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LA NUBE ROJA

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PETER KAPRA

LA NUBE ROJA

Ediciones TORAY
Arnaldo de Oms, 51-53 Dr. Julián Álvarez, 151
BARCELONA BUENOS AIRES

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© Pedro Guirao Hernández, 1966

Depósito Legal: B. 21.020 – 1966

Printed in Spain - Impreso en España

Impreso en los T.G. de EDICIONES TORAY, S.A. – Espronceda, 320


BARCELONA

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DEDICATORIA

A mi buen amigo y entrañable lector,


Santiago López, con ánimo de convencerle de
que la fantasía carece de límites.
Afectuosamente,
PETER KAPRA

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I
—Kolmar, llamada.
—Adelante. Corto.
Un hombre del gobierno. Un gesto maquinal sobre un tablero de
comunicaciones, en un despacho desprovisto de todo. Sólo algo lla-
mado mesa, algo llamado aún silla, y un muro en el que una panta-
lla trifocal de incidencias catódicas reprodujo instantáneamente la
figura irreal del visitante.
Kolmar Orivesi reconoció al hombre. Se levantó, sonriente.
—¡Doctor Bjorke, qué placer!
El «fantasma» de la pantalla sonrió también.
—El placer es mío, señor Orivesi. Lamento molestarle en sus
ocupaciones. Pero es importante y... ¡personal!
—Me disponía a retirarme ya, doctor Bjorke —contestó el hom-
bre del gobierno—. No crea que estoy tan ocupado como dice la In-
formación Oficial. Siempre dispongo de tiempo para atender a cien-
tíficos como usted. Le veré dentro de un minuto en el salón 127. ¿Es
asunto privado?
—Privado y sumamente confidencial, delegado.
Al sentirse llamado así, Kolmar Orivesi se mordió levemente el
labio inferior y a continuación se levantó.
—Hasta ahora. Aislaré el 127.
—Gracias.
Kolmar ejecutó otro movimiento maquinal sobre el tablero de
comunicaciones y la figura tridimensional desapareció de la pantalla
del fondo. El despacho volvió a quedar silencioso, aislado.
Consistía en una chimenea horizontal, un embudo de muros
irregulares y geométricos, de un material parecido al vidrio oscuro,
pero que era cristal de carbono, opaco y que tamizaba la luz exterior.
Ante el muro más pequeño, de espaldas a él, estaba Kolmar Orivesi,
el delegado de Seguridad de la Zona Norte —la antigua Escandina-
via—. Kolmar Orivesi desempeñaba un cargo público. En toda la
zona conocían su nombre; muy pocos su fisonomía o aspecto.

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Al ponerse en pie, para abandonar el despacho, demostró ser un
hombre alto, de casi dos metros, bien proporcionado, con rostro
agradable, algo alargado, ligeramente retocado, y ojos grises y du-
ros. Nada más en él revelaba que fuese un hombre excepcional. Su
cráneo era normal, su cabello, corto y dorado, su tez, «soleada».
¡Hasta un delegado de Seguridad estaba sometido a la tiranía del
aspecto uniforme y amorfo que prevalecía en la época!
Sus ropas eran corrientes. En las vías móviles de cualquier ciu-
dad, habría pasado inadvertido entre la gente. Parecía andar descal-
zo, pero llevaba suelas adheridas a la planta del pie.
El pantalón le oprimía ligeramente los muslos «soleados» y depi-
lados. La «vesta», muy ceñida y elástica, caía sobre la breve cintura,
ciñendo los pantalones. El color de sus ropas era azul plateado, y el
único adorno que lucía Kolmar era un reloj de pulsera, especie de
aro grueso en torno a la muñeca izquierda, que tenía de todo menos
de reloj.
En realidad, era radioemisor individual, aunque por raro ana-
cronismo continuaba llamándosele reloj de pulsera. Y era cierto. Con
él se podía saber la hora exacta. El usuario sólo tenía que presionar
un resorte y llevarse la pulsera al oído, para que automáticamente la
voz metálica de un robot le dijera la hora, los minutos, los segundos
y las décimas de segundo.
El reloj de pulsera de Kolmar Orivesi había costado un millón de
«bonos» del gobierno: una placa de «fibra-plastic», con impresión
interior, en la que, entre las líneas de un dibujo de estilo geométrico,
se veía el uno seguido de seis ceros y el sello del ministro de Ha-
cienda.
Kolmar avanzó hacia el muro de cristal carbónico.
Antes de llegar a él, se descorrió una puerta en forma de abanico
que daba paso a una cabina irregular, con cabida para dos o tres
personas. El muro ostentaba una placa, con números desde el uno al
cero. También tenía letras.
Kolmar se limitó a pulsar los números uno, dos y siete.
Algo se debió de mover en alguna parte del edificio. Decían que
no era el ascensor el que descendía hasta la planta, ¡sino que la plan-
ta ascendía hacia el ascensor o cabina! De un modo u otro, muy poca

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gente, dentro del edificio del gobierno, sabía en qué piso o lugar se
encontraba.
Allí trabajaban unos cien hombres. Todos eran delegados del
gobierno, y cada uno desempeñaba una misión específica, concreta.
Jamás se veían unos a otros, ni siquiera se conocían, aunque las ca-
binas de traslados funcionaban constantemente, subiendo, bajando,
o desplazándose horizontalmente dentro de la fabulosa colmena de
silencio y misterio que era la sede oficial de la Zona Norte.
Muro con muro, el delegado de Seguridad podía estar trabajan-
do con el delegado de Industria, o con el de Vuelos Espaciales. Cada
uno atendía sus asuntos. En caso de necesitar entrevistarse, las pan-
tallas tridimensionales les ponían en comunicación... ¡Y sólo en ca-
sos muy especiales, podían verse entre sí los delegados!
En realidad, Kolmar Orivesi llevaba allí tres años y sólo conocía
a dos delegados, al de Justicia y al de Convictos, y esto por la vincu-
lación que tenía un departamento con otro.
Al abrirse la puerta de la cabina, terminado el viaje sin que Kol-
mar pudiera saber en qué lugar se encontraba dentro del edificio del
gobierno, otra puerta se abrió al mismo tiempo.
Aquel salón, con sillones giratorios en el centro, debía de tener
más de cien puertas. Kolmar había recibido allí a muchas visitas, y
éstas siempre aparecieron por lugares distintos. Y todas las puertas
eran invisibles.
Un hombre de edad, ataviado poco más o menos como Kolmar,
aunque de color distinto, tanto de piel como de ropas, entró y pare-
ció hacer en el aire un signo cabalístico, como si trazase un ocho con
el dedo índice sobre una pizarra imaginaria.
Kolmar, a su vez, pareció asentir con la cabeza, extendiendo am-
bas manos adelante. Estos signos convencionales significaban:
—La sabiduría sea contigo.
—Que Dios colme de dicha a ti y a tu familia.
Luego, oralmente, Kolmar dijo:
—Me alegro muchísimo de volverle a ver, doctor. ¿Cómo está su
ayudante, la señorita Koping?
—Bien, delegado... Muy bien, aunque últimamente hemos esta-
do trabajando mucho. Se encuentra algo fatigada.

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—Tenga la bondad de sentarse. Hace días que pensaba hacerles
una visita. Pero ya sabe usted lo que son estas cosas. Siempre surge
algo que me impide ir hasta el lago Storuman. Mucha nieve por allí,
¿eh?
—Bastante. —El doctor Bjorke se sentó y miró el suelo—. No
quiero robarle su tiempo, delegado Orivesi. Necesitaba verle y por
eso estoy aquí.
—¿Y bien?
Ahora el hombre de ciencia miró abiertamente al delegado ofi-
cial.
—He podido ir a ver al delegado de Investigaciones Científicas,
pero he considerado que usted..., bueno, exactamente no sé por
dónde empezar.
—Si no quiere molestarse en hablar, puedo llevarle al «escudri-
ñador mental»... —empezó a decir Kolmar, sonriente.
—¡No, no se trata de eso! Verá, debo decirle que estoy trabajan-
do en algo apasionante. Recordará usted el asunto de Adro Koszlin.
—Lo recuerdo perfectamente, doctor. El caso quedó zanjado y
Koszlin cumple condena a perpetuidad en la prisión orbital de Mar-
te. ¡Es una lástima que no exista la pena de muerte! Con personas
como Koszlin debería emplearse.
«Agradecí mucho el favor que me hizo usted entonces, ayudán-
dome a capturarle. Esos individuos son criminales psicópatas, que
gozan causando mal a sus semejantes.
—Él lo hacía por lucro, delegado —rectificó Bjorke, muy serio—.
Pero... ayudaba a la ciencia. Aún tenemos mucho que aprender.
—Siento discrepar con usted en ese punto, doctor Bjorke. La
ciencia tiene otros medios para la experimentación.
—¡Estamos atados de pies y manos por las leyes humanas, dele-
gado Orivesi! —pareció gritar el hombre de ciencia.
Kolmar Orivesi arrugó ligeramente el ceño, a la vez que se lleva-
ba el reloj de pulsera al oído y presionaba el resorte de la hora.
—Las tres, seis minutos, catorce segundos y nueve décimas —
oyó decir.
—Avíseme dentro de quince minutos, por favor.

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El doctor Bjorke no se inmutó por aquella limitación del tiempo.
Era la fórmula correcta de un funcionario público, un hombre de
gobierno, como Kolmar Orivesi.
—Siga, doctor.
—El hacer experimentos con seres humanos está prohibido seve-
ramente. Y yo le ayudé a usted a capturar al que comerciaba con se-
res humanos.
—Sí... ¿A qué viene eso?
—Yo... Bueno, lo que antes consideraba inicuo, abominable e in-
humano, me parece ahora todo lo contrario. Jamás vi con buenos
ojos las prácticas de laboratorio que empleaban a seres vivos, y us-
ted lo sabe.
El agraciado rostro de Kolmar Orivesi se había ido endureciendo
paulatinamente a medida que su visitante hablaba. Sin embargo, no
hizo ningún comentario. Estimó conveniente seguir escuchando. Era
obvio que el doctor Bjorke no había terminado de exponer su punto
de vista.
—Usted debe saber, delegado, que le ayudé a detener a los doc-
tores Marcus, Nell, Zydos, Gimnelt e Hillman, los cuales cumplieron
su condena y pagaron su multa. Yo desaprobaba sus prácticas...
—¿Desaprobaba, doctor Bjorke? —repitió el delegado del go-
bierno, entornando sus ojos grises.
—Si... ¡Y lo desapruebo, como hombre que soy! Un hombre, en
estado de desesperación, por grado o por fuerza, no debe enajenar
su cuerpo para prácticas científicas de laboratorio.
—La «C. I. C.» les facilita a ustedes cuantos cobayos precisen. El
ser humano no puede ser objeto de ensayo... Me refiero al ser hu-
mano vivo —manifestó Kolmar secamente—. Usted lo comprendió
hace un año y debía seguir comprendiéndolo ahora.
—En un año pueden ocurrir muchas cosas, delegado Orivesi. Y
precisamente por ese motivo he venido a verle a usted. En pocas pa-
labras, ¡necesito un hombre o una mujer para experimentación!
Kolmar Orivesi no vaciló en responder.
—Es legalmente imposible.
—En tal caso, practicaré conmigo mismo.
—Eso no se lo puede negar nadie, doctor Bjorke. Es usted dueño
de sus actos. La ley no puede impedirle que atente usted o ponga en

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peligro su vida. Pero de las mutilaciones, enfermedades o taras que
se produzcan en usted, habrá de tener conocimiento el delegado de
Sanidad Pública.
—Conozco la ley, delegado Orivesi —replicó el doctor Bjorke se-
camente—. El único inconveniente en esto radica precisamente en la
señorita Koping. Me temo que no esté suficientemente preparada
para realizar la prueba una vez yo haya desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Qué quiere decir? ¿Qué experimento es ése?
—No puedo decírselo, delegado. Es un secreto técnico... No
quiero entretenerle más —Bjorke se puso en pie con dignidad—.
Una pregunta más, delegado Orivesi. ¿Se considerará que he faltado
a la ley si en vez de hacer la prueba conmigo es mi ayudante quien
la lleva a cabo en su propia persona?
—Sí. El experimentador es usted.
—¡No, somos los dos! —replicó Bjorke—. Elka Koping colabora
conmigo. Se trata de un experimento en colaboración.
—¿En el que uno de los dos debe desaparecer?
—Sí.
—Si no aparece una vez efectuada la prueba, usted irá a prisión.
—¡He convertido en gas toda clase de animales, devolviéndolos
después a su primitivo estado! —exclamó Bjorke con enojo.
—¿Y pretende usted transformar en gas a una persona? —
Kolmar se puso en pie de un salto—. ¡Eso es inaudito! ¿Qué clase de
experimento es el suyo?
—Transformación de materia en los tres estados básicos y en los
nueve intermedios. Se llama «neoutexia térmica», y se experimenta
en temperaturas que van del cero absoluto al millón de grados cen-
tígrados. No creo, sin embargo, que los detalles técnicos sean de su
interés.
»En pocas palabras, yo puedo convertir en gas a una persona...
Puedo volatilizarla, sin que se modifique ninguna de sus caracterís-
ticas fisicoquímicas, ni sufra ningún trastorno genético o morfológi-
co. Su «organismo» no se altera en absoluto, gracias a la precisión de
mi método.
—Han pasado quince minutos —se oyó decir una voz metálica
en el reloj de pulsera de Kolmar.

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Atónito, el delegado de Seguridad, que miraba al doctor Bjorke
como si estuviese mirando a un resucitado, no respondió. Su tiempo
se había terminado, pero no pareció enterarse.
—¿Es usted capaz de transformar en gas a una persona y luego
restituirla a su estado primitivo?
—Sí. Personas, animales y cosas... He convertido en gas una
planta, un ratón, un mineral cualquiera, incluso elementos diferen-
tes. He gasificado oro y plata, creando un gas auroargentífero. Por
esos experimentos, como usted debe saber, me fue concedido el
Premio Universal... Y en ello trabajaba cuando le conocí a usted.
—Precisamente hablamos de la venta de seres humanos y usted
se prestó a tender la trampa a Koszlin. ¿Cómo es que ahora pide lo
que sabe muy bien que es imposible?
—Es que no quiero faltar a la ley. Yo sé que usted puede ayu-
darme. La idea no es mía, sino de la señorita Koping. Ella me dijo
que viniese a verle a usted.
»No aspiro a que me autoricen a comprar un hombre, no. Ni si-
quiera que me dejen un moribundo. Elka ha pensado en los hom-
bres de las prisiones orbitales.
—¿Experimentar con un convicto?
El asombro de Kolmar parecía ir en aumento.
—¿Qué utilidad reporta un criminal? ¡Ninguna! Son hombres
que trabajan para purgar su delito, o bien pasan las horas encerra-
dos sin hacer nada. Antiguamente, se hicieron prácticas con reos vo-
luntarios, llegándose a descubrir sueros que fueron útiles a la hu-
manidad. En aquellos tiempos, la química estaba en balbuceos, y, en
algunos casos, los cobayos humanos sufrieron padecimientos o mu-
rieron. El caso de los cien convictos de Omaha es conocido de todos.
Eran criminales y murieron. Después de su muerte, se les consideró
como mártires de la ciencia.
—Han transcurrido muchos años desde entonces, doctor Bjorke.
Las leyes son ahora distintas.
—¡Pero las leyes las hace el gobierno! ¡Usted podría informar fa-
vorablemente mi petición! ¡Yo necesito un ser humano para some-
terlo a «neoeutexia térmica», y que luego pueda contarme sus im-
presiones sobre tal estado...! Un ratón es incapaz de hacerlo.

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—¿Pretende que yo influya en la Junta de Gobierno para que le
autoricen prácticas ilegales?
—Esperaba más comprensión de usted, delegado Orivesi.
—Sí, le comprendo —murmuró Kolmar—. Yo le pedí una vez
que me ayudase a capturar al hombre que precisamente se dedicaba
a las prácticas que ahora desea usted emplear. Koszlin fue condena-
do y encarcelado, gracias a que usted me prestó su colaboración. Y
ahora... ¿Cómo se le ha ocurrido una idea semejante?
—¡Se me ha ocurrido porque ahora siento la necesidad de la ex-
perimentación con un ser vivo, como antes la sintieron Hillman,
Zydos, Nell y los otros, y por eso pagaron veinte millones de «bo-
nos» cada uno a Koszlin, situándose más allá de la ley! Todos, ex-
cepto el traficante, estaban convencidos de hacer un bien a la huma-
nidad y pagaron.
»Sólo ocurrió un desastre. El «paciente» de Zydos murió y no
fue posible reanimarle, porque le falló algo en el cerebro. Los demás,
viven todos... ¡Y el hombre que me ayude será devuelto también con
vida!
»Pero no he querido actuar como actuaron ellos, violando la ley.
Deseo que usted informe y, por quien corresponda, se dicte una ley
autorizando esta experimentación.
—Yo no puedo hacer nada al respecto. Mi obligación es otra. En
todo caso, el informe y la petición deben partir del delegado de In-
vestigaciones Científicas. ¿Por qué no va usted a verle?
—Usted vino a verme a Umnäs, cuando necesitó de mí para
apresar a Koszlin —repuso Bjorke, muy serio, casi en tono acusador,
echando en cara el favor, casi con mentalidad infantil—. Ahora, yo
le necesito a usted, y por eso he venido.
Kolmar estuvo a punto de responder agriamente, mas se contu-
vo. Era preciso ser indulgente con aquel hombre de ciencia, cuyo
prestigio, alcanzado al serle otorgado el Premio Universal, se exten-
día a todo el Sistema.
—¿Por qué no acude usted al Presidente de la Junta de Go-
bierno, doctor Bjorke? —preguntó Kolmar.
—Elka me dijo que viniera a verle a usted. Y eso he hecho. Si no
me autoriza, prescindiré de la ley y haré una autoprueba o bien so-
meteré a «neoeutexia térmica» a mi ayudante.

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—¡No puede usted hacerlo! —gritó Kolmar.
—¡Ni usted puede impedírmelo! No existe transgresión de la ley
hasta que no se ha consumado el delito —replicó el hombre de cien-
cia.
—¡Le haré vigilar!
—¡Los rayos «Higgs» de los controladores de seguridad oficial
no pueden atravesar las ondas ultramagnéticas que envuelven mi
laboratorio! ¡Y recuerde que la «Comisión de Investigaciones Cientí-
ficas» me autorizó a usarlas para poder gozar de completo aisla-
miento!
—Puedo hacerle detener.
—¿Con qué motivo?
—Amenazas de prácticas prohibidas.
—¡Inténtelo y dejará de ser delegado de Seguridad de esta zona,
señor Orivesi!
—¡Pues le puedo hacer detener por amenazas personales!
—Hemos terminado... Me retiro. Le ruego que me permita salir.
—Un momento, doctor Bjorke. No tengo intención de retenerle
contra su voluntad. Sólo deseo hacer constar que voy a olvidar esta
conversación. No hay nada grabado ni filmado. Se trataba de una
entrevista privada. Pero deseo ayudarle... Voy a ir a la prisión orbi-
tal «RZ-3» a ver a Koszlin: Hablaré con él. Si acepta ser sometido a
tratamiento, en calidad de condenado a perpetuidad, enviaré una
solicitud a la Junta de Gobierno... ¡Y conste que lo hago por la seño-
rita Elka Koping!
Ahora, el doctor Bjorke pareció compungido.
—Lamento cuanto le he dicho de desagradable, delegado Orive-
si.
—Olvide también mis reproches. Le estimo mucho a usted —«Sé
que es como un niño que juega a investigar cosas extrañas», habría
podido añadir Kolmar, pero se limitó a decir, sonriendo—. Y le visi-
taré dentro de cuatro días. Entretanto, le ruego que aguarde y no
haga autoprácticas, ni someta a la señorita Koping a ningún peligro.
—Esperaré. Le doy mi palabra.
Uno de los contactos electrónicos que Kolmar Orivesi llevaba en
su pulsera accionó una puerta «abanico».

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Kolmar formó ahora el ocho con los dedos y su visitante exten-
dió los brazos hacia delante, inclinando ligeramente la cabeza, para
luego retroceder de espaldas y penetrar en la cabina. La puerta se
cerró y el hombre de ciencia desapareció, dejando al delegado de
Seguridad muy preocupado y pensativo.
—Está chiflado. ¿Por qué no se retira ya? Será mejor que hable
con su ayudante.
Levantó la mano izquierda y presionó el botón de llamada a una
emisora de comunicaciones intermedias. La conexión fue instantá-
nea.
—Llamada a Elka Koping, en el laboratorio del profesor Bjorke,
lago Storuman, Umnäs. Es urgente. Soy Orivesi, delegado de Segu-
ridad.
—Inmediatamente, señor delegado —le contestó una voz robóti-
ca.
Kolmar esperó unos minutos, sentado en un sillón circular del
salón 127. Luego, volvió a llamar con insistencia. La contestación
que obtuvo fue:
—No responden, señor delegado... ¡Pero hay una llamada oficial
para usted desde la sede del Gobierno Central!
—Póngame la comunicación inmediatamente.
—¿Delegado Orivesi? —oyó decir al ministro de Seguridad.
—En persona, excelencia.
—¡En «RZ-3», la prisión orbital de Marte, se ha producido una
fuga! Una nave espacial con matrícula de «Nord», pilotada por una
mujer a la que no ha sido posible identificar, ayudó a fugarse al con-
victo Adro Koszlin.
«Localice a esa mujer inmediatamente.
—Sí, excelencia.
—¡Y capture de nuevo a Koszlin! ¡Es peligroso!

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II
Pese a ostentar el título de doctora en Física y Química, Elka Ko-
ping era una mujer joven, atractiva, esbelta, en cuanto a cualidades
externas y audaz, decidida, valiente y resuelta, en cuanto a cualida-
des internas.
Le apasionaba su trabajo junto al doctor Bjorke, y creía estar co-
laborando en un método revolucionario de insospechadas posibili-
dades. Ella había visto, atónita y fascinada, un pedazo de acero con-
vertirse en gas. ¡Algo insólito y nuevo!
Un gas que podía ser extraído de la cámara hermética y envasa-
do. Hasta el momento ignoraban qué utilidad podía tener, pero, en
el terreno de las aplicaciones técnicas, podía ser algo ilimitado.
¡Y también había visto, por el procedimiento de «neoeutexia
térmica», licuarse el gas para luego convertirse, de nuevo, en el
mismo pedazo de acero, sin haber perdido ninguna de sus propie-
dades!
En el campo de la ciencia pura, esta experiencia era algo asom-
broso. Y el nombre de Elka Koping habría de ir unido al del doctor
Bjorke, Premio Universal de Ciencias, por su interesante trabajo.
Elka había visto muchas más cosas. Por ejemplo, vio una planta
transformarse en gas, a un ratón, a un conejo muerto, ¡incluso un
pájaro! Era algo fascinante mirar a través de la mirilla de la cámara
hermética y ver cómo el objeto o cuerpo despedía humo de distintos
colores, según fuese la naturaleza del objeto o cuerpo en experimen-
tación, para quedar envuelto en él, y desaparecer de la vista.
Humo, gas, materia gasificada, a través de la que se podía intro-
ducir una barra, la mano, cualquier cosa, sin dañarla. Y allí quedaba,
después, la masa informe de gas, mucho más voluminosa que el ob-
jeto del cual procedía.
Allá, en el laboratorio, Elka tenía cobayos —conejos de Indias—,
que habían sido transformados en gas rojo, y luego, invirtiendo el
efecto del «neoeutexio térmico», devueltos a su estado primitivo... ¡Y
continuaban viviendo!

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¡Esto indicaba, sin lugar a dudas, que la materia orgánica no se
transformaba, sino que seguía viviendo en su estado gaseoso!
El doctor Bjorke había intuido esta posibilidad al efectuar los
cálculos previos. Su ciencia era vasta, su saber, también. Pero algo se
le había escapado. Algo no había sido previsto, y de aquí surgió, casi
sin darse cuenta, un proceso de transformación molecular... ¡En
donde las células vivas continuaban viviendo, separadas entre sí!
Bjorke y Elka hubieron de trabajar meses enteros estudiando
aquel curioso fenómeno. Meses apenas sin descanso, absortos de
noche y de día en el estudio de las reacciones de las cosas sometidas
a tratamiento analítico dentro de la cámara hermética.
Y la verdad estaba al alcance de la mano. La palpaban ya, creían
poseerla, porque el instinto les decía que estaban a un paso de ella.
¡Habían descubierto algo capaz de convertir en gas, el tercer estado
de la materia, todo cuanto existía en el universo infinito!
¡Todo!
¿Incluso un ser humano?
Hicieron pruebas con cuerpos simples y compuestos. ¿Qué era lo
que surgía? Algo extraño, sin duda. Convertir en gas el agua era
sencillo. Sometida el agua a tratamiento «neoeutéxico térmico», sur-
gía vapor de agua, simplemente, y actuaba como un gas corriente,
expandiéndose en todos sentidos. Sucedía otro tanto con cualquier
mineral.
Los cuerpos inorgánicos, simples o compuestos, actuaban según
una ley. Su gas podía escaparse, «evadirse», de haber podido salir
de la cámara hermética. En cambio, con los cuerpos orgánicamente
vivos, la cosa era distinta. Existía una rara cohesión que mantenía el
gas unido, formando como una nube sin peso, que el menor soplo
de aire podía agitar, deformar o trasladar... ¡Pero jamás se separaban
sus moléculas, por muchas formas raras que la pequeña nube pudie-
ra adoptar!
Pertenecían a un cuerpo vivo y la cohesión era constante.
—¿Por qué? —había preguntado Elka en muchas ocasiones a su
maestro, el doctor Bjorke, en la soledad y el silencio de su vasto la-
boratorio, situado en un edificio de cristal carbónico blanco, a orillas
del lago Storuman.

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—¿Por qué?... Eso es lo que debemos averiguar. Todo tiene su
explicación, sin duda alguna, aunque nuestros conocimientos sean
demasiado rudimentarios para comprenderlo. Lo tenemos delante
de los ojos, lo estamos viendo y nos parece increíble.
»Y, pese a todo, debe ser un fenómeno natural.
—¿Ha pensado usted en que la vida animal puede influir en esa
insólita cohesión? El ser se resiste a separarse de sus células, ¿o son
las células las que se resisten a separarse?
—En realidad, están separadas, Elka. ¡Son células gasificadas!
—¡Y que pueden, por inversión del tratamiento, recobrar su es-
tado y forma primitiva! —añadió la muchacha, asombrada—. Pero
¿qué ha ocurrido con el ser anterior?
—¿Es el mismo? —preguntó Bjorke, a su vez.
—Aparentemente, sí.
Experimentaron con cientos de conejos de India. Los sometían a
tratamiento «neoeutéxico térmico», convirtiéndolos en pequeñas
nubes rojas de extrañas o sinuosas formas, para luego restituirlos a
su estado anterior. De vuelta a su forma primitiva, los examinaban
durante horas, días, meses.
Todos los animalitos que antes habían sido nubes de gas, ahora
se comportaban normalmente. Comían, correteaban en sus jaulas,
defecaban, ¡y no habían perdido nada de su morfología! ¡Eran, exac-
tamente, los mismos!
Ninguno murió, ni enfermó, ni siquiera, mostró síntomas de su-
frimiento. Su estado seguía siendo idéntico exactamente al que te-
nían antes de ser sometidos a prueba.
Así, casi involuntariamente, habría de surgir la idea de someter a
un ser viviente y pensante a tratamiento con la «neoeutexia térmi-
ca». Después de todo, el hombre trabaja para el hombre, y la utili-
dad que aquel descubrimiento podía tener para toda la humanidad
era algo que aún estaba por descubrir...

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***
Elka y su maestro estaban ingiriendo alimentos sintéticos bajo la
cúpula transparente de la terraza, en el ala derecha del edificio, fren-
te al lago helado.
Había nieve en todo lo que abarcaba la vista. Nieve impoluta,
inmaculada, fina, tersa. Nadie entraba ni salía de la casa. Aislados
completamente del mundo, el viejo y la muchacha comían despacio
y pensaban aprisa.
—Es curioso —dijo Elka, de pronto, mostrando sus nacarados y
perfectos dientes—. Hace un año, usted ayudó a Kolmar Orivesi a
detener a un criminal que vendía cuerpos humanos narcotizados
para la experimentación científica.
—Era mi deber —murmuró Bjorke—. Esas prácticas ilegales de-
bían ser suprimidas.
—El doctor Marcus, colega de usted, fue detenido por haber pa-
gado veinte millones de «bonos» por un hombre... Y también los
doctores Zydos, Isaias Nell, Hillman y Gimnelt —apuntó Elka con
intención—. Me parece que estoy viendo al apuesto delegado Orive-
si cuando llegó en su «aeromóvil» y se posó suavemente en el lago.
—Lo recuerdo muy bien, Elka. Me parece estar viéndolo aún. Es
un hombre inteligente y docto. Hubiese sido un gran hombre de
ciencia, de no haber sido elegido como hombre de gobierno.
—Nadie elige su profesión, doctor. Los institutos psicotécnicos
son infalibles. El hombre de gobierno es una especie de antiguo poli-
facético. Saben de todo, y actualmente, más que los propios especia-
listas.
Bjorke sonrió y dijo:
—No tanto, Elka. No exageres. He dicho que Kolmar Orivesi
hubiese podido ser un hombre de ciencia, en caso de dedicarse a
ello. Le hablé de cosas relacionadas con mi trabajo y demostró com-
prenderlas tan bien como un profesional. Pero no es un fisicoquími-
co...
—Es un hombre de gobierno... ¡El delegado de Seguridad de la
Zona Norte! —En las palabras de Elka había como un tono de admi-

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ración—. Y por eso le ayudó usted. No podía negarse, a menos que
quisiera infringir las leyes.
—Es cierto. Yo secundé su plan e hice correr la voz entre mis co-
legas de Estocolmo y Upsala, solicitando un hombre para experi-
mentación. Mi nombre es muy conocido.
—A los pocos días le llamó Adro Koszlin, ignorando que se le
tendía una astuta trampa —apuntó Elka.
—¡Así, al descubrirse, Kolmar Orivesi pudo ir a detenerle! De no
haber sido por mí, nuestro delegado de Seguridad habría fracasado.
—No lo crea, doctor Bjorke —declaró Elka—. Kolmar Orivesi no
es de los que fracasan. Me explicó toda su investigación, desde el
momento en que le fue comunicada la desaparición de los hombres
narcotizados.
»Hubo que realizar una serie de interrogatorios con escudriña-
dores mentales, mezcladoras electrónicas, analizadoras, computado-
ras, etc., hasta llegar a la conclusión de que los hombres desapareci-
dos no tenían ningún vínculo entre sí. Eran hombres cogidos al azar
por alguien, con algún fin que no era el lucro personal. Ninguno era
rico, lo que descartaba la posibilidad de un rapto con ánimo de ob-
tener rescate.
»Kolmar me contó que todos eran empleados, gente humilde,
pero sana y bien constituida. Otra peculiaridad era que carecían de
familia. No habían sido víctimas de accidentes, ¡y todas desaparecie-
ron en el Parque Savsjo, en diferentes domingos por la noche!
—Una singular coincidencia que hizo pensar a Kolmar Orivesi
en la posibilidad de una especie de tráfico humano, o especie de
mercado de hombres con fines extraños —continuó el doctor Bjor-
ke—. Esto le indujo a vigilar las salidas y entradas de astronaves,
valiéndose de controladores de rayos «Higgs». Es asombroso lo que
puede averiguarse por medio de esas ondas indiscretas. Si no estu-
viésemos rodeados de un campo ultramagnético de seguridad,
siempre estaría temiendo que alguien pudiera observar nuestros ex-
perimentos.
—Cierto, doctor. Por fortuna, los controladores de vigilancia es-
tán en manos de los hombres de gobierno, en los que podemos con-
fiar ciegamente, pese a que desconocemos quiénes son.

20
—La Reforma Política del año 2129 fue un gran acierto, Elka. La
Humanidad debe sentirse satisfecha de su obra...
El doctor Bjorke aludía a la Constitución Universal, llevada a ca-
bo en la Conferencia de Nueva York, cuando el casi desconocido
profesor y pacifista, J. S. Calhound, impuso sus condiciones a todos
los gobiernos del mundo, los cuales no tuvieron más remedio que
aceptarlas o la Tierra hubiese sido destruida.
¡Y lo peor del caso era que poseía el poder absoluto de conseguir
la aniquilación total!
J. S. Calhound demostró que podía reducir a insignificantes me-
teoros nuestro voluminoso planeta, sus satélites y los planetas del
Sistema Solar. Sus neutrones tenían la virtud de producir la reacción
en cadena de una insignificante explosión atómica.
Ante ello, los representantes de todos los gobiernos se sometie-
ron a la Constitución Universal que fue acordada en Nueva York,
cuando los hombres accedieron, al fin, a colaborar entre sí.
Y la Constitución quedó establecida de forma que la Tierra sería
gobernada por una junta, al frente de la cual figuraría un alto magis-
trado, el Presidente, y que estaría compuesta por cien ministros, ca-
bezas invisibles de las cien actividades humanas... ¡Y que tanto el
Presidente como los ministros no debían ser conocidos de nadie.
Estos altos cargos serían ocupados por hombres psi-
cotécnicamente adecuados, previo examen intelectual, al que podían
concurrir todos los seres de la Tierra y los planetas, y a los que má-
quinas especiales de exploración y escrutinio seleccionarían a su de-
bido tiempo, que era cada cinco años.
El mundo, a su vez, fue dividido en zonas de influencia humana,
y en cada una de ellas se instaló una especie de gobierno local, de-
pendiente del gobierno central.
Y lo acertado de la resolución era que muy poca gente sabía
dónde estaban las sedes de gobierno.
El pueblo sabía que existían, que hombres expertos velaban por
los intereses de todos y tomaban acuerdos justos que los delegados
de Información Oficial se encargaban de publicar.
Se habían acabado los odios y fue implantado el respeto a la ley.
Los delegados de Seguridad tenían la facultad, otorgada por el mi-
nistro de su cargo, de imponer el orden. Nadie podía negarse, y si lo

21
hacía, el delegado enviaba de inmediato a los ejecutores de la ley, o
bien actuaba personalmente.
De aquel modo, la Administración pública quedó tan reducida,
que bastaban cien hombres, dedicados a su labor por entero, para
controlar una zona de más de mil millones de seres. ¡Y no había fa-
llado jamás!
Por este motivo, el doctor Bjorke estaba satisfecho de la Reforma
Política del año 2129, y sentía una gran admiración por el hombre
que salvó al mundo del caos, J. S. Calhound, quien dejó bien claro en
su testamento que no quería estatuas en su memoria. Él había sido
un ciudadano más de la humanidad.
—La Reforma fue la que nos privó de poder ahora experimentar
con seres humanos —apuntó Elka Koping, con cierto resentimiento.
—¡No digas eso, por Dios!
—Es cierto, doctor. Adro Koszlin era un granuja, y bien encerra-
do está en la prisión orbital «RZ-3». Pero hay momentos en que la
ciencia necesita de seres humanos dispuestos a sacrificarse por el
bien de los demás.
—Ese sacrificio podría ser motivo de especulaciones.
—¡Entre inmorales, sí; pero no con nosotros!
—La ley no puede hacer excepciones. Ha de ser taxativa, pura,
limpia, sin falsas apariencias, ni recovecos como antaño. La ley es
simple y se enseña en las escuelas, junto con la lectura y la gramáti-
ca. Nadie puede alegar desconocimiento de la ley. Sin embargo, a
propuesta de los ciudadanos de una zona, los delegados competen-
tes pueden cursar solicitud al gobierno Central, para que se estudie
la posibilidad de modificar ciertos estatutos legales.
—Vaya, pues, y proponga al delegado de Investigaciones Cientí-
ficas que autorice a investigar con seres humanos en los laboratorios
—replicó Elka con cierto resentimiento—. ¿Sabe qué le dirán?
—¿Qué?
—Le dirán: «Estimado y respetado doctor Bjorke, ¡recuerde el
caso Koszlin, todavía reciente!».
—Sí, eso me dijo por radio el delegado de Investigaciones Cientí-
ficas.
—¡Ah! ¿Le habló usted?

22
—Sí. Hace un mes. Y me recordó la participación que tuve yo en
la captura de Adro Koszlin. Yo le repliqué que podía encontrar vo-
luntarios en la Universidad, y se negó a seguir escuchándome. Por
eso he pensado en ir a ver a Kolmar Orivesi.

***
Elka Koping pensó que su maestro no conseguiría nada con el
delegado de Seguridad, pero le animó a ir a visitarle, mientras ella
daba vueltas en su mente a una idea que se le había ocurrido a raíz
de aquella conversación de sobremesa.
«Un ser humano, para experimentación... ¡Un hombre que había
estado proveyendo a los hombres de ciencia de individuos que ha-
bían sido raptados y narcotizados!... ¿Por qué no?»
La doctora Koping era una mujer imaginativa. Quería ayudar a
su maestro... ¡Y Adro Koszlin era un ser humano! ¡Él podía servirle
muy bien!
La única dificultad era que Koszlin estaba encerrado en la pri-
sión orbital «RZ-3», de Marte. Pero allí, un solo guardián, tan cauti-
vo como los reclusos, vigilaba a éstos. Nadie podía acercarse al pe-
queño mundo silencioso que, al igual que Deimos y Phobos, giraba
en torno al planeta rojo.
Esta idea fue cobrando forma en la linda cabeza de Elka, no co-
mo una venganza contra el individuo sin escrúpulos que un año an-
tes obtuviera cien millones de «bonos», sino porque juzgaba que un
criminal era el individuo idóneo para las experiencias que preten-
dían realizar.
No era difícil acercarse al satélite «RZ-3», aprovechando su trán-
sito por la noche marciana. Elka disponía de un poderoso aeromóvil
que en cinco o seis días podía llevarla a Marte. También podía acer-
carse a la prisión orbital sin ser vista y lanzar una fuerte descarga
que dejase paralizados a sus moradores. Luego, podría posarse con
su vehículo y apoderarse de Adro Koszlin, con el que regresaría a la
Tierra a toda velocidad.
Si todo salía bien, nadie se enteraría de lo ocurrido hasta que el
experimento estuviese realizado. Y, para entonces, Elka creía que

23
podría lograr el perdón de la Junta de Gobierno, dada la importan-
cia que la experiencia tendría para el futuro desarrollo de la huma-
nidad.
—Le interesa tomarse un descanso, doctor Bjorke. Últimamente
hemos trabajado demasiado —propuso Elka a su maestro—. Le su-
giero que se tome quince días de vacaciones; podría usted ir a Esto-
colmo e intentar ver al delegado Orivesi. También puede aprove-
char la ocasión para visitar a sus amigos de Upsala, dar alguna con-
ferencia y descansar un poco.
»Yo, por mi parte, pondría un poco de orden en el laboratorio;
luego, quizá me vaya unos días a la estación invernal de cabo
Nordkinn. Hemos de tener la cabeza despejada para las próximas
investigaciones. ¿No le parece?
Como siempre que Elka sugería algo a su maestro, éste aceptaba
sin replicar. Ella era unos cincuenta años más joven que él, y Bjorke
sabía que todo lo decía por su bien.
Así, decidido, la muchacha acompañó al doctor hasta Umnäs,
dejándole instalado confortablemente en el monoraíl aéreo de los
Ferrocarriles Escandinavos, para luego volver rápidamente en el
«aeromóvil» al solitario laboratorio del lago Storuman.
No perdió ni un momento la intrépida y audaz doctora, sino que
en seguida se puso a preparar el vehículo espacial para iniciar el via-
je por el espacio. El planeta Marte se encontraba a ciento cuarenta
millones de kilómetros de la Tierra. Esto requería una velocidad or-
bital muy grande, porque disponía de poco tiempo.
Efectuó algunas llamadas por radio, informándose convenien-
temente en la delegación de Vuelos Espaciales y solicitando número
de órbita para un viaje rápido a Marte.
—Si parte usted dentro de dos horas, tres minutos y seis segun-
dos, puede utilizar la órbita Solar X-A-l. 143. Empleará tres días en
llegar a su destino con una velocidad tipo «AHER-12».
—Gracias, muchísimas gracias.
La información de la delegación de Vuelos Espaciales era anó-
nima. Nadie podría saber, hasta no haber escuchado la grabación
oportuna, que una mujer había llamado desde el lago Storuman, so-
licitando una órbita para un vuelo individual a Marte.

24
Naturalmente, cuando Koszlin hubiese desaparecido de la pri-
sión, se averiguarían muchas cosas. Pero ya serla tarde. Seguramen-
te, intervendría Kolmar Orivesi, indagaría primero y luego iría a
verla. Para cuando eso ocurriera, Koszlin ya estaría en condiciones
de volver a la prisión. El experimento sería ya una realidad.
Tenía, pues, dos horas, tres minutos y seis segundos para partir
hacia la posición orbital X-A-l. 143. Una vez allí, se lanzaría como un
rayo a través del cosmos y luego...
Terminó de preparar sus cosas. Un proyector de ondas parali-
zantes, proyectores electromagnéticos, para adherirse al satélite pri-
sión, traje de vacío y «cámara de aire» para su víctima. También se
proveyó de alimentos para el viaje, agua, y colocó una carga de ura-
nio enriquecido para el motor.
Cuando estuvo todo dispuesto, Elka consultó la hora por radio y
pidió que la avisaran en el momento exacto de la partida. Entonces,
subió al «aeromóvil» y se instaló ante los controles, tras extender el
sillón reclinable, aunque la aceleración del despegue no sería gran-
de.
En los modernos aeromóviles se había conseguido un gran ade-
lanto, gracias a los motores atómicos sin residuos. Hasta un niño
podía manejarlos y despegar suavemente, con sólo saber cómo si-
tuar los controles automáticos. Todo lo demás lo hacía el propio
aparato.
Elka, sin embargo, quería descansar. Estaba segura de que ten-
dría que trabajar intensamente una vez hubiese regresado. Antes de
volver a la Tierra, avisaría a su maestro, para que regresara al labo-
ratorio, en el que le aguardaría la gran sorpresa.
Si Adro Koszlin había facilitado hombres para la experimenta-
ción, ¡ahora iba a ser el propio Koszlin quien sería sometido a expe-
rimentos!
Y el resultado asombraría al mundo de tal suerte que, posible-
mente, nadie se preocuparía porque la Ley de Convictos hubiese si-
do violada, al sacar a un hombre de una prisión orbital sin autoriza-
ción.

25
III
Al recibir la orden de su superior, el ministro de Seguridad,
Kolmar Orivesi regresó inmediatamente a su despacho. Se instaló
ante su mesa, desprovista de papeles, y empezó a accionar los con-
troles de comunicaciones que había en el tablero.
—En pocos minutos tendré datos suficientes para poder actuar...
¡Y puede que esa misteriosa mujer esté más vinculada al caso Kosz-
lin de lo que parece! —se decía Kolmar, mientras en la pantalla viso-
ra que había en el muro frente a su mesa iban surgiendo datos acer-
ca del expediente Koszlin.
Así pudo leer:
«Adro Koszlin, de cuarenta y nueve años, soltero, nacido en Es-
tocolmo, expulsado de la Facultad de Medicina por negligencia; pos-
tergado a trabajos burocráticos de clasificación en el hospital Sar-
jsvenn, se dedicó al rapto de personas, empleando drogas narcóti-
cas. Que se haya podido averiguar, raptó a cinco personas, las que
entregó, inconscientes, a los doctores Marcus, de París, Isaias Nell,
de Jerusalén, Zydos, de Estocolmo, y Gimnelt, de Turín. También
raptó a una quinta persona, que envió a Los Angeles, al doctor
Hillman. Éste confesó, además, haber recomendado a Koszlin a sus
colegas anteriormente citados.
«Cabe la posibilidad de otros raptos, dado que Koszlin estuvo
algún tiempo en otros países, efectuando viajes de placer. Pero no se
ha conseguido ninguna prueba de ello. Se estimó que cinco raptos
eran suficientes para llevarle a prisión.
«Carece de familia. Sus padres tuvieron dos hijos, además de él,
y todos murieron de insolación artificial, en su domicilio, durante la
noche. Esto pudo provocar en Koszlin la neurosis y el misogenismo
que le caracterizaba. No es un hombre brillante, pero sí astuto y so-
lapado.
»En el escrutinio mental a que fue sometido durante el proceso,
supo confundir hábilmente sus ideas, para que la información obte-
nida careciese de valor legal. Un segundo escrutinio, en estado hip-

26
nótico, reveló la serie de falsedades que se había aprendido de me-
moria, ya prevenido, para crear mayor confusión.
Esta reserva ha inducido al delegado de Justicia a condenarle a
perpetuidad, considerándole un individuo peligroso. Por tanto, no
podrá ir a redimir su condena a los campos de trabajo del Sistema,
sino que habrá de permanecer encerrado hasta que él mismo solicite
la revisión de su proceso.
»Se le detuvo gracias a la eficaz labor del delegado Ori... —
Kolmar aceleró la proyección del relato, por conocer todos estos de-
talles, con sólo pulsar un resorte en el tablero de comunicaciones.
Cuando se estabilizó el informe en la pantalla, siguió leyendo—...
tor Bjorke fue el testigo número uno. La señorita Elka Koping fue la
testigo número dos. Ella, como doctora y ayudante de Bjorke, debía
llevar a Koszlin la cantidad de veinte millones de «bonos» del go-
bierno y recibir a cambio, en una «caja de aire acondicionado», el
cuerpo de Lars Andersen, que el acusado tenía en una vieja casa, a
las afueras de Estocolmo.
Kolmar presionó el botón de paro y se quedó pensativo, miran-
do las letras que aparecían en la enorme pantalla.
—Elka Koping —murmuró—. Trabaja con Bjorke... No estaba en
el laboratorio del lago Storuman, cuando la he llamado... El doctor
está aquí, en Estocolmo... ¡Y ella tiene tanto interés como él en con-
seguir un ser humano para experimentación! ¿Por qué no puede ha-
bérsele ocurrido ir en busca de Koszlin? Es fácil pensar en él... ¡Los
reos-mártires de Omaha, como dijo Bjorke!
Kolmar tamborileó con los dedos sobre la mesa, profundamente
concentrado. Luego, bruscamente, pulsó otro conmutador y habló:
—¿Dónde está ahora el doctor Bjorke?
—Acaba de salir de este edificio, por una de las salidas secretas
—le respondió una voz metálica en la pantalla sin iluminar—. Ca-
mina desorientado por un andén de la Avenida Uhts. Le controla-
mos hasta que esté restablecido, según lo ordenado con los visitan-
tes a la sede del gobierno.
Kolmar sabía esto y lo comprendió. La sede del Gobierno estaba
situada en un edificio de apariencia comercial, en el centro urbano
de la populosa Estocolmo. Si un ciudadano deseaba efectuar una vi-
sita al «desconocido» lugar donde trabajaban los delegados del Go-

27
bierno, sólo tenía que entrar en una cabina visofónica y llamar al
número uno.
Luego, podía irse tranquilo. Si su visita era aceptada, los contro-
les robóticos le buscarían y le adormecerían, haciéndole caminar
como si fuese un autómata hacia un lugar determinado de la pobla-
ción. Desde allí, ascensores magnéticos le conducirían a donde qui-
siera llevarle el delegado correspondiente.
Kolmar Orivesi, para entrevistarse con el doctor Bjorke, dispuso
del salón 127, ¡que ni siquiera el propio Orivesi sabía dónde se en-
contraba!
Ahora, previamente informado, Kolmar decidió salir a la calle.
Para ello, sólo tenía una salida: pulsar un conmutador de salida per-
sonal. Se abrió una puerta de «abanico» y penetró en una cabina oc-
tagonal.
Un instante después se encontraba mezclado entre la gente que
entraba y salía de los Grandes Almacenes «B. T. A.», los más popu-
lares de Estocolmo, y en los que nadie habría supuesto que se encon-
traba la sede del gobierno de la Zona Norte.
Entre tantos millares de personas, Kolmar se encaminó a una de
las rampas móviles que salían del edificio en distintos planos. La
cinta de metal flexible vibraba un poco bajo sus pies aparentemente
descalzos, como la mayoría de las gentes, que con ropas similares a
las suyas, según la moda, iban y venían con sus «mochilas» de com-
pra, adquiriendo objetos o alimentos sintéticos para sus hogares.
Estocolmo era, en el 2200, una megápoli de más de cien millones
de habitantes, sobre cuyo cielo no volaban más que helicodiscos de
los servicios de transporte municipal para el extrarradio y ciudades
satélites. De haberse permitido volar a todos los individuos que po-
seían aeromóviles, aquello habría sido apocalíptico.
Las calles estaban provistas de pistas rodantes o móviles, conve-
nientemente instaladas en planos distintos, para evitar los cruces, en
los cuales se podía cambiar de dirección, subiendo a otras pistas, o
bajando, según el caso, por medio de una bien distribuida serie de
rápidas plataformas.
Era singular la moderna arquitectura de la ciudad. Para albergar
a tantos millones de seres, los delegados de la Vivienda —¡porque,
excepcionalmente, eran tres en cada sede de gobierno, dado el pro-

28
blema constante en que se movían!— habían legislado los tres me-
tros cúbicos por habitante en las construcciones urbanas y la ventila-
ción adecuada, amén de «insolación» artificial en cada habitación.
No podían vivir dos personas en una misma habitación, excepto los
matrimonios, que disponían de tres metros «bicúbicos», fórmula pa-
ra repartir dos habitaciones entre dos personas legalmente casadas.
Esta ley era complicada, como la ley de la vivienda había sido en
todos los tiempos, pues se daba el caso que una familia vivía sepa-
rada por no disponer en su bloque de viviendas de la habitación
adecuada a los hijos que iban naciendo.
Sin embargo, esto estaba compensado por la ordenación de las
comunicaciones, ya que, en cualquier momento del día o la noche,
podían verse y hablarse los miembros de una misma familia, gracias
a los circuitos de T. V. 3. D., lo que, según la disposición de los hoga-
res, permitía dar la sensación de que seis miembros de una familia,
separados por grandes distancias, estaban cenando juntos o en tertu-
lia amistosa.
¡Y hasta era fácil hacerse la ilusión, entre novios, por ejemplo, de
besarse, cuando les separaba una considerable distancia!
Por otro lado, la urbe era un impresionante hormiguero de cons-
trucciones de vidrio carbónico de múltiples colores y formas, en
donde sólo se había respetado la ley de los tres metros cúbicos. Por
lo demás, en el emplazamiento asignado para viviendas urbanas, los
arquitectos habían revolucionado, y de hecho seguían impresionan-
do a las gentes con sus líneas atrevidas o disparatadas, levantando
mansiones artísticas que parecían desafiar todas las leyes de la gra-
vedad.
Casas para mil quinientos inquilinos se alzaban al cielo en curio-
sa y singular configuración geométrica, y todas las grandes urbes
del globo competían entre sí en audacia, equilibrio y belleza. Lo que
los arquitectos perseguían con esto era el Premio Universal de Ar-
quitectura, y nada más, codiciado galardón que permitiría a su po-
seedor disfrutar de una vida de regalo y comodidades, tanto dentro
como fuera de las megápolis.
Kolmar Orivesi conocía demasiado bien la población para entre-
tenerse en admirar la belleza de sus líneas urbanas, o el atrevimiento
de tal o cual edificio. Le gustaba su megápoli y se sentía feliz con su

29
trabajo, pese a las preocupaciones que le producía una zona tan
enorme.
Con la información recibida y sus conocimientos de las pistas
rodantes rápidas o moderadas, pronto llegó a la gran avenida Uhts,
de cincuenta kilómetros de longitud, y que terminaba ante la Escue-
la Universitaria, el bloque de edificios más grande de la urbe.
Kolmar dedujo que el doctor Bjorke debía dirigirse allí. Aquél
era su ambiente.
Pocos minutos después, Kolmar vio la figura del doctor, recos-
tado contra la barandilla de la pista móvil lenta, contemplando los
airosos edificios que desfilaban ante sus ojos.
Con habilidad, y de acuerdo con las normas de circulación,
Kolmar fue pasando en sentido inverso de una pista rápida a otra
más lenta, hasta que, caminando unos pasos, se situó junto al hom-
bre que, poco antes, había estado hablando con él en el desconocido
y misterioso lugar llamado salón 127.
—Doctor Bjorke, perdone.
El aludido, distraído, se volvió. Su rostro se distendió en una
sonrisa bondadosa al reconocer a Kolmar.
—¡Oh, delegado Orivesi!... No esperaba volverle a ver tan pron-
to.
—Ha ocurrido algo que me ha obligado a venir a buscarlo, doc-
tor Bjorke. ¿A dónde se dirige, si no es indiscreción?
—A la Escuela Universitaria. Deseo ver a unos antiguos ami-
gos... Ya sabe usted, cambio de impresiones.
—Sí, comprendo. Dígame una cosa, doctor Bjorke. ¿Dónde está
la doctora Koping?
—¿Dónde?... ¡Oh, yo la dejé junto al lago Storuman! Necesitaba
quince días de descanso y ella me indujo a venir.
—No está allí. La he llamado y nadie ha contestado.
—Pues habrá ido a cabo Nordkinn. Suele ir algunas veces allí a
descansar. Sí, eso es. Me dijo que, cuando hubiese puesto en orden
el laboratorio, iría a cabo Nordkinn.
Kolmar alzó su mano izquierda y presionó ligeramente uno de
los diversos y casi invisibles contactos de su reloj de pulsera. Alzó
más la mano, para preguntar:

30
—¿Está la doctora Elka Koping en la estación invernal de cabo
Nordkinn?...
—Lo averiguaremos inmediatamente, delegado.
—Aguardo, pues —respondió Kolmar, hablando hacia el invisi-
ble micrófono de su radioemisor de pulsera, para luego decir a Bjor-
ke—: Me han comunicado de la Junta de Gobierno que una mujer ha
facilitado la fuga de la prisión orbital «RZ-3» a nuestro «amigo»
Adro Koszlin. ¿Le recuerda?
—¿Koszlin se ha fugado? —exclamó Bjorke, atónito.
—Sí, y repito que le ha ayudado una mujer.
—¿Qué quiere usted decir?
—Muy sencillo, que sospecho de su ayudante, la doctora Elka
Koping. Sé que es lo suficientemente audaz como para intentar una
empresa semejante.
—¿Y con qué objeto haría Elka una cosa así, suponiendo que
pudiera?
—Ha podido hacerlo. ¿Cuánto tiempo hace que no la ha visto
usted?
—Ocho días, delegado.
—¿Hace ocho días que salió usted de su laboratorio en el lago
Storuman para venir a verme?... ¡Tan mal estamos de comunicacio-
nes?
—No se dé importancia, joven —repuso Bjorke, malhumorado—
. Vine a verle a usted, pero tengo amigos en Upsala a los que aprecio
más, y que no dejo de ver cada vez que me acerco por esta ruidosa
ciudad mecánica... ¡Detesto Estocolmo! ¡Esto es lo que ha hecho la
civilización, una colmena llena de ruido!
—No puede ser más silen... —Kolmar se interrumpió al sentir
una vibración en su muñeca, indicadora de llamada por radio. Dio
la comunicación y añadió —: Sí, Orivesi al habla.
—La doctora Koping no ha estado en la estación invernal de ca-
bo Nordkinn. Hemos ampliado información y nos consta que tam-
poco ha estado en el lago Storuman en los últimos ocho días.
—¡Comuniquen a Control, por si pueden averiguar dónde ha es-
tado! —ordenó Kolmar.

31
Bjorke escuchaba aquellas órdenes con interés. Era curioso el re-
loj de pulsera de Kolmar Orivesi y lo rápido que le informaban los
aparatos robóticos de la delegación de Seguridad.
—Es extraño. Elka me aseguró que pondría en orden el laborato-
rio, y, luego, si le quedaba tiempo, iría unos días a descansar a la es-
tación invernal. Le gusta el esquí. Decidimos esto porque llevamos
casi un año trabajando sin descanso, y nos espera mucho más traba-
jo.
—¿No habrá pensado Elka Koping experimentar con un ser hu-
mano?
—¿Por qué dice usted eso, delegado? Ya le expuse mis deseos.
Elka no tiene por qué infringir las leyes. Los experimentos que reali-
zo son de mi incumbencia.
—Pero ella tiene en ellos tanto interés como usted. Es su ayudan-
te y me consta que están bien compenetrados.
—No, no... Elka no es capaz de una cosa así... ¡Y mucho menos
de ir a Marte a liberar a Koszlin! ¡Imposible!
—Puede que usted no lo sepa, pero Elka es capaz de eso y de
mucho más. Y le voy a confesar algo. Estoy casi seguro de que ella
tiene alguna relación con la fuga de Koszlin. Además apuesto algo a
que pretende experimentar con él.
—¡No lo creo!
—Pues voy a ir a lago Storuman ahora mismo a comprobarlo. Si
mis sospechas son ciertas, Elka Koping llegará allí esta noche o ma-
ñana... ¡Y la estaré esperando!
—No puede usted hacer eso...
—¿Cómo que no? —exclamó Kolmar, sonriendo divertido—.
¿Olvida usted quién soy?
—¡Presentaré una queja al gobierno Central! ¡Nadie puede entrar
en mi laboratorio, sin mi autorización!
—Pues venga usted conmigo. Dispongo de un aeromóvil. Re-
cuerde que, en ausencia del propietario de un inmueble, un delega-
do del gobierno puede entrar donde quiera, sin faltar a la ley... ¡Y
mucho más un delegado de Seguridad, en el cumplimiento de su
deber!
—¡Está bien, delegado Orivesi, iré con usted a Lago Storuman!
La verdad es que ya me estaba cansando de tanto ruido como hay

32
en esta ciudad. Ya he visto a mis amigos más íntimos, en Upsala. Mi
visita a la Escuela Universitaria, era puro formulismo, de cumpli-
do… No pierdo nada regresando a mi laboratorio. Allí me encuen-
tro bien... Vamos cuando usted quiera.
—Lo tengo en el hotel Germis. Si le parece bien, podemos pasar
un momento a recogerlo y pagar la cuenta,
Una vez de acuerdo, Kolmar indicó la dirección más adecuada
para ir al hotel Germis, y luego, en la azotea del edificio, un helipuer-
to con todos los adelantos modernos, tomaron un aparato volante
para dirigirse al espaciódromo situado en las afueras de la pobla-
ción, sobre una plataforma flotante.
Allí tenía Kolmar su aeromóvil esperándole. Había avisado por
radio su llegada y los empleados lo habían situado en una pista osci-
lante de lanzamiento. Sólo tuvieron que subir a él, instalarse en su
interior y aguardar unos minutos, a que les dieran la señal de parti-
da.
—¿No abandona usted sus deberes para ocuparse de asuntos in-
transcendentes como éste, delegado Orivesi?
—No se trata de un asunto intrascendente, sino todo lo contra-
rio. Me ha llamado el propio ministro de Seguridad. Quiere que en-
cuentre a Koszlin y a la mujer que le ha ayudado a escapar.
—Ésa no es Elka, estoy seguro —dijo obstinadamente el viejo
hombre de ciencia.
—Yo no lo estoy tanto. Pero dejemos eso. Hábleme de sus expe-
rimentos. ¿Para qué necesitan a un ser humano?
—Creo habérselo dicho en la sede del gobierno… Y no le diré
nada más. A propósito, ¿cómo se las ingenian ustedes para mante-
ner tan en secreto su residencia?
Kolmar sonrió comprensivamente. No era extraño qué un sabio
como el doctor Bjorke hiciese una pregunta como aquélla. Siempre
estaba demasiado absorto en su trabajo para pensar en lo que suce-
día en torno a él.
—Es sencillo. Cualquier niño puede llamar a nuestras oficinas y
pedir hablar con un delegado de zona. Pero ya no es tan sencillo que
se le reciba. Hay que tener un motivo suficientemente poderoso para
ello.

33
«Usted, por ejemplo, quiso verme. Penetró en una cabina visofó-
nica, me llamó y yo acepté la entrevista. Mi servicio de control hizo
el resto, enviándole una memoria condicionada que le produjo una
especie de amnesia transitoria. La memoria condicionada le trasladó
hasta el lugar donde una cabina dirigida por control remoto le llevó
hasta mí.
—¿Y por qué todo ese misterio?
—El público no debe saber el lugar en donde está situada la sede
del gobierno. Tampoco debe saber quiénes son los delegados, y
aunque mucha gente lo sepa, la mayoría lo ignora. Además, cuando
un delegado se hace conocido, o demasiado popular, se le destituye,
aunque no haya cumplido el tiempo reglamentario.
»Yo sustituí a un delegado que se había exhibido demasiado con
sus atributos oficiales... Sus armas y credenciales, quiero decir. Y es-
to es comprensible y fue instituido en la Constitución de Nueva
York.
»Los cargos públicos son envidiados. Mucha gente quisiera, sin
tener capacidad para ello, ostentar una delegación cualquiera. Eso
proporciona complicaciones, pero también puede reportar benefi-
cios. Es innegable. Siempre ha sido así. Incluso, actuando honora-
blemente, nuestro sueldo es elevadísimo. Yo ganaré en cinco años lo
suficiente para poder vivir sin preocupaciones económicas el resto
de mi vida. Aún así, alguien podría sobornarme. Si cometo cohecho,
seré encarcelado a perpetuidad o enviado a los campos de trabajos
forzados.
»No me interesa, pues, venderme a nadie... —En aquel instante
osciló una luz ambarina en el tablero de control del vehículo, por lo
que Kolmar cambió de conversación, para decir—. ¡Vamos a despe-
gar!
En efecto, el aparato vibró ligeramente y partió hacia el cielo
como un rayo. Entonces, Kolmar conectó el piloto automático y des-
pués se volvió al científico que estaba sentado a su lado, mirando a
través de los cristales.
—¿Me ha comprendido?... Recuerde lo que sucedió en el asalto a
la sede del gobierno de la «Afro», en el año 2142, trece años después
de la Reforma Política. Mataron a más de sesenta delegados para
ocupar sus cargos.

34
«Entonces existían aún resabios de las antiguas leyes nacionalis-
tas. Fue preciso aplicar la ley con rigidez y luego crear las sedes se-
cretas y los delegados anónimos, que últimamente se ha ido per-
diendo. Únicamente se conserva rigidez en cuanto a la sede de la
Junta de Gobierno, y mucho más respecto al Presidente. Un magni-
cidio podría ser fatal para la Humanidad. La más absoluta reserva y
seguridad envuelve al Presidente.
—Me parece muy bien que se proteja la vida del Presidente.
Después de todo, sobre él recae todo el peso de las decisiones de go-
bierno; ignorándose dónde está ni quién es, nadie puede atentar
contra su vida. Pero, dígame, ¿no sabe usted quién es?
—No tengo ni la más remota idea. Y muchas veces me he pre-
guntado si no será un hombre como usted y como yo, de ésos que
saludamos todos los días en la calle y que nos corresponden con
amable saludo.
—¡Incluso puedo ser yo mismo! —exclamó Bjorke, sonriendo.
—Sí, incluso puede ser usted... ¡Pero eso no sería impedimento
para que se le aplique la ley como a cualquier mortal!... Está legisla-
do así.
—Como ciudadano particular, sí... ¡Pero si yo fuese el Presidente
estaría por encima de la ley! ¿No lo cree usted así?
—Sí, supongo que sí. Aunque no tengo noticias de que un dele-
gado haya intervenido en la vida del Presidente, y ni siquiera en la
de los ministros.
—¡Ah, ya estamos llegando al lago Storuman! —exclamó Bjorke.

35
IV
La doctora Elka Koping estaba satisfecha de sí misma. Había es-
tudiado convenientemente el proyecto de fuga y lo siguió de princi-
pio a fin sin apartarse de él. El resultado había sido un éxito.
Detrás de ella, en la caja de «aire acondicionado» llevaba al in-
consciente Adro Koszlin, al que se volvía a mirar, de vez en cuando,
contemplando un rostro blanco y de facciones duras, que le produ-
cían una instintiva repulsión.
No había sido difícil sacarle de la prisión orbital «RZ-3». Antes
de acercarse, envió varias fuertes descargas de rayos paralizantes.
Sabía cómo hacerlo y no sintió temor. Estaba resuelta a todo. Por lo
demás, sabía que cuando se disiparan los efectos, nadie resultaría
dañado. También dispondría de tiempo para huir, pues calculó re-
gresar a la Tierra en menos tiempo del empleado para trasladarse a
Marte.
Una vez lanzados los rayos, empleó los proyectores magnéticos,
para acercarse al satélite metálico. Como nadie podía facilitarle la
entrada, empleó un novísimo soplete. Iba provista de traje de vacío,
y no le importó que se escapase parte de la atmósfera artificial inte-
rior. Contaba con cerrar de nuevo el boquete, una vez se hubiese
apoderado del hombre que había ido a buscar.
Una vez dentro de la cabina de vacío, Elka manejó su aeromóvil
hasta colocar la juntura flexible de la escotilla contra el boquete, res-
tituyendo parte del aire volatilizado.
Abrió la compuerta que conducía al interior de la prisión. No
habría sido fácil, si Elka no hubiese venido preparada con las he-
rramientas adecuadas.
Cuando abrió la compuerta pudo apreciar los efectos de sus des-
cargas paralizantes. Dentro de la cabina de cristal, donde el único
guardián de «RZ-3» tenía su despacho, vio a un hombre caído sobre
la mesa.
Le fue preciso emplear el deslizador magnético, y darle toda su
potencia, para poder descorrer los tres cerrojos que ajustaban la
puerta transparente desde el interior. Elka empleó más de diez mi-

36
nutos en esta labor, cuando las anteriores sólo habían durado minu-
tos o segundos.
Una vez abierta la puerta, penetró en la cabina. Contempló las
pantallas de T.V. y vio cuerpos de presos tendidos por el suelo. Al
cambiar los enfoques de las cámaras, la imagen fue cambiando tam-
bién y mostrando distintas celdas y diferentes convictos.
Por este procedimiento no pudo localizar a Koszlin. Seguramen-
te, debía ser alguno de los que yacían boca abajo. Pero en la mesa
del guardián había una placa metálica, en la que figuraban grabados
los nombres y números.
Y allí encontró el nombre que buscaba, seguido del número 49.
En una de las pantallas, moviendo el dial de registro, halló el
número 49. Y, efectivamente, vio a un individuo con el típico «slip»
negro de los condenados y la «vesta» blanca, marcada con la uve
doble, que yacía cara al suelo. Ahora lo reconoció por su comple-
xión: era Adro Koszlin.
Elka salió de la cabina y descendió por una escalera de caracol.
Siguiendo un amplio pasillo circular, no tardó en llegar a la puerta
señalada con el número 49.
No existía cerrojo visible. Pero la doctora sabía cómo se abrían
aquellas puertas. Un pulsador eléctrico indicaba: «Abrir». Otro, in-
mediatamente debajo, decía: «Cerrar».
Empujó el de arriba y la puerta se abrió.
Adro Koszlin yacía en el suelo, tal y como le viese ella minutos
antes, desde la cabina de vigilancia. Se inclinó sobre él y lo volvió
boca arriba. No fue necesario hacer un gran esfuerzo. La gravedad
era allí muy inferior a la de la Tierra, aunque en el interior de la pri-
sión orbital existía gravedad artificial.
Como si fuese un niño, Elka se cargó a Koszlin sobre el hombro
y desanduvo el camino. Ya tenía al hombre que deseaba; por tanto,
únicamente le quedaba regresar a La Tierra. Ni siquiera se preocupó
de si dejaba huellas de su paso.
Estaba segura de que cuando se iniciase la investigación, el dele-
gado encargado de ello no tardaría en averiguar la verdad. Y en ese
momento intervendría Kolmar Orivesi. Pero, para entonces, el expe-
rimento se habría realizado.

37
Elka sólo se entretuvo en cerrar el boquete practicado en la en-
voltura exterior, que era de un material muy conocido, especie de
acero plastificado, liviano y tenaz, pues, si dejaba abierta la prisión,
la atmósfera artificial podía disiparse y morir por asfixia todos sus
ocupantes.
En esto, Elka fue muy cuidadosa. Una vez terminada su labor,
introdujo a Koszlin dentro de la caja de «aire acondicionado» y em-
prendió el regreso, empleando una órbita similar a la que le llevó
hasta allí. Pero cuidó de acelerar sus reactores.
—En cuanto llegue al lago Storuman, prepararé las cosas para
hacer la prueba preliminar. Luego, cuando Koszlin esté convertido
en humo rojo, llamaré al doctor Bjorke.
»Es posible que la noticia de la fuga de Koszlin vaya más aprisa
que yo, y no conviene perder tiempo. Mi pretexto es el de los hechos
consumados... Intervendrá el delegado de Investigaciones Científi-
cas y el «C.I.C.». Se formará ruido, qué duda cabe. Pero tendrán que
aceptarlo y callar. ¡Nuestro trabajo es más importante de lo que pa-
rece!

***
No obstante, la sorpresa de Elka Koping fue mayúscula al posar-
se suavemente a orillas del lago helado y encontrarse, ante el han-
gar, a Kolmar Orivesi esperándola.
Por un instante, la muchacha, que había recorrido tantos millo-
nes de kilómetros en el espacio para realizar su plan, sintió deseos
de maniobrar con su aeromóvil y escapar. La presencia allí del
apuesto y viril Orivesi representaba un grave contratiempo.
Se mordió los labios con rabia y pensó en que era preciso con-
vencer a Kolmar. Le gustaba aquel hombre serio y seguro de sí
mismo, aunque en aquel instante le considerase como su peor
enemigo.
Luego, detuvo los motores del vehículo espacial y abrió la com-
puerta, para saltar sobre la nieve. Vestía aún el traje de vacío, pues
sólo se había quitado el casco.

38
—La estaba esperando, doctora Koping —fue lo primero que di-
jo Kolmar, acercándose a ella—. ¿Ha hecho un viaje muy largo?
Una puerta de cristales, en la parte trasera de la mansión labora-
torio, se abrió y apareció el doctor Bjorke, gritando:
—No le digas nada, Elka... ¡No te comprometas!
—¡Hola, doctor Bjorke! —saludó ella, sin mucha cordialidad—.
¿Por qué ha vuelto tan pronto?
—Yo le obligué a regresar, doctora.
—¿Por qué?
—Antes de responder a eso, permítame registrar su vehículo.
—¿Qué espera encontrar?
—Un evadido de prisión.
Elka Koping hizo un gesto de desaliento.
—No creí que actuasen con tanta rapidez... Sí, ahí traigo a Kosz-
lin. Está inconsciente. Tuve que inyectarle un narcótico, cuando se
recuperó de los efectos paralizantes.
—Me veo obligado a detenerla, Elka —añadió Kolmar, muy se-
rio.
El doctor Bjorke se acercó a ellos, visiblemente preocupado.
—¿Qué ocurre, Elka? ¿Es cierto lo que dice el delegado?
—Sí, doctor. Lo siento. Era preciso hacer algo, y se me ocurrió
que Koszlin...
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó el hombre de ciencia, llevándose
las manos a la cabeza—. ¿Por qué lo has hecho, pequeña?
—¡Por usted, por mí, por la Ciencia, por la Humanidad y por el
progreso! ¡No estoy arrepentida de nada! Era necesario experimen-
tar con alguien, y ese individuo era el más indicado Él facilitó hom-
bres para la experimentación. ¿Por qué no podía recibir parte de lo
que él dio a otros?... Oiga, delegado, hablemos de esto. Quiero decir-
le algunas cosas.
—Todo cuanto diga está siendo registrado en grabadoras —
respondió Kolmar gravemente, mostrando su reloj de pulsera—. Soy
el delegado de Seguridad de la zona Norte, y estoy aquí en misión
oficial.
—Lo supongo... Entremos en la casa. Hace frío aquí fuera... Tie-
ne usted que comprenderme, Kolmar Orivesi. Nosotros le ayuda-
mos a usted hace un año a capturar a este mismo individuo. —Elka

39
señaló por encima de su hombro al aeromóvil—. ¡Tiene usted la
obligación de ayudarnos a nosotros ahora!
—No puedo infringir las leyes. Lo lamento. Puedo escuchar todo
lo que tenga que decirme, pero luego habrá de acompañarme a pre-
sencia del delegado de Justicia.
—Entremos, pues. Quisiera tomar algo caliente.
En silencio, el doctor Bjorke abrió la marcha hacia la casa. Le si-
guió Elka, altiva y orgullosa. Kolmar subió al vehículo espacial y
comprobó la presencia de Adro Koszlin dentro de la caja de «aire
acondicionado». Luego salió del vehículo y cerró la compuerta.
Se reunió con los dos científicos en el salón. Elka y Bjorke discu-
tían acaloradamente.
—¡Era el único medio! —decía ella.
—¡No, la ley es la ley, querida! ¿Qué ocurrirá ahora?
—No me importa ir a prisión. Pero me gustaría poder hacer el
experimento.
—No lo permitiré —intervino Kolmar, muy serio—. ¿Se da usted
cuenta de lo que ha hecho? Se le acusará de varios delitos graves.
—Sea usted humano, Orivesi —suplicó la muchacha—. El delito
ya está consumado. He sacado a un canalla de una cárcel y lo he
traído aquí. No pensaba eludir la justicia, pero creí tener tiempo de
realizar el experimento con ese hombre. Se trata de convertirlo en
gas y devolverlo luego a su estado actual. Una vez nos haya contado
su experiencia, haga usted lo que quiera conmigo... ¡Pero denos
veinticuatro horas de tiempo! ¡Quédese aquí con nosotros, vea lo
que hacemos, y luego...!
—Lo siento. No puedo. Sólo le permito que tome usted algo.
Después regresaremos a Estocolmo.
—¡Es usted abominable, delegado Orivesi!
—Me limito a cumplir con mi deber.
—Si tuviese conciencia y sentimientos, cumpliría usted con su
deber después de haber sido testigo de algo que, aunque la ley lo
prohíba, revolucionará el mundo. ¿Se da cuenta de las múltiples
aplicaciones que puede, tener nuestra experiencia?
—No soy científico.
—No, lo sé. Pero es usted un hombre juicioso, sensato e inteli-
gente... Escuche, Kolmar Orivesi, voy a decirle algo, a fin de que se

40
dé cuenta de lo que este experimento significa para mí y el doctor
Bjorke.
»Cuando le conocí a usted, hace un año, sentí que había encon-
trado, al fin, el hombre que podría llenar de dicha y ventura mi exis-
tencia. Incluso llegué a pensar en pedirle relaciones matrimoniales.
Vi en usted todo cuanto una mujer puede anhelar. Seguridad, ente-
reza, altivez, nobleza... ¡No deseo sonrojarle, Orivesi! Me gustó us-
ted mucho.
»Por mi parte, soy joven, tengo un título y anhelo llegar a ser al-
go en el campo de la Física y Química, pero no me hubiese importa-
do renunciar a todo por ser su esposa, en caso, naturalmente, que
usted me hubiese aceptado.
Oyendo a Elka, Kolmar se había sonrojado. No es que fuese tí-
mido, ni mucho menos. Era que a él también le gustaba Elka, y ja-
más se atrevió a decir una sola palabra.
En las relaciones amorosas de la época existía una enorme liber-
tad. No solamente era el hombre quien podía «pedir la mano» de
una mujer, sino que ella también tenía el mismo derecho. La barrera
del sexo había quedado destruida muchos años atrás.
Sin embargo, la confesión de Elka azoró a Kolmar, Aquello no
contribuía, precisamente, a facilitar las cosas, sino a empeorarlas, a
ponerlas más difíciles y penosas.
—¿Por qué me dice usted eso ahora? —preguntó él, nervioso y
confuso.
—Para que conozca mis sentimientos y sepa que el amor es muy
importante para la felicidad de una mujer... Pero ¡mi trabajo es mu-
cho más!
—No ha debido decírmelo. Yo también siento por usted un gran
afecto. Y hasta llegué a pensar en pedirle relaciones para casarnos
cuando terminara mi período de delegado... Mas este incidente ha
venido a estropearlo todo.
Ahora la sorprendida fue Elka. Había dicho la verdad, y espera-
ba otra respuesta. En su mente se agitaron mil pensamientos contra-
dictorios, a la vez que su corazón latía desacompasadamente.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse.
—Voy a preparar té... ¿Aceptará una taza, delegado?
—Sí, gracias. El doctor Bjorke se ha mostrado poco hospitalario.

41
—¡Me obliga a venir contra mi voluntad y todavía quiere que me
muestre atento y obsequioso! —exclamó en tono desabrido el viejo
profesor—. ¡No sé cómo puede gustarte este hombre, Elka!
La joven se fue a la cocina y encendió un hornillo eléctrico. Puso
a hervir agua, mezcló los ingredientes del té sintético y luego prepa-
ró una bandeja con tres tazas. Sacó varios recipientes de una alace-
na, y regresó al salón con todo ello, depositándolo sobre una mesita.
—Pueden sentarse. El té caliente nos reconfortará... Para usted,
para mi querido doctor y para mí... ¿Cuánto azúcar prefiere?
—Media cucharada... Así, gracias.
—Permítame que vuelva a insistir sobre la necesidad de realizar
esa experiencia, delegado. Vamos a olvidar para siempre nuestros
sentimientos íntimos. Yo no renunciaría a mi trabajo por usted, ni
usted renunciaría al suyo por mí. Eso es evidente.
«Tampoco le pido que sea desleal al cargo que ocupa. Sólo le
ruego que demore su actuación hasta mañana. Veinticuatro horas.
Luego podrá disponer de mí y de Adro Koszlin.
—Lo siento. No puedo permitir que se realicen prácticas prohi-
bidas. Sería tanto como hacerme cómplice de usted... Si su trabajo le
impedía pensar en su vida sentimental, el mío me lo impide tam-
bién. No niego que me gusta usted mucho y que haría cualquier co-
sa por ayudarla y favorecerla... Pero ¡nunca faltar a mi deber!
«Precisamente, ayer me llamó el ministro de Seguridad dicién-
dome que debía buscar a Koszlin. Me informó que una mujer de esta
zona le había sacado de la prisión orbital.
—¿Cómo lo supo el ministro?
—Creo que debió de ser porque usted no tomó ninguna precau-
ción para disimular su viaje a Marte. En realidad, ignoran que sea
usted, pero saben que procede de esta zona. Koszlin también residía
aquí.
Elka Koping miraba intensamente al rostro de Kolmar; casi ha-
bía ansiedad en su expresión. Y esto hizo entornar los ojos al dele-
gado, como preguntándose: «¿Por qué me mira así? ¿Acaso me ha
echado una droga en el té?»
—Óigame, delegado Orivesi —intervino el doctor Bjorke, de
pronto—. Yo no apruebo, ni estaba enterado, lo que ha hecho mi
ayudante. Pero estaba pensando en que usted necesita cumplir con

42
su deber... Y pienso si no podría yo atribuirme el acto de Elka. Para
la ley, hace falta un culpable. ¿Por qué no puedo ser yo?
—Es imposible —contestó Kolmar—. Aunque quisiera ayudar-
les, no puedo. El ministro sabe, y sus razones tendrá para ello, que
ha sido una mujer la que ha rescatado a Koszlin...
El delegado volvió a ingerir otro sorbo de infusión. Empezaba a
sentir un leve aturdimiento. Ahora estaba seguro de que Elka le ha-
bía puesto una droga en el té... ¡Y casi sintió alegría al darse cuenta!
Aquélla era la solución. Si Elka había transgredido la ley para
cumplir una misión científica, debía continuar adelante. Él no sentía
ninguna simpatía por Adro Koszlin Y Elka tendría el tiempo que ne-
cesitaba para realizar su experimento.
Luego la acusación sería mayor contra ella. El cargo de agresión
a un delegado de Seguridad era grave. Mas ¿qué importaba ya? Sólo
si el experimento con Koszlin era verdaderamente revolucionario, la
Junta de Gobierno podría arreglar las cosas.
Sólo él podía saber que se dejó narcotizar deliberadamente. Na-
die más lo sabría, ¡ni siquiera Elka, que ahora estaba sonriendo, sa-
tisfecha del éxito de su acto!
Pronto habría de saber Kolmar que la droga empleada por Elka
era de la especie de las «crafinas», que anulan la voluntad, pero el
individuo continúa despierto unas horas. Por tanto, bajo el influjo
narcótico, no podía hablar ni moverse, pero sus ojos, oídos y cerebro
continuaban desempeñando sus funciones como tales sentidos.
—¡Ya ha caído, doctor! —exclamó Elka, poniéndose en pie para
sostener a Kolmar y colocarlo después en un sillón extensible—.
Ayúdeme.
—¿Qué...?, ¿qué le ocurre? —preguntó el doctor, alarmado.
—Lo he narcotizado. Se me ocurrió que podía hacerlo, invitán-
dole a una taza de té. Antes de que se recobre, le inyectaremos una
nueva dosis.
—¡Esto te puede costar muy caro, Elka!
—No se preocupe por mí, doctor. Sé bien lo que hago, y no me
importará ser procesada y encarcelada... Pero ¡cuando el experimen-
to se haya realizado con Adro Koszlin! ¡No podía permitir que todo
nuestro trabajo fuese inútil, por unas leyes que hace tiempo debe-
rían haber sido modificadas!

43
»No perdamos tiempo. Hemos de entrar a Koszlin en el labora-
torio e iniciar cuanto antes el tratamiento de «neoeutéxica térmica».
¿No es eso lo que importa? Tenemos al hombre y los medios. Lo que
suceda después será cosa mía.
—¡Oh, pequeña, sentiría que esto trajese complicaciones!
—Olvídese de todo. Vamos a por Koszlin.
Apremiado por la enérgica doctora, Bjorke salió detrás de ella
hacia donde se hallaba posado el aeromóvil. Allí, entre los dos, saca-
ron la caja de «aire acondicionado», no sin esfuerzo, y la trasladaron
hacia la entrada del laboratorio.
Abrieron la puerta y descendieron los seis peldaños que condu-
cían al vasto local ocupado por las más modernas máquinas de ex-
perimentación y ensayo. Aquel lugar, profusamente iluminado, am-
plio, moderno y provisto de cuantas sustancias químicas fuesen ne-
cesarias, disponía de grandes almacenes ocultos.
Desde la más pequeña probeta hasta la más moderna centrifu-
gadora atómica, pasando por una serie de aparatos extraños de ex-
periencias físicas, todo podía ser encontrado allí, convenientemente
clasificado.
En un extremo del laboratorio había una especie de pulmón de
acero, llamado cámara hermética. Y hacia allí llevaron la caja de «ai-
re acondicionado».
—Póngalo todo en condiciones, doctor —rogó Elka—. Hemos de
actuar sin pérdida de tiempo... He pensado en traer al delegado
Orivesi aquí, para que sea testigo de la experiencia.
—¿Nos puede reportar eso algún beneficio?
—¿Quién sabe? Puede ver y oír. Al menos, será testigo de que
nuestras prácticas son puramente científicas. Voy a ir a buscarle con
la silla rodante.
—Bien, hija mía. Espero que todo salga bien.
Mientras el doctor Bjorke manipulaba los numerosos controles
de la cámara hermética, para abrir una de las numerosas puertas,
Elka abandonó el laboratorio. Minutos después, algo sudorosa, apa-
recía en la caja de un montacargas que había junto a la entrada de la
estancia, llevando al inerte Kolmar Orivesi sentado en una silla de
rodillos eléctricos.

44
—¡Aquí le tenemos, doctor! Será un testigo mudo... Lo pondré
donde pueda contemplarlo todo. ¡No se preocupe, Kolmar Orivesi!
No le ocurrirá nada. Pronto se recobrará y podrá llevarme ante el
delegado de Justicia... ¡Pero la mayor experiencia científica de todos
los tiempos ya habrá sido realizada!
Kolmar Orivesi sonrió mentalmente. Cada vez le gustaba más
aquella mujer. Admiraba sus cualidades y le habría gustado poder
decírselo en aquel instante. No pudo ni siquiera mover un músculo.
La «crafina» había surtido bien su efecto.
—Ayúdame, Elka. Colocaremos a Koszlin dentro de la cámara.
¡Empezaba una asombrosa y trágica experiencia!

45
V
—Hemos de esperar, Elka.
—¿Esperar?
—Sí. Ese hombre debe saber lo que nos proponemos hacer con
él.
—Y ¿no puede enloquecer de terror?
—Puede que sufra algún trastorno, sin duda. Por eso, cuando es-
té consciente, le aplicaremos un sedante. ¿Cuánto tiempo crees que
tardará en recobrarse?
—Ya no debe faltar mucho. —Elka consultó un cronómetro elec-
trónico que había en el muro—. Quizás una hora. ¿Preparo un ami-
noácido?
—Sí. Es conveniente tenerlo a mano. —Bjorke se volvió entonces
hacia el estático y pétreo Kolmar Orivesi—. Ya tenemos al individuo
en la cámara hermética, como puede ver, delegado. Ahora se reco-
brará y, a través de un conductor auditivo eléctrico, le hablaré y le
expondré lo que esperamos de él. La experiencia se realizará dentro
de la cámara hermética, puesto que no podemos correr el riesgo de
que salga al exterior, donde no podríamos controlarla.
»El cuerpo de Koszlin se transformará en una masa gaseosa, de
un color escarlata, que seguramente llenará todo el ámbito de la cá-
mara. Él seguirá vivo. Sus células permanecerán unidas. Es como si
los gases del organismo sintieran repulsión a separarse.
»En las experiencias previas con animales muertos y vivos,
siempre hemos observado esa extraña cohesión. En principio,
creíamos que el gas se extendería, obedeciendo las leyes de los ga-
ses, mas no fue así. Ese fenómeno de expansión sólo concurre en la
materia inorgánica, y pronto sabremos la razón.
»Lo que resulta evidente es que el organismo viviente sufre una
transformación notable al ser sometido a tratamiento «neoeutéxico
térmico». Y esa transformación nos la explicará Koszlin después de
haber sido sometido a prueba. Estoy seguro de que nos dirá cosas
asombrosas.

46
—¿Y si se negase a colaborar con nosotros? —preguntó Elka Ko-
ping, ya que Kolmar no podía hacer ninguna clase de preguntas.
—He pensado en eso —contestó Bjorke—. Le someteremos a es-
crutinio mental, con el encefaloscopio. No podrá ocultarnos nada.
«Koszlin es capaz de mentir deliberadamente —pensó Kolmar—
. Lo hizo durante los interrogatorios a que fue sometido a raíz de su
detención. Habría sido mejor buscar a otro individuo. ¿Por qué se le
ocurrió a Elka recurrir a él? ¡Ha sido un error!»
—De lo que no abrigo la menor duda es de que su organismo no
sufrirá ningún daño —continuó diciendo el doctor Bjorke—. Hare-
mos una primera prueba de media hora, durante la cual permanece-
rá en estado gaseoso. Luego invertiremos el procedimiento y lo de-
volveremos a su estado actual.
Elka, que estaba observando el cuerpo de Koszlin a través de las
paredes transparentes de la cámara hermética, exclamó, de pronto:
—¡Parece que ya se recobra, doctor!
Bjorke se volvió para acercarse a la cámara. Tomó un micrófono
que había junto al aparato y habló al preso.
—¿Me oye usted, Koszlin? No se sorprenda... Le hemos sacado
de su prisión para traerle a este laboratorio. Sé que hemos cometido
un acto ilegal, pero no poníamos hacer otra cosa... ¡No se levante!
Dentro de la cámara, Koszlin, al intentar incorporarse, se había
golpeado la cabeza en el techo de cristal. Su rostro se desencajó bru-
talmente al ver a las personas que estaban en el laboratorio.
Movió los labios, diciendo algo, pero sus palabras no pudieron
llegar al exterior.
—No podemos oírle, Koszlin. Sólo usted puede oírme a mí. Ya
tendrá tiempo de hablar más tarde. Ahora le ruego que se tranquili-
ce. Vamos a inyectarle un sedante a través de un orificio que hay
debajo de usted. No se asuste por lo que voy a decirle.
Elka, a un gesto del profesor, accionó un resorte de la cámara.
Previamente había colocado el compuesto químico que tranquiliza-
ría a Koszlin. Ahora una fina aguja se hundió en la espalda del pa-
ciente, haciéndole estremecerse. Fue un instante. En seguida pasó el
sedante a su organismo.
—No debe temer nada —continuó diciendo Bjorke—. Puede
que, al finalizar esta experiencia, el gobierno Central le conceda el

47
perdón por su colaboración con la ciencia. Va a ser usted el primer
ser humano que se convierta en gas. Queremos que nos explique
luego cuáles han sido sus impresiones.
Por los gestos frenéticos de Koszlin, Kolmar Orivesi dedujo que
no le había causado muy buena impresión el saber que iba a ser ob-
jeto de experimentación. Esto debía ser una experiencia para él, ya
que gracias a él, cinco hombres, como mínimo, habían servido de
conejillos de Indias.
—No tenga miedo. No le ocurrirá nada —insistió Bjorke, con voz
amable—. Tranquilícese, se lo ruego.
Koszlin estaba ahora tendido de espaldas, mirando al doctor a
través del cristal. Evidentemente, el sedante empezaba a surtir efec-
to.
—Se ha calmado, doctor —indicó Elka.
—Prepara el reóstato térmico, pequeña.
Elka manejó una rueda en el tablero de control que había junto al
muro, al par que comprobaba varios indicadores. Se encendieron
varias luces de colores en un panel y un zumbido apagado llenó el
ámbito del laboratorio.
—Es cuestión de segundos, señor Koszlin. —Bjorke habló de
nuevo por el micrófono—. Primero verá desprenderse una especie
de humo rojizo de su cuerpo, pero no sentirá dolor alguno. La co-
rriente que pasará por usted es tan poderosa que no le matará...
¡Ahora, Elka!
Kolmar vio a Elka Koping empujar una palanca y luego volver
junto a la cámara hermética. Tanto ella como el doctor Bjorke, con
los ojos muy abiertos, tensos, miraban a Koszlin, cuyo rostro pareció
crisparse levemente, para luego ladear la cabeza de pronto.
—¡Parece haber sufrido un shock! —exclamó Elka.
Bjorke no respondió. Miraba al experimentado con ojos muy
abiertos.
¡Y, de pronto, de toda la figura del paciente empezó a surgir una
neblina roja, que se convirtió, en pocos segundos, en una masa ga-
seosa, la cual empezó a invadir el interior de la cámara hermética,
envolviendo el cuerpo yacente, hasta hacerlo desaparecer en medio
de aquel fascinante gas de color rojo sangre!

48
¡La alucinante experiencia había sido llevada a cabo en un ser
humano!

***
—¿Cuál es la utilidad práctica de esto? —preguntó; Kolmar Ori-
vesi, cuando recobró el uso de la palabra, haciendo retroceder sobre-
saltada a Elka, que iba a inyectarle una nueva dosis de «crafina».
El delegado de Seguridad se levantó de la silla. Señaló la cámara
hermética, completamente invadida de gas rojo, para luego arreba-
tar la aguja a Elka y depositarla sobre una mesita próxima.
El doctor Bjorke, que se dedicaba a efectuar comprobaciones en
el panel de control, se volvió.
—¿Ya ha vuelto usted en sí? —preguntó ingenuamente…
—¡He hecho una pregunta! ¿Qué ventajas pueden reportar a la
Humanidad esta asombrosa experiencia?
—Muchas —respondió Elka, recobrando la serenidad—. Koszlin
no está muerto... ¡Vive en esa nube roja! ¡Es un ser viviente y pen-
sante!
—¡Eso está por ver! —exclamó Kolmar. Y añadió en tono autori-
tario—: Doctor Bjorke, le ordeno que devuelva a ese hombre a su
estado normal. Han contravenido las leyes y deben ser detenidos.
—Lo sé, delegado Orivesi. Ya se lo he explicado cuando estaba
usted bajo los efectos de la «crafina». En cuanto a su pregunta, voy a
decirle algo. El estado gaseoso de la materia es dúctil, moldeable,
dilatable. El hombre puede adoptar la forma que quiera, sin perder
sus cualidades. Podría ser enviado por el interior de un tubo, enva-
sado, incluso comprimido o fraccionado, sin que sufriera el menor
daño. La materia orgánica, por su composición, es vulnerable a cho-
ques, caídas, presiones o heridas, si un objeto punzante la atraviesa.
En cambio, la materia orgánica en estado gaseoso está libre de esos
peligros. Podríamos atravesar esa nube de gas, sin que el cuerpo que
ello conserva en sus moléculas sufriera el menor daño.
«Incluso estoy seguro de que ni una tremenda explosión podría
causarle daño alguno. El gas es el estado más perfecto de la materia.
El gas inunda el universo entero, y, en forma de gas, los hombres

49
pueden llegar a los confines del cosmos, sin temor a impactos, fue-
gos, inundaciones... ¡Tal y como está ahora Adro Koszlin no hay na-
da capaz de destruirlo! Podrá ser arrastrado por el viento, es posible,
en caso de que saliera de ahí, pero no podría ser destruido.
Con la boca abierta, Kolmar Orivesi escuchó aquella disertación,
pronunciada en tono casi fanático, por aquel hombre de ciencia que
se sentía orgulloso de su obra, quien continuó diciendo:
—Y hay mucho más que necesita ser investigado a fondo. La
morfología del ser humano puede ser modificada. Si extraemos de
esa cámara, por algún medio, una parte del gas que compone la ana-
tomía del individuo, habremos extirpado algún miembro de su
cuerpo. Se trata de averiguar qué moléculas de ese gas correspon-
den a la anatomía exacta del organismo. Si conseguimos averiguar-
lo, sería fácil extirpar una región cancerosa, por ejemplo, un tumor.
Fíjese bien en un detalle. Dentro hay moléculas que no son exacta-
mente rojas, sino blancas y negras. Esas partículas de gas, que po-
demos aumentar por medio del microscopio, nos revelarán que per-
tenecen al atuendo de Koszlin.
«Pues bien, si teñimos o coloreamos la parte del cuerpo que que-
remos extirpar, es posible localizarlas y separarlas. Cuando se vuel-
va a crear el cuerpo, volviendo a su estado primitivo, la parte extir-
pada habrá desaparecido.
«Ésa es una de las múltiples aplicaciones que yo veo. La Ciencia,
sin embargo, tiene la última palabra. El experimento está ahí, ante
sus ojos. Ahora, con su permiso, devolveremos a Koszlin a su estado
normal. Permítame.
Bjorke manipuló algunos mandos de la cámara hermética.
—Desconecta el reóstato, Elka.
—Sí, doctor.
Manejaron palancas, diales y pulsadores; luego los dos científi-
cos se inclinaron sobre la cámara donde estaba acumulado el gas.
Kolmar también miraba con creciente interés aquella masa roja que
parecía manchar las paredes interiores de la cámara transparente.
—Unos segundos y el gas empezará a contraerse —murmuró el
doctor Bjorke.
—¿Está usted seguro?

50
—Más de un millar de conejos de Indias, vivos, dan fe de mis pa-
labras, delegado Orivesi.
Efectivamente, a los pocos minutos, por la acción eléctrica de la
«neoeutexia térmica», el gas empezó a concentrarse y a despegarse
de las paredes de cristal. Lentamente fue apareciendo, entre la cada
vez más débil neblina roja, el cuerpo de Adro Koszlin. El preso esta-
ba tendido de espaldas sobre la plataforma interior de la cámara.
—¡Ahí le tiene usted! —exclamó Bjorke en tono triunfal—. Las
moléculas del gas han vuelto a solidificarse, devolviendo el cuerpo a
su estado normal. Podemos hacer con él las pruebas que quiera. En
su organismo no se ha modificado ni una sola célula.
—¡Y está vivo! —hubo de admitir Kolmar, viendo moverse a
Koszlin.
—¿Creía que lo íbamos a matar? —preguntó Elka irónicamente.
—¡Es increíble! ¿No hay error posible?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Bjorke.
—Como el cuerpo ha desaparecido en medio de la niebla roja...
—¡El cuerpo no se ha ocultado a nuestras miradas! —contestó
Elka, como ofendida—. ¡Se ha transformado en gas! Esta experiencia
la hemos hecho con animales pequeños y la nube roja que se forma
ha podido ser desplazada de un lugar a otro, siempre dentro de la
cámara. ¡Era gas, sin duda alguna!
—¿Sabe algo la «C.I.C.» sobre estas experiencias, doctor Bjorke?
—En parte, sí. Pero nos hemos reservado las pruebas fundamen-
tales para esta experiencia final. Ahora, con su permiso, sacaremos
al señor Koszlin de ahí y le interrogaremos. Me alegraré que esté us-
ted presente durante el interrogatorio.
—Sí... Considérense todos detenidos. Pero no iremos a Estocol-
mo hasta que la prueba haya concluido. Esto es muy importante.
Habré de hacer un informe completo al Gobierno Central.
—¡Y no olvide decir que le narcoticé con «crafina», para que pu-
diera ser testigo de la experiencia efectuada! No deseo que recaiga
sobre usted ninguna responsabilidad. Después de todo, le sigo que-
riendo.
Kolmar Orivesi miró a Elka con simpatía, pero no respondió.

51
***
Adro Koszlin se sentó en la silla rodante donde había estado
Kolmar anteriormente. No parecía aturdido, ni azorado, y mucho
menos nervioso. Era el mismo individuo que, cínicamente, compa-
reció un año antes frente al delegado de Justicia, acusado de rapto y
venta de hombres drogados a distintos científicos.
—Nos volvemos a ver, doctor Bjorke —fue lo primero que dijo—
. Y parece ser que ha estado usted experimentando conmigo.
—¿Se siente usted mal, Koszlin? ¿Le duele algo? ¿Mareos?
—No se moleste, doctor. No pienso contestar a ninguna de sus
preguntas.
—¡Le hemos convertido en gas! ¡Tiene qué decirnos lo que ha
sentido en tal estado!
—Esta experiencia extraña se ha llevado a cabo sin mi consenti-
miento y en presencia del delegado de Seguridad —contestó Koszlin
con gran cinismo—. Me han sacado de prisión en estado inconscien-
te y me han traído aquí en contra de mi voluntad. Además han
puesto mi vida en peligro... ¿Saben lo que han cometido? ¡Un delito
muy grave!
—¡No diga sandeces, Koszlin! —gritó Elka—. Esto puede repor-
tarle la libertad. Haremos un informe, que será enviado a la sede del
Gobierno Central para que lo examine. Estamos en el umbral de una
nueva era científica... ¡Se hará usted famoso!
—Ya lo soy, muchacha. No me interesa la fama. ¿Recuerdan por
qué fui a la prisión orbital? ¡Ustedes me llevaron allí! ¡No les he ol-
vidado! ¡Juré que les mataría cuando me viese libre, y cumpliré mi
palabra!
—Está usted desquiciando las cosas, Koszlin —intervino Kol-
mar, con expresión dura—. Yo no he intervenido en su secuestro,
pero humanamente considero que le está bien empleado... ¿No pen-
só eso cuando secuestraba hombres para venderlos a científicos
desaprensivos?
—Estaba pagando mi culpa, delegado —respondió Koszlin se-
camente—. Ahora tendrán que pagar ustedes... ¡Y exigiré una fuerte
indemnización!

52
—Está bien. Le daré lo que quiera —ofreció Bjorke—. Pero cuén-
tenos lo que ha sentido en estado gaseoso.
Koszlin movió negativamente la cabeza.
—No. Mis condiciones serán otras muy distintas.
—¡No puede poner condiciones!, —gritó Kolmar—. Ahora mis-
mo me lo llevaré y será devuelto a la prisión orbital. Con lo que he
visto hoy aquí, estoy seguro de que el Gobierno Central votará una
ley autorizando al doctor Bjorke a continuar sus experiencias con
otros individuos.
»No faltarán voluntarios que se ofrezcan para someterse a expe-
rimentación... Pero ¡usted volverá a la prisión, de donde no debía
haber salido!
Koszlin, sonriente, miró a Kolmar.
—¿Parece como si esa ley utópica estuviese ya votada, delegado?
Pasará mucho tiempo, si no me equivoco... ¡No, no piense en some-
terme a examen encefaloscópico! Sé cómo eludir un escrutinio men-
tal. Puedo crear toda la confusión que quiera dentro de mi mente.
—¿Cuáles son sus condiciones, Koszlin? —preguntó Elka, furio-
sa.
—No hay condiciones.
—¿Qué dice? ¿Por qué se niega a colaborar con la ciencia?
A la pregunta de Bjorke, el convicto repuso:
—Ya colaboré en otro tiempo con la ciencia, y me encarcelaron.
Usted ayudó a ello, doctor... ¡Y usted también, doctora Koping! ¡Y
usted, delegado Orivesi! ¿Qué ocurrió con los cinco hombres de
ciencia que debían ir conmigo a prisión? Pagaron con una multa,
¿eh? Yo también podía pagar y empezar de nuevo. Pero me tacha-
ron de criminal empedernido. Soy un indeseable. Ni siquiera me
permitieron redimir mi pena en los campos de trabajo.
»Y ahora, por extraño azar, volvemos a reunirnos. ¿De quién fue
la idea? ¿O acaso una venganza?
—Fue mía —respondió Elka, enojada—. Yo le traje de «RZ-3». El
delegado Orivesi me descubrió y vino a detenerme. Pero le narcoticé
con «crafina» y ha podido presenciar la experiencia.
—¡Ah, bonito modo de disculparse! Pero no le servirá de nada.
Hablaré alto y haré que los encierren a todos... ¡Eso no será impedi-
mento para que, llegado el momento, acabe con todos ustedes!

53
—Es evidente que la experiencia no ha modificado nada de sus
instintos criminales —manifestó Kolmar—. Está bien. No discuta-
mos más. Se niega a colaborar. Llevémoslo a Estocolmo. Será de-
vuelto a la prisión orbital.
—Un momento, delegado —habló Koszlin, de pronto—. Me re-
sistiré a seguirle. Veo, y cumple usted la ley, que va desarmado y
que tampoco lleva los atributos de su alto cargo gubernativo. Por lo
tanto, siendo un ciudadano como yo, me niego a seguirle.
Kolmar sonrió.
—Mis armas y atributos están en el aeromóvil que tengo en el
hangar. Iré por ellos... ¡Y le juro, miserable, que volverá usted a la
prisión antes de lo que se figura!
—Vaya por sus armas. Aquí le espero.
Kolmar miró al doctor Bjorke y luego a Elka. Ésta le dijo:
—Cumpla con su deber, delegado. Yo también le acompañaré.
En realidad, mi propósito se ha cumplido... ¡La prueba ya ha tenido
lugar; ahora no me importa lo demás!
—Sí. Iré por mis armas.
Kolmar se dirigió a la puerta y salió. En aquel mismo instante,
Koszlin se puso en pie y, sin miramiento alguno, dio un tremendo
golpe con el filo de la mano sobre el cuello de Elka, que no tuvo
tiempo de protegerse.
Aturdida, la muchacha cayó de rodillas.
El doctor Bjorke retrocedió, pero no lo bastante aprisa. Koszlin lo
alcanzó, atenazándole por el cuello.
—¡Voy a matarle, miserable!! ¡De rodillas!
El anciano, trémulo, no pudo soportar la agresión, gritó y gimió,
para terminar postrándose de rodillas. En el suelo, de hinojos, el
criminal le golpeó la cabeza con el pie, aplastándole el rostro contra
el suelo.
—Luego ajustaremos cuentas. ¡Ahora me interesa más ese peli-
groso sujeto!
Koszlin corrió entonces hacia la salida. Abrió la puerta, salió al
exterior y vio los pasos de Kolmar sobre la nieve, que iban hacia el
hangar. Entonces retrocedió y penetró de nuevo en el laboratorio.

54
Buscó a su alrededor, hasta que encontró una vieja y brillante
mano de mortero. Con ella en alto, se apostó junto a la puerta y
aguardó a que volviera Kolmar.
No tuvo que esperar mucho.
A los pocos minutos, apareció Kolmar, llevando en el pecho su
distintivo de delegado del gobierno, que consistía en un triángulo
dorado, sobre fondo rojo, en el que destacaba un rombo y una cruz
plateada, y en la cintura un cinto y una funda con una pistola «para-
lizante».
Nada más empujar la puerta, Koszlin saltó sobre él y le golpeó
con fuerza en la frente.
El delegado, aturdido por el golpe, retrocedió unos pasos.
Koszlin le aporreó de nuevo, hasta hacerle caer sobre la nieve. La
sangre que manó de sus heridas manchó la blancura del suelo.
—No esperaba usted esto, ¿verdad, delegado Orivesi? ¡La situa-
ción ha cambiado notablemente!... Ahora soy yo quien manda aquí.
Y le voy a demostrar que sé vengarme de mis enemigos... ¡Todos es-
tarán pronto en mi poder!

55
VI
Adro Koszlin sintió curiosidad por examinar de cerca la cámara
hermética en la que había vivido la experiencia más extraordinaria
que conoció jamás ningún mortal.
Efectivamente, sintió una fuerte sacudida, a consecuencia de la
cual perdió la noción de las cosas. Luego se encontró como flotan-
do... ¡Y pudo verse a través de una bruma roja!
¡Era una nube! ¡Él, convertido en algo sin peso, sin forma! ¡Y es-
taba vivo, lo sentía en alguna parte de su ser consciente! ¡No podía
verse a sí mismo, pero percibía perfectamente cuanto le rodeaba!
Incluso vio, de coloración rojiza, al delegado Orivesi. Le oyó ha-
blar, acercarse a examinar la cámara en donde él estaba contenido,
sin poder salir. La voz de Orivesi, Bjorke y Elka Koping había llega-
do hasta él. ¡Le estaba mirando!
Y él era una masa de gas rojo.
Había necesitado un gran dominio de sí mismo para coordinar
sus ideas al recobrarse. Recordó todas y cada, una de las palabras
que le dijera el doctor Bjorke.
Y una idea luminosa se formó en su mente. Él podía ser el único
ser que poseyera aquella cualidad excepcional... ¡El ser gaseoso!
¡Nadie podría luchar contra él!
El portento de su fuga de la prisión se había realizado... ¡Y preci-
samente para tener conocimiento de aquella experiencia científica!
¡Debía agradecer a Elka Koping el haberse hecho partícipe de todo!
Pero no. ¡Debía eliminarla, como debía hacer también con Orive-
si y el doctor Bjorke! ¡A su debido tiempo, también mataría a los
científicos que debían de haber estado con él en prisión!
Era su venganza.
¡Hillmann, Gimnelt, Zydos, Nell y Marcus morirían!
La cámara hermética era fascinante. Al pasar sus manos finas
sobre el liso cristal, Koszlin casi volvía a experimentar la misma sen-
sación de placer, de bienestar y ligereza que cuando fue convertido
al estado gaseoso. ¿Era como una especie de embriaguez? ¿Euforia?

56
Duró poco más de media hora, pero la sensación resultó emocionan-
te.
—¡Ese viejo condenado volverá a convertirme en gas! —
masculló Koszlin, volviéndose a mirar al postrado Bjorke—. A los
otros los meteré en la cámara de hielo y morirán riendo.
El convicto actuó sin vacilaciones. Abrió la cámara de refrigera-
ción, en la que se conservaban tubos de ensayo a bajas temperaturas,
y arrastró hacia allí los cuerpos insensibles de Kolmar Orivesi y Elka
Koping.
Luego, sin sentir remordimientos, cerró la puerta por fuera. Es-
taba seguro de que antes de una hora habrían muerto los dos.
Entonces fue a donde yacía el doctor Bjorke y lo levantó, para
trasladarlo seguidamente hasta la silla de rodillos eléctricos. Lo sen-
tó en ella y luego trajo del exterior un puñado de nieve, con la que
frotó las sienes del anciano científico.
—¡Recóbrese, Bjorke! ¡Voy a perdonarle la vida!
Le abofeteó repetidas veces hasta que al fin el doctor abrió los
ojos y miró a su alrededor con ojos vidriosos.
—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido?
—Nada, doctor Bjorke. Un leve accidente. Su ayudante y el dele-
gado han muerto... No lo sienta. Representaban un estorbo.
—¿Los ha matado usted?
—Sí, yo. Y no vacilaré en matarle a usted también si no hace lo
que le ordene.
—¿Qué quiere de mí?
—Ha de volverme al estado gaseoso.
—¿Para qué?
—Eso es cosa mía. No deseo volver a la prisión, ¿sabe? Aquí
tengo la pistola paralizante del delegado Orivesi. Una descarga al
máximo de potencia puede matarle, doctor. Y ¡si quiere vivir tendrá
que obedecerme!
Bjorke miró fijamente a Koszlin, diciéndose que debía de estar
loco. Si el preso evadido se dejaba matar en la cámara hermética y
convertir en gas, estaría de nuevo a su merced. Entonces el profesor
podría llamar a los ejecutores de la justicia, a la oficina de Seguri-
dad, a los miembros del gobierno, y Koszlin sería arrestado de nue-
vo.

57
Quiso jugar limpiamente y preguntó:
—¿Es que no se da cuenta de que, si le convierto en gas, estará a
mi merced?
—Puedo salir de esa cámara.
—¿Salir? ¿Cómo?
—¡Destruyéndola!
—Eso sería horrible. No sé lo que puede suceder.
—Yo estoy seguro de saberlo. He experimentado conmigo mis-
mo. Por eso sé que, convertido en gas, nadie podrá destruirme, y
menos enviarme de nuevo a la prisión.
»Sólo quiero esto a cambio de su vida.
—Mi vida vale poco ya. Me niego.
—Le mataré y alguien realizará la prueba. Hay hombres de cien-
cia en el mundo que acudirán a una llamada mía. Sé lo que hicieron
usted y su ayudante para accionar la cámara. Ellos harán lo mismo.
—Una equivocación sería fatal.
—Por eso quiero que sea usted quien manipule los mandos. Es-
cuche, Bjorke, lo que ha hecho está prohibido y usted lo sabe. Le en-
cerrarán en prisión y puede que muera allí. Es viejo. Elka Koping ha
muerto y también el delegado Orivesi.
»Yo puedo ser la prueba viviente que usted necesita para dejar
constancia de su obra. Una nube de gas rojo, que se moverá por el
mundo, sin que nadie pueda destruir y menos devolverla a su pri-
sión. ¿No es eso lo que usted quiere? ¡Todos sabrán que el doctor
Bjorke ha logrado éxito en su empresa!
Bjorke sacudió la cabeza.
—No puede hacerlo. Ignoro lo que experimentó usted... Ignoro
lo que es capaz de hacer.
—¡Pues morirá ignorándolo! —farfulló Koszlin, levantando la
pistola paralizante—. Y su obra morirá con usted... ¡Es una lástima
que ocurra esto, después de haber logrado el éxito!
«¿Cuántos años de su vida se habrán perdido por esto?
—¡Muchos! ¡Pero no quiero que un criminal como usted haga un
mal uso de mis experiencias! —respondió enérgicamente el anciano
científico.
En aquel momento se escucharon golpes en la puerta del refrige-
rador. Una voz apagada llegó hasta ellos.

58
—¡Abran! ¡Doctor, por Dios, ábranos, pronto!
—¿Qué es eso? —preguntó Bjorke, volviéndose.
—Son su ayudante y el delegado Orivesi —respondió Koszlin,
mordaz—. Están encerrados en el refrigerador.
—¡Van a morir!
—Para eso los he encerrado ahí. Ya los considero como muertos.
No saldrán de ahí... A menos que... —Koszlin se detuvo y sonrió re-
torcidamente—. ¿Quiere salvarlos, doctor?
—¡Tiene que sacarlos de ahí! —exclamó Bjorke, intentando po-
nerse en pie.
El otro le sujetó, poniéndole el arma ante los ojos.
—¡Quieto, doctor Bjorke! Puedo matarle y quedarme tan tran-
quilo. Parece que estamos en un lugar desierto, rodeados de nieve.
Esto es su mansión del lago Storuman. Nadie vendrá a socorrerle. Si
quiere salvarlos, puede hacerlo, sin embargo... ¡Haga lo que le he
dicho y le permitiré que abra esa puerta!!
—¡Sí, sí, haré lo que usted quiera!
—Eso está mejor, doctor Bjorke. Yo me introduciré en la cámara
hermética empuñando esta pistola. Y cuando esté convertido en gas,
entonces podrá sacarlos del refrigerador... Pero ¡tendrá que sacarme
de la cámara hermética!
—Sí, sí... Lo haré, con tal de no verle más. ¡Es usted abominable!
—masculló Bjorke, pensando para sus adentros, que una vez gasifi-
cado Koszlin, podría hacer lo que quisiera con él, menos dejarle salir
en estado gaseoso.
—No perdamos tiempo, pues. Manos a la obra.
Koszlin se dirigió, siempre encañonando al hombre de ciencia,
hacia la cámara hermética, la cual estaba abierta aún.
—Me tenderé ahí. Y no intente hacerme una jugarreta, pues los
rayos paralizantes pueden atravesar el cristal y alcanzarle antes de
que llegue al refrigerador. Se lo advierto.
—Esa arma lleva una carga de iones en su interior —dijo Bjorke
de pronto—. Ignoro los efectos que puede causar, si se la convierte
al estado gaseoso.
—Es cierto —admitió Koszlin—. Quizás estalle y la primera víc-
tima sea yo. Pero no puedo arriesgarme a penetrar ahí indefenso.
Habré de emplear otro procedimiento.

59
—¿Qué se propone, Koszlin?
—Ya se lo he dicho. No quiero volver a prisión. No he sentido
nada desagradable en mi estado gaseoso. Creo que es la solución
perfecta. En estado normal, tarde o temprano me encontrarían y me
llevarían de nuevo a la prisión orbital... ¡Sólo deseo eso! Y ha de ser
pronto, o su ayudante y el delegado de Seguridad morirán!
—Deje el arma ahí. Le doy mi palabra de honor de que haré lo
que usted me ha pedido.
—¿Puedo confiar en usted, doctor?
—Tiene mi palabra de honor. Soy viejo y siempre me he precia-
do de respetarla. Pero allá usted con las dificultades que se encuen-
tre. Ni siquiera sabe cómo alimentarse.
—Ya me las compondré. Estoy seguro de que su experiencia es
un éxito. Tenga el arma. Vamos. Confío en usted.

***
Bjorke cumplió su palabra. Su dignidad y la vida de' dos seres
humanos estaban por medio. En pocos minutos convirtió a Koszlin
en gas. Una vez hecho esto, con mano temblorosa, pálido como un
muerto, abrió la cúpula de la cámara hermética, en cuyo interior se
agitaba la nube de gas rojo.
Inmediatamente, Bjorke oyó como un alarido infrahumano. Un
vaho maloliente lo envolvió, al surgir la neblina roja de la cámara
hermética, antes de que ésta se hubiese abierto del todo.
Retrocedió aterrado.
¡La nube roja lo envolvió, asfixiándole y cegándole!
Bjorke perdió la noción de las cosas. Se vio envuelto material-
mente por aquella inmunda bruma escarlata. Cayó de rodillas...
¡Y la nube, que adquiría formas extrañas, como de un mítico ser
de pesadilla, permaneció a su alrededor durante unos segundos!
Cuando la fatídica nube se movió hacia la puerta, ¡el cuerpo del
doctor Bjorke había desaparecido! ¡Sin embargo, en el suelo, donde
cayera el hombre de ciencia, se veía una mancha sangrienta!
La nube roja, agitándose, dilatándose y contrayéndose, y emi-
tiendo una especie de rugidos que en nada se parecían a la voz hu-

60
mana, llegó hasta la puerta, por cuya juntura inferior, de pocos mi-
límetros de anchura, empezó a filtrarse.
Un instante después, la horrible masa de gas rojo, de aspecto ge-
latinoso o sangriento, como una enorme burbuja de plasma provista
de vida propia y sobrenatural, escapaba del laboratorio.
¡Fue como si la nube se hubiese engullido el cuerpo del doctor
Bjorke, dejando en el pavimento las huellas del sangriento festín!
Y en la puerta del refrigerador, los golpes, cada vez más débiles
de los dos condenados, continuaron sonando durante un rato, sin
que nadie acudiera a liberarlos.
Un frío intensísimo dominaba a los dos prisioneros. El frío los
hacía salir de la inconsciencia. Se encontraron en la oscuridad, y la
verdad de lo ocurrido brotó en sus mentes.
Luego se dedicaron los dos a golpear la recia puerta del refrige-
rador, con la vana esperanza de que alguien les sacara de allí.
—¡Ha sido Koszlin! —exclamó Elka—. Y ha debido de matar al
doctor... Me atacó de improviso.
—Lo mismo hizo conmigo, cuando regresaba del aeromóvil. De-
bí suponerlo. ¿Qué hacemos ahora?
—Llamar a la puerta mientras podamos y luego morir... ¿Qué
otra cosa podemos hacer?
—Me ha quitado la pistola y el reloj de pulsera. Pero estaba co-
nectado a la sección de grabaciones de mi delegación. Confío en que
los robots hayan comprendido lo ocurrido y den la alarma.
—¿Pueden hacerlo? —preguntó Elka, esperanzada.
—Espero que sí. Son de la oficina de Seguridad. Nuestros con-
troles poseen células de alarma que se disparan en cuanto yo, como
delegado, estoy en un apuro. No se ha dado nunca el caso.
—¿Y tardarán mucho en venir a socorrernos, si se han dado
cuenta del peligro?
—No lo sé. Puede que lleguen de un momento a otro
o lo hagan demasiado tarde...
—¡O es posible que no venga nadie! Estamos muy lejos de Esto-
colmo. Siento un frío terrible... ¡Por favor, delegado, abráceme!
—Déjeme primero golpear un poco en la puerta.
—No hay nadie ahí fuera. Me temo que el doctor Bjorke esté
muerto. Por eso nos han encerrado aquí... ¡Para asesinarnos tam-

61
bién! Koszlin ha debido huir... ¡Por Dios, Kolmar Orivesi, abráceme!
¡Necesito calor, estoy temblando!
Él la abrazó con fuerza, primero tímidamente, poro luego la es-
trechó entre sus brazos con encendido apasionamiento. Y fue debido
a esto como salvaron la vida.
Se besaron, como lo harían dos ardorosos amantes en otras cir-
cunstancias. Sus corazones latieron con fuerza, dándoles el calor que
tanto necesitaban.
Sin embargo, Kolmar aún tuvo fuerzas para golpear de nuevo la
puerta, sin conseguir nada. Luego se tendió junto a la trémula y tiri-
tante Elka y la abrazó. Ya se daba por vencido.
Pronto les sobrevendría la muerte. Nada podía salvarlos ya. El
frío había calado hondo en sus cuerpos jóvenes y la sangre empeza-
ba a circular con dificultad por sus venas y arterias.
Pasaron unos cuantos minutos más.
~ Y de súbito, la puerta se abrió y la luz penetró a raudales den-
tro de las tinieblas del refrigerador.
Apareció un grupo de hombres, ejecutores de la delegación de
Seguridad, con sus distintivos en el pecho. Eran diez o doce, subor-
dinados de Kolmar Orivesi en la misión de instaurar el orden y la
ley, los cuales habían acudido en un rápido aeromóvil, porque los
controles robóticos funcionaron perfectamente.
Sin perder un instante, aquellos hombres sacaron los dos cuer-
pos y los desnudaron sin reparo de ninguna clase, para frotarlos vi-
gorosamente con nieve. También les inyectaron reactivos anticonge-
lantes y les aplicaron «insolaciones» artificiales.
Luego los transportaron al piso superior y los tendieron, en habi-
taciones distintas, bajo el benéfico influjo de rayos infrarrojos, para
permitirles descansar,
Más tarde, se personó allí un hombre del gobierno, el delegado
de Justicia, un individuo llamado Wantig, quien se hizo cargo de la
situación y despidió a los ejecutores, también subordinados suyos.
Fue el delegado de Justicia quien trajo consigo un «reactivador»
sanguíneo, cuyas abrazaderas sujetó a las muñecas y los tobillos de
Kolmar Orivesi, poniendo después el aparato en marcha.

62
En menos de un minuto, Kolmar estaba tan recuperado como si
nada le hubiese ocurrido. Se incorporó y miró a su colega, sonriendo
al reconocerle.
—¡Wantig!
—Hola, delegado Orivesi. Parece ser que se encuentra usted en
apuros.
—Sí, eso parece. ¿Acudieron a tiempo los ejecutores?
—Pregunta obvia, sin duda. Está usted vivo. Pero me consta que
se dieron muchísima prisa. Si llegan a tardar un poco más, habría
sido difícil rescatarles a ustedes de-la muerte.
—¿Qué ha sido del doctor Bjorke y de Adro Koszlin?
—No he tenido tiempo de investigar. Estaba lejos cuando me
avisaron. Ahora ya no es necesario que lo haga. Usted puede ocu-
parse de ello. Ya leeré el expediente.
—Si es que logramos encontrar a Koszlin.
—¿Por qué dice eso?
—Tengo la impresión que nos será difícil echarle mano.
Wantig frunció el entrecejo.
—Se formará expediente. Alguien le ayudó a escapar de «RZ-
3»... Una mujer... ¿No es Elka Koping?
—Sí, ciertamente. ¿No ha dicho que ignora lo sucedido?
—Sí, pero hago deducciones, Orivesi. Todo lo sucedido aquí está
relacionado con la fuga de Koszlin. Y yo también tengo la impresión
de que Elka Koping es la persona clave. ¿Me equivoco?
—No puedo anticiparle nada, Wantig.
Los dos hombres del gobierno se miraron. Estaban solos en una
estancia, sentados sobre un lecho «elástico». Se conocían superfi-
cialmente, pero ambos conocían de sobra las altas misiones que les
habían sido encomendadas.
—No quiero inmiscuirme en su esfera, Orivesi —dijo lentamente
el delegado de Justicia—. Su labor es encomiable y digna. Pero de-
seo darle un consejo... No deje que los sentimientos se mezclen en su
misión. Usted juró cumplir fielmente su cargo... ¡Si no lo cumple,
tendrá que comparecer ante mí!
«Sentiría muchísimo tener que enviarle el delegado de Convic-
tos, para que lo encierre por una temporada.
—¡Quiero a Elka Koping! —exclamó Kolmar impensadamente.

63
—Eso no es delito. Es usted libre de querer a quien quiera. Pero,
si intenta encubrirla, le pesará... ¡Pueden aparecer pruebas de que
ella ayudó a Koszlin a escapar de prisión!
—No pueden aparecer, pues yo tengo esas pruebas. Pero hay al-
go más. Habré de informar cuanto antes al ministro de Seguridad,
para que someta el caso a la Junta de Gobierno. Es muy grave, Wan-
tig, ¡gravísimo!
—Si lo estima usted así, hágalo. Por ahora, el asunto no es de mi
incumbencia. Sólo he venido en su ayuda, al saberle en apuros. Me
retiro inmediatamente. ¿Qué piensa hacer con Elka Koping?
—Hasta que el Gobierno Central decida, estará en libertad vigi-
lada. Y si hubiera de renunciar a Elka, lo haría, por mi juramento al
gobierno y por fidelidad a la ley, pero haré cuanto pueda por defen-
derla.
—Ignoro las circunstancias del caso y no puedo aconsejarle, Ori-
vesi. No obstante, si me necesita, puede llamarme.
—Gracias, Wantig.
Los dos hombres se saludaron según la costumbre de la época,
haciendo uno el ocho de la sabiduría con un movimiento del dedo
índice, mientras que el otro invocaba bendiciones extendiendo am-
bos brazos y abatiendo ligeramente la cabeza.
Antes de ir a ver a Elka, Kolmar fue en busca de uno de los eje-
cutores, que habían quedado de guardia en el laboratorio.
—¿Ha visto usted por aquí mi reloj de pulsera y mi pistola? —
preguntó.
—Sí —respondió el hombre—. Están ahí, bajo mi custodia. No
parecen haber sufrido daño.
Kolmar suspiró aliviado y despidió al ejecutor de la ley.
—Ya puede volver a su hogar. Gracias por haber acudido tan
rápidamente. Yo me ocuparé de todo.
—Siempre a su servicio, delegado.
Cuando el ejecutor hubo partido en un aeromóvil, Kolmar inves-
tigó en el laboratorio y efectuó varias llamadas por radio, informán-
dose de bastantes detalles. Luego registró la casa y terminó por pe-
netrar en la habitación donde descansaba Elka.

64
Luego se sentó junto a la muchacha y empezó a pensar. Era su
misión. Antes de actuar debía pensar profundamente... ¡Estaba se-
guro de encontrarse en un callejón sin salida!

65
VII
Dejándose llevar por un raro presentimiento, más que por pleno
conocimiento o intuición de lo que debía hacer, Kolmar Orivesi lla-
mó por radio al delegado de Información Oficial.
Su llamada fue contestada en el acto.
—¿Qué ocurre, delegado de Seguridad? Me comunican que
desea usted hablarme.
—Sí, señor Kalari. Estoy investigando un caso sumamente im-
portante y me interesa la colaboración de usted.
—Estoy por entero a su servicio. Dígame en qué puedo servirle.
—Sería interesante difundir la noticia de mi muerte.
—¿Qué dice usted? —exclamó el delegado de Información Ofi-
cial, con asombro.
—No se sorprenda, se lo ruego. Es vital. Debe usted decir que la
doctora Elka Koping y yo hemos muerto congelados dentro de un
refrigerador, en el laboratorio que el doctor Bjorke tiene junto al lago
Storuman.
—Pero ¡eso es faltar a la verdad! ¡Mi delegación no puede, ni de-
be...!
—Es una razón de gobierno. Se trata de una pequeña argucia.
—Sí, comprendo. Pero usted o la doctora Koping pueden ser vis-
tos y mi delegación quedará en ridículo por haber falseado una in-
formación.
—Si colabora usted conmigo, espero proporcionarle pronto una
información importante. Ahora le ruego que haga usted eso. Y nadie
me verá hasta que el caso esté concluido. Me someteré a una opera-
ción de cirugía estética y también hará lo mismo la señorita Koping.
Iré a informar personalmente al ministro de Seguridad.
»Créame que el caso requiere estas medidas. Le ruego que nos
ayude, por el bien de todos. No sé exactamente lo que va a suceder,
pero la desaparición de Adro Koszlin; y del doctor Bjorke me indu-
cen a pedirle esto.
—Está bien, Orivesi. Estoy seguro de que sabe usted lo que hace.
Difundiré la noticia hoy mismo. Espero que todo salga bien.

66
—Gracias, señor Kalari. Es usted muy amable.
Cuando Kolmar cerró la comunicación, se dio cuenta de que El-
ka Koping le estaba mirando con los ojos muy, abiertos.
—Lo he oído todo... ¿Por qué han de difundir la noticia de nues-
tra muerte?
Kolmar tomó la mano de Elka y la apretó.
—No estoy seguro de nada, Elka —respondió—. No sé qué ha
ocurrido ni lo que va a ocurrir. Pero algo me dice que, para el mun-
do, es conveniente que, de momento estemos muertos.
—¡Eso es terrible! ¿Qué ha ocurrido con Koszlin y el doctor Bjor-
ke?
—No lo sé, pero creo adivinarlo.
—¿Ha muerto mi maestro?
—Me temo que sí. Pero no de una muerte corriente... ¡Sino en
condiciones sobrecogedoras, espantosas, horribles! ¡Ha muerto víc-
tima de su propia ciencia!
—¡No!
—Sí, eso me temo. ¡Y me gustaría mucho equivocarme, Elka!
Koszlin no se detendrá ante nada. Él nos encerró en el refrigerador,
para que muriésemos. Si sabe que seguimos vivos, volverá. Juró
acabar con nosotros y sé que es capaz de cumplir su palabra.
—Pero... ¿no se le puede buscar y detener?... ¡Oh, cuánto siento
haber sido yo quien le sacó de la prisión! Si llego a pensar en que
podía suceder esto...
—No te atormentes. Ya está bien. Existe delito, pero, conside-
rando detenidamente el caso, y vista la experiencia, creo que tu acto
estaba justificado.
—¿De veras lo crees, Kolmar?
—Sí, lo creo.
—¡Eres adorable! Dentro del refrigerador te comportaste conmi-
go de un modo maravilloso.
—Te ruego que lo olvides —repuso él, sonrojándose—. Era pre-
ciso hacer algo para contrarrestar aquel frío terrible. Y parece ser
que logramos resistir el tiempo suficiente.
—¡Me olvidé de todo en tus brazos, Kolmar! —exclamó ella, in-
corporándose—. Me gustaría comprobar si, en condiciones norma-
les, eres capaz de hacerme sentir del mismo modo.

67
—No, Elka. Ahora no. Tenemos que marcharnos inmediatamen-
te. Debemos modificar nuestras facciones. Iremos a Oslo y nos prac-
ticarán una rápida operación de cirugía estética. Es importante.
—¿Por qué?
—Ya te lo explicaré. Ahora no estoy muy seguro de nada. Nece-
sito más información, comprobar datos. Vamos. ¿Cómo te sientes?
—Restablecida. Pero tengo apetito.
—Comeremos algo antes de partir.
—Lo que tú digas, mi vida.

***
Nadie estaba preparado para lo que había de suceder a los pocos
minutos en el parque que se extendía ante la Escuela Universitaria
de Estocolmo, al final de la Avenida Uhts.
Era la hora en que millares de alumnos salían por turno de las
inmensas aulas, para lanzarse alegremente hacia las alamedas del
parque escolar y luego tomar las vías móviles —casi siempre las más
rápidas, porque los estudiantes han sido, son y serán los más atrevi-
dos —que los dispersarían por la megápoli.
Mediodía soleado.
Muchos estudiantes hablaban aún del suceso ocurrido junto al
lago Storuman, en el que perdieron la vida la doctora Koping, muy
conocida en los medios universitarios de la Zona Norte, y el delega-
do de Seguridad. También comentaban la extraña desaparición del
mundialmente famoso doctor Bjorke, Premio Universal de Ciencias.
Este hecho macabro había tenido lugar una semana antes, según
el delegado de Información Oficial, y se estaba buscando a un preso
fugado de la prisión orbital de Marte, llamado Koszlin.
—Yo conocí a la doctora Koping —decía un estudiante alto, es-
pigado y «soleado»—. Fue el año pasado, en el aula de Ciencias.
Acompañaba al doctor Bjorke en una conferencia que éste dio sobre
gas orgánico e inorgánico.
—Se dice que perecieron todos en una experiencia de laboratorio
—añadió otro estudiante.

68
—¡Bah, se comentan demasiadas cosas! Hasta he oído decir que
la doctora Koping fue la que liberó a Koszlin de la prisión «RZ-3».
Koszlin fue el individuo que secuestraba hombres para venderlos a
los investigadores.
—¡Uno de los que estuvieron mezclados en aquel asunto fue el
doctor Zydos! —exclamó otro estudiante.
—Si, el catedrático de Patología General.
El doctor Zydos, un hombre fuerte, de aspecto grave, movimien-
tos reposados y aire abstraído, salía en aquel momento por la puerta
principal de la Escuela Universitaria, muy ajeno al grupo de estu-
diantes que hablaban de él, y que incluso se habían detenido en la
alameda principal del parque, formando uno de los numerosos co-
rros que se hacían a la salida de las aulas, para verle pasar.
Sin hablar con nadie, sereno, el doctor Zydos avanzó por el cen-
tro de la alameda. Muchos estudiantes le saludaron. Otros le mira-
ron de reojo. Él ya estaba acostumbrado a este escrutinio solapado.
Era demasiado conocido.
—Ahí va —murmuró el estudiante espigado del corro en que
comentaban los sucesos acaecidos la semana anterior—. Él confesó
haber faltado a la ley en beneficio de la ciencia.
—Y tenía razón —musitó otro—. ¡Pero pagó veinte millones de
«bonos» por un hombre!
—Es muy rico. Su padre era uno de los principales accionistas de
la factoría de aeromóviles «M.A.R.S.».
—¡Por eso pagó la crecida suma que le pusieron de multa!
La mañana era soleada, sin viento. Un día espléndido.
Pero, de pronto, algo se movió en las copas de los árboles. Algu-
nos estudiantes, al ver una sombra en el suelo, levantaron la cabeza,
sorprendidos. ¡Y su sorpresa se convirtió en estupor infinito al ver
una nube de color rojo moviéndose en el aire hacia el centro de la
alameda!
—¡Mirad! —gritó alguien.
Miles de rostros se levantaron al cielo. Miles de estudiantes pu-
dieron ver la extraña nube, de confusa forma, roja como la sangre,
descendiendo de las copas de los árboles hacia el centro de la ala-
meda.

69
Se oyeron gritos de terror. Muchos jóvenes retrocedieron asusta-
dos, mientras otros se quedaban paralizados por el terror.
¡Y todos pudieron ver la nube roja avanzar directamente hacia
donde caminaba el grave doctor Zydos!
Éste también se detuvo, sorprendido, y levantó la cabeza. La nu-
be roja se abatía sobre él. Era muy irregular y tendría tres o cuatro
metros de diámetro.
—¿Qué...? —quiso decir el doctor Zydos.
Luego chilló. Un insoportable hedor ofendió su olfato. Quiso re-
troceder, pero la extraña nube se abatió de pronto sobre él, envol-
viéndole. ¡Y todos los presentes pudieron escuchar un grito infra-
humano, mezcla de terror y angustia infinita, que heló la sangre en
sus venas!
Paralizados por lo sobrenatural de la escena los estudiantes re-
trocedieron, dejando el terreno despejado en torno al lugar donde la
nube pestilente y roja había envuelto al famoso profesor.
A continuación, la nube se remontó al aire bruscamente... ¡En el
suelo quedó una mancha de sangre, aún fresca! ¡Pero el doctor
Zydos había desaparecido!
Entonces los gritos de terror arreciaron y los estudiantes salieron
corriendo en todas direcciones, aullando de espanto. Lo que acaba-
ban de presenciar era algo insólito, monstruoso y sobrenatural.
—¡La nube ha devorado al doctor Zydos! ¡Sólo ha dejado huellas
de su sangre en el suelo!
Mientras la misteriosa nube, adquiriendo formas que parecían
sugerir un fabuloso rostro siniestro, se alejaba de nuevo hacia las
copas de los árboles, hasta desaparecer por entre las ramas, pero sin
dejar tras sí ni un solo girón.
En pocos minutos, desapareció totalmente.
¡Pero el rastro sangriento quedó allí, sobre la grava de la alame-
da, como testimonio de lo horripilante de su aparición!

***
Nadie habría reconocido en Kolmar Orivesi y Elka Koping a la
pareja que descendió del moderno aeromóvil posado en una de las

70
pistas de aterrizaje del espaciódromo de Nagpur, antigua India, y
ahora capital de la Zona Asiática.
Un helidisco pintado de azul les estaba esperando, 'junto al que
se encontraba un hombre muy moreno, de pómulos salientes, que
llevaba a la cabeza un milenario turbante.
Como si fuesen dos autómatas, Kolmar y Elka se acercaron al
individuo.
—¿El delegado de la Zona Norte? —preguntó el hindú fríamen-
te...
—Sí —contestó Kolmar en tono inexpresivo.
—¿La doctora Elka Koping? —volvió a repetir el hindú, mirando
ahora a la muchacha.
—Sí.
En aquel escrutinio iba envuelto un examen telemental. Capaz
de leer el pensamiento de los demás, aquel hombre no podía equi-
vocarse. Era uno de los ejecutores del ministerio de Identificación.
—Suban al aparato, por favor. Dentro de unos instantes compa-
recerán ante el ministro de Seguridad.
Elka y Kolmar obedecieron. Se movían como autómatas, puesto
que, desde que salieron de Estocolmo, después de haber solicitado
ser recibidos por el ministro de Seguridad, habían permanecido bajo
el influjo de la amnesia controlada.
El aeromóvil de Kolmar también había sido dirigido a distancia
haciéndole dar vueltas en distintos sentidos y direcciones, para que
nada pudiera revelar la trayectoria seguida o la distancia recorrida.
Pura fórmula. La ley lo mandaba así. Pero en aquellos momen-
tos, tanto Kolmar como Elka no podían pensar en nada, porque sus
cerebros estaban adormecidos y controlados.
El hindú se colocó ante los mandos del helidisco y en seguida el
aparato se remontó suavemente, volando hacia el centro de la ciu-
dad. Erguidos como estatuas, los dos pasajeros ni siquiera movían la
cabeza. No les interesaba el paisaje, ni el lugar donde estaban, ni si-
quiera hablaban entre ellos.
Poco después, el aparato volador se detuvo en la azotea de un
enorme edificio de cristal blanco. El piloto se volvió a los dos estáti-
cos pasajeros y les dijo:
—Ya pueden bajar. Hemos llegado.

71
Primero descendió Elka; luego lo hizo Kolmar. Ninguno miró a
derecha ni izquierda, mientras caminaban detrás del guía, hacia una
de las cabinas de ascensores que había al extremo de la terraza.
—Pasen a esa cabina —les indicó el hindú.
La pareja obedeció y la puerta se cerró tras ellos. Cuando volvió
a abrirse, segundos después, ambos se encontraron en una amplia
sala, profusamente iluminada gracias a sus paredes translúcidas. Al
fondo de la estancia había una larga mesa de cristal negro. Tras ella
se sentaban tres individuos, de aspecto grave.
El que estaba en el centro permaneció sentado, pero los otros dos
se levantaron y extendieron las manos en señal de saludo.
—Siéntense, por favor —rogó el hombre que ocupaba el centro.
Era un hombre de unos cincuenta años, de rostro bien parecido,
occidental, cabellos oscuros y cortos, que mostraba en su pecho el
distintivo de ministro, el cual consistía en un círculo dorado con
unas rayas verdes y rojas, como una especie de figura cabalística.
Kolmar Orivesi, que en aquel momento sintió despejarse su ca-
beza de la modorra en que había estado sumido, saludó haciendo el
ocho característico con los dedos índice y medio, y luego se sentó en
un sillón metálico que había surgido del suelo exactamente detrás
de donde él y Elka se habían detenido.
Su compañera saludó también y tomó asiento acto seguido.
Los dos consejeros del ministro de Seguridad se sentaron tam-
bién, pulsando algunos conmutadores de los tableros que tenían an-
te sí.
—Recibí su informe, delegado Orivesi —empezó a decir el mi-
nistro con voz de tono grave y bien modulado—. Lo he estudiado y
me siento muy preocupado por ello.
»Sé que sus conjeturas son acertadas en muchos puntos. Otras
son, eso, meras conjeturas.
—Señor —repuso Kolmar, seriamente, sin moverse— admito
que en algunos puntos puedo estar equivocado. Quizás me dejé lle-
var por la fantasía. Pero lo que yo vi con mis propios ojos, y que la
doctora Koping puede corroborar, es algo que merece la muy alta
atención de usted.
—En eso coincidimos, delegado Orivesi. Y por ese motivo le he
hecho venir a mi presencia. Puedo añadir algunos datos que usted

72
ignora aún, dado el tiempo que me he visto obligado a mantenerles
aislados, como medidas excepcionales de seguridad.
—¿Ha ocurrido algo más? —preguntó Kolmar, perplejo.
—Sí. El doctor Zydos fue atacado ayer por la nube roja y desapa-
reció dentro de ella a la vista de numerosos testigos.
—¿Dónde? —exclamó Kolmar, muy excitado.
—En Estocolmo.
—¡Es cierto, pues! Koszlin se hizo transformar en nube... ¡Ahora
estoy seguro de que mató al doctor Bjorke, igual que ha hecho con el
doctor Zydos!
—No he dicho que le haya matado —puntualizó el ministro—.
He dicho, simplemente, que ha desaparecido. Según los testigos, y
todos coinciden en lo mismo, la nube roja y pestilente se abatió so-
bre él, envolviéndole. Cuando se retiró, el doctor Zydos había desa-
parecido. En tierra, en cambio, quedó una mancha de sangre fresca.
—¿Es posible eso, Elka? —preguntó Kolmar, volviéndose a su
asombrada compañera.
—¡De no haber sido presenciado por los testigos que menciona
Su Excelencia, yo diría que es increíble!
—Increíble o no, doctora Koping, ahí están los hechos. —Ahora,
la voz del ministro parecía mostrar un tono de reproche—. Y debo
pensar en la responsabilidad contraída por usted en la experiencia y
al ayudar a Adro Koszlin a escapar de prisión.
—Excelencia, mi prometida no podía prever lo que iba a ocurrir.
—Eso no la exime de su culpa, delegado Orivesi… ¿Qué ha que-
rido decir con eso de su prometida?
—Hemos pensado casarnos, excelencia.
—Temo mucho que eso no podrá ser. La doctora Koping ha fal-
tado a muchas leyes —repuso secamente el ministro de Seguridad.
—Le ruego que me escuche, excelencia —insistió Kolmar—.
Acepto cuanto de verdad hay en eso. No puedo negarlo. Pero ruego
a Su Excelencia tenga a bien considerar el aspecto del caso, bajo el
punto de vista científico.
»No se trataba de investigar en un hombre para perfeccionar el
modo de extirpar una dolencia cualquiera, ni de un ensayo personal,
ni siquiera para comprobar los efectos de un suero creado por un
sabio más o menos famoso.

73
»El caso en cuestión era el resultado de muchos meses de expe-
riencias con cuerpos inorgánicos y animales. Los resultados obteni-
dos por el doctor Bjorke, de cuyo prestigio habla bien claro el Pre-
mio Universal de Ciencias que le fue otorgado, eran tan asombrosos
que se requería el concurso de un ser humano para que pudiera ex-
poner por sí mismo sus impresiones durante el tiempo que estuviese
sometido a estado gaseoso. Según el doctor Bjorke, y parece que
ahora nos confirma la; estremecedora realidad, el individuo en esta-
do gaseoso no pierde ninguna de sus facultades.
»Y ahí precisamente radica lo genial de la experiencia. Es un ser
humano completamente distinto, con propiedades distintas, el que
surge de la cámara hermética con el tratamiento de «neoeutexia
térmica».
—¡Yo diría mejor un monstruo, delegado Orivesi! —replicó el
ministro con sequedad en su voz.
—En eso estribó el error de la señorita Koping, excelencia. Adro
Koszlin fue encarcelado por dedicarse a secuestrar personas para la
experimentación. El doctor Bjorke y la doctora Koping, a ruego mío,
colaboraron en la detención de Koszlin, y de eso le conocían. Por tal
motivo, cuando se vieron en la necesidad de infringir la ley, porque
las exigencias científicas de su experimento así lo indicaban, dado
que el valor científico de la prueba estaba, a su juicio, por encima de
las leyes, la doctora Koping no vaciló en sacrificarse para...
—¿Sacrificarse ha dicho, delegado Orivesi?
—Sacrificarse, excelencia. La doctora Koping pensaba devolver a
Koszlin y entregarse ella misma, una vez realizado el experimento.
No quería, por ningún concepto, que su maestro faltase a la ley. Era
su deber de mujer de ciencia. E incluso habían pensado en experi-
mentar en sus propias personas,
»Estimo, excelencia, que debería estudiarse una ley que permi-
tiera a los hombres de ciencia, previa inspección, a practicar con in-
dividuos voluntarios.
—No desquicie usted la cuestión, delegado Orivesi. La doctora
Koping infringió la ley, liberando a un preso, realizó prácticas
prohibidas, y a consecuencias de ello, parece ser que han muerto dos
hombres de ciencia y un criminal anda suelto.

74
»Por tanto, su deber es capturar a Koszlin inmediatamente. En
cuando a la doctora Koping, siento decirle que habrá de ser entre-
gada al ministro de Justicia, para que se le imponga la máxima pena.

75
VIII
Kolmar Orivesi no parpadeó siquiera al escuchar las palabras del
ministro de Seguridad, mientras que Elka Koping, sentada a su lado,
palidecía de modo ostensible.
—Ruego a Su Excelencia que reconsidere el caso —declaró Kol-
mar, seguro de sí mismo—. Admito que la doctora Koping cometió
un delito, en bien de la ciencia, y que pensaba pagarlo. Pero la cues-
tión ha tomado insospechadas derivaciones.
—¿Qué quiere decir con eso, delegado Orivesi?
—Necesitamos a esta mujer.
—¡No! ¡Ha de ser juzgada y castigada inmediatamente!
—Lo siento, excelencia. Como delegado de Seguridad de la Zona
Norte en donde han ocurrido los hechos, pido que esta mujer sea
puesta bajo mi tutela, porque sólo ella puede ayudar a la ley.
—¡Ha delinquido!
—También ha delinquido Adro Koszlin, y es mucho más peli-
groso que ella. Ese hombre está en libertad, matando impunemen-
te... Y como el doctor Bjorke ha muerto o ha desaparecido, sólo ella
puede ayudarme a encontrar el modo de capturar a Koszlin.
—¿Encima que la doctora Koping ha transgredido las leyes aún
debemos agradecerle y rogarle que nos ayude?
El ministro de Seguridad se había incorporado, perdiendo la se-
renidad.
—Ella y el doctor Bjorke han trabajado en la experiencia que nos
ocupa, excelencia —replicó Kolmar, seguro de sí mismo.
En aquel instante, uno de los consejeros del ministro se levantó y
se acercó a su superior, para murmurar unas palabras en su oído.
Kolmar y Elka no pudieron oír lo que decía, pero dedujeron su sig-
nificado.
El ministro volvió a sentarse y se frotó el mentón, en gesto refle-
xivo.
—Es un caso endiabladamente irregular... ¿Acaso tiene el dele-
gado Orivesi un plan para capturar a Koszlin?

76
—No, exactamente, excelencia. Pero sé que, sin la cooperación
de la doctora Koping, sería inútil intentar nada. Según parece, el es-
tado actual de Adro Koszlin es sumamente peculiar. La doctora Ko-
ping asegura que no existe modo alguno conocido para destruir la
nube roja, en la que se ha convertido ese criminal. Los disparos no le
causarán ningún efecto, como tampoco ninguna de las armas cono-
cidas.
—Entonces, ¿cómo piensa capturarle? —preguntó el ministro.
—No lo sé aún, excelencia. Necesitaba su permiso para actuar.
Ocurre, según veo las cosas, que Koszlin intentará eliminar a los
hombres de ciencia que fueron multados por adquirirle hombres
narcotizados para experiencias. Uno de ellos es el doctor Zydos.
»Eso me hace pensar que Koszlin habrá de ir a París, Jerusalén,
Turín y Los Angeles para atacar a los hombres de los que juró ven-
garse.
—¿Está seguro de que hará eso?
—No puedo estar seguro, pero así lo creo, excelencia. Y esas po-
blaciones están fuera de mi jurisdicción. Por tanto, necesitaré un
permiso especial de este ministerio para poder actuar libremente en
esos lugares.
—Sí, muy bien. Eso puede hacerse. Pero vuelvo a insistir. ¿Cómo
apresará a Koszlin?
—Se me acaba de ocurrir que alguno de los hombres de ciencia a
los que Koszlin desea matar, puede servir para capturarle. Lo im-
portante, excelencia, es poder meter esa nube fatídica y monstruosa
dentro de la cámara hermética de la «neoeutexia térmica». Entonces,
la doctora Koping podría devolverle a su estado primitivo. Sólo así
podremos capturarle y devolverle a prisión.
—¡Hum! A lo que parece, eso no será nada fácil, delegado Orive-
si... ¡No existe nada tan volátil como una nube!
—No hay más solución que intentarlo.
—¿Qué garantías me ofrece usted?
—Ninguna, excelencia. Pero no hacer nada es peor aún. Morirán
cuatro hombres más. Y luego... ¡Luego, sólo Dios sabe lo que puede
ocurrir!
Hubo una pausa, durante la cual, el ministro de Seguridad per-
maneció con la mirada perdida más allá de donde se sentaba la pa-

77
reja, reflexionando intensamente. El consejero que le había hablado
también miraba a Kolmar y Elka.
Nadie hablaba. Todos parecían esperar la decisión del ministro.
Éste habló, al fin.
—Según he visto en su informe, delegado Orivesi, se ha hecho
usted modificar el rostro temporalmente para que nadie le reconoz-
ca. También se ha difundido la noticia de su muerte. ¿Qué fin persi-
gue con eso?
—Continuar viviendo, excelencia. Si' Koszlin se entera de que no
hemos muerto, hará todo lo posible por eliminarnos. Y ahora puede
hacerlo.
—Ahora y siempre. No creo que sea fácil capturarle. ¿Cómo se
alimentará, doctora Koping?
—Lo ignoro, excelencia. Nuestros experimentos no están com-
pletos. Yo pensaba sugerirle que nos permitiesen continuar las prác-
ticas con algún ser amigo. Sólo así podríamos saber cuál es la debili-
dad de Koszlin en su estado gaseoso.
—Eso no podrá ser. Lo prohíbe la ley.
—¡Deseo colaborar a deshacer él mal que hice, excelencia! Mi
propósito era puramente científico. Pero ahora estoy aterrada. Es
preciso hacer algo cuanto antes.
—Sí, algo sí. Lo primero que se me ocurre es advertir a los dele-
gados de las ciudades donde habitan los hombres de ciencia amena-
zados, para que tomen las medidas pertinentes. De eso se encargará
usted, delegado Orivesi, en cuanto salga de aquí. No debe perder un
solo instante.
—De acuerdo, excelencia —replicó Kolmar—. Pero la otra cues-
tión es vital también. Necesito saber cuál es el punto vulnerable de
Koszlin. Si fuese posible, yo mismo me sometería a tratamiento con
«neoeutexia térmica».
—¡Se lo prohíbo terminantemente! —gritó el ministro, furioso—.
¡Busque usted otra solución!
—De momento, no veo otra, Excelencia. Pero insisto en que ne-
cesito la colaboración de la doctora Koping.
—¡Está bien, le concedo eso! Pero recuerde que, una vez solucio-
nado el caso, si es que lo consigue, esa mujer deberá comparecer an-

78
te la ley... ¡Y si no tiene usted éxito, será destituido de su cargo! ¿Me
comprende, delegado Orivesi?
—Perfectamente, señor.
—Pueden retirarse los dos. La audiencia ha terminado.
El ministro de Seguridad, trémulo aún, se levantó de su asiento,
para dirigirse al muro que había tenido a su espalda. Ninguno de
sus consejeros se movió. Kolmar y Elka también permanecieron
quietos, hasta que el dignatario desapareció a través de una puerta
que se abrió y se cerró silenciosamente a su paso.
Entonces los dos consejeros se levantaron. Uno de ellos, el que
había hablado en voz baja con el ministro, habló entonces.
—Le felicito, delegado Orivesi. Ha hablado usted con gran tacto.
Jamás había oído a nadie hablar al ministro como usted lo ha hecho.
Pero tenga en cuenta que habrá de capturar a Koszlin o será desti-
tuido.
—¿De qué tiempo dispongo para lograrlo?
—No mucho. Actúe aprisa. Cuenta usted con todo nuestro apo-
yo y el de la Junta de Gobierno...
—¿No sería preferible renunciar desde ahora? —preguntó Elka,
enojada aún por las palabras del ministro—. Estoy dispuesta a ir a
prisión... ¡Pues mucho me temo que no haya modo de cazar a ese
criminal!
—No es tarea fácil, desde luego —admitió el primer consejero—.
Y no les envidio el trabajo que les dará, Mas estoy por decir que, si
lo consiguen, tal vez haya algún modo de convencer al ministro de
que perdone a la doctora Koping. De todos modos, ese perdón es
potestativo del Presidente, quien será informado con todo detalle
del caso.
—Gracias, consejero. No esperaba menos de ustedes. Han sido
muy amables.
Hicieron los saludos de rigor, y luego Kolmar y Elka dieron me-
dia vuelta, para inmediatamente, encontrarse sumidos de nuevo en
el letargo hipnótico de los controles a distancia.
Así, salieron de la sede del Gobierno Central.

79
***
Aquella misma noche, Kolmar y Elka cenaban en un restaurante
del centro de Estocolmo. El local estaba atiborrado, pero el silencio y
la corrección reinaban entre el público.
No había camareros. Los pedidos se hacían sobre la «carta elec-
trónica», pulsando los conmutadores de los platos sintéticos que se
deseaban. Al poco rato, los encargos aparecían a un lado de la mesa,
en una caja que había para tal fin.
Una vez servidos, y mientras degustaban la cena, Kolmar pre-
guntó:
—¿Adónde habrá ido Koszlin?
—Supongo que se habrá dirigido al lugar más próximo.
—O sea, a París, en busca del doctor Marcus.
—Es lógico, ¿no?
—El delegado de Seguridad de la Zona Europea me ha prometi-
do que tomará las medidas adecuadas respecto al doctor Marcus,
manteniéndolo en lugar seguro. A Koszlin le será difícil dar con él.
Lo que no entiendo es cómo se informará.
—Sabe dónde viven todos. Trató con ellos. Y pienso que, si ve y
oye, como nosotros, además de poder filtrarse por cualquier ranura,
aprovechará la oscuridad de la noche para filtrarse hasta donde
quiera.
—Donde estará el doctor Marcus no habrá rendijas —afirmó
Kolmar—. Pero no sé cuánto tiempo podrá mantenérsele así... ¡He-
mos de hacer algo, Elka! El tiempo apremia y no veo la manera de
seguir adelante.
—¿Qué quieres que yo te diga?
—Todo lo que sepas. Hemos de ir esta misma noche al lago Sto-
ruman y ensayar con los conejillos de Indias hasta encontrar el mo-
do de destruir uno.
—En estado sólido, sí. Pero, en el gaseoso, si no lo introducimos
dentro de la cámara hermética y lo sometemos a «neoeutexia térmi-
ca», no hay nada que hacer.
—¿Qué es la «neoeutexia térmica»?

80
—Una mezcla de millones de voltios disparados a una frecuen-
cia pequeñísima, que se combinan con la inestabilidad de los elec-
trones y protones de la materia. Es muy complicado de explicar, y
mucho más de realizar. Todo ello se efectúa en unas condiciones de
vacío absoluto, dentro de la cámara hermética.
—¿Sería muy difícil construir una gran cámara hermética que
tuviese, por ejemplo, el aspecto de una casa?
—Sería imposible. El doctor Bjorke y yo trabajamos tres años en
construir la que hay en el laboratorio del lago Storuman. Y costó una
exorbitante suma de «bonos».
—Por el dinero sería lo de menos. Estaba pensando en si se po-
dría preparar una trampa para inducir a Koszlin a meterse en ella.
—Y yo estaba pensando en los informes que nos han facilitado
sobre la desaparición del doctor Zydos. ¡Es asombroso! Dice que la
nube roja le envolvió durante unos segundos y cuando se retiró,
Zydos ya no estaba. ¿Qué poder de asimilación tan fantástico deben
poseer las células de Koszlin para ser capaces de desintegrar un
cuerpo humano?
—¡Por eso pedí autorización para experimentar con alguien! —
exclamó Kolmar—. Hasta que no sepamos cuál es el punto débil de
ese monstruo, no podremos atacarle...
—¡Estaba pensando si podría afectarle una explosión atómica! —
exclamó Elka de pronto.
—¿Quieres decir lanzarle encima un proyectil atómico?
—Con la fisión atómica de la explosión, se produce una tempe-
ratura elevadísima. Si la nube roja es apresada por la explosión pue-
de ser volatilizada. ¿Por qué no lo intenta?
Kolmar se quedó pensativo unos momentos. Luego murmuró:
—Eso sería peligroso. El doctor Marcus tiene su morada en un
barrio muy poblado de París... Pero podríamos difundir la noticia de
que se ha trasladado a un lugar aislado, encerrándose allí al saber
que Adro Koszlin ha escapado.
«Koszlin podría dirigirse allí y cuando estuviese dentro de la ca-
sa... ¡Boom!... La hacemos estallar a distancia y asunto concluido. ¡Sí,
Elka, eres maravillosa! Voy a partir hacia París inmediatamente. Se-
rá mejor que vuelvas sola al lago Storuman y ensayes con tus coneji-

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llos... ¡Por Dios, no intentes repetir la prueba con un ser humano!
¡Recuerda lo que dijo el ministro!
—No temas, Kolmar. No tengo más ganas de complicarme la vi-
da. Bastante complicada la tengo ya con lo sucedido.

***
Una hora después de despedirse de Elka, Kolmar Orivesi llegaba
al espaciódromo de la impresionante ciudad de París, la megápoli
más populosa de la Tierra, con ciento sesenta millones de habitantes,
donde le estaba esperando el delegado de Seguridad de la Zona Eu-
ropea, Jacques Vizier.
Los dos hombres se saludaron como era habitual y luego se diri-
gieron al aeromóvil del francés, donde éste tenía un verdadero cen-
tro de comunicaciones. Era el único delegado de Seguridad del
mundo que contaba con la ayuda de veinticinco ejecutores que ac-
tuaban como delegados suyos. París, pese a su crecimiento, tenía un
índice bastante elevado de crímenes: ¡unos doce delitos por día, algo
monstruoso, comparado con el porcentaje de la Zona Norte, que só-
lo registraba un delito por mes!
—Tengo que estar siempre alerta. Esta condenada ciudad es tan
grande que siempre surgen locos que alteran el orden. La sangre de
la gente es muy caliente por aquí... Ya tengo bien aislado al doctor
Marcus. Después de todo, ese hombre necesitaba un descanso. Tra-
bajaba mucho. Se ha provisto de cien rollos de películas técnicas y
está dispuesto a repasárselas todas en estos días. ¿Cuánto tiempo
habrá de permanecer encerrado allí?
—No lo sé. Depende de 'lo que ocurra con mi plan.
—¿Y cuál es ése?
—Como le dije, necesitamos una bomba atómica y un caserón
desierto, de los muchos que hay por la campiña. Se habrán de tomar
posiciones a distancia y vigilar la zona. Mi intención es difundir la
noticia de que el doctor Marcus se ha refugiado allí, para atraer a la
nube roja. Creo que una explosión atómica podría desintegrarla.
—Lo difícil será conseguir esa bomba atómica. El arsenal atómi-
co de la Zona Occidental está precintado desde hace muchos años.

82
Puede que ni siquiera estén en condiciones de funcionar —
argumentó Jacques Vizier.
—Hay que intentarlo. Tengo plenos poderes del ministro de Se-
guridad para hacer lo que sea preciso.
—Hágalo usted, pues. Yo le señalaré el lugar y haré difundir la
noticia. En pocas horas, todo París sabrá que el doctor Marcus se en-
cuentra en un lugar aislado... Consultaré los mapas... Yonne, por
ejemplo, con la emigración rural, es ahora un departamento casi de-
sierto. Y en Charny, por ejemplo, hay muchas casitas abandonadas.
—Bien. Encárguese de eso. Yo me proporcionaré la -bomba que
necesitamos. Volveré lo más pronto posible.
—De acuerdo, estimado colega.
Kolmar se despidió de su compañero y volvió a su aeromóvil. A
los pocos minutos, emprendía el vuelo, a gran altura, hacia la anti-
gua América, ahora conocida, de norte a sur, como la Zona Occiden-
tal. Su destino era la populosa megápoli de Nueva York.
Por el camino, efectuó varias llamadas por radio, se informó de
cómo iban los asuntos en Estocolmo, y también habló con Elka Ko-
ping, que había mantenido abierta la comunicación por si se produ-
cía alguna llamada.
—¡Hola, querida, estoy volando a veinte mil metros de altitud,
sobre el Atlántico! ¿Cómo van tus experiencias?
—Acabo de empezar, Kolmar. Ahora estoy intentando mezclar
dos pequeñas nubes rojas, sin mucho éxito. Se repelen entre sí.
—Prueba a ver una nube roja y un cuerpo vivo, en estado sólido.
—Lo intentaré. ¡Lástima que estos conejitos no puedan hablar!
¿A qué vas a la Zona Occidental? ¿A Los Angeles, en busca del doc-
tor Hillman?
—No, exactamente, querida. Pero haré por verle. Pretendo con-
seguir una bomba atómica. No es tan fácil como parece. Mucho me
temo que será preciso fabricarla, si es que encuentro dónde.
—¿No pueden dártela los delegados de la Defensa Espacial?
—¿Y quieres que vaya hasta Plutón, donde tienen la base esos
buenos chicos que vigilan las fronteras del Sistema Solar?
—¿No tienen ninguna astronave en reparación por aquí cerca?
—Estás un poco desorientada acerca de eso, querida. Las bom-
bas atómicas que posee nuestra Defensa Espacial son de un tipo

83
muy peligroso. Como fueron construidas para estallar en el vacío
sideral, aquí dejarían un extenso reguero de radiaciones. Cada una
posee un millón de megatones... ¡Pobre Zona Europea, si hiciéramos
estallar una de esas «píldoras» en la antigua Francia! ¡Nadie lo con-
taría!
—Pues, en otro caso, mucho me temo que no consigáis nada.
—¿Por qué dices eso?
—He repasado los cálculos del doctor Bjorke, acerca de la tem-
peratura necesaria para producir la «neoeutexia térmica», y me que-
dé muy baja en el cálculo. La temperatura que convierte a un cuerpo
humano en gas, es del orden de mil elevado a diez millones de gra-
dos.
—¿Y cómo diablos consigue Bjorke esa temperatura?
—Representa la suma de muchos factores. Ten en cuenta que só-
lo se aplica una fracción de segundo, produciendo un choque mole-
cular que fracciona la materia. La misma temperatura se necesita pa-
ra la operación inversa.
»Aquí, en el laboratorio, conseguimos ese calor por medio de
electricidad nuclear, de una pila que tenemos instalada bajo nues-
tros pies. Ya te dije que esto costó mucho dinero.
—Entonces, ¿no conseguiré nada con una bomba atómica anti-
gua?
—¿Por qué no pruebas con tres? Será necesario calcular el lugar
donde hay que hacerla explotar. Si puede ser, cuanta más carga me-
jor. Utilizad a un técnico.
—Ya pensaba hacerlo, querida. Bueno sigue con tu trabajo. Mis
pantallas me indican que estoy entrando en línea de descenso. Si
averiguas algo, llámame a la longitud de onda que te di. Adiós y be-
sos... ¡Y no abras el refrigerador!
—¡No, por Dios! Besos, Kolmar.
Sonriendo, el delegado de Seguridad de la Zona Norte cerró la
comunicación y se concentró en el aterrizaje sobre el espaciódromo
flotante que había ante la megápoli de la Zona Occidental. Allí tam-
bién le estaría esperando el delegado Warren, un individuo dinámi-
co, a quien Kolmar ya conocía por haber tratado con él, meses atrás,
un caso de extradición.

84
Y, en efecto, Peter Warren salió a recibirle cuando Kolmar des-
cendió de su astrocohete.
—¿Una bomba atómica? —fue lo primero que preguntó el dele-
gado de Seguridad de la Zona Occidental. —Ayer se nos pidió que
pusiéramos a buen recaudo al doctor Hillmann, a lo que él se ha ne-
gado rotundamente, aunque todos los Koszlins del universo amena-
cen con matarle... ¡Hoy es una bomba atómica!
—¿No le han informado del ministerio, Warren?
—¡Claro que sí! ¡En todo y por todo, a las órdenes del delegado
Orivesi! Pero una bomba atómica... ¡Vamos, eso quita el sueño a
cualquiera!
—¿Se pueden abrir los arsenales precintados?
—Ni se pueden abrir, ni hay quien se acerque allí a menos de
cien kilómetros... ¡Pero Peter Warren no se arredra ante nada, y se-
rán abiertos esta misma noche, palabra de honor!
La palabra de Warren se cumplió. ¡Y las bombas atómicas resul-
taron encontrarse en condiciones bastante óptimas, según la palabra
del técnico que les acompañó, un individuo llamado Walt Sneider!
Al amanecer, pues, acompañado de Sneider, Kolmar regresó a la
Zona Europea.

85
IX
Estaban en una casamata a flor de tierra, construida en una no-
che, cubierta de follaje y arbolado y tan disimulada que habría sido
preciso saber el punto exacto dónde se encontraba para localizarla.
Sin embargo, desde su interior, no muy amplio, y con ayuda de
dos potentes teleobjetivos electrónicos, Kolmar y su compañero Jac-
ques Vizier podían ver la casa de campo situada a dos kilómetros de
distancia como si la tuvieran a menos de veinte metros.
Constantemente, uno de los dos estaba vigilando ante el teleob-
jetivo. Y, durante las noches, desde antes de la puesta del sol hasta
después del amanecer, empleaban un extraño aparato aplicado a los
teleobjetivos, que les permitía ver en la oscuridad.
Con ellos, ayudándoles, estaba el ingeniero atómico americano,
Walt Sneider, a quien la prolongada espera en el refugio estaba po-
niendo nervioso.
—¡Aquí perdemos el tiempo miserablemente! ¡Esa condenada
nube no vendrá, o puede que haya venido y nadie la haya visto!
¿Qué me dicen si se acerca a ras del suelo?
—Un controlador de rayos polarizantes está centrando sus on-
das sin cesar sobre el objetivo —respondió Jacques Vizier, en tono
resignado—. La más mínima partícula de algo que se acerque a la
casa, será detectada. Además, nosotros estamos aquí para algo. Hay
tres observatorios formando un triángulo, con vigilantes que se re-
levan de día y de noche. ¡Tenga paciencia, Sneider! ¡Ya vendrá la
nube!
—¿Y si no viene?
—Tiene que venir. Los últimos informes recibidos ayer son que
fue vista, casualmente, sobre un edificio de París. También se la vio
sobre Bruselas, hace tres días. Eso indica que está en camino, y, apa-
rentemente, no tiene prisa en llegar.
—¡Llevamos aquí seis días interminables! —se quejó Sneider.
—Distráigase viendo la T.V.3.D., amigo, salte o haga juegos de
manos.
—¿Por qué no jugamos al póquer? —propuso Sneider.

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—¡Porque está prohibido jugar, y tanto Kolmar como yo somos
delegados de Seguridad!
—¿Quién se va a enterar? En Nueva York se juega mucho y na-
die dice nada.
—Lo que ocurra en la Zona Occidental es cosa de Peter Warren.
Además, allí es conveniente ser tolerantes con el juego antes de crear
malestar. Aquí estamos en la Zona Europea y no se permite el juego.
¡Y basta, Sneider; me está cansando usted! ¡Cuide de que sus contro-
les estén en condiciones para cuando llegue el momento, no sea cosa
que ocurra un fracaso al final!
Kolmar estaba sentado ante el teleobjetivo, vigilando, y no se
había mezclado en la conversación. Pero sonreía para sus adentros.
Walt Sneider le hacía gracia. Era un tipo nervioso, educado y culto,
pero demasiado influido por el estilo de su zona.
—¿Cómo va eso, Kolmar Orivesi? —preguntó Jacques Vizier,
poniendo la mano sobre el hombro de su colega nórdico.
—Nada.
—Tampoco nada en la pantalla del controlador... Y nada en los
puestos «B» y «C». ¿No cree usted que estamos perdiendo el tiem-
po?
—Creo que no. Todo lo contrario. Hemos aprendido muchas co-
sas. Sabemos la velocidad de trasladó de Koszlin, la dirección que
sigue, que de noche se pone en marcha y descansa de día. Todo eso
es importante.
—Sí, mucho... ¡Y sabemos también que el ministro está furioso
por la espera!
—Ya no es posible hacer más. Estimo que... —Un zumbido en el
tablero de comunicaciones situado en uno de los muros interrumpió
a Kolmar—. Vea a ver quién llama, Vizier.
El delegado de Seguridad de la Zona Europea se acercó al table-
ro y empujó una palanca.
—Aquí puesto «A» de vigilancia en la zona de operaciones «Al-
bor Rojo». Jacques Vizier al habla. ¿Qué ocurre?
—Llamada por radio desde el lago Storuman para el delegado
Orivesi.
—Bien, pásela... ¡Es para usted, Orivesi! ¡La vigesimoquinta lla-
mada en seis días! —diciendo esto, Vizier fue a ocupar el puesto de

87
su colega, mientras Kolmar se colocaba ante el tablero de comunica-
ciones, en una de cuyas pantallas 3. D. apareció, en relieve, el rostro
de Elka Koping.
—Hola, cariño —dijo ella, radiante —. ¿Cómo va eso?
—Igual... ¡Te encuentro muy desmejorada, Elka! Creo que te
cuidas poco y trabajas demasiado. ¿Has encontrado algo?
—Poca cosa, Kolmar. Desde luego, como te informé ayer, la nu-
be roja «absorbe» el cuerpo de su semejante. Así parece alimentarse,
porque debe tener un consumo enorme de energías en estado gaseo-
so. Esto me hace suponer que Koszlin necesita hombres para sobre-
vivir, y primero quiere a los que considera que le hicieron daño.
También sospecho que de ese modo asimila los conocimientos inte-
lectuales de su víctima.
—¿Estás segura de eso?
—No del todo. Una rata blanca, que tenía un hábito característi-
co, fue absorbida por mi nube experimental. Mi ratita blanca ha des-
aparecido. Pero cuando he devuelto a estado sólido a su «agresor»,
éste ha mostrado el hábito de la otra, que consiste en un saltito pecu-
liar que no lo hacen los otros animalitos.
Por encima del hombro de Kolmar, Walt Sneider escuchaba in-
teresado las palabras de Elka, mientras la miraba con estúpida ex-
presión. Kolmar, al darse cuenta, hubo de darle con el codo en el es-
tómago, diciéndole:
—Largo, espantamoscas. Elka es mi prometida.
—¡No se la voy a quitar, caray! ¡Y no hay necesidad de empujar!
Elka sonrió y continuó diciendo:
—Pero lo que sigo sin comprender es lo que ocurre con las víc-
timas de mi ratita-Koszlin. Las engulle y, cuando la vuelvo al estado
sólido, no hay rastro de ellas.
—¿Has probado a viviseccionarla?
—No. Moriría si lo hago. Pero, desde luego, dentro de su cuerpo
no está. Parte de la «víctima» queda sobre el lugar de la «absorción».
La parte restante, más voluminosa, puede volatilizarse en el aire... Y
a propósito, me he visto obligada a trabajar con máscara antigás,
porque en el laboratorio no hay quien respire con tantas pruebas
como he hecho, tanto dentro de la cámara hermética como fuera. He
pedido un extractor de aire a Umnäs.

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—¿Cuántas horas has dormido en estos días, Elka?
—Muy pocas, lo confieso. Pero tomo pastillas estimulantes. Ya
tendré tiempo de descansar cuando esto haya terminado... ¡Ah, me
olvidaba decírtelo! Ha venido a verme el delegado de Comunicacio-
nes. Me ha exigido que retire el campo ultramagnético que rodea el
laboratorio, para que sus secuaces puedan controlarme con ondas
«Higgs». Parece ser que han recibido órdenes de vigilarme, por si
experimento con seres humanos.
—Lo suponía. Eso quiere decir que incluso esta llamada está
siendo grabada por orden del Gobierno Central. No te inquietes.
Confío en que Koszlin llegue de un momento a otro y podamos en-
viarlo al infierno de una vez. Luego veremos lo que decide la «C. I.
C.» sobre los experimentos del doctor Bjorke, al que nadie se atreve
a borrar aún del mundo de los vivos.
—¡Pues que lo vayan borrando, y sin funeral, porque estoy segu-
ra de que jamás volverá a estar entre nosotros! —exclamó Elka, casi
con resentimiento —. Pero te aseguro que sus trabajos no quedarán
olvidados, Kolmar.
—Sé prudente.
Un timbrazo prolongado, seguido de una exclamación, de Jac-
ques Vizier, y de un zumbido en la pantalla del controlador de rayos
polarizantes, hicieron dar un brinco a Kolmar.
—¡La nube roja! —gritó Vizier —. ¡Ahí está, al fin!
—¡Corto, querida! ¡Te llamaré luego! —gritó Kolmar, cerrando la
comunicación, para en seguida, saltar hacia el teleobjetivo.

***
¡Efectivamente, se trataba de la nube roja, a plena luz del día,
deslizándose en la atmósfera, en dirección a la casa objeto de vigi-
lancia, y donde estaban ocultas las tres bombas atómicas traídas por
Walt Sneider desde la Zona Occidental!
Kolmar, trémulo, expectante, sudoroso y en tensión, veía en el
centro del enfoque de su visor la mancha roja sobre el cielo azul.
¡Allí estaba Koszlin, a menos de quinientos metros de la casa!

89
Velozmente, para no perder detalle, se volvió a ver lo que hacía
Walt Sneider.
—¡Preparado, Sneider! ¡Los detonadores!
El aludido estaba sobre la mesa donde tenía sus aparatos para
hacer estallar las bombas, y con una calma fría, muy americana, co-
nectaba los relojes y regulaba los diales y contactos. De él no cabía
ningún fallo. Era frío como un témpano.
—¡Se está acercando! —exclamó Vizier —. ¿Quién diría que se
trata de un ser humano?
—Lo digo yo... ¡Se trata de un monstruo que necesita matar para
vivir! Primero quiere destruir a sus enemigos. Luego, tal vez, necesi-
tará, otras víctimas. Y a medida que vaya destruyendo hombres, los
conocimientos de todos ellos se acumularán en su intelecto. Ese mi-
serable puede llegar a ser un genio maléfico si no le destruimos a
tiempo... ¿Listo, Sneider?
—Listo, delegado Orivesi. Cuando usted me haga la señal, en-
viaré a Koszlin al infierno, sea nube o persona.
—No esté tan seguro. Lo que estamos haciendo aquí sólo es una
prueba.
—¿Y si falla? —preguntó Vizier, que seguía atento a las evolu-
ciones de la nube roja en la distancia.
—Si falla... —Kolmar vaciló, para añadir luego, con fiereza—.
¡Intentaremos otra prueba!
—¿Cuál?
—No lo sé todavía, pero no cejaré en el empeño de destruir a
Koszlin.
—¿Y si le destituyen, Orivesi?
—¡Seguiré actuando por mi cuenta!
Vizier no replicó ahora. Estaba contemplando la nube, viéndola
acercarse a la casa.
—¡Puestos «B» y «C», aquí Vizier! —llamó, al cabo de unos mi-
nutos, tras haber conectado un micrófono qué tenía sobre el teleobje-
tivo.
—¡Puesto «B» a la escucha!
—¡Puesto «C» a la escucha, señor!
—Preparados. La presa se aproxima al objetivo... ¡Hay que estar
muy atentos al momento en que se produzca la explosión! ¡Nos in-

90
teresa saber, particularmente, si la nube roja escapa o no! ¿Tienen las
cámaras de filmar dispuestas?
—Ya están filmando, señor.
—Bien. Nosotros también. Pongan los cristales filtrantes. La ex-
plosión será triple.
—¿Y no cabe la posibilidad de que se nos escape con la humare-
da? —preguntó la voz del puesto «C».
—Estaremos vigilando hasta que el hongo haya desaparecido. Si
sale de ahí, tiene que ser vista. ¡Si no sale, es que ha sido desintegra-
da!
—Se aproxima a la casa, Vizier —murmuró Kolmar excitada-
mente.
En efecto, la nube roja estaba ya a menos de veinte metros por
encima del techo de la casa y descendía. Se la vio acercarse a una de
las ventanas cerradas y acumularse allí durante unos minutos, para
luego empezar a desaparecer, como si se hubiese filtrado por entre
las rendijas.
—¡Ya está dentro! ¡Los cristales filtrantes! ¡Fuego, Sneider!
El aludido sólo movió un dedo, muy despacio, con irónica flema,
dejándolo caer suavemente sobre un botón rojo que había en el cen-
tro de su caja detonadora.
En el mismo instante de cambiar los cristales del teleobjetivo,
Kolmar pudo ver una cegadora llamarada, seguida de una fuerte
sacudida que zarandeó la casamata en donde estaban refugiados.
Estuvo a punto de caer de su asiento y por unos segundos perdió el
enfoque. Al recobrarlo, vio el inmenso hongo de fuego ascender ha-
cia el cielo, con horripilante colorido de llamas, humo, cenizas ra-
diactivas y nubes fabulosas, por lo que estuvo seguro de que Kosz-
lin había desaparecido en medio de aquel apocalipsis.
—Ya está —oyó Kolmar decir a Jacques Vizier—. Ahora que sea
la voluntad de Dios.
Walt Sneider se acercó entonces a la mirilla de observación, pro-
tegida por un grueso cristal antirradiactivo, llevando unos binocula-
res de gran potencia.
—¡Cuernos coronados! —exclamó—. Desde que hice las prácti-
cas en la Defensa Espacial no había visto una cosa así... ¡Es fantásti-

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co! ¡Apuesto a que lo estarán viendo desde una zona occidental!... Y,
desde luego, de esa nube roja no habrá quedado ni el nombre.
—No estaría yo tan seguro, Sneider —murmuró Kolmar, escép-
tico.
—¡Me como la peluca a que no la volvemos a ver más!
Nadie respondió. Todos miraban atentamente la inmensa nube
de humo que continuaba ascendiendo al cielo. Sobrecogidos los co-
razones, aún sentían temblar la tierra, mientras que el sordo rugido,
atravesando las paredes insonorizadas de la casamata, llegaba hasta
ellos.
—¡Pavoroso! —exclamó Vizier.
Transcurrieron unos minutos de tensa espera. Y, de pronto, una
exclamación llegó hasta ellos a través del altavoz.
—¡Ahí está la nube roja, delegado Vizier! ¡Ha surgido de entre la
densa nube de la triple explosión! ¡Viene hacia aquí!
¡Les hablaban desde el puesto «B»!
—¡Imposible! —rugió Vizier, consternado—. Ningún ser vivien-
te podría escapar a ese cataclismo... ¡Debe tratarse de alguna aluci-
nación o bien una nube incandescente surgida del núcleo central!
—¡No, señor delegado! ¡Es la nube roja! ¡La vimos bien! ¡Dentro
de poco la verán ustedes también! ¡Y viene hacia aquí!
Kolmar brincó en su asiento, desviando un poco su teleobjetivo
para dirigir el enfoque hacia el lado donde estaba situado el puesto
de vigilancia «B»,
Y, efectivamente, a los pocos minutos, el desaliento le dominó, al
ver surgir la nube roja, alejándose de la vorágine de humo que con-
tinuaba ascendiendo hacia el cielo.
Y no tuvo la menor duda. Era la misma nube roja que viera poco
antes desaparecer dentro de la casa.
—¡Ahí está! ¡Es Koszlin, no cabe un posible error! Y Elka tenía
razón. Ni siquiera la explosión conjunta de tres bombas atómicas es
capaz de desintegrarla.
Cuando Kolmar abandonó su asiento vio a Walt Sneider que,
tras dejar los binoculares sobre la mesa, se había quitado la peluca y
con la cabeza calva brillando de sudor, estaba dando mordiscos de
rabia al cabello artificial.

92
—¡Imposible! ¡Inaudito! ¡Eso es un engendro infernal! ¡No puede
ser obra del doctor Bjorke! —rugía el ingeniero atómico, en su furia.
Por su parte, Jacques Vizier continuaba con los ojos fijos sobre
los visores del teleobjetivo, mirando la nube roja como petrificado.
No decía nada, pero en su mente se atropellaban un sinfín de maldi-
ciones.
Kolmar fue a recostarse contra el tablero de comunicaciones. Allí
quedó, silencioso y hosco, mirando al suelo, sintiendo que todas sus
esperanzas estaban desparramadas ante sus pies.
¡Todo perdido! ¿Qué hacer?
Si tres bombas atómicas no habían podido aniquilar a Koszlin,
¿qué podía intentar ahora? ¿Cómo destruirlo? ¡Aquello era el fin de
todo! Después vendría la destitución, que le sería enviada en forma
de orden, seca y tajante, a través de la radio. «¡Deje su distintivo, su
reloj de pulsera y su arma sobre la mesa y abandone su despacho,
¡Está destituido, Kolmar Orivesi!»
Sería así, poco más o menos. Pero esto no era lo peor. Estaba El-
ka Koping. El nuevo delegado de Seguridad no vacilaría en detener-
la y llevarla ante el delegado Wantig... ¡Y la condenarían a perpetui-
dad!
¡Era el fin!
—¡La nube viene hacia aquí directamente, delegado Vizier! —
oyó Kolmar que decía la voz asustada del jefe del puesto «B»—. ¡No
me gusta esa proximidad!... Puede descubrirnos y...
—¡Salgan y dispárenle! ¡Hagan algo! ¡No debemos dejarla esca-
par! —gritó Vizier, desesperadamente.
—¡No seré yo quien salga, señor!
—¡Hagan lo que le ordeno, Roger! —chilló Vizier, fuera de sí.
Kolmar se le acercó a tranquilizarle.
—Es inútil. ¿Qué puede hacerle una pistola paralizante, Vizier?
Sólo conseguiría exponer a sus hombres.
—¿Y vamos a quedarnos aquí, con los brazos cruzados?
—¿Qué otro remedio nos queda? Después de la explosión, todo
se ha perdido...
Un grito en el altavoz hizo volverse a Kolmar, pálido de sem-
blante.

93
—¡Se ha detenido sobre nosotros, señor! —gritó Roger, por la
radio—. ¡Parece que nos ha visto!... ¡Viene hacia aquí, señor!
En el puesto «B» pareció cundir el pánico. Los dos hombres que
había allí se pusieron a gritar a un tiempo, enloquecidos de terror.
Entre sus alaridos, Kolmar, Vizier y el ahora impresionado Snei-
der pudieron oír palabras como éstas:
—¡Se encuentra delante de la mirilla de observación!... ¡Es como
sangre gasificada!... ¡Socorro, por Dios!... ¡Se está filtrando!... ¡En-
tra!... ¡Dios!... ¡Madre!... ¡Aaaaagh!
Luego, petrificado, los tres hombres pudieron escuchar una es-
pecie de infrahumano rugido, seguido de una voz desgarrada que
rugía:
—¡Noooo! ¡Este hedor...! ¡Me aho...!
Otro rugido espantoso ahogó la voz. Luego se hizo un impresio-
nante silencio.
Los tres hombres del puesto «A» se miraron. Todos estaban
blancos como la cera, sobrecogidos, sintiendo latir desenfrenada-
mente sus corazones.
Sólo Kolmar musitó:
—¡Dios tenga piedad de ellos!

***
Hasta el día siguiente, no fue posible llegar al puesto «B», para lo
cual hubieron de pedir a París trajes antiradiactivos, pues toda la
zona, en un radio mayor, del previsto, se encontraba sumamente
contaminada.
Kolmar y Vizier, ataviados con los trajes protectores y seguidos
de un grupo de ejecutores de la Zona Europea, llegaron al lugar y
abrieron la compuerta cubierta de follaje.
Dentro, como suponían, no encontraron a nadie. En el centro de
la casamata, sobre el suelo, la huella de sangre era un mudo testigo
de la espeluznante tragedia que allí había tenido lugar la víspera, y
que los dos delegados pudieron escuchar por radio.
Todo lo demás seguía igual. Y ni siquiera se notaba el más ligero
olor, como Kolmar había esperado. El gas rojo era hedor, pero no se

94
desprendía de la nube. Llenaba el ambiente, cuando aparecía, pero
se iba con ella, una vez cometido su crimen.
Era evidente que, engañado por los rumores que hizo circular
Vizier, Koszlin fue a Charny, penetró en la casa y cayó en la trampa.
La explosión atómica le debió hacer comprender que había sido en-
gañado, y entonces fue en busca de algún culpable, encontrando al
infortunado Roger y su compañero, con los que se ensañó cruelmen-
te. Luego la nube roja huyó.
La estela de sangre continuaría por tiempo indefinido. Koszlin
necesitaba saciar su voracidad. ¿Qué iba a suceder luego?
Ésta era la pregunta que más inquietaba a Kolmar Orivesi... Una
pregunta sin respuesta.

95
X
La impresionante noticia pronto se difundió por el mundo ente-
ro, llegando hasta los planetas del Sistema, donde el pánico se intro-
dujo en las mentes de los hombres, haciendo sentir a todos espas-
mos de terror.
En la Zona Europea, el delegado de Información Oficial se vio
precisado a redactar un mensaje de advertencia, que fue difundido
al día siguiente de la triple explosión atómica por todos los recepto-
res de ondas de T.V.3.D., ante cuyas pantallas se encontraban millo-
nes de seres sobrecogidos.
«Esta delegación se ve en la necesidad de informar a los ciuda-
danos de un suceso que tuvo lugar ayer en el antiguo departamento
de Yonne, localidad de Charny, donde el delegado de Seguridad, en
colaboración con su colega de la Zona Norte hubieron de actuar.
«Procedente de Estocolmo, ha llegado hasta nosotros una miste-
riosa nube roja, fruto, al parecer, de una experiencia científica, lle-
vada a cabo por el eminente doctor Bjorke, Premio Universal de
Ciencias; dicha nube, según se nos informa, alberga a un peligroso
criminal en estado gaseoso.
«Dicha nube roja atacó y destruyó en Estocolmo al doctor Zydos,
en presencia de numerosos testigos, desapareciendo luego en direc-
ción a nosotros. Parece ser que su intención era atacar también al
prestigioso doctor Marcus, al que el delegado de Seguridad puso en
lugar seguro, al mismo tiempo que hacía correr el rumor de que se
había ocultado en una casa de las cercanías de Charny.
«En realidad, allí se había preparado una trampa para atraer a la
nube roja, consistente en tres bombas atómicas que, a su debido
tiempo, fueron disparadas a distancia.
»El lugar de la emboscada estaba vigilado por los delegados de
Seguridad y cuatro ejecutores de la ley, dos de los cuales murieron
en cumplimiento de su deber.
»Por todos esos hechos, esta delegación se ve en la necesidad de
advertir lo siguiente a los ciudadanos:

96
«Primero: la localidad de Charny, en el departamento de Yonne,
ha sido declarada zona contaminada, y nadie podrá transitar por sus
inmediaciones hasta que se realicen los trabajos de descontamina-
ción.
«Segundo: los ciudadanos que vean una nube roja, de unos me-
tros de diámetro, huirán lo más rápidamente posible de ella y pro-
curarán avisar al delegado de Seguridad. Se advierte que si alguien
es apresado por dicha nube, no tendrá salvación.
«Tercero: todo ciudadano que posea alguna información sobre el
caso deberá comunicarla, sin pérdida de tiempo, al delegado de Se-
guridad. Se ruega, no obstante, se abstengan de enviar falsas infor-
maciones, que pronto serían descubiertas.
«Esta delegación de Información Oficial seguirá en contacto con
los ciudadanos.»
El pánico cundió, extendiéndose rápidamente por todo el plane-
ta. El público pensó que, si una nube homicida andaba suelta y no
podía ser destruida ni con bombas atómicas, todos estaban en peli-
gro.
El terror colectivo creó escenas de verdadero patetismo, imposi-
ble de enumerar. Baste decir que hombres y mujeres abandonaron
sus trabajos, fueron a las escuelas a buscar a sus hijos, y 'luego se en-
cerraron a cal y canto en sus moradas, taponando incluso las juntu-
ras de puertas y ventanas, así como ventiladores, con lo que mucha
gente estuvo a punto de perecer asfixiada.
En algunos locales de espectáculos públicos, donde fueron sus-
pendidas las representaciones para transmitir el comunicado oficial,
hubo espantadas fenomenales y perecieron muchas personas atro-
pelladas en el tumulto.
En pocas horas, las grandes avenidas rodantes quedaron solita-
rias. Ni siquiera en el cielo se veían helidiscos. También se suspen-
dieron los vuelos espaciales y transoceánicos por abandono del ser-
vicio, ante el temor de que la nube fatídica pudiera alojarse en algu-
na espacio-nave e intentara trasladarse a otro planeta.
Los delegados de Seguridad del Sistema Solar se reunieron rápi-
damente, utilizando los medios de comunicación más rápidos, para
acordar que ninguna astronave del espacio entrara o saliera de la

97
Tierra, hasta que la Nube Roja —¡a la que se llamaba ya con mayús-
culas!— no fuese destruida.
Una empresa casi en ruina, dedicada a construcciones metálicas,
tuvo la ocurrencia de enviar un aviso por la T.V.3.D. comercial, di-
ciendo que iba a poner a la venta trajes metálicos articulados y pro-
vistos de escafandra autónoma, alegando que ninguna «Nube Roja
podrá destruir a los que lleven puesto un equipo KOAK».
En menos de veinticuatro horas, dicha empresa recibió pedidos
que no podría suministrar ni aunque la Nube Roja estuviese mil
años suspendida sobre el cielo de París.
Era como si la gente creyera que había llegado ya el fin del
mundo.
El caos se extendió pronto a otras zonas del globo, y más cuando
se supo que la Nube Roja había sido vista sobre el espaciódromo de
Burdeos, donde atacó a un individuo que, con desprecio de su vida
y provisto de una pistola paralizante, fue hacia la nube y estuvo
disparándole hasta quedar envuelto en el gas rojo.

***
Después de su fracaso en Charny, Kolmar Orivesi regresó a su
Zona. Nada más dejar su aeromóvil en el espaciódromo flotante,
tomó un helidisco y se trasladó a los Grandes Almacenes «B.T.A.»,
donde apenas si había la décima parte del público que de costum-
bre, y subió a uno de los ascensores secretos hasta su despacho.
Se encerró allí, en la soledad y el silencio, sin accionar ninguno
de los conmutadores de control, deseoso de pensar.
No podía concebir cómo una masa de gas, compuesta de células
humanas, había podido resistir la tremenda descarga de la fisión
atómica. Tuvo que pellizcarse los brazos y las piernas, para excla-
mar:
—¿Dé qué estamos hechos los hombres? ¡Esto es carne, materia
orgánica, calcio, hidrógeno...! ¡Basura! ¡No hay cuerpo que resista
ciento veinte grados de calor sin consumirse!... ¡Y la nube estaba allí,
yo la vi, dentro de la casa!

98
«¡Hubo de soportar millones de grados de calor! ¡Koszlin, des-
pués de todo, es un ser humano! ¿Por qué no desapareció, fulmina-
do por el rayo atómico?
»¿Qué fantástico experimento ha hecho el doctor Bjorke, que tan-
tas posibilidades abre en el campo de la ciencia? ¿Es que no se dan
cuenta en la Junta de Gobierno? ¡Tienen que comprender el alcance
ilimitado de ese descubrimiento! ¡Han de autorizar a que Elka pue-
da ensayar y descubrir el secreto de ese poder tan indestructible!
«Pero, de momento, estamos atados de pies y manos, imposibili-
tados de hacer nada, porque ese secreto sólo lo conoce un criminal
que causará todo el daño que pueda en su maldito camino. ¡Y yo
aquí, mordiéndome los puños de impotente rabia, ante el fracaso
más grande de mi vida!
«¿Qué puedo hacer?
Kolmar Orivesi estaba desesperado. ¡No podía hacer nada! Y ni
siquiera quería hacer nada. Hubiese visto con agrado aparecer la
nube roja y ser destruido por ella.
Ni siquiera tuvo, durante aquella fabulosa crisis de depresión un
pensamiento tierno y comprensivo hacia la mujer que, junto al lago
Storuman, continuaba ensayando sin descanso para hallar una solu-
ción al problema.
Fue todo lo contrario. En su desánimo, llegó a culpar a Elka de
todo, diciéndose:
—¡Fue una insensatez el hacer eso! ¡Elka no debió liberar a Kosz-
lin, sabiendo quién era! ¿Qué esperaba conseguir? ¡Bah, una mujer
de ciencia con muchas fórmulas en su cabeza, pero sin ningún pen-
samiento noble! ¡Todos los científicos son iguales! ¡Primero ellos, su
vanidad insaciable, su búsqueda infatigable en pos de la gloria, de
un premio! ¡Farsa, comedia, estulticia!
En su impotente rabia, Kolmar se levantó, fue al muro, descorrió
una puerta invisible, y abrió un armario en donde guardaba objetos
de todas clases. Allí tenía frascos de «fibraplastic», cargas somnífe-
ras, estimulantes, vitaminas.
Tomó uno de aquellos frascos, rotulado con las letras «YDF». Lo
abrió y vertió sobre la palma de su mano dos pequeñas píldoras.
Vaciló un instante. Luego tomó otras tres.

99
—¡A ver si termino de una vez! —masculló, para luego echarse a
la boca las cinco pastillas.
Pulsó un botón dentro del armario y de una pequeña cámara
surgió, como empujado por una mano invisible, un vaso de agua
tonificante, que bebió con gesto maquinal.
Luego, de un manotazo, arrojó por el suelo parte del contenido
del armario.
Volvió a la mesa y contempló el tablero de control y comunica-
ciones. Empujó un botón y detrás de su mesa se descorrió un sector
del muro, surgiendo un lecho elástico del hueco.
Se tendió. Nada más caer sobre la blanda superficie, quedó
amodorrado, iniciando entonces un sueño inquieto y desasosegado,
durante el cual fue asaltado por alucinaciones y pesadillas que ni él
mismo sería capaz después de recordar.
Sólo quería aturdirse. Era la primera vez en su vida que Kolmar
Orivesi dejaba de ser inteligente.

***
Se despertó y vio ante sí el rostro ansioso del delegado de Justi-
cia.
Un hombre, con el distintivo de médico, estaba cerrando una ca-
jita metálica sobre la mesa de Kolmar.
—¿Qué le sucedió, delegado Orivesi?
—¿Eh?
—¿Qué le sucedió, pregunto? ¡Nos alarmó mucho! No respondía
a ninguna llamada y sabíamos que estaba aquí. No tuve más reme-
dio que llamar al delegado de Salud Pública y pedir autorización al
ministerio para entrar en su «santuario».
Kolmar miró fijamente a Wantig y luego al delegado de Salud
Pública, quien musitó:
—Síntomas narcóticos. —Señaló a los frascos que Kolmar espar-
ció en su furia por el suelo —. No debería tener eso ahí.
—No... son... míos... Eran del anterior delegado. Los dejó... Debió
de ser un hombre que solucionaba sus dudas dándose a las drogas.

100
—¿Y usted pretende imitarle? —preguntó Wantig en tono acu-
sador.
Kolmar sacudió la cabeza.
—Estoy confuso... Les ruego que me dejen solo.
—No, Kolmar Orivesi. Le ha estado llamando el ministro de Se-
guridad... Le han llamado también de la Zona Europea, de la Occi-
dental y de la «Asiática»... Se ha vuelto usted muy solicitado.
—Sí, supongo que todos me cargan el peso de la responsabili-
dad. ¿Está muy enojado el ministro?
—¡Nada de eso! ¡Jamás he visto a nadie más suplicante! Los pla-
netas nos han declarado la cuarentena. Un desastre, ¿sabe? No lle-
gan ni salen naves espaciales... ¡Y el doctor Marcus ha desaparecido
de París, dejando su huella sangrienta!
—Pero ¿no estaba encerrado en lugar completamente hermético?
—Hablé con el delegado de Seguridad de la Zona Europea...
Tiene que atender cientos de llamadas... ¡Y usted ahí, durmiendo!
¡Vamos, despabílese! El delegado de Salud Pública le ha inyectado
un estimulante.
Ciertamente, Kolmar se sentía de nuevo vigoroso y ágil. Se le-
vantó y, tras mirar a su alrededor, musitó:
—Sí, creo que he sido un necio... Lo siento. Ya arreglaré eso, doc-
tor. Gracias, Wantig. Creo que no tengo más remedio que afrontar la
situación de cara.
—No le envidio, Orivesi. Pero no se arredre. Luche. Sé que su
cometido no es fácil, ni mucho menos, pero debe hacer algo. Todos
esperamos mucho de usted.
—¿Qué quiere decir con eso? No le entiendo...
—Hable inmediatamente con el ministro. Tiene algo importante
que decirle. Ahora me voy. Le deseo suerte, Orivesi... ¿Vamos, doc-
tor Jey?
Los dos hombres salieron a través de la puerta de «abanico», que
se abrió y se cerró sola, ante la presencia de los dos hombres. Enton-
ces Kolmar pulsó el conmutador que retiraba el lecho elástico y re-
cogió los frascos que había arrojado al suelo, volviéndolos a colocar
despacio en el armario, el cual cerró.
Luego volvió a la mesa y pidió la hora por radio.
—Las seis horas, treinta y dos minutos y doce segundos.

101
—¿Qué día, por favor?
—Seis de junio.
Kolmar no se asombró al saber que había estado tres días dur-
miendo. ¡Tres días y nueve horas!
Entonces presionó el botón de llamada.
—Con el ministerio de Seguridad. Soy Kolmar Orivesi.
Casi en el acto, la gran pantalla que tenía en el muro frontero se
iluminó y apareció el rostro del ministro de Seguridad, sentado de-
trás de una enorme mesa de cristal negro.
—¡Orivesi! ¿Dónde ha estado usted?
—Durmiendo, excelencia.
—¿Durmiendo?... ¿No sabe lo que está ocurriendo?
—No, excelencia. Después de la experiencia de Charny, volví a
mi despacho y me tendí a dormir, recurriendo a drogas para conse-
guirlo.
—¡Intolerable! —gritó el ministro, palmoteando sobre la mesa—.
¿Acaso pretende ser destituido?
—Tal vez, excelencia —respondió Kolmar, muy sereno.:
—¡No, no y no! ¡Primero tiene usted que solucionar el lío en que
estamos metidos! ¡El pánico se ha extendido a todo el planeta! ¡Hay
paralización general en toda la industria! ¿Sabe lo que significa esto?
—Sí, excelencia.
—¡Y usted durmiendo! ¡Me he visto precisado a recurrir al dele-
gado de Justicia para encontrarle!
—Su excelencia habría hecho mucho mejor recurriendo al dele-
gado Capturador de Nubes Rojas —respondió Kolmar seriamente.
—¿Qué dice? ¿Está loco?
—No, excelencia. Pero permítame decirle que, si yo tengo la mi-
sión de apresar a Koszlin, ¡no hay ninguna ley que me obligue a
perseguir nubes!
—¿Eh?
—Lo que oye, excelencia. Mi cargo está especificado en un boni-
to articulado... Seguridad de los ciudadanos. Y se aclara en el párra-
fo cuarto de este artículo que dicha seguridad será mantenida siem-
pre del mal que puedan hacer otros ciudadanos... ¡Pues bien, exce-
lencia, el peligro que nos amenaza no procede de nadie!
—¡Procede de Adro Koszlin!

102
—¡Adro Koszlin no existe, excelencia! ¡El peligro que nos ame-
naza es una nube!
—Escuche, Kolmar. Debo decirle algo —se apresuró, a decir el
ministro—. Se ha reunido la Junta de Gobierno ante la gravedad del
caso y debido a las insistentes noticias que nos llegan de todas par-
tes, el presidente ha acordado concederle a usted plenos poderes pa-
ra que solucione este asunto.
—¿Qué se entiende por plenos poderes, excelencia?,
—Puede usted autorizar a la doctora Elka Koping a que experi-
mente la «neoeutexia térmica con seres humanos. ¿No es eso lo que
quería usted?
—Sí, lo quería, excelencia. Pero ya no. Escuche. He tenido un
sueño en el que me veía a mí mismo, en un laboratorio, fabricando
monstruos. Al despertar tuve la sensación de que estábamos todos
equivocados con respecto a esa nube roja.
—No le entiendo.
—Me explicaré mejor, excelencia. La Nube Roja no es un ser
humano. Es una esencia de ser deformado que ha dejado de existir
para nosotros como tal, para convertirse en un monstruo, una abe-
rración científica, un aborto de la experimentación. Si un sabio, al
investigar, crea algo nocivo, incontrolable o nefasto, como el mito de
Frankenstein, debe destruirlo. Ése es el espíritu que creó la ley de la
prohibición de experimentar con seres humanos.
—No le entiendo muy bien, pero ésa era mi tesis. ¿Qué es lo que
quiere decir?
—En otras palabras, excelencia, la Nube Roja no debe ser des-
truida, porque no es enteramente nociva.
—¿No? ¿Y la desaparición del doctor Zydos? ¿Y la del doctor
Marcus? ¿Y la no menos importante del doctor Bjorke?
—Bjorke creó la Nube Roja. Ahora está con ella. Ignoro si vive o
si ha muerto. En mi sueño he visto cosas fabulosas, increíbles, que ni
yo mismo sé cómo explicarlas. Sin embargo, sé, ¡estoy positivamente
seguro de ello!, de que todo obedece a un fenómeno puramente na-
tural.
—¿Cree usted que es natural que desaparezca un ser humano, y
en su lugar surja una masa gaseosa?

103
—Bueno, puede que no parezca muy natural, y más bien obra de
genios maléficos, pero nosotros no podemos creer en esas leyendas
tontas. Ahora nos encontramos ante un fenómeno de laboratorio, en
el que el sabio experimentador ha dejado sus prácticas para ser, a la
vez, objeto de ensayo y ensayista.
»Todo esto se ha complicado un poco por la obsesión dañina del
individuo elegido para ser cabeza de cuerda
—¡No le entiendo ni una palabra, delegado Orivesi!
—Puede que esté hablando en sueños, excelencia. —Kolmar son-
rió—. Será mejor que dejemos a un lado la charla y me dé usted sus
instrucciones.
—Ya se las he dado. Es acuerdo del Consejo... ¡Tiene usted ple-
nos poderes para hacer lo que estime conveniente!
—Y ¿qué ocurrirá con Elka Koping?
—Será usted quien decida sobre ella. Lo que usted haga lo acep-
tará el gobierno.
—Muy indulgentes están. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Hay que atajar el pánico, abrir los espaciopuertos, tranquili-
zar los ánimos! ¡Y no importa cuáles sean las medidas que tome us-
ted con tal de conseguirlo!
Kolmar se quedó mirando a la pantalla donde aparecía, en tres
dimensiones, la figura del ministro de Seguridad. Tuvo la impresión
de que le estaba pidiendo árnica, aunque su interlocutor parecía en-
vuelto en la capa de su altiva dignidad.
—Comprendo, excelencia. El miedo ha llegado hasta ahí. Es
comprensible. ¿Vieron la filmación que enviamos el delegado Vizier
y yo, sobre la explosión? ¿O quizá fueron los gritos del ejecutor Ro-
ger y su compañero, atrapados en la casamata?
—Ya le he dado las órdenes. Ejecútelas —pareció ladrar el minis-
tro.
—Y dígame, excelencia. ¿Se me ha fijado algún plazo?
—No... ¡Pero informaré a la Junta acerca de su insolencia!
—Muy bien, excelencia. Tengo una grabación de esta conversa-
ción. Yo también la presentaré, en descargo... ¡Y demostraré que un
ministro de Seguridad no ha entendido la explicación que he pre-
tendido darle!

104
«Bien sé que todo era falso, incongruente, digamos estúpido, ex-
celencia. Pero, en vez de rebatírmelo, no ha querido saber nada de
ello. Eso me convence de algo que ignoraba. Mientras que un dele-
gado de Seguridad debe afrontar los problemas serios y graves, un
ministro, que debería gozar de más ingenio que un simple delegado,
no sabe por dónde salir del apuro.
«Excelencia, ¿no será que en el nombramiento de los ministros se
cometen algunas irregularidades, como, por ejemplo, no pasar el
examen de capacidad?
Kolmar estaba seguro de que su interlocutor había palidecido.
—¿Qué pretende decir, delegado Orivesi?
—Pretendo decir que, en nuestra primera entrevista personal,
me pareció usted muy poca cosa para ser un buen ministro de Segu-
ridad. Nada más, excelencia. Ahora, con su venia, voy a ocuparme
de la Nube Roja que tanto les preocupa. Entiendo, además, que ten-
go plenos poderes... ¡Ya es algo, si!

105
XI
Kolmar acababa de hacer algo que siempre tuvo ganas de hacer.
Enviar, o poco menos, al cuerno a su ministro de Seguridad. Siem-
pre creyó que era un sujeto estúpido, sin talento, que se introdujo en
la Junta de Gobierno utilizando algún truco o una recomendación.
Ahora estaba tranquilo. No le habría importado ser destituido.
Podía encontrar otro cargo en cualquier empresa. Hombres que,
como él, habían pertenecido al gobierno, estaban disfrutando de al-
tos sueldos en empresas particulares. El prestigio de haber sido de-
legado de algo lo llevarían siempre consigo.
Pero olvidó la conversación al segundo exacto de haber cerrado
la comunicación.
De nuevo volvía a sentirse seguro de sí mismo. Tenía un pro-
blema que resolver y estaba persuadido de hacerlo. El descanso le
había ayudado mucho,
La primera llamada que hizo fue al delegado de Seguridad de la
Zona Europea, Jacques Vizier. En cuanto le vio en la pantalla, sonrió
y dijo:
—¡Hola, camarada! ¿Cómo le va?
—¡Hola, universalmente famoso delegado Orivesi! —repuso Vi-
zier, lleno de júbilo al verle—. ¿Dónde ha estado metido?
—Durmiendo. Lo necesitaba. ¿Qué ha ocurrido con el doctor
Marcus?
—Se esfumó de su encierro. Y ya he averiguado cómo ocurrió la
cosa. Sólo había un conducto por donde una nube podía entrar.
—¿Cuál?
—La cañería del agua. Es un tubo de fibra, oculto en el muro.
Por lo visto, la Nube Roja localizó al hombre que buscaba, y no creo
que fuese preguntando a la gente, porque nadie le habría informa-
do, y fue a su madriguera. Debió examinar el terreno, durante la no-
che, cuando nadie le veía y se las compuso para destruir un sector
de tubería. Al quedar ésta vacía, se introdujo por el tubo. Por lo vis-
to, el doctor Marcus abrió el grifo para beber agua y Koszlin se me-
tió por allí.

106
»No quedó de él más que una mancha de sangre en el suelo y en
el lavabo. Lo siento, Orivesi. Más no pude hacer.
—No se preocupe. Tengo la impresión de que todo se arreglará
pronto. ¿Qué dicen por ahí?
—Muchas cosas. Es la primera vez que puedo pasearme por las
pistas rodantes de los Campos Elíseos sin ver a nadie. Parece como
si una plaga hubiese aniquilado la ciudad. El miedo es tan grande
que sólo se ven algunos locos furtivos por los portales.
»Oiga, Orivesi, un químico de aquí me ha sugerido una especie
de envolvente gaseosa, de color rojo, para ocultarse. ¿No serviría de
algo?
—Sí, para un baile de disfraces.
—Otro me ha dicho que posee un ácido tan potente y corrosivo
que destruye hasta los gases.
—Dígale que se bañe en él. No, Vizier, nosotros vimos a Koszlin
penetrar en la casa de Charny, y luego lo vimos salir de entre el
hongo atómico. El único modo de arreglar esto es la cámara hermé-
tica... ¡Pero tiemblo al pensar en lo que puede ocurrir cuando Kosz-
lin recobre su estado normal, teniendo que devolver los cuerpos que
lleva consigo!
—¿Cree que esa nube, formada por un ser, alberga ya a varias
personas?
—No sé exactamente lo que alberga. Voy a ir a visitar a la docto-
ra Koping, para cambiar impresiones con ella. Ahora tenemos auto-
rización para ensayar con seres humanos, e incluso conozco algunos
individuos que no tienen inconveniente en morir, si es preciso, con
tal de ayudamos. Pero en este experimento existe algo muy raro, ¡al-
go que posiblemente no sepamos nunca!
—Comprendo. ¿Qué es lo que se propone usted?
—No lo sé. En realidad, mi deseo sería introducir la Nube Roja
dentro de la cámara hermética de la cual salió, y una vez allí des-
truirla en el momento de transición que hay entre un estado y otro.
«Sospecho que si llegamos a ver lo que Koszlin es capaz de ha-
ber hecho con sus víctimas, será tan horripilante y espantoso que
nos enloquecería de terror.
—¿Por qué dice eso, Orivesi?

107
—Lo digo porque he tenido un sueño que será necesario hacer-
me un lavado de cerebro para que pueda olvidarlo. Ya le llamaré si
le necesito, Vizier. Y si surge alguna novedad, avíseme cuanto antes
por radiocontrol.
—De acuerdo... He omitido decirle que un mercante de la Zona
Occidental vio la Nube Roja deslizándose a buena velocidad sobre el
Atlántico, en dirección a la antigua América. El delegado Warren
está advertido ya, y ha puesto al doctor Hillmann, contra su volun-
tad, a buen recaudo.
»No tendrá ni agua para beber.
—Lo siento, pero no conseguirá nada. En algún momento habrá
que abrirle, y la nube entrará y lo absorberá.
—¿Los mata o no?
—En mi sueño no los mata... ¡Los deja reducidos a la esencia del
ser humano, a lo que pudimos haber sido hace millones de años!
¡Un pequeño cerebro ignorante, miembros rústicos y un organismo
que se alimenta por succión de sus células! Pero no me haga caso,
Vizier, esto es una alucinación mía.
—¡Sería espantoso que fuese cierto! ¡Pobre Roger, tenía mujer y
dos hijos!
—¿Se le ha indemnizado?
—Sí, con una pensión vitalicia... ¡Haga usted algo pronto!
—Lo haré... ¡Ah, y tenemos un ministro que es un tábano parasi-
tario!

***
Cuando el aeromóvil de Kolmar llegó a la mansión del doctor
Bjorke, junto al lago Storuman, una desmejorada pero alegre Elka
Koping salió del laboratorio a recibirle.
Se abrazaron al pie del aparato, mientras ella exclamaba:
—¡Gracias a Dios que te veo, Kolmar! ¿Qué has estado haciendo?
—Nada. Pero ni un instante he dejado de pensar en ti... ¿Eh, qué
trasto es ése?
—Un autoeski. —Elka se volvió, sonriendo, para señalar al
vehículo que había llamado la atención a Kolmar—. Pertenece a una

108
empresa de construcciones de Umnäs. Han venido a hacer una repa-
ración en el laboratorio.
—Ah, comprendo. Dime, ¿cómo van tus experimentos?
—Cada vez estoy más confusa. Necesitaría el saber y los conse-
jos del doctor Bjorke. Me viene un poco ancho todo eso... ¡Entra, ha-
ce frío aquí!
—Sí, y tú has salido a recibirme de cualquier modo. ¿No te
acuerdas ya del refrigerador?
Se dirigieron hacia la entrada del laboratorio. Allí, Kolmar se en-
contró con dos operarios, uno muy joven, y otro de más edad, que
estaban colocando un extractor de aire en el muro, sobre la cámara
hermética. Recordó que Elka le había dicho algo sobre el hedor que
despedían los cobayos sometidos a experiencia.
Los dos individuos, al ver aparecer a Kolmar con sus atributos
de delegado de Seguridad, se mostraron inmediatamente cohibidos
y nerviosos.
—Continúen, por favor —les dijo Kolmar, sonriente—. No se
preocupen por mí.
—Sí..., sí —murmuró el más joven—. Pero uno no está acostum-
brado a ver a un delegado auténtico.
—El delegado Orivesi es mi prometido —informó Elka.
—¿Es cierto lo que dicen por ahí de esa Nube Roja? —se atrevió
a preguntar el operario de más edad.
—No se alarmen. Pero están trabajando ustedes en el mismo lu-
gar donde nació esa nube.
A los dos sujetos se les erizaron los cabellos, y a uno se le cayó
una herramienta de las manos.
—No has debido decirles nada, Kolmar —le reprochó Elka—.
¿Terminarán pronto?
—Sí, sí... Sólo falta colocar el ventilador... ¡Vamos, Henk, hemos
de acabar cuanto antes!
—Pasemos al gabinete, Kolmar —suplicó la muchacha.
Kolmar asintió y fue tras ella, al otro extremo del laboratorio, a
una especie de despacho, en el que había una mesa llena de docu-
mentos en «fibraplastic», cubiertos de fórmulas y guarismos.
Se sentaron, ella detrás de la mesa, y apoyando los codos enci-
ma, y él a un lado, en un sillón reclinable.

109
—Cuéntame —pidió ella—. ¿Cómo te ha ido?
—Dije unas cuantas verdades al ministro de Seguridad. Se las
merecía. Voy a pedir la dimisión en cuanto termine este caso. No
quiero más complicaciones.
Kolmar hizo un relato de sus andanzas en los últimos días, y
cuando terminó, Elka sacudió la cabeza, diciendo:
—Por mi parte, he permanecido aquí, casi sin dormir, buscando
el modo de salir del paso. ¿Crees que vale la pena hacer la prueba
con un ser humano?
—No. Ya tenemos la autorización del gobierno. Pero no se harán
más pruebas de este tipo. Creo saber lo que está ocurriendo.
—¿Crees saberlo? —inquirió ella, asombrada.
—Sí. Ignoro si ha sido un sueño o una premonición. Pero estoy
por asegurar que la Humanidad no está preparada aún para com-
prender el fenómeno descubierto por el doctor Bjorke.
»Se trata de una investigación pura, sin aplicación actual. Bjorke
se encontró con ella casualmente y le llamó la atención. Tenía los
medios para realizarla, pero su instinto le advirtió del peligro que
podía correr. Por eso nunca quiso realizarla con un individuo.
—¡No es que no quisiera, es que no podía!
—Escucha, Elka. Yo hablé con él. Tengo grabaciones de sus pa-
labras y pensamientos, aunque no lo creas. Sé hacer estas cosas. Me
extrañó que quisiera verme. En realidad, no quería nada conmigo.
Vino, no muy decidido, porque, tú se lo pediste. ¡Él sabía, o intuía
muchas cosas acerca de la «neoeutexia térmica» y tenía miedo!
—¿Estás seguro de eso?
—Completamente seguro. He repasado detenidamente mi en-
trevista con Bjorke. De ella he extraído conclusiones sobrecogedoras.
¡Bjorke no quiso nunca experimentar con un ser vivo!
—¡Y yo que pensé todo lo contrario! ¡Por eso se me ocurrió ir en
busca de Koszlin y someterle a prueba!
—Bjorke no quería disgustarte. Te quería mucho. Pero los acon-
tecimientos lo desbordaron. Se vio obligado, para salvarte, después
de lo que habías hecho, a realizar la prueba ante mí, para impresio-
narme y luego conseguir tu perdón.
«Koszlin experimentó la sensación del poder que le daba la im-
punidad de su estado gaseoso y quiso escapar así de las leyes. Igno-

110
ro cuánto tiempo puede permanecer en tal estado, pero es libre,
puede ir donde quiera, es indestructible y también puede vengarse.
De todo eso quedó constancia en los registros que hicieron mis con-
troles robóticos, a través de la grabación realizada por mi reloj de
pulsera.
«Aquí —Kolmar golpeó el grueso aro que rodeaba su muñeca—
quedó impreso todo. Amplificadas las voces, pude oír la conversa-
ción entre Koszlin y el doctor Bjorke... Sí, por salvarnos, accedió a las
pretensiones de Koszlin. Luego...
Kolmar se interrumpió al ver, a través del muro de cristales,
acercarse al operario que realizaba el trabajo en el laboratorio.
—Pase, Helmut —habló Elka—. ¿Ya ha terminado?
—Sí. ¿Quiere verlo funcionar? El ventilador extraerá todos los
olores que se formen dentro del laboratorio.
—Perdona un momento, Kolmar —dijo Elka, poniéndose en
pie—. Si he de continuar haciendo ensayos, debe protegerme.
—No será necesario continuar. Tengo intención de destruir la
cámara hermética y su instalación. No deseo que continúen los ho-
rrores y las mutaciones invertidas.
—¿Qué es eso? —preguntó Elka, deteniéndose ante la puerta de
cristales.
—Nada, nada —repuso Kolmar, levantándose también—. Es
parte de un sueño. Puede que algún día te lo cuente. ¡No te puedes
dar idea de lo que un cerebro angustiado es capaz de hilvanar, recu-
rriendo a insólitos recovecos, para buscar una verdad relativa en los
arcanos del subconsciente!
Frunciendo el ceño, Elka abrió la puerta y salió al laboratorio.
—Veamos eso, Helmut.
El operario llevó a Elka hasta el lugar donde había colocado el
ventilador y dijo:
—Aquí está el interruptor, señorita. Cuando sienta malos olores,
lo empuja así y se pondrá en marcha... Ve.
Efectivamente, el extractor de aire se puso en marcha en el acto.
Kolmar lo vio girar y en su mente se formó, de pronto, una idea lu-
minosa. Se quedó rígido y con la mirada fija en el ventilador que gi-
raba a gran velocidad. Ni siquiera oyó al operario decir a su ayudan-
te:

111
—Abre la cápsula de humo, Hank... Vea, señorita Koping, todo
es absorbido inmediatamente por el ventilador. Podrá usted trabajar
tranquila. Ahora, con su permiso, nos retiramos.
—¡Aguarde un momento, amigo! —exclamó de pronto Kolmar,
sobresaltando al hombre, quien retrocedió un paso.
—¿Qué te ocurre, Kolmar?
—¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Claro, un aspirador de aire; si
es elemental! Oiga, ¿cómo se llama usted?
—¿Yo?... Pero... yo no he... Olsen Helmut, señor delegado.
—¡Va a ser usted universalmente famoso, Olsen Helmut! ¡Acaba
de darme la idea más imbécil y luminosa, al mismo tiempo, de cuan-
tas puede tener un delegado de Seguridad! ¡Una idea propia del mi-
nistro que me dirige!
Elka Koping también cayó en la cuenta, captando el sentido de
las palabras de Kolmar, pues se golpeó la frente y dijo:
—¡Naturalmente! ¡Un aspirador para capturar a Koszlin! ¡Pero si
es infantil!
—Oiga, Olsen Helmut, usted trabaja para una empresa de cons-
trucciones mecánicas, ¿no es así?
—Sí, señor delegado. Tengo mi título en regla —balbuceó Olsen
Helmut, retrocediendo unos pasos, con el rostro demudado.
—¿Usted se atrevería a construir un aparato provisto de un ven-
tilador como ése, que pueda fijarse sobre el fuselaje de un aeromóvil
y que lleve un depósito completamente hermético?
—No le entiendo.
Kolmar hubo de agarrar a Olsen por el brazo y llevarle hasta el
gabinete, donde tomó una pluma y trazó un rápido boceto sobre
una hoja de «fibraplastic».
—¡Deseo algo así, con un buen ventilador aquí delante! El aire
que recoja el ventilador pasará a un depósito situado detrás, pero
ese depósito habrá de ser una cámara completamente hermética, he-
cha de material irrompible, y de la que no pueda escapar ni un áto-
mo de aire.
—Sí, creo que puede hacerse.
—¡Claro que puede hacerse! —exclamó Elka—. Y la empresa
«SVERJ» pondrá a todos sus operarios en el acto para construirlo.
¿Verdad que sí, Helmut?

112
—Un momento, señorita. Yo no mando en la «SVERJ». La direc-
ción la aprecia a usted mucho y no dudo...
—No perdamos tiempo —intervino Kolmar—. Es una orden. ¡Yo
lo mando en nombre del Gobierno! ¡Vamos inmediatamente a don-
de tienen ustedes los talleres!

***
La empresa de construcciones mecánicas «SVERJ» estaba situada
a las afueras de Umnäs, en una gran explanada, de acuerdo con las
normas sobre urbanismo y policía, y se componía de una serie de
tinglados de cristal carbónico, donde se fabricaban calderas, piezas
para aeromóviles, prensas, etc.
Su director técnico, un nórdico alto, rubio, «soleado» y de pies y
manos muy cuidados, salió personalmente a recibir a Kolmar cuan-
do éste llegó, tras haber anunciado su visita.
Sin perder un instante, camino de la sección de planos, Kolmar
explicó lo que quería:
—¡Simplemente se trata de capturar una nube!
—¡La Nube Roja!
—Exacto. Quiero el aparato sujeto sobre mi aeromóvil. El depó-
sito deberá ser completamente hermético y llevará una compuerta
que ajustará a la perfección a otra que la doctora Koping practicará
en su cámara hermética de ensayos. Ustedes se ocuparán de eso.
—Sí, señor delegado.
—¡Pero tienen que empezar a construirla inmediatamente! Sepa
que la vida de muchas personas puede depender del tiempo que se
tarde en construir ese aspirador de aire.
—Daré inmediatamente las órdenes. Yo mismo, sin necesidad de
planear nada, me ocuparé de ello en el taller de experimentación.
¿Quiere usted acompañarme?
—Sí... ¡Ah, y le ruego que dé usted un año de descanso al opera-
rio Olsen Helmut, por su valiosa cooperación! Mi delegación correrá
con los gastos de todo. Podrá viajar por todo el mundo y por el Sis-
tema y tendrá una gratificación del gobierno.
El director técnico de «SVERJ» sonrió, satisfecho.

113
Pasaron inmediatamente al taller de experimentación, donde un
grupo de técnicos y operarios se puso a trabajar bajo las órdenes de
Elka, Kolmar y el director.
Prepararon un grueso tubo, le colocaron un motor y un ventila-
dor de aspas, fueron soldadas convenientemente cada una de las
junturas y adosaron un depósito adjunto, que fue sometido a prue-
bas de vacío. Mientras otros operarios tomaron medidas del aero-
móvil de Kolmar, para colocarle el soporte que debía sustentar al
ventilador.
Esta serie de operaciones fueron realizadas a un ritmo febril, casi
desenfrenado, pugnando los operarios en ver quién actuaba más de
prisa. Era un frenesí inaudito de hombres que se debatían para rea-
lizar un trabajo considerado por todos como vital en grado sumo.
Mientras Kolmar y Elka cambiaban impresiones acerca de la
obra con el director técnico y varios ingenieros.
—Tendrá que tener cuidado cuando navegue con ese aparato
sobre su aeromóvil, señor delegado —apuntó el ingeniero—. La ae-
rodinámica no le permitirá ir muy aprisa.
—¡Necesito volar hacia la Zona Occidental hoy mismo! Pero
pienso que una nave de transporte puede llevar el ventilador, mien-
tras que yo viajo en mi aeromóvil
—Pediré una inmediatamente al servicio de transporte —
exclamó el director, haciendo una seña a su secretario.
—¿Puedo ir contigo? —suplicó Elka.
Kolmar asintió.
—¿Quieres presenciar la captura de la Nube Roja?
—Sí.
—Cuando esté en nuestro poder, volveremos al laboratorio. Para
entonces, estos señores ya habrán hecho la compuerta a la cámara
hermética, por donde pasará la nube. Es muy importante todo esto.
—Nos damos perfecta cuenta, señor delegado. Por culpa del pá-
nico que se está extendiendo por todo el mundo, más de mil opera-
rios no han acudido hace unos días al trabajo. Y no podemos obli-
garlos.
—La Zona Europea está totalmente paralizada. No se preocu-
pen. Pronto quedará arreglado el asunto.

114
Media hora después, el «caza-nubes», como le- llamó alegremen-
te Kolmar, estaba ultimado. Cuando lo embarcaban en una nave de
transporte, Kolmar declaró:
—Con tanto sabio y técnico como hay en el planeta, a nadie se le
había ocurrido un medio tan sencillo para cazar moscas.
Los otros rieron, un tanto perplejos. Ninguno veía la gracia.

115
XII
En el espaciódromo flotante de Nueva York, completamente de-
sierto, nadie acudió a la llegada de las dos naves procedentes de la
Zona Norte. El propio Kolmar hubo de abrir la compuerta y saltar a
tierra, ayudando después a bajar a Elka Koping, que le acompañaba
en el viaje.
—Aguarden aquí —gritó Kolmar al piloto del cohete de trans-
porte, donde viajaba el «caza-nubes»—. Voy a ver si consigo locali-
zar al delegado de Seguridad.
Al dirigirse, a través de la extensa plataforma, llena de rampas
de lanzamiento de todas clases, hacia las torres de observación y
control, Kolmar vio aparecer a lo lejos un vetusto automóvil con
ruedas de goma, que, pese a ello, avanzaba a gran velocidad.
Cuando el «cacharro antediluviano» se detuvo junto a ellos, Pe-
ter Warren, el delegado de Seguridad de la Zona Occidental, saltó al
suelo.
—¡Mire usted como me encuentro, Orivesi! He vuelto al primiti-
vismo.
—¿Qué ocurre aquí?
—¡Huida total de la población hacia los refugios antiradiactivos!
La dichosa Nube Roja llegó hambrienta, de su viaje a través del
Atlántico, y atacó a varias personas. Alguien tuvo la ocurrencia de
recordar los refugios atómicos y allí se han albergado cientos de mi-
llones de seres.
»¡Jamás había visto Nueva York tan desierto! Llevo tres días via-
jando constantemente con mi aeromóvil, hasta que he agotado su
motor. Encontré este cacharro en un museo.
—Lo siento. Puede usted venir con nosotros. ¿Qué noticias tiene
de la Nube Roja?
—Está sembrando el terror a través de todo el continente. Ahora
debe estar sobre Indiana o Illinois. Viaja a unas veinte millas por ho-
ra, e, indudablemente, se dirige hacia Los Angeles, en busca del doc-
tor Hillman.

116
—Si nos damos prisa, podremos alcanzarla antes de que llegue a
los desiertos de Kansas.
—Vamos, pues. Suban a mi vehículo.
Kolmar y Elka subieron al coche de Warren y regresaron al lugar
donde aguardaban las dos naves.
—Seguiremos la dirección oeste en línea recta. Ya le avisaré
cuando debamos detenernos para colocar el ventilador sobre mi ae-
romóvil —informó Kolmar al piloto de la nave de transporte.
—De acuerdo, señor delegado.
—Síganme a prudente distancia.
—Procure no correr mucho. Este cohete no es tan rápido como el
suyo.
—Bien, así lo haré.
Kolmar subió a su aparato, en el que ya se habían instalado Peter
Warren y Elka, y pronto se lanzaron al espacio, dejando atrás la fa-
bulosa megápoli.
Cuando volaban sobre las calcinadas tierras del interior, Kolmar
no pudo menos de pensar en la historia del belicoso país que había
sido antaño la Zona Occidental, causa de la destrucción de muchas
de sus ciudades durante la última conflagración ideológica.
Tampoco en la II Guerra Mundial hubo vencedores. Todos fue-
ron vencidos, víctimas de un alud desenfrenado de radiaciones. La
gente huyó del país, para refugiarse en las zonas desnuclearizadas.
Esto fue antes de la Reforma Política de J. S. Calhound.
También contribuyó al abandono la enorme emigración rural,
falta de medios, hundido el agro por las grandes industrias alimen-
ticias creadas en las zonas marítimas.
Era curioso, pero la humanidad había aceptado los alimentos
sintéticos de laboratorio, despreciando los naturales. La racionaliza-
ción bromatológica abrió los ojos al mundo. Los alimentos debían
tener cualidades y características que la Naturaleza no había, o no
pudo, proporcionarle.
La química superó a la naturaleza, y la mar fue la gran despensa
de la que extrajo el hombre los alimentos que necesitaba para subsis-
tir. Y se dio el caso singular de que un «bistec» de laboratorio, pre-
sentado igual que uno de ternera, resultaba mucho más barato que

117
el natural, y más alimenticio. Los químicos, además, supieron darle
idéntico sabor
La miel, la mantequilla, el pan, la leche... ¡Todo era sintético! Y
tan agradable como el alimento natural. De todas formas, Kolmar
sabía muy bien que el paladar se había modificado mucho.'
Y todo ello había traído un mejor estado de salud para la huma-
nidad y un abandono total del agro. De ahí que la antigua nación
que fue Estados Unidos, poderosa como lo fue Roma en la antigüe-
dad, se había convertido en media docena de grandes megápolis y
lo demás era un páramo desértico, inhóspito y salvaje, en el que la
radiactividad no permitía el crecimiento de los árboles en muchos
parajes; en otros, el campo se había convertido en selvas impenetra-
bles,
No importaba. La tierra había dejado de tener valor. Y el suelo
de las ciudades era propiedad del Gobierno Central.
Los siglos no pasaban en vano y Kolmar estaba seguro de que
vendrían otros tiempos muy distintos. Todo cambiaba constante-
mente, incluso el hombre. Y hasta se llegó a decir si, alguna vez, no
sería necesario recurrir a la «neoeutexia térmica» del doctor Bjorke,
para poder sobrevivir a calamidades radiactivas, como cuando lle-
gara el ciclo de explosión del Sol, dentro de mil millones de años.'
Kolmar prefirió pasar un velo por su mente.
Ahora tenía una misión importante que cumplir.

***
Tomaron tierra en un dilatado desierto arenoso, donde el sol caía
con una fiereza incruenta. Aquello era el desierto de Kansas.
Bajo un calor abrasador, los diez operarios que iban en la nave
de transporte iniciaron su trabajo. Kolmar y Warren también les
ayudaron, aunando su esfuerzo al de los sudorosos hombres. Se ha-
bía previsto la colocación del «ventilador» sobre el aeromóvil de
Kolmar, y para eso llevaban un trípode y un polipasto, porque el
ventilador se había hecho resistente y grande, para que pudiera al-
bergar la nube que se intentaba apresar.

118
Tardaron media hora en dejar colocado el aparato sobre el aero-
móvil. Entonces Kolmar decidió probar la maniobrabilidad de su
aparato.
—Es preferible que esperes aquí, Elka —dijo a su prometida.
—Pero ¿me dejarás ir contigo a capturar a Koszlin?
—Sí, claro.
Kolmar subió entonces a su aeromóvil. Sabía que debía dar toda
la potencia al motor, aunque éste no desarrollaría toda la velocidad
de que era capaz. Pero, aun así, confiaba en adquirir el suficiente
poder de maniobra para conseguir su objetivo.
Efectivamente, no le fue difícil despegar. Desde el suelo, su apa-
rato ofrecía un extraño aspecto, parecía un cohete con una giba me-
tálica.
También probó Kolmar la potencia del ventilador, considerando
por los indicadores que el poder de absorción de aire del ingenio era
más que suficiente para atraer la Nube Roja.
Hecha la prueba, descendió al suelo y saludó alegremente a los
hombres que esperaban su aprobación.
—¡Correcto, amigos! Creo que dará resultado. Ahora, Elka,
sube... Y usted también, Warren. Vamos a ver si conseguimos alcan-
zar la nube. Usted se encargará del control de radio y obtendrá
cuanta información sea precisa.
Warren asintió y dijo:
—Sí, pero no creo que nadie nos dé ninguna información. Hasta
Los Ángeles no hay nadie por estas latitudes... A menos que en el
radiofaro de las Rocosas...
—En la estación Flagstaff pueden haber visto algo... Llámeles
para que nos informen.
Los operarios de la «SVERJ» que les habían acompañado hicie-
ron gestos de despedida al verlos remontarse en el cielo. Luego
subieron a su nave y empezaron a seguirles, como había sido acor-
dado.
En el aeromóvil, Peter Warren efectuó la llamada, sin obtener
respuesta.
—Nada, Orivesi. Esa gente ha tomado miedo y se han largado a
toda prisa. No contesta nadie.

119
—Insista usted... Aunque si se han ido, puede que sea debido a
tener noticias de la proximidad de la Nube Roja.
—¡O puede que se fuesen al verla! —añadió Elka—. Quizá sea
eso un indicio.
—La estación Flagstaff está en línea recta hacia Los Ángeles. Y
sin vientos, la Nube Roja avanza tranquilamente.
—Pues, en este caso, antes de una hora podremos alcanzarla.
—Será preciso abrir bien los ojos —declaró Warren—. ¿A qué al-
tura podremos localizarla?
—Veinte o treinta metros del suelo. Yo sólo necesito verla ante
mí.
—¿Y si no da resultado el «aspirador», Kolmar? —preguntó El-
ka—. ¿Te das cuenta del peligro a que nos exponemos?
—Sí. La nube puede volverse contra nosotros, incluso penetrar
en el aeromóvil por algún lugar y... Pero ¡no pensemos en eso! Reza
para que el ventilador funcione y la succión atraiga la nube.
No volvieron a despegar los labios durante un rato. Cada uno se
ensimismó en sus pensamientos. Dejaron pasar el tiempo en espera
de lo que podía ocurrir.
A lo lejos, detrás de ellos, la nave de la empresa «SVERJ» parecía
un punto perdido en la distancia.
—En la Zona Norte y en la Europea, la nube se movía durante la
noche y de día se ocultaba —manifestó Kolmar, de pronto—. Aquí
no creo que haga lo mismo, dado lo despoblado del paraje.
—¿Y si está descansando en el suelo? —preguntó Elka.
—He permanecido atento a esa posibilidad —contestó Kolmar—
. Sin embargo, en caso de no encontrarla en estos parajes, nuestro
objetivo está en Los Ángeles, en la «caja» donde se encuentra el doc-
tor Hillmann.
—Abramos bien los ojos, por si acaso... Y sobre terreno rojizo
hay que escudriñar más.
Tanto Warren como Elka iban provistos de potentes binoculares,
que no se quitaban ni un momento de los ojos.
Sin embargo, fue Kolmar Orivesi, quien, veinte minutos des-
pués, lanzó una exclamación y efectuó un viraje con el vehículo,
mientras gritaba:
—¡Allí, a la derecha, sobre aquella colina! ¡Es la Nube Roja!

120
Por vez primera, Elka Koping pudo ver con sus propios ojos la
nube que había salido del laboratorio. Al enfocarla con los anteojos,
se estremeció, murmurando:
—¡Parece un enorme coágulo de sangre flotante!
—¡Diablos, Orivesi; impresiona eso! —añadió Warren—. Si nos
ataca y el «aspirador» no funciona...
—¡Preparados! ¡Voy a acercarme todo lo aprisa que pueda!
Manejando con destreza los mandos del aeromóvil, Kolmar enfi-
ló en línea recta hacia donde flotaba la nube, en su ruta hacia el oes-
te.
De pronto, la Nube Roja se detuvo y se agitó. Pareció como si
sus sentidos hubiesen captado la presencia del peligro y se dispusie-
ra a contraatacar. Pero no fue así.
Con un desplazamiento casi epiléptico, se lanzó hacia el suelo.
—¡Me lo temía! —rugió Kolmar—. ¡Si se pega al suelo, nos será
imposible acercarnos!
—¡Podemos situarnos con el morro para abajo y enfocarlo con el
«aspirador» desde arriba!
—Lo intentaré, pero esa maniobra puede sernos fatal. Este apa-
rato ya tiene que soportar un terrible peso y el reactor, trabajando
invertido, no sé si podrá resistirlo.
—¡No podemos retroceder ahora! —exclamó Elka.
Kolmar llegó a situarse sobre el punto exacto donde la Nube Ro-
ja se había aplastado contra el suelo, formando un círculo de seis o
siete metros de diámetro.
Entonces maniobró para situar el vehículo espacial en posición
vertical, con el morro para abajo, mientras exclamaba:
—¡Agárrense fuerte! ¡Caemos!
Bajo ellos, la mancha roja se movió en el suelo, desplazándose
rápidamente hacia un lado, para apartarse del peligro que se cernía
sobre ella.
En el mismo instante, Kolmar conectó el ventilador del «aspira-
dor» y un turbión de aire ascendió hacia ellos, haciéndoles caer con
mayor rapidez todavía.
—¡Nos estrellamos! ¡El ventilador nos atrae! ¡Atrás, Orivesi! —
aulló Warren.

121
Kolmar tuvo que empujar, en el acto, la palanca de retroceso
hasta el fondo. Esta rapidez de reflejos impidió que se estrellaran
contra el suelo, saliendo el vehículo impulsado hacia atrás, mientras
que la Nube Roja, a ras del suelo, se desplazaba a gran velocidad y
se elevaba, tal vez con intención de atacar al aparato por detrás.
—¿Dónde está? —preguntó Elka, con voz apenas audible.
—¡Ha desaparecido! —exclamó Warren.
Kolmar hizo girar el aparato en el aire, sobre sí mismo, utilizan-
do los alerones auxiliares de frenado. Y fue entonces cuando vio la
Nube Roja que se acercaba hacia ellos.
—¡El «aspirador»! —gritó Elka, fuera de sí.
Se oyó un golpe sordo, cuando la masa gaseosa golpeó contra el
parabrisas del aeromóvil, pretendiendo aferrarse a él, con sus infini-
tas células vivas y absorbentes. ¡Pero la Nube Roja estaba situada
justamente enfrente de la gran boca del «aspirador»!
—¡Pero si está en marcha! —gritó Kolmar, aterrando también,
porque sólo un cristal, más o menos resistente, le separaba del
monstruo—. ¡El aire está tirando de él! ¡Se adhiere al morro del apa-
rato, luchando para no ser arrastrado por el viento!
Una de las junturas del parabrisas se abrió unas décimas de pul-
gada, forzada por la presión que ejercía la nube viviente, en sus de-
sesperados intentos para no ser r arrastrada.
¡Kolmar, con los ojos muy abiertos, vio filtrarse unas partículas
de gas rojo por la juntura!
—¡Atrás! —rugió.
¡Su grito quedó apagado por el alarido infrahumano del mons-
truo gaseoso que pugnaba por aferrarse al fuselaje y escapar así a la
tremenda succión que sobre él ejercía el «aspirador» situado sobre la
cabina del astrocohete!
Kolmar estuvo a punto de perder la cabeza. Sin embargo, algo
brotó como un chispazo en su mente. ¡El «aspirador» debía ser ayu-
dado en su labor de absorción! ¡Y era el aeromóvil el que debía ser
lanzado a su máxima velocidad!
Entornando los ojos, para evitar que la visión de la masa san-
grienta ante el parabrisas pudiera trastornarle, empujó el botón de
aceleración máxima.

122
Detrás de él, Warren y Elka habían retrocedido. Y cuando el
vehículo salió impulsado bruscamente hacia delante, ambos rodaron
por el suelo, golpeándose contra el mamparo posterior de la cabina.
Kolmar, sin embargo, abrió los ojos y se agarró con fuerza al
asiento del conductor. Y entonces vio cómo la masa de gas rojo era
estirada por la fuerza del viento, combinada con la fuerza de absor-
ción del «aspirador».
Incluso aquella pequeña masa de ectoplasma que se había filtra-
do a través de la juntura se contrajo, al tirar las otras células de ella,
y terminó por desprenderse.
¡Una especie de rugido agónico de fiera atravesó el fuselaje, re-
percutiendo profundamente en los oídos de los tres ocupantes,
mientras la Nube Roja desaparecía, «tragada» por el ventilador!
—¡Hay que cerrar la cámara! —aulló Kolmar, lanzándose hacia
el contacto instalado bajo la turbina y empujándolo con violencia.
Entonces respiró aliviado, y ayudó a Elka a levantarse, abrazán-
dola frenéticamente, mientras decía con voz entrecortada:
—¡Ya está! ¡Ya lo tenemos!
—¡Cuidado, que nos estrellamos! —gritó entonces Warren, lle-
vándose las manos a los ojos.
Kolmar se volvió y vio una pared rocosa acercarse rápidamente.
Su mirada fue al mismo tiempo hacia el control de vuelo. ¡Y cuál se-
ría su horror al ver que estaba desconectado!
¡Lo había quitado poco antes, para poder maniobrar y ponerse
vertical, pues de lo contrario no habría podido hacerlo!
¡Ahora tenían la muerte encima! ¡Iban a estrellarse contra la ver-
tiente de una montaña, y todo su esfuerzo se habría perdido, porque
la Nube Roja podría escapar sin recibir el menor daño!
Fue sólo una décima de segundo, una centésima, quizás. Y Kol-
mar comprendió que sólo una acción fulminante podía salvarles.
Esto fue lo que hizo, empujar a Elka y abalanzarse sobre el control
de dirección, el cual empujó al mismo tiempo que se golpeaba la ca-
beza contra el techo de la cabina.
El porrazo contra el techo fue tan fuerte que Kolmar perdió el
sentido instantáneamente. ¡Pero su vertiginosa acción les salvó de
nuevo de una muerte cierta, pues, en el último instante, el aeromóvil

123
hizo un viraje ascensional, y casi pasó rozando el muro rocoso de la
montaña, para luego lanzarse hacia el firmamento como una saeta!

***
Cuando Kolmar abrió los ojos, la primera persona que vio junto
a él fue a Elka, arrodillada a su lado, aplicándole algo a la cabeza, la
cual le dolía horriblemente.
—¡Ooooh! ¿Qué sucedió?
—Salvamos la vida casi por milagro, Kolmar... ¡Estoy muy orgu-
llosa de ti!
Kolmar se dio cuenta entonces de que era de noche, que el cielo
estaba cuajado de estrellas y que la luz que les iluminaba procedía
de los focos de una nave de transporte detenida a pocos metros de
donde ellos se encontraban.
—Cuéntame lo ocurrido.
—Lo importante es que capturamos a la Nube Roja, Kolmar...
Ahora la tienen dentro de su depósito hermético, en la nave de
transporte. Esperábamos que te recobrases para emprender el regre-
so al laboratorio. Estoy deseando terminar cuanto antes.
Él quiso sonreír, pero sólo hizo una mueca.
—¿Fue muy accidentada la captura? —preguntó.
—Mucho. El ingeniero Glopp, de la «SVERJ», filmó la operación
y hemos podido ver lo cerca que estuvimos de morir en dos ocasio-
nes.
—¿La filmó por su cuenta?
—Sí. Llevaba una cámara tomavistas. Es un profesional de la fo-
tografía. Cuando veas la película, se te erizarán los cabellos. La Nu-
be Roja forcejeaba, contrayéndose en increíbles espasmos, mientras
las aspas del ventilador se prendían en la masa del gas, que no es
gas ni mucho menos, sino una masa fluida y gelatinosa, muy distin-
ta de la que yo estuve experimentando en la cámara hermética.
»Glopp, el ingeniero, asegura que hubo un momento en que cre-
yó que la Nube Roja rompería nuestro parabrisas. Él rezaba «in
mente» para que acelerásemos el vehículo, cosa que, al fin, hiciste,
justamente a tiempo.

124
—Menos mal... ¡Ay, mi cabeza! ¡Me la golpeé bien!
—Pero pudo haber sido peor.
—¿Y Warren?
—Está comiendo algo con los hombres de la «SVERJ»... Buen ti-
po ese delegado.
—Sí, como que permite el juego en Nueva York. Ayúdame a le-
vantarme. Estoy ansioso por ver la caza.
—Impresiona acercarse al depósito, sabiendo que está dentro.
—¿Le has visto?
—Claro que sí. Ocupa todo el interior, pero se mueve constan-
temente. Será mejor que emprendamos el regreso cuanto antes.
—Sí, amor. Hemos de terminar con esta pesadilla.
Con la ayuda de Elka, Kolmar se incorporó y luego se tentó la
cabeza, en la que tenía un gran bulto. Sin embargo, cuando poco
después, dentro de la nave de transporte, vio el depósito de acero
transparente y la masa gaseosa que albergaba, sintió que todos sus
padecimientos no habían sido en vano.
—Pronto descansará usted en paz, doctor Bjorke —murmuró.

125
XIII
Se hizo el silencio en el enorme hemiciclo, cuando el Presidente
de la Junta de Gobierno pulsó el timbre, y luego, su voz firme y re-
cia, que repercutió en todo el ámbito de la gran sala, dijo:
—Tiene la palabra el ministro de Seguridad.
Kolmar Orivesi, ostentando los atributos de su reciente cargo, se
puso en pie. Miró a sus colegas, cien hombres de rostros graves y
severos, que desde detrás de sus sitiales le miraban con ojos escru-
tadores.
—Señores ministros... Estoy aquí, obedeciendo el deseo de todos
ustedes. Ocupo este cargo, que se han dignado concederme, con la
esperanza de saber cumplir dignamente mi cometido, como lo cum-
plí siendo delegado de Seguridad de la Zona Norte.
»Mi presentación ante ustedes tiene el doble objeto de que me
conozcan y conozcan mi obra. No me dejo llevar por la falsa modes-
tia, aunque tampoco deseo alardear de grandeza. Quiero que uste-
des me vean tal y como soy, sin disfraces.
«Estudié mucho, pero soy humano y propenso a errores. Tam-
bién sé admitir un fracaso y confesarlo sin ambages. Sin querer
ofender a mi antecesor, él no era hombre que supiera estar a la altu-
ra de su cargo.
Hubo un murmullo colectivo de aprobación. Evidentemente, to-
dos ellos habían conocido bien al ex ministro de Seguridad.
—Debo hacer constar que se averiguó el error, por el cual mi an-
tecesor fue admitido en el puesto que ocupaba, que no puede ser
atribuido a soborno, puesto que un examinador electrónico no pue-
de ser sobornado. Digamos que obedeció a un error técnico. Nuestra
sociedad está expuesta a esas vicisitudes.
»No estaba capacitado, y lo demostró cuando comparecí ante su
presencia, en compañía de la doctora Koping. En aquella ocasión,
sus consejeros se comportaron más dignamente que él... ¡Y eso es
inadmisible en un ministro del gobierno! Un gobernante no tiene
derecho a dejarse llevar por la ira ante un subordinado suyo. Ese
síntoma es revelador de incapacidad.

126
Se produjeron nuevos murmullos de aprobación, terminados los
cuales, Kolmar Orivesi continuó diciendo con voz firme y bien tem-
plada:
—Hecha esta aclaración, que justifica el informe remitido por mí
a esta respetable Junta de Gobierno, sólo me queda el deber de ex-
presarles a todos mi profundo agradecimiento por la bondad que
han tenido conmigo y con mi prometida.
«Señores, considérenme, desde este momento, como el más sin-
cero colaborador de ustedes.
Una salva de aplausos acogió las palabras de Kolmar, aplausos
que duraron más de cinco minutos.
Cuando, al fin, se hizo el silencio, el Presidente, con altiva digni-
dad, tomó la palabra.
—Ahora, Excelentísimo Señor Ministro de Seguridad, considero
que debería usted proyectar la grabación realizada durante el caso
Bjorke-Koszlin. Muy pocos ministros de esta Junta han podido pre-
senciarla.
«Sería una satisfacción para todos, y una justa compensación pa-
ra todos los ciudadanos, que el ministro de Información Oficial di-
fundiera esta grabación, para tranquilidad total y absoluta de los
pueblos de la Tierra y del Sistema.
—Muy acertada medida, señor Presidente —respondió Kolmar,
enteramente seguro de sí mismo y de su nuevo e importante car-
go—. En consultas previas con mi estimado colega, el señor ministro
de Información Oficial, habíamos considerado este aspecto y todo
está convenientemente preparado.
«El público ignora, así como lo ignora la mujer que va a ser mi
esposa, el cargo que ocupo actualmente en esta digna Junta de Go-
bierno. A los efectos legales, soy un delegado dimitido. Por ese mo-
tivo, todos pueden ver mi actuación en las pantallas de T.V.3.D., y
comprobar satisfactoriamente que el caso Bjorke-Koszlin tuvo el
desenlace adecuado y justo. Hubo de ser así, de lo contrario hubiera
representado una verdadera catástrofe para la humanidad.
«Señores Ministros, les ruego tengan la bondad de prestar aten-
ción hacia la gran pantalla que tienen delante. La filmación va a em-
pezar. Simultáneamente, las delegaciones de Información Oficial es-

127
tarán retransmitiendo a todos los confines de la Tierra y los planetas
del Sistema.
«Por favor... ¡Empiecen!

***
Durante media hora, miles de millones de espectadores estuvie-
ron pendientes de la filmación, que las pantallas de información de
T.V.3.D. estuvieron enviando al mundo entero.
Pudieron ver y escuchar parte de las conversaciones, incluso de
las experiencias llevadas a cabo en el laboratorio del lago Storuman,
y la voz en «off» del narrador fue relatando los distintos incidentes
que provocaron la creación de la fatídica Nube Roja.
Igualmente, la explosión de Charny, producida por tres antiguas
bombas atómicas, que no causaron ningún efecto en la huidiza nu-
be. Luego se ofreció una película de la persecución del aeromóvil de
Kolmar Orivesi, y la captura final de la nube en circunstancias dra-
máticas.
Inmediatamente, la pantalla mostró a Kolmar Orivesi, en el labo-
ratorio del lago Storuman, en presencia de varios técnicos y del de-
legado Wantig, a quienes explicó:
—Vamos a proceder al traslado de la nube roja del depósito
hermético, en que está encerrada, a la cámara donde se aplicará la
«neoeutexia térmica» invertida. Esto quiere decir que la Nube Roja
debería ser transformada de nuevo en un ser humano.
«Pues bien, no ocurrirá así. Y por ese motivo les he hecho venir a
ustedes para que vean algo asombroso.
«Ahora voy a explicarles por qué he ordenado colocar esas cá-
maras de transmisión a distancia, tipo «Higgs», que nos darán una
visión perfecta de lo que va a ocurrir en este laboratorio dentro de
poco. Nosotros, naturalmente, no estaremos presentes, porque mi
intención es destruir todo esto en el preciso momento en que se pro-
duzca la mutación invertida de los seres albergados dentro de esa
masa de gas escarlata.
»—¿Ha dicho mutaciones invertidas, delegado Orivesi? —
preguntó el delegado de Justicia, Wantig.

128
»—¡Ésa es la palabra que se me ha ocurrido para expresar lo que,
posiblemente, vamos a presenciar! Pero no me interrumpan. Como
podrán ver, se ha preparado un dispositivo de control a distancia
que manejará los controles de la cámara hermética mediante ondas
hertzianas. También hemos colocado un detonador, conectado a la
pila nuclear que hay debajo de este piso, para que todo quede des-
truido en el mismo instante en que esos cuerpos dejen de ser ele-
mentos gaseosos para volver a su estado primitivo.
«¡Y fíjense ustedes que digo estado primitivo, teniendo en cuenta
que el hombre, para llegar a lo que es actualmente, ha estado evolu-
cionando en el tiempo durante miles de millones de años!
«Pues bien, si mi teoría no está equivocada, tendremos ocasión
de ver a un Adro Koszlin, como hubiese sido en su más primitiva
expresión biológica, quizá en el principio de la Humanidad de todos
los tiempos.
«Igualmente, podremos ver los microorganismos resultantes de
lo que fueron el doctor Bjorke, el doctor Zydos, el doctor Marcus y
los otros infelices que Koszlin fue capturando y reduciendo a gas en
su fatídico tránsito por la atmósfera de nuestro planeta.
Una creciente tensión se apoderó de todos los que escuchaban
estas palabras y de cuantos presenciaban la escena que tuvo lugar en
el laboratorio que fuera del doctor Bjorke, donde Kolmar Orivesi es-
taba mostrando los aparatos colocados junto a la cámara hermética.
Allí aparecía también Elka Koping, con aspecto muy grave, ul-
timando los últimos detalles casi con amoroso cariño, como despi-
diéndose por última vez del lugar donde habían transcurrido tantas
horas de su existencia.
»—Deseo que presten atención a todo esto para que sepan luego
lo que va a ocurrir aquí, una vez estemos a prudente distancia —
continuó diciendo Orivesi—. Algunos de ustedes son técnicos ató-
micos y electrónicos y precisamente les he hecho venir por eso, para
que su presencia de fe de lo que vean. Posteriormente, si el Gobierno
Central lo autoriza, esta filmación será proyectada al mundo entero.
Ante una afirmación aprobativa de todos los presentes, Kolmar
se volvió a donde estaba emplazada la cámara principal.
—Ahora, saldremos de aquí y nos trasladaremos a varios kiló-
metros de distancia, a Umnäs, desde donde veremos, a través de las

129
cámaras, lo que tendrá lugar en la cámara hermética, a la cual, como
han podido presenciar, ha sido trasladada la Nube Roja.
»Hasta dentro de unos momentos.
Kolmar Orivesi y sus acompañantes desaparecieron de la panta-
lla, pero durante un rato, continuó viéndose la imagen de la cámara
hermética, con su siniestro contenido. Todo parecía estar preparado
para la gran prueba. Las medidas de seguridad adoptadas por Ori-
vesi no habían podido ser más perfectas. Si todo aquello debía ser
destruido, una vez se hubiese realizado la transmutación, las cáma-
ras ofrecerían imágenes fidedignas de todo, que quedaría grabado
para la posteridad, por si fuese necesario reproducir el experimento.
A los pocos minutos, Kolmar apareció de nuevo, ahora desde
otro lugar, y continuó informando:
—Ya estamos situados en lugar seguro. Hemos cortado momen-
táneamente la imagen del laboratorio del doctor Bjorke, para hacer-
les algunas aclaraciones sobre lo que van a presenciar ustedes.
»Verán aparecer unos cuerpos horripilantes, cuya visión he pre-
senciado yo anticipadamente, gracias a una premonición. Ruego a
los impresionables que, en el momento en que yo diga «¡ahora!» cie-
rren los ojos y se vuelvan de espaldas. Lo que van a ver dentro de la
cámara hermética no será agradable.
«Sólo será un instante, porque luego todo desaparecerá, fulmi-
nado por el estallido del reactor nuclear.
«Conectamos de nuevo.
Efectivamente, en la pantalla apareció la imagen del laboratorio,
tal y como había sido visto anteriormente. Pero ahora, el enfoque de
la pantalla fue aumentando y pudo verse con toda claridad la totali-
dad de la cámara hermética, donde el gas parecía agitarse constan-
temente.
La voz de Kolmar Orivesi se oyó de nuevo en «off».
—Ése es un primer plano de la cámara hermética ideada por el
doctor Bjorke... Prepárense, pues van a ver desaparecer el gas rojo...
¡Ahora, doctora Koping!
La tensión entre los miles de millones de espectadores llegó a su
punto culminante.

130
¡Y, de pronto, el gas rojo pareció empezar a licuarse, a concen-
trarse en siete u ocho puntos, para disminuir de tamaño rápidamen-
te!
»—La acción de las mutaciones, invertidas se ha realizado... ¡Fí-
jense en esos cuerpos! ¡Son los embriones del hombre! ¡El primer ci-
clo evolutivo de los seres albergados en la cámara! ¡En eso se han
convertido lo que fueron hombres como nosotros!
¡¡Y la visión que todos pudieron ver fue algo capaz de erizar los
cabellos a un muerto!!
Agitándose de manera convulsiva, aquellos cuerpos diminutos,
deformes, oscuros, rezumando secreciones repulsivas, aparecieron
con toda su impresionante fealdad... ¡Una fealdad que en nada se
parecía a la del ser humano!
¡Eran cuerpos nauseabundos, de forma extraña y repelente, ba-
bosos y sucios, como recubiertos de una gelatina nauseabunda y
desagradable que no resistía a la vista!
¡El origen de los fetos embrionarios, pero no como se les conoce
en el interior del claustro materno, sino en la forma en que aparecían
en muchos millones de años antes de que la Humanidad soñara con
ser lo que es!
¡Animalitos repulsivos, horribles!
»—¡Ahora, fuera! —aulló la voz de Kolmar, enronquecida y exci-
tada por la tensión.
Se produjo una cegadora explosión en todas las pantallas y, por
un instante, miles de millones de seres, los que habían tenido áni-
mos para presenciar el nauseabundo espectáculo, quedaron sin res-
piración.
Luego, tras una pausa deliberada, apareció de nuevo en las pan-
tallas el agradable y simpático rostro de Kolmar Orivesi, sonriendo:
—Señoras, señores, les ruego perdonen por el espectáculo que
les hemos hecho presenciar tan poco adecuado a los estómagos sen-
sibles. Mas he creído necesario hacerlo así. Esos pequeños mons-
truos que acaban de ver fueron, no hace mucho, personas como no-
sotros. Uno de ellos era el doctor Bjorke, descubridor de la «neoeu-
texia térmica», y hemos tenido que sacrificarlos porque su existencia
en ese ambiente adverso habría sido efímera.
»Tenían que morir, o mejor dicho, ya estaban muertos.

131
»El motivo de la exhibición, como les decía, es mostrarles una
mutación invertida, o sea, retrocediendo en el tiempo. Ésa es la pro-
piedad misteriosa del descubrimiento del doctor Bjorke, en el cual
no existe transición. ¡O se pasa a un lejano futuro, convertido el ser
en gas, y, por tanto, desadaptado por completo de las condiciones
ambientales de nuestro tiempo, o se retrocede a un lejanísimo pasa-
do, del cual procedemos, cuando en algún mundo del Universo se
formó esa vida animal que acabamos de ver!
»De ahí podemos extraer una sabia lección que no pasará inad-
vertida para nadie. Me refiero a lo que era el hombre en sus comien-
zos y a lo que hemos llegado a ser.
«Señoras y señores, las deducciones no tienen comentario. Rue-
go nos disculpen, mas creo que era necesario darles a conocer el ex-
perimento que ha llevado a esos individuos a la destrucción y a us-
tedes al conocimiento de que la Nube Roja ya no será un peligro pa-
ra la humanidad.
«Adiós y disculpen.

***
Si el silencio en el hemiciclo de la Junta de Gobierno había sido
grande cuando el Presidente tocó el timbre, al finalizar la proyección
retrospectiva de los sucesos que tuvieron lugar unos días atrás, an-
tes del nombramiento de Kolmar Orivesi como ministro de Seguri-
dad, lo fue mucho mayor.
Hubo algunos ministros que continuaron con la boca abierta du-
rante buen rato. Otros se enjugaron el sudor de sus frentes, sin atre-
verse a mirar a Kolmar.
Éste tampoco habló. Había revivido durante casi una hora una
serie de acontecimientos que le hicieron estremecerse de nuevo, pese
a que fue él quien más temple y tesón puso en la realización del ca-
so.
—Eso es todo, señor Presidente... señores ministros —habló en-
tonces Kolmar Orivesi—. Se me autorizó a que actuase a mi modo,
se me dieron plenos poderes y consideré conveniente realizar eso
para que todos pudiéramos ver de dónde venimos, nuestros más

132
remotos orígenes, y nos sintamos orgullosos de haber llegado a
donde estamos.
—Cierto, señor ministro de Seguridad —habló el Presidente—.
Ya tuve el honor de ver esa proyección, cuando se realizó, y, desde
entonces, he estado pensando mucho en las consecuencias que se
han deducido... ¡Que he deducido yo personalmente, quiero decir!
»Estoy convencido de que actuó usted correctamente. Yo habría
hecho lo mismo que usted, pero creo que habría sido más benévolo
con el llorado doctor Bjorke.
—¿Quiere decir Vuestra Dignidad que le habría fulminado sin
permitir que le viésemos?
—Poco más o menos, señor ministro de Seguridad.
—Siento discrepar con usted, dignísimo Presidente de este go-
bierno. Aquello era la obra de Bjorke. El mundo tenía derecho a sa-
ber lo que hizo. Su intención, desde luego, era buena. Fueron las cir-
cunstancias las que lo malograron.
—¿Y cómo es, señor ministro de Seguridad, que en la primera
experiencia, Adro Koszlin recobró su estado normal?
—A eso no puedo responder yo, dignísimo Presidente. Pero creo
tener una teoría que lo justifica. Koszlin sólo estuvo poco tiempo a
prueba, y en ningún momento salió de la cámara que le protegía.
Aunque también es posible que el fenómeno se produjera después,
cuando estuvo sometido a la intensa radiación de la desintegración
atómica. Sin embargo, temo que eso no lo sepamos nunca.
»Por otra parte, debo decir que los experimentos de la doctora
Koping, realizados con animales, no dieron resultado, porque en la
mente del doctor Bjorke existía el deseo de que su ayudante no su-
piera realizar la experiencia, y no le enseñó ciertas cosas que él puso
en práctica con Koszlin.
—Otra cosa, señor Orivesi. ¿Cómo sabía usted, antes de que su-
cediera, lo que se iba a producir dentro de la cámara hermética?
Kolmar sonrió discretamente y guardó unos segundos de silen-
cio. Cuando habló pareció emplear un tono de disculpa:
—No van ustedes a creerme, señores... ¡Pero supe lo que iba a
suceder por simple inspiración! ¡Lo supe mientras dormía, soñando!

133
***
Confirmado en su nuevo y alto cargo, Kolmar Orivesi obtuvo
permiso para contraer matrimonio con Elka Koping y una licencia
de seis meses para pasar la luna de miel.
Como ciudadano anónimo, sin los atributos de su dignidad gu-
bernamental, salió de la sede del gobierno y se trasladó a Estocolmo,
donde le esperaba Elka y algunos amigos.
Para todos, había dejado de ser delegado de Seguridad, puesto
que otro funcionario ocupaba su puesto en secreto, según anunció el
delegado de Información Oficial. Su nombramiento como ministro,
desde luego, no podía ser hecho público.
Allí estaban Peter Warren, Jacques Vizier, el ingeniero Glopp, de
la empresa «SVERJ» de Umnäs, los doctores Hillman, Nell y Gim-
nelt, el delegado Wantig, Walt Sneider, con su nueva peluca, y el en-
riquecido Olsen Helmut, eternamente agradecido a Orivesi.
Y, naturalmente, Elka Koping, radiante con su atuendo triangu-
lar plateado.
El encuentro fue emocionantísimo. Los novios se abrazaron efu-
sivamente, siendo fotografiados por centenares de informadores
particulares de las emisoras comerciales.
—¡Oh, cariño, creí que no llegaría nunca el momento de volver a
verte!
—He tenido que presentar largos informes al gobierno. Pero,
gracias a Dios, ya está todo concluido. Ahora, a casamos, y a volar
hacia la soledad de las estrellas. Nuestras preocupaciones han ter-
minado.
—¿Y qué harás luego?
—No te preocupes. No me faltarán cargos... ¡Ea, amigos, a gritar
todos!
—¡Vivan los novios! —aulló la multitud que aguardaba en todos
los rincones del espaciódromo flotante de Estocolmo.
Abrazados por la cintura, Kolmar Orivesi y Elka Koping, salu-
dando con las manos libres, se dirigieron hacia la gran plataforma
nupcial que se había instalado en el centro del espaciódromo, donde

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un delegado de Religión aguardaba, ataviado con sus vestiduras sa-
cerdotales.
También, millones de personas, a través de las pantallas de la
T.V.3.D. serían testigos de aquella boda, aunque todos ignoraban
que era un ministro del gobierno el que contraía matrimonio.
La música pronto llenó el aire...

FIN

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Títulos publicados
1. LOS ATOMOS ENCADENADOS
2. EL FUTURO QUEDO ATRAS
3. «HOMO SUPER»
4. MEDUSA
5. LAS GARRAS DE OFIR
6. EL ESPACIO ES DE TODOS
7. SIRENAS EN EL ESPACIO
8. LOS ELEGIDOS
9. LA NUBE ROJA

De próxima aparición
10. EL NUCLEO
11. MEGAPOLIS
12. DWYN, EL MARCIANO

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