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Las tres caras de Eros

Antología de cuento erótico

Stephany Domínguez

Viridiana Perusquia

Elizabeth Llanos
Galería Creativa
Copyright © 2022 Elizabeth Llanos Galería Creativa

Título: Las tres caras de Eros


Autoras: Stephany Domínguez
Viridiana Perusquia
Elizabeth Llanos
Portada: No Soy Artista

Octubre de 2022 · Primera edición

Copyright © 2022 Elizabeth Llanos Galería Creativa

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio electrónico o mecánico sin
autorización por escrito de las autoras.

ISBN:
Sello: elizabeth Llanos Galería Creativa

Contents
Title Page

Copyright

PRESENTACIÓN

FUGA

ANIVERSARIO

LA VISITA

QUERIDO DIARIO

EL UNIVERSO EN SUS OJOS

ENTRE LIBROS Y ANAQUELES

POR EL RESTO DE LA NOCHE

AZUL

LA ÚLTIMA NAVIDAD

ESPÉRAME EN MONTREAL

PRESENTACIÓN

Durante muchos años, el erotismo solo tuvo voces masculinas, pero ya no es ese
tiempo. Hoy por hoy, las mujeres nos hacemos cargo de nuestra sexualidad y
miramos de frente a los ojos del mundo para contar nuestras historias desde la
perspectiva femenina.

LAS TRES CARAS DE EROS es una tentadora ventana hacia el erotismo


femenino, diez historias y tres autoras que se atreven a provocar la lectura de
hombres y mujeres para su propio placer y de quienes quieran compartirlo.

Stephany Domínguez, Viridiana Méndez y Elizabeth Llanos nos invitan a su


mundo interior e íntimo, a su perspectiva particular y a su propuesta literaria que
se suma a las voces de muchas más escritoras que han quitado el velo de la
sensualidad para dar paso a la libertad de sus palabras y sus actos en un tema que
es de lo más natural: el sexo.

LAS TRES CARAS DE EROS es publicado bajo el sello editorial Elizabeth


Llanos Galería Creativa, que se caracteriza por lanzar libros escritos por autoras
que inician su camino de letras, impartir cursos para quienes tienen la inquietud
de comenzar a escribir y publicar sus historias, creando en los últimos años una
comunidad literaria libre, segura y sorora.
Nació el 28 de noviembre de 1982 en la ciudad de Puebla de los Ángeles. La
comida, el café y el trabajo comunitario han sido siempre su gran adicción y
pasión; fue este último el que la llevó a descubrir otros mundos, incluida la
narrativa individual y colectiva.

La pandemia, el encierro y la necesidad de sentirse libre, desnudó otro personaje:


la escritora.

Junto con otras mujeres, valientes y libres, hoy participa en la antología


“Historias de amor, desamor, locura y más amor” Vol. III acompañadas de
Elizabeth Llanos Galería Creativa.
Facebook: Brenda Stephany

Instagram: @breste_28

FUGA
Despierto en la madrugada, estás a mi lado en la cama, las sábanas revueltas
entre nuestros cuerpos y la ropa que usamos el día anterior. Te veo durmiendo
profundamente y mi atención se centra en tus labios. Recuerdo tus besos. Estos
besos destilados y vueltos licor añejo, líquido transparente y con gran cuerpo que
no se desvanece en nuestras gargantas rasposas y melosas con sabor a ti y a mí.

Cierro los ojos, vuelvo a saborearlos y mi pasión despierta. Te beso el cuello y


deslizo un dedo por tu espalda. Abres los ojos y puedes ver mi deseo ardiente a
través de los míos. Tus sentidos se alertan y reaccionan, no ponen resistencia. El
sueño puede esperar. Nos besamos, nos tocamos y formamos un solo cuerpo.
Este cuerpo, deliciosa masa estrujada, moldeada y preparada al toque del aceite
hirviendo que nos conducen a un íntimo momento entre mis muslos y tus
piernas.

No sé cuánto tiempo permanecemos así, unidos, separados y vueltos a unir. El


cansancio nos vence.

Despierto en la mañana, el sol toca mi rostro, sigo en la cama, pero tú no estás a


mi lado. Las sábanas siguen revueltas, pero solo mi cuerpo con ellas. Un dolor
en el pecho me hace cerrar los ojos, cubrirme la cara con las manos. Al cabo de
un rato, abro los ojos y solo veo las palmas de mis manos. Estas palmas que
guardan en cada surco, las memorias de nuestras ansias insaciables. Poderosas
armas de control desmesurado y consciente sincronía palpitante entre nuestros
dedos enredados de pasión y deseo. Vuelvo a dormir, esperando encontrarte en
mis sueños.

ANIVERSARIO
Mientras doblaba la ropa de los niños recién lavada y la acomodaba en los
cajones correspondientes, Esther meditaba sobre cuál sería la mejor manera de
festejar su aniversario. Este abril cumplirían veintidós años de casados y quería
que fuera algo especial.
Por el confinamiento, no pudieron celebrar los veinte años como lo habían
planeado… bueno, como ella lo había imaginado. Sus pensamientos hicieron un
recorrido por los últimos dos años y la distancia que había crecido entre ambos,
con tantas cosas encima, con tantos miedos sumados; como a casi todo el
mundo, las tareas en casa, el cuidado de los niños y el encierro se habían
multiplicado, llegando hasta el hartazgo.

Empezó por hacer una lista mental de las cosas que podrían suceder. Una cena
romántica en casa implicaría más trabajo para ella y, tal vez, algo muy pequeño
para celebrar veinte años de estar juntos. Un viaje, pensó, eso implicaría
conseguir a alguien que cuidara a los tres pequeños monstruos, por lo menos
durante dos noches con sus tres largos días.

De pronto, su mente hizo un recorrido más largo, intentaba recordar cuándo


había sido la última vez que festejaron su aniversario a solas, como debería ser,
al menos desde su punto de vista. Cuándo fue la última vez que hicieron el amor
en un espacio distinto a su habitación, en un lugar distinto a su cama, en una
posición distinta a la habitual, sin la presión de guardar silencio para no
despertar a sus hijos y causarles un trauma; sin la prisa o el desgano... Esos
pensamientos no la abandonaron por dos semanas, la perseguían y ella los hacía
a un lado para no afrontar la realidad de la indiferencia o la resignación.

La fecha se aproximaba y Daniel no hablaba del tema, por el contrario, se


quejaba de los problemas que tenía en la empresa de la cual era socio. Ese duro
mes de febrero, que en pandemia se hacía insoportable, Esther tenía que reducir
los gastos domésticos al máximo y dejar de lado sus expectativas de festejar los
veinte años que llevaba a lado del hombre que hoy parecía un extraño, como un
compañero de casa, casi un rommie como le dicen ahora.

Para el mes de marzo, Esther estaba desesperada, angustiada, le llenaba de


miedo pensar que su vida era solo rutina, su matrimonio solo un contrato y que
sus expectativas de pareja y de amor se irían por la borda.

Una tarde, en el café semanal con su grupo de amigas, se atrevió a hablar del
tema.

—¿Cómo festejan sus aniversarios? —preguntó cuando una de ellas hablaba


sobre su cumpleaños y los planes que tenía con su marido.

Todas comenzaron a hablar de los festejos de los primeros años, llenos de amor,
de sexo y de vida en pareja. Todas coincidieron en que, el festejo, era ahora con
hijos incluidos: comidas, cenas, salidas y hasta viajes, en el caso de las que
acostumbraban vacaciones familiares. Como si el aniversario de bodas, para las
que lo festejaban, se convirtiera en un evento familiar a determinada edad.

Solo la más joven de las participantes de la tarde de café y postres, la hermana


menor y recién casada de una de sus amigas, le dijo que debería ir a una sex shop
, comprar ropa interior provocadora e irse a un motel y hacer algo nuevo.

—No estoy segura de que sea algo que Daniel esté dispuesto a hacer —
respondió Esther sonriendo y agradeciendo la recomendación, omitiendo que no
sabía lo que era una sex shop , que nunca había usado ropa interior provocadora,
que solo una vez había estado en un motel y que no tenía idea de a qué se refería
con intentar algo nuevo...

Pasaron dos semanas después de la charla de café con sus amigas y la idea no se
le quitaba de la cabeza. Entonces, decidió que, si no podía cambiar su realidad,
no quería afrontarla todavía y, por lo menos, haría algo que le despertara el
interés por su roomie .

Investigó todo lo que pudo investigar sin despertar sospechas en su esposo. Al


buscar en internet sobre las sex shop se dio cuenta de que eran, literalmente,
tiendas donde había una serie de cosas que no tenía idea de su existencia, cómo
funcionaban y mucho menos para qué servían. Decidió que eso era demasiado
por el momento, pero lo intentaría cuando la situación económica mejorara en
casa.

Con los ahorros que tenía, destinados para casos de emergencias, compró un
conjunto de ropa íntima en el súper, junto con la verdura y fruta de la semana.
Hizo una compra especial para el “postre” de la comida de aniversario que
estaba planeando, se decidió por fresas -aunque por ahora no podían
permitírselas-, chocolate líquido y un vino. Eligió un conjunto no muy caro, pero
provocador o, por lo menos, distinto de la ropa interior grande, cómoda y de
algodón que usaba desde que había nacido su hijo menor, ganando esos kilos
extra de los que no lograba deshacerse desde entonces.

Pasó a una farmacia que estaba fuera de su zona de compra habitual, donde sabía
que no podría toparse con algún conocido o vecino que pudiera reconocerla.
Después de dar diez vueltas en el pasillo de golosinas y comprobar que no había
nadie en el mostrador de medicamentos, se acercó y pidió un lubricante de
sabor… mejor dos lubricantes, por si un sabor no era tan agradable. Salió por el
pasillo poco transitado y vio un labial rojo, dudó en comprarlo pues no lo
volvería a usar jamás, pero finalmente lo tomó y pagó en la caja.

Era jueves y amaneció soleado como suelen ser los días de abril, Esther despertó
temprano, lo tenía todo planeado y necesitaba más horas de las habituales para
hacer el recorrido que había hecho en su cabeza durante semanas.

Estaba emocionada, se duchó y preparó café, respiró el agradable aroma que


inundaba la casa todas las mañanas; también hizo el desayuno, el lunch de los
niños y una colación para Daniel. Subió con una charola y le dio los bueno días,
cosa que no era habitual.

—¡Feliz aniversario! —dijo Esther.

—¡Feliz aniversario! —contestó Daniel con una sonrisa nerviosa, al mismo


tiempo que se mordía los labios para no hacer la pregunta, “¿es hoy?”. De
pronto, recordó que, unos días antes, Esther le había dicho que estaba
organizando una comida para su aniversario y que llegara temprano del trabajo.

En la charola había café, un girasol -la primera flor que Daniel le regaló-, unos
panqueques y una carta sellada con unos labios rojos. Daniel se extrañó, pero no
dijo nada. La abrió y leyó dos frases:

“Si llegas a tiempo, podrás comerme toda… Si llegas tarde, te devoraré


completo”.

Daniel se sorprendió al leer la nota, no pudo pronunciar palabra, pero sintió la


inmediata reacción de su miembro, como si le diera la respuesta a las miles de
preguntas que su cerebro le enviaba a mil por hora. Levantó la vista y no vio a su
esposa, esta vez vio a la mujer de la que se había enamorado hace veinticinco
años, con los labios pintados de rojo, un vestido floreado y un peinado distinto
que la hacía ver hermosa.

Antes de que él pudiera decir algo, Esther salió corriendo para llevar a los niños
a la escuela y terminar con todos los preparativos. Daniel se apresuró a bañarse y
correr para el trabajo.

La segunda frase en la nota era una dirección, la de su casa, con la hora en


negritas: “ 15:00 horas , no llegues tarde” .

Después del colegio, Esther pasó a casa de sus padres para dejar la bolsa de
dulces, botanas y palomitas que sus hijos comerían mientras verían una película
en la que fuera su casa por veinticuatro años antes de casarse.

La semana anterior, había pedido a sus padres que cuidaran de sus hijos durante
la tarde, les dijo que era su aniversario y Daniel la había invitado a comer a un
restaurante.

Llegando a casa, hizo una limpieza rápida de la casa y preparó la comida, algo
fresco para el calor. Adornó el cuarto de visitas, cambió las sábanas, encendió
velas en puntos estratégicos y colocó una mesa que adornó con más girasoles.
Hizo un camino con pétalos de rosas rojas desde la entrada de la casa hasta el
cuarto de visitas. Cortó flores de lavanda que ató en la regadera y, aunque hacía
calor, abrió el agua caliente para que el vapor impregnara el baño con su
delicioso aroma.

Tomó un baño lento como casi nunca lo hacía; impulsada por una extraña
sensación, tocó su cuerpo lenta y sensualmente con el jabón. Salió del baño y
permaneció completamente desnuda, tomó su celular y volvió a ver el video
explicativo sobre “ Cómo usar correctamente un lubricante”. Aunque seguía
dudando, los sacó de la caja donde guardaba papeles importantes que nadie
nunca revisaba. Abrió los lubricantes, menta y naranja, ambos olían bien, así que
los dejó sobre la mesa.

Acercándose la hora de llegada de Daniel, colocó el vino, el chocolate y las


fresas en la mesa con flores. Se puso el conjunto rojo y se vio al espejo, nerviosa
y excitada al mismo tiempo. Sacó el aceite de corteza de canela que le
recomendó la hermana de su amiga, vació unas gotas en aquel difusor de aceites,
un regalo de bodas que nunca había usado.

—Es el aceite de la armonía sexual —dijo su amiga cuando se acercó a ella para
preguntarle más sobre los aceites de los que habló toda la tarde en el café,
después de la charla acerca de recomendaciones para el aniversario.

Calculando que Daniel estaría terminando la jornada, le mandó una foto del
encaje de su tanga roja con el fondo de su piel. La imagen iba acompañada de la
frase: “ En espera impaciente...”
Daniel abrió la imagen y su reacción inmediata fue apagar la pantalla del celular,
como si alguien lo vigilara y se diera cuenta de que su esposa le había mandado
una foto “de ese tipo”. No sabía qué estaba sucediendo y la duda lo había tenido
a la expectativa toda la mañana, pero no se atrevió a responder el mensaje. No
salió de su oficina hasta que se bajó el color de su rostro y todo lo que estaba
creciendo en su ser.

Los minutos siguientes fueron eternos, entre el nervio y la desesperación,


producto de no saber qué hacer con lo que llamamos “tiempo libre”; la
expectativa de lo que sucedería en las siguientes horas y la ausencia de respuesta
de Daniel, aumentaban la fuerza de los latidos en el corazón de Esther.

Daniel llegó a casa y, en la cabeza de ambos, resonaba la pregunta: ¿y ahora


qué?

Esther lo esperaba recostada en la cama, vestida solo con el conjunto rojo de


encaje, una bata de seda que guardaba para ocasiones especiales y el labial rojo
que le cubría los labios. Daniel entró lento y expectante; al abrir la puerta, vio el
camino de pétalos rojos y el calor volvió a su cuerpo. Dejó sus cosas en el
perchero de siempre y siguió el sendero pasional, pasión como la que despertaba
en él después de no sabe cuánto tiempo.

El camino se detenía en la puerta del cuarto de visitas, se dio vuelta para buscar
otra pista, pero no encontró nada, solo escuchó la música que venía de la
habitación a la cual no entraba nunca y se animó a entrar.

El ambiente era distinto, abrió una puerta de su casa para entrar a un lugar
desconocido y alucinante. La música inundaba el ambiente, no reconoció lo que
escuchaba, pero lo envolvió; de alguna manera la música se mezclaba con el
aroma y una especie de vapor que le destapaba los poros y le llenaba los
pulmones, tampoco reconoció el aroma, pero era agradable. Era todo penumbra
por donde se colaban los rayos del sol que lo ponía todo caliente. En la cama vio
a Esther, casi desnuda e irreconocible, acostada con una postura distinta que no
sabía cómo describirla exactamente.

—Entra —dijo Esther con voz segura y seductora.

—Hola —contestó Daniel entrando tímidamente en la habitación.

—¿Vino o cerveza? —preguntó Esther un tanto imponente.


—¿Cerveza? —contestó Daniel confundido ante la situación.

—Siéntate —lo invitó Esther mientras destapaba la cerveza favorita de Daniel


—. Te daré una serie de instrucciones que deberás recordar y seguir al pie de la
letra. Tendrás una sola oportunidad para hacer preguntas.

—No entien… —comenzó a decir Daniel, pero fue inmediatamente silenciado


por Esther.

—No he terminado y no tienes permiso de hablar —Esther estaba transformada.

Daniel se sentía muy confundido, estaba a punto de decirle a su esposa que era
suficiente. ¿Qué está pasando? Pero también se sentía muy intrigado y
comenzaba a excitarle el juego, así que decidió continuar.

Esther le dio la cerveza y Daniel bebió casi la mitad de un solo trago. Una gota
de cerveza escurrió por la comisura de sus labios y, cuando iba a tomar una
servilleta, Esther se acercó a él, limpió la gota con un dedo, se acercó para
besarlo en el punto exacto donde iniciaba la caída y le mordió el labio. Acto
seguido, se acomodó frente a él, mostrándole los senos y levantándose de forma
sugerente.

—Desde este momento me llamarás Celeste — comenzó Esther— y seguirás


todas mis indicaciones. Haremos todo lo que yo te diga y, solo en una ocasión,
tendrás la oportunidad de pedir algo, así que piensa muy bien qué pedirás. ¿Has
entendido?

Daniel asintió y dio otro gran trago a su cerveza, sentía cómo la sed crecía en su
interior, igual que el bulto entre sus piernas.

Esther se quitó la bata de seda con la que acarició a Daniel, recorriendo


suavemente desde su cabeza hasta sus piernas, deteniéndose en su cara y cuello
pues sabía que era una zona especial y no desperdiciaría la ocasión para
extasiarlo con sus caricias.

Cuando llegó a los pies de Daniel, le quitó los zapatos junto con los calcetines y
le dio un pequeño masaje. Esther se levantó hasta ver a su esposo frente a frente,
lo besó en los labios; luego, conservando el silencio, tomó sus manos y lo puso
de pie para desvestirlo lentamente.
Comenzó con el cinturón, lo quitó muy despacio para no demostrar su
nerviosismo y torpeza, desabrochó el botón del pantalón, bajó la cremallera y lo
dejó caer al piso. En ese instante, Daniel intentó quitarse la camisa, pero Esther
lo detuvo.

—No tienes permiso de moverte —pronunció en tono enérgico.

Daniel se sintió confundido; bajo otras circunstancias, se hubiera sentido


ofendido y enojado, pero en ese momento, lo único que pasaba por su mente era
el gran deseo por la mujer que le ordenaba qué hacer: Celeste. Lo único que
atinó a hacer, cuando los inexistentes reclamos no salieron de su boca, fue apurar
su cerveza.

Mientras tanto, Esther metió la mano en el boxer de Daniel, pero no se lo quitó,


dio un pequeño apretón en el interior y Daniel sintió el impulso de tomarla entre
sus brazos y tirarla en la cama, pero se resistió.

Esther desabotonó con lentitud cada uno de los botones de la camisa, de abajo
hacia arriba. Por cada botón abierto, recorría con su boca el abdomen de Daniel
llenándolo de besos suaves y lentos, acompañados de mordiscos repentinos. Por
fin, quitó la camisa, la tiró al suelo y sentó a Daniel en la cama, empujándolo
hasta el centro. Siguió besándolo, tocándolo y chupándolo todo.

Daniel quedó desnudo por completo y Esther tomó unas bufandas de la silla en
la que había estado Daniel; le vendó los ojos con una corbata y le amarró las
manos con las bufandas. Era un nudo suave que Daniel podía desatar fácilmente
si quisiera, pero no tenía intenciones de hacerlo. Estaba más concentrado en lo
que Esther hacía, tratando de controlar sus impulsos, excitándose cada vez más y
más. Tenía tanto tiempo de no hacer el amor, que sentía que explotaría en
cualquier momento.

Las manos de Daniel permanecían atadas y sus piernas terminaron ligeramente


abiertas, amarradas a la base de la cama. Entonces, Esther colocó trozos de
fresas por todo el cuerpo de su esposo y roció un poco de chocolate líquido; se
había privado de ambas cosas por tanto tiempo que lo disfrutó al máximo.

Mientras recorría el cuerpo de Daniel, succionó y lamió aquellas zonas que sabía
que lo volvían loco, Esther sentía sus piernas mojadas por todos los fluidos que
salían de su centro, liberándola. Había llegado el momento.
Quitó la venda de los ojos de Daniel y se acomodó entre sus piernas, con la cara
frente al miembro lleno de chocolate y lo lamió hasta limpiarlo completamente.
Daniel sentía que no podía más.

Esther se sentó en él y comenzó a moverse de todas las formas que recordaba y


se tocó como había deseado que Daniel la tocara. Él intentó moverse, pero ella
se detuvo y lo inmovilizó; entendió la señal y se dejó llevar por su mujer.

Esther continuó con su danza, donde ella era la protagonista. Daniel observaba
hipnotizado a esa mujer que le parecía una extraña y su éxtasis lo sobrepasaba.

—¡Ya no puedo más! —fue el grito entrecortado de Daniel.

Esther sintió que todas las emociones y sensaciones perseguidas se concentraban


en un punto y estalló de placer.

En ese mismo instante, Daniel también estalló dentro de esa mujer quien no
parecía su esposa.

Después… solo quietud y silencio.

Celeste se levantó.

—Cuando quieras… o me necesites, llámame, soy Celeste —dijo Esther


mientras salía del cuarto.

LA VISITA
Sussana llevaba un par de meses saliendo con el hombre del que ya no recuerda
su nombre. Fue una relación corta, intensa y llena de experiencias de las que
nunca pensó que sería parte. Ese viernes, siempre eran los viernes, aquel hombre
que le atraía tanto sin saber por qué, pues nunca le pareció guapo, pasó por ella a
su trabajo.

Sabía que esa noche no llegaría a casa y eso la mantuvo feliz todo el día;
también sabía que la cena a la que irían era solo el preámbulo de una noche de
pasión, así habían sido casi todos sus viernes desde hacía dos meses. Así su
felicidad se transformaba en excitación.

Sussana subió al auto, respiró profundo y una chispa recorrió su cuerpo desde la
espalda hasta el pubis. Todo el ambiente estaba impregnado de la colonia del
hombre en el volante, vestido con traje gris rata, corbata roja y una rosa en la
mano que hacía juego con la corbata.

A Sussana no le gustaban las rosas, pero el gesto era lo que realmente importaba,
pensó. Se saludaron con un beso largo y apasionado, mientras él levantaba la
falda de Sussana con su mano derecha, al mismo tiempo que pasaba,
suavemente, la rosa roja por sus piernas, la entrepierna y el abdomen hasta
detenerse en sus senos para entregar la delicada flor.

No hablaron mucho de camino a la casa de sus amigos, la concentración de él


estaba en pasar de la palanca de velocidades a la entrepierna de Sussana, la
atención de ella estaba perdida entre sus sensaciones y la música perfectamente
seleccionada para el momento.

Llegaron a la cena y fue una noche agradable, era la primera vez que convivían
con amigos que no fueran los comunes.

La realidad es que Sussana no recuerda mucho de la velada, solo intentaba seguir


la plática y no demostrar su urgencia por salir de ahí, pero el hombre de ojos
profundos no se lo hacía sencillo. Continuamente le lanzaba miradas
provocadoras durante la cena, abría la boca de forma sugerente para introducir
un bocado, lamía con lentitud la cuchara llena de chocolate del postre y hacía
comentarios insinuantes que la ponían roja como la corbata que iba perdiendo el
nudo conforme la noche avanzaba.

Entonces, ella pensó en dar un paso para apresurar la salida, se disculpó y fue el
baño donde se retocó el maquillaje, arregló su cabello, se quitó las bragas y las
metió en su bolso.

Cuando volvió a la mesa, acercó la silla todo lo que pudo, gesto que fue
totalmente entendido por el hombre, quien respondió con una sonrisa que la
trasladó a otro mundo.

Mientras la pareja anfitriona levantaba la mesa y servía unos tragos, Sussana se


acercó para besarle los labios brevemente y mordió de manera firme el lóbulo de
la oreja izquierda de su amante.

—Muero de ganas por mordértelo todo —susurró Sussana.


Llegaron los tequilas y la charla continuó con las anécdotas de sus años de
adolescencia y juventud. Era algo extraño, pues Sussana poco sabía del hombre
que reía tan seguro a su lado. Mientras servían la segunda ronda, él aprovechó
para acercase y fue él quien le besó el cuello esta vez, metió su mano derecha
por debajo de la falda aprovechando la complicidad del mantel blanco de la
mesa. Este movimiento lo descolocó, sus ojos se abrieron llenos de sorpresa y
excitación, mordió su labio y la atrajo hacia su cuerpo.

—Me vuelves loco —dijo suavemente al oído de Sussana.

Era increíble la capacidad que ese hombre tenía para seguir el hilo de la
conversación y arreglárselas mientras llegaba a la entrepierna de Sussana en los
momentos más inesperados sin que sus amigos sospecharan lo que sucedía entre
las piernas de la invitada.

La agonía terminó después de tres tequilas; se despidieron y llegaron al auto


caminando con dificultad, parecían dos adolescentes en medio de la calle,
besándose y tocándose.

En cuanto entraron a su casa, Sussana se lanzó hacia él, la espera había sido
larga y estaba lista. Se besaron y apenas lograron llegar a la sala donde se
pararon uno frente al otro. Él la desnudó completamente, no le costó mucho
trabajo; bajó la falda rozando las piernas con las yemas de sus dedos, quitó la
blusa y desabrochó el sostén, haciendo gala de su sorprendente habilidad para
realizar la proeza solo con una mano.

Le besó el pecho izquierdo, el cuello y llegó a su boca para morderle un labio.


Intentó llevarla a su recámara, pero ella se frenó en la cocina, justo frente a la
barra; desabrochó su cinturón y lo desnudó casi por completo, dejó la camisa y
la corbata con el nudo casi deshecho.

La cargó y Sussana sólo tuvo que dar un pequeño impulso; la acomodó en la


barra y le besó el ombligo, subió a los pezones y, finalmente, la penetró lenta
pero firmemente. Tomó sus caderas para dirigir el movimiento hacia dentro y
hacia afuera, ella se apoyó en sus hombros para coordinar el movimiento hacia
arriba y hacia abajo… parecía una lucha, pero en realidad se convirtió en el
compás de una pieza musical que no duró demasiado.

Sussana estaba lista para recibirlo desde hacía ya un buen rato, gracias al juego
previo desde la cena, tanta estimulación hizo que no tardara en explotar de
placer. La presión ejercida por el íntimo centro de ella provocó que él no
aguantará más y se unió a la explosión con un grito de placer, provocando otro
espasmo en Sussana.

Cuando regresaron en sí nuevamente, él la beso y, al separarse de sus labios, le


guiñó un ojo.

—¿Otro… tequila? —sonrió con ironía.

—Podría tomarme dos —respondió Sussana de la misma manera.

QUERIDO DIARIO
Sábado de mayo por la mañana. El pronóstico, treinta grados centígrados de ese
calor húmedo que te hace sudar por cada poro del cuerpo. La agenda, si aún la
tuviera, marcaría día de lavandería.

Despierto con los pechos llenos y le doy de comer al bebé de seis meses que ha
puesto mi mundo de cabeza. Se vuelve a dormir con mi pezón aun en la boca.
Me visto y preparo el desayuno, algo rápido y ligero; la montaña de ropa me
espera.

Un montón de blusas manchadas de leche, la ropa de trabajo de Joaquín y las


miles de prendas del bebé: toallitas, sabanitas, baberos y más. La ropa me queda
entallada y me siento ridícula, pero no estoy dispuesta a comprar ropa más
grande pues tengo la intención de dejarla pronto.

Empiezo con el primer paso, la separación de ropa por colores; sí, tengo un
método de seis pasos que sigo religiosamente. Eso me hace sentir ordenada en
medio del caos en que se ha convertido mi vida, puedo replicar el mismo método
que aplicaba en mi antiguo empleo. Mi empleo... pienso en las tareas y las
personas que llegaron a hartarme y las extraño.

Alejo de mi mente esos pensamientos, no puedo seguir haciéndome esto. Me


concentro en el método, en la ropa, en los colores…

Han pasado dos horas y sigo con la tarea que parece interminable. Me agacho
para tomar el último montón de ropa y me sorprendo al sentir la presencia de
Joaquín detrás de mí, acariciándome las nalgas.
—¡Me asustaste! —grito todavía con el corazón latiendo a mil.

—Estás hermosa —me dice con un tono que reconozco pero recuerdo tan lejano.

Desde que nació el bebé, han sido pocos los momentos de intimidad que hemos
tenido; entre su miedo de hacerme daño, mi preocupación extrema de madre
novata, el cansancio excesivo de los dos y lo poco atractiva que me siento desde
el embarazo, todo eso parece de otro mundo, de un mundo pasado.

Aunque mi cerebro piensa que miente, sus ojos alteran todos mis sentidos; mi
corazón y un punto en el centro de mi vientre, afirman que es verdad.

Me ayuda a incorporarme y me sujeta en un abrazo, me besa con pasión, siento


su lengua entre mis labios. Percibo cierta urgencia en sus besos y en sus
caricias... no está dispuesto a ir con calma, yo lo agradezco.

Me toma de las nalgas, me levanta y me sienta encima de la lavadora. Mi mente


trae a cuento la escena de una película mexicana, no recuerdo el nombre en este
momento, pero eso me excita. Siempre me pregunté qué se sentiría hacerlo de
esa manera.

Con dificultad, me quita el short ajustado y mi ropa interior sale con él. Supongo
que no sabe qué hacer con la blusa, así que me la deja puesta. Me sorprende que
esté tan lista para recibirlo tan pronto, generalmente necesito más tiempo. Siento
su urgencia por fundirse con mi cuerpo y no entiendo por qué espera.

—No puedo —me dice con un tono desesperado.

—¿Qué? —contesto porque no logro entenderlo.

—Está muy alto —ambos soltamos una carcajada y reconozco que la altura de la
lavadora es imposible.

Me baja de la lavadora y nos tiramos en los dos metros cuadrados de pasto que
tenemos de patio. Por fin se atreve a tocar mis pechos y chupar los pezones. Nos
miramos a los ojos, nos reconocemos.

Disfruto de todo el momento, el cielo azul intenso adornado con el rojo de la


buganvilia. El sol ardiente directo en nuestra piel, tan solo cubierta por las
sombras intermitentes de la ropa tendida, contrasta con el fresco pasto en mi
espalda. El olor a suavizante mezclado con ese aroma tan suyo y sus besos,
estimulan todas las partes de mi cuerpo hasta que me hacen estallar en una
oleada acompañada del sonido de su voz diciéndome:

—¡Te extrañaba tanto!

Todo pasa más rápido de lo que hubiéramos deseado, pero justo a tiempo para
que, minutos después, salga corriendo en busca del bebé que ha soltado el llanto.

Otra vez es sábado, sigo con mi riguroso método de lavado y sigo odiado la
tarea. Pero las personas y las labores del trabajo ya no aparecen en mi mente;
hoy, mi agenda dice lavandería…
Nació el 06 de abril de 1989 en la Ciudad de México. Estudió Ciencias de la
Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México, posteriormente
cursó diversos diplomados en marketing hasta que encontró su verdadera
vocación en las letras. ¡Quédate a mi lado! es su primera novela publicada de la
saga con el mismo nombre. También participa en la antología “Historias de
amor, desamor, locura y más amor” Vol. III con el sello editorial Elizabeth
Llanos Galería Creativa.

Instagram: @ilsevise

Facebook: Letras by Viridiana Perusquia

EL UNIVERSO EN SUS OJOS


Te observo y me observas entre la multitud, nuestros ojos se entrelazan en una
sola visión de un universo compartido. Somos viajeros y videntes que se han
encontrado entre las sombras por meses, pero con los labios temblorosos,
incapaces e insaciables.

Hoy te acercas a mí y murmuras en mi oído, siento el cálido aire susurrante que


me eriza la piel como un electrizante rayo que entra por mi nuca y termina al
final de la espalda.

Nos tomamos de las manos, entrelazamos nuestros dedos, caminamos un par de


calles, un recorrido de dos minutos se ha hecho de al menos diez; nos hemos
detenido más veces de las convenientes entre los callejones para besarnos o
tocarnos y hacer eso que tanto deseamos a la vista de la gente.

Solo una calle antes, creí no poder contenerme, me apretaste contra una pared
con poca luz y mi pierna terminó enredada entre tu cintura, mordí tu labio
inferior para provocarte, pero entendí que habías ganado el primer movimiento
cuando sentí tu mano entrando por debajo de mi falda y jalaste uno de los hilos
de mi ropa interior intentando arrancarla. Ambos reímos.

Yo sentía un cosquilleo intenso entre mis piernas y unas pulsaciones casi


dolorosas de ardiente necesidad en el justo centro donde da inicio la vida. Tú
ocultabas de los demás tu ardiente y palpitante virilidad que sentía crecer en mi
muslo.
Sabemos que no lo podemos hacer aquí y, aunque lo deseamos, nos permitimos
retrasarlo hasta llegar a casa.

Cuando entramos a la habitación, una luz ardiente revela nuestros más íntimos
secretos y los del universo; quieres apagar la luz tras cerrar la puerta, pero quiero
observar tu cuerpo desnudo, prolijo y esculpido; aunque lo ocultas, sé que
también deseas ver mi cuerpo sin las ataduras de una falda, chaqueta de piel,
ropa interior y blusa porque sientes que eso corta mis alas y… Sí, nunca había
estado más de acuerdo contigo.

Aún no nos recostamos y comenzamos a tocar nuestros rostros, enrollo mis


dedos entre tu cabello, mi lengua húmeda trata con delicadeza tu oreja, me
suelto, me dejo ir, te permito desnudarme y tú haces lo mismo.

Te pido que me robes el aire, me mantengas en este hechizo, me beses, me


intoxiques, ya no me importa ser un solo ente con individualidad entre todo el
universo, quiero unirme a ti y fundirme entre tu piel, tus sollozos, tus esfuerzos y
mi ansias por terminar entre tus piernas. Estamos listos.

Mis senos delicados y suaves se endurecen con el flujo de sangre constante que
corre por mis venas, mis pezones están tan erectos como lo estás tú, no titubeas
al penetrarme y comienzas a moverte en un vaivén estrepitoso y explosivo,
envuelto entre las gotas saladas de nuestros sudorosos y ardientes cuerpos.

Una fuerte corriente humedecía las transiciones generadas con el golpeteo de


nuestros cuerpos en completa sincronía, era delicioso experimentar cada una de
las texturas de los líquidos que nos recorrían: saliva, flujo y sudor, cada uno de
ellos le daban una intención diferente a nuestro encuentro, cada uno de ellos lo
hacían memorable.

Y aunque quisimos estirar por una eternidad ese momento de placer, después de
un fuerte y evidente juego de vocablos, de textos con sonidos bien argumentados
en fondo y forma, abrí mis ojos como platos extendidos; mis pupilas dilatadas
tuvieron el don de ver el mundo ir más lento mientras mi corazón latía a la
velocidad de la luz y, justo en ese momento de más sollozos de placer, mis
exclamaciones se convirtieron en un grito nada ahogado que dibujó una sonrisa
en mi rostro satisfecho, terminando este texto con un punto final.

Te sentí terminar, esa vibración compartida en tiempo y espacio que solo este
baile podría darnos y, a los pocos segundos, te derrumbaste junto mí y me
coloqué de costado para mirarte rendido y extasiado.

Mirabas al techo mientras recorrías con las yemas de tus dedos las carreteras
peligrosas, llenas de curvas formadas desde mis hombros hasta mis caderas.
Encendí un cigarro y entre risas, ligeros coqueteos y veloces juegos de dedos
tocando los botones de una consola, te dije firmemente que esta sería la última
vez que pasaría.

Me miraste, exhalaste una bocanada de humo por tus rojos y palpitantes labios,
moviste la cabeza en señal de negativa, tratando de acabar con mi farsa y me
recordaste al final:

—Amor, tú siempre dices eso. Así ha sido desde que nos conocimos y así será
hasta que alguno de los dos decida irse por su voluntad.

Al final te beso y estoy convencida de que ambos amamos lo que tenemos en


este momento.

ENTRE LIBROS Y ANAQUELES


Elle era más que una rata de biblioteca, era “La” rata de biblioteca, había leído
más libros que conocido personas en su vida. Su ropa desaliñada y mal
combinada no era algo que le preocupara, concebía al mundo de una manera
distinta y estaba segura de que, el día que saliera del capullo social en el que la
habían encerrado, sería una llama incandescente quemando el suelo que todos
pisaran.

Elle tenía un humor rosa y una risa contagiosa, pero las personas que realmente
la conocían, sabían que pecaba de decir chistes negros y ácidos, algunas veces
burlándose del exterior, aunque el cien por ciento de su tiempo se reía de sí
misma; muchos dirían que era por llamar la atención y otros harían conjeturas
acerca de su manera de sobrellevar los cánones de belleza que, a ojos públicos,
ella no llenaba; pero solo Elle sabía lo que realmente necesitaba y se sentía
orgullosa de ello.

Su vida era una rutina constante y bien cronometrada: despertar, correr por las
calles para sentir el aire fresco de las mañanas, pasear a su perro, trabajar un par
de horas, tomar algunos bocadillos por la tarde y, casi al final del día, devorar
todos los libros que pudiera en la biblioteca pública.
La biblioteca era el espacio en dónde la conocían los trabajadores del lugar aún
más que su propia familia incluso y era una zona segura para escapar de la
realidad que la incomodaba.

—¿Qué hay del amor, Elle? —preguntaban algunos colegas de historias.

Elle solo reía y decía alguna cita de alguna historia bien conocida de los poetas
de la generación del 27, su corriente favorita. Sus colegas fingían que la
entendían, aunque estaba segura de que, ni la mitad de sus interlocutores, habían
entendido alguna de sus referencias, a menos que fueran la reencarnación de
García Lorca.

Pero esta vez, uno de los “nuevos”, como ella los llamaba, había capturado su
atención más que de costumbre. Un joven atractivo que no encajaba en el lugar,
era exactamente igual a ella, solo que Elle no encajaba en el mundo real; podría
decirse que ambos estaban perdidos y se habían encontrado en ese espacio por
alguna razón, fue así que lo entendió.

—Yo nunca seré de piedra, lloraré cuando haga falta, gritaré cuando haga falta,
reiré cuando haga falta, cantaré cuando haga falta —recitó el “nuevo” y sus
colegas se rieron. Nuevamente, no habían entiendo, pero algo se presentó en el
ambiente; un aroma a libro viejo llenó todo el espacio y eso era realmente
inusual.

—¿Él conoce a Alberti? —se dijo para sí en un susurro imperceptible. El chico


pareció entender su lenguaje corporal mejor de lo que se expresaba cuando
hablaba, cubrió su boca con su mano y se rio en completo silencio.

Era como entrar en la dimensión desconocida, los papeles se invertían; la chica


tímida que intenta no ser vista, esta vez no era ella y, el muchacho casanova que
detectaba la fragilidad en una chica, era Elle.

Se abrió paso entre la audiencia y alcanzó al joven de tez bronceada cerca del
estante de Literatura Española y eso, definitivamente, la provocó; lo vio pasar
sus dedos por cada libro como buscando entre los pliegues del cuerpo
inexplorado de Elle.

No era sensato pensar de esa manera, no en un lugar público, mucho menos de


alguien a quien apenas conoces hace cinco minutos; pero él la notó, claro que lo
hizo, no solo en ese momento, sino desde mucho tiempo antes cuando la vio
levantarse y le miró las nalgas redondeadas y bien formadas dentro de esa falda
de tubo, color café, bastante horrible.

Claro que la notó cuando un rayo de luz topó con pared e iluminó el pecho de
Elle, dejando ver la caída de sus senos como largos y bien rellenos calcetines que
casi tocaban la mesa de lectura mientras hojeaba un libro que, ciertamente, ya
sabía de memoria. Lo que no notó fue que Elle llevaba bastante tiempo
analizándolo, viendo más allá de sus ojos, su tez y el bulto ligeramente oculto
entre su pierna derecha.

Ahora, Elle entendía que, cuando el joven huyó para esconderse entre los libros
de Literatura Española, no buscaba una lectura, buscaba ocultar lo que el bien
formado cuerpo de Elle le generaba en su imaginación, lo que él buscaba era
más que una invitación a conversar, lo que realmente buscaba era sacar su
perversión asfixiada en su pantalón.

Elle había soñado más de una vez en hacerlo ahí, entre sus libros y las historias,
había soñado con ser espontánea y darle vida a una de las novelas de Anais Nin
o los poemas épicos de Silvia Plath por lo menos. El muchacho entendió la
señal, creyó que solo jugarían con besos, caricias y quizá algún resbalón de
mano bien intencionado, toqueteo que Elle no desaprovecharía.

Él la llevó al fondo del pasillo, la besó con tersa humedad, mordió y estiró su
labio inferior y comenzó a estimularla sobre su ropa. Elle se dejó seducir
perdiendo el sentido del tiempo y espacio, emitiendo pequeños gemidos que, si
no eran detenidos, los pondrían al descubierto.

Él colocó su mano sobre la boca de ella para silenciarla, pero no se detuvo;


metió su mano bajo la falda, buscó torpemente excitar la vagina de Elle, pero
cuando sus dedos encontraron el final del camino, se sorprendió; su sensibilidad
estaba cubierta por tela de encaje que sin dudar lo hizo volar. Elle lo vio echar
los ojos hacia atrás y ponerse en blanco, la bestia en él había despertado y no
dudó en tomar el control.

Con el dedo índice le pidió guardar silencio mientras él los desvestía a ambos.
Quitó la blusa holgada, retiró su sostén y sus pechos se dejaron caer alargados,
simplemente se dejaron llevar por la gravedad, sus pezones se encogieron
mostrando firmeza y tensión en su piel y sus venas se marcaban. Bajó el cierre
de su falda y solo la dejó caer a sus pies; ahí estaba, frente a él, la llave que abrió
su jaula: una tanga negra de hilo.

“¿Acaso era posible que esta mujer de facha sombría, buscara ser descubierta
como una mujer envuelta por el deseo?”, se dijo él, envuelto en una racha de
adrenalina. Se sintió cual cazador frente a su presa y estaba a punto de comerla
hasta el último centímetro de carne y hueso. Lo que no sabía es que, esa misma
llave, era la estrofa de una canción que estaba a punto de ser revelada.

Elle lo ayudó, le quitó la playera, desabrochó su pantalón y lo bajó hasta los


tobillos junto con su boxer . El cazador quiso voltearla contra la pared sin
quitarle la ropa interior, solo hizo a un lado el hilo que estaba oculto entre sus
nalgas y se decidió a penetrarla. Elle se sonrió, comenzó a balbucear y, tanta fue
la insistencia de ella, que se detuvo a escucharla, la acompañó con una risa muda
y dio un paso atrás para que ella se volviera hacia a él.

Elle le estiro los brazos sujetando su blusa entre las manos, él las estiró y cerró
sus puños, Elle ató sus muñecas y con su boca jaló para hacer más firme el nudo.
Mientras ella buscaba su brasier, se agachó un poco y lo vio erecto y vibrante;
Elle pasó su lengua por aquella punta que la provocaba, el joven muchacho se
estremeció, quitó los tirantes y, mientras ella subía, la obligó a levantar sus
manos también, solo necesitó un tirante para hacer un candado de manos atadas
y estante y, con el otro, se aseguró que sus pies no escaparan. La escena estaba
completa.

—¿Qué quieres hacer conmigo? —pronunció el muchacho.

Elle le hizo el mismo gesto de gracia y con el dedo índice pidió silencio. Ambos
rostros estaban colorados, Elle se quitó la tanga con un fino conteo de cadera y
piernas, hizo con su ropa interior una pequeña mordaza y la puso en la boca de
su amante; ahí se mezclaban la humedad y un fino aroma a hormonas que sólo
los amantes conocen. El cazador no sabía en qué momento había sido capturado.

Elle mojó ambas manos con un poco de su saliva; con una de ellas, Elle se
tocaba y, con la otra, lo estimulaba. Se permitió unos segundos de aliento
mientras buscó entre tus compañeros de vida, aquellos libros con la pasta más
dura y mayor grosor, hizo con ellos un escalón que le permitiera la altura
conveniente para darse placer.

Elle comenzó a morderlo en el cuello y rasguñar su pecho; se colocó de espaldas


y lo guio con sus manos, sintió como un ardiente y punzante hombre generaban
la presión necesaria. Elle tomó impulso, se acercaba y alejaba en repetidas
ocasiones, sintió llegar al clímax y entendió que era ella la que tocaba con sus
dedos su centro y eso era lo que en realidad la estaba haciendo volar, así que
tomó una decisión.

Elle se alejó, dio la vuelta y se frotó contra la pierna de su amante.

—Me niego a ser una mujer convencional —susurró Elle al oído de su


sorprendido amante—, a tener que adaptarme y a que mi placer sea construido
por los dos. En este momento, cierro la ventana de la destrucción y abriré la
puerta de mi creación.

Elle siguió tocándose cada vez más fuerte, cada vez con movimientos más
rítmicos y bien coordinados. Jamás se detuvo, dejó que ese hombre la observara
y sintiera la impotencia de no poder tocarla; dejó que la oliera, pero no se la
podría comer, dejó que la escuchara gemir, que sintiera la proximidad de su
calor, pero sin dejarlo participar.

Ahora, él sentía la impotencia que, muchas veces, sus autoras favoritas habían
descrito al hablar del sexo guiado por los hombres, por sus gustos y sus formas.

Ella se sintió dueña de sus pensamientos, sus letras y su cuerpo. No se detuvo


hasta que el éxtasis la alcanzó, sus piernas temblaron coordinadas, casi
perdiendo el equilibrio mientras un mustio escalofrío la recorría de pies a
cabeza.

Él intentó sostenerla, pero no pudo; su intento fallido de ayudarla, lo hizo


regresar rápidamente como liga a su posición original, Elle se recargó en su
pecho y, al recobrar su punto de estabilidad, terminó lo que había sido el mejor
escape de realidad y levitación que había tenido hasta ese momento.

Cerró la escena con un suspiro profundo, se sintió extasiada, pero sobre todo, se
sintió liberada. El chico, aún confundido, le pidió con la mirada una explicación
de todo lo sucedido. Elle, completamente satisfecha, respondió:

—Si quieres entenderlo, te invito a que lo descubras conmigo, pero entre mis
sábanas.

POR EL RESTO DE LA NOCHE


Me hierve la sangre cuando lo imagino tocando el cuerpo de otra mujer. Tras
diez años juntos, aún no logro meterme en el cabeza que ese hombre nunca me
perteneció y soy solo la imagen de la mujer “trofeo” que puede llevar a las cenas
de negocios y presentar con su familia.

—Eres fina, delicada, elegante, una mujer que de mi brazo se ve más que
espectacular, con una voz más que melodiosa, encantadora e inteligente. Una
mujer que sabe lo que se debe y se tiene que hacer —él me dice y tiene razón en
todo, pero estoy harta de que me vea como un accesorio que cuelga de su abrazo
y a su merced.

Debería ser al revés, él debería estar a mis pies, pues por mí se ve como se ve.
Sabe cómo vestirse porque yo le enseñé; sabe qué decirle a todas esas niñatas
porque yo eduqué su voz, la entonación e, incluso, la intención. No quisiera
decirlo, pero quien le mostró cómo se cerraba un buen negocio fui yo. Y,
ahora… todo lo que presume y escupe en la cara inocente de esas jovencitas
ingenuas es gracias a mí.

Puede tener el cuerpo esculpido y delicioso que levanta las pasiones más
intensas de cualquier mujer, pero el cerebro lo tengo yo. Si tan solo le pudiera
quitar todo lo que ahora se jacta de decir que es él, ese hombre no sería más que
un reflejo en el agua encharcada.

¡Estoy harta! Quisiera dejarlo, en un centenar de ocasiones lo he intentado, pero


siempre hubo un grillete invisible que me mantenía a su lado.

Esta vez, decidí romper las cadenas que me atan, esta vez, nada ni nadie me
detendrá de hacer, como él dice, “lo que se tiene que hacer”. No sin antes
informarle lo que siento cada vez que llega a mi celular un nuevo mensaje,
envuelto de excusas y disculpas, con las razones por las que no llegará a buena
hora o, de plano, le impedirán llegar a casa y dormir en mi cama.

Debo admitir que, al principio, creía en sus palabras, incluso sentía que era
incorrecto pensar mal de él. ¿Cómo podría mentirme mi marido? ¡Él me amaba!

Los castigos mentales que me autoinfringía eran la peor parte. Una mujer
siempre sabe, solo nos mentimos para evitar la realidad, pero en el fondo,
siempre sabemos la verdad.

Cuando dejé de excusarlo, los reclamos vinieron y usó a su asistente para


reforzar sus mentiras, pero con el tiempo, hasta ella dejó de encontrar mentiras
creíbles para encubrirlo. Conforme las palabras se hacían menos ciertas, las
verdades comenzaron a develarse y mi paciencia se hizo un pozo que jamás
podría llenarse.

Todo el tiempo dice que debemos intentar “cosas nuevas”, que dejemos de hacer
“el amor” de manera convencional porque eso le aburre; una sola vez intentamos
hacer un trío, pero no pude, justo antes de que llegara la tercera persona en
cuestión, me entró un pánico asfixiante y de mis ojos no dejaron de brotar
lágrimas de dolor y miedo. Ese día, algo se rompió en mí, el amor se terminó y
esta noche… esta noche solo será para saciar la sed y el hambre de un cuerpo
tibio que suba mi temperatura, saborear con la triada perfecta —labios y lengua
— la saliva aromatizada de un hombre caliente, erecto y excitado por mí.

Cité a mi marido en su hotel favorito a las ocho de la noche, ya me encuentro en


el lugar, mi cómplice tiene la instrucción de entrar tan solo diez minutos después
de que mi esposo cruce la puerta.

Son las ocho en punto, lo escucho caminar por el pasillo, no siento miedo
alguno, solo una alocada sensación y tensión sexual en mi entrepierna que
palpita con más y más fuerza en mi vagina; sus pasos se hacen más fuertes, sé
que llegó frente a la puerta y está a punto de tocar.

—Está abierto, puedes pasar —digo solo unos segundos después de que ha
golpeado la puerta con impaciencia unas tres veces.

Estoy sentada en la orilla de la cama con el vestido rojo ajustado y escotado que
tanto me ha insistido en que use, dejando lucir mis senos firmes de treintañera,
blancos, redondos, condimentados a placer y gusto de mi esposo, perfumados y
apretujados por el corsé; lo único que me separa de la desnudez, es la cobertura
en mis pezones puntiagudos, estremecidos por los nervios que intento esconder.

El atuendo me parece demasiado vulgar, pero a él le fascina imaginar que solo


tienen que meter sus dedos en los costados para bajar los pocos centímetros de
tela que me cubren.

Abre sus ojos como platos y se muerde los labios con los dientes superiores, sé
que la sangre y las ideas perversas corren por su cabeza, se delata cuando pasa su
lengua para humedecer su boca. Sé que se muere por tocarme, lanzarme de
espaldas contra la cama, ponerme en cuatro puntos, levantar mis caderas lo
suficiente y cogerme; en su cabeza ya tiene mis nalgas expuestas y, mientras las
manipula, su pene erecto entra y sale de mi cuerpo, golpeando fuertemente como
un puño contra la pared.

—Amor, te ves exquisita. No sabes cómo deseo hacértelo, me es difícil


contenerme, pero… no entiendo, antes de poseerte… quisiera saber…
¿Festejamos algo importante? Suelo no olvidarlo —pregunta mi marido apenas
conteniendo su gula. Tiene razón, jamás olvida las fechas importantes, creyendo
que compensa todo el daño y las mentiras que hay entre nosotros.

—¡Sí! Hoy, por fin, cumpliré todas y cada una de nuestras fantasías.

Lo invito a acercarse a mí, me pongo de pie frente a él y le pido que haga


exactamente lo que digo o terminaré con el juego. Aunque, al principio no
entiende de qué va todo este show , el misterio y la impotencia de no tener el
control, lejos de ahuyentarlo, lo estimula y continúa sin negarse.

—¿Qué quieres que haga primero? —pregunta y señalo que bese mis hombros
con lentitud y suavidad, quiero que pase sus dedos lentamente por mi cuello y mi
clavícula en un acto de reconocimiento entre sus huellas y la piel de mi cuerpo,
quiero que saque su lengua y la pase por mi nuca, que poco a poco recorra cada
centímetro de piel al descubierto hasta llegar al cierre de mi vestido y lo baje
lentamente.

Sé que necesita ayuda, así que con ambas manos, recojo mi cabello para que
pueda seguir con este hermoso ritual previo a cualquier acto exclusivamente
sexual. Quiero sentirme deseada y amada, quiero sentir que tengo el control, al
menos por una vez.

Dejo caer mi vestido, se detiene un minuto para ver la ropa íntima que escogí
para este encuentro, brasier de encaje negro sin tirantes y una tanga a juego que
deja mis nalgas redondas para que las pueda tocar y fantasear por poseerlas.
Besa y lame entre mis senos, sabe lo mucho que me gusta que lo haga y no
puedo evitar agitar la cabeza de satisfacción, mis pezones lo van guiando pues
reaccionan de inmediato, siento que sus dedos índice y medio bajan por mi
abdomen, esperando tocar mi vagina para avivar la dulce miel producto del
placer y, aunque ya hay señales del néctar, tomo sus manos y lo detengo.

—¡Espera! Esta fiesta no está completa, invité a alguien para acompañarnos.


—Pero… tú… ¿Qué estás diciendo? ¿Estás segura? —preguntó conteniendo su
lasciva sorpresa.

—Claro que lo estoy. Dije que cumpliría nuestras fantasías.

—Y… ¿cuál es, amor?

—Cogerás con otra mujer mientras sientes la incógnita del momento en que me
involucraré en el acto. Quiero observar cómo se lo haces a otras y, después,
quiero que nos cojas a las dos —digo con lujuria firme.

—¡Jajaja! Lucía, estás loca… ¡No puedo creerte! Ya te lo he dicho miles de


veces, no hago el amor con nadie más, solo contigo —contesta conteniendo su
excitación.

—¿Quién habló de hacer el amor? ¡Yo dije coger! —reiteré casi con
impaciencia.

—¡Qué no! ¡No hay nada de eso! —vuelve a negar mi esposo— Además, no veo
a nadie aquí.

Pongo mi dedo en su boca para que guarde silencio y, de un empujón con un


mínimo de fuerza, lo siento en la cama, no sin antes desabrochar su pantalón,
bajarlo y exigirle que continúe desvistiéndose.

Camino a la puerta y ahí está ella, una joven de no más de veinticinco años, sin
inhibiciones ni prejuicios, ha sido una de sus amantes desde hace varios meses.
Ella sabe a qué viene y estuvo de acuerdo conmigo, ambas hemos sido
engañadas por el mismo hombre y ambas deseamos hacerle esto. Sí, esta será la
última vez que lo veremos y que él podrá tocarnos. Está noche será inolvidable.

—¡Carolina! ¿Qué haces aquí? —apenas logra articular las palabras embargado
por su asombro.

—Lo que siempre me has pedido —contesta ella. Al parecer, la idea del trío no
solo me lo había pedido a mí.

Carolina viste una gabardina negra y tacones altos, está más que lista. Me besa y
Héctor se sorprende, pero le gusta lo que ve. Despojo a Carolina de su larga
gabardina y la dejo totalmente desnuda, les pido que comiencen, me siento en un
cómodo sofá para observar a descaro.

Luego, Carolina comienza a besarme y tocarme, le pido a Héctor que se


masturbe mientras nos observa, su pene yace totalmente elevado, liso,
completamente grueso y duro; sé que en su mano palpita la sangre ardiente, no
dejo de mirarlo y él tampoco deja de verme.

Carolina solo es una pieza de este ajedrez, ella será el accesorio que nos obligará
a sentir. Le pido que ponga sus dedos y me toque, pero que al mismo tiempo ella
haga lo mismo, que se estimule para los tres. Héctor tiene los ojos totalmente
perdidos, escucho cómo gime; por segundos, deja de tocar su miembro y, en
otros momentos, baja la intensidad de los movimientos para no terminar. Se
siente descontrolado sin saber qué hacer, necesita tener el control, así que le pido
que nos diga qué hacer, pero está tan sumergido en su propio deseo que le es
imposible hablar; ambas lo interpretamos como una orden para continuar pues,
de su entrecortada voz, solo escuchamos un ligero balbuceo pidiendo más.

Toma un poco de aire, gobierna su respiración y su sangre; con el control entre


sus manos y las ideas ordenadas en su cabeza, nos ordena estar más cerca para
vernos con detalle, para tocarnos, para decirnos de cuántas formas distintas nos
hará el amor a los dos.

Creo que este juego me ha nublado la razón porque estoy olvidando el objetivo
de este día. En este momento, lo único claro en mi mente es que quiero gritar,
quiero que esa joven siga tocándome con sus dedos, que siga abriendo la llave de
mi alma líquida, al tiempo que Héctor nos observa.

No lo puedo contener, me siento tan elevada, con el cuerpo electrificado desde


los dedos de los pies hasta la última neurona haciendo sinapsis en mi cabeza. He
perdido la razón por completo, me pierdo aún más cuando escucho gemir a
Héctor con más fuerza solo por el simple hecho de mirarnos y autoestimular
cada membrana de su cuerpo.

Héctor se detiene, sus mejillas encendidas en rojo ardiente lo delatan, pero sus
ojos no dejan de mirarme, no dejan de observar los senos de esa chica, colgando
y contoneándose por la gravedad. Carolina está igual de encendida que yo, lo
siento en sus dedos temblorosos, en el aroma que despide su aliento cuando se
acerca a mis mejillas y se recarga para no sucumbir, lo percibo en su piel erizada
y sus pezones retraídos desafiando la Ley de la Gravedad.
Ahora, veo a Héctor cambiar de humor, se siente celoso, tan celoso como yo
cuando lo imagino tomando las caderas de Carolina y moviéndolas a placer;
bailando con ella un tango sensual que, en teoría, solo debería bailar conmigo.

Lo veo pasar del calor de una brasa al frío de un témpano a mitad un paisaje
gélido. Se sentía tan dueño de mi placer que, el simple hecho de imaginar que
alguien más me hace gritar de poco a más, lo frustra. Cierra los puños, arrugando
y destendiendo la cama; cuanto más fuerte aprieta para contener su ira, más se
acrecienta su deseo por saciar sus ganas y participar con nosotras.

Al fin, Héctor me escucha gritar, disfruto cómo me ahogo en ese grito de placer
animal, de locura descomunal. Carolina siente lo que los imanes cuando se
atraen, lo que los animales al imitar a los otros y, mientras mis piernas tiemblan
y mis ojos se van a blancos, ella hace lo mismo, terminado así con este juego de
ir y venir.

Héctor se levanta y se viste, Carolina se sienta a mi lado y ambas lo observamos


envueltas aún de una armónica lujuria.

—Y bien, ¿pueden explicarme qué era lo que pretendían? —reclama Héctor con
un claro tono herido en su voz.

Lo miro, le sonrío y le indico que vea la mesa pequeña a mi costado.

—Eso, mi amor, son los papeles del divorcio. Fírmalos y sal de aquí. Esta
señorita y yo tenemos pagada la habitación por el resto de la noche.
(Baja California, 1973)

De formación normalista (ENSM) y de vocación escritora.

Colaboró en la revista Trajín Literario que, años más tarde, se convierte en


editorial. Con este sello ha publicado tres títulos individuales ( Lo que Sor Juana
no dijo de los hombres, Glosario para la mujer con huevos, #yosoy ) y tres
participaciones en antologías ( Amores viejos, Calle por calle, BMD Banco de
Maridos Defectuosos )

Directora de la compañía teatral Expresión Escénica ES durante cinco años.


Dentro del repertorio de la compañía se incluyeron: De boca en boca, Don Juan
Tenorio Remix, Un ángel sin luz, Modelo de Familia, El Pretexto, El Infiernillo,
El Sofá, ¿A dónde está María? y Sobrevivir , todas de su autoría, enfocadas al
público escolar adolescente y juvenil.

En Microteatro México , participó en siete temporadas consecutivas con


proyectos de su autoría en horario central y en la barra infantil. Los montajes
fueron: Una Gota de Paciencia, Ser Guapo no es Fácil, Abrecadabra, Rockdrigo
González, Omnipotente, Agua para Pancho, Kika y la Frase Mágica, Toc Toc
Pide un Deseo y ¡Di que no!

Coautora del libro de poesía Pasión de Tres Mujeres .

Autora de la adaptación teatral del texto de Bruno Traven, Macario ; estrenada


en Foro Bellescene en noviembre del 2019 y una segunda temporada (2020) en
El Círculo Teatral de Alberto Estrella.

Autora y directora teatral del montaje de teatro-danza Siluetas en Rojo que


aborda el tema de la violencia en sus diferentes formas: violencia de pareja,
bullying , feminicidios, etc.

Colaboró en la revista La Galera y el semanario Unión del STUNAM y,


recientemente, acaba de publicar una compilación de once textos teatrales de
formato breve que lleva por título Quince Minutos más Tarde .

Coautora, junto con Rodrigo Magaña, del proyecto infantil Los Cuenterillos.

Además, fue asesora de guion cinematográfico en El Set de Luis Felipe Tovar.

Dirige el Curso-Taller de Escritura Creativa para Mujeres De Amor, Desamor,


Locura y más Amor , además de los talleres de Dramaturgia, Escritura Creativa
para Adolescentes, Narrativa Erótica para Mujeres y Suspenso y Terror.

Autora y co-productora del espectáculo “Nochebuenas para mamá”


protagonizado por Rodrigo Magaña y Tatiana del Real.

Actriz en el cortometraje “Un parpadeo”, dirigido por Fátima Medina para la


Escuela Superior de Cine.

Fue Directora General del sitio web montrealés J’adore Montreal, también fue
conductora del programa de entrevistas Galería Creativa y co-conductora en El
Siguiente Libro y Un Club de Huevos en este mismo sitio que transmite para
Canadá, México y el mundo.

Coautora y editora de la antología de cuentos Historias de Amor, Desamor,


Locura y más Amor volumen I y II disponibles en Amazon que incluyen cuentos
escritos en el Curso-Taller de Escritura Creativa para Mujeres homónimo.

Organizadora del Primer Festival Internacional Multidisciplinario J’adore


Montreal 2021.

Autora de la pastorela virtual EL INFIERNILLE, producida y dirigida por


Rodrigo Magaña.

Facebook: Elizabeth Llanos Galería Creativa

Instagram: @llanos_eliza

AZUL
Sus ojos carcomían mi silueta a puños y mordiscos. Era la oscuridad compartida
y las criaturas de la noche lo sabíamos. Conocernos fue la perdición de nuestra
inocencia y el campo fértil de mis más acalorados sueños. Aquella playa sería
testigo de nuestros primeros encuentros. Sublimes. Salvajes. Calladamente
estruendosos en el placer hecho gemidos. Nuestras manos se hicieron la piel del
otro y nuestras lenguas se fundieron para crear un nuevo idioma que sólo
utilizaríamos a través de su mirada azul. De pronto, la arena descubrió nuevas
huellas que las olas se llevaban con el mismo vaivén de nuestros movimientos.
Sí. Alguien nos observaba.

LA ÚLTIMA NAVIDAD
Si ella supiera lo que sucedió esa noche, seguramente saldría de su lecho marital
llena de coraje y resentimiento, pero eso no importa ahora como no importó esa
noche.

Era Navidad y los años se habían llevado la pasión de un inicio y la


espontaneidad de los amantes recién estrenados. Pero me había prometido, a
punta de innovación y fuego sagitariano, revivir a como diera lugar esas noches
primigenias de nuestra atracción fatal. Sí, fatal, aunque lo ignoráramos en un
principio.

Los niños se habían dormido ya y te pedí que salieras de casa con algún pretexto
estúpidamente doméstico. Esos minutos eran oro molido para preparar el
improvisado escenario y hacerte mío sin pudor y sin falso recato.

Abriste la puerta y te veías apocado, nostálgico y casi triste. Por estúpido que
parezca, esa tristeza me había cautivado desde los diecinueve años y me
cautivaba ahora. Pero no era momento de recuerdos sino de acciones.

Diste el primer paso al interior de la casa y de mis bajas pasiones. Me acerqué a


ti en medio de la oscuridad y la luz del par de velas desdibujaban mi desnuda
silueta. Atónito y silente permaneciste, dejándote arrastrar por mi fuego que
valía por dos.

Sé que no olvidas esa noche, porque sigue siendo nuestro secreto, aunque hoy ya
no tenga reparo en que ella se entere.

Tumbado sobre el edredón que había preparado en el piso de la sala, comencé a


llenarte de besos y caricias. Te despojé de tu ropa sin importar el par de botones
sacrificados porque tu camisa no colaboraba. Lo interesante siguió al sur en
donde tu pantalón cedió obediente porque tu sexo instintivamente me anhelaba.

Pendejo instinto. Bendito instinto que no tiene moral ni ética y fue tan
conveniente para esa noche.

Quedamos en igualdad de desnudeces, quizá uno más apetecible que el otro…


digamos que la oscuridad ayudaba. Y aunque me jugué mi herencia por negarme
a estudiar Medicina, comencé a auscultarte con mi lengua, sin dejar ningún
milímetro de tu piel sin mi ADN impregnado.

Te estremecías y no habíamos pronunciado palabra, estabas listo y era notoria la


rigidez de tu centro, pero yo quería más, porque siempre quiero más, ¿sabes? Sí,
sí lo sabes y por eso ya no estás aquí.

Me aseguré de tenerte de espaldas al suelo y yo a horcajadas, mirándote oscura y


llena de luz al mismo tiempo, alimentándome de tu sorpresa y tu miedo… y de
tu infidelidad sin yo saberlo.

Así, arriba como debe ser, comencé a morderte los pezones, mordiditas tiernas
seguidas de una más violenta que te encendían cada vez más. Querías
contraatacar y te tomé por las muñecas inmovilizándote. Fue fácil. Eras fácil,
aunque no me daba cuenta aun, quizá por ser Navidad. Te besé la frente, te besé
los párpados y el cuello. Las mordidas volvieron a mis zonas erógenas favoritas:
tu costado y tu entrepierna.

¡Claro que te estaba cogiendo! ¿Acaso las mujeres no los cogemos? Tal
ignorancia en anatomía, física y conjugación verbal no podemos permitirnos
más. Las mujeres nos los cogemos y punto.

Esa noche te perdí todo el respeto que te tenía, mi instinto fue creativo en lo
indecible y la felación fue lo más inocente en el menú que terminó por asustarte.
Mi intuición sabía que no lo merecías, pero aun así, te regalé esa noche para que
la recuerdes cuando sueñes despierto conmigo en el lecho de ella.

Omitiré los detalles de la cera en gotitas alrededor de tu ombligo o los hielos


albergados en mi boca mientras te daba sexo oral. Omito los detalles, pero sé que
los orgasmos de esa noche los tienes tatuados en tu memoria y eso es irónico,
¿sabes? Te convertiste en la presa de mi felino deseo.

Omitiré también cómo cambió la historia después de nuestra última Navidad


como matrimonio, un matrimonio que apenas cursaba la adolescencia,
adolescencia que apenas abandonaba tu amante en ese entonces y que ahora te
paga con la misma moneda siendo tu esposa, la esposa que duerme contigo y
que, cada Navidad, ignorará a dónde viaja tu mirada cuando te ausentas por
segundos luciendo apocado, nostálgico y casi triste al abrir la puerta hacia ese
pasado que jamás volverá.

ESPÉRAME EN MONTREAL
—¿Te imaginas cuándo estemos juntos?

—Yo no lo imagino, lo sé.

Siempre era parte de la conversación aquello de su encuentro y permanencia.


Una con la expectativa y el otro con la certeza.

Estar juntos. ¿Para qué estar juntos?


Ciudad de México se tornaba fría en verano, era extraño, pero sí. Fría y
perezosa, así como la vida de Beth. La casa de sagitario siempre la atormentaba
de mil formas que ella disfrutaba, sabía que así debería ser. Su vida, a la que ella
calificaba de no convencional, siempre era un cúmulo de ires y venires, un
vaivén que se tornaba danza furiosa o un arrullo adormilado si le placía a la vida
misma.

Beth sabía que, de lo único que era dueña, era de aquel hombre que la esperaba a
miles de kilómetros de distancia, pero los seres humanos eran falibles y su
pasado daba cuenta de ello. Todos fallaban, incluso ella, así que no había razón
para creer que su historia tendría un final feliz. Pero la terca y maldita certeza
siempre hacía presa de ella cuando la cuestionaban acerca de su soltería:

—A los cincuenta años, me casaré con un canadiense —era la respuesta que,


más que automática, era pronunciada desde lo más profundo de su ser, de su
alma, de su espíritu y hasta de su sexo.

A Beth no le importaban las burlas iniciales ni los cuestionamientos acerca de lo


absurdo de su respuesta. Que si sus expectativas eran muy altas, que si no era
alta ni delgada, que si no sabía inglés o francés, que si nunca había viajado al
extranjero, que si medio siglo era demasiado tiempo… ¿Qué saben los que no
creen en el amor?

Había más certezas que realidades… y hasta hubo encuentros.

Ethan había nacido apenas iniciados los ochentas y su infancia fue marcada por
el color y la algarabía de aquella década, entre nieve y una familia amorosa que
poco a poco creció y se disgregó por el mundo, él terminó por creer que su vida
sería trabajar y viajar, sin hijos y sin interés en el amor. Al fin y al cabo, todos
perseguían al amor y él no estaba dispuesto a perder su tiempo en quimeras
absurdas. Si el amor existía, siempre estaría dispuesto a abrir su puerta si este
tocaba… Y sí, tocó varias veces e Ethan abrió y conoció a un par de mujeres y
otros tantos hombres en los cuales sólo encontró el placer y la compañía furtiva,
cálida en el frío invierno, pero jamás le llenaban el alma, así que terminaban su
ciclo y continuaba ese camino llamado cotidianidad.

En alguna ocasión que viajó a México, solo por divertirse, visitó el particular
Mercado de Sonora en el corazón de la Ciudad de México; en un incipiente
español entendió que le leerían su suerte escrita en la palma de su mano. Y vaya
que tenía buena suerte, pues regresó a su hotel completo y con sus pertenencias
intactas a pesar de su descarada apariencia de turista.

Lo que ya no estaba completa era la certeza de su futuro, al menos en el amor…

—Ella está cerca y sabe de ti.

—¿La conozco?

—La conocerás hoy por la noche.

Para un escéptico como Ethan, esas palabras no tendrían que hacer eco en su
conciencia, pero lo hicieron, al menos por un par de horas hasta entrada la
noche, cuando los estragos del sol mexicano lo vencieron.

Para las certezas no existen tiempos ni espacios, para el equilibrio de la razón, sí.
Esa noche, la autocomplacencia de Beth, una vez más, la hizo llegar al éxtasis y
cayó en el placentero sueño de la soledad.

Aquella noche, la terraza del café estaba iluminada por las estrellas del cielo de
Montreal y unas cuantas luces hacían más cálida la velada. Beth había recorrido
las calles del Viejo Puerto sin saber a ciencia cierta en dónde estaba, pero con la
seguridad de a dónde iba. Era la primera vez que respiraba ese aire frío que
encendía sus entrañas. Por fin, estaba sentada en la terraza que era el principio de
su destino, alrededor se sentía la emoción de una noche diferente y extrañamente
familiar.

¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué la conocían todos? ¿Por qué se sentía observada y
esto no le incomodaba?

Volteó y ahí estaba él.

La suavidad de las sábanas del hotel no era lo que lo acariciaban, los ruidos de la
ciudad arrullaban su sueño y le daban un extraño hálito de verdad en lo que
estaba a punto de suceder. Él sabía que dormía y se observaba. Apenas un
parpadeo de la noche y ahí estaba ella entre sus sábanas. Ese viaje era su regalo
de Navidad, el 2021 terminaba y por fin había podido viajar a México, Beth era
el destino, aunque Ethan aún no lo sabía.

Ella entre sus sábanas y las sábanas entre ellos. Sin susurros ni palabras,
comenzaron a acariciarse. Tanto habían esperado, al menos Beth… Ahora, él
dejaba de ser un anhelo para escurrirse entre las yemas de sus dedos que lo
acariciaban todo, entre su boca que lo recorría todo con su lengua, entre sus
manos que lo poseían todo, entre sus palabras que lo callaban todo y entre sus
ganas que lo inundaban todo.

No hacían falta las palabras. Se necesitaban y ahora se tenían. Era momento de


poseerse… de fundirse… de hacerse realidad.

Beth tomó la iniciativa, a fin de cuentas, ella se había colado entre las sábanas de
Ethan. El calor de sus cuerpos era más cálido que la arena del mar que
conocerían años después. Su lengua poderosa sedujo el lóbulo de la oreja,
recorriéndolo húmedo y escurridizo hasta hacerlo gemir y… apenas era el
comienzo.

Quería recorrerlo todo, conocerlo y memorizarlo, aprovechar el destiempo de ese


encuentro no previsto.

Su saliva se impregnó de él y su memoria tatuaba en su ser su olor y sus rasgos.


Aquel desconocido involuntario por fin estaba entre su piel y muy pronto entre
su sexo. Beso tras beso se bebía su esencia para recordarlo siempre… hasta el
siguiente encuentro definitivo.

Ethan se extasiaba a cada beso y a cada mordida. Sus pezones duros daban
cuenta del hambre que tenía de ella, esa hambre no saciada por décadas, esa
hambre que solo podía acallar Beth.

El sudor se hacía presente y la salinidad marina no solo inundaba su piel sino su


pene y la vagina de ella. Aunque ambos vivían en el norte del continente, el
destino inmediato era el sur de sus cuerpos. Beth era insaciable y continuaba.
Llegó hasta el ombligo de su hombre y lo convirtió en un océano de placer. ¿Era
posible sentir tanto en aquel punto tan pequeño? Y faltaba más.

Por fin, el pene erecto de Ethan estaba a punto y la lengua de Beth comenzaba
con el manjar de caricias en un vaivén rítmico de poesía carnal. La ráfaga de
vida que se avecinaba era la mejor apuesta del destino para ser y permanecer a
través del tiempo y la distancia, impregnados el uno del otro.

Los gemidos se hicieron presentes, gemidos viriles del éxtasis ansiado desde la
primera vez que supiera de ella aun sin conocerla. Esos gemidos eran la ópera
que Beth esperaba, su poca experiencia era compensada con el fuego que ardía
en su interior desde tiempos primitivos, al soñar con él, sin saber nada de su
rostro ni su cuerpo. Había llegado el momento.

Su entrepierna no escapó de las ganas de ella, el filo de sus dientes saboreaban


las ansias de tenerlo dentro para fundirse en un momento infinito de éxtasis
compartido. El orgasmo mutuo se avecinaba y ya nadie podría detenerlo.

Arriba. Beth arriba cabalgándolo todo, meciéndose en la magia del placer carnal
que ardía presente en lo que los ignorantes llamaban amor. Porque el amor es la
energía que mueve al mundo y ese choque de mundos paralelos era el agujero
negro en donde se perderían para siempre en un instante.

Cabalga… cabalga… provoca… evoca… gime… explota… Uno, dos, tres…


Número maravilloso… Arriba… abajo… Ethan gime, el universo se paraliza;
Beth estalla, el cosmos se detiene, la vida implosiona, los gritos unísonos se
escuchan y desgarran el silencio como promesa eterna de poseerse, de tenerse,
de sentirse, de ser uno, de ansiarse, de fundirse, de morir y renacer.

—¡Mírame! —ordena ella.

Ethan se pierde en el universo de la mirada de Beth.

—¿Te imaginas cuándo estemos juntos? —pregunta ella.

—Yo no lo imagino, lo sé.

Entonces, Beth toma su mano y un choque eléctrico la hace despertar.

Amanece en solitario. Ethan no sabe lo que ha ocurrido. No está en Canadá,


continúa en México y amanece solo o… al menos no como antes. Aquella quien
leyó su mano le taladró el cerebro, pero fue tan real…

La terraza se llena del tiempo que pasa lento, el ambiente le eriza los vellos de la
nuca a Beth, alguien la observa, lo sabe y voltea… Aquella mirada la penetra
como aquella noche en Ciudad de México, cuando ella lo poseyó sin
miramientos ni obsoletos recatos.

Conectan sus miradas y la magia vuelve. Son ellos, solo ellos.


Ethan se levanta, su boca no tiene que pronunciar nada, absolutamente nada.
Camina hacia Beth y la toca en un electrizante choque de sus manos… de sus
cuerpos.

—¿Hola? —su español sigue incipiente.

— Salut —ella comenzó sus clases de francés hace un par de meses.

— C’est toi? —el español de Ethan no llega a tanto.

— Oui c'est moi —Beth se ha esmerado para aprender la lengua gala.

Entonces, se toman de la mano como promesa de que ya nunca volverán a


soltarse…

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