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En la primera clase consideramos la cuestión de nuestra visión del mundo que nos
rodea. Comparamos las consecuencias de una perspectiva contemplativa, abierta a la
realidad, con las de una visión de dominio, que sólo ve a la realidad como una “masa” a
dominar y configurar.
Esta semana vamos a conversar acerca del ser más importante -al menos para el
realismo- de este mundo. Un ser particular, que no sólo es el más importante, sino que uno
solo de estos seres vale más que la totalidad del universo físico, incluida toda la inmensidad
sideral... Se trata de la persona que, por eso, es el centro de la creación.
El tema del ser humano como persona fue tratado en parte en Antropología
Filosófica -quienes han cursado esta materia tal vez lo recuerden-. Aquí vamos a retomarlo,
pero desde una mirada metafísica. Se trata de una cuestión decisiva. Lo que uno piense
acerca de la persona determina en buena medida toda su visión del mundo y de Dios. Es
muy frecuente, aun para quienes tienen fe, tener inadvertidamente una idea racional acerca
del ser humano que en el fondo es incompatible con el cristianismo. Nos encontramos ante
uno de los temas en los que se hace más necesaria esa purificación o defensa de la razón
como requisito previo para la fe de la cual hablábamos en la primera clase.
haber sido el primer hombre adulto que pudo experimentar de nuevo esa satisfacción
prohibida, gracias a que, al transformarse de nuevo y dejar de ser Hyde, no pagaba las
consecuencias de sus actos antisociales. Todo hombre común, en cambio, debe resignarse a
la poca satisfacción que le permiten y se permite obtener.
Es frecuente que nosotros nos experimentemos así a nosotros mismos, como
inmersos en una lucha diaria entre Jekyll -lo superior, lo espiritual, lo moral, lo religioso-
contra Hyde -lo inferior, lo profundo, lo animal, lo inmoral-… Inclusive, algunas personas
se jactan de haber abandonado sus prejuicios y compromisos que les impedían ser felices,
para ser fieles a esa naturaleza bestial y espontánea que anida en su interior.
¿Debemos intentar vivir como Jekyll o como Hyde? ¿Cuál debería ser nuestra
opción de vida? Mucha gente se hace esta pregunta. Y tiene mucho mérito el esfuerzo de
quien intenta cada día reforzar su Jekyll y asfixiar su Hyde. Pero se trata de un esfuerzo
destinado al fracaso. Estamos ante una de esas preguntas “con trampa” que dan por sentada
una serie de ideas implícitas que deben ser aceptadas al momento de responder. Quien
optara por lo espiritual o por Jekyll -o tal vez por Hyde-, habría aceptado, quizás sin darse
cuenta, una idea metafísica del ser humano que deberíamos discutir aquí.
Comenzamos por esta idea metafísica inmanentista porque es un hecho que se ha
difundido tanto que es asumida en forma inconsciente por gran parte de la sociedad. Se
trata de una filosofía implícita que se da por sentada y que es discutida por pocos. Suele ser
aceptada por igual tanto por defensores de una vida religiosa o espiritual como por quienes
eligen una vida hedonista y egoísta, por los “moralistas” -que entienden la moral como un
mecanismo represivo-, como por los “inmoralistas” -que predican la liberación de nuestros
impulsos-.
Otras novelas del siglo XIX como Drácula o Frankenstein tuvieron este
denominador común: describir la irrupción de lo siniestro en medio de una cultura
aparentemente pacífica y decente. Por debajo de la corrección, siempre habitaría un río
subterráneo y primitivo de perversión, en cada uno de nosotros y en la sociedad toda.
Tenerlo contenido sería la función de la moral individual y social.
¿”Malestar en la cultura”?
Como en lo más profundo sólo deseamos placer, si lo obtuviéramos, no nos haría
falta nada más y no se produciría ningún desarrollo. El desarrollo humano, por lo tanto, es
un proceso de adaptación desde afuera hacia adentro. Es el producto de las limitaciones de
la cultura que, por ese motivo, según la expresión de Freud, provoca “malestar”, porque nos
impide hacer lo que en el fondo querríamos hacer.
Un médico amigo de Freud, Georg Groddeck, afirmaba, conforme a estas ideas, que
la vida es “como un baile de disfraces”. Durante la vida, nos vamos poniendo distintas
máscaras, vamos asumiendo una personalidad reconocible y un poco más humana, nos
vamos “individualizando”, pero, finalmente, nos vamos del baile como vinimos, sin
máscaras. Al momento de la muerte, esas máscaras no tienen ningún valor: volvemos a ser
ese monstruo de deseos que es genérico y no individual, porque todos los seres humanos
tenemos los mismos impulsos primitivos. Nuestra auténtica realidad habita en lo profundo
y no es personal.
¿Quién nos engaña? ¿Por qué nos engaña? ¿Quién es engañado? El engañador está
adentro y afuera de nosotros simultáneamente. El engañador es el Todo -hay que recordar
que todo inmanentismo es un monismo: sólo existe un único ser- o, en otras palabras, la
“especie”. La especie necesita que los individuos se reproduzcan, por eso es que los engaña
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con el enamoramiento para que cumplan con sus fines. El amor no está pensado para la
felicidad de los individuos, sino sólo para el bien de la especie. En esto radica el hecho de
que elegimos tan mal en el amor, de que nos dejamos llevar por inclinaciones que parecen
locuras y que terminan siendo trágicas ¿Qué buscamos en el fondo? Sin darnos cuenta,
somos manejados por la especie que busca la mejor pareja sexual y biológica, no el mejor
encuentro humano.
De aquí que toda relación amorosa se reduzca a lo inferior nuestro, a lo sexual en el
fondo, y a lo genérico. Nunca el amor es un encuentro individual, personal. Es una pasión
ciega. Como ningún amor busca nuestra felicidad, todo amor es trágico. De aquí que todas
las novelas de amor del siglo XIX terminan mal.
¿Qué significa que el engañador también está en nuestro interior? Que nuestro ser
más profundo, nuestro Ello impersonal, es el representante de la especie en nosotros.
Nuestro yo, nuestro ser individual y personal, que nos constituye como una persona distinta
de las demás, es sólo una máscara, una instancia superficial y cambiante. De aquí que todo
ser humano en el fondo busca placer -y, al hacerlo, cumple con la especie- y las personas
son para él un medio para alcanzarlo. Si yo trato bien a otra persona, con delicadeza, en el
fondo esto no son más que una estrategia para llegar al momento sexual, que es el único
que interesa de verdad. Conforme a esta concepción, el amor es una expresión superficial
del deseo sexual.
Ahora bien, una vez que ese objetivo está cumplido, a la especie ya no le interesa
conservar el engaño. De aquí que, con el paso del tiempo, descubrimos que en verdad no
queríamos a la persona que creíamos querer, y el engaño da lugar al resentimiento…
No es raro que una persona piense que el amor es una situación mágica, de
idealización y proyección, que un día llega y al tiempo se va inexorablemente…
Comunicabilidad e incomunicabilidad
Puede ser útil sumar dos términos más técnicos a la descripción de estas ideas.
Conforme a la visión dualista, el ser humano es comunicable en su ser (o comunicable
ontológicamente) e incomunicable en su obrar (u operativamente). La segunda propiedad
se deriva de la primera.
Se trata de algo que ya hemos comentado: si lo más profundo son los deseos
genéricos e impersonales, comunes a la especie, somos comunicables ontológicamente (es
decir, nuestro ser es común, genérico, y no individual, único e irrepetible; nuestra
individualidad personal sólo es una instancia superficial y pasajera). Y, por lo tanto, somos
incomunicables operativamente (cuando nos acercamos a otro ser humano, por detrás de la
pantalla de amabilidad que podamos anteponer, por detrás de Jeckyll, nuestra verdadera
intención es satisfacer nuestros deseos profundos impersonales utilizando a esa persona;
por detrás, entonces, siempre espera Hyde. No podemos -ni nos interesa- encontrarnos
realmente con nadie). Es que un verdadero encuentro es imposible. Nunca puedo querer a
otro por lo que es, porque nadie es verdaderamente individual. Somos buscadores de placer,
y las personas son medios para obtenerlo.
La figura literaria clásica del Don Juan nos ofrece un claro ejemplo de lo
considerado en el punto anterior.
¿Qué busca un Don Juan al intentar seducir a muchas mujeres? Un dualista
respondería que busca satisfacer sus deseos más profundos. Un Don Juan sería un hombre
hipersexual, que se anima a liberar sus deseos de todas las represiones que la sociedad
quiere imponerle a través de las convenciones y prejuicios morales. Recuérdese que, para el
dualismo, el encuentro con otro no es nuestro deseo más profundo, sino que el otro es un
medio para la satisfacción de lo impersonal.
Para una concepción personalista, en cambio, el sexo es una expresión de la
dimensión más profunda de la persona, dimensión que busca encuentro, comunicación.
Sólo en ese contexto -como “expresión física de algo metasexual”, según Frankl- la
sexualidad es satisfactoria, aun físicamente ¿Quién es un Don Juan, entonces? Quien ha
visto frustrado por algún motivo, su profundo deseo de relación personal e intenta
compensar esa frustración con una sexualidad desintegrada y compulsiva ¿Qué busca un
Don Juan, entonces? Intenta compensar un déficit profundo a través de una sexualidad
“pura” que no es su deseo auténtico, sino sólo un producto débil e insatisfactorio. Un Don
Juan, por eso, es hiposexual (la psiquiatría actual suele decir, además, que en muchos casos
tiene elementos homosexuales).
¿Cuál es la diferencia entre salvar a las ballenas y salvar a los seres humanos?
¿Por qué hablamos, por ejemplo, de “salvar a las ballenas” o a algún otro animal?
Porque su especie está amenazada. Y conservar la especie es un bien importante.
Cuando hablamos, en cambio, del ser humano, nos opondríamos a todo intento de
alcanzar el bien de la especie (o del estado, o de cualquier “Todo”) a costa del sacrificio de
algunos individuos –eso es lo que han propuesto los terribles totalitarismos del siglo XX,
por ejemplo-. En el caso del hombre, interesa cada uno. Cada uno tiene un valor absoluto.
Lo que para los animales nos parece justo y deseable, nos parecería abominable para
el ser humano ¿Por qué? ¿Cuál es el fundamento de esta dignidad especial del ser humano?
Nótese que aquí también es muy importante buscar una respuesta filosófica y racional
previa a la respuesta de la fe. Por lo demás, se trata de la única fundamentación que
podríamos esgrimir ante la sociedad para promover una profunda defensa de la persona,
puesto que no tendríamos derecho a exigir que todos atendieran a los motivos religiosos.
“Tú no morirás”
Este ser definitivo de la persona la hace trascender el tiempo y afincarse en la
eternidad. Cada vez que tocamos, que alcanzamos, a otra persona, hay que nunca más
cambiará, una cierta eternidad. Inclusive a un nivel existencial, experimentamos esa
eternidad ante la muerte de una persona o ante las obras de la persona (la cultura, el arte,
implican conferir una dimensión de eternidad a algo material o, más bien, permiten a una
cosa material ser reflejo de una existencia eterna; nuestra admiración ante grandes obras de
arte, por ejemplo, ante las que experimentamos esa sensación de eternidad, es admiración
frente a la eternidad propia del ser personal reflejado en su obra). El filósofo Max Scheler
expresaba esta idea al decir que amar significa decirle a alguien “tú no morirás”.
Tiempo y eternidad
Así como no somos puramente espirituales (sino una unitas multiplex que incluye la
espiritualidad en nuestro centro), así también no somos puramente eternos. En nuestra vida,
se encuentran eternidad y temporalidad. Nuestro tiempo es como un despliegue de algo
eterno. De aquí que nuestra existencia temporal pueda tener una unidad y una dirección.
Nuestra vida es histórica porque, por ser materiales, no alcanzamos nuestra plenitud sino a
través de un proceso dramático que puede tener avances, retrocesos, huidas, conversiones,
crisis… Pero, por detrás de este proceso, se juega algo eterno y definitivo.
El “autodistanciamiento”
En ciertos casos una “separación” interior podría ser hasta deseable. Cuando tengo
algún grado de desintegración interior -recordemos que esto siempre puede darse a nivel
relativamente superficial, ya que mi fondo más profundo siempre es bueno- es muy
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importante llegar a darse cuenta de que se trata de algo que me sucede pero no de lo que
soy yo. Si, por ejemplo, tengo un trastorno obsesivo a nivel psicológico, es indispensable
para superarlo que llegue a darme cuenta de que esas ideas desintegradas que me atacan no
son mi ser más profundo, sino algo que me pasa.
De forma similar, este autodistanciamiento -el término es de Frankl- es fundamental
en quien tiene un dolor crónico. Yo no soy el dolor. Mi ser más profundo es sano, tiene un
sentido y yo puedo tomar una postura frente al dolor que me aqueja gracias a él.
Aun un psicótico -un “loco”- puede tener un margen en ciertos momentos para esa
lucidez que lo eleva por sobre los condicionamientos.
¿Qué dimensión mía es la que puede distanciarse del resto en esas situaciones? Una
vez más, mi centro más profundo, de naturaleza espiritual.
…
Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.