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Stephany Domínguez
Viridiana Perusquia
Elizabeth Llanos
Galería Creativa
Copyright © 2022 Elizabeth Llanos Galería Creativa
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio electrónico o mecánico sin
autorización por escrito de las autoras.
ISBN:
Sello: elizabeth Llanos Galería Creativa
Contents
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PRESENTACIÓN
FUGA
ANIVERSARIO
LA VISITA
QUERIDO DIARIO
AZUL
LA ÚLTIMA NAVIDAD
ESPÉRAME EN MONTREAL
PRESENTACIÓN
Durante muchos años, el erotismo solo tuvo voces masculinas, pero ya no es ese
tiempo. Hoy por hoy, las mujeres nos hacemos cargo de nuestra sexualidad y
miramos de frente a los ojos del mundo para contar nuestras historias desde la
perspectiva femenina.
Instagram: @breste_28
FUGA
Despierto en la madrugada, estás a mi lado en la cama, las sábanas revueltas
entre nuestros cuerpos y la ropa que usamos el día anterior. Te veo durmiendo
profundamente y mi atención se centra en tus labios. Recuerdo tus besos. Estos
besos destilados y vueltos licor añejo, líquido transparente y con gran cuerpo que
no se desvanece en nuestras gargantas rasposas y melosas con sabor a ti y a mí.
ANIVERSARIO
Mientras doblaba la ropa de los niños recién lavada y la acomodaba en los
cajones correspondientes, Esther meditaba sobre cuál sería la mejor manera de
festejar su aniversario. Este abril cumplirían veintidós años de casados y quería
que fuera algo especial.
Por el confinamiento, no pudieron celebrar los veinte años como lo habían
planeado… bueno, como ella lo había imaginado. Sus pensamientos hicieron un
recorrido por los últimos dos años y la distancia que había crecido entre ambos,
con tantas cosas encima, con tantos miedos sumados; como a casi todo el
mundo, las tareas en casa, el cuidado de los niños y el encierro se habían
multiplicado, llegando hasta el hartazgo.
Empezó por hacer una lista mental de las cosas que podrían suceder. Una cena
romántica en casa implicaría más trabajo para ella y, tal vez, algo muy pequeño
para celebrar veinte años de estar juntos. Un viaje, pensó, eso implicaría
conseguir a alguien que cuidara a los tres pequeños monstruos, por lo menos
durante dos noches con sus tres largos días.
Una tarde, en el café semanal con su grupo de amigas, se atrevió a hablar del
tema.
Todas comenzaron a hablar de los festejos de los primeros años, llenos de amor,
de sexo y de vida en pareja. Todas coincidieron en que, el festejo, era ahora con
hijos incluidos: comidas, cenas, salidas y hasta viajes, en el caso de las que
acostumbraban vacaciones familiares. Como si el aniversario de bodas, para las
que lo festejaban, se convirtiera en un evento familiar a determinada edad.
—No estoy segura de que sea algo que Daniel esté dispuesto a hacer —
respondió Esther sonriendo y agradeciendo la recomendación, omitiendo que no
sabía lo que era una sex shop , que nunca había usado ropa interior provocadora,
que solo una vez había estado en un motel y que no tenía idea de a qué se refería
con intentar algo nuevo...
Pasaron dos semanas después de la charla de café con sus amigas y la idea no se
le quitaba de la cabeza. Entonces, decidió que, si no podía cambiar su realidad,
no quería afrontarla todavía y, por lo menos, haría algo que le despertara el
interés por su roomie .
Con los ahorros que tenía, destinados para casos de emergencias, compró un
conjunto de ropa íntima en el súper, junto con la verdura y fruta de la semana.
Hizo una compra especial para el “postre” de la comida de aniversario que
estaba planeando, se decidió por fresas -aunque por ahora no podían
permitírselas-, chocolate líquido y un vino. Eligió un conjunto no muy caro, pero
provocador o, por lo menos, distinto de la ropa interior grande, cómoda y de
algodón que usaba desde que había nacido su hijo menor, ganando esos kilos
extra de los que no lograba deshacerse desde entonces.
Pasó a una farmacia que estaba fuera de su zona de compra habitual, donde sabía
que no podría toparse con algún conocido o vecino que pudiera reconocerla.
Después de dar diez vueltas en el pasillo de golosinas y comprobar que no había
nadie en el mostrador de medicamentos, se acercó y pidió un lubricante de
sabor… mejor dos lubricantes, por si un sabor no era tan agradable. Salió por el
pasillo poco transitado y vio un labial rojo, dudó en comprarlo pues no lo
volvería a usar jamás, pero finalmente lo tomó y pagó en la caja.
Era jueves y amaneció soleado como suelen ser los días de abril, Esther despertó
temprano, lo tenía todo planeado y necesitaba más horas de las habituales para
hacer el recorrido que había hecho en su cabeza durante semanas.
En la charola había café, un girasol -la primera flor que Daniel le regaló-, unos
panqueques y una carta sellada con unos labios rojos. Daniel se extrañó, pero no
dijo nada. La abrió y leyó dos frases:
Antes de que él pudiera decir algo, Esther salió corriendo para llevar a los niños
a la escuela y terminar con todos los preparativos. Daniel se apresuró a bañarse y
correr para el trabajo.
Después del colegio, Esther pasó a casa de sus padres para dejar la bolsa de
dulces, botanas y palomitas que sus hijos comerían mientras verían una película
en la que fuera su casa por veinticuatro años antes de casarse.
La semana anterior, había pedido a sus padres que cuidaran de sus hijos durante
la tarde, les dijo que era su aniversario y Daniel la había invitado a comer a un
restaurante.
Llegando a casa, hizo una limpieza rápida de la casa y preparó la comida, algo
fresco para el calor. Adornó el cuarto de visitas, cambió las sábanas, encendió
velas en puntos estratégicos y colocó una mesa que adornó con más girasoles.
Hizo un camino con pétalos de rosas rojas desde la entrada de la casa hasta el
cuarto de visitas. Cortó flores de lavanda que ató en la regadera y, aunque hacía
calor, abrió el agua caliente para que el vapor impregnara el baño con su
delicioso aroma.
Tomó un baño lento como casi nunca lo hacía; impulsada por una extraña
sensación, tocó su cuerpo lenta y sensualmente con el jabón. Salió del baño y
permaneció completamente desnuda, tomó su celular y volvió a ver el video
explicativo sobre “ Cómo usar correctamente un lubricante”. Aunque seguía
dudando, los sacó de la caja donde guardaba papeles importantes que nadie
nunca revisaba. Abrió los lubricantes, menta y naranja, ambos olían bien, así que
los dejó sobre la mesa.
—Es el aceite de la armonía sexual —dijo su amiga cuando se acercó a ella para
preguntarle más sobre los aceites de los que habló toda la tarde en el café,
después de la charla acerca de recomendaciones para el aniversario.
Calculando que Daniel estaría terminando la jornada, le mandó una foto del
encaje de su tanga roja con el fondo de su piel. La imagen iba acompañada de la
frase: “ En espera impaciente...”
Daniel abrió la imagen y su reacción inmediata fue apagar la pantalla del celular,
como si alguien lo vigilara y se diera cuenta de que su esposa le había mandado
una foto “de ese tipo”. No sabía qué estaba sucediendo y la duda lo había tenido
a la expectativa toda la mañana, pero no se atrevió a responder el mensaje. No
salió de su oficina hasta que se bajó el color de su rostro y todo lo que estaba
creciendo en su ser.
El camino se detenía en la puerta del cuarto de visitas, se dio vuelta para buscar
otra pista, pero no encontró nada, solo escuchó la música que venía de la
habitación a la cual no entraba nunca y se animó a entrar.
El ambiente era distinto, abrió una puerta de su casa para entrar a un lugar
desconocido y alucinante. La música inundaba el ambiente, no reconoció lo que
escuchaba, pero lo envolvió; de alguna manera la música se mezclaba con el
aroma y una especie de vapor que le destapaba los poros y le llenaba los
pulmones, tampoco reconoció el aroma, pero era agradable. Era todo penumbra
por donde se colaban los rayos del sol que lo ponía todo caliente. En la cama vio
a Esther, casi desnuda e irreconocible, acostada con una postura distinta que no
sabía cómo describirla exactamente.
Daniel se sentía muy confundido, estaba a punto de decirle a su esposa que era
suficiente. ¿Qué está pasando? Pero también se sentía muy intrigado y
comenzaba a excitarle el juego, así que decidió continuar.
Esther le dio la cerveza y Daniel bebió casi la mitad de un solo trago. Una gota
de cerveza escurrió por la comisura de sus labios y, cuando iba a tomar una
servilleta, Esther se acercó a él, limpió la gota con un dedo, se acercó para
besarlo en el punto exacto donde iniciaba la caída y le mordió el labio. Acto
seguido, se acomodó frente a él, mostrándole los senos y levantándose de forma
sugerente.
Daniel asintió y dio otro gran trago a su cerveza, sentía cómo la sed crecía en su
interior, igual que el bulto entre sus piernas.
Cuando llegó a los pies de Daniel, le quitó los zapatos junto con los calcetines y
le dio un pequeño masaje. Esther se levantó hasta ver a su esposo frente a frente,
lo besó en los labios; luego, conservando el silencio, tomó sus manos y lo puso
de pie para desvestirlo lentamente.
Comenzó con el cinturón, lo quitó muy despacio para no demostrar su
nerviosismo y torpeza, desabrochó el botón del pantalón, bajó la cremallera y lo
dejó caer al piso. En ese instante, Daniel intentó quitarse la camisa, pero Esther
lo detuvo.
Esther desabotonó con lentitud cada uno de los botones de la camisa, de abajo
hacia arriba. Por cada botón abierto, recorría con su boca el abdomen de Daniel
llenándolo de besos suaves y lentos, acompañados de mordiscos repentinos. Por
fin, quitó la camisa, la tiró al suelo y sentó a Daniel en la cama, empujándolo
hasta el centro. Siguió besándolo, tocándolo y chupándolo todo.
Daniel quedó desnudo por completo y Esther tomó unas bufandas de la silla en
la que había estado Daniel; le vendó los ojos con una corbata y le amarró las
manos con las bufandas. Era un nudo suave que Daniel podía desatar fácilmente
si quisiera, pero no tenía intenciones de hacerlo. Estaba más concentrado en lo
que Esther hacía, tratando de controlar sus impulsos, excitándose cada vez más y
más. Tenía tanto tiempo de no hacer el amor, que sentía que explotaría en
cualquier momento.
Mientras recorría el cuerpo de Daniel, succionó y lamió aquellas zonas que sabía
que lo volvían loco, Esther sentía sus piernas mojadas por todos los fluidos que
salían de su centro, liberándola. Había llegado el momento.
Quitó la venda de los ojos de Daniel y se acomodó entre sus piernas, con la cara
frente al miembro lleno de chocolate y lo lamió hasta limpiarlo completamente.
Daniel sentía que no podía más.
Esther continuó con su danza, donde ella era la protagonista. Daniel observaba
hipnotizado a esa mujer que le parecía una extraña y su éxtasis lo sobrepasaba.
En ese mismo instante, Daniel también estalló dentro de esa mujer quien no
parecía su esposa.
Celeste se levantó.
LA VISITA
Sussana llevaba un par de meses saliendo con el hombre del que ya no recuerda
su nombre. Fue una relación corta, intensa y llena de experiencias de las que
nunca pensó que sería parte. Ese viernes, siempre eran los viernes, aquel hombre
que le atraía tanto sin saber por qué, pues nunca le pareció guapo, pasó por ella a
su trabajo.
Sabía que esa noche no llegaría a casa y eso la mantuvo feliz todo el día;
también sabía que la cena a la que irían era solo el preámbulo de una noche de
pasión, así habían sido casi todos sus viernes desde hacía dos meses. Así su
felicidad se transformaba en excitación.
Sussana subió al auto, respiró profundo y una chispa recorrió su cuerpo desde la
espalda hasta el pubis. Todo el ambiente estaba impregnado de la colonia del
hombre en el volante, vestido con traje gris rata, corbata roja y una rosa en la
mano que hacía juego con la corbata.
A Sussana no le gustaban las rosas, pero el gesto era lo que realmente importaba,
pensó. Se saludaron con un beso largo y apasionado, mientras él levantaba la
falda de Sussana con su mano derecha, al mismo tiempo que pasaba,
suavemente, la rosa roja por sus piernas, la entrepierna y el abdomen hasta
detenerse en sus senos para entregar la delicada flor.
Llegaron a la cena y fue una noche agradable, era la primera vez que convivían
con amigos que no fueran los comunes.
Entonces, ella pensó en dar un paso para apresurar la salida, se disculpó y fue el
baño donde se retocó el maquillaje, arregló su cabello, se quitó las bragas y las
metió en su bolso.
Cuando volvió a la mesa, acercó la silla todo lo que pudo, gesto que fue
totalmente entendido por el hombre, quien respondió con una sonrisa que la
trasladó a otro mundo.
Era increíble la capacidad que ese hombre tenía para seguir el hilo de la
conversación y arreglárselas mientras llegaba a la entrepierna de Sussana en los
momentos más inesperados sin que sus amigos sospecharan lo que sucedía entre
las piernas de la invitada.
En cuanto entraron a su casa, Sussana se lanzó hacia él, la espera había sido
larga y estaba lista. Se besaron y apenas lograron llegar a la sala donde se
pararon uno frente al otro. Él la desnudó completamente, no le costó mucho
trabajo; bajó la falda rozando las piernas con las yemas de sus dedos, quitó la
blusa y desabrochó el sostén, haciendo gala de su sorprendente habilidad para
realizar la proeza solo con una mano.
Sussana estaba lista para recibirlo desde hacía ya un buen rato, gracias al juego
previo desde la cena, tanta estimulación hizo que no tardara en explotar de
placer. La presión ejercida por el íntimo centro de ella provocó que él no
aguantará más y se unió a la explosión con un grito de placer, provocando otro
espasmo en Sussana.
QUERIDO DIARIO
Sábado de mayo por la mañana. El pronóstico, treinta grados centígrados de ese
calor húmedo que te hace sudar por cada poro del cuerpo. La agenda, si aún la
tuviera, marcaría día de lavandería.
Despierto con los pechos llenos y le doy de comer al bebé de seis meses que ha
puesto mi mundo de cabeza. Se vuelve a dormir con mi pezón aun en la boca.
Me visto y preparo el desayuno, algo rápido y ligero; la montaña de ropa me
espera.
Empiezo con el primer paso, la separación de ropa por colores; sí, tengo un
método de seis pasos que sigo religiosamente. Eso me hace sentir ordenada en
medio del caos en que se ha convertido mi vida, puedo replicar el mismo método
que aplicaba en mi antiguo empleo. Mi empleo... pienso en las tareas y las
personas que llegaron a hartarme y las extraño.
Han pasado dos horas y sigo con la tarea que parece interminable. Me agacho
para tomar el último montón de ropa y me sorprendo al sentir la presencia de
Joaquín detrás de mí, acariciándome las nalgas.
—¡Me asustaste! —grito todavía con el corazón latiendo a mil.
—Estás hermosa —me dice con un tono que reconozco pero recuerdo tan lejano.
Desde que nació el bebé, han sido pocos los momentos de intimidad que hemos
tenido; entre su miedo de hacerme daño, mi preocupación extrema de madre
novata, el cansancio excesivo de los dos y lo poco atractiva que me siento desde
el embarazo, todo eso parece de otro mundo, de un mundo pasado.
Aunque mi cerebro piensa que miente, sus ojos alteran todos mis sentidos; mi
corazón y un punto en el centro de mi vientre, afirman que es verdad.
Con dificultad, me quita el short ajustado y mi ropa interior sale con él. Supongo
que no sabe qué hacer con la blusa, así que me la deja puesta. Me sorprende que
esté tan lista para recibirlo tan pronto, generalmente necesito más tiempo. Siento
su urgencia por fundirse con mi cuerpo y no entiendo por qué espera.
—Está muy alto —ambos soltamos una carcajada y reconozco que la altura de la
lavadora es imposible.
Me baja de la lavadora y nos tiramos en los dos metros cuadrados de pasto que
tenemos de patio. Por fin se atreve a tocar mis pechos y chupar los pezones. Nos
miramos a los ojos, nos reconocemos.
Todo pasa más rápido de lo que hubiéramos deseado, pero justo a tiempo para
que, minutos después, salga corriendo en busca del bebé que ha soltado el llanto.
Otra vez es sábado, sigo con mi riguroso método de lavado y sigo odiado la
tarea. Pero las personas y las labores del trabajo ya no aparecen en mi mente;
hoy, mi agenda dice lavandería…
Nació el 06 de abril de 1989 en la Ciudad de México. Estudió Ciencias de la
Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México, posteriormente
cursó diversos diplomados en marketing hasta que encontró su verdadera
vocación en las letras. ¡Quédate a mi lado! es su primera novela publicada de la
saga con el mismo nombre. También participa en la antología “Historias de
amor, desamor, locura y más amor” Vol. III con el sello editorial Elizabeth
Llanos Galería Creativa.
Instagram: @ilsevise
Solo una calle antes, creí no poder contenerme, me apretaste contra una pared
con poca luz y mi pierna terminó enredada entre tu cintura, mordí tu labio
inferior para provocarte, pero entendí que habías ganado el primer movimiento
cuando sentí tu mano entrando por debajo de mi falda y jalaste uno de los hilos
de mi ropa interior intentando arrancarla. Ambos reímos.
Cuando entramos a la habitación, una luz ardiente revela nuestros más íntimos
secretos y los del universo; quieres apagar la luz tras cerrar la puerta, pero quiero
observar tu cuerpo desnudo, prolijo y esculpido; aunque lo ocultas, sé que
también deseas ver mi cuerpo sin las ataduras de una falda, chaqueta de piel,
ropa interior y blusa porque sientes que eso corta mis alas y… Sí, nunca había
estado más de acuerdo contigo.
Mis senos delicados y suaves se endurecen con el flujo de sangre constante que
corre por mis venas, mis pezones están tan erectos como lo estás tú, no titubeas
al penetrarme y comienzas a moverte en un vaivén estrepitoso y explosivo,
envuelto entre las gotas saladas de nuestros sudorosos y ardientes cuerpos.
Y aunque quisimos estirar por una eternidad ese momento de placer, después de
un fuerte y evidente juego de vocablos, de textos con sonidos bien argumentados
en fondo y forma, abrí mis ojos como platos extendidos; mis pupilas dilatadas
tuvieron el don de ver el mundo ir más lento mientras mi corazón latía a la
velocidad de la luz y, justo en ese momento de más sollozos de placer, mis
exclamaciones se convirtieron en un grito nada ahogado que dibujó una sonrisa
en mi rostro satisfecho, terminando este texto con un punto final.
Te sentí terminar, esa vibración compartida en tiempo y espacio que solo este
baile podría darnos y, a los pocos segundos, te derrumbaste junto mí y me
coloqué de costado para mirarte rendido y extasiado.
Mirabas al techo mientras recorrías con las yemas de tus dedos las carreteras
peligrosas, llenas de curvas formadas desde mis hombros hasta mis caderas.
Encendí un cigarro y entre risas, ligeros coqueteos y veloces juegos de dedos
tocando los botones de una consola, te dije firmemente que esta sería la última
vez que pasaría.
Me miraste, exhalaste una bocanada de humo por tus rojos y palpitantes labios,
moviste la cabeza en señal de negativa, tratando de acabar con mi farsa y me
recordaste al final:
—Amor, tú siempre dices eso. Así ha sido desde que nos conocimos y así será
hasta que alguno de los dos decida irse por su voluntad.
Elle tenía un humor rosa y una risa contagiosa, pero las personas que realmente
la conocían, sabían que pecaba de decir chistes negros y ácidos, algunas veces
burlándose del exterior, aunque el cien por ciento de su tiempo se reía de sí
misma; muchos dirían que era por llamar la atención y otros harían conjeturas
acerca de su manera de sobrellevar los cánones de belleza que, a ojos públicos,
ella no llenaba; pero solo Elle sabía lo que realmente necesitaba y se sentía
orgullosa de ello.
Su vida era una rutina constante y bien cronometrada: despertar, correr por las
calles para sentir el aire fresco de las mañanas, pasear a su perro, trabajar un par
de horas, tomar algunos bocadillos por la tarde y, casi al final del día, devorar
todos los libros que pudiera en la biblioteca pública.
La biblioteca era el espacio en dónde la conocían los trabajadores del lugar aún
más que su propia familia incluso y era una zona segura para escapar de la
realidad que la incomodaba.
Elle solo reía y decía alguna cita de alguna historia bien conocida de los poetas
de la generación del 27, su corriente favorita. Sus colegas fingían que la
entendían, aunque estaba segura de que, ni la mitad de sus interlocutores, habían
entendido alguna de sus referencias, a menos que fueran la reencarnación de
García Lorca.
Pero esta vez, uno de los “nuevos”, como ella los llamaba, había capturado su
atención más que de costumbre. Un joven atractivo que no encajaba en el lugar,
era exactamente igual a ella, solo que Elle no encajaba en el mundo real; podría
decirse que ambos estaban perdidos y se habían encontrado en ese espacio por
alguna razón, fue así que lo entendió.
—Yo nunca seré de piedra, lloraré cuando haga falta, gritaré cuando haga falta,
reiré cuando haga falta, cantaré cuando haga falta —recitó el “nuevo” y sus
colegas se rieron. Nuevamente, no habían entiendo, pero algo se presentó en el
ambiente; un aroma a libro viejo llenó todo el espacio y eso era realmente
inusual.
Se abrió paso entre la audiencia y alcanzó al joven de tez bronceada cerca del
estante de Literatura Española y eso, definitivamente, la provocó; lo vio pasar
sus dedos por cada libro como buscando entre los pliegues del cuerpo
inexplorado de Elle.
Claro que la notó cuando un rayo de luz topó con pared e iluminó el pecho de
Elle, dejando ver la caída de sus senos como largos y bien rellenos calcetines que
casi tocaban la mesa de lectura mientras hojeaba un libro que, ciertamente, ya
sabía de memoria. Lo que no notó fue que Elle llevaba bastante tiempo
analizándolo, viendo más allá de sus ojos, su tez y el bulto ligeramente oculto
entre su pierna derecha.
Ahora, Elle entendía que, cuando el joven huyó para esconderse entre los libros
de Literatura Española, no buscaba una lectura, buscaba ocultar lo que el bien
formado cuerpo de Elle le generaba en su imaginación, lo que él buscaba era
más que una invitación a conversar, lo que realmente buscaba era sacar su
perversión asfixiada en su pantalón.
Elle había soñado más de una vez en hacerlo ahí, entre sus libros y las historias,
había soñado con ser espontánea y darle vida a una de las novelas de Anais Nin
o los poemas épicos de Silvia Plath por lo menos. El muchacho entendió la
señal, creyó que solo jugarían con besos, caricias y quizá algún resbalón de
mano bien intencionado, toqueteo que Elle no desaprovecharía.
Él la llevó al fondo del pasillo, la besó con tersa humedad, mordió y estiró su
labio inferior y comenzó a estimularla sobre su ropa. Elle se dejó seducir
perdiendo el sentido del tiempo y espacio, emitiendo pequeños gemidos que, si
no eran detenidos, los pondrían al descubierto.
Con el dedo índice le pidió guardar silencio mientras él los desvestía a ambos.
Quitó la blusa holgada, retiró su sostén y sus pechos se dejaron caer alargados,
simplemente se dejaron llevar por la gravedad, sus pezones se encogieron
mostrando firmeza y tensión en su piel y sus venas se marcaban. Bajó el cierre
de su falda y solo la dejó caer a sus pies; ahí estaba, frente a él, la llave que abrió
su jaula: una tanga negra de hilo.
“¿Acaso era posible que esta mujer de facha sombría, buscara ser descubierta
como una mujer envuelta por el deseo?”, se dijo él, envuelto en una racha de
adrenalina. Se sintió cual cazador frente a su presa y estaba a punto de comerla
hasta el último centímetro de carne y hueso. Lo que no sabía es que, esa misma
llave, era la estrofa de una canción que estaba a punto de ser revelada.
Elle le estiro los brazos sujetando su blusa entre las manos, él las estiró y cerró
sus puños, Elle ató sus muñecas y con su boca jaló para hacer más firme el nudo.
Mientras ella buscaba su brasier, se agachó un poco y lo vio erecto y vibrante;
Elle pasó su lengua por aquella punta que la provocaba, el joven muchacho se
estremeció, quitó los tirantes y, mientras ella subía, la obligó a levantar sus
manos también, solo necesitó un tirante para hacer un candado de manos atadas
y estante y, con el otro, se aseguró que sus pies no escaparan. La escena estaba
completa.
Elle le hizo el mismo gesto de gracia y con el dedo índice pidió silencio. Ambos
rostros estaban colorados, Elle se quitó la tanga con un fino conteo de cadera y
piernas, hizo con su ropa interior una pequeña mordaza y la puso en la boca de
su amante; ahí se mezclaban la humedad y un fino aroma a hormonas que sólo
los amantes conocen. El cazador no sabía en qué momento había sido capturado.
Elle mojó ambas manos con un poco de su saliva; con una de ellas, Elle se
tocaba y, con la otra, lo estimulaba. Se permitió unos segundos de aliento
mientras buscó entre tus compañeros de vida, aquellos libros con la pasta más
dura y mayor grosor, hizo con ellos un escalón que le permitiera la altura
conveniente para darse placer.
Elle siguió tocándose cada vez más fuerte, cada vez con movimientos más
rítmicos y bien coordinados. Jamás se detuvo, dejó que ese hombre la observara
y sintiera la impotencia de no poder tocarla; dejó que la oliera, pero no se la
podría comer, dejó que la escuchara gemir, que sintiera la proximidad de su
calor, pero sin dejarlo participar.
Ahora, él sentía la impotencia que, muchas veces, sus autoras favoritas habían
descrito al hablar del sexo guiado por los hombres, por sus gustos y sus formas.
Cerró la escena con un suspiro profundo, se sintió extasiada, pero sobre todo, se
sintió liberada. El chico, aún confundido, le pidió con la mirada una explicación
de todo lo sucedido. Elle, completamente satisfecha, respondió:
—Si quieres entenderlo, te invito a que lo descubras conmigo, pero entre mis
sábanas.
—Eres fina, delicada, elegante, una mujer que de mi brazo se ve más que
espectacular, con una voz más que melodiosa, encantadora e inteligente. Una
mujer que sabe lo que se debe y se tiene que hacer —él me dice y tiene razón en
todo, pero estoy harta de que me vea como un accesorio que cuelga de su abrazo
y a su merced.
Debería ser al revés, él debería estar a mis pies, pues por mí se ve como se ve.
Sabe cómo vestirse porque yo le enseñé; sabe qué decirle a todas esas niñatas
porque yo eduqué su voz, la entonación e, incluso, la intención. No quisiera
decirlo, pero quien le mostró cómo se cerraba un buen negocio fui yo. Y,
ahora… todo lo que presume y escupe en la cara inocente de esas jovencitas
ingenuas es gracias a mí.
Puede tener el cuerpo esculpido y delicioso que levanta las pasiones más
intensas de cualquier mujer, pero el cerebro lo tengo yo. Si tan solo le pudiera
quitar todo lo que ahora se jacta de decir que es él, ese hombre no sería más que
un reflejo en el agua encharcada.
Esta vez, decidí romper las cadenas que me atan, esta vez, nada ni nadie me
detendrá de hacer, como él dice, “lo que se tiene que hacer”. No sin antes
informarle lo que siento cada vez que llega a mi celular un nuevo mensaje,
envuelto de excusas y disculpas, con las razones por las que no llegará a buena
hora o, de plano, le impedirán llegar a casa y dormir en mi cama.
Debo admitir que, al principio, creía en sus palabras, incluso sentía que era
incorrecto pensar mal de él. ¿Cómo podría mentirme mi marido? ¡Él me amaba!
Los castigos mentales que me autoinfringía eran la peor parte. Una mujer
siempre sabe, solo nos mentimos para evitar la realidad, pero en el fondo,
siempre sabemos la verdad.
Todo el tiempo dice que debemos intentar “cosas nuevas”, que dejemos de hacer
“el amor” de manera convencional porque eso le aburre; una sola vez intentamos
hacer un trío, pero no pude, justo antes de que llegara la tercera persona en
cuestión, me entró un pánico asfixiante y de mis ojos no dejaron de brotar
lágrimas de dolor y miedo. Ese día, algo se rompió en mí, el amor se terminó y
esta noche… esta noche solo será para saciar la sed y el hambre de un cuerpo
tibio que suba mi temperatura, saborear con la triada perfecta —labios y lengua
— la saliva aromatizada de un hombre caliente, erecto y excitado por mí.
Son las ocho en punto, lo escucho caminar por el pasillo, no siento miedo
alguno, solo una alocada sensación y tensión sexual en mi entrepierna que
palpita con más y más fuerza en mi vagina; sus pasos se hacen más fuertes, sé
que llegó frente a la puerta y está a punto de tocar.
—Está abierto, puedes pasar —digo solo unos segundos después de que ha
golpeado la puerta con impaciencia unas tres veces.
Estoy sentada en la orilla de la cama con el vestido rojo ajustado y escotado que
tanto me ha insistido en que use, dejando lucir mis senos firmes de treintañera,
blancos, redondos, condimentados a placer y gusto de mi esposo, perfumados y
apretujados por el corsé; lo único que me separa de la desnudez, es la cobertura
en mis pezones puntiagudos, estremecidos por los nervios que intento esconder.
Abre sus ojos como platos y se muerde los labios con los dientes superiores, sé
que la sangre y las ideas perversas corren por su cabeza, se delata cuando pasa su
lengua para humedecer su boca. Sé que se muere por tocarme, lanzarme de
espaldas contra la cama, ponerme en cuatro puntos, levantar mis caderas lo
suficiente y cogerme; en su cabeza ya tiene mis nalgas expuestas y, mientras las
manipula, su pene erecto entra y sale de mi cuerpo, golpeando fuertemente como
un puño contra la pared.
—¡Sí! Hoy, por fin, cumpliré todas y cada una de nuestras fantasías.
—¿Qué quieres que haga primero? —pregunta y señalo que bese mis hombros
con lentitud y suavidad, quiero que pase sus dedos lentamente por mi cuello y mi
clavícula en un acto de reconocimiento entre sus huellas y la piel de mi cuerpo,
quiero que saque su lengua y la pase por mi nuca, que poco a poco recorra cada
centímetro de piel al descubierto hasta llegar al cierre de mi vestido y lo baje
lentamente.
Sé que necesita ayuda, así que con ambas manos, recojo mi cabello para que
pueda seguir con este hermoso ritual previo a cualquier acto exclusivamente
sexual. Quiero sentirme deseada y amada, quiero sentir que tengo el control, al
menos por una vez.
Dejo caer mi vestido, se detiene un minuto para ver la ropa íntima que escogí
para este encuentro, brasier de encaje negro sin tirantes y una tanga a juego que
deja mis nalgas redondas para que las pueda tocar y fantasear por poseerlas.
Besa y lame entre mis senos, sabe lo mucho que me gusta que lo haga y no
puedo evitar agitar la cabeza de satisfacción, mis pezones lo van guiando pues
reaccionan de inmediato, siento que sus dedos índice y medio bajan por mi
abdomen, esperando tocar mi vagina para avivar la dulce miel producto del
placer y, aunque ya hay señales del néctar, tomo sus manos y lo detengo.
—Cogerás con otra mujer mientras sientes la incógnita del momento en que me
involucraré en el acto. Quiero observar cómo se lo haces a otras y, después,
quiero que nos cojas a las dos —digo con lujuria firme.
—¿Quién habló de hacer el amor? ¡Yo dije coger! —reiteré casi con
impaciencia.
—¡Qué no! ¡No hay nada de eso! —vuelve a negar mi esposo— Además, no veo
a nadie aquí.
Camino a la puerta y ahí está ella, una joven de no más de veinticinco años, sin
inhibiciones ni prejuicios, ha sido una de sus amantes desde hace varios meses.
Ella sabe a qué viene y estuvo de acuerdo conmigo, ambas hemos sido
engañadas por el mismo hombre y ambas deseamos hacerle esto. Sí, esta será la
última vez que lo veremos y que él podrá tocarnos. Está noche será inolvidable.
—¡Carolina! ¿Qué haces aquí? —apenas logra articular las palabras embargado
por su asombro.
—Lo que siempre me has pedido —contesta ella. Al parecer, la idea del trío no
solo me lo había pedido a mí.
Carolina viste una gabardina negra y tacones altos, está más que lista. Me besa y
Héctor se sorprende, pero le gusta lo que ve. Despojo a Carolina de su larga
gabardina y la dejo totalmente desnuda, les pido que comiencen, me siento en un
cómodo sofá para observar a descaro.
Carolina solo es una pieza de este ajedrez, ella será el accesorio que nos obligará
a sentir. Le pido que ponga sus dedos y me toque, pero que al mismo tiempo ella
haga lo mismo, que se estimule para los tres. Héctor tiene los ojos totalmente
perdidos, escucho cómo gime; por segundos, deja de tocar su miembro y, en
otros momentos, baja la intensidad de los movimientos para no terminar. Se
siente descontrolado sin saber qué hacer, necesita tener el control, así que le pido
que nos diga qué hacer, pero está tan sumergido en su propio deseo que le es
imposible hablar; ambas lo interpretamos como una orden para continuar pues,
de su entrecortada voz, solo escuchamos un ligero balbuceo pidiendo más.
Creo que este juego me ha nublado la razón porque estoy olvidando el objetivo
de este día. En este momento, lo único claro en mi mente es que quiero gritar,
quiero que esa joven siga tocándome con sus dedos, que siga abriendo la llave de
mi alma líquida, al tiempo que Héctor nos observa.
Héctor se detiene, sus mejillas encendidas en rojo ardiente lo delatan, pero sus
ojos no dejan de mirarme, no dejan de observar los senos de esa chica, colgando
y contoneándose por la gravedad. Carolina está igual de encendida que yo, lo
siento en sus dedos temblorosos, en el aroma que despide su aliento cuando se
acerca a mis mejillas y se recarga para no sucumbir, lo percibo en su piel erizada
y sus pezones retraídos desafiando la Ley de la Gravedad.
Ahora, veo a Héctor cambiar de humor, se siente celoso, tan celoso como yo
cuando lo imagino tomando las caderas de Carolina y moviéndolas a placer;
bailando con ella un tango sensual que, en teoría, solo debería bailar conmigo.
Lo veo pasar del calor de una brasa al frío de un témpano a mitad un paisaje
gélido. Se sentía tan dueño de mi placer que, el simple hecho de imaginar que
alguien más me hace gritar de poco a más, lo frustra. Cierra los puños, arrugando
y destendiendo la cama; cuanto más fuerte aprieta para contener su ira, más se
acrecienta su deseo por saciar sus ganas y participar con nosotras.
Al fin, Héctor me escucha gritar, disfruto cómo me ahogo en ese grito de placer
animal, de locura descomunal. Carolina siente lo que los imanes cuando se
atraen, lo que los animales al imitar a los otros y, mientras mis piernas tiemblan
y mis ojos se van a blancos, ella hace lo mismo, terminado así con este juego de
ir y venir.
—Y bien, ¿pueden explicarme qué era lo que pretendían? —reclama Héctor con
un claro tono herido en su voz.
—Eso, mi amor, son los papeles del divorcio. Fírmalos y sal de aquí. Esta
señorita y yo tenemos pagada la habitación por el resto de la noche.
(Baja California, 1973)
Coautora, junto con Rodrigo Magaña, del proyecto infantil Los Cuenterillos.
Fue Directora General del sitio web montrealés J’adore Montreal, también fue
conductora del programa de entrevistas Galería Creativa y co-conductora en El
Siguiente Libro y Un Club de Huevos en este mismo sitio que transmite para
Canadá, México y el mundo.
Instagram: @llanos_eliza
AZUL
Sus ojos carcomían mi silueta a puños y mordiscos. Era la oscuridad compartida
y las criaturas de la noche lo sabíamos. Conocernos fue la perdición de nuestra
inocencia y el campo fértil de mis más acalorados sueños. Aquella playa sería
testigo de nuestros primeros encuentros. Sublimes. Salvajes. Calladamente
estruendosos en el placer hecho gemidos. Nuestras manos se hicieron la piel del
otro y nuestras lenguas se fundieron para crear un nuevo idioma que sólo
utilizaríamos a través de su mirada azul. De pronto, la arena descubrió nuevas
huellas que las olas se llevaban con el mismo vaivén de nuestros movimientos.
Sí. Alguien nos observaba.
LA ÚLTIMA NAVIDAD
Si ella supiera lo que sucedió esa noche, seguramente saldría de su lecho marital
llena de coraje y resentimiento, pero eso no importa ahora como no importó esa
noche.
Los niños se habían dormido ya y te pedí que salieras de casa con algún pretexto
estúpidamente doméstico. Esos minutos eran oro molido para preparar el
improvisado escenario y hacerte mío sin pudor y sin falso recato.
Abriste la puerta y te veías apocado, nostálgico y casi triste. Por estúpido que
parezca, esa tristeza me había cautivado desde los diecinueve años y me
cautivaba ahora. Pero no era momento de recuerdos sino de acciones.
Sé que no olvidas esa noche, porque sigue siendo nuestro secreto, aunque hoy ya
no tenga reparo en que ella se entere.
Pendejo instinto. Bendito instinto que no tiene moral ni ética y fue tan
conveniente para esa noche.
Así, arriba como debe ser, comencé a morderte los pezones, mordiditas tiernas
seguidas de una más violenta que te encendían cada vez más. Querías
contraatacar y te tomé por las muñecas inmovilizándote. Fue fácil. Eras fácil,
aunque no me daba cuenta aun, quizá por ser Navidad. Te besé la frente, te besé
los párpados y el cuello. Las mordidas volvieron a mis zonas erógenas favoritas:
tu costado y tu entrepierna.
¡Claro que te estaba cogiendo! ¿Acaso las mujeres no los cogemos? Tal
ignorancia en anatomía, física y conjugación verbal no podemos permitirnos
más. Las mujeres nos los cogemos y punto.
Esa noche te perdí todo el respeto que te tenía, mi instinto fue creativo en lo
indecible y la felación fue lo más inocente en el menú que terminó por asustarte.
Mi intuición sabía que no lo merecías, pero aun así, te regalé esa noche para que
la recuerdes cuando sueñes despierto conmigo en el lecho de ella.
ESPÉRAME EN MONTREAL
—¿Te imaginas cuándo estemos juntos?
Beth sabía que, de lo único que era dueña, era de aquel hombre que la esperaba a
miles de kilómetros de distancia, pero los seres humanos eran falibles y su
pasado daba cuenta de ello. Todos fallaban, incluso ella, así que no había razón
para creer que su historia tendría un final feliz. Pero la terca y maldita certeza
siempre hacía presa de ella cuando la cuestionaban acerca de su soltería:
Ethan había nacido apenas iniciados los ochentas y su infancia fue marcada por
el color y la algarabía de aquella década, entre nieve y una familia amorosa que
poco a poco creció y se disgregó por el mundo, él terminó por creer que su vida
sería trabajar y viajar, sin hijos y sin interés en el amor. Al fin y al cabo, todos
perseguían al amor y él no estaba dispuesto a perder su tiempo en quimeras
absurdas. Si el amor existía, siempre estaría dispuesto a abrir su puerta si este
tocaba… Y sí, tocó varias veces e Ethan abrió y conoció a un par de mujeres y
otros tantos hombres en los cuales sólo encontró el placer y la compañía furtiva,
cálida en el frío invierno, pero jamás le llenaban el alma, así que terminaban su
ciclo y continuaba ese camino llamado cotidianidad.
En alguna ocasión que viajó a México, solo por divertirse, visitó el particular
Mercado de Sonora en el corazón de la Ciudad de México; en un incipiente
español entendió que le leerían su suerte escrita en la palma de su mano. Y vaya
que tenía buena suerte, pues regresó a su hotel completo y con sus pertenencias
intactas a pesar de su descarada apariencia de turista.
—¿La conozco?
Para un escéptico como Ethan, esas palabras no tendrían que hacer eco en su
conciencia, pero lo hicieron, al menos por un par de horas hasta entrada la
noche, cuando los estragos del sol mexicano lo vencieron.
Para las certezas no existen tiempos ni espacios, para el equilibrio de la razón, sí.
Esa noche, la autocomplacencia de Beth, una vez más, la hizo llegar al éxtasis y
cayó en el placentero sueño de la soledad.
Aquella noche, la terraza del café estaba iluminada por las estrellas del cielo de
Montreal y unas cuantas luces hacían más cálida la velada. Beth había recorrido
las calles del Viejo Puerto sin saber a ciencia cierta en dónde estaba, pero con la
seguridad de a dónde iba. Era la primera vez que respiraba ese aire frío que
encendía sus entrañas. Por fin, estaba sentada en la terraza que era el principio de
su destino, alrededor se sentía la emoción de una noche diferente y extrañamente
familiar.
¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué la conocían todos? ¿Por qué se sentía observada y
esto no le incomodaba?
La suavidad de las sábanas del hotel no era lo que lo acariciaban, los ruidos de la
ciudad arrullaban su sueño y le daban un extraño hálito de verdad en lo que
estaba a punto de suceder. Él sabía que dormía y se observaba. Apenas un
parpadeo de la noche y ahí estaba ella entre sus sábanas. Ese viaje era su regalo
de Navidad, el 2021 terminaba y por fin había podido viajar a México, Beth era
el destino, aunque Ethan aún no lo sabía.
Ella entre sus sábanas y las sábanas entre ellos. Sin susurros ni palabras,
comenzaron a acariciarse. Tanto habían esperado, al menos Beth… Ahora, él
dejaba de ser un anhelo para escurrirse entre las yemas de sus dedos que lo
acariciaban todo, entre su boca que lo recorría todo con su lengua, entre sus
manos que lo poseían todo, entre sus palabras que lo callaban todo y entre sus
ganas que lo inundaban todo.
Beth tomó la iniciativa, a fin de cuentas, ella se había colado entre las sábanas de
Ethan. El calor de sus cuerpos era más cálido que la arena del mar que
conocerían años después. Su lengua poderosa sedujo el lóbulo de la oreja,
recorriéndolo húmedo y escurridizo hasta hacerlo gemir y… apenas era el
comienzo.
Ethan se extasiaba a cada beso y a cada mordida. Sus pezones duros daban
cuenta del hambre que tenía de ella, esa hambre no saciada por décadas, esa
hambre que solo podía acallar Beth.
Por fin, el pene erecto de Ethan estaba a punto y la lengua de Beth comenzaba
con el manjar de caricias en un vaivén rítmico de poesía carnal. La ráfaga de
vida que se avecinaba era la mejor apuesta del destino para ser y permanecer a
través del tiempo y la distancia, impregnados el uno del otro.
Los gemidos se hicieron presentes, gemidos viriles del éxtasis ansiado desde la
primera vez que supiera de ella aun sin conocerla. Esos gemidos eran la ópera
que Beth esperaba, su poca experiencia era compensada con el fuego que ardía
en su interior desde tiempos primitivos, al soñar con él, sin saber nada de su
rostro ni su cuerpo. Había llegado el momento.
Arriba. Beth arriba cabalgándolo todo, meciéndose en la magia del placer carnal
que ardía presente en lo que los ignorantes llamaban amor. Porque el amor es la
energía que mueve al mundo y ese choque de mundos paralelos era el agujero
negro en donde se perderían para siempre en un instante.
La terraza se llena del tiempo que pasa lento, el ambiente le eriza los vellos de la
nuca a Beth, alguien la observa, lo sabe y voltea… Aquella mirada la penetra
como aquella noche en Ciudad de México, cuando ella lo poseyó sin
miramientos ni obsoletos recatos.