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Nairobi: el comienzo
En el mostrador alto que hacía las funciones de recepción del hotel había
una hermosa keniana, joven, fuerte y con carácter. Cuando entramos estaba
teniendo una bronca con un británico, también joven y con carácter -malo, por lo
que se vio- aunque ni hermoso ni fuerte. Cuando se fue, la mujer nos explicó lo
borde y maleducado que había sido el tipo. Tras las oportunas diligencias nos dio
las llaves de nuestras habitaciones y subimos a instalarnos.
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Es curioso, pero no recuerdo que comiéramos aquel día hasta bien entrada
la tarde. Comenzamos a andar y, afortunadamente, Telle es de los que tienen buen
sentido de la orientación y excelente memoria visual. Por la avenida Haile Selassie
bajamos hasta la Uhuru Highway, la autovía de la libertad, ¡vaya nombre
impresionante! y, en un momento dado giramos hacia el nordeste por la Lusaka
Road. Pronto dejamos atrás la zona más céntrica: las aceras de baldosas fueron
sustituidas por tierra, había abundantes solares sin edificar, árboles por todas
partes -muchos de ellos exóticos para África, por cierto- mucho tráfico y, como
sería norma en todo el viaje, mucha gente andando. También vimos abundantes
milanos negros, especie también presente en España en la época de cría, aunque
resultaba extraño ver tantos en una ciudad.
Como es lógico, la inmensa mayoría de las personas con las que nos
cruzábamos o caminaban en nuestra dirección, que conducían todo tipo de
vehículos o descansaban bajo los árboles, eran negros. Negros con distintas
tonalidades de piel, aunque mi ignorancia no me permitía siquiera especular con la
pertenencia de cada uno a un grupo étnico u otro. Lo natural era ser negro. Y lo
digo en sentido evolutivo: la humanidad tuvo su origen en África, así que los
antepasados de todos nosotros eran negros, y el tener la piel sonrosado-
blanquecina y sensible al sol me parecía una lamentable pérdida. Un sentimiento
potente me iba invadiendo: tenía la sensación de haber vuelto a la casa familiar.
Ahora no se trataba de estar contemplando la historia de la ciudad, si no de estar
sintiendo nuestra propia historia como especie.
Sin dejar de intentar asimilar todo lo que veía, ni de dar vueltas a todo tipo
de reflexiones, abandonamos la calle principal y, después de callejear un poco –
calles Dunga, Bandari,..- llegamos a la zona donde íbamos. Dimos pronto con la
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nave de “Rasul's Car Hire & Tours Ltd.” en Butere Road, que era como se llamaba el
negocio de alquiler de coches que buscábamos. Rasul, el dueño, que nos atendió
personalmente, era indio y, como pudimos comprobar a lo largo de nuestras
distintas estancias en Nairobi, eso no era la excepción si no la norma, o al menos la
generalidad: al frente de negocios de todo tipo se encontraban indios y
paquistaníes que, y esto era una sensación muy personal, trataban a los africanos
negros con cierto aire de altiva superioridad.
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Desde allí continuamos camino, ya con un hambre más que regular, hasta
desembocar en la calle Kimathi y, girando al noroeste, llegar hasta el hotel Nuevo
Stanley en cuya terraza habíamos quedado con un primo de José Luis.
José Luis tiene un primo hermano que se dedica -al menos lo hacía
entonces- a organizar viajes para europeos por África oriental desde su base en
Tanzania, donde tiene una agencia. Nos iba a poner un poco al día de la situación
del país y, sobre todo, nos iba a aconsejar sobre nuestra pretendida incursión en el
norte árido del país, en la zona del lago Turkana (en los tiempos de la colonia
llamado lago Rodolfo y, mucho más hermoso, también llamado Mar de Jade).
Por fin llegó el primo de José Luis, con su hija pequeña y una amiga que
pasaba unos días con ellos. Él vivía a caballo entre España y Tanzania, aunque los
viajes que organizaba le obligaban a pasar frecuentemente por Kenia. Empezó a
hablarnos de algo que, por aquel entonces, nos parecía que estaba restringido a
Irán y poco más: según él, empezaba a haber brotes de integrismo musulmán en
Tanzania y, sobre todo, en Kenia. Recomendaba prudencia. En nuestros largos
paseos por Nairobi todas las veces que recalamos allí, a veces veíamos grupos de
hombres que escuchaban a un orador con pinta de estar enfadado pero, en honor a
la verdad, hay que decir que en ningún momento tuvimos ninguna sensación de
que pudiera haber problemas, al menos problemas derivados de nuestra condición
de blancos infieles.
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