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RESUMEN:
ABSTRACT:
Public and private spheres in the public works. The first 100 years.
This paper explores the historical construction of the "public works" category in Mexico,
from the state making period to the first climax of state investments in modernizing public
works, during the two last decades of the regime of Porfirio Díaz. The analysis builds on
three parts. The first part presents the historical background and some definitions of the
production types of the so-called public work. The second part reviews the normative
framework which set up the limits of the public sphere in relation with construction. It looks
also at the accepted meaning of public work when government of Porfirio Díaz began to
invest in the construction of infrastructure. The third part lists the principal works
constructed during the period and the share of the government and the private sectors in
each. The paper attempts to explain how concrete practices combine with normative
frameworks to define the political practice and significance of the so-called public works for
a time being.
TEXTO
Introducción
Las obras públicas constituyen uno de los terrenos aparentemente más afectados por el
reciente proceso de redefinición de la frontera entre lo "público" y lo "privado". La
privatización de algunos bienes y servicios municipales, la desnacionalización de
empresas estatales en el sector de los transportes y las comunicaciones, la concesión de
las carreteras y los puertos ponen de relieve el carácter efímero y movedizo de las
definiciones que tradicionalmente han consagrado ciertos tipos de construcciones a la
esfera "pública". En este marco, resulta interesante reflexionar sobre las raíces históricas
de tales definiciones, cuya génesis se ubica en las formas tradicionales de producción de
las llamadas obras públicas y sus modificaciones subsecuentes.
Este trabajo empieza por constatar el gran auge en la construcción entre 1890 y 1910, en
el que se destaca el papel preponderante desempeñado por el Estado mexicano,
especialmente por el gobierno federal, en modernizar el país a través de la creación de
infraestructura física. Al mismo tiempo, se hace notar que el hecho de que sean "públicas"
las obras de ninguna manera excluye la participación de los intereses particulares. Muy
por el contrario, las obras públicas, en aquel entonces como hoy, se produjeron bajo
distintos arreglos o formas de relación entre las agencias públicas y los intereses
privados. Con la excepción de algunas obras menores o inconclusas que se realizaron
mediante la administración directa del Estado, casi todas las obras públicas del período se
realizaron mediante la contratación de empresas constructoras o por concesionarios con o
sin subsidios del Estado. Desde el punto de vista de su producción, entonces, el problema
no es de obras "públicas" versus obras "privadas", sino qué tipo de arreglo entre
entidades públicas e intereses privados prevalece en la producción de las obras
"públicas".
Más adelante, al revisar la evolución del marco normativo, nos acercamos a lo que los
actores políticos, pertenecientes a las sucesivas élites dominantes, entendieron como
obra "pública" y cuál debía ser el papel del Estado en materia de aprovisionamiento de
obras y servicios. En otras palabras, se busca contestar la pregunta de por qué el Estado
asumió la responsabilidad de promover determinado tipo de obras.
Por último, se examina la materialización en los hechos de estos conceptos. Al señalar las
principales obras que constituyeron el auge constructivo del Porfiriato, se ubica la
participación relativa en ellas de las agencias gubernamentales y los intereses privados,
en especial de los intereses privados extranjeros. Se intenta probar cómo las prácticas
concretas en la creación de obras públicas, las características de las obras en sí y los
arreglos institucionales de su producción van determinando, a su vez, nuevos significados
y nuevos marcos normativos para definir la categoría "obras públicas". Con ello,
claramente se corre el riesgo de llegar a la conclusión de que los cambios recientes en la
participación estatal en la esfera de obras públicas no son tan novedosos; pero, al mismo
tiempo, se pueden aportar elementos para evaluar, dentro de la gama de las opciones
posibles, esta redefinición de lo "público" y lo "privado" de las obras públicas.
La multiplicación de las construcciones durante las dos últimas décadas del Porfiriato no
sólo transformó el paisaje físico, sino estableció las formas como se producirían estas
obras de la modernidad. Por una parte, se terminó de definir la propiedad y el uso de los
espacios y servicios así creados y, con ello, se constituyó el significado de las obras
"públicas". Por otra, se determinó quién se encargaría de la producción de qué; se
institucionalizaron los arreglos entre los agentes públicos y privados. A lo largo del siglo,
se debatieron en los terrenos militar, político y legislativo las distinciones entre las
responsabilidades públicas y eclesiásticas, entre las públicas centralizadas y
descentralizadas, y entre las públicas y las privadas. Los resultados quedaron plasmados
en disposiciones legales y declaraciones políticas. Sin embargo, el deslinde de
responsabilidades con respecto de la producción y el manejo de las obras y los servicios
públicos se institucionalizaría, en la práctica, sólo a la hora de realizar las obras; es decir,
cuando se dispusiera de los medios administrativos, técnicos y, sobre todo, financieros
para construirlas. Tales medios se hicieron mucho más abundantes a partir del
reconocimiento oficial del gobierno de México por las grandes potencias, lo que abrió el
país a las inversiones extranjeras directas, y, en mayor medida, a partir del tercer período
de Porfirio Díaz, al restablecerse México como sujeto de crédito en el mercado financiero
internacional. Al entrar en acción los medios, también se irían conformando los arreglos o
sistemas de relaciones entre agentes públicos y privados, nacionales y extranjeros, con
los cuales, por bien y por mal, se producen las obras y servicios llamados "públicos".
Ahora bien, lo anterior podía funcionar cuando se trataba de algo existente cuya
explotación, además, tradicionalmente generaba ingresos para el titular de los derechos:
el subsuelo, el agua, los caminos federales, estatales y locales y, en especial, todo lo que
tenía que ver con los puertos, que eran de incumbencia exclusiva del gobierno federal.
Cuando se trató, como fue el caso en el México decimonónico, de los nuevos medios de
comunicación -en especial de los ferrocarriles- y de otras instalaciones que, además de
no existir, podían representar una dudosa fuente de ingresos para su propietario, la
concesión adquirió otro sentido (sin perder el anterior). Es decir, la concesión ya no era un
mecanismo para privatizar un monopolio estatal de un bien o servicio existente, sino para
fomentar la producción privada de uno nuevo. Lo que se concedía aquí, además de los
derechos monopólicos que, por sí, podían coadyuvar al negocio, eran determinadas
ventajas económicas, desde las exenciones impositivas hasta los subsidios directos, para
asegurar la rentabilidad de las inversiones.
Esta tradición de un gobierno fuerte con prerrogativas para intervenir en los asuntos
económicos de sus ciudadanos, con cierta responsabilidad por el bienestar económico
general, es sólo un aspecto de la muy compleja estructura neorromana que ha
caracterizado a los pueblos ibéricos desde la consumación de la Reconquista [Nelson,
1945: 95, cit. en Glade, 1959: 18, cit. en Kaplan, 1988: 95].
Tal ideología, desde luego, no es exclusiva de México, sino que fue compartida en mayor
o menor grado en toda América Latina. [8]
En este alejamiento, que distanció la ideología política latinoamericana del laissez faire
predicado por el liberalismo clásico, pesaron las doctrinas políticas de origen francés
-Saint-Simon y Comte- (Hale, 1991: 20-22). También hay que tener presente el miedo a
que las potencias extranjeras, sobre todo los Estados Unidos, llegaran a controlar los
medios básicos del desarrollo (Cott, 1978: 80).
Así pues, para mediados del siglo las herencias históricas, las necesidades económicas y
las ideologías políticas convergieron en un cierto consenso en torno del papel activo que
debería desempeñar el Estado en la promoción económica. El instrumento administrativo
que permitiría al Estado mexicano desempeñar esta responsabilidad se creó en 1853 en
la forma del Ministerio de Fomento, Colonización, Industria y Comercio. Impulsado por el
conservador Lucas Alamán en un proyecto de Estado que puede considerarse como la
primera ronda de "menos política y más administración" (Lira, 1984: 138-142), el nuevo
ministerio fue facultado para:
La colonización.
Todas las obras públicas de utilidad y ornato que se hagan con fondos públicos.
Por último, las prerrogativas exclusivas del gobierno federal se fortalecieron en la medida
en que las de los gobiernos locales se debilitaron con las reformas constitucionales de
1884, 1896 y 1901, por las que, respectivamente, se abolieron finalmente las alcabalas,
se restringieron otros tipos de impuestos locales y se prohibió a los gobiernos estatales
contraer deuda externa (Tena Ramírez, 1992: 705, 711 y 713).
De esta manera, para mediados del siglo estaba ya definida la esfera de lo público en
términos de una política de intervención económica fuerte por parte del Estado, sobre
todo por parte del gobierno federal. Sin embargo, como lo ha señalado Marichal (1988b y
1989), hasta 1880 no se disponía de los medios financieros (o técnicos) para poner en
práctica tal política. En este marco, las concesiones adquirieron todavía otro significado.
Ya no representaban un instrumento para compensar la incapacidad del sector privado
para producir la obra bajo consideración sino que, por el contrario, eran el medio que
permitía al Estado delegar sus responsabilidades, ante su propia incapacidad para cumplir
con ellas.
El análisis que hace Cott (1978: 65-106) de la política de las concesiones ferrocarrileras
entre 1865 y 1884 da elementos para apoyar lo anterior. Por lo menos en la cabeza de
uno de los ministros de Fomento más destacados, Vicente Riva Palacio, ya existía la
visión de un sistema de ferrocarriles de propiedad estatal, pero faltaban los medios para
ponerlo en efecto (Cott, 1978: 81 y Calderón, 1965: 488). En los hechos, como ya se ha
señalado, los medios sólo alcanzaban para subsidiar a las compañías ferrocarrileras
extranjeras. Otro ejemplo del sentido "compensatorio" de la insolvencia estatal que tienen
las concesiones en el mismo período se puede encontrar en la política hacia la
construcción portuaria. Como se ha visto, por razones históricas y fiscales los puertos
eran de estricta competencia del gobierno central. Ante su incapacidad para realizar las
obras de mejoramiento urgentemente necesarias, durante el gobierno de Manuel
González, en 1881, se le autorizó al Ejecutivo contratar las obras necesarias para mejorar
el servicio marítimo (Dublán y Lozano, 1876-1913), legislación que dio pie a una serie de
contratos y concesiones a particulares en materia de obras portuarias.
Bajo el mismo tipo de arreglo entre gobierno federal, financiado con deuda exterior e
interior, y los contratistas, en especial la Pearson, se realizaron también las grandes obras
portuarias. Los tres contratos más grandes, los de Veracruz, Coatzacoalcos y Salina Cruz,
que representaron una inversión total de aproximadamente 98 millones de pesos, los
obtuvo dicha compañía entre 1895 y 1909. [12] El Ferrocarril Central Mexicano, también
británico, obtuvo el contrato de las obras portuarias de Tampico en 1901, con valor de 6
millones de pesos, y Aston Chanler realizó las obras de saneamiento de ese puerto, de 2
millones, en 1902 (SCOP, 1900-1904). Las obras portuarias de Manzanillo, con una
inversión de aproximadamente 7 millones, se encargaron al norteamericano Smooth
(Bulnes, 1920: 121 y SCOP, 1900-1904).
En contraste con las grandes obras portuarias, las obras portuarias menores se
produjeron bajo otro arreglo: el de las concesiones. Así, la construcción de muelles,
dársenas, vías férreas de acceso, etc. en Tuxpan, Progreso, Altata, Guaymas, San Juan
Bautista y Campeche fue concesionada a particulares, extranjeros y nacionales,
incluyendo a varios concesionarios intermediarios, entre 1881 y 1910 (Dublán y Lozano,
1876-1913 y SCOP, 1900-1904). Los términos de cada concesión variaban, pero
generalmente el gobierno otorgaba el permiso de cobrar el uso de las instalaciones
portuarias más algunos subsidios, como la exención de impuestos sobre importación de
los insumos necesarios para la construcción y sobre la propiedad de terrenos. A cambio,
el gobierno federal controlaba los precios de los fletes y tenía derecho a tarifas
especiales.
Algunas conclusiones
Tercero, las responsabilidades formales del gobierno federal tomaron la forma concreta de
fuertes inversiones públicas concentradas básicamente en tres rubros: la construcción de
los ferrocarriles en general y en particular del Ferrocarril del Istmo y sus puertos
terminales, el puerto de Veracruz y obras básicas de infraestructura para la ciudad de
México. Estas obras acapararon la mayor parte de los recursos públicos: por un lado los
ingresos fiscales del gobierno y, por otro, los préstamos extranjeros. De hecho, las obras
mencionadas, junto con la deuda acumulada desde la primera mitad del siglo por
concepto de gastos militares, explican prácticamente todo el endeudamiento público del
Porfiriato.
Quinto, la inversión pública en obras no fue directa, sino que se canalizó mediante
distintos arreglos institucionales -las concesiones y los contratos- con las entidades
privadas responsables directas de la producción de la obra.
Octavo, hay cierto consenso en el sentido de que los contratos, sobre todo los realizados
por la Pearson, representaron un derroche menor, y aportaron mayores beneficios en
relación con su costo, comparados con las concesiones ferrocarrileras. Sin embargo,
investigaciones propias detalladas sobre el flujo monetario a través de lo que
probablemente fue el contrato más limpio, más controlado y que representaba las
menores ganancias para la Pearson, el contrato del Gran Canal del Desagüe, demuestran
que esta obra resultó sumamente costosa para México. En términos generales, no es
exagerado afirmar que, por cada peso que Pearson gastó en México en la realización de
la obra, remitió otro tanto a Inglaterra por concepto de ganancias, compra de maquinaria,
sueldos pagados allí, etc. De igual forma, por cada peso que entró a México como
préstamo para financiar la obra, otro tanto se quedó en Inglaterra en la forma de
comisiones, descuentos e intereses. [13]
Por último, y no obstante lo anterior, sería erróneo evaluar de antemano, sin analizar los
casos concretos, las ventajas relativas, incluso el grado en que se haya logrado el sentido
de "lo público", de las obras contratadas comparadas con las obras concesionadas. Para
empezar, quizás un buen criterio de evaluación sería el acceso al "público" de la
información contable respecto de la producción de la obra bajo consideración. Salvo en
casos excepcionales, como es el archivo de la compañía Pearson en el Museo de
Ciencias en Londres, la información sobre el destino real de las inversiones públicas por
lo general se queda en el misterio absoluto.
Por otra parte, la nacionalización o estatización de las obras públicas tampoco les quita lo
"privado". Las prácticas acumuladas para producir obras no se eliminan por decreto. Por
el lado de la producción el predominio de los intereses privados, en especial los
extranjeros, en los arreglos logrados entre agentes públicos y privados para construir las
obras, está lamentablemente presente en toda la historia de las obras públicas en México.
Por el lado del consumo, las obras construidas difícilmente pueden considerarse como de
uso y provecho de un público muy amplio. Por lo menos en el período analizado aquí, por
más que dominara el Estado la producción de las obras, éstas no alcanzaron a definirse
plenamente como "públicas", bajo cualquier definición del término: por ejemplo, como bien
o servicio "de interés general", o como un bien de cuyo uso nadie queda excluido, o cuya
ganancia marginal es incalculable, o cuyo consumo es indivisible, para citar algunas.
La propuesta metodológica que trata de ofrecer este trabajo no es, sin embargo, calificar
las "obras públicas" bajo el criterio de categorías preestablecidas construidas a partir de
situaciones sociales diferentes, sean reales o hipotéticas. Se propone, en cambio,
reconocer el proceso dinámico y acumulativo que va definiendo la categoría "obras
públicas", proceso en el que tienen igual peso los marcos normativos los medios
económicos y las propias obras construidas. Sólo así se podrán evaluar las constantes
redefiniciones de lo "público" y lo "privado" de las obras públicas, dentro de los márgenes
de lo posible en cada momento.
CITAS:
[1] Entre las primeras destacan la ciudad de México, Monterrey, Mérida, Veracruz,
Torreón-Gómez Palacio, Chihuahua, Aguascalientes, Saltillo, Colima y Mazatlán. Por
contraste perdieron población prácticamente todas las ciudades del Bajío, sobre todo
Guanajuato y Querétaro, Ciudad Guzmán, Lagos de Moreno, Zacatecas, Fresnillo, Jerez,
Hidalgo del Parral y, en el sur, Campeche, San Cristóbal de las Casas y Comitán (Unikel,
1976, Cuadros IA1 y IA2).
[3] Al respecto, comenta Bernal (1988: 181): "La propiedad no era pues un objeto de
especulación con base en el modelo romanista recibido por Las siete Partidas, sino más
bien un elemento básico de la organización sociopolítica, que confería poderes a su titular,
pero, a su vez le imponía deberes [...] Las cédulas de Felipe II y sus antecesores [...]
establecieron el señorío sobre el territorio mexicano. Esto es, considerándolo como la
soberanía del dominio eminente del Estado sobre las tierras, y no como propiedad
entendida en la manera de una institución de derecho privado".
[6] Art. 50, fracción II de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de
1824 reproducido con ligeras variaciones en el proyecto de Reforma (conservador) de
1840, ambos proyectos de Constitución de 1942 y las Bases Orgánicas de 1843. Sin
embargo, tales facultades del Congreso, en la Constitución de 1857 se expresaron en el
Art. 72, fracción XXII solamente en términos de "dictar leyes sobre vías generales de
comunicación y sobre postas y correos" (Tena Ramírez, 1992).
[7] Véase también Cott (1978) para una descripción de la política intervencionista del
Estado mexicano desde mediados del siglo pasado.
[8] Marichal (1988a: 92-95) da cuenta de cómo las posiciones a favor de la participación
del Estado en las esferas del transporte, las comunicaciones y la banca lograron dominar
la política argentina para mediados del siglo.
[9] Por ejemplo, el contratista de Lecumberri y de otras construcciones fue el propio hijo
de Porfirio Díaz; la cimentación y la obra metálica del Teatro Nacional (hoy de Bellas
Artes) se le contrataron a la firma neoyorquina Milliken Bros. (León, 1989: 32).
[10] Sobre las obras hidráulicas de la ciudad de México, véanse Perló (1992), Mansilla
(1990) y Connolly (1991), entre otros.
[11] Las obras del desagüe costaron 18.5 millones de pesos entre 1886 y 1900, de los
cuales algo más de 9 millones se pagaron a Pearson (investigación propia con base en
Junta Directiva [1903] y las Actas de la Junta Directiva del Desagüe). La pavimentación de
calles costó 0.8 millones (López Rosado,1976: 192), las obras de abastecimiento de agua
y drenaje en la ciudad de México, 26 millones (López Rosado, 1976: 188; Mansilla, 1990:
232-233), y las obras de saneamiento de Veracruz y Mazatlán, pagadas a Pearson, 4.6
millones (SCOP, 1900-1908).
[12] Las obras portuarias de Veracruz costaron entre 31.3 y 33 millones de pesos, de
acuerdo con las versiones de la Sría. de Comunicaciones y Obras Públicas (Memorias
entre 1897 y 1910) y Bulnes (1920: 114). Las obras de Coatzacoalcos y Salina Cruz, las
que incluyen saneamiento y agua, costaron alrededor de 65 millones en total, de acuerdo
con ambas fuentes. Véase también Rojas (s. f.: 209-212). El valor nominal en libras de
esos contratos suma 7.3 millones (Spender, 1930).
[13] Si fue así en el caso cuidadosamente documentado del Gran Canal, entre otros por la
propia casa Pearson, queda la pregunta: ¿qué pasó con los dineros de las concesiones
ferroviarias? Tal pregunta, desgraciadamente, resultaría muy difícil de contestar más allá
de conjeturas y supuestos, al no contarse con la documentación de las propias compañías
ferrocarrileras.
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López Monjardín, A. (1985), Municipios en conflicto, Siglo XXI, México.
Marichal, C. (1988b), "La deuda externa y las políticas de desarrollo económico durante el
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