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Titivillus 24.10.2018
Título original: Here There and Everywhere: My life recording the music
of the Beatles
Geoff Emerick & Howard Massey, 2006
Traducción: Ricard Gil Giner
ELVIS COSTELLO
Octubre de 2005
Prólogo
(1966)
Estaba harto.
Había pasado seis años de altibajos con los Beatles,
compartiendo con ellos el increíble éxito de los álbumes
Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y
acompañándolos en el sentimiento cuando enterraron a su
joven representante, Brian Epstein, y sufrieron los ataques
de la crítica tras el proyecto fallido de Magical Mystery Tour.
Pero ahora el resentimiento, las riñas y las mezquindades
empezaban a pasarme factura. Me encontraba al borde de
un ataque de nervios, y estaba dispuesto a decirles que lo
quería dejar.
Habían cambiado muchas cosas desde la última vez que
había visto a los Beatles pocos meses atrás. A su vuelta del
viaje a la India eran personas totalmente distintas. Si antes
eran exigentes y modernos, ahora iban desaliñados y
descuidados. Si antes eran ingeniosos y llenos de humor,
ahora eran solemnes e irritables. Les había unido el lazo de
una larga amistad, ahora les molestaba la mutua compañía.
Antes eran alegres y estar con ellos era divertido. Ahora
estaban enfadados.
Yo no tenía ni idea de qué razones tenían para estar
enfadados, pero sin duda tenían la mosca detrás de la oreja
cuando regresaron al estudio en la primavera de 1968 para
empezar a trabajar en un nuevo álbum. Para cuando las
sesiones terminaron aquel otoño, ni siquiera iban a tener un
título adecuado para el disco: las discusiones eran tan
fuertes que no se pusieron de acuerdo. Al final, terminaron
llamándolo simplemente The Beatles, aunque la mayor
parte de la gente lo conoce por el color de la funda sencilla
y sin adornos que lo contenía. Las sesiones del Álbum
blanco fueron con mucha diferencia las más difíciles y
polémicas en las que yo había trabajado. En años
posteriores, Paul se referiría al disco como el «álbum
tenso», y yo no podría estar más de acuerdo.
Había seguido las noticias sobre el viaje de los Beatles a
la India con gran interés, a pesar de que por entonces no
hubo demasiada publicidad sobre el tema. Sabía que habían
partido en busca de paz interior, y me sorprendió que todo
se viniera abajo apenas un par de meses más tarde. Las
luces de emergencia se encendieron cuando empezaron a
volver a Inglaterra por separado: primero Ringo, después
Paul. Era la primera vez que se embarcaban en una
actividad del grupo y luego se escindían como individuos.
Más allá de sus problemas personales, los cuatro Beatles
estaban muy presionados por cuestiones de negocios. Ante
el vacío creado por la muerte de Brian, no sólo habían
decidido representarse a sí mismos, sino que habían creado
una ambiciosa empresa llamada Apple Corps., que tendría
intereses comerciales y filantrópicos a la vez.
Personalmente, me parecía que la idea de dar una
oportunidad a artistas desconocidos era loable, al menos en
teoría. Era una visión utópica, pero probablemente estaba
destinada al fracaso desde el principio, teniendo en cuenta
los intereses muy diferentes y las limitadísimas capacidades
ejecutivas de los cuatro propietarios principales. Pese a los
nobles objetivos, todo se llevó a cabo de una manera
caprichosa, sin nadie que dirigiera, sin nadie que lo
supervisara todo. A Neil Aspinall, que había trabajado antes
como contable, le encargaron que llevara las cuentas (por lo
que asistió muy poco a las sesiones de grabación a partir de
entonces), pero en aquel momento no gozaba realmente de
una posición de autoridad. Apple terminaría engullendo a
los Beatles como conjunto, no sólo distrayéndolos de su
música sino provocando una ristra de rupturas y
desacuerdos insignificantes que irían exponencialmente en
aumento hasta que el grupo se rompió en cuatro piezas de
manera pública y desagradable.
En EMI no sabíamos prácticamente nada de sus vidas
privadas, pero desde el inicio mismo de las sesiones del
Álbum blanco, los Beatles empezaron a traer sus problemas
al estudio por primera vez. Si se había celebrado una
rencorosa reunión de trabajo en la sala de juntas de Apple
por la mañana, esto impregnaba la sesión de overdubs de la
misma noche. Si John había hecho un comentario sarcástico
sobre el Maharishi que había molestado a George, se
peleaban delante del micrófono cuando estaban a punto de
grabar unos coros. Si Paul criticaba la manera de tocar de
Ringo, Ringo se deprimía. Si George se atrevía a cuestionar
alguna de las sugerencias de Paul, Paul se cabreaba. Y si
alguno de los miembros del grupo hacía algo que un John
exageradamente a la defensiva consideraba un desaire
potencial hacia su nueva novia (que permaneció
impasiblemente sentada a su lado durante todo el tiempo
en que grabamos el disco), les soltaba un rapapolvo con su
lengua viperina.
En resumen, la atmósfera estaba envenenada.
Para empeorar las cosas, en Abbey Road todos
intentábamos adaptarnos al nuevo director del estudio,
porque el venerable E. H. Fowler se había jubilado por fin.
Fowler pertenecía a otra generación (sin duda no
comprendió nunca el mundo del pop), pero era básicamente
inofensivo. El único encontronazo que tuve con él fue por el
Grammy que me concedieron por Sgt. Pepper. Como no
había podido asistir a la ceremonia en los Estados Unidos,
enviaron la estatuilla a Abbey Road, y Fowler la puso en su
despacho, sin avisarme siquiera de que había llegado. No lo
hizo con mala intención, no se daba cuenta. Pensó que el
premio pertenecía al estudio y no a mí personalmente, por
mucho que llevara mi nombre grabado. Me enteré y le pedí
que me diera el Grammy. Al principio, Fowler se negó, y
tuve que pedir a George Martin que interviniera. Todo
terminó de manera amistosa, se organizó una agradable
ceremonia en el estudio 3, con periodistas de la BBC y
algunos reporteros filmando y haciendo fotos mientras
Ringo me entregaba formalmente el premio. Fue el único
Beatle que asistió porque los otros tres estaban todavía en
la India, y me pareció un bonito gesto. Aquella tarde
intercambiamos apenas unas frases, pero aun así fue una
de las conversaciones más largas que tuve con él.
Por muy torpe e incompetente que pudiera llegar a ser,
todos terminamos echando de menos a Fowler, porque su
sustituto, Alan Stagge, resultó un desastre. Stagge procedía
de IBC (un estudio especializado en trabajar con orquestas)
y según decían era el mejor ingeniero de grabación de
música clásica del mundo. Es cierto que era un buen
ingeniero, pero ni mucho menos tan bueno como él creía.
En su primera reunión con el personal, nos llamó a todos al
estudio 1 y nos iluminó con su nueva filosofía y todos los
cambios que tenía intención de llevar a cabo. Y concluyó su
pequeña charla con estas palabras: «Todos vamos a tirar del
carro para conseguir que EMI sea todavía mejor… y si
alguno de vosotros no está de acuerdo con mis planes, ya
sabe dónde está la puerta».
Ahí estaba, en su primer día en el puesto, diciendo a
todas aquellas personas que llevaban allí treinta o cuarenta
años que se podían ir si no aceptaban incondicionalmente
sus edictos. Se produjo un silencio de desconcierto en la
sala, interrumpido por mi buen amigo Malcolm Davies, que
se levantó y, con una expresión de seriedad total, dijo: «En
nombre del personal, querría decir que estamos todos a su
lado, y que le deseamos toda la suerte del mundo». Stagge
hizo una rígida inclinación de reconocimiento, pero todos
conteníamos la risa porque sabíamos que Malcolm le estaba
tomando el pelo. En aquel momento nos dimos cuenta de
que tendríamos que trabajar con alguien que no tenía ni
idea.
Además de inepto, Alan Stagge también podía ser
maleducado y arrogante. En pocos días se puso de
manifiesto que sus normas no tenían pies ni cabeza, sino
que su única intención era imponer su autoridad. Su actitud
hacia todas las cosas era «si no te gusta, ahí tienes la
puerta». No tenía ninguna intención de reconocer la
importancia del ingeniero, o de complacer los deseos del
productor o del artista. Stagge instituyó un nuevo sistema
en el que el trabajo se distribuía más equitativamente,
porque, al parecer, pensaba que cada ingeniero era
intercambiable y prescindible, que cualquiera podía hacer
cualquier trabajo. En cambio, no tenía ningún problema en
asignarse a sí mismo las mejores sesiones clásicas, lo que
indignó al resto de ingenieros clásicos en plantilla. Aunque
el productor quisiera a otro, daba igual: la sesión la iba a
hacer él, les gustara o no.
Luego empezó a hacer lo mismo con los ingenieros de
pop, cambiándonos de una sesión a otra sin ningún otro
motivo que tenernos siempre a contrapié. No importaba que
Makolm Addey hubiera grabado siempre a Cliff Richard y los
Shadows, o que Pete Bown siempre hubiera sido el
ingeniero de los Hollies: ahora a cualquiera de nosotros
podían asignarle y le asignaban esas sesiones. Stagge no
comprendía (o le resbalaba) que los productores y los
artistas quisieran mantener una continuidad. Muchos
clientes de Abbey Road, evidentemente desconcertados, se
vieron trabajando con dos, tres o cuatro ingenieros
diferentes en el curso del mismo proyecto, cada uno de los
cuales tenía su propio sonido y su propio modo de hacer las
cosas.
Stagge tampoco respetaba el proceso creativo. Muy a
menudo, sobre todo después de que los Beatles hubieran
roto el molde, las sesiones de pop se alargaban hasta altas
horas de la noche porque a alguien le venía la inspiración y
el productor quería continuar hasta explorar la idea a
conciencia, a pesar de los costes suplementarios que eso
pudiera provocar. Pero Stagge no quería saber nada de eso.
Si una sesión estaba reservada hasta las diez de la noche,
quería que termináramos a las diez, aunque el artista
quisiera continuar e incluso estuviera dispuesto a pagar los
costes extras. Una noche se presentó en una sesión de Pink
Floyd (vestido de etiqueta, pues él y su esposa solían pasar
por el estudio después de asistir a una ópera o a un
concierto clásico) y les dejó literalmente sin corriente
eléctrica.
Luego empezó a retocar cosas que no necesitaban
retoques. Ordenó la instalación de un complicado sistema
de toldos y telas (como una especie de velas hinchadas al
viento) en el techo del estudio 1, porque decía que los
agudos resonaban demasiado. Eso alteró la acústica natural
de la sala hasta el punto de que, para mí, le estropeó el
sonido. Lo más asombroso es que esas telas todavía siguen
en el techo a día de hoy.
A continuación cambió los altavoces de todas las salas
de control. Peor aún, los nuevos altavoces que colocó eran
totalmente diferentes de los Altec a los que estábamos
acostumbrados. Tal vez a Stagge le gustaba cómo sonaban,
pero yo los odiaba, lo coloreaban todo con demasiados
graves, y la mayoría de ingenieros pensaban lo mismo que
yo. Para colmo, Stagge nunca discutía estos temas con
nosotros de antemano, lo que era ridículo ya que los
ingenieros son las primeras personas a las que tienes que
consultar antes de realizar un cambio tan importante en un
estudio de grabación.
La cultura musical de los años sesenta era
decididamente diferente a la de las décadas previas; los
compradores de discos eran los más jóvenes, y los propios
artistas eran cada vez más jóvenes y estaban más al día. La
moda lo era todo, sobre todo en grandes ciudades como
Londres, y Abbey Road había empezado a cambiar
lentamente al ritmo de los tiempos. Aunque los
responsables de mantenimiento todavía debían llevar batas
blancas y los encargados de la limpieza iban con batas
marrones (vestigios de un sistema de clases británico que
se estaba evaporando rápidamente), los ingenieros y los
ayudantes teníamos más libertad de acción. Si bien la
americana y corbata todavía eran obligatorias, empezamos
a ponernos camisas de colores y corbatas psicodélicas, y
nos quitábamos la americana en cuanto entrábamos en la
sala de control. No llegábamos exactamente al nivel alocado
de nuestros clientes, pero todo era mucho más flexible.
A Alan Stagge, por supuesto, aquello no le gustaba —
tengo la sensación de que no comprendía la importancia de
que los artistas se sintieran cómodos con las personas con
las que trabajaban—, de modo que sin consulta ni
advertencia previas, anunció que en adelante todos los
ingenieros y ayudantes tendrían que llevar también batas
blancas. La idea nos pareció odiosa. Además de ser un
insulto para nuestros gustos, sabíamos que aquello sólo
serviría para distanciarnos todavía más de los clientes;
podía imaginar perfectamente los comentarios sarcásticos
de John Lennon si mi ayudante y yo nos presentábamos a
una sesión de los Beatles vestidos de aquella manera. Por
suerte, el edicto de Stagge duró sólo un día. En un acto de
desafío, todo el mundo pidió una bata el doble de grande de
lo necesario, y cuando nos las pusimos todos las
arrastrábamos por el suelo. Como un moderno capitán
Queeg, Stagge fue incapaz de evitar el motín del Caine…
sobre todo porque sabía que costaría una fortuna volver a
encargar batas blancas nuevas para todos.
En el estudio la situación era cada vez más difícil para
todos, e incluso los recién llegados creían que teníamos que
hacer frente al problema. Celebramos una reunión de
personal y enviamos a un representante a hablar con Ken
East, el ejecutivo de la sede central de EMI en Londres que
era responsable del estudio. Pese a que había contratado a
Stagge como amigo personal suyo, Ken se tomó en serio el
asunto. En otoño de 1969 (unos dieciocho meses después
de su llegada), Alan Stagge dimitió por fin. La crisis había
terminado… pero para entonces yo ya no trabajaba allí, y
tampoco Malcolm, Ken Scott y otros miembros clave de la
plantilla.
Es sorprendente comprobar cómo esta persona tan
incompetente pudo influir de tal modo en todo lo que pasó
después. Stagge se enemistó con el personal hasta tal
punto que muchos de nosotros empezamos a pensar en
dejar el puesto, e interrumpió el trabajo en equipo y la
fluidez de muchas grabaciones, lo que muy posiblemente
afectó a su calidad. Lo que tal vez fue más significativo es
que sus interferencias constantes y las malas vibraciones
resultantes no pasaron desapercibidas a los Beatles, y eso
aumentó la acritud en el seno del grupo y los impulsó a
construir su propio estudio en vez de tener que enfrentarse
constantemente a las complicaciones de trabajar en Abbey
Road. Stagge también fue la causa de que Malcolm Davies
dejara EMI, y si Malcolm no se hubiera ido a Apple y me
hubiera presionado para unirme a él, tal vez yo no hubiera
dado el paso por mí mismo. Fue un conjunto muy
complicado de circunstancias, pero estoy bastante seguro
de que, de no haber sido por Alan Stagge, muchas cosas
hubieran sido distintas.