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Cap 32
Cap 32
La envidia
Joan tenía un problema: la envidia. Tenía envidia de todos: su
hermana, su madre, otras chicas y su novio. Era un pecado, y como
cristiana lo sabía. Deseaba el dinero, los vestidos, amigos, habilida-
des y gracias que los demás tenían. En consecuencia, se pasaba
las horas preguntándose por qué ella no había sido bendecida con
lo que los otros tenían. El compadecerse de uno mismo no sirve
para mucho. Se encontraba que siempre estaba dando vueltas a lo
mismo, como un disco, que da siempre la misma canción. Nadaba
en autocompasión, los problemas le parecían mayores, se sentía aba-
tida, y la envidia seguía escalando mayores alturas. ¿Qué podía
hacer?
Joan, al principio tuvo que reconocerlo y, luego, arrepentirse del
deseo de tener lo de otros. Pero, como había desarrollado pautas pe-
caminosas y un modo de vida que implicaba envidia, no había nada,
de no ser la gracia de Dios, que le permitiera «quitarse» estas viejas
maneras y «ponerse» las pautas de vida de Dios. Su hábito invete-
rado la llevaba por una espiral descendente de depresión, cada vez
que se enteraba de algo bueno que le había ocurrido a una amiga, o
notaba los dones y talentos de los demás.
Joan, como muchas personas envidiosas, tenía potencial para
apreciar las cosas buenas. Necesitaba aprender a discriminar, sin
embargo, entre apreciar y envidiar, a fin de transformar lo último
en lo primero. Tal como hay una línea delgada entre la perseveran-
cia y la obstinación, hay una capacidad para apreciar lo bueno que
puede deformarse hasta lo pecaminoso en forma de codicia o en-
vidia.2
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Joan recibió ayuda para establecer nuevas pautas (después del
arrepentimiento). Hizo tres cosas:
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y cuando instaba:
Que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros como
siervos a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación
presentad vuestros miembros como siervos a la justicia.5
De esta manera, Dios, en el proceso de santificación, así como por
su providencia, hace que la ira del hombre le alabe.
La cavilación y la autoconmiseración6
Nótese que parte del problema de Joan se hallaba en su conti-
nuo cavilar y compadecerse a sí misma. El compadecerse a uno mis-
mo siempre es contraproducente. Consiste en una concentración so-
bre el yo y los supuestos «derechos» de uno y, generalmente, implica
una protesta contra la providencia de Dios. Es claramente un peca-
do autodestructivo. No es extraño que el salmista escribiera: «En
cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis
pasos, porque tuve envidia de los arrogantes» (Salmo 73:2, 3). La
envidia mezclada con la cavilación y la autocompasión, casi le habían
llevado a una desesperanza profunda y a la rebelión contra Dios.
Explica: «Cuando medité para entender esto, fue un duro trabajo
para mí» (se refiere a la prosperidad de los malos) (v. 16). Dice tam-
bién: «Se llenó de amargura mi alma, y en mi corazón sentía pun-
zadas. Tan torpe era yo, que no entendía; era como una bestia de-
lante de ti» (vv. 21, 22).7 Queda claro que el escritor se acarreó su-
frimiento y dolor como resultado de sus dos pecados, autocompa-
sión y envidia.
El alivio vino con el arrepentimiento, cuando se le instruyó so-
bre el fin de los malvados en el santuario de Dios (w. 17-21). Las
personas arrastradas por el remolino de la envidia y la autocompa-
sión, también necesitan oír el mismo mensaje. Los consejeros ha-
rán bien leyendo el Salmo 73 y explicándoselo cuidadosamente.
En casos en que ha sido concedido el perdón, pero la depresión
y la desesperanza del individuo que perdona todavía persisten, el con-
sejero debe siempre investigar la posibilidad de cavilación y auto-
compasión. Recordando que el perdón, esencialmente, consiste en
la promesa de no volver a suscitar más la cuestión (no sólo a la per-
sona perdonada, 8 sino también a otros o a uno mismo), el consejero
puede descubrir que la promesa ha sido rota, quebrantada. En es-
tos casos, el individuo que perdonó debe procurar obtener perdón
él mismo, y el consejero debe enseñarle a guardar la promesa.
Algunas veces los aconsejados confunden el cavilar y el autocom-
padecerse con el pensar productivo. Al llamar a los dos «pensar»,
procuran justificar su pecado. Hay que distinguirlos. Los consejeros
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deben distinguir entre los dos. Pueden conseguirlo haciendo pre-
guntas como: «¿Qué soluciones salieron de estos períodos de pen-
sar?» o «¿Encuentra que estos períodos de pensar le hacen un cris-
tiano mejor, capaz y radiante?»
La compasión de uno mismo es el material de que se forman la
depresión, la desesperanza, el homicidio, el suicidio y otros pecados.
La historia de Elias, en 1.° Reyes 19, ilustra lo destructivo del com-
padecerse a uno mismo. Elias se mostró decidido en tanto que su
mente estaba centrada en Dios, pero no cuando empezó a enfocar la
atención sobre sí mismo (ver 1.° Reyes 19:4, 10, 14). Por haber rehu-
sado apartarse de esta orientación hacia sí mismo, su ministerio
profético le fue quitado y entregado a Elíseo. La compasión de uno
mismo, la envidia y la cavilación pueden llevar a otros resultados
serios, como advierte David (Salmo 37:8). El caso de Amnón mues-
tra bien esta cavilación: «estaba angustiado hasta enfermarse» (2.°
Samuel 13:2-4). Este continuo cavilar, a la larga, le llevó a conse-
cuencias desastrosas.
El cavilar es pensar sin acción. Es hablar con uno mismo que
no se centra en las soluciones de Dios. Sólo puede producir efectos
perniciosos.9 Cuando uno cavila sobre problemas pasados, por ejem-
plo, permite que lo que ya no tiene existencia (excepto en la mente)
le haga desgraciado. Los problemas pasados no tienen este poder.
Lo que uno hace sobre ellos es lo que determina el estado presente.
Cuando lo que uno hace es cavilar compadeciéndose, está haciéndo-
se a sí mismo un desgraciado, creando su propio malestar.
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NOTAS DEL CAPITULO 32
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