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Hace más de un siglo, existió un reino donde vivían felices todos sus

habitantes. En el palacio, el rey y la reina siempre ayudaban a todos y


cuidaban con mucho amor a su pequeña hija, Blancanieves. Su piel
blanca como la nieve y sus labios rosados llamaban la atención. Era
una niña muy bonita y cariñosa.
Un día, la reina amaneció enferma y, aunque tuvo todos los cuidados
que necesitó, la enfermedad se la arrebató a su familia.
El rey y Blancanieves lloraron mucho su ausencia y siempre se
apoyaron y protegieron su pequeña familia.
Años después, el rey contrajo matrimonio con una bella mujer.
Blancanieves estaba feliz por ver a su padre acompañado y amado.
Pero la madrastra de Blancanieves no era tan buena como ellos
pensaban. La malvada reina solo sabía pensar en ella y era tan
vanidosa que poseía un espejo mágico al que cada noche preguntaba –
Espejito mágico ¿hay alguien en el reino más bella que yo? –
El espejo, que siempre decía la verdad contestaba – nadie, majestad,
vos sois sin duda la más hermosa –
Un día, el rey tuvo que partir a tierras lejanas para combatir junto a
sus aliados. La reina se quedó al cargo de la pequeña princesa y
prometió a su marido que cuidaría de ella.
Pero pasaron los años y la madrastra iba acumulando montañas de
envidia al ver que Blancanieves se convertía en una preciosa
mujercita.
Para evitar que pudieran fijarse en la joven, la reina, ordenó que se
vistiera con ropa poco elegante y que aprendiera a trabajar como todos
los demás.
La niña limpiaba, cocinaba y trabajaba muy duro cada día, pero nunca
perdía la sonrisa, ni su extraordinario don para comunicarse con los
animales del bosque, que siempre acudían al oírla cantar.

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