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Tres clases de metafísica


Clase 2
El centro del mundo
(la persona)

En la primera clase consideramos la cuestión de nuestra visión del mundo que nos
rodea. Comparamos las consecuencias de una perspectiva contemplativa, abierta a la
realidad, con las de una visión de dominio, que sólo ve a la realidad como una “masa” a
dominar y configurar.
Esta semana vamos a conversar acerca del ser más importante -al menos para el
realismo- de este mundo. Un ser particular, que no sólo es el más importante, sino que uno
solo de estos seres vale más que la totalidad del universo físico, incluida toda la inmensidad
sideral... Se trata de la persona que, por eso, es el centro de la creación.
El tema del ser humano como persona fue tratado en parte en Antropología
Filosófica -quienes han cursado esta materia tal vez lo recuerden-. Aquí vamos a retomarlo,
pero desde una mirada metafísica. Se trata de una cuestión decisiva. Lo que uno piense
acerca de la persona determina en buena medida toda su visión del mundo y de Dios. Es
muy frecuente, aun para quienes tienen fe, tener inadvertidamente una idea racional acerca
del ser humano que en el fondo es incompatible con el cristianismo. Nos encontramos ante
uno de los temas en los que se hace más necesaria esa purificación o defensa de la razón
como requisito previo para la fe de la cual hablábamos en la primera clase.

¿Dr. Jekyll o Mr. Hyde?


Recordarán la famosa novela de Robert Louis Stevenson, escrita en el siglo XlX, El
extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cerca del final nos enteramos de que Dr. Jekyll -un
médico abnegado y muy admirado- y Mr. Hyde -un ser monstruoso, salvaje y muy cruel,
que sólo buscaba satisfacer sus deseos más bajos-, son en realidad la misma persona. En su
confesión final, Jekyll nos explica que su descubrimiento científico de una fórmula química
que le había permitido tales transformaciones es el más grande de la historia. Nadie antes
había podido resolver el problema más profundo que todos los seres humanos padecemos.
Él ha sido el primero en lograrlo.
¿Cuál es este problema? Jekyll lo explica así: al nacer, cada niño sólo aspira a
obtener satisfacción inmediata. Protesta si tiene hambre, si tiene sed, si siente frío… Exige
que cumplan con sus deseos llorando o pataleando… ¡Todos fuimos Mr. Hyde en un
principio! Cuando pasa el tiempo, nuestros padres comienzan a educarnos ¿Qué es la
educación? Ese conjunto de prohibiciones que provocan que posterguemos y debilitemos
nuestros deseos originarios. “No, ahora no comés”. “No, ahora no jugás”. “No, no es el
momento de gritar”. De esta forma, se va formando en nosotros una máscara. Dr. Jekyll es
esa máscara. Gracias a ella, nos volvemos hombres respetables, inclusive admirados. Pero
en lo profundo, todos conservamos esos deseos primitivos que son indestructibles. Cada
tanto, se asoman un poco, para ser de nuevo reprimidos, por nosotros mismos o por la
sociedad que debe defenderse de ese ser salvaje que todos llevamos dentro. Jekyll afirma
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haber sido el primer hombre adulto que pudo experimentar de nuevo esa satisfacción
prohibida, gracias a que, al transformarse de nuevo y dejar de ser Hyde, no pagaba las
consecuencias de sus actos antisociales. Todo hombre común, en cambio, debe resignarse a
la poca satisfacción que le permiten y se permite obtener.
Es frecuente que nosotros nos experimentemos así a nosotros mismos, como
inmersos en una lucha diaria entre Jekyll -lo superior, lo espiritual, lo moral, lo religioso-
contra Hyde -lo inferior, lo profundo, lo animal, lo inmoral-… Inclusive, algunas personas
se jactan de haber abandonado sus prejuicios y compromisos que les impedían ser felices,
para ser fieles a esa naturaleza bestial y espontánea que anida en su interior.
¿Debemos intentar vivir como Jekyll o como Hyde? ¿Cuál debería ser nuestra
opción de vida? Mucha gente se hace esta pregunta. Y tiene mucho mérito el esfuerzo de
quien intenta cada día reforzar su Jekyll y asfixiar su Hyde. Pero se trata de un esfuerzo
destinado al fracaso. Estamos ante una de esas preguntas “con trampa” que dan por sentada
una serie de ideas implícitas que deben ser aceptadas al momento de responder. Quien
optara por lo espiritual o por Jekyll -o tal vez por Hyde-, habría aceptado, quizás sin darse
cuenta, una idea metafísica del ser humano que deberíamos discutir aquí.
Comenzamos por esta idea metafísica inmanentista porque es un hecho que se ha
difundido tanto que es asumida en forma inconsciente por gran parte de la sociedad. Se
trata de una filosofía implícita que se da por sentada y que es discutida por pocos. Suele ser
aceptada por igual tanto por defensores de una vida religiosa o espiritual como por quienes
eligen una vida hedonista y egoísta, por los “moralistas” -que entienden la moral como un
mecanismo represivo-, como por los “inmoralistas” -que predican la liberación de nuestros
impulsos-.

¿De dónde salieron Jekyll y Hyde?


Esta idea acerca del ser humano, que más técnicamente podemos llamar dualismo -
en alusión a estas dos partes que están en lucha-, existió siempre como posibilidad, pero se
difundió mucho desde el siglo XVIII, a tal punto que terminó siendo aceptada en forma casi
universal, hasta “naturalizarse” y convertirse en algo casi obvio e indiscutible.
El movimiento cultural que en ese siglo le dio origen suele ser llamado Iluminismo
o Ilustración. Tal vez recuerden del colegio aquellas ideas que dieron origen a la
Revolución Francesa. La mentalidad iluminista consistió, sobre todo, en una actitud de
dominio. El Iluminismo llamó a asumir la “mayoría de edad” y a dejar de lado la actitud
infantil de confiar en autoridades y dogmas. Una persona religiosa, por ejemplo, tendría
algo de infantil por aceptar de otro una verdad que no puede discutir. Como vimos en la
primera clase, esta concepción de dominio trajo aparejada una idea de un mundo que no
tiene valor en sí mismo, sino sólo como fruto de la acción humana. Dicho en términos
técnicos, en esta época se acelera el proceso de desaparición de la mentalidad general de los
trascendentales, esas propiedades de las que hablamos la semana pasada que expresaban la
riqueza de la realidad.
Los iluministas y sus sucesores culturales en el siglo XIX -como el citado
Stevenson- trasladaron esta actitud de dominio al interior del ser humano. Si yo buceo
dentro de mí, ¿qué encuentro? Una zona tenebrosa, sin valores, primitiva, habitada por
deseos inconfesables y que debo dominar, domesticar. Freud, que en pleno siglo XX asume
y difunde aún más esta idea, la describe como “un caldero de hirvientes excitaciones” y la
llama “Ello”, para aludir a algo neutro e impersonal. En nuestro fondo no hay verdad,
bondad, belleza ni unidad…
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Otras novelas del siglo XIX como Drácula o Frankenstein tuvieron este
denominador común: describir la irrupción de lo siniestro en medio de una cultura
aparentemente pacífica y decente. Por debajo de la corrección, siempre habitaría un río
subterráneo y primitivo de perversión, en cada uno de nosotros y en la sociedad toda.
Tenerlo contenido sería la función de la moral individual y social.

¿”Malestar en la cultura”?
Como en lo más profundo sólo deseamos placer, si lo obtuviéramos, no nos haría
falta nada más y no se produciría ningún desarrollo. El desarrollo humano, por lo tanto, es
un proceso de adaptación desde afuera hacia adentro. Es el producto de las limitaciones de
la cultura que, por ese motivo, según la expresión de Freud, provoca “malestar”, porque nos
impide hacer lo que en el fondo querríamos hacer.
Un médico amigo de Freud, Georg Groddeck, afirmaba, conforme a estas ideas, que
la vida es “como un baile de disfraces”. Durante la vida, nos vamos poniendo distintas
máscaras, vamos asumiendo una personalidad reconocible y un poco más humana, nos
vamos “individualizando”, pero, finalmente, nos vamos del baile como vinimos, sin
máscaras. Al momento de la muerte, esas máscaras no tienen ningún valor: volvemos a ser
ese monstruo de deseos que es genérico y no individual, porque todos los seres humanos
tenemos los mismos impulsos primitivos. Nuestra auténtica realidad habita en lo profundo
y no es personal.

El amor según Schopenhauer


¿Qué es el amor para este dualismo?
Podemos consultar al respecto a Arthur Schopenhauer, un importante filósofo del
siglo XIX, quien desarrolló una teoría acerca del amor que a primera vista puede
parecernos extraña, pero que continúa siendo muy vigente.
Para Schopenhauer, todo amor es un engaño. Los seres humanos nos enamoramos,
consideramos que vamos a ser felices con la persona amada, que sólo podríamos ser felices
con ella, pero, tarde o temprano, inexorablemente, todos descubrimos que todo ese proceso
fue una ilusión que deja paso a la frustración y el resentimiento…
Basta observar el tópico humorístico de la vida matrimonial y el de la comparación
entre el noviazgo y el matrimonio. Todos los chistes sobre el tema tienen el denominador
común de describir al noviazgo como una etapa de idealización que, finalmente, queda en
ridículo frente a la cruda y gris realidad de la vida matrimonial. Por ejemplo:

Noviazgo: La despedida es: "Te amo querida".


Matrimonio: La despedida es... un alivio mutuo.

Noviazgo: Cuando nadie más importa.


Matrimonio: Cuando a nadie más le importa.

Noviazgo: Se juran amor eterno.


Matrimonio: Se juran...¡venganza!.

¿Quién nos engaña? ¿Por qué nos engaña? ¿Quién es engañado? El engañador está
adentro y afuera de nosotros simultáneamente. El engañador es el Todo -hay que recordar
que todo inmanentismo es un monismo: sólo existe un único ser- o, en otras palabras, la
“especie”. La especie necesita que los individuos se reproduzcan, por eso es que los engaña
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con el enamoramiento para que cumplan con sus fines. El amor no está pensado para la
felicidad de los individuos, sino sólo para el bien de la especie. En esto radica el hecho de
que elegimos tan mal en el amor, de que nos dejamos llevar por inclinaciones que parecen
locuras y que terminan siendo trágicas ¿Qué buscamos en el fondo? Sin darnos cuenta,
somos manejados por la especie que busca la mejor pareja sexual y biológica, no el mejor
encuentro humano.
De aquí que toda relación amorosa se reduzca a lo inferior nuestro, a lo sexual en el
fondo, y a lo genérico. Nunca el amor es un encuentro individual, personal. Es una pasión
ciega. Como ningún amor busca nuestra felicidad, todo amor es trágico. De aquí que todas
las novelas de amor del siglo XIX terminan mal.
¿Qué significa que el engañador también está en nuestro interior? Que nuestro ser
más profundo, nuestro Ello impersonal, es el representante de la especie en nosotros.
Nuestro yo, nuestro ser individual y personal, que nos constituye como una persona distinta
de las demás, es sólo una máscara, una instancia superficial y cambiante. De aquí que todo
ser humano en el fondo busca placer -y, al hacerlo, cumple con la especie- y las personas
son para él un medio para alcanzarlo. Si yo trato bien a otra persona, con delicadeza, en el
fondo esto no son más que una estrategia para llegar al momento sexual, que es el único
que interesa de verdad. Conforme a esta concepción, el amor es una expresión superficial
del deseo sexual.
Ahora bien, una vez que ese objetivo está cumplido, a la especie ya no le interesa
conservar el engaño. De aquí que, con el paso del tiempo, descubrimos que en verdad no
queríamos a la persona que creíamos querer, y el engaño da lugar al resentimiento…
No es raro que una persona piense que el amor es una situación mágica, de
idealización y proyección, que un día llega y al tiempo se va inexorablemente…

Comunicabilidad e incomunicabilidad
Puede ser útil sumar dos términos más técnicos a la descripción de estas ideas.
Conforme a la visión dualista, el ser humano es comunicable en su ser (o comunicable
ontológicamente) e incomunicable en su obrar (u operativamente). La segunda propiedad
se deriva de la primera.
Se trata de algo que ya hemos comentado: si lo más profundo son los deseos
genéricos e impersonales, comunes a la especie, somos comunicables ontológicamente (es
decir, nuestro ser es común, genérico, y no individual, único e irrepetible; nuestra
individualidad personal sólo es una instancia superficial y pasajera). Y, por lo tanto, somos
incomunicables operativamente (cuando nos acercamos a otro ser humano, por detrás de la
pantalla de amabilidad que podamos anteponer, por detrás de Jeckyll, nuestra verdadera
intención es satisfacer nuestros deseos profundos impersonales utilizando a esa persona;
por detrás, entonces, siempre espera Hyde. No podemos -ni nos interesa- encontrarnos
realmente con nadie). Es que un verdadero encuentro es imposible. Nunca puedo querer a
otro por lo que es, porque nadie es verdaderamente individual. Somos buscadores de placer,
y las personas son medios para obtenerlo.

El “hospitalismo” y una antigua tradición olvidada


Esta perspectiva que procede del siglo XVIII ha bloqueado, en buena medida,
nuestro contacto con una tradición más antigua, que suele ser llamada personalismo. El
personalismo no es, como suele entenderse, la postura que afirma que debemos optar por
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nuestras instancias superiores para domesticar a nuestra animalidad, a nuestra dimensión


profunda e inferior.
Esta concepción fue redescubierta en el siglo XX por una serie de escritores,
filósofos y psicólogos que experimentaron la insuficiencia del modelo dualista por muy
variados motivos.
Un hecho llamativo de las investigaciones psicológicas motivó también este acceso.
Lo comentamos aquí cómo un ejemplo entre tantos. Algunos psicólogos estudiaron las
consecuencias de la hospitalización de niños recién nacidos. Llegaron a comparar
estadísticamente la supervivencia de niños (huérfanos por la guerra, prematuros, con
madres enfermas, etc.) atendidos en hospitales con mayores medios económicos -en los que
los cuidados intensivos de los niños, más perfectos técnicamente, postergaban el contacto
personal con los mismos- con la de los niños de hospitales más precarios, en los que solía
compensarse esa falta de medios materiales con un mayor contacto personal por parte de
enfermeras o cuidadoras. El resultado fue sorprendente: sobrevivían más y mejor los niños
que recibían el segundo tipo de atención. Este hecho no sólo causó una revisión de las
prácticas hospitalarias con niños, sino también una revisión teórica.
Si el dualismo fuera cierto, si lo que más profundamente queremos es la satisfacción
de nuestros deseos primitivos, si la relación con otros es sólo un medio secundario para
obtener placer en ciertos casos, si en lo más profundo no somos comunicables
operativamente… los niños de los hospitales de mayor nivel económico deberían haber
estado en una mejor situación. Sin embargo, padecían de “hospitalismo”. Que hayan
sobrevivido más niños de las instituciones pobres -pero con mayor contacto personal-
parecería indicar que nuestro deseo más profundo es de otro nivel…
La tradición personalista afirma, en sentido inverso a la del dualismo, que lo más
profundo del ser humano es individual y personal (lo profundo es lo superior) y que sus
dimensiones inferiores son comparativamente más superficiales (lo inferior es superficial).

Una “unitas multiplex”


El psiquiatra Viktor Frankl describía al ser humano, en este sentido, como una
“unitas multiplex”: una unidad conformada por múltiples dimensiones.
En lo más profundo, la dimensión superior y más individual: la espiritual, por la que
actuamos con nuestra inteligencia y voluntad. “Rodeando” a este centro y
comparativamente más superficial, se ubica la dimensión psicológico sensible, por la cual
percibimos por nuestros sentidos, imaginamos, tenemos afectos, etc. Y, por último, nuestra
dimensión vegetativa y corpórea, que nos hace ser materiales y nutrirnos, crecer,
reproducirnos.
La salud, a todos los niveles, implica integración entre todas las dimensiones.
Recuérdese que en la primera clase habíamos hablado acerca de la propiedad trascendental
de la unidad. En caso de salud o normalidad, no hay choque o lucha entre instancias, como
sí sucedía, inexorablemente, según el dualismo.
Para el personalismo, sólo existe un conflicto cuando, previamente, hubo algún tipo
de desintegración.
Un desarrollo normal, en cambio, es un desarrollo desde adentro hacia afuera.
Desde un primer momento cada ser humano es un ser único e irrepetible que tiende a
desplegar esa individualidad originaria expresándola en todas sus dimensiones.

¿Qué busca un Don Juan?


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La figura literaria clásica del Don Juan nos ofrece un claro ejemplo de lo
considerado en el punto anterior.
¿Qué busca un Don Juan al intentar seducir a muchas mujeres? Un dualista
respondería que busca satisfacer sus deseos más profundos. Un Don Juan sería un hombre
hipersexual, que se anima a liberar sus deseos de todas las represiones que la sociedad
quiere imponerle a través de las convenciones y prejuicios morales. Recuérdese que, para el
dualismo, el encuentro con otro no es nuestro deseo más profundo, sino que el otro es un
medio para la satisfacción de lo impersonal.
Para una concepción personalista, en cambio, el sexo es una expresión de la
dimensión más profunda de la persona, dimensión que busca encuentro, comunicación.
Sólo en ese contexto -como “expresión física de algo metasexual”, según Frankl- la
sexualidad es satisfactoria, aun físicamente ¿Quién es un Don Juan, entonces? Quien ha
visto frustrado por algún motivo, su profundo deseo de relación personal e intenta
compensar esa frustración con una sexualidad desintegrada y compulsiva ¿Qué busca un
Don Juan, entonces? Intenta compensar un déficit profundo a través de una sexualidad
“pura” que no es su deseo auténtico, sino sólo un producto débil e insatisfactorio. Un Don
Juan, por eso, es hiposexual (la psiquiatría actual suele decir, además, que en muchos casos
tiene elementos homosexuales).

Una moral de plenitud


La moral propia del realismo -que consideraron con Christián en Ética- no es, por lo
tanto, un intento de reprimir o domesticar nuestros instintos animales, sino que tiende a
integrar todas nuestras dimensiones y a potenciarlas hasta llegar a su máximo, que se da
cuando consiguen expresar lo más profundo nosotros mismos, al estar integradas a nuestra
dimensión espiritual.

¿Cuál es la diferencia entre salvar a las ballenas y salvar a los seres humanos?
¿Por qué hablamos, por ejemplo, de “salvar a las ballenas” o a algún otro animal?
Porque su especie está amenazada. Y conservar la especie es un bien importante.
Cuando hablamos, en cambio, del ser humano, nos opondríamos a todo intento de
alcanzar el bien de la especie (o del estado, o de cualquier “Todo”) a costa del sacrificio de
algunos individuos –eso es lo que han propuesto los terribles totalitarismos del siglo XX,
por ejemplo-. En el caso del hombre, interesa cada uno. Cada uno tiene un valor absoluto.
Lo que para los animales nos parece justo y deseable, nos parecería abominable para
el ser humano ¿Por qué? ¿Cuál es el fundamento de esta dignidad especial del ser humano?
Nótese que aquí también es muy importante buscar una respuesta filosófica y racional
previa a la respuesta de la fe. Por lo demás, se trata de la única fundamentación que
podríamos esgrimir ante la sociedad para promover una profunda defensa de la persona,
puesto que no tendríamos derecho a exigir que todos atendieran a los motivos religiosos.

“Un dios segundo, milagro del Dios primero”


Recordarán Uds. que el realismo es un creacionismo: el fundamento del valor y la
riqueza de todo ser finito radica en haber sido creado por Dios.
Ahora bien, la persona no sólo es el ser finito más perfecto (el más verdadero, el
más bueno, el más uno, el más bello…). No se trata de un grado más respecto de otros
seres. Existe un salto absoluto de perfección entre un ser no personal y una persona. Una
sola persona vale más que todo el universo físico, como habíamos adelantado. De aquí la
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expresión del filósofo renacentista Tomasso Campanella, llamando al hombre “dios


segundo, milagro del Dios primero”. La persona es el único ser finito de valor absoluto.
¿Por qué? Por su espiritualidad. Su espiritualidad es signo de un querer definitivo de
Dios. La espiritualidad supone un ser necesario y no contingente, dicho en términos
metafísicos más técnicos. Sucede que un ser material deja de ser con un cambio substancial
(cuando un papel se quema, o una planta o un animal mueren). De aquí que todo ser
material sea contingente: tiene un ser que dura un tiempo determinado en el que cumple
una función, por lo que su valor está subordinado al de la totalidad de la naturaleza. Cada
animal, cada planta, tienen valor en el contexto de la totalidad de la naturaleza y por el
tiempo que les toque vivir. De aquí que nos interese más el bien de la especie, y no el de
cada individuo absolutamente hablando.
Un ser espiritual, en cambio, es permanente, es definitivo, es necesario. No
desaparece con un cambio substancial, con la muerte. Esto es consecuencia de que Dios lo
creó con un acto de voluntad especialísimo por el cual quiere que exista para siempre. Su
valor no depende de un Todo, sino que su bondad superior le está conferida por ser ese ser
que es, distinto de todos los otros. De aquí que toda persona sea, como está dicho, única e
irrepetible. Toda persona es la “mejor del mundo” y la “mejor de la historia” en ser algo
que sólo ella y nadie más que ella puede ser: ella misma. Su mismo ser, por ser objeto de
ese querer único y definitivo de Dios, tiene ese valor absoluto. Su dignidad no depende,
entonces, de algo que haga o deje de hacer, sino de su ser; aunque una persona esté en
coma, por ejemplo, y no pueda hacer demasiado, conserva ese valor por ser (¡esto tiene
muchas consecuencias bioéticas!).

“Tú no morirás”
Este ser definitivo de la persona la hace trascender el tiempo y afincarse en la
eternidad. Cada vez que tocamos, que alcanzamos, a otra persona, hay que nunca más
cambiará, una cierta eternidad. Inclusive a un nivel existencial, experimentamos esa
eternidad ante la muerte de una persona o ante las obras de la persona (la cultura, el arte,
implican conferir una dimensión de eternidad a algo material o, más bien, permiten a una
cosa material ser reflejo de una existencia eterna; nuestra admiración ante grandes obras de
arte, por ejemplo, ante las que experimentamos esa sensación de eternidad, es admiración
frente a la eternidad propia del ser personal reflejado en su obra). El filósofo Max Scheler
expresaba esta idea al decir que amar significa decirle a alguien “tú no morirás”.

Tiempo y eternidad
Así como no somos puramente espirituales (sino una unitas multiplex que incluye la
espiritualidad en nuestro centro), así también no somos puramente eternos. En nuestra vida,
se encuentran eternidad y temporalidad. Nuestro tiempo es como un despliegue de algo
eterno. De aquí que nuestra existencia temporal pueda tener una unidad y una dirección.
Nuestra vida es histórica porque, por ser materiales, no alcanzamos nuestra plenitud sino a
través de un proceso dramático que puede tener avances, retrocesos, huidas, conversiones,
crisis… Pero, por detrás de este proceso, se juega algo eterno y definitivo.

El “autodistanciamiento”
En ciertos casos una “separación” interior podría ser hasta deseable. Cuando tengo
algún grado de desintegración interior -recordemos que esto siempre puede darse a nivel
relativamente superficial, ya que mi fondo más profundo siempre es bueno- es muy
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importante llegar a darse cuenta de que se trata de algo que me sucede pero no de lo que
soy yo. Si, por ejemplo, tengo un trastorno obsesivo a nivel psicológico, es indispensable
para superarlo que llegue a darme cuenta de que esas ideas desintegradas que me atacan no
son mi ser más profundo, sino algo que me pasa.
De forma similar, este autodistanciamiento -el término es de Frankl- es fundamental
en quien tiene un dolor crónico. Yo no soy el dolor. Mi ser más profundo es sano, tiene un
sentido y yo puedo tomar una postura frente al dolor que me aqueja gracias a él.
Aun un psicótico -un “loco”- puede tener un margen en ciertos momentos para esa
lucidez que lo eleva por sobre los condicionamientos.
¿Qué dimensión mía es la que puede distanciarse del resto en esas situaciones? Una
vez más, mi centro más profundo, de naturaleza espiritual.

De nuevo la comunicabilidad y la incomunicabilidad


Habíamos comentado que, según el dualismo, el hombre era comunicable
ontológicamente. Dicho en forma más sencilla, su ser más profundo era genérico, común a
todos. De aquí que, como explicaba Schopenhauer, nunca pudiéramos querer a nadie por lo
que es, sino sólo como un medio para obtener placer y, en el fondo, para cumplir con los
fines de la especie.
Para el personalismo esta relación de propiedades es inversa. Como somos
espirituales, nuestro ser profundo es individual y único. Esto es, somos incomunicables
ontológicamente. Y, por eso, podemos querer a otro por lo que es. Porque es único. Toda
persona es digna de amor por su ser.
Y no sólo podemos encontrarnos con los demás, sino que lo necesitamos como al
oxígeno. Nuestro deseo más profundo es encontrarnos con otra persona y, en última
instancia, con Dios (¡que es un ser absoluto y personal!).
Detengámonos un momento, para terminar, en esta última cuestión. El espíritu no
sólo es nuestra dimensión más individual sino, al mismo tiempo, la más relacional.
¿Una piedra se relaciona con su medio? No en sentido estricto. Sólo se relaciona en
cuanto es contigua a los entes que la rodean.
Podemos decir que una planta sí entabla relaciones con el medio, porque absorbe y
expulsa substancias materiales, a partir de una iniciativa interior, por ser un ser vivo.
Un animal entabla mayores relaciones que una planta, porque no sólo toma y
elimina substancias materiales, sino que también conoce a través de los sentidos, se siente
afectado por lo que sucede mediante sus pasiones, etc. Esto significa que a mayor
interioridad de un ser corresponde una mayor relacionalidad.
La espiritualidad es el grado mayor de interioridad posible. De aquí que constituya
el grado mayor de relacionalidad.
Lo que más anhela un ser espiritual es un auténtico encuentro. De aquí que las
patologías psicológicas más severas procedan de la falta de respuesta empática que un ser
humano pueda padecer en sus primeros tiempos (recuérdese la cuestión del “hospitalismo”,
por ejemplo).
Wislawa Szymborska, escritora polaca, amiga del Papa Juan Pablo II y premio
Nobel de Literatura, expresaba esta idea mediante su inversión poética:

CONVERSACIÓN CON UNA PIEDRA


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Llamo a la puerta de una piedra.


—Soy yo, déjame entrar.
Quiero penetrar en tu interior,
echar un vistazo,
respirarte.

—Vete —dice la piedra—.


Estoy herméticamente cerrada.
Incluso hecha añicos,
sería añicos cerrados.
Incluso hecha polvo,
sería polvo cerrado.


Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.

—No tengo puerta —dice la piedra.

Una piedra no es un ser personal. Por lo tanto, no tiene interior y no puede ni


necesita relacionarse.

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