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Capítulo 5

Nairobi: el comienzo

Allí estábamos. El cielo nublado de Nairobi nos daba la bienvenida ¡Karibu!


Tras recoger mochilas y petates, nos dirigimos al control de pasaportes, donde los
trámites aduaneros fueron rápidamente resueltos por el eficiente personal del
aeropuerto Jomo Kenyatta. Salimos del edificio de la terminal y buscamos un taxi
para dirigirnos al centro.

Primera sorpresa, el taxi


era absolutamente británico:
sólido, grande, negro y
reluciente, al más puro estilo
londinense. Otra herencia de la
ex-metrópoli: se conduce por la
izquierda. Por aquel entonces,
José Luis y Telle eran los que
más inglés sabían, así que eran
los encargados de la
comunicación. Le indicaron al
taxista nuestro deseo de ir al
hotel Hermes, donde ya se
había alojado Telle en
anteriores viajes: situado en
Lilian House, estaba
relativamente céntrico y era barato, muy barato.

Mientras íbamos hacia la ciudad, Mario y yo parecíamos niños pequeños, nos


movíamos sin parar para registrar todo lo nuevo que veíamos: gente, árboles,
tierras de colores, casas,.... o bien nos quedábamos absortos con la nariz pegada a
la ventanilla. Mucha gente por las carreteras y calles, gente tumbada en los
parques, bueno, en las zonas con árboles, en autobús, en coche, en bici, andando,
gente cortando la maleza de las cunetas con herramientas que parecían un cruce
entre hoz y machete,...

Llegamos al hotel, y en la esquina, a pocos metros de la puerta, varios niños


se metían dentro de un gran contenedor metálico de basura buscando algo útil: la
realidad africana también nos daba la bienvenida ¡Karibu!

En el mostrador alto que hacía las funciones de recepción del hotel había
una hermosa keniana, joven, fuerte y con carácter. Cuando entramos estaba
teniendo una bronca con un británico, también joven y con carácter -malo, por lo
que se vio- aunque ni hermoso ni fuerte. Cuando se fue, la mujer nos explicó lo
borde y maleducado que había sido el tipo. Tras las oportunas diligencias nos dio
las llaves de nuestras habitaciones y subimos a instalarnos.

El hotel, de no demasiadas estrellas, estaba ocupado básicamente por


kenianos y su bajo precio estaba bastante justificado por su pobre estado de
conservación. Tras la marcha del británico airado nos convertimos en los únicos
blancos del edificio. Telle y yo teníamos una habitación que daba a la fachada
principal y, al fondo de la cercana Avenida Moi, estaba la estación de tren, la
Nairobi Railway Station, el punto donde había empezado la ciudad. ¡Estábamos
contemplando la historia!

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Estación de tren de Narobi: el origen de la ciudad

Tras quedarnos un rato mirando por la ventana, en mi caso empapándome


de aquel cúmulo de sensaciones nuevas, sacamos algunas cosas de las mochilas y
bajamos a encontrarnos con nuestros colegas. Teníamos que ir a alquilar un coche
para marcharnos de la ciudad al día siguiente. Por delante, una larga caminata
hasta llegar al sitio de alquiler que también recordaba Telle de sus otros viajes.

Es curioso, pero no recuerdo que comiéramos aquel día hasta bien entrada
la tarde. Comenzamos a andar y, afortunadamente, Telle es de los que tienen buen
sentido de la orientación y excelente memoria visual. Por la avenida Haile Selassie
bajamos hasta la Uhuru Highway, la autovía de la libertad, ¡vaya nombre
impresionante! y, en un momento dado giramos hacia el nordeste por la Lusaka
Road. Pronto dejamos atrás la zona más céntrica: las aceras de baldosas fueron
sustituidas por tierra, había abundantes solares sin edificar, árboles por todas
partes -muchos de ellos exóticos para África, por cierto- mucho tráfico y, como
sería norma en todo el viaje, mucha gente andando. También vimos abundantes
milanos negros, especie también presente en España en la época de cría, aunque
resultaba extraño ver tantos en una ciudad.

Como es lógico, la inmensa mayoría de las personas con las que nos
cruzábamos o caminaban en nuestra dirección, que conducían todo tipo de
vehículos o descansaban bajo los árboles, eran negros. Negros con distintas
tonalidades de piel, aunque mi ignorancia no me permitía siquiera especular con la
pertenencia de cada uno a un grupo étnico u otro. Lo natural era ser negro. Y lo
digo en sentido evolutivo: la humanidad tuvo su origen en África, así que los
antepasados de todos nosotros eran negros, y el tener la piel sonrosado-
blanquecina y sensible al sol me parecía una lamentable pérdida. Un sentimiento
potente me iba invadiendo: tenía la sensación de haber vuelto a la casa familiar.
Ahora no se trataba de estar contemplando la historia de la ciudad, si no de estar
sintiendo nuestra propia historia como especie.

Sin dejar de intentar asimilar todo lo que veía, ni de dar vueltas a todo tipo
de reflexiones, abandonamos la calle principal y, después de callejear un poco –
calles Dunga, Bandari,..- llegamos a la zona donde íbamos. Dimos pronto con la

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nave de “Rasul's Car Hire & Tours Ltd.” en Butere Road, que era como se llamaba el
negocio de alquiler de coches que buscábamos. Rasul, el dueño, que nos atendió
personalmente, era indio y, como pudimos comprobar a lo largo de nuestras
distintas estancias en Nairobi, eso no era la excepción si no la norma, o al menos la
generalidad: al frente de negocios de todo tipo se encontraban indios y
paquistaníes que, y esto era una sensación muy personal, trataban a los africanos
negros con cierto aire de altiva superioridad.

Apalabramos para el día siguiente el coche con el que íbamos a recorrer


parte del país: un pequeño Suzuki de dos puertas, maletero más que reducido y,
eso sí, techo de fibra que se podía desmontar y, permitía ponerse de pie en el
asiento de atrás -disputándose el sitio con el propio techo- y sacar medio cuerpo
por el hueco para observar y fotografiar. Era rojo y blanco, pequeño y barato, con
matrícula KYV-610 (todas las matrículas de Kenia empiezan por K), y esperábamos
que no nos dejara tirados en ningún sitio.

Plano de Nairobi, Yahoo!

De vuelta al centro, hicimos la obligatoria visita a una librería: nos dirigimos


a la calle Mama Ngina y, en la “Prestige Book”, compramos algún que otro libro -
dejamos el grueso de las compras para el final del viaje- y, sobre todo, mapas. En
el punto de lectura que me dio el encargado de la librería al pagar y que, por
supuesto, conservo y utilizo, hay varias cosas curiosas: un calendario de los tres
meses siguientes (estaban actualizados), el horario de apertura (cosa lógica), la
dirección del establecimiento con alguna pista (cerca del cine ‘Siglo XX’), y una
bella frase: “Pon tu vida en movimiento...lee un libro y crece!” (Un breve
paréntesis: Mama Ngina es el nombre popular de Ngina Kenyatta, de soltera
Muhoho, casada en 1951 con el primer presidente del país y madre, entre otros, del
candidato presidencial Uhuru Kenyatta).

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Desde allí continuamos camino, ya con un hambre más que regular, hasta
desembocar en la calle Kimathi y, girando al noroeste, llegar hasta el hotel Nuevo
Stanley en cuya terraza habíamos quedado con un primo de José Luis.

El Stanley y el Norfolk son dos hoteles con aroma colonial y un tanto


nostálgico, como de película de “aquellos buenos viejos tiempos”, cuando todo
estaba en “orden”: los blancos mandaban, como tiene que ser, y los negros eran
sirvientes en su propia tierra. A pesar de llevar sólo unas horas en el país, ya me
preguntaba si las cosas habrían cambiado lo suficiente o si la gran liberación aún
estaba pendiente.

José Luis tiene un primo hermano que se dedica -al menos lo hacía
entonces- a organizar viajes para europeos por África oriental desde su base en
Tanzania, donde tiene una agencia. Nos iba a poner un poco al día de la situación
del país y, sobre todo, nos iba a aconsejar sobre nuestra pretendida incursión en el
norte árido del país, en la zona del lago Turkana (en los tiempos de la colonia
llamado lago Rodolfo y, mucho más hermoso, también llamado Mar de Jade).

Mientras esperamos al primo,


pedimos unas hamburguesas ¡por fin! y
unas cervezas. Ese fue nuestro primer
contacto con la espléndida cerveza Tusker,
fabricada en Kenia a pesar de su nombre
inglés, de medio litro, y realmente buena
(y lo dice un buen aficionado a la cerveza).
La traducción del nombre sería algo así
como “el que tiene colmillos”, y se aplica
sobre todo a elefantes, como el de la
etiqueta, y jabalís.

Comimos y bebimos en la terraza


del Stanley, presidida por un gran árbol en
cuyo tronco es costumbre dejarse
mensajes entre viajeros ¡¿cómo mola?!
Creo recordar que el árbol en cuestión era
la acacia llamada árbol de la fiebre: al
crecer en zonas bajas y húmedas, ideales para los mosquitos, los primeros
europeos que visitaron la zona pensaron que los propios árboles eran los causantes
de la malaria.

Por fin llegó el primo de José Luis, con su hija pequeña y una amiga que
pasaba unos días con ellos. Él vivía a caballo entre España y Tanzania, aunque los
viajes que organizaba le obligaban a pasar frecuentemente por Kenia. Empezó a
hablarnos de algo que, por aquel entonces, nos parecía que estaba restringido a
Irán y poco más: según él, empezaba a haber brotes de integrismo musulmán en
Tanzania y, sobre todo, en Kenia. Recomendaba prudencia. En nuestros largos
paseos por Nairobi todas las veces que recalamos allí, a veces veíamos grupos de
hombres que escuchaban a un orador con pinta de estar enfadado pero, en honor a
la verdad, hay que decir que en ningún momento tuvimos ninguna sensación de
que pudiera haber problemas, al menos problemas derivados de nuestra condición
de blancos infieles.

La conversación continuó al calor de las cervezas y, tras repasar la situación


de pobreza que se vivía en buena parte de Tanzania, llegamos al viaje al Turkana.
Nuestra intención inicial era ir al sureste del lago e intentar visitar el Parque
Nacional de la Isla Sur que, con una extensión de 3.900 hectáreas, era un enclave
privilegiado para observar hipopótamos y, sobre todo, grandes cocodrilos del Nilo.

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De aquí tampoco nos traía muy buenas noticias. Al parecer, el acceso a la


parte oriental del lago estaba francamente complicado en aquellos días: partidas de
bandidos somalíes asaltaban, atracaban y, con bastante frecuencia, mataban a los
que se aventuraban por aquellas carreteras muy poco transitadas, de forma que el
gobierno keniano detenía a los vehículos que se dirigían hacia el norte, les obligaba
a formar convoyes y les suministraba protección militar antes de dejarles continuar.
Un problema añadido era que, dado el escaso número de vehículos que circulaban
por aquellas rutas desérticas, el tiempo necesario para formar un convoy del
tamaño requerido por el ejército era absolutamente imprevisible. Aquello nos
dejaba pocas opciones.

Tras decidir ir al lado occidental del lago Turkana, aparentemente más


seguro, y despedirnos de quien nos había proporcionado la primera información
directa que teníamos del país, volvimos al hotel caminando despacio bajo nuestra
primera noche africana. Finalmente, aquel largo, nuevo, intenso y maravilloso día
tocaba a su fin ¡Karibu!

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