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Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida

frente a su rostro, contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la
ventana adquiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario.
La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas.
Una de mis hermanas dijo:
- “La primera que pierda su sombrero, se morirá antes que las otras…”
Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la
primera en morir.
Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso
que de un momento a otro, podría despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en
Susana, en mí misma, y mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se
acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la
almohada.
El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos.
Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente:
- “No me gustan estos juegos”- y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra
el suelo.
Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros
velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más
próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero.
Era la segunda noche que, desde mi cama, oía abrir la puerta que daba al jardín y los mismos pasos cautelosos
que se alejaban de mi ventana. Como si esa salida misteriosa, por la puerta más cercana a la calle, entrañase
un peligro, un mundo nuevo e ignorado en la vida de alguna de mis hermanas, yo permanecía despierta
esperando que regresaran.
Incapaz de adivinar quién era, esa noche me propuse comprobarlo, y después de aguardar a que los pasos se
perdieran en el fondo del jardín, me levanté con la mayor cautela, y envuelta en una manta oscura, salí al patio
iluminado por la luna llena.
Los grandes paraísos de la calle Tronador trazaban enormes senderos de penumbra sobre los muros de la casa.
Avancé agazapada, procurando que mi sombra no se alargara demasiado, hasta guarecerme detrás de una
palmera desde donde se dominaba el fondo y ambos lados de la casa.
A pesar de que la luna me permitía seguir los menores recodos del camino, no vislumbré a nadie en ninguna
parte. Supuse que los pasos se hubieran encaminado hacia la calle, pero comprobé que el candado del portón
se hallaba en su sitio habitual.
De pronto descubrí que una forma se movía en la parte más clara del jardín. Apoyaba contra un árbol, envuelta
en un amplio poncho que había pertenecido a mi padre, después de mirar el cielo unos instantes, abrió los
brazos para desembarazarse de él.
Desnuda, silenciosa, inmóvil, su cuerpo se destacó contra la porción oscura del grueso tronco. Sin un
estremecimiento, como si esperase algo, permaneció en esa actitud minutos. Cuando se inclinó para recoger el
poncho, regresé apresuradamente a mi cuarto, y ya en la cama oí su pasos sigilosos, la puerta que se cerraba
suavemente.
A la noche siguiente, oculta tras la palmera, la vi, de nuevo, reclinaba contra un árbol, desnuda por completo,
resplandeciente de luna. Pero no había transcurrido un minuto cuando percibí que un hombre se acercaba,
silbando, por la calle Tronador. Al llegar al límite de nuestra verja, el silbido se detuvo. Amedrentada, estuve a
punto de gritarle que se cubriese, por más que era imposible verla desde la calle. Pero ella también había oído,
y, apresuradamente, recogió su poncho para regresar a la casa.
Aunque demoré el sueño muchas veces, la escena no volvió a reiterarse.
Un día que buscaba un libro en el dormitorio de Marta, descubrí, entre sus cosas, un método para adquirir
belleza. Algunas hojas dobladas señalaban una receta que consistía en salir, desnuda, en una noche de luna
llena. Bastaba hallarse algunos minutos en contacto completo con su luz fría, para lograr una seducción
irresistible. Era evidente que, al sumergirse tres veces consecutivas en ese baño de luna, ella esperaba
intensificar su efecto.

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