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El vuelo se retrasó más de una hora en salir de Guadalajara para llegar a Ciudad de México,

pero conseguí llegar ileso. Nunca me habían asignado un caso de tal magnitud, pero de alguna
manera llegué a los oídos del gobierno como un detective adecuado para adaptarse a una
investigación de tal calibre, el asesinato de León Trotski.
No había escuchado antes mucho de este político ruso, pero según un rápido que hice unos días
antes del expolítico soviético decidió exiliarse aquí para escapar de las garras de la agencia de
inteligencia, por ser un conocido rebelde dentro del sóviet que podía generar problemas.
Era evidente que este magnicidio tendría algo que ver con el gobierno soviético. El problema
era que no había nadie sospechoso de colaborar con éste dentro del entorno de la villa en la que
se encontraba alojado. Cuando llegué, lo primero a lo que fueron a parar mis ojos fue al jardín
frontal, lleno de plantas y cactus autóctonos, seguidos del edificio en sí. Una casa de estilo
colonial llena de enredaderas que le otorgaban un toque rural pero armónico a la vista. Me paró
un oficial de policía, al que tuve que entregar el permiso que me habían dado en la
administración. Todavía no me creía dentro de ese misterio.
Al entrar a la casa, me recibió un caballero de traje, que podría ser un criado del expolítico.
Tenía un marcado acento español, incluso me atrevería a decir que catalán, aunque había
adquirido la entonación natural de Jalisco. Inmediatamente pensé en que pudiera ser el asesino,
pero no tenía sentido, estaba colaborando con las autoridades. El hombre me dirigió a la escena
del crimen, el despacho de Trotski. Se observaba una pipa con marcas de los dientes en la punta,
estaba en el suelo. En la mesa, se encontraba el libro más famoso del teórico comunista, La
revolución permanente. Me acerqué para examinar el estudio con más detalle. Enfocando los
ojos como un microscopio, noté el detalle de unas marcas de uñas en la mesa, e inmediatamente
visualicé a Trotski agarrándose antes de caerse por el disparo de revólver. Escaneando el suelo,
me topé con más cenizas que me llevaron hasta la chimenea, donde había restos de haber
quemado papel. Cuando me acerqué a examinarlo con más detalle, ví la mano del español
moverse fugazmente, para atrapar un trozo minúsculo de un documento. Fue un instante, pero
mis ojos fueron lo suficientemente rápidos como para leer lo que ponía en el papel: Agente
NKVD, Ramón Mercader.

Gonzalo Regalado Reyno

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