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LOS ELEGIDOS

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PETER KAPRA

LOS ELEGIDOS

Ediciones TORAY
Arnaldo de Oms, 51-53 Dr. Julián Álvarez, 151
BARCELONA BUENOS AIRES
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© Pedro Guirao Hernández, 1966

Número de Registro: 8400 — 1965


Depósito Legal: B. 16.960 — 1966

Printed in Spain — Impreso en España


Impreso en los T.G. de EDICIONES TORAY, S.A. – Espronceda, 320
BARCELONA

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LIBRO PRIMERO
«Lo poco que vemos depende de lo poco
que somos. Pero ¿es que sólo somos lo que
creemos ser?»

(El retorno de los brujos, de Louis


Pauwels y Jacques Bergier.)

I
Valentín Lefranc tenía veintisiete años y trabajaba como encar-
gado de una gasolinera situada en la autopista Glendale-Pasadena.
Hijo de emigrantes franceses, vivía en Los Ángeles, tenía novia e iba
a casarse pronto.
Sergio Preiss era un insignificante empleado de banco, comía y
trabajaba en Nueva York, soltero, y vivía con su madre, la señora
Preiss, en South River, a pocos kilómetros de la gran metrópoli.
También tenía veintisiete años.
Por último, Harry Robson, sheriff del pequeño pueblo de Bear
Fall (Montana), un lugar apacible y tranquilo, en donde solían acu-
dir algunos veraneantes en la época estival, para recrearse de aquel
clima seco, frío y sedante.
Robson era sheriff de Bear Fall por treinta dólares al mes. Y en el
año y medio que ocupaba el puesto, desde que se retiró su antece-
sor, no había tenido que efectuar más que dos detenciones: la de un
vagabundo, sorprendido en la granja de los Meredith, y la de un va-
quero del «Poplar Ranch», que se embriagó un sábado por la noche
y la emprendió a pedradas contra la furgoneta de Bill Henderson.

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Robson también era soltero, no pensaba en casarse, quizá por no
tener con quién... ¡Y tenía veintisiete años!
Valentín Lefranc, Sergio Preiss y Harry Robson no se conocían,
jamás se habían visto, ni tenían entre ellos la más mínima relación.
Existían, como existen tantos millones de seres por el vasto mundo,
sin que el uno tuviera conocimiento de los otros...
¡Y, sin embargo, los tres eran una misma persona!
En realidad, los tres hombres tenían algo en común: la edad. Pa-
ra ser más exactos, habían nacido el mismo día, a la misma hora y en
el mismo minuto. Y aunque hubieran nacido en distintos lugares,
muy distantes entre sí, ¡estaban marcados por un mismo extraño
destino!
¡Un asombroso e increíble destino!
En los arcanos de lo incognoscible, algo que los humanos no
pueden comprender, que se escapa a toda ciencia, a toda previsión,
incluso a la razón, había hecho que tres niños nacieran al mismo
tiempo. Esto no es anormal, puesto que en los Estados Unidos na-
cían miles de niños cada día.
¡Y tres de aquellos niños, venidos al mundo un día de agosto de
mil novecientos cincuenta y ocho, eran un solo individuo, un solo
ser, una sola persona!
¿Error? ¿Designio?
No, nada de esto. Quizás, la explicación pudiera ser hallada en
los dominios de la parapsicología, cuando la ciencia haya alcanzado
una plenitud insospechada, su cénit, o cuando la metafísica nos
permita comprender operaciones del orden de «tres igual a uno».
Sus cuerpos vivían separados, sus corazones latían cada uno por
su cuenta y sus cerebros pensaban de acuerdo con su propia expe-
riencia, los conocimientos adquiridos o las impresiones propias. Pe-
ro, en sus mentes dormía «algo» que era común a los tres: un ego
subconsciente, alterado, en forma de virus, célula o neurona, que
con el tiempo habría de crear la función que le había sido impuesta.
Este algo extraño y misterioso no obedecía en Lefranc, Preiss o
Robson de un modo causal. Tenía un móvil, un destino ¡y un tiem-
po!
Y el tiempo estaba a punto de expirar. ¿Qué iba a ocurrir?

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***
En la mañana de un viernes del mes de agosto de 1985, Sergio
Preiss se despertó, a la hora de costumbre, sintiendo una extraña pe-
sadez de cabeza, como si hubiese dormido mal o tenido pesadillas.
Miró el despertador.
Las agujas fosforescentes marcaban las siete menos diez.
Sergio se incorporó, como aturdido. Recordó que la víspera ha-
bía trabajado mucho, repasando un balance que le dio su jefe, y los
números y el zumbido de la calculadora parecía estar aún aturdien-
do su mente.
Fuera, en el pasillo, oyó los pasos característicos de su madre, en
zapatillas. Casi al instante, la habitual llamada a la puerta.
—Van a dar las siete, hijo. No te entretengas... El mono-raíl va
cada día más atiborrado. Llegarás tarde.
—Ya voy, mamá.
El «fru-fru» de las zapatillas se alejó. Se oyó crujir el segundo
peldaño de la escalera. La señora Preiss bajaba a la cocina, a prepa-
rar el desayuno a su hijo.
Sergio saltó de la cama, tomó el batín de la banqueta y se lo puso
yendo hacia el cuarto de baño. Encendió la luz y entró.
Se miró en el espejo, sacó la lengua, por si la tenía sucia, y se ras-
có la cabeza.
¿Qué le estaba ocurriendo?
«¡Bah, aprensiones!... Estoy bien, no me ocurre nada... Como a
mis horas, no hago excesos y... ¡soy joven!»
Canturreaba al tomar el cepillo de dientes.
«Hoy iré al cine —se dijo de pronto—. Hace varias semanas que
no veo una buena película... Se lo diré a Ernie. Quizá quiera venir
conmigo.»
De pronto, Sergio se encontró mirándose a los ojos, a través del
espejo. Algo anormal le sucedía. ¿Por qué se miraba de aquel modo?
¿Qué era lo que parecía zumbar débilmente en su cabeza? ¿Era un
silbido o una sensación de angustia?
Hubo de golpearse los oídos, creyendo que una membrana se
había desunido, produciéndole aquella desagradable sensación. Pe-

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ro no consiguió nada.
El zumbido estaba allí.
«¿Qué raro?... ¿Qué me pasa?... No será nada. En cuanto desa-
yune y salga a la calle se me pasará. Habré dormido mal... Pesadi-
llas, ¡o quizás una mala postura! Pero ¿por qué me ha de zumbar la
cabeza como si tuviera una colmena de abejas dentro del cráneo?
Frunciendo el ceño, terminó de asearse, se rasuró con la máquina
eléctrica y luego abandonó el cuarto de baño. Mientras se vestía, in-
tentó buscar explicación a su extraña jaqueca.
—Sospecho que voy a pasar muy mal día... ¡Lo que me faltaba!
¿No estaré volviéndome loco? Me temo que Ernie tiene razón cuan-
do dice que debo salir más, divertirme. Yo necesito distracción, la
compañía de alguna muchacha... ¡Lo que hacen los demás! Pero
mamá se enfadaría mucho si cambio mi vida metódica por la que
llevan Ernie o Greg... ¡Son unos troneras!... Y el caso es que Marlene
está ansiosa porque la invite a salir un domingo.
Sergio temblaba ante la idea de acercarse a la mesa donde estaba
su compañera de trabajo, Marlene Hays, la cual, a su vez, se sonro-
jaba cada vez que él se acercaba a pedirle algo, siempre relacionado
con el trabajo o bien la saludaba al entrar o se despedía de ella al sa-
lir.
Él mismo se consideraba un tímido. La zozobra le dominaba
cuando una muchacha joven se le acercaba y las piernas iniciaban
aquella zarabanda trémula e insegura al tener que hablar con al-
guien del sexo opuesto.
Se vistió, consultando el reloj varias veces, y terminó por salir
del dormitorio.
Aprisa, avanzó por el pasillo y descendió la escalera, hacia la
planta baja. El segundo escalón crujió y su madre, que salía de la co-
cina, con el cabello lleno de bigudíes, le dijo:
—Buenos días, Serg... A ver si el próximo domingo arreglas ese
escalón. Estoy cansada de oírlo crujir.
—Es nuestro sistema de alarma, si alguna noche entran ladrones
en casa, mamá. ¿Ya está el desayuno?
—Sí, tómate el pan tostado y la mermelada. El café estará en se-
guida. Esta tarde tienes que pasar por la tienda de Brewster a ver
si...
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—Sí, mamá. —Sergio se acercó a la señora y la besó en las meji-
llas—. Pasaré una vez más... Pero no creo que tenga arreglado el as-
pirador.
—¡Pues le telefonearé y le diré lo que pienso de él!
—Tienen mucho trabajo... Lo mejor sería comprar un aspirador
nuevo.
—¡No, quiero el mío! Lo pagué como bueno y ha de funcionar
bien. No me engañará ése...
—Hoy quisiera ir al cine, mamá.
—¿Al cine? —El semblante de la mujer se ensombreció—. Hoy
hacen el programa de Kenny. Sabremos qué ocurrió cuando el coche
cayó por el terraplén. ¡Claro que Kenny saldrá indemne, pero estoy
impaciente por ver el episodio de hoy!
—Siempre es lo mismo, mamá. Una nueva aventura, tiros, per-
secuciones, chicas bonitas y un final en el que Kenny queda en si-
tuación más apurada que el episodio anterior... ¡Bah, yo prefiero ver
una buena película, completa, en tres dimensiones!
—Está bien, Serg —replicó la madre, como si el desdén de Sergio
por Kenny, el héroe del espacio, fuese una bofetada.
—Necesito distraerme, mamá. Ayer trabajé mucho con el balan-
ce y tengo la cabeza aturdida.
—¡Deberías ver al doctor Wobitz!
—¡No estoy enfermo, mamá, por Dios!
Sergio comía y bebía su café, mientras la madre hablaba e iba de
un lugar a otro de la blanca y amplia cocina. Al abrir el frigorífico y
ver el pastel de la víspera, preguntó:
—¿Un poco de «pankaque», Serg?
—No, mamá. Está muy frío. Deberías dejarlo fuera del frigorífico
por las noches.
—Y ¿que se coman las moscas lo que yo hago para ti? ¡Ah, no; y
hoy verán esos insectos lo que hago con ellos! ¡No va a quedar uno
ni para muestra!
—Todos los habitantes de South River deberían hacer lo mismo
que tú, mamá. ¿Qué puedes hacer tú para acabar con las moscas, si
las demás amas de casa no se preocupan?
—¡Pues lo diré en el club y hablaré con el secretario del alcalde!
¡Es una indecencia! En cuanto sale el sol, todo se llena de moscas...
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¿Ya te vas?
—Sí... Hasta la tarde, mamá.
—Adiós, hijo... ¡Y no vayas al restaurante de Elmer! ¡Come un
plato caliente y nada de bocadillos!
—Sí, mamá.
La señora Preiss acompañó a su hijo hasta la puerta, para verle
marchar hacia la estación.
—No me gustan las costumbres actuales... Hay mucho desorden
en las comidas. Deberías venir a casa a la hora del «lunch».
—Pero ¡si no tengo tiempo!
—Ya lo sé, Serg. Pero deberías venir. Nadie te cuida como yo.
—Lo sé, mamá.
Sergio Preiss abrió la puerta y salió. Dio un beso a su madre y se
alejó por la alameda, agitando la mano.
—Adiós, mamá. Quizá vaya al cine... No te preocupes si vengo
algo tarde.
—Está bien. Pero Kenny es mejor que lo que puedas ver...
Sergio, en su paso rápido, se había puesto fuera del alcance de su
madre. Iba a su trabajo, como cada día. Durante diez años había es-
tado haciendo lo mismo.
Y, no obstante, aquel día era diferente.
Sergio Preiss no volvería a su casa nunca más.

***
El malhumor de Valentín Lefranc culminó aquella mañana
cuando un camión del reparto de leche, que debía de ir retrasado y
que venía en dirección contraria, le obligó a efectuar un brusco vira-
je, yendo a chocar con la valla metálica de la carretera y rompiendo
el guardabarros de su «Buick».
No se hizo nada, por fortuna. Pero su ya agrio humor se acen-
tuó, saltó del coche y se volvió, puño en alto, hacia el camión que se
alejaba, soltando una retahíla de improperios.
—¡Lo que me faltaba! —rugió Valentín—. Anoche Chris, ahora
esto y, por si fuese poco...
Valentín tenía un fuerte dolor de cabeza. Se había levantado

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malhumorado, aturdido y nervioso.
La víspera tuvo una discusión con Christine Vance, su prometi-
da, acerca de la disparidad de criterios sobre decoración interior de
la vivienda que habían de compartir juntos, cuando se casaran, y
Valentín, por hombría, no había querido dar su brazo a torcer.
—Y ¿cómo llego ahora a la estación? —rezongó, exasperado.
Por suerte, a los pocos minutos vio venir un camión, cuyo con-
ductor, al ver en las condiciones que estaba el «Buick», pegó un fre-
nazo y se detuvo a pocos metros.
—¿Qué le ha ocurrido?... ¡Ah, pero si es Valentín Lefranc!
—¡Hola, Chuck! Un condenado conductor de la flota del reparto
de leche me ha hecho hacer una maniobra. Creo que he roto la di-
rección.
El conductor del camión saltó de la cabina y se acercó a exami-
nar el «Buick».
—¡Hum! —murmuró—. Has estado de suerte. Has podido ma-
tarte.
—Sí, justo me ha ido.
—¿Qué piensas hacer?
—Si no tienes inconveniente, iré hasta la gasolinera contigo.
Desde allí telefonearé al taller que vengan a recogerlo.
—¡Claro que no tengo inconveniente! Vamos.
—Cerraré la portezuela... ¡A esos tíos de la leche deberían reti-
rarles el permiso de conducir! ¡Para mí que iba borracho o algo por
el estilo!
—¿Te fijaste en la matrícula?
—¿Para qué?... La culpa ha sido mía. Me duele la cabeza, estoy
nervioso y...
¡La cabeza parecía martillearle!
Esto era lo que más preocupaba a Valentín. ¿Qué le ocurría? ¿A
qué se debía aquella angustiosa jaqueca?
Encendió un cigarrillo y subió a la cabina del camión. Chuck, el
conductor, no tardó en hacer lo mismo, por la otra puerta.
—¿Entras a las siete y media?
—Sí. —Valentín miró su reloj—. Faltan cinco minutos. Claro que
«Buggy» puede esperar un poco... ¡Oh, no sé qué me pasa!... Parece
que me estén hurgando dentro de la cabeza.
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—¿Bebiste mucho anoche?
—Ni agua.
—Quizá sea que va a cambiar el tiempo. Tengo un amigo, a
quien abrieron la «testa» en una trifulca, y cada vez que cambia el
tiempo él lo nota.
—Yo he tenido algunas molestias, como todo el mundo, pero
nunca fue como ahora.
—Tómate un par de aspirinas cuando llegues a la estación. Eso
no tiene importancia.
Diez minutos después, en el cruce, el camión se detuvo. La
enorme estación de servicio se hallaba a la izquierda. Varios coches
repostaban gasolina.
Valentín saltó a tierra y saludó con la mano.
—Gracias, Chuck.
—De nada. A servir. Adiós... Y telefonea que vayan a retirarte el
coche.
—Sí, lo haré ahora mismo.
Valentín fue hacia la estación, de la que era encargado. Uno de
los empleados nocturnos le saludó, mientras se limpiaba las manos,
después de haber servido a un coche.
—Hola, Valentín. ¿Y tu coche?
—Lo he dejado clavado en la valla, a diez kilómetros. Tuve un
accidente. Voy a telefonear que lo pasen a recoger.
—¡Atiza! ¿Cómo fue?
—Ni yo mismo lo sé. No estaba por lo que hacía.
Mientras hablaba, Valentín fue hacia el interior de la gasolinera.
La puerta del despacho estaba abierta. Allí se encontraba el encar-
gado nocturno, ya vestido para irse.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Nada. Un pequeño accidente. He venido en el camión de la
agencia NLD... Se ha roto la dirección. —Valentín tomó el teléfono y
marcó un número—. Me duele la cabeza... Anoche discutí con Chris
por una tontería y... No sé lo que me ocurrió. Quise esquivar a un
camión de leche y... ¡zás!, me vi contra la valla... ¡Eh, aquí Valentín
Lefranc, de la estación número doce! ¿Está Johnny por ahí?... ¿No ha
venido todavía? ¿Con quién hablo?... ¡Ah! Oiga, Hamon, haga el fa-
vor de decirle a Johnny que vaya a buscar mi coche a la carretera
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Glendale-Pasadena. Creo que se ha roto la dirección... Sí, lo estrellé
contra una valla... ¡No, no, no me he hecho nada, gracias a Dios!... Sí,
que procure arreglármelo hoy. Lo necesitaré para mañana... Bien,
bien... Gracias, Hamon. Adiós.
Valentín colgó y se volvió a su compañero.
—¿Tienes aspirinas por aquí, «Buggy»?
—En el botiquín. ¿Te las traigo?
—No es necesario. Las tomaré yo... Anda, vete. Ya me ocuparé
yo de esto. ¿Algo nuevo?
—Nada de particular. Adiós, pues... Hasta mañana, Valentín.
—Que descanses, «Buggy».
El encargado del servicio nocturno salió del despacho, y Valen-
tín Lefranc entró en un almacén contiguo, donde podían verse infi-
nidad de recambios para automóviles. Al fondo había otra puerta
que conducía al lavabo. Estaba abierta y tenía la luz encendida.
Valentín entró y alargó la mano para abrir el botiquín.
Y, al mirarse, casualmente, en el espejo del lavabo, sufrió la ma-
yor impresión de su vida... ¡al ver, reflejado en el espejo, un rostro
que no era el suyo!
¡Y estaba solo en el lavabo!

***
La puerta de la calle se abrió y apareció un muchacho pecoso, de
ojos azules, mellado y de revuelta cabellera roja.
—¡Eh, sheriff! —exclamó—. ¿Dónde está usted?
Harry Robson asomó por la puerta de su dormitorio.
Llevaba el rostro enjabonado y sostenía una brocha en la mano y
una navaja de afeitar en la otra.
—¿Qué hay, Teddy?
El joven se plantó delante de Harry, puso sus manos a la espalda
y empezó a cantar con voz engolada y chillona:
—«Happy birthday to you...»1.

1
Tipismo norteamericano para felicitar el cumpleaños. (N. del
A.-).
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El sheriff de Bear Fall se echó a reír y repuso, atajando al mucha-
cho:
—Gracias, Teddy... Muchas gracias.
—Me lo ha dicho mamá.
—Tiene muy buena memoria tu mamá, Teddy.
—La he sorprendido en la cocina haciendo un pastel de fram-
buesa. ¡Hum, cómo nos vamos a poner hoy!
Dejando la navaja de afeitar sobre un anaquel, donde había tres
rifles sujetos con una cadena, Harry dio un jovial manotazo a la ca-
beza de Teddy y repuso:
—Eres un glotón... ¿Ha venido Peter con el correo?
—No, todavía no. Si lo veo, yo le traeré el periódico. Bueno, aho-
ra me voy. Mamá quiere que vaya a la granja de los Niggle a buscar
la leche. Ya le veré luego, sheriff.
—Adiós, Teddy. Y gracias por tu felicitación.
El joven iba a salir cuando se detuvo y se volvió, preguntando
con ingenua expresión:
—¿Cuántos años cumple, señor Robson?
—Veintisiete. No soy muy viejo, ¿verdad?
—¡De ningún modo! ¡Claro que no! Aunque podría usted ser mi
padre,
Harry Robson tuvo un sobresalto. Recordó una conversación
sostenida semanas atrás con la madre de Teddy, la señora Breed...
»—¿Por qué no se casa usted, Harry?
»—¿Casarme?... ¡Oh, no se me había ocurrido!
»—No se puede vivir siempre como usted vive. Necesita una
mujer que le cuide.
La madre de Teddy era viuda. Su esposo murió cinco años atrás,
al ser coceado violentamente por un garañón salvaje del «Poplar
Ranch», en donde había trabajado.
Harry recordaba aún aquel accidente.
Y se daba cuenta de que la madre de Teddy era todavía joven...
¿Qué edad tendría Kathleen? ¿Treinta años? ¡No, menos, natural-
mente! Los domingos, cuando salía a pasear con su hijo, ataviada
con su discreto vestido, podía pasar como una joven de veintitantos

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años.
A Harry, sin embargo, le asustaban las mujeres y prefería no
pensar en ellas. Por otra parte, ¿cómo iba a mantener una esposa con
su exiguo sueldo?
Todo esto desfiló en un instante por la aturdida mente de Harry.
Y dijo:
—No, Teddy... Yo no podría ser tu padre... Me temo que no.
—¡Claro que no! Era un decir.
Teddy salió corriendo y Harry Robson, un hombre anónimo, sin
porvenir y apenas sin pasado, se quedó pensativo.
¿Qué estaba haciendo allí, en aquel pueblo de treinta y dos ca-
sas? ¿Habría de ser siempre aquélla su vida? ¿Habría de soportar
siempre, indefinidamente, la monotonía de los días iguales, los
mismos saludos de la gente, las sonrisas de hombres y mujeres que,
como él, hacían también lo mismo?
Intentó desechar aquellos pensamientos.
Regresó al lavabo y terminó de enjabonarse. Salió luego a tomar
la navaja de afeitar, la pasó por el suavizador y se concentró en la
tarea de limpiarse el rostro moreno y curtido de la insignificante pi-
losidad cotidiana.
Al terminar, se limpió el semblante con la toalla, se peinó y se
abrochó la camisa y se anudó la corbata. Estaba poniéndose la ame-
ricana cuando se abrió la puerta de la calle.
—El periódico, sheriff —exclamó una voz, desde fuera.
—Muy bien, Peter. Déjamelo sobre la mesa.
Cuando Harry salió, minutos después, el periódico estaba sobre
la mesa. El recadero se había ido.
Instintivamente, Harry tomó el diario y lo desdobló, yendo a
sentarse detrás de su mesa. Se pasó la mano por la frente, en un
ademán de instintiva protección, pues los dolores de cabeza que le
aquejaron al levantarse parecían ir en aumento, y, de pronto, sus
ojos se agrandaron al ver los titulares que destacaban en la primera
página.
«Ponte en camino, Harry Robson. Ha llegado el momento.»
El resto de la página parecía estar en blanco. ¡Allí, en letras de
molde, en lugar de la noticia más importante ocurrida en el mundo,
había un mensaje para él!
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—¡Imposible! —jadeó, empezando a levantarse, atónito.
No podía apartar la mirada de las letras que le fascinaban. El pe-
riódico parecía poseer un tremendo poder hipnótico.
Una sombra apareció en la puerta. Ésta se abrió, empujada por
una mano exterior y un hombre, vestido con un peto azul, apareció
en el dintel.
—Buenos días, sheriff... Feliz cumpleaños. ¿Nos tomaremos una
copa juntos esta tarde?
El hombre miró al sheriff y se sorprendió.
—Hola, Bill... Mire, mire esto.
—¿Ha ocurrido algo? —El hombre se acercó a Harry y echó un
vistazo a la primera página del periódico que el otro le presentaba—
. ¡Bah, lo de siempre!... Crisis entre Oriente y Occidente... ¿No sé
cuántos años llevamos así?
—¡No, por Dios, Bill! ¡Lea usted bien! ¡Aquí! ¡Mire esto!
—¿Qué le pasa, Harry? ¿No se encuentra bien?... ¡Está usted
blanco! ¿Quiere que llame al médico?
—Pero ¿es que no lee usted lo que leo yo? ¡Viene mi nombre en
el periódico, Bill! ¡Aquí, véalo!
El hombre del peto azul miró de nuevo al periódico y retrocedió
unos pasos. Ojiabierto, demudado y trémulo, pareció no reconocer
al hombre que siempre había sido Harry Robson.
Pero su asombro aumentó de modo inconmensurable al ver algo
insólito, increíble... ¡Harry Robson estaba desapareciendo!
¡Empezaba a transparentarse, a volatilizarse, a esfumarse!

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II
«Buggy» estaba aún allí, conversando con Eddy de algo que les
hacía mucha gracia.
—¡«Buggy»...! ¡Eddy! —les gritó Valentín, saliendo a la puerta
del despacho.
Empleó toda la fuerza de sus pulmones. Puso en su llamada an-
gustiosa todo el acento de terror que le dominaba ante lo que había
visto.
Pero «Buggy» y Eddy no le oyeron, ¡pese a que estaban a menos
de diez metros, junto al surtidor de gasoil!
Eddy estaba diciendo:
—...Le cogí del cuello y del fondillo de los pantalones y lo lancé
hacia la puerta. ¡Tenías que haber visto cómo salió!
«Buggy» reía violentamente, moviéndose en espasmos.
—¡Eddy! —volvió a gritar Valentín, acercándose—. ¿No me
oyes?
Y Eddy estaba vuelto de cara a Valentín.
Fue preciso acercarse a ellos, gritarles en sus mismos oídos... ¡Y
ni siquiera se enteraron de la presencia de su encargado!
Valentín agarró a «Buggy» del brazo, para zarandearle, a la vez
que chillaba:
—¿Es que no me oís? ¡He visto algo increíble!
Lo increíble lo pudo ver él en aquel instante, al no sentir el brazo
de «Buggy» en su mano... ¡Al agarrar el vacío!
—Y ¿qué dijeron los otros? —preguntó «Buggy».
—¿Los otros? —barbotó Eddy, desternillado de risa—. ¿Qué
querías que hicieran? ¡Se achicaron igual que esos globos que pier-
den el aire!
—¡Por Dios, escuchadme! —gemía Valentín, ahora retrocedien-
do de costado, como si quisiera apoyarse en el surtidor—. ¿Qué me
ocurre? ¿Qué sucede conmigo?... ¡Dios mío!
Valentín no había podido apoyarse en el blanco surtidor. Su
hombro se había hundido en la máquina, penetrando en ella, como
si la plancha de metal se hubiese convertido, de pronto, en una masa
gaseosa.
Se tentó el cuerpo, se pellizcó... ¡Él estaba allí, se sentía!

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¿Por qué los otros no podían verle ni oírle?
—«Buggy», escucha —suplicó.
El encargado nocturno, riendo a mandíbula batiente, se volvió
de cara a Valentín y dijo:
—Me voy, Eddy... ¡Jo, jo, jo! ¡Me habría gustado verlo!... Eres
tremendo.
Valentín Lefranc no se movió.
«Buggy» avanzó hacia él. Iba a tocarle... ¡Le tocó! ¡Pasó a través
de él, camino del pequeño garaje donde tenía su coche! Y Valentín
no sintió nada, aunque vio al otro pasar por donde él estaba, atrave-
sarle e irse, riendo.
La verdad empezó a penetrar en la mente de Valentín. La jaque-
ca se le había disipado de pronto. No sentía nada, la menor molestia
se había esfumado.
«Esto es asombroso —se dijo—. Estoy aquí. Veo y oigo, pero no
puedo tocar nada... ¡Y nadie me puede ver!... Pero ¡eso no puede ser!
¡Yo no me he muerto! ¡Mi cuerpo es material y debe de estar en al-
guna parte!
»Si una persona se muere, su espíritu se va. Pero su cuerpo, in-
móvil ya, se queda aquí... ¿No me habré matado con el coche? ¿No
estaré tendido en el «Buick», junto a la valla, en la carretera?... ¡No,
no! ¡He venido aquí, estoy seguro! ¡Me ha traído Chuck, el de la
agencia «NLD»! ¡Y he hablado con «Buggy», le he pedido aspirinas!
»Esto es inconcebible».
En aquel instante llegó un coche. Era un gran turismo, un «Mo-
tor-Reno» último modelo, capaz de hacer las ciento cincuenta millas
por hora. Lo conducía una mujer hermosa, morena y esbelta, que,
con un hábil golpe de volante, llevó su 20 HP hasta el tablero de re-
carga de baterías eléctricas.
Su voz sonó juvenil, alegre y desenfadada, al llamar a Eddy:
—Chico, por favor.
Eddy, que siempre era el primero en acudir cuando llegaba una
muchacha guapa con un automóvil, corrió hacia ella, frotándose las
manos.
—¿Recargar?
—Sí.
—¿Veinticuatro voltios?
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—Exacto —contestó ella, saliendo del «Motor-Reno».
Llevaba un ajustado suéter gris y pantalones cortos. Sus esbeltas
piernas, morenas del sol, poseían una gracia elástica maravillosa. Y
su cuerpo, en conjunto, era una escultura.
Incluso Valentín Lefranc, cuyo estado de ánimo y situación inve-
rosímil no era el más adecuado para admirar a una chica, no pudo
por menos que abrir boca y ojos, atónito ante semejante belleza.
—¿Dónde puedo desayunar? —preguntó la viajera, paseando
ante Eddy, mientras éste abría la capota de las baterías y empezaba
a enchufar los cables de recarga.
—Arriba hay restaurante. Pero me temo que no hayan puesto la
cafetera a calentar. Siempre hacen lo mismo. El bar tiene una conce-
sión particular. No es nuestro, ¿sabe?
—No, no sé —replicó la muchacha—. Vengo de San Diego y en
todos los cafés de la ruta se puede tomar un vaso de leche y un pe-
dazo de pastel. ¿Por qué no aquí?
—Vaya usted a ver si, por casualidad, me he equivocado. Pero
me extrañaría.
—No. Ya desayunaré más adelante. Aún llevo emparedados y
café en el coche... ¿Tardará mucho?
—Cinco minutos.
—¡Que queden bien cargadas! Debo llegar hasta Evaston, en la
divisoria de Utah y Wyoming.
Eddy silbó.
—¡Recontra! ¡Vaya un viajecito! ¿Y viene de San Diego? Pues
aún le falta un trecho.
Valentín, mirando a la grácil muchacha y admirando sus bien
torneadas pantorrillas, tuvo un pensamiento singular. Ni siquiera se
dio cuenta de lo que decía, al monologar:
«Va hacia el Este... ¡Ella puede llevarme! Viaja sola y su coche es
grande. Sólo tengo que introducirme con ella y emprender la mar-
cha. No creo que encuentre compañía más agradable.»
Eddy terminó de enchufar los bornes de las baterías y puso el
voltímetro en marcha. Se volvió a la joven.
—Es un dólar, señorita.
Ella abrió la portezuela del «Motor-Reno» y extrajo un bolso de
mano. Al abrirlo, murmuró:
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—Tendrá que darme cambio.
—Sí, con mucho gusto.
Eddy tomó el billete de diez dólares y fue hacia el despacho del
encargado. Entró y Valentín le oyó preguntar:
—Eh, Valentín, ¿dónde estás?
—¡Aquí! —gritó el aludido, instintivamente, para luego llevarse
la mano a la boca.
Eddy no le oyó, naturalmente, y desapareció dentro del despa-
cho, yendo luego al almacén de recambios y entrando, por último,
en el lavabo. Cuando salió, su expresión era de perplejidad.
—¡Por vida de...! ¿Dónde se ha metido el encargado?
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha, deteniéndose en su
paseo.
—Valentín... No está... ¡Y ha entrado ahí hace un momento!...
¡Qué extraño! No le he visto salir... Bueno, yo le daré el cambio.
Fue Eddy a la caja y la abrió; depositó en ella los diez dólares y
retiró el cambio, después de haber registrado el ingreso. Al salir, mi-
raba en derredor, muy perplejo.
—Estaba seguro de que... A lo mejor se ha ido, sin decirme nada.
Tenga usted, el cambio.
La escultura femenina recogió su dinero y dio a Eddy un dólar
de propina, diciéndole:
—Para usted.
—Muchas gracias, señorita... Le limpiaré un poco el coche.
—No, no se moleste. He de pasar por el desierto y volverá a en-
suciarse. Ya se limpiará cuando llegue a casa... ¿Están las baterías?
—Sí. Sólo es un momento... Antes el bloque se cargaba en mu-
chas horas, pero con los nuevos métodos en pocos minutos tiene us-
ted electricidad para hacer dos mil millas... ¿Marca bien el amperí-
metro?
—Sí, sí. Está a tope. Gracias.
La muchacha subió al vehículo y cerró la puerta.
Valentín se acercó, ¡atravesó la carrocería y tomó asiento junto a
la chica! Se extrañó de algo singular. Si podía cruzar los cuerpos,
¿por qué no se hundía en el asiento, cayendo al suelo a través del
coche?
—Adiós, joven —saludó la muchacha, agitando la mano.
20
—Adiós, buen viaje, señorita —respondió Eddy, para añadir—.
¿Dónde se habrá metido Valentín? ¡Qué extraño!
Valentín, en aquel momento, estaba ante él, dentro del «Motor-
Reno», junto a una bella mujer, emprendiendo viaje rumbo a su des-
tino.
¡El destino más ignoto y asombroso que nadie pudiera soñar ja-
más!
Valentín Lefranc era, en aquel instante, el instrumento de un fan-
tástico plan trazado muchos años antes y que pronto sería realizado
por tres hombres que eran una misma persona.

***
Sergio Preiss no había recibido ningún mensaje.
Caminó, como siempre, hacia la estación del mono-raíl. Y mucho
antes de llegar a ella, se había volatilizado, por así decir, convirtién-
dose en una especie de espectro andante.
Iba pensando en el trabajo que le entregaría su jefe aquel día.
«Si me da otro balance para repasar soy capaz de tirárselo a la
cabeza... ¡Qué tonterías dices, Serg! ¡Tú no eres capaz de hacer tal
cosa!... Ernie o Gregg sí lo harían, y se quedarían tan frescos. Saben
que el señor Warren no irá al director a quejarse... ¡Lo tienen apabu-
llado!»
Sin darse cuenta, llegó hasta la estación. Una muchacha pasó an-
te él, corriendo, hacia la ventanilla.
—¿Eh, qué...?
Ella no le hizo caso. Llegó a la ventanilla, pidió un ida y vuelta a
la terminal y luego voló, escalera arriba, pasando como una flecha
por la barandilla giratoria, casi antes de que el «comprobador» elec-
trónico hubiese aceptado como bueno el billete, dejándole el paso
libre.
Sonriendo, Sergio echó mano a su bolsillo y buscó un «quarter».
Se detuvo.
«¡Vaya, por Dios! Me he olvidado el dinero sobre la mesita... Si
vuelvo a casa ahora, llegaré tarde... ¿Qué hago?... Tengo el tiempo
justo». —Miró el gran reloj de la estación. Marcaba las siete y doce

21
minutos. A las siete y media debía estar en el banco.
Otros pasajeros llegaron, pasando junto a él. Incluso un hombre,
al que Sergio conocía, le rozó el brazo.
—Perdón —suplicó Sergio, esperando la sonrisa del otro.
El hombre, empero, no se volvió. Y Sergio quedó aturdido.
Se puso detrás del hombre, en la pequeña cola que se había for-
mado ante la ventanilla. En un instante, con su pulsador automático,
la taquillera despachó a todos.
Sonriendo tímidamente, Sergio se inclinó sobre la ventanilla.
—Perdón —habló—. Ya me conoce usted de todos los días... Me
he olvidado el dinero y...
—Uno ida y vuelta a la terminal —habló un hombre, detrás de
Sergio.
¡Una mano pasó a través de él, echando un cuarto de dólar sobre
el pequeño mostrador!
Sergio se volvió y lanzó un grito aterrador. ¡El individuo se ha-
bía metido dentro de él, y la sensación que experimentó fue de locu-
ra! ¡Por un instante, sus ojos habían estado sumergidos en la rojiza
oscuridad de un cuerpo humano, sintiendo el batir de un corazón en
sus oídos!
Retrocedió, chillando... ¡Pasó a través de otro individuo que se
acercaba! ¡Hubo de saltar hacia atrás, y se sintió penetrar en la cabi-
na de la taquillera!
El horror le sacudió. Chilló como una rata:
—¡Socorro, auxilio! ¿Qué me sucede? ¿Qué es esto?... ¡No, no,
Dios mío!
Cayó al suelo de rodillas. La gente, yendo hacia el andén supe-
rior, cruzando la valla giratoria y situándose en la escalera automá-
tica, pasaban sobre él, ¡le atravesaban como si no existiera, sin mirar-
le siquiera!
Para librarse de aquel horror, hubo de ponerse en pie e ir a bus-
car refugio a un rincón. Al apoyar la espalda, sintió que el muro ce-
día y hubo de recobrar rápidamente su posición vertical.
Jadeó.
Miró en derredor, como un perro acosado.
Nadie se fijaba en él. Nadie le veía.
—¡Oiga, escuche! —habló a un hombre que pasó cerca de él.
22
El hombre era un habitual del mono-rail. Hacía años que él y
Sergio hacían juntos el viaje hacia Nueva York. Se saludaban desde
mucho tiempo atrás. Su nombre era Granger, Phillip Granger; tenía
dos hijos estudiando en la Universidad y él era contable en unos
grandes almacenes.
—¡Señor Granger, por Dios! —añadió al ver al hombre alejarse.
El otro no se volvió. No podía oírle. ¡Sergio Preiss parecía que ya
no estaba en este mundo!
Esta evidencia le sacudió, de pronto, con la violencia de una
tremenda bofetada. Comprendió que algo insólito había ocurrido.
Llegó a pensar que todavía estaría durmiendo y que pronto se des-
pertaría en su lecho, dándose cuenta de que todo era una pesadilla.
«Sí, eso es —se dijo, buscando la explicación—. Esto es un sueño.
Lo que me sucede es imposible que pueda ocurrir a nadie... ¡He des-
aparecido! ¡La gente pasa a través de mí como si yo fuese una som-
bra, una nube impalpable!... Pronto me despertaré... ¡Tengo que
despertarme y convencerme de que ha sido un mal sueño, una pe-
sadilla!
»Pero ¿qué me ocurre en la cabeza?... La jaqueca se ha disipado.
—Se tentó la cabeza, sintió el contacto familiar de su cráneo, de su
cabello, todavía húmedo, después de habérselo mojado para peinar-
se. Se tocó la cara, la nariz, los ojos—. Soy yo... Estoy aquí... Y ¿qué
hago aquí?»
Sin embargo, los infortunios de Sergio Preiss habían de terminar
pronto. De un modo paulatino, lentamente, comprendió que su
nuevo estado obedecía a algo inexplicable, algo que su mente actual
no podía comprender, pero sí admitir, pues lo estaba percibiendo,
viendo, ¡por no decir palpando!
Y como su otro ego, su yo distante, se hizo la pregunta:
«¿Por qué, si he dejado de ser materia, si los cuerpos pasan a
través de mí y yo paso a través de los cuerpos, no se hunde el suelo
bajo mis pies y la tierra me traga, librándome de esta horrenda y pa-
vorosa obsesión?»
Y otra pregunta, quizá más aguda que la primera:
«Y si no estoy dormido, si no sueño, si vivo en un estado impal-
pable, ¿cómo se ha producido este fenómeno? ¿Quién soy?...
«¿Quién soy yo, Dios mío?
23
***
Harry Robson fue el único que aceptó su nueva e insólita sensa-
ción con calma.
Cuando Bill Henderson salió gritando de la oficina, dejó el pe-
riódico sobre la mesa, extendiéndolo ante él, y estuvo leyendo el
mensaje.

Ponte en camino, Harry Robson. Ha llegado el momento.

No se inmutó siquiera cuando las letras empezaron a bailar ante


sus ojos, haciéndose borrosas, confusas, ilegibles, hasta que surgió el
titular original del periódico: «Se acusa la crisis entre Oriente y Oc-
cidente».
Harry tuvo la impresión que algo había terminado en él. Supuso
que la espera tediosa, estéril y monótona había terminado. Ni si-
quiera se hizo preguntas. ¿Para qué? Estaba claro que su transfor-
mación, su desaparición ante los ojos de Bill obedecía a algo que no
podía evitar, ¡algo designado por un extraño destino que no se po-
día cambiar!
Era preciso obedecer.
La espera de sus veintisiete años había terminado. «Algo» em-
pezaba para él.
Y se puso en camino.
Ni siquiera sabía adónde debía dirigirse. Mas esto no importaba.
Salió a la calle. Iba correctamente vestido y bajo la chaqueta ocul-
taba el revólver de seis tiros. Llevaba dinero en el bolsillo, documen-
tos, objetos personales. Y ni siquiera sintió curiosidad de tocarlos.
Algo le decía que no podría siquiera palparlos. Él y sus prendas,
sus objetos, sus pertenencias habían dejado de existir.
Pero tenía consciencia. Veía, escuchaba.
Así pudo ver el corro de gente que se había reunido ante el «Ge-
neral Store» de Henderson, y a éste gesticulando, haciendo aspa-
vientos y señalando hacia la oficina que Harry acababa de abando-
nar.
—¡Se evaporó! —gritaba Bill, víctima del más indomable ho-

24
rror—. ¡Empezó a desvanecerse ante mis ojos!
—¿Quién? ¿Cómo? —preguntó alguien, acercándose.
—¡El sheriff...! ¡Hemos de ir allí!
Luego Bill Henderson, cumplido su deber de informar, se des-
mayó. No podía hacer otra cosa. Lo que había visto con sus propios
ojos era superior a sus fuerzas.
A consecuencia de aquello, el honrado comerciante de Bear Fall
habría de perder el juicio, y terminaría sus días en un manicomio,
creyendo ver desvanecerse a las gentes. Moriría así, años más tarde,
aterrado y sobrecogido, temblando siempre y sufriendo como sufre
un demente.
Harry Robson se alejó por el centro de la calle, dejando a sus
convecinos corriendo hacia el edificio en donde él habla vivido el
último año y medio.
Bear Fall no pudo ver marcharse a su sheriff. La locura parecía
haberse adueñado de aquellos sencillos ciudadanos de Montana. Y,
en verdad, pasado el tiempo, habrían de creer que Harry se fue por
voluntad propia y que Bill Henderson había explicado aquel «cuen-
to» inducido por su mente desquiciada.
Harry, pues, se alejó.
No tenía prisa. Ignoraba cuál era su destino, pero sabía que lle-
garía a él. Ya no podía fatigarse, ya no necesitaba dormir ni descan-
sar; no requería alimentarse ni efectuar ninguna función fisiológica,
puesto que había dejado de ser materia.
Tampoco era espíritu, porque vivía y seguía en el mundo de los
vivos. Ni siquiera era un ser material que se había hecho invisible.
Esto, como una fantasía de Herbert George Wells, el novelista inglés
de fértil imaginación, estaba bien para ser visto en el cine o leído en
una novela. No, él, Harry Robson, no era invisible, no era tampoco
palpable, no era ser. Era...
¿Cómo explicarlo? ¿A quién explicárselo? ¿Qué mente humana o
mecánica podría comprenderlo? ¿Qué lenguaje o palabras habría de
expresar para que, en caso de que alguien pudiera oírle, también
pudiera entenderle?
Esto era imposible.
Lo único posible, por el momento, era hablar consigo mismo.
¡Y lo que Harry Robson ignoraba —pues esta experiencia ven-
25
dría después— era que sus palabras eran oídas y comprendidas por
otros dos seres como él y que se encontraban en el mismo estado,
aunque en distintos sitios!
Marchó, caminando a paso regular, durante horas.
Habló consigo mismo muchas veces. Pensó, razonó con el cálcu-
lo frío y lógico de quien ha pasado muchas horas en la soledad de
las montañas, en su jeep, contemplando el cielo, la tierra, los bosques
y el curso de los ríos.
—Todo tiene su principio y su fin, aunque todo se transforme
por esos fenómenos naturales de la misma vida, pasando a ser nube
o parte de ella lo que antes había sido agua o molécula de un río.
Dentro del campo o proceso de las transformaciones, nada del micro
o del macrocosmos se escapa a esta ley.
»Todo es cambiable, o mutante, incluso los seres humanos. Y
¿por qué no habíamos de serlo, si formamos parte de lo existente en
el Universo viviente? Nacer, crecer y morir, siempre unos con el es-
fuerzo de los otros, aprendiendo más, sabiendo más, haciendo obras
más grandes, según de grandes sean las necesidades.
»He ahí el progreso. Las hormigas progresan, las abejas, los in-
sectos... ¡Todo progresa, igual que el hombre! Hay establecido un
destino final y nadie puede torcer ese destino. La humanidad, desde
el comienzo de los siglos, marcha hacia él. Marchan también las
humanidades de otros mundos, con las que hemos de ir uniéndo-
nos, del mismo modo que se han unido las razas de la Tierra para
formar una raza común.
»Y, a medida que el progreso se acrecienta, van surgiendo hom-
bres que descubren leyes naturales, deshacen errores en que había
caído la humanidad, avanzan en la conquista inevitable del univer-
so, desentrañando los misterios que nunca parecen tener fin.
»Ése es el destino del hombre: prestar su concurso, aunque sólo
sea moviendo una piedra, para hacer un trabajo útil, provechoso pa-
ra todos.
»Yo no niego que esto sea así. Sé que es así. Y sé también que el
hombre es un ser de limitados recursos, es ignorante, porque cada
vez se hace más preguntas, porque, a medida que investiga y averi-
gua cosas nuevas, el horizonte de lo desconocido se amplía, hacién-
dose más ilimitado.
26
»Sin embargo, al aumentar los problemas, aumentan también los
hombres dedicados a resolverlos. Y, como el tiempo es un falso y
relativo factor, lo que no se consigue en un año, se logra en miles de
años, aunque se deje, se abandone, para luego ser recogido por otros
y continuado su estudio.
Harry Robson se hacía estos profundos razonamientos, sin pres-
tar atención al tiempo que tardaba en formularlos. En el ámbito in-
material, donde se encontraba ahora, caminando hacia las monta-
ñas, sin temor a la oscuridad, o a la luz, el tiempo carecía de valor. Él
pensaba y actuaba de acuerdo con sus convicciones.
«Luego se dio en creer que la vida era lo más importante. Lo más
positivo. Lo propio. Las gentes querían vivir, alegando que la exis-
tencia era corta. Había que saciar todos los instintos, probarlo todo,
llegar a todo... ¡Pobres seres humanos! Se vive de acuerdo con los
postulados impuestos por una minoría. Un modisto dice, y millones
de seres siguen sus dictados, que es preciso vestir de un modo. El
modisto no busca más que su interés personal.
«Una gran empresa de automóviles induce a millones de seres a
creer que los vehículos de su marca son los mejores. Y todos lo creen
favoreciendo a dicha empresa. Allá la palabra airosa de un político
enardece a las masas, formando detrás de él legiones que le acla-
man.
»Pero la volubilidad humana, la supina ignorancia de su propio
ser, crea luego el cambio. Y el político que ayer les parecía único,
mañana les parece insignificante o detestable. El ídolo que ha hecha
estremecer a millones de seres es derribado de su pedestal, arrinco-
nado y olvidado.
»Así de efímera es la humanidad, girando sin orden ni concierto,
desgastándose inútilmente en guerras infructíferas, en fruslerías ve-
niales, en naderías.
Parecía extraño que un hombre como Harry Robson, apenas sin
cultura, cuya existencia había transcurrido en un pueblo apacible y
remoto, casi siempre en la soledad de los montes, pudiera llegar a
razonamientos de tanta magnitud.
Él, empero, apenas se daba cuenta.
¡Y tampoco observaba que su mente iba transformándose!
Marchaba... Marchaba... ¡Iba hacía una reunión, a cumplir un
27
deber, a unirse a sus otros egos!
¿Cuál era su destino?
Ya empezaba a intuirlo, sin darse cuenta...

28
III
El encuentro de los tres seres nacidos por separado y destinados
a ser una misma persona de misterioso y extraño poder se realizó en
Alliance, Nebraska, en la habitación del «Rainbow Hotel».
El primero en llegar fue Valentín Lefranc.
Sabía dónde iba y fue directamente a la habitación 210. No tuvo
que preguntar a nadie, ni tampoco habría podido hacerlo. Era allí.
Aquélla era su meta, su destino. Y allí entró, pasando a través de la
puerta como si ésta poseyera un revolucionario poder osmótico
Al entrar, miró en derredor. No había nadie. Sabía que los otros
no tardarían en llegar. ¿Tardar? ¿Acaso le podía importar el tiempo
a quien, posiblemente, tendría miles de años por delante?
Vio que las ventanas estaban cerradas, el pestillo echado, y que
la habitación contigua estaba también vacía.
Entonces se sentó en uno de los tres sillones que, formando se-
micírculo, había junto a la chimenea artificial.
Debía esperar.
Mientras lo hacía, pensó en Thelma Fisher. Sonrió.
Thelma era la maravillosa y escultórica mujer que le llevó en su
«Motor-Reno», desde la estación de servicio, en la autopista de
Glendale-Pasadena, hasta Evaston, en Wyoming.
Bonita muchacha. Pero....
Valentín había estado a punto de contraer matrimonio con
Christine Vance, de Los Angeles. Había amado a Chris con ternura,
y quiso unir su vida a la de ella.
Sin embargo, después de un largo viaje, acompañando a Thelma
Fisher, su romance había perdido, como en las cotizaciones de bolsa,
muchos enteros.
Thelma era mucho más hermosa que Chris. Cualquier hombre
habría perdido el juicio rápidamente por ella. Y así había sido, pues
Thelma se había casado tres veces, arruinando a sus dos primeros
maridos y dejando en precaria situación al tercero, un terrateniente
de Evaston, a quien iba ahora a sangrar con sus caprichosas exigen-
cias.
Thelma era, exteriormente, vista desde fuera, un encanto.
Cuando estaba sola, cambiaba por completo.

29
Valentín se había dado cuenta de ello después de acercar sus la-
bios a los de ella, haciéndose la ilusión de que la besaba. Pero ella,
distraída, jugaba en sus labios.
Y hablaba en voz alta:
«Richard cree que va a librarse fácilmente de mí... ¡Qué ingenuo!
¡Le chuparé hasta la sangre!... Si supiera ese imbécil lo arpía que soy,
pediría el divorcio inmediatamente... ¡Es de lo más repulsivo! Ni por
el doble del dinero que tiene volvería a casarme con él... Andy, en
cambio, me cuesta muchos dólares, es un mujeriego y un calavera
sin escrúpulos, ¡pero es tan apuesto!»
Cruzada de brazos, Thelma contemplaba el árido paisaje. El au-
tomóvil llevaba puesto el piloto automático y no era necesario estar
pendiente de la carretera. Jamás se saldría de ella. Dispositivos elec-
trónicos regulaban la velocidad y la distancia exacta al borde del as-
falto.
Thelma se hurgaba la nariz, crispaba la boca y masticaba su bo-
cadillo con inmunda indiferencia. Nadie la veía. Estaba sola y se lo
permitía todo.
«¡Pobre Eddy, si pudiera ver a esta diosa, como yo la veo!», se
dijo Valentín.
A las pocas horas, Valentín sentía náuseas de estar junto a Thel-
ma y se pasó al asiento posterior, donde se tendió sobre los cómodos
almohadones que ni siquiera se hundían.
Y para colmo, cuando aquella tarde cruzaron el terrible desierto
de la Muerte, donde la soledad era casi absoluta y sólo de tarde en
tarde se cruzaban con un automóvil, Thelma se durmió... ¡y roncaba
como un jeque árabe después de su pitanza!
—¡Qué asco de monada! —había dicho Valentín, intentando ta-
parse los oídos.
Thelma Fisher podía ser un monumento de mujer, pero él estaba
arrepentido de haberla tomado por compañera de viaje, aunque hu-
biese sido sin consentimiento de ella.
Y en Evaston, al día siguiente, se alegró lo indecible de poder de-
jarla, y tomar un autocar de línea hasta Alliance.
Mala experiencia la de aquella hermosa mujer, hubo de confe-
sarse Valentín, cuya ascendencia francesa le hacía sentir afecto por
lo bello.
30
Y en el autocar, sentado en el suelo, por no hacerlo en el regazo
de una linda pasajera, fue pensando en cuán diferente es la gente en
la intimidad o en público.
Así llegó a Alliance. Una vez allí, no tuvo dificultad en llegar al
«Rainbow Hotel» e instalarse en la habitación 210, que parecía estar
reservada para espectros.

***
El segundo en llegar fue Harry Robson.
Entró y saludó a Valentín del modo más natural, como si fuesen
amigos de toda la vida.
—Hola. ¿Qué tal el viaje?
Valentín Lefranc se levantó, como sorprendido de que alguien
pudiera verle. Miró a Harry y le reconoció.
—¡Tú eres el que vi en el espejo!
Harry sonrió.
—Tú eres Valentín... Debió de ser una casualidad el asomarnos
los dos al mismo espejo.
—No podía ser el mismo espejo.
—¿Por qué no, si nosotros somos una misma persona?
—¿Una misma persona?... Ese concepto tendrás que aclarármelo.
El ex sheriff de Bear Fall sonrió, tendiendo la mano al otro y per-
cibiendo la sensación de estrechar algo sólido entre sus dedos.
—Hay muchas cosas que debemos aclarar. Pero hazte a la idea
de que tú y yo somos uno... Y Sergio Preiss también forma parte de
esta misma unidad.
—¿Tres en uno? —inquirió Valentín.
—Siéntate. Hay mucho que pensar y mucho que hablar... Sergio
no tardará en estar aquí. Viene por tren.
—Y tú ¿cómo lo sabes? —quiso saber Valentín.
—¡Porque somos tú y yo los que venimos con él!
—Pero si estamos aquí, ¿cómo podemos estar allí?
—Porque Sergio, tú y yo ¡somos una misma persona!
—No acabo de entrar en eso. Comprendo muchas cosas que an-
tes no comprendía. Pero esta trilogía no me cabe.

31
—Aguarda. Hemos de recibir una visita. Ella nos explicará mu-
chas cosas.
—¿Ella?
—Sí, es una mensajera. Su nombre es Odayama Arredia y viene
de parte del «Poder Medio».
—¿Odayama Arredia?... ¿«Poder Medio»? ¿Qué más? ¿Me estás
hablando en chino?
Harry Robson sonrió una vez más. Luego dijo, muy serio:
—Tienes que aprender a pensar. Has de hacerlo... ¡Necesitas ha-
cerlo!
—Lo haré... Está bien. Pensaré... Me esforzaré en pensar que yo
era un hombre medianamente feliz, con novia, un trabajo bien re-
munerado, sin grandes problemas, y que ahora soy un... Bueno,
¿qué soy yo?
—Lo mismo que yo. Un elegido.
—¿Elegido? ¿Para qué?
—Para un destino superior.
—Pues ¡qué bien! Podré comer todas las uvas que guste, ¿no es
así? Las uvas de los viñedos de California son mi debilidad.
—Si no puedes comer, ni necesitas comer, ¿para qué quieres las
uvas? —La expresión de Harry Robson era inquisitiva.
—Me gustan, ¿qué quieres que te diga? A Chris le gustan las
nueces, como a las ardillas. Y yo no puedo con las nueces. Qué co-
sas, ¿verdad?
—Por fortuna, ya no tienes que preocuparte de nada de eso.
Ahora tu misión es mucho más seria. Ya no eres un ser humano.
—Pero ¡lo volveré a ser!
—Sí, lo serás, transitoriamente, en el cuerpo de algún otro ser.
—Bueno, si tengo que introducirme en la recia anatomía de un
obeso panzudo del Kurdistán a quien gusta la carne y el vino, haré
que se aficione a las uvas.
—Empiezo a sospechar que no te eligieron bien, Valentín Le-
franc.
—Quien hizo eso me tiene sin cuidado. Como tampoco niego
que daría cualquier cosa por volver a mi anterior estado. Con todos
sus defectos, Chris es bonita, atenta... ¡Y, aunque no tan bella como
Thelma, es mucho más femenina! ¿Qué estará haciendo en este mo-
32
mento?
—Imagínatelo. La imaginación no puede fallarte.
—¿Tengo que esforzarme mucho?
—No. Nada en absoluto. En estado normal, te imaginarlas una
cosa y la realidad sería otra. ¡Fíjate si son torpes! Ahora sólo imagi-
nas la verdad. Y puedes verla, con los ojos de la mente. ¡Hazlo, Va-
lentín!
—Imagino a Chris hablando por teléfono con Johnny Hamon. Le
dice:
»—¡Dime la verdad, Johnny!
»—Te aseguro que no le ha ocurrido nada, Chris. ¡Palabra!
»—¿Se ha estrellado con el coche y no le ha pasado nada?...
¿Dónde está?
»—Y yo ¿qué sé?... Mi padre me dio el recado. Yo tomé la grúa y
fui a buscar el "Buick”...
»—¡Me mientes, Johnny! ¡Sé que me mientes para ocultarme la
verdad! ¿Dónde está Valentín? ¿A qué hospital le han llevado?...
»—¡Es terca, canastos! ¡Estoy aquí, palomita, en Alliance, con el
amigo Harry!
—No seas chistoso. Tú puedes imaginártela a ella, y de este mo-
do, verla, oír sus palabras. Pero ella no puede oírte a ti.
—Sí, lo sé. Era broma. —Valentín se retrepó en su asiento. Estiró
las piernas, situándolas sobre la mesita—. Es cómodo esto, ¿verdad?
—Sí, no está mal... ¡Ah, ahí está Sergio!

***
Sergio entró en la habitación y lo primero que dijo fue:
—¡Uf, qué inmundos trenes!
—¿Fue mal el viaje? —preguntó Harry, con la misma familiari-
dad que si hubiera conocido a Sergio toda la vida.
—¿Mal? ¡Infame! —masculló el empleado de banco—. Parece
como si toda la nación se hubiese puesto de acuerdo para viajar
desde Nueva York hasta Nebraska... ¡Qué apreturas!
—No has sabido hacerlo —repuso Valentín—. Yo me subí a un
«Motor-Reno», con una linda y sucia mujer, y hasta llegué a dormir.

33
¡Ah, he aborrecido a las mujeres durante ese viaje!
—Tú te has pasado la vida entre automóviles —replicó Sergio—.
Pero yo he viajado siempre en mono-raíl. De South River a Nueva
York, de Nueva York a South River... ¡Siempre igual! ¡Ya estaba har-
to de tanta monotonía!
»Lo siento por mamá. La he dejado en apurada situación. ¿No se
podría hacer algo por aliviarla?
—Supongo que sí. Dada nuestra situación, los que dependen de
nosotros no pueden quedar abandonados —contestó Harry Rob-
son—. Yo no tenía familia. Mis padres murieron siendo yo peque-
ño... Un accidente ferroviario, ¿sabes?
—Pero yo tengo padre, madre, hermanos y una novia con ilu-
sión de casarse —intervino Valentín.
—Me hago cargo que vuestra desaparición les habrá trastorna-
do. La gente no está acostumbrada a estas cosas... Pero creo que está
previsto todo. No podía ser de otro modo.
—¿Crees, tú que pareces saber más de esto —preguntó Sergio a
Harry, mirándole fijamente a los ojos—, que podremos volver a
nuestro estado anterior?
—Lo dudo.
—¿Para qué nos han elegido?
—Tengo una ligera idea, pero ignoro lo demás —contestó Harry.
—Y esa idea ¿cuál es?
—Se me ocurrió pensar que la humanidad anda mal. Y si pen-
samos en las cosas que nos rodean, viendo fallos terribles y defectos
monstruosos, lógicamente podríamos arreglarlos.
—Y ¿qué podemos hacer nosotros? Y ¿cómo?
—De momento, nada. Las instrucciones tienen que venirnos de
más arriba. Hemos de esperar.
—Yo estoy dispuesto a esperar el tiempo que sea preciso —
declaró Valentín—. Como en este nuevo mundo en que nos encon-
tramos nadie parece tener prisa, ¿por qué he de tenerla yo?
Harry Robson se había levantado y estaba examinando la estan-
cia, deteniéndose ante un cuadro antiguo, examinando la moldura
de un espejo y la mala calidad de los muebles.
—¿Saben en este hotel que estamos aquí? —preguntó Sergio.
—¿Cómo pueden saberlo?
34
—Y esta habitación ¿qué ocurre con ella?
—Supongo que alguien debió de telefonear, reservándola. Nadie
vendrá a molestarnos. Pero, en caso de que vinieran, nadie nos pue-
de ver.
En el grupo el que parecía llevar la voz cantante era el sheriff de
Bear Fall. Valentín y Sergio le preguntaban a él, como si le conside-
rasen un veterano y ellos fuesen inexpertos colegiales.
La realidad era muy distinta. Se podían invertir los papeles. Ha-
rry podía hacer a cualquiera de los otros las preguntas que éstos le
hacían a él.
Todos sabían lo mismo, ¡porque todos pensaban a la vez! Y el
diálogo era un mero formulismo del que podían prescindir. La ra-
zón de todo, podían ignorarla, se les escapaba todavía. Pero sólo te-
nían que pensar en algo para que la consecuencia se les ofreciera con
la claridad de quien está viendo lo que ocurre en otros lugares.
A esto, sin embargo, no se habían acostumbrado aún. Les pare-
cía imposible que pensando en la señora Preiss, en lo que pudiera
estar haciendo en aquellos instantes, por ejemplo, pudieran «perci-
bir» sus movimientos por la casita de South River, arreglando las
camas, llamando a un tal señor Brewster y diciéndole:
—¡Ya está bien! ¡Quince días para arreglar un aspirador! Hoy irá
mi hijo por ahí, como no se lo den arreglado, puede estar seguro de
que le demandaré judicialmente.
Esto era lo que pensaba Sergio Preiss que podía estar haciendo
su madre... ¡Y esto era lo que hacía su madre!
Sus mentes habían sufrido una transformación. ¡Veían la reali-
dad, sin engaños ni apariencias!
Sin embargo, no estaban habituados aún a creer que lo que sus
mentes pensaban pudiera ser cierto.
—Yo creo —comentó Harry Robson—, y no sé cómo explicarlo,
que, al ser tres en uno, nuestro poder mental ha triplicado su capa-
cidad de percepción. ¿No os parece?
—Eso opino yo. En realidad, la capacidad de captación de un ce-
rebro está limitada por una serie de dudas, de reservas y experien-
cias que nos enrevesan la noción exacta de las cosas. —Valentín se
había puesto en pie y miraba a sus dos compañeros—. Veréis. Un
cerebro de hombre corriente piensa, analiza una situación, la estudia
35
bajo el aspecto de lo que él cree que puede ser.
»En la mayoría de los casos, se equivoca al tomar una decisión
porque el análisis, la lógica, la psicología y los otros factores que de-
ben tenerse en cuenta le fallan.
»En nuestro caso, la situación varía. Nosotros tenemos tres cere-
bros. Pensamos al unísono. Nos hemos unido...
—Para ser más exactos, nos han unido —aclaró Sergio.
—Eso es. Nos han unido —continuó Valentín, asintiendo con la
cabeza—. Y, al mismo tiempo, nos han despojado de todos esos obs-
táculos que privan a la mente de razonar con sensatez.
«Esto está claro. Somos, por así decir, un cerebro triple... Y por
ello podemos llegar, con el influjo mental de tres cerebros, a donde
otros no pueden llegar.
—Aceptado —convino Harry —. Hemos desechado complejos y
estamos en disposición de ver las cosas con la claridad de la verdad
absoluta. Por lo tanto, supongo que esto sólo puede ser empleado
para bien, puesto que el mal no es ni más ni menos que una errónea
interpretación del bien.
—¡Eh, más despacio! —reiteró Sergio, protestando—. Enigmas
filosóficos aquí no, ¿eh?
—Expongo una verdad. Nadie me lo puede discutir... ¡Analice-
mos lo que acabo de decir! Establezcamos un principio de verdad y
desbrocemos la mentira que la envuelve. Nosotros hemos de estar
de acuerdo, aunque otros seres humanos no se pongan nunca de
acuerdo.
—Propongo que estudiemos la situación política actual —sugirió
Valentín.
—No. Eso es demasiado complicado aún para nosotros. Un caso
concreto de bien y de mal —repuso Harry—. Hablemos del hombre
bueno y del hombre malo, o de lo que entiende la gente por hombre
bueno y por hombre malo.
»La sociedad, en principio, se basa en unas leyes básicas. Por
ellas, quien atenta contra la ¡ley de Dios es un hombre malo. El que
roba, el que mata, el que comete actos impuros, el que reniega, el
que no reza, el que engaña, etcétera.
«Sin embargo, un ladrón, por ejemplo, puede considerarse a sí
mismo un hombre bueno.
36
—No puede serlo —argumentó Valentín.
—Y ¿por qué no? El ladrón considera que al robar recupera algo
que otros le han quitado a él anteriormente. Veamos, nuestro ladrón
necesita comer, vestirse, ir al cine, tomarse un vaso de vino. Tiene lo
que él considera necesidades básicas... ¡Como el millonario tiene la
necesidad de ganar diariamente, para sus negocios, una cantidad
exorbitante de dinero! Tanto nuestro ladrón como nuestro millona-
rio han de cumplir esas necesidades, de lo contrario no pueden vi-
vir. Se considerarían fracasados. El ladrón roba para conseguir eso y
el millonario especula con su dinero para lograr lo mismo.
—Me temo que, para una conciencia normal, esas lucubraciones
no serían aceptables —replicó Sergio—. Hemos de acatar el princi-
pio de que el ladrón hace mal en robar.
—¿Y su conciencia?
—La conciencia de un ladrón no es la de un empleado de clase
media.
—¡Claro que no! Aunque, para ellos, de modo limpio, honrado y
digno, su conciencia sea tan buena como la del otro. De ahí nace la
diferencia, la lucha, el progreso. Es inconcebible una humanidad con
una misma conciencia. Si todo el mundo pensara del mismo modo,
la humanidad se habría extinguido hace milenios.
»No. La verdad absoluta del bien y el mal hay que buscarla en
otros derroteros. Además la ley es mutable. Matar es ilegal, y, sin
embargo, hay situaciones en que es necesario matar.
—Matar o morir —dijo Valentín—. Hace cinco años estuve en la
guerra del sudoeste de Asia. Un año, y luego me movilizaron como
soldado de paz. Allí vi morir a mucha gente... ¡Y creo que era total-
mente injusto e inhumano!
—La guerra es inhumana. Va contra toda ley. Y, sin embargo, es
inevitable —contestó Harry—. En ella va implícito un derecho
inalienable, social y moral. Es una fuerza de razón, por brutal que
parezca. Sin guerra, la humanidad estaría aún en sus albores. La ne-
cesidad de reivindicar lo que unos consideran justo y otros no, ha
obligado a la lucha. Saladino creía que la humanidad debía ser mu-
sulmana. La Cristiandad opinaba lo contrario, y de ahí surgieron las
Cruzadas.
«Otras guerras fueron egoísmos, intereses de unos cuantos con-
37
tra los de la mayoría; celos, odios, venganzas... No, eso no puede ser
cambiado. Debe continuar así, o se cambiaría también el curso de la
historia.
—Nos estamos apartando de la cuestión, me temo. Hablábamos
del bien y del mal.
—No, en realidad, seguimos tratando de él. Nosotros no pode-
mos cambiar las conciencias de nadie. Cada uno debe seguir pen-
sando y actuando a su modo. Intervenir en una acción que conside-
ráramos mal, para cambiar su curso, es tanto como cambiar muchos
cursos históricos y humanos.
—Y si cambiando esos cursos, vidas, destinos o como se llame,
¿hacemos un bien?
—Y ¿cómo vamos a saber que hacemos un bien? ¿Cuál es la ver-
dadera perspectiva histórica de la verdad? —quiso saber Harry—.
¿Sabemos lo que puede representar, dentro de mil años, el que ha-
yamos dejado abierta o cerrada una puerta, el que hayamos cambia-
do de posición el poste indicador de un camino?
—Te entiendo, Harry —dijo Valentín—. Es como si Adan y Eva
no hubiesen probado la manzana del árbol del Bien y del Mal.
—Exacto. La humanidad sería distinta... Como sería distinta
América, si en vez de descubrirla Cristóbal Colón, la hubiese descu-
bierto sir Walter Releigh o Drake.
»Tú sales a la calle ahora mismo y, en caso de que pudieras ha-
cerlo, quitas la gorra a un guardia. Ese hombre te detendría, por
ofensas, serías multado, habrías de comparecer ante un juez que no
conoces, hacer cosas que, de otro modo, no hubieras hecho... Y las
consecuencias son incalculables.
—Alguien, o algo, debe conocer esas consecuencias —afirmó
Sergio—. Debe de estar previsto lo que se puede o no se puede ha-
cer.
—Me parece que vamos por el buen camino. Eso es lo que se es-
pera de nosotros. Intuyo que se nos ordenará torcer algún deseo,
cambiar alguna voluntad, desviar el curso de alguna vida o...
Harry Robson se interrumpió bruscamente.
El chirrido de una llave, girando en la puerta de la habitación
que ocupaban, fue la causa. Los tres se volvieron al unísono. Y casi
al instante, la puerta se abrió, apareciendo un mozo del hotel, con
38
una maleta, seguido de una elegante mujer, de cuerpo y figura ma-
ravillosa, hermosa como un bello retrato, y de unas facciones que
hicieron abrir la boca a los tres ocupantes de la habitación.
—Gracias, chico —habló ella, entrando.
Harry, Sergio y Valentín, puestos en pie, no se movieron. Pero
captaron la mirada que les dirigió un par de ojos grandes, rasgados
y de una tonalidad azul verdosa, así como la sonrisa de unos labios
fascinantes y hechiceros.
¡Aquella mujer les había visto!
El mozo del hotel dejó la maleta sobre el lecho, aceptó la propina
de la hermosa joven, hizo una reverencia y luego salió, cerrando la
puerta.
Aquel muchacho no había visto a los tres personajes que ya ocu-
paban la estancia. De haberlos podido ver, habría quedado asom-
brado, uniendo su asombro al de ellos, por la inesperada visita.
La mujer miró a los tres hombres.
—Harry Robson... Valentín Lefranc y Sergio Preiss.
Al ser nombrados, cada uno asintió.
—Tú eres Adayama Arredia, ¿no es así? —preguntó Harry, acer-
cándose a ella.
—Exactamente.
Se estrecharon la mano. El calor de la muchacha pareció transmi-
tirse a los tres hombres. Tocaron su mano, la sintieron, como habrían
podido sentir sus besos, de haberla besado. Para ella, no eran incor-
póreos.
¿Qué misterio era aquél?
—Lamento haberos hecho esperar, amigos míos.
—Jamás una espera fue tan bien recompensada como ésta. Un
millón de años habría aguardado yo por tener el placer de verte,
Odayama —dijo, románticamente, Valentín.
Ella sonrió.
—Gracias por el cumplido.
—¿Eres así de bonita? —preguntó Sergio, a su vez, sin el comple-
jo de timidez que siempre le había caracterizado.
—Cuando no me arreglo, estoy algo más fea. —Odayama sonrió
de un modo maravilloso—. Frecuentemente, los hombres silban a
mi paso.
39
—¿Eres de carne y hueso? —interrogó Harry.
—Lo soy. Como vosotros.
—¡Nosotros no tenemos cuerpo!
—De momento, no. Es cierto. Pero podéis reencarnar en la per-
sona que se os mande. Bueno, será mejor que empecemos por un
principio, de lo contrario no terminaríamos nunca. Sé que deseáis
saber muchas cosas.
»En primer lugar, os quitaréis esas ropas. Yo las destruiré. Os te-
néis que uniformar, porque pertenecéis a un nuevo ejército... En esa
maleta hay ropas plateadas. Id al otro cuarto...

***
Harry contempló el uniforme de sus compañeros. Eran igual que
el suyo. Sonrió. En términos generales, sin los accesorios, o sea el
equipo de comunicaciones radiantes, los impulsores dorsales y los
flexores tenían vaga semejanza con el atuendo que un dibujante ha-
bía puesto al héroe de sus cuentos infantiles.
—¡Pareces un «Superman», Sergio! —exclamó.
—Es que lo soy, ¿no es así?
—Deberías cortarte un poco el cabello —rio Valentín, dirigién-
dose también a Sergio—. Tienes un aire de poeta vestido al modo
del siglo veinticinco.
—Recoged esas prendas. Hay que dárselas a Odayama. ¡Vamos,
no la hagamos esperar!
Salieron de la habitación y se pusieron en fila delante de la mu-
chacha, la cual sonrió al verlos.
—Estáis los tres muy guapos.
—Y ¿para qué sirve este equipo, si nadie puede vernos?
—Eso es lo que creéis vosotros. Por todo el mundo hay «Elegi-
dos» a los que podréis ver y de quienes seréis vistos, aunque las
demás gentes no os vean. Así os reconoceréis. Nadie más irá vestido
como vosotros.
»La explicación es sencilla —continuó Odayama—. Vosotros veis
a la gente, aunque la gente no os pueda ver y pase a través de vues-
tro cuerpo. Vestidos de cualquier modo, un «Elegido» puede pasar

40
por vuestro lado sin que le prestéis atención. Así sabréis que él os ve
y que vosotros le veis a él.
—Sí, claro —habló Harry—. Y este número en el pecho es nues-
tra identidad.
—Exactamente.
—Ahora ¿la explicación de todo esto...?
Con un gesto, poniéndose seria, Odayama atajó a Sergio.
—La humanidad necesita de vosotros. Sois soldados de un ejér-
cito invisible, de dimensión cero. Se os ha hecho pasar de un mundo
tridimensional, al mismo mundo, pero en dimensión diferente.
—¿Estamos o no estamos en el mundo? —quiso saber Harry—.
Porque tú sí estás.
—Yo soy fuerza intermedia... Una enlace. Vivo en tres dimen-
siones y en cero dimensiones. Sólo así podría estar con vosotros y en
el exterior. A mí me dirige el «Poder Medio». Yo obedezco. Mis ac-
tos están regidos por un superior que dirige las enlaces.
—¿Dónde está ese poder? ¿Quién es? ¿A qué obedecen sus ór-
denes?
—Nadie lo sabe... ¡Y nunca lo sabréis! —replicó Odayama—. Su
inteligencia está regida por el Poder Divino.
—¿Por Dios? —preguntó Harry.
—¿Quién, sino Él, podría avisamos del peligro que corre la hu-
manidad? Sin embargo, hemos de aceptar el «Poder Medio» como
un poder científico o técnico, sobre el que sólo puede estar Dios. No-
sotros, en realidad, somos humanos... «Elegidos».
Odayama había recogido las ropas de Harry, Sergio y Valentín y
las ponía dentro de la maleta de la que había sacado los uniformes
que ahora vestían los tres hombres. ¡Y los tejidos que antes eran de
material palpable se hicieron impalpables, y viceversa!
—En primer lugar, y no me hagáis preguntas necias —continuó
Odayama—. Vuestro destino se os señaló al nacer. Habéis vivido,
cada uno de vosotros, de acuerdo con un plan establecido, del mis-
mo modo que han vivido otros cientos de miles de hombres, «Elegi-
dos» también al nacer, en grupos de tres, para que seáis uno solo,
con triple clarividencia. Sin embargo, como vuestro ingenio puede
fallar, pese a la ayuda supletoria de dos cerebros más en cada uno
de los vuestros, cuando entréis en acción, el «Poder Medio» os ayu-
41
dará. Él sabe el verdadero por qué de las cosas. Él controla el curso
de los hechos y sabe la finalidad de cada acto.
«Vosotros, nunca, oídlo bien, podéis desobedecer una orden que
os llegará por medio del comunicador radiante... O bien a través de
mí.
»Yo soy vuestra enlace en el mundo tridimensional, donde vol-
veréis para suplantar la voluntad de alguien.
»Os explicaré un ejemplo. Siky Sukaru, un «Elegido» nipón, y
sus dos homónimos, Tashiada Ikita y Rama Shiya, formando un
hombre, se introdujeron, por así decir, dentro del cuerpo de un di-
rector de periódico de Tokio.
«Allí están aún, según me han autorizado a deciros, induciendo
a que el periodista haga y diga lo que al «Poder Medio» le conviene
que diga y haga.
»Ese hombre vive. Está con ellos, sin saberlo, y son ellos los que
deciden qué y cómo debe hacer su trabajo, y lo que debe decir en sus
escritos. A esto se le llama «influir». Su enlace, corpóreo, está cerca
de ellos y controla la labor de «desviación». Cuando el peligro esté
conjurado, Siky, Tashiada y Rama abandonarán al director del pe-
riódico, sin prejuicio de volver con él cuando consideren que la «in-
fluencia» a que fue sometido empieza a «desviarse».
«¿Habéis comprendido?
—Perfectamente —contestó Harry, pensativo—. ¿Y no sabremos
nunca qué clase de influencia debemos ejercer sobre él?
—Sí, naturalmente. Puesto que ello os será dicho de antemano,
bien a través del comunicador radiante, ese objeto que lleváis con
vosotros, o bien directamente, a través de mí. Yo, mensajera, contro-
laré y pulsaré a las gentes, constatando los efectos.
—¿Serás la espía? —preguntó Sergio.
Odayama hizo un mohín.
—Espía no; más bien el control humano, aparte de la mensajera.
—O sea que nosotros cuatro formaremos un equipo compuesto
de tres elegidos inmersos en la dimensión cero, y una chica preciosa
y tridimensional.
—Así es. Estamos unidos por un lazo de nacimiento.
—¿Tú también tienes veintisiete años? —preguntó Valentín, cu-
rioso.
42
Ella sonrió y repuso, con cierta coquetería:
—Tengo veintisiete, claro está. Pero confieso veintidós.
—¿Dónde vives?
—Hasta ayer vivía con mamá, en Florida. Hoy estoy aquí y ma-
ñana sólo el «Poder Medio» sabe dónde estaré.
—¿O sea que has dejado a tu familia? —preguntó Sergio.
—Sí. Soy libre. He recibido un mandato y debo cumplirlo. Mi
madre, sin embargo, cree que, siguiendo los dictados de mi corazón,
me he ido a correr mundo, a vivir mi vida. Cada mensajera elige su
propia excusa.
»Hay quien prefiere llevar una doble vida, siguiendo con los su-
yos. Hay mensajeras casadas, y con hijos; enfermeras que cumplen
su doble misión, en el hospital y en la calle... No temáis. Todo está
bien estudiado. La misión de una mensajera de control no puede ser
interceptada por ningún medio terreno.
—¿Cuál es, pues, el peligro? —inquirió Harry.
Odayama miró a los tres hombres, antes de responder:
—La guerra aniquiladora y fatal... ¡El exterminio de la humani-
dad entera! ¡El peligro de caer en el aniquilamiento atómico que pa-
ralizaría toda vida sobre el planeta, poniendo en peligro la estabili-
dad de la mecánica celeste, de los astros, y evitar, si cabe, que la lo-
cura de unos cuantos miles de desquiciados, pueda llegar a la mayor
hecatombe del Universo!
»Imaginad las consecuencias que un desquiciamiento atómico
podría producir si, tal y como están ahora las cosas, estallasen los
arsenales atómicos de las grandes potencias.
»La Tierra podría desquiciarse. Se rompería el equilibrio estático
y dinámico del Sistema Solar. En la inestabilidad planetaria se pro-
duciría lo que los astrónomos llaman ’’caos cósmico”, cuya magni-
tud se extiende a toda la Galaxia. Y como, a su vez, nuestra Galaxia
está ligada por las mismas leyes a otras constelaciones...
—¡Horrible! —declaró Harry.
—He comprendido —aseveró Sergio—. Nosotros somos los en-
cargados de velar porque eso no ocurra, ¿no es así?
—Exactamente. Digamos, por eso, que la naturaleza, más sabia
que el hombre, previó lo que podía ocurrir e hizo que alguien, en
este planeta o en otro, más avanzado que el nuestro, descubriese el
43
modo de convertir los cuerpos a distintos estados, pasándolos de
una dimensión a otra.
»Este medio de autodefensa ha permitido la organización que
debe refrenar el peligro de la hecatombe universal. Y por medios
que no están a nuestro alcance comprender, nos valemos para «in-
fluir» en los que, de un modo u otro, podrían, diciendo o haciendo,
llevarnos al exterminio total.
—Perfectamente claro—afirmó Valentín—. Me gusta el encargo.
Creo que sabré cumplir adecuadamente la misión que me han en-
comendado.
—Di mejor la misión que nos han encomendado a los cuatro —
terminó Odayama Arredia—. Vosotros sois uno, pero yo estoy tam-
bién con vosotros... ¡Y cumpliremos, aunque se oponga el presidente
de esta nación! ¡Nosotros podemos más que él!

44
LIBRO SEGUNDO
«Reprendiste a las naciones, destruiste al
malo, borraste el nombre de ellos eternamen-
te y para siempre.
»Los enemigos han perecido; han queda-
do desolados para siempre; y las ciudades que
derribaste, su memoria pereció con ellas.»

(Salmos 9, 5, 6.)

I
Waldo Cappa era un asesino profesional. Mataba por dinero y
servía los intereses de un «trust» financiero con sede en Miami y su-
cursales y filiales en todo el mundo.
Waldo era, pues, la mano ejecutoria, el verdugo privado, de la
«North American Steel Company», la mundialmente famosa NASC,
siglas que abarcaban a más de dos millones de empleados —en cu-
yas nóminas no figuraba Waldo—, con asesores en todo el mundo,
con un capital de más de un billón de dólares y con cerebros elec-
trónicos para controlar, repasar y verificar miles y miles de opera-
ciones bursátiles en todo el orbe.
El asesino, rentista honorable, vivía en las Antillas, concretamen-
te en la isla Mariguana, y tenía la mejor habitación del «Iguana Ho-
tel», de la famosa cadena de hoteles Rosenberg.
Vivía bien, gastaba todo cuanto le venía en gana, jugaba, hacía
deporte, descansaba al sol, y frecuentaba los casinos de Bahamas,
Puerto Príncipe y La Habana. Waldo era cosmopolita.
Sin embargo, cuando le llamaban a Nueva York, para asuntos de
trámite, como él decía, aludiendo a sus imaginarias rentas, era por-
que los intereses de la NASC estaban en peligro. ¡Alguien sobraba!
Y Waldo Cappa no era un simple matarife que empleaba el cu-

45
chillo, la pistola o cortaba los tubos de freno de un automóvil.
«¡Soy un científico!», alardeaba Waldo ante el único hombre que
conocía su inicua profesión.
Aquel sujeto que transmitía a Waldo las decisiones de la «emi-
nencia gris» que controlaba la NASC, era un simple intermediario.
Se presentaba en un café, en una estación de metro, en la plataforma
de la estatua de la Libertad, o incluso en un cine.
«Fulano o zutano, que encontrarás en tal sitio» —decía invaria-
blemente el "contacto” de Waldo. Luego desaparecía y nadie más
volvía a saber de él.
Waldo, entonces, estudiaba a su víctima y, a su debido tiempo, a
veces en pocos días, otras en varios meses, la eliminaba. No fallaba
nunca. Jamás dejaba rastro. La muerte accidental o la muerte natural
sellaba los labios de la víctima.
¡Ni un solo fracaso, pese a que Waldo había ejecutado a más de
veinte personas, en distintos lugares del mundo, y siempre en bene-
ficio, directa o indirectamente, de la NASC!
Buen elemento, el tal Waldo Cappa.
Y por eso recibía casi cien mil dólares al año. En realidad, Waldo
ignoraba para quién trabajaba. El nombre de NASC no le decía na-
da, e incluso creía trabajar contra aquella compañía, pues en una
ocasión había tenido que matar a uno de sus consejeros en Europa.
Aquel día, mientras estaba tendido al sol, en la caleta que el
«Iguana Hotel» tenía en la dorada playa, un botones trajo el tele-
grama que ponía fin, temporalmente, a sus vacaciones.
—Señor Cappa, un telegrama de Nueva York.
A través de sus gafas de sol, el moreno Waldo desvió la mirada
de la hermosa mujer que acababa de salir del agua y se había tendi-
do sobre una esterilla de colores.
—Dame, muchacho.
Tomó Waldo el papel doblado de la bandeja y el botones se reti-
ró, saludando correctamente con la cabeza.

Urge venga usted a ésta. Le aguardaré el día


seis a su llegada al aeropuerto Kennedy. —"I".

Waldo frunció el ceño y dijo para sus adentros:


46
«¡Vaya! Esta tranquilidad duraba ya demasiado. Algún pobre
diablo debe pasar a mejor vida... ¿Mejor o peor? ¡Qué extraña es la
muerte! Un hombre goza de perfecta salud, tiene ambiciones, sue-
ños, alegrías y todo eso que tienen los hombres... ¡Qué porquería!...
Llego yo y ¡zas!, acabo con todo eso... ¿Qué sistema habré de em-
plear esta vez? ¡Claro que eso depende del tipo que sea...! ¡A ese
bombón natural no la mataba yo ni por todo el oro del mundo!...
¿De dónde habrá venido esa criatura celestial? ¡Diablos, qué hermo-
sa es! ¡Y joven!»
Waldo abandonó su silla extensible, dobló cuidadosamente el te-
legrama recibido y se lo guardó en el bolsillo del bañador, para
quemarlo luego, en su habitación. Se dirigió con paso indolente ha-
cia donde estaba la muchacha objeto de su atención.
Con natural indiferencia, preguntó:
—¿Cómo está el agua, señorita?
—Muy bien, señor Cappa. Puede bañarse sin reparo alguno. La
temperatura es ideal.
—¿Sabe usted mi nombre? —preguntó Waldo, fingiendo sorpre-
sa.
—¿Quién no lo sabe en esta isla? —La muchacha le miraba son-
riente.
—¿Intenta halagarme?
—De ningún modo. No es ésa mi costumbre. Pero no rehúyo a
los hombres.
Waldo no podía haber esperado mayor facilidad y se sentó en
cuclillas, junto a ella.
—Creo que apetezco más su charla que un baño, señorita...
—Victoria Álvarez...
—¿Mejicana?
—Buen tino.
—Se le nota en el acento... ¡Aunque su figura delata la ascendía
española!
Ella volvió a reír con una gracia que hizo maldecir a Waldo la
inoportuna llegada del telegrama.
—¿De vacaciones en Mariguana?
—Sí.
—Lástima... ¡Mucha lástima! Yo habría sido el cicerone ideal pa-
47
ra usted.
—¿Por qué lástima?
—Tengo que salir mañana temprano para Nueva York... Nego-
cios.
—¿Es usted hombre de negocios?
—Sí, finanzas. Tengo intereses en Nueva York —contestó Wal-
do—. Y crea, sinceramente, que me gustaría poder dejarlos a un lado
por unos días. Si me marcho de aquí, será en contra de mi voluntad.
¿Puedo, empero, aspirar al honor de comer en su compañía?
—¿Comer nada más? —preguntó Victoria con una singular fe-
minidad.
—¿Qué otra cosa podía aspirar? —retrucó él, fingiendo ingenui-
dad.
—Es usted muy apuesto, viril y atrayente, señor Cappa. Una chi-
ca ignorante como yo podría caer en sus redes.
—Sería lamentable, ¿verdad?
—Pues..., sí. Muy lamentable.

***
Victoria Álvarez tenía tres hombres en su habitación; huéspedes
que no pagaban estancia allí, ni hacían gasto alguno, y mucho me-
nos molestia.
Victoria era, realmente, Odayama Arredia.
Sus compañeros podrían haberse llamado Harry, Sergio y Valen-
tín.
Cuando la muchacha regresó a su habitación encontró algo insó-
lito sobre la mesita del salón: ¡naipes revueltos! ¡Naipes que se mo-
vían en el aire! ¡Naipes que desaparecían y aparecían sobre la mesa!
Indignada, cerró la puerta y exclamó:
—¿Qué significa esto, compañeros?
—¡Ah, somos jugadores de naipes! Hemos descubierto un juego
nuevo —contestó alguien que ella debía de estar viendo y que sin
embargo no veía.
—¿Dónde estáis?
—Yo, en la galería, Sergio en el dormitorio y Valentín dentro de

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la bañera —siguió hablando Harry—. Es un pasatiempo. Como re-
sulta que nos aburríamos, mientras tú coqueteas con ese matarife, se
nos ocurrió jugar al «whist» por influjo mental.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. —Harry Robson, con su atuendo futurista, apa-
reció en la puerta de la terraza—. El juego es fácil. Si estamos juntos,
nos adivinamos las cartas. Separados, también podemos hacerlo, pe-
ro hemos prometido ser honestos. ¡Y como no nos podemos enga-
ñar, empleamos el procedimiento de la influencia mental sobre los
objetos inanimados de poco peso, para distraernos! ¿Crees que ha-
cemos mal?
—Pues... —Odayama se detuvo, reflexionando—. Pues no sé...
—Habíamos de permanecer inactivos y no mezclarnos en tu
primera toma de contacto. Eso hemos hecho.
Odayama fue a la mesita y recogió los naipes. Dijo, enojada:
—Alguien podría ver esta zarabanda de naipes y creer en bruje-
rías. No hagáis manifestaciones exteriores... ¡Soltad ese as!
Un naipe se le había escapado a Adayama y flotaba por la habi-
tación, como si el viento lo agitase.
Sergio apareció en la puerta del dormitorio, seguido de Valentín.
Los dos sonreían al acercarse a la muchacha.
—Era una broma, querida —dijo Valentín, besando fugazmente
a Odayama en la mejilla—. ¡Estás muy guapa en traje de baño, Oda!
—No quiero piropos de vosotros.
—Oye, Oda, cuando hablas con nosotros, ¿pueden oírte los de-
más, si aparece alguien de pronto?
—No. Fluctuó en ambas dimensiones. Estoy siempre presente,
pero en silencio. No temas. Nadie puede oírme hablando sola, si es
eso lo que temes.
—¿Y nuestro hombre? —preguntó Harry.
—Me ha invitado a comer. Ya podéis apoderaros de él.
—¿Ahora mismo? ¿Despierto? —preguntó Valentín.
—Y ¿por qué no? Hay que empezar con tiempo. La orden es con-
trolarle. Nosotros no sabemos quién es, ni cuando debemos actuar, y
menos de qué modo. Por eso no debéis perder tiempo... ¡Id ahora
mismo! Está en la playa.
—De acuerdo. Vamos, hijos... Hemos de debutar.
49
***
Waldo se había vuelto a tender en la silla extensible, dejándose
acariciar por los tibios rayos del sol. Su mente estaba aún llena de la
imagen de Victoria, con la que había quedado para comer a las doce.
Estaba fastidiado por el telegrama y ya había pedido pasaje para
Nueva York a uno de los camareros. Ahora esperaba la hora de ir a
vestirse.
«Acabaré pronto esta vez. Iré directo al grano y volveré cuanto
antes —se decía—. Esa chica es demasiado bonita para dejarla esca-
par. Tiene experiencia y sabe desenvolverse. Pero la conquistaré, o
dejo de ser quien soy.»
Waldo no supo cuánto tiempo había estado semidormido.
De pronto, abrió los ojos y miró su reloj de pulsera. ¡Las once y
media!
Tenía el tiempo justo para regresar a su habitación, cambiarse de
ropa y acudir al comedor, a su cita con Victoria. Así, pues, se levantó
y caminó aprisa, hacia la terraza soleada del «Iguana Hotel».
Waldo Cappa ignoraba que ya no iba solo.
¡Consigo llevaba a tres hombres que registrarían hasta el más
mínimo de sus movimientos, sus más íntimos pensamientos y sus
intenciones más inicuas!
Waldo Cappa ya estaba bajo «control». No podía escapar. Era un
asesino profesional que había caído en las redes de una policía más
sutil y solapada que la de los organismos estatales. Todo cuanto hi-
ciera o pensase pasaría a un comunicador radiante y se remitiría a
una dimensión distinta, donde se le controlaría y se le mandaría lo
que debía hacer en un momento determinado.
¡Aquel hombre, de un modo u otro, representaba un peligro pa-
ra la humanidad; y este peligro debía ser conjurado!
¿Cómo?
Ni siquiera los tres seres que se habían apoderado de él lo sa-
bían. Tampoco Odayama Arredia, bajo la personalidad ficticia de la
mejicana Victoria Álvarez.
Pero la trampa estaba dispuesta.
A las doce en punto, elegantemente vestido con el «smoking»

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blanco, Waldo se presentó en el comedor, donde ya le habían dis-
puesto una mesa para dos.
Victoria no había llegado aún.
—¿La señorita Álvarez no ha bajado todavía? —preguntó al
«maitre».
—No, señor Cappa. ¿Desea que la avise?
—No, de ningún modo. Ya sabe usted cómo son las mujeres... La
esperaré en el bar. Avíseme cuando venga.
—Sí, señor.
Una distinguida concurrencia llenaba el bar del «Iguana». Ame-
ricanos del norte, terratenientes del centro, financieros del sur, eu-
ropeos muy célebres en la industria mundial y en el comercio... ¡Y
bellas mujeres, a muchas de las cuales conocía Waldo, y que le salu-
daron sonrientes!
Waldo no tenía más de treinta y dos años, era alto, moreno, ca-
bello ensortijado y lucía un bien recortado bigote. Su inmaculada
ropa y la prestancia y distinción con que vestía, de pies a cabeza, le
hacían una figura llamativa. Y él lo sabía.
Se acercó al mostrador.
—Ramón, un combinado —pidió.
—Como siempre, ¿verdad?
—No, hoy cambiaremos.
El «barman» arqueó las cejas. Waldo era tradicional en sus hábi-
tos.
—¿Qué...?
—Dame algo que evoque a Méjico.
—¡Ah, ya!... ¡Sí, comprendo!
De una coctelera, Ramón sirvió a Waldo un líquido ambarino.
Añadió un trocito de piña y un meticuloso cubito de hielo y lo re-
movió.
—Un «guanajuato», señor Cappa... Le gustará.
—Admirable, Ramón... ¡Francamente admirable!
A los pocos minutos, un ayudante del «maitre» se le acercó.
—Señor Cappa, la señorita Álvarez baja en este momento.
—Gracias, amigo mío. Voy inmediatamente.
Salió del bar y llegó al comedor, donde encontró a Victoria, más
radiante que por la mañana, ataviada con un primoroso vestido de
51
seda blanca, con encajes y alguna discreta flor, y que le tendía la
mano con exquisita gracia.
—¡Oh, dioses, gracias por tanta ventura! —fraseó Waldo.
—Gracias, señor Cappa —repuso Victoria—. Es usted todo un
caballero.
—Soy un deleznable e insignificante microbio humano que se
honra, complacido, ante el obsequio que usted le hace con su com-
pañía... Venga, Victoria. Nuestra mesa está allí, junto a la ventana.
Los jazmines y las rosas serán los heraldos de nuestra larga e íntima
amistad. El «maitre» les aguardaba, atento y servicial.
—Gracias —murmuró Victoria, al sentarse.
—Ya puede servirnos, Jack —pidió Waldo.
—Sí, señor.
Antes de que pudiera retirarse, Waldo añadió:
—Ah, Jack; por favor...
—Diga, señor Cappa.
—Deseo que cambie un poco el postre.
—Sí, señor. Usted dirá.
—Quiero uvas... Uvas de California.
La inmutabilidad del «maitre» sufrió una sacudida.
—¿Uvas, señor?... ¿Uvas, en este tiempo?
—Sí, mándelas traer —replicó Waldo, muy serio. Ante él, Victo-
ria amagó una sonrisa.

***
A la mañana siguiente, Waldo Cappa y Victoria Álvarez em-
prendían viaje juntos hacia Nueva York. Ella había «accedió» a las
súplicas de él.
«Terminaré pronto el negocio... Asuntos de trámite —había di-
cho la víspera a la bella Victoria—. Luego regresaremos a continuar
tus vacaciones. Tengo un pequeño yate... Haremos "sky”, nadare-
mos, bailaremos...»
«¡Eres adorable!», había replicado Victoria.
Era un plan sabiamente trazado. Y la muchacha no corría el me-
nor peligro con aquel asesino, dentro del cual tenía ella tres buenos

52
aliados.
Un beso fugaz de Waldo, que ella pudo esquivar, con coquetería.
Sus manos unidas, sus cuerpos muy juntos, mientras bailaron. Eso
fue todo cuanto ella concedió.
A cambio, aquella mañana emprendían viaje juntos en un «Sa-
rawak» ultrarrápido.
El viaje fue breve y cómodo. A las seis en punto, el avión aterri-
zaba en el aeropuerto Kennedy, de Nueva York, donde un hombre a
quien Waldo conocía como «Mister I» les estaba esperando.
—Tú irás al «Klondyke Hotel», querida. Ya tenemos habitacio-
nes reservadas —dijo Waldo, al descender del avión—. Yo tengo
que efectuar inmediatamente unas gestiones.
—Sí, Waldo. Eso es lo convenido. ¿A qué hora te veré?
—A las diez. Si no puedo llegar antes, te telefonearé.
—De acuerdo.
Él quiso besarla, pero ella amagó, sonriendo.
—¡No seas impulsivo, Waldo! ¡Estamos en un lugar público!
—¡Te adoro! —jadeó él.
Ella, sin embargo, no estaba segura de que aquellas palabras
fuesen de Waldo. ¡Podían ser de Harry, Sergio o Valentín!
Al separarse, en el enorme vestíbulo, Waldo se dirigió a uno de
los bares del aeropuerto. Se instaló allí y pidió un «cordial». Mien-
tras lo tomaba, un hombre con sobretodo azul, sombrero y gafas de
sol se le acercó, tocándole el brazo.
—Hola, señor Cappa. ¿Cómo ha ido el viaje?
Waldo se volvió. Sonrió cordialmente.
—Muy bien, señor «I».
—Le he visto llegar muy bien acompañado.
—¡Ah, sí! Una amiga mejicana... ¿Verdad que es hermosa?
—¡Mucho, a fe mía!... Y ¿cómo le va?
—Estupendamente.
—Me alegro. ¿Recibe el dinero con regularidad?
—No tengo la menor queja.
—Yo tampoco la tengo de usted. Su último trabajo fue excelente.
—Me congratulo. ¿A quién tengo que visitar ahora?
—Al senador Harrison.
—¡Ah!
53
—Le ruego que se dé usted prisa. Antes de cuarenta y ocho ho-
ras ha de firmarse un acta y no interesa que...
—No tiene por qué darme explicaciones, señor «I». Usted me di-
ce antes de cuarenta y ocho horas y yo comprendo.
—De acuerdo. Es una advertencia. Nos interesa que esa acta no
se firme. Eso es todo... ¡Tenga, veinte mil a cuenta! —Al decir esto,
«Mister I» extrajo un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y se lo
dio a Waldo—. Es una gratificación especial... Y sería conveniente
que el senador Harrison sufriera un colapso.
—Ya entiendo. Descuide usted. Mucha gente quedará conster-
nada, pero será una cosa natural.
—¿Sabe dónde encontrarle?
—La duda ofende, señor «I» —replicó Waldo, en tono de digni-
dad zaherida—. Soy un artífice en mi trabajo.
—Lo sé. Adiós, pues. Hasta otra vez, y roguemos a Dios que no
sea muy pronto.
—Adiós, señor «I». He tenido mucho gusto en volverle a ver.
Se separaron, dándose la mano.
«Mister I» regresaría inmediatamente a Miami, donde tenía su
sede la NASC. Waldo ejecutaría al senador Harrison antes de cua-
renta y ocho horas.

***
A los veinte minutos de su llegada a Nueva York, Waldo Cappa
ya había localizado la residencia particular del senador Harrison y
tenía esbozado un plan audaz y simple para enviar al otro mundo a
un hombre.
Había previsto lo que podían exigirle e iba preparado.
Waldo era un artífice de la muerte. Durante sus ocios estudiaba
fórmulas nuevas. Él no podía caer en la repetición de los métodos,
porque así se desligaba de cada una de sus víctimas. Desde el ve-
neno, lanzado con un pequeñísimo dardo, y que no dejaba la menor
huella, hasta en meticuloso estudio del simple «resbalón» de trági-
cas consecuencias, con descoyuntamiento de la vértebra cervical, pa-
sando por la inyección de hidrógeno o la aplicación de la mascarilla

54
de peróxido, lo había practicado casi todo.
En el barrio negro de Puerto Príncipe, Waldo había efectuado al-
gunos ensayos con personas vivas. Sus métodos habían sido proba-
dos de antemano, con resultados positivos.
No podía fallar.
Ahora, con el senador Harrison, cuya mansión consideró prote-
gida por la policía, ya que el político tenía muchos enemigos, ideó
un plan de «muerte a distancia».
En primer lugar, Waldo se fue a una farmacia donde adquirió un
producto, al parecer inofensivo, empleado como medicamento. Pagó
su compra y luego se dirigió a otra farmacia, muy distante de la
primera, en donde pidió:
—¿«Sodergina»?
—¿Trae la receta?
—Pues, no. La he dejado en casa.
—Lo siento, señor. No puedo expendérselo. Está prohibido.
—¡Pero yo la necesito! ¡No tengo tiempo de ir a casa en busca de
la receta! ¡Por favor, deme una sola pastilla!... Le pagaré el frasco
completo. Una pastilla no es nociva. La necesito... Luego volveré con
la receta y me dará el resto.
El farmacéutico vaciló. Aquel hombre podía necesitar la medici-
na. Y una pastilla no era peligrosa.
—Está bien. Aguarde un instante.
El farmacéutico desapareció en la trastienda y regresó a los po-
cos minutos con un frasco.
—Aquí está... ¡Sólo una pastilla!
—Sí, gracias. Me la tomaré aquí mismo. ¿Puede darme un vaso
de agua?
—¿Cómo no? —El farmacéutico se retiró, volviendo casi al ins-
tante. No había dejado el frasco de la «sodergina», sino que se lo lle-
vó consigo.
—Es usted muy desconfiado —dijo Waldo.
—Debo serlo. Sé lo que es esto... ¡Y supongo que usted también
lo sabe!
—Sí, ya me advirtió el médico.
El farmacéutico abrió el frasco y sacó una pastilla, dándosela a
Waldo.
55
—Tómesela.
Waldo se la echó a la boca y tomó el vaso de agua. Respiró ali-
viado.
—Son treinta y dos dólares, ¿verdad?
—No, no. Dieciséis.
—¡Yo pagué treinta y dos en Santo Domingo!
—¡Ah, bueno! Nueva York no es mercado exterior. Ha salido us-
ted ganando. Aquí cuesta la mitad... Pero no hace falta que me pa-
gue. Vaya por la receta y le entregaré el frasco.
—De ningún modo. Cobre usted el frasco entero. Vendré antes
de media hora o enviaré a mi esposa... Tenga, veinte dólares. Guar-
de el cambio.
Waldo ya se dirigía a la puerta.
Salió.
Y, nada más pisar la calle, se llevó la mano a la boca, escupiendo
la píldora que había fingido tragarse. La sopesó en la palma de la
mano y murmuró:
—Una píldora que me ha costado veinte dólares... ¡Pero al sena-
dor Harrison le va a costar la vida!

56
II
«¡Ha muerto el senador Harrison! —rezaban los titulares del pe-
riódico que Odayama Arredia tenía en las manos, sentado en un
cómodo apartamiento de Little Park, a las afueras de Nueva York—.
Víctima de un derrame cerebral, falleció ayer, a las doce. Ha muerto
un gran estadista, un preclaro y honrado hombre de estado, cuyos
éxitos en la Cámara le hacen merecedor de figurar en el Panteón de
los Hombres ilustres.
«Defensor acérrimo del Acta de Emigración Espacial, se espera-
ba que consiguiera llevar a buen fin su abnegada labor. Desgracia-
damente, muerto el pionero y defensor de los emigrantes lunares,
sus enemigos habrán respirado.
«Nos tememos que el Acta de Emigración Espacial no pasará del
Senado. (Lean en la página 25, lo que el Senador Hathaway dice so-
bre dicho aspecto)».
Odayama retiró la mirada del periódico y miró a Harry Robson,
que estaba sentado, cabizbajo, ante ella. Miró a Sergio Preiss y luego
a Valentín Lefranc.
Los tres, con sus atuendos de «Elegidos», mustios, alicaídos y
tristes, parecían niños reprendidos por una travesura.
—¿Qué os pasa? —preguntó Odayama—. ¿A qué vienen esas ca-
ras?
—Me siento un poco verdugo —dijo Harry—. Hemos sido los
causantes de esa muerte.
—¡Ni mucho menos! —exclamó Odayama—. El causante ha sido
Waldo Cappa. Ha hecho un trabajo de refinada maestría... ¡Él es el
asesino, aunque nadie pueda acusarle! ¡Vosotros habéis actuado se-
gún instrucciones!
—¿Instrucciones? ¡Nosotros podíamos haber evitado esa muerte
con sólo mover un dedo! —protestó Valentín.
—Pese a que sois tres, pensando por uno, aún tenéis reminiscen-
cias de vuestra vida anterior —replicó Odayama—. Tenéis mentali-
dad humana.
—¿Es que no somos humanos? ¿Es que hemos dejado de tener
sentimientos? —quiso saber Valentín, el apenado Valentín.
—No se trata de eso. Habéis hecho una excelente labor, ayudan-

57
do a Waldo. El senador Harrison tenía que morir. No esperéis que
os explique esto. No podríais comprenderlo.
»De lo que se trataba, según me han autorizado a informaros, es
de anular el Acta de Emigración Espacial. Hay muchas leyes, apa-
rentemente favorables a la humanidad, que el día de mañana serán
utilizadas en su perjuicio. Nosotros no podemos saber lo que suce-
derá en lo venidero, ¡pero alguien lo sabe!
»Ahora bien. Pese a ser un artífice en su repugnante profesión,
Waldo Cappa iba a fracasar por vez primera. Su fracaso habría sig-
nificado la firma del acta en cuestión, pues él era su promotor y ya
tenía la partida casi ganada. Los senadores comprometidos con Ha-
rrison habrían votado a favor y el acta se habría aprobado.
«Muerto Harrison, los otros senadores se han echado atrás. Esto
es seguro. Pero los mezquinos intereses que juegan en esta extraña
partida no son los que actualmente cree la mayoría de las gentes. El
acta no puede ser firmada, porque sería un peligro, dentro de cien
años, en la colonización de Venus.
—Pero... ¿qué importancia puede tener un acta de ley, para un
planeta al que aún no hemos puesto el pie? —quiso saber Sergio.
—Mucha. Sólo puedo deciros que si Harrison no muere, el acta
se habría firmado. Ahora no se firmará. Y ha quedado conjurado un
peligro que la humanidad entera ignora.
«Vosotros habéis logrado que Waldo Cappa no falle en su homi-
cidio. Había un obstáculo que Cappa no tuvo en cuenta. Y vosotros
solucionasteis ese fallo.
—¿Cuál fue? —preguntó Harry.
—Waldo se equivocó al mezclar la «sodergina» con el yodo. La
cápsula que él puso en el auricular del teléfono, cuando el senador
estaba comiendo en el restaurante «Palmer», no podía producirle el
derrame cerebral... ¡Y fuisteis vosotros, controlados por el comuni-
cador radiante, desde el más allá, los que rectificasteis el error, ha-
ciéndole rectificar a él!
»Luego, todo lo demás salió bien. Entró en la casa, desenroscó el
auricular y colocó la pila corrosiva que habría de romperse al efec-
tuar la llamada telefónica.
«Así ocurrió. A las once y media, Waldo llamó al senador desde
un teléfono público. Sabía que ya estaba en su casa. Sólo tuvo que
58
emplear el silbato cuando el senador tomó el teléfono y la vibración
terminó de romper la membrana de la pila.
—¿Y se produjo la emanación de «yodergina» que le costó la vi-
da? —preguntó Harry.
—Exactamente. Murió sin haber podido explicar su propia
muerte. Allí quedó el teléfono fatídico y su carga, la cual cuando lle-
gó la ambulancia y se armó la confusión, fue retirada por el propio
Waldo.
»No dejó ni el menor vestigio. Y lo que fue un asesinato pasó an-
te los médicos como un derrame cerebral.
—¡Pero eso puede averiguarse fácilmente!
—Sí, en efecto. Puede averiguarse, ¿qué duda cabe? ¡Lo malo es
que no se averiguará nunca! —terminó Odayama Arredia, con un
suspiro—. Y Waldo Cappa continuará su inmunda profesión, califi-
cado como un experto.
—¡Algún día pagará, estoy seguro! —rezongó Harry.
—Y yo también lo estoy. Pagará ante la ley de los hombres y an-
te la de Dios. Sus actos le han condenado. Y de él será toda la res-
ponsabilidad. Vosotros no habéis hecho más que secundar un plan
que habría de fracasar y que iba a redundar en perjuicio de la hu-
manidad.
»La vida es así. Unos mueren para que vivan otros. Y todo obe-
dece a un móvil, ignoto, pero preestablecido, que no puede ser cam-
biado.
»Por eso, no os culpéis de la muerte del senador Harrison. Tenía
que morir.
Ninguno de los tres respondió a las palabras de la muchacha.
Pese a todo, habían ayudado a un asesino. Esto era algo que les ha-
bía impresionado mucho.
—Sin embargo —habló Harry, al cabo de unos minutos de em-
barazoso silencio—, me siento culpable. No puedo evitarlo.
—¿Aun sabiendo que habéis hecho un bien a la humanidad del
futuro?
—Aún así.
—El egoísmo es injusto, Harry —replicó Odayama—. No debes
pensar así.
—Somos tres los que pensamos del mismo modo —añadió Ser-
59
gio.
—¿Ya sabes que tu madre ha recibido hoy la visita de un letra-
do? —preguntó Odayama, intentando cambiar la conversación.
—¿Un letrado? ¡No, he estado demasiado enfrascado en este de-
plorable asunto para ocuparme de ella!
—Pronto quedarán solucionados sus problemas. Va a percibir
una herencia de trescientos mil dólares. Ha sido una compensación
del «Poder Medio» hacia ella, por el estado en que ha quedado sin ti.
—¡Menos mal! —exclamó Sergio—. Estaba muy preocupado por
eso.
—Ya no debes preocuparte. Tu madre ha perdido tu ayuda, pero
ha encontrado otra. Con ese dinero podrá vivir desahogadamente el
resto de sus días.
—¿Es el pago por haber matado al senador Harrison? —
preguntó Valentín, levantándose y yendo hacia la ventana.
—No... ¡Y os prohíbo que habléis más de ese asunto! —declaró
Odayama, enojada—. Ahora, tengo que irme. Quedaos aquí o id a
donde os plazca. Cuando se os necesite ya os llamaré. Nada de ton-
terías, ¿habéis comprendido?
Ninguno respondió.

***
Waldo Cappa estaba furioso cuando tomó el avión para la Isla
Mariguana. Victoria Álvarez se había burlado de él, desapareciendo
del «Klondyke Hotel» del mismo modo que el senador Harrison ha-
bía desaparecido de este mundo.
La había buscado por todas partes, sin hallar el menor rastro. E
incluso dejó mil dólares a un prestigioso detective de la ciudad para
que la buscase.
No volvería a saber nunca más de ella.
Regresó a su isla paradisíaca y continuó su existencia parasitaria,
dándose la gran vida, viviendo como un «maharajá» y «flirteando»
con las turistas que llegaban a la isla.
Nunca, empero, olvidó a Victoria. Ni siquiera cuando, seis años
más tarde, tuvo su primer fracaso, al «liquidar» a un fabricante de

60
Kenia, donde dejó un pequeño rastro que había de llevarle a la cá-
mara eléctrica.
Waldo Cappa pagó con su vida y lo hizo de modo altivo, con or-
gullo, sin poder denunciar a los que le habían pagado durante mu-
chos años la fácil existencia que llevó en las Antillas.
La justicia dio, al fin con él, y fue ejecutado.
Éste es el fin de todos los asesinos. Luego, hubo de enfrentarse al
tribunal de Dios... ¡Allí no tenía defensa!

***
—¿Qué opináis vosotros de lo ocurrido? —preguntó Harry,
cuando Odayama hubo salido del apartamiento.
—¿Y nos lo preguntas? Somos una misma persona. Pensamos
del mismo modo, actuamos al unísono, de común y preestablecido
acuerdo.
—Os lo pregunto como entes individuales. La facultad de creer
justa o injusta una causa o acción no nos está negada. Incluso pode-
mos dialogar. Sé lo que vais a decirme, pero tres mentes razonan
mejor que una. Por eso nos han reunido.
—Ya sabéis lo que siento, pero os lo voy a decir. Si nuestras ac-
tuaciones han de ser siempre del tipo de la primera, preferiría conti-
nuar siendo encargado de un surtidor de gasolina.
—Lo mismo digo... Y ahora que estamos en Nueva York, apro-
vecharé para efectuar una visita al «Continental Bank»... Tengo allí
muchos recuerdos. Quizás vaya también a South River a ver, «per-
sonalmente» a mi madre. Me alegrará compartir con ella esta alegría
de la herencia.
—¿Y no podemos negarnos a ejecutar una de esas misiones? —
preguntó Valentín.
—¿Acaso sabíamos lo que iba a ocurrir? Seamos sinceros —
intervino Harry—. Yo, como vosotros, e incluso Oda, aunque ahora
quiera aparentar lo contrario, creímos que se trataba de atajar los
manejos de Waldo Cappa. Con mucho gusto le habría llevado al
primer Precinto de policía, cuando preparaba su asesinato. Y no fue
así. Jamás sabremos, antes de iniciar un cometido, cuál será nuestra

61
intervención. Poseemos al hombre, le controlamos, estamos dentro
de él, viviendo con él, pero ignoramos lo que exigen de nosotros... ¡Y
todo está en este condenado aparato de comunicaciones radiantes!
—¿Qué pasará si nos lo quitamos? —preguntó Valentín.
—Eso, ¿qué ocurrirá? Parece estar unido al traje. Debe emitir
ondas magnéticas... ¡Todo cuanto hacemos, decimos o pensamos,
fuera o dentro de los cuerpos, está controlado!
—Sí, quitárselo podría ser perjudicial.
—En realidad, no estamos en ninguna parte, aunque podamos
subir gratis al monorail o entrar en un cine sin pagar. Y eso es un
trastorno.
—Tenemos muchos inconvenientes —apoyó Harry—. No esta-
mos ni en el otro mundo ni en éste.
—¡Y hasta las uvas de California saben distintas, comidas por
otros a comidas por mí! —rezongó Valentín—. Lo bueno sería poder
ir y venir de una dimensión a otra, como está Odayama. Todos los
privilegios son para ella.
—¡Por algo es más bonita que tú, oso! —masculló Sergio, ya de
pie y junto a la puerta, con intención de irse.
—No lo discuto. Pero entre Oda y Chris, prefiero a mi Chris...
¡Hay demasiado... demasiado exotismo en Oda!
—Su padre era polinesio, o descendiente de ellos. Su madre
americana —declaró Sergio—. Bueno, me voy. Hasta luego. Ya nos
veremos.
Desapareció a través de la puerta.
—Tú quieres a Oda, ¿verdad, Harry?
—Yo no puedo querer a nadie. ¿Qué soy yo para querer a una
mujer como ella? ¿Un espectro?
—Eres un «Elegido».
—¡Valiente cosa! Me ha disgustado nuestra primera actuación.
De buena gana iría a decir a Waldo Cappa lo que pienso de él.
—Hazlo. Perderás el tiempo. Además, Oda tiene razón. Nosotros
lo hemos visto así, pero la verdad era distinta. Esto me recuerda la
conversación que tuvimos en el hotel de Alliance sobre la verdad.
«¡Con qué ilusión nos apoderamos de Waldo para estropearle
los planes!
—¡Y qué decepción al darnos cuenta de que le estábamos ayu-
62
dando! ¿No hubiese sido mejor hacernos creer que Harrison era un
ser despreciable? Hubiera sido mejor así. Le tomamos aversión y le
ayudamos a pasar a mejor vida.
—Somos injustos, Harry. Tremendamente injustos. ¿Te das
cuenta? ¡Nos hemos dejado llevar por el instinto! ¡Los tres hemos
actuado mal!
Los dos hombres se miraron. Luego miraron hacia la puerta,
donde había aparecido Sergio, regresando súbitamente.
—Sí, hemos puesto pasión y sentimiento en este caso. Y ése ha
sido nuestro error —declaró Sergio—. Nosotros no somos ya de este
mundo. No debemos regirnos por los sentimientos que reinan en
este mundo. Las corrientes telúricas no nos afectan... Creo que em-
pezamos a comprender cuál es el verdadero juego... ¡Un juego muy
serio y complicado!
—¡Un juego en el que nunca podemos perder! —terminó Harry.
Ninguno de ellos poseía cuerpo, pero sus espíritus estaban allí,
vivientes. Y el hombre ¿no es su propio espíritu?

63
III
En la acera de enfrente, ante el «Continental Bank», Sergio se de-
tuvo. Aquel lugar le trajo recuerdos nostálgicos. ¡Cuántos años había
pasado trabajando allí!
Se recordaba a sí mismo bajando del autobús, ante el banco. En-
trando, saludando a sus compañeros de trabajo, mirando de reojo a
Marlene Hays.
A las once, salía, cruzaba la calle e iba a la cafetería, con Ernie y
Gregg. El bocadillo, la sidra o la cerveza. Luego, el café y de vuelta
al banco.
Sintió deseos de averiguar quién ocupaba su puesto.
Habían pasado algunos meses, desde que él se fue y todo seguía
igual. La misma riada de gentes, yendo y viniendo. Los automóviles
del servicio público y municipales, los transportes urbanos. No ha-
bía otros vehículos en aquel punto de Manhattan. El tránsito había
sido prohibido hacía años.
En el cielo, sin embargo, sorteándose con singular maestría, los
helicotaxis continuaban llevando pasajeros de un lugar a otro de la
ciudad.
Sergio se dispuso a cruzar la calle.
El banco le atraía. La gente pasaba a su lado, sin verle. ¡No po-
dían verle, y él lo veía todo!
¿No era esto un privilegio?
Debía sentirse satisfecho y no lo estaba. Debía estar alegre, por
su suerte, y estaba triste. ¿Por qué seguir pensando en el senador
Harrison?
Ni siquiera le estaba permitido ir a la policía y decir al comisario
que Waldo Cappa era un asesino. Nadie podía oírle. Nadie podía
verle... ¡Todo era inútil!
Se sentía un poco náufrago y aislado en aquella inmensa ciudad
de casi veinte millones de habitantes —Nueva York había crecido
mucho en los últimos años—, en donde él podía conocer todos los
secretos, sin que tuviera facultad para revelar ninguno.
No llegó a cruzar la calle.
Se detuvo de pronto, al mirar a la derecha, por si venía un auto...
¡Y ver a tres individuos que le miraban!

64
¡Tres individuos que llevaban el uniforme plateado, como él!
—¡Eh, Nick, mira! —oyó decir a uno—. ¡Es de los nuestros!
Sergio giró en redondo, yendo derecho hacia ellos.
—¿Me veis? —preguntó, asombrado.
—¡Como tú a nosotros! —le replicó uno.
—¡Chico, esto es fantástico! Sabíamos que no estábamos solos,
pero nunca habíamos encontrado a nadie... Mi nombre es Geofrey.
Éste es Brad y este Nick. ¿Y vosotros? ¿Dónde están tus compañe-
ros?
—En un apartamiento, junto a Little Park. Mi nombre es Sergio.
¿Habéis visto esto, Harry?
—¡Sí, claro! —llegó la respuesta de Harry Robson, desde el otro
lado de Nueva York—. Vamos a reunirnos contigo.
Brad, Geofrey y Nick vestían enteramente igual que Sergio. Lle-
vaban el mismo atuendo y equipo. La única diferencia era el número
de identificación. Éste era mucho más bajo que el de George.
—Ahora vendrán mis compañeros. Estábamos ansiosos por co-
nocer a otros «Elegidos».
—Nosotros actuamos con otros grupos, hace un año, en África.
Pero no tuvimos ocasión de cambiar impresiones. Fue una labor de
muchos. Hubimos de rescatar a una expedición perdida en la selva.
Habrían muerto de no haber sido por nosotros —explicó Nick.
—En efecto. Aquellos infelices fueron vendidos. Los traiciona-
ron. Nosotros los salvamos. Les dimos ánimos para continuar. Ac-
tuamos treinta y dos equipos y luego nos volvimos a separar. ¡Tú
eres el primero de los «Elegidos» con quien podemos hablar, fuera
del servicio!
—¿Qué hacéis aquí?
—Ayudamos a morir a un senador —explicó Brad.
—¡Oh! —exclamó Sergio—. ¡El senador Harrison!
—¡El mismo! ¿Cómo lo sabías?
—Nosotros ayudamos al asesino.
Nick, Brad y Geofrey sonrieron.
—¿A Waldo Cappa? ¡No podía fallar! El «Poder Medio» toma
precauciones, por lo que veo —declaró Brad—. ¡Vaya, hemos cola-
borado juntos y casi no nos hemos dado cuenta!
—Bueno, nosotros no estuvimos nunca cerca del senador.
65
—Ya sabemos... Eh, ¿vamos con Sergio al encuentro de sus com-
pañeros?
—Sí, vamos.
—¿Lleváis mucho tiempo en esto?
—Sí, mucho. Estamos en el tercer período, próximos a cumplir
—declaró Nick—. Dentro de cuatro meses cumplidos los treinta
años.
—¿Treinta años? No entiendo. ¿Qué es el tercer período? —
preguntó Sergio.
—¿No te han explicado que servimos tres años? ¡Estás en el nue-
vo ejército, muchacho! ¿Qué clase de enlace tenéis?
—Una chica monísima, llamada Odayama Arredia.
—Será tan novata como vosotros. ¿Cuántos servicios habéis
prestado?
—Uno, que yo sepa —contestó Sergio.
—¡Ah, bueno, se comprende! —exclamó Geofrey—. Es natural.
Apenas si os habéis estrenado.
Geofrey señalaba a la gente que pasaba junto a ellos, a veces cru-
zándoles de lado a lado.
—Se te nota hasta en la manera de andar que eres novato —
añadió Nick—. Debimos darnos cuenta. Ahora estamos a la espera
de órdenes... ¡Vaya casualidad! ¿Dónde están tus dos amigos?

***
Se reunieron los seis en el apartamiento de Odayama.
Tenían muchas cosas de qué hablar. No eran extraños entre sí.
Pero lo que más interesó a Harry Robson fue el averiguar qué iba a
ocurrir al finalizar el tercer periodo.
—¿Qué pasará con vosotros cuando terminéis el servicio?
—Eso quisiéramos saber —contestó Nick—. Terminamos, eso es
todo. Todo empieza y termina. De todas formas, según nuestra
mensajera, la profesora Gena, la cual anda ahora muy ocupada con
sus estudios metafísicos y apenas si tiene tiempo para darnos órde-
nes, parece ser que hay una selección entre los «Elegidos», muchos
de los cuales pasan a un destino superior.

66
—Eso es —aclaró Brad—. Podemos vivir en otras dimensiones
todo el tiempo que sea preciso.
—En caso de haber cumplido bien.
Geofrey se reclinó, satisfecho, en el asiento, después de su última
declaración.
—«Muchos pasan a un destino superior» —repitió Harry—. Eso
me interesa. ¿Y los que no pasan?
—No sabemos lo que ocurre con ellos.
—¿Ni idea?
—Ni la más remota idea.
— Yo pensé que tal vez desaparecieran —continuó Harry.
—Podría ser. Es una solución la de volver a la nada, como antes
de nacer —admitió Nick—. Pero eso es inconcebible. Porque la nada
está tan poblada o más que nuestro mundo tridimensional. Los des-
tinos superiores, sin embargo, se van ocupando por selección. En
realidad, del «Poder Medio» puede pasarse al «Poder Supremo.»
—¿A dónde se rigen los destinos del hombre? —preguntó Valen-
tín.
—Especifiquemos. Nosotros sólo conocemos al hombre como
habitante del planeta Tierra. Pero hay otros hombres, otras culturas,
otras civilizaciones. Los «Elegidos» de esos otros mundos pueden
ser superiores o inferiores; aunque a la escala del «Poder Medio» ya
no se distinguen razas ni pueblos... ¡Y mucho menos a escala del
«Poder Supremo»!
»Allá no importa cuál sea el origen del «Elegido», si viene de
nuestra Galaxia o de otra, si su aspecto es humano o no. Se dice que
el «Poder Supremo» está regido por seres multiformes... ¡La élite del
universo!
—Ha de ser un privilegio llegar alguna vez a tal poder —añadió
Brad—. A nosotros nos gustaría poder llegar. A los tres.
—Sin embargo, es ley que sólo llegará uno de nosotros—aclaró
Geofrey—. El más inteligente... ¡Y ése, mucho me temo que no sea
yo!
—Ni yo —se apresuró a decir Nick.
—¡No seas modesto! —repitieron Brad y Geofrey, al mismo
tiempo.
Y Geofrey añadió:
67
—Si alguien de los tres pasa a un destino superior, serás tú,
Nick.
El aludido se agitó, incómodo.
—¿Por qué he de ser yo? ¡Vamos siempre juntos! Actuamos en
África, en Perú, en Méjico y hasta en la Antártida. Todo lo razona-
mos y lo pensamos al unísono. ¿Y he de ser yo quien suba?
—Bueno, en realidad —dijo Brad, ahora mirando a Harry—; esto
es así. Somos tres, pero en tres años nos damos cuenta de que uno es
quien más méritos contrae. El comunicador radiante trabaja y regis-
tra nuestras actuaciones. El «Poder Medio» es quien decide.
—Yo sé quién de nosotros logrará el ascenso —dijo Valentín, mi-
rando a Harry—. ¿No te parece, «sheriff»?
—¿Lo dices por mí? ¡Bah, somos unos párvulos junto a éstos y
tenemos mucho tiempo por delante! Pero en cuanto venga Oda le
vamos a decir unas cuantas verdades.
—No hagáis mucho caso a la mensajera. No es más que un enla-
ce y un control. No os puede hacer fracasar, desde luego. Pero su
mente no está tan vinculada a vosotros como la vuestra —explicó
Nick, que era, al parecer, el más versado de los tres—. La enlace es
secundaria. Su mente y dimensión está controlada directamente por
el «Poder Medio». Los problemas, empero, los solucionamos noso-
tros, puesto que la prueba nosotros la sufrimos. Y fijaos en si está
limitado el poder de una mensajera que sólo puede controlaros a
vosotros. Si entrase en este cuarto vuestra Odayama, no se daría
cuenta de que estamos nosotros aquí.
—Sí, son medio humanas, medio incorpóreas. No están del todo
en el mundo, ni del todo en la dimensión cero —añadió Brad.
Continuaron hablando de sus actuaciones, de sus experiencias,
hasta llegar al tema de la actuación primera de Harry, Sergio y Va-
lentín.
—Hemos sentido remordimiento al saber que habíamos ayuda-
do a un asesino.
—¡Qué tontería! —exclamó Nick—. Allá cada uno con su con-
ciencia. Vosotros no habéis hecho más que acatar una orden, consi-
derada conveniente por el «Poder Medio». Allí no pueden equivo-
carse.
«Debía de ser así, y no podíais hacer otra cosa. Nosotros salva-
68
mos una vez a un niño, en el quirófano de un hospital. El médico
que le operó no era demasiado hábil. Él niño podía morir... ¡Iba a
morir, mejor dicho! Pero el «Poder Medio» velaba por la vida de
aquel niño y nos mandó a nosotros. Guiamos la mano del cirujano y
el enfermito se salvó.
«Aquel niño crecerá, llegará a cumplir su destino y el progreso
de la humanidad se beneficiará con ello. No sabemos cómo, ni nos
inquieta; pero será así.
—A vosotros os ha tocado dirigir la mano de un asesino. Un
hombre ha muerto. Bien, eso era porque así convenía. No estéis re-
sentidos. Nosotros, en realidad, éramos una reserva. El senador Ha-
rrison éramos nosotros hasta el momento de su muerte. Ninguna
causa exterior podía interceptar su destino... ¡Y por eso se ha cum-
plido!
—Nos ha dicho Oda que, de haberse firmado el acta de esa ley
sobre emigración espacial, dentro de cien años mucha gente habría
pagado las consecuencias.
—Eso nos dijo también la profesora Gena. Pero a nosotros no
nos importa. Hemos quitado vidas a seres marcados; hemos salvado
a otros. Hemos neutralizado peligros, evitado riesgos, favorecido a
unos y perjudicado a otros. Y así, en ese incierto reparto de fortunas,
hemos cumplido y actuado siempre. Ya que la suerte nos ha cruzado
los caminos, pudiéndonos encontrar, permitidme que os dé un con-
sejo.
»No os dejéis influir nunca por esa apariencia de las cosas que os
engañará más veces de las que acertaréis. Pese a que poseéis un ce-
rebro triple, seguís siendo bastante imperfectos. La perfección abso-
luta se consigue después de miles de años de mantener una línea de
conducta, de seguir recto, de aprender, de pensar, de razonar y ver
más allá de donde ven otros.
»Sólo así se puede aspirar a llegar al «Poder Supremo», la meta
más justa y noble de cuantos hemos sido elegidos para la sagrada
misión de velar por la humanidad doliente.

69
***
Se separaron. Aquel encuentro había sido muy provechoso.
Cuando se presentó Odayama, tres días más tarde, después de
haber visitado a su madre, en la Florida, le hablaron de aquel en-
cuentro.
Después de escucharles, Odayama les dijo:
—Quizás, ese encuentro con Nick, Brad y Geofrey, no sea tan ca-
sual como os figuráis. A veces el «Poder Medio» tiene métodos ex-
traños de hacer las cosas. Estoy por decir que ese encuentro no fue
todo lo casual que parece, aunque tanto a vosotros como a ellos os
parezca lo contrario.
—¿Qué quieres decir, Oda? —preguntó Sergio—. Fue casuali-
dad. Yo quise visitar el banco y...
—Bueno, dejemos eso ahora. Ni yo puedo explicároslo, ni voso-
tros podéis comprenderlo. Ahora, tenemos que marchar a Europa.
—¿A Europa? —exclamaron los tres a un tiempo.
—Sí. Habéis de plantar un árbol. Un granjero tiene que plantar
un árbol. Vosotros le induciréis a que lo haga.
—Pero ¿es que un árbol puede «desviar» o «influir» en una vi-
da? —preguntó Valentín, atónito.
—¿Y eso te extraña? ¿No fue un manzano, en el Paraíso, el que
torció el rumbo de la humanidad? ¿No fue un manzano, también, el
que dio a Isaac Newton la inspiración para descubrir la ley de la
gravitación universal? ¿Por qué el árbol que debe plantar el granjero
Reinard, en Francia, no puede servir para algo transcendental?
Las palabras de Odayama dejaron perplejos a los tres hombres.
—Sí. Nick tenía razón. A nosotros no nos está permitido juzgar
los hechos... ¡Hemos de obedecer!
Aquella tarde, el grupo se dirigió a Europa, en avión. En Vin-
cennes, el granjero Reinard plantó la semilla del nogal, cuya historia
habría de permanecer ignorada para Harry, Valentín y Sergio.
Luego, en una montaña, estuvieron «influyendo» en un alpinista
a dejar una roca en precarias condiciones. La roca habría de desplo-
marse, semanas después, sobre un camino, por donde había de pa-
sar un automóvil ocupado por un hombre.

70
Este hombre, al ver bloqueado el camino, retrocedería, daría un
rodeo y llegaría hasta un albergue. Allí conocería a una muchacha
suiza, de la cual se enamoraría y con la que terminaría casándose.
De tal matrimonio vendría un hijo al mundo... ¡Y tal hijo, Francis
Helmut Dograd, habría de dirigir, cuarenta años después, la Unión
Universal de Naciones!
Era curioso cómo el «Poder Medio» manejaba los hilos de las vi-
das, de la Naturaleza, tejía y destejía constantemente y no se le esca-
paba ni un solo cabo.
En el momento oportuno, exacto y conveniente, tres «Elegidos»
ejecutaban una misión, «induciendo» a alguien a que hiciera lo que
ellos, físicamente, no podían hacer. Los «Elegidos» se acercaban a su
hombre, se introducían en él, y luego salían sin saber siquiera cuál
fue el movimiento, la palabra o el pensamiento que habría de inter-
venir en el destino de alguien.
Era un juego extraño.
Y, sin embargo, Harry, Valentín y Sergio, a veces, intuían la fina-
lidad de lo que estaban haciendo. Sus constantes diálogos con Oda-
yama Arredia, la cual controlaba los efectos físicos de lo que les
mandaba el «Poder Medio», servía para interpretar y seguir, a veces,
no siempre, el objetivo.
Y de este modo, la comprensión, inteligencia y raciocinio de los
tres hombres que habían sido encargado de garaje, «sheriff» y em-
pleado de banca, se iba haciendo más perfecta. Aprendían con rapi-
dez, dado que ponían mayor inteligencia en sus actos. Comprendían
con más claridad, porque tres cerebros bien unidos son capaces de
triplicar la comprensión de uno solo.
Y, además, sin que se dieran perfecta cuenta, Odayama les ayu-
daba mucho.
Así, en París, evitaron la muerte de un hombre que se quería
arrojar desde la Torre Eiffel. Fue una lucha tenaz, dentro de la vo-
luntad inquebrantable del individuo, un banquero en quiebra que
temía la deshonra y la vergüenza, pero lograron hacerle desistir de
su absurda y cobarde idea.
Aquel hombre, Henri Marcois, debía seguir viviendo.
Su banco se restablecería, con ayuda de los acreedores. Volvería
a subir en la cotización, y se crearían fábricas que darían trabajo a
71
millares de obreros.
Una finalidad clara, a simple vista.
Mas no era así. Harry Robson, con una clarividencia maravillosa,
después de un año actuando al servicio del «Poder Medio», explicó
la verdad a sus compañeros:
—Henri Marcois no ha sido salvado, para que él, a su vez, ayude
a otros. Le estudié a fondo mientras estuve en él. Es un financiero,
¿verdad? Y cualquiera creería que su destino son las finanzas.
—¿Y no es así? —preguntó Sergio.
—Ni mucho menos. Henri Marcois tendrá en sus manos un pro-
yecto de mucha más importancia. Él tiene que vivir para que ese
proyecto llegue a sus manos, dentro de unos años... ¡Y ese hombre,
negándose a apoyarlo, evitará una sangrienta guerra!
—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Valentín, pese a que llevaba en
su propia mente el hilo de los pensamientos del otro.
—Por deducción eliminatoria. He profundizado en el subcons-
ciente de Henri Marcois. Allí alienta odio a las guerras. Y tendrá po-
der para evitar una.
—¡Eso no puede saberlo ni tú ni él! —manifestó Sergio, tajante.
—¡No seas así, Serg! Piensa. Hay que eliminar hipótesis. Es lo
único que podemos hacer: pensar. No nos cuesta esfuerzo. Y yo lo
hago.
—Tú lo haces, Valentín lo hace y yo lo hago... ¡Pero sólo tú das
con la verdad!
—No es que dé con ella —añadió Valentín, algo molesto—. Es
que dice dar con ella. Nosotros la captamos al mismo tiempo que él.
—Bien. Dejemos eso. Quizás es que yo deseo pasar al «Poder
Medio», como camino derecho hacia la cumbre.
—Sí, eso es. ¿A qué negarlo? —gritó Sergio.
—¿Y por qué razón he de ser yo quien aspire a eso, si vamos los
tres unidos? Vamos a ver, Sergio, defíneme las consecuencias que he
extraído de la salvación de Henri Marcois.
—Según tu hipótesis, el Banco Nacional de Francia estará dirigi-
do, dentro de unos años, por Marcois.
—Vas bien... Y no intentes saber por qué ni cómo. Sigue —le
alentó Harry.
—Habrá una ruptura comercial con África y Australia. Francia
72
se inquietará. El dinero perderá valor. Surgirá la amenaza de guerra.
Entonces, Marcois será nombrado Consejero de Estado y se le some-
terá un proyecto de represalias que rechazará.
—¡Exacto! —exclamó Harry.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Valentín.
—Pensando. Atando cabos, concentrándome. No me preguntes
cómo. Achácalo a intuición, a presentimiento; pero la verdad es me-
ridiana. Hemos evitado el suicidio de ese hombre para evitar una
guerra de incalculables consecuencias

73
IV
El caso más apasionante en que tomaron parte los elegidos del
grupo 31.014 —tal era el número que llevaban Harry Robson, Valen-
tín Lefranc y Sergio Preiss—, siempre acompañados por Odayama
Arredia, cuyas facetas parecían ser múltiples, presentándose siem-
pre con aspectos distintos, fue el del Profesor Hyatt Holmyard.
Habían recorrido los cinco continentes, aprendido, en un tiempo
increíblemente corto, una infinidad de idiomas y dialectos, conocido
a miles de hombres y mujeres, y efectuado estudios profundos tanto
en ciencias físicas, humanas, como naturales.
Y era lógico que así fuese, puesto que se introducían constante-
mente en personas distintas, aprendiendo en poco tiempo todo
cuanto supiera el individuo que intentaban «influir».
Poco a poco, pasando del primer período al segundo y por fin al
tercero, habían vivido intensamente una múltiple existencia, adqui-
riendo una firme y poderosa experiencia, llegando a saber de la vida
y los hombres mucho más de lo que ellos se habrían atrevido a sos-
pechar.
Eran superhombres, aunque carecieran de cuerpo humano.
Eran poderosos cerebros, clarividentes, telépatas...
Un día, cuando en la cuenta normal de sus vidas, les faltaban
unos meses para que los tres cumplieran los treinta años, Odayama
Arredia llegó con un lujoso automóvil a la granja abandonada en la
que se encontraban, cerca de Riverton, a orillas del Lago Winnipeg,
en Canadá.
Era primavera.
Harry, sentado a la puerta de la cabaña, contemplaba el lago
azul. Dentro, Valentín y Sergio conversaban en un tono bajo y acerca
de un tema, que tres años atrás les habría parecido insólito.
Al acercarse el automóvil, Harry se puso en pie.
Odayama se acercó, detuvo su auto y saltó a tierra. Venía vestida
con pantalones y chaqueta de lana, a cuadros, gorrito blanco y bu-
fanda. Canadá es un lugar frío, incluso en primavera.
—¡Hola, Harry! ¿Cómo estáis?
—Yo, contento de volver a verte, amor mío —replicó Harry, con
la familiaridad que el tiempo y el trato había creado entre ellos.

74
Odayama se le acercó y le besó, fraternalmente.
Valentín y Sergio salieron corriendo y abrazaron a la muchacha.
Eran incorpóreos, pero con ella sentían el contacto y el afecto. Los
tres querían a la chica.
—¡Qué suerte tenéis! —les dijo ella, al concluir los saludos—. Es-
táis como el día en que os conocí. En cambio yo... ¡Mirad, me han
salido arruguitas en los ojos! ¡El tiempo me va destruyendo!
—¡Pero si tienes el aspecto de una jovencita de veinte años! —
exclamó Sergio, el ahora menos tímido de los tres.
—¡Bah, adulador! Siempre serás igual... ¿Qué tal estáis aquí?
—Magníficamente. El paisaje es impresionante, y no sentimos el
menor frío —replicó Valentín.
—¿Sabes una cosa, Valentín?
—¿Qué?... ¡Ah, sí, Chris se ha casado con Johnny Hamon!
—¿Creí que no pensabas en ella?
—No, ya no me importa. Fue ella la que pensó en mí y su influjo
mental me alcanzó. Presencié su boda desde aquí. ¿Verdad, chicos?
—Sí. Ese Johnny Hamon parece un buen chico —insinuó Sergio.
—Trabajaba con su padre. Tenían un taller de reparaciones de
automóviles. Allí reparaba yo mi viejo «Buick». Johnny y yo éramos
muy amigos. Habíamos salido juntos muchas veces. Y bueno, a él le
gustaba Chris. Al faltar yo... ¿No era lógico?
—Sí, es lógico —afirmó Odayama, para añadir—: Bueno, ya te-
nemos otra misión.
—¿De qué se trata?
—Un apasionante asunto de espionaje internacional, como en las
películas, en el que hay envuelto un hombre de ciencia llamado
Hyatt Holmyard.
—He oído hablar de él —se apresuró a decir Valentín.
—Sí, es muy conocido. Sus descubrimientos en el campo de la fí-
sica electrónica y electroquántica le han dado gran prestigio. Es un
caso muy particular el suyo y por eso os han nombrado a vosotros
para este problema.
—¿Particular? —quiso saber Harry.
—Particularísimo. Con él han fracasado tres grupos de «Elegi-
dos».
—¿Fracasado? —exclamó Sergio, horrorizado—. ¡Eso es imposi-
75
ble!
—No habléis demasiado pronto. Hyatt Holmyard es un singular
hombre, de ciencia. Tiene medios revolucionarios en su laboratorio
como el de los rayos «vectores».
—¿Qué es eso?
—Ya lo veréis muy pronto. Uno de los inconvenientes con que
habéis de tropezar es la muerte.
Las palabras de Oyadama cayeron entre los tres hombres como
podía caer una bomba en un aula universitaria. La mayor consterna-
ción se produjo entre ellos.
—¿La muerte? —preguntaron a la vez.
—Sí, la muerte. El fracaso de los tres grupos de «Elegidos» se
debe a eso... ¡Han muerto!

***
Fue difícil reaccionar.
Hubieron de pasar minutos angustiosos, llenos de incertidumbre
y trastorno. ¿Cómo era posible que un ser sin cuerpo pudiera morir?
¿Qué fenómeno asombroso y esotérico se ocultaba tras la existencia
irreal de un «Elegido»?
—¿Tenemos cuerpo o no? —quiso saber Harry, que fue el prime-
ro en encontrar el uso normal de la palabra.
—Sí. Pero estáis en la dimensión cero. Pronto comprenderéis eso.
Ahora la cuestión es muy distinta. Hay que ir a la isla flotante de
«Jukkar».
—¿Y dónde está eso?
—En algún lugar del Océano Pacífico. Es una isla-laboratorio,
una especie de enorme barco, a donde sólo se puede llegar por mar
o en avión.
—Pues nosotros llegaremos —dijo Sergio, resuelto.
—Más despacio. Primero hemos de averiguar qué es eso de la
muerte —habló Harry, arrastrando las palabras—. ¿Qué te ha dicho
el «Poder Medio», Oda?
—Sólo que hay peligro de muerte y que tres grupos han fracasa-
do. Parece ser que altas corrientes inframagnéticas protegen el labo-

76
ratorio de Hyatt Holmyard. Al cruzarlas, los cuerpos inmersos en
dimensiones inestables, como vosotros, sois devueltos a vuestro es-
tado primitivo. En ese instante dejáis de ser invulnerables y os po-
dría afectar hasta un simple catarro, cuanto más una bala disparada
por los centinelas allí apostados.
—¡Diablos! ¿Vamos a volver a ser de carne y hueso durante esta
misión?
—Poco más o menos —fue la respuesta de Odayama.
—¡Ese Profesor Hyatt Holmyard es más sabio de lo que se supo-
ne!
—Eso nos tememos. El «Poder Medio» sospecha que Hyatt
Holmyard no es un hombre corriente. Su ciencia escapa a todo con-
trol, pues ha sabido aislarse de tal modo contra todo que ni siquiera
las potencias de La Tierra saben, exactamente, a qué se dedica.
»Ése es el motivo por el cual una legión de agentes secretos bus-
ca el modo de acercarse a él. Hay submarinos y técnicos rondando
su isla flotante. Hombres rana le asedian y le vigilan noche y día, y
todos esperan la ocasión de burlar su vigilancia.
—¿Cuál es la misión, concretamente? —preguntó Sergio.
—Introducirse en él. Nada más. Las instrucciones os serán dadas
por los comunicadores radiantes.
—¿Y cómo vamos a introducirnos en él, con esa fuerza infra-
magnética protegiéndole?
—Eso es cosa vuestra. Yo, en realidad, estaré allí.
—¿Vas a ir a la isla de «Jukkar»? —preguntaron los tres.
—Sí, estoy contratada por el ayudante del Profesor Holmyard.
Voy como secretaria de Thak Dumbura. Me haré llamar Sara Ste-
vens, norteamericana de veinticinco años, estenógrafa, soltera y afi-
cionada a la ciencia.
—¿Y nosotros? ¿Cómo iremos a «Jukkar»?
—Eso es lo que hemos de dilucidar. Mi avión partirá de San
Francisco dentro de una semana. Aterrizará en «Jukkar» y todos los
que vamos a bordo seremos controlados meticulosamente, hacién-
donos pasar a través de una cortina de rayos «vectores». Si vosotros
vinieseis conmigo, seríais descubiertos. ¿Qué se os ocurre?
—¿Cómo se emiten esos rayos inframagnéticos? —preguntó Va-
lentín.
77
—No lo sé.
—Debes averiguarlo. Estaremos en contacto mental. Tú has de
franquearnos el paso.
—¿Y cómo os acercaréis a «Jukkar»? ¡No hay líneas regulares de
navegación que pasen por allí!
—¿No has dicho que hay agentes vigilando? Esos agentes han
debido de llegar de un modo u otro... Y, si es necesario, iremos ca-
minando.
—¿Por el fondo del mar?
—Por donde sea. Pero iremos. Y estaremos al acecho para cuan-
do tú retires esa influencia inframagnética —terminó Harry.
—¿Y si no pudiera ser?
—Pues... Actuaremos como «Elegidos» de carne y hueso. ¿No es
esto lo que esperan de nosotros en el «Poder Medio»?
—Lo ignoro —contestó Odayama, displicente y nerviosa—. Se os
ha ordenado controlar al Profesor Holmyard... ¡Y se os advierte que
tres grupos han muerto!
»La ciencia de ese hombre es muy peligrosa.
—¿Es ciencia positiva o negativa? —preguntó Valentín.
—Lo ignoro. No sé nada.
—Está bien. Lo averiguaremos nosotros. Mucho me temo que
ese profesor sea un protegido del mal, con poder maléfico y supre-
mo, y sea preciso recurrir a extremos drásticos... No te preocupes,
Oda. Cumple tu cometido que nosotros cumpliremos el nuestro.
Después de repasar detenidamente el plan que debía llevar a ca-
bo, en el que estuvieron conversando por espacio de cinco horas,
Odayama se despidió de sus amigos.
Todo había quedado claro. No existía la menor duda.
¡Cumplirían las órdenes del «Poder Medio»!

***
Al subir al avión de despegue vertical y dirigirse al comparti-
miento de pasajeros, en donde había seis hombres y tres mujeres,
Odayama intuyó el peligro.
Un servidor de la vigilancia de «Jukkar» estaba en la puerta.

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Examinó sus papeles y los confrontó con otros que él tenía.
—¿La señorita Sara Stevens? —preguntó aquel hombre de rostro
inexpresivo, mirándola con ojos que parecían tener el poder de des-
nudarla.
—Sí. Soy la nueva secretaria del señor Dumbura.
—¿Ha estudiado usted hipnosis o telepatía?
—No. ¿Por qué me pregunta eso?
—Puro formulismo. Pero le advierto que debe decir la verdad. A
nuestra llegada a «Jukkar» será sometida a una prueba.
Un miedo cerval se apoderó de la muchacha. Empero, con un es-
fuerzo sobrehumano, logró dominarse. Y sonrió.
—Pueden someterme a las pruebas que consideren oportunas.
He dicho la verdad. Y, dígame, ¿a qué obedece esa rareza?
—Ya le fueron expuestas las razones en las bases del contrato.
Bajo ningún concepto puede revelarse lo que vea u oiga en «Jukkar».
Nosotros nos cuidamos que no lleve ningún radioemisor. Pero tam-
poco puede transmitir ideas a distancia.
—¿Ha ocurrido eso anteriormente?
—Si. La secretaria de Thak Dumbura, precisamente, era telépata.
—¡Asombroso! ¿Y la descubrieron?
—Sí.
—¿Qué fue de ella? ¿La despidieron?
—Se le aplicó la Regla 4ª—contestó, secamente, el servidor.
Odayama había leído las reglas del contrato. La cuarta era signi-
ficativa: «El contratado renuncia a los fueros y leyes de su país para
someterse a los de «Jukkar», los cuales no podrán ser rebatidos por
las leyes internacionales».
«Jukkar» era un mundo aparte, creado por Hyatt Holmyard en
su isla flotante, donde era señor de vidas. El contrato firmado por
Sara Stevens era por cinco años, durante los cuales tenía que vivir en
«Jukkar» y respetar las leyes allí existentes. Al finalizar el contrato,
Odayama podría rescindirlo, percibiendo cinco millones de dólares,
y sería devuelta a los Estados Unidos. Si quería continuar en «Juk-
kar» por otros cinco años, al final, recibiría quince millones.
En caso contrario, sería sometida a un «borrador mental», en
donde olvidaría todo cuanto había aprendido allí.
Esto era lo que Hyatt Holmyard ofrecía y exigía a todo el que
79
quisiera trabajar con él, siempre y cuando tuviese las debidas apti-
tudes. Cinco o diez años de servicio en «Jukkar» convertían en mi-
llonario a una persona.
Con tales sueldos, Holmyard pretendía ganarse la fidelidad de
sus servidores y colaboradores, sin distinción de clases. Pero, si al-
guno intentaba traicionarle, burlando alguna de las normas del ex-
tenso contrato, podía hacerle desaparecer.
Con estos pensamientos en la cabeza, Odayama fue a ocupar su
asiento en la cabina de pasajeros. Había visto la carga que el avión
llevaba para «Jukkar». Alimentos, material científico, maquinaria y
herramientas. También vio los uniformes negros de los servidores
del avión y de los pilotos.
Eran trajes ajustados, que moldeaban extremadamente el cuerpo,
y que llevaban un distintivo en el pecho, sobre el corazón, con un
nombre y un número.
El servidor que habló con ella, a su llegada, llevaba el número 38
y el nombre de «Flak». Era un sujeto frío, tajante, no mayor de trein-
ta y cinco años... ¡Un perfecto guardián!
En «Jukkar», a excepción de Holmyard y sus colaboradores más
íntimos, ningún servidor pasaba de los cuarenta años. Así estaba es-
tipulado en el contrato.
Odayama se sentó junto a un joven, de aspecto nervioso, euro-
peo, al parecer, pero que hablaba bastante bien el inglés.
—Éste es mi asiento. Me llamo Sara Stevens.
—Sí, siéntese. Yo soy Wladimir Gorenko, físico.
—¡Oh, qué interesante! ¿Ha huido de Rusia?
—No, nada de eso. Mis padres huyeron de allá hace diez años.
Yo huyo ahora de mis padres. Quiero mi propia libertad.
—¡Pues mal sitio ha elegido para ser libre, Wladimir! —repuso
Odayama, irónica.
—Sólo quiero aprender. Luego, con el dinero que gane, crearé mi
propio laboratorio de física.
—¿Y a imitar al Profesor Holmyard?
—Sí, él me ha dado la idea.
—Lo malo es que cuando abandone «Jukkar» no podrá llevarse
ningún conocimiento adquirido allí.
—Serviré bien a Holmyard.
80
—¡Preparados! —habló una voz por un oculto altavoz—. Vamos
a despegar. Desde este momento empiezan a regir los contratos fir-
mados. Dependen ustedes de «Jukkar».
Odayama tuvo la sensación en aquel momento de haber vendido
su alma al diablo... ¡Y estaba segura de que tendría que pagar, a me-
nos que ocurriera un milagro! Pero no podía hacer nada. Era preciso
seguir adelante hasta el fin.
Y si la muerte la sorprendía, como 38-Flak le dio a entender que
sucedió con su antecesora, otra mensajera de los «Elegidos», sabría
resignarse. Un ineludible deber la empujaba.
—¿Cómo es «Jukkar»? —preguntó a su compañero de asiento.
—No lo sé. Una isla, una plataforma flotante, un mundo perdido
en medio del Pacífico... ¿Qué más da? —contestó el ruso—. Yo sólo
deseo riqueza y poder.
—¿Es usted comunista?
—¡Nunca! —replicó Wladimir, tajante.
Interiormente, Odayama estaba disfrutando. Su compañero de
viaje hablaba como un muchacho excéntrico. Pero ¡ella estaba le-
yendo en su mente, y sabía que era un espía soviético, enviado a
«Jukkar» con la misión de conseguir información y escapar luego
hacia un submarino que le aguardaría en aguas próximas a la isla
flotante de Hyatt Holmyard!
¿Qué ocurriría si Wladimir Gorenko era descubierto, lo que, sin
lugar a dudas, ocurriría a su llegada?
Sin embargo, Odayama estaba más preocupada por ella misma
que por el ruso. Creía encontrarse en el interior de un túnel, a cuyo
extremo se encontraba la muerte, esperándola.
¿Lograría burlar a la muerte?

***
«Jukkar» era un complejo técnico que en nada se parecía a un
barco y sí mucho a una enorme concha flotante, llena de mirillas,
con una especie de plataforma circular, de más de doscientos metros
de diámetro, y con varias entradas a su interior, completamente
herméticas.

81
Era difícil entrar o salir de allí. Además, «Jukkar» tenía la pecu-
liaridad de poderse sumergir y posarse, si Hyatt Holmyard lo
deseaba, en el fondo del océano.
Allí dentro vivían más de trescientas personas, todos servidores
del Profesor Holmyard.
¿Quién era, realmente, aquel hombre?
Odayama Arredia habría de saberlo pronto. ¡Antes de lo que es-
peraba!
El avión de despegue vertical en el que viajaba la mensajera del
grupo de «Elegidos» 31.014 se acercó a la superficie metálica de «Ju-
kkar» y se posó suavemente en ella. Al mismo tiempo, periscopios
ocultos, en el mar, enfocaban la nave.
Los agentes secretos de las grandes potencias estaban al acecho,
aguardando siempre. Ahora, sin embargo, uno de aquellos agentes
llegaba a «Jukkar», en compañía de Odayama Arredia, la cual a su
vez era agente de una organización mucho más perfecta que la de
todos los gobiernos de La Tierra, ¡y más que la del propio Profesor
Holmyard!
Al descender del aparato, que se había hundido dentro de una
nave de techo curvo, dentro de la isla flotante, Odayama se encontró
ante una especie de comisión de hombres vestidos de negro, todos
con su escudo en el pecho y su nombre y número.
Con ella descendieron Wladimir Gorenko y los otros pasajeros,
los nuevos sirvientes.
—Alíniense, por favor —habló con voz hueca, uno de los servi-
dores de «Jukkar».
Odayama y sus compañeros obedecieron, situándose en fila. El
hombre que había hablado pasó ante todos ellos, llevando en la
mano un objeto extraño que dirigió a las cabezas de todos.
De aquel modo, se detuvo ante Odayama, ante Wladimir y ante
otro sujeto. Luego, se volvió a sus seguidores y les dijo:
—Llevad a los tres indicados a la Cámara Once.
Odayama comprendió al instante que el hombre había adivina-
do quién era. No hizo nada, sin embargo. Ella sabía que Wladimir
Gorenko era un agente secreto soviético; y supo también que el otro
individuo, señalado por el receptor, como ella, era un agente norte-
americano.
82
En un instante, se vieron rodeados por seis hombres armados
con armas modernísimas que, sin decirles nada, les condujeron ha-
cia una puerta. Ésta se abrió y se encontraron en un pasillo. Avanza-
ron por él, descendieron en una especie de ascensor y, al detenerse
éste, salieron a otro pasillo en donde había varias puertas metálicas
a derecha e izquierda.
Allí, sin explicación alguna, Odayama fue encerrada en un pe-
queño cubil, en donde había una silla.
Luego, la puerta se cerró silenciosamente a su espalda. El más
absoluto silencio la envolvió.
«No he podido engañarlos, pensó. Me han detectado. Tienen
medios poderosos para controlar mi mente. ¿Qué harán ahora con-
migo? ¿Me matarán como hicieron con las otras?... ¿Por qué? ¿Qué
hace el «Poder Supremo» y el «Poder Medio» que permiten esto?»
Odayama había de seguir durante varias horas pensando en su
situación, ignorando que una máquina singular estaba recogiendo
sus pensamientos a través del techo de su celda.
Pensó en los «Elegidos», quienes no podrían realizar su plan;
pensó en su fracaso y en su próxima y probable muerte. Pero en
ningún momento se desesperó ni perdió el ánimo. Sabía que estaba
cumpliendo una misión sagrada e importante y que ni la muerte de-
bía asustarla, mucho menos inducirla a renunciar.
Al fin, la puerta se abrió y apareció un hombre que llevaba una
bata blanca sobre el atuendo negro y ajustado de su cuerpo.
Entró, deteniéndose frente a Odayama, y la puerta se cerró in-
mediatamente a sus espaldas.
—Me llamo Thak Dumbura, señorita Arredia—dijo aquel hom-
bre, gravemente.
—Mi nombre es Sara Stevens. He venido aquí para... —empezó a
decir ella.
—No mienta, se lo ruego. Es inútil —la interrumpió fríamente
aquel hombre—. Sé perfectamente quién es usted y a qué ha venido.
Ha sido muy ingenua.
—¿Qué quiere decir?
—Poseemos medios científicos muy poderosos. Su mente es co-
mo un libro abierto para nosotros. Es usted una enlace entre el «Po-
der Medio» y un grupo de «Elegidos», el 31.014, concretamente, que
83
espera la ocasión de penetrar aquí. Usted debía desconectar los cir-
cuitos del campo inframagnético y darles entrada... ¡Pero eso es so-
ñar despierta!
Odayama no replicó. Thak Dumbura estaba enterado de todo.
¿Cómo era posible? Y, sin embargo, ella no podía penetrar en la
mente de aquel hombre.
—Sólo le ofrezco un camino, señorita Arredia. ¿Quiere usted vi-
vir, no es así?
—Quizás.
—Si lo desea de verdad, podrá cumplir el contrato por el cual es-
tá aquí. Pero habrá de ser sometida a tratamiento. Escaseamos de
personal, como ya sabe, y por eso habremos de «desmemoriarla».
¿Me entiende?
—¿Me convertirán en un ser sin voluntad?
—No, nada de eso. La haremos olvidar su pasado. Borraremos
los vínculos que la unen al exterior y la utilizaremos como hemos
utilizado a otras tres enlaces como usted.
—¿No fueron muertas?
—Nada de eso. Mi jefe, el Profesor Hyatt Holmyard, no es parti-
dario de la violencia. Es un hombre de ciencia, muy docto y sabio, y
sabe de las mezquindades humanas. Por eso está aquí, protegido
por los suyos. Él sabe muchas cosas que otros ignoran... ¡El mundo,
mi querida señorita, es una máquina muy complicada, en donde se
combinan muchos intereses antagónicos!
»El profesor Holmyard ha preferido apartarse de ese mundo y
vivir aquí, donde todo cuanto investiga y estudia no trasciende al
exterior.
»Él es americano, como usted bien sabe. Y tenía la ilusión de
crear, en bien de la humanidad. Sus descubrimientos e invenciones,
en el campo de la física electro-quántica, le han hecho ver que la
mayor parte de la humanidad doliente no merece los desvelos de
hombres como él. Está desengañado de los hombres, algunos de los
cuales le han desprestigiado, intentando calificarle de loco.
«Intereses mezquinos, sin duda. Envidias de otros hombres de
ciencia, celosos de sus éxitos. Pero, al mismo tiempo, era preciso
guardarse de intrigas, de políticos, de financieros sin escrúpulos...
»Y por eso estamos aquí. Tenemos dinero, muchísimo dinero,
84
para pagar todo esto. Tenemos medios para detectar hasta a los es-
pías que nos acechan... ¡E incluso dominamos las dimensiones sub-
cero, en donde se mueven los «Elegidos»! Le sorprende esto, ¿ver-
dad? A menos que un individuo esté realmente en dimensión distin-
ta, inmerso en otro mundo y estado, nosotros tenemos medios para
detectarle. Mejor dicho, para descubrir su presencia. A nuestros
ojos, un «Elegido» aparece con su atuendo plateado, lo vemos, po-
demos tocarlo, ¡incluso matarlo!
—Como han hecho con nueve hombres, ¿no es así?
—Cierto. Han sido eliminados. Una descarga de radiación irídi-
ca acabó con ellos. Y no nos culpamos de su exterminio. En primer
lugar, sus designios eran malévolos; en segundo lugar, ya estaban
muertos.
»¡Un «Elegido» no es un ser humano!
—¡Es un ser superior, con un destino superior! —exclamó Oda-
yama, con pasión.
—En su concepto, quizás. No en el nuestro. Tanto Hyatt
Holmyard como yo, y todos los que trabajamos aquí, sabemos que
esos espectros plateados del más allá obedecen a alguien ciegamen-
te, sin detenerse ante nada, matando si es preciso, con tal de cambiar
el curso de la historia... No me diga que no, pues estamos muy bien
enterados. Hemos podido, gracias a Dios, estudiarlos bien... ¡Y pron-
to estaremos en condiciones de destruir completamente ese imperio
invisible!
—¡Jamás lo conseguirán!
—Le aseguro a usted que se equivoca, señorita Arredia —replicó
Thak Dumbura, muy firme y convencido.
Era un hombre delgado, pálido de rostro y llevaba gafas sin
montura. Su porte era altivo y sus ademanes enérgicos, seguro de sí
mismo.
Odayama tuvo la impresión de hallarse ante el tipo de hombre
de ciencia alemán que sirvió al Tercer Reich durante la II Guerra
Mundial. Un «nazi» puro, un fanático.
—Ahora, le ruego que se someta voluntariamente a la «desme-
morización».
—Un momento —habló Odayama, influida por una orden que le
llegó del más allá—. Antes de someterme a eso, tengo algo que decir
85
al Profesor Holmyard.
—No puede usted verle. Está en su laboratorio.
—Es importante lo que tengo que decirle —reiteró Odayama.
—Dígamelo a mí y le transmitiré su mensaje.
—¡No, es personal!
—¿Quién lo envía?
—No lo sé. Pero él debe saberlo cuanto antes.
Thak Dumbura pareció perder, de pronto, su arrogancia. Miró
con fijeza a Odayama y luego dijo:
—El Profesor Holmyard está escuchando esta conversación...
Que él responda.
Odayama miró en derredor, sin sorpresa. Del techo, a través de
invisibles agujeros, le llegó la contestación de Hyatt Holmyard:
—Hable usted, señorita Arredia. Yo la escucho. —Era una voz
suave, dulce, casi melosa.
—Lo siento, profesor. El mensaje debo dárselo personalmente.
Directamente a usted, cara a cara... ¡Hay involucrado en ello algo
que parece dudar de la verdadera existencia de usted!
—¿Qué quiere decir, señorita Arredia? —preguntó Thak Dum-
bura, visiblemente alarmado.
—Quiero decir que el «Poder Medio» duda de la existencia del
Profesor Holmyard... Más bien parecen creer que el Profesor
Holmyard ha muerto, y un poderoso ser transmutable ocupa su
puesto.
—¿Cómo se atreve a...?
—Tráela a mi presencia, Thak —habló la voz suave del profesor,
a través del techo—. Sé que en ella no hay ningún «Elegido». No hay
peligro alguno... ¡Será interesante averiguar lo que opina de mí él
«Poder Medio»! ¡Hazla venir!
Thak Dumbura retrocedió y salió de la celda de Odayama.
—Salga.
Ella obedeció, viéndose rodeada por dos hombres vestidos de
negro que llevaban curiosas armas.
—Sígame —ordenó Thak.
Avanzaron por el pasillo. Odayama iba detrás de Thak, serena,
segura de sí misma. Estaba tranquila y confiaba en el éxito, porque
se había producido un extraño cambio en ella.
86
¡Estaba segura de que Harry, Valentín y Sergio se encontraban,
por vez primera, dentro de ella misma!
No comprendía cómo podía ser, pero lo sabía. ¡No estaba sola!
¡Un asombroso cambio acababa de producirse!

87
LIBRO TERCERO
«El hombre moderno ha puesto su cono-
cimiento fuera de sí mismo, en el mundo que
el contiene y del cual no es más que una ín-
fima parte y una producción efímera. El
hombre, desde hace un siglo, ha emprendido
un inmenso trabajo de transformaciones arti-
ficiales de las que no se pueden prever los lí-
mites ni las consecuencias.
Paul Valéry

I
Un intenso foco de luz blanca y fría, surgiendo del techo, de un
círculo de cristal, envolvía al Profesor Hyatt Holmyard, cayendo so-
bre su cabeza. Aquella luz, de la tonalidad que da el vapor de mer-
curio, pero de una potencia luminosa mucho mayor, era como un
escudo.
El propio Holmyard conocía sus efectos y lo había llamado rayos
«vectores». Ningún cuerpo, visible o invisible, material o inmaterial,
podría atravesar la coraza de luz en la que se envolvía el famoso
hombre de ciencia.
Odayama Arredia, al entrar en la sala ocupada sólo por el profe-
sor y su extraña coraza lumínica, parpadeó, repetidas veces. No po-
día resistir aquella luz, potente como el sol.
Thak Dumbura, a su lado, sonrió y dijo:
—Póngase usted las gafas negras, señorita Arredia. —Al decir
esto, había tomado unas gafas de oscuro cristal, de un anaquel que
había junto a la puerta, y se las tendía a Odayama.
Ésta obedeció.
Y, al mirar de nuevo, hacia el centro de la sala, vio al Profesor

88
Hyatt Holmyard como si estuviese metido dentro de un tubo de
cristal luminiscente.
Dumbura también se puso otras gafas y acompañó a Odayama
hasta su jefe, diciendo:
—Una fuerza de rayos «vectores» le protege. Nada ni nadie
puede penetrar en él.
—¿Qué tal está usted, señorita Arredia? —habló el Profesor
Holmyard.
Antes de responder, la muchacha contempló al famoso hombre
de ciencia. Era exactamente igual a las fotografías que había visto de
él. Alto, ligeramente encorvado, rostro alargado y ojos pequeños,
protegidos tras gafas de gruesos cristales. Representaba unos sesen-
ta años, tenía el cabello corto y cano y sonreía amablemente.
Odayama, sin embargo, sabía que tras aquella sonrisa de amabi-
lidad se ocultaba un hombre que no vacilaba ante nada con tal de
proteger lo que él llamaba «intereses de la ciencia moderna».
—Bien, Profesor Holmyard —habló Odayama, muy grave.
—¿Cuál es el mensaje que tiene usted que darme? Ya ve que no
temo a los extraños poderes que usted representa. Esos seres del in-
framundo que la mandan deberían renunciar a fiscalizar mis asun-
tos.
—Profesor, se le ha condenado a muerte —dijo Odayama.
El hombre de ciencia sonrió con cierta tristeza.
—Estoy condenado desde que nací, señorita. De la muerte no se
escapa nadie. Y si ése es el mensaje que le han ordenado transmitir-
me, hemos perdido el tiempo. La muerte no me asusta en absoluto...
¡Nada! ¿Comprende?
—Usted podía morir más tarde, a su debido tiempo. Ahora, sin
embargo, deberá dejar este mundo antes de hora.
—¡Qué tontería! —exclamó Hyatt Holmyard, acentuando su
sonrisa—. No tienen ustedes poder para quitar una vida... ¡Y menos
la mía! He sabido protegerme.
—Debo decirle —continuó Odayama— que no somos nosotros
quienes le hemos sentenciado. Son los gobiernos de La Tierra. Re-
presenta usted una amenaza para ellos. En estos momentos se pre-
para un bombardeo atómico de esta isla flotante. Le arrojarán un
proyectil de cabeza atómica y le destruirán.
89
—No pueden hacerlo. El muro de protección inframagnético que
nos envuelve haría estallar cualquier artefacto que pretendan lan-
zarnos. Además, no creo que lo hagan. Nosotros no representamos
ninguna amenaza para nadie. Vivimos aislados, pero nuestras inves-
tigaciones son beneficiosas para todo el planeta.
»Escuche, señorita Arredia. Yo sé lo que ocurre en este mundo.
Hay demasiados intereses, de los cuales me he desligado hace tiem-
po. Yo me inicié en la Universidad de Columbia. Mis descubrimien-
tos los ofrecí a las academias de ciencia y por eso me concedieron
premios y galardones. Pero pronto me convencí de que las envidias,
los celos, las mezquindades y las ansias de poder de algunos estaban
malogrando mi labor.
»Lo que yo hacía no era utilizado en bien de todos, sino en el de
unos cuantos. Esto me convenció de que debía trabajar sólo en bien
mío, y sería yo quien utilizase en beneficio propio todo el fruto de
mi trabajo.
—Al «Poder Medio» le parece eso muy bien, Profesor Holmyard
—contestó ella—. Pero usted sabe perfectamente que tiene hombres
a su alrededor que, a su muerte, lucharán para heredar su ciencia.
Eso es lo que tememos. Todo cuanto usted ha hecho caerá en manos
de gentes desaprensivas y las consecuencias serán catastróficas.
—¡Explíquese mejor! —ordenó Holmyard.
—Lo haré. Así me lo han ordenado. Usted no puede adivinar el
futuro. Nosotros, sí. Sabemos lo que va a ocurrir cuando usted mue-
ra.
—Si a nuestro querido Profesor le sobreviniera la muerte, y Dios
no lo quiera, yo le sustituiría —intervino Thak Dumbura, mirando a
Odayama.
—Así está previsto. Mi labor no puede ser interrumpida, señori-
ta. Nosotros somos rígidos y sabemos protegernos del enjambre de
espías que nos acechan. Eliminamos a los que nos estorban, como
hace cualquier gobierno en La Tierra, y no tenemos prejuicios de
ninguna índole.
»Mi ayudante me sustituirá cuando yo muera. A él le sustituirá
el suyo. No hay temor de que «Jukkar» zozobre en la anarquía, a mi
muerte. Yo he establecido las normas. Se respetarán.
—¡Se equivoca usted, profesor! —exclamó Odayama, con calor—
90
. A su muerte, vendrán las disidencias. Habrá rebelión, encono,
odio... ¡Serán varios los que querrán heredarle!
Esta vez, Hyatt Holmyard no contestó al pronto. Su rostro estaba
algo sombrío y parecía reflexionar. Cuando habló, dijo:
—Me consta que saben ustedes cuál será el provenir. Tienen
medios sobrados para saberlo. Y eso me preocupa. En realidad, no
debería hacerlo, porque una vez yo haya muerto, lo que ocurra en
«Jukkar», y en el Universo entero, me tendrá sin cuidado.
«Sin embargo, señorita, soy humano y me repugna la idea de ver
que mi trabajo cae en manos desaprensivas. Creo que estudiaré el
modo de que eso no ocurra.
—Usted fue «Elegido», Profesor Holmyard —declaró Odayama,
seriamente.
Esta declaración hizo retroceder un paso al aludido y varios a su
ayudante Dumbura.
—¿Que yo fui elegido? —preguntó Holmyard, atónito.
—Sí, eso me han facultado para decirle. Y, por muy asombroso
que le parezca, es cierto. Cuando usted tenía veintisiete años, se le
«eligió» en 1942 y actuó particularmente en las experiencias de Enri-
co Fermi, así como en algunos relevantes hombres de la política nor-
teamericana para realizar el primer ensayo de la bomba atómica.
»¿No recuerda el Proyecto «Manhattan»?
—Sí, pero... ¡Eso es imposible! ¡Yo no fui «Elegido»! —exclamó
Holmyard—. Estoy vivo. Soy humano, de carne y hueso...
—La misión que encomienda el «Poder Medio» se cumple. Pro-
fesor —continuó Odayama, impertérrita—. Y a usted no se le desig-
nó para cumplir una misión en el «Poder Medio»... ¡Se le devolvió a
la existencia real para que pudiera realizar esta labor!

***
—¿Has oído eso, Harry?
—Sí, Sergio. ¿Crees que soy sordo?
—¿Y qué opinas? —preguntó Valentín.
—Jamás hubiese creído que fuese posible.
—Empiezo a sospechar que no hay nada imposible. Somos

91
miembros de un imperio con poder absoluto. Quizás sea ésa la ex-
plicación que yo estaba buscando hace tiempo.
—¿Sobre lo que ocurre a los que no pasan a formar parte del
«Poder Medio»?
—Sí. Creo que son devueltos a la vida normal.
—¿Bajo qué aspecto?
—Eso lo ignoro. Quizás reencarnemos en algún hombre de nues-
tra edad, quizás «volvamos a nacer», no lo sé. Pero Oda no miente.
Los comunicadores radiantes están funcionando. Por ella habla el
«Poder Medio».
—¿Y qué os hace pensar eso?
—Mucho, Harry. Yo, por ejemplo, te cedería el derecho de pasar
a ese estado superior que representa formar parte del «Poder Me-
dio». ¡Incluso podrías llegar a ser miembro del «Poder Supremo»!
Hemos actuado bien. Sólo hemos de resolver este caso y, dentro de
unos meses, habrá terminado nuestro tercer período.
—¿Te gustaría volver a la vida real, Sergio?
—Sí, creo que sí... En caso de que...
—Yo también la quiero, Sergio —dijo Harry.
—Una difícil papeleta —intervino Valentín—. Yo puedo renun-
ciar a Oda. No me importa lo que sea de mí. Si paso al «Poder Me-
dio» bien, y si no, me da igual. Aunque me gustaría saber lo que va
a ocurrir ahora.
—Sí, esto nos interesa más a todos. Debemos dejar a Oda y pene-
trar en Hyatt Holmyard. Hasta ahora, todo ha ido bien. Hemos des-
cubierto a Oda para llegar hasta él. ¿No la perderemos y nos perde-
remos nosotros?
—Hemos de cuidar de que no nos lancen una descarga de radia-
ción irídica. Sería fatal.
—¡Tan fatal como que aquí terminarían nuestras inquietudes! —
finalizó Harry.

***
—¡Eso es falso! —exclamó el profesor Holmyard—. Tengo con-
ciencia clarísima de toda mi vida. Recuerdo mi infancia, mi juventud

92
y mi madurez. Siempre fui yo mismo.
—Se equivoca. Sufrió un período de inmersión en las dimensio-
nes subcero y actuó, durante aquellos tres años de la guerra, en mi-
siones de coordinación científica. Se reveló como un genio de la físi-
ca, ayudando a crear la fisión atómica, con lo que la guerra se acabó
bruscamente, cuando podía haber durado algunos años más, y qui-
zás hubiese sido la catástrofe mayor de la historia, porque hubo po-
líticos que pensaban en la alianza ruso-japonesa para aniquilar a los
Estados Unidos.
»Y, si eso hubiese ocurrido, otra sería la historia de la humani-
dad actual.
Thak Dumbura continuaba retrocediendo, de sorpresa en sor-
presa.
En medio de los rayos «vectores», Hyatt Holmyard también se
sorprendió de las palabras de Odayama.
—¿Qué ocurrió, pues?
—Usted cumplió maravillosamente, profesor. Cambió el curso
de la historia. Japón se rindió antes de que pudiera aliarse a la
Unión Soviética. Pero admita una verdad incuestionable. El Japón
no estaba vencido cuando Alemania fue vencida. América y Rusia
son antagónicas, aún lo siguen siendo, aunque durante aquella gue-
rra fuesen aliados.
»Y yo creo que hizo usted mejor labor como «Elegido» que, pos-
teriormente, como hombre de ciencia.
—Si fuese cierto... Pero ¿qué pruebas tiene usted?
—El «Poder Medio» le ha enviado tres grupos para «influirle».
Hay que evitar que, a la desaparición material de usted, en «Jukkar»
se produzcan disensiones. Sabemos que ocurrirá. Controlamos el
porvenir, conocemos el futuro y lo arreglamos.
—¡A conveniencia de esos seres extraterrestres que pretenden
gobernarnos! —exclamó Thak Dumbura—. ¡Y no lo permitiremos,
profesor Holmyard!
—¡Aguarde usted, Hyatt! —atajó el científico inmerso en el foco
de luz fría—. No le he dado permiso para marcharse aún.
—¡Debemos librarnos del influjo de esta mujer! —exclamó
Thak—. Hemos de hacer con ella lo mismo que con los dos espías.
—¡No, aguarde!
93
—No aguardo más. Le veo vacilar, profesor. Temo que le con-
venzan... ¡Y todo se habría perdido! ¡Yo debo ocupar su puesto de
usted, cuando muera! ¡No quiero perder lo que tanto esfuerzo me ha
costado, después de renunciar a mi libertad y a mi fortuna!
—¡Le ordeno que se quede, Thak!
—¡No obedeceré más!
Thak Dumbura casi había llegado a la puerta de la sala, con
ánimo de salir. Odayama comprendió que aquel hombre no debía
salir, y saltó hacia él, sujetándole.
En circunstancias normales, Thak se habría librado de ella fácil-
mente. Pero tres hombres estaban dentro de Odayama. Tres volun-
tades se unieron a la de la muchacha.
Y una zancadilla, mezcla de «judo» y «greco-romana», vertigino-
sa y decisiva, dieron con Thak Dumbura en el suelo.
Quiso levantarse, pero Odayama le sujetó, pisándole el rostro
con la planta del pie.
—¡No saldrá de aquí!
El profesor Holmyard, ante la evidente insubordinación de su
ayudante, abandonó la protección del foco «vector», y corrió hacia
Odayama y el caído Thak.
¡Aquél fue el momento propicio para que Valentín, Sergio y Ha-
rry abandonasen a Odayama y se hicieran cargo del hombre que ha-
bían venido a buscar!
Sin protección, Holmyard pudo ser «ocupado». Ahora, no ten-
dría más remedio que obedecer. ¡Había perdido la partida! La «in-
fluencia» del «Poder Medio» estaba en él.
—¿Qué te propones, estúpido?
—¿Por qué ha abandonado usted el foco, profesor? —preguntó
Thak, empezando a levantarse.
—¡Por tu culpa!
—¡No debió usted entrevistarse con esta mujer! —continuó Thak
Dumbura—. Debí suponer que le convencería... ¡Es una patraña lo
que le han contado!
—Pero ¡tú te has revelado como un amigo desleal! —replicó
Holmyard—. ¿Cuál era tu propósito?
—¡Destruir a esta mujer, apartar su peligrosa influencia de us-
ted! ¡Ahora ya es tarde...! ¡Ha dejado su protección!
94
—Escuche, profesor —intervino Odayama, encarándose con el
viejo hombre de ciencia—. Es mejor así, créame. Este hombre, en el
que usted ha puesto su confianza, no la merecía. Él ambiciona el po-
der de la técnica de «Jukkar» para adueñarse del mundo. Hay aquí
medios que vencerían a todos los ejércitos... ¡Y él esperaba su mo-
mento oportuno para...!
—¡Cállese, necia criatura! —rugió Thak, furioso, intentando aba-
lanzarse sobre Odayama.
Holmyard, con la ayuda de Valentín, Sergio y Harry, contuvo a
Thak, diciéndole:
—Sosiégate, Thak. Esto puede arreglarse.
—¡Ya es tarde! ¡Suélteme, viejo estúpido!
Demudado el rostro, Hyatt Holmyard dejó a Thak, cuando ya
Odayama se había puesto fuera de su alcance. La comprensión se
revelaba, como si se hubiese quitado una máscara, en el semblante
del viejo científico.
—¿Es cierto, pues, Thak? —preguntó, con voz trémula—. ¿Te-
nían ellos razón?
—¡Es usted un iluso, profesor! —rugió Thak—. Y ¿qué se creía?
¡Renuncié a mi trabajo para venir a esta isla absurda! ¡Invertí aquí
gran cantidad de dinero, procedente de la compañía para la cual
trabajo en realidad!
—Thak Dumbura es miembro del Consejo Directional de la más
nefasta compañía financiera que existe en el mundo, profesor —
declaró Odayama—. ¡La NASC tiene incluso asesinos a sueldo y un
ejército de agentes sin escrúpulos que socavan los cimientos de las
economías! ¡Aquí han invertido millones de dólares para hacerse
con el poder absoluto en América!
—Está muy bien enterada, señorita. ¿Quién le informa?
—Hace un instante ignoraba yo todo eso. Habla por mí el «Poder
Medio», que todo lo sabe... Y puedo decirle que sus planes se malo-
grarán.
—¡Jamás! —rugió aquella fiera fanática—. Tengo la fuerza en
«Jukkar». ¡Ahora lo verán!
De un salto, Thak se dirigió a la puerta y la abrió. Fuera, apare-
cieron media docena de hombres vestidos de negro. Eran los servi-
dores de la guardia.
95
Hyatt Holmyard, dándose cuenta de aquella traición, compren-
dió que sólo tenía un recurso. Y retrocedió, con ánimo de alcanzar el
foco de luz fría, dentro del cono de rayos «vectores» donde había
estado antes.
—¡Matadles! —gritó Thak, a la guardia.
38-Flak, que estaba allí, levantó el arma que empuñaba y opri-
mió el disparador, hacia la espalda del profesor Hyatt Holmyard.
La descarga irídica no alcanzó al hombre hacia el que iba dirigi-
da, pero sí llegó hasta el cono de luz, produciéndose un centelleante
fogonazo, y la luz se apagó bruscamente.
La sala quedó a oscuras, a excepción de la amortiguada luz que
penetraba por la puerta abierta, y que hubiese sido mayor de haber-
se apartado del dintel los seis guardianes que pugnaban por entrar.
El llamado 38-Flak, después de haber efectuado el disparo de su
extraña arma de rayos irídicos, rugió:
—¡Dejadme entrar, estúpidos!
Por su parte, Thak Dumbura también pretendía salir, con lo que
se originó una breve confusión, que fue aprovechada por alguien
que no estaba visible, para actuar con una celeridad increíble.
Fue Valentín, «influyendo» al profesor Holmyard, quien indujo
a éste a tomar del brazo a Odayama y llevarla hacia donde había es-
tado el rayo de luz fría.
Allí, de pie, los dos, el suelo se hundió de pronto, y fueron a ser
depositados en una cabina de aire renovado, en donde había una
mesa de trabajo, papeles, dos sillones y algo parecido a un radio-
emisor.
El techo se cerró en el acto sobre ellos y Holmyard dijo:
—De momento, los hemos burlado... No entenderé nunca cómo
ha podido fallar el disparo de radiación irídica. ¡Querían matarme!
—No sólo Thak Dumbura, profesor —objetó Odayama—, sino
las potencias. ¿Qué ha sido de Wladimir Gorenko y el agente ameri-
cano?
—Thak los ha encarcelado, al igual que todos los que llegaron
anteriormente. Se les borra la memoria y se quedan a trabajar para
nosotros.
—Si esos hombres no pueden radiar su mensaje, ya no esperarán
más. Dos cohetes de cabeza atómica caerán sobre «Jukkar» y nos de-
96
sintegrarán.
—¡Haré que nos sumerjamos en el fondo del océano! —exclamó
el profesor Holmyard, acercándose al radio-emisor y poniéndolo en
marcha.
Mientras esperaba a que estuviesen calientes las válvulas, Oda-
yama le apremió:
—Es mejor que salvemos a esos dos hombres. Ambos llevan pe-
queños emisores bajo la piel. Si informan que viven y hay posibili-
dades de conseguir algo, esos cohetes atómicos no nos seguirán has-
ta el fondo del océano. Hay que ganar tiempo, reducir a Thak Dum-
bura, ese fanático «nazi» y a sus conjurados, y luego estudiar la si-
tuación... ¡Todavía manda usted aquí!
El profesor miró a la muchacha fijamente y luego preguntó:
—¿Están los «Elegidos» en mí?
—Sí.
—No tengo escapatoria, ¿verdad?
—No, no la tiene. Pero hemos sido nobles. Le hemos desenmas-
carado a su ayudante. Ahora háganos caso. Nosotros dirigiremos
esto. ¿Le parece bien?
—Sí. Empiezo a comprender que Thak ha estado jugando con-
migo durante todos estos años. ¿Qué debo hacer?
—Dar la orden de arresto y captura contra Thak y sus cómplices.
—Está bien.

***
Las órdenes del profesor Holmyard fueron ejecutadas inmedia-
tamente. Había suficientes hombres en «Jukkar» para que Thak
Dumbura y sus cómplices fuesen detenidos, no sin antes ofrecer una
enconada resistencia que costó varias vidas y cuantiosas pérdidas en
algunas dependencias de «Jukkar».
Al fin, sometidos y capturados, los rebeldes fueron encarcelados.
6-Reven, un hombre de ciencia joven, fiel a Holmyard, vino a la
cabina donde estaba su jefe con Odayama, a la cual miró con ojos
muy abiertos, admirado, y luego dijo:
—Profesor, su ayudante y cuatro hombres más están encerrados

97
en la Cámara Cero.
—Voy para allá, 6-Raven. Gracias.
—Han muerto cinco hombres, profesor.
—Lo siento. Incinérenlos... ¿Viene, señorita Arredia?
Odayama siguió al viejo hombre de ciencia a través de varios
pasillos, escoltados por un grupo de servidores fieles y armados, por
si aún quedaba algún rebelde oculto, hasta llegar al mismo pasillo
donde Odayama había sido encerrada a su llegada a «Jukkar»,
Hombres vestidos de negro y armados custodiaban el lugar.
Holmyard no tuvo necesidad de preguntar dónde estaba Thak
Dumbura. Alguien le «influyó» para que lo supiera sin preguntar.
Por esto, plantándose ante la puerta de una de aquellas pequeñas
celdas, ordenó:
—Abrid.
Desde la cabina de control, del fondo, un técnico accionó el
conmutador que abría el cubil en donde estaba Thak. La puerta se
deslizó silenciosamente, y apareció el prisionero, sentado en una si-
lla, cabizbajo y abrumado.
Ni siquiera levantó la cabeza cuando Holmyard le habló.
—Yo confiaba en ti, Thak. ¿Por qué?
—La compañía para la que trabaja no tiene escrúpulos, profesor
—habló Odayama—. Ellos financiaron buena parte de «Jukkar», po-
niéndole a usted al frente, para que la ciencia y los descubrimientos
que no deseaban en poder de nadie, pasaran a su dominio exclusivo.
»Quizá la rebelión no se hubiese producido aún. Necesitaban
exprimirle a usted hasta el límite. Sacarle todo cuanto pudiera dar
de sí. Usted era, para la NASC, como la gallina de los huevos de oro.
Su talento debía ser utilizado hasta el fin...
—Es cierto, profesor —habló Thak, lleno de humildad—. ¿Qué
podía hacer yo? Soy un asalariado. Mi vida estaba en peligro. Estoy
comprometido... ¡Ellos tienen lo que más quiero! ¡Amenazaron con
matar a mi hijo Jackie, si no aceptaba!
—¿Quiénes son ellos?
—Los de la NASC... La señorita Arredia está enterada de todo...
¡Esa maldita gente está en todos los secretos! ¡Malditos sean, porque
por su culpa morirá también mi hijo!
—¡No sea hipócrita, Thak Dumbura! —le replicó Odayama,
98
agriamente—. Usted sabía que podía fracasar. Nosotros no le íba-
mos a dejar que el laboratorio de «Jukkar», y sus fórmulas secretas,
cayeran en poder de un grupo de desaprensivos como ustedes.
—Nosotros hemos invertido aquí más de un billón de dólares —
gimió Thak.
—Es cierto —repuso Holmyard—. La NASC invirtió grandes
sumas en «Jukkar». Por eso accedí a nombrar a Thak mi ayudante.
—Eso era lo que querían.
—Pero ¡se trataba de una ayuda filantrópica! —añadió
Holmyard—. No nos obligaba a nada, excepto a que Thak estuviese
en los secretos de los descubrimientos realizados aquí.
—¿Y le parece poco? —preguntó Odayama, con un divertido
mohín de disgusto—. Eso era tanto como poner en manos de la
NASC todas las fórmulas. ¡Acrecentar su fuerza financiera para po-
der presionar, si fuese preciso, a los propios gobiernos!
—Así es —admitió Thak—. Yo tenía preparado a un grupo de
hombres. Usted no podía vivir mucho más tiempo. Y esos amigos
me apoyarían ante los demás servidores, si alguien discutía mi auto-
ridad.
»Lo siento, profesor. Eso es todo... Y, si quiere que le diga la ver-
dad, casi me alegro de que haya ocurrido esto. Sé que la NASC no
habría hecho buen fin del campo inframagnético, de las radiaciones
irídicas o de los rayos «vectores»... ¡La humanidad habría tenido que
pagar las inversiones efectuadas aquí!
Después de un minuto de silencio, Hyatt Holmyard habló de
modo sentencioso:
—En vista de eso, Thak, no tengo más remedio que aplicarte el
reglamento de «Jukkar». Tú me hiciste creer que los enviados por el
«Poder Medio» eran enemigos. Tres mujeres enlaces sufrieron el
«borrado electrónico» y nueve hombres con un destino superior fue-
ron aniquilados en la dimensión cero. Tú sabías que sus fines eran
mejores que los tuyos. Y me obligaste a eliminarlos.
«Ahora serás sometido a la Regla Cuarta y desintegrado. «Juk-
kar» debe continuar laborando en pro de la humanidad. Nosotros
permaneceremos aquí, ante nuestros medios de ensayo, laborando...
¡Y nadie empleará jamás contra el resto de la humanidad, lo que
aquí se descubra! Esto es una pequeña tecnocracia y lo seguirá sien-
99
do mientras subsista el espíritu que fundó «Jukkar».

***
Thak Dumbura y sus cómplices fueron ejecutados una hora des-
pués. Se les metió en hornos eléctricos y se les sometió a una fulmi-
nante descarga. Sólo un montoncito de carbón fue retirado de los
hornos, para ser lanzado al mar por los sumideros.
Mientras los agentes Wladimir Gorenko y Stewart Klund, como
se llamaba el agente americano, eran liberados de su encierro para
sostener luego una conferencia con el profesor Holmyard y Odaya-
ma Arredia.
Al final de la entrevista, los dos hombres se sometieron volunta-
riamente a un «retoque mental» y, en sendas lanchas, fueron devuel-
tos a los submarinos que les aguardaban.
Cada uno de ellos llevaba un mensaje para sus jefes. Ambos dije-
ron lo mismo:
—El profesor Holmyard no representa ninguna amenaza para
nuestros gobiernos, y mucho menos para el género humano. Está
rodeado de científicos dignos e íntegros y guardan celosamente los
secretos de cuanto descubren, porque saben que la ciencia, en manos
irresponsables, puede ser un peligro. Mientras que, en poder de
ellos sus secretos, sabrán cómo utilizarlos en bien de toda la huma-
nidad, cuando llegue el momento oportuno.

100
II
«Jukkar» había quedado atrás. Era un episodio más en la vida
del grupo 31.014.
Triunfaron.
Ahora, pocos días después de haber dejado al profesor Hyatt
Holmyard en su isla flotante, convencidas las potencias de que se
continuaba laborando en bien de la ciencia y que los gobernantes
podían considerarse semi-protegidos, los tres «Elegidos» esperaban
algo importante para ellos.
Odayama Arredia les había citado en el «Rainbow Hotel», el
mismo lugar donde se unieron y se conocieron.
Habían pasado tres años naturales.
Llegaron juntos, cruzaron el vestíbulo y subieron a la habitación
que tenían reservada. Odayama no había llegado todavía.
Nada más entrar, Valentín Lefranc miró en derredor. No encon-
tró ningún cambio en la estancia. Todo estaba igual. Las butacas, la
mesita, los cuadros...
—En este hotel no se cambia nada —murmuró.
—Lo único que ha cambiado está en nosotros —añadió Harry,
reflexivo, yendo a sentarse en la butaca que tenía más cerca.
Sus dos compañeros le imitaron, sentándose también. Ninguno
miraba a los otros. Ninguno hablaba. Todos tenían la vista fija en la
mesita.
Pero estaban pensando. Y para ellos esto era igual que si estuvie-
sen hablando.
Pensaban en las cosas que habían hecho en tres años. En lo que
habían aprendido, en lo mucho que sabían... ¡En demasiadas cosas!
Y eran tantas que apenas podían seguirse los pensamientos. Por esto
fue preciso recurrir al diálogo.
—Y bien, ¿pasamos balance, amigos? —preguntó Harry.
—De acuerdo. Hemos realizado tres mil quinientos veintitrés ca-
sos. No está mal, ¿verdad?
—¿Y de positivo? —preguntó Sergio.
—El «Poder Medio» sabrá si todo ha sido positivo o no. Noso-
tros sólo hemos sido simples intermediarios. Nuestro trabajo no ha
podido ser más fácil.

101
—Y, sin embargo, sin nosotros no habría podido realizarse.
—El primero —citó Harry—nos llevó hasta malograr un acta so-
bre emigración, como deseaba cierta compañía.
—¡La NASC, a la cual hemos dado ahora la puntilla, haciéndole
perder una fabulosa cantidad de dólares! —exclamó Sergio—. No
creo que se reponga, después de la muerte de Thak Dumbura.
—Eso no debe preocuparnos mucho —agregó Valentín—. Estoy
pensando en otra cosa. ¿Recordáis lo que nos dijeron aquellos tres
«Elegidos», Brad, Geofrey y Nick?
Ahora se miraron los tres. Harry, Sergio con especial interés,
examinando al atrevido que osaba poner el dedo en la llaga.
—Lo recordamos —musitó Harry.
—Hemos de ser sinceros. Nos conocemos demasiado bien para
intentar engañarnos con subterfugios... Tú, Harry, pasarás al «Poder
Medio», y nosotros...
—Sigue... Vosotros ¿qué?
—¡Esto es una tontería! ¡Ni siquiera sabemos lo que será de los
tres! —gritó Sergio, intentando levantarse—. Estamos formulando
hipótesis descabelladas.
—¿Nos callamos? —insinuó Valentín.
—Será lo mejor.
Ninguno habló durante un rato. Harry se levantó, fue a la ven-
tana y estuvo mirando a la calle, pensativo. Luego se volvió a los
otros.
—No tenemos nada que nos ligue al exterior. La familia nos ha
dado por muertos ya. Chris se casó y ya tiene dos niños, Valentín.
Tu madre está bien, Sergio. Con la herencia que cobró puede ir vi-
viendo... Y yo...
Bueno, yo no tenía a nadie. Yo era el menos afortunado... ¡El she-
riff de un pequeño pueblo! ¡Nada! Y ahora queréis decir que yo, el
más humilde, pasaré al «Poder Medio» ¿No es eso lo que queréis
decir? ¿Me creéis, acaso, el más preparado? Pero yo pienso en que a
lo mejor no desean al que sepa más. Recuerdo lo que dijo Oda al
profesor Holmyard... ¡Él también fue un «Elegido»!
—¡A eso llamo yo poner el dedo en la llaga, Harry! —exclamó
Valentín—. No podemos poner en duda el mensaje que transmitía el
«Poder Medio»... ¡Hyatt Holmyard fue «Elegido» y está vivo! ¿Por
102
qué no podemos volver nosotros a la vida?
—Sí, ¿por qué?
—No veo cómo eso puede ser posible. Yo no puedo presentarme
ahora a mi casa y decir a mi madre: «Hola, mamá. He vuelto». Ni tú
puedes volver a Bear Falls, Harry... ¡Ni tú con Chris!
—¿Qué ocurrirá, pues? —preguntó Valentín.
—No lo sé. He aprendido mucho realismo fantástico en estos
tres años. He profundizado en los abismos de la parapsicología, po-
demos deducir consecuencias metafísicas de las acciones más insig-
nificantes... Pero ¡nuestra realidad se nos escapa!
Después de una intensa pausa, llena de dramatismo, Valentín
murmuró:
—Y, según mi cuenta, nos faltan pocas horas para finalizar el
tercer período. ¿Qué va a sucedemos?

***
La llegada de Odayama, ataviada con un vestido fresco, elegante
y hermosa como siempre, aunque para aquella última entrevista pa-
recía haberse arreglado con más esmero, puso fin a la inverosímil
conversación.
Venía sola, llevando una maleta de reducidas dimensiones. Son-
rió al aparecer, cerró la puerta y dejó su equipaje en el suelo.
—Hola, muchachos. ¿No besáis hoy a vuestra hada buena?
Ninguno se movió.
Harry continuaba junto a la ventana, de pie, y Sergio y Valentín
estaban aún sentados, mirándose las punteras de las botas flexibles
y plateadas que llevaban.
—No, Oda. Todos te queremos, y tú lo sabes. Pero tenemos mo-
tivos para suponer que hoy vamos a separarnos. ¿No es así?
—Sí, Harry. Traigo instrucciones —respondió ella, muy seria,
yendo a sentarse en el asiento ocupado anteriormente por Harry—.
El grupo de «Elegidos» 31.014 llega hoy a su fin. La misión para la
cual fuisteis seleccionados el día de vuestro nacimiento está a punto
de acabar en su primera fase.
—¿Hay más, Oda? —quiso saber Sergio.

103
—Sí... Hay más. A vuestros conocimientos debe añadirse ahora
el talento propio, pues ya sabéis que todos no somos iguales, que
unos sirven para mandar, otros para obedecer y los hay que sirven
para ambas cosas o para ninguna.
»No puedo ser muy explícita. Los tres períodos de «Elegidos»
han terminado para vosotros. Por lo que a mí respecta, habéis cum-
plido bien. Hemos trabajado juntos durante tres años y no se podía
esperar más de vosotros. Pero...
—¿Qué? —preguntó Sergio.
—Hay una prueba individual que debéis realizar por separado,
con los conocimientos que poseéis.
—¿De qué se trata?
—Vais a comparecer ante el «Poder Medio»... ¡Hoy mismo!
—¿Y el que salga airoso de la prueba se quedará allí?
—Quizá.
—¿Y tú, Oda? —preguntó Harry.
—Yo también. Ahí tengo un atuendo como el vuestro. Dentro de
unos momentos, pasaré también a vuestra dimensión cero. Desapa-
receré como Odayama Arredia y seré, brevemente, una «Elegida».
Correré la misma suerte que vosotros.
—¿Qué es el «Poder Medio»? —preguntó Valentín.
—Lo ignoro. Sólo sé de ello lo que me han dicho durante todo
este tiempo que hemos estado juntos. Yo no tenía comunicador ra-
diante, como vosotros. Lo voy a tener ahora. Las órdenes llegaban a
mi mente como si yo fuese una «médium» a la que un espíritu del
más allá estuviese dando instrucciones.
«Pero la misión ha terminado. Sospecho que no volveremos a
vernos nunca más.
—¿Ni siquiera en otra dimensión de paz y trabajo?
—Me temo que no. Soy intuitiva, Harry, por ser mujer... Y mi
instinto me dice que aquí termina nuestra amistad. Despidámonos,
pues, como buenos amigos. Me pondré mi atuendo espacial y, por
vez primera, usaremos los impulsores dorsales y los flexores para
trasladamos a la dimensión en que nos aguarda el «Poder Medio».
Harry hizo algo entonces que dejó sorprendidos a sus compañe-
ros. Se acercó a Odayama, la cual se había puesto en pie, y la abrazó
estrechamente.
104
—¡Te quiero, Oda! —musitó—. Te quiero más que a cada en to-
do el universo. No te lo había dicho antes porque..., porque...
—Lo sé, Harry. Y eso es lo doloroso, porque yo también te quie-
ro a ti. Pero el destino que nos unió nos vuelve a separar. No somos
seres de este mundo falaz y absurdo. Debemos sentirnos orgullosos
de lo que hemos hecho.
Valentín y Sergio permanecían mudos, silenciosos. A ninguno
pilló de sorpresa aquella revelación. Siendo uno en tres, todos ha-
bían sentido con Harry Robson el mismo sentimiento hacia Odaya-
ma.
¡Harry era el único, en verdad, que amaba a la muchacha!
Se besaron, con apasionamiento, con ansia, locura y desespera-
ción. Luego quedaron uno en brazos del otro, estáticos, mudos.
—Date prisa, Oda —dijo Valentín—. Debes prepararte.
—Sí, gracias... Tengo que vestirme. Pasaré a la otra habitación.
Perdonadme... ¡Adiós, Harry! Tú eres el más falto de cariño, quien
más merece ser feliz.
Harry no respondió. Miraba a Odayama, mientras ésta iba, con
su maleta, hacia la habitación contigua. Un instante después, la
puerta se abrió y volvió a cerrarse.
Odayama desapareció de la vista de los tres.
—Lo supe cuando, yendo a «Jukkar», penetramos en ella —dijo
Valentín—. Tu amor era más fuerte que el nuestro, Harry... ¡Qué
bonita mujer para haberla conocido en otra circunstancia!
—Sí —contestó Harry, con voz estrangulada—. Si yo hubiese
continuado siendo sheriff de Bear Fall y ella hubiese sido una gran-
jera de la región... El destino ha sido duro con nosotros...
Sergio se levantó y puso su mano sobre el hombro de Harry.
—Te la mereces. Quizá la tengas... No sabemos lo que va a ocu-
rrir.
—No lo sabemos. Pero lo sabremos muy pronto. ¿Qué hora es?
—Las siete y diez de la mañana —dijo Valentín, sin necesidad de
consultar ningún reloj.
—Ya estamos en el umbral del tiempo —musitó Sergio.
—¿Y no hay modo de burlar al destino? —preguntó Harry, de-
sesperadamente.
—El destino es inexorable... ¡No hace concesiones!
105
—Y ¿por qué la hizo con el profesor Hyatt Holmyard? ¡Yo sé, y
vosotros lo sabéis también, que él retrocedió a su principio, viviendo
su juventud dos veces!
—Lo sabemos, pero no podemos decírselo a nadie. Y ese secreto
desaparecerá con nosotros dentro de muy poco —declaró Valentín
Lefranc con tono de oráculo.
En infinidad de relojes, en todo el orbe, dieron las siete y quince.
La puerta de la habitación en donde estaba Odayama
Arredia se abrió y la muchacha, radiante con su atuendo platea-
do, apareció en el dintel.
Los tres fueron hacia ella y le estrecharon la mano con calor.
Harry hizo más. La abrazó...
¡Y con ella en sus brazos desaparecieron los tres hombres y la
mujer, esfumándose unos ante los ojos de los otros, como si un ex-
traño embrujamiento se hubiese producido de súbito!
¡Allí terminaba el grupo 31.014!

***
Sergio Preiss se encontró inmerso en la oscuridad, en la negrura
de la noche eterna, del cero absoluto... ¡En la nada!
Se vio con esos ojos interiores que dan fe de una existencia, de
un ser, y se conoció. Había pasado a otro estado en donde la oscuri-
dad eterna era el único ámbito.
No sabía si flotaba, volaba o estaba inmóvil. Tampoco podía
darse cuenta de si corría el tiempo o todo había quedado en suspen-
so. No se apoyaba en nada, como si flotase en un vacío sideral, sin
ninguna fuerza que le moviese.
Sin embargo, podía hablar. Y se descubrió hablando consigo
mismo en tono quejoso:
—Éste es el fin al que estaba destinado. La nada eterna. La oscu-
ridad eterna. La soledad eterna... ¡Oh, Dios magnánimo y todopode-
roso! ¿Qué has hecho conmigo? ¿Por qué tratas así a tu siervo, al que
tanto te ha defendido en ese mundo hostil y agresivo? ¿Acaso no
cumplí según tus designios inescrutables? ¿Acaso me quejé o hice
algo de mala gana? ¿Es éste el premio que he de recibir por una vida

106
mísera o anónima, en un trabajo tedioso y torpe? ¿Es ésta la gloria
por haber dedicado tres años de mi efímera e irreal existencia al ser-
vicio de...? ¿De quién? ¿Lo sabes Tú, Señor?
Sergio Preiss no protestaba. Sus palabras eran como un lamento
para consigo mismo.
Si aquél era su destino, estaba decepcionado. En aquella dimen-
sión no existía nada, excepto él.
—¿Debo existir en este estado hasta la consumación de los si-
glos?
De pronto, Sergio halló la respuesta a todas sus preguntas. Fue
un atisbo fugaz, una verdad reveladora... ¡Un segundo de claridad,
como si en el infinito de sus dudas se hubiese encendido una débil
luz!
—¡Ya lo veo! —exclamó—. Gracias, Señor Dios mío... He com-
prendido tu respuesta. Mi vida ha terminado. Mi misión también.
Como elegido he dejado el mundo extraño y ruin que me dio el ser y
ahora voy hacia tu divina luz... Tardaré, quizá, millones de años. Pe-
ro llegaré hasta ti, porque sé que esa puerta celestial está abierta, es-
perándome.

***
Valentín Lefranc tenía ante él un enorme ángulo metálico, de
acero o algún otro metal tan sólido como aquél. El suelo, metálico,
sobre el que apoyaba los pies, y el muro que se alzaba a pocos pasos,
como un inmenso, altísimo e infranqueable paso.
Él sabía que detrás de aquel muro estaba el «Poder Medio».
Se abriría un sector del muro. Se le franquearía el paso. Entraría
en una ciudad como jamás había podido soñar.
¡La Gran Atalaya!
Sonriente, Valentín se acercó al muro hasta tocarlo con la mano.
No sintió calor ni frío, pero sí una vibración, como si un motor se
hubiese puesto en marcha al otro lado de aquel altísimo muro metá-
lico.
Casi al instante, un segmento en forma de arco empezó a hun-
dirse hacia adentro y hacia abajo, dejando ver una media luna de luz

107
blanca, de una tonalidad jamás vista en la Tierra.
Valentín Lefranc ignoraba dónde estaba. Sabía, eso sí, que viajó
mucho, hacia el infinito, a velocidades hiper-lumínicas. Quizá la
Gran Atalaya del «Poder Medio» estuviese situada en algún planeta
gigante, en los confines del Universo, muy lejos de la Galaxia.
Pero él había llegado. Y suponía que, por otros conductos, sus
compañeros habrían llegado también. Allí se reunirían.
Se adentró bajo la bóveda abierta ante él y empezó a ver la fabu-
losa ciudad de los mil millones de seres. Cúpulas metálicas se alza-
ban por todas partes. Edificios de todos los estilos conocidos en la
Tierra, desde los primeros monumentos megalíticos, hasta los más
impresionantes rascacielos... ¡Todos de metal plateado! Y construc-
ciones de origen extraterrestre que jamás había visto. Columnas altí-
simas, puentes volantes... ¡Y hasta edificios metálicos suspendidos
en el aire, desafiando las leyes de la gravedad, como ingentes globos
de múltiples formas!
—Bien venido a la Gran Atalaya del Universo, Valentín Lefranc
—oyó decir a su derecha.
Se volvió y vio a dos seres, vestidos como él. Reconoció inmedia-
tamente a uno. Era Nick, a quien viese en Nueva York, al principio
de su actuación como «Elegido».
—¿Tú eres...? —empezó a decir, maravillado.
—Sí, Nick Lentz.
—Y yo soy la profesora Gena —habló el compañero de Nick, y a
quien Valentín había tomado por un hombre, a causa del atuendo
idéntico al de ellos, que vestía.
—Mucho gusto, profesora... ¡Es fabuloso esto! ¡Qué grandiosi-
dad! —Valentín miraba hacia la enorme metrópoli. También levantó
la cabeza al cielo, para ver dónde terminaba el altísimo muro metáli-
co.
No pudo ver el fin.
—¿Qué es esto? ¿Una ciudad amurallada?
—Exactamente. Amurallada y techada. Hay una inmensa cúpula
que cubre el firmamento... Ahí, en todo lo que abarca la vista y mu-
cho más que se extiende en el horizonte, está la ciudad de los mil
millones de seres de todas las razas del Universo. Razas desapareci-
das ya, razas en estado primitivo o en estado supercivilizado.
108
—¡Fantástico!
—Venga, Valentín. Nos han encargado que le llevemos a su alo-
jamiento. Vivirá usted con nosotros, los terrestres. Somos un nutrido
grupo de treinta mil seres, aproximadamente... Le asombra, ¿ver-
dad?
—¿Y mis compañeros, Harry Robson, Sergio Preiss y Odayama
Arredia, dónde están?
—No han venido —contestó la profesora Gena.
El asombro de Valentín se transformó en pena.
—¿No han venido?
—No.
—¿Por qué?
—Harry Robson ha renunciado a venir y Sergio Preiss ha sido
enviado a un destino más alto.
—¿Al «Poder Supremo», acaso? —preguntó Valentín, atónito.
—Más alto aún. Convertido en espíritu puro, ha ido a donde no-
sotros iremos algún día a rendir cuentas de nuestras vidas...
—¡No!... ¿Muerto?
—Sí. Y le envidiamos. Nosotros que conocemos ahora lo que hay
en el más allá envidiamos a los verdaderos elegidos... ¡Porque nues-
tro poder temporal, que ahora podemos medir en milenios, no es
nada, absolutamente nada, con la eternidad o reino de Dios!
»Por encima del hombre, estamos nosotros, en la Gran Atalaya
del Universo, dominando el progreso de las miles de humanidades
que existen en el cosmos infinito. Somos el «Poder Medio», cuyo de-
signio y estudio lleva a la humanidad hacia un fin común con todas
las razas del Universo. Por encima de nosotros sólo está el «Poder
Supremo», que es un tribunal elegido en esta orbe, a los que llevan
aquí muchísimos años de trabajo en controles de grupos y cuyos co-
nocimientos son muy superiores a los normales.
»El "Poder Supremo” está compuesto por diez mil seres de natu-
raleza, prácticamente, omnipotente. Por encima de ellos, en ciencia,
saber, bondad y ventura, sólo está Dios, a quien servimos desde
aquí haciendo que los mundos transcurran en un orden preestable-
cido, evitando los peligros que puedan llevar al exterminio de les
pueblos en evolución.
Nick Lentz se detuvo al llegar a la entrada de una calle móvil,
109
que serpenteaba entre raros edificios.
—¿Quién habita aquí?
—Éstos son «traxmaios», de un planeta enorme situado en los
confines de nuestra galaxia. Son gente muy interesante. Ya los irás
conociendo. Hay «ichtios», «wrandios», «marcianos», aunque ellos
se llaman «kletreos», porque el nombre que los marcianos dan a
Marte es «Kletre»... Todas las razas han tenido «Elegidos». Y todos
los elegidos han venido aquí, por selección.
—Y ¿cómo es que Harry ha renunciado a venir?
—Favor especial. Han vuelto a la Tierra, recobrando un estado
similar al que tenían antes de ser elegidos.
—¿Cómo es posible?
—No te lo puedo explicar exactamente. Es un proceso que se nos
escapa. No es el primer caso, ni será el último. En realidad, Harry
Robson está controlado por alguien, cuyo nombre significó algo en
la historia de nuestra Tierra.
—¿Quién?
—El gran Leonardo da Vinci.
—¿Está aquí?
—Sí, y muchos grandes hombres de nuestra historia. Gran parte
de los hombres famosos fueron elegidos en la historia, aunque eso,
naturalmente, en la Historia se ignora. Han habido regresiones,
vueltas al pasado, como en el caso del profesor Holmyard, cuya téc-
nica, para el progreso de la humanidad, era más conveniente en la
Tierra que aquí, y que, una vez terminado su período de «Elegido»,
volvían a ser reintegrados a su estado anterior, en el mismo instante
en que fueron sacados de él. De este modo, ni siquiera se daban
cuenta, y continuaban siendo lo que debían ser: hombres preemi-
nentes y cultos.
»Otros, sin destino propio, viviendo la vida al azar, a lo que sal-
ga, para bien o para mal, encarnaban en personas que no han existi-
do, formando una nueva vida con un nuevo nombre, y habiendo ol-
vidado su pasado anterior, sus relaciones, y teniendo como una ne-
bulosa de infancia, de recuerdo de lo que no fueron.
—¿En qué caso se encuentra Harry?
—En uno muy especial —contestó la profesora Gena—. No está
solo.
110
—¿No?
—No. Debido a su buena actuación como «Elegido», va con una
mujer. Mejor dicho. Se encontrará con ella... Bueno, esto es lo que
nos ha dicho Leonardo. Ahora iremos a su alojamiento. Tiene un pa-
lacio de la época renacentista. Allí sabrás qué ha sido de tus amigos.
Leonardo fue también un poeta, amén de artista. Y sus sueños per-
durarán en él como un genio que fue de su época.
Fue preciso adentrarse en aquella fabulosa urbe multitudinaria.
Millones de seres se movían por todas partes, yendo de un lugar a
otro, utilizando las calles móviles, los anchos paseos de metal, lim-
pios como el acero bruñido.
Un orden impresionante reinaba por doquier. Los seres que pa-
saban junto a ellos tenían curiosas formas y anatomías distintas. Es-
taban ataviados de distinto modo, cada uno de acuerdo con su as-
pecto.
Había seres que semejaban enormes hormigas de patas articula-
das. Otros eran larvas; otros semejaban simios. Los había gigantes-
cos, con varios brazos y varias extremidades, pero sin cabeza. Estos
seres acéfalos pertenecían a una raza muy extendida por el espacio,
nómada y viajera, que habían conquistado muchos mundos.
Su aspecto era horrendo de ver. Pues no hablaban. Carecían de
boca. Se alimentaban con las extremidades que apoyaban en el sue-
lo, ¡y eran geófagos, o sea que comían tierra y bacterias!
Se comunicaban entre sí por medio de hondas magnéticas, y
eran muy cultos, obsequiosos y atentos con las demás razas, a los
que respetaban y protegían.
—Son «adminos» —explicó la profesora Gena a Valentín—. Son
mayoría en la Gran Atalaya, y se supone que, dentro de múltiples
generaciones, la evolución humana tenderá hacia una homogenei-
dad de razas. Ellos creen que dentro de muchísimos años, muchísi-
mos quiere decir del orden de mil elevado a la milésima potencia,
todas las razas serán una sola, y que el ciclo evolutivo partirá del es-
tado actual de los «adminos».
—¡Son horriblemente feos! —exclamó Valentín.
—¿Ves cómo se vuelven algunos? —preguntó Nick Lentz—.
Han captado tus ideas. Pero no se enfadan. Ellos nos consideran a
nosotros mucho más feos que ellos. Y se comprende. Estamos a la
111
recíproca.
—Pero ¡si no tienen ni ojos!
—Los «adminos» no los necesitan. Ven con la mente. Dicen que,
hace cincuenta mil millones de años, su raza era como nosotros. Tie-
nen documentos, al parecer, que lo demuestra. Y en la evolución, se
han vuelto así... ¡Están muy orgullosos de su forma! Afirman que
comer por los pies es muy discreto. Nadie sabe si están comiendo o
descansando.
—¡Cielos!
—Empieza a no asombrarte de nada, Valentín Lefranc. Eres un
miembro del «Poder Medio». Pronto te asignarán una misión con
tus tres pupilos y habrás de llevarlos de la mano durante treinta
años.
—¿Cómo?
—Sí. Lo mismo que Leonardo hizo con vosotros. Se eligen tres
seres recién nacidos, se les clasifica y se les debe proteger de todo y
contra todo mientras se hacen hombres. También se elige un enlace.
Pueden ser tres varones y una hembra, o tres hembras y un varón;
ya te lo dirán, de acuerdo con las estadísticas... Nosotros, Gena y yo,
tenemos ya nuestros bebés. ¡Oh, es apasionante la elección! Todavía
están en el claustro materno cuando ya estamos estudiando sus pe-
culiaridades... Yo tengo un bebé llorón que es divertido. Se llama
Bill y es hijo de un abogado. No sé qué será de mayor ni me impor-
ta, porque a los veintisiete años habrá de servirnos...
Y Nick Lentz continuó hablando, hablando, hablando.
Valentín tenía mucho que aprender. ¡Tenía que aprenderlo todo!
Llegaron a una especie de palacio italiano del renacimiento,
construido en metal plateado. Entraron en un amplísimo vestíbulo
donde podían verse enormes cuadros, maravillosos cuadros de un
artista consumado como el autor de «Madonna» Lisa Gherardini,
que no por hallarse en el «Poder Medio» había dejado su arte.
Al contrario, Leonardo había seguido pintando y creando. Era
un genio de su tiempo y de todos los tiempos. Y todo el edificio es-
taba lleno de sus obras, desde planos de los más atrevidos a insólitos
aparatos, hasta arquitecturas impresionantes y bellas pinturas.
Encontraron a Leonardo en uno de sus estudios del piso alto, ba-
jo una claraboya. Diseñaba algo en enormes papeles, pero al ver a
112
sus visitantes dejó el trabajo y se acercó, obsequioso y atento, ha-
ciendo una reverencia muy florentina, para saludar a Valentín.
—Bien venido a la Gran Atalaya del Universo, Valentín Lefranc,
elegido mío.
Se dieron la mano. Valentín estaba, ciertamente, cohibido ante
aquel gran hombre al que tanto había ensalzado la historia. La pro-
fesora Gena y Nick, por el contrario, parecían satisfechos.
Y después de los saludos preliminares, Valentín preguntó:
—¿Qué hay de Harry y Odayama Arredia?
—¡Ah, ésa es mi mejor poesía! Ven conmigo, amigo. Verás en mi
pantalla una historia más limpia, tierna y moderna que la de Romeo
y Julieta...

113
III
El gran Leonardo llevó a sus visitantes a una sala rectangular, de
techo bajo, al fondo de la cual había una pantalla gris. A unos diez
metros, frente a ésta, tenía una serie de cómodos sillones de cuero, o
algo que se le parecía mucho.
—Sentaos ahí, amigos míos. Esa pantalla nos permitirá ver lo
que ha sido de Harry Robson y Odayama Arredia.
»Encenderé la pantalla. Los conmutadores automáticos nos bus-
carán a la pareja en el momento de su encuentro. Veremos lo que
hacen y oiremos lo que dicen. Es una curiosa experiencia que me ha
autorizado a hacer el "Poder Supremo”, en compensación a la labor
que han realizado, muy meritoria, a fe mía.
Leonardo, mientras hablaba presionó ciertos puntos del comuni-
cador radiante que llevaba sobre el pecho, adosado al uniforme pla-
teado, y la pantalla empezó a iluminarse, apagándose tenuemente la
luz blanca que invadía la estancia.
—Esta luz es pura, Valentín —añadió Leonardo—. La luz ideal
para un pintor... ¡Y se nos apaga para dejarnos ver lo que va a ocu-
rrir en nuestra lejana y querida Tierra! ¡Ah, admirable! Ahí tenemos
a Harry.
Valentín se había medio incorporado en su asiento. Abrió mucho
los ojos.
¡En la gran pantalla aparecía un joven, de unos veinticinco años,
que en nada se parecía al Harry Robson, sheriff de Bear Fall, que él
había conocido!
—¿Quién es ése? —preguntó.
—Harry Robson —declaró Leonardo—. O, al menos, la versión
que ha quedado de él... Atiende y no interrumpas. Esta representa-
ción final será interesante... ¡Muy interesante!

***
Madon Prince estaba satisfecho. Era su gran día. Había pasado
los exámenes con éxito. ¡Ya era ingeniero! ¡Un mundo de promesas
se ofrecía ante él!

114
Ahora, mientras pasaba un día en Peoria, la capital del estado de
Illinois, ufano, alegre y jovial, antes de regresar a su pueblo, Ke-
wanee, pensaba ir a un cine y ver una buena película tridimensional.
Luego cenaría en un buen restaurante y por la noche iría al mejor
club nocturno... ¡Al «Golden Dish»!
Ya estaba decidido.
¿Por qué no gastarse cien dólares en celebrarlo?
Subió a la terraza, con un rápido ascensor y pidió un helicotaxi.
La azafata movió las clavijas de su controlador y le dijo:
—Número 28. Fred Parker, conductor.
—Gracias, señorita.
Madon Prince salió a la terraza.
El viento le azotó agradablemente el rostro e instintivamente se
Subió el cuello de la cazadora de piel que llevaba. Hacía algo de ca-
lor. Era agosto, pero en Peoría soplaba un viento del norte nada es-
tival.
En la fila de helicotaxis, los conductores esperaban, charlando
entre sí. Iban en camisa, con sus escudos sobre el bolsillo derecho.
«H. T. Illinois». En el centro del escudo, todos mostraban un núme-
ro.
Los aparatos, pintados de verde, también mostraban el mismo
escudo, las siglas de identificación y el número de licencia.
Vio el número 28. Y vio también a Fred Parker, esperándole.
—¿Viaje? —preguntó el conductor.
Madon mostró el boleto que le había dado la azafata.
—Bien, suba. Joven, usted me estrena... ¿Estudiante?
—Sí.
—¿Se ha examinado hoy?
—Sí, esta mañana.
—Y ¿qué? —preguntó Fred Parker, ansioso.
—¡Aprobado! —contestó Madon, con júbilo.
—¡Bravo! ¡Le felicito, joven! Hoy tocaba... ¿Físicos y electrónicos?
—Exactamente. Ingeniero en electrónica. Ése es mi título —
contestó Madon, arrellanándose en el asiento inmediatamente pos-
terior al del conductor.
—¡Qué suerte! ¡Vaya un porvenir! Ahora un contrato alguna im-
portante firma y mil dólares al mes. Es envidiable. Yo siempre soñé
115
con poseer un título. Y mire en que he quedado.
Fred, soñador, puso en marcha el aparato. Un instante después,
la nave se remontaba sobre los tejados de la ilación, hacia un cielo
purísimo y algo ventoso.
—Primero iremos al «Krandor», donde me cambiaré ropa —dijo
Madon—. Luego quiero ir a un buen cine.
—Le recomiendo el «Coliseo». Proyectan Terremoto en Venus. Me
han dicho que es algo impresionante en cuanto a realismo. En cuan-
to empieza a temblar el suelo, han puesto unas butacas oscilantes
que dan al espectador la sensación de estar sintiendo moverse la tie-
rra bajo sus pies. Y actúa el incomparable Elvais D'Reiner.
—Bien. Iremos al «Coliseo» a ver Terremoto en Venus. Por la no-
che, una buena cena y luego al «Golden Dish», allí le dejaré.
—¡Perfectamente! —contestó Fred, quien añadió, al instante,
alarmado—. Eh, ¿qué hace ese...? ¡Cuidado, joven! ¡Chocamos!
La colisión se produjo sobre una plaza de la ciudad. Otro helico-
taxi, empujado por el viento, se dejó caer bruscamente. El dispositi-
vo de desvío no tuvo tiempo de actuar y el choque se produjo a tres-
cientos metros de altura.
Hubo un «crash» violentísimo, un grito de mujer, casi infrahu-
mano, y los dos aparatos se desplomaron, pesadamente desde aque-
lla altura.
La caída no pudo ser más aparatosa.
Junto a un vallado metálico, de tráfico, que se rompió bajo el im-
pacto, cayeron los dos aparatos, envueltos en llamas. La gente huyó
en todas direcciones, y algunos agentes de tráfico acudieron, mien-
tras uno empleaba su radio para avisar a la sección de siniestros.
Alguien se metió entre aquellos hierros retorcidos, para exami-
narnos a los heridos, aunque la impresión general era que no ha-
brían supervivientes. No fue así. Dos personas vivían.
Madon Prince respiraba trabajosamente, aunque tenía una tre-
menda herida en la espalda y varios golpes en la cabeza.
¡Y en el otro helicotaxi iba una muchacha, que resultó con varias
fracturas y con la cabeza abierta, pero que también respiraba aún!

116
***
—En realidad —habló Leonardo, rompiendo el dramático silen-
cio de sus impresionados compañeros—, Madon Prince y Matty
Schedelle han muerto, como los conductores. El choque ha sido vio-
lento y la caída de gran altura.
«Pero ahí hemos intervenido nosotros. Odayama y Harry han
ocupado esos cuerpos. ¿Me comprendéis ahora?
El asombro impidió articular palabra a Valentín.
Nick Lentz y la profesora Cena tampoco dijeron nada.
¡La pantalla y lo que estaban viendo en ella, como en una filma-
ción, les fascinaba!

***
Cuando llegó la sección de siniestros, los cuatro cuerpos habían
sido retirados y el lugar estaba acordonado por un corro de agentes.
Una ambulancia se hizo cargo de Madon y la muchacha, cuyo
rostro cubierto de sangre parecía una máscara, aunque su cabello
dorado caía como cascada de oro hacia el suelo; y pronto partían a
toda velocidad hacia el hospital.
Las ilusiones de Madon Prince habían terminado de un modo
harto trágicas. Fred Parker y su colega, el conductor del otro helico-
taxi, habían muerto en el acto.
Nada se pudo hacer por ellos.
En cambio, gracias a los recursos de la cirugía, los dos jóvenes
pudieron ser atendidos, metidos en pulmones de acero y sometidos
a operación de urgencia.
Pero era igual. Aunque no hubiesen sido atendidos, los dos pa-
cientes se habrían salvado. Alguien, que con mayores conocimientos
médicos que todos los doctores del Hospital de Peoría, cuidaba de
ellos.
Y pese a la gravedad de sus heridas, Madon abrió los ojos, en su
cuarto, dos horas después. De reojo estuvo examinando la cubierta
transparente del pulmón de acero, las válvulas, los tubos y los inyec-

117
tores articulados. Era un aparato maravilloso.
A seis metros, en la misma posición que el suyo, había otro pul-
món de acero, con otro cuerpo en su interior. Era una muchacha de
exquisito perfil, que tenía los ojos cerrados y los labios apretados. Le
había sido lavado el rostro y su cutis era blanco, como el de la porce-
lana china.
«¡Qué criatura más bella!», exclamó Madon, extasiado.
La estuvo mirando durante una hora, o tal vez más. Cuando en-
tró la enfermera y le vio, sus ojos se abrieron, de asombro. Luego
salió corriendo y regresó con dos médicos.
—Increíble —murmuró uno, al ver a Madon con los ojos abier-
tos, mirándoles.
Era imposible comunicarse con el enfermo a través del pulmón
de acero, pero uno de los médicos hizo señas a Madon y luego exa-
minó los controles.
—Presión normal. Respiración normal. No hay fiebre. ¡Parece un
cuento de hadas, Dick!
—Abre la «cámara». Veremos a este fenómeno.
Empujando una palanca, el pulmón se abrió. Los dos médicos y
la enfermera miraron a Madon.
—¿Cómo se encuentra, amigo?
—Bien —contestó Madon—. ¿Qué me ha sucedido?
—¿Qué le ha sucedido?... ¡Que estaba usted muerto y ahora está
vivo, desafiando a toda ley natural! ¿Quién es usted?
—Un estudiante de inge... ¡No, miento; soy ingeniero electróni-
co!
—¿Cómo se llama?
—Madon Prince. Soy de Kewanee... Tuvimos un accidente,
¿verdad?
—Exactamente. Los dos helicotaxis chocaron en vuelo. Murieron
los conductores. Ustedes se han salvado por milagro... ¡Y todavía no
acabamos de creerlo!
—¿Puedo levantarme? —preguntó Madon.
—¡No, por Dios! Le hemos operado de la columna vertebral, del
pecho y de las piernas. Tenía varios huesos rotos, como ella.
—¿Quién es? —preguntó Madon, siguiendo la indicación del
médico y volviendo a contemplar el perfil de la paciente.
118
—Según su carnet de identidad, Matty Schedelle.
—Es Matilde Schenelle —dijo la enfermera—. Su padre es el di-
rector de la «Enfield Co.»...
—¡Cielos, sí! ¡Matty Schedelle, de ascendencia holandesa! Se dice
que su fortuna es fabulosa.
Inmediatamente, los dos médicos abandonaron a Madon y se
acercaron a la joven paciente. También allí se llevaron la consiguien-
te sorpresa, al comprobar los registros de control y ver en todos una
situación normal.
Si hubieran sabido aquellos dos hombres que dentro de sí tenían
dos grupos de «Elegidos», los números 38.239 y 42.458, y que en el
hospital rondaban dos presuntas enfermeras, recién llegadas, para
controlar la curación de los dos accidentados, no habrían creído tan-
to en su habilidad profesional.
En realidad, habían operado a dos cadáveres vivientes. Y tuvie-
ron éxito. ¡Porque el «Poder Medio» había decidido dar nueva vida
y nueva existencia a dos seres, fieles servidores, que el amor había
inducido a rechazar los honores y quedarse en la Tierra!
Madon Prince era Harry Robson, y Matty Schedelle era Odaya-
ma Arredia. Pero ¡esto no lo sabrían jamás, ni lo sospecharían si-
quiera! ¡Ambos habían nacido a una nueva vida!

***
Con expresión indignada, Valentín se volvió a Leonardo y le di-
jo:
—Pero ¡eso es inicuo! ¡La realidad es inaceptable! ¡Harry y Oda
no son ésos! ¿Qué pueden tener esa pareja en común con mis ami-
gos? ¡Lo que yo veo es que se han salvado dos vidas del todo dife-
rentes a las que se pretende salvar!
El aludido, mirando reflexivamente a Valentín, repuso:
—Las vidas de Madon Prince y Matty Schedelle han terminado.
Habían de terminar en el momento en que los dos aparatos choca-
ron en el aire. Nosotros incorporamos a ellas las de Harry y Odaya-
ma, dándoles una oportunidad.
—Y ¿para qué la quieren? ¡No son ellos! ¡Nada les recuerda a

119
ellos! ¡Sus existencias serán irreales!
—Sobre eso habría mucho que discutir —replicó Leonardo,
siempre sonriente—. ¿Qué es lo que importa? ¿Ser o no ser? A nues-
tro modo de ver, ésa es una solución. Ahora Harry y Odayama
vuelven a conocerse. La llama del amor despertará en ellos y volve-
rán a sentir ese fuego maravilloso que enciende las almas y las
transporta envueltas en ardor sublime, hacia el pináculo celestial de
la ventura infinita.
—¡Palabras, palabras! —exclamó Valentín, defendiendo a los
que habían compartido con él ilusiones y deseos—. Y las palabras no
han arreglado nunca las cosas de un modo cierto.
—¿Qué habrías hecho tú, querido amigo?
—¡Darles su verdadero ser!
—¡Eso es imposible!
—¿Imposible? ¿Puede existir, acaso, lo imposible para los que
vivimos en este mundo superior?
—¡Nosotros no somos Dios, Valentín! —intervino Nick.
—No, aguarda —siguió Leonardo—. Debemos persuadir a Va-
lentín de que hay poderes que nos son negados.
—En cambio, sé que el profesor Hyatt Holmyard fue «Elegido» y
luego volvió a ser humano.
—¿Y tú querías eso para Harry y Odayama? —inquirió Leonar-
do.
Exasperado, Valentín vociferó:
—¡Quiero que sean ellos mismos!
—Aún llevas muy poco tiempo aquí e ignoras muchas cosas,
amigo mío. Te anticiparé algo que debías aprender por tu cuenta. Lo
que vosotros consideráis en la Tierra como fenómenos, no lo son pa-
ra nosotros. Los fenómenos no existen. Todo cuanto se produce
obedece a una causa, a un motivo.
»La desaparición de un "Elegido" del mundo de los vivos no es
un proceso de regresión, de vaivén, de ir y venir. No se puede morir
y luego resucitar, si no es por designio divino. Y nosotros a eso no
podemos decir nada.
«Cuando un "Elegido" desaparece ante los ojos de sus semejan-
tes, ya no puede regresar. Ha muerto, definitivamente, en la forma y
modo con que mueren los demás. Pero su cuerpo continúa viviente,
120
prolongándose a una dimensión que los mortales no pueden ver.
«Ésa es la razón, por la cual permanecen en la Tierra. Esto no es
espiritismo, ni ciencia ocultista. Es matemática pura, razón de tiem-
po.
«Sergio Preiss, tu otro compañero, fue un buen hombre. Y cum-
plió bien como hombre. Por eso camina ahora hacia la luz eterna. Él
lo quiso así. Nosotros aquí le podíamos haber dado acogida. Pero la
existencia en la Gran Atalaya del Universo no le atraía. Se puede de-
cir, por lo tanto, que renunció a ella. Pero su viaje al más allá eterno
durará muchos años.
»Y por eso voy a decirte que puede haber regresión. En realidad
la ha habido muchas veces. "Elegidos" en el camino de su última re-
sidencia, han sido devueltos a la Tierra, tal y como eran.
«Esto puede llamarse resurrección. La llama de la vida les es de-
vuelta y vuelven para apurar las heces de la absurda existencia tri-
dimensional. Pero esto sólo ocurre en los casos en que la humanidad
necesita de ese ser como hombre, por haber iniciado algo que reper-
cutirá en el interés, positivo o negativo, de los demás.
«Así se devolvió a la vida a Hyatt Holmyard y a tantos otros,
"Elegidos” o no. Se les necesitaba allí y allí han debido vivir hasta
expirar el plazo de su existencia. De este modo, del mundo van a la
eternidad, agotados, viejos, desengañados. No sabemos lo que hay
en la eternidad. Y quizá no lo sepamos nunca. Su conocimiento nos
está vedado.
«Ahora bien, esta solución que hemos dado al caso de Harry y
Odayama tampoco es nueva. En vuestra historia existen infinidad
de casos. Quiero que te fijes bien en lo que va a suceder entre Ma-
don Prince y Matty Schedelle.
«No son Harry y Odayama, como nosotros los hemos visto, pe-
ro...

***
Madon tomó el batín y se levantó.
Se estaba anudando el cinturón cuando se abrió la puerta y apa-
reció la enfermera, la cual exclamó, alarmada:

121
—¿Qué hace usted?
—Ya lo ve. Me he levantado. Me siento bien y tengo deseos de
estirar un poco las piernas.
—Pero ¡no puede hacerlo! ¡Le operaron ayer mismo!
—Hicieron conmigo un excelente trabajo y les felicito a ustedes.
Eso no impide que yo esté restablecido. Mis heridas debían de ser
leves.
—¡Todo lo contrario!
—Pues no lo entiendo... Y otra cosa, ayer estaba yo en una sala
con una muchacha.
—Sí. La señorita Schedelle. Ha sido trasladada a una habitación
particular.
—Deseo verla.
—¡No puede ser; está prohibido!
—La veré de todas formas. —Madon se dirigió a la puerta.
La enfermera intentó detenerle, pero él, con un gesto enérgico, la
rechazó, diciendo;
—No intente detenerme, se lo ruego. Yo no he venido aquí por
mi voluntad. Pero ya que estoy aquí, y ninguna dolencia grave me
impide moverme, veré a esa señorita. Dígame dónde está o remove-
ré todo el edificio. Hablo en serio.
Consternada, la enfermera retrocedió un paso. Se mordió los la-
bios y luego murmuró:
—Está bien. Su caso y el de ella son de lo más curioso que he vis-
to. Venga usted conmigo. Le acompañaré.
Madon sonrió.
Salieron al pasillo, amplio y bien iluminado. Dos puertas más
allá, la enfermera se detuvo, volviéndose a Madon.
—Ahí está.
—¿Cómo se encuentra?
—Aunque nos cueste creerlo, está igual que usted. Ayer era casi
un cadáver y hoy está restablecida del todo. ¡Y hasta creo que no se
conocen ni las cicatrices!
Madon llamó a la puerta con los nudillos.
—Adelante —contestó, desde adentro la voz jovial de Matty.
Abrió y entró. Vio a la muchacha incorporada en el lecho, con un
espejo en la mano y un peine, cuidando sus dorados cabellos.
122
—¡Tú eres...! —empezó a decir ella.
—Sí, yo soy.
—¡Oh!
No dijeron más, de momento.
En algún lugar del infinito, las dos almas suplantadas debían de
sentir la emoción de aquel encuentro. Se veían y se hablaban por vez
primera. Ambos acudían a la cita con el destino. Estaban allí, mirán-
dose a los ojos... ¡Como se miraron Odayama Arredia y Harry Rob-
son un día ya lejano!
—Me llamo Madon Prince —dijo él, acercándose.
Si hubiese podido decir que se llamaba Harry Robson, habría si-
do lo mismo.
—Mi nombre es Matilde Schedelle... Encantada de conocerte. —
Había timidez, candor, sobresalto, en la voz de ella—. Siéntate.
—Tengo muchas cosas que decirte. Te vi ayer, tendida sobre la
mesa, dentro de aquel aparato transparente, y sentí que... Bueno, no
sé lo que sentí.
Más tarde, Madon habría de decir a Matty que se enamoró in-
mediatamente de ella. En aquel momento, sin embargo, hizo un fa-
vor a su amigo del más allá, diciendo:
—Y sentí como si ya nos conociésemos.
—¡A mí me pasa lo mismo contigo! Pero estoy segura de no ha-
berte visto antes.
—¿Ni en sueños? —preguntó Madon, sonriendo.
—Tal vez.
—¿Tienes novio?
—¡Oh, sí, muchos! Soy la chica con más pretendientes que hay
en toda América. Me asedian... ¿Y tú? ¿Tienes un amor en la univer-
sidad?
—No. Mi único amor eran los estudios. He terminado la carrera
y...
—¡Formidable! Nos veremos, Madon. Hemos de ser buenos
amigos. Se puede decir que hemos nacido el mismo día.
Madon Prince habría de pensar mucho en aquellas palabras. Tu-
vo consciencia clara de que aquel encuentro no era casual. En alguna
parte, en otro tiempo, quizás en otro mundo, donde hubiese podido
existir, conoció él una muchacha como aquélla. La amó sólo verla...
123
¡Y lo mismo le sucedía ahora!
Era una sensación de duplicidad. Aquello ya había existido an-
tes. No era nuevo... ¡Y Matty tampoco era nueva para él! Pero no sa-
bía definir la sensación que experimentaba.

***
—Harry Robson intenta hallarse a sí mismo —declaró Leonardo,
al cerrar la pantalla que les había transmitido, a través del espacio, la
imagen del encuentro entre Matty Schedelle y Madon Prince—. No
puede conseguirlo, pese a que su subconsciente se esfuerza. Es ésa
una barrera que no podrá franquear jamás.
—Y ¿no hubiese sido mejor que se reconocieran como Harry y
Oda? —La pregunta de Valentín pareció quedar flotando.
—No —fue la respuesta de Leonardo—. En ese caso, recordarían
todo lo que han visto y vivido. Y recordar es volver a vivir. El pasa-
do en ellos ha muerto, porque no se ajusta a las normas de vida de
los humanos. No lo comprenderían y sería fácil caer en la locura o el
desquiciamiento mental.
«Nosotros sabemos lo frágil que es un cerebro. Su reacción ante
lo incomprensible es angustiosa. Y por el efecto que sentimos hacia
ellos, hemos decidido que su existencia sea fácil, buena, amorosa y
edificante.
«Harry y Oda, o Madon y Matty, como quieras llamarles, vivirán
muchos años, tendrán hijos y nietos y serán dichosos, porque, en el
fondo, se aman de verdad, con ese amor que nació en otra existencia
y se renueva en ellos. Es como las plantas que fecundan en tierra fér-
til, después de haber crecido en un semillero.
«Madon está capacitado para la vida. Es inteligente, modesto y
activo. Ella es, o mejor dicho, era un tanto caprichosa. El amor la
cambiará. Está en buena posición económica y el porvenir lo tiene
asegurado.
«Aquí somos positivos, Valentín. Hemos pensado en todo al ha-
cer la elección. Y creemos que es mejor así. ¿No te parece?
Valentín tardó un poco en contestar. Pensaba intensamente y
empezaba a descubrir que Leonardo tenía razón.

124
¿Qué más podía desear un insignificante sheriff rural que reen-
carnar en un joven ingeniero con un mundo de ilusiones por delan-
te, con una chica preciosa por compañera y con un camino libre de
obstáculos?
El amor de Harry por Odayama era el mismo. Allí no hubo mix-
tificación alguna. Se amaban con la misma intensidad. Y la muta-
ción... Bueno, a juicio de Valentín, Harry había salido ganando.
—Empiezo a comprender —terminó diciendo—. La situación es-
tá clara. Harry se queda con Odayama, porque él era quien más la
quería. Sergio recibe el premio eterno y yo...
—¡Y nosotros —le atajó Leonardo— continuamos haciendo lo
que hacíamos: velar por el progreso de la humanidad! ¿Qué más
podemos desear?

125
EPÍLOGO
La señora Preiss se enjugó los ojos con el pañuelo, se llevó la car-
ta al pecho y sollozó. Aquélla era la respuesta que tanto había espe-
rado. La había leído y releído centenares de veces en una noche.
El sobre lo encontró la víspera, en el buzón, cuando miró por ca-
sualidad.
En el sobre reconoció la letra de su Sergio.
¡Qué emoción sintió, al cabo de tres años, al saber noticias de su
hijo!
Le emocionaron los sellos extranjeros, el membrete y el misterio-
so exotismo que parecía emanar de aquel rectángulo de papel que
venía de tierras tan lejanas para ella como era Chu-Noa, en la selva
birmana.
Cuando consiguió abrir el sobre, pese al temblor de sus dedos,
las letras bailaron ante sus ojos. Fue preciso hacer un esfuerzo y se-
renarse. Luego había leído:

Querida mamá:
Sé lo mucho que habrás sufrido en estos tres años.
Los supongo una prueba para ti, tú que tanto me has
querido siempre y tantos desvelos has sentido por mí.
Estoy en Chu-Noa, muy enfermo, corroído por las
fiebres de esta infecta selva. Ya no tengo salvación. El
médico del campamento es un hombre rudo y ha sido
franco conmigo. Voy a morir pronto.... ¡No llores, ma-
má, te lo ruego! Después de todo, yo lo quise así.
Me fui porque estaba harto de aquella vida monó-
tona, angustiosa y sin aliciente. Necesitaba irme, salir
de tu lado, labrar mi propia vida. Tenía necesidad in-
eludible de conocer el mundo, de ver cosas distintas.
Ahora comprendo que he sido un tonto. Pero no me
arrepiento. ¿Qué habría sido en el banco? Un empleado

126
que desgasta sus codos sobre la mesa, repasando balan-
ces, haciendo anotaciones de cifras que no representan
para mí nada más que números inconcretos, pero que
para otros es vida, dinero, existencia.
Yo tenía necesidad de hacer lo que hice. Irme a co-
rrer mundo. Librarme de tu tutela, vivir mi vida. ¡Lás-
tima que haya sido tan corta! Corta en tiempo, pero
larga en emociones y sensaciones. Amé, viví, sentí....
¡Todo lo hice con violencia, con pasión, con ansias! He
viajado mucho. Primero en un barco mercante, luego a
través de la selva, por ciudades de oriente, por Asia,
donde el tiempo es inmortal y donde cada minuto vale
un año. He sido lo que se llama un aventurero. Tuve
amantes, amigos, enemigos, y nunca conseguí lo que
buscaba: el dinero suficiente para regresar y cubrirte de
oro, de la cabeza a los pies. Ahora eso no importa. El
dinero, me he convencido, es lo que menos vale. Lo im-
portante es lo que hice: ¡vivir mi propia vida, y no la
que los demás querían imponerme!
¡Lo he logrado, madre! ¡Ahora puedo morir tran-
quilo! ¿Verdad que sonreirás cuando recibas y leas esta
carta? ¿Verdad que dirás que tu hijo supo librarse de sí
mismo, rompiendo las cadenas que le ataban a la vida
insulsa, estúpida y vacía de un simple empleado que,
durante todos los días de su vida, soñó con hacer lo que
he hecho? ¡Sí, madre; voy a morir en una cabaña de
junco, en medio de la selva, lejos de la civilización, con
la única compañía de un "tuy" que ni siquiera entien-
de mi idioma! ¡Pero es tan maravilloso este silencio!
¡Adiós, madre, gracias por haberme dado la vida
que saboreo ahora con deleite hasta que me llegue el úl-
timo instante! Adiós, querida madre, nos veremos en
alguna otra parte.
Tuyo siempre,

SERGIO.

127
Un sollozo se escapó de labios de la anciana. Estrujó la carta con-
tra su pecho y luego gritó, con voz desgarrada:
—¡Sí, hijo, sí; hiciste muy bien! ¡Tenías derecho a vivir tu propia
vida! ¡Y me alegro que lo hayas conseguido! ¡Gracias, Dios mío,
porque, ya que me lo quitaste, al menos le diste lo que él, en su ti-
midez e insignificancia, nunca habría aspirado a poseer!
»¡Has sido libre, Sergio! ¡Yo te bendigo!

***
Era una humana reacción. Era un grito de júbilo. La muerte le
había quitado a un hijo que daba por perdido. Ahora, al saber lo que
había sido de él, la madre comprendió. Hubo de leer muchas veces
la carta, casi cien veces, apurar el sentido de las letras, beber en ellas
como si fuesen la fuente de la sabiduría.
Y lo profundamente fantástico, era que tal carta no la escribió
nunca Sergio Preiss.
¡Aquella extraña misiva tenía su origen en los arcanos del más
allá! ¡Era apócrifa, falsa, llena de piadosas mentiras!
La mandó escribir Valentín Lefranc, quien, pese a todo, poseía
un alma romántica heredada de sus antepasados, los franceses. Y al
hacerla llegar a manos de la mujer, creyó haber hecho algo que otros
no tuvieron en cuenta.

***
En Los Angeles vivía una familia, cuya existencia transcurría en
un incierto temor. La señora Lefranc, una humilde y altiva dama,
jamás dio por perdido definitivamente a su hijo. No sabía qué fue de
él. Valentín había desaparecido de su existencia y su marido le creía
muerto.
Habían hablado infinidad de veces respecto a esto.
—De verdad, Ivette. Valentín murió aquella mañana, al ir a su
trabajo. Pero nos lo ocultan.
—¿Por qué, Pierre? Su coche se estrelló contra la valla, lo sé. Pero

128
¿y su cuerpo?
—Ya te lo dijo el inspector... Debió de ser ocultado por el con-
ductor que ocasionó el accidente. Estas cosas ocurren. Uno comete
una imprudencia. No es que se haga con mala intención. Pero Va-
lentín pudo morir. Un mal golpe en la cabeza, ¿quién sabe? Y luego,
el otro, al ver lo ocurrido y al pensar en las consecuencias, decide
ocultar el cuerpo. Ésa es la explicación, Ivette. Desengáñate, Valen-
tín está muerto. Y quien lo ocultó debía temer por sus hijos, posi-
blemente.
»Si le hubiesen detenido, habría ido a la cárcel. Su familia queda-
ría en la ruina. Esas cosas se piensan. Y si la víctima no aparece, el
causante del accidente puede seguir viviendo.
—¡No, Pierre; sé que mi hijo vive!
—Christine Vance no lo cree así. Y ellos iban a casarse.
—¡Pero esa descarada no quería a mi hijo como le quería yo!
Esta conversación se repetía con frecuencia. Era el tema de los
Lefranc en las noches de nostalgia, cuando los recuerdos invadían la
mente de Ivette, la anciana francesa que emigró a los Estados Uni-
dos para dar a sus hijos una existencia más fácil. ¡Cuánta desilusión!
Sin embargo, una tarde, la señora Lefranc y la joven Chris Ha-
mon, se encontraron frente a frente, en un paseo, La que había sido
novia de Valentín Lefranc llevaba un niño en un cochecito y otro de
la mano, con evidentes deseos de pretender escapar.
Las dos mujeres se miraron. La joven bajó la cabeza.
—¡Christine! —exclamó la señora Lefranc.
—¡Ah..., hola, señora Lefranc! ¿Cómo le va?
—¿Son éstos tus hijos?
—Sí —exclamó Chris, con orgullo.
—¡Oh, cómo se parece éste a mi Valentín! —La señora Lefranc,
cariñosamente, acarició el rostro de Bill Hamon, el mayorcito, sin
darse cuenta de que Christine enrojecía visiblemente.
—Son figuraciones de usted —murmuró la joven.
—¿Figuraciones? ¡Recuerdo cuando mi Valentín era así! ¡Y se
parece a este niño como una gota de agua a otra!
El niño no parecía cohibido ante la anciana, la cual se levantó y
miró fijamente a Chris.
—¿Por qué me mira así?... Este niño nació a su debido tiempo...
129
¡Es imposible lo que está usted pensando!
—No, hija mía. No he pensado mal... Pero... Se me ha ocurrido
que tú pudiste haber visto a mi Valentín después.
—¿Yo?... No, señora. Pero ya que me lo recuerda, le diré algo
que quizás no sabe usted. Valentín no murió. ¡Se fue con otra mujer!
¡Lo sé muy bien!
Ivette Lefranc miró con fijeza a la que habría podido ser su nue-
ra.
—¿Y cómo lo sabes?
—¡Usted también lo sabe, no finja! Su marido venía conmigo
cuando fuimos al garaje y hablamos con «Buggy» y Eddy. Valentín
salió indemne del accidente. Se presentó en la estación de servicio...
¡Y sé muy bien que se fue en el coche de una mujer que pasó por allí!
—¡No! —gritó la anciana.
—Sí. No murió en el accidente. ¡Se escapó de usted, de mí! ¡Hu-
yó de todos! Él no me quería. Siempre estábamos regañando por
tonterías... ¡No sufra usted más por él! Está bien. Se reirá de todos
nosotros, pero vive y apuesto a que es feliz.
—¡Estás loca, Chris! —repuso Ivette Lefranc.
No quería saber que su hijo pudiera estar vivo. Prefería conti-
nuar creyendo que había muerto. Así le tenía más cerca, era más su-
yo, no se había ido con otra mujer.
Pero, durante días, había de extrañarse del parecido del hijo ma-
yor de Christine Hamon con su propio Valentín, cuando era niño.
¡Y, desde luego, el parecido era innegable!
¿A qué obedecía aquella casualidad?
Quizás Valentín Lefranc, desde su existencia del «Poder Medio»
pudiera dar una explicación correcta. Sin embargo, no lo hizo jamás.
Todo terminaba allí, aunque el destino siguiera trabajando en su re-
cóndito ámbito.
Billy Hamon, sin embargo, habría de tomar mucho afecto por la
señora Lefranc, y a medida que crecía, visitaría a la anciana con fre-
cuencia, llegando a ser para ella como un verdadero nieto.
—Yo no tengo abuela —le habría de decir Billy Hamon a la se-
ñora Lefranc—, y mamá me ha dicho que usted habría podido ser
mi abuela... ¡Yo quiero que lo sea de verdad!
—¡Hijito mío!
130
El patetismo de aquella exclamación es inenarrable...
FIN

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Próximo número

LA NUBE ROJA

por

PETER KAPRA

En la extraña sociedad del año 2200


un ser humano, nefasto, es convertido
en una nube gaseosa, que engulle
cuanto encuentra, sembrando el páni-
co y el terror.

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