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DELITO Y FELICIDAD
El trabajo como fuente de angustias y frustraciones para los jóvenes
POR ESTEBAN RODRÍGUEZ ALZUETA MAY 28, 2023
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Una desigualdad que será tramitada con rabia. Recordemos lo que decía
Hannah Arendt: rabia es el sentimiento que tenemos cuando las cosas
podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. La rabia es la manera
de expresar la indignación que sienten esos sectores, una indignación,
dicho sea de paso, que puede asumir dos grandes formas diferentes: la
protesta social o el delito callejero.
Ahora bien, esto que sirve para explicar lo que sucedió en los ‘90 y la
primera década del este siglo, en torno a la crisis del 2001, ya no sirve para
entender lo que está pasando desde hace al menos una década.
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Me explico: uno no se compara con el que está lejos sino con el que está
cerca, no se compara con el que vive enfrente sino con el compañero de
banco de la escuela, con el que vive al lado de nuestra casa, con los amigos
que se juntan todos los días en la misma esquina. Ya no se miran las
desigualdades sociales desde el punto de vista de la clase (una clase
encuadrada en un sindicato o partido) sino desde el punto de vista de los
individuos, ya no se mira la vida con conciencia de clase (intereses
comunes) sino con las frustraciones personales (intereses individuales).
Trabajo o consumo
El mercado ha reemplazado el lugar que tuvo el Estado alguna vez, la vida
se fue mercantilizando. Con el desmantelamiento del Estado Social ese
lugar fue ocupándolo paulatinamente el mercado y un aparato publicitario
capaz de encantar a cualquier mercancía. Como escribieron Ignacio
Lewkowicz (Pensar sin estado), Silvia Duschatzky y Cristina Corea (Chicos
en banda): hoy día el mercado constituye la meta-institución dadora de
sentido y forjadora de lazo social. El mercado es un fenómeno social y
moral a la vez. Las mercancías son capaces de crear comunidad (lazos
sociales), pero también aportar identidad (pertenencia social). En el centro
de la comunidad ya no se encuentra la escuela, la industria y sus sindicatos,
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Hay muchos jóvenes que nunca vieron a sus padres y abuelos o a los padres
y abuelos de sus amigos, trabajar, es decir, con un empleo estable que les
permita proyectarse. La desocupación y el trabajo precario son experiencias
crónicas. Más aún, para muchos jóvenes el trabajo es una experiencia llena
de frustración y broncas. Crecieron viendo a sus padres que no dan pie con
bola, que se la pasan changueando y van para atrás, los ven cada vez más
agobiados y cansados, que el trabajo es fuente constante de peleas
interminables al interior de la familia.
Como dijo Paul Willis, lo que estructura y encuadra la vida de estos jóvenes
no es el trabajo sino el consumo. Jóvenes que no se sienten “trabajadores”
pero se sienten consumidores. Dice Willis: “Aunque ahora son desocupados
y pobres, no se ven a ellos mismos como trabajadores votando por un
partido de trabajadores, sino como consumidores votando a los
conservadores”.
Lo voy a decir con otro ejemplo: si estos jóvenes viven a la escuela como
una experiencia violenta será porque le habla de un mundo que no es el que
les toca, que no tiene ganas de entenderlos. Cuando mi maestra me
desaprobaba, me decía “esforzate que vas a llegar”. Era una lección que
podía chequear en mi casa, yo veía a mi padre y mi madre esforzarse, y veía
que esos esfuerzos eran recompensados, que con el tiempo empezábamos a
irnos de vacaciones a Mar del Plata, que nos empilchábamos mejor. Pero
hoy estos jóvenes ven que sus padres van para atrás. Entonces, cuando un
maestro les dice a estos jóvenes “esforzate que vas a llegar” es una lección
que no pueden corroborar en su trayectoria familiar, y se sienten ofendidos,
ven que la escuela los está dejando solos, porque les está hablando de un
mundo que para ellos no existe. Para decirlo otra vez con Willis: “El Estado
se está convirtiendo en enemigo, no en amigo, porque no está
respondiendo a las cuestiones que todos los jóvenes viven o experimentan”.
Quiero decir: estos grupos juveniles son “subculturales” no por tener otros
valores sino por tener diferentes rituales, por tramitar los valores con
prácticas enmarcadas en otros rituales. No está de más tampoco recordar
que el consumo nunca es pasivo, que los jóvenes no son un maniquí que se
viste con la moda de turno. El consumo es un campo de batalla por definir
la cultura. Las subculturas juveniles son la expresión de esas disputas
siempre abiertas, que siempre se pueden dar. Tener una relación con las
cosas significa soñar con ellas, cambiar las relaciones sociales. Las
relaciones sociales nunca están desnudas, siempre están mediadas por
cosas encantadas, de modo que vestir de determinada manera, usar una
visera o determinadas zapatillas modifica las relaciones.
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presente, a la altura del mundo efímero donde vive el joven sin futuro. A
diferencia de la política y la religión, que desplaza la felicidad para tiempos
mejores, que promete la felicidad hacia el futuro, las mercancías le
prometen la felicidad aquí y ahora. Sobre estos temas recomiendo los
trabajos de Ariel Wilkis (Las sospechas del dinero, oral y economía en la
vida popular) y Pablo Figueiro (Lógicas sociales del consumo, el gasto
improductivo en un asentamiento bonaerense).
Un trampolín a la felicidad
Ahora bien, para acceder al consumo se necesita dinero. Y ese dinero, si no
lo provee la familia ni la ayuda social, en algunos casos se lo pueden
proporcionar los propios pibes derivando hacia el delito. Como dijo el Indio
Solari: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”. Es decir, si mamá y
papá no me pueden comprar esas zapatillas porque la economía familiar se
ha desfondado, entonces empezá a correr porque yo también quiero existir.
Digo, el delito empieza a ser una opción posible dentro del campo de
experiencias de estos jóvenes.
Para decirlo con las palabras de otro sociólogo argentino, Sergio Tonkonoff,
en un maravilloso artículo que se llama “Tres movimientos para explicar
por qué los pibes chorros visten ropa deportiva”: si los mal llamados pibes
chorros cambian el botín por plata, y con la plata se compran ropa
deportiva cara, eso quiere decir que los mal llamados “pibes chorros” son
más pibes que chorros, es decir, que en el delito no hay política o
contracultura, sino sobreidentificación con los valores culturales
promovidos por el mercado, con los cuales se identifican. De modo que
estos jóvenes puede que estén excluidos o marginados económicamente
hablando, pero se sienten culturalmente incluidos.
Cuando el mercado presiona para que los jóvenes asocien sus estilos de
vida a determinadas pautas de consumo y estos jóvenes encuentran además
en el consumo de objetos encantados la fuente de felicidad terrenal,
entonces el delito será una vía de acceso rápido.
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Eso no me arregla a mí
Cuando el mundo del trabajo se ha desdibujado y los jóvenes ya no creen en
la cultura del trabajo, cuando el trabajo es una experiencia penosa,
pretender interpelar a los jóvenes con un plan Trabajar, reclamarles
sacrificio en el presente en función de un supuesto bienestar futuro es una
consigna muy poco atractiva.
Por eso otra pregunta con la que nos vamos a medir en la próxima década
es cómo competir con el consumo, cómo evitar que los jóvenes deriven
hacia el delito para alcanzar la felicidad asociada al mundo del consumo.
Reclamarles que lleven una vida austera es, por lo menos, una broma
pesada.
Como había dicho el Indio Solari en Todo un palo, una canción ricotera
escrita hace más de 30 años: “Están llamando a un gato con silbidos”, es
decir, están interpelando a los jóvenes con las consignas equivocadas. Si
vemos el mundo de los jóvenes con sus ojos, sus vivencias, nos daremos
cuenta de que “eso no me arregla a mí”, que el trabajo no les convence, no
les conmueve, no atrae, no aporta cartel, no prestigia. Al contrario, agrega
nuevas dificultades toda vez que los trabajos que suelen ofrecérseles son
“para vagos”, para gente que “no les da la cabeza”, que los re-estigmatiza. El
trabajo, entonces, es un garrón; a juzgar por las experiencias propias o
familiares, el trabajo es fuente de zozobra y fracasos constantes. Por eso
asegurarles que las cosas podrían ponerse más fuleras, más difíciles, que
“podría ser peor”, no los arreglará. El futuro llegó hace rato y es todo un
palo.
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