto sentido del humor. Es una actitud ante la vida. Yo estoy seguro de que si caemos en el lamento todo empezará a irnos mal. Los llorones no sobreviven. —Eso que acabas de decir es muy interesante. Creo que tienes toda la razón. Coño, necesitamos encontrar un sitio donde dormir. La zona que atravesaban era un auténtico páramo. No cruzaron ni un solo pueblo. Nada. Era como si estuvieran en la estepa rusa. Sólo veían algunos árboles raquíticos al borde de la carretera. Más allá, la oscuridad más absoluta. Vieron un cartel que indicaba la carretera por la que circulaban: Z-110. Llegaron a una zona boscosa. Los faros del coche horadaban la oscuridad abriéndoles un camino entre los árboles. Unos kilómetros más adelante pasaron al lado de un indicador. Hugo frenó hasta detener el coche. Retrocedieron hasta ponerse a la altura del cartel: Castrocalvo. 5 km. No había ninguna señal de aviso pintada en rojo, aunque eso no significaba nada. Puede que ni siquiera tuvieran tiempo de pintarla. —Bueno, parece que esta puñetera carretera conduce a algún sitio. A ver si tenemos suerte. 26 Benavides se bajó del jeep antes de que se detuviera del todo. Ya llevaba la pistola en la mano. Ordenó a sus hombres que bajaran con las armas preparadas y que se desplegaran rodeando el edificio. A diez metros la iglesia era una tea que lanzaba chispas hacia el cielo que caían convertidas en cenizas. Con un crujido la torre se hundió aplastando las vigas medio devoradas por el fuego. Uno de los soldados regresó corriendo. —Mi coronel: hay un infectado a unos veinte metros por detrás de la iglesia. —¿Y? —Bueno, parece reciente. —¿Cómo que parece reciente?. —Sí, mi coronel. Hay sangre fresca aún a su alrededor. Parece que le hubiera pasado un vehículo por encima. Llevaba una escopeta. Es mejor que lo vea. Benavides siguió al soldado hasta donde se encontraba el viejo. Se agachó junto aquel despojo que intentaba arrastrarse sobre la nieve. Le iluminó con la linterna y se fijó en la escopeta tirada junto a él. —Vaya, vaya. A ti qué te ha pasado, hombre... El viejo gorgoteó abriendo y cerrando la mandíbula destrozada. —Es una lástima que no puedas contarme nada. El soldado aguardaba a un lado del coronel, con el arma preparada para disparar. Benavides se incorporó. —¿Acabo con él, mi coronel? —Bah. No merece la pena gastar una bala. Este pobre diablo no irá a ninguna parte. —¡Mi coronel!. Otro soldado gritaba desde la lejanía. —¡Sí, soldado, que pasa! —contestó corriendo hacia la dirección de la voz. —¡Un coche!. Benavides se acercó a la carrera guiándose por la luz de la linterna que agitaba el soldado. Examinó aquel vehículo. Estaba en muy buenas condiciones, exceptuando que tenía el cristal de la ventanilla del conductor roto y el capó levantado. —Le falta la batería, mi coronel. —Ya lo veo, soldado. Han arrancado los cables. Nuestros amigos pasaron por aquí. Se debieron quedar sin batería por alguna razón y parece que tuvieron suerte. Benavides caminó hacia la iglesia. Se acercó todo lo que le permitía el intenso calor que aún despedían las ruinas humeantes. Los sillares de piedra, al caer, habían apagado las llamas. La pila bautismal se veía desde la entrada y estaba llena de agua que desprendían vapor. Debía de estar casi hirviendo. Benavides creyó ver algo dentro de aquella pila tallada en una sola pieza. —Cabezas —murmuró. Protegiéndose el rostro con el antebrazo se acercó todo lo que pudo. Dentro de aquel agua casi borboteante había cuatro o cinco cabezas. Vio que algunas movían los ojos convertidos en una masa cocida, como huevos duros, y abrían y cerraban la boca como si trataran de respirar o gritar. Fragmentos de piel y carne flotaban en aquel líquido marrón como si fuera una sopa. No le asombró. Él mismo había cortado la cabeza de infectados para ver qué sucedía. Lo que sucedía es que conservaban aquella fuerza vital, aún semanas después de haber sido separadas del tronco. Entre las ruinas le pareció ver restos de cuerpos humeantes. La casa anexa a la iglesia apenas había resultado dañada. Un soldado abrió la puerta de una patada y apuntó a su interior iluminando con la linterna sujeta al rifle. Entró cubierto por otro soldado y con Benavides detrás. —Despejado —dijo el soldado apartándose a un lado. Benavides recorrió el interior. Levantó la cacerola con restos del guiso que había cocinado Gabi y lo olisqueó. Reparó en las colchonetas y en los trapos manchados de sangre. Después subió por la escalera que llevaba al altillo y examinó el montón de ropa. Vio la cartera con la documentación y removió la ropa con la punta de la pistola. Ató cabos. Una familia consiguió llegar hasta aquí. El dueño de esta casa les mató. No creía que fuera por aquel magro botín, ni por el coche... Reflexionó unos segundos. Para alimentarse, eso era. Entonces llegaron Eva y sus amigos. El hombre intentó hacer lo mismo pero ellos le mataron a él. Alguno o algunos de ellos recibieron heridas. Lo que no acababa de entender era el incendio de la iglesia... Quizás fuera un accidente. En cualquier caso, había sido una suerte. Salieron al exterior y se desplegaron buscando huellas de coche. Vieron unas rodadas que se perdían en la carretera que iba hacia el oeste. Volvió al jeep y desplegó un mapa sobre el capó. Trazó una línea con un rotulador siguiendo posibles rutas. No podían estar muy lejos. El incendio se había producido hace pocas horas, si no, lo habrían visto cuando pasaron por la autopista en el viaje de ida. No creía que les llevaran más de tres o cuatro horas de ventaja. —¡En marcha! —ordenó. Plegó el mapa y le indicó al soldado la ruta que tenían que seguir. 27 Hugo rodeó el edificio de piedra y detuvo el nissan en la parte de atrás, de forma que no se viera desde la carretera. Calcularon que estaban a un kilómetro del pueblo. Aquella vieja granja podría ser un buen lugar para pasar la noche. Los faros del nissan habían iluminado un cercado para el ganado dentro del cual se adivinaban, debajo de los montículos de nieve extrañamente regulares, los cuerpos de un montón de vacas que habían muerto de hambre o sed. No había ningún vehículo aparcado. El dueño se habría largado cuando aún tuvo tiempo, pensando quizás que podría regresar en unos días. La casa era un rectángulo tosco, con ventanas pequeñas y cuadradas reforzadas por unas contraventanas pintadas de verde. El tejado era de pizarra. Apenas un refugio para el pastor, mucho más pequeño que el establo con techo de uralita construido al lado del cercado. Dentro del establo no había nada más que balas cuadradas de paja, herramientas, carretillas y los cubículos para estabular a las vacas. Había cántaras de metal para la leche vacías y poco más. La puerta de la casa era de las que están divididas en dos mitades y que permiten abrir indistintamente la parte superior o la inferior o las dos a la vez. Desecharon la opción de forzarlas con la palanqueta porque luego, seguramente, no podrían volverlas a cerrar, así que se decidieron a abrir una de las ventanas. Hugo hizo saltar la cerradura de la ventana con habilidad. Se estaba convirtiendo ya en un experto. —He perdido la cuenta de las ventanas y puertas que he abierto con esta palanqueta —dijo acariciando aquella herramienta que le acompañaba desde los días en que se refugió en la oficina de la asociación. Iluminó el interior antes de saltar. Segundos después corría los cerrojos que abrían las puertas. No había mucho que explorar. Sólo hay una sala con cocina, un dormitorio y un baño. Hizo un gesto de bienvenida como si fuera el portero de un gran hotel recibiendo a unos ilustres huéspedes. —Pasen señores. Sus habitaciones están preparadas —dijo sonriendo. Aquello era apenas un refugio para el encargado del ganado. Había una cocina con una bombona de butano medio llena, una nevera pequeña con los habituales cultivos de moho y hongos en su interior y sin nada aprovechable para comer, un armario colgado en la pared con varios platos desportillados y algunos vasos, una tele pequeña y antigua con antenas de cuernos, un sofá relativamente cómodo y una mesa barata de formica con cuatro sillas a juego. Una chimenea pequeña y tosca ocupaba una de las esquinas de la sala. En el dormitorio había un simple somier estrecho con un colchón de espuma y unas sábanas arrugadas encima, como si alguien se acabara de levantar. El cuarto de baño no era siquiera un cuarto de baño: era un cuartucho estrecho como un armario con un agujero redondo en el suelo de cemento. De un clavo largo que asomaba de la pared colgaba un rollo de papel higiénico prácticamente entero. —Nada para comer —se lamentó Gabi. — Pero por lo menos hay papel en el váter. Y podemos hacer fuego con la paja del establo. Dejaron las armas sobre la mesa. Hugo y Gabi salieron. Entre los dos llevaron hasta la casa una bala de paja. La deshicieron y amontonaron una buena cantidad en la chimenea. Necesitaban algo de leña. En el establo encontraron algunas tablas que partieron con el hacha. —Podríamos coger carne de alguna de las vacas... —No creo que sea una buena idea, Gabi. Esas vacas debieron de morir hace ya unos meses cuando aún hacía calor. Estaban ya podridas cuando les tapó la nieve. La sala se calentó con rapidez. Gabi salió al exterior con una cacerola y la llenó de nieve. Después la puso en la cocina. Abrió la espita de seguridad de la bombona y encendió el fuego. Por lo menos de sed no se morirían. —Quizás no fue buena idea elegir este sitio —dejó caer Eva, que se habían sentado en una de las sillas y apoyaba la barbilla en los brazos apoyados sobre la mesa. — No sé... A lo mejor en el pueblo encontramos una casa mejor... Hugo se frotó con cuidado al rededor de la herida de la frente, que le latía sordamente. Se levantó y sacó un paquete de antibióticos de la mochila. Sacó tres comprimidos, tragó uno y ofreció los otros dos a Irene y Gabi. —Tomaos esto. Sólo nos faltaba que se nos infectasen las heridas de la cabeza. Hay que tomarlos cada ocho horas. Si no me acuerdo yo, acordaos alguno de vosotros. —Hugo, he dicho algo. Eva se había puesto muy seria. Cuando lo hacía siempre le llamaba por su nombre. —Sí, Eva. Te he escuchado. —¿Y? —Que estaría de acuerdo contigo si no fuera porque es de noche y no creo que sea buena idea aventurarnos en un pueblo en el que no sabemos qué nos encontraremos. Ya sé que no hay comida, pero no vamos a morirnos por esperar a que amanezca. Cuando haya algo de luz nos marchamos. Seguro que encontramos comida en alguna parte. Entretanto, yo sugiero que intentemos dormir un poco. —Hugo tiene razón, Eva. Lo mejor es que intentemos dormir. Vosotros podéis en la cama. Irene y yo lo haremos en el sofá. La noche se les hizo interminable. El colchón de la cama estaba húmedo y olía mal. El sofá parecía cómodo al principio, pero después de un rato las barras que había bajo los vencidos cojines terminaban por clavarse en la cadera o en la espalda. Finalmente el cansancio pudo más que la incomodidad y los cuatro se sumergieron en un sueño profundo. 28 No oyeron el sonido del motor, no las pisadas que se acercaron. Benavides había ordenado detener el jeep lejos de la casa. Con un movimiento de su mano ordenó a sus hombres que tomaran posiciones, protegidos por los arbustos que crecían a pocos metros de la entrada. Estaba amaneciendo. Sabía que estaban armados. Tirar la puerta abajo les alertaría y les daría tiempo suficiente para que tuvieran las armas preparadas. Dudaba de que tuvieran un buen manejo de las armas, pero siempre había la posibilidad de que pudieran efectuar algún disparo certero. Además, necesitaba a la chica viva. No quería correr ningún riesgo. Había decidido que lo mejor era sorprenderles cuando salieran de la casa, aunque pasaran horas. No tuvo que esperar demasiado. Oyeron ruidos y voces y se parapetaron. Poco después los cerrojos se abrieron y apareció Hugo con una mochila al hombro y la escopeta apuntando hacia el suelo. Benavides, tumbado en el suelo, apuntaba con la pistola y observó que tenía una herida cubierta con un apósito en la frente. Tras el salieron los demás. Eva salió la última. —A ver si tenemos suerte y encontramos un sitio donde desayunar... —dijo jovialmente Hugo. Sus amigos no tuvieron tiempo de contestar. Benavides levantó la mano e hizo la señal. Los cuatro militares se incorporaron a la vez con los rifles de asalto apuntándoles. —¡No os mováis! ¡Tirad las armas! Los cuatro quedaron paralizados. —¡Que tiréis las armas! —gritó Benavides avanzando hacia ellos. Apuntaba con la pistola directamente a la frente de Hugo. Se detuvo a un metro de él. —Si no sueltas la Franchi te vuelo la cabeza —susurró masticando las palabras. Hugo dejó caer el arma al suelo y levantó los brazos. Gabi ya había soltado la pistola. —Había otra pistola. Dónde está... —En la mochila —contestó Hugo. —Déjala caer al suelo. Gabi se dio cuenta de que uno de los soldados que se acercaron en abanico era Chema. Intentó buscar su mirada, pero el soldado tenía sus ojos clavados en el coronel, como esperando sus órdenes. Gabi vio que la estrecha franja de piel de su frente que no cubría el casco estaba perlada de sudor. —Eva. Acércate —ordenó Benavides. Eva avanzó un paso. —Camina hasta aquel soldado y quédate a su lado. Eva le miró como sin comprender. Después miró a Hugo. —Haz lo que te digo. ¡Ya!. Eva caminó arrastrando los pies hasta el soldado. Llevaba las manos levantadas. Se dio cuenta de que era absurdo y las bajó despacio. Cuando llegó a la altura del soldado éste le hizo un gesto con la barbilla para que se apartara hacia un lado. —¿Qué vais a hacer? —preguntó Hugo con un hilo de voz, aunque sabía la respuesta. —Estos hijos de puta van a matarnos como a perros y se van a llevar a Eva — le contestó Gabi. Irene notó cómo gruesas lágrimas le brotaban de los ojos. Los cerró con fuerza y empezó a rezar casi en silencio, moviendo rápidamente los labios. Benavides estiró el brazo hasta pegar el cañón de la pistola en la frente de Hugo, justo debajo de la herida. Hugo notó el frío metal en la frente. Cerró los ojos instintivamente y encogió los hombros esperando el impacto de la bala. Tuvo tiempo de pensar si llegaría a oír la detonación antes de morir, si sentiría dolor. Pensó que se haría daño al caer desmadejado al suelo y se contestó a sí mismo que eso era una tontería, que ya estaría muerto cuando su cuerpo cayera al suelo y que por tanto, no notaría el golpe. Sintió una extraña paz, como si se hubiera quitado un peso de encima. Le dio tiempo incluso a formar en su cerebro la imagen del rostro de su hijo, y luego vio a su mujer, Silvia, sonriéndole con el niño en brazos. Estaba viendo una foto que tenía enmarcada encima de la chimenea de su casa. El niño tenía apenas un año y detrás de su mujer y su hijo se veían desenfocadas las olas azules coronadas de espuma blanca del mar Cantábrico. Su mente viajó hacia atrás, muy atrás y se vio a sí mismo montando en bicicleta por un camino de tierra junto a un grupo de amigos. Vio a su padre y a su madre. Entonces fue consciente de que iba a morir, porque eso sólo pasa cuando vas a morir. Lo sabía, pero estaba en paz. —¡Coronel! ¡Si dispara le vuelo la cabeza! ¡Baje la pistola ahora mismo! Hugo oyó aquella orden como un bofetón que le sacó de su ensimismamiento. Abrió los ojos y la luz le deslumbró un segundo. El coronel tenía la boca abierta. Separó la pistola de la frente de Hugo dejando una marca redonda sobre la piel. Benavides se giró despacio. Los soldados le apuntaban a él. —¡Soldados! ¡Bajen las armas! ¡Soy su coronel!. Gabi sonrió ligeramente al ver que quien había gritado era Chema. Éste les hizo un gesto con la cabeza para que se alejaran de Benavides. Entonces los soldados se aproximaron con sus armas levantadas. —Suelte la pistola, coronel. Está arrestado. —¡Pero qué broma es esta! —Coronel. Nosotros no matamos civiles. Somos soldados, no asesinos. —Pero no lo entiende. Necesito... ¡necesitamos a esa chica!. —No, coronel. Se acabó. ¡Tire la pistola!. Benavides miraba a los soldados sin acabar de creerse lo que estaba pasando. Levantó la pistola y antes de que llegara a apuntar a aquel soldado que le miraba desafiante los soldados hicieron fuego. Una bala hizo un agujero redondo y extrañamente pequeño en su frente. Otro disparo le entró por el ojo izquierdo y el tercero le arrancó la parte superior de la órbita del ojo derecho. Su cuerpo se retorció en el aire antes de caer al suelo. Irene gritó. Los soldados bajaron las armas. —Gracias, gracias —repetía Gabi. Hugo parecía anonadado. —Tranquilos. No corréis peligro — dijo Chema mientras se soltaba el casco y lo dejaba caer al suelo. Este tío era un psicópata. Lo hablamos con el sargento. Sólo esperábamos a que nos diera una oportunidad. Yo hubiera preferido que entregara la pistola y llevármelo detenido a La Finca, pero ya habéis visto que no hemos podido hacer otra cosa. —¿Qué vais a hacer con nosotros?. Hugo por fin parecía haber reaccionado. —Nada. Si queréis podéis volver con nosotros. Es lo que yo haría. En La Finca estaréis más seguros, pero si queréis seguir vuestro camino, no nos opondremos. Los cuatro se miraron. Hugo fue el primero en contestar. —Yo tengo mi destino ya decidido. No cambiaré mis planes. —Yo voy con Hugo —dijo Eva. Irene y Gabi se miraron. Gabi se encogió de hombros. —Bueno, mientras pensáis lo que hacéis, entrad en la casa. Todos tenemos hambre, me parece. Nosotros vamos a enterrar al coronel. No podemos dejarle aquí. Los soldados cogieron a Benavides por los tobillos y las muñecas y lo llevaron hasta el cercado. Un soldado corrió hacia el jeep y sacó un par de palas de campaña del maletero. Tardaron un rato en cavar un agujero lo suficientemente profundo para meter el cuerpo. El suelo estaba duro y apelmazado por el frío. Lo taparon y se limpiaron las manos. Sacaron una mochila del jeep y entraron en la casa. Mientras los soldados cavaban Gabi había reavivado el fuego y dentro de la sala la temperatura era agradable. Chema sacó varias latas de conserva de la mochila y un pan rústico pero aún comestible, algunas botellas de agua y un termo con café que calentaron en la cacerola. —¿Qué vais a decir cuando volváis a La Finca? —Al sargento, la verdad. Al resto de la gente les diremos que el coronel tuvo mala suerte y fue mordido por un infectado. No harán más preguntas. Nadie le tenía mucha simpatía. Estos últimos meses se estaba convirtiendo en un tirano y todos sabían que se le estaba yendo la pelota. Creemos que podemos hacer el trabajo para el que nos alistamos: ayudar a los ciudadanos. Buscaremos más supervivientes. Vosotros nos habéis dado esperanza. La emisora de radio funciona y está emitiendo un mensaje día y noche. Quizás alguien lo reciba. Si no queda nadie más intentaremos sobrevivir. Quizás hagamos una incursión a Madrid. Bueno, ¿y vosotros dos qué hacéis? — preguntó mirando a Irene y a Gabi. —Seguimos con estos dos inútiles. Sin nosotros no sabrían qué hacer. Además, tenemos que cuidar a Eva, sonrió Gabi. Irene asintió con la cabeza. —Sí. Tengo ganas de conocer Asturias. Chema abrió mucho los ojos. “Asturias”, repitió en voz baja. Su padre era asturiano. Había muerto hacía dos años y siempre iban a Asturias en verano. Desde que murió no había vuelto. Se quedó pensativo un rato pero no dijo nada. Allí sólo le quedaban recuerdos. Se despidieron con fuertes abrazos en la carretera. Los soldados les entregaron toda la comida que les quedaba y los cuatro sacos de dormir y las colchonetas que llevaban en el jeep. También les dieron un mapa de carreteras. —No nos hará falta. En tres o cuatro horas estamos en La Finca. A vosotros os hará más falta. Suerte, amigos. Los soldados subieron al jeep y se alejaron. Los cuatro amigos vieron cómo se alejaba por la carretera nevada. Gabi sujetaba la mano de Irene y Hugo abrazaba a Eva. Minutos después habían cargado el nissan, después de colsultar el mapa para ver qué rutas podían seguir. Se pusieron en marcha. Hugo le dio una palmada a Gabi en el hombro. —Gracias, de verdad. Me alegra muchísimo que hayáis decidido seguir con nosotros. —Bueno, la verdad es que no me apetecía mucho volver a aquel sitio, a pesar de la comida... —...la comida, el agua caliente, las camas limpias... —continuó Irene. —...la televisión, la play, el gimnasio... —siguió Eva entre risas. Hugo rió a carcajadas. —Yo creo que habéis venido porque a ti no te apetecía nada cuidar ganado, ¿eh, Gabi? Ni a ti cocinar, Irene. —Eso también. No, la verdad es que allí no tenemos amigos y después, no sé cuánto tiempo íbamos a durar si tener problemas... Ya sabes, una chica guapa, soldados llenos de hormonas... —añadió Gabi guiñándole un ojo a Hugo. —Tonto —protestó Irene. Eran muy feos. —Ya, pero tú no. Se sentían exultantes, llenos de adrenalina después de la tensión por la que habían pasado. No había sido un trago fácil enfrentarse cara a cara con la muerte. —¿Qué nos falta por encontrarnos?:Ya hemos escapado del doctor Mengele y de Hannibal el Caníbal... —dijo Hugo. —No creo que encontremos nada peor —contestó Eva. —Chicos, estamos vivos de milagro —murmuró Hugo. —Bueno, a ver si va a ser verdad lo que dijo Irene... —Quién sabe. Atravesaron el pueblo desierto y cruzaron un puente de hierro que salvaba el cauce de un río. Vieron restos humanos incrustados entre el lodo, medio cubiertos por la maleza que había arrastrado el agua. Aquello les volvió a la realidad. —La radio. —Qué —preguntó Hugo. —Que la encendamos para ver si están emitiendo el mensaje. —Coño, es verdad. Gabi conectó el aparato y dio al botón de búsqueda automática de sintonías. Nada. —Prueba en FM —le pidió a Gabi. De golpe una potente voz brotó por los altavoces. —...”encontrarán seguridad. Deben dirigirse a la provincia de Valladolid. En la A-62, a dos kilómetros de Tordesillas en dirección a Valladolid tomen la primera salida, marcada por una bandera de España atada a un cartel. Sigan las indicaciones para llegar al refugio. Es un perímetro seguro custodiado por el Ejército de Tierra. Disponemos de medicamentos, comida y agua”. El mensaje se repetía una y otra vez. Era la enérgica voz de un muerto, de Benavides. Les pareció raro escuchar su voz después de haber visto cómo los soldados habían acabado con su vida, pero lo cierto es que era una voz que transmitía confianza y seguridad. Apagaron la radio. Con el mapa sobre las rodillas Gabi le iba indicando a Hugo la ruta a seguir. Habían elegido carreteras secundarias que transcurrían por parajes casi desérticos. El terreno poco a poco se fue volviendo abrupto. Atravesaban grandes extensiones de campos blancos y después tramos entre frondosos árboles. Pasaron cerca de granjas abandonadas, algunas aldeas incendiadas y rodearon vehículos abandonados de cualquier manera en la carretera. Vieron un camión volcado que había ardido de tal forma que los árboles cercanos estaban calcinados. Pasaron despacio a su lado. En la cabina, cuyos cristales habían estallado por el calor, les pareció ver algunos huesos ennegrecidos por las llamas. Algunos kilómetros más adelante asomaban las primeras casas de un pequeño pueblo que casi ni podía considerarse como tal: apenas cuatro casas de dos alturas a ambos lados de la carretera. Hugo frenó de golpe al ver un cartel clavado en un lateral de la carretera, a doscientos o trescientos metros del pueblo. NO PODEMOS AYUDARTE. SIGUE TU CAMINO. ESTAMOS ARMADOS, advertían aquellas toscas letras pintadas sobre una tabla clavada en un poste. Gabi y Hugo se miraron estupefactos. Irene se asomó entre los asientos delanteros. —Acelera. No me gusta. Hugo pisó el acelerador y avanzó despacio. Las primeras casas parecían abandonadas. Cuando estaban rebasando las últimas casas vieron a la derecha una casona un poco más alejada de la carretera. Alguien había construido una especie de muralla tosca de piedras y ladrillos de unos dos metros de altura y había colocado una puerta de gruesa madera que parecía arrancada de una iglesia y que sobresalía por encima del muro. Hugo detuvo el coche. Bajó la ventanilla de Gabi y se agachó para observar aquella especie de fortaleza. Entonces oyeron ladridos que se interrumpieron bruscamente. —Un perro. En esa casa hay gente. —Qué hacemos? —preguntó Gabi. Antes de que nadie contestara la puerta se abrió unos centímetros. Alguien les observaba parapetado desde detrás de la puerta. Vieron cómo una cortina del piso superior se movía unos centímetros. También había alguien en el piso de arriba. Vieron asomar el cañón doble de una escopeta de caza por el resquicio de la puerta. —¡Seguid camino! ¡No podemos ayudaros! Era la voz de un hombre, fuerte y enérgica. Hugo abrió la puerta del coche y bajó despacio, con las manos levantadas a la altura de los hombros. —Qué haces, tío, sube al coche y vámonos de aquí cagando leches —le pidió Gabi, que ya tenía la escopeta preparada. —Tranquilos. Sólo quiero preguntar si podemos continuar por esta carretera. Y decirles que en La Finca pueden ocuparse de ellos. Hugo dio un par de pasos para rodear el coche. —¡Hola!. ¡No necesitamos nada! ¡Vamos hacia Asturias! —¡Largaos!. ¡Estamos armados! ¡Si das un paso más disparo! El cañón de la escopeta se elevó unos centímetros apuntándole. —¡Escuche! ¡Cerca de Valladolid hay supervivientes! ¡Son militares y tienen alimentos y refugio para ustedes! ¡Venimos de allí! —¡No te creo! Hugo se quedó callado unos segundos. —¿Tiene una radio? Silencio. —¡Le pregunto si tiene una radio! —¡Si, ya te he oído, pero la radio hace meses que no emite! —¡Ahora sí. Puede comprobarlo. En la FM! La escopeta desapareció por la rendija y el portón se cerró de golpe, al igual que la cortina del piso de arriba. Hugo hizo un gesto a sus amigos. —Tío, eres un hacha —reconoció Gabi mientras salía del coche. — Será mejor que no les contemos nada de lo de Benavides. Hugo asistió. Después de un rato que les pareció muy largo, el portón se abrió de nuevo. Esta vez no asomó el cañón de una escopeta, sino el rostro inquisitivo de un hombre joven, con una densa barba y el cabello largo. —¡Cuántos sois! —¡Dos hombres y dos chicas! —¿Vais armados? —Sí, tenemos armas, pero sólo para defendernos. —¡Salid del coche y acercaos despacio con las manos bien visibles, por favor! Las dos chicas salieron del coche. Gabi conservó la escopeta y no se movió. —¡Si no te importa, yo me quedo aquí! Gabi hizo un gesto a Hugo para que avanzara hacia la casa. El hombre dudó. —Vale. Que se acerque él. El resto quedaos ahí. Hugo avanzó hacia la casa. El hombre le franqueó el paso y cerró el portón con una gruesa barra de metal en cuanto Hugo entró. Un pastor alemán gruñía sordamente a su lado. —Tranquilo Rocky —dijo dándole una palmada al perro en el lomo. Era un hombre casi tan alto como él. Delgado, pero con un buen aspecto físico. Llevaba una camisa de cuadros gruesa con una camiseta blanca debajo y botas de montaña. Una niña miraba con desconfianza desde la entrada de la casa. —Hola —soy Hugo dijo extendiendo la mano. El hombre le miró unos segundos y cambió de mano la escopeta para estrechársela. —Yo me llamo Mario. Ella es Carmen —dijo señalando con la barbilla a la niña. Hugo sonrió. —Hola Carmen. La niña no contestó. —Está un poco asustada. Pensó que querrías entrar en la casa por la fuerza. Tuvimos un par de sustos, así que no se lo tengas en cuenta. —Lo entiendo, créeme. Nosotros hemos visto de todo. —Carmen. Entra en casa y cierra la puerta, que voy a hablar con este amigo un ratito. La niña retrocedió un paso y cerró la puerta. Hugo se fijó en el cartel clavado en la pared, junto a la puerta. Era una casa rural. —He oído el mensaje de la radio. Pero vosotros venís de allí, dices. No lo entiendo. —Es una historia un poco larga. —Tengo tiempo. —Verás. Venimos de Madrid. Mario frunció el ceño. —Nosotros somos de Madrid. —Pues no es un sitio al que yo te recomendaría volver. —¿El mensaje de la radio es fiable? ¿Es reciente? —Sí. —¿Y por qué no estáis vosotros allí? —Hemos estado allí una semana, más o menos. Son unas instalaciones militares de investigación. O eran, mejor dicho. Hugo tuvo un escalofrío. Había salido del coche sin el abrigo y en aquel jardín lleno de nieve la temperatura era gélida. —Oye, te puedes fiar de nosotros. Vamos dentro que me estoy congelando. —Prefiero que sigamos aquí, si no te importa. Antes quiero creer lo que me cuentas. —Mira. Éramos cinco. Perdimos a mi mejor amigo por el camino. Encontramos de casualidad aquellas instalaciones militares donde nos acogieron. Hay varios soldados al mando de un sargento que sobrevivió a la batalla de Valladolid y un grupo de científicos que investigaban para el Ejército. Eran unas instalaciones secretas. Se llaman, o las llaman La Finca. Están muy bien equipados, tienen electricidad, generadores, agua, comida, animales... Les ayudamos a poner en marcha una emisora de radio en Tordesillas hace un par de días, que es la que emite el mensaje que has oído por la radio. —Insisto, ¿por qué estáis aquí entonces? —Vamos a Asturias. Mi mujer está allí, con mi hijo. Mario asintió. —¿Y tus amigos? —Pudieron quedarse en La Finca, pero decidieron venir conmigo. Gabriel e Irene son novios y Eva está embarazada. Mario levantó las cejas. —Embarazada, repitió. —Sí. —¿Por qué tienes una herida en la cabeza? He visto que el otro chico y una de las chicas también tienen esparadrapos. —Ayer tuvimos un incidente en un pueblo en el que paramos para dormir. Es un poco largo de contar. —Diles que entren en la casa. Aparcad el coche en la parte de atrás. No quiero que se vea desde la carretera. Mario levantó la barra de metal y abrió el portón. Hugo salió y se acercó al coche, que aún tenía el motor encendido. Los tres esperaban en el interior. —¿Qué? —preguntó Gabi. —Bueno, parece un buen hombre. Está con una niña de unos ocho o nueve años y un pastor alemán que se llama Rocky. Movió el coche y lo aparcó detrás de la casa, junto a un toyota pequeño que debía de pertenecer a aquel hombre. Cogieron las mochilas y las armas y cruzaron el portón. Mario lo atrancó de nuevo y les invitó a entrar en la casa. La temperatura era agradable. Después del vestíbulo, decorado con fotografías antiguas de cazadores sonriendo a la cámara con los pies encima de jabalíes y ciervos abatidos, había un gran salón con una chimenea encendida, varios sofás y butacas y al fondo una pequeña barra de bar con varios taburetes. Había una librería con muchos libros y CDs, un equipo de música y un televisor. La niña estaba sentada en uno de los sofás, con las piernas recogidas y abrazada a una muñeca. El perro se tumbó en el suelo cerca de la chimenea. —Qué sitio más acogedor —admiró Gabi. —Es una casa rural. Vine con mi hija y con unos amigos y sus hijos para pasar unos días. Eso fue en verano —dijo moviendo la cabeza. —¿Y tus amigos? —preguntó Eva. —Se largaron. Yo preferí quedarme. Teníamos contratada una semana y no me pareció una buena idea movernos de aquí. —Hiciste bien —aseguró Hugo. —Mi mujer murió hace un par de años, así que tampoco nos esperaba nadie en Madrid. Creí que sería una buena idea permanecer aquí hasta que se tranquilizara todo. Pero las cosas fueron a peor. —¿Y cómo os las habéis apañado para sobrevivir?... —Bueno, la casa está muy bien equipada. Tenemos varias bombonas de butano que he cogido de las casas del pueblo. Lo usamos sólo para cocinar y para calentar agua para bañarnos de vez en cuando. La calefacción no funciona. Aguantamos con la chimenea. Tenemos agua corriente. El pueblo tiene un depósito elevado en un monte cerca de aquí. Aún queda agua, pero no sé cuánto durará. La verdad es que empezaba a agobiarme el tema, porque ya se nota menos presión. En cuanto a la comida... pasamos unos días malos hasta que salí a buscar. El pueblo se quedó vacío, así que entré en las casas y cogí todo lo que encontré, incluida la escopeta. Rocky apareció una mañana muy asustado. Empezó a arañar la puerta. Estaba famélico. Intenté echarle pero no se marchaba. Al final le dejé entrar. Tiene una placa en el collar con su nombre. A saber qué fue de sus dueños... Ahora no se despega de mí. Nos ha avisado en un par de ocasiones de la llegada de intrusos. Después levanté ese muro para proteger la casa. La puerta la desmonté de una ermita que está cerca de aquí. Tuvimos un par de visitas, pero no dejé entrar a nadie. No me parecieron buena gente. Les hice creer que aquí dentro éramos unos cuantos y bien armados. —¿No has tenido problemas con los podridos? Mario sonrió a escuchar esa expresión. —Alguno hemos visto pasar por la carretera. En una ocasión uno se quedó dando vueltas alrededor de la casa. Es fue otra de las razones por las que levanté el muro, pero la verdad es que no hemos visto muchos. En principio me preocupan menos que los vivos. Eva e Irene se sentaron en el sofá a ambos lados de la niña, que las miraba de reojo. Eva sonrió a la niña, que respondió con una sonrisa tímida. —Contadme ahora por qué tenéis esas herida en la cabeza. —Como te he dicho antes, después de marcharnos de La Finca paramos a dormir en un pueblo, cerca de Las Lagunas. —Conozco esa zona. Preciosa en primavera. —Pues ahora es un lugar de pesadilla. Paramos allí y vimos una casa habitada, la que está pegada a la iglesia, que debía de ser la casa del sacerdote, o algo así. —Sí, me acuerdo de esa iglesia. Continúa. —El caso es que en esa casa vive, o mejor dicho, vivía, un viejo que se encargaba de cuidar la iglesia. Nos invitó a pasar allí la noche y nos dio de cenar. Nos fiamos de él, aunque no parecía estar muy bien de la cabeza. A la mañana siguiente, según íbamos saliendo de la casa para ir a mear nos fue cazando como a conejos uno a uno. Resulta que el cabrón — perdón— , dijo Hugo mirando a la niña, que levantó los ojos cuando oyó la palabrota. —No te preocupes. Sigue. —Bueno, el tipo se había cargado a una familia de cinco personas — Hugo bajó la voz y acercó su rostro al de Mario— y los tenía colgados como si fueran jamones dentro de la iglesia para que se secaran con el frío. Se los estaba comiendo poco a poco. Intentaba hacer lo mismo con nosotros. —Qué horror. ¿Y cómo lograsteis escapar? —Eva — dijo Hugo señalando a su amiga— se extrañó de que no volviéramos. Se asomó a la ventana y le vio esperando en el exterior a que saliera. Atrancó la puerta y aguantó hasta que el viejo se cansó de esperar. Aquel tipo volvió a la iglesia donde nos tenía atados a los demás para acabar el trabajo. Entonces Eva saltó por la ventana, se metió en nuestro coche y lo puso en marcha. El viejo salió de la iglesia e intentó dispararla, pero Eva le pasó por encima con el coche. Mario observó a Eva con curiosidad mientras asentía. —Después continuamos nuestro viaje. Paramos a dormir en una granja cerca de aquí, pero no había comida, ni agua ni nada, así que por la mañana volvimos a la carretera, y bueno, llegamos hasta aquí. Vimos tu casa y el resto ya lo sabes... Mario quedó en silencio durante unos segundos. Se levantó del sofá y echó un tronco en la chimenea. —Y dices que ese lugar, La Finca, es seguro. —Sí. Hay pocos soldados pero están armados hasta los dientes y son buena gente. Es el único sitio seguro que hemos encontrado entre Madrid y este lugar. Mario miró a su hija, que estaba cogiendo confianza con las chicas y empezaba a parlotear con ellas, al principio contestando con monosílabos, pero ahora sonreía y explicaba a las chicas aventuras de su muñeca. Suspiró. —Escucha. Creo que si os marcháis a La Finca tendréis una oportunidad para sobrevivir. Cuando termine el invierno esta especie de tregua que tenéis aquí con los podridos se terminará. El frío les aletarga. Se quedan medio congelados pero cuando suban las temperaturas es posible que esto se llene de podridos. Créeme, cuando llegue uno y se ponga a gemir día y noche atraerá a más y más hasta que no puedas salir de la casa. Lo hemos visto. Gabi e Irene estuvieron en una casa durante semanas, y cada día llegaban más y más, hasta que tuvieron que escapar. —Puede que el invierno les mate. —Nada les mata. Sólo un hachazo o un disparo en la cabeza —contestó Gabi. —Puede que tengáis razón. Hoy os quedáis aquí. Podéis quedaros hasta mañana o hasta cuando queráis. Tengo que tomar una decisión, así que me gustaría que estuvierais aquí cuando decida qué hago. —No te preocupes —contestó Hugo. —Yo quiero ir a La Finca ¿Podremos llevarnos a Rocky? —preguntó la niña. El perro levantó las orejas al oír su nombre. —Claro —contestó Hugo con una sonrisa. —Creo que ya lo he decidido —dijo Mario sonriendo. — Mañana nos vamos a La Finca. Ahora explícame cómo se llega hasta allí. —¿Tienes un mapa? Nosotros tenemos uno en el coche. —Sí, espera un segundo. Mario se levantó y cogió un mapa de carreteras de la librería. Buscó un lápiz en una caja de pinturas que había encima de varias hojas de papel con dibujos infantiles sobre la mesa y se sentó junto a Hugo. Buscó el pueblo en el que estaban. Hugo le marcó la ruta con el lápiz. —¿No es mejor ir por la autopista? —No lo sabemos. Nosotros salimos de la autopista porque era peligrosa. La ruta por la que hemos llegado nosotros es segura. Tardarás mucho más, pero viajarás seguro. La única dificultad es la nieve. —Tengo cadenas en el coche. —Pues entonces tardarás cuatro o cinco horas. Quizás un poco más. ¿Tienes gasolina? —Debo de tener medio depósito, más o menos. Debería ser suficiente para llegar. Pasaron el resto del día charlando. Comieron algunas latas que les habían dado los soldados. Cuando llegó la noche Mario decidió encender el viejo calentador. También encendió velas en la cocina. El salón disponía de la luz que proporcionaba la chimenea. Se iban a marchar al día siguiente, así que por qué no pasar la última noche de la forma más confortable posible. Mario les asignó dos habitaciones dobles que tenían baño y chimenea. Carmen protestó cuando su padre le dijo que le iba a pegar un buen baño. —Se ha acostumbrado a lavarse como un gato y ya se sabe cómo son los niños... Si les dejas, no se bañarían nunca... —se rió Mario. — Podemos ducharnos por turnos. No hay presión suficiente para varias duchas a la vez, así que organizaos. Voy a intentar encender las chimeneas de vuestras habitaciones. Ya han sido usadas antes, así que no creo que tiren mal. Las habitaciones tienen baño. Después, mientras os ducháis, yo voy preparando la cena. ¿Os gustan las lentejas con chorizo? Gabi se rió. —Si no hay otra cosa... Mario subió leña y astillas y encendió las chimeneas del dormitorio en el que dormía con su hija, que se había negado a dormir sola cuando sus amigos decidieron marcharse. Colocó la rejilla de seguridad y después encendió las chimeneas de los otros dos dormitorios. Colocó un par de velas en cada cuarto de baño y las encendió. Después dejó que la bañera se llenara con un par de palmos de agua y enjabonó a su hija y le lavó el pelo. Cuando terminó avisó a sus huéspedes de que ya podían ducharse. El esperaría a que los demás terminaran. Gabi e Irene fueron los primeros en subir. Gabi se tumbó en la cama boca arriba contemplando las llamas que iluminaban la habitación. —Dúchate tú primero —dijo mientras Irene examinaba la habitación. Irene le miró fijamente. Sonrió. —Si nos duchamos juntos, ahorramos agua, no crees, Gabi? Hay que ser ecológicos... —Ecológicos, ecológicos... —repitió Gabi con sorna... A quién le importa ahora la ecología... —A mí —contestó quitándose el jersey y la camiseta de un solo movimiento. Irene torció el gesto por el dolor cuando sus pechos oscilaron por el brusco movimiento. Se tocó con cuidado el pezón herido cubierto por la gasa. —No te lo quites de un tirón. Mejor cuando se moje con el agua. Se despegará sólo. Irene se quitó los pantalones y las bragas. Gabi levantó la cabeza para deleitarse con la visión de aquel cuerpo delgado y fibroso. Clavó sus ojos en el vientre plano de Irene y un poco más abajo, en el oscuro triángulo de vello que cubría su pubis. —Qué, te gusta lo que ves, ¿eh? —No estás nada mal. —Venga, anda, desnúdate que Eva y Hugo también querrán ducharse. —¿Tú crees que se ducharán juntos también? —Deberían. Es más divertido. Gabi saltó de la cama y se quitó la ropa rápidamente. Irene tampoco pudo evitar mirarlo. Gabi era el primer chico que había visto desnudo y no resultaba para nada desagradable. Estaba muy delgado, con los músculos fibrosos marcados en el vientre. Miró con un poco de vergüenza el pene oscilante de Gabi, que empezaba a levantarse como si tuviera vida propia mientras el joven intentaba quitarse los calcetines saltando sobre un pie primero y luego sobre el otro. Se dio la vuelta y entró en el baño. Abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente. Entró en la bañera y un segundo después tenía a Gabi a su lado. Dejó que el agua cayera sobre su cabeza y se deslizara sobre su pecho mojando la gasa. Tiró con cuidado y la despegó. Tenía el pezón amoratado e inflamado, aunque las pequeñas marcas de dientes que le había dejado aquel animal apenas habían rasgado la piel. En unos días habría desaparecido la inflamación. La luz trémula de las velas formaban juegos de sombras en sus cuerpos. Gabi se agachó y besó con dulzura aquel pezón. Después besó el otro. Irene notó que se acaloraba. Gabi cogió una pastilla de jabón y la mojó. Hizo que Irene se diera la vuelta y frotó la pastilla hasta que formó una bola de espuma entre sus manos. Frotó el cabello húmedo de Irene. —Es la primera vez que un chico me lava la cabeza. —Ahora me la lavas tú a mí, guapa. Irene se aclaró el jabón de la cabeza. Gabi enjabonó la espalda de Irene con delicadeza. Bajó hasta el culo. Irene se dejaba hacer. Abrió ligeramente las piernas y Gabi, después de un segundo de duda, metió la mano entre aquellas nalgas duras y frotó con suavidad. Irene exhaló un leve gemido de placer. Gabi le enjabonó las piernas y después hizo que se diera la vuelta. Repitió el proceso. Irene cerraba los ojos mientras Gabi acariciaba su cuerpo con sus manos llenas de espuma. Le lavó con mucho cuidado el pezón herido y después el vientre. Enjabonó aquella mata de vello corto y rizado, apenas un triángulo debajo del cual latía la piel suave y caliente. Irene abrió la boca y cerró los ojos. —...Gabi... —murmuró. —Ahora te toca a ti —contestó el chico poniéndole la pastilla de jabón en la mano. Irene abrió los ojos y sonrió. —Qué cabrón. Me has puesto a cien. —Yo llevo a cien media hora, dijo bajando la mirada a su pene, que apuntaba directamente al vientre de Irene, apenas a unos centímetros. Irene sonrió. Enjabonó la cabeza de Gabi y luego su pecho. Le hizo darse la vuelta y repitió el proceso que había experimentado ella. Recorrió la espalda y las nalgas de Gabi. —Date la vuelta —susurró. Gabi hizo lo que le pidió Irene. Le enjabonó el vientre y el pene. Gabi apretó los dientes. Irene jugueteó con su vello púbico, enredando los dedos y acariciando aquel cilindro de carne que estaba descubriendo que le gustaba mucho. Irene le hizo ponerse debajo del chorro del agua para retirar el jabón. Entonces se arrodilló. Gabi bajó la mirada y vio que Irene le sonreía. La chica cerró el grifo del agua. Aproximó sus labios a la punta del pene de Gabi y lo besó. Gabi cerró los ojos. Irene siguió besando su pene. Gabi notó cómo la lengua de Irene recorría su miembro despacio. Abrió los ojos. Irene levantó la mirada, separó los labios y se metió el pene de Gabi en la boca. Notó cómo palpitaba contra su paladar. Succionó con suavidad al principio y después con fuerza como si quisiera extraerle el alma. Gabi se apoyó en las baldosas húmedas de la pared moviendo las caderas con suavidad hacia adelante y hacia atrás acompasando el ritmo con el movimiento suave de la cabeza de Irene. Un rato después hacían el amor sobre la cama aún mojados. Irene se montó encima de Gabi y le folló sujetándole las manos contra la cama. Cuando alcanzó el orgasmo, se dejó caer encima de él. Gabi se puso encima de ella. —No te salgas, quiero que te corras dentro de mí —le gimió al oído. Gabi eyaculó con la cara enterrada en el cuello de Irene mientras ella ahogaba un grito. —Te quiero, Irene —murmuró Gabi. Eva y Hugo ya estaban en su dormitorio, a la que habían subido en cuanto notaron que el calentador se apagaba. Hugo se desnudó rápidamente. La habitación tenía una temperatura agradable gracias a la pequeña chimenea. Mario había dejado una pequeña pirámide de troncos para alimentar el fuego. Eva le pidió entrar un momento en el baño para hacer pis. Una vez dentro se desnudó. Se miró en el espejo. Separó un poco las piernas y se tocó la vagina. Aún sentía la irritación de la sonda que le pusieron en La Finca.. Notó una descarga eléctrica al rozar con los dedos su clítoris. Sentía un deseo sexual constante. En el coche cerraba los ojos y se dejaba llevar por el traqueteo. Apretaba los muslos y fantaseaba con encuentros sexuales salvajes con Hugo. Nunca había sentido tanto deseo por un hombre. Estaba enamorada de él. Era lo último que deseaba. Se preguntó qué pasaría con ella si lograban encontrar a su mujer. No se atrevía a reconocer que deseaba que eso no sucediera. Notó que los ojos se le humedecían. Suspiró. Se sentó en la taza fría y orinó. Después abrió el grifo y dejó caer el chorro de agua. Era algo más que un hilo, pero salía caliente. Hugo golpeó con los nudillos en la puerta. —¿Estás bien? —Sí, entra. Hugo abrió la puerta. Sólo llevaba los calzoncillos puestos. —Oye, dúchate tú primero si quieres. Eva asintió con un leve movimiento de cabeza sin mirarle. No quería que notara que estaba llorosa. Se duchó rápidamente. Se secó el pelo con una toalla pequeña que olía levemente a humedad, la dejó en su sitio y salió del baño desnuda para secarse junto al fuego. Hugo sonrió. —¿No hay toalla? —Sí, pero es pequeña, no quería dejártela mojada. Úsala tú, que yo me seco junto a la chimenea. Hugo salió del baño un par de minutos después con el corto cabello alborotado. La barba le estaba creciendo rápidamente. Llevaba la pequeña toalla atada en la cintura y Eva no pudo evitar fijarse en aquel bulto que se adivinaba bajo la tela blanca. Hugo se colocó a su lado frente a la chimenea y se rió. —Cualquiera que entre fliparía. Tú en pelotas frente al fuego y yo con esta especie de taparrabos. Será mejor que nos vistamos antes de que me entren ganas de follarte... Diez minutos después se sentaban en la cocina ante una cacerola de humeantes lentejas. Irene y Gabi sonreían felices. Hugo sonrió también. —No hay nada mejor que una buena ducha, ¿eh, Gabi? Irene se puso roja como un tomate. Mario sirvió los platos. Su hija sonreía, con la muñeca en el regazo. —Qué guapa estás Carmen —dijo sonriendo Eva para romper el incómodo silencio. Mario le había hecho una coleta con un lazo azul un poco deshilachado. Abrió una botella de vino y sirvió. —Vino de León. Bastante aceptable. Lo estaba reservando para una ocasión especial, y esta lo es, —Las lentejas están de muerte —dijo Gabi. — Este choricillo picante es buenísimo. —Es de aquí. Vamos, de esta zona. Las casas están llenas de chorizos y morcillas. Es lo único que aguanta sin estropearse. Carmen y yo hemos comido chorizos de estos hasta aburrirnos, ¿verdad? Pero creía que no te gustaba las lentejas, antes dijiste... —Es que creí que serían de lata. Nos hemos comido ya unas cuantas, pero esto no tiene nada que ver... —A mí me gusta. Y a Blanqui también —proclamó Carmen agitando la muñeca. —Y a Rocky. Cuando llegó a la casa fue lo que de dí para comer al principio. Se ha acostumbrado a lo que cocino: garbanzos, alubias, patatas, lentejas... Cómo echo de menos un buen chuletón, o un rodaballo... Pronto la mesa era un intercambio de platos favoritos y de añoranzas. Irene recordó con nostalgia el pescaíto frito, las gambas cocidas y la ensaladilla. —Como en Sevilla no la hacen en ninguna parte. Gabi recordó las rabas de los bares del barrio pesquero de Santander, las almejas a la sartén y el sorropotún de su abuela. —¿Surruputún?, —preguntó riéndose Carmen. —Sorropotún, —corrigió Gabi. — Es un guiso de pescadores de patatas y bonito, como el marmitako de los vascos, pero con la patata más deshecha. Es típico de Torrelavega, de donde era mi abuela. —Pues yo echo de menos una paella —dijo Hugo. —Pero si tú eres madrileño. Lo tuyo es el cocido. —En Madrid comemos de todo, chaval. Pero eso es lo que más echo de menos. Yo hacía buenas paellas... —¿Y tú, Eva? —A mí me encanta el pollo asado con patatas —contestó después de varios segundos mirando a Hugo, que sonrió y guiñó un ojo. —Yo quiero pizza, y surruputún — dijo Carmen, provocando la risa de todos. —Quizás te hagan una pizza allí donde vais, preciosa. No creo que te la nieguen. Vas a ser la reina de La Finca —aseguró Gabi. Mario se levantó y llenó un plato de lentejas con trozos de chorizo para Rocky, que había permanecido muy serio sin perder detalle a la cena sentado al lado de su dueño. —Ahora comes tú, amigo. Cuando terminaron de cenar metieron todos los platos en la pila. —No pienso fregar nada. Se acabó. Si alguien ocupa la casa que se encargue él. —Oye, no sería mala idea que dejaras la llave en la puerta y una nota, por si algún superviviente llega hasta aquí. Deja algo de comida. Puedes salvarle la vida a alguien. Mario asintió. —Sí, es una muy buena idea, Hugo. Cambiaré el cartel que puse a la entrada del pueblo por uno que indique que aquí tienen refugio. Sí. Buena idea, me gusta. Es lo mejor que puedo hacer. Se sentaron en el salón y abrieron otra botella de vino. Una extraña placidez les embargaba. No se habían sentido tan relajados desde hacía mucho. Contestaron a todas las preguntas que Mario les hacía sobre la Finca. Mario se levantó y conectó la radio para comprobar que el mensaje seguía emitiéndose. La radio apenas tenía pilas, pero sí, clara y fuerte, como si la emisora estuviera al lado, oyeron la voz que surgía del pequeño aparato repitiendo aquel mensaje esperanzador. —Chicos, no sé cómo agradeceros. Me habéis dado esperanza. A mí y a mi hija. —Y a Rocky y a Blanqui —añadió la niña con su vocecilla de muñeca. —Bueno, en este extraño mundo en el que estamos viviendo también tiene que haber esperanza. Si no, nada tendría sentido —contestó Hugo. Permanecieron un rato en silencio contemplando el fuego. Mario se levantó y apagó las velas de la cocina. —Voy a acostar a la niña. —Nosotros también nos vamos a dormir —dijo Irene. —Sí. Mañana tenemos un largo viaje. Vosotros y nosotros —reflexionó Hugo levantándose del sofá. Aquella noche durmieron como troncos. Mario cerró los ojos y acarició el cabello de su hija, que se quedó dormida nada más apoyar la cabeza en la almohada. Sonrió en la oscuridad y se durmió esperanzado con Rocky tumbado a los pies de la cama. 29 Mario fue el primero en levantarse. Cortó una buena cantidad de chorizo y salchichón y grandes pedazos de queso y guardó todo en una bolsa de plástico. Cortó un rectángulo de un mantel de hule y por la parte de atrás escribió con un rotulador: REFUGIO. HAY AGUA CORRIENTE, BUTANO, COMIDA Y LEÑA. NOS HEMOS MARCHADO AL PUNTO SEGURO DE TORDESILLAS. BUENA SUERTE. Cogió la escopeta, se la colgó al hombro y salió con Rocky llevando el pedazo de hule en la mano. La mañana era luminosa. Los rayos del sol reverberaban en la nieve como si todo estuviera cubierto de miles de fragmentos de espejo. Caminó hasta el cartel que había clavado semanas atrás en la entrada del pueblo. Se sentía eufórico y, por primera vez en semanas, esperanzado. Sujetó con chinchetas el trozo de hule encima del cartel. Rocky levantó las orejas y emitió un gruñido de advertencia. Mario no llegó a oír el disparo que entró por la parte posterior de su cabeza y salió por su frente arrancándole fragmento de huesos y lanzando un chorro de sangre, astillas de hueso y masa encefálica contra el cartel. Mario estaba ya muerto antes de que su cuerpo tocara el suelo. Un segundo disparo rozó levemente el lomo de Rocky chamuscándole el pelo erizado. El perro echó a correr perdiéndose entre los árboles. Dos hombres, que habían permanecido ocultos entre los árboles al otro lado de la carretera, avanzaron con las escopetas levantadas apuntando al cuerpo desmadejado de Mario. Uno le volteó de una patada y comprobó que estaba muerto. El otro arrancó el cartel de hule manchado de sangre y coágulos rojos y lo arrojó al suelo. Después escupió por un lateral de la boca un salivazo y sonrió. Todos en la casa oyeron los disparos. Estaban bajando a desayunar cuando los estampidos les sobresaltaron. Hugo cogió la escopeta y Gabi agarró la pistola. —¡Mario! ¿Mario? —gritó. Recorrieron la casa sin encontrarle. Irene y Eva bajaron corriendo las escaleras con la niña, que aferraba asustada su muñeca. —¡No está Mario! ¡Tampoco el perro!. Encerraos arriba, ¡Ya! —gritó Hugo a las chicas. — Gabi, ven conmigo. Salieron al exterior justo para ver cómo dos hombres armados con escopetas corrían hacia la casa. El portón que había servido para alejar a las visitas no deseadas estaba abierto de par en par. Uno de los hombres se detuvo y apuntó hacia ellos. El disparo voló por los aires el cristal de la ventana que daba al salón. Gabi se agachó y corrió hacia el portón. Tuvo tiempo a cerrarlo justo en el momento en que otro disparo se estrellaba contra la madera. Se apoyó en la puerta con la respiración agitada. —¡Son dos! ¡Han debido de matar a Mario!, Hijos de puta! —gritó Gabi. —¡Dentro, vamos dentro! —le contestó Hugo. Cerraron la puerta mientras oían fuertes golpes en el portón que cerraba el jardín. —¡Abrid la puerta! ¡Entraremos de todas formas! El vozarrón les dejó paralizados un segundo. Era cruel y amenazador. Subieron corriendo las escaleras y entraron en la habitación en la que estaban las chicas. Eva estaba agachada mirando por la ventana e Irene estaba tumbada en el suelo abrazando a la niña que lloraba llamando a su padre. Un disparo voló la ventana lanzando una lluvia de cristales por la habitación y haciendo un agujero en el techo. Gabi y Hugo se tiraron al suelo instintivamente. —¡Eva, al suelo! — gritó Hugo. Otro disparo arrancó parte del marco de madera. —Qué cabrones —murmuró Gabi apretando los dientes. Oyeron pisadas que se alejaban, pero nadie se atrevía a moverse dentro de la habitación. Oyeron el ruido de un cristal al romperse. —¡El coche, mierda! —gritó Hugo, que salió de la habitación y abrió la puerta de una de las habitaciones que daban al otro lado. Se asomó con cuidado y vio cómo uno de los dos hombres abría la puerta del nissan y manipulaba algo en el interior. El motor arrancó con un rugido. El hombre cerró la puerta del coche y lo hizo retroceder. Derrapando encima de la nieve rodeó la casa hasta salir a la carretera. Giró el volante y aceleró contra el portón. El impacto fue brutal. El poderoso todo- terreno arrancó la pesada puerta lanzándola hasta el interior del jardín junto a buena parte del muro de ladrillo que había construido Mario. El hombre hizo retroceder el todo-terreno y se bajó, contemplando su obra. —¡¡¿Véis?!! ¡Os dije que entraríamos! —gritó, riendo a carcajadas. Su compañero saltó por encima de la madera astillada y los ladrillos arrancados y se plantó frente a la puerta. Sonrió con crueldad enseñando unos dientes carcomidos bajo el pelo ralo y sucio de su barba enmarañada. Rocky salió de los árboles y se acercó dando saltitos hasta el cadáver de su amo. Olfateó el cuerpo. Le golpeó con el hocico en la barbilla y lamió la sangre que le empapaba la cara. Gimió, pero su amo no se movía ni le daba una palmada en el lomo como hacía siempre que le lamía. Giró la cabeza hacia la casa cuando oyó el estruendo del choque del todo-terreno contra el portón. La amita. En su cerebro apareció el rostro de la niña Se lanzó en una carrera sobre la nieve. Las almohadillas de sus patas apenas rozaban el suelo. En pocos segundos cubrió la distancia hasta la casa y saltó clavando sus poderosos colmillos en la nuca del hombre que aguardaba junto al coche quebrándole las vértebras y arrancándole músculos, tendones y venas. El hombre no tuvo tiempo a reaccionar y cayó al suelo bajo el impacto de los más de cuarenta kilos de pastor alemán lanzados como un misil contra su cuello. Rocky no soltó el cuello y siguió desgarrando piel y carne hasta que el cuerpo dejó de agitar los brazos. Rocky tomó impulso para saltar contra el otro hombre aterrorizado que levantaba la escopeta intentando apuntar a aquel animal salvaje, pero antes de que pudiera disparar contra el perro Hugo apretó el gatillo de la escopeta Franchi desde el otro lado de la ventana rota y le hizo un boquete en la espalda del tamaño de un plato. El hombre saltó por el aire y cayó muerto encima del cadáver de su compañero. Rocky saltó sobre él y le mordió en la garganta arrancándole la tráquea. El motor del nissan traqueteaba dejando caer un chorro de líquido caliente sobre la nieve. Hugo abrió la puerta y Rocky saltó para entrar en la casa con el hocico empapado en sangre. El perro corrió escaleras arriba y arañó la puerta de la habitación en la que estaba la niña. Hugo y Gabi le persiguieron, deteniéndose a una distancia prudente del perro, que gimoteaba arañando la puerta. —Tranquilo, Rocky —susurró con suavidad Hugo. — Tranquilo. Todo está bien. Se acercó con la mano extendida para que el perro se la oliera. Rocky dejó de arañar la puerta y le lamió la mano. —Podéis abrir. Ya pasó todo. Eva corrió el cerrojo de la puerta y se asomó. El perro entró en la habitación y se acercó con la cabeza gacha hasta la niña, que le abrazó llorando. —Rocky, perrito. Rocky, dónde está papá, dónde está papá —repetía sollozando. Estaban en estado de shock. Nadie dijo nada durante un largo rato. Irene lloraba y Eva estaba encogida, sentada en el suelo sujetándose las rodillas con la cabeza gacha. El aire entraba helado por la ventana sin cristales y abajo se oía el motor en marcha del nissan. Hugo se frotó el cabello con la mano. Hace tan solo unos minutos recogían sus cosas felices, preparándose para continuar su viaje. Ahora se respiraba tragedia y muerte. Hizo lo único que se le ocurrió: bajó las escaleras y salió al exterior. Clavó una mirada llena de odio y estupor a aquel par de desalmados cuyos cuerpos yacían empapando la nieve de sangre y maldijo mirando el cielo. Anduvo como un sonámbulo hasta el todo-terreno y tiró de los cables que asomaban bajo el volante. Los indicadores parpadeaban en rojo. El motor se detuvo. Levantó el capó abollado y vio el radiador que rezumaba agua. —Malditos sean. Malditos. Gabi se acercó en silencio hasta el coche. —Estamos jodidos. Se han cargado el nissan. —¿Qué hacemos ahora? —Nos queda el coche de Mario. Tendremos que mirar si arranca. —No, me refiero a qué hacemos con la niña... Hugo cobró conciencia entonces de la situación. —Dios. A ver cómo le decimos que su padre ha muerto. —Tendremos que comprobarlo primero —dijo Gabi echando a correr por la carretera. Hugo le siguió. Antes de llegar sabían que estaba muerto. Un charco de sangre rodeaba el cadáver de Mario. Hugo se arrodilló y observó el cráneo destrozado. —Qué hijos de puta... Qué necesidad tenían de matarle... Si querían comida sólo tenían que haberla pedido. ¡Iban a tener una casa para ellos! ¿Por qué lo han hecho? —se lamentó. —Gabi, estamos en un tiempo en que la gente toma lo que puede. Desesperación, maldad... Tenemos que evitar las aldeas y pueblos. No podemos fiarnos de nadie... —¿Qué hacemos con la niña? — insistió Gabi. —Decirle la verdad. Tendremos que llevarla a La Finca. Regresaron a la casa lentamente. Eva e Irene esperaban en la puerta, con la niña entre ambas. El perro estaba sentado delante de ellas con la lengua colgando. Nubes de vaho surgían de su hocico con cada respiración. —Carmen —empezó Hugo. —¿Papá está muerto? —le interrumpió la niña muy seria. —Sí. La niña abrazó la muñeca con fuerza. —¿Me vais a cuidar vosotros? —Claro que sí, preciosa. Vamos a llevarte con los soldados. —No quiero ir con los soldados. Me voy con vosotros. —Escucha, creo que lo mejor es que... —No. Rocky yo vamos con vosotros. Sois amigos de papá —dijo con firmeza. Todos se miraron. —Recojamos las cosas y vayámonos entonces —sugirió Gabi. Entraron en la casa. La comida que había preparado Mario para desayunar seguía en sus platos. Hugo suspiró. Cogió las llaves del toyota de Mario que colgaban de un clavo y salió al exterior. Arrancó el coche. Tenía medio depósito de gasolina, según el indicador. Recogieron sus cosas y las guardaron en el maletero después de sacar el juego de cadenas y colocarlas. Eva había limpiado el hocico del perro con un trapo mojado.. Llenaron varias botellas de agua. El perro se negaba a entrar en el coche, y no lo hizo hasta que Carmen subió. Entonces saltó al interior y se tumbó en el suelo a los pies de la niña. —Vamos a ir un poco apretados — murmuró Hugo. Pusieron todas las armas en el suelo del copiloto. Antes de arrancar el coche Hugo se dirigió a la casa. —Tengo que hacer algo. Pasó por encima de los cuerpos de los dos asaltantes y entró en el salón. Cogió el hacha que había al lado de la chimenea y salió al exterior. Levantó el hacha por encima de su cabeza y de un solo golpe separó la cabeza del tronco del hombre al que había disparado. Hizo lo mismo con el segundo. —Despertaréis dentro de un rato y os daréis cuenta de que no tenéis un cuerpo. Deseo que sigáis así hasta que los animales os devoren los ojos, cabrones. Arrojó el hacha a un lado y regresó al coche. El silencio se podía cortar con una navaja. Aceleró con suavidad y salieron a la carretera dejando atrás aquella casa. Pronto echaron de menos el nissan. Conducir con cadenas era pesadísimo y además en cuanto bajaba un poco la velocidad las ruedas delanteras patinaban. Pasaron cerca de un par de aldeas sin detenerse. De vez en cuando Carmen sollozaba en silencio. Entonces Rocky levantaba la cabeza y le lamía las manos. Irene y Eva se turnaban para consolar a la niña, aunque no sabían muy bien cómo hacerlo. El cielo tornó su luminosidad cristalina en una oscuridad amenazante según avanzaban hacia tierras más altas. Algunos copos ligeros comenzaron a danzar delante del parabrisas. Se levantó entonces un viento frío y ululante que sacudía las ramas de los árboles y empujaba la nieve hacia la carretera. Pronto oscureció tanto que parecía que llegaba el crepúsculo. La nevada fue aumentando su intensidad hasta el punto de que los limpiaparabrisas apenas bastaban para apartar la nieve. Hugo encendió los faros del coche y adelantó el cuerpo para ver a través de aquella sábana blanca que se desplegaba ante sus ojos. Gabi sacó el mapa intentando localizar dónde estaban. Creían haber dejado un cruce unos kilómetros atrás, pero aquellas carreteras estrechas y cubiertas de nieve, sin apenas señalización, dificultaban enormemente la orientación. —Creo que teníamos que haber llegado ya a este cruce —dijo señalando el mapa. —Sigamos un par de kilómetros más. No me atrevo a dar la vuelta. Podemos quedarnos bloqueados. Cada vez era más difícil avanzar. Montículos de nieve acumulados en la carretera rozaban los bajos de coche cada vez con más frecuencia. Hugo tenía los nudillos blancos de la presión que ejercía en el volante para mantener el coche en línea recta. Gabi mantenía la respiración. Los faros del coche se reflejaron un cartel en la derecha de la calzada. —¿Qué ponía? —preguntó Hugo. —Astorga diez kilómetros. Carretera L— 133. —Mira a ver si hay alguna carretera que vaya desde Astorga hacia Asturias. —Sí —contesto después de consultar el mapa. — Hay una carretera que llega hasta... Villablino. Gabi marcó la ruta con un lápiz. —Desde Villablino hay una carretera que llega hasta Pola de Somiedo. Eso ya es Asturias, según el mapa. —Sí. Esa zona la conozco. Desde Pola de Somiedo se llega hasta El Valle. Es una carretera jodida, y más con nieve, pero no hay poblaciones, sólo algunas casas aisladas. Tardaron casi media hora en llegar a Astorga. —Esto es horrible: diez kilómetros en media hora. A este ritmo se nos hará de noche antes de llegar a las montañas — dejó caer Gabi. —Si llegamos —murmuró Hugo limpiándose el sudor de la frente con la manga. Pasaron por debajo de la autopista que rodeaba Astorga. —Ahora tenemos que coger la L— 451, Hugo. La ciudad estaba muerta. Vieron a lo lejos barricadas levantadas con troncos de madera cubiertas de nieve. La nieve también cubría las ruinas quemadas del Palacio Episcopal construido por Gaudí. Apenas el pináculo de pizarra de una de las torres permanecía erguido. La catedral había desaparecido. Lo fácil, en otras circunstancias, hubiera sido atravesar la ciudad para llegar a la carretera que partía del lado opuesto, pero ahora era inviable: habían ardido muchos edificios y las estrechas calles del centro parecían bloqueadas. Llegaron a un cruce en la parte norte de la ciudad después de un penoso avance entre coches abandonados y montañas de escombros bajo los cuales se adivinaban los huesos blanquecinos de los muertos. —A la derecha —indicó Gabi. Llegaron a una rotonda y vieron el cartel que marcaba L— 451. Una larga recta despejada les sacó de la ciudad. Eva e Irene se volvieron en el asiento para ver las ruinas de la orgullosa ciudad leonesa desvanecerse bajo la nieve, como una vieja película en blanco y negro que se atasca y arde por el calor de la bombilla del proyector: puntos negros y luego el blanco más absoluto. Un río discurría paralelo a la carretera. Pisaron una placa de hielo y el coche se ladeó. Con un volantazo Hugo logró enderezarlo. Disminuyó aún más la velocidad. Eva asomó la cabeza entre los dos. —Tenemos que encontrar un sitio para refugiarnos o nos saldremos de la carretera en una de estas. —Quiero alejarme lo más posible de Astorga, Eva. Continuaremos hasta que podamos —contestó Hugo con firmeza. Una hora mas tarde llegaban a un pueblo que la carretera atravesaba en una larga recta. No se detuvieron. Tampoco en el siguiente. Habían decidido tácitamente evitar cualquier núcleo urbano. Sólo se detendrían en una casa aislada y lo suficientemente segura para poder tener el coche controlado. Era su seguro de vida. Fuera la temperatura era de 8 grados bajo cero y todo parecía indicar que la cosa iría a peor. Sin coche estaban perdidos. Entraron en una zona boscosa. La carretera subía entre las estribaciones de la cordillera. Llegaron a un puerto de curvas muy cerradas. —Según el mapa después de un montón de curvas tenemos que coger un desvío hacia la izquierda por la carretera LE— 493 que nos llevará directos a Villablino. Yo pararía en ese tramo, si encontramos algo. No hay pueblos en kilómetros a la redonda. —Si encontramos un sitio adecuado, pararemos —contestó Hugo. Se sentía agotado y cada vez más irritado. Este trayecto se estaba convirtiendo en una pesadilla, y hubiera resultado un paseo con el nissan. Maldición, se dijo. En buena hora aparecieron aquellos criminales. Giró bruscamente al ver el desvío que le había indicado Gabi. El coche, sin embargo, decidió continuar hacia donde le llevaba la inercia. Hugo perdió el control y el coche giró sobre su eje. La carretera se movía delante de ellos como si estuvieran montados en un tiovivo. Irene chilló y notaron un fuerte impacto en la parte trasera del coche cuando éste se salió de la carretera y se quedó encajado en la profunda cuneta. —¿Estáis bien? preguntó Hugo dándose la vuelta. —Sí, sí. Bien —contestó Eva. Hugo aceleró, pero las ruedas delanteras patinaron sobre la nieve. —Bajaos del coche. Tú no, Carmen. Quédate dentro que hace mucho frío — dijo al ver que la niña se movía. Gabi se llevó las manos a la cabeza al ver cómo había quedado el coche. La parte posterior estaba hundida en la cuneta y los bajos del coche estaban apoyados en el vértice de asfalto, de tal modo que las ruedas delanteras apenas rozaban la calzada. Hugo hizo que Irene y Gabi se sentaran en el capó para que con el peso de sus cuerpos el coche ganara aplomo en el eje delantero. Se metió dentro del coche y aceleró. Sólo consiguió hacer patinar las ruedas. Empujaron el coche y lo intentaron levantar por la parte de atrás hasta que se rindieron. —Hay que abandonar el coche. Saquemos las mochilas, la comida y las armas y continuemos andando. No hay otra. —Carmen no puede caminar con toda esta nieve. No lleva más que unas zapatillas deportivas y apenas tiene ropa de abrigo. Sólo un chubasquero y un par de jerséis. No resistirá este frío —dijo Irene. —Pues hay que abrigarla. La llevaremos en brazos. Nos turnaremos Gabi y yo. Eva sacó un grueso jersey y se lo puso a la niña. También le puso dos pares de calcetines encima de los que llevaba puestos y le puso con bastante esfuerzo las zapatillas deportivas. Le subió la capucha del chubasquero y la cerró hasta la nariz. El perro contemplaba la escena con las orejas levantadas y la cabeza ladeada. Cargaron las mochilas a la espalda. Hugo se metió una pistola en la cintura y cogió en brazos a Carmen. —Bueno, no pesa tanto. Estás delgadita, Carmen. Mira, rodéame la cintura con las piernas y así será más fácil —le dijo sonriendo a la niña. Comenzaron a caminar. Irene llevaba colgada la escopeta de Mario del hombro y Gabi llevaba la franchi colgada del hombro derecho apuntando hacia el suelo. Por la abertura de la mochila asomaba la punta de la palanca y el mango del hacha. Con la otra mano ayudaba a caminar a Eva, a la que habían liberado de casi todo el peso de su mochila. —¿Vas bien? Nadie contestó. Sólo se oían los resoplidos del esfuerzo que suponía caminar sobre tanta nieve. Avanzar era penoso. Las ráfagas de aire helado arrojaban nieve contra sus rostros. Carmen hundió su carita contra el cuello de Hugo, que notaba el cálido aliento de la chiquilla en su piel. El perro caminaba pegado a sus piernas sin perder de vista a la niña. La carretera, después de un pequeño tramo, iniciaba un repecho que se antojó agotador. Se detuvieron un instante debajo de un enorme árbol que colgaba sus ramas sobre la carretera. Más adelante ésta se internaba por un tramo excavado entre rocas que parecía ofrecer un poco de refugio contra el viento. Al terminar ese tramo las ráfagas les golpearon con fuerza. La carretera serpenteaba ascendiendo y desde el profundo barranco subían rachas de viento que les empujaban contra la pared. No podrían seguir mucho más tiempo así. Morirían congelados si no encontraban un lugar donde guarecerse. Vieron un sendero que descendía por el barranco. Era prácticamente un surco excavado entre las rocas. Hugo esperó a que Gabi se pusiera a su altura y señaló con la barbilla. —A dónde crees que llevará... La tormenta de nieve no dejaba ver apenas a una docena de metros de distancia. —A saber. —¿Te atreves a bajar unos metros a echar un vistazo? —Claro. Esperad aquí. Gabi dejó caer la mochila y se acercó al sendero. Era un camino en zigzag que descendía por aquella pared casi vertical. Con mucho cuidado para no resbalar empezó a seguir aquel camino. Le vieron desaparecer barranco abajo. El resto del grupo se pegó a la pared de piedra del otro lado de la carretera para guarecerse del viento cortante que subía por el barranco. Hugo posó suavemente a Carmen en el suelo y se abrió el anorak para protegerla del frío. Un cuarto de hora después apareció Gabi. Vieron su cabeza asomar por aquel barranco y después el resto del cuerpo. Se acercó hasta donde estaban ellos frotándose las manos. —Buenas noticias. Hay una especie de refugio de piedra. Parece un establo o quizás sea una caseta de pastor. No he podido abrir la cerradura, pero no nos costará trabajo con la palanca. Hay que bajar con cuidado para no resbalar. Iniciaron el descenso. Gabi iba el primero, seguido por Irene y después Eva. Hugo cerraba la comitiva con la niña en brazos, que temblaba como una hoja por el frío y tenía los labios azulados y agrietados. Se detuvo a los pocos metros y miró a Carmen a los ojos, muy serio. —Carmen. Tienes que andar tú. Son sólo unos metros. Si te llevo en brazos puedo resbalar y caeremos por el barranco. ¿Podrás? La niña asistió temblorosa. La cogió de la mano, que estaba helada. Dios. Nunca había tocado una mano tan fría. Según descendían por aquel sendero iban notando que el viento perdía su fuerza. Escuchaban su ulular allí arriba, al chocar contra las rocas de la pared, pero conforme se alejaban de la carretera era como si entraran en una zona de calma, como si estuvieran en el ojo de un huracán. Vieron las toscas paredes de piedras irregulares de la cabaña. Era una estructura cuadrada de apenas dos metros de altura en un repecho, bajo el cual arrancaba lo que parecía un suave valle que descendía hacia el sur. Tenía el techo de uralita parcialmente cubierto con lascas de pizarra negra. El muro posterior de la cabaña estaba apoyado directamente en la pared del barranco. Hugo sacó la palanca de la mochila de Gabi y reventó la cerradura de un tirón. El suelo era de losas de piedra irregulares y gastadas por el uso. Apenas tenía veinte metros cuadrados. Dentro la oscuridad era absoluta. Entraron rápidamente y cerraron la puerta sujetándola con la palanca, a modo de tranca entre una argolla de hierro clavada en la madera y la pared. Carmen temblaba de forma incontrolable. Hugo rebuscó en la mochila hasta encontrar la linterna y la encendió. Recorrió rápidamente el refugio. Sintió una alegría enorme al ver algo que les iba a salvar la vida. —¡Bien! ¡Una estufa! Hay que encenderla ya. Carmen está congelándose. Colgó la linterna de un clavo que había en la pared para tener las manos libres. Junto a la estufa había un montoncito de leña y algunas ramas secas. Con las manos temblorosas abrió la trampilla de la estufa de hierro. Gabi rompió las ramitas y las metió en el interior. Sacó un mechero y aplicó la llama a la punta de una astilla hasta que empezó a arder. La metió dentro de la estufa. Rezaron para que las ramitas prendieran. El tiro de la estufa silbaba por el aire. Temieron que apagara las incipientes llamas, pero el efecto fue el contrario: era como si alguien estuviera insuflando aire con un fuelle en el interior de la estufa. En pocos minutos el fuego ardía con viveza. Metieron un par de troncos delgados y cerraron la trampilla. Hugo desenrolló su saco y la fina colchoneta de espuma gentileza de los militares y la extendió al lado de la estufa. Cogió a Carmen y la llevó hasta allí. Le quitó las zapatillas y los calcetines y le frotó los pies helados. Eva le frotaba las manos. Pronto la niña dejó de temblar. Gabi examinó aquel reducido espacio. En una esquina había una pequeña mesa de madera redonda y un taburete. Sacó el hacha e hizo trizas la mesa y el taburete ante la mirada estupefacta de Irene. —¿Te has vuelto loco, tío? —Irene, esa leña no durará mucho. Necesitamos madera. —Gabi tiene razón. Tenemos que salir a buscar más. No sabemos cuánto durará esta nevada. De hecho, voy a buscar leña. —Voy contigo Ache. —Vale. Vosotras quedaos aquí. Calentad unas latas mientras tanto. Gabi y Hugo abrieron la puerta y salieron al exterior. La nieve les llegaba casi hasta las rodillas. Avanzaron por el valle alejándose de la casa en línea recta. Para regresar bastaría con orientarse con la pared del barranco. Caminaron durante un buen rato hasta llegar a la orilla de un arroyo. Vieron montículos de nieve extrañamente regulares. —Ovejas muertas. —Espero que no ande por aquí el pastor —murmuró Gabi. —No lo creo. No creo que haya nadie vivo ni muerto en kilómetros a la redonda. Vieron un árbol seco junto a una valla de piedra medio derruida. Turnándose con el hacha lo cortaron por la base. Estaba medio podrido, así que no costó demasiado reducirlo a pedazos de madera manejables. Cuando la estufa estuviera lo suficientemente caliente ardería sin dificultad. Regresaron al refugio con un par de buenas brazadas de leña. Dentro la temperatura empezaba a ser soportable y un agradable aroma a comida caliente flotaba en el aire. Las chicas habían encontrado una cacerola vieja en una esquina. La habían lavado metiendo nieve en el interior y poniéndola encima de la estufa hasta que hirvió el agua. Después vaciaron dentro tres o cuatro latas de lentejas y un puñado de arroz. Añadieron un poco de agua y aquel guiso borboteaba aromático y apetecible. Gabi sonrió y sacó cuatro cucharas de la mochila. —¿Y esto? —preguntó Eva sorprendida. —Las cogí de La Finca cuando preparamos la huida. Pensé que podría sernos útiles. Yo también tengo ideas. —Pues es una idea genial. A nadie se le ocurre acordarse de las cucharas hasta que las necesita. ¿No tendrás también un par de platos, por ahí? —No —contestó Gabi riéndose. — Mira, la próxima vez lo tendré en cuenta. Pero sí tengo también unos cuantos rollos de papel higiénico. Eso sí que es fundamental, sobre todo con tanta lenteja como estamos comiendo últimamente. Todos rieron a carcajadas. El perro, tumbado en la colchoneta al lado de Carmen agitó el rabo contento y ladró un par de veces. —Tú también comerás, perrete —le dijo Hugo acariciándole la cabeza. Después de comer el estado de ánimo de todos mejoró. Aún así a Hugo se le notaba la preocupación en el rostro. Gabi se sentó junto a él, alejados de la estufa. —¿Estás bien? —Estoy preocupado. Tenemos poca leña y deberíamos racionar la comida. Somos cinco y un perro. —La leña no es problema. Siempre podemos salir y buscar más. —¿Tú has visto como está nevando? Apenas ha empezado el invierno y parece que estemos en Siberia. —Parará en algún momento. —Ya, claro. Parará... o no. Igual nieva durante una semana y cuando salgamos nos encontramos con dos metros de nieve. ¿Cómo vamos a salir de aquí? Me preocupa sobre todo la niña. Ni siquiera tiene ropa de abrigo. Casi se nos congela ahí fuera en menos de una hora. Gabi se frotó la barbilla pensativo. —¿Qué sugieres? —No lo sé. Estoy pensando. Quizás uno de nosotros debería salir a buscar ayuda antes de que la cosa se ponga imposible. —¿Buscar ayuda? —preguntó Gabi elevando un poco la voz. Eva giró la cabeza hacia ellos. — ¿Buscar ayuda dónde? —repitió en voz baja. —En El Valle. —Mira, Ache. Ya sé que tú tienes esperanzas, y todos queremos tenerlas contigo, pero dado lo que hemos visto hasta ahora, ¿crees de verdad que allí ha continuado la vida como si nada hubiera pasado? —No sólo lo creo, sino que estoy seguro. Cada vez más. Analiza lo que hemos encontrado hasta ahora: un laboratorio del Ejército con una treintena de personas que viven en completa seguridad, un viejo que había sobrevivido en un pueblo abandonado hasta que llegamos nosotros, un padre y una hija que aguantaron perfectamente en un hotel rural durante más de tres meses... tú e Irene. Eva, yo, Gonzalo, los asesinos... Nos hemos cruzado con un número relativamente alto de supervivientes sin hacer esfuerzos: simplemente encontrándolos por el camino. Tiene que haber miles más ahí fuera, y ahora, gracias a esta nevada muchos tienen la oportunidad de salir de sus refugios a buscar comida con seguridad... Estoy seguro de que mi mujer y mi hijo se encuentran bien en El Valle. Conozco esa zona y sé que es fácil de proteger. Está rodeada de montañas y tiene todo lo que un ser humano necesita para vivir. Hay un río, hay peces, hay ganado, hay leña... —Vale, vale, me has convencido. Cuéntame tu plan. —Mi plan es simple: continuar por la carretera hasta allí. Los demás os quedaréis aquí, con casi toda la comida. Mañana salimos tú y yo y cortamos toda la leña que podamos y después yo me largo con un par de botellas de agua y algo de comida. No debería tardar más de un par de días en llegar. Gabi se quedó mirando a su amigo. Iba a decirle que era una locura, pero vio tal determinación en su mirada que no se atrevió a expresar lo que pensaba. Asintió con un movimiento de cabeza. Eva, que había estado pendiente de la conversación se acercó hasta ellos. —Me parece una locura —dijo en voz baja. —Ya está decidido, Eva. O hacemos lo que he dicho, o en una semana estaremos todos muertos. Dentro del refugio era imposible saber si era de día o de noche, pero sabían que la tormenta continuaba con fuerza. El aire silbaba al penetrar por el hueco por donde salía el tiro de la estufa. De vez en cuando Hugo se levantaba y abría un poco la puerta para ver el exterior. La capa de nieve era cada vez más gruesa pero tenían suerte de que la puerta se abriera hacia el interior del refugio, sino hubiera llegado un momento en el que no podrían siquiera salir. Extendieron las colchonetas para pasar la noche. Aunque Gabi y Hugo ofrecieron su saco para que lo usara Carmen, Eva les convenció de que las dos podrían acomodarse dentro del suyo. Pronto quedaron dormidos. El día había sido largo y estaban exhaustos. De vez en cuando una ráfaga de viento especialmente violenta hacía vibrar el tiro de la estufa y alguno abría los ojos asustado. 30 Al amanecer Hugo despertó por la ausencia de ruido. La calma era absoluta. Salió del saco y abrió la puerta. La nieve llegaba hasta la mitad, como una ola que se hubiera detenido congelada contra la madera que les separaba del exterior. Fuera había casi un metro de nieve, pero el sol asomaba por detrás de las montañas. El valle entero mostró su esplendor: una extensión blanca y ondulada descendía suavemente hacia el río. Grupos de árboles formaban bosquecillos aislados diseminados por los prados. Bajo la nieve asomaban apenas viejas vallas de piedra que delimitaban campos donde hasta no hace muchas semanas pastaban las ovejas. El paisaje era de una belleza sobrecogedora. Hugo avanzó con dificultad entre la nieve para alejarse unos metros y se volvió para contemplar la pared casi vertical en la que se apoyaba el refugio y por donde habían descendido la tarde anterior. Se admiró de que hubieran conseguido descender por ese camino en aquellas condiciones sin despeñarse. Hacía frío, pero era soportable. Hugo echó un vistazo al reloj de Gonzalo y comprobó la temperatura: dos grados bajo cero. Tenía que aprovechar la ocasión. Cuanto entró de nuevo en el refugio Gabi se estaba despertando. Le hizo un gesto con la cabeza para que saliera con él fuera. —Me voy. No parece que vaya a nevar hoy y la temperatura es soportable. Tengo que aprovechar esta oportunidad. Encárgate tú de cortar la leña. Aprovecha el día y consigue toda la que puedas, aunque tengas que cortar un árbol. La leña se secará en el interior de la cabaña si los trozos son pequeños y los pones junto a la estufa. No la malgastes. —Sí, no te preocupes. Entraron en la casa y sin hacer ruido prepararon la mochila de Hugo. Guardó algo de embutido y un par de botellas de agua. Un paquete de cigarrillos y un mechero. Una de las linternas, un rollo de vendas y de esparadrapo, un saco y una colchoneta que enrolló y sujetó en la mochila, un par de calcetines secos, uno de los capotes militares que habían encontrado en el nissan y el mapa de carreteras. —No necesito más. Como mucho tardaré dos días en llegar. Gabi le ofreció la escopeta franchi, pero Hugo la rechazó. —Pesa mucho y es mejor que la tengáis vosotros. Con una pistola me basta —susurró. Se puso el anorak y se abrazaron. —Me voy antes de que se despierten. —Suerte, hermano, susurró Gabi. Vuelve a por nosotros. —Claro. Hugo se dio la vuelta para que Gabi no viera sus ojos húmedos y salió del refugio. Gabi trancó la puerta y apoyó la frente en la madera. Desde su saco Eva había contemplado toda la escena en silencio. Cerró los ojos con fuerza y ahogó un sollozo. Hugo alcanzó rápido la carretera. Subir por aquel camino de cabras era más fácil que bajar. La dificultad empezaba ahora. Avanzar con tanta nieve era agotador. Cada paso exigía levantar la pierna y clavarla en más de medio metro de nieve. Se percató de que el lado de la carretera pegado a la falda de la montaña tenía menos nieve, lo que facilitó la tarea de avanzar. Aún así, cada cien metros tenía que detenerse a recuperar fuerzas. Pronto estaba sudando. Notaba la espalda húmeda y pegajosa. Se quitó el anorak y se sacó el jersey, que guardó dentro de la mochila. Desde la carretera, que era como un enorme mirador colgado de la montaña, contemplaba un espectacular paisaje que se perdía en el horizonte. A lo lejos, hacia el sur, se veían las torres de iglesias y los tejados de pequeñas aldeas cubiertos por la nieve. Ni rastro de columnas de humo. El aire era límpido, transparente, como si aquella mañana hubiera sido la primera mañana de la creación. Pensó de repente que el humo que expulsara la chimenea del refugio se vería desde muchos kilómetros de distancia. Tendría que haberle dicho a Gabi que no la encendiera hasta que oscureciera, maldita sea. Luego se consoló pensando que aquel chaval era inteligente y quizás pensara lo mismo... Además, qué más daba que alguien viera el humo. Quizás incluso fuera alguien que pudiera ayudarles. Un indicador señalaba el punto kilométrico de la carretera. Hugo tomó nota mentalmente para localizar el sitio cuando volviera para rescatar a sus amigos. —Rescatarles... ¿Y si no encuentro a nadie? Morirán en esa jodida cabaña. Bueno. Si no encuentro a nadie seguro que encuentro un vehículo para volver a por ellos. Coño. Será por vehículos... — se consoló —Todo el parque móvil del jodido planeta está disponible para mí... sólo tengo que elegir el que más me guste. Llevaba más de una hora caminando cuando decidió regalarse el primer descanso. Se sentó en una roca que asomaba entre la nieve junto al estrecho arcén. Sacó una botella de agua y bebió un trago. Después dio un mordisco a un trozo de chorizo. Bebió más agua y decidió encenderse un cigarrillo. —Menudos hábitos de vida saludable —se dijo en voz alta. — Para desayunar chorizo y un pitillo... Así no llegaré a viejo... Consultó el mapa y calculó la distancia y el tiempo que le llevaría acercarse al pueblo más cercano. Reconfortado, se puso en marcha de nuevo. Eran las ocho de la mañana y le quedaba mucho camino por delante hasta llegar a Villablino. Veinte kilómetros, según sus cálculos. A este ritmo no llegaría antes del anochecer. Tendría que encontrar un refugio o una casa para pasar la noche. Según el mapa, a medio camino de Villablino había un pueblo llamado Murías. Podría ser un buen sitio para acampar, pero tendría que ser cuidadoso. La experiencia sufrida a lo largo del viaje demostraba que el porcentaje de buena gente que podía encontrar igualaba al porcentaje de mala gente. No podía permitirse no llegar a su destino. No tanto por conservar su propia vida, sino porque sabía que la supervivencia de su grupo de amigos, su otra familia como los consideraba ya, dependía del éxito de su misión. Su mente divagaba mientras caminaba. Imaginó el encuentro con su mujer y su hijo y una sonrisa apareció en su rostro. Pero la imagen de Eva, su mirada gatuna, sus largas pestañas y su cabello oscuro, ocuparon de repente su mente. En ese momento le dieron más miedo las explicaciones que tendría que dar sobre su relación con Eva que cualquier otra cosa, incluyendo un ejército de podridos corriendo hacia él. Se consoló pensando que lo importante es que estuvieran todos vivos. Lo otro ya se arreglaría. Deseaba encontrarse con su mujer y su hijo más que cualquier otra cosa en el mundo, pero no podía apartarse a Eva de la cabeza. El reflejo del sol sobre la nieve comenzaba a molestarle. Rebuscó en la mochila recordando que tenía unas gafas de sol que no había vuelto a utilizar desde que huyera de su casa. Las encontró. Abrió el anorak hasta la cintura. Afortunadamente la nieve era compacta y no llegaba a mojar sus pies. Había metido los pantalones dentro de los calcetines para evitar que la nieve se colara dentro de los pantalones. Siguió caminando. Se detuvo a descansar un par de horas más tarde. Al salir de una curva vio en la lejanía los tejados de las casas de Murías. Con suerte, tardaría tres o cuatro horas en llegar. Se sentía agotado pero no podía desfallecer. La visión del pueblo desaparecía en cada curva para aparecer al culminar la siguiente. Tenía la sensación de que la distancia era siempre la misma, que no avanzaba. Estaba tardando una hora, o incluso más, por cada kilómetro que recorría. Sentía los músculos de las piernas agarrotados y sabía que al día siguiente le costaría incluso ponerse de pie. El avance fue haciéndose cada vez más penoso y cada vez necesitaba más tiempo para recuperar las fuerzas. Las paradas eran cada vez más frecuentes. Le vino a la mente imágenes de documentales que había visto sobre travesías en el Polo Norte o el Polo Sur. Iban mejor equipados y caminaban sobre esquís o sobre raquetas de nieve. Él no tenía ninguna de esas cosas, ni siquiera un puñetero bastón para ayudarse. Empezó a dudar de sus fuerzas. Estaba tan cerca, y sin embargo cada paso se sentía más lejos de su destino. No podía rendirse. Si ahora se levantara una ventisca estaba perdido. Miró el cielo, de un azul intenso. Por lo menos eso no pasará en las próximas horas, se consoló. Miró el reloj una vez más. Llevaba casi diez horas caminando y la luz de la tarde declinaba. Por fin vio las primeras casas del pueblo a menos de un kilómetro. El pueblo era de gran belleza, erguido junto a la ladera de la montaña. Los edificios eran de piedra oscura, cubiertos por tejados muy inclinados de pizarra o de paja, preparados para las grandes nevadas. Cuando la nieve se acumulaba sobre el tejado la inclinación hacía que grandes bloques de nieve se deslizaran hasta caer al suelo. Un bosque de abedules crecía en las cercanías del pueblo Se detuvo intentando detectar rastros de vida. Permaneció durante un buen rato mientras las sombras iban cubriendo los campos. Quizás cuando fuera noche cerrada viera algún resplandor de luz en alguna ventana, indicios de una chimenea encendida, de una vela o algo que indicara que allí había vida. Esperó largo rato hasta que la oscuridad fue total. Detrás de las cumbres apareció la luna. Era cuarto creciente pero su leve y plateada luz se reflejaba en la nieve iluminando el paisaje con un extraño resplandor, arrancando brillos de diamante en los cristales de la nieve. Hugo se ajustó el anorak, pisó el cigarrillo que se estaba fumando y se aproximó al pueblo. Era como caminar sobre polvo de estrellas. La temperatura estaba descendiendo rápidamente. El termómetro del reloj marcaba tres grados bajo cero. Se aproximó hasta la primera casa y se detuvo junto a la puerta. Era, como el resto de casas del pueblo, de piedra oscura y pizarra. Pegó la oreja a la madera sin detectar ningún sonido. Empujó la puerta ligeramente. Cerrada. No quería arriesgarse a hacer ruido. Tendría que encontrar la manera de entrar en una casa de forma silenciosa. Caminó hasta el siguiente edificio. Era una tosca construcción del mismo estilo que el anterior. Parecía un antiguo establo o un pajar restaurado. Las ventanas eran pequeñas, apenas unos boquetes cuadrados practicados en los muros. La puerta tenía un picaporte. Lo movió y ante su sorpresa, la puerta se abrió con suavidad. Sacó la linterna e iluminó en interior. Estaba vacío. Pero vacío en toda la extensión del término. Unos sacos de cemento y una pila de ladrillos indicaban que aquel pajar o lo que fuera estaba siendo rehabilitado pocos meses atrás. Había una pila de viejas vigas de madera y diverso material de construcción. Una escalera de pintor llena de pegotes de cemento subía hasta un altillo de tablones. Aquel edificio no era más que cuatro paredes y un tejado, pero serviría. Hugo cerró la puerta y dejó la mochila en el suelo. Dejó la linterna enfocada contra una pared para que iluminara lo imprescindible y movió varios sacos de cemento hasta la puerta para bloquearla. Cogió la mochila y subió por la escalera de pintor hasta el altillo. Sacó la pistola de la cintura del pantalón y la dejó en el suelo. Extendió el capote y desenrolló encima la colchoneta y el saco de dormir. Bajó a por la linterna y subió de nuevo. Tiró de la escalera para subirla. Si alguien conseguía derribar la barrera de sacos de cemento tendría tiempo de sobra allí arriba para prepararse. Sacó una botella de agua y dio un largo trago. Estaba sediento. Acabó la botella. Aún le quedaba otra. Esperaba que fuera suficiente para llegar a Villablino. Después sacó algo de comida. Encendió un cigarrillo y miró por un ventanuco al exterior iluminado por la luna. En el cielo no había ni una nube. Desde su atalaya veía el bosque, el perfil oscuro de las montañas, casas vacías... Se quitó el calzado húmedo y lo metió dentro del saco. Tenía los pies helados. Se quitó los calcetines y se puso el par que le quedaba seco. Se aseguró de que la pistola estaba al alcance de la mano. Se metió en el saco y se encogió para entrar el calor. Aquellos sacos militares eran buenos, pero quizás no lo suficiente para mantener el calor con una temperatura tan baja. Estaba tan agotado que quedó prácticamente inconsciente. El intenso frío había convertido aquel cascarón vacío en una nevera. Se despertaba cada dos por tres acuciado por la humedad que le había penetrado hasta los huesos. Sentía los pies ateridos y no había forma de entrar en calor. Dormía unos minutos y se despertaba por el frío. Antes del amanecer salió del saco. Bajó temblando y echó un vistazo por una de las ventanas. Era aún de noche, pero según su reloj estaba a punto de amanecer. Recogió sus cosas y retiró la barricada. Bebió un trago de agua casi helada y salió al exterior. La nieve estaba dura. La capa superficial se había congelado y cada paso suponía quebrar aquella corteza de hielo, asentar el pie e iniciar el mismo proceso con la otra pierna. Así no podría llegar muy lejos. Tardó casi una hora en dejar atrás el pueblo. La carretera iniciaba una suave pendiente que serpenteaba entre los árboles. Decidió salirse del camino. Bajo las copas de los árboles parecía haber menos nieve y sería más fácil avanzar. Las gruesas ramas de los abedules, los castaños y los robles que crecían cerca de la carretera habían propiciado que debajo la capa de nieve fuera menos gruesa. Le pareció oír el rumor de un río. Clareaba ya, aunque no tendría la suerte del día anterior: el cielo era una masa compacta y sin fisuras de color gris algodonoso. Siguió el sonido del agua hasta llegar a un arroyo que discurría paralelo a la carretera. Si no podía caminar sobre la nieve, sí podría hacerlo por la orilla, aunque tuviera que mojarse los pies. El río bajaba con relativa fuerza, pero en las orillas la capa de nieve era mucho menos gruesa. Ahora avanzaba a buen paso, sorteando rocas y pisando el agua que lamía la orilla fangosa del río. Caminó de un tirón durante un par de horas. El dolor que había sentido en los músculos de las piernas había desaparecido gracias al ejercicio intenso y sin piedad al que se estaba sometiendo. Echó un vistazo atrás. El pueblo había desaparecido de la vista. Añoró entonces el refugio donde aguardaban sus amigos. Les imaginó calentitos y confortables en aquella cabaña. No era más que un montón de piedras, pero era segura y acogedora. El arroyo transcurría entre prados nevados y árboles, deslizándose ajeno a todo. Parecía que sólo existía por que él estaba allí para recorrer su orilla, para oír el rumor de aquel agua cristalina. El viento arreciaba recogiendo humedad del caudal. Sintió un escalofrío y se protegió el rostro como pudo con la capucha. Por ese camino el avance era más fácil, pero mucho más frío. Intentó calentar las manos en los bolsillos del anorak. Notaba los nudillos agrietarse. Después de coronar una loma el viento le golpeó con fuerza en el rostro. Arrastraba polvo de nieve. Se puso las gafas de sol y agachó la cabeza. Empezó a nevar de nuevo y Hugo maldijo. Unos metros más adelante levantó la mirada del suelo al escuchar un chapoteo. Se detuvo. Vio un podrido en la otra orilla intentando sortear torpemente la maleza que crecía parcialmente cubierta por el agua. No corrió. El podrido estaba en un estado lamentable. Jirones de piel y carne ennegrecida le colgaban por todas partes. Tenía las piernas tan hinchadas que las rodillas habían desaparecido cubiertas por la carne tumefacta que colgaba sobre las articulaciones. No llevaba ropa, pero era imposible saber si alguna vez había sido un hombre o una mujer. Extendió unas manos que eran apenas unos muñones sin dedos hacia él, pero era incapaz de desenredarse de entre la maleza. Hugo observó los inútiles intentos de aquella criatura durante unos segundos. Después fijó la mirada de nuevo en el suelo y continuó su camino. Miró hacia atrás. Aquel pugnaba inútilmente por moverse. Pronto le perdió de vista. Un par de horas más tarde llegó al lugar donde se iniciaba el arroyo: una laguna. Más allá se veían las primeras casas de Villablino. Hugo regresó a la carretera y caminó hacia al pueblo. Tenía un hambre atroz y hubiera cambiado diez años de vida por una chimenea y una ducha de agua caliente. Le pareció ver gente en la calle, inmóviles como maniquíes abandonados. Se agachó detrás de un arbusto con el corazón acelerado. Mierda, aquel sitio estaba lleno de podridos. Ni siquiera podría atravesarlo. Sacó el mapa de la mochila y lo estudió. La carretera que iba a Pola de Somiedo empezaba un poco antes de llegar a Villablino. Sólo tendría que atravesar unos centenares de metros de campo a través hacia el norte para llegar hasta ella. Respiró hondo y avanzó hundiéndose en la nieve a cada paso. Aquello era peor que la carretera. Campo a través era una lotería. Tropezaba con pedruscos enterrados en la nieve o metía el pié en hondonadas y acababa enterrado hasta la cintura. Por fin vio la cinta blanca de la carretera. Creyó que supondría un alivio caminar sobre terreno seguro, pero estaba equivocado. La carretera serpenteaba entre los montes cada vez más abruptos y amenazadores. Perdió la noción del tiempo. Se detenía boqueando sin aliento. Le ardía la garganta y el agua de la botella estaba tan fría que le costaba beber. Se metía en la boca un pequeño buche y lo calentaba antes de tragarlo. Tenía miedo de deshidratarse, pero no podía hacer otra cosa. Sacó fuerzas de alguna reserva que desconocía que tuviera y avanzó, luchando contra aquella muralla de nieve que cada vez le costaba más vencer. Notó que la cabeza se le iba. Se detuvo, quedándose clavado como una estaca en medio de aquella masa blanca. Lloró de desesperación. Avanzó un poco más. Llegó un momento en que no sentía ya los pies. Las uñas de las manos le sangraban de arañar la nieve. Avanzaba por una inercia vital que le empujaba a subir por aquella carretera infernal. Perdió la noción del tiempo y se olvidó de dónde estaba ni a dónde iba hasta que se dio cuenta de que encontraba frente a la puerta de una casa y que una mujer le miraba fijamente. Se desplomó. 31 ¿Cuántas horas habían pasado?. Lo ignoraba. Sentía los hombros agarrotados. Abrió los ojos y vio, entre la penumbra, un techo azul celeste cruzado por vigas de madera barnizadas. Estaba sobre una cama y tenía los brazos estirados hacia atrás. Tiró de ellos, pero sintió un dolor en las muñecas. Se dio cuenta de que las tenía atadas con cuerdas al cabecero. Intentó levantar la cabeza, pero en aquella posición sólo pudo elevarla unos centímetros. Lo justo para ver que estaba completamente desnudo. Vio su pecho y su vientre, y su pene reposando ladeado hacia la izquierda, como un grueso gusano dormido. Más allá sus piernas abiertas y al final sus pies, sujetos con cuerdas a los postes de la cama. Ladeó la cabeza y logró enfocar una puerta abierta por donde entraba un leve resplandor anaranjado. Luz de velas. Oía trajinar a alguien más allá de aquel rectángulo de luz. Recordó a una mujer que le miraba en la puerta de una casa antes de desmayarse. Sentía la boca pastosa y la lengua hinchada y le ardían las manos y los pies. Movió los dedos de las manos y notó la piel pegajosa, como si le hubieran aplicado crema, o grasa. Carraspeó. Un dolor como de agujas clavándose en la garganta le hizo cerrar los ojos con fuerza. Sentía como si tuviera una bola de carne en la garganta que raspaba cuando tragaba saliva como si en lugar de saliva estuviera tragando trocitos de cristal. Su carraspeo provocó un movimiento de pasos hacia aquel rectángulo de luz anaranjada. Los pasos se detuvieron en el umbral y pudo percibir una figura. Le hubiera gustado frotarse los ojos para retirar las legañas pegajosas que le impedían enfocar la vista, pero no podía. Volvió a carraspear. —Bien. Ya has despertado. Era una voz femenina con un deje autoritario y seco, carente de cualquier amabilidad. —Estabas medio congelado. Te tuve que quitar la ropa y darte friegas de alcohol. Tu ropa se está secando junto al fuego. —Mis manos, mis pies... —acertó a balbucear. —Te duelen, claro. Tenías quemaduras por el frío. Te he untado crema. —¿Dónde estoy?. ¿Quién es usted?. Su voz era gutural, ronca. La figura se dio la vuelta y desapareció en aquel resplandor naranja como si hubiera sido succionada. Se quedó dormido. Despertó de nuevo al notar un líquido caliente en la boca, sabroso y denso. Alguien le sujetaba la cabeza con la mano para que pudiera beber de un cuenco. Cada trago era un esfuerzo. Su garganta raspaba como si estuviera tragando un puré de arena. Se atragantó un par de veces y tosió, expulsando parte del líquido caliente por la nariz. La mujer que sujetaba el cuenco, sentada a un lado de la cama, le limpió con una servilleta. Cuando terminó el cuenco, aquella mujer se levantó y salió de la habitación. Seguía desnudo y atado a la cama, pero ahora una manta cubría su cuerpo. Gritó con una voz cavernosa que no parecía la suya. Cerró los ojos. Se durmió. Muchas horas después despertó de nuevo. Entraba algo de luz por las rendijas de la contraventana de madera. Se encontraba mucho mejor. Tenía unas ganas horrorosas de orinar. —¡Por favor!, ¡Oiga! La puerta se abrió. —Parece que ya estás mejor. Te has pasado la noche hablando en sueños, pero no entendía lo que decías. —Por favor. Necesito mear. La mujer desapareció, pero regresó en seguida. Traía algo en la mano. Tiró de la manta descubriendo su cuerpo. La mujer agarró su pene con decisión y lo introdujo en una especie de botella de cuello ancho. —Mea. —Quiero levantarme. Suélteme. —Mea, ordenó. Intentó relajar sus músculos. No era fácil hacer lo que aquella mujer le pedía. No era fácil ordenar a su esfínter que obedeciera en aquella postura, con aquella mujer sujetando la base de su pene para que no se saliera de un recipiente frío. Cerró los ojos y se imaginó que estaba orinando. Funcionó. Notó como el pis salía disparado llenando casi la botella. La mujer sonrió. Retiró el recipiente y salió de la habitación cerrando la puerta. —Suélteme, por favor —rogó en voz baja. Suélteme. Una hora más tarde la mujer entró de nuevo en la habitación. Llevaba un cuenco humeante en la mano. Lo dejó en la mesilla y se dirigió a la ventana para abrir la ventana. La luz, después de tantas horas de oscuridad, le cegó. Cerró los ojos y los abrió despacio, una rendija nada más para acostumbrarse al resplandor. La mujer se sentó a su lado y cogió el cuenco. Le levantó la cabeza con la mano y le ayudó a beber. —¿Quién es usted y por qué me tiene atado? —Llegaste medio muerto. No sé quién eres ni qué quieres. No son tiempos para acoger a cualquiera en casa. Observó a la mujer. Era delgada y llevaba el pelo rubio sujeto en la nuca. Hugo pensó que debía rondar los cuarenta años. Era guapa. Tenía los pómulos marcados y la piel muy blanca. Los ojos eran azul oscuros, grandes, pero su mirada era dura, como si le estuviera analizando. —¿Por qué estoy desnudo? La mujer se rió. —Tu ropa estaba empapada cuando llegaste. Te la tuve que quitar. También la pistola —añadió enarcando las cejas. — Hace mucho que secó, pero sigues desnudo porque hubiera tenido que desatarte para ponértela... No pienses cosas raras. Llevo mucho tiempo sola, pero no pensaba hacerte nada... —Desátame, por favor. Tengo los brazos agarrotados. —Primero contéstame a lo que te he preguntado. —No me has preguntado nada. —Quién eres, qué haces aquí, de dónde vienes... —Me llamo Hugo. Intentaba llegar a Asturias. Cuando llegué a esta casa había perdido la noción de todo, estaba agotado. Vengo de Madrid. —Ya. —Mira, necesito que me desates. Mis amigos están en peligro. —¿Amigos? —repitió la mujer levantándose de repente. —Sí. Un chico, dos chicas y una niña de ocho años. Y un perro. Están en un refugio y tienen poca comida. No aguantarán mucho si no consigo ayuda. —¿Y dónde pensabas encontrar ayuda? Soy la única persona viva de toda la zona. —Ya te he dicho que en Asturias. La mujer le miró fijamente. —Te voy a soltar, pero te voy a estar apuntando con tu pistola. La mujer salió de la habitación y regresó con la pistola en una mano y un cuchillo en la otra. Cortó las cuerdas que sujetaban las manos de Hugo y retrocedió, con el cuchillo en una mano y la pistola en la otra, apuntando vagamente hacia él. —Desátate tú los tobillos. Hugo movió los brazos muy despacio. Tenia los músculos doloridos y agarrotados. Se incorporó sobre la cama y desató las cuerdas de los tobillos, que se frotó para hacer circular la sangre. —Gracias. La mujer no respondió. Permanecía a dos metros de distancia, observándole con el ceño fruncido. —No me has dicho cómo te llamas. —Aurora. —Aurora —repitió. — Gracias. La mujer movió la cabeza levemente. —¿Podrías darme mi ropa, por favor? —Está en la sala, dijo señalando con la cabeza. Hugo levantó las cejas. —Estoy desnudo. —Ya lo sé. No me voy a asustar — dijo moviendo la pistola hacia la puerta, como apremiándole para que se levantara y caminara hacia la sala. Hugo se giró en la cama y posó los pies en el suelo. Dudó unos segundos y se levantó. Caminó con torpeza hacia la puerta y cruzó a una sala acogedora. Había una enorme chimenea encendida. Por todas partes había esculturas de madera talladas. Eran cabezas, torsos, cuerpos desnudos... En un rincón había una silla junto a una mesa de trabajo sobre la que había un pedazo de madera cilíndrico en el que asomaba, entre los nudos, el esbozo de un rostro. Junto a él había gubias, una maza, pedazos de lija... Una puerta de cristal comunicaba el salón con una cocina amplia en la que vio una mesa rectangular de madera y una cocina de hierro de carbón que parecía estar encendida. Hugo vio su ropa doblada cuidadosamente sobre una silla. Cogió los calzoncillos y se los puso, sintiendo la mirada de la mujer clavándose en su espalda. Después cogió los calcetines. Cuando iba a ponérselos se fijó en las ampollas desinfladas que tenía en los pies. —Los tenías fatal. Te los limpié y curé. Media hora más ahí fuera y se te habrían congelado los dedos. La verdad, no sé cómo pretendías llegar a Asturias en esas condiciones. Si no es por mí ahora estarías muerto. —¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Día y medio. Hugo se cubrió la cara con las manos. —Dios, tengo que darme prisa. —Andando no llegarás nunca a Asturias. Esta carretera acaba en un pueblo que se llama Lumajo. Después tendrías que atravesar las montañas por caminos que estarán intransitables. —Pero no lo entiendes. ¡Tengo que llegar a Asturias! Justo al otro lado de estas putas montañas está El Valle, un pueblo al que tengo que llegar. —Creo que eres tú el que no lo entiende —contestó Aurora con un suspiro. —Mira, aquí siempre nieva, pero nunca, desde que tengo esta casa, he visto nevar así. Ahí fuera hay casi un metro de nieve, y a saber qué habrá más arriba. —Si tuviera un todo-terreno... ¿Hay algún cuartelillo de la Guardia Civil por aquí cerca? Quizás encuentre un jeep, o algo parecido. Aurora rió. —Anda, acaba de vestirte. Hace mucho que no veo un hombre desnudo y me están dando ganas de darte una palmada en el culo. —dijo con cierto recochineo. Hugo se quedó sorprendido y se apresuró a ponerse los pantalones. —¿Eres escultora? —preguntó mirando las piezas que llenaban el salón. —Era. Hace mucho que no consigo acabar nada. Desde que empezó todo esto. Por lo menos la nevada a supuesto una cierta tranquilidad. Hace mucho que no aparece nadie por aquí. Ni vivos ni muertos. Tú eres el primer ser vivo que veo desde hace meses. —¿Por que te quedaste aquí? —¿A dónde iba a ir?. Esta es mi casa. Yo vivía en Barcelona. Encontré este sitio, vendí todo y me vine a vivir aquí. Tenía cierto éxito con mis esculturas de madera y aquí encontré toda la tranquilidad que necesitaba. Hacía exposiciones en León, en Oviedo... De vez en cuando venían amigos a pasar unos días... ¿Por qué me iba a marchar? —Ya. Pues yo necesito marcharme. La mujer guardó silencio. —Aurora. —Qué. —¿Puedes dejar de apuntarme? No voy a hacerte nada. La mujer miró la pistola y asintió, bajándola. —No se cómo usarla, de todas formas —dijo dejándola sobre la mesa. —¿Y cómo has sobrevivido todos estos meses? —Cuando empezaron a aparecer esas noticias bajé a Villablino y compré todo lo que pude. Hice varios viajes. Tengo una furgoneta. Los del supermercado me miraban como si me hubiera vuelto loca, aunque siempre hacía grandes compras para no tener que bajar al pueblo. Días después los que se volvieron locos fueron el resto de los habitantes del pueblo. Las tiendas quedaron desabastecidas. Hubo disparos. Yo me encerré en mi casa, pero afortunadamente esta carretera no la coge casi nadie porque no lleva a ninguna parte, así que me salvé. Tengo un aljibe que se llena con el agua de la lluvia. Hubo gente que subió hasta aquí, pero no abrí la puerta. Después empezó a nevar y llegó la paz. —¿Tienes una furgoneta? —Sí, pero olvídate. No llegarías muy lejos. Escucha, vamos a comer algo y hablamos con tranquilidad. Aurora entró en la cocina y le hizo un gesto para que le siguiera. Hugo se sentó en la mesa. La cocina era preciosa. Una enorme campana cubierta por azulejos ocupaba buena parte del espacio encima de la vieja cocina de hierro. En las paredes colgaban antiguas cacerolas de cobre. Había una alacena de madera con puertas de cristal que dejaban ver una vajilla de loza blanca decorada con flores azules. Aurora llenó dos cuencos con aquella sopa que estaba tan buena, pero ahora no era sólo caldo: había alubias blancas y pequeños trozos de patata y zanahoria y hebras de jamón. Hugo comió con ansia mientras Aurora le observaba en silencio. Se aclaró la voz antes de hablar. —Escucha. Creo que sé cómo ayudarte. Hugo dejó de masticar. Se fijó que Aurora tenía unas arruguitas muy finas alrededor de los ojos, inteligentes y expresivos. —Hace algunas semanas empecé a oír relinchos que no paraban. Durante horas. Creí que me volvería loca. Cuando no pude más salí de casa para buscar el origen de los relinchos. Cerca de aquí hay un cercado con un establo. Había dos mulas y una había muerto de sed. La otra estaba en un estado lamentable. Su dueño las había abandonado. Fui a buscar un cubo de agua y dí de beber al pobre animal. Estuve yendo a verla todos los días. Cuando empezó a hacer frío y comenzaron las primeras nevadas conseguí que la mula entrara en el establo. Estaba lleno de balas de paja, así que sólo tenía que acercarme de vez en cuando para llevarle agua. Es un animal muy tranquilo y ya se ha acostumbrado a verme. Podría ser la única manera para poder atravesar las montañas. —¿En mula? —En mula. ¿Sabes montar a caballo? —Bueno, alguna vez he montado, hace ya muchos años... —Pues esto es igual. Acábate el plato y vamos a ver qué podemos hacer. La mula se acercó moviendo la cabeza con alegría cuando abrieron la puerta del establo. Aurora le palmeó el cuello y le ofreció un manojo de paja. —Tranquila, mulita. He venido con un amigo. Hugo le acarició el cuello mientras Aurora se acercaba a un rincón donde unas riendas colgaban de un clavo. Se acercó a la mula y con palabras suaves la tranquilizó mientras le metía la cabeza por los aparejos. Después le puso una manta que se sujetaba con una correa por debajo. El animal se dejaba hacer. —Ya ves que es muy tranquila y que está acostumbrada. Se ve que su dueño la montaba a menudo. —¿Cómo se llama?. —Ni idea. No creo que la importe cómo la llamemos. Responde bien si la hablas con suavidad. Súbete. —¿Así por las buenas? —Sí, así por las buenas. Agárrate de la crin y salta. Hugo resopló, se aferró con la mano izquierda a la áspera crin, levantó la pierna derecha y saltó hacia arriba. Logró sentarse a la primera, mientras Aurora sujetaba al cuadrúpedo por las riendas. Era casi tan alta como un caballo. Aurora le pasó las riendas. —A ver cómo te manejas. Hugo agitó las riendas, pero el animal no se movió. —Creo que tienes que clavarle los talones, pero no seas demasiado brusco. Hugo siguió la sugerencia de Aurora. La mula dio un respingo y caminó unos pasos, obedeciendo a los ligeros tirones de las riendas para que girara primero para un lado y luego para el otro. Hugo dio un par de vueltas por el establo y sonrió. —Alucinante. Me hace caso. —Detenla. Hugo tiró suavemente de las riendas hacia él y la mula se detuvo. Volvió a clavar los talones y la mula se puso en marcha de nuevo. Volvió a ordenarle que se detuviera. Hugo la palmeó el cuello. —Buena mula, buena mula. Se bajó de un salto. —Magnífico. —No sé si podrás cruzar con ella las montañas, pero por lo menos te llevará lo más cerca posible. Las mulas son fuertes y para este tipo de terrenos y estas condiciones, mejor que un caballo. —¿Y qué le doy de comer? —Tendrás que llevar paja, y tengo algunas manzanas secas que le encantan. Por el camino encontrarás arroyos. Si no están congelados podrá beber, pero no dejes que beba demasiado. —Estoy deseando largarme ya. —Vaya, gracias. —No, entiéndeme. Estoy muy preocupado por mis amigos... —Ya, hombre. Lo entiendo. Una vez en la casa Aurora preparó un saco de arpillera para que lo llenara con paja para alimentar a la mula y una bolsita de tela que llenó con manzanas. Sacó varias latas de jamón cocido y de albóndigas de una alacena y las añadió a la bolsa de manzanas. —Tú también tendrás que comer algo. Hugo cerró su mochila y la miró. —Si consigo ayuda al otro lado de las montañas, ¿quieres que vengamos a por ti? Aurora se colocó un mechón rebelde detrás de la oreja y le miró fijamente. —Yo estoy bien aquí como estoy. Podré aguantar unos meses sin problemas. Si hay gente viva al otro lado de las montañas es posible que en primavera me anime y vaya a visitarte —dijo esbozando una sonrisa. Hugo la miró con curiosidad. —Sí, por qué no... —Oye... —Dime, Aurora. —No quedan muchas horas de luz. Creo que no sería buena idea que te marcharas hoy. Deberías esperar a mañana. Si todo va bien podrías hacer todo el camino de una tirada. Si te vas ahora es seguro que te pille la noche a medio camino y por ahí arriba no tendrás muchos sitios donde guarecerte para pasar la noche. Hugo se resistió a admitir que la mujer tenía razón. Estaba excitado y tenía la certeza de que sería la última etapa de su viaje. Sopesó la situación de sus amigos. Tenían comida y refugio para varios días y no había razón para que él se arriesgara y lo echara todo a perder por su impaciencia. —Sí, tienes razón —admitió. Aurora sonrió. —Estupendo. Pues ahora te toca pagarme todo lo que he hecho por ti... Hugo abrió los ojos y Aurora se rió. —Tranquilo. Sólo quiero que me ayudes a cortar un poco de leña. Seguro que lo haces mejor que yo. Salieron al exterior de la casa y Aurora le condujo a un cobertizo que había en la parte posterior del jardín. Dentro había un montón de grandes pedazos de madera y una furgoneta. Aurora señaló con la barbilla toda aquella madera. —Es buena madera. Haya y roble que compré y que estaba dejando secar para hacer mis esculturas. Cuando se me acabe quizás tenga que empezar a quemar mi obra —dijo con pesar. Hugo examinó uno de los troncos y miró el hacha. Luego se examinó las ampollas y quemaduras de las manos. —No. Sin el hacha. El truco es meter una cuña en las grietas y golpear con la maza para abrir la madera. Con el hacha tardarías horas en cortar un solo pedazo. Entre los dos pronto tuvieron un montón de leña. Después de tres o cuatro horas tenían leña suficiente para que Aurora calentara la casa durante semanas. Hicieron varios viajes para transportar los pedazos hasta la casa. La mujer le cogió las manos y se las examinó. Después cogió un tarro con grasa y le untó las quemaduras con delicadeza. —Esto es mejor que la crema que venden en las farmacias. Te lo digo por experiencia. Aurora sacó una botella de pacharán casero y sirvió un par de copas. Las rojas endrinas teñían el aguardiente de un rubí intenso. —Qué bueno está —aseguró Hugo saboreando la copa. —Lo hago yo misma. Compro chinchón en el pueblo y las endrinas las recojo por el campo. Hay muchas en esta zona. Brindaron. Aurora le contó que la decisión de vivir en ese lugar tan aislado fue la mejor de su vida. Huyó de Barcelona después de una ruptura traumática. Vivía con un conocido fotógrafo. Ella había estudiado Bellas Artes y trabajaba en una editorial. Cuando rompieron decidieron vender el piso. Se dedicó a viajar durante varios meses por Europa. Al volver a Barcelona se encontraba fuera de lugar. Un amigo le invitó a pasar unos días en una casa rural de esta zona y paseando vieron esta casa, que estaba en venta. No se lo pensó demasiado. La casa necesitaba un buen arreglo. Negoció con el dueño un buen precio y se trasladó a vivir aquí. Empezó a tallar madera y cuando tuvo suficientes piezas hizo una exposición en la casa municipal de cultura. Tuvo cierto éxito e hicieron una reseña en los periódicos de la provincia. Poco a poco fue obteniendo ingresos suficientes para dedicarse plenamente a ello. —¿Y no te echaste otro novio? Aurora se recogió un mechón detrás de la oreja con coquetería. —Bueno. Amigos que iban y venían... Nada definitivo. Ahora aprecio, bueno, apreciaba la soledad y mi independencia. ¿Y tú? —Tengo una familia, que es lo único que me empuja a seguir adelante. Estos meses he visto mucha mierda. Creo que si no fuera por la esperanza que tengo de encontrarles hace ya tiempo que habría tirado la toalla. Aurora asintió. —Creo que vas a encontrarles. Estoy segura. Permanecieron en silencio durante un rato, con las miradas clavadas en la chimenea. Aurora se levantó y se dirigió a la cocina. —Voy a preparar algo para cenar. Mañana te vas y quiero que te lleves una buena impresión de mí. Abrió una lata de alcachofas y las escurrió en el fregadero. Las puso en una sartén con un poco de aceite y las colocó encima de la placa de hierro de la cocina. Cortó unas lascas de jamón y añadió una lata de guisantes. —Alta cocina —dijo riéndose. Abrió una botella de vino y sirvió dos copas. Cenaron con hambre comiendo directamente de la sartén que Aurora colocó encima de la mesa de la cocina. Después se sentaron en el sofá, mirando las llamas danzar en la chimenea. Hablaron durante horas, hasta que el sueño empezó a vencerles. Aurora se levantó, atizó los troncos y colocó una rejilla delante de la chimenea. —¿Te acordarás de mí? —le preguntó. —Claro que sí. Vendré a por ti cuando rescate a mis amigos. —Como quieras. Ya sabes dónde estoy, dijo soltándose la coleta. Hugo la observó en silencio. Aurora tenía un cuerpo fibroso, delgado. —Qué miras... —La verdad es que tienes un cuerpo precioso. Pareces una atleta. —La vida es dura en estas montañas —contestó riéndose. — Venga, a dormir. No me tientes. Extendió la mano y agarró la muñeca de Hugo tirando con firmeza. Hugo se dejó llevar hasta el dormitorio de Aurora. La mujer encendió una vela, abrió un cajón y sacó una camiseta y se la lanzó a Hugo. Después le condujo hasta su habitación.. Le miró durante unos segundos y le dio las buenas noches antes de cerrar la puerta. —Descansa. Mañana te espera un día duro. Hugo se desvistió y se metió en la cama. Pronto quedó dormido. Despertó con la luz que se filtraba por la puerta. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. De la cocina llegaba un olor que le abrió el apetito. Se levantó y caminó descalzo hasta la cocina. Aurora se giró al verle llegar y sonrió al ver a aquel hombre delgado vestido con una camiseta varias tallas menos y en calzoncillos. —Vaya pinta —dijo riendo. —Qué haces. —Friendo un poco de tocino. Aún me queda un poco de café. —Café... —suspiró Hugo. —Anda, ve a ponerte los pantalones porque si no, me parece que te voy a tener que atar de nuevo a la cama y tus amigos morirán congelados... Cuando regresó salivó al ver la comida que había preparado Aurora. Dos gruesas lonchas de panceta salada y un tazón de café oscuro y potente. Aurora apenas probó la comida, observando con una sonrisa cómo Hugo daba cuenta del desayuno. Después Hugo se puso el anorak. Aurora entró en su cuarto y salió al cabo de unos segundos con unas botas recias y un par de guantes. —Son de un amigo. Solía salir al monte a buscar setas cuando venía a visitarme. Era un poco más bajo que tú, pero tenía unos pies muy grandes. Hugo cogió las botas y las examinó. Eran una talla menos que la que usaba él, pero estaban muy usadas y dadas de sí. Se las probó. —Perfectas. Los guantes también le servían. Se levantó del sofá y abrazó a Aurora con fuerza. Permanecieron abrazados en silencio unos segundos. Después se separaron. Hugo miró aquellos ojos azul oscuro y la besó en la frente. Aurora levantó la cabeza y rozó con sus labios los de Hugo. Salieron de la casa en silencio y caminaron entre la nieve hasta el establo. Hugo llevaba el saco y un cubo con agua. La mula les saludó con un movimiento de cabeza. Mientras Hugo le colocaba las riendas y la manta Aurora dio de beber al animal y amontonó paja delante para que comiera. Llenaron el saco con más paja y la sujetaron a la grupa de la mula. Hugo se ajustó la mochila y montó de un salto. Salió airoso como Don Quijote por el portón. La mula dudó un instante antes de pisar la nieve, pero no tuvo que animarla. Aquel animal estaba deseando salir al monte. Aurora abrió la cerca para que salieran a la carretera y se quedó apoyada contra los maderos mientras Hugo se alejaba lentamente. Éste aún la vio apoyada, agitando la mano cuando llegó a la primera curva. Después se encontró de nuevo solo. 32 Aquel bicho sabía lo que hacía. Con sus patas largas avanzaba lentamente pero con seguridad. El aire gélido de la mañana convertía en nubes de vaho la respiración regular de la mula. El cielo estaba despejado y los rayos de sol iluminaban las cumbres hacia las que se dirigía. Había examinado el mapa el día anterior. Tenía que llegar hasta una pequeña aldea, la última de León, Lumajo, a unos cinco kilómetros, y desde allí seguir un sendero que atravesaba entre las montañas hasta llegar a Pola de Somiedo, a unos doce kilómetros y ya en Asturias. En Pola de Somiedo podría coger la carretera ASS — 227 para llegar a El Valle, distante otros 35 kilómetros. Total, cerca de cincuenta kilómetros. Dudó de que fuera posible hacerlo en una sola jornada, pero avanzaría hasta que no pudiera más. O hasta que la mula se negara a continuar. De momento avanzaba si rechistar por el lado derecho de aquella estrecha carretera. Casi se podría haber echado una siestecita confiado en el buen hacer de la mula. Sonrió y sacó una manzana seca de la bolsa. Estiró la mano y se la puso delante de la testuz a la mula, que abrió la boca y se la tragó de un bocado. Un par de horas después llegaban a Lumajo. Tiró de las riendas para que la mula se parara antes de continuar. Ni rastro de vida. Observó los tejados de pizarra y unas pintorescas construcciones circulares con tejado de paja. El pueblo estaba en un pequeño valle protegido por los montes. Arreó la mula y se dirigió hacia la aldea. Medio kilómetro antes de llegar vio el cartel que indicaba el comienzo del sendero, tal y como le había dicho Aurora. Obligó a la mula, un tanto renuente, a salir de la carretera. Dejó la aldea atrás. El paisaje era impresionante y el silencio sobrecogedor. Sólo se oía la respiración de la mula y sus pisadas sobre la nieve. Sacó otra manzana y se la dio a la mula, que resopló agradecida. El sendero parecía desaparecer en ocasiones, pero la mula caminaba segura. Después de un rato, decidió bajar y caminar junto a ella. Necesitaba estirar un poco las piernas y aliviar las posaderas. Empezaba a acusar dolor en los glúteos, como cuando años atrás hacía largas etapas en moto. Se situó un paso por delante del animal, sujetando las riendas y avanzando, pero pronto se dio cuenta de que el avance era mucho más lento y la mula se impacientaba detrás de él. Volvió a montarla y pareció que la mula se tranquilizaba, como si pensara: “así tienen que ser las cosas. Tú encima y yo debajo”. El sendero desapareció cuando coronaron una loma pelada y azotada por el viento. Dudó unos segundos sobre el camino a seguir y obligó a la mula a caminar por aquella planicie hasta el borde donde comenzaba a descender de nuevo el terreno. Localizó un poste que indicaba la dirección hacia Pola de Somiedo. Tras un descenso relativamente suave el sendero empezó de nuevo a ascender. Al llegar a un repecho rodeado de rocas detuvo a la mula y desmontó. Ignoraba cada cuánto tiempo debería descansar el animal, pero creyó que merecería un descanso y un poco de comida. Sacó varios puñados de paja del saco y se los dio a la mula. Él bebió un poco de agua. Se pusieron en marcha de nuevo cuando el viento arreciaba. Eran ráfagas violentas que levantaban nubes de polvo de nieve. Se puso las gafas de sol y se ajustó la capucha, agradecido por los guantes y las botas que le había proporcionado Aurora. Un par de horas más tarde vio Pola de Somiedo en la distancia. Sacó el mapa para buscar la carretera que le llevaría hasta El Valle. Arreó a la mula y se dirigió hacia la parte oriental del pueblo. Su idea era pasar a no más de un kilómetro de las casas para coger la carretera. Una hora más tarde la mula trepaba por el talud que ascendía hasta el asfalto. Dejaron el pueblo atrás. Estaba muy cansado y el viento no daba tregua. El cielo estaba oscuro. Una masa negra de nubes venía desde el norte y cubría ya las cumbres. Notó que la nieve que le golpeaba la piel del rostro que quedaba desprotegida por la capucha no era la que levantaba el viento, sino una nieve fina y dura como la que trae la ventisca. Encogió los hombros y se inclinó hacia adelante para ofrecer menos resistencia. Sentía las mejillas arder por el frío y el viento. Media hora más tarde era difícil ver el camino y la mula empezaba a titubear a cada paso. Tenía que encontrar un sitio para refugiarse. Se bajó de la mula y empezó a tirar de las riendas, pero cada vez le costaba más que el animal avanzara. Cuando la desesperación empezaba a embargarle vio un cartel que indicaba un refugio a 500 metros. Tardó casi una hora en llegar. Agotado, sujetó a la mula en un poste que había junto a la puerta de madera. Sacó la pistola de la cintura por si acaso y empujó la puerta, que se abrió. Se asomó al interior con la pistola preparada. En el interior sólo había un banco de madera pegado a una de las paredes y una estufa de hierro. Salió de nuevo y descargó la mula. Amontonó paja en la entrada para que el viento no se la llevara y echó un par de manzanas encima. La mula estiró el cuello para atrapar su comida. Abrió una botella y la inclinó dejando caer un hilo sobre la testuz del animal, que levantó la cabeza abriendo la boca para beber. No sabía qué hacer con la mula. Evidentemente, no podía meterla dentro del refugio, así que la dejó la manta puesta y se aseguró de que estuviera bien sujeta por las riendas al poste de madera. Tendría que aguantar una noche al raso. Cerró la puerta. Abrió la mochila y sacó una lata. Comió con ganas. Encendió un cigarrillo y se lo fumó sentado en el banco. Pensó hacerlo astillas para encender la estufa, pero aunque consiguiera reducirlo a pedazos que cupieran dentro de la estufa, aquella madera dura no prendería con el calor de un simple mechero. Examinó el refugio intentando encontrar astillas, pero no encontró nada que sirviera para encender un fuego y no quería quemar el resto de la paja con la que alimentaba a la mula. El viento ululaba filtrándose por las rendijas del tejado. Desenrolló la colchoneta y el saco y se metió dentro después de quitarse las botas y empujarlas hasta el fondo del saco. También metió una botella de agua dentro. Si la dejaba fuera, a la mañana siguiente se encontraría con un bloque de hielo. Se puso otro par de calcetines y se acomodó para intentar dormir. Pensó en Eva y en Aurora. Pensó en Gabi, en Irene y en la niña. ¿Estarían bien?, se preguntó. Agotado, quedó dormido como un tronco echo un ovillo dentro del saco. Soñó que los lobos rodeaban el refugio y mataban a la mula. Despertó sobresaltado. Miró el reloj. La tenue luz del reloj digital marcaba las cinco de la madrugada. Aún podría permanecer en el saco una hora más. Puso la alarma y se quedó dormido de nuevo. Soñó que estaba en un faro sobre una roca y las olas violentas golpeaban los muros intentando entrar en el interior para barrerlo todo. 33 El pitido del reloj le despertó asustándole. El viento golpeaba los muros de piedra con fuerza. Salió del saco y se estiró. Se puso las botas después de quitarse el par de calcetines extra y enrollarlos de nuevo y guardarlos dentro de la mochila. Bebió un trago de agua al borde de la congelación. Finos cristales le pincharon en la lengua y el paladar. Estaba aterido y le dolían todos los músculos del cuerpo. Abrió la puerta. Aún era de noche, pero empezaba a clarear. Se quedó paralizado al ver que la mula no estaba. Salió corriendo para buscarla. Saltando sobre la nieve se alejó del refugio, pero no vio ni rastro de la mula. Se llevó las manos a la cabeza y maldijo en voz alta. ¡Quéiba a hacer ahora!. Regresó al refugio y se sentó en el banco con la cara cubierta por las manos. Tenía ganas de llorar. Estaba tan cerca de lograrlo y ahora esto... Cogió el banco y lo estrelló contra la estufa. Gritó cagándose en su estampa. Cuando se calmó decidió que no tenía más remedio que ponerse en camino. Volvería a la carretera y avanzaría mientras pudiera. Se puso el anorak, se ajustó la mochila y salió al exterior. —Puedo conseguirlo —se repetía. — Puedo conseguirlo. ¡Tengo que conseguirlo! Caminaba con la fuerza que da la determinación. Ahora estaba mejor equipado que su anterior incursión por la nieve. Las botas y los guantes marcaban la diferencia. Sólo era cuestión de dosificar bien sus fuerzas y detenerse cuando empezara a sentirse agotado. Si fuera necesario, excavaría un agujero en la nieve para refugiarse. Había visto documentales en la tele y sabía que sería una solución viable. O se internaría en el bosque y prepararía un refugio con ramas bajo un árbol. Coño, sólo era nieve, se repetía. Salió de la carretera para buscar refugio entre los árboles. Caminó hasta que empezó a notar que su fuerza disminuía y que cada vez le costaba más avanzar. Se acuclilló con la espalda apoyada en el tronco de un grueso árbol y sacó la botella para beber. Calculaba que había avanzado un par de kilómetros. Se comió el resto de la carne que quedaba en la lata que había abierto la noche anterior y la arrojó entre los árboles. Se puso en marcha de nuevo. Llegó a una zona donde crecían imponentes abetos. Casi grita de alegría: los árboles crecían tan apretados que actuaban como un tejado arbóreo debajo de cuyas ramas apenas se había acumulado tres o cuatro palmos de nieve. Era como una autopista entre árboles. Rió de alegría. El bosque le protegía. Intentó no apartarse demasiado de la carretera siguiendo aquel camino. Cuando llegaba a un claro volvía el cúmulo de nieve. Era más rápido rodear el claro que atravesarlo. Si el bosque continuaba así varios kilómetros más avanzaría incluso más rápido de lo que lo había hecho con la mula. Atravesó un par de arroyos en cuyas orillas el agua comenzaba a congelarse. Saltó por encima de árboles vencidos por el viento y el peso de la nieve. El frío, además, era soportable dentro de aquella espesura. Si continuaba a aquel ritmo quizás llegara esa misma jornada a El Valle. Quizás fueran apenas quince kilómetros. Podría lograrlo. Calculó que cubría un par de kilómetros, quizás tres, a la hora. Pronto el terreno empezó a perder inclinación. La pendiente era más suave, incluso se atrevía a asegurar que empezaba un suave descenso. Avanzó media hora más hasta que decidió salir a la carretera de nuevo. Quizás desde allí contemplara los tejados de las casas de El Valle desde la altura. Tuvo que volver al bosque desanimado. Desde la carretera aún no se veía su destino: sólo una masa de nieve, como un glaciar desesperante que cubría la carretera. Una hora más tarde caminaba ya, decididamente cuesta abajo. Desde un claro vio, en la lejanía, los puntiagudos tejados rojos y negros del pueblo. Levantó un puño desafiando el cielo y la nieve que el viento empujaba contra su rostro y rió con ganas. —¡Sí, demonios, sí, lo logré! —gritó. Le pareció ver que desde las chimeneas de algunas casas se elevaban finas columnas de humo entre la nieve que todo lo convertía en una postal borrosa. Era casi de noche, pero tenía la certeza de que era humo. —Lo sabía. Estaba seguro — murmuró. Oyó el rumor del agua de la presa y vio a poca distancia el edificio de hormigón de la minicentral eléctrica. Caminó hacia allí esperanzado. Apenas un centenar de metros más y podría descender al pueblo por el camino que llevaba hasta la minicentral. Había paseado por allí algunas veces con su mujer, o con su suegro, con la perrilla siguiéndoles animosa olfateando cada rastro. Estaba tan entusiasmado que no se dio cuenta de que pisaba una roca cubierta por la nieve al borde del terraplén pronunciado que conducía a la minicentral. La piedra se desprendió y Hugo resbaló siguiendo su caída. Notó un fuerte impacto en la espalda antes de empezar a rodar terraplén abajo. Intentó sujetarse en vano en alguno de los arbustos contra los que chocaba mientras caía. Su frente impactó contra una piedra abriéndole una brecha en la ceja. El golpe brutal le dejó sin visión durante unos segundos en los que todo se volvió de color rojo y después negro. Su cuerpo desmadejado se detuvo, por fin, en la carretera que discurría por debajo del terraplén. Con un último esfuerzo antes de perder el conocimiento su cerebro dio una orden a su brazo y éste respondió antes de desmayarse: sacó la pistola de la cintura del pantalón y disparó dos veces. Después todo se fundió a negro. Notó cómo su cuerpo era levantado pero no era capaz de abrir los ojos. Después sintió el ruido de un motor y una superficie blanda. Oía palabras que no entendía, como si llegaran desde la superficie del mar y él estuviera sumergido a varios metros de profundidad. Se dejó arrullar por el traqueteo que sentía bajo su cuerpo. Creyó despertar no sabe si mucho después o quizás sólo unos minutos más tarde. Notó que le levantaban en volandas y le transportaban a algún lugar. Creyó entender “conmoción” y “doctora”. Por un momento creyó que iba a despertar, pero se hundió de nuevo en las tinieblas. 34 Silvia acababa de acostar al niño y bajó a la cocina para ayudar a su madre a servir la cena. Oyeron los dos disparos y el eco de los estampidos repetidos por las montañas. Se miraron alarmadas. Hacía semanas que no se oían disparos. Cuando empezó a nevar el goteo lento pero constante de zombis que llegaban a las inmediaciones de El Valle se detuvo. Los hombres del sargento seguían manteniendo las guardias rutinarias, pero hacía mucho que no había nada que contar. El sargento estaba quitándose la guerrera cuando oyó los disparos. Salió de la casa cuartel y vio a uno de los guardias mirando hacia las montañas del lado sur del valle. —No es uno de los nuestros. Ya han regresado todos, sargento. —Parecían disparos de pistola. —Sí. Dos. Yo dirían que venían de la zona de la central... —Acompáñame. Vamos a echar un vistazo —respondió el sargento, entrando de nuevo para ponerse la guerrera, el abrigo y coger el subfusil. Mientras el guardia arrancaba el nissan patrol el sargento comprobó sus armas. Cruzaron el río por el puente de hierro y cogieron la carretera que ascendía hasta la central. Aún permanecían sobre la nieve las rodadas que había dejado el vehículo hace apenas dos días, cuando tuvieron que subir una vez más para arrancar la central. A pesar de las órdenes estrictas de racionalizar el uso de la electricidad, seguían produciéndose sobrecargas, lo que era hasta cierto punto lógico debido a la crudeza del invierno. Los hombres del sargento se pasaban el día llamando a las puertas de las casas para inspeccionar el uso de los radiadores y aleccionar a los habitantes de El Valle de la importancia que tenía seguir las normas. Había puesto como castigo ejemplar, cuando descubrían en alguna casa que se usaban los radiadores con demasiada alegría, obligar al infractor a acompañar al padre de Silvia hasta la central para ponerla en marcha de nuevo. El castigo era efectivo, porque a nadie le gustaba caminar a ciertas horas por esos parajes. Cuando estaban a punto de superar la última pendiente antes de llegar a la central los faros iluminaron el cuerpo de un hombre que yacía en medio de la carretera. A su alrededor había piedras y tierra que se habían desprendido desde el talud, medio cubiertas por la nieve. —Para aquí —ordenó el sargento. Se bajaron del coche y se acercaron al cuerpo iluminado por la luz amarilla de los faros. El sargento llevaba el subfusil preparado. Se acercaron con prudencia. El hombre yacía boca abajo y a su derecha había una pistola. Llevaba una mochila en la espalda. Le examinaron con cuidado sin dejar de apuntarle. El sargento se agachó y vio la brecha en la ceja por la que había brotado bastante sangre. Empujó con el pie, pero el hombre no reaccionó. Recogió la pistola y se la guardó en la cintura. Miró alrededor para asegurarse de que no había nada extraño y giraron al hombre hasta ponerlo boca arriba. —Aún respira. Está inconsciente. —No parece que tenga mordiscos. La sangre es de esa herida, sargento. —La pregunta es si disparó contra alguien o algo y después cayó por el terraplén, o cayó por el terraplén y después disparó. Sacó la linterna y recorrió con el estrecho haz de luz los alrededores. Trepó por el terraplén y llegó hasta el punto desde el cual había caído Hugo. Iluminó con la linterna y comprobó que sólo había huellas de una persona. Se deslizó terraplén abajo. —Creo que pisó mal y esa roca se desprendió arrastrándole hacia abajo — dijo enfocando la piedra, que se había detenido al borde de la carretera. — Se golpeó la cabeza y antes de desmayarse logró disparar la pistola. Eres un hombre de suerte, sí señor. —¿Qué hacemos sargento?. —¿Tú qué crees? Pues quitarle la mochila, subirlo al coche y llevarlo hasta el consultorio antes de que muera congelado. Minutos después se detenían frente a la puerta del consultorio. El sargento sacó el manojo de llaves y abrió la puerta. Sacaron al hombre y lo tumbaron en la camilla. —Vete a buscar a Silvia. Dile que tiene un herido. El guardia civil salió a la carrera. Cruzó el puente y llegó a la casa de Silvia. Cuando llamó abrieron enseguida. —¿Qué ha pasado?. Hemos oído disparos —preguntó Silvia. —Sí. Hemos encontrado un hombre inconsciente. Cayó por un terraplén y se golpeó en la cabeza, cerca de la central. Parece que intentaba llegar al pueblo. Le dio tiempo a hacer un par de disparos antes de perder el conocimiento. —¿Dónde está? —Le hemos llevado al consultorio. Está con el sargento. —Espera un segundo, que me pongo un abrigo y las botas. Mientras caminaban hacia el consultorio el guardia civil le explicó a Silvia que se trataba de un hombre de unos cuarenta años, aparentemente en buen estado físico. No había recuperado el conocimiento y tenía una herida en la frente. Cuando entraron en el consultorio vieron al sargento examinando el interior de la mochila. Detrás de él Silvia vio a un hombre tendido boca arriba con el rostro girado hacia la pared, de forma que no podía verle la cara. —En la mochila hay ropa, un saco y una colchoneta, un mapa de carreteras y algo de comida, además de una linterna. Si ha llegado andando a través de las montañas es un milagro —dijo el sargento levantando la vista y mirando a Silvia, que se quitó el abrigo y abrió un armario para sacar un par de guantes de látex. Cogió una bandeja metálica con material para curas y rodeó al sargento. De repente se quedó petrificada. Sus manos se abrieron y dejó caer la bandeja al suelo, que rebotó esparciendo todo el material por el suelo. Se llevó las manos a la boca. —¿Qué pasa, Silvia? —No puede ser. No puede ser... — Repetía. Silvia se acercó al hombre que yacía en la camilla como si estuviera en trance. Gruesas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Extendió una mano y la posó sobre el pecho de Hugo. Miró al sargento y después al hombre que yacía inconsciente. —Es Hugo. Es mi marido. 35 Notó un líquido, al principio helado y después caliente, como si le estuvieran quemando la piel de la ceja. El dolor y el escozor le arrancaron del mundo nebuloso en el que su mente flotaba. Lo primero que vio al abrir los ojos fue una mano cubierta por un guante que presionaba un algodón sobre su ceja.. Enfocó la mirada hacia aquella mano y al brazo al que estaba unida. Vio una barbilla fina, con un leve hoyuelo vertical y un poco más arriba unos labios rojos entreabiertos. Más arriba una nariz delicada y perfecta que arrancaba entre dos ojos verdes cuyas pupilas se clavaban fijamente en algún punto justo por encima de sus ojos, concentradas en la herida que estaba cerrando con puntos de aproximación. Llevaba el pelo sujeto en una coleta y un mechón rubio que se había soltado de la goma le rozaba levemente la mejilla. Despegó la lengua del paladar y la pasó por los labios resecos. —Hola amor. He llegado —logró articular. Silvia se incorporó levemente y le miró. Sonrió y le acarició la mejilla incapaz de hablar. Se le humedecieron los ojos. —Sabía que te encontraría. Silvia asintió, agachándose y besándole los labios. Se inclinó aún más reposando su cuerpo sobre él, que levantó los brazos y la estrechó con fuerza. —Qué tal el niño. Mi pequeño... —Bien, durmiendo en casa —dijo por fin Silvia con la voz ronca. —¿Y la perrita? —Bien también. Un poco achacosa. Se volverá loca cuando te vea —rió Silvia. El sargento permanecía a una prudente distancia, observando la escena con el ceño fruncido. Carraspeó. Hugo giró la cabeza hacia la dirección del carraspeo. Le sorprendió ver a un guardia civil de uniforme tan...guardia civil. —Cuando se encuentre mejor me gustaría hacerle algunas preguntas. Soy el sargento Álvarez. —Pregunte lo que quiera —contestó Hugo incorporándose. Notó que la sangre le bombeaba en la cabeza y un intenso dolor se le concentró alrededor de la ceja partida. Apretó los párpados. —¿Me podrías dar un poco de agua, cariño? Silvia se dirigió al lavabo y llenó un vaso que le acercó. Se lo bebió de un trago. Silvia cogió el vaso y lo llenó de nuevo. Lo bebió de un tirón, a pesar de lo fría que estaba el agua. El guardia civil se acercó. —Le recogimos cerca de la central. ¿Cómo llegó hasta allí? Hugo tardó unos segundos en contestar. —Andando. —¿Andando? ¿Con un metro de nieve? Eso no es posible. —Casi todo el camino lo hizo una mula. Se me escapó anoche mientras dormía en un refugio. —Lleva un saco militar. —Mire, me gustaría primero ver a mi familia. La historia es muy larga y tengo que ordenar mis ideas. Antes que nada tengo que decirle que hay un grupo de cuatro personas — y un perro— , que están en un serio peligro de muerte si no vamos a rescatarles. —¿Cuatro personas? ¿Dónde? —En un refugio a unos veinte kilómetros de Villablino. Si me permite se lo enseño en el mapa, pero vamos primero a casa de mis suegros. Acompáñenos si quiere. Silvia miraba a su marido sin decir nada. Aún no se creía que lo tuviera delante después de tanto tiempo. Aunque nunca perdió la esperanza, sabía que cada día que pasaba era más probable que hubiera muerto y ahora lo tenía ahí, podía tocarle... Salieron del consultorio y caminaron hacia el puente para cruzar al otro lado del pueblo. Hugo caminaba cogido de la mano de Silvia, que le apretaba con fuerza. —¿Hace cuántos días que se separó de ese grupo? —insistió el sargento. Cuando le contestó el sargento levantó las cejas. —Tenían comida y algo de leña disponible. Por lo menos para tres días más. —¿Cómo está la carretera? —Muy mal. Intransitable. Ya he dicho que hice buena parte del camino en mula, pero estuve a punto de morir antes de encontrarla. —¿Encontró una mula, por ahí, en el campo? —Ya le he dicho que es una historia un poco complicada. Ahora se lo cuento con calma. Déjeme primero que vea a mi hijo —contestó mientras Silvia abría la puerta de la casa. Cuando los padres de Silvia vieron aparecer a Hugo por la puerta se quedaron de piedra. María se llevó las manos a las mejillas y soltó un grito de alegría. Corrió para abrazarle. Ángel se levantó de la silla en silencio y le abrazó con fuerza sin decir nada. La perra se volvió loca de alegría al verle. Gimoteaba moviendo su corto rabito con tanta energía que parecía que iba a salir disparado. Hugo se soltó de su familia política y subió las escaleras a la carrera. Abrió la puerta del dormitorio donde solía dormir su hijo cuando venían de vacaciones, pero estaba vacía. Silvia, que subió detrás de él le dijo susurrando que ambos dormían en la habitación que ellos usaban habitualmente. Abrió la puerta con cuidado. Silvia encendió la luz del pasillo y Hugo entró despacio. Vio a su hijo dormido en medio de la cama. Se inclinó y le besó en la sien con delicadeza. Le acarició la mejilla sorprendido de ver que había dejado de ser un bebé y era ya casi un niño. Sonrió y sintió que todas las penalidades que había sufrido para llegar hasta aquí habían merecido la pena una y mil veces. Su mujer se acercó y le abrazó por detrás. —Espero que aún se acuerde de mí —susurró. —Claro que sí. Pregunta casi todos los días por ti. Bajaron a la cocina, donde la madre de Silvia acababa de servir un abundante plato de comida. Hugo sonrió al percibir el delicioso olor del guiso de carne con patatas. —¡Carne!, ya no me acordaba de lo que era comer algo que no fuera de lata. Mientras comía el sargento, impaciente, continuaba su interrogatorio. Extendió el mapa sobre la mesa y Hugo le señaló el punto donde se encontraba el refugio en el que esperaba continuaran sus amigos. —Sólo hay una forma de llegar hasta allí tal como están las carreteras —dijo el sargento. —En helicóptero. O en mula. El sargento sonrió. —No tenemos ni lo uno ni lo otro. Algún caballo, pero no serviría. No. Estoy pensando en algo mejor: un tractor. Hugo dejó de masticar. —Claro, coño. Un tractor, eso es. —Tenemos alguno disponible. Podemos enganchar detrás un remolque, protegerlo con unas lonas y meter a esa gente detrás. Tendríamos que llevar mantas, agua y comida. Iremos por la carretera general. Calculo que serán unos noventa kilómetros. Dependiendo de cómo esté la carretera, tardaríamos cuatro o cinco horas en llegar y otro tanto para volver. Hugo asintió. —Iríamos yo y el conductor del tractor —dijo el sargento. Hugo miró a Silvia antes de hablar. —Tengo que acompañarles. —Hizo un gesto con la mano antes de que Silvia protestara. — Si no les acompaño puede que no les encuentre... La cabaña no se ve desde la carretera. Hay que bajar por un sendero que estará cubierto por la nieve. Es un camino de cabras y no hay un punto de referencia para indicarle dónde está exactamente. —Hugo... —suplicó Silvia. —Tranquila. Si salimos temprano estaremos de vuelta ese mismo día. Tengo que ir. Si el sargento no encuentra el sitio tendrá que darse la vuelta y volver sin ellos. Morirán... Entre ellos hay una niña de ocho años que perdió a su padre hace unos días y una chica embarazada. Tengo que ir. Lo prometí. El sargento asintió con la cabeza. —Tu marido tiene razón, Silvia. Voy a prepararlo todo. Salimos mañana al amanecer y estaremos de vuelta antes de que anochezca. La única condición que le pongo es que si no encontramos a sus amigos en cinco horas, damos la vuelta y regresamos. No quiero poner en riesgo su vida ni la del dueño del tractor. Ni la mía. ¿Está de acuerdo, Hugo? —Sí. El sargento salió sin más ceremonias. La madre de Silvia echó el cerrojo y se sentó en la mesa. —Tienes que contarnos tantas cosas... —dijo. —No sé por dónde empezar... Hugo hizo un rápido resumen de los últimos meses. Mientras hablaba Silvia y sus padres guardaron silencio. Les contó su supervivencia en la oficina de la asociación, el contacto con la monja y su muerte, la llegada de Eva, que estaba ya embarazada, explicó— y de Gonzalo poco después, la huida por los túneles del viaje del agua, el encuentro con Irene y Gabi, la muerte de Gonzalo, la estancia en La Finca y la huida... “demonios, eso se lo tengo que contar al sargento” —se recordó a sí mismo— la llegada al pueblo del caníbal, la muerte del padre de Carmen... Según iba avanzado en la historia se dio cuenta de todo lo que le había sucedido a lo largo de esos meses. Ahora le parecía que todo aquello le había pasado a otro, hace mucho tiempo, y que había sido un milagro el mero hecho de estar aún vivo. Decidió interrumpir su narración con la excusa de que estaba agotado y le dolía la cabeza, cosa que era cierta. Tenía la ceja hinchada y palpitante y aún le dolía la herida que le había hecho Damián con la culata de la escopeta y que Silvia también le había limpiado. Silvia abrió un cajón y le dio un comprimido. —Es un antiinflamatorio. Ahora a la cama. Tienes que descansar. Se despidió de sus suegros con un abrazo y subió las escaleras casi arrastrando los pies. Silvia le condujo a otra habitación, pero Hugo tiró de su mano. —Quiero dormir contigo y con el niño. —Ya tendrás tiempo. Debes descansar. —No. Lo necesito. Quiero dormir con los dos. Quiero que vuestras caras sean lo primero que vea al despertar. He sufrido mucho para llegar hasta aquí y no deseo otra cosa. De momento —dijo con una sonrisa. — Cuando regrese por la noche quiero que tú y yo estemos a solas... Silvia sonrió también y le apretó la mano. Entraron en la habitación en silencio. Se desvistieron y se metieron en la cama cada uno a un lado del niño, que dormía plácidamente. La perrita se tumbó sobre la alfombra. Hugo acarició la cabeza del niño y le besó. Pronto quedó dormido. Silvia tardó algo más. Extendió el brazo por encima del niño para tocar a Hugo. Sí. Estaba ahí. No era un sueño. Apenas podía creerlo. Tantas semanas evitando aceptar lo que le decía la razón... que era imposible que siguiera vivo. Sin embargo, a lo largo de estos meses algo dentro de ella le decía que Hugo no había muerto. Poco antes del amanecer despertó y vio que Hugo la observaba con una sonrisa en los labios. Se cogieron de las manos por encima del niño, que murmuró algo entre sueños abrazado a su elefante de trapo. Hugo le besó en la frente y el niño abrió los ojos. Le miró. —Papi... —murmuró cerrando los ojos de nuevo. Hugo se rió y pasándole un brazo por debajo lo levantó hasta poner al niño encima de su pecho. —Hola, bebé. Papi ha vuelto. Un rato después desayunaba un tazón de leche en la cocina, después de convencer al crío de que siguiera durmiendo un rato más, lo que no resultó complicado. —Esto es un oasis. Tenéis de todo. Ni te imaginas cómo es el mundo más allá de esas montañas... Silvia asintió. —Algo sabemos. El sargento intentó llegar hasta Oviedo con un par de hombres y regresó horrorizado. Este es el único sitio habitado en muchos kilómetros a la redonda, según nos dijo. Nadie, desde entonces, se ha movido de El Valle. —Tiene razón. Lo que no sé es qué sucederá cuando llegue la primavera. La nieve es una barrera contra los podridos, pero me temo que cuando la nieve se vaya tengamos problemas. —¿Podridos? —Así les llamamos. Una llamada en la puerta les avisó de que el sargento tenía todo listo. Hugo se abrochó el abrigo. Vio sorprendido que el sargento había vuelto a dejar su pistola en la mochila. Se la metió en la cintura del pantalón y vio la cara de sorpresa de Silvia. —Forma parte de mí, a estas alturas. Sin ella noto que me falta algo. Silvia le tendió una bolsa con material de primeros auxilios. —Lo básico. Vendas, esparadrapo, desinfectante, antibióticos... Espero que no os haga falta. Dio un largo beso a su mujer y abrió la puerta. —Te veo esta noche. —Vale, pero antes te das un baño. No te lo quise decir anoche pero hueles a demonios. Me extraña que el niño haya podido dormir a tu lado —dijo riendo. —Ya imagino. He logrado acostumbrarme a ducharme poco. Siguió al sargento hasta la entrada del pueblo, donde esperaba un tractor al que habían enganchado un remolque cubierto por lonas enceradas. Junto al tractor había un hombre de unos cincuenta años abrigado con una pelliza y un gorro de lana calado hasta las cejas. Le tendió la mano. —Pelayo. —Buenos días, Pelayo. Soy Hugo... —Ya lo sé. El marido de la doctora. Me lo ha contado el sargento. En la cabina sólo hay un asiento. ¿Cómo nos organizamos, sargento? —Nosotros vamos detrás, en el remolque, no te preocupes. Toma. Le tendió un walky-talky —Ya está encendido. Tenlo a mano. Para hablar tienes que apretar ese botón. Cuando termines de hablar lo sueltas para que te pueda contestar. —Ya sé cómo funcionan, sargento. Hice la mili. —Pues en marcha. Arranca este cacharro y vámonos. Ya sabes el camino. El sargento y Hugo subieron al remolque y se acomodaron. Había mantas y una caja de cartón con ropa de abrigo. En otra caja había botellas de agua y comida. También había una pila de leña y astillas, un hacha y un par de palas. —Veo que vamos bien preparados, sargento. —Por si acaso. El tractor se puso en marcha con un traqueteo y Hugo empezó a canturrear en voz baja “Tengo un tractor amarillo...”. El sargento le miraba muy serio, así que decidió callarse. Levantó un poco la lona para ver el camino. Hacía frío, pero era soportable. Vio cómo se alejaban del pueblo. El sargento le miraba fijamente. Hugo intentó la diplomacia del tabaco. —¿Fuma? —¿Cómo? —Que si le apetece un cigarrillo. Tengo un paquete. —Claro. Hace mucho que fumé el último. Decidí dejarlo cuando las existencias del estanco del pueblo empezaron a escasear. Pensé que sería un buen momento. Deme uno. Hugo abrió la mochila y sacó el paquete. Fumaron mirándose a los ojos. —Sargento. Ayer me olvidé de contarle algo. —Dígame —dijo después de expulsar una larga columna de humo con satisfacción. —Hay una instalación militar cerca de Valladolid. Es un punto seguro, custodiado por un grupo de soldados a las órdenes de un sargento, como usted. Hay unos treinta civiles, científicos y técnicos. El sargento entrecerró los ojos, muy interesado. —Continúe. —Encontramos esa instalación cuando salimos de Madrid. Era un laboratorio del Ejército. Les ayudamos a poner en marcha una emisora de radio. Emiten un mensaje grabado avisando a la población de su localización y explicando cómo llegar hasta allí. —Hace tiempo que dejé de buscar emisoras... —Hace pocos días que emiten. Cuando regresemos esta noche pruebe de nuevo. Quizás nadie más haya escuchado esa grabación, pero quién sabe... —Y dice que es un punto seguro. —Sí. Es una zona muy amplia en un bosque protegida por alambradas y cámaras. Tienen incluso ganado que han ido recuperando de la zona, alimentos, un arsenal como para empezar una guerra... —¿Y por qué no se quedaron allí? —Bueno, yo quería encontrar a mi mujer y a mi hijo. Sabía que estarían aquí porque lo hablamos cuando empezó todo. Además, tuvimos un problema con el coronel que estaba a cargo de todo aquello. El sargento dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó en la suela de la bota antes de tirarlo fuera del remolque. —Siga. —Bueno. Se le había ido la olla. Estaba investigando una vacuna para el virus... —¿Qué virus?. Hugo le miró sorprendido. —Cierto. Quizás no lo sepa. Todo esto se debe a un virus que tenemos todos, probablemente. Hugo le explicó detenidamente todo lo que sabía sobre el virus y las razones por las que se marcharon de La Finca. Después le contó cómo los soldados acabaron con la vida del coronel. El sargento asentía con la cabeza. —Yo hubiera hecho lo mismo — afirmó. Una vez roto el hielo continuaron conversando durante un buen rato. El sargento le contó cómo había organizado El Valle y el magnífico trabajo del padre de Silvia en la puesta en marcha de la central. —Probablemente le debamos la vida a su suegro. Gracias a él tenemos electricidad, además de agua corriente. Eso ha permitido que el hostal funcione y que mucha gente no muera de frío este invierno. —Es un hombre magnífico. Muy reservado pero muy válido. —Ya lo sé. Guardaron silencio durante un buen rato. El tractor avanzaba sin problemas. El sargento pulsó el botón del walky- talky. —Qué tal, Pelayo. Segundos después oyeron la voz del conductor crepitar por el aparato. —Sin problema, sargento. Estamos haciendo una buena media. Habrá más nieve en el puerto, pero no será difícil pasar. —Bien. Avísenos cuando esté cansado. Mejor parar de vez en cuando que hacerlo todo de un tirón. Tenemos un largo viaje por delante. —No se preocupe. Ya les avisaré. El sol calentaba las lonas y bajo ellas pronto empezó a hacer calor. El sargento las recogió. El cielo estaba completamente despejado. Tan sólo se veían algunas nubes en la lejanía y el viento había dejado de soplar. Cuando llegaran al puerto quizás tuvieran que poner de nuevo las lonas. El tractor avanzaba como una vieja locomotora y el runrun de su motor y la ligera vibración empezaba a adormilarlos. El sargento se caló la gorra sobre la frente y cerró los ojos. Hugo hizo lo mismo. Despertaron al cabo de un buen rato por el chasquido del walky-talky. —Sargento. Hemos llegado al puerto. —Oído. Se pusieron de pie agarrándose al bastidor del remolque. Ante ellos se extendía una gruesa capa de nieve. Los bordes de la carretera estaban marcados únicamente por las estacas reflectantes. Pelayo disminuyó algo la velocidad, pero aquel cacharro avanzaba sin dificultad. Sus enormes ruedas abrían profundos surcos en la nieve que iban quedando atrás como raíles de hielo. Hugo ofreció otro cigarrillo al sargento y cubrió con su mano el mechero mientras le daba fuego. Se dio cuenta de que el guardia civil le clavaba sus ojos inquisitivos. —¿Crees que seguirán vivos, Hugo? —preguntó tuteándole. Éste movió la cabeza sin demasiada convicción mientras expulsaba el humo. —Espero que sí. Esa gente es muy importante para mí. —La chica embarazada... —Sí... —¿Es suyo? Hugo se rió, negando la cabeza. —Noo. Cuando la encontré ya lo estaba. —¿Y el padre? —Murió. No le conocí. El sargento asintió con la cabeza. —¿De cuánto está? —De tres meses, más o menos. —Si conseguimos encontrarla con vida habrá tenido suerte. Una suerte increíble. No podría llegar a mejor lugar. Tu mujer es una médico excelente. Con pocos medios hace milagros. —Ya lo sé. —Estoy pensando que podríamos usar el tractor, cuando regresemos, para intentar llegar al hospital de Cangas, o al de Avilés, y cargarlo con todo el material médico que quepa en el remolque. Andamos un poco escasos de ciertos medicamentos... —No es mala idea, sargento. Puede contar conmigo. El tractor inició el descenso del puerto. El viento empezó a sacudir las lonas. Ya no estaban protegidos por las cumbres que rodeaban el valle y el aire violento levantaba nubes de polvo de nieve que se estrellaban contra el tractor. Corrieron las lonas y se sentaron. Una hora después oyeron la voz de Pelayo. —Vamos a parar, sargento. Necesito echar una meadita y descansar un rato. Si le parece bien, vamos. —Claro hombre. El tractor se detuvo con una sacudida y saltaron del remolque. El aire era frío y seco como la lija en sus rostros. Después de orinar Pelayo sacó un termo de la cabina y desenroscó el tapón. Se lo ofreció al sargento, que bebió un trago del líquido humeante. —Coño —espetó arrugando la cara. —Debería multarte por beber esto mientras conduces. Ofreció el termo a Hugo, que lo olisqueó antes de dar un trago. Un líquido potente bajó por su garganta haciéndole toser. —Es carajillo —dijo riéndose Pelayo. — No hay nada mejor para el frío. —Demonios, si tiene más coñac que café... —contestó Hugo devolviéndole el termo. El hombre le pegó un buen trago al brebaje y subió de nuevo a la cabina. —Venga, en marcha. Una hora más tarde llegaban a la zona que Hugo había señalado en el mapa. El sargento retiró las lonas e hizo un gesto a Hugo para que se pusiera de pie. —Esta es la zona. Ahí está la señal —dijo señalando el poste kilométrico. — Ahora te toca a ti. Pelayo, disminuye un poco la velocidad, que ya hemos llegado. Te avisaré para que te detengas cuando localicemos la cabaña. A Hugo le costaba reconocer aquel paraje. La estrecha carretera parecía haber cambiado. Había más nieve que cuando él salió del refugio. Miró hacia el horizonte, intentando encontrar puntos de referencia que le orientaran. —Tenía que haber dejado una marca. Algo para localizarlo —murmuró. Un par de veces creyó encontrar el punto en el que empezaba el camino de cabras que descendía hacia el refugio. Saltó del remolque y se asomó al precipicio, pero nada. Volvió a subir al remolque y avanzaron despacio, mientras Hugo escrutaba el barranco. Una hora después estaba desesperado. El sargento y Hugo saltaron del remolque y avanzaron delante del tractor, caminando por dificultad por el borde de la carretera. El sargento miraba el reloj de vez en cuando y clavaba sus ojos en Hugo. —Nos queda poco tiempo. Tenemos un margen de una hora, o menos, teniendo en cuenta que tenemos que localizar un lugar donde el tractor pueda dar la vuelta... Hugo se asomaba desesperado al barranco pero abajo solo se veía una extensión blanca e inmaculada. De repente localizó el rio y el grupo de árboles donde cortó leña con Gabi. —Es por aquí. Mire sargento. Allí cortamos leña —dijo señalando con el dedo. Trazó una línea recta hasta donde se encontraba y vio, por fin, lo que parecía el principio del abrupto sendero, a diez o doce metros de distancia delante de ellos. Corrió hacia allí y bajó un par de metros. La cabaña apenas se veía, medio sepultada por la nieve. Si no hubiera estado allí antes nunca la hubieran localizado. Era prácticamente invisible. No salía humo de la chimenea. —¡Sargento!, ¡Encontré el sitio!, ¡Está justo aquí debajo!. El guardia civil hizo una señal a Pelayo para que detuviera el tractor y avanzó anadeando hasta donde estaba Hugo. Escudriñó hacia donde le señalaba, pero tardó en localizar aquella ondulación del terreno que apenas destacaba entre la nieve y de donde surgían apenas unos centímetros del tubo ennegrecido de la chimenea. —Están prácticamente enterrados — murmuró. Hugo empezó el descenso, pero el sargento le ordenó que se detuviera. —Espera. Vamos a coger agua y comida. Y las palas. El sargento regresó con el material. Se ajustó la mochila a la espalda y se colgó el subfusil en bandolera. —Ten la pistola a mano —dijo dándole una pala. Hugo le miró sorprendido, pero entendió la precaución. No quería ni pensar en ello, pero en su imaginación se formaron imágenes espantosas de sus amigos convertidos y devorados entre sí. Intentó expulsar aquellas visiones sacudiendo la cabeza, negándolas, y empezaron el descenso. Era difícil. Las hendiduras en las piedras estaban ocultas bajo la nieve y tenían que apoyar bien las botas antes de iniciar el siguiente paso. Tardaron casi media hora en llegar abajo. Se detuvieron al borde del barranco y examinaron el refugio. Estaba completamente enterrado en la nieve, que cubría todo excepto un palmo de la parte superior de la puerta. El silencio era sobrecogedor. Avanzaron hundiéndose en la nieve hasta la cintura e incluso más cuando pasaban por alguna ondulación del terreno. El sargento le hizo un gesto para que se detuviera. Empezó a retirar nieve a paletadas intentando abrir un sendero, secundado por Hugo. —Podríamos gritar para avisarles — propuso Hugo. —No creo que sea prudente. Si han cambiado y salen de la cabaña... Hugo asintió con un leve movimiento de cabeza. Cuando estaban a un par de metros de la puerta el sargento clavó la pala en la nieve y empuñó el subfusil, acercándose con sigilo, abriéndose camino entre la nieve ayudándose con los codos. Hugo empuño la pala con las dos manos y le siguió. El sargento le miró antes de golpear la puerta, como buscando su aprobación o advirtiéndole de que permaneciera alerta. Cuando el guardia civil iba a golpear la puerta un ladrido les sorprendió. Oyeron arañazos en la madera de la puerta. Era Rocky. Arañaba desesperado y gemía con fuerza. El sargento golpeó con la palma de la mano abierta sobre la madera. —¡¿Están bien?!, ¡Abran la puerta, venimos a ayudarles!. 36 Una hora más tarde el tractor subía la carretera pisando las huellas que había dejado en el camino de ida. En el remolque, tapado con una manta hasta la barbilla y pegado a Irene, Gabi sonreía mientras masticaba pan y chorizo. —Sabía que no nos dejarías abandonados —dijo con la boca llena. —Pues casi no lo cuento. —Ni nosotros. Al día siguiente de que te marcharas cayó la gran nevada. Apenas pude conseguir algo de leña. Después fue imposible llegar hasta el bosquecillo. Creímos que moriríamos congelados. Un día más y se hubiera acabado todo. —Podéis estar tranquilos, contestó el sargento. En pocas horas llegaremos a El Valle. Os buscaremos una casa. —¿De verdad que hay gente viva, normal, viviendo allí como si nada? — preguntó Eva. —Como si nada no. También hemos pasado lo nuestro para lograr un cierto grado de seguridad. Mantenemos vigilancia, pero la geografía nos protege. Tenemos suerte. No queda un solo pueblo con vida en los alrededores. Tendréis que arrimar el hombro. Allí todo el mundo hace algo: pescar, cortar leña, arreglar tejados... —Yo no sé pescar ni arreglar tejados —dijo rápidamente Carmen, muy preocupada, arrebujada junto a Rocky, que permanecía atento a todo — ¿No me echarás? El sargento soltó una carcajada. —No, bonita. Tú irás a la escuela, con los demás niños. —¿A la escuela? —repitió Carmen con los ojos muy abiertos, incrédula. — Yo no quiero ir a la escuela. Además, no tengo mis libros... —No te preocupes. Sois pocos niños y lo pasarás bien. Tendrás amigos. Carmen bajó la cabeza y refunfuñó. Eva miraba a Hugo fijamente. Éste se dio cuenta. Le estaba preguntando algo que no quería expresar con palabras. Hugo esbozó una medio sonrisa y Eva entendió. Sintió una punzada en el corazón y asintió moviendo la cabeza casi imperceptiblemente. De repente no sentía hambre. Sólo una enorme soledad. Hugo se dio cuenta y extendió su brazo. Le dio un apretón cariñoso en el hombro. El sargento vio el intercambio de miradas sin llegar a entender su significado. Con voz suave le preguntó a Eva si se encontraba bien. —No te preocupes. Ya sabrás que la mujer de Hugo es médico. Está haciendo un gran trabajo en El Valle. Eres la única embarazada, así que te harás muy popular. Todo el mundo querrá cuidarte. No te va a faltar de nada. Tengo pensado organizar una incursión al hospital de Cangas para traer todo tipo de material que podamos necesitar... Para que puedas dar a luz con seguridad y para otros casos en que sea necesario. En el consultorio apenas hay material para hacer curas y unas pocas cajas de medicamentos... Eva ya no escuchaba. Cerró los ojos y asintió recordando momentos de su convivencia durante semanas con Hugo en Madrid. Tenía ganas de llorar. Cuando entraron en El Valle anochecía. Pararon delante de la casa de los suegros de Hugo y éste se bajó del remolque después de un momento de titubeo. Acarició la mejilla de Eva y besó a Carmen. Durante el trayecto el sargento había decidido qué iba a hacer con los nuevos habitantes de El Valle. Tenía elegida una casa deshabitada al lado del cuartelillo. Acomodarían allí al grupo, que quería permanecer unido. Consideró también que había llegado la hora de proporcionar casas al grupo que estaba alojado en el hotel. Por la mañana se pondría manos a la obra. Empezaba a haber problemas de convivencia en el hotel y lo mejor era evitar que la cosa llegara a mayores. Hugo y Gabi chocaron la mano e Irene le lanzó un beso. —Bueno chicos, mañana me acerco a veros. Voy a achuchar a mi hijo, que casi ni le he podido ver. Y a darme un baño. Hugo miró durante un instante cómo se alejaba el tractor con su remolque a cuestas traqueteando y le pareció ver la cara de Eva, con los ojos clavados en él, a través de la abertura de las lonas durante apenas un instante. Suspiró y entró en casa. 37 Los días en El Valle transcurrían en una monotonía agradable. El invierno fue crudo. El más crudo que recordaban los escasos vecinos que habían nacido en el pueblo. Los habitantes se organizaron en equipos para despejar los caminos de nieve cada vez que éstos quedaban cubiertos. El río llegó a congelarse durante una noche especialmente fría, con una delgada capa de hielo por debajo de la cual se veía correr el agua y que tuvieron que romper para pescar las truchas que complementaban la dieta de los supervivientes. Gabi se integró en un grupo que unos días se encargaba de cortar leña, otro de despejar caminos y, tras descubrirse su buena puntería con los arcos que rcogieron de la tienda de deportes, a la caza. No era rara la tarde que aparecía con conejos o con algún corzo que se acercaba al pueblo en busca de alimento. Irene solía trabajar en el matadero, donde se preparaban embutidos, se salaba carne o se hacía queso. Eva se encargaba de la casa en la que vivía el grupo. Silvia y el sargento decidieron que no hiciera esfuerzos físicos. Preparaba la comida y cuidaba a Carmen. Por las tardes, si no nevaba, salía a dar un paseo con la niña y con Rocky. Intentaba no pasar cerca de la casa donde vivía Hugo con su familia, pero era inevitable encontrárselo cuando acudía a la consulta de Silvia a regañadientes para el seguimiento de su embarazo. El sargento Álvarez y Hugo se hicieron inseparables. Hugo le convenció de que no debían esperar a que la nieve se derritiera para ir al hospital a buscar material. Le había explicado el efecto del frío en los podridos e insistió en que debían reforzar los accesos a El Valle antes de que llegara la primavera. El sargento organizó grupos para reforzar la primera barricada que habían construido en el puente de la carretera general. También cerraron la carretera del otro lado del pueblo con una barrera construida con troncos y algunos caminos vecinales con alambrada. Después de navidad, el sargento decidió que el pueblo estaba lo suficientemente seguro como para permitirse su ausencia. Durante un par de días planificaron la incursión al hospital de Cangas, situado a unos cincuenta kilómetros. El sargento aceptó rápidamente la propuesta de Hugo de que bastaría con tres personas. El propio sargento, él mismo y Gabi. El dueño del tractor se negó a acompañarles y el sargento, después de considerarlo pensativo, no tuvo más remedio que aceptar su negativa. Pelayo era un hombre mayor y carecía de experiencia con los zombis. No quería llevarse a sus hombres porque supondría dejar desguarnecidas las patrullas de vigilancia que todos los días recorrían las empalizadas y los accesos por carretera. Hugo y Gabi tenían experiencia y sabían cómo enfrentarse a los muertos vivientes, así que durante una mañana recibieron unas clases prácticas de manejo del tractor para que cualquiera de los tres pudiera conducirlo. Silvia les preparó un listado del material que debían buscar en el hospital, por orden de prioridad incluyendo una lista de medicamentos básicos y material sanitario, como vendas, apósitos, desinfectante, esparadrapo, suturas, jeringas y los lugares donde encontrarlos: la Farmacia, la planta de Maternidad y Traumatología. —Lo importante de verdad es lo que podáis coger en la farmacia. En caso de necesidad podremos apañarnos sin el resto, les insistió, después de repetirle una y otra vez a Hugo de que no se arriesgaran. Una mañana, antes del amanecer cargaron el remolque del tractor con el armamento elegido -un arco y un montón de flechas que Gabi se empeñó en llevar, la escopeta franchi —vieja conocida— , una canana en la que Hugo distribuyó los cartuchos, tres hachas, comida, mantas, algo de leña por si no lograban desempeñar la misión en un solo día, los sacos de dormir, un botiquín de emergencias, dos walky- talkies y el armamento del sargento: su pistola reglamentaria y el subfusil. También cargaron tres palas y la palanqueta, otra vieja conocida. El sargento se subió a la cabina y escuchó los últimos consejos de Pelayo antes de partir. Antes de cerrar la portezuela Pelayo sacó algo del bolsillo y se lo tendió al sargento. —Para el camino. Era el viejo termo de Pelayo cargado de café con coñac. El sargento sonrió y se llevó la mano a la cabeza, cubierta con un gorro de lana. Gabi y Hugo subieron al remolque y echaron las lonas para protegerse del intenso frío del amanecer. Silvia contempló desde la ventana de su habitación cómo se alejaba el tractor. Cerró los ojos y suplicó verles regresar antes del anochecer. Después volvió a la cama y se arrebujó junto a su pequeño, que dormía ajeno a todo abrazado a su elefante de trapo. Rememoró entonces la conversación que había tenido la mañana anterior con Eva durante una visita rutinaria. Silvia se había dado cuenta de que Eva sentía un cierto rechazo hacia ella. Se negaba a hablar sobre las circunstancias en las que se había producido su embarazo, aunque sabía que era producto de una violación. Al principio albergó la sospecha de que el hijo pudiera ser de Hugo, pero desechó esa idea rápidamente al calcular la fase del embarazo en la que se encontraba Eva. Hugo, por su parte, insistía en que su relación con Eva era como la que tienen dos hermanos, pero Silvia se deba cuenta que Eva no lo veía así. No podía dormir, así que optó por levantarse y tomarse el resto del café que había preparado para Hugo. Lo habían reservado como si fuera oro y no quedaba más, pero aquella mañana era especial. Dejaría un poco para sus padres y después, quién sabe cuándo volvería a tomar café. El día anterior, mientras preparaba el listado de medicamentos, se dio cuenta de algo que le llamó poderosamente la atención: desde que había llegado al pueblo no se había registrado ninguna enfermedad infecciosa. Ni siquiera una gripe. Era la comunidad más sana en la que había trabajado nunca. Había, claro, personas mayores con reuma, con artrosis, o que tenían el colesterol alto desde antes de que pasara todo esto, pero Silvia creía que habían mejorado según pasaban los meses gracias a la actividad física, a la desaparición del tabaco y a la escasez de alcohol. Se lo comentó a Hugo y concluyeron en que el aislamiento de El Valle les habían convertido en las primeras personas — quizás las únicas del mundo— sin contacto con ningún tipo de virus. Quizás muchos de los habitantes del pueblo ni siquiera fueran portadores del virus que había llevado el mundo al desastre. No tenía forma de saberlo. Por lo menos, hasta que Hugo regresara con material para hacer análisis. Mientras Silvia daba vueltas a este asunto el tractor iba abriéndose camino, bamboleante, por la carretera nevada. El sargento calculaba que tardarían, si no encontraban obstáculos, cerca de tres horas en llegar a Cangas. Apretó el botón del walky-talky. —Qué tal por ahí detrás, chicos. El aparato crepitó al oírse la voz de Hugo respondiendo. —Sin novedad. Medio adormilados por el traqueteo. Cuando te aburras ahí delante, nos lo dices y cambiamos. —Vale, corto. Gabi se estiró sacando los brazos bajo la manta. Repasó la cuerda del arco y volvió a contar las flechas. —Tranquilo, tío. Aún falta mucho para que puedas probar tu puntería con la cabeza de un podrido. —¿Crees que encontraremos muchos? —Supongo que sí. Incluso es posible que el hospital esté trufado. Recuerda: si ves una puerta en la que pone “Depósito de cadáveres” o “Autopsias”, no se te ocurra abrirla. Gabi se rió. —No pienso hacerlo, descuida. —Oye, a ver si nos invitáis un día a vuestra casa, que casi no nos vemos — dijo Hugo cambiando de tema. —Cuando quieras. La casa está de puta madre. Un poco fría. Eva... —dijo sin acabar la frase. Miró a su amigo levantando las cejas. —Ya. La verdad es que no sé cómo manejar el tema. Gabi suspiró. —Bueno. Ya se le pasará, supongo cuando nazca el niño... —O la niña... —Si, es verdad. O la niña. Cuando nazca tendrá otras preocupaciones. No te agobies. Irene habla mucho con ella y ha hecho muy buenas migas con Carmen. Son inseparables. Notaron que la pendiente era menos pronunciada. Hugo asomó la cabeza entre los toldos y vio los primeros rayos de sol que arrancaban reflejos sobre la nieve helada. Estaban en la cima de un puerto, despejada de árboles. Hacia adelante sólo se veía la extensión blanca de la carretera que serpenteaba y luego iniciaba un descenso hacia un valle. Gabi se asomó a su lado. Miraban el paisaje en silencio hasta que el crepitar del walky-talky les sacó de sus pensamientos. —He captado la emisora de radio de Tordesillas, dijo la voz enérgica del sargento. Con un brusco frenazo el tractor se detuvo. Gabi y Hugo saltaron del remolque y se acercaron a la cabina del tractor. El sargento había abierto la portezuela y podían escuchar la voz de un hombre. —No es la voz de Benavides. Han cambiado el mensaje —dijo Gabi. —...”ofrecemos refugio, comida y seguridad”, llegaron a oír. Después la voz explicaba cómo llegar hasta La Finca y recordaba la fecha en la que estaba grabado el mensaje. Hace apenas dos días. —Vuestros amigos siguen vivos — sonrió el sargento. — Si tuviéramos manera de comunicarnos con ellos... Bueno, venga, al remolque. No perdamos más el tiempo —dijo bruscamente antes de cerrar la portezuela del tractor. Gabi y Hugo subieron al remolque, que se puso en marcha con una sacudida. —En primavera podríamos intentar llegar hasta allí para hacerles una visita —sugirió Gabi. — Quizás quieran venirse hasta El Valle. Podríamos necesitar refuerzos. —Sí, es una idea. Recordó a Aurora. ¿Seguiría viva? Él le debía estar vivo. De hecho, todo el grupo le debía la vida. Sin ella no habría logrado llegar nunca a El Valle y sus amigos estarían ahora congelados o se habrían devorado entre sí. El sargento había descartado ir a buscarla, aunque Gabi y Hugo de vez en cuando se lo recordaban. —El riesgo es demasiado elevado — les contestaba tajante. Una hora más tarde el tractor se detuvo de nuevo. —Vamos a estirar un poco las piernas —crepitó la voz del sargento. Saltaron a la carretera y sacaron comida. Apoyados en el tractor masticaron el silencio. —En una hora deberíamos ver Cangas —dijo el sargento, que abrió el termo de Pelayo y dio un sorbo al brebaje antes de pasárselo a Gabi. —Menudo mejunje. Esto es inflamabe —rezongó. Me pregunto cuántas botellas de coñac tendrá guardadas Pelayo en su casa. —Tenemos que rodear el pueblo cuando lleguemos. El hospital está al otro lado —dijo el sargento desplegando un mapa. Hay una carretera que bordea el pueblo y luego atraviesa el río. Será la ruta más segura. — Guardó el mapa en el abrigo y subió a la cabina. Media hora más tarde notaron que el tractor disminuía la velocidad hasta casi detenerse. Gabi cogió el walky-talky y apretó el botón para preguntarle al sargento si pasaba algo. Tardó en contestar. —Tenéis que ver ésto —contestó con voz tensa. Gabi y Hugo se asomaron entre las lonas y se quedaron si habla. A unos cincuenta metros más adelante del tractor vieron un montón de figuras inmóviles como postes a ambos lados de la carretera que se extendían hasta perderse de vista. Decenas, centenares de cuerpos enterrados en la nieve hasta casi la cintura, permanecían petrificados como estatuas a lo largo del camino. No se movían. Hugo se bajó del remolque y se acercó a la cabina. El sargento se frotaba la cabeza bajo la gorra de lana incrédulo. —Son... zombis, supongo —murmuró. —Qué hacemos. —No lo sé, demonios. Si avanzamos entre ellos y empiezan a moverse... —Tengo la sensación de que están congelados. No creo que puedan moverse. —Subid los toldos del remolque y poneos cada uno a un lado con las armas preparadas. Voy a ir lo más rápido que pueda. Si alguno intenta subir al remolque le atizáis con un hacha. No quiero disparos a menos que sea necesario. ¿Entendido? —Si, no te preocupes. El sargento aceleró y se acercaron a las primeras figuras. Hugo y Gabi permanecían en silencio, expectantes. Gabi expulsaba vaho por la boca en un jadeo que casi tapaba el sonido del motor del tractor. Hugo se giró y le puso la mano en el hombro para tranquilizarle. Cuando pasaron al lado del primer zombi éste ni se movió. Los siguientes tampoco. Eran como figuras de hielo. Algunos tenían sucios carámbanos colgando de la barbilla. Era como un paseo triunfal de pesadilla a través de una avenida flanqueada por estatuas grotescas. A Hugo le vino a la cabeza una escena del final de la película Quo Vadis, cuando los romanos avanzaban por una calzada en cuyos márgenes había decenas de crucificados moribundos. Gabi creyó ver que una de las estatuas movía sus ojos opacos y los clavaba en los suyos. Sintió cómo el estómago se le encogía. —Cuando suban las temperaturas comenzarán a andar por la carretera. Tendremos que reforzar las barreras de El Valle. —Podríamos volver con varios hombres y volarles la cabeza antes de que se descongelen —murmuró Gabi. —Buena idea. Seguro que el sargento ha pensado lo mismo. Conforme avanzaban fueron relajando la tensión, y al final, bajaron las hachas. Aquellos desgraciados no eran ninguna amenaza. Un rato después tomaron la carretera que rodeaba la pequeña ciudad y pasaron por el puente que atravesaba el río. En las orillas se acumulaban troncos y desperdicios parcialmente cubiertos por la nieve y el hielo. Un rato después llegaban al hospital. Era un edifico sólido construido en ladrillo parduzco y con tejados de pizarra. El sargento detuvo el tractor en el aparcamiento. Debajo de la nieve asomaban restos de cuerpos. La puerta principal estaba abierta de par en par. Bajaron del tractor con las armas preparadas. Hugo se colocó la canana y se colgó la escopeta del hombro. Comprobó la pistola y se la metió en la cintura. Aferró un hacha con la mano derecha. Gabi se metió su pistola en la cintura y se colgó el carcaj del hombro. Sacó una flecha y la colocó en el arco, preparado para tensarlo en cualquier momento. El sargento llevaba el hacha en la mano derecha y empuñaba la pistola con la izquierda. Se miraron y sin decirse nada entraron en el hospital. Cada uno llevaba una linterna en el bolsillo, pero no fue necesario encenderlas. La luz penetraba por los ventanales e iluminaba el vestíbulo. Se detuvieron junto al mostrador de la recepción para leer el panel informativo donde se indicaba en qué planta estaba cada Servicio. El silencio era abrumador. Siguieron las indicaciones del cartel y subieron por la escalera para llegar a la planta de Maternidad. Los pasillos estaban despejados. Papeles y desperdicios eran los únicos indicadores del abandono, así como el frío intenso, como si estuvieran dentro de una nevera, que sentían en el rostro. Caminaron en silencio, preparados ante alguna aparición repentina. Cuando llegaron a la planta de Maternidad empezaron a detectar signos de que allí también había pasado algo. Había cristales rotos en el suelo de los pasillos y trapos manchados de lo que parecía sangre por todas partes. Al doblar una esquina se toparon, de golpe, con restos de cuerpos devorados. Los rodearon con cuidado y siguieron los carteles que les llevaban a las salas de parto. El sargento miró a través de la ventana que había en la puerta antes de entrar. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza para indicar que aquella sala estaba despejada. Entraron. El sargento y Hugo examinaron los aparatos mientras Gabi vigilaba el pasillo con la nariz pegada al cristal de la puerta. —Parece que eso es un ecógrafo. Desenchúfalo, que nos lo llevamos — dijo el sargento con un susurro ronco. Sacaron bolsas de basura de los abrigos y Hugo empezó a meter material que había en los armarios metálicos de la sala. Jeringas, sutura, vendas, viales con líquidos cuya etiqueta no se detuvo a leer. Llenaron una bolsa de material. Salieron de la sala con el ecógrafo y la bolsa y se dirigieron a la farmacia. Tardaron bastante en encontrarla. Afortunadamente parecía que el hospital estaba vacío. Allí tuvieron que encender las linternas. La farmacia estaba repleta de cajas de medicamentos y más material sanitario. Llenaron tres enormes bolsas de basura de material y medicinas y las cerraron con cinta adhesiva. —Parece que ha sido fácil — empezaba a decir el sargento justo cuando doblaban una esquina. Entonces oyeron pasos, como si alguien arrastrara los pies, y una especie de ronquido que venía del final del pasillo. Entre las sombras vieron aparecer varios podridos que caminaban hacia ellos. —Retrocedamos sin correr. Tranquilos —dijo el sargento. Al llegar a la escalera vieron que por ella subía un grupo numeroso de zombis. El arrastrar de pasos que les iba siguiendo estaba acercándose y pronto llegarían al rellano en el que estaban. El sargento evaluó la situación rápidamente. —Retrocedamos y acabemos con los podridos que vienen por el pasillo y buscamos otra salida —susurró. Son menos, dijo. Hugo y Gabi se miraron. Dejaron el material en el suelo y siguieron al sargento. Al doblar la esquina vieron que el grupo estaba a una decena de metros. Al verles los podridos se animaron y aceleraron el paso hacia ellos, arreciando sus gemidos guturales. Gabi se adelantó un paso y tensó el arco. Apunto durante un par de segundos al podrido más cercano. Soltó la flecha, que con un zumbido surcó el espacio que había entre la cuerda y la cabeza de aquel ser y se clavó profundamente en su ojo derecho. El zombi trastabilló y cayó al suelo pesadamente. Gabi sacó otra flecha, afirmó el pie izquierdo adelantándolo ligeramente y apunto al siguiente. Apenas le tenía a ocho metros. Soltó la flecha, que le entró por la boca abierta. El zombi se derrumbó. Vieron que la flecha asomaba un palmo por la parte posterior del cráneo de aquel ser. Sacó otra flecha y rápidamente y confiado la disparó contra el siguiente podrido, atravesándole el cuello. Después de un titubeo, el zombi continuó caminando. Estaba apenas a cinco metros. El sargento se adelantó y le partió el cráneo de un hachazo. —¡Retroceded. Se nos echan encima! —gritó mientras intentaba arrancaba el hacha de la cabeza del podrido. El sargento soltó el hacha y aferró el subfusil. Quitó el seguro con un sonoro chasquido y avanzó a paso ligero hasta la escalera, donde el grupo que subía coronaba ya los últimos escalones. Apretó el gatillo y barrió a los dos primeros del grupo. Después siguió disparando hasta abrir una brecha entre los zombis que subían, impertérritos, detrás.. Las balas hicieron saltar trozos de la mampostería de las paredes, que quedaron salpicadas del líquido negruzco y de la materia orgánica que saltaban de los cuerpos de los zombis. El sonido de las ráfagas les ensordeció. Hugo y Gabi miraban atónitos, sin prestar atención a lo que se les venía encima por detrás. Fueron unos segundos cruciales. Cuando Gabi quiso darse cuenta tenía las manos sarmentosas de un muerto viviente aferrándole del pelo. Gritó, pero el ruido de los disparos tapó su voz. Hugo se giró instintivamente y vio cómo Gabi se doblaba hacia atrás, dejando caer el arco al suelo, que rebotó dos veces antes de quedar quieto en el suelo. Estaban atrapados entre los dos grupos de zombis. Hugo gritó y levantó el hacha para golpear a un podrido que se le echaba encima. El filo se clavó a la altura de la oreja de aquel ser, arrancándole el cartílago junto con un fragmento de piel y hueso. Levantó el hacha de nuevo y se la clavó con fuerza en la frente. Al caer aquella aberración al suelo arrastró el hacha dejándole desarmado. Retrocedió mientras intentaba sacar la pistola de la cintura. Apuntó y apretó el gatillo sin darse cuenta de que tenía el seguro puesto. Antes de que pudiera quitarlo, detrás de él brotó un vómito de fuego que le retumbó en los oídos. El sargento barría con el subfusil al grupo que rodeaba a Gabi, que estaba tirado en el suelo. Hugo por fin localizó el seguro y disparó enloquecido a bulto hasta que la pistola sólo hacía clic, clic, clic. Siguió apretando el gatillo hasta que el sargento le puso la mano en el hombro. Se dio cuenta entonces de que estaba gritando. —Ya terminó. Tranquilo, Ache. Bajó la pistola y jadeó. Tenía ganas de vomitar. Le escocían los ojos y la garganta por el humo de los disparos y el hedor a putrefacción que les rodeaba. El sargento recorrió con la mirada la escalera llena de cuerpos destrozados y después avanzó un paso hacia donde se suponía que tenía que estar Gabi. Movieron varios cuerpos. Gabi estaba debajo. Tenía los ojos cerrados y boqueaba expulsando sangre por la boca. Tosió un chorro de líquido rojo oscuro y espeso. Tenía el lateral del cuello desgarrado. Agonizaba. Hugo se arrodilló a su lado. —¡Gabi! —gritó. Con un temblor de piernas Gabi arqueó la espalda, abrió los ojos un segundo y murió. Hugo no recordaba cómo había llegado a la cabina del tractor, ni cómo había subido, ni cómo se había sentado al lado del sargento. Como un sonámbulo recordaba fragmentos en los que se veía empujado por el guardia civil hasta el tractor. En los que veía cómo éste entraba en el hospital y salía cargado con todo el material que habían recuperado, y después volvía a entrar de nuevo y un rato después escuchaba un disparo que le hacía saltar en el asiento de la cabina del tractor, y veía al sargento atravesar la entrada del hospital con el arco y el carcaj de Gabi. En su cabeza resonaban aún los disparos y sus propios gritos. Cuando llegaban hasta la avenida de los zombis congelados salió de su estupor. —Ha sido culpa mía. No vigilé el pasillo —dijo tapándose el rostro con las manos. —No ha sido culpa de nadie. Eran muchos. Hemos tenido suerte de salir vivos tú y yo, métetelo en la cabeza. —Ha sido culpa mía. ¿Cómo voy a decírselo a Irene? —dijo con desesperación. —Escucha, Hugo. Asumimos un riesgo por el bien de la comunidad. Podías haber muerto tú, yo, o los tres. Cada día que pasa es una victoria. Nos espera una primavera de pesadilla. Necesitamos gente como tú, así que no te derrumbes. Es posible que perdamos más gente. Y también es posible lograr que no muera nadie más. Tenemos que fortificar el pueblo. Tenemos que superar esto. ¿Entiendes? Hugo no respondió. Tenía la mirada perdida en algún punto de la carretera. El sargento detuvo el tractor. Cogió el hacha que permanecía en el suelo de la cabina y saltó. Se dirigió hacia el primer zombi de la fila y descargó el hacha con rabia sobre su cráneo. Derribó al podrido de una patada. Luego hizo lo mismo con el siguiente, y con otro más. Hugo por fin reaccionó. El sargento se giró hacia el tractor y gritó. —¿Qué tal si me ayudas? Tienes tu hacha a tus pies. Hugo miró hacia abajo y vio el hacha, con el filo cubierto de sangre. Lo cogió y bajó a ayudar al sargento. Anochecía cuando entraban en El Valle. Llegaron a la empalizada y un hombre les franqueó el paso. El sargento le saludó con la mano. La sonrisa del hombre se congeló en su cara al ver la expresión que tenían sus rostros. Su mirada se detuvo en sus anoraks cubiertos de sangre. Levantó las cejas. —¿Gabi...? El guardia civil, que parecía tener diez años más que cuando salió por la mañana, movió la cabeza negando. —Mecagoen... Ya lo siento. Alguna vez cazamos por el bosque. Era un guaje muy simpático... Se detuvieron frente a la puerta de la casa donde esperaba Irene. —Ánimo, Ache. Esto va a ser duro — dijo antes de llamar a la puerta. —Ese disparo que hiciste antes de volver al tractor... —dijo sin atreverse a acabar la frase. —Sí. Gabi. No era necesario añadir nada más. Hugo asintió mientras la puerta de la casa se abría y veían el rostro sonriente de Irene, que se tornó en una mueca de dolor cuando vio que Gabi no estaba con ellos y entendió por la mirada de aquellos rostros cubiertos de salpicaduras de sangre lo que había sucedido. Se abrazó a Hugo con fuerza y empezó a sollozar mientras repetía, !no, no, no!. Dentro Eva y Carmen se cogieron de la mano mientras el sargento agachaba la cabeza y empujaba con suavidad a Hugo y a Irene para que entraran dentro de la casa. Entró detrás de ellos y cerró la puerta. 38 Los días transcurrían monótonos. Hugo salía al bosque a practicar con el arco de Gabi. Sentía que, de algún modo, tenía la obligación de alcanzar el nivel de destreza que su amigo tenía. De vez en cuando lograba abatir algún conejo. En aquellos momentos de soledad recordaba a sus dos amigos perdidos, y Mario, al padre de Carmen, al que apenas llegó a conocer. Le parecían tan lejanos ya aquellos días en Madrid, antes de que pasara todo que los recordaba como algo irreal, como si hubiera sido la vida de otro que hubiera visto en una película. Regresaba entonces, cuando los recuerdos comenzaban a abrumarle, al calor de su casa y de su familia. Intentaba esbozar una sonrisa al atravesar la puerta. Visitaba con frecuencia la casa de las chicas. Su perra, ya muy mayor, rejuvenecía cuando se encontraba con Rocky. El pastor alemán jugueteaba con ella y se dejaba mordisquear las orejas tumbado en el suelo junto a la chimenea. Irene era quien le daba ánimos a él. Su fortaleza de espíritu era admirable, comentaba con Silvia cuando regresaban a su casa. El sargento también les hacía frecuentes visitas. Se había encariñado con la niña, que le recordaba, según decía con un velo de tristeza en la mirada, a su hija. Eva, sin embargo, parecía evitarle. A veces cruzaban sus miradas y Hugo creía ver un sutil reproche en sus ojos. Otras veces veía algo que parecía ternura. El embarazo empezaba a notarse. —Creo que Eva está enamorada de ti —afirmó en una ocasión Silvia. —¿Eva?, qué va, mujer. —Sí lo está. Lo noto. —Bueno. Si es así no tengo la culpa. Sólo te quiero a ti, boba —contestó abrazándola. 39 El invierno fue largo. Interminable. El Valle funcionaba como una comunidad modélica. A veces olvidaban qué les había traído hasta ese lugar, y que fuera el mundo quizás se hubiera acabado tal y como lo habían conocido. Las cuadrillas trabajaban organizadas y todos recibían alimentos y leña. Vivían en una especie de comunismo en el que todos ponían su esfuerzo y conocimientos, por escasos que fueran, al servicio de los demás. Una vez por semana, los viernes al atardecer, se celebraba una asamblea para solventar problemas o disputas. Por su parte los habitantes de El Valle crearon su propio sistema de trueque e intercambio al margen de los trabajos comunitarios. Si uno necesitaba más leña y otro necesitaba una reparación del tejado, llegaban a un acuerdo. En los ratos de ocio algunos jugaban a las cartas, a los dardos o al billar en el hotel, que se había convertido en el lugar de reunión y de intercambio de favores. Se reforzaron las barreras de la carretera y los caminos y las alambradas alrededor del pueblo. Para salir al exterior se estableció una regla: nadie podría salir solo. Además, otra persona debía quedarse al otro lado de la barrera para cerrarla y esperar hasta que regresara el grupo, ya que sólo podía abrirse desde el interior. Sabían que en caso de emergencia podrían entrar rápidamente en la seguridad del recinto porque el vigilante estaría alerta. La pequeña escuela funcionaba satisfactoriamente. Irene decidió ayudar a la maestra jubilada que daba clases a los niños y acudía todas las mañanas para encargarse de los más pequeños. Así fue transcurriendo el invierno, moroso y lento. Sin embargo, según transcurrían las semanas, Hugo sentían una creciente desazón que compartía con el sargento. La certeza de que la primavera lo cambiaría todo. Cada mañana y cada anochecer oteaba el cielo, buscando indicios del comienzo de la primavera. Comprobaba la temperatura y se alarmaba si una mañana amanecía soleada y apacible. Escudriñaba el curso del río, buscando en las orillas evidencias de subidas repentinas del nivel del agua, que bajaba cristalina de las montañas. El sargento le vio una mañana, desde la ventana de la casa cuartel, realizar esa inspección rutinaria, e interpretó que Hugo temía una crecida de las aguas cuando se iniciara el deshielo. Organizó rápidamente una cuadrilla para limpiar las orillas de troncos y ramajes río arriba y despejar la zona junto al puente que unía las dos partes del pueblo. Mientras arrastraban un tronco se lo comentó a Hugo. —Me diste la idea, al verte examinar la orilla del río. —Está bien. Es bueno prevenir una crecida, pero yo estaba preocupado por otra cosa. —¿Qué te preocupa? —La primavera. Ya sabes por qué. El sargento posó el tronco sobre la tierra húmeda cubierta de helechos y estiró la espalda, poniendo las manos en los riñones. —No sabemos si los podridos estarán... “operativos” —dijo después de buscar durante unos segundos la palabra adecuada. — Quizás no puedan ni tenerse en pie. —Quizás los que han permanecido en el exterior no, pero ya viste que en hospital había bastantes, y se movían muy bien. —No hay razón para pensar que vayan a salir del hospital, o de donde estén metidos. Y si lo hacen, no hay razón tampoco para temer que vengan a parar precisamente aquí. Además, hemos convertido El Valle en una zona segura. —Ya. No sé. Quizás deberíamos intentar llegar a La Finca. Nos vendrían bien esos soldados y todas esas armas. Aquí hay sitio para ellos. —Es algo que tenemos que pensar con cuidado. Hemos alcanzado un nivel de armonía que podría verse roto con treinta personas más. No sé cómo encajarían. Eso en el caso de que quisieran venir, claro. Pocos días después llegó la mañana que Hugo estaba esperando. Amaneció despejado y la temperatura subió hasta los diez grados. Al final del día el sonido de las gotas que la nieve derretida de los tejados hacía al caer al suelo formando charcos sobre la nieve reblandecida, se había convertido en una música rítmica que sonaba en cada calle del pueblo. El curso del río fue creciendo durante los días siguientes. Gracias al trabajo de limpieza que habían llevado a cabo días atrás en las riberas apenas tuvieron que retirar algunas ramas que quedaron enganchadas bajo el puente. Las calles, hasta hace pocos días recorridas por los pasos presurosos de los habitantes del pueblo, empezaron a ser transitadas con otro ánimo. La gente salía a pasear al agradable sol de la mañana y el número de pescadores en las orillas del río y en las barandas del puente se multiplicó. Tanto que algunos pescadores habituales organizaron un concurso. Al finalizar el tiempo establecido, mientras se procedía al pesado de las capturas de los concursantes con una romana que habían colgado en una señal de tráfico, alguien gritó, señalando el cauce del río. Allí, flotando boca arriba y moviendo la mandíbula hinchada y grisácea, se deslizaba arrastrado por la corriente el primer zombi que llegó a El Valle. 40 Los supervivientes habían ido llegando en un goteo continuo pero constante a La Finca. Los primeros, un grupo formado por dos adultos y tres niños, llegaron una semana más tarde de que se iniciara la emisión del mensaje radiofónico. Viajaban en una autocaravana por una carretera perdida en algún lugar de la provincia de Burgos cuando encendieron la radio y oyeron el mensaje. Después fueron llegando más. Pronto el pabellón quedó abarrotado y tuvo que habilitarse el gimnasio como dormitorio comunal. Los soldados, acompañados por algunos de los recién llegados, hicieron fructíferas incursiones para hacerse con material de construcción en el almacén que había junto al desvío por el que se llegaba a La Finca, después de eliminar a los podridos que hibernaban congelados en el aparcamiento. Cargaban el camión con material de construcción y con somieres y colchones, con el objetivo de levantar un pabellón para acoger a los recién llegados. También se multiplicaron las salidas a gasolineras, tiendas, hoteles y restaurantes para hacer acopio de combustible, alimentos, ropa, mantas, sábanas... En fin, cosas necesarias para hacer la vida más llevadera a una creciente población. Hubo un debate entre los antiguos habitantes de La Finca sobre si debían dejar de emitir la grabación radiofónica ante la perspectiva de verse desbordados si seguían llegando supervivientes. Los argumentos sobre el cese de la emisión eran contundentes: la capacidad de La Finca era limitada y era mejor garantizar un relativo bienestar a los ocupantes actuales — más de medio centenar, y llegaban más todos los días — , que acabar siendo superados por los acontecimientos. Por el otro lado se oyeron las opiniones que insistían que aquella era una instalación pública, al servicio de los ciudadanos, y que debían acoger a cualquier persona que llegara y hacer todo lo posible para salvar las vidas de quienes habían logrado sobrevivir durante aquellos meses. El sargento Nogueira impuso su criterio: decidió que aún podían acoger a mucha gente, aunque tuvieran que compartir las habitaciones. Siempre podrían instalar tiendas de campaña o construir más pabellones. Poco a poco, se fue creando una comunidad. Uno de los últimos en llegar a La Finca fue Simón. Apenas pudo creer lo que oía cuando la radio del coche que conducía captó la emisión en la que se anunciaba la existencia de un lugar seguro y protegido. Llevaba la radio permanentemente encendida, con el escáner de emisoras recorriendo el dial de forma constante. Ya ni prestaba atención. Era una rutina que hacía automáticamente cada vez que arrancaba el coche. De vez en cuando miraba el indicador digital para comprobar que éste seguía buscando incesantemente alguna emisora. Tenía la vaga esperanza de que en algún lugar del país alguien estuviera organizado. Se resistía a creer que todo hubiera acabado para siempre. Simón nunca se detenía mucho tiempo en el mismo lugar. Ya había perdido algunos compañeros de viaje y él mismo había estado a punto de morir en más de una ocasión por creerse seguro. No existían lugares seguros. Buscaba lugares apartados. Recorría carreteras polvorientas, que después se convirtieron en carreteras nevadas, y evitaba poblaciones en las que hubiera más de una docena de casas. Lo suyo eran las aldeas, y en aquella zona, un triángulo entre Salamanca, Zamora y Portugal, no había casi ni aldeas. En los primeros días intentó cruzar la frontera de Portugal, pero la carretera que conducía hasta el antiguo paso fronterizo era un enorme atasco. La frontera estaba cerrada por un cinturón de tanques y soldados que disparaban contra cualquier grupo que se acercara incluso andando. Pensaban los portugueses que la maldición que se había iniciado en España quedaría contenida por el simple hecho de no dejar pasar a nadie. Resistieron sólo un poco más. Pronto aquellos tanques quedarían abandonados cuando a sus espaldas comenzaron a levantarse los muertos. Simón, atrapado en el atasco, fue siguiendo los acontecimientos por la radio del coche hasta que las últimas emisoras, primero las españolas y después las portuguesas, quedaron mudas. Tuvo que abandonar su coche y caminar durante horas, junto a miles de desesperados. Familias que arrastraban sus pertenencias y que iban quedándose por el camino. Durmió al raso la primera noche, y cuando entre sus compañeros de infortunio, hacinados en un polideportivo la siguiente noche, se desató la locura cuando uno de ellos murió y despertó para atacar a los que tenía a su alrededor, tuvo claro que debía alejarse de las multitudes. Sobrevivió como pudo durante días, esquivando a los zombis que parecían estar por todas partes y evitando a los vivos. Entró en casas abandonadas, donde paraba sólo el tiempo necesario para descansar y alimentarse. En una de esas casas encontró, intacto en el garaje, el coche que conducía ahora. Aquel viejo y sólido ford familiar, con un enorme maletero, se había convertido en una extensión de su propio cuerpo. Metió un colchón en la parte de atrás después de plegar los asientos traseros. Cuando no encontraba una casa segura donde dormir apartaba el coche del camino, cerraba las puertas y descansaba sobre su colchón, rodeado de latas de comida y garrafas de agua que iba recuperando en las casas abandonadas. Hasta ahora no había tenido problemas. Si algún zombi vio el coche no se acercó. Con los muertos no tuvo problemas, pero sí con los vivos. La vieja pistola que encontró en una casa abandonada, junto con una caja de cartuchos, le sirvió para salir de más de un apuro. No había matado a nadie y esperaba no tener que hacerlo, pero no dudaría en disparar si no le quedaba más remedio. Atrás quedaron los días en los que Simón, un taciturno comercial de una imprenta de Zamora, recorría las carreteras de la región buscando clientes, comía en restaurantes de menú y dormía en pensiones de mala muerte. Cuando vio que el dial de la radio estaba detenido en una emisora subió el volumen de la radio y casi se salió de la carretera al escuchar aquel mensaje. Pisó el freno del coche dejando la marca de los neumáticos sobre el asfalto, bajo la fina capa de nieve, y se cubrió el rostro con las manos mientras oía una y otra vez el mensaje que le prometía refugio a pocos kilómetros de Valladolid. Horas después, sin haber parado ni para mear, llegaba a las puertas de La Finca. 41 Carlitos y L. sobrevivieron al invierno. Los chaparrones primaverales se llevaron los últimos restos de la nieve que hasta entonces había cubierto los alrededores del palacio de la Zarzuela. El barro sustituyó a la nieve y los patéticos y deteriorados zombis que aún pululaban por la inmensa finca del palacio tropezaban o resbalaban constantemente, o se quedaban pegados al barro durante horas, hundidos hasta los tobillos, clavados al suelo como muñecos sin apenas fuerza para elevar los pies más que algunos milímetros, producir un chapoteo y un ruido de succión, y rendirse momentáneamente al ver que sus esfuerzos por despegarse eran vanos. Una mañana el sol apareció radiante entre los últimos jirones de nubes que se deshacían como azucarillos en el cielo. Carlitos arrastró a L. al exterior. Miró el cielo y habló. —Vamos. L. le miró con su expresión vacía, pero entendió lo que Carlitos ordenaba. Carlitos se dirigió hacia la dirección por la que vio marchar aquel coche blanco con sus presas. No habían vuelto a ver seres vivos desde entonces, pero Carlitos tenía la certeza de que siguiendo aquel camino podría dar con ellos o con otros seres vivos. El invierno había sido muy duro. Apenas habían logrado sobrevivir, casi sin alimentos. Eran pocos los zombis que aún se mantenían en pie. Un grupo observó cómo Carlitos y L. se alejaban y se pusieron en marcha tras ellos como perros abandonados siguiendo a un posible amo. Eran una docena los que llegaron a la Carretera de la Coruña. Vistos desde la lejanía constituían un desconcertante grupo que avanzaba en forma de cuña por la autopista. Algunos apenas podían arrastrar los pies, y continuaban caminando por la extraña fuerza que les impulsaba. Pronto sólo les seguían cinco. Nadie miraba hacia atrás ni socorría al caído. Tardaron dos días en llegar al túnel de Guadarrama y un día entero en recorrerlo esquivando restos de coches quemados y zombis descarnados con los que se topaban en la oscuridad. Cuando llegaron a la altura de Tordesillas habían pasado dos semanas de caminar infatigable. Carlitos de vez en cuando mataba algún perro enloquecido, apenas bultos de pellejo hambrientos que desesperados se acercaban al grupo en busca de no se sabe si una muerte que les aliviara del hambre y la desesperación o de alimento. Comía primero él, manteniendo alejados al resto del grupo con un simple y enérgico ¡No!. Después arrancaba algunos pedazos de entrañas y carnes magras del desgraciado animal y alimentaba a L. Se ponían en marcha de nuevo, dejando que el resto de la comitiva se lanzara sobre los huesos y pellejos hasta no dejar prácticamente nada sobre la carretera. Apenas un montón de huesos quebrados y grumos de pelo y coágulos. Una noche tuvieron suerte. A pocos kilómetros de Tordesillas Carlitos vio una luz oscilante en la ventana de una casa, a un centenar de metros de la carretera. Caminó hacia la luz seguido por el grupo. A diez metros de la casa les hizo un gesto para que se detuvieran. Los podridos le miraron con sus ojos opacos y la cabeza ladeada, pero entendieron la orden. Carlitos se aproximó con sigilo a la casa y miró a través de la ventana. Apenas pudo contener un gemido. Dentro había vivos. Un hombre con barba, dos mujeres y un niño. Aguzó el oído. —No sé si hemos hecho bien en pararnos aquí. Teníamos que haber llegado al punto seguro. Estamos apenas a unos kilómetros —decía una de las mujeres, delgada, con el cabello pegado por la suciedad al cráneo. —Es peligroso conducir de noche, ya lo sabes. En cuanto amanezca nos largamos. A la hora del desayuno estaremos allí. La mujer refunfuñó algo mientras intentaba encender una fogata en medio de la sala. Había unas cuantas velas encendidas que iluminaban pobremente la escena. Carlitos se aproximó a la puerta y antes de golpear con los nudillos se aseguró de que su troupe de monstruos permanecía quieta en el sitio donde les había ordenado detenerse. Vio que agitaban sus cuerpos nerviosos y que su gemido colectivo, como un coro afónico, era audible y acabaría por llamar la atención de los vivos que había dentro de la casa. Tenía que darse prisa. Golpeó la puerta con los nudillos y las voces del interior se silenciaron. Oyó unos pasos apresurados que se acercaban a la puerta. —¡Sí! ¡Quién llama! ¡Estamos armados! —¡Ayuda! —contestó Carlitos con una voz que casi era humana. Los meses de práctica a lo largo del invierno habían hecho que no se distinguiera apenas del tono que hubiera empleado un ser vivo. Los zombis empezaron a arrastrar sus pies hacia la casa, gimoteantes, pero aquel el hombre no les oyó y abrió la puerta esperando encontrar a otro superviviente, como la mujer y el niño que habían recogido hace ya días por el camino. Todos habían oído el mensaje de radio, incluso vieron, en la lejanía, algunos coches cargados hasta los topes circulando en la misma dirección en la que iban ellos. Confiado, aquel hombre había abierto la puerta con la vieja escopeta de caza bajada y no tuvo tiempo de levantarla y mucho menos, de disparar. Apenas a unos kilómetros de la salvación encontraron la muerte. Los muertos vivientes entraron como una tromba en la casa y convirtieron aquel refugio en un matadero. Comieron durante horas, y cuando no quedó nada más que masticar Carlitos salió de la casa seguido por su cohorte infernal. Carlitos daba vueltas en su cabeza lo que había oído. Punto seguro. Pocos kilómetros, había dicho aquella mujer. Le bastó para entender que cerca había más vivos. Los buscarían. Se sentía pletórico, lleno de energía. Ahíto, pero su hambre no cesaba. Avanzaron mucho más rápido y al amanecer llegaron al puente desde el cual semanas antes aquel coche blanco se había detenido y sus ocupantes habían detectado una columna de humo. Carlitos vio también el humo. Varias columnas expulsadas por generadores de gasóleo que proporcionaban energía a La Finca. Sintió algo parecido a la excitación. Caminaron entre árboles acercándose al recinto. Detectó innumerables rastros de vida humana, hilos que se perdían al otro lado de la alambrada. Olía a vida. La furgoneta se aproximó a la verja. Después de semanas de tranquilidad las estrictas normas de seguridad en La Finca se habían relajado. Era imposible que los soldados acompañaran cada incursión al exterior que se hacía. Se confiaba en los más experimentados supervivientes, siempre que fueran armados y por turnos. En esta ocasión dos hombres habían recibido el encargo de salir al exterior para buscar suministros en Tordesillas. Ropa, fundamentalmente. Irían a un almacén en una zona segura que ya habían visitado anteriormente. Era una misión casi rutinaria. El acompañante del conductor se bajó de la furgoneta para abrir la verja. El vehículo salió del recinto y se detuvo, con la puerta abierta, al otro lado, esperando a que el copiloto cerrara la verja de nuevo y subiera para seguir camino. Carlitos salió de entre los árboles y con rapidez saltó dentro del coche clavándole los dedos profundamente en las cuencas de los ojos al conductor, mientras el resto de su grupo saltaba sobre el acompañante. Murieron sin apenas darse cuenta de lo que estaba pasando. Sus atacantes, con la barriga repleta, apenas comieron unos bocados. Aquellos dos incautos se levantarían de la muerte apenas un par de horas después y seguirían el rastro quienes les habían arrebatado la vida, convertidos, asimismo, en muertos vivientes. 42 Carlitos y su grupo avanzaron rápido hacia el conjunto de edificaciones que habían crecido alrededor de los edificios principales de La Finca y no tuvieron dificultades en derribar endebles puertas de madera y entrar en dormitorios abarrotados de confiados durmientes. Los gritos desataron el pánico y cuando los soldados quisieron reaccionar se encontraron un caos provocado por decenas de supervivientes heridos por mordeduras que corrían en todas direcciones. Un grupo se encerró en el edificio principal. Eran apenas una docena de personas, que, aterrorizadas, oían los gritos desgarradores y los disparos que venían del exterior. El generador que suministraba luz a ese edificio se quedó sin combustible una hora después, y sin nadie que conectara otro barril de gasóleo, se detuvo, dejando en completa oscuridad el edificio, cuyo vestíbulo apenas era iluminado por la escasa luz del amanecer que llegaba del exterior. Uno de los que se habían parapetado en el interior había sido mordido en una mano y empezó a encontrarse muy mal. Se derrumbó en una esquina sin que nadie le prestara atención y murió. Se levantó poco después para hacer aquello que su instinto le pedía. No quedó nadie vivo en el edificio. Fuera el sargento Nogueira disparaba contra aquellos que veía heridos sin dudar, a pesar de que hace apenas unas horas había compartido con alguno cigarrillos, confidencias y mesa. Le había dado tiempo apenas a coger un fusil de asalto cuando oyó los primeros gritos y a poner un cargador en la pistola y coger una granada que tenía guardada en el cajón de su mesilla. Era su último recurso. Logró poner en marcha un camión y ayudó a varios de los refugiados a subir a la parte trasera. Aceleró y salió de La Finca arrollando vivos y muertos. Sólo quedaban él y apenas una docena de temblorosos y sollozantes supervivientes en la parte trasera del camión. Así cayó La Finca, que se convertiría en una trampa mortal para aquellos supervivientes que fueron llegando atraídos por el mensaje de radio. A pesar de que el generador que mantenía encendida la emisora acabó deteniéndose cuando se terminó el combustible, siguió llegando gente. A veces el boca a boca y el rumor sobreviven en el tiempo como el eco de un grito en un valle. Pero también entre los atacantes hubo bajas. L. recibió un balazo en la frente de un soldado que después se sumaría a la horda de muertos vivientes. Carlitos la encontró tirada entre el barro y la arrastró hasta el interior de un pabellón. La sentó en un sofá, pero L. caía hacia un lado. Limpió el barro de su rostro. Arrancó un pedazo de carne de un cadáver y se lo metió en la boca. —Come —gruñía una y otra vez, pero la carne caía de la boca de L. sobre su regazo. Incapaz de comprender por qué no se movía, por qué al apretar su mano no sentía aquella energía que les había unido en un vínculo tan íntimo, Carlitos aulló hasta romperse las resecas cuerdas vocales. Su grupo de fieles muertos vivientes, su tropa de asalto, los más fuertes del Palacio que le habían seguido hasta allí, formaron un semicírculo detrás de él gimiendo a su vez, como macabras plañideras de pesadilla. Poco a poco los muertos vivientes que se fueron levantando del barro se sumaron al extraño funeral en el que permanecieron durante horas, hasta que Carlitos se irguió, se dio la vuelta y salió del pabellón, seguido por casi medio centenar de muertos vivientes. Fuera, entre el barro, se agitaban los restos de algunos de los habitantes de La Finca medio devorados, que pugnaban por ponerse en pie apoyados en muñones o directamente en huesos. Carlitos los contempló como un general que evalúa a su ejército. Él no se movería de aquella fortaleza conquistada. No. Esperaría a que L. despertara. 43 El sargento condujo a gran velocidad hasta que consideró que estaba lo suficientemente lejos como para detenerse y echar un vistazo a la caja del camión. Se detuvo y bajó de la cabina con la pistola lista para disparar. Rodeo despacio el camión hasta llegar a la parte trasera. Tiró de la lona con la mano izquierda mientras apuntaba con la pistola hacia el interior. Sólo vio rostros asustados, ojos abiertos como platos. —¿Algún herido? Silencio. Alguna tos. —Van a bajar de uno en uno para que pueda examinarles. Nadie se movió. El sargento levantó la pistola para que la vieran. Hizo un gesto con ella al hombre que estaba más cerca de él. Después de un segundo de duda Simón se levantó y saltó del camión. El sargento retrocedió un par de metros y sin dejar de apuntarle le ordenó que se quitara la ropa. —Todo. Y rápido, que no tenemos todo el día. Simón se desvistió y fue dejando caer las prendas al suelo hasta quedarse desnudo. —Los zapatos y los calcetines también. El sargento le observó detenidamente. —Levanta los brazos. Date la vuelta. Separa las piernas. Muy bien. No hay heridas. Puedes vestirte. Cuando termines espera ahí, por favor —dijo señalando al lado derecho del camino. —Tú, por favor. Baja del camión. Era una chica de pelo enmarañado. Aparentaba algo más de veinte años. Estaba descalza y tenía toda la pinta de que el ataque de los podridos le había pillado en el mejor de los sueños. Temblaba porque sólo llevaba puesto un pantalón de pijama y una camiseta de manga larga manchada de barro. Estaba descalza. La chica temblaba mientras se quitaba la ropa. Debajo del pijama no llevaba nada. Tenía la piel de erizada por el frío. Se abrazó tapándose los pechos intentando darse calor, o quizás tuviera vergüenza de estar desnuda delante de aquel brusco militar. —Por favor, levanta los brazos y gira lentamente con las piernas separadas. La chica temblaba. Cuando estaba de espaldas el sargento vio una mancha de sangre que asomaba bajo el pelo, en la nuca de la joven. —Levántate el pelo. Quiero verte la nuca. Las temblorosas manos de la chica retiraron el pelo. El sargento se acercó. Había un grumo de sangre coagulada, pero no era capaz de ver si debajo había una herida. Se agachó y sin perder de vista a la chica, cogió del suelo la camiseta y frotó la sangre. Debajo había un arañazo, un desgarrón poco profundo. —¿Cómo te has hecho esta herida? —No lo sé —contestó castañeando los dientes. — Alguien me empujó en la oscuridad y me golpeé contra algo. Salí corriendo. —Sin zapatos —murmuró el militar con un movimiento de cabeza. Vístete y ponte al lado de tu compañero. El sargento continuó con su inspección. La siguiente era una adolescente. El sargento la conocía de La Finca. Había llegado poco tiempo atrás. No tendría más de catorce o quince años. Ni siquiera llevaba pantalones. Sólo una camiseta de tirantes que apenas la cubría y unas bragas, aunque estaba calzada con unas zapatillas deportivas. No se quiso quitar la ropa hasta que todos, los que estaban dentro del camión y fuera, excepto el sargento, se dieron la vuelta. Se desnudó y repitió los movimientos que el sargento había pedido a los dos anteriores. Lo hizo despacio. Primero levantó los brazos por encima de la cabeza y se agarró las muñecas. Después, mientras giraba, puso las manos en las caderas y echó los hombros hacia atrás. El sargento la miró atónito. Esa cría le estaba tomando el pelo. Cuando terminó el giro levantó las cejas, como si le dijera al sargento “Qué, ¿te ha gustado?”. Apenas era una cría, con un par de pechos pequeños y redondos, el vientre plano casi sin vello y un esbozo de caderas. El sargento intentó no distraerse con la burlona sonrisa de la muchacha mientras escrutaba su cuerpo en busca de algún mordisco. —Vale. Vístete —ordenó con brusquedad. Un rato después había terminado la inspección. La temperatura no era demasiado baja. Rondaría los cinco grados, pero el viento era terrible. Como cuchillas afiladas que cortaban la carne. Miró al patético grupo de supervivientes que temblaban como hojas, apretujados al borde de la carretera. —Están todos limpios. Disculpen que les haya hecho desnudarse pero era necesario comprobar que ninguno estaba herido. Suban al camión. Tendrán que aguantar el frío hasta que encontremos algo de ropa. Tú y tú podéis subir a la cabina. Allí entraréis en calor. La chica del pijama y la adolescente corrieron hacia la puerta del camión y treparon a la cabina. El sargento ayudó al resto de supervivientes a subir a la caja del camión. “Dos chicas, una de ellas casi una niña, cuatro mujeres jóvenes y seis hombres. Ninguno tiene más de cuarenta años. Este no es un mundo para viejos, eso está claro”, pensó el sargento Nogueira mientras pisaba el acelerador. Subió la calefacción y puso rumbo dirección a Tordesillas. Cinco minutos después detenía el camión en un solar frente a un almacén donde habían estado surtiéndose de ropa. Pensó que seguramente quedaría algo aprovechable. Desenfundó la pistola y cogió el rifle de asalto que descansaba en el piso, bajo el asiento. —Esperad aquí. Quiero que cerréis el seguro de la puerta. Ahora vuelvo. Saltó de la cabina y corrió hacia la caja. Asomó la cabeza y le hizo un gesto al primer hombre al que había examinado, que parecía el más resuelto. —Acompáñame. Vamos a buscar ropa. El hombre saltó del camión y estiró los brazos. —Este es el plan. Tú entras en el almacén y coges toda la ropa que veas que puede servir: calcetines, zapatos o zapatillas de deporte, botas, etc, sudaderas, abrigos, chubasqueros... lo que sea. Quedan cosas porque este almacén lo descubrimos hace poco. No habrá nadie dentro. Entra por esa ventana y sal por la puerta. Sólo tendrás que correr el cerrojo interior. Venga. Ya. ¡Ya! No tardarán en aparecer por aquí podridos. Yo vigilaré aquí fuera. Si oyes disparos ven cagando leches o te quedarás aquí. El hombre se frotó la cara con las manos y cerró los ojos. —Simón. —¿Cómo? —Me llamo Simón. El sargento asintió y esbozó una ligera sonrisa. Hizo un gesto con la cabeza. —Esa es la ventana, Simón —dijo señalando con el fusil una ventana sin cristal. Simón se encogió de hombros y caminó hacia el almacén. La ventana no estaba muy alta. Apenas a metro y medio. Subió a pulso y después de escudriñar el interior durante unos segundos, saltó al interior del almacén. El sargento se volvió y recorrió con la mirada el perímetro del camión. Detrás sólo había campo. Delante, el edificio del almacén y algunos edificios dispersos. Algunos ni siquiera los habían registrado todavía. No habían tenido tiempo. Se asomó a la caja del camión. —Estén tranquilos. No tardaremos mucho. Oyó el chirrido del cerrojo del almacén y vio cómo Simón empujaba la pesada puerta para abrirla. Diez minutos más tarde Simón asomó con una caja de cartón repleta de prendas. El sargento caminó hacia él sin dejar de vigilar a su alrededor. —Calzado y calcetines. He cogido todo lo que he encontrado. No hay mucho más. — Se agachó y cogió otra caja que le pasó al sargento. Dentro había jerseys, polares, impermeables y camisetas. También alguna camisa. Le tendió también unas prendas envueltas en plástico transparente. —Son bragas. Para las chicas —dijo con una media sonrisa. — Voy a echar un vistazo, a ver si encuentro algo más que merezca la pena. El sargento gruñó y trasladó las cajas hacia el camión. Seleccionó rápidamente un par de polares de tamaño pequeño, dos pares de calcetines y unas botas de agua de talla 38. Se acercó a la cabina por el lado del acompañante. Las chicas le miraban con la nariz pegada al cristal de la ventanilla. Hizo un gesto y la mayor de las dos bajó la ventanilla. —Poneos esto. No hay mucho más donde elegir, dijo tendiéndoles las prendas. A ver si te consigo un pantalón —le dijo a la adolescente. Las chicas le dieron las gracias y regresó a su puesto de vigilancia en un montículo a una docena de metros del camión. Desde allí controlaba el perímetro. Le pareció ver una figura tambaleante que se acercaba por el horizonte. No, eran dos. Más. Se acercó a la ventana y asomó la cabeza. Más allá, en la semipenumbra de la nave, vio a Simón revolviendo cajas y destripando fardos. —¡Eh, Simón!, ¡Date prisa!, ¡En menos de cinco minutos los tendremos encima! Simón se detuvo un instante y siguió trasteando entre los fardos. El sargento, sin perder de vista al grupo de podridos que se acercaba, volvió a llamarle. —¡O sales ya, o te quedas aquí! Cinco segundos después Simón salió con una caja, se la dio al sargento y regresó al interior corriendo. Volvió con otra caja más. Había pantalones, camisas, más calcetines, ropa interior, impermeables de jardinería. El sargento sacó un par de pantalones vaqueros que parecían de una talla adecuada y la llevó a la cabina. Mientras volvía a por la última caja se cruzó con Simón, que traía una última caja. Dentro había mantas. Subieron al camión y salieron zumbando de allí. Tenían ropa y calzado. Necesitarían comida y agua. 44 En El Valle la actividad era frenética. Llevaron la empalizada norte hasta la orilla del río, en una zona escarpada que formaba una garganta estrecha entre la carretera, excavada en la roca de una pared casi vertical y la orilla izquierda del río, otra pared de roca. Bastaría con extender una red desde la empalizada hasta la pared para que nada más grande que un salmón pudiera pasar a través de la malla. Si bajaban podridos flotando quedarían atrapados allí. Reforzaron la red con postes de madera clavados en el lecho del rio. Allí no cubría más de metro y medio, aunque la corriente era fuerte y el agua estaba helada, así que tuvieron que turnarse cada poco tiempo para clavar los postes. Nadie aguantaba más de tres o cuatro minutos sumergido hasta el pecho en aquellas aguas.. Durante los días siguientes la red detuvo varios cuerpos. Los desenganchaban con largas estacas a las que habían añadido en la punta unos garfios. Lo llamaban “sacar atunes”. Arrastraban al muerto viviente hasta la orilla, donde le esperaba su segunda muerte en forma de hachazo. Cavaron una profunda fosa a una veintena de metros del río, donde iban depositando los cuerpos que cubrían con cal. Al principio no sacaron muchos “atunes”. Uno o dos al día. Después fueron más. Otros llegaron andando a través del bosque hasta la empalizada. Permanecieron junto a la barrera hasta que se dieron la vuelta y se marcharon. Una mañana dos cazadores regresaron a la carrera gritando para que les abrieran la puerta. Habían visto un grupo que se acercaba entre los árboles. Fueron a avisar al sargento. Éste observó en silencio entre los troncos de la empalizada cómo se acercaba aquel grupo de podridos. Dio orden de no disparar. Llamó al hombre que había confeccionado los ganchos con los que sacaban a los podridos del río y le pidió que construyera unas lanzas. La barrera tenía un par de metros de altura, así que levantaron un andamio con maderos para poder acabar con aquellos seres desde arriba. Bastaba con arponearles el cráneo, uno por uno. Cuando acabaron con los primeros abrieron la barrera y los llevaron hasta la fosa donde los cubrieron con cal. Cada día acababan con cinco o seis, mas los que pescaban en el río. Se convirtió en una rutina que cumplían por turnos. 45 Por fin es de noche. La oscuridad, como una densa capa de gelatina negra, se va deslizando entre los árboles y los edificios y barracones de La Finca. No queda nadie vivo. O sí. En el interior del crematorio donde ya hace meses que no se quemaba más que basura y desperdicios, entre la ceniza y fragmentos de hueso y metales calcinados asoma una mano. Después un brazo. Una cabeza cubierta de porquería emerge de entre la basura quemada. Al propietario de esa mano, ese brazo y esa cabeza le arden los pulmones y la garganta después de varias horas respirando porquería. Escupe densas flemas negras y algo de sangre. En un agónico esfuerzo por no toser Chema, el soldado, se ha mordido el interior de la boca hasta herirse. Se ha mordido los nudillos. Quizás en la oscuridad tenga una oportunidad. Su uniforme está completamente manchado, cubierto de restos pegajosos y malolientes. Quizás ese hedor le sirva para escapar sin ser detectado. Es posible que tenga una oportunidad para sobrevivir, piensa. Se arrastra hasta salir del crematorio. Sólo se oyen los pasos descoordinados y chapoteantes de algunos monstruos que caminan sin rumbo entre los barracones. Chema no les ve, ni ellos a él. La oscuridad es completa. El cielo está cubierto y no se ve la luna. Chema cree que si consigue rodear el muro del crematorio arrastrándose sin que le vean estará salvado. Detrás podrá levantarse y correr hasta la alambrada, a unos treinta o cuarenta metros. Conoce bien esa zona y sabe por dónde saltar. Se arrastra poco a poco. Apenas unos centímetros cada vez y después se queda inmóvil, aguzando el oído, comprobando que ninguno de aquellos seres se acerca. Aguantando la tos y las ganas de vomitar. Lleva la pistola en la funda de la cintura. Le quedan como mucho un par de balas. Dejó de disparar cuando vio que si quería salvar la vida tenía que correr. Y corrió hasta el humeante crematorio. Las cenizas aún calientes le acogieron. Oyó los últimos disparos cuando aún corría. Y sonido del motor de un camión acelerado con brutalidad. Algún grito agónico y después el silencio. Un horrible silencio. Aún le quedan una o dos balas. Podrían salvarle la vida o podría usar la pistola para quitársela. Chema ya ha sopesado todas las posibilidades. Tuvo mucho tiempo debajo de la porquería. Está seguro de algo: él no será uno de aquellos monstruos. Consigue llegar a la parte trasera del crematorio y se pone en pie despacio, mordiéndose la mano para no toser. Un relámpago cruza el cielo iluminando durante un segundo el bosquecillo al otro lado de la alambrada. Automáticamente, como lleva haciendo desde que era un niño, Chema cuenta. A los cuatro segundos oye el trueno. Otro rayo. Uno, dos, tres... cuenta Chema doblado aguantando la tos. Estalla el trueno y Chema tose y expulsa una flema grumosa y ácida. Liberada su garganta. espera al siguiente rayo para correr hacia los árboles. 46 Media hora más tarde llegó la lluvia. Chema se detuvo en un claro entre los árboles y elevó la cabeza hacia el cielo para que el agua arrastrara la porquería de su cara y su cabello. Expulsó mocos negros y se logró arrancar las costras de ceniza endurecida pegadas en los lagrimales. Siguió caminando. Estaba dando un largo rodeo a La Finca, alejándose hacia el Norte. Avanzaría un par de kilómetros más y luego caminaría hacia el Oeste para encontrar la autopista. Sabía que entre la autopista y el lugar donde se encontraba había un par de cabañas de pastor. Cuando pusieron la emisora en marcha el sargento había propuesto que esas cabañas fueran equipadas como refugio. El coronel Benavides había escuchado la idea con escepticismo. —Coronel. Podemos dejar un mensaje clavado en la puerta de las cabañas por si algún superviviente viene a través del bosque, diciendo dónde estamos. Además, puede servirnos de refugio a nosotros en caso necesario. —Qué bobada — zanjó el coronel. El sargento no tardó mucho en equipar las cabañas cuando Chema y sus compañeros volvieron sin Benavides con alimentos, agua embotellada, un par de mantas envueltas en plástico y un botiquín, además de velas, un mechero, una estufa, una pila de troncos y unas pastillas de combustible. La puerta estaba cerrada con un candado con la llave puesta. Habían debatido qué hacer con las puertas de las cabañas, si dejarlas abiertas o cerradas. Cerradas no servirían de mucho, pero si las dejaban abiertas podía colarse dentro algún podrido. —Escondemos la llave del candado bajo una piedra y escribimos una nota que dejamos clavada en la puerta diciendo dónde está —apuntó un soldado. —¿Y si el superviviente que llega está siendo perseguido por una hora de zombis? ¿Va a ponerse a leer una nota, buscar la piedra y luego meter la llave en el candado? — preguntó el sargento. —¿Por qué no dejar la llave puesta en el candado? Los zombis ni se fijarán, pero si llega algún superviviente podrá abrir la puerta enseguida y meterse. Dentro se pone un cerrojo con pasador y ya está. Todos se habían dado la vuelta para ver quién había hablado. Era Valeria. La residente más joven de La Finca. Tenía catorce años. Había llegado un par de días antes con su hermano, ya muy enfermo y un hombre y una mujer que les habían encontrado en Segovia. Era una auténtica superviviente, lista, aguda y vivaz. Había mantenido a su hermano con vida a pesar de ser más joven que él, aunque él no sobrevivió mucho tiempo. Quiso estar presente cuando al cadáver aún caliente le perforaron el cráneo con un punzón y cuando le enterraron en una fosa recién abierta entre los árboles de la parte norte de La Finca. Fue el primer muerto del refugio. Y el único hasta que llegó Carlitos. Ella se recuperó rápidamente, ganando peso. Visitaba todos los días la tumba de su hermano, en la que clavó una cruz de madera que le hizo un soldado. Chema recordó aquello y pensó que Valeria estaría muerta a estas alturas. Recordó también a Tatiana, aquella chica que resistió durante meses en un hipermercado de Valladolid, con la que había conectado y que le gustaba... La lluvia arreció. Empapado y tembloroso llegó por fin al claro en el que estaba la cabaña, apenas un montón de piedras precariamente sujetas con mortero y un tejado de chapa ondulada. No tenía ventanas. Sólo la puerta y un agujero en el tejado para el tubo de la estufa. Palpó el candado y giró la llave. Sacó el candado y entró. Corrió el cerrojo. A tientas buscó la pila de leña y localizó el mechero junto a las velas. Prendió una vela. Sus ojos se clavaron en las provisiones cuidadosamente apiladas junto a la estufa. Había un par de mantas dentro de un paquete de plástico. Dejó caer algo de cera sobre una piedra plana y sujetó la vela. Cogió una botella de agua. Se enjuagó la boca, que le sabía a ceniza y metal. Escupió el agua y después bebió un largo trago. Encendió la estufa y se desnudó temblando. Colgó como pudo la ropa en el tubo de la estufa para que se secara. Sacó las mantas y se envolvió con ellas. Se sentó en el suelo hecho un ovillo hasta que entró en calor. Después abrió una lata de albóndigas y la colocó encima de la estufa. 47 Los limpiaparabrisas del camión apenas bastaban para apartar el agua que caía. El sargento miró a las dos chicas sentadas junto a él. —¿Qué tal estáis? La mayor expulsó una especie de suspiro, pero no contestó. —Tú te llamas Valeria, ¿verdad? — preguntó a la adolescente. —Sí. —Me acuerdo de cuando llegaste con tu... hermano. Valeria cerró los ojos con fuerza durante unos segundos. No dijo nada. —¿Y tú cómo te llamas? —preguntó con suavidad a la joven, que miraba fijamente la carretera, encharcada. La maleza había crecido descontrolada y en algunas zonas entraba en la carretera. —Tatiana. —Tatiana... bonito nombre. ¿Es griego? —Ruso. —Ruso... Silencio. —Mirad, chicas. Habéis, hemos — corrigió— tenido suerte. Mucha suerte. Apostaría mi cuello a que somos los únicos supervivientes de La Finca. Si creyera en Dios, le daría gracias. Como no creo en él me doy gracias a mí mismo por mi suerte. Deberíais hacer lo mismo. —¿Suerte? —casi gritó Tatiana. — A esto le llamas suerte? ¡No tenemos donde ir, ni comida! ¿Sabes hacia dónde estás conduciendo? Porque tengo la sospecha que no tienes ni puta idea de dónde estamos. Acabaremos tirados sin gasolina en medio de la nada... —Sí, tenemos suerte. Claro que sí. Y tenemos más de lo que tú tenías cuando llegaste viva de milagro a La Finca. Tenemos armas, un camión y estamos sanos. Estoy seguro que habéis pasado por situaciones muy difíciles estos últimos meses, que habéis visto cosas que no deseáis recordar, pero seguís, seguimos vivos. ¿Sabéis por qué? Porque tenemos lo que hay que tener para sobrevivir. Somos fuertes. Recordadlo. Tatiana le miró con los ojos muy abiertos, durante unos segundos. Sólo parpadeó cuando notó que gruesos lagrimones empezaban a deslizarse por su rostro. Valeria le apretó la mano. De golpe le vinieron a la memoria recuerdos de los últimos meses. En La Finca había logrado olvidar, o eso creía, algunos de los horrores que había vivido. Si, quizás había tenido suerte, al fin y al cabo. Y era fuerte. Fue fuerte cuando vio morir a su madre, y a Luis, al que vio ponerse en pie después de muerto convertido en un monstruo que no la reconocía. Y fue fuerte cuando le abrió el cráneo con un hacha de carnicero para que no se levantara más. Los recuerdos, enterrados hasta ese momento se abrieron paso en su mente como una ola llenándola de dolor. 48 Cuando empezó todo aquello su madre la metió en el coche y condujo hasta un hipermercado en las afueras de Valladolid. Muchos otros habían hecho lo mismo siguiendo las recomendaciones que emitía la televisión. Su madre iba llenando el carro con todo lo que podía coger en la zona de conservas, mientras otros pugnaban por arramblar con alimentos congelados y se peleaban en la cola de la carnicería. Oyeron unos gritos espantosos y vieron gente corriendo. Desde donde estaban no podían saber qué estaba pasando, hasta que vieron al primero de aquellos seres abalanzarse sobre una mujer, derribarla y morderla con fiereza en la cara y en el cuello. Su madre la agarró de un brazo para sacarla de su estupor y tiró de ella en dirección contraria luchando contra la gente que pugnaba por salir del hiper. Se encerraron en un cuarto de baño y allí permanecieron varias horas. Hasta mucho después de que se hiciera el silencio. Salieron del cuarto de baño y caminaron entre los lineales. Había carritos y bolsas abandonadas por todas partes. Vieron algunos cuerpos terriblemente mutilados y gritaron cuando uno de esos cuerpos se levantó del suelo y giró la cabeza hacia ellas. Tenía las cuencas de los ojos vacías pero guiándose por sus gritos caminó hacia ellas hasta que tropezó con un carrito y cayó al suelo. En estado de shock, Tatiana y su madre permanecieron paralizadas, viendo cómo aquel horror salido del infierno pugnaba por levantarse, gimiendo de forma espantosa, dirigiendo su rostro de cuencas vacías hacia donde estaban ellas, alargando los brazos como si supiera que estaba allí. Un joven vestido con un delantal del hipermercado manchado de sangre apareció entre los lineales y sin decir nada descargó un hacha de carnicero en la cabeza del monstruo, que abrió la boca en un gemido y se derrumbó. Tatiana y su madre pensaron que ahora vendría a por ellas. El hombre se llevó el dedo a los labios y las tranquilizó con un gesto. Formó la palabra “silencio” con los labios y caminó hacia ellas. Cuando estuvo a su altura susurró. —Síganme. Después de unos segundos de duda Tatiana y su madre siguieron a aquel joven, que miraba a los lados cuando llegaba a un cruce entre lineales. Llegaron al fondo del hipermercado y el joven golpeó con los nudillos en una puerta metálica que tenía un adhesivo con el símbolo de prohibido el paso. La puerta se abrió de inmediato. El joven prácticamente las empujó dentro. Dentro había más gente. Eran la zona administrativa del hiper, donde estaban las oficinas y la zona de empleados. Era un largo pasillo con varias puertas a los lados en el que había al menos una veintena de personas con rostros aterrorizados. El joven cerró la puerta. —No queda nadie fuera —dijo sin dirigirse a nadie en concreto. — He cerrado las puertas y me he cargado a los últimos zombis que quedaban. ¿Habéis conseguido hablar con la policía? —preguntó. Una mujer asomó por una de las puertas de lo que parecía un despacho y negó con la cabeza. —No hay forma. Las líneas están bloqueadas. Es lo que dice el mensaje de Telefónica. Taniana negó con la cabeza. Llevaban dos días oyendo todo tipo de disparates sobre zombis. Ella se negaba a creerlo. Era estudiante de segundo curso de Medicina y le había repetido a su madre un centenar de veces que eso no era posible desde un punto de vista médico. Oyeron en la radio y leyeron en internet todo tipo de teorías. Cuando supieron que en Madrid estaban bombardeando una zona de las afueras donde parecía que se había iniciado todo, fue cuando su madre decidió coger el coche y arrastrarla hasta el hiper. No, se decía. No es posible que esto esté pasando. —Yo me largo —dijo un hombre avanzando hacia la puerta. —Creo que es mejor que esperemos a la policía —contestó el joven carnicero. — Yo de aquí no me muevo hasta que lleguen. —Pues yo me voy. —Allá usted. —Me tiene que acompañar para abrirme la puerta. —No hace falta. Hay una puerta trasera. Será mejor que salga por ahí. Sígame —dijo, caminando por el pasillo. Otros dos hombres y una mujer siguieron sus pasos. El carnicero les guió por un laberinto de pasillos hasta llegar a una puerta metálica que abrió y que daba a un enorme almacén lleno de palés de mercancía y donde había varias furgonetas de reparto aparcadas en un lateral. Había también varios toros eléctricos para descargar los camiones y cargar las furgonetas de reparto, casi todos con las llaves puestas, como si sus conductores se hubieran largado a tomar un café. El carnicero atravesó el almacén hasta una compuerta enorme por donde entraban los camiones. Al lado había una puerta más pequeña que se abría con un picaporte. La abrió y echó un vistazo al exterior. Se giró hacia el grupo. —Parece tranquilo todo ahí fuera. Salgan rápido. Vayan hacia la derecha para llegar al aparcamiento. Esto da a la parte de atrás. En cuanto salieron cerró la puerta y regresó a la carrera hasta las oficinas. Cerró con llave el acceso al almacén y se reunió con el resto del grupo. Abrió la puerta que comunicaba con la tienda. —Voy a echar un vistazo, a ver si no tienen problemas en marcharse. Quizás podamos irnos todos. Atravesó el hiper en dirección a las cajas y se pegó a la cristalera desde donde se veía el parking. Fue testigo de cómo ninguno de los cuatro logró llegar a su coche antes de ser atacados por una multitud de zombis. Retrocedió horrorizado sin perder de vista lo que estaba sucediendo en el exterior, hasta que tropezó con Tatiana, que estaba viendo lo mismo que él tapándose la boca con la mano. —Esto no está pasando. Esto no está pasando —repetía. —¡Se lo dije, coño, se lo dije. Sólo tenían que esperar a la puñetera policía!. ¡La luz. Tenemos que apagar la luz. No pueden saber que estamos aquí!. El carnicero corrió hasta las oficinas seguido por Tatiana. Abrió un panel repleto de interruptores y empezó a bajar conmutadores hasta que dejó el hiper en penumbra. Sólo quedaron encendidas las neveras y congeladores y el pasillo donde estaban refugiados. Se iniciaron algunas débiles protestas. —Escuchen. No se puede salir. Se lo advertí, coño. Se lo advertí. Fuera es el infierno. ¡Dígaselo usted! Tatiana asintió en silencio. Se llevó las manos a la cara. —Han muerto. Tenemos que quedarnos aquí. —¡Pero hasta cuándo! —¡No lo sé!. Habrá que seguir llamando a la policía por teléfono. En aquel momento salió un hombre algo mayor del despacho donde estaba el teléfono. —Ya no hay línea, murmuró. Ni siquiera hay un mensaje. Simplemente no hay línea, dijo frotándose la cara con la mano. Y los móviles tampoco tienen línea. El grupo resistió varios días hasta que algunos empezaron a perder los nervios, sobre todo cuando la electricidad se fue definitivamente. Las cámaras se descongelaron y el olor a alimentos podridos hacía irrespirable el aire en algunas zonas del hipermercado. Los retretes se atascaron, así que decidieron buscar una zona alejada para hacer sus necesidades antes de que aquello se convirtiera en una pocilga. El carnicero, que se llamaba Luis, encontró las llaves que abrían la puerta que conducía a la enorme azotea. Allí instalaron un bidón de plástico cortado por la mitad para defecar dentro y una caja de cartón con rollos de papel higiénico y toallitas. Cuando el bidón se llenaba simplemente lo llevaban hasta el borde de la azotea y lo vaciaban dejando caer su contenido. Al día siguiente de instalar aquel retrete improvisado subieron todos los refugiados a la azotea atraídos por las explosiones y los disparos de la batalla que se desarrolló a la entrada de Valladolid. Vieron helicópteros surcar el aire y disparar contra un enemigo al que ellos no veían. Esperaron durante horas, mucho después de que se escucharan los últimos disparos, pensando que todo habría acabado y ahora podrían salir. Esperaron hasta que la noche se iluminó con las llamas que se elevaban en la zona de batalla. No volvieron a ver ningún helicóptero ni oyeron más disparos. Poco a poco fueron bajando, desesperados porque los móviles no tenían línea, aún con la esperanza de que alguien vendría a sacarles de allí. Arriba sólo permanecieron el carnicero y Tatiana, escudriñando en la oscuridad, anhelando ver su salvación acercarse por la carretera que llevaba a la ciudad. Al amanecer subieron casi todos a la azotea, pero sólo vieron a un montón de zombis deambular por la carretera y el humo de los restos que habían ardido en la batalla. Supieron que estaba todo perdido cuando se dieron cuenta de que muchos de aquellos zombis llevaban uniformes militares. Tenían alimentos no perecederos para alimentarse durante meses. En el enorme almacén trasero había centenares de palés con envases de todo tipo de alimentos, y cada uno cogía para comer lo que le venía en gana y cuando quería. Nadie organizó aquello. Para dormir algunos se hicieron fuertes en los pequeños despachos, donde instalaron colchonetas hinchables o hamacas recogidas en la sección de jardinería. Cada uno por su lado. Tatiana y su madre montaron una tienda de campaña cerca de la puerta que ascendía a la azotea, ayudados por Luis, que desplegó la suya al lado. —Si entran tendremos tiempo de subir a la azotea y refugiarnos arriba. Ese argumento convenció a Tatiana, que veía en Luis la única persona en la que podía confiar. Una noche uno de los hombres, que había estado bebiendo más de la cuenta, enloqueció y empezó a romper las cajas registradoras con un martillo, gritando que no podía soportarlo más. Intentaron calmarle, aterrados ante la posibilidad de que los monstruos que estaban en el exterior se dieran cuenta de que había gente dentro y rompieran las puertas. El hombre pareció calmarse, bajó la cabeza y caminó hasta el lugar donde dormía. Una hora después oyeron un estrépito tremendo procedente de los almacenes. Tatiana salió de su tienda de campaña y vio que Luis estaba asomado a la suya. —¿Qué sucede? —No lo se, pero voy a averiguarlo. Corrieron hasta la zona de acceso al almacén. Vieron una de las furgonetas de reparto empotrada en uno de los portones de acceso al almacén. Los neumáticos chirriaban, produciendo humo de rueda quemada. Quien fuera que conducía la furgoneta logró desempotrarla del portón y la hizo retroceder unos metros para lanzarla a toda velocidad contra el portón, logrando desencajarlo de sus raíles con un estrépito de chapa y cristales rotos. Al volante iba el hombre que una hora antes, borracho, rompía las cajas regristradoras. La furgoneta logró salir al exterior con el frontal aplastado y el parabrisas roto en mil pedazos. Dio unos bandazos y giró camino del aparcamiento. -¡Ese loco ha dejado el almacén abierto! ¡Coged todo lo que podáis y metedlo dentro!, gritó Luis. Sólo Tatiana reaccionó. Corrió hacia uno de los palés para coger una caja de cartón llena de latas de conserva. El resto del grupo permanecía atónito, hasta que uno de ellos corrió hacia los restos del portón para asomarse al exterior. Regresó despavorido. —¡Vienen!, ¡Corred dentro! —gritó. Tatiana y Luis, ayudados por algunos de los refugiados más conscientes de lo que estaba pasando, aún tuvieron tiempo de meter varias cajas más de alimentos en el interior del hiper antes de que el primero de los zombis asomara entre los restos retorcidos del portón. Entraron y cerraron la puerta. Acababan de perder toneladas de alimentos, inaccesibles desde aquel momento. Pudiera pensarse que estando en un hipermercado estaban bien abastecidos de alimentos para aguantar el tiempo que fuera necesario, pero nada más lejos de la realidad. Los alimentos frescos se habían echado a perder. Contaban con una buena cantidad de embutidos y latas de conserva, así como cereales, galletas, pan tostado y de molde, mermelada, agua embotellada, cervezas, refrescos... pero mucha de la comida no era aprovechable, como el arroz, las legumbres, la pasta o la harina, puesto que no tenían cómo cocinar. Eran veinte personas que tenían que comer todos los días y que además lo hacían sin ningún tipo de disciplina. Algunos acumularon en sus rincones buenas cantidades de lo que más les gustaba, y empezaron las discusiones. Sobre todo cuando volaron los blisters de jamón, lomo o chorizo. Después se agotaron los paquetes de queso loncheado y finalmente algunos se vieron obligados a comer beicon frío y grasiento con galletas. Hubo una pelea porque alguien malgastó agua lavándose. Finalmente se acabó la discusión cuando tuvieron que repartirse la última botella de agua en vasitos. También se terminó el papel higiénico, las servilletas y el papel de cocina. Es asombrosa la cantidad de papel que gasta un grupo de veinte personas para limpiarse después de hacer sus necesidades, sobre todo cuando la dieta no es muy equilibrada. Las carreras a la azotea eran cada vez más frecuentes y también hubo peleas por ese bien tan escaso. A ese ritmo pronto los lineales de conservas quedaron vacíos. Cuando se agotaron las últimas cajas de cereales y galletas algunos de los refugiados se reunieron en asamblea. Después de reproches mutuos llegaron a la conclusión de que alguien debía intentar acceder al almacén. Todos los ojos se clavaron en Luis. —Tú conoces esto mejor que los demás. Sabes dónde están almacenados los alimentos. Imagínate que voy yo al almacén, cojo una caja de algo que creo que son alimentos, jugándome la vida, y cuando consigo traerla aquí resulta que son pañales —argumentó un tipo medio calvo que debía haberse bebido él solo la mitad de las reservas de cerveza del hiper. —Yo no sé dónde está almacenada cada cosa. Soy un simple oficial de carnicería. Sólo entro en la cámara para coger lo que necesito. Sé lo mismo que tú. Después de un incómodo silencio, observado por un montón de pares de ojos anhelantes, accedió. —Bien. Yo voy, pero que me acompañen al menos otras dos personas. Como nadie se decidía, lo echaron a suertes. Escribieron sus nombres en papelitos que metieron doblados en una bolsa de plástico. El de Tatiana fue el primer nombre que salió. El del tipo medio calvo fue el otro, que refunfuñó maldiciendo su suerte. —Esto es lo que haremos —dijo Luis. — Abro la puerta lo suficiente para ver si hay moros en la costa, y de paso, para intentar localizar, por el tipo de etiquetas de los palés, los alimentos que nos pueden interesar. Salimos sin hacer ruido y cogemos lo que podamos. Que alguien se quede preparado en la puerta para cerrarla en cuanto entremos. Un segundo, ahora vuelto —dijo. Salió de la zona de oficinas y regresó un par de minutos después. Llevaba tres pequeños cuchillos muy afilados. —Son para cortar el plástico y las cinchas que envuelven los palés. Cuidado que están muy afilados —dijo dándole uno a Tatiana y otro al tipo medio calvo, cuya frente estaba perlada de sudor. — Venga. Terminemos cuanto antes —dijo, dirigiéndose al pasillo que conducía a la puerta del almacén, seguido por sus dos compañeros. El resto del grupo les siguió a un par de metros de distancia, excepto la madre de Tatiana, que llevaba varios días ausente. Apenas salía de la tienda de campaña, y parecía que todo le daba igual. Al principio lloraba mucho. Después, ni eso. Se sumía en un silencio terco y Tatiana tenía que hacer esfuerzos para que comiera. Temía que su madre estuviera perdiendo la razón. Se giró y la vio al final del pasillo, apoyada en la pared, frotándose las manos con la mirada perdida. Luis se llevó el dedo a los labios para que guardaran silencio y giró la llave. Cada click de la cerradura hacía que el grupo se encogiera, como si desde el techo estuviera cayendo agua helada. Luis giró el picaporte y abrió la puerta un centímetro. Después otro. Y otro. Tardó casi un minuto en abrir una rendija lo suficientemente ancha como para sacar la cabeza. Una luz pálida entraba por los tragaluces del techo y por el boquete que había dejado la furgoneta al salir. Aquel enorme espacio estaba lleno de sombras que podían ocultar cualquier cosa. Luis sintió que el estómago se le aflojaba y contrajo, involuntariamente, el esfínter. Era miedo. Notaba la garganta seca y rasposa y deseaba, con toda su alma, carraspear. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Sintió un escalofrío. Notó un apretón en el hombro y un susurro apenas audible en su oído. “Tranquilo”. Era Tatiana. Recorrió con su mirada el recinto. Acomodó su vista para distinguir el menor movimiento entre aquellas sombras amenazadoras, y finalmente fijó su mirada en el portón arrancado por aquel maldito loco que les había llevado a esa situación. No parecía que hubiera nadie allí dentro. Intentó reconocer los logotipos de los palés. Distinguió el de una conocida marca de sopas y cremas en lata. Localizó también un palé medio descargado de cartones de leche. Y otro de agua mineral. Vio otro más de conservas de pescado. Todos estaban relativamente cerca. El más lejano, el del agua, a unos diez metros de donde estaban. Cerró la puerta despacio y se giró para informar a sus compañeros. —A la izquierda de la puerta el primer palé que hay es de sopas enlatadas. A su lado hay un palé de leche. A la derecha de la puerta el primer palé que hay es de latas de pescado. Atún, creo. He localizado otro de botellas de agua mineral, que está más alejado, también a la derecha. Tatiana, tú coge la leche. El palé está medio descargado y no te costará. Tú — le dijo al calvorota — encárgate de las sopas. Yo cogeré el agua. —¿Y qué pasa con las latas de atún? —Primero cojamos lo más prioritario: agua, leche y las sopas. Son nutritivas y tienen líquido. Si tenemos tiempo, ya cogeremos el atún. —Por mí de acuerdo —asintió Tatiana. Luis contó hasta tres en silencio y abrió la puerta. Salió al almacén con el cuchillo en ristre y se deslizó como un gato hasta el palé del agua. Tatiana salió detrás y caminó de puntillas hasta el palé de la leche. El calvorota tardó unos segundos, pero siguió a la chica. Luis cortó con un movimiento hábil el plástico y la cincha que sujetaba el palé y se metió el cuchillo en el cinturón. Tiró y sacó de la parte superior un blister con doce botellas de litro y medio de agua. Sacó otro. Con dieciocho kilos de peso en cada brazo corrió tambaleándose hasta la puerta, donde varios pares de ojos asustados contemplaba la operación. Uno de los hombres que aguardaban dentro salió para ayudar a Luis. Les dio tiempo a hacer tres viajes más a cada uno. Otros dos hombres salieron a echar una mano. Uno de ellos le pidió el cuchillo por gestos a Luis y corrió hasta el palé del atún. En diez minutos habían vaciado los cuatro palés y el pasillo estaba lleno de cajas que los que aguardaban dentro iban organizando a lo largo del pasillo. De repente se habían convertido en un equipo. Luis sonrió. Quizás pudieran salir de esto, después de todo. Entre viaje y viaje le dio tiempo a reconocer el contenido de otros palés y a hacerse un mapa mental de dónde estaban situados. Hizo un gesto a sus compañeros para que regresaran a la seguridad del pasillo. Cerró la puerta cuando el último entró y se abrazó a Tatiana y a uno de los colaboradores espontáneos. —Bueno, parece que no ha sido tan difícil. Descansemos, comamos algo y mañana vamos a por otro cargamento. —Sí. De papel higiénico, por favor —dijo alguien, provocando carcajadas del resto, que liberaban así la adrenalina acumulada. Aquel medio día comieron todos juntos sentados en el suelo del pasillo, reconociéndose unos a otros los méritos y pidiendo algunos ser ellos los que salieran al almacén la siguiente ocasión. Se presentaron. Aunque fuera extraño, ni siquiera conocían los nombres de sus compañeros de cautiverio a pesar de llevar allí encerrados varias semanas. Sintieron que eran una comunidad y que dependían unos de otros para sobrevivir. Acordaron hacer algo que no habían hecho hasta el momento, y era retirar los cuerpos que aún permanecían tirados entre los lineales. Se pusieron manos a la obra. Se aprovisionaron de guantes de goma que cogieron en la sección de droguería y arrastraron los cadáveres hasta la zona de maquinaria situada en un lateral. Después limpiaron con lejía y fregonas el rastro pútrido que habían dejado los cuerpos en los pasillos. Tatiana seguía preocupada por su madre, que había empezado a desvariar. Una mañana se dio cuenta de que se había orinado encima. Apenas respondía cuando le hablaba. Y cuando hablaba lo hacía como si estuviera en su casa. Decía que tenía que regar las plantas, o poner la lavadora. Y se levantaba para recorrer el hipermercado con su hija detrás intentando hacerla entrar en razón. Dormía todo el día y a veces gritaba entre pesadillas, asustando al resto de los refugiados. Una noche Tatiana despertó y se dio cuenta de que su madre no estaba a su lado. Salió de la tienda de campaña y la buscó en la oscuridad del hipermercado. Después de media hora fue a despertar a Luis. —Mi madre ha desaparecido. No la encuentro. La buscaron de nuevo, hasta que Luis preguntó si había mirado en la azotea. —Quizás esté arriba. A lo mejor ha ido a hacer sus necesidades... —¿Desde hace más de una hora? Corrieron a la escalera que conducía a la azotea y salieron al exterior. Un viento helado hacía silbar las antenas y sacudía el enorme cartel del hipermercado, clavándoles como aguijones en el rostro una fina lluvia helada. Vieron a la mujer rígida como una estatua en el borde de la azotea. Tatiana corrió hacia ella llamándola a gritos. Su madre giró la cabeza para mirarla durante un instante y se dejó caer al vacío. Arrodillada en el borde Tatiana vio el cuerpo de su madre desmadejado quince metros más abajo y una lenta congregación de muertos andantes que se acercaba hasta rodear el cadáver. Luis apenas logró que Tatiana se diera cuenta de que estaba a su lado. Tuvo que cogerla en volandas y llevarla casi a la fuerza al interior. Sentados en la escalera, empapados, se abrazaron llorando en silencio. Los siguientes días La Comunidad cuidó a Tatiana como si fueran miembros de una misma familia. La excluyeron de las incursiones a por alimentos y suministros y procuraban dejarla a solas cuando notaban que eso es lo que quería. Varios días después Tatiana le pidió a Luis que dijera a los demás que la trataran con normalidad. “Al fin y al cabo —dijo con un punto de rabia — lo más seguro es que ellos hayan perdido también a sus familiares. No soy diferente a ellos”. Ese era un pensamiento que a todos, en algún momento del día, les asaltaba, sumiéndolos en un silencio pesaroso. La línea telefónica no volvió jamás. Habían encontrado una radio en uno de los despachos y por turnos buscaban incansables en el dial algún rastro de vida humana en el exterior. Tenían pilas de sobra, así que siempre había alguien pegado al aparato. De vez en cuando alguno se exaltaba creyendo haber escuchado, entre el crepitar de la estática, alguna palabra ininteligible. Siempre eran falsas alarmas. Hacía cada vez más frío, lo que amortiguaba al menos el hedor que desprendían por la falta de higiene. El agua estaba racionada, y algunos intentaban mantenerse presentables frotándose la piel con colonia o con un trapo mojado en alcohol una vez que las toallitas higiénicas se terminaron. Una mañana amaneció nevando. Cuando fueron a salir al almacén a por provisiones -cada vez tenían que alejarse más de la puerta-, regresaron precipitadamente al interior. Había varios muertos vivientes deambulando entre los palés. Cada vez que atisbaban desde la puerta había más y más. —Ya se irán cuando vean que no hay nada. —¿Y si no se van qué hacemos? Nadie respondió. Racionaron los alimentos y la bebida, pero aún así no durarían mucho. —Hay que hacerlos salir del almacén. Pero ¿cómo? —preguntó Ramiro, el hombre medio calvo que se había convertido en uno de los líderes del grupo.. —Con fuego. Hacemos una antorcha y les hacemos retroceder —apuntó alguien. —¿Crees que el fuego les asustará? A mí me da que eso no servirá para nada. Ya visteis lo que sucedió aquí y en Madrid. Ni los disparos de aviones o tanques les hicieron retroceder. No piensan, ni sienten —contestó con desesperación Luis. —¿Y si hacemos ruido fuera para que salgan? No sé. Podemos tirar algo desde la azotea. Algo que haga mucho ruido y que atraiga su atención. Podemos aprovechar para intentar bloquear el portón con una de las furgonetas — planteó Ramiro. —Mejor con un toro —contestó Luis. —¿Un toro? —Sí, uno de esos cacharros que sirven para descargar los camiones. Son eléctricos. Es posible que las baterías no se hayan descargado. Trazaron un plan. Casi todo el grupo subiría a la azotea con cacerolas, botellas de cristal, lo que fuera, y arrojarían esos objetos a la vez en el punto más alejado del portón del almacén para organizar un buen estrépito. El resto esperaría en la puerta de acceso al almacén. Cuando saliera el último zombi Luis correría hasta uno de los toros. Alguna vez le habían dejado manejar uno los chicos del almacén y en broma solía decir que era más divertido que picar carne. Intentaría arrastrar varios palés hasta bloquear el portón para que los muertos no volvieran a entrar. Si lo lograban, algo que en su interior deseaba fervientemente, tendrían alimentos y la supervivencia garantizada durante meses. Se pusieron manos a la obra. Cogieron todo aquello susceptible de hacer un buen jaleo cuando fuera arrojado desde la azotea. Ramiro cogió a escondidas una botella de vodka y se la metió debajo del jersey. Tatiana le vio y lamentó que aquel tipo, que había empezado a caerle bien, pensara en beber en aquel momento, pero no dijo nada. Se giró y cogió un par de enormes cacerolas de metal. No vio cómo Ramiro cogía un trapo de algodón y se lo guardaba en el bolsillo. Tampoco vio cómo se metía una caja de cerillas en el mismo bolsillo. Subieron todos a la azotea como una columna de hormigas transportando mercancías absurdas. Uno de los refugiados había subido con una caja registradora, que sujetaba a duras penas. Otros dos habían subido a medias una nevera con puertas de cristal que semanas antes estaba repleta de yogures. Eligieron el punto donde arrojar todos aquellos objetos, confiando en que los zombis que pululaban por el almacén oyeran el estrépito. Tatiana se estremeció al comprobar que era justo donde su madre se había arrojado al vacío. Dudó unos segundos y miró hacia abajo. Sólo había una mancha negra sobre el asfalto y algunas prendas de ropa destrozadas, pero el cuerpo de su madre no estaba. Cuando todos estuvieron junto al borde en posición, Luis levantó el brazo para dar la señal. Clavaron sus ojos en él, y después de unos segundos que se hicieron eternos, lo bajó. El estrépito fue ensordecedor. La nevera, las cacerolas, un carrito de la compra, botellas vacías de cerveza, la caja registradora y otros objetos se estrellaron contra el asfalto, haciendo que los zombis que deambulaban por el aparcamiento se giraran todos a la vez y se pusieran en marcha hacia el origen de aquel estruendo. Luis corrió para situarse justo encima del portón y vio con enorme alegría cómo varios muertos vivientes salían al exterior y caminaban directamente hacia el origen del estrépito. Corrió acompañado por sus dos compañeros hacia la escalera. Ahora era su turno. Tatiana vio que Ramiro sacaba la botella de vodka que llevaba bajo el abrigo y desenroscaba decidido el tapón. “¿Será posible? ¡Este tipo se va a beber un trago!”. Iba a decirle algo cuando vio que metía su mano derecha en el bolsillo, sacaba un trapo e introducía la mitad dentro de la botella. Posó la botella en el suelo, sacó la caja de cerillas y prendió el trapo. Cogió la botella y la sujetó con firmeza hasta que la llama cobró un buen tamaño. Entonces extendió el brazo y simplemente soltó la botella, que se estrelló en medio de un grupo de zombis extendiendo una llamarada que rápidamente prendió en las ropas de varios de los muertos vivientes. Tatiana y el resto del grupo contemplaron, entre atónitos y divertidos, cómo en pocos segundos cinco o seis zombis quedaban cubiertos por las llamas sin apenas reaccionar. Un humo denso y negro se elevó hacia ellos, llevándoles hasta sus fosas nasales un hedor de carne podrida asándose. —Parece que, efectivamente, el fuego no les asusta. Voy a por más vodka — dijo Ramiro tranquilamente, dándose la vuelta para regresar al hiper. Tatiana soltó una carcajada. —Voy contigo. Me ha gustado la idea. Cinco minutos después tenían una veintena de botellas preparadas, que aquel sorprendente individuo iba prendiendo y dejando caer sobre la multitud de zombis reunidos en el aparcamiento. Entretanto Luis había abierto la puerta y comprobado que el almacén estaba despejado. Salió y corrió hacia el toro más cercano. Giró la llave. Sin batería. Corrió hacia el siguiente. Igual. Giró la llave del tercero murmurando un ruego pero vio que las luces de los indicadores se encendían. ¡Bien!, murmuró. Movió las palancas y aquel artefacto se puso en marcha con un brinco. Lo condujo hacia un palé de enormes latas de tomate. Se detuvo. Avanzó despacio logrando meter los soportes metálicos bajo el palé de madera, que apenas levantó unos centímetros mientras lo conducía directamente hacia el portón. Prácticamente lo incrustó contra el marco. Retrocedió para ver cómo quedaba. Con un solo palé más el hueco quedaría bloqueado. Se dirigió a toda velocidad al palé más cercano. Hizo la misma operación y lo llevó hasta el hueco. Lo depositó pegado al otro, dejando la entrada completamente cerrada. Oyó cómo los compañeros que vigilaban en la puerta de acceso a la tienda le vitoreaban. Recogió un tercer palé para asegurar aquella barricada. Por si acaso, dejó el toro pegado a los palés y se bajó para comprobar su obra. Levantó los puños y gritó de alegría. Oyó los gritos de sus compañeros animándole. Se giró sonriente hacia ellos. Gritaban y agitaban las manos, llamándole. Su risa se heló. No le animaban. ¡Gritaban para que corriera!. Cuando se quiso dar cuenta tenía encima a un muerto viviente. ¡Quedaba uno en el almacén!. No tuvo tiempo de correr o gritar. Aquel ser le arrancó la tráquea de un mordisco. Sintió que la sangre brotaba a chorros por su garganta ahogándole en un dolor espantoso. Cayó al suelo. Tuvo tiempo de ver aquel rostro deforme y ennegrecido acercarse a su cara antes de morir y de pensar que no era justo, ahora que lo había logrado. Los dos hombres que le vieron morir cerraron impotentes la puerta y se derrumbaron en el suelo tapándose el rostro con las manos. Caminaron cabizbajos hasta la escalera y subieron a la azotea. Una humareda oscura y grasienta subía desde el aparcamiento. Se acercaron al grupo que contemplaba, algunos arrodillados junto al borde, lo que sucedía abajo. Tatiana les vio llegar y adivinó que algo había pasado abajo sólo por la forma en que la miraron. Caminó hacia ellos. —No lo vimos. No pudimos hacer nada. Ninguno lo vimos —murmuraba uno de ellos. —¿Qué ha pasado?. ¿Dónde está Luis?. Uno de los hombres negó con la cabeza. —Había terminado de taponar el portón con los palés y un zombi que no habíamos visto se le abalanzó encima. Le arrancó el cuello. Está muerto. Tatiana se tapó el rostro con las manos y dejó escapar un grito de rabia entre los dedos. —Mierda. ¡Sólo teníais que vigilar! Retiró las manos de su cara y aquellos dos hombres vieron sus ojos llenos de rabia. El resto de los que estaban en la azotea se habían ido acercando y murmuraban entre ellos. Tatiana escuchó susurrar la palabra “muerto”, “atacado”, “Luis”. —¿Hay más? —¿Cómo? —¡Que si hay más zombis abajo! —Nnno, creo que no —acertó a murmurar uno de los hombres. Tatiana corrió hacia la escalera y bajó los escalones de dos en dos. Corrió hacia la carnicería. Cogió un hacha de carnicero del imán de la pared. Era un cuchillo pesado, con una hoja larga, rectangular y muy afilada. Caminó hacia la zona de las oficinas y recorrió el pasillo que llevaba hasta el almacén. —Qué vas a hacer. Tranquila —dijo alguien. Tatiana abrió la puerta de golpe y salió al almacén. Vio en el extremo más alejado, junto al toro, a aquel ser arrodillado hundiendo su cabeza en el vientre de Luis. Caminó con decisión hacia aquella abominación. Sola. El resto del grupo se apelotonó en la puerta sin atreverse a cruzar el umbral. Se detuvo a menos de un metro del zombi., que levantó la cabeza y la miró. Tenía aquella cara asquerosa empapada en sangre y los coágulos se deslizaban por su barbilla. Luis tenía los ojos abiertos e inmóviles. Vio un enorme boquete en su cuello por donde había escapado su vida y por donde se deslizaba aún algo de sangre. Tenía la camisa rasgada y el vientre abierto. Aquel jodido ser se estaba comiendo sus tripas. Tatiana levantó el hacha y la descargó con toda su fuerza contra la frente del zombi, que sólo cerró los ojos y los volvió a abrir, como si estuviera perplejo. Tatiana tiró del hacha y la desclavó. Volvió a estrellarla, aún con más fuerza justo en el mismo sitio. El hacha se abrió camino hasta el entrecejo del zombi, que abrió la boca, expulsó un vómito de sangre y cayó sobre el cuerpo de Luis. Siguió golpeándole con rabia hasta separarle la cabeza del cuerpo. Se quedó mirando aquel despojo resollando por el esfuerzo. Entonces vio que Luis movía los ojos y empezaba a gruñir. Retrocedió un paso sorprendida de que aún estuviera vivo. Luis se agitó bajo el cuerpo del zombi decapitado y logró zafarse. Tambaleándose se puso de rodillas. Miró a Tatiana con unos ojos opacos y fieros. Entonces Tatiana vio cómo la lengua de Luis asomaba por el boquete de la garganta, agitándose como un calcetín ensangrentado. Levantó el hacha muy despacio y dudó unos segundos, justo hasta el momento en el que ese ser, que ya no era Luis, extendió una mano engarfiada hacia ella. Segundos después Luis estaba de nuevo inmóvil, sobre el cuerpo del zombi, con el cráneo abierto como un melón. Tatiana dejó caer el hacha y caminó hacia la puerta. Apenas veía, con los ojos anegados en lágrimas. Tenía salpicaduras de sangre por todas partes. Se sentó en el pasillo y lloró en silencio bajo la mirada de sus compañeros. Las tres semanas siguientes transcurrieron monótonas. Ramiro subía todas las mañanas a la azotea a preparar sus cócteles molotov, a veces en solitario, a veces acompañado por alguno de los supervivientes. Era concienzudo. Arrojaba algún objeto que atraía a los zombis y después dejaba caer un par de botellas con el extremo del trapo ardiendo. Luego otras dos. Finalmente no quedó ningún zombi indemne. Abajo había montones de cuerpos abrasados hasta los huesos. Sin embargo, algunos aún movían una extremidad bajo el montón. En el aparcamiento algunos medio quemados, caminaban, con las cuencas de los ojos vacías, calcinadas, tropezando con los coches. Era como si una bomba de napalm hubiera estallado sobre el aparcamiento. Dentro estaban seguros. Sin embargo, viendo que fuera ya no había ninguna amenaza, algunos plantearon la posibilidad de salir de allí. Hubo una gran discusión y finalmente un grupo capitaneado por Ramiro, al que habían puesto el mote de Molotov, decidió que era la hora de marcharse. Tatiana se sumó al grupo que pensaba que era mejor aguantar. —Tarde o temprano alguien aparecerá. Esto no puede durar siempre. Fuera nevaba. Dos días más tarde el grupo de Molotov puso en marcha una furgoneta y la cargaron con unas cuantas cajas de comida. Lograron despejar la entrada con el único toro que funcionaba y se subieron al vehículo. Eran diez. Habían decidido volver a Valladolid. Molotov estaba seguro de que allí encontrarían supervivientes. —No vamos a ser los únicos que siguen vivos —dijo con aplomo. Tatiana se encogió de hombros, mirando fijamente la oscura mancha que había dejado el cuerpo de Luis sobre el cemento. Después de su muerte habían arrastrado su cuerpo y el del ser que le quitó la vida a la esquina más alejada del almacén y los habían cubierto con cartones. —Buena suerte. En cuanto la furgoneta atravesó el portalón, volvieron a bloquearlo con los palés y subieron a la azotea para verles marchar. Vieron la furgoneta sortear los coches abandonados en el aparcamiento y cómo un par de los zombis menos dañados caminaban detrás, siguiendo el sonido del motor, en un patético intento de alcanzar aquel vehículo que se alejaba dejando sus huellas sobre la nieve. Una semana más tarde captaron en la radio el mensaje emitido desde la emisora de Tordesillas. Lo escucharon una y otra vez, durante una hora, sin atreverse a tocar la radio ni a hablar. Hubo abrazos, lágrimas y gritos de alegría. Al día siguiente, una hora después del amanecer, su furgoneta se detenía a la entrada de La Finca, donde un par de soldados sonrientes armados con uniforme de combate les daban la bienvenida. 49 Detrás, en la caja del camión, el resto de los supervivientes de La Finca se habían acomodado como habían podido. Arrebujados bajo las mantas se apretaban unos contra otros menos Simón, que se había acodado contra la chapa que cerraba la caja y atisbaba, entre el toldo, el exterior. Sólo veía la cortina de agua, teñida de rojo por las luces traseras del camión, que levantaba los gruesos neumáticos. Se preguntó cuándo pararían. Se levantó y caminó con precaución hasta el fondo de la caja. Golpeó con los nudillos sobre la chapa que le separaba de la cabina. —¡Sargento! ¡Sargento! Si hubo respuesta no la oyó por el ruido del motor y el flamear del toldo por el aire, pero notó que el camión disminuía la velocidad hasta detenerse. Oyó la puerta de la cabina abrirse y cerrarse. Un segundo se asomó a la cabina. —¿Pasa algo? —preguntó el sargento recorriendo con la mirada a los apelotonados supervivientes. —No. Sólo queremos saber cuándo vamos a parar. Aquí no se está muy cómodo, y tenemos hambre y sed. —Hemos sobrepasado León. En pocos kilómetros entraremos en una zona boscosa y bastante aislada. Encontraremos un lugar pronto, mantengan la calma. El sargento regresó a la cabina y puso en marcha el camión. 50 La lluvia repiqueteaba en la chapa del tejado de la cabaña. Chema durmió a ratos, despertando sobresaltado para volver a caer en un duermevela. Finalmente quedó dormido hasta que el intenso frío le despertó. Encendió la vela, consumida hasta la mitad, y se vistió. Su uniforme olía a demonios, pero al menos estaba seco. Había tenido suerte. Cuando los zombis llegaron al campamento acababa de ponerse el uniforme y se dirigía a desayunar. No tenía abrigo, y la guerrera no sería suficiente. Comprobó la pistola y descorrió el cerrojo con mucho cuidado. Asomó la cabeza. Aún no había amanecido. Entre los árboles se veía clarear un cielo recorrido por veloces nubes grises cargadas de lluvia. El bosque era un rumor de gotas que caían desde las copas de los árboles sobre las hojas de pino y roble que alfombraban el suelo. Guardó en los bolsillos de la guerrera las dos botellas de agua y un par de latas de comida. También guardó una vela nueva y el resto de la otra, las pastillas combustibles y el mechero. Distribuyó en los bolsillos lo que había en el botiquín: una botellita de alcohol, un rollo de vendas, un rollo de esparadrapo y unas tijeras pequeñas. Antes de guardar la tijera con ella hizo un corte en el centro de una de las mantas para improvisar un poncho. Metió la cabeza por el corte y palpó satisfecho el resultado. Clareaba cuando se internó en el bosque en dirección a la autopista. 51 La gasolinera había desaparecido. El grupo de supervivientes contemplaban en silencio el cráter rodeado de escombros donde antes estaban los surtidores. El hotel no tenía más que tres paredes chamuscadas en pie. —Tendremos que continuar — murmuró el sargento. — ¡Todos arriba! —gritó cuando vio que algunas de las mujeres regresaban después de orinar detrás de los escombros. Parecían refugiados de una guerra, vestidos con prendas que les quedaban grandes o pequeñas. Estaban en estado de shock y ni siquiera se habían planteado intercambiarse la ropa para ponerse aquellas prendas que se ajustaran más a su talla. No llegaría muy lejos con esta gente. Estaban derrotados. Simón se acercó. —Sargento. Necesitamos llegar a un refugio. Mira a esta gente —murmuró. —Ya me he dado cuenta. No servirán de mucho si nos encontramos con problemas. —Recuerdo que más adelante, después de un túnel muy largo antes de entrar en Asturias, hay otra estación de servicio. Creo que está al otro lado de la autopista. En este lado hay un aparcamiento y un pasadizo cruza hasta la estación de servicio por debajo. —Sí, era la alternativa con la que contaba si no podíamos quedarnos aquí. Escucha Simón. Quiero que les animes. Dales esperanza. No quiero que nadie pierda la cabeza ahí atrás. ¿Lo harás? —Lo haré, sargento. Cuenta conmigo. El sargento apretó el hombro de Simón y subió a la cabina una vez que todos estuvieron a bordo. Llegaron al peaje en pocos minutos. Lo rebasaron despacio. Estaba desierto. Algunas barreras estaban rotas. Se acercaron al primer túnel. Volvía a llover. El sargento encendió el potente foco que el camión tenía en un lateral de la cabina y el túnel se iluminó hasta donde llegaba la vista. Vieron muchas figuras, la mayoría pegadas a las paredes del túnel. Otras estaban tendidas o sentadas en medio del asfalto. El sargento disminuyó la velocidad y fue sorteando aquellos cuerpos. Vio que alguno se movía como a cámara lenta. Eran auténticos espectros descarnados, con las ropas hechas pedazos. No pudo evitar pisar unos cuantos antes de llegar al otro lado del túnel. Valeria y Tatiana se cubrían la boca con las manos al notar el ligero bamboleo del camión al pasar sobre aquellos cuerpos crujientes como ramas secas. Después atravesaron un túnel mucho más largo que fue aún peor. Estaban ya cerca de la gasolinera. El sargento disminuyó la velocidad en cuanto vio el aparcamiento. En el otro lado estaba la estación de servicio. Encaró el camión hacia el edificio y encendió el foco, iluminándolo. Aún era de día, pero la intensa lluvia mezclada con la niebla espesa restaba visibilidad. Aparentemente el edificio estaba intacto. Puso el freno de mano y sacó el rifle de asalto de debajo del asiento. Antes de bajar de la cabina miró a las chicas. —Quedáos aquí. Voy a ver si es un sitio seguro. Rodeó el camión. Simón ya había bajado junto con un par de hombres y contemplaban el edificio con una expresión de esperanza. Le tendió la pistola a Simón. —¿Sabes usarla? —Tenía una que sus hombres me quitaron cuando llegué a La Finca. Me salvó la vida en un par de ocasiones — contestó, sin detenerse a explicarle que nunca había llegado a dispararla. —Bien. Vigila. Voy a meterme en el pasadizo para ver si está despejado. No vamos a usarlo: llevaré el camión al otro lado, pero quiero asegurarme de que está limpio. No quiero sorpresas. Que la gente suba de nuevo a la caja del camión hasta que yo vuelva. Tú quédate fuera vigilando. Mantén el motor del camión encendido. El sargento comprobó el cargador del rifle y quitó el seguro. Acopló una linterna al cañón del arma y la encendió. Caminó hasta la boca del pasadizo y desapareció en su interior. Simón miró cómo el sargento descendía por las escaleras. Pasaron unos segundos y se situó a un par de metros del camión intentando recorriendo con la mirada los alrededores. No se veía un carajo. Hacía mucho frío y la lluvia caía helada. Escuchaba los murmullos en el interior de la caja del camión. Se acercó a la cabina y una de las chicas bajó la ventanilla. —¿Crees que podremos quedarnos ahí? —preguntó Tatiana. —Eso espero. En ese momento se escuchó un estampido apagado. Venía del pasadizo. Simón corrió hacia allí. Se paró en las escaleras, quitó el seguro de la pistola y tiró del cargador para meter una bala en la recámara. Bajó despacio. El túnel apestaba a humedad y excrementos. Lo primero que vio fueron los restos de un par de cuerpos devorados y resecos en la base de los escalones. A unos quince o veinte metros vio la luz de la linterna del sargento. —¿Todo bien? —gritó. —¡Sí!. Había un podrido que se puso un poco pesado. Está despejado. ¡Vuelve a tu posición! Simón esperó unos segundos y vio la oscilante luz de la linterna moverse de nuevo. Volvió junto al camión. El foco iluminaba la fachada de la estación de servicio. Vio al sargento salir del pasadizo y avanzar hacia la entrada. Vio cómo forcejeaba con la puerta de cristal que daba acceso a la tienda-cafetería. Estaba cerrada. El sargento retrocedió un par de metros, como evaluando la situación. Sin duda pensaba si merecía la pena volar el cristal de la puerta de un disparo. Simón vio cómo rascaba la barbilla y después echaba a andar hacia la esquina del edificio para rodearlo. Un par de minutos después vio el destello de la linterna en el interior del edificio. “Bien, pensó. Ha entrado por una ventana o una puerta trasera”. Diez minutos después aparecía por la boca del pasadizo. —Despejado. Está sorprendentemente intacto, como si hubieran cerrado el edificio hace unas horas. He entrado por la ventana del baño. Dentro he encontrado las llaves de la puerta trasera. Sube al camión —dijo mientras abría la puerta de la cabina. Antes de subir extendió el brazo hacia Simón, que, después de un par de segundos, le devolvió la pistola. Simón saltó a la caja justo cuando el sargento ponía bruscamente en marcha el camión. Avanzó hacia la mediana y pegó un acelerón para romper la cadena que separaba los dos sentidos de la autopista. El camión la partió como si nada. Cruzó los dos carriles y condujo hasta la parte posterior del edificio. Aparcó el camión y paró el motor. —Ya estamos en casa, chicas —dijo con una sonrisa. Saltó del camión y cerró la puerta con llave. Simón ya estaba fuera ayudando a bajar al resto de los pasajeros. El sargento rodeó la cabina y cerró también la portezuela del acompañante. Miró al grupo. —Bien. Podemos pasar la noche aquí. Está despejado y limpio. Hay comida y bebida, y hace mucho frío, pero al menos no nos mojaremos. Síganme. Tiró de la puerta metálica e invitó a los refugiados a entrar. Después entró él y cerró la puerta con la llave. 52 La pegajosa niebla era una ventaja, aunque Chema apenas veía más allá de sus narices. Desenfundó la pistola y se internó entre las primeras casas de Tordesillas. Conocía bien esa parte del pueblo, por donde solían acceder en busca de suministros. Llegó a la zona de almacenes que habían peinado en varias ocasiones. Caminaba con cuidado, intentando no hacer ruido. Se fijó sorprendido de que había huellas de camión en el barro y parecían recientes. Las siguió hasta una pequeña explanada donde las huellas trazaban un arco y volvían a alejarse. Su mente hiló los hechos rápidamente. Las huellas eran del camión que escuchó mientras se ocultaba en el crematorio. Tenía que ser un soldado el que lo condujo hasta aquí: sabía dónde venía. Miró el edificio frente al que el camión había estado parado. Vio la ventana sin cristal. Se acercó y miró el interior. Se aupó y entró en el almacén. Apenas entraba luz, pero entre la penumbra vio que el almacén había sido visitado hace poco. Había cajas abiertas esparcidas por el suelo. Dentro había zapatos, ropa. Recorrió el almacén pensativo. Eran varios, han cogido ropa. Dedujo que varios de los refugiados de La Finca habían logrado subir al camión y el soldado les trajo hasta aquí para surtirse de ropa, ya que el ataque de los podridos sorprendió a todo el mundo durmiendo. Después de equiparse han subido al camión y se han marchado, pensó. Este hilo de razonamiento le hizo sonreír. Ahora sólo tenía que averiguar hacia dónde habían ido. Seguiría las huellas del camión. “Necesito un vehículo”, pensó. Salió de nuevo por la ventana. Recorrió los almacenes de aquella zona sin encontrar nada que le sirviera, hasta que vio un taller mecánico cerrado con una persiana metálica. Tiró de ella hacia arriba y para su sorpresa cedió con un chirrido. Centímetro a centímetro la subió, intentando hacer el menor ruido posible, hasta dejar un hueco por el que colarse. Se tumbó en el suelo y se arrastró hasta el interior del taller. Bajó la persiana de nuevo y lo que vio le hizo sonreír. Había varios coches. Algunos tenían el capó levantado, como si los mecánicos hubieran dejado a medias el trabajo hasta el día siguiente, que no llegó nunca. Rogó en su interior que alguno funcionara. En un lateral había un audi impecable al que le faltaba uno de los faros delanteros. Los cables colgaban del hueco como el nervio óptico cuelga de la cuenca vacía de un rostro. Encima del capó había una caja de cartón abierta con un faro de repuesto. Perfecto. Abrió la puerta y vio que las llaves estaban puestas. Se sentó en el asiento y giró la llave. La luz de contacto se encendió. Vio que la aguja del combustible se detenía en la mitad. Intentó arrancar, pero la luz del contacto se apagó. Sin batería. Recorrió con la mirada las estanterías metálicas hasta localizar lo que quería: una balda llena de baterías dentro de sus cajas de cartón. Cogió una y la sacó de la caja. Abrió el capó. Buscó una llave inglesa y un destornillador y sacó la batería agotada. Metió la batería nueva, la conectó y giró la llave de contacto. El coche arrancó a la primera. Cortó rápidamente el contacto y salió del coche. Comprobó que era diésel. Buscó un tubo de plástico y después cogió un bidón vacío de veinte litros que tenía un tapón tipo embudo. Desenroscó el tapón del depósito de un mercedes que estaba medio destripado y vio que era también diésel. En un minuto tenía el bidón lleno y un minuto después tenía su flamante coche con el depósito repleto de combustible. Sacó el resto del gasóleo del mercedes y metió el bidón en el maletero. Arrancó el audi y aceleró durante unos segundos. Perfecto. El motor ronroneaba como un gato dispuesto a saltar encima de un ratón. Se bajó del coche, se quitó el capote y lo echó encima del asiento del conductor. Vació los bolsillos de la guerrera y puso sus escasas pertenencias en el asiento trasero. Levantó de un tirón la persiana metálica y se subió al coche. Pegó un pisotón al acelerador y los neumáticos chirriaron sobre el cemento. Condujo siguiendo las huellas del camión, que le llevaron hasta la entrada a la autopista. Las potentes luces antiniebla del audi iluminaban una autopista fantasmagórica. Sabía que era casi imposible alcanzar el camión, pero quién sabe. Era su día de suerte. 53 Los supervivientes se lanzaron a los expositores y neveras de la tienda- cafetería como lobos. Cervezas, botellas de refresco, blisters de embutidos, paquetes de galletas... El sargento pensó en poner orden, pero qué demonios. Saltó la barra y abrió una botella de whisky. Buscó un vaso y escanció una generosa cantidad. Simón se acercó. —Sargento, sírveme un trago. El sargento sacó otro vaso y lo llenó. —Comamos algo antes de que esta marabunta se lo acabe todo. Descolgó un chorizo y cortó dos grandes pedazos. Le tendió un trozo a Simón y pegó un mordisco al suyo. Estaba duro pero sabía a gloria. Cogió varias bolsas de patatas fritas y las puso encima de la barra. Simón abrió una y empezó a comer. Media hora más tarde, saciados, el sargento llamó al orden. Se hizo el silencio. —Haremos guardias durante la noche. Somos seis hombres. Cada uno hará hora y media de guardia. Cogió un taburete y lo llevó hasta un lateral de la puerta. —Yo haré la primera guardia. Tú la segunda, Simón. ¿Tienes reloj? —Sí. —Vale. Dentro de hora y media te despierto. Hora y media más tarde despiertas a ese. Después hacéis la guardia tú, tú y tú, por ese orden —dijo señalando al resto. El sargento se sentó en el taburete con el fusil de asalto colgando de la espalda. Los supervivientes buscaron un rincón y se acomodaron para intentar dormir. El sargento se concentró en intentar perforar aquel muro de oscuridad, pero lo cierto es que no se veía nada. Hora y media después se bajó del taburete y se estiró. Encendió la linterna y buscó a Simón. Le vio sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la barra. Valeria y Tatiana dormían abrazadas con sus cabezas apoyadas en el muslo de Simón, tapadas con una manta. Simón levantó la cabeza y miró al sargento y luego a las chicas. Éste se encogió de hombros y buscó algo con que improvisar una almohada.. No quería que despertaran. Entró en la oficina y abrió un armario. Había un par de monos azules de gasolinero colgando de una percha. Los enrolló y se dirigió hasta donde estaba Simón. Se los tendió y éste, con delicadeza, levantó las cabezas de las chicas lo suficiente para sacar su pierna y sustituirla por los monos enrollados. Las chicas no despertaron. Simón se levantó y se estiró en silencio. —Ya sabes: hora y media y despiertas al siguiente. Voy a intentar descansar en el despacho. Hay una silla que no parece demasiado incómoda — susurró. Simón asintió con un gesto y se dirigió a su puesto. El sargento entró en el despacho y se sentó en la silla. No era reclinable. Apoyó la cabeza sobre los brazos encima de la mesa y cerró los ojos. Nada. Media hora después decidió ir a dormir al camión. Abrió la puerta trasera con sigilo y la cerró de nuevo con llave. Subió a la cabina del camión y se arrellanó entre los dos asientos. Dejó el fusil en el suelo. Enseguida se quedó dormido. Horas más tarde un sol pálido intentaba atravesar la espesa capa de nubes. El sargento despertó sobresaltado. Estaba agarrotado y helado. Unos golpes sonaban en el interior de su cabeza. Se frotó la frente. Los golpes seguían. Alguien golpeaba una superficie metálica. Se incorporó alarmado. Se frotó los ojos y vio varias figuras que merodeaban alrededor del camión y rodeaban el edificio de la gasolinera. Eran podridos. Decenas. Golpeaban la puerta trasera de la gasolinera y las puertas del camión. Cogió el fusil y se lo puso encima de las rodillas. Arrancó el camión y retrocedió bruscamente, notando que pasaba por encima de varios cuerpos. Giró el volante y aceleró haciendo un arco rodeando el edificio. Lo que vio le puso los pelos de punta. Una multitud de podridos se agolpaba contra la puerta de cristal, que no tardaría en ceder. Sólo podía hacer una cosa: regresar a la parte trasera e intentar despejar esa salida. Condujo el camión de nuevo hasta la puerta trasera y lo dejó a una decena de metros. Bajó del camión y levantó el fusil apuntando cuidadosamente. Derribó a media docena de podridos mientras avanzaba paso a paso. Corrió hacia la puerta metálica y metió la llave. Abrió la puerta de un tirón y gritó. —¡Salid todos por aquí! En aquel momento escuchó un estrépito de cristales rotos. Los podridos habían roto las puertas de cristal de la parte delantera. Vio que por la esquina empezaban a aparecer los primeros podridos al tiempo que algunos de los refugiados salían corriendo del edificio hacia el camión. —¡Subid al camión! ¡Rápido! Empezó a disparar en modo automático a los podridos que se acercaban como una oleada mientras la gente saltaba a la cabina del camión. Las ráfagas hicieron saltar pedazos de cuerpos y derribaron a unos cuantos podridos, pero eran demasiados. Se le estaban echando encima. Dentro oyó gritos. No podía hacer nada más. Retrocedió disparando y subió al camión. Dio un pisotón al acelerador. Por el retrovisor vio que una de las mujeres corría hacia el camión perseguida por un par de podridos. Frenó. Abrió la puerta y asomó el cuerpo apuntando con el fusil. Le voló la cabeza al podrido que estaba más cerca de la mujer, pero esta tropezó. El otro podrido saltó encima de ella. Maldijo en voz alta y aceleró hacia la mediana para cruzar al otro lado de la autopista. Unos kilómetros más adelante detuvo el camión en medio de la carretera. Saltó de la cabina y corrió hacia la caja del camión. Dentro, abrazados unos a otros, apenas había media docena de refugiados. Dos hombres y cuatro mujeres. Faltaban también las dos chicas y Simón. “Mierda”, masculló. —Las dos chicas y Simón se encerraron en la oficina, sargento —dijo uno de los dos hombres. —Tenemos que volver a por ellos — contestó el sargento. —¡No podemos volver!, ¡moriremos todos! —contestó una de las mujeres histérica. El sargento se frotó el rostro con rabia. —Bien. Tú —dijo señalando al hombre que le había contestado. — ¿Sabes conducir el camión? —Sí. Supongo. Nunca he conducido nada tan grande, pero no será muy diferente a un coche, imagino. El sargento suspiró. —Vale. Sube conmigo a la cabina. Vosotros no os mováis de aquí dentro. El hombre saltó de la caja y corrió hacia la puerta del copiloto. Una vez dentro el sargento le miró fijamente. —Me queda un cargador en la pistola. Doce balas. En el rifle me queda medio cargador. Vamos a regresar. Pararemos cerca, fuera del campo de visión de los podridos. Llegaré sin que me vean hasta el pasadizo que lleva hasta el aparcamiento de la gasolinera, lo recorreré y asomaré por el otro lado. Intentaré atraer a los podridos hasta el pasadizo. Cuando estén todos dentro lanzaré esto al interior del túnel, dijo enseñándole la granada. En cuanto oigas la explosión, trae el camión lo más rápido que puedas hasta la altura de la gasolinera y te paras. El sargento arrancó el camión y maniobró para dar la vuelta Aceleró y avanzó hasta vislumbrar la última curva tras la cual estaba la gasolinera. Paró el camión y se bajó. Comprobó sus armas y miró al hombre que ya se había situado en el puesto del conductor. Levantó las cejas en una pregunta silenciosa y el hombre asintió moviendo la cabeza. Estaba preparado. El sargento avanzó agachado entre la maleza que prácticamente se había comido el arcén. Llegó hasta el aparcamiento y se metió dentro del pasadizo. Encendió la linterna del fusil e iluminó el interior. Sorteó el cuerpo del podrido al que había disparado el día anterior y asomó por la boca que daba a la gasolinera, apenas a cinco o seis metros del edificio. Había al menos un centenar de podridos en el interior. Deseó con toda su alma que no hubieran logrado derribar la puerta del despacho donde suponía que estaban Simón y las chicas. Salió del pasadizo y empezó a gritar, agitando los brazos. 54 Tatiana había cogido a Valeria de la mano y la había arrastrado tras Simón hasta la puerta trasera, pero vieron con desesperación que estaba cerrada con llave y no habían visto al sargento por ninguna parte. Retrocedieron hasta el despacho. Simón cerró la puerta y empujó la mesa para bloquearla. Después se llevó el dedo a los labios para que mantuvieran silencio. Tatiana había abrazado a Valeria, esperando un cuerpo tembloroso, pero la jovencita no parecía asustada, cosa que le sorprendió. Valeria no tenía miedo. No tenía por qué tenerlo. Hizo un gesto para que Tatiana la soltara y se sentó en el suelo con tranquilidad, con la espalda apoyada en la pared, mientras los gritos espantosos y el estrépito de los expositores cayendo al suelo atravesaban la delgada capa de madera que les separaba del horror, del matadero en que se había convertido aquella estación de servicio. No, Valeria no tenía miedo. Dejó de tenerlo semanas atrás, en el edificio de apartamentos de la urbanización cerca de Segovia donde sus padres les dejaron a su hermano y a ella mientras iban a buscar provisiones al supermercado. Nunca regresaron. Jaime y ella esperaron durante días. Llamaron sin cesar a los móviles de sus padres sin obtener respuesta hasta que dejó de haber línea. El edificio se quedó vacío. Todos los vecinos cargaron sus coches y se marcharon en dirección a Madrid. Valeria y su hermano se pasaban las horas en la terraza, desde donde se veía la carretera que llevaba al pueblecito y continuaba hasta Segovia, con la esperanza de ver el coche de sus padres doblar la curva que había antes de llegar a la verja que cerraba la urbanización, un edificio curvo de tres plantas con la fachada de piedra blanca y con aquella piscina en forma de riñón gigante rodeada por una pradera de hierba que empezaba a agostarse. Imaginaba a su padre agitando el brazo para saludarla desde allí, haciendo gestos para que bajaran, pero ese día nunca llegó. El hambre y la sed les obligó a saltar a la terraza de los vecinos para buscar comida. Jaime encontró un par de días después las llaves de casi todos los apartamentos colgando en un panel en la garita del portero, que fue de los primeros en marcharse, y fueron saqueando casa por casa, hasta agotar toda la comida de los apartamentos. Tuvieron que beber agua de la piscina, que empezaba a cubrirse de hojas y algas conforme pasaban las semanas. Mezclaban harina con azúcar y con el agua de la piscina para formar bolas y tragaban aquel engrudo intentando engañar el hambre. Hacía días que habían acabado las últimas galletas. Jaime era sólo un par de años mayor que ella, y lo cierto es que no era un chico especialmente fuerte. Pronto enfermó. Tenía una diarrea líquida que no cesaba y le obligaba a correr por el pasillo hasta alguno de los apartamentos en los que el váter no estaba demasiado atascado. Cada vez más débiles, se pasaban el día rebuscando migajas, algo comestible que hubieran pasado por alto en registros anteriores. Desde la terraza en la se sentaban para vigilar la carretera vieron llegar los primeros muertos vivientes, que extendían sus brazos a través de los barrotes de la verja como si pudieran llegar hasta ellos. Luego llegó la nieve. Era como si el mundo se hubiera apagado. Su hermano se pasaba el día metido en la cama sin fuerzas para levantarse. A veces Valeria le oía llorar. Desesperada, una mañana decidió salir de la urbanización para buscar comida en el pueblo. Tendría que caminar cinco o seis kilómetros por la carretera que serpenteaba entre un denso bosque de abetos. Salió en silencio del apartamento y bajó las escaleras. Llevaba las llaves de la puerta que había en un lateral de la verja. Los zombis, escasos ya en los últimos días, habían desaparecido, quizás aburridos de ver que allí no iban a sacar nada en limpio. Abrió la puerta y empezó a caminar por la carretera. Hora y media después, aterida por el frío, se detuvo al ver las primeras casas del pueblo. Algunos muertos vivientes caminaban torpemente por la calle, entre los coches abandonados con las puertas abiertas en medio de la calzada. Algunos cuerpos reducidos a un amasijo de ropas medio cubiertas por la nieve trufaban la calle principal del pueblo. Valeria retrocedió de espaldas y después echó a correr hacia la urbanización. Su hermano estaba cada vez peor. Vomitaba el agua mezclada con azúcar que Valeria le ayudaba a tragar. Tenía fiebre y no paraba de temblar. Una mañana Valeria vio desde la terraza a un niño junto a la verja. No se movía. Llevaba un pijama azul manchado y roto y estaba descalzo sobre la nieve. No tendría más de diez años. Su tez era pálida, distinta a los rostros ajados y grisáceos de los seres que hasta entonces había visto en la verja. Tenía los ojos muy abiertos. Le faltaba una oreja y parte de la piel y la carne de la mejilla del mismo lado. Valeria cogió un cuchillo largo y afilado de la cocina con el que su padre solía cortar jamón y bajó al jardín. Caminó despacio hacia el niño, que boqueó cuando la vio llegar, abriendo y cerrando la mandíbula, haciendo chocar los dientes con un ruido que le puso los pelos de punta. El niño extendió los brazos entre los barrotes de la verja e intentó meter la cabeza entre ellos. Valeria alargó su brazo hasta situar la punta del cuchillo a un centímetro del globo ocular del niño, que ni siquiera parpadeó. Valeria cogió aire y clavó el cuchillo en aquel ojo que la miraba sin parpadear. Notó cómo se hundía, abriéndose paso hasta el interior del cráneo. El niño dejó caer los brazos y se deslizó apoyado en los barrotes, resbalando lentamente hasta el suelo. Valeria abrió la puerta y se arrodilló junto al cuerpo inmóvil del niño. Diez minutos después estaba en su casa con un fardo que goteaba sangre y que depositó sobre la encimera de la cocina. Fue a por más. De nuevo en la cocina fue cortando finas tajadas de carne aún rosada que cubrió con sal. Probó un trocito. Su sabor hizo que su repugnancia desapareciera al instante. Tenía un sabor dulzón, no del todo desagradable. Puso más sal y comió hasta hartarse. Luego distribuyó algo de aquella carne encima de un plato y fue a ver a su hermano. Le despertó con dificultad, y logró que tragara algo de aquella carne salada. Después volvió a dormirse. Valeria tuvo pesadillas espantosas aquella noche. Soñó con el niño. Soñó que ella le mordía y le arrancaba pedazos de carne de los brazos y los muslos, mientra el niño la miraba con los ojos muy abiertos, en silencio. Su hermano no mejoraba. Pasaban los días y vomitaba los trozos de carne nada más tragarlos. Redujo la cantidad de sal. Daba igual. Jaime respiraba ruidosamente. Sus costillas se marcaban a través de la camiseta. Valeria sabía que su hermano iba a morir, pero no lloró. Salió a la terraza y contempló los restos del niño. Entonces vio que un zombi caminaba por la carretera en dirección a la urbanización. Observó cómo resbalaba en la nieve y caía pesadamente al suelo, para volver a levantarse con torpeza. Finalmente logró llegar hasta la verja donde se quedó inmóvil, como esperando a que alguien le franquease la entrada. Valeria cogió su cuchillo y bajó. Caminó hasta la verja y se quedó mirando al zombi, que no reaccionó a su presencia. Se acercó aún más. Agitó una mano delante de él. Nada. Abrió la puerta y salió al exterior. Caminó despacio hacia aquel ser, parado al lado de los restos del niño, que tenía las piernas ya descarnadas y los huesos a la vista. Valeria dio un empujón al visitante. El zombi se tambaleo pero ni siquiera la miró. Le clavó el cuchillo en la barriga con rabia, hundiéndoselo hasta la empuñadura, pero el zombi se limitó a bajar la cabeza y mirar el cuchillo clavado en su panza. Valeria se puso frente a él y le dio un bofetón. Nada. Era como si no la viera. Valeria se quedó con la boca abierta y se rascó la enmarañada melena. Tiró del cuchillo y lo sacó. Miró la carretera y se decidió. Empezó a caminar hacia el pueblo. Tenía que comprobar algo. Tenía que saber si esa falta de reacción hacia ella significaba lo que ella estaba pensando. Cuando llegó al pueblo no se detuvo a la entrada. Apretó el cuchillo con fuerza y siguió caminando. Pasó al lado de un muerto viviente como si ella fuera invisible. Aquel ser ni siquiera hizo un gesto que delatara que había notado su presencia. Pasó lo mismo con otros con los que se cruzó. Sorteó los coches abandonados y los cuerpos tapados por la nieve y entró en una casa que tenía la puerta abierta. Recorrió la cocina abriendo armarios. Había latas de conserva, cartones de leche, mermelada, galletas, mantequilla, latas de cerveza. Encontró un carrito de la compra en un armario y lo llenó con las provisiones. Subió a la planta de arriba y buscó ropa en los armarios de uno de los dormitorios. La cama, de matrimonio, estaba deshecha y había cosas tiradas por el suelo: la lámpara de la mesilla, una silla volcada... Cuando llegaron con sus padres a la urbanización sólo llevaban ropa de verano y algún jersey fino. Cogió un par de gruesos jerseis y se puso otro. Cogió calcetines y bragas que encontró en un cajón, así como un par de anoraks. Se puso un gorro de lana con una borla. Metió calzoncillos y un par de camisas para su hermano en el carrito de la compra y regresó a su casa. Descargó el carrito y abrió un par de latas de atún en aceite y llenó dos vasos de leche. Entró en el cuarto de su hermano y con gran esfuerzo logró que bebiera algo. Le metió en la boca trozos de atún, pero su hermano apenas podía tragar. Abrió los ojos un segundo y la miró con infinita tristeza. Tosió con fuerza expulsando la comida. Logró que bebiera más leche y esperó un rato, para comprobar que no la vomitaba. Jaime volvió a quedarse dormido y Valeria fue a la cocina a comer algo. Devoró una lata de atún y se bebió casi un litro de leche de un tirón. Comió algunas galletas. Miró los restos de carne que quedaban en un plato. Cogió un buen trozo y se lo comió con ansia. Valeria pasaba el día sentada en la terraza. Se ponía el anorak y el gorrito y veía pasar el día. El zombi al que clavó el cuchillo en la barriga no tardó en marcharse. Valeria no podía dejar de mirar los restos del niño, apenas un bulto sobre la nieve manchada de sangre. El silencio era sepulcral, absoluto. Tanto que casi se podía oír caer la nieve. De vez en cuando le llegaba alguna tos de su hermano. Lograba mantenerle con vida a base de leche, en la que metía galletas, que parecía que era lo único que su estómago toleraba. Un par de veces al día le levantaba y con esfuerzo lograba sentarle en el retrete, para que expulsara heces líquidas sanguinolentas. Valeria caminó una mañana hacia el pueblo. Como en la ocasión anterior, ninguno de los zombis le prestó atención. Entró en la casa que había encontrado abierta. Aún quedaban alimentos en la cocina. Subió al piso de arriba. Sólo había explorado una de las habitaciones, así que abrió la puerta de la habitación que había al lado y vio que era la de un niño. Tenía las paredes pintadas de azul. Había una mancha oscura sobre la pequeña alfombra junto a la cama. Valeria se fijó en una estantería llena de juguetes y cuentos infantiles. Se quedó paralizada al ver la foto de un niño en un marco. Era el niño que apareció en la puerta de la urbanización. Valeria se llevó la mano a la boca y ahogó un sollozo. Se sentó en la cama mirando aquella fotografía. Su mirada se detuvo entonces en un dibujo infantil enmarcado en la pared. Era una familia dibujada con lápices de colores. Un padre, una madre y un niño. Debajo había una firma trazada con letras de niño: Marco. Se llamaba Marco, repitió Valeria. Empezó a llorar. Fue como si se rompiera un dique. Valeria se sentó en la cama y se dejó caer, apoyando su cabeza en la almohada. Lloró hasta quedarse dormida. Horas después, cuando despertó, era casi de noche. Bajó a la cocina, recogió los alimentos y salió a la calle. Cuando llegó a la urbanización se arrodilló junto a los restos de Marco y le pidió perdón. Le tapó la cara con la nieve. No soportaba ver aquella cuenca vacía. Los días siguientes volvió a la casa. Se sentaba en la cama y miraba el dibujo y la fotografía del niño. Se sentía unida a él por un vínculo emocional. Le hablaba. Le contó que se llamaba Valeria y que había perdido a sus padres, que estaba con su hermano enfermo y que sabía que moriría, como él, algún día no muy lejano. Una mañana sacó la foto del marco, la dobló y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Volvió a la urbanización y se arrodilló junto al cuerpo de Marco. Sacó la foto, la alisó cuidadosamente y se la metió en el bolsillo del pijama al niño. Una tarde le pareció oír el ruido de un motor. Corrió a la terraza y vio un todo- terreno que subía bamboleándose por la carretera en dirección al pueblo. Estaba apenas a cincuenta o sesenta metros de la verja de la urbanización. Valeria agitó los brazos y gritó con todas sus fuerzas. Bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Llegó a la verja justo cuando el todo-terreno parecía que iba a pasar de largo. El coche paró en seco. El conductor bajó la ventanilla. Valeria abrió la puerta de la urbanización y se acercó al coche. Un hombre muy serio, con barba y el pelo revuelto la miraba con curiosidad. Miraba también el bulto medio tapado por la nieve con el ceño fruncido. Valeria dijo lo único que podía decir: —Hola. El hombre sonrió y le devolvió el saludo. —Hola. Valeria se agachó y vio que dentro del coche, en el asiento del acompañante, había una mujer joven. Vio que sujetaba un bate de béisbol de aluminio muy abollado y entre las rodillas sujetaba una escopeta de caza. —¿Estás sola? —Con mi hermano, pero está muy enfermo. —¿Dentro es seguro? —Sí. Estamos solos en el edificio. No hay nadie más. El hombre se volvió para hablar con la mujer en voz baja. Asintió a algo que le dijo la mujer y bajó del coche. —Vamos a Tordesillas. —¿Tordesillas? —Si, en Valladolid. Parece que hay un refugio seguro controlado por militares. Lo hemos oído en la radio. —¿Podemos ir con vosotros? Mi hermano morirá. Mis padres no han vuelto. —¿Cuándo se fueron? —Hace mucho. Semanas. El hombre pareció sorprendido. —Bien. Vamos a ver a tu hermano. Media hora después atravesaban el pueblo siguiendo las indicaciones de Valeria. Aquellas dos personas estaban aún sorprendidas de que hubieran logrado mantenerse con vida todo este tiempo. Aquel hombre había ayudado a Jaime a levantarse de la cama, pasándole el brazo por debajo de su axila y llevándole prácticamente en volandas hasta el todo-terreno. —En los apartamentos quedaba mucha comida y teníamos el agua de la piscina. Al principio no tuvimos problemas, pero mi hermano enfermó, dijo acariciando la cabeza de Jaime, que reposaba sobre sus rodillas. Conseguí algo más de comida en el pueblo sin que me vieran los zombis, pero todo lo vomita. —¿Y el crío ese? El que estaba medio devorado en la entrada de tu casa... —Apareció así una mañana. —Ya. Bueno. Imagino que habréis pasado lo vuestro, como nosotros. Mejor no recordarlo —dijo encendiendo la radio, que sobresaltó a Valeria al escuchar una recia voz masculina explicando cómo llegar al punto seguro. Su hermano dormía, respirando ruidosamente con la cabeza apoyada en su regazo y Valeria, entonces y por primera vez en muchas semanas, empezó a llorar. “Se llamaba Marco”, murmuró sin que la oyeran. 55 Chema redujo la velocidad instintivamente al entrar en el túnel y se alegró por haberlo hecho. Parecía que por allí había pasado una apisonadora.. Los cuerpos aplastados y desmembrados marcaban perfectamente el recorrido que el camión había hecho dentro del túnel. Sobre la materia orgánica oscura y pegajosa de los cuerpos reventados se veían las huellas de gruesos neumáticos. Eran ellos, sin duda. No había podridos intactos y no era probable que los hubiera aplastado a todos, así que supuso que los podridos supervivientes de aquella masacre habrían salido del túnel siguiendo el rastro del camión, lo que significaba que encontraría una procesión por la carretera. Empezó a preguntarse si había sido una buena idea seguir este camino. Salió del túnel y mantuvo una velocidad prudente. Al salir del largo túnel que desembocaba cerca de la gasolinera después de sortear otro muestrario de casquería, oyó un estampido sordo. Era una explosión, estaba seguro. Apretó con fuerza el volante y mantuvo la mirada fija en la carretera. Estuvo a punto de pegar un frenazo al escuchar disparos muy cerca. Su corazón se aceleró. Al salir de una curva hacia la izquierda vio la estación de servicio a unos cincuenta metros, en el sentido contrario de la autopista. Un militar avanzaba paso a paso apuntando con fusil de asalto hacia el interior de la gasolinera. Se detenía, apuntaba durante un par de segundos y disparaba. Desde donde estaba Chema no vio contra quien disparaba, pero sí reconoció quién lo hacía. Era el sargento. Una columna de humo se elevaba desde el suelo, de lo que parecía la salida de un pasadizo para cruzar la autopista de lado a lado. —Sólo podía ser el cabrón de Nogueira —murmuró Chema con una sonrisa. —¿Pero dónde está el camión? Aceleró y el sonido del motor hizo que el sargento girara la cabeza hacia él. En aquel momento varios podridos salieron de la gasolinera y avanzaron hacia el sargento, que sólo pudo hacer un disparo antes de que el fusil se quedara sin munición. Uno de los podridos dio un salto hacia atrás con la cabeza reventada. El sargento dejó caer el fusil y sacó la pistola. Disparó tres tiros con precisión al grupo derribando a otros tres podridos. Retrocedió unos pasos sin dejar de disparar. Chema detuvo el coche y cogió la pistola. Salió y corrió hacia el sargento. —¡Soldado, llegas a tiempo!. ¡No me queda casi munición!. —¡Sólo tengo dos balas, sargento! —¡Vuelve al coche y pásalos por encima! Chema regresó al audi y aceleró contra el grupo. Buscó un impacto lateral para no provocar daños demasiado graves al coche. Golpeó con la esquina derecha del morro partiendo piernas y caderas a tres o cuatro zombis. Quedaban otros dos. El sargento enfundó la pistola y cogió el fusil. Esperó a que se acercaran. Golpeó con fuerza con la culata en la frente del primero, hundiéndole el cráneo. Chema ya había girado el coche para embestir al restante, que saltó por el aire con la columna vertebral fracturada. Quedó desmadejado en el suelo haciendo vanos intentos de levantarse. Chema detuvo el coche con un frenazo y bajó. —¡Dentro hay gente!, sígueme. Chema desenfundó la pistola y caminaron, hombro con hombro hasta el interior de la gasolinera. —Me alegro de verte, soldado — murmuró el sargento sin mirarle. —No sabes hasta qué punto. Apenas me queda medio cargador en la pistola. —Yo también me alegro de verle sargento... Chema cerró la boca horrorizado al ver el dantesco panorama que había en el interior del recinto. Había un cuerpo, una mujer, con el vientre abierto en medio de un charco de sangre. Restos de vísceras a medio comer colgaban desgarrados a un lado. Lo peor era su expresión: los ojos y la boca abiertos en un grito de horror. Chema estuvo a punto de vomitar. Rodearon los restos en silencio. Escucharon un ruido de succión detrás de un expositor. El sargento se llevó el dedo a los labios. Rodearon el expositor y vieron a un podrido sentado en el suelo masticando trozos de carne que arrancaba de otro cuerpo. El sargento levantó el fusil y hundió el cráneo de aquella criatura con la culata antes de que ésta supiera qué pasaba. El sargento señaló con el dedo una puerta abierta que conducía al pasillo y avanzaron hacia allí. —Despejado —dijo relajándose. Caminó hasta la puerta de madera llena de arañazos y golpeó con los nudillos. —¡¿Estáis bien?! Podéis salir. Ya ha acabado todo. Al otro lado alguien arrastró un mueble y la puerta se abrió. Tres rostros les contemplaron como si fueran ángeles llegados del cielo. Bueno, sería más preciso decir dos rostros, el tercero, el de Valeria, esbozaba una leve sonrisa. 56 —Como coja a ese cabrón le voy a colgar de una farola —repitió el sargento por quinta vez arrellanado en el puesto del copiloto. Chema tenía la vista fija en la carretera. Llevaban conduciendo más de media hora y ya se habían puesto al corriente de lo acontecido en las últimas horas. Simón les contó que el tío que estaba haciendo guardia no vio nada hasta que tuvo frente a sus narices a un montón de zombis con sus rostros pegados al cristal de la puerta. Se organizó un caos monumental. Estaban completamente rodeados y la puerta trasera estaba cerrada con llave. Atrapados. El sargento no estaba, así que ellos tres se encerraron dentro del despacho y pusieron la mesa como barricada contra la puerta. Oyeron disparos y luego el estruendo de cristales rotos. Gritos espantosos y después el ruido del camión que se alejaba. Pensaron que morirían allí dentro. Los zombis se agolparon contra la puerta del despacho intentando entrar. Después oyeron una explosión y los golpes contra la puerta cesaron. Oyeron más disparos y supusieron que el sargento había regresado para rescatarles. El sargento se disculpó, explicando que como no podía dormir en el despacho, había ido al camión. Nunca pensó que los podridos llegarían hasta la gasolinera. —Nunca me lo perdonaré —aseguró, girándose y mirando a Valeria, Tatiana y Simón. Chema también les miraba a través del retrovisor. Se alegró cuando vio que una de las personas refugiadas en el despacho de la gasolinera era Tatiana. Le gustó desde el día que la vio llegar con un grupo de refugiados con los que había permanecido oculta en el hipermercado de las afueras de Valladolid. —Tienes un aspecto horrible Chema —dijo encontrando su mirada a través del retrovisor. —Tú estarías igual si hubieras estado enterrada en un estercolero durante todo un día —contestó. Todavía me sale porquería negra por la nariz. Así que se ha dejado robar el camión, sargento — dijo cambiando de tercio. —Ese hijoputa... Me las va a pagar. —Qué cabrón —intervino Simón. — A mí me dio mala espina desde que llegó a La Finca. Debió pensar que el sargento no volvería y puso pies en polvorosa. —¿Qué hacemos si les encontramos sargento? —preguntó Chema. —Ya veremos —contestó. Pocos kilómetros más adelante, bajando el puerto, tuvieron la respuesta a esa pregunta. A la salida de una curva en pendiente Chema clavó los frenos y detuvo el coche, que se deslizó unos metros sobre el asfalto. Allí estaba el camión, volcado. Estaba rodeado de centenares de podridos que se estaban pegando el gran festín. Decenas más subían por ambos sentidos de la autopista. Las marcas de los neumáticos no dejaban lugar a dudas sobre lo que había pasado. Al salir de la curva el camión se encontró con un ejército de podridos. El conductor debió clavar los frenos y perdió el control, chocó contra la mediana y volcó. Se había llevado por delante a unos cuantos podridos a juzgar por los restos esparcidos por la carretera, pero al resto debió encantarles ver que su desayuno llegaba sobre ruedas. No había nada que hacer allí. Si alguien había sobrevivido al accidente, ahora estaba siendo digerido. —Tenemos que retroceder. Por aquí no podemos seguir, y me temo que más adelante estará peor. Lo que sube por la autopista parece una manifestación de podridos —dijo el sargento. Chema maniobró para dar la vuelta a toda prisa, porque algunos de los muertos vivientes comenzaban a caminar hacia el coche. —Tendremos que retroceder bastante, hasta el otro lado de la cordillera. Vi una salida de la autopista a la altura de Caldas. Allí podremos coger una carretera de montaña. —Sí. He visto esa salida. Probemos —contestó el sargento. —Seguiré por este lado de la autopista. Hizo un buen trabajo en el túnel, sargento —dijo Chema con una medio sonrisa en la cara. Media hora más tarde llegaban a Caldas. El pantano estaba a rebosar. El agua no tardaría en anegar la autopista que transcurría por su perímetro si no reventaba antes. Tomaron la salida que pasaba por debajo de la autopista y se internaron en la carretera CL— 626, según vieron en un indicador. Las oscuras aguas del pantano lamían el borde de la carretera. Unos kilómetros más adelante se encontraron con un desvío que parecía dirigirse hacia el norte. Era la carretera LE— 481. Dejaron atrás un par de pueblos desiertos. La carretera se dirigía recta hacia la cordillera, cubierta aún de nieve. Iban en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. El sargento abrió la guantera. Sacó los papeles del coche y revolvió dentro. Había un mapa de carreteras. Lo abrió y localizó rápidamente por donde iban. —Bien, esta carretera va directa hacia el norte. Encontraremos un puerto dentro de pocos kilómetros. A ver si está despejado. Luego entramos en Asturias. Siguiendo esta carretera hasta el final llegaremos a Avilés, que será una trampa mortal. No hay ningún núcleo de población en un montón de kilómetros, así que no veremos muchos podridos. Es posible que nos encontremos con algún superviviente en algún caserío aislado, lo que podría ser bueno o malo. Según. ¿Sabes si este coche lleva cadenas? —Ni lo he mirado, mi sargento. Sólo abrí el maletero para meter un bidón de combustible y una goma. —Bien. ¿De cuántos litros es el bidón? —De veinte. —Vale. Esos veinte litros, más lo que llevamos en el depósito —dijo después de mirar el indicador del salpicadero — nos da un cierto margen de confianza. De todas formas, en caso de necesidad seguro que encontramos algún coche abandonado del que sacar gasóleo. Para un momento. Quiero ver qué tenemos en el maletero. Chema obedeció al instante. El sargento se bajó del coche y abrió el maletero. Revolvió dentro durante unos segundos y volvió a subirse al coche. —Sí. Llevamos cadenas. Continúa. Diez minutos después comenzaba la subida del puerto. Se detuvieron para poner las cadenas. Había bastante nieve acumulada y era probable que hubiera placas de hielo en las zonas en sombra. Tardaron bastante en coronar el puerto. Después tuvieron que detenerse de nuevo para quitar las cadenas cuando la carretera empezó a estar despejada. Llegaron a un pequeño núcleo de casas. Vieron un cartel que indicaba un albergue. El lugar se llamaba San Martín de Teverga. Avanzaron despacio entre las casas aparentemente deshabitadas. Vieron el albergue. —Para el coche detrás del edificio. Vamos a comprobar si este sitio es seguro. Chema se dirigió hacia el albergue pero el sargento le hizo un gesto para que volviera a la carretera. —Mira —dijo haciendo un gesto con la cabeza. Por los cristales rotos de una ventana del albergue asomaba un rostro seco como la mojama. Un brazo desnudo se extendió hacia ellos. Chema aceleró y se alejaron del pueblo. Vieron que algunas sombras cobraban movimiento entre las casas según iban pasando. —Joder. ¿Es que no vamos a encontrar ni un puñetero lugar donde no haya muertos vivientes?—graznó Simón. El sargento dejó escapar una maldición. —Es inútil, dijo. Nunca estaremos seguros —dijo Tatiana con desánimo. Poco después llegaron a un punto en el que la carretera se dividía. Chema detuvo el coche para que el sargento consultara el mapa. —Si tiramos por la carretera de la derecha, la AS— 228, llegaremos a... Proaza. La carretera de la izquierda es casi un camino, pero creo que será más segura. Tira por la izquierda. Esto — dijo señalando una zona verde del mapa por donde transcurría la carretera que había elegido —es un parque natural, así que probablemente no encontremos gente. Viva o muerta. Nadie protestó. Efectivamente, aquello era poco más que un camino de vacas. Hora y media después de una penosa conducción el sargento sugirió que se detuvieran a estirar las piernas. Estaban en un alto desde el que se podía ver un horizonte interminable de valles y montes cubiertos de árboles y nieve. Aprovecharon para orinar. Tatiana acompañó a Valeria detrás de unos arbustos y el sargento, Chema y Simón se pusieron en fila al otro lado de la carretera para hacer lo mismo. Simón iba a hacer la típica frase que se dicen los hombres cuando mean juntos cuando las palabras se le quedaron trabadas en la boca. Había visto algo a lo lejos. Casi se confundía con las nubes grisáceas que cubrían el horizonte. —Sargento, Chema, o estoy loco o aquello es humo —dijo moviendo la barbilla hacia delante. —¿Dónde ves humo? —contestó nervioso el sargento. —Espere un segundo que me la sacuda y le señalo, hombre. —¡Sí, ya lo veo! ¡Es humo! ¡Allí! — gritó Chema señalando con la mano. Los tres mantuvieron silencio. El sargento lamentó no tener sus prismáticos, que quedaron en el camión. Sí, era humo, si duda. —No parece un incendio —murmuró Chema. Forzando la vista, se podía ver una columna, quizás dos, que ascendían de alguna parte al Oeste de donde se encontraban. —Creo que son al menos dos columnas —corroboró el sargento como leyendo sus pensamientos. Regresó al coche apresurado. Tatiana le miró sorprendida mientras salía de detrás de los arbustos con Valeria cogida de su mano. —¿Qué pasa? —preguntó mirando alternativamente al sargento, que había cogido el mapa de carreteras y lo había extendido sobre el capó del coche, y a los otros dos hombres, que señalaban el horizonte. —Humo. Hay humo. Gente. Eso es lo que significa —contestó el sargento mientras trazaba un recorrido con el dedo sobre la superficie del mapa. Maldijo en voz alta. Chema y Simón se acercaron, mientras las dos chicas intentaban atisbar entre los hombres. —¿Cómo llegamos hasta allí, sargento? —No hay ninguna carretera en esa dirección. Tendremos que retroceder otra vez hasta el desvío, coger esta carretera y seguir este recorrido —dijo moviendo el dedo por la superficie del mapa. —Suponiendo que el lugar de donde procede ese humo esté a lo largo de esta carretera. Según mis cálculos estamos aquí, dijo señalando un punto del mapa. Aquello es el oeste —dijo señalado la dirección donde estaba la columna de humo. —El único pueblo que está en esa zona es... El Valle. El humo tiene que proceder de El Valle, sí. No hay duda. Mierda. En línea recta no debe de haber más de treinta kilómetros hasta allí. Tendremos que hacer por lo menos el triple por carretera. Si nos damos prisa, quizás lleguemos antes de que sea noche cerrada. —En marcha. Quizás tengamos suerte y esta noche comamos algo caliente — dijo Simón con entusiasmo. Tardaron una eternidad en deshacer el camino. Cuando llegaron al desvío cogieron la carretera TE-1 hacia el oeste hasta enlazar con la carretera AS- 227, muy bien asfaltada, que transcurría paralela al rio Pigüeña. De vez en cuando localizaban la columna de humo, cada vez más excitados. Llegaron a una zona en la que la carretera se internaba en un estrecho paso, entre la pared de roca y el río y al salir de una curva vieron una empalizada, como una muralla hecha con troncos de árbol, con un portón metálico en medio que cerraba el paso desde la pared casi vertical del monte y el río, en una zona en la que éste formaba una garganta. El sol había desaparecido ya tras las montañas y las largas sombras empezaban a adueñarse del paisaje. Se quedaron alucinados al ver que el curso del río estaba atravesado hasta la pared de roca del otro lado por una red sujeta con estacas que asomaba sobre la corriente. Junto a la carretera había una gran zanja cavada en la tierra. Chema detuvo el coche. El sargento abrió la puerta y ambos militares salieron despacio. Sin decirse nada desenfundaron las pistolas. Sin perder de vista la empalizada se aproximaron a la zanja. Dentro había muchos cuerpos cubiertos con cal. Eran podridos, sin duda. Sus rostros resecos y grisáceos que se adivinaban bajo la capa de cal eran inconfundibles. Chema y el sargento se miraron. La noche se había echado encima. Caminaron hasta la muralla de troncos y en aquel momento una cabeza asomó por la parte superior. Era un hombre con un gorro de lana. Les miró durante un instante con los ojos muy abiertos y les ordenó permanecer junto al coche. Una escopeta de caza apareció en la parte superior y el hombre les apuntó mientras gritaba a alguien que estaba al otro lado. —¡Vete a buscar al sargento, rápido!. Tenemos visita. Y no son muertos. Son soldados. ¡Será mejor que dejen las pistolas en el suelo! —gritó El sargento y Chema obedecieron al instante. —¿Hay más soldados en el coche? — preguntó. —No. Tres civiles: dos chicas y un hombre. Ninguno está armado — contestó el sargento Nogueira. —¡Que salgan y se pongan donde pueda verlos!. Tatiana salió primero. Cogió de la mano a Valeria, que estaba asustada, para tranquilizarla. Simón salió por la otra puerta con las manos levantadas. Apenas podían ver ya el rostro del hombre. Sólo veían su sombra apenas recortada contra el cielo casi negro. El hombre de la empalizada soltó la mano izquierda de la escopeta y buscó algo. Era una linterna. El haz de luz les recorrió uno por uno. —Júntense, por favor. Que pueda verles a los cinco. Un par de interminables minutos después aparecieron en la parte superior de la muralla otras dos cabezas. La linterna deslumbraba a los recién llegados, pero pudieron escuchar murmullos entre los dos hombres que acababan de llegar. —¿Venís de La Finca?, preguntó uno de los dos recién llegados. —¡Sí! —contestó Chema sorprendido por la pregunta, formulada por una voz que le resultaba familiar. La cabeza desapareció y segundos después el portón se abrió. Vieron una figura alta que caminaba hacia ellos con una linterna en la mano que enfocaba sucesivamente a Chema y el sargento. Los otros dos hombres se quedaron dentro, observando desde la puerta, con las escopetas bajadas. Aquel hombre alto se detuvo frente a Chema y después de unos segundos le preguntó. —Chema, ¿no me reconoces? Soy Hugo. Hola sargento. Se giró hacia la entrada y gritó: —¡Este soldado me salvó la vida. Respondo por ellos! Después se fundió en un fuerte abrazo con el sorprendido Chema y estrechó la mano de Nogueira. —Entrad. Seguro que tenéis hambre. Estáis en casa. Notas del autor —La Finca no existe, aunque si existiera bien podría estar donde la sitúo, en un bosque cerca de Valladolid. En esa ciudad hay un discreto laboratorio farmacéutico del Ejército en el cual me inspiré para describir ciertos aspectos de La Finca. —Las distintas localidades en las que nuestros personajes se van refugiando existen, con ese nombre o uno parecido. El pueblo de El Valle no se llama así. Podría coincidir con Belmonte de Miranda, un pueblo atravesado por el río Pigüeña y que es más o menos como El Valle. Sería un buen lugar donde refugiarse. Lo atraviesa un río lleno de truchas y está rodeado de bosques. —El pueblo donde el grupo de supervivientes formado por Hugo, Gabi, Eva e Irene encuentran a Damián no existe, aunque se parece a alguna de las aldeas cercanas a las Lagunas de Villafáfila. —La gasolinera donde se refugian los supervivientes de La Finca existe. Está en la autopista del Huerna. Hay un pasadizo subterráneo bastante siniestro que comunica el aparcamiento situado en dirección a Asturias con la gasolinera que está al otro lado.