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Había una vez, en un tranquilo barrio, vivía un joven llamado Alberto.

Era conocido por su


ingenio y su afán por ayudar a todos en su comunidad. Siempre estaba dispuesto a tender una
mano amiga, ya fuera para reparar una bicicleta, cuidar las plantas de un vecino o simplemente
escuchar a aquellos que necesitaban desahogarse.

Un día, el campeonato anual de carreras de carritos de rodillos se aproximaba al barrio. Todos


los niños y niñas estaban emocionados por participar, excepto Mateo, un niño que recién se
había mudado. Mateo se sentía desanimado, ya que no tenía su propio carrito y, por lo tanto,
no podía competir.

Enterado de esto, Alberto decidió hacer algo al respecto. Utilizando su creatividad, reunió
materiales de reciclaje, ruedas viejas y mucha cinta adhesiva. Pasó días construyendo un
carrito especialmente para Mateo. Lo decoró con brillantes colores y, con la ayuda de otros
vecinos, logró preparar el vehículo justo a tiempo para la competencia.

El día de la carrera, Alberto animó a Mateo, dándole consejos y brindándole apoyo. A pesar de
que el carrito de Mateo no era el más rápido, su determinación y el espíritu deportivo lo
llevaron a la meta. La comunidad aplaudió con entusiasmo, no tanto por el ganador, sino por la
amistad y el espíritu de colaboración que Alberto había inspirado en el barrio.

Desde entonces, el barrio se unió en una amistad más fuerte. Todos los niños y niñas, con o sin
carritos de carrera, comenzaron a jugar juntos, compartiendo momentos alegres y creando
recuerdos imborrables. Alberto, conocido cariñosamente como "El Constructor de Sueños",
demostró que la verdadera victoria no reside en el primer lugar, sino en la solidaridad y la
felicidad que se generan al ayudar a los demás.

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