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Si Se Equivoca Usted, Admitalo
Si Se Equivoca Usted, Admitalo
UNIVERSIDAD VIRTUAL
Lectura
Si se equivoca usted,
admítalo
Gestión de Recursos y
Comunicaciones
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Aquel agente de policía, por ser humano, quería sentirse importante; cuando yo
empecé a condenar mi proceder, la única forma en que él podía satisfacer su
deseo de importancia era la de asumir una actitud magnánima.
Pero supongamos que yo hubiera tratado de defenderme ... ¿Ha discutido usted
alguna vez con la policía?
En lugar de lanzarme a la batalla contra él, admití desde el principio que la razón
estaba de su parte, que yo no la tenía; lo admití rápidamente, abiertamente, y
con entusiasmo. Y la cuestión terminó agradablemente: él pasó a ocupar mi
parte y yo pasé a ocupar la suya. Si sabemos que de todas maneras se va a
demostrar nuestro error, ¿no es mucho mejor ganar la delantera y reconocerlo
por nuestra cuenta?, ¿no es mucho más fácil escuchar la crítica de nuestros
labios que la censura de labios ajenos?
Diga usted de sí mismo todas las cosas derogatorias que sabe que está
pensando la otra persona, o quiere decir, o se propone decir, y dígalas antes de
que él o ella haya tenido una oportunidad de formularlas, y le quitará la razón
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de hablar. Lo probable –una probabilidad de ciento a uno- es que su contendor
asuma entonces una actitud generosa, de perdón, y trate de restar importancia
al error cometido por usted, exactamente como ocurrió en el episodio del policía
montado.
Ferdinand E. Warren, artista comercial, utilizó esta técnica para obtener la buena
voluntad de un comprador petulante, irritable.
"Señor Fulano, si lo que dice usted es cierto, la culpa es mía y no hay excusas
por este error. Después de hacer dibujos para usted durante tanto tiempo, ya
debía saber estas cosas. Estoy avergonzado por lo que ocurre”.
"Cualquier error —le interrumpí— puede resultar costoso, y todos son irritantes”.
Quiso hablar, pero no lo dejé. Yo estaba a mis anchas. Por primera vez en la vida
me criticaba a mí mismo, y estaba encantado.
Elogió después mi trabajo, me aseguró que solo hacía falta una leve
modificación, y que mi ligero error no había costado dinero a su firma; que, al fin
y al cabo, era una cuestión de detalle, que no valía la pena preocuparse.
Mi prontitud en criticarme le había quitado el ansia de pelear. Terminó por
invitarme a almorzar, y antes de separarnos me pagó mi trabajo y me encargó
otro».
Cualquier tonto puede tratar de defender sus errores —y casi todos los tontos
lo hacen—, pero está por encima de los demás, y asume un sentimiento de
nobleza y exaltación quien admite los propios errores. Por ejemplo, una de las
cosas más bellas que registra la historia de Robert E. Lee es la forma en que se
echó toda la culpa por el fracaso de la carga de Pickett en Gettysburg.
La carga de Pickett fue sin duda el ataque más brillante y pintoresco que jamás
ha ocurrido en el mundo occidental. El mismo general George E. Pickett era
pintoresco. Usaba tan largos los cabellos que sus rizos castaños le tocaban casi
los hombros; y, como Napoleón en sus campañas de Italia, escribía ardientes
cartas de amor día por día en el campo de batalla. Sus soldados, adictos a él, lo
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saludaron con vítores aquella trágica tarde de julio en que emprendió la marcha
hacia las líneas de la Unión, la gorra requintada sobre la oreja derecha. Le dieron
vítores y lo siguieron, hombro contra hombro, fila tras fila, estandartes al viento
y bayonetas resplandecientes al sol. Era un gallardo espectáculo.
Osado. Magnífico. Un murmullo de admiración corrió por las líneas de la Unión
al avistarlo.
Las tropas de Pickett avanzaron con paso fácil, a través de huertos y maizales,
a través de un prado, y sobre una quebrada. Pero entretanto los cañones del
enemigo destrozaban sus filas. Y ellos seguían, decididos, irresistibles. De
pronto la infantería de la Unión se alzó detrás del muro de piedra en el Cerro del
Cementerio, donde se había ocultado, y disparó andanada tras andanada contra
las fuerzas indefensas que iban avanzando. La cima del cerro era una llamarada,
un matadero, un volcán. En pocos minutos, todos los comandantes de brigada,
salvo uno, habían caído, y con ellos estaban en el suelo las cuatro quintas partes
de los cinco mil hombres que mandaba Pickett.
El general Lewis A. Armistead, que conducía las tropas en el embate final, corrió
adelante, saltó sobre el muro de piedra y, agitando la gorra en la punta de la
espada, gritó:
«A ellos, muchachos».
Pero Lee era demasiado noble para culpar a los demás. Cuando los soldados de
Pickett, vencidos, ensangrentados, volvieron trabajosamente a las líneas
confederadas, Robert E. Lee salió a su encuentro, a solas, y los recibió con una
autocrítica que era poco menos que sublime.
«Todo esto» confesó «ha sido por culpa mía. Yo, y solamente yo, he perdido esta
batalla».
Michael Cheung, instructor de uno de nuestros cursos en Hong Kong, nos contó
que la cultura china presenta algunos problemas especiales, y dijo que a veces
es necesario reconocer que los beneficios de aplicar un principio pueden
superar las ventajas de mantener una antigua tradición. Tenía un alumno, un
hombre maduro, que hacía muchos años estaba distanciado de su hijo. El padre
había sido adicto al opio, pero ahora estaba curado. En la tradición china, una
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persona mayor no puede tomar la iniciativa en un caso como aquél. El padre
sentía que le correspondía al hijo dar el primer paso hacia la reconciliación. En
una de las primeras clases del curso habló de sus nietos que no conocía, y de lo
mucho que deseaba reunirse con su hijo. Los alumnos del curso, todos chinos,
comprendieron su conflicto entre su deseo y una antigua tradición. El padre
sentía que los jóvenes debían mostrar respeto por sus mayores, y que estaba en
lo justo al no ceder a su deseo y esperar a que fuera su hijo quien se acercara a
él.
«He estado pensando en mi problema» dijo. «Dale Carnegie dice: "Si usted se
equivoca, admítalo rápida y enfáticamente". Es demasiado tarde para que yo lo
admita rápido, pero puedo hacerlo enfáticamente. Me porté mal con mi hijo. Él
tuvo razón en no querer verme y en alejarme de su vida. Puedo perder dignidad
al pedirle perdón a una persona más joven, pero fue mi culpa, y es mi
responsabilidad admitirlo».
La clase lo aplaudió y le dio todo su apoyo. En la clase siguiente contó que había
ido a la casa de su hijo, le había pedido perdón, y ahora había iniciado una nueva
relación con su hijo, su nuera y sus nietos a los que al fin había conocido.
Elbert Hubbard fue uno de los autores más originales y que más agitaron a los
Estados Unidos, y sus mordaces escritos despertaron a menudo fieros
resentimientos. Pero Hubbard, gracias a su rara habilidad para tratar con la
gente, convirtió frecuentemente a sus enemigos en amigos.
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Por ejemplo, cuando un lector irritado le escribía para decir que no estaba de
acuerdo con tal o cual artículo, y terminaba llamando a Hubbard esto y aquello,
el escritor solía responder más o menos así:
«Ahora que lo pienso bien, yo tampoco estoy muy de acuerdo con ese artículo.
No todo lo que escribí ayer me gusta hoy. Me alegro de poder saber lo que opina
usted al respecto. Si alguna vez viene por aquí, debe visitarnos, y ya
desgranaremos este tema para siempre. A la distancia, con un apretón de
manos, soy de usted, muy atentamente».
¿Qué se puede decir a un hombre que nos trata así? Cuando tenemos razón,
tratemos pues de atraer, suavemente y con tacto, a los demás a nuestra manera
de pensar; y cuando nos equivocamos —muy a menudo, por cierto, a poco que
seamos honestos con nosotros mismos—, admitamos rápidamente y con
entusiasmo el error. Esa técnica no solamente producirá resultados
asombrosos, sino que, créase o no, nos hará comprender que criticarse es en
esas circunstancias mucho más divertido que tratar de defenderse.
Bibliografía
• Carnegie, D. (1936). Cómo ganar amigos e influir sobre las personas.
Simon & Schuster.
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