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CAPÍTULO DEL LIBRO:

Giglia, Angela (coord.), 2017, Renovación urbana, modos de habitar y desigualdad en la Ciudad de
México. México: Universidad Autónoma Metropolitana / Juan Pablos Editor. Pp. 145-181

Desvanecer lo popular: metáfora heurística


sobre la gentrificación en el Centro Histórico
de la Ciudad de México

Vicente Moctezuma Mendoza*

INTRODUCCIÓN

El Centro Histórico de la Ciudad de México se encuentra en un proceso de


disputa espacial. Desde hace 15 años (2001) se desarrolla, con cierta
continuidad, un proyecto de renovación urbana que transforma la
configuración espacial, en gran medida marcada por formas heterogéneas de
apropiación popular.1 La renovación del espacio busca revalorizar el lugar
en términos simbólico-culturales,2 sociales3 y económicos; sin embargo,
estos distintos objetivos no se articulan de una única forma ni de manera
simple, por el contrario, son fuente de distintas tensiones, contradicciones y
conflictos. Los mecanismos neoliberales que priman en el impulso y
pag. 145
dirección del proyecto, y la importancia dada a los mecanismos del mercado
y a los intereses económicos4 en el éxito de la revalorización social y
cultural, inducen un sesgo manifiesto en el carácter de la transformación,
productor de distintos desplazamientos y exclusiones.
El proceso de renovación es parte de una estrategia económica del
gobierno de la ciudad, a través de la cual se moviliza comercialmente el valor
simbólico del espacio —el carácter único del patrimonio histórico-cultural—
para conseguir inversiones de capital en un contexto global de competencia
urbana (Olivera y Delgadillo, 2014). Así, una de las dimensiones
significativas de la transformación apunta tanto a la producción de una
imagen de marketing urbano (con una estética y un funcionamiento definido
particular, en la que idealmente convergen lo distintivo local
“extraordinario” con lo cosmopolita),5 eficaz para atraer flujos de capital a la
ciudad (Delgadillo, 2008; Parnreiter, 2011; Romero, 2011), como a la
producción de un espacio comercial y turístico, atractivo para sectores de
clase media y alta, nacionales y extranjeros, que encuentran en él un lugar
para visitar, trabajar y residir, así como invertir y hacer negocios (Becker y
Müller, 2012; Crossa, 2009; Delgadillo, 2009; Díaz, 2015). Las lógicas de los
intereses económicos involucrados —la necesidad de recuperar las
inversiones y además de convertir el espacio en un lugar propicio para
nuevas y crecientes rondas de acumulación— genera distintas tensiones y en
algunos casos contradicciones, tanto con los intereses sociales y culturales
perseguidos (Delgadillo, 2009), como con distintas dimensiones de la
configuración espacial preexistente y en transformación, produciendo
distintos conflictos con formas populares de apropiación del espacio (Davis, pag. 146
2007; Leal, 2007). La producción del Centro Histórico renovado avanza de
manera desigual en términos espaciales, y de manera accidentada y con
resistencia (Becker y Müller, 2012; Crossa, 2009), transformando la
configuración socioespacial que ha existido previamente, regulando,
conteniendo y/o desplazando distintas formas de uso del espacio y de
presencias populares, que se muestran como adversas o se vuelven
insostenibles, dados los cambios que supone la valorización del lugar (Giglia,
2013).
Dicha disputa apunta a un proceso de gentrificación: las inversiones y
transformaciones del lugar lo acondicionan para el acceso de usuarios más
acaudalados, al tiempo que se desplazan presencias populares y sus formas
de uso del espacio (Clark, 2005:263). Recurrir al concepto de gentrificación
para dar cuenta de los procesos que vive el Centro Histórico no supone
establecer los birretes de una definición que zanje en la pronunciación del
término la inquisición sobre los fenómenos y procesos en marcha, por el
contrario, supone un marco teórico y conceptual, un sistema de
interrogación para analizarlos. Entre otras dimensiones, el concepto de
gentrificación reclama indagar sobre los diversos efectos de exclusión o no,
que las transformaciones socioespaciales producen de forma directa o
indirecta. Esto de acuerdo con una definición de gentrificación que no
disloca el desplazamiento de sus dimensiones analíticas sustantivas, sino que
lo preserva como una de sus interrogantes críticas fundamentales.
Precisamente bajo esta preocupación diversas investigaciones y desarrollos
teóricos, muchos posicionados en América Latina (dadas las características
de las territorializaciones populares y de los profusos y variados usos del
espacio público en la región), han desbordado las definiciones
convencionales de desplazamiento en la gentrificación, sujetas a la
dimensión meramente residencial (y en muchos casos no problematizada
más allá del desplazamiento directo), para pensar e indagar en los distintos
desplazamientos y efectos de exclusión que tienen lugar en distintos niveles
de la apropiación simbólica y material del espacio, como en diversos ámbitos
de la experiencia, más allá del residencial, como los vinculados al trabajo, el
esparcimiento y el consumo (en espacios privados y públicos). pag. 147

El objetivo principal de este capítulo es proponer la reflexión sobre los


procesos de desplazamiento asociados con la gentrificación en el Centro
Histórico de la Ciudad de México mediante la metáfora del desvanecer. Esta
imagen nos sustrae de la idea de un proceso único y unidimensional de
desplazamiento en el que hay una inflexión absoluta de la presencia a la
ausencia. En cambio, apunta a indagar y comprender dos aspectos que
caracterizan los procesos de desplazamiento. Por una parte, que el
desplazamiento se desarrolla en distintas instancias del dominio y
apropiación del espacio (Haesbaert, 2011). Es decir, el desplazamiento no
sólo ocurre cuando se da la ausencia física de los cuerpos, también tiene
lugar, por ejemplo, cuando se restringen las posibilidades de usos y prácticas
del espacio o cuando los significados por los que un grupo se identifica con
un lugar son minados. De este modo, al pensar el desplazamiento a la luz de
la figura de desvanecer, se reconoce la diversidad de violencia inscritas en el
proceso de gentrificación en un espectro que abarca desde las condiciones
de desplazamiento más evidentes a las más sutiles. En segundo lugar, la
metáfora contribuye también a representar de forma general el
desplazamiento de lo popular en el proceso de gentrificación del Centro
Histórico. El desvanecimiento refiere a un proceso en el que se da una
situación ambigua, que resulta en distintos aspectos indefinida, pero que
está caracterizada tendencialmente. Así, el desplazamiento de lo popular, o
mejor dicho los desplazamientos populares, se expresan como un
desvanecimiento por diversas razones: la características y dimensiones de
modos de habitar de grupos populares en el lugar ha sido profundamente
heterogénea, y el proceso de gentrificación, en sí mismo multidimensional y
heterogéneo, se relaciona de forma diferente y desigual con la multiplicidad
de sujetos populares y sus órdenes espaciales, por lo que las condiciones de
desplazamiento son igualmente variadas y dispares, tanto en las distintas
instancias de dominio y/o apropiación espacial que transforman, como en
las dimensiones de las prácticas: residencia, trabajo, consumo, etc. La
renovación no es adversa a cualquier presencia popular, pero sí tiende a la
homogeneización de sus modos de habitar y a la disolución de su
abigarramiento y densidad. Por otra parte, el desplazamiento de lo popular
reviste también el carácter de desvanecimiento en tanto que las pag. 148
transformaciones impulsadas no se dan en un único instante, ni se
encuentran extendidas de forma homogénea en el territorio. Lejos de ello,
estamos ante un proceso de reconfiguración espacial en un territorio
geográficamente desigual que presenta distintas inercias y resistencias para
su transformación y en él se confrontan distintos sujetos, colectivos e
individuos, vinculados a desarrollos, patrones y/o sedimentos histórico-
espaciales diversos y con distintos poderes sobre el espacio (Betancur, 2014).
Así, el proceso de renovación se ha ido desarrollando de forma paulatina y
lenta, con cierta fragilidad en sus avances y con un dominio desigual sobre el
territorio.
En este capítulo busco ejemplificar y analizar algunos aspectos de este
desvanecimiento en el proceso de gentrificación del Centro Histórico, a
partir del análisis del desplazamiento vivido por el comercio callejero en la
Alameda Central. La exposición se desarrolla en dos momentos. Primero
nos detendremos en una pequeña sátira, “La Alameda”, escrita por Luigi
Amara (2010), para reconocer algunas dimensiones simbólicas de la disputa
y el desplazamiento involucradas en el proceso de gentrificación. El segundo
momento lo constituye una descripción etnográfica de una comerciante de
la vía pública en las inmediaciones de la Alameda. Aquí veremos, a través de
la experiencia de un día cotidiano, distintas condiciones y significados del
desplazamiento práctico del comercio callejero. Antes de encaminarnos a la
Alameda, sin embargo, es necesario detenernos un momento en el concepto
de gentrificación y en algunos planteamientos recientes sobre el
desplazamiento que permitan capturar mejor la inscripción teórica de la
metáfora del desvanecer.

DEBATES SOBRE LA GENTRIFICACIÓN,


HACIA LA METÁFORA DEL DESVANECER

Imagino a Ruth Glass entreabriendo apenas los labios con una sonrisa
burlona, cuando decidió definir con el término de “gentrificación” el proceso
de transformación urbana que vivía Londres a inicios de los años sesenta, a
través del cual los habitantes obreros de los distritos centrales londinenses
iban siendo desplazados por clases medias que, junto a la transformación pag. 149
residencial, cambiaban el carácter urbano del lugar. Chris Hamnett (2003)
destaca un aspecto que suele pasarse por alto en muchas discusiones
concernientes a la gentrificación. La acuñación del término “gentrificación”
por Glass fue “deliberadamente irónico”; hay en su formulación un sentido
humorístico, una burla (Hamnett, 2003:2401). Podemos leer en él un juicio
sarcástico sobre la posición y las pretensiones de la clase media inglesa de la
época, que llegaba a los barrios centrales deteriorados y remodelaban
ostentosamente casas antiguas, sustituyendo y desplazando a los habitantes
de las clases trabajadoras. Glass crea la imagen de una “gentry urbana”
apropiándose del espacio y despojando a los trabajadores, lo cual remite a la
compleja estructura de clases “tradicional” de la Inglaterra rural y traza una
analogía “con la gentry rural de los siglos XVIII y XIX familiar a los lectores de
Jane Austen, que implicaba al estrato de clase por debajo de la aristocracia
terrateniente, pero por encima de los granjeros propietarios y de los
campesinos” (Hamnett, 2003:2401). Este sector, la gentry, se benefició de los
procesos históricos de cercamiento de tierras (antiguamente del común) en
Inglaterra, que antecedieron a la era industrial (Allen, 2002:21). Así, el
concepto de Glass no consiste en una descripción propiamente, el contenido
semántico del término se encuentra desbordado por una inadecuación
inminente entre el vocablo y el referente empírico, pero este “desajuste” con
la literalidad (la distancia dada entre lo que se alude o sugiere y lo que se
nombra), que remite más bien a una analogía mordaz, constituye la
inscripción de un posicionamiento crítico en la enunciación del término.
Gentrificación, como era la intención de Glass, “de una forma muy simple,
pero a la vez poderosa captura las desigualdades de clase y las injusticias
creadas por los mercados de tierra y las políticas capitalistas urbanas”, afirma
Tom Slater (2011:571).
Desde la formulación de Ruth Glass, los debates sobre la gentrificación se
extendieron con profusión en los análisis sobre las transformaciones vividas
en distintas ciudades del mundo anglosajón; después, en años recientes, se
fue extendiendo al análisis de los procesos de “renovación” urbana en
ciudades radicalmente distintas, como pueden ser las latinoamericanas
(sobre la internacionalización del término más allá del mundo anglosajón,
véase Atkinson y Bridge, 2005; Janoschka, Sequera y Salinas, 2014; Lees, pag. 150
2012; Smith, 2002). Esta expansión no ocurrió en forma sencilla, por el
contrario, la pertinencia del concepto para analizar realidades tan disímiles
se ha visto con ojos críticos y desconfiados. No obstante, la gentrificación no
se bautizó en el debate en el contexto latinoamericano; se trata de un
concepto polémico desde su origen que ha enfrentado no pocos embates.
Estas disputas conceptuales son sumamente amplias, en muchos casos
complejas y, sin duda, las más serias son muy fructíferas para el
conocimiento (para una excelente exposición del desarrollo de los estudios
sobre gentrificación véase Lees, Slater y Wyly, 2008). Estamos ante una
biografía conceptual, la de la gentrificación, que si bien suma desarrollos
teóricos y análisis empíricos, al mismo tiempo vive en constante
confrontación, escindiéndose en desarrollos y posturas divergentes, algunas
veces simplemente disímiles, otras con posicionamientos teóricos e
interpretaciones empíricas antagónicas.
Dentro del abanico de posiciones, una pléyade de autores defiende la
necesidad de mantener una perspectiva crítica sobre la gentrificación que,
en concordancia con la preocupación original de Glass, inquiera por los
desplazamientos sociales en un contexto de transformación espacial
marcado por la desigualdad de clase y el poder político del capital (Casgrain
y Janoschka, 2013; Clark, 2005; Delgadillo, 2016; Hackworth, 2002; Slater,
2006 y 2009; Smith, 2012; Wacquant, 2008; Watt, 2008 y muchos otros más).
Aunque estos autores buscan preservar y continuar el enfoque crítico
inaugurado por Glass, también reconocen que la definición original ofrecida
por dicha autora resulta sumamente constrictiva. De hecho, las
investigaciones sobre los procesos de gentrificación han desbordado
fecundamente el esquematismo de la formulación original, mostrando al
mismo tiempo la amplitud del potencial analítico del concepto.6 De modo
que se ha formulado alguna definición más “elástica pero dirigida” que sirva
para arropar los distintos y nuevos procesos de gentrificación analizados, sin
disolver la precisión conceptual del término: pag. 151

La gentrificación es un proceso que implica un cambio en la población de usuarios del suelo de tal
manera que los nuevos usuarios son de un nivel socioeconómico más alto que los anteriores
usuarios, junto con un cambio asociado en el entorno construido a través de una reinversión en
capital fijo (Clark, 2005:263).

Los análisis sobre la gentrificación han mostrado una profunda


complejidad, se ha destacado que las transformaciones suceden en
dimensiones espaciales que exceden los ámbitos residenciales; que los
actores y las fuerzas que confluyen en el proceso y que entablan disputas
sobre su desarrollo son diversas (capitalistas y desarrolladores inmobiliarios,
clases medias diversas, políticos y funcionarios públicos, clases trabajadoras
o sectores populares, etc.); que los procesos se desenvuelven en distintos
niveles socioespaciales, con diferentes temporalidades, y que muchas veces
su desarrollo no es lineal, ni definitivo. Precisamente una de las dimensiones
de la gentrificación que en los debates e investigaciones desarrolladas desde
el pensamiento crítico no ha quedado invariable en relación consigo misma,
es la del desplazamiento. La conceptualización del desplazamiento se ha
profundizado en múltiples sentidos: en primer lugar, se ha reflexionado
sobre las distintas instancias y mecanismos (directos e indirectos) en los que
ocurre (Davidson y Lees, 2005; Delgadillo, 2016; Marcuse, 1985 y 1986;
Moctezuma, 2016; Slater, 2009 y 2010); en segundo lugar, distintos autores
han señalado otras dimensiones del desplazamiento, vinculadas, por
ejemplo, con la esfera del trabajo y el comercio (Curran, 2004; Jonas y
Valery, 1999; Swanson, 2007) y, finalmente, también se ha señalado la
existencia de desplazamientos en la apropiación (simbólica) y/o el dominio
(material) del espacio público en los lugares “renovados” (Casgrain y
Janosckha, 2013; Janoschka y Sequera, 2014; Janoschka, Sequera y Salinas,
2014; Leal, 2007; Moctezuma, 2014). En este sentido, sobre la gentrificación
latinoamericana Janoschka y Sequera (2014) plantean entender el
desplazamiento
[…] no sólo en términos de movilidad, es decir de desalojo de una vivienda o de un barrio; sino
también como una presión simbólica, forzada por una amplia gama de políticas urbanas, discursos
y prácticas. Entre otras, dicha presión induce a la creciente invisibilidad de algunas prácticas pag. 152
sociales y culturales, la criminalización de otras, la limitación en el uso y la exclusión del espacio
público, así como la imposibilidad para utilizar determinadas instalaciones de un barrio, la
incapacidad para apreciar ciertas prácticas simbólicas que aparecen y se relacionan con un alto
capital cultural y la hegemonía de una civilidad neoliberal de las clases medias urbanas (Janoschka
y Sequera, 2014:11).

Las reconceptualizaciones antedichas sobre el desplazamiento hablan de


un proceso que se desarrolla en distintos ámbitos espaciales en torno a los
cuales se configura la vida social (de residencia, laboral, de consumo, de ocio,
etc.), que se desarrolla a través de procesos directos e indirectos (e.g.
desplazamiento por exclusión, presiones de desplazamientos, Marcuse, 1985,
1986) en dimensiones materiales y simbólicas con distintas temporalidades.
En suma, de una forma más compleja y multidimensional que la imagen de
una transformación veloz, lineal y mecánica, como se desprendía de la visión
de Glass:
Cuando este proceso de “gentrificación” comienza en un barrio, avanza rápidamente hasta que
todos o la mayoría de los ocupantes iniciales, miembros de la clase trabajadora, son desplazados,
así se modifíca el carácter social del barrio (Glass, en Smith, 2012:77).

Si en las palabras de Glass el desplazamiento en la gentrificación aparece


como un evento unidimensional que una vez que se dispara resulta
fulminante, los desarrollos críticos posteriores permiten entender que los
desplazamientos existentes no necesariamente son absolutos y que se
desarrollan en múltiples dimensiones e instancias del control y la
apropiación espacial. Por tanto, no se traduce únicamente en la producción
contundente de ausencias, sino en formas de presencia y usos del espacio
desvanecidas. Es decir, el desplazamiento no es una decantación única de la
inclusión a la exclusión, sino que también se puede tratar de un proceso de
desafiliación gradual, de pequeños y dilatados (temporalmente y
espacialmente) desplazamientos materiales y simbólicos en la reproducción
del mundo cotidiano. Es decir, puede tratarse de un proceso de pag. 153
desvanecimiento, con diversos gradientes en múltiples dimensiones.

EL DESVANECIMIENTO DE LA PRESENCIA
POPULAR EN LA ALAMEDA CENTRAL

Antecedentes, arqueología en una ficción literaria

Tal vez uno venga de comer del barrio chino, deseoso de estirar las piernas, o de alguna de las
librerías sobre avenida Juárez, en busca de una banca tranquila para leer, o incluso se dirija
expresamente a pasear por allí, una de esas mañanas luminosas y claras —cada vez más escasas a
pesar de que todo esto alguna vez se llamó “el alto valle metafísico”— en que el cemento nos agobia
y vuelve la nostalgia de los árboles (Amara, 2010:128).

Así comienza el cuento breve escrito por Luigi Amara titulado “La
Alameda”, y de inmediato el autor nos ha situado en un horizonte vivencial
de deseos, en una expectativa de disfrute que tiene como objeto este
arbolado parque de la Ciudad de México. La Alameda Central queda
vinculada con la dicha que sucede al almuerzo y el reposo de la digestión, o
al placer que depara la literatura y la emoción de quien comienza a leer un
nuevo libro, o simplemente al goce del recreo y de la suspensión de la rutina
brumosa y oscura de nuestra vida urbana. La ficción de Amara conforma
una de las viñetas literarias de la Nueva guía del Centro Histórico de México
(2010), a través de las cuales se profundiza tanto en la historia y la vida
cotidiana como en las sensaciones y emociones que pueden evocar,
construir o generar los lugares y los espacios catalogados y reseñados. La
Guía no es un compendio de calles, plazas, parques, edificios, museos,
templos, restaurantes, bares, cantinas, hoteles, mercados, etc. y su ubicación
geográfica, pues no sólo presenta los sitios y lugares del Centro Histórico,
sino también discrimina, jerarquiza y selecciona entre los mismos. Pero
sobre todo contribuye a la construcción de disposiciones subjetivas sobre los
lugares y los espacios, en dimensiones prácticas, sensibles y significativas. pag. 154
Ello es incluso expresado por Guillermo Tovar de Teresa, autor del prólogo
del documento, pues a su juicio, como “las guías más atractivas”, la que aquí
tratamos comparte la característica de producir emociones frente al espacio
que descubre (Tovar de Teresa, 2010:5). En términos generales, la Nueva
guía pretende orientar y dirigir la forma de significar el espacio que expone;
propone una manera de entender los lugares catalogados que presenta y
darles sentido; nos predispone en lo más íntimo a conmovernos,
enorgullecernos o indignarnos con su historia y con lo que ocurre en ellos en
la actualidad. En este sentido, frente a este documento, es relevante retomar
las preguntas planteadas por William Roseberry como indispensables ante
cualquier texto cultural: “[…] quién habla, a quién se dirige, de qué se habla y
qué tipo de acción se está demandando […]” (2014:36-37).7
El relato de Amara (2010:128) es una sátira escrita en primera persona. En
ella el personaje principal (tal vez el mismo autor, pues parece abocado a los
libros y la literatura), tras visitar el callejón de Condesa, donde se ubica,
protegido del sol y la lluvia bajo lonas sujetas con tubos y mecates, un
mercado callejero de libros, que “lo mismo ofrece hallazgos para el pag. 155
bibliómano que buenas novedades a mitad de precio; vaya uno a saber
sacadas de dónde” (Amara, 2010:128), tiene una incitación del deseo a
“caminar por un jardín y no por edificios, a escuchar el ruido de las fuentes y
a olvidarse un rato de los libros” (Amara, 2010:128):
[…] di unas cuantas zancadas y empecé a deambular por los corredores de la Alameda. Yo esperaba
una paz vagamente bucólica, escuchar el canto de las aves o al menos el chillido de las ardillas,
quizá encontrarme con una multitud pintoresca, en la que todavía convivieran el “peladaje” y la
alcurnia; lo que me esperaba era la algarabía de los merolicos, su graznido hipnótico de pájaros
fariseos compitiendo entre sí, sin cansarse nunca.
Había, es verdad, cierta reminiscencia animal en todo ello, pero era debido a la presencia de los
caballos de la policía, quién sabe por qué disfrazada de charros […]. No había un solo rincón para
evocar la “primavera inmortal”; sólo refrescos, baratijas, discos piratas, todo anunciado con la
intención de aturdir el alma.
Di una vuelta: las mercancías habían invadido incluso las fuentes; me senté en una banca y una
paloma lanzó sus sucios auspicios sobre mi cabeza. Expulsado del ruidoso jardín, un sentimiento
fraternal me llevó hacia el único puesto que no armaba tanta bulla. Y así salí de la Alameda muy
orondo, haciendo tronar mi chicharrón con salsa (Amara, 2010:128).

Lejos de la dicha contemplativa en el espacio tranquilo y calmado que el


protagonista esperaba encontrar, y que Amara desde el principio del texto
bosqueja como el sentido del disfrute de la Alameda, su personaje se
encuentra con una realidad completamente distinta. La tranquilidad
esperada es imposible por la presencia de mercancías y sus vendedores, pero
sobre todo por la forma de pregonar los productos que están a la venta. La
presencia de estos otros personajes y sus prácticas, propios del comercio
ambulante y de los sectores populares, no únicamente constituyen una
realidad sorpresiva o inesperada para el personaje, resulta además
inadecuada, no sólo porque imposibilita las expectativas de disfrute del pag. 156
espacio en la forma que esperaba el protagonista, sino también porque a sus
ojos morales parece indecoroso. Esto se trasluce por la referencia sarcástica
al poema de Bernardo de Balbuena, “Grandeza mexicana” (una alabanza
inconmensurable a la Ciudad de México del siglo XVI), cuando se plantea la
imposibilidad de evocar “la primavera inmortal”, o por la ausencia en el
escenario descrito de cualidades “pintorescas”, con lo que se destierra el
cuadro de los horizontes de la experiencia estética (se trata de una multitud
que no cabría en los sueños dominicales de Diego Rivera). El cuadro que se
representa se inscribe en las antípodas de la posibilidad de exaltación
estética de la ciudad, lo que representa una negación de los referentes
artísticos que constituyen elementos de identidad nacionalista, y una
contradicción con los discursos y las reivindicaciones identitarias que suelen
acompañar, glorificándola, la enunciación de la Alameda. Por ejemplo, en el
texto “La Alameda y sus alrededores”, de Jorge F. Hernández, con el que se
abre la presentación de la Alameda en la Nueva guía (2010), en una
reivindicación de orgullo urbano con nostálgicos ecos virreinales, escribe
que la Alameda:
No es ni por asomo el paisaje ilimitado del Central Park de Nueva York, ni el ancho parque de El
Retiro en Madrid o cualesquiera de los jardines boscosos de París, pero en sístole y diástole de
cuadrículas y calles se abre un remanso raro, casi utópico, de lo que fue y será la antigua Ciudad de
los Palacios. (Hernández, 2010:110)

En el texto de Amara (2010:128), en negación de las cualidades de la


belleza, la presencia de los vendedores ambulantes es representada como
deleznable y abyecta. Los vendedores son presentados como una figura
escandalosa en distintos sentidos: primero, por el estridente anuncio de las
mercancías que genera un alboroto caótico; segundo, porque se les describe
con una indecencia inherente: se habla de “merolicos”, de “fariseos”,
términos que tienen connotaciones asociadas con embaucadores e
hipócritas, respectivamente, y finalmente, por el agravio directo que genera
su presencia sonora: “[…] todo anunciado con la intención de aturdir el
alma”, como si hubiese dolo. pag. 157

Es importante señalar la diferencia que se puede aducir en las posiciones


de los personajes, que sin lugar a dudas remite a experiencias diferenciadas
vinculadas con la clase social: el protagonista se encuentra inmerso en el
mundo del ocio y el consumo cultural, parece un “intelectual bohemio”,
mientras que los comerciantes de la Alameda están inmersos en el mundo
incesante del trabajo. El gusto y la sensibilidad del “intelectual” constituyen
elementos de distinción de clase que diferencia los mundos, posicionando su
juicio como un referente normativo desde el cual se valora
unidireccionalmente el espacio. Salvo la relación irónica con los
chicharrones, cuyo “crujir” remata graciosamente el cuento y a través del
cual el desencuentro entre los mundos que personifican el protagonista y los
comerciantes aparece menos insalvable (aunque es importante resaltar que
los chicharrones no los consume dentro de la Alameda, sino en el momento
en el que se retira), la presencia de los comerciantes resulta insoportable,
vinculada al sinsentido, a la mentira, la falsedad y la suciedad (recordemos
que a través de una confabulación inusitada se les vincula con la inmundicia
escatológica de una paloma). Es, para la sensibilidad del protagonista, una
“invasión” que termina por “expulsarlo”.
Pero la antinomia existente entre el protagonista y los vendedores, así
como su conflicto en torno al uso del espacio, adquiere fuerza de manera
maniquea por la invisibilización de un tercer personaje que queda borrado
en esta ficción, o mejor sería decir, desplazado. El protagonista no podría
estar solo ante una escenografía de vendedores que anuncian sus productos,
a voz en cuello, al vacío, o en el mejor de los casos al viento; faltan en su
cuadro, por tanto, los sujetos que constituirían el público al que se dirigen
los pregones: los usuarios comunes y cotidianos de la Alameda. En la vida
real, antes de la renovación, estos usuarios representarían un público
heterogéneo y diverso “procedente de toda el área metropolitana”, aunque
en particular lo constituían “ciertas poblaciones urbanas, casi siempre
marginales o pobres” (Giglia, 2013:33-34). Mirar hacia estos otros actores
permitiría reconocer que ese mundo popular no es ajeno a distintas formas
de goce y uso del espacio, que en la Alameda con comerciantes caben otras
formas de sentir la belleza y el placer del lugar, pero de manera distinta al pag. 158
sentido del gusto del protagonista y su sensibilidad de clase. Un relato del
cronista urbano Armando Ramírez (publicado en 1992) nos ilustra sobre
formas de uso y disfrute del parque que no antagonizan con la presencia de
comerciantes y que, sin embargo, hablan de un profundo goce sensual
(aunque no contemplativo):
Sí, usted se acordará, en tiempo de Efraín Huerta la avenida Juárez era Good morning, pero ahora:
¡Ranas y caballos-güeros, háganse atrás de la raya, que el pópulo se está divirtiendo! […]
Las veredas que conducen a Neptuno, las calzadas que llevan al respeto al derecho ajeno es la
paz, las laterales que permiten el repegón con el kiosco, las bancas que no serán las de la Cámara
de Diputados pero bien alcahuetas que son, pierna sobre pierna y suspiro contra susurro, son
cómplices y testigos que las trabajadoras domésticas, los vendedores ambulantes, el proletariado
que labora en Naucalpan y el artífice de la economía de milagro ejercen su derecho al bacho y
becho8 […] (Ramírez, 1992:133-134, cursivas mías).

La condena moral y cívica que sintetiza el relato de Amara a través de la


ficción y que juzga con indignación el comercio ambulante en la Alameda,
hace eco de otros discursos y otras voces que reprueban, desde posiciones
dominantes de poder (en el aparato de gobierno, en instituciones culturales
y educativas, en medios masivos de comunicación, etc.), determinadas
formas del comercio callejero y otras prácticas y presencias populares en el
Centro Histórico. La sátira constituye una de las expresiones de la disputa
que sostienen distintos actores por el dominio y la apropiación de dicho
espacio, una disputa que se desarrolla tanto en el discurso como en el
terreno.
Un par de años después de la publicación de la Nueva guía, la Alameda
vivirá una remodelación amplia, a partir de la cual se desplazaron distintos
usos populares del espacio. Marcelo Ebrard, quien en ese entonces era el jefe
del gobierno del Distrito Federal, durante la inauguración de las obras de
remodelación anunció que se crearía una autoridad particular encargada de
la preservación de dicho espacio, que trabajaría en conjunto con el jefe de la
delegación para que pag. 159

[…] nuestra Alameda Central tenga estas características muchos años, tenga el mantenimiento que
debe tener, no se llene de ambulantes, no tengamos indigentes, aunque por ahí no le guste a alguna
persona que diga yo eso, pero es la verdad. Éste es un espacio público para todos y lo vamos
conservar y mantener así (Macías, 2012, cursivas mías).

La imagen que se quería producir no sólo pasaba por la reconstrucción del


espacio físico, sino también por la producción de un paisaje social
profundamente regulado y definido. De las palabras de Ebrard vale la pena
destacar dos aspectos: por una parte, con el adjetivo posesivo “nuestra”
construye la figura de un “nosotros” propietario del espacio y con autoridad
sobre él, arrogándose la voz “legítima” de lo que debe ser la Alameda frente a
otras posiciones posibles. Por otro lado, al referir a los destinatarios del
espacio como “todos”, plantea que la remodelación del parque tiene a la
pluralidad de la sociedad como su beneficiaria, no sólo a pesar de las
exclusiones que refirió previamente (las de los ambulantes y vagabundos),
sino lo que refuerza la paradoja de la supuesta “pluralidad” gracias a ello. En
el discurso de Ebrard, los ambulantes y vagabundos aparecen como los
verdaderos provocadores de exclusión, su presencia “expulsa” a la gente del
parque. Precisamente la misma conclusión a la que nos conduce la sátira de
Amara. Y por consiguiente,
[…] esos “todos” resultan ser otros respecto de los usuarios del parque antes del programa de
recuperación. Así que el proyecto de recuperación marca un antes y un después no sólo en la
imagen del lugar sino en el público al que va dirigido el espacio. Los beneficiarios de la renovación,
en suma, lejos de ser todos, son en realidad un público bastante específico, que está muy lejos de
incluir a todos (Giglia, 2013:33).

Tras la remodelación del parque en 2012, el espacio social que se creó, sin
lugar a dudas, es mucho más cercano a las expectativas del protagonista del
cuento analizado: ahora sin comerciantes (ni indigentes) y con una fuerte
proscripción de diversidad de usos populares del espacio. Dada la
gentrificación del jardín, la sátira que hemos analizado se ha convertido en pag. 160
una ficción arqueológica de nuestro pasado urbano. En esta Alameda
gentrificada muchos de los usuarios tradicionales que conformaban parte de
su diversidad han sido desplazados; sin embargo, al lugar siguen asistiendo
distintos miembros de los sectores populares. No obstante, constituye un
espacio gentrificado porque al tiempo que se dan exclusiones, disoluciones
de las prácticas y apropiaciones populares del espacio, se descubre la
presencia creciente de sectores con mayores recursos económicos que
visitan el parque y habitan las distintas ofertas residenciales, laborales,
turísticas, culturales y de consumo que se han impulsado en las
proximidades de la Alameda, con la renovación del Centro Histórico. De
hecho, en la acera que está frente a la Alameda (hacia el sur), en la manzana
que colinda con la avenida Juárez, se han realizado inmensas inversiones
inmobiliarias que apuntan a atraer usuarios más acaudalados. En esta zona
se construyó con una fuerte inversión el hotel Hilton (2003). Se realizó el
proyecto de la Plaza Juárez (2006), donde se levantaron y renovaron edificios
que albergarían importantes oficinas de gobierno, espacios culturales,
centros de convenciones, locales y plazas comerciales y estacionamientos.
Además, se han construido o remodelado otros hoteles y plazas comerciales,
así como distintos edificios residenciales de lujo, como Puerta Alameda
(2006) y Carso Alameda (2013), que han creado una oferta residencial de
más de 700 de departamentos para sectores de ingresos medios y altos.
La valorización económica del lugar que supone esta producción
inmobiliaria no es efecto indirecto de la intervención estatal sobre el espacio
público, entre ellos la regulación de los usos del espacio y el desplazamiento
de algunos usos populares de la Alameda, por el contrario, conforman su
objetivo. Esto se ilustra, por ejemplo, en un reportaje de la periodista Elena
Michel (2013), donde señala con datos de la Autoridad del Espacio Público
(AEP), un organismo del gobierno de la ciudad, que entre 2011 y 2013 (años
en los que tuvo lugar la remodelación de la Alameda) se invirtieron “313
millones de pesos, de los cuales 269 se destinaron a la remodelación de la
Alameda y 44” a la acera opuesta de la avenida Juárez (Michel, 2013). Pero lo
más significativo es lo que afirma el titular de dicho organismo, entrevistado
por la periodista: pag. 1 1

[…] estas acciones son para incentivar […] más allá de una obra física de espacio público, el tema
de fondo es que sean detonadores del Centro Histórico, háblese de incentivar vivienda, actividades
comerciales e inversiones privadas (titular de la Autoridad del Espacio Público entrevistado por
Michel, 2013).

En efecto, distintas autoridades vinculadas a la renovación del Centro


Histórico destacan los incrementos extraordinarios en la plusvalía de los
inmuebles de las zonas renovadas (hasta en diez veces), en particular en
Madero y la Alameda (Valdés, 2013). En 2015, un directivo de una
consultoría internacional de bienes raíces señalaba que la avenida Juárez se
convertía en un importante espacio comercial de la Ciudad de México, con
un perfil económico ascendente: “Aunque hoy ya está muy posicionada, va a
tener un cambio de imagen y va a haber algunas nuevas marcas que van a
buscar posicionarse ahí, por estar frente a la Alameda y Bellas Artes” (Valle,
2015). En suma, los desplazamientos de diversas presencias y formas de uso
del espacio por sectores populares ha estado acompañado de una
transformación más amplia de la zona, con lo que se ha atraído a sectores de
mayor capacidad adquisitiva.

ETNOGRAFÍA DE UNA PRESENCIA DESVANECIDA

Me vería con Marta, una mujer indígena mazahua, en la tarde.9 Cuando le


llamé por teléfono para acordar el encuentro me contó que estaba de
camino a abastecer de la mercancía que vende: “Estoy aquí por El Carmen,
me vine a surtir”.10 La escuché con dificultad porque la señal se entrecortaba
y su voz competía con sonidos interrumpidos de cláxones, el trepidar de los
motores de los coches, el murmullo de conversaciones, algún grito y el pag. 1 2
sonido guapachoso y armónico de alguna cumbia o salsa. El sonido me
transportó a la sensación y el recuerdo de la calle, esa semana había estado
un par de días por allá. Marta me había contado que llegaba ahí y se iba a
través de la nueva línea del transporte público metrobús. Se trata de la línea
4, inaugurada en 2012, que cruza el centro por el norte en dirección oriente-
poniente (y viceversa). Cuenta además con una extensión hasta el
Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, enlazando así el
aeropuerto de la ciudad con el Centro Histórico. Sin embargo, los autobuses
son ocupados mayormente por comerciantes populares provenientes del
centro o de toda la zona metropolitana, que se abastecen para sus negocios
en las calles y plazas profusamente surtidas del nororiente del centro. Así
que me imaginé a Marta dejando atrás el metrobús, caminando hacia el
norte del Centro Histórico, por una calle llena de transeúntes y vendedores,
de banquetas animadas con caudales de gente, algunos andando más bien al
nivel del piso, sobre la calle, por donde también pasan, al lado y entre los
coches, bicicletas y “diableros” (algunos vacíos al regreso de una entrega,
otros con exuberantes cargas, pero perfectamente equilibradas sobre un
“diablo” desbordado). Me la imaginé andando sobre la banqueta,
dirigiéndose hacia el puesto donde se surte de calcetines, esquivando los
puestos de comercio callejero (montados sobre la pared o el piso, sus
anuncios, lonas y sombrillas), a los clientes y comerciantes.
Ya en la tarde me encontré con Marta y Enrique, su hijo de 11 años, en
una de las banquetas de la avenida Juárez, del lado opuesto a la Alameda,
casi a la altura de Bellas Artes. Se hallaban junto a la puerta de una tienda de
abarrotes. Aguardaban expectantes mirando hacia la calle y aguantando un
frío penetrante que había estado (y seguiría durante todo lo que quedaba de
la tarde) acompañado por lloviznas y un cielo permanentemente nublado. El
bulto de lona grande donde guardan sus mercancías estaba en el piso,
encubierto tanto por sus siluetas como por un letrero (propiedad de la
tienda) que anuncia helados. Junto y cerca de ellos estaban otros vendedores,
casi todas mujeres, siete en total, también con sus bultos y también
esperando. Sostenían breves pláticas entre sí, sin alejarse mucho de la pared,
ni de la entrada de la tienda de abarrotes o de la puerta del edificio ubicado a pag. 1 3
su costado. Saludé a Marta y a Enrique, quienes me respondieron con poca
emoción y cierta indiferencia. “Estamos tratando de vender”, me dijo Marta,
sin desprender la vista del movimiento humano en la banqueta. Me quedé al
lado de ellos, también con la espalda dando hacia la pared y la vista hacia la
calle.
Veía del otro lado de la avenida una fila de policías alineados a lo largo de
toda la banqueta, desde el Eje Central hasta Doctor Mora, sin distanciarse
más de diez metros entre sí. Detrás de ellos se extendía la Alameda, con la
nueva imagen que le dio la obra de remodelación que la intervino durante
2012. Fue, exactamente dos años antes de que yo estuviera parado ahí, al
lado de Marta y Enrique, cuando la Alameda se reinauguró con su nuevo
aspecto. Los cambios fueron numerosos: se construyeron fuentes y se
rehabilitaron las existentes; se cambió gran parte del mobiliario urbano, se
instalaron nuevas bancas; los pisos se recubrieron con mármol claro, casi
blanco; se cambió y redujo el volumen de la vegetación de los jardines,
además se quitaron las cercas que los rodeaban (aunque no cambió la
restricción de su acceso); se podaron árboles y muchos otros se talaron; se
instalaron extensos sistemas de iluminación. Pero, junto con estos cambios,
también se quitó a los cientos de puestos ambulantes que laboraban en sus
pasillos. El diario El Economista destacó en su nota sobre la inauguración,
por ejemplo, que la consigna sería: “cero tolerancia para vendedores
ambulantes” (Macías, 2012) y los policías apostados en la banqueta, así como
la inexistencia de vendedores dentro del parque, evidenciaban que esa
política se había mantenido. Marta y otros de sus compañeros habían sido
afectados por esa prohibición. No obstante, si dentro de la Alameda el
comercio callejero se encontraba proscrito y ello se cumplía, al otro lado de
sus fronteras estas actividades continuaban (con excepción de la calle
peatonalizada de Luis Moya y Ángela Peralta y la explanada de Bellas Artes).
La persistencia del comercio callejero en estos espacios adyacentes no se
tolera de igual forma y su dominio sobre el espacio es igualmente desigual,
en los costados poniente y norte de la Alameda, en la Plaza de la Solidaridad
y en la acera norte de la avenida Hidalgo (respectivamente), el comercio
callejero es prolífico y goza de la anuencia evidente de los poderes públicos,
lo que se expresa en gran cantidad de locales semifijos montados en pag. 1 4

estructuras de metal y lona; en cambio no sucede lo mismo sobre la acera


sur de la avenida Juárez, donde Marta vende y donde, como veremos, el
comercio callejero es fuertemente perseguido. Esta desigualdad espacial, y la
diferenciación de la “tolerancia” al comercio en los distintos puntos
señalados, se encuentra vinculada con la lógica insular de un urbanismo
fragmentario y excluyente que rige la producción contemporánea del
espacio privado y público y que atribuye grados de valoración diferenciada a
los espacios (Giglia, 2013). La avenida Juárez es tratada de forma especial al
considerársele la “puerta de entrada” al Centro Histórico, pues conecta la
calle peatonal Madero (la principal calle del centro y que desemboca de
frente a Palacio Nacional) con Paseo de la Reforma, una avenida
emblemática de la ciudad e importante corredor financiero. Es una sección
de un eje para promover la imagen de la Ciudad de México como “ciudad
global” (por eso también el impulso del desarrollo inmobiliario sobre la
avenida Juárez que vimos antes), pero que se administra y procura en
desvinculación del espacio circundante, precisamente por la lógica de
insularidad que lo sustrae del tejido urbano en el que se inscribe (Giglia,
2013:30). Así, la resistencia de los vendedores a ser desplazados del espacio
es negociada por las autoridades ejerciendo una administración diferenciada
del espacio, mientras que se permiten zonas “más o menos” francas para el
comercio (siempre sujetas a la negociación política y económica con las
autoridades) otras, en cambio, se encuentran hiperreglamentadas e
hipervigiladas.
La referencia a la “cero tolerancia” en la nota del periódico comentada más
arriba no es gratuita; el proceso de “renovación” del Centro Histórico
prácticamente se inauguró con la invitación en 2001 del ex alcade de Nueva
York, Rudolph Giuliani (famoso por su política de tolerancia cero), como
consultor privado del gobierno capitalino en materia de seguridad.11 La
iniciativa fue impulsada por un grupo de influyentes empresarios (Becker y
Müller, 2012:83). En parte, la consultoría se inscribió en una estrategia de pag. 1 5
valorización económica del Centro Histórico (Becker y Müller, 2012; Davis,
2007 y 2012). A partir de las recomendaciones que se derivaron se
implementaron distintas medidas de vigilancia y control policial que
tuvieron al Centro Histórico como primer escenario. Pero también parte de
las recomendaciones realizadas por la consultoría, vinculadas
particularmente con la persecución de ofensas menores, se reflejaron en el
texto de la Ley de Cultura Cívica del DF (LCCDF). Con el planteamiento de
proteger la “calidad de vida” y la convivencia “armoniosa” en el espacio
público, la ley se enfocó abrumadoramente en contener las actividades
relacionadas con la economía callejera y con las prácticas económicas de
subsistencia de los sectores populares (Becker y Müller, 2012:83). Rodrigo
Meneses señala que con la expedición de la LCCDF el número de
comerciantes informales detenidos en el centro de la ciudad aumentó
drásticamente: en 2004, año en el que se expidió la ley, el número de
detenidos fue de 2 389, para el año siguiente fueron 8 432 y en 2008 llegó a
28 842 (Meneses, 2010:31). Por otra parte, las autoridades de la ciudad en
2007, en la regencia de Marcelo Ebrard, impulsaron un importante
programa de reubicación del comercio popular (Silva, 2010) a través del cual
se transformó significativamente las condiciones del habitar del comercio
callejero. Este programa implicó una amplia negociación con las
organizaciones de comerciantes en vía pública (aunque coaccionada por las
medidas represivas y de persecución policial señaladas antes), en la que se
ofrecieron lugares para plazas comerciales (dentro del mismo Centro
Histórico) a cambio del retiro de las actividades en la calle (lo que tuvo lugar
el 12 de octubre de 2007). Este programa generó una gran cantidad de
conflictos y no significó la desaparición definitiva del comercio callejero,
pero sí transformó significativamente las formas de su presencia y debilitó
sensiblemente el dominio que se tenía sobre el espacio público. Las
condiciones de venta en las que se encontraban Marta y sus compañeros son
producto también, junto a las medidas policiales señaladas, de este
reordenamiento (y de su fracaso).
Los miembros del grupo de Marta discutían entre sí, y con otros
muchachos también involucrados (que recorrían la calle llevando noticias de
un lado a otro), sobre si se iba a poder vender. El problema radicaba en los pag. 1 6
policías que resguardaban y recorrían este lado de la banqueta, y también en
la patrulla que estaba estacionada a la vuelta de la avenida, sobre la calle
Dolores. De pronto, interrumpiendo de súbito el estado de expectación, casi
al unísono y sin dudarlo, los vendedores se ordenaron sucesivamente a lo
largo de la banqueta y desplegaron sobre un plástico en el piso, en alrededor
de un metro cuadrado, sus productos: Marta acomodó en un montón los
calcetines que ofrecía, una señora ordenaba en fila muñecos de peluche
eléctricos; otra vendía chalinas; unos chavos traían una carpeta de discos
pirata que sostenían con las manos. Todos invitaban a la gente a acercarse y
a comprar las mercancías, pero su voz se perdía a poca distancia, opacada
por el ruido del tráfico de la avenida con el murmullo de las conversaciones
de los transeúntes que colmaban la ancha banqueta y con la música de las
tiendas y locales. De cualquier modo, no pasaron ni cinco minutos cuando
de pronto se escucharon unos silbidos que se reprodujeron desde puntos
ubicuos; ante la sorpresa de los consumidores que se habían acercado a los
“puestos”, los vendedores, haciendo eco de los chiflidos, levantaron en un
instante sus cosas y desaparecieron junto con sus bultos dentro de la tienda
y el edificio. Marta se encontraba justo en medio de una transacción cuando
sonaron los silbidos, Enrique cargó el bulto (que se veía inmenso junto a él) y
lo metió en la tienda. Marta se arrimó a la pared junto con el cliente, que
traía los calcetines seleccionados en la mano, donde recibió el pago y dio el
cambio. Pocos segundos después llegaron un par de policías a la escena, de
quienes los vendedores se habían escondido, a quienes, en otras palabras, los
vendedores habían “toreado”. Los policías se separaron y uno de ellos se
quedó cerca de nosotros con actitud vigilante. Marta se puso tensa, en voz
baja, para sí, de forma despectiva le decía que se fuera y lo insultaba.
Segundos después, algunos de los vendedores que se habían resguardado en
el interior de la tienda o el edificio se volvieron a asomar; al ver al policía
algunos regresaron al interior del refugio, otros se marcharon a paso veloz,
pero entorpecidos por el peso y el tamaño estorboso de sus cargas, hacia el
lugar donde los vendedores solían descansar y esperar durante los
momentos y largas horas en las que la vigilancia policial les impedía vender.
El policía seguía ahí, mirando furtivamente hacia nosotros con actitud pag. 1 7
altanera. Finalmente, tomó una decisión y caminó en nuestra dirección para
entrar al edificio donde se había escondido parte del grupo. “Ya va por su
‘chesco’”, me dijo Marta, usando un eufemismo típico para nombrar la
extorsión económica de la que iban a ser objeto sus compañeros de trabajo
por haber estado vendiendo previamente.
Ese día Marta y los demás vendedores no pudieron trabajar como querían,
aun cuando durante largas horas, particularmente frías, húmedas y airosas,
esperaron que menguara la vigilancia sobre la calle y que los acuerdos para
poder vender que realizaron con los policías de la calle tuvieran efecto. Estos
acuerdos se lograron mediante “negociaciones” con los policías, en las que
los vendedores presentaban sus argumentos: las necesidades económicas y
materiales que los aquejaban, las responsabilidades que cargaban en sus
hombros, la injusticia de la administración del poder público, etc., al tiempo
que ofrecían cierta cantidad de dinero “por la comprensión”. De esta forma
acordaron el “permiso” de “torear”, lo que significaba que los jefes policiacos
encargados de la zona reducirían la frecuencia de los rondines de los policías
por la avenida y “liberarían” algunos espacios de su vigilancia permanente,
pero no implicaba la garantía de que los vendedores no serían detenidos (por
lo que aún con el “permiso” no podían dejar de estar alertas y huir de los
vigilantes).
Estos acuerdos y negociaciones cotidianas se inscriben en acuerdos y
negociaciones preexistentes (aunque no se hicieran efectivas) entre
autoridades gubernamentales de mayor jerarquía que los policías presentes
en la vía pública y el “representante” del grupo de Marta (un “líder” de
ambulantes que no estaba presente y que “gestiona” con las autoridades
públicas la banqueta y la “administra” concediendo a los vendedores
individuales el “permiso” —valuado en cuotas periódicas— de vender ahí).
Durante las “negociaciones” con los policías de la calle, una de las
vendedoras aludió a esta complicidad gritándole a los policías que no cedían
a la aceptación del acuerdo: “¡No […] pues de todas formas tu patrón se va a
comer con el mío!”.
Para Marta, como para el protagonista del cuento de Amara, en la
Alameda tampoco se encuentra ese espacio privilegiado de la ciudad para la
contemplación, el recreo y la dicha. Aunque “a veces”, como me contó, tanto
antes como después de que la Alameda se remodelara en 2012, sí acudía al pag. 1 8

parque, distanciado a escasas cuadras de su vivienda (que en años recientes


había sido reconstruida por el Instituto de Vivienda del Distrito Federal
[Invi]), a sentarse en las bancas y en los bordes de las fuentes, a pasear con su
pareja o su familia o amigos, a ver jugar a sus hijos. Para miles de personas la
Alameda representa un espacio de recreo, de juego y de disfrute antes y
después de la remodelación. Tras la remodelación mucha gente
perteneciente a sectores populares sigue visitando el parque, aunque las
actividades que se pueden realizar en este espacio hayan cambiado. Pero
antes de la remodelación, el comercio callejero constituía en parte el disfrute
del lugar; el paseo y la visita a la Alameda pasaba, por ejemplo, por la
posibilidad de satisfacer “antojos” (elotes, quesadillas, etc.) que ahí se
ofrecían. Para mucha gente, para una “multitud pintoresca”, principalmente
perteneciente a los sectores populares, la Alameda desde antes de su
remodelación resultaba un lugar atractivo para visitar y estar. Más aún, en
algunas épocas del año era el “mercado” que se instalaba ahí lo que la
convertía en un lugar atractivo para inmensas cantidades de gente de la
ciudad y de otras partes del país, mayoritariamente pertenecientes a los
sectores populares. En las fechas decembrinas, desde 1949, se hacía una
“romería” navideña en la Alameda, que constituía ya una tradición popular.
Se trataba de una feria, con locales de juegos y alimentos, caracterizada
principalmente por grandes escenografías en las que se representaba a los
“Reyes Magos”, con quienes los niños solían tomarse una foto y hacer sus
peticiones de regalos. A partir de las distintas acciones de renovación la feria
fue desplazada intermitentemente a la Plaza de la República o a lugares
aledaños a la Alameda. No obstante, después de 2012 esta fiesta y tradición
popular se vio definitivamente desplazada (Gómez y Quintero, 2012:37;
Pazos, 2012). Lo paradójico es que se realizó en cumplimiento del “Decreto
para la salvaguarda y administración de la Alameda Central […]” emitido por
el jefe de gobierno del D.F. el 27 de noviembre de 2012, que en los
“considerandos” para su emisión planteaba como relevante el que
[…] actualmente, la Alameda Central de la Ciudad de México es un espacio histórico en el que
confluye el patrimonio intangible de las tradiciones y las costumbres populares más arraigadas de pag. 1 9
los pobladores y visitantes de la Ciudad de México […] (GODF, 2012, cursivas mías).

En cuanto a Marta, si la Alameda no representaba para ella primeramente


un espacio de disfrute, de contemplación estética (como tampoco lo fue para
el personaje de Amara), es así sobre todo porque en su caso el espacio se
encuentra vinculado a su fuente de ingresos, a un lugar de trabajo. En
distintos momentos Marta había sido vendedora dentro de los pasillos del
parque, y toda su vida en sus inmediaciones. En contraste con el personaje
de Amara, la Alameda no representa para Marta un espacio de sustracción
de la rutina, de reflexión o paseo; su presencia ahí se ha estructurado
principalmente en torno a las demandas de la actividad laboral. En la
actualidad, durante los momentos en que pueden vender, Marta y sus
compañeros se concentran en las corrientes humanas de la calle: sus ojos
están atentos al mismo tiempo al movimiento de la policía, a la distinción
entre la multitud de los consumidores interesados y a las elecciones de los
clientes; los oídos, asimismo, están atentos a los requerimientos y los
cuestionamientos involucrados en el acto de compra-venta, sin
desconcentrarse de la espera del silbido de alarma. Y aun en los largos
tiempos de espera en que los policías no disminuyen la vigilancia, la tensión
que prima sobre las posibilidades laborales del día y la obtención de ingresos
domina estos momentos, es el eje recurrente y repetitivo de las
conversaciones. Aunque estas condiciones laborales son extremas y exigen
gran concentración de los sentidos, las demandas generales de las
actividades vinculadas al trabajo (para la reproducción básica de la vida
material) se imponen en la experiencia cotidiana de los comerciantes y
constriñen las posibilidades del disfrute contemplativo del espacio en el que
se encuentran. El tiempo de la subsistencia, de la actividad laboral, de las
preocupaciones y la angustia se impone en el trabajo sobre el tiempo
suspendido de la experiencia estética (Sengupta, 2014). El predicamento
inmediato y cotidiano en el que se ven los vendedores, las exigencias
sensoriales y prácticas de las actividades vinculadas a la reproducción
material retraen la percepción reflexiva del paisaje “natural” del parque y las pag. 170
formas orgánicas, así como del paisaje urbanístico y arquitectónico
circundante.
La experiencia de Marta en torno a la Alameda se estructura también,
como para el personaje de la sátira, con base en una expectativa incumplida;
aunque en este caso no se trata de una expectativa centrada específicamente
en la Alameda sino en la ciudad en su conjunto, y en las condiciones de
reproducción social y de mejora de las condiciones de vida que ofrece a su
población (véase Bayón, 2008). Reconstruyo el fragmento de una
conversación con Marta basada en mis notas de campo:
Yo crecí aquí, no nací aquí pero desde chica nos trajo mi mamá. Mi mamá fue la que se vino para
acá. Ah, ¿y por qué se vino? No pues porque ella ya no quería vivir allá […] ahora sí que ella se creyó
[…] eso de las luces de la ciudad, que el progreso y todo eso […] pero mírame, aquí estoy. [Tras
decir lo anterior, Marta hizo un gesto con la mano y el rostro, dirigiéndome la mirada hacia su
persona, y, posteriormente, hacia el bulto, posado a sus pies, donde se encontraba guardada la
mercancía que comercia, como si esa imagen se contrapusiera por sí misma, sin necesidad de
palabras, a la expectativa de su madre].

Si el protagonista del cuento de Amara se sintió excluido de la Alameda


por la “invasión” de los vendedores, en el caso de Marta y otros comerciantes
ambulantes su incorporación y permanencia en la economía de la calle y sus
formas de uso del espacio público se entiende como resultado de la
exclusión estructural de la que son objeto. Marta había vivido en los últimos
años, y en razón de los procesos de renovación, distintos desplazamientos de
su actividad y un paulatino deterioro de sus condiciones de trabajo: Marta y
su mamá tuvieron un puesto semifijo ubicado en la esquina de Eje Central y
5 de Mayo, donde vendieron durante muchos años, en un tiempo que
recuerda como de tranquilidad y grandes ventas. Con el reordenamiento de
2007 se perdió este lugar, y al no beneficiarse de un lugar en una plaza
comercial que supuestamente respondería a sus necesidades, Marta
continuó trabajando en la vía pública, ahora entre el interior de la Alameda y
en el límite con Ángela Peralta; no obstante, las condiciones de venta pag. 171
empeoraron y se volvieron inseguras. Finalmente, tras la remodelación de la
Alameda en 2012, Marta no encontró otra alternativa que “torear” en la
avenida Juárez, con poca confianza en poder hacer su trabajo por el temor a
ser detenida mientras labora y la inseguridad de conseguir ingresos
superiores al “costo” del “espacio” que en cada reubicación se había
encarecido, si no necesariamente en términos absolutos, sí relativos al nivel
de venta. Marta buscaría seguir vendiendo, resistiéndose mientras fuera
posible a la expulsión, aprovechando los pocos momentos en los que la
banqueta no era vigilada y dispuesta a correr y refugiarse, o pagar la multa o
la “mordida” y arriesgarse a perder la “mercancía”, en el caso de ser detenida.

CONCLUSIONES

A partir del análisis de la disputa y transformación espacial que tiene lugar


en la Alameda Central, he buscado ilustrar la pertinencia de la idea de
desvanecer como una metáfora para describir, pero también indagar, en las
características del desplazamiento que tiene lugar en el proceso de
transformación del Centro Histórico. El caso ha permitido analizar una
dimensión de desplazamiento de los sectores populares, el comercio
callejero, que no corresponde a la dimensión tradicional de desplazamiento
en los estudios sobre gentrificación: la residencial, y que muestra otra cara
de los desplazamientos existentes en la gentrificación. Asimismo, como
hemos podido ver, el desplazamiento no sólo se expresa en el abandono
absoluto del espacio, sino tiene lugar en la transformación de distintas
prácticas y en instancias de apropiación simbólicas, que da cuenta de
distintas condiciones de desvanecimiento de las presencias populares. La
representación vituperante del comercio callejero por los discursos
dominantes establece las condiciones de legitimidad para su proscripción y
persecución; desplaza otros significados que podían legitimar o negociar de
otra forma su lugar en el espacio e invisibiliza a los contingentes populares
para quienes esta forma de consumo representa un complemento del
disfrute de los lugares. Por otra parte, la prohibición y persecución de las
prácticas no se traduce sin ambigüedades en su desaparición, por un lado, pag. 172
porque como vimos, si bien en ciertos lugares específicos se ha logrado su
erradicación, como en el interior de la Alameda, el Estado no tiene la
capacidad para lograr el mismo resultado en áreas más extensas. La
resistencia de los vendedores a abandonar sus fuentes de ingresos obliga al
Estado a negociar la presencia de los comerciantes, debilitando las
condiciones de dominio y apropiación espacial de estos trabajadores, pero
aceptando distintos grados de garantías para desarrollar sus prácticas en
otros lugares del Centro Histórico. De acuerdo con la lógica del urbanismo
insular que rige la gentrificación, en las áreas que concentran (en la
actualidad e históricamente) las mayores inversiones encontramos fuerte
regulación y control sobre el espacio, pero éste se va disipando en la medida
en que nos alejamos de ellas. Por otro lado, porque en muchos casos, como
en el de Marta y sus compañeros, la persecución y represión constante de las
prácticas no logra su desaparición, pero sí disuelve fuertemente su dominio,
haciendo que su práctica se desarrolle en condiciones de gran precariedad e
inseguridad cotidiana.
El proceso de gentrificación del Centro Histórico es un proceso conflictivo
y contradictorio marcado por desarrollos históricos y geográficos
particulares, con diferentes patrones dependientes de desarrollo (Brenner y
Theodore, 2002). Los intereses dominantes inscritos en las transformaciones
no pueden eludir de manera simple las fuerzas, contradicciones y tensiones
que imponen las configuraciones político-económicas y sociales de los
lugares en el desarrollo del proceso (Becker y Müller, 2012; Betancur, 2014;
Crossa, 2009). Frente a esta complejidad de las características de la
transformación espacial, y compelidos por las interrogantes sobre las
dimensiones de exclusión que entraña y a la que nos dirige la vista el
concepto de gentrificación (Casgrain y Janosckha, 2013: 22), es necesario
trascender la idea de desplazamiento como un suceso lineal y dicotómico
entre la presencia plena y la desaparición total. La metáfora del
desvanecimiento pretende capturar el carácter dinámico y procesual del
proceso de gentrificación en marcha y a las configuraciones espaciales
heterogéneas y contradictorias que produce en su desenvolvimiento. Con la
idea de desvanecer aludo al reconocimiento de las violencias implícitas en la
disgregación, la atenuación gradual y la difuminación de los modos de
habitar populares. pag. 173

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Documentos

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salvaguarda y administración de la Alameda Central de la Ciudad de
México en su carácter de espacio abierto monumental en la categoría de
parque urbano”, 27 de noviembre, México, Gobierno del Distrito
Federal. pag. 1 1

NOTAS
*Doctorado en Antropología Social, Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social.
1 Durante el siglo XX el Centro Histórico representó para vastos grupos de
los sectores populares de la ciudad un espacio a través del cual pudieron
hacer frente, aunque en condiciones profundamente adversas, a distintas
necesidades: vivienda, trabajo, consumo, esparcimiento.
2 El centro se concibe como un espacio emblemático, simbólico-
identitario fundamental en la representación del poder del Estado y de la
imaginación de la comunidad nacional (Anderson, 2005), así como un bien
cultural de la humanidad, según la declaración de la UNESCO.
3 Tanto funcionarios de gobierno como algunos empresarios suelen
plantear que la renovación y la conservación patrimonialista no buscan
producir un espacio inerte, detenido en el tiempo, como si las plazas, calles y
edificios fuesen piezas de museo, sino que se afirma la necesidad de
reproducir un espacio habitado, con sus dinámicas urbanas propias, un
espacio “vivo”, de uso cotidiano (vivienda, trabajo, etc.) y extraordinario
(recreación, esparcimiento, etc.) y de disfrute plural.
4 La autoridad pública reconoce en la participación de la iniciativa
privada, con sus intereses económicos singulares, al actor clave para el
desarrollo y sostenimiento con éxito del proyecto. Esto queda sumamente
claro en la siguiente cita tomada del “Plan de manejo del Centro Histórico”,
un documento en el que se definen las estrategias a mediano y largo plazos
en la conservación del Centro: “La rehabilitación integral del Centro
Histórico requiere de la más amplia participación de todos los sectores de la
sociedad; la atracción, conducción y sostenimiento de la inversión privada
refuerza las inversiones públicas, otorga competitividad a la zona en
términos de diversidad, empleo y crecimiento económico, pero sobre todo
permite conservar el interés por sostener y conservar adecuadamente el
corazón de la ciudad” (GDF, 2011:38).
5 Véase Harvey (2007).

6 Sobre la extensión en los análisis empíricos del proceso, véase Lees,


Slater y Wyly (2008:129-161); Davidson y Lees (2005:1167); Janoschka,
Sequera y Salinas (2014).
7 Es importante dar algunos datos editoriales de la Nueva guía del Centro
Histórico de la Ciudad de México (2010), pues su aparición no es casual sino
una acción del proyecto de renovación. Fue coeditada por el Gobierno del
Distrito Federal a través de una institución pública (en una entidad fundada
a inicios de los años noventa y originalmente privada, pero desde el 2002
estatizada); el Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México,
encargada de impulsar, desarrollar y coordinar acciones de renovación en el
Centro Histórico, cuyo ámbito de competencia se restringe al área de este
territorio, y una empresa editorial privada. Según lo resaltó una nota
periodística sobre la presentación del volumen, la Nueva guía es una
“herramienta para acercar a los mexicanos” y “generar la afluencia de
visitantes en las siete zonas en que se divide esta área capitalina” (Rodríguez,
2011), a través de la presentación atractiva, tanto en términos literarios
como visuales, de la riqueza y diversidad patrimonial del Centro Histórico.
No obstante, no se limita a dar a conocer la riqueza cultural de un
patrimonio urbano tejido entre la arquitectura, la historia, las tradiciones,
etc., sino además anuncia un compendio seleccionado de su oferta
comercial-turística. Cada una de sus secciones (la Nueva guía está
organizada en torno a la división del Centro en siete zonas) suele estar
acompañada por apartados sobre: “cantinas, cafés, restaurantes y
panaderías”, “vida nocturna” y “compras”, y además encontramos una
selección general de hoteles. De modo que esta oferta comercial-turística
queda resaltada por su inscripción en un paisaje urbano e histórico único; la
riqueza cultural patrimonial funciona como propaganda y complemento
extraordinario del consumo.
8 Es decir: al abrazo y al beso.

9 Este apartado se basa en mi trabajo de campo antropológico


desarrollado de julio de 2014 a junio de 2015 en el Centro Histórico, dentro
mi investigación, para desarrollar mi tesis de doctorado en el posgrado de
Antropología Social del CIESAS DF.
10 La calle Del Carmen se encuentra al nororiente del Centro Histórico, es
de hecho la continuación norte de Correo Mayor, la calle que pasa “a las
espaldas” del Palacio Nacional. Si se sigue caminando rumbo al norte uno
llega a Tepito.
11 Desde la segunda visita del Giuliani Partners Group (la empresa
consultora del ex alcalde) a la Ciudad de México, en noviembre del 2002,
funcionarios de la Secretaría de Seguridad Pública del D.F. declararon que el
centro serviría como laboratorio para echar a andar las recomendaciones de
Giuliani (González, 2002).

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