Titania en el acto II, escena I, de Shakespeare, El sueño de
una noche de verano:
Esos son los embustes de los celos:
y nunca desde que empezó el solsticio a cerro, valle, bosque o prado acudimos, manantial empedrado o arroyo entre el juncar, o la orilla arenosa de la playa donde al silbo del viento en círculo bailamos, sin que tu estridente danza nuestro placer perturbara. Así los vientos, soplándonos en vano, en venganza del mar han absorbido pestilentes nieblas que, al caer a tierra, tan ufanos han vuelto a los míseros ríos que estos han inundado sus orillas. Así el buey se ha ceñido el yugo en vano, malgastado el sudor el labrador, y el trigo verde se ha podrido antes de madurar. Desierto está el aprisco en el campo anegado, y se ceban los cuervos con el ganado enfermo; la plaza de los juegos está llena de lodo y ya no se distinguen entre las malas hierbas intrincados laberintos sin pisar. Del invierno el alborozo el mortal humano añora; no bendicen ya sus noches villancicos ni cánticos. Así la luna, reina de mareas, de ira pálida, lava el aire todo, y consigue que abunden los catarros; y en esta destemplanza vemos como las estaciones mudan; la carnosa escarcha cubre el tierno regazo de la rosa carmesí, y en la corona helada y frágil del viejo Invierno fragante guirnalda de tiernos brotes estivales con sorna se asienta. Primavera, verano, fértil otoño e invierno airado trocan sus ropajes de costumbre, y el perplejo mundo ya no sabe, en su exceso, quién es quién. Y esta misma progenie de males de nuestra disputa y nuestra disensión procede. Sus padres y su modelo somos.