03 - Homo Super - Law Space

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L A W S P A CE

HOMO-SUPER

EDICIONES TORAY, S. A.

Arnaldo de Oms, 51,53 Dr. Julián Álvarez, 151


Barcelona Buenos Aires
(C) Enrique Sánchez Pascual, 1966

Número Registro: 6748-1965


Depósito Legal: B.- 24.578-1965

Printed in Spain — Impreso en España


___________________________________________
Impreso en los T. G. de Ediciones TORAY — Espronceda, 320
Barcelona
Primera parte

«EL MUTANTE»

«En toda naturaleza, la mutación es una especie de muerte, porque hace que no exista en ella
algo que antes existía.»

(San Agustín. Contra Max., lib. II, cap. XII.)

Elsa Weber, como recordó después, llevó a cabo exactamente tres actos: coger el plato
que estaba sobre la mesa, andar seis pasos hasta la cocina, más concretamente hasta el
brillante fregadero de acero, e intentar, dejar el plato junto a los otros que aún debía
introducir en el fregaplatos.
Todo muy sencillo.
Cogió el plato con la mano derecha, pensando en aquel momento en el magnífico fin de
semana que pasaría con Fred, junto al lago, a quince millas del Center.
Durante el tiempo que utilizó para dar los seis pasos hacia la cocina, dejó de pensar en el
fin de semana, dejándose arrastrar por una idea que, desde su matrimonio, acontecido dos
semanas antes, la obsesionaba.
Deseaba tener un hijo.
Lo quería con todas las fuerzas de su alma. Envidiaba a todas las esposas de los técnicos
del Center que vivían arrulladas por los gritos de sus pequeños. Las larguísimas horas que
ella permanecía sola eran tiempo suficiente para dar y dar vueltas a su oculto deseo.
Cuando dio el paso número seis estaba naturalmente junto al fregadero. En este punto, los
recuerdos de Elsa se hicieron después algo borrosos. No podía precisar exactamente lo
ocurrido, pero la prueba material del plato le ayudó muchísimo a afirmar que no lo había
soltado.
No, no lo dejó caer, ni muchísimo menos.
Con los ojos entornados, estaba «viendo» a su bebé, con la piel rosada, los ojos azules
como los de Fred y el cabello rubio y ondulado como el de ella.
«Ha salido a nosotros dos; es una mezcla perfecta de ambos» se oyó decir.
Y en seguida ocurrió lo imprevisible.
El plato se rompió.
Se rompió en pedazos bruscamente, asustándola, despertándola del ensueño en que estaba
sumida.
Se quedó mirando los dos pedacitos que habían quedado entre el índice y el pulgar de sus
manos. El ochenta por ciento de los trozos habían caído en el fregadero; el resto se
desperdició por el suelo, prueba evidente, junto a los que ella tenía entre los dos dedos «de
que no lo había soltado y dejado caer en un momento de distracción».
Alelada, permaneció inmóvil, no solamente extrañada por lo que acababa de ocurrir, sino
preguntándose si había o no sentido una especie de vacilación en todo su cuerpo.
Como si la tierra hubiese temblado.
La modulada campana de la puerta la hizo salir de aquella especie de estupor en que había
caído. Dejó los trozos de plato sobre el ancho borde del fregadero y se dirigió hacia la puerta.
Al abrirla, vio el rostro descompuesto de su vecina, la señora Cameron, Dorothy para
todo el mundo. Dorothy estaba a medio arreglar, con sólo el labio superior pintado. Como no
se había puesto el maquillaje de fondo, su piel rosada normalmente tenía un color blanco, casi
traslúcido.
—¿Lo has oído, Elsa? —preguntó, entrando en la casa.
—¿El qué?
Dorothy, que se había dejado caer sobre un sillón, se volvió para mirar con fijeza a la
joven.
Al mismo tiempo frunció el ceño, haciendo más patente lo poco del trazado de sus cejas
naturales, que había afeitado para prolongarse caprichosamente con sendos trazos de lápiz.
—¿No has sentido nada? —insistió.
—Sólo el plato.
—¿De qué estás hablando?
—Del plato; se me rompió en las manos.
Dorothy bajó la cabeza, concentrando su atención en las uñas que aún no había pintado.
—¡Ha debido de ser horrible! —suspiró.
—¿El qué?
—El accidente. Mi casa tembló como si fuera a desplomarse. Por fortuna, mis hijos están
pasando una temporada en Boston, en casa de mi madre.
—Pero ¿qué ha ocurrido?
Dorothy fue a contestar cuando el teléfono repiqueteó impacientemente sobre la mesita
que lo sostenía.
Elsa se precipitó hacia el aparato, levantando el microteléfono con un gesto brusco.
—¿Diga?
—¿Elsa?
—Sí, ¿quién es?
—Margaret Simpson. ¿Sabes algo de lo ocurrido?
—No. Dorothy está conmigo, pero aún no entiendo nada.
—¿Tu casa está... bien?
—Sí.
—Entonces permite que vaya ahí con la pequeña Helen. ¿Me lo permites?
—¡Naturalmente!
—Gracias...
Elsa dejó el aparato sobre la horquilla.
—¿Quién era? —preguntó Dorothy.
—Margaret. Viene hacia acá con su hijita.
En aquel momento, el lamento prolongado de una sirena llegó hasta ellas. Su intensidad
creció hasta hacerse insoportable cuando algunos vehículos pasaron junto a la casa.
Las dos mujeres se quedaron inmóviles, sin atreverse a acercarse a las ventanas. El sonido
de las sirenas fue decreciendo paulatinamente hasta extinguirse casi por completo.
Dorothy se mordió nerviosamente los labios.
—¡Ha debido de ser ese maldito número nueve!
—¿El reactor nueve?
—Sí. Y Alan estaba seguramente allí...
—¿Crees que ha podido ocurrirle algo grave?
—Eso lo sabremos más tarde, querida. ¿Dónde estaba tu esposo?
—Creo que en el ocho.
—¡Una suerte! El nueve está maldito. Hace medio año, cuando tú no estabas aún aquí, el
nueve nos dio el primer disgusto.
—¿Qué pasó?
—Estalló estúpidamente. Por fortuna, no estaba cargado del todo y no tenía más que una
cantidad insignificante de uranio. Pero ahora... está hasta los bordes...
—Entonces esa especie de vibración que rompió el plato ¿fue debida a la explosión?
—Sí. Es un signo inequívoco. Como los reactores están a tanta profundidad, cuando
ocurre algo, es como si se tratase de un terremoto.
—Pero, si mal no recuerdo, por lo que Fred me ha dicho, el nueve está a cerca de quince
millas del pueblo.
—Y eso ¿qué...? Si hubiese estado más cerca, ni tú ni yo estaríamos hablando
tranquilamente de eso...
Por primera vez, Elsa sintió miedo.
Fred le había hablado, aunque de forma bastante parca, de las fabulosas instalaciones del
M-Atomic Center, uno de los lugares de los Estados Unidos donde se realizaban las más
importantes experiencias nucleares.
Incluso de novios y durante el viaje de luna de miel, que habían realizado en los Cayos de
Florida, Fred le había hablado, en algunas ocasiones, de aquel fabuloso dédalo de galerías
subterráneas, a más de seiscientos metros de profundidad, amplias como las calles de una
gran ciudad y más iluminadas que ellas.
Todavía recordaba sus palabras.
«Es impresionante, querida. Cientos de millas de recorrido, que puedes hacer en
vehículos especiales, a una velocidad de vértigo. Luego, de vez en cuando, entras en una
plaza de dimensiones colosales en cuyo centro se encuentra el reactor...»
Tuvo que explicarle lo que era un reactor, describírselo detalladamente, ya que ella
ignoraba todo sobre aquel asunto. Sin haberlo visto nunca, imaginó fácilmente, gracias a las
magníficas explicaciones de Fred, la masa grisácea de aquellos colosos, el peligroso material
que encerraban y las barras que penetraban en el agua para frenar el impulso de
desintegración y evitar la terrible «reacción en cadena».
Y ahora, por lo visto, uno de aquellos monstruos había despertado de su inorgánico
letargo, desperezándose violentamente.
La campanilla de la puerta llamó de nuevo su atención.
Margaret, llevando de la mano a una niña de unos cinco años, vestida con un cierto
preciosismo que recordaba a las pequeñas de principio de siglo, entró en la casa.
Estaba mortalmente pálida.
—¿Hay noticias? —preguntó, mirando primero a Elsa y luego a la otra mujer.
—Nada —repuso ésta.
—Siéntate, hijita —dijo Margaret, haciendo lo propio. Luego sacó un paquete de
cigarrillos y encendió uno con mano temblorosa.
—¿Le ha pasado algo a tu casa? —le preguntó Dorothy.
—No lo sé. Se puso a temblar de una forma que me dejó helada. Por fortuna, todo pasó en
seguida...
—¿Dónde estaba Harry?
—En el nueve. ¿Ha sido allí la explosión?
Dorothy se encogió de hombros.
—No lo sé. Alan estaba allí también...
Elsa, que no había despegado los labios, se estremeció de horror al notar que estaba
pensando en la suerte que había tenido Fred al trabajar aquella semana en el reactor número
ocho.
Su conciencia le echó en cara el gozo que estaba experimentado.
—Voy a haceros un poco de café —dijo.

* * *

Abriéndose como una granada, el reactor nueve dejó pasar, entre las fisuras que rasgaron
su blindaje, la oleada de fuego y rayos gamma.
Precipitándose a 300.000 kilómetros por segundo, las minúsculas y mortíferas partículas,
neutrones con calidad de proyectiles capaces de partir cuantos átomos de uranio encontrasen,
salieron disparados por las galerías, rebotando en las paredes o penetrando en ellas.
Pero muchísimos de ellos prosiguieron su camino, llevando un mensaje de muerte,
acompañados por la formidable oleada de calor que se había desprendido del núcleo del
uranio al producirse la reacción en cadena.
La tierra se estremeció dolorosamente.
Como garras invisibles, los corpúsculos arañaron y despedazaron cuanto hallaron a su
paso. La oleada de calor fundió metales, rajó y agrietó el revestimiento de las paredes de la
galería. Y cuando tropezó con los hombres de servicio en el 9, los convirtió en pavesas.
Debido a la singular distribución de las galerías llamadas secundarias, y que formaban
una estrella de diez puntas alrededor de la sala central, punto de control general, el accidente
del reactor número 9 tuvo consecuencias catastróficas.
Minutos después de la explosión, los equipos de salvamento entraron en servicio, pero sin
que pudieran ni siquiera soñar en penetrar en el sistema de galerías, por lo menos hasta
después de pasadas seis horas, cuando la temperatura descendiese lo suficiente para no ser
mortalmente peligrosa.
Incluso con los trajes de amianto, de varias capas antitérmicas, era imposible arriesgarse
en el infierno que se había desencadenado bajo tierra.

* * *

Rex W. Copler, el comisario de seguridad del Center, dejó el teléfono, uno de los muchos
que se amontonaban sobre su mesa y se volvió hacia su ayudante.
—Es horrible, Pat... —suspiró.
—Eso creo yo también. ¿Con quién ha hablado usted ahora?
—Con el reactor 5.
—¿Y bien...?
—Sin noticias. Pero Templeton me ha dicho que vio correr a Fred Weber por la galería de
desagüe.
Pat Muller frunció el ceño.
—Eso quiere decir que pudo escapar de las galerías.
—Sí.
—Habrá que detenerle. Es más que seguro que está contaminado.
—Ya he dado las órdenes oportunas...
Se volvió hacia la pared donde se extendía, ocupándola por completo, un plano del M-
Atomic Center.
—Puede salir por la galería de emergencia número 67 ó por la 68. Ya hay un equipo de
«MP» esperándole allí. En cuánto los «Military Police» lo vean, lo llevarán al hospital del
Center.
—¡Pobre tipo! Recién casado y ante la posibilidad de no volver a ver a su esposa en un
buen montón de meses...
—...Hasta que su contaminación desaparezca, si es que esto es posible.
—Desde luego, y a pesar de eso, ha tenido suerte. El 8 ha debido de quedar
completamente destruido.
—Sí, seguramente...
—¿Y las muchachas auxiliares del Central Center?
Copler se volvió de nuevo hacia el plano.
Su mirada se clavó en el centro geométrico de todas aquellas galerías radiales.
—Nadie ha escapado —dijo con un hilo de voz.
—Podemos calcular en unas doscientas las bajas probables.
—Ojalá no sea más que eso. Tardaremos en saberlo, amigo mío. No estoy tan loco como
para lanzar los equipos de salvamento a ese infierno.
—Lo importante es evitar la contaminación que llevarán los supervivientes.
—De eso nos estamos ocupando ya, Pat. Es triste, sin embargo, saber que muchos de esos
pobres tipos que habrán escapado con vida... no gozarán de ésta más que unas horas, unos
días o, a lo sumo, algunas semanas.
—Peor será para los que resulten tarados o mutilados.
—Es cierto. ¿Recuerda el otro disgusto que nos dio el 9?
—Difícil de olvidar, señor.
—Seis supervivientes murieron a las veinticuatro horas: fueron los más favorecidos por la
suerte. Tres quedaron ciegos y dos más se vieron obligados a conceder el divorcio a sus
esposas.
—¡Mujeres!
—No, Pat, seres humanos. Las quemaduras habían convertido a aquellos pobres hombres
en monstruos alucinantes. Nada más normal que sus mujeres no pudieran soportar una prueba
superior a sus fuerzas.
—¡Para que luego digan esos de «unidos en el bien y en el mal».
—No hay que ser demasiado optimistas respecto a los humanos, amigo mío. Ni tampoco
exigirles más de lo que ellos puedan soportar...
—De todos modos, abandonar a un hombre porque ha sufrido un accidente...
—Comprendo lo que siente, Pat. Es su juventud lo que le hace hablar de esa manera. Pero
medite un poco. El ochenta por ciento de los matrimonios en técnicos de centros como éste se
hacen por pura conveniencia.
—¿Usted cree?
—Sí. Para una mujer, un técnico atómico es un hombre que gana una fortuna y que puede
pagar todos sus caprichos...
—¡Terrible egoísmo!
—Lo que usted quiera...
Uno de los teléfonos, de color amarillo, repiqueteó. Rex alargó la mano y descolgó el
auricular.
—¿Diga?
—Aquí Morrison, señor.
—Mis patrullas me han comunicado que Fred Weber no ha salido por ninguna de las dos
galerías de desagüe.
— Sigan vigilando.
—De acuerdo. Pero... ¿no podríamos penetrar un poco en esas galerías?
—¡No! ¡Ni se acerquen a la entrada! ¿Entendido?
— Está bien, señor.
—Sigan en sus puestos. Si Weber no sale, es que estará mucho más contaminado de lo
que creíamos. Quizás haya muerto... Pero vuelvo a repetirle, Morrison, que nadie debe
acercarse hasta que los detectores nos demuestren que el calor y la radiactividad son nulas.
—Perfectamente, señor.
Rex colgó.
Luego, volviéndose hacia su ayudante, dijo, con voz cansada:
—Era el jefe de los «M.P.».
—¿Malas noticias?
—Malas. Weber no ha salido por ninguna de las galerías de desagüe.
—Era imposible que escapase.
—Quizás haya sido mejor para él. Mucho mejor...

* * *

Habiéndose cubierto el rostro con un pañuelo húmedo, loco de espanto en los primeros
momentos, Fred corrió, atravesando galerías y más galerías, tropezando por doquier con las
salvajes huellas que había dejado la explosión del reactor.
En medio de las locas elucubraciones que poblaban su cerebro, donde la angustia había
desencadenado una tormenta emocional, sólo una idea resistía aún, en el centro de aquella
vorágine:
¡Salir de allí!
Fred tenía la suficiente experiencia para saber que, en determinados momentos, salir
podía ser tan peligroso como permanecer en las galerías. La Comisión de Defensa ayudada
por los MP, constituían una barrera tan fuerte como cualquier otra.
Por eso, después de unos instantes de duda, se desvió de la ruta que había emprendido,
alejándose como de la peste de los conductos de desagüe 67 y 68.
Hasta lanzó una carcajada de histérica.
—¡No me cazaréis! —exclamó con voz ronca—. No soy tan tonto como creéis... Si salgo
por aquí, me encerraréis como a un leproso en una de vuestras flamantes salas del hospital del
Center.
Torció hacia la derecha, penetrando en una de las galerías auxiliares, que llevaba como
todas ellas una letra en vez de un número.
Aquélla era la «D».
Comprobó con alegría que la iluminación seguía igual en aquel conducto. Eso no quería
decir que los efectos de la explosión del reactor no hubieran llegado hasta allí, pero lo habían
hecho con menos violencia que en las otras galerías.
Se detuvo un instante.
Intentaba, haciendo un poderoso esfuerzo de imaginación, ordenar un poco sus ideas y,
sobre todo, sus recuerdos.
La complejidad del sistema de galerías del «Center» era extraordinaria. No obstante, la
memoria de Fred era excelente y no tardó más de cinco minutos en precisar la existencia de
un conducto de desagüe que, recientemente acabado, no debía de estar vigilado.
Apretó el paso.
Su única idea era la de reunirse cuanto antes con su esposa.
Sabía que a la puerta de cada conducto de desagüe, los hombres de la Military Police
estarían vigilando atentamente, para evitar que ningún contaminado pudiese vagar libremente
por los alrededores del lugar del siniestro.
Pero él no estaba dispuesto, en modo alguno, a dejarse coger.
Había hecho un examen de conciencia, además del examen físico al que se sometió, no
encontrando motivo alguno de alarma.
Había tenido muchísima suerte.
Sin haber sufrido quemadura alguna, su piel estaba solamente cubierta por el sudor de
aquella enloquecida carrera que le había hecho recorrer una gran distancia en poquísimo
tiempo.
Sonrió.
Poco después, cuando torcía a la izquierda, en un recodo de la galería, se detuvo, con los
ojos desorbitados por el espanto.
Un hombre avanzaba hacia él.
Pero ¿podía llamarse así al guiñapo humano que, con los brazos extendidos, casi
completamente desnudo, la piel abrasada por terribles quemaduras radiactivas, tenía además
los ojos completamente blancos?
Weber reconoció a aquel desdichado, a pesar del espantoso aspecto que ofrecía.
Era Alan Leemmer, uno de los técnicos del reactor número cuatro, al que sin embargo era
de suponer que no hubiese llegado el efecto directo de la explosión del reactor número nueve.
Pero allí estaba lo que quedaba de Alan, con los ojos ciegos y profundas quemaduras que,
en algunas partes de su cuerpo, llegaban hasta el hueso.
Una especie de ronquido espasmódico brotaba de la boca entreabierta del herido.
Incapaz de ayudarle, temiendo además el contagio de aquel cuerpo sobrecargado de
radiactividad, Fred se hizo a un lado, apoyándose con fuerza en la pared de la galería.
Le era completamente imposible separar la mirada del rostro alucinante de Leemmer.
La carne le había caído a pedazos y podían verse con espantosa claridad los huesos de los
pómulos y parte del maxilar superior, mostrando los dientes que brotaban de él.
Pero eran los ojos lo que más penosa impresión causaban.
Las córneas habían emblanquecido por completo y daba la impresión de que los ojos
hubiesen aumentado de tamaño, saliéndose casi por entero de las órbitas, como dos globos
enormes que aquéllas no pudiesen ya retener.
El ronquido que brotaba de los labios del desdichado se articuló, justo cuando pasaba
cerca de Fred.
—¡Ayúdenme!
Apretándose con más fuerza contra el muro de la galería, Fred tuvo que morderse los
labios hasta hacerse sangre.
II

Elsa acompañó a sus visitantes hacia la puerta, cerrándola después con cuidado, no sin
echar una ojeada a las lejanas torres de acero que señalaban la situación de la entrada a las
galerías del «Center».
Entró de nuevo en la casa, encendiendo una de las lámparas, ya que la oscuridad de la
noche había caído de manera repentina, hundiéndolo todo en un gris que ennegrecía por
momentos.
Las dos mujeres habían despertado en ella una intranquilidad espantosa.
Cuando se fueron, después de telefonear varias veces al Servicio de Seguridad, Elsa se
aferró de nuevo a la egoísta idea de que su esposo se había salvado.
Incapaz, sin embargo, de comprender el peligro real que corrían los hombres que
trabajaban en los reactores, se imaginó puerilmente la salvación de Fred.
Su esposo no podía morir.
Era completamente imposible que una felicidad tan recientemente inaugurada acabase de
forma tan trágica.
Luego recordó el hijo que deseaba tener.
La vida no podía mostrarse tan cruel con una pareja que apenas acababa de unirse.
No obstante, Elsa fue a su habitación y se dejó caer en el lecho, como si todo aquello la
hubiese extenuado.
Había conectado el teléfono con el que tenía en la mesilla de noche y, echada hacia aquel
lado, no separaba la mirada del combinado, como si intuyese que el aparato debía empezar a
funcionar en cualquier momento.
Su imaginación la llevó a escuchar con anticipación la conversación que tendría con
alguno de los jefes de su esposo.
«No se preocupe, señora Weber —decía una voz agradable en su oído—. Fred ha salido
indemne. Tan sólo tiene algunos arañazos. Pero he querido prevenirla para que no se
asustara...»
«Sabía que Fred se salvaría.»
«¿Por qué esa seguridad, señora Weber?»
«Son cosas que no pueden explicarse, señor. Usted ya ha oído hablar de la intuición
femenina. Perdóneme si le digo que considero a Fred indestructible.»
«Estoy de acuerdo con usted, señora. Su esposo se ha salvado gracias a unos reflejos
formidables y a una decisión meritoria. Ahora mismo se lo envío...»
Había estado soñando con los ojos abiertos, la mirada fija en el teléfono cuyo mecanismo
sonoro permanecía irritablemente silencioso.
Poco a poco, la fatiga y la emoción fueron poniendo sobre sus párpados un poco del
plomo del sueño.
Y se quedó dormida...

* * *

¡Se había perdido!


Furioso, se detuvo una vez más, en la confluencia de las galerías «D» y «F».
Había llegado allí por lo menos media docena de veces, sin poder recordar en modo
alguno el punto exacto del que salía el conductor de desagüe que llevaba el número 80, y que
había sido construido recientemente.
¿Dónde se encontraba aquel maldito conducto?
Fred sabía que cada minuto que transcurría bajo tierra aumentaba el peligro de que las
dosis de radiactividad fuese letal para él. Por eso se había apresurado, abandonando la zona
más afectada por la explosión para buscar el punto más distante por el que salir al exterior.
Era como si tuviese en la cabeza el complicado plano del «Center».
Un dédalo complejísimo de galerías que se cruzaban entre sí, de puntos de los que
radiaban otras muchas, con canales de acceso y conductos de salida distribuidos
aparentemente de manera caprichosa.
Pero era imposible recordarlo todo.
Mordiéndose los labios con fuerza, Weber intentaba enfocar la atención de su cerebro
sobre una parte del plano que tenía en la cabeza. Pero el recuerdo no acudía y la
desesperación del hombre iba creciendo sin cesar.
Podía volver, tomando uno de los conductos de desagüe que le llevarían, directamente a
los fornidos brazos de los MP.
—¡Nunca! —rugió furioso.
Hizo un nuevo esfuerzo, concentrándose hasta sentir una formidable jaqueca.
Y fue entonces, de repente, cuando su mente se iluminó de una forma tan extraordinaria,
ofreciéndole tal lujo de detalles, que no pudo por menos de quedarse perplejo.
Estaba «viendo» el punto exacto donde la galería «F» desembocaba directamente en el
conducto de desagüe 80. Pero lo más extraordinario era que también veía el conducto, con
sus puertas pintadas de minio, dejando por encima un pequeño espacio que podría saltar con
facilidad.
Sin detenerse a analizar el prodigio que le había ocurrido, Fred echó a correr, empujado
por el miedo a quedarse allí, bajo tierra.
No tardó en encontrar lo que buscaba, avanzando por el conducto, brincando por encima
de cada compuerta, lo que le hizo pensar, con una sonrisa en los labios, en una carrera de
vallas.
Cuando saltó la última compuerta, se detuvo, justo en la salida del conducto de desagüe,
respirando con fruición la brisa perfumada de la noche.
Pero no se precipitó.
Acercándose muy despacio a la salida, echó una ojeada, comprendiendo en seguida que
había ganado la partida.
No había nadie fuera.
A lo lejos, a derecha e izquierda, pudo ver los focos que iluminaban las salidas de los
otros conductos de desagüe y hasta vislumbrar las siluetas de los hombres que vigilaban
aquellos puntos.
Sonrió.
Sin prisa, conociendo perfectamente el terreno que pisaba, se decidió a describir un gran
semicírculo para acercarse, sin ser visto, a las edificaciones donde vivían los técnicos del
«Center».
Donde vivía él.
La idea de estar muy pronto junto a Elsa hizo brincar la sangre en el interior de sus
arterias.
Pero entonces, de nuevo, se sintió sobrecogido al comprobar que había bastado que
pensase en su esposa para verla, echada en el lecho, dormida y con una mano extendida hacia
el mudo aparato telefónico.
¿Qué le estaba pasando?
Nunca, hasta entonces, había poseído un poder como el que acababa de descubrir de
manera tan sorprendente.
Tuvo miedo.
Porque seguidamente, en cuanto pensó en Rex W. Copler, el jefe de seguridad, le vio en
su despacho, hablando animadamente con Pat, su joven ayudante.
La visión era tan clara que pudo distinguir hasta los más pequeños detalles del amplio
despacho de Copler. Incluso pudo leer los títulos de los libros que llenaban por completo la
amplísima biblioteca.
—¡Dios mío! —exclamó.
La casi completa seguridad de que aquella nueva facultad que se estaba desarrollando en
él había sido motivada por la explosión atómica, le heló la sangre en las venas.
¿Estaría contaminado?
Se palpó el cuerpo, como si quisiera descubrir alguna quemadura radiactiva, alguna lesión
producida por la terrible oleada de calor que había desintegrado el reactor número nueve.
Pero se encontraba perfectamente bien, sin dolor ni molestia alguna, respirando sin
dificultad y con una visión perfecta.
¿Perfecta?
De nuevo se estremeció.
Lo que estaba ocurriéndole, lo quisiera o no, era tan anormal como extraordinario.
Ninguna criatura podía ser capaz de ver a distancia, con sólo formular el deseo de hacerlo, sin
que paredes ni obstáculos se opusieran.
Consiguió alejar aquellas ideas de su imaginación, centrando su atención en su propio y
real problema. Había tomado ya la decisión de ir en busca de Elsa y salir huyendo del
«Center», ya que sería perseguido por los hombres de Copler, en cuanto éste se enterase de
que consiguió salir de las galerías.
La idea de ser conducido a la habitación de un hospital, donde se le obligaría a
permanecer semanas o meses en estado de observación, despertó en él una cólera que le hizo
apretar el paso, más decidido que nunca a no dejarse coger.

* * *

Elsa se despertó, sobresaltada.


Una sensación de angustia se apoderó de ella, al tiempo que se sentaba sobre el lecho.
Tuvo la espantosa idea de haber oído la voz de Fred, hacía unos pocos instantes, pero con
una claridad que le obligó a mirar ahora, a su alrededor, como si temiera que su esposo se
encontrara allí.
La habitación estaba vacía.
Sonriendo, Elsa acalló un poco el pánico que había aumentado el ritmo de los latidos de
su corazón. La inquietud se apoderó nuevamente de ella al echar una ojeada al despertador
que había sobre la mesilla.
Eran las doce y media de la noche.
Extendió el brazo, apoderándose del microteléfono, en cuyo círculo numerado marcó las
cifras del número del despacho de Copler.
Apenas había terminado de marcar cuando descolgaron, al otro lado de la línea. Pero fue
la voz de Pat Templeton la que preguntó:
—¿Sí?
—Soy Elsa Weber, señor Templeton. ¿No tienen noticias de mi esposo?
Hubo un silencio antes de que Pat contestara:
—Todavía no, señora. Pero no debe preocuparse. Por fortuna, Fred no estaba en las
proximidades del lugar del siniestro...
Templeton siguió hablando, pero entonces le ocurrió a Elsa algo que la dejó estupefacta.
«Oyó» la voz de su marido, con mucha mayor claridad e intensidad que la de su
comunicante telefónico.
«Sigue hablando con él, querida. Muéstrate esperanzada y dile que te comunique mañana
por la mañana si hay algo nuevo a mi respecto. Yo estoy en el jardín, detrás de la casa. En
cuanto hayas colgado el teléfono, llena un par de maletas con lo más imprescindible y sal por
la puerta trasera...»
Elsa tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar.
Oyó la voz de Pat y la pregunta que éste le hacía, al final de una frase que no había
escuchado en absoluto.
—¿Me obedecerá usted, señora Weber?
—¡Oh, sí!
—Siga mi consejo y tome un soporífero. Mañana, cuando despierte, seguro que le
daremos excelentes noticias.
—Muchas gracias, señor Templeton,
—Hasta mañana.
— Adiós.
Colgó el teléfono, preguntándose si la interferencia que había tenido no era más que el
resultado del estado de sus nervios.
Pero algo inexplicable la empujó a obedecer las instrucciones de Fred.
En un santiamén, llenó un par de maletas con ropa de ambos, abriendo luego la caja
metálica donde Fred tenía el dinero. Metió sus joyas en un bolso que se colocó en bandolera,
para poder empuñar las asas de las dos maletas.
Apagó las luces y luego se encaminó hacia la puerta trasera de la casita.
Cuando salió al jardín, se preguntó si no había obrado estúpidamente, a tontas y a locas,
dejándose llevar por algo que no existía más que en su enfebrecida imaginación.
Pero sus temores se fundieron en cuanto vio la alta silueta de Fred, que emergió de entre
los árboles que poblaban el minúsculo pero frondoso jardín.
—¡Fred!
—No alces la voz, querida. He conseguido escaparme, pero seguimos en peligro.
—¿Por qué?
Él le explicó en pocas palabras todo lo que resultaría si los destacamentos de Seguridad le
echaban la mano encima. Le habló de una larga y obligada estancia en el hospital, que les
separaría durante mucho tiempo.
—Te quiero demasiado para soportarlo —terminó diciendo.
—¿Qué vamos a hacer?
—Huir.
—¿Hacia dónde?
—Iremos hacia la frontera mejicana. Conozco un pequeño pueblo, al otro lado, donde
podremos permanecer ocultos todo el tiempo necesario. Pero no cogeremos nuestro coche.
Ella enarcó las cejas, al tiempo que preguntaba:
—¿Cómo iremos entonces?
—Utilizaremos el coche de Alan Leemmer.
—¿Se lo pedirás prestado?
—No será necesario. El pobre Alan ha muerto. Y su esposa, como recuerdas, está
pasando una temporada en Nueva York.
Como ella dudase, en silencio, deseando hacerle una pregunta, él instó, apoderándose de
las maletas:
—Vamos. No tenemos tiempo que perder.
Fue sumamente sencillo para Fred abrir el garaje de Leemmer. El Cadillac de su
compañero de trabajo estaba dispuesto, con el depósito lleno hasta los bordes.
Colocaron las maletas en la parte posterior, ocupando después los cómodos asientos del
descapotable.
Weber puso el poderoso vehículo en marcha, pero no tomó la carretera central, sino que
torció a la derecha para coger uno de los caminos que no estaban controlados en sus salidas
por las temibles patrullas del MP.
—Fred...
—¿Qué quieres?
Ella dudó todavía unos instantes. Luego se decidió y dijo:
—Antes, cuando estaba llamando a Pat Templeton, oí tu voz. ¿Cómo es posible que te
comunicaras conmigo sin estar a mi lado?
Los delgados labios de Weber esbozaron una sonrisa.
—Han ocurrido cosas muy extrañas, querida.
—¿Como cuáles?
—Luego te lo explicaré. La verdad es que todavía ni yo mismo lo entiendo.
Consiguieron salir del amplio recinto del «Center» por aquel estrecho camino vecinal.
En realidad, no existía una vigilancia excesiva, sobre todo en lo que se refería a la
aglomeración urbana habitada por los técnicos. La zona de seguridad empezaba más allá,
antes de llegar a las entradas de las galerías propiamente dichas,
Por puro formulismo, y para evitar la entrada de periodistas y curiosos, sólo la carretera
central ofrecía un puesto de vigilancia de la Military Police.
En cuanto llegó a la carretera que se dirigía hacia el sur, Fred cambió de marcha y aceleró
el poderoso vehículo, que avanzó como un bólido sobre la pulida superficie del asfalto.
—En ese pueblecito —dijo entonces—, podremos estar tranquilos, amor mío.
—¿Cómo se llama ese lugar?
—Piedras Frías.
—Y ¿no te castigarán por haber huido?
—No temas nada. Cuando transcurran unos meses, se darán cuenta de que no he sufrido
contaminación alguna y podré volver, demostrándoles que hubiera sido inútil y horrible el
que me hubieran obligado a permanecer todo ese tiempo en el hospital.
—Yo tampoco hubiera soportado esa terrible separación.
—Lo sé. Por eso no quise presentarme.
—¿Han muerto muchos?
Weber se pasó la lengua por los labios resecos.
—Ha sido horrible, Elsa.
Pero no dijo más.
Siguiendo atentamente la zona iluminada por los potentes focos del Cadillac, recordó el
horrible aspecto de Alan y luego la extraña facultad que había nacido en él, tan repentina
como misteriosamente.
Quiso hacer una prueba.
Pensó nuevamente en Copler y, como por ensalmo, vio el despacho en el que el jefe de
Seguridad estaba llamando por teléfono, mientras que Templeton, a su lado, tomaba nota en
un cuaderno.
Cesó de pensar en ellos y las imágenes desaparecieron.
Una sensación de frío recorrió la espalda de Fred Weber.
¿Qué significaba aquello?
¿No sería una forma sutil y misteriosa de contaminación, mucho más peligrosa que si su
carne hubiera caído a trozos como la de Leemmer?
Miró de reojo a su esposa y se alegró casi de que Elsa, apoyada en el respaldo, se hubiese
quedado dormida.
III

Nervioso, Copler aplastó la colilla de su cigarrillo sobre el cenicero de bronce que había
sobre la mesa.
—¡Es intolerable! —exclamó.
Frente a él, Templeton no sabía verdaderamente lo que decía.
Desde que se había conocido la misteriosa desaparición de Elsa Weber, así como la del
coche de Alan Leemmer, uno de los equipos de la Sección de Defensa había llevado a cabo
una investigación profunda en la casa de Fred.
Las conclusiones no podían ser más claras.
Copler tamborileó sobre el informe, escrito a máquina, que tenía sobre la mesa.
—No puede haber duda alguna, Pat —dijo—. Elsa no se fue sola. Su marido la
acompañaba.
—Pero eso es imposible, señor.
Una risita cortante se escapó de los labios de Rex.
—Todo lo imposible que usted quiera, Pero no hay duda alguna de que ese loco de Weber
consiguió salir de las galerías.
—Y por ¿dónde...?
—No lo sé, pero eso importa poco. Probablemente, si no me equivoco, por el conducto de
desagüe número ochenta.
—¿Conocía Weber su existencia?
—Es más que probable, ya que lo utilizó para escapar.
—Pero ¡si lo habíamos construido hace apenas un mes y los planos no se han movido de
nuestra sección!
—No sea iluso, Templeton. Los técnicos se paseaban libremente por las galerías. Y
Weber, en uno de esos paseos, pudo descubrir el nuevo conducto de desagüe.
—Incluso si todo ocurrió de esa manera, no entiendo por qué no se presentó en seguida a
nosotros.
—Conoce usted muy poco a los humanos, Pat.
—No entiendo, señor.
—Fred y Elsa se habían casado hace muy poco. Él sabía perfectamente que no íbamos a
dejarle escapar. Como los pocos supervivientes que han salido de las galerías, hubiera tenido
que pasar algunos meses en la sala de observación de nuestro hospital.
—Y ¿si no estuviese contaminado?
—¡Tonterías! Ya ha visto usted los informes médicos de los pocos que han conseguido
escapar a esa maldita catástrofe...
Y como Templeton se limitase a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza, siguió
diciendo:
—Ni uno solo se ha librado, Pat. Y aunque haya un par de casos verdaderamente leves,
tendrán que permanecer unos meses hasta que se haya demostrado una completa
descontaminación.
—Todos ellos, me permito recordárselo, tenían quemaduras más o menos graves.
—Y ¿qué quiere decirse con eso?
—Esas quemaduras son muy dolorosas. Y que si Fred las hubiera sufrido, no habría
tenido más remedio que buscar ayuda médica.
—Todo depende de la voluntad de un hombre, Pat.
—Y ¿a dónde?
—Si lo supiera, no estaríamos hablando aquí.
Encendió nerviosamente un nuevo cigarrillo.
—He hecho radiar una nota de aviso, con los datos personales de Weber, a todos los
hospitales del país, así como a los colegios médicos de cada estado. Si algún facultativo está
atendiendo a ese loco, lo sabremos en seguida.
—Y ¿si hubiese abandonado el país?
Sin contestar, Copler lanzó una rápida ojeada al mapa de la región, clavando los ojos en la
línea sinuosa que separaba el estado de Arizona de las tierras de Méjico.
—No es mala idea la que acaba de ocurrírsele, Templeton.
—¿Es posible, entonces, que hayan pasado al país vecino?
—Es posible, en efecto. Pero no va a ser muy fácil informar a las autoridades mejicanas.
Imagínese el escándalo y la oleada de pánico que se producirían al saber que un técnico
atómico, posiblemente contaminado, ha atravesado tranquilamente la línea divisoria entre los
dos países.
Meneó la cabeza tristemente.
—Si Weber está en Méjico, creo que poco podremos hacer por él.
—¿Su esposa correrá peligro?
—Eso depende de la intensidad de la contaminación sufrida por su marido. De todas
formas, es casi imposible que la señora Weber no se contamine, a su vez.
—Debió de pensar en ella...
Rex se encogió de hombros.
—Puede más el egoísmo, a veces, que la lógica y el sentido común. Estoy casi
completamente seguro de que ella se mostró de acuerdo con su esposo, sin pensar en el
peligro que iba a correr a su lado. Pero los humanos son así, amigo mío...

* * *

Habían alquilado una casita en Piedras Frías, un pueblecito a una veintena de millas de la
frontera, enclavado en un lugar agreste, salvaje y pintoresco.
Nunca habían sido tan felices.
Era como una prolongación de la luna de miel, como una repetición maravillosa del viaje
de novios. Asistidos por una vieja mejicana, que atendía la casa y les hacía la comida, Fred y
Elsa daban largos paseos por los alrededores del pueblo, cogidos de la mano, levantando a su
paso una dulce murmuración repleta de sonrisas y guiños.
Weber había evitado, hasta el momento, hablar a su mujer del extraño fenómeno que le
había convertido en un hombre dotado de complejos poderes telepáticos.
En realidad cada vez evitaba lo más posible el pensar en seres o personas que estuvieran
lejos, no queriendo tener aquellas clarísimas y raras visiones, que, en vez de proporcionarle
placer, le llenaban el corazón con una indecible angustia.
Durante los dos primeros meses de estancia en Piedras Frías, Fred Weber se sintió más
fuerte y sano que nunca.
Las complicaciones aparecieron después.
Un día, cuando se afeitaba ante el espejo, se quedó parado, con la rasuradora eléctrica en
la mano, sin detener su monótono zumbido, mirando el rostro que se reflejaba en la superficie
pulimentada del cristal.
Se encontró mortalmente pálido.
La piel había adquirido un tono casi cerúleo, translúcido, dejando adivinar, ya que no ver,
las aristas de los huesos, que casi se transparentaban.
Fred no dijo nada a Elsa.
Pero lentamente, día a día, notó que las fuerzas le abandonaban.
Un cansancio infinito se apoderó de él.
Cuando estaba solo, lo que ocurría muy pocas veces, corría ante el espejo para comprobar
que el oculto mal avanzaba lenta pero inexorablemente.
Ya no podía dudar de que estaba contaminado.
En el interior de su cuerpo, quizás en lo más hondo de la médula de sus huesos, los
terribles rayos gamma habían aniquilado los centros de formación de los glóbulos rojos, lo
que le producía aquella anemia que iba esclareciendo de manera trágica su piel.
Tenía los labios blancos y, cuando ante el espejo bajaba el párpado, veía el mismo color
grisáceo que en el resto de sus mucosas.
Estaba condenado a muerte.
Era como si las mortíferas radiaciones de la explosión atómica hubiesen reproducido en
sus órganos hematopoyéticos una especie de tumor maligno: una leucemia de la que no
podría escapar jamás.
Tuvo que hacer un poderoso esfuerzo para no sentirse desesperado y mostrar a su esposa
el terror que poblaba sus largas noches de insomnio.
Sentada a su lado, en la terraza de la casita, desde donde se veía el ancho valle que daba
nombre al pueblo, Elsa movía rápidamente las manos, haciendo minúsculas prendas de punto.
—Cuando nazca el niño —dijo ella, con los ojos fijos en la lana rosa—, le llamaremos
Fred.
—Será como tú quieras.
Y decía aquellas palabras consciente de la terrible y espantosa verdad que encerraban.
«Cuando nazca mi hijo —pensó—, yo ya estaré muerto.»
Parecía imposible, a veces, que Elsa no se percatase de la honda transformación que había
sufrido su marido en las últimas semanas.
Pero ella estaba como ciega.
Ciega por la luminosidad de su estado, por el cumplimiento de sus más íntimos deseos.
Iba a tener el hijo que tanto había deseado, y la dicha había cerrado todas las ventanas de
su espíritu, manteniéndola en una especie de torre de marfil en la que pasaba el tiempo,
viviendo entre ensueños de maravilla.
Una mañana, al despertarse, brincando del lecho alborozada para tirar de las cortinas y
despertar a Fred con la oleada de sol que penetraba en la estancia, Elsa se quedó aterrada.
Tardó bastante tiempo en darse cuenta de que la inmovilidad de Fred era definitiva.
Pero cuando se acercó a él, tocándole con las yemas de los dedos, tropezó con la piel fría,
helada, de un sueño que no podía ser más que el de la misma muerte.
Aquella tarde, después de haber enterrado a Fred, abandonó Piedras Frías y, en el
flamante Cadillac de Alan Leemmer, regresó a los Estados Unidos, dirigiéndose directamente
al «Center», donde se presentó de inmediato a Rex W. Copler.
Fue internada aquella misma noche en la sala de observación para mujeres en el hospital
anejo al Centro Atómico.

* * *

Alexander Weber nació el 22 de agosto de 1950.


No fue el primer niño que había visto la luz en el hospital del Center. Pero fue
indudablemente el primero al que se esperaba con mayor ansiedad.
Cuando los doctores Tomber y Samper, ambos ginecólogos del hospital, salieron de la
habitación—quirófano donde acababa de nacer el niño, Rex W. Copler les esperaba, ansioso,
fumando sin parar, dejando tras él un reguero de colillas la mitad consumidas.
—¿Y bien? —preguntó, acercándose a los doctores.
Fue Harry Tomber quien contestó:
—Por el momento, todo normal...
—¿Y el niño?
—Como los demás.
—¿Seguro?
Alex Semper sonrió.
—No busque tres pies al gato, Copler. ¿Esperaba usted acaso un monstruo?
Rex meneó la cabeza, en un gesto puramente dubitativo, con un aire de desconcierto.
—¿Yo? No sé...
—Por el momento —terció Tomber—, no podemos precisar nada. En realidad, no
sabemos nada de la cantidad de radiactividad que se llevó Fred Weber de las galerías. ¡Ni
siquiera hemos podido examinar su cuerpo!
—Hice cuanto puede —repuso Rex—. Pero su esposa no quiso ni escucharme. Yo
esperaba, enverdad, que trasladase el cadáver de su marido al mausoleo familiar de Boston.
Pero no quiso.
Samper suspiró.
—¡Es una lástima! Pensar que hay un cuerpo tan interesante pudriéndose en un
cementerio de un pueblo mejicano...
Copler no pudo evitar un estremecimiento.
Comprendía el interés científico de los médicos hacia un caso tan extraordinario como el
de Weber, pero era un hombre sencillo y respetaba a los muertos.
—¿Van a examinar al niño? —preguntó después de una corta pausa.
—Y ¡cómo! —exclamó Samper—. A pesar de su apariencia de normalidad, ese pequeño
es una maravilla que no podemos dejar escapar.
Rex frunció el ceño.
—¿Quiere decir eso que deben permanecer aquí? Me refiero a la madre y al pequeño.
—¿No irá usted a dejarles ir?
—Yo no digo eso. Pero no hay que olvidar que ella lleva seis meses en este hospital. Sin
salir a la calle. Como prisionera.
Los dos médicos se encogieron de hombros.
—No es culpa nuestra —dijo Alex—. Si su esposo no hubiera cometido la estupidez de
huir, sin pensar en la felicidad de su mujer, ella no estaría ahora aquí.
—Pero yo creo que si el pequeño es normal...
—Ni insista, Copler. Seremos nosotros los que tendremos que dar el informe final.
—Está bien. Ya sé que son ustedes los responsables de esos dos seres. Yo no quería más
que proporcionar un poco de libertad a esa pobre mujer, que no es más que una muchacha...
—No se preocupe, amigo —intervino Harry, dando unas palmaditas en la espalda del jefe
de la Seguridad del Center. Luego se volvió hacia su colega—. ¿Vamos?
Cuando los dos médicos abandonaron la estancia, Copler meditó amargamente,
diciéndose que cada vez le gustaba menos el puesto que ocupaba y la misión que debía llevar
a cabo.
Aprovechando que los doctores se habían dirigido a sus respectivos despachos, empujó la
puerta de la habitación que ocupaba Elsa Weber, enarbolando una sonrisa que le costó
bastante conseguir.
La mujer estaba en el lecho.
Al otro lado de la estancia, separado de su madre por un biombo, estaba el niño, en una
cuna, junto a la que se veía una mesa donde los médicos habían abandonado algunos
aparatos, entre ellos un fonendoscopio.
Rex se acercó lentamente al lecho.
Contempló, en silencio, la palidez casi cerúlea de la parturienta. Elsa, que tenía los ojos
cerrados, los abrió repentinamente, mirando al jefe de Seguridad del Center.
Él se acercó aún más.
—No vengo a importunarla, señora Weber. La verdad es que me he atrevido a visitarla
con el único motivo de darle mi más cálida enhorabuena.
Una sonrisa apenas perceptible se pintó en los blancos labios de la mujer.
—Se lo agradezco, señor Copler.
La sonrisa femenina animó positivamente a Rex. Más tranquilo, se acercó aún hasta llegar
junto a la cabecera de la cama.
—Pronto se repondrá usted, señora. Los doctores me han dicho que ha tenido un niño
precioso.
Esta vez, la sonrisa se borró de los labios de Elsa.
—Apenas si me han dejado verle, amigo mío. Y voy a decirle algo, en toda confianza...
Pareció como si fuera a dudar. Luego sus mejillas enrojecieron un tanto y habló, con una
voz más firme que al principio:
—No me gustan nada esos médicos. Me han dado la penosa impresión de que estudiaban
a mi hijo y de que no estaban contentos de que no fuera una especie de fenómeno.
A Copler le pareció que ella había querido pronunciar la palabra «monstruo».
Sintió una sincera compasión por aquella pobre mujer que, después de haber perdido a su
esposo de una manera horrible, estaba atravesando un inacabable calvario.
No pudo contenerse, y dijo:
—Les he pedido que la dejaran ir, señora Weber.
—Y, naturalmente, se habrán negado.
Él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Era de esperar, señor Copler. Nadie quiere perdonar a mi marido por haber querido ser
un poco feliz antes de morir. Él sabía perfectamente que, si se entregaba, pasaría meses y
hasta años en este mismo hospital, sometido a la injuria de ser considerado como un
apestado, sufriendo toda clase de vejaciones. Como me ha ocurrido a mí...
Era cierto. Durante meses enteros, los especialistas del hospital habían analizado cien
veces la sangre de Elsa, la habían sometido a toda clase de observaciones y hasta se habían
efectuado en ella a experiencias que Copler no hubiera permitido jamás se hicieran sobre una
persona querida.
Pero la maldición del átomo parecía marcar de manera indeleble a los que osaban trabajar
en su arcano.
Se sintió molesto.
Y volviendo la cabeza hacia otro lado, sin atreverse a mirar a los ojos de aquella pobre
mujer, dijo, como si quisiera convencerse:
—Voy a escribir a Washington, señora Weber. Adjuntaré los informes de los doctores
Tomber y Samper. Estoy seguro de que las autoridades competentes dejarán que usted y su
hijo se vayan de aquí.
—Sería mi mayor deseo —repuso ella, con un hilo de voz—. Tengo a mis padres en
Boston, como usted sabe. Ni siquiera se les ha permitido que me visitaran.
—Era por la contaminación, señora.
Ahora volvía a mirarla, y no se sorprendió al observar la sonrisa irónica que entreabría
ligeramente los labios de ella.
—Lo sé, señor Copler. Nunca he odiado nada tanto como a esa maldita palabra.
Contaminación. Una manera muy elegante y moderna de tratar a uno de apestado, de
leproso...
Después de prometer nuevamente a Elsa que se interesaría por su libertad, Rex abandonó
la habitación de la parturienta, respirando aliviado en cuanto se encontró en el largo y ancho
pasillo que conducía a su despacho.
IV

Aquellos dos largos años, interminables como siglos, demostraron bien a las claras que
las gestiones hechas por Rex W. Copler habían fracasado rotundamente.
Durante todo aquel tiempo, Elsa y el pequeño Alexander se convirtieron en animales de
laboratorio, en simples cobayas que pasaron de una mano a otra hasta saciar, nunca
completamente, la ávida curiosidad de los médicos y especialistas que fueron a verla.
Pero la libertad llegó al fin.
Y el 22 de agosto, cuando el pequeño Alexander cumplía exactamente los dos años, un
Copler envejecido y disgustado llevó a Elsa la noticia de su libertad definitiva.
La mujer no perdió tiempo, y aquella misma tarde cogía el avión que le dejó en Boston, y
se presentó en la casa de sus padres sin haber pensado siquiera en enviarles un telegrama de
aviso.
Cuando entró en la casa, sus padres la notaron envejecida, amargada, distinta a como era
antes. La verdad es que llevaba sobre ella el peso de algo mucho más doloroso que una
estancia en una penitenciaría.
Poco a poco, sin embargo, la libertad fue limando las esperanzas que el encierro había
dejado en ella.
Al lado de su hijito, intentó empezar una nueva vida. Y aunque no lo consiguió del todo,
sus padres pudieron comprobar que un nuevo cambio le quitaba aquella tristeza que parecía
grabada a fuego sobre el rostro de una criatura que había sufrido demasiado.

* * *

Todos levantaron la cabeza y miraron hacia la puerta, que acababa de abrirse, para dar
paso a James Robertson.
Hasta la señorita Pillman se atrevió a sonreír, al ver el rostro hosco de su colega que,
como de costumbre, lanzó un gruñido a guisa de saludo, antes de ocupar su sitio en la mesa
de la sala de profesores.
Ray Russell, el encargado de las clases de lenguas vivas, que estaba leyendo un
diccionario italiano, levantó la cabeza para decir al recién llegado:
—¿Algo malo, James?
Antes de contestar, Robertson lanzó un bufido.
—Ya saben ustedes lo que ocurre. Parece mentira que en nuestro país haya tan poca
afición a las matemáticas. Es increíble...
—¿No irá usted a decirme que los alumnos pueden apasionarse por algo tan poco ameno?
La pregunta la había hecho George Porter, el profesor de gimnasia, un joven alto y
fornido, que llevaba invariablemente un jersey de cuello alto y de color inmaculadamente
blanco.
James le fulminó con la mirada.
—Nada existiría en nuestra civilización si no fuera por las Ciencias Exactas. Pero hablar
con usted de eso, mi querido Porter, es perder el tiempo de manera lamentable...
Helen Pillman, la directora del «National College» de Boston, y al mismo tiempo
profesora de Geografía e Historia, creyó llegado el momento de intervenir:
—Yo no quiero criticar sus métodos educativos, mi querido Robertson. Pero esa manera
suya de enseñar Matemáticas a base de problemas me parece un poco excesivo para nuestros
alumnos, dado que ninguno de ellos ha cumplido aún los diez años.
—Le agradezco sus observaciones, señorita Pillman —repuso James con un tono agrio en
la voz—. Creo entender, sin embargo, que cada uno de nosotros tiene completa y absoluta
libertad para aplicar el método pedagógico que considere más conveniente.
—Es cierto.
—Yo considero que los problemas constituyen la única manera amena de enseñar
Matemáticas. Pero lo que me molesta mucho, y en eso estarán ustedes de acuerdo conmigo,
es en la habilidad de ciertos alumnos, y no creo poder permitirme el pluralizar, que utilizan
ciertos trucos para resolverlos.
Ray Russell, el profesor de lenguas, sonrió.
—Apuesto lo que sea a que se refiere usted a Alexander Weber.
—¿Cómo lo sabe? —se asombró James.
—Elemental, mi querido Watson —replicó Ray—. Antes de que usted nos cuente lo que
le ha hecho ese diablillo, le diré que la última versión que hicimos en clase, en lengua
alemana, la realizó exactamente en el tiempo preciso para copiar, sin duda alguna, la
«chuleta» que llevaba escondida.
La directora frunció el ceño.
—También he sospechado yo algo semejante de Weber —dijo—. En el último examen de
Historia, llenó tres hojas con un estilo que no puede ser nunca el de un niño de ocho años y
medio.
—Conmigo no usa de esas tretas —terció el profesor de gimnasia—. Y, si he de
confesarlo, Alexander no es, ni mucho menos, uno de mis mejores alumnos. Nunca será un
atleta.
Ray se volvió hacia Robertson.
—Cuéntenos usted lo que le ha hecho ese chico.
—Con mucho gusto. Ustedes saben que yo pongo un problema distinto a cada alumno,
ateniéndome a los que contiene el texto y que, como saben, están numerados.
»De esa manera, evito que copien los unos de los otros.
Hizo una pausa, aprovechándola para encender un cigarrillo.
—Mientras los chicos resuelven sus problemas, yo me ocupo, para distraerme, de hacer
cálculos en la pizarra. Lo hago, primero porque me gusta, y segundo porque así doy a los
pequeños una libertad que creo merecen.
Ray esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.
—Lo cierto —prosiguió diciendo James— es que Alexander Weber resuelve el problema
en la décima parte del tiempo de los otros. Les aseguro que le he observado y espiado
atentamente, pero sin conseguir nada.
Hubo un silencio, antes de que Helen Pillman dijese:
—Hay que acabar con esas tretas. No podemos tolerar en el colegio que haya alumnos
que quieran aprovecharse de nuestra buena fe.
—Y lo peor —intervino Russell— es que puede cundir el ejemplo, lo que sería
catastrófico para todas las clases.
—Yo creo tener la solución —intervino Porter.
Robertson le miró con un no fingido desprecio.
Intelectual ciento por ciento, el profesor de matemáticas del «National College» sentía
antipatía por aquel mequetrefe de cabellos ondulados que no pensaba más que en su dichosa
gimnasia y en sus campos de deporte.
—¿Cree usted haber hallado una solución? —preguntó con un tono de voz irónico.
—Sí.
—Le escuchamos —dijo la directora.
—Creo que sería bastante fácil evitar que Alexander copiara en las clases. Mañana, si no
me equivoco, tiene clase de matemáticas inmediatamente después de la gimnasia.
—No intentará usted fatigarle, ¿verdad? —insinuó James, sin abandonar la ironía.
Pero Porter no le hizo el menor caso y prosiguió:
—Mientras se duche, yo puedo registrar su ropa. Y les aseguro que descubriré la
«chuleta», por muy bien que la haya escondido.
—Me parece excelente su idea —dijo la directora—. Además, yo entraré en la clase del
señor Robertson, como si fuera a consultarle alguna cosa y me quedaré allí para observar a
ese pilluelo.
Discutieron todavía, estudiando los detalles del plan de Porter, que perfeccionaron en lo
posible.
Al día siguiente, después de la clase de gimnasia, mientras los pequeños se duchaban en
sus compartimientos individuales, George Porter sometió la ropa del pequeño Alexander a un
examen tan cuidadoso como minucioso.
Fuera de los objetos que cualquier niño de ocho años lleva en los bolsillos, no encontró
absolutamente nada sospechoso.
Inmediatamente después, se reunió con la directora a la que comunicó, un tanto
cariacontecido, su rotundo fracaso.
Ella sonrió.
—Eso no quiere decir nada, mi querido Porter.
—¿Usted cree?
—Naturalmente. Lo que ocurre es que Alexander no ha tenido tiempo de preparar su
«chuleta». O a lo mejor la tiene escondida en su pupitre.
—¡Es cierto!
Aquella nueva posibilidad les animó.
Mientras, en su clase, James Robertson estaba en pie, detrás de su mesa, mirando a sus
alumnos, y con el libro de problemas en la mano.
Utilizó la misma voz engolada de siempre para decir:
—Como siempre, señores, vamos a resolver un problema. Para ello les concedo treinta
minutos de tiempo. Cada uno de ustedes tiene el libro de los problemas, con el enunciado y el
número correspondiente.
«Preparen papel y lápiz y tomen nota...
No se atrevió a mirar a Alexander Weber, que ocupaba el último asiento, en la hilera de
pupitres de la derecha.
—Atención Smith, problema número treinta y cinco; Reed, problema número
veinticinco...
Y así fue dictando, sin detenerse, pero eligiendo para Alexander Weber uno de los más
difíciles: El número ochenta y ocho.
—Ya pueden empezar.
Cerró el libro y, como costumbre, se volvió hacia la pizarra, dedicándose por entero a la
solución de un complicado cálculo matemático que estaba estudiando en aquellos días.
La amargura de James Robertson era conocida por todos.
Hombre inteligente, preparadísimo en su especialidad, se había visto expulsar de la
Universidad por un asunto de faldas, que había segado su magnífica carrera en el
profesorado.
Helen Pillman, la directora, lo había encontrado en uno de sus viajes a Nueva York,
convertido en un pordiosero, medio muerto de hambre y con una fiebre vespertina que hacía
sospechar un comienzo de tuberculosis.
Apiadándose de él, conociendo su fama por los trabajos que había publicado en la
Universidad, se lo llevó consigo, y lo convirtió en el profesor de matemáticas de aquel
pequeño pero elegante y distinguido colegio bostoniano.
En aquello estaba pensando Robertson, mientras trazaba complicados signos en el largo
encerado. Pero poco duró su amargura, ya que, como siempre, encontró en las dificultades del
cálculo el acicate que tanto placer le proporcionaba.
En aquellos momentos, cuando dibujaba con mano segura las fórmulas de ecuaciones y
funciones, cuando se adentraba en el misterioso mundo de las Ciencias Exactas, sentía vibrar
en él una potencia que le colocaba por encima de los demás mortales.
Entonces era feliz.
Poco le importaba el fracaso de su carrera, las miserias materiales que había pasado. Y
como si el trozo de tiza que tenía en la mano fuera una mágica batuta, se convertía en un
formidable director de esa incomparable sinfonía de los signos matemáticos.
Cuando la directora penetró en la clase, todos los alumnos se pusieron en pie.
James se volvió hacia Helen, quien le sonrió.
Ella se acercó entonces a él, después de hacer un gesto para que los alumnos se sentaran
de nuevo.
—Porter no encontró nada.
Instintivamente, Robertson volvió la cabeza para mirar al último pupitre de la derecha.
Como lo esperaba, Alexander Weber había terminado su problema y tenía ahora los codos
sobre el pupitre, los ojos casi completamente cerrados.
También la señorita Pillman había seguido la mirada del profesor.
Y preguntó en voz baja:
—¿Ha terminado ya?
—Sí. Apenas hace cinco minutos que les puse el problema. Y el suyo era el más difícil.
Las mejillas de Helen enrojecieron repentinamente. Un brillo decidido se pintó en sus
pupilas.
—Voy a ajustar las cuentas, ahora mismo, a ese granuja.
Y uniendo la acción a la palabra, descendió de la tarima a la que había subido para hablar
con Roberson, recorriendo con paso nervioso, en un penetrante taconeo, la distancia que le
separaba del alumno.
Al verla a su lado, el pequeño Alexander Weber se puso en pie.
Era quizá de estatura más reducida que los demás alumnos de su edad. Tenía los ojos
azules de su madre y el cabello castaño de Fred Weber.
Por encima de las cejas infantiles, que parecían dibujadas por un trazo de lápiz, la frente
amplia ofrecía un abombamiento que algunos rizos rebeldes cortaban por su parte superior.
Dominando la cólera que experimentaba, Helen consiguió una cierta dulzura en la voz
para preguntar:
—¿Ha resuelto usted ya su problema, señor Weber?
El niño enrojeció un poco antes de contestar:
—Sí, señorita.
—Y ¿por qué lo ha copiado?
—¿Copiado? —exclamó Alexander, abriendo desmesuradamente los ojos.
—No sea usted impertinente. Porque espero que no va a decirme que sabe resolverlo sin
ayuda de alguna nota que lleva escondida.
Esta vez, el color rosado que cubría las mejillas del niño desapareció como por ensalmo.
Alexander se puso intensamente pálido, empezando a morderse los labios, que despegó
luego para decir:
—Yo nunca he copiado nada, señorita Pillman.
—Eso puede comprobarse muy fácilmente. Sígame.
Echó a andar, con el niño tras ella, hasta encaramarse a la tarima desde donde James
había observado en silencio la escena.
—Alexander afirma, señor Robertson, que no ha copiado nunca los problemas. He
pensado que podría hacer uno, que usted mismo eligiera, delante de nosotros, aquí, en la
pizarra.
—Una excelente idea, señorita Pillman —sonrió el profesor.
Cogió el cepillo para borrar los cálculos que cubrían por completo el encerado.
—¡Un momento, señor Robertson!
James se volvió, mirando con insistencia al niño y considerando su impertinencia al
interrumpirle.
—¿Qué quieres? —preguntó agriamente, olvidando que no debía tutearse a ningún
alumno, ya que tal era la consigna del profesorado del colegio.
—Usted perdone —dijo Alexander con voz dulce—. Sólo quería decirle que la última
parte de sus cálculos están equivocados.
Fue como si una avispa hubiese picado a James.
Frunció el ceño y se encaró con el pequeño:
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué entiendes tú de esto?
Pero Alexander no perdió su aplomo y, extendiendo su bracito, señaló el encerado.
—No quiero molestarle, señor Robertson. Pero, si repasa su última ecuación, a partir del
valor «n», allí donde lo ha sacado usted del paréntesis, cambiándole de signo, comprobará
que la integral que resulta no es del valor que usted calculaba.
James y la directora se quedaron boquiabiertos.
Robertson, que se había vuelto hacia el encerado mientras el pequeño le hablaba,
comprendió en seguida que Alexander tenía razón y que aquella dichosa «n» hubiera sido la
culpable de un enorme error en el cálculo que estaba realizando.
Entonces oyó la voz tranquila del niño, a su espalda:
—Si deriva usted la cantidad entre paréntesis de la segunda fórmula, hallará en seguida el
verdadero valor de «n». Ha sido sólo un pequeño error, señor...
Como hipnotizado, el profesor de matemáticas borró los errores, siguiendo las
instrucciones que acababa de darle el pequeño.
Cuando terminó, se volvió sonriente, completamente feliz.
—Es cierto. Es cierto, señorita Pillman.
Ella se percató del gran peligro que ambos estaban corriendo.
Y comprobando que el entusiasmo de Robertson podía resquebrajar la disciplina de la
clase, agarró del brazo al profesor, al tiempo que se volvía para decir a Alexander:
—Vuelva a su sitio, señor Weber.
—Sí, señorita.
—Y ustedes todos, sigan trabajando sus problemas. No quiero oír ni el vuelo de una
mosca mientras el señor Robertson y yo salimos un momento.
Arrastró al entusiasmado profesor de matemáticas, cerrando la puerta de la clase.
—¿Se ha vuelto usted loco, James? —le increpó, iracunda.
—¡Es formidable! ¡Sencillamente formidable!
—Pero... —balbuceó la muchacha— ¿es cierto que usted se había equivocado de
cálculos?
—Sí.
—Y ¿es cierto también que ese pequeño le ha dado la solución de un problema de
matemáticas tan complicado?
—¡Así es! Es maravilloso, señorita Pillman. ¡Un niño de ocho años!
Ella reflexionó unos instantes.
—Vaya a la sala de profesores, Robertson. Yo recogeré los problemas de su clase.
Después hablaremos. Este asunto es muchísimo más grave de lo que parece.
V

El niño jugaba con dos tortugas.


Estaba en el pequeño parque, en la Sexta Avenida, entre las calles 26 y 27 Oeste. Su
padre le había hecho aquel magnífico regalo, y el pequeño observaba los torpes movimientos
de los dos animalillos, que se movían sobre el césped que cubría el patio.
La muchacha encargada de su vigilancia estaba, como siempre, sentada en un banco, en
una de las veredas laterales del parque, escuchando, con expresión extasiada, las promesas
amorosas que le hacía un suboficial de la Marina.
Los dos animales, con movimientos torpes y lentos, divertían al niño.
Poco a poco, se fueron separando, y uno de ellos se dirigió hacia el borde del césped,
caminando hacia la puerta del parque que daba a la Sexta Avenida.
El niño, después de unos instantes de duda, miró a una y otra tortuga, decidiéndose a
seguir a la que se alejaba con mayor rapidez, arrastrándose hacia la salida del parque.
Por la avenida, la circulación rodada era intensa, y el encargado del tráfico se encargaba a
ciento cincuenta yardas más al norte de la puerta del parque, a la que en realidad no prestaba
ninguna atención.

* * *

Sin saber exactamente cómo, Alexander tuvo la visión fugitiva de una tortuga, sobre el
fondo verde del césped.
La imagen, que había llegado a su mente de una manera inexplicable para él, le divirtió,
aunque ya estaba acostumbrado a que aquella clase de fenómenos se produjeran.
Muchas veces, al salir del colegio, le bastaba pensar en su madre para que, de una manera
automática, apareciese la imagen de Elsa Weber en su cerebro, rodeada del ambiente familiar
de la casa o del lugar en el que se encontraba.
Una especie de pudor, difícilmente explicable, había impedido que el niño relatase sus
raras experiencias a su madre. En realidad, Alexander Weber no había llegado al fondo de la
cuestión e ignoraba, por lo tanto, que poseyera poderes de visión lejana.
Ahora, mientras caminaba hacia su casa, sabiendo que tenía que cruzar la Sexta Avenida
para llegar al barrio en el que habitaba, se distrajo siguiendo mentalmente la evolución de
aquel curioso animalillo que acababa de abandonar el césped y avanzaba, de curiosa manera,
por la ancha acera de la avenida.
No vio al niño más que un poco después.
Todo el interés de Alexander estaba centrado en la tortuga.
Pero por un mecanismo misterioso, mientras seguía mentalmente las evoluciones del
animal, que todavía estaba fuera del campo de su visión directa tuvo la rápida e instantánea
intuición del peligro que corría la minúscula tortuga.
Ésta había llegado al borde de la acera y, después de algunas vacilaciones, se dejó caer en
la calzada donde, después de recuperar el equilibrio, volvió a andar hacia el centro de la
avenida.
La sensación de peligro que llegó al supersensible cerebro del niño se concretó, poco
después, cuando en su mente apareció la forma característica de un autobús que bajaba por la
avenida.
Casi inmediatamente, Alexander «vio» el rostro del conductor, y, sin darse cuenta,
ahondó en su cerebro, sin descubrir nada importante, pero como si ya quisiera influir sobre
aquel hombre.
Momentos después, el pesado vehículo avanzaba ya rápidamente sobre el animal, al
tiempo que el pequeño tuvo la seguridad absoluta de que una de las ruedas pasaría sobre la
tortuga y la aplastaría irremisiblemente.
Tampoco se dio mucha cuenta de que estaba movilizando ciertos poderes telepáticos que,
momentos más tarde, se ponían en marcha, con una potencia que estaba en razón directa de la
simpatía que Alexander sentía por la tortuga.
Una tortuga que estaba todavía fuera del alcance de su vista.
Los transeúntes que se paseaban por la acera de la avenida vieron, al tiempo que un
escalofrío recorría sus espaldas, el brutal frenazo del autobús, justo cuando la rueda derecha
parecía precipitarse sobre el pequeño animal.
Casi en seguida, después del chirrido producido por los frenos, se oyeron gritos de dolor
procedentes del interior del vehículo.
Entonces fue cuando Harry Silver, el conductor del autobús, cobró conciencia y entró en
contacto con la realidad.
Pálido como un muerto, se incorporó y se volvió hacia atrás, contemplando una escena
que le puso los pelos de punta.
Vio a una mujer con el rostro ensangrentado y dos o tres viajeros que yacían en el pasillo,
entre los asientos paralelos.
Bill Templer, el cobrador del vehículo, lanzó una angustiosa mirada a su compañero,
mientras éste abandonaba apresuradamente la cabina y corría en auxilio de los viajeros.
Entretanto, el público había saltado a la calzada y rodeaba al autobús, intentando penetrar
en él, mientras que los gritos seguían saliendo por las ventanillas abiertas.
Instantes después, la sirena de un coche policíaco se dejó oír.
Casi nadie se fijó en el niño que, haciendo caso omiso de lo que ocurría a su alrededor,
había penetrado en la calzada y recogía con una sonrisa en los labios, la tortuga que,
indiferente también a lo ocurrido, proseguía su lento caminar delante del gigantesco vehículo.
Fue precisamente el agente de tráfico Harold Spencer quien pudo contemplar la presencia
de otro niño que se acercaba al primero, sonriéndole y pidiéndole que le dejara acariciar la
tortuga que el otro tenía en sus manos.
Además de los seis heridos, el brusco frenazo había costado la vida a un matrimonio
anciano.

* * *
Helen Pillman, la directora del «Chicago College», terminó de encender su cigarrillo
antes de romper el pesado silencio que reinaba en la sala de profesores.
—Los informes que poseo —dijo después— no dejan lugar a dudas.
Robertson, el profesor de matemáticas, frunció el ceño.
—Y esos informes ¿cómo los ha obtenido usted?
Helen sonrió.
—De una manera muy sencilla, mi querido James. Ha bastado que leyese algunos
periódicos atrasados para enterarme de todo.
Esperó para ver si alguien hacía alguna pregunta. Como todos sus compañeros guardasen
silencio, continuó diciendo:
—No hay duda alguna de que se trata del hijo de Fred Weber.
—¿Quién era? —inquirió Russell, el profesor de lenguas.
—Un técnico de uno de los más importantes centros atómicos del país. Todos ustedes
deben recordar el accidente que ocurrió allí, hace ahora unos nueve años, aproximadamente.
»Un reactor subterráneo explotó súbitamente, causando una enorme cantidad de bajas.
Sólo un hombre consiguió huir, todavía no se sabe cómo. Un hombre que escapó a la
vigilancia policial, afectado por una gran dosis de radiactividad.
—¿Fred Weber?
—El mismo. El padre de Alexander. Según parece, huyó a Méjico con su esposa. Luego
murió, pero ella dio a luz a un niño.
—¿En Méjico?
—No, en la clínica del Centro Atómico. Lo tuvieron en observación durante unos dos
años, pero no encontraron nada anormal y ella se vino a vivir, con Alexander, a Chicago.
Robertson movió la cabeza de un lado para otro.
—Yo no puedo creer —dijo— que la radiactividad pueda producir un desarrollo de la
inteligencia como en el caso que nos ocupa.
Helen se encogió de hombros.
Miró con fijeza al matemático y le preguntó, a quemarropa:
—¿Sabe usted lo que es un mutante?
—De una manera general, sí.
—Entonces no debe dudar en lo que estoy diciéndole. Alexander es uno de ellos. La
radiactividad de su padre debió de producir una mutación en su carga hereditaria y el niño, a
pesar de su apariencia normal, es, sencillamente, una criatura monstruosa.
James sonrió, dejando ver sus dientes desiguales y amarillentos.
—Si usted califica de monstruo a una criatura capaz de resolver problemas matemáticos
de primera categoría, entonces tendrá que decir que Einstein pertenece también a la categoría
de los monstruos.
—No es lo mismo, y usted lo sabe muy bien. Que un niño de ocho años sea capaz de
asimilar cuantas enseñanzas se ponen al alcance de su mano, superándolas por completo y
demostrando una edad mental de adulto, es siempre signo de anormalidad. Todos los niños
prodigios son, como usted sabe, criaturas anormales. Y en el caso de Alexander, la
anormalidad adquiere caracteres dramáticos.
—Eso sí que no lo entiendo.
La profesora echó mano a los periódicos que tenía sobre la mesa y escogió uno, sobre el
que se veía una fotografía, a tres columnas.
—Mire esa foto, James, y se convencerá.
Robertson cogió el periódico y miró la fotografía.
Era la que todos los diarios de Chicago habían publicado, del accidente ocurrido el día
anterior en la Sexta Avenida, junto al parque.
Se veía el autobús, rodeado por una masa ingente de público y, en primer término, un
niño de unos cinco años que sujetaba a una minúscula tortuga en sus manos, mientras que
otro extendía las suyas para coger al animal.
—Éste es Alexander —dijo James.
—Naturalmente que sí —repuso la profesora.
—¿Es que ve usted alguna relación entre la presencia de Weber y el accidente del
autobús?
—¡Naturalmente!
—Yo no veo ninguna.
—Será porque está usted ciego. Si leyera, en cualquier periódico, las manifestaciones que
ha hecho el pobre conductor del autobús, se daría cuenta de la verdad de lo ocurrido.
—Explíquese, por favor.
—El conductor ha dicho que sintió una especie de mareo, que precedió inmediatamente al
frenazo. Asegura formalmente que no vio la tortuga, cosa lógica porque el animal estaba ya
casi bajo las ruedas delanteras.
—Y eso ¿qué quiere decir?
—Que alguien le ordenó que frenara.
—¿Eh?
—Lo que usted oye. El conductor no hubiera nunca echado mano al freno para evitar el
atropello de un animal insignificante, sabiendo de antemano que la detención brusca del
vehículo iba a producir, indefectiblemente, víctimas entre los viajeros. Si el conductor
hubiese visto a un niño atravesar la calzada, la cosa hubiera sido completamente distinta.
Una sonrisa cargada de incredulidad se pintó en los labios del matemático.
—Según usted, fue Alexander quien ordenó al conductor que frenara.
—No tengo la menor duda.
Russell, que había guardado silencio hasta entonces, intervino a su vez:
—Si eso es cierto —dijo—, el asunto cambia completamente de aspecto.
—Naturalmente que sí —instó la directora—. Ese pequeño, cuya extraordinaria
inteligencia ha podido divertirnos unos instantes, constituye un grave peligro para la
sociedad.
James se alarmó.
—Creo que exagera usted, señorita Pillman.
—¿Exagerar? ¿No cree usted que lo sucedido ayer en la Sexta Avenida puede repetirse,
con características mucho más graves?
—Podríamos decir a la madre de Alexander que lo pusiera en régimen de internado, en
nuestro colegio.
Helen meneó la cabeza con energía.
—¡De ninguna manera!
—Y ¿por qué no?
—No le quiero aquí. Por mucha vigilancia que ejerciéramos sobre esa criatura
monstruosa, podría ocurrir cualquier catástrofe.
Sin dar su brazo a torcer, el matemático intervino de nuevo:
—Yo podría cuidar de él...
—No. Nuestro deber es comunicar a las autoridades lo que hemos descubierto. Ellas se
encargarán de encerrar a ese niño donde no pueda hacer daño alguno.
Se puso en pie, dirigiéndose hacia la puerta. Pero con el picaporte en la mano, se volvió
hacia los demás profesores.
—Voy a la policía —dijo—. Alexander está ahora en la clase de gimnasia y después
pasará a la suya, señor Robertson. Espero que no cometerá usted ninguna tontería.
James asintió con un gesto de cabeza.
—No tema nada.
Una vez que Helen hubo abandonado la sala, Robertson se puso también en pie y se
dirigió con paso lento hacia su clase.
Hubiera dado cualquier cosa por poder proteger a aquel niño que le había demostrado
poseer una inteligencia superdotada. Imaginó, mientras caminaba por el ancho pasillo el
maravilloso matemático que podría hacer de Alexander Weber.
Pero casi en seguida se arrepintió de haberse dejado arrastrar por vanas ilusiones.
No podía olvidar que Helen Pillman le había arrancado de las manos de la miseria. Y no
estaba dispuesto a volver de nuevo a ella, después de haber encontrado un seguro refugio en
aquel colegio donde, además de vivir con decencia, podía dedicarse por entero a sus estudios
matemáticos.

* * *

John Kremer, el jefe de policía, escuchó pacientemente la larga disertación de su


visitante.
Ni una sola vez interrumpió el detallado relato de Helen Pillman.
Cuando ésta hubo terminado, Kremer encendió un habano, mordisqueando nerviosamente
la punta, sin atreverse aun a romper el silencio que se había establecido en su despacho.
—Si quiere usted una información más autorizada —volvió a decir la directora del
«Chicago College»—, podría telefonear al Centro Atómico.
—Lo haré más tarde.
—¿Y respecto al niño?
—Tendremos que apoderarnos de él. A pesar de mi ignorancia en muchas de las cosas
que usted me ha relatado, me doy perfecta cuenta del peligro que significa Alexander Weber.
—Me alegro que así sea, señor.
—¿Sigue en la escuela?
—Sí. Uno de mis profesores se ha encargado de vigilarle, en espera de que usted
interviniera.
John hizo un gesto de asentimiento.
—Vamos a hacerlo ahora mismo.
Descolgó el teléfono, poniéndose en comunicación con uno de sus inspectores, al que
ordenó que cogiera un coche-patrulla y se dirigiera al colegio, esperando en la puerta del
edificio de la policía a que Helen Pillman le acompañara.
Cuando la directora se puso en pie, Kremer preguntó:
—¿Le parece que avisemos a la madre del pequeño?
—Podríamos decírselo después, si le parece. No son agradables las escenas de ese tipo.
—Tiene usted razón.
Momentos después, Helen, sentada en la parte trasera del coche policíaco, junto al
inspector Thomason, encendía nerviosamente un cigarrillo.
Cuando llegaron al colegio, Thomason acompañó a Helen y, juntos, se dirigieron hacia la
clase de matemáticas en la que Robertson, nervioso como nunca lo había estado, no se atrevía
ni siquiera a mirar al pupitre que ocupaba el pequeño Alexander.
Helen se detuvo al lado de la puerta.
—Espere aquí unos instantes, inspector —dijo—. Yo haré salir al pequeño.
—De acuerdo.
Helen penetró en la clase.
Todos los alumnos se pusieron en pie.
Pálido como un muerto, el profesor miró a la directora, apoyando ambas manos en el
borde de la mesa, como si sus piernas flaqueasen súbitamente.
Dominando la emoción que también experimentaba, la señorita Pillman consiguió una
pobre sonrisa, al tiempo que avanzaba entre los pupitres.
Se detuvo ante el que ocupaba el pequeño Weber.
—Tienes una visita, Alexander —le dijo, esforzándose por dar a su voz el tono más
cariñoso posible.
El niño levantó la cabeza y miró a la profesora.
Había algo que brillaba, con una intensidad indescriptible, en las azules pupilas del niño.
Ella tuvo que hacer un verdadero esfuerzo, evitando a toda costa pensar en lo que estaba
ocurriendo.
Sin moverse de su asiento, Alexander preguntó:
—¿Quién viene a visitarme, señorita Pillman?
—Un amigo.
El niño sonrió.
Se puso en pie, y echó a andar, seguido por la profesora.
Ella tuvo casi la completa seguridad de que aquella criatura había leído en su mente la
verdad de cuanto iba a suceder.
Pero Alexander no demostró emoción alguna y sólo se detuvo un instante, al pasar junto
al profesor de matemáticas; con una sonrisa en los labios, le dijo:
—Adiós, señor Robertson.
El tono del rostro de James se hizo tan intensamente pálido que pareció como si su cara
estuviese cubierta por una capa de cera.
Musitó, balbuciendo:
—Hasta la vista, Alexander.
Una vez fuera de la clase, Helen empujó suavemente al niño hacia el inspector que, a su
vez, frunció el ceño, al tiempo que se preguntaba qué diablos significaba todo aquello.
Pero deseoso de cumplir su deber, cogió al niño de la mano, al tiempo que decía:
—Vamos, pequeño.
Sumiso, el niño echó a andar hacia la puerta del colegio.
Helen se quedó plantada, en medio del pasillo, siguiendo con la mirada a la desigual
pareja que formaban el inspector y el pequeño.
Éstos llegaron al recodo, pasando junto al conserje, que ni siquiera se atrevió a decir una
sola palabra, ya que había visto, con extrañeza, el coche—patrulla detenido ante la puerta del
establecimiento.
Una vez dentro del vehículo, Thomason dijo, dirigiéndose al policía que conducía el
coche:
—A la central, Joe.
El otro puso en marcha el vehículo, apretó con suavidad el acelerador e hizo girar el
volante para adentrarse entre los otros coches que surcaban velozmente la calzada.
Lo que ocurrió después fue igualmente inexplicable para el conductor del vehículo y para
el inspector Thomason.
Éste sintió una súbita modorra, adormeciéndose de pronto, sin poder evitarlo, sintiendo
que sus párpados se volvían de plomo.
En cuanto a Joe, en aquellos momentos estaba pensando en su mujer y sus hijos,
refozilándose de antemano con el permiso que le iba a ser concedido dentro de pocos días, se
sintió imperiosamente obligado a cambiar de rumbo, y a dirigirse por una de las avenidas que
conducían a las afueras de la ciudad.
Ninguno de los dos hombres supo jamás lo que había ocurrido.
Cuando entraron en contacto con la realidad, se hallaron en el interior del coche, en la
carretera ochenta y nueve, a sesenta millas al sur de Chicago, sin saber cómo habían llegado
allí.
En cuanto al pequeño Alexander Weber, había desaparecido.
VI

Al inspector principal Kremer, jefe de la policía, le disgustaban sobre manera aquellas


delicadas misiones.
Pero tuvo a bien encargarse personalmente de visitar a la madre del pequeño, saliendo de
la Central diez minutos más tarde de que lo hiciera la directora del «Chicago College».
Se hizo conducir en un coche hasta la casa de los Weber y subió trabajosamente las
escaleras hasta el piso en que habitaba Elsa.
Llamó a la puerta y esperó.
Cuando Elsa Weber apareció en el umbral, con una sonrisa en los labios, John Kremer
volvió a sentir aquella desesperación que se apoderaba de él cuando tenía que comunicar a
alguien noticias verdaderamente desagradables.
Hizo un esfuerzo por sonreír, aunque no consiguió más que una mueca.
—Soy el inspector principal Kremer. ¿Me permite pasar un momento, señora Weber?
Ella se hizo a un lado, al tiempo que decía:
—Pase, por favor.
Él la observó mientras que la mujer le invitaba a tomar asiento en un pequeño pero limpio
«living».
Elsa había cambiado bastante desde la muerte de su esposo. A pesar de que su hermosa
cabellera había encanecido bastante, la libertad conseguida y la presencia de su hijo habían
logrado rejuvenecerla un tanto, borrando de su cara las dolorosas muecas que el
confinamiento en el Center había causado.
—¿No quiere tomar nada, inspector?
—No, muchas gracias.
Pero encendió un habano, buscando en el tabaco un derivativo para la molesta emoción
que le embargaba.
Viendo que el silencio se prolongaba, Elsa se atrevió a decir, con un hilo de voz.
—Usted dirá...
Kremer carraspeó antes de decidirse.
Luego empezó a hablar, dando a su voz la menor solemnidad posible.
—No es nada agradable lo que tengo que comunicarle, señora, aunque le ruego que no se
alarme.
—¿Le ha ocurrido algo a mi pequeño?
—No —se precipitó a decir el policía.
—¿Entonces?
—Verá usted, señor. Hemos recibido ciertos informes que, por desgracia, se han
comprobado plenamente.
Primero le explicó lo ocurrido con el autobús, quitándole importancia, pero yendo hacia
el centro del asunto, repitiendo las palabras que Helen le había dicho en su despacho.
Notó que Elsa palidecía intensamente.
—No debe usted preocuparse, señora. Nada malo le ocurrirá al pequeño Alexander. Pero
usted comprenderá fácilmente que debemos evitar que utilice los poderes que posee de una
manera que pueda ser peligrosa para sus semejantes.
Ella se puso en pie, más pálida que nunca.
—¡No tienen derecho a quitarme a mi hijo! —exclamó.
—Nadie quiere quitárselo, señora.
—Usted no sabe nada, inspector. Usted no ha estado como yo, durante más de dos años,
encerrada en una clínica, vigilada como un animal extraño, sometida a la tortura de mil
pruebas y mis análisis. Si mi hijo es más inteligente que la mayor parte de los otros niños, va
a recibir como premio el noble castigo de verse encerrado, como ya lo estuvo su padre, en
aquel maldito centro atómico.
Kremer no sabía qué decir.
Estaba profundamente arrepentido de haber echado aquella carga sobre sus propias
espaldas.
De haberlo sabido, hubiera enviado a cualquier otro inspector para que se encargase de
aquella desagradable y humillante misión.
—¿Dónde está mi hijo ahora?
—En el colegio. Uno de mis inspectores ha ido por él.
—¿Y adónde van a llevarlo?
—Por el momento, a la Central. Luego tendré que consultar con mis superiores.
Ella se torció dolorosamente las manos.
—¡Pobre hijo mío! Nunca debimos volver de Méjico. Fue un error por mi parte que no
me perdonaré jamás.
—Le aseguro que no le ocurrirá nada malo. Usted podrá vivir a su lado, señora...
Sabía que aquellas pobres palabras no poseían la sinceridad suficiente para vencer la
desesperación de la mujer.
Pero, de repente, mientras miraba lleno de compasión el rostro pálido de Elsa, notó un
cambio en la expresión de ella.
Frunció el ceño.
Una transformación completa se estaba llevando a cabo en el rostro de Elsa Weber.
Desapareció, como por ensalmo, la tristeza que la había envejecido a toda velocidad en
los minutos que el policía llevaba allí. Una sonrisa de triunfo se pintó en sus labios, al tiempo
que sus ojos brillaban con una intensidad creciente.
Asustado, John se puso precipitadamente en pie.
—¿Se siente usted mal, señora?
Estaba seguro que la mujer se hallaba al mismísimo borde de una crisis de histeria.
Dio un paso hacia ella, justo en el momento en que la carcajada brotaba de los labios de la
mujer.
Ella dejó de reír, pero la divertida expresión de su rostro no se borró en absoluto.
Le miró con extraña fijeza.
—Mi hijo ha escapado —dijo.
—¿Eh?
—Sí. Nunca podrán con él. Es más inteligente que todos ustedes juntos.
Kremer pensó que la pobre mujer estaba a punto de volverse loca.
Balbució unas excusas y abandonó la casa, más triste y contrito que nunca había estado.
Sólo al encontrarse en la calle, cuando se dirigía hacia el coche que le esperaba, respiró con
ansia el aire.
Como si acabase de salir de un lugar enrarecido.
La sorpresa la recibió, al llegar a la Central, cuando le comunicaron que el coche-patrulla
había desaparecido.

* * *

Viejo y vencido a los 35 años.


Lo quisiera o no, tenía que admitirlo. Viejo, vencido e insignificante. Tornillo
despreciable de una poderosa y gigantesca máquina.
Cerró los libros, con un gesto archisabido, que repetía dos veces al día.
Luego echó una ojeada a su alrededor. Su vista tropezó en seguida con las paredes grises
de su reducido cuarto, de su «oficina», como solía mentir a sus hijos, únicos seres que creían
aún en él.
Una mesa, un par de archivos, un sillón giratorio, una lámpara, un reloj de pared y un
calendario donde iba marcando los días, con el mismo obstinado gesto que un condenado
marca su encierro en las lóbregas paredes de su celda.
Después de cerrar los libros, echó a andar.
Su despacho, el único seguramente en el que se seguían empleando utensilios tan
anticuados como la pluma, el tintero, la goma de borrar y la regla, desembocaba en un largo y
luminoso pasillo.
Empezó a recorrerlo.
La pared externa, la que daba a la calle, no ofrecía orificio ni ventana alguno. Era lisa, de
un tenue color verde. El otro muro estaba hecho de cristal transparente.
Muchas veces, casi siempre, no miraba hacia el otro lado del muro de cristal.
Prefería marchar a lo largo del interminable pasillo con la mirada gacha, hundido en sus
pensamientos de siempre, sin osar levantar la cabeza y, muchísimo menos, mirar «al otro
lado».
Pero esta vez lo hizo.
En la inmensa sala, a sus pies, las máquinas calculadoras se agrupaban como animales
brillantes. Eran muchas y de muy variadas formas.
Y en el centro «estaba él».
El poderoso coordinador, el gigantesco cerebro electrónico, ocupaba el centro geométrico
de la sala. Tenía unas proporciones colosales y tronaba allí, por encima de todos los demás
mecanismos que no eran, finalmente, más que sus pobres y obedientes servidores.
Un brillo de odio intenso se encendió en las pupilas del hombre.
¡Cómo hubiera deseado destruir con la mirada aquella odiosa máquina!
Pero era inútil.
Y, otra vez, pequeño y envejecido, vencido por algo que ni siquiera comprendía, echó a
andar, bajando la cabeza, sumiso como el esclavo en que la vida le había convertido.
Así era Peter Dawner.
Un pobre hombre, el último empleado de una gran firma en la que él era el único que
llevaba la contabilidad a la antigua usanza, escribiendo con parsimonia largas filas de
números en libros de tamaño colosal.
Antes de llegar al final del pasillo, volvió a lanzar una mirada llena de rencor a la sala de
máquinas calculadoras.
Luego salió a la calle.
Un autobús le dejó en el barrio extremo en el que vivía. También allí, las cosas parecían
asociarse para demostrarle bien a las claras su fracaso.
Casas-hormigueros, con cientos de ventanas y decenas de pisos, escaleras malolientes,
paredes desconchadas...
Peter subió despacio los 157 escalones que separaban la calle de su piso. Estaba tan
cansado que ni siquiera tuvo fuerzas para sacar el llavín y se apoyó, más que pulsó el botón
del timbre.
Detrás de él, la luz de la escalera se apagó, pero ni siquiera se movió para pulsar el botón
del automático. Siguió esperando hasta que la puerta se abrió.
Su esposa se hizo a un lado para dejarle entrar.
Era una mujer pequeña, regordeta, deformada por las maternidades, sin que nada señalase
la existencia poco probable de una belleza que el tiempo había marchitado por completo.
—Hola, Mary —dijo él, colgando el sombrero del perchero.
Atravesó el estrecho y mal iluminado pasillo, entrando en el comedor. Como de
costumbre, la mesa estaba puesta y, a su alrededor, esperaban ya impacientes, los niños.
—Hola, hijos.
Se sentó, sin mirarlos. Luego, con un gesto que se había hecho automático, fue
sonriéndoles uno a uno, al tiempo que musitaba sus nombres.
—Tony, Lewis, Marga, Frederic...
Se asustó.
Al lado de Frederic había un nuevo niño. Estaba muy serio y miró a Peter con insistencia.
Dawner se volvió hacia su esposa.
—¿Es algún vecino? —le preguntó.
—No.
—¿Entonces?
—Lo encontré en la calle. Estaba hambriento y medio muerto de frío. Me dio lástima...
Peter se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza, agachándola, para no
volverla a levantar mientras duró la cena.
Después del postre, sus hijos se levantaron y fueron desfilando ante él, besándole y
dándole las buenas noches.
El niño desconocido se inclinó ante él murmurando un saludo apenas audible, antes que
Mary le cogiese de la mano para llevarle a la habitación donde dormían los otros niños.
Dawner encendió un cigarrillo mientras tomaba a sorbos la taza de café que le había
servido su esposa Ésta volvió momentos después, sin atreverse a mirarle a la cara, empezando
a recoger la mesa.
Peter la siguió con la mirada.
—Estoy esperando una explicación —dijo después.
La mujer se detuvo, bruscamente, con unos platos en la mano. Miró a su marido, dejó los
platos sobre la mesa y se acercó a él.
—No pude evitarlo, Peter.
—¿No te das cuenta de que es una locura, mujer? Con lo que gano, apenas si podemos
dar de comer a nuestros hijos. ¡Y tú te dedicas a traer más bocas a la casa!
También lo hubieras hecho tú, si le hubieses visto.
—No podremos quedarnos con él, Mary. Empiezo a estar muy cansado y no es nada
probable que me aumenten el sueldo. ¡Esas malditas máquinas!
Entornó los ojos, empezando a hablar como si lo hiciera consigo mismo.
—Hace diez años —musitó—, yo era el mejor contable de la casa. Tenía un despacho
amplio y varios ayudantes a mis órdenes. Después vinieron las máquinas y nos fueron
arrinconando, cada vez más, ya que yo no quise saber nada de esos demoníacos mecanismos.
—Podrías haber hecho como los demás.
—No pude. Mi padre fue contable, mi abuelo también. Yo no podía concebir que haya
máquinas que puedan calcular con más precisión y limpieza que un ser humano.
Hizo una pausa y dijo, esta vez con voz dolorosa.
—Pero está visto que estaba equivocado...
Ni la mujer ni él notaron que la puerta se había abierto. Silenciosamente. El niño que
Mary había recogido penetró en el comedor, avanzando hacia la mesa.
—Señor Dawner...
Peter se volvió, tan furioso como si le hubiera picado una avispa.
—¿Quién te ha dado permiso para abandonar tu cama? —preguntó.
—No se enfade, señor Dawner. Yo puedo ayudarle.
—¿Tú?
—Sí. Su esposa me ha recogido, cuando estaba dispuesto a entregarme.
—¿Es que has hecho algo malo? ¿Tienes padres?
—Mi madre vive aquí, en Boston. Pero no puedo ir a verla. La policía me persigue.
Peter se volvió, asustado, hacia su esposa.
—¿Qué clase de granuja has recogido, Mary?
—Yo... —balbuceó la mujer.
Pero fue Alexander quien intervino, hablando con voz clara, con una energía que
sorprendió a los otros dos.
Les explicó todo lo que él sabía, la triste historia de su padre, que su madre le había
contado muchísimas veces. Les habló de sus extraordinarios progresos en la escuela, pero se
abstuvo de decirles otras cosas mucho más importantes.
De todas formas, Peter relacionó en seguida los hechos con lo que el pequeño acababa de
relatarle.
Le miró con los ojos inmensamente abiertos.
—Entonces, ¿tú eres Alexander Weber?
—Sí.
—¿El niño que hizo frenar al conductor del autobús, causando víctimas en el interior del
vehículo?
—Sí. Pero lo hice sin saber exactamente lo que iba a ocurrir. No pude evitarlo y sólo
pensé en que la pobre tortuga iba a morir aplastada, causando una pena inmensa a aquel
pobre niño.
Sin poder evitarlo, Mary alargó el brazo, acariciando la cabeza del pequeño.
Peter guardó silencio, dándose cuenta de la importancia de todo lo que ocurría a su
alrededor. Preocupado por lo que el niño había dicho en primer lugar, le preguntó:
—¿Y cómo podrías ayudarme?
—Muy sencillo. Puede hacer que esas máquinas se estropeen.
Los ojos de Dawner brillaron como carbones encendidos.
—¿De veras?
—Sí, señor Dawner. Le pagaré con creces el favor que su esposa me ha hecho. Pero, al
mismo tiempo, necesito tiempo, necesito también su ayuda.
—¿Para qué?
—Usted va a ganar mucho dinero. Necesito que me compre libros, muchos libros. Y que
no diga a nadie que me tiene escondido en su casa.
—De acuerdo.
El niño se percató en seguida de la poca credulidad que el hombre daba a sus palabras.
Y empezó a hablar.
Aquella noche, cuando Dawner se tendió en la cama, al lado de su esposa, apenas si pudo
conciliar el sueño. Si las predicciones de Alexander eran ciertas, había terminado para
siempre su existencia de pobre hombre.
Con los ojos abiertos, mientras oía la pausada respiración de Mary, dormida a su lado,
empezó a calcular todos los beneficios que iba a obtener de lo que aquel extraordinario niño
le había propuesto.
Y mucho antes de que el despertador sonase, se levantó y se lavó cuidadosamente antes
de ponerse su mejor traje.
VII

Llegó a la oficina con quince minutos de adelanto.


Por primera vez en su vida profesional, desde que se hallaba recluido en la minúscula
oficina del piso superior, Peter Dawner marchaba con la cabeza erguida, con un brillo de
triunfo en sus ojos que, sin embargo, pasó desapercibido para todos los compañeros que
entraron en la fábrica.
Aquella vez, mientras atravesaba el pasillo, no fue una mirada de odio la que dirigió a la
sala de máquinas calculadoras.
El brillo que había en sus ojos era, sencillamente, triunfal.
Esperaba que las cosas ocurriesen tal y como Alexander había dicho. Entró en la
minúscula estancia que le servía de despacho, abrió los enormes libros y se sentó haciendo
una cosa que no había realizado desde hacía un tiempo inmemorable.
Encendió un cigarrillo.
Fue entonces cuando la primera duda le asaltó.
¿Y si lo que el pequeño había dicho no era más que una fanfarronada infantil?
Se estremeció al pensarlo.
De nada valdría entonces todo el gozo que había disfrutado durante la noche, ni la alegría
que experimentó al atravesar el pasillo y mirar a las potentes y brillantes calculadoras.
— De todos modos —se dijo en voz alta—, nadie vendrá a buscarte. Es mejor que eches
una ojeada por ti mismo.
Se levantó y con mano temblorosa abrió la puerta de su despacho que daba al pasillo.
Desde aquel lugar, podía observar la totalidad de la sala de máquinas, a través del cristal que
cubría la pared izquierda del corredor.
Lo primero que vio fue la calva de Donald Toreman, director del establecimiento que,
seguido por los ingenieros, iba de un lado para otro, deteniéndose ante una y otra máquina.
Sonrió.
Ahora sí que estaba seguro de que el pequeño Alexander no había faltado a su promesa.
Con paso seguro, completamente dueño de sí mismo, atravesó el pasillo, y descendió
después por una escalerilla, que no había utilizado más que una sola vez, el día en que se vio
obligado a asistir a la inauguración de aquellas malditas máquinas.
En cuanto abrió la puerta de la sala, oyó el murmullo de los que conversaban allí,
siguiendo en curiosa fila india al director y a los ingenieros.
La voz de Foreman dominaba todas las demás.
—¡Esto es increíble! —vociferaba Donald—. Con el trabajo que tenemos pendiente, no
podemos permitirnos el lujo de detenernos un solo instante.
A medida que se acercaba a ellos, Peter, esforzándose en no sonreír, vio la expresión de
abatimiento que ofrecían los rostros de los ingenieros.
Por su parte, el director estaba rojo de cólera y hasta su inmensa calva brillaba ahora
como si hubieran colocado una bombilla colorada en el interior de su cráneo.
Dudó unos instantes, y luego se decidió:
—Señor director...
Donald se volvió, mirándole de arriba a abajo, al tiempo que enarcaba el ceño.
—¿Qué diablos quiere usted ahora, Dawner? ¿No son bastantes ya los quebraderos de
cabeza que tengo?
Asombrándose de su propia sangre fría, Peter se oyó decir:
—Vengo a arreglar las máquinas, señor director.
Uno de los ingenieros no pudo evitar la risa y soltó una carcajada sonora, que retumbó en
la inmensa sala.
Donald le fulminó con la mirada, volviéndose luego hacia Peter, para decirle con un tono
agrio en la voz:
—¿Está usted borracho, Dawner?
—No, señor. No he bebido ni una sola gota. Si me lo permite, arreglaré estas máquinas en
muy poco tiempo.
—¿Conoce usted algo de su funcionamiento? Recuerdo que, cuando las instalamos, no
quiso usted hacer el cursillo y prefirió seguir con sus libracos.
—He estado estudiando en casa, señor.
Otro de los ingenieros intervino entonces:
—No le haga caso, señor Foreman. Este hombre ha perdido la razón. Nosotros llevamos
cinco años trabajando con las calculadoras, después de haber cursado toda una carrera...
—Creo, señor director —insistió Peter—, que al menos podría usted dejarme probar, ya
que todos estos señores, tan preparados como dicen, no son capaces de arreglar las máquinas.
Los ojos de Foreman brillaron intensamente.
—¿Cuánto tiempo tardará en arreglarlas?
—Quince minutos.
—Si se trata de una broma, podrá pasar a caja dentro de esos quince minutos, Dawner...
—Le estoy hablando en serio, señor director. Pero necesito que me dejen solo.
El calvo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Está bien. Pero, si se está usted burlando de nosotros, le pesará...
Se volvió hacia los ingenieros y empleados, ordenando con voz tonante:
—¡Vamos!
Una vez solo, Dawner no pudo evitar que un escalofrío de pánico le recorriera la espalda.
A pesar de la seguridad que había tenido en el pequeño Alexander, bien podría haber
ocurrido que las máquinas se hubieran estropeado «por sí mismas», cosa que sería
catastrófica para él.
El pequeño le había aconsejado que tranquilizase sus nervios y cerrase los ojos, sin pensar
absolutamente en nada, esperando las instrucciones telepáticas que Alexander le enviaría en
cuanto fuera preciso.
Esperó, sintiendo que la angustia crecía desmesuradamente en su pecho.
Nunca se percató de lo que hizo.
Obró como un autómata, yendo de una máquina a otra, tocando aquí una palanca,
moviendo allí una conexión, sin entender en absoluto lo que estaba haciendo, obediente y
sumiso a las impresiones que su cerebro iba recibiendo.
Cuando recobró su voluntad, no recordaba lo que había hecho y volvió a estremecerse de
terror.
Entonces sintió algo en el interior de su cerebro, una especie de frase corta que era la
señal convenida entre el niño y él.
Sin estar plenamente convencido de que algo importantísimo acababa de suceder, volvió
la cabeza y la levantó ligeramente, para mirar al cristal del pasillo, tras el que se hallaban el
director, los ingenieros y los empleados de las máquinas calculadoras.
Hizo un gesto con la mano.
Momentos después, Donald Foreman penetraba en la sala, seguido por la interminable
cohorte de técnicos y empleados.
—¿Lo ha conseguido, Dawner?
Peter vaciló unos instantes antes de contestar.
—Creo que sí, señor.
Foreman dio instrucciones a los ingenieros y éstos, con una malévola sonrisa en los
labios, pusieron en marcha el complejo mecanismo de las máquinas calculadoras que estaban
conectadas directamente al cerebro electrónico que las regía.
La sonrisa burlona se borró de los labios de aquellos hombres, al apercibirse de que todo
marchaba normalmente.
En cuanto informaron al director, Foreman puso ambas manos sobre los hombros
delgados de Dawner.
—Gracias, amigo mío. Me ha sacado usted de un desagradable atolladero. Venga a mi
despacho. Tenemos que hablar.
A partir de aquel momento, el humilde empleado Peter Dawner se convirtió en el
personaje más importante de la Empresa.
Le fue concedido un despacho, construido ex profeso, que dominaba la compleja sala de
máquinas. Ingenieros y técnicos trabajaban ahora directamente a sus órdenes.
Y después del director, era quien percibía el mayor sueldo de toda la fábrica.
Naturalmente, no dijo nada a nadie y defendió al pequeño Alexander, al que dotó de una
hermosa habitación en el hotelito que, un mes después, se compraba en la zona más elegante
y residencial de la ciudad.
Las paredes de aquella habitación estaban repletas de libros. Alexander Weber salía de
allí muy raramente, sólo para comer algunas veces en compañía de su nueva familia.
Porque ahora se llamaba Harry Dawner.

* * *

John Kremer, el jefe de policía, encendió un habano, haciéndole girar en su boca para que
el fuego se distribuyese en su extremo de manera uniforme.
Luego miró al inspector Thomason a través del telón de humo que se había establecido
entre ellos.
—Hemos fracasado —dijo.
Y como Thomason no despegase los labios, agregó después de una corta pausa:
—Ese pequeño es el mismísimo diablo, Y lo peor de todo es que Washington ha tomado
cartas en el asunto. Esperemos que el FBI tenga más suerte que nosotros.
—Lo dudo.
—Yo también. ¿Se sigue vigilando la casa de la madre?
— Día y noche, señor.
John lanzó un profundo suspiro.
—Es extraño que el niño no se haya comunicado con ella. ¿La ha visto usted en estas
últimas semanas, Thomason?
—Un par de veces.
—¿Tiene aspecto de estar contenta?
—¡Oh, no! Yo la he encontrado cada vez más rara, señor.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que está como si se encontrase invadida por ideas complejas.
—No le entiendo, Thomason.
—Intentaré explicarme, señor: Va por la calle como adormecida, moviendo los labios
constantemente, como si rezase o hablase consigo misma.
—¿Ha ido a algún sitio particular?
—No. Apenas si sale a comprar al mercado y, una de las veces, fue a visitar a sus
ancianos padres.
—¿Se vigila también la casa de los padres de esa mujer?
—También, señor. Pero sin resultado.
John volvió a dar una chupada a su habano.
—Conversé con uno de los psicólogos que enviaron de Washington —dijo después—.
Me dijo que si ese pequeño posee poderes tan extraordinarios, le sería sumamente fácil
comunicarse con su madre.
—¿Cómo?
—Telepáticamente.
Una sonrisa burlona se pintó en los labios de Thomason.
—¿Usted cree en esas cosas, señor?
Kremer se encogió de hombros.
—Nunca he sido partidario de esos fenómenos raros, amigo mío. Pero después de lo
ocurrido con él autobús, empiezo a dar crédito a lo que antes consideraba como simples
paparruchas.
—De todas formas, incluso si Alexander se comunica telepáticamente con su madre, no
podrá reunirse con ella.
—¡Ojalá lo intentase!
—Pero no lo hará. Es demasiado listo para exponerse a que le echemos el guante encima.
Conmigo tiene una cuenta pendiente.
Kremer sonrió.
—No haga una montaña de un grano de arena, amigo mío. Lo verdaderamente grave es la
preocupación que tienen los hombres de Washington. Por ahora, Alexander Weber no es más
que un niño; pero, ¿qué ocurría cuando se convierta en un adulto?
—No quiero ni pensarlo.
—Pues hay que hacerlo. Dotado de esos poderes extraordinarios, tal y como me dijeron
los psicólogos del Departamento Federal, podría convertirse en un peligroso criminal, en un
espía de una categoría que escapa a cualquier previsión.
»Podría descubrir lo que quisiera, robar documentos secretos, leer en las mentes de
nuestros sabios cualquier cosa que, si fuera ambicioso, vendería a los países enemigos de los
Estados Unidos.
—Ya veo.
—Todas estas consideraciones, amigo Thomason, han hecho que el FBI movilizara a
cientos de agentes, que están rastreando el territorio de nuestro país, en busca de ese pequeño
monstruo.
—Esperemos que lo hallen.
—Será mejor para todos —afirmó Kremer—. Yo no tengo miedo por ahora, pero tiemblo
al pensar que el tiempo pasa y que, si a los ocho años ha sido capaz de lo que ha hecho,
tiembla uno al imaginar la utilización que pueda hacer de sus poderes cuando, convertido en
un hombre, empiece a ambicionar o a odiar.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Seguía oyendo voces, o al menos, eso le parecía. De día o de noche, en cualquier instante,
algo penetraba en ella, produciéndole una sensación de alarma que la aterrorizaba.
Al principio, creyó que su hijo había vuelto a su lado. Y al oír aquellas voces, al recibir
las impresiones que ocupaban bruscamente la totalidad de su espíritu, miraba a su alrededor,
con infinita ansiedad, buscando con los ojos a su pequeño Alexander.
Luego, a medida que las impresiones se fueron haciendo más fuertes, y más intolerables
cada vez, las descargas en su cerebro adquirieron una potencia terrorífica.
Y movida por un impulso incontrolable, recorría la casa, habitación por habitación,
buscando a su hijo, cuya voz parecía llamarla desde todos los sitios y desde ninguna parte.
Sin saberlo, el pequeño Alexander, que desde la nueva casa de los Dawner intentaba
llevar a su madre un poco de consuelo, estaba desencadenando en el cerebro de aquella mujer
lo que los psiquíatras califican de «mente dividida».
El niño no tenía aún la experiencia suficiente para medir los poderes que poseía.
Y obrando de buena fe, con el único deseo de mantener una constante unión entre su
madre, a la que adoraba, y él, estaba provocando el desarrollo de una maligna esquizofrenia
en el cerebro de Elsa Weber.
Quizá, de haber sabido la mujer la exacta extensión de los maravillosos poderes de su
hijo, no se hubiese dejado llevar por aquel alucinante pavor que en ella provocaban las
misteriosas voces.
Pero había sufrido demasiado.
En su cerebro estaban anclados los dolorosos recuerdos de la huida del Centro Atómico,
el camino hacia Méjico, con las pequeñas salpicaduras de alegría al poder tener junto a ella al
hombre al que amaba.
La muerte de Fred había volcado sobre su espíritu la cruel realidad de un fin imprevisto.
Después, cuando volvió a los Estados Unidos, cuando la encerraron en el hospital del
«Center», cuando ni siquiera la alegría de tener un hijo disminuyó la tensión provocada por el
prolongado encierro, su mente dejó sencillamente de ser normal.
Y por si fuera poco, la desaparición del pequeño Alexander había venido a verter la
última gota que hacía rebosar la copa de su amargura.
No era extraño, por lo tanto, que se produjeran en su cerebro los fenómenos de
disociación que estaba llevándola a pasos agigantados hacia la locura.
Absorta, sin preocuparse apenas en alimentarse, sumida día y noche en un estado de
profunda alteración mental, era ya incapaz de defenderse.
Y lo que al principio no fueron más que impresiones de sobresalto, al recibir los mensajes
telepáticos de su pequeño, fueron convirtiéndose en ideas delirantes.
Ya no era necesario que Alexander emitiese pensamientos que llegaran hasta ella.
La esquizofrenia los producía por sí misma, envolviendo a la desdichada mujer en un
mundo repleto de alucinaciones auditivas, visuales, olfativas y hasta táctiles.
El final se acercaba a pasos precipitados.

* * *

Thomason se acercó, con pasos lentos, al coche—patrulla situado frente a la puerta de la


casa que habitaba Elsa Weber.
El sargento O'Neil y el patrullero Cowerland saludaron al inspector.
—¿Algo nuevo? —preguntó éste.
O'Neil movió negativamente la cabeza.
—Nada, señor. La patrulla anterior nos comunicó que esa mujer no ha salido de su casa
desde ayer por la mañana.
—¿Dónde fue?
—Salió de la casa y recorrió unos cientos de yardas, en dirección a la Calle 43. Luego
volvió, de repente, y regresó a su domicilio.
—¿No habló con nadie?
—No.
Thomason se volvió para mirar las ventanas del piso octavo, que correspondían al
apartamiento de Elsa Weber.
Todas estaban cerradas.
Pensando en lo que el jefe de policía le había dicho, Thomason reflexionó unos instantes,
diciéndose que era muy posible que una visita de sorpresa a aquella mujer pudiera hacerle
saber si el pequeño Alexander se comunicaba o no con ella.
¿Por qué no intentarlo?
Hacía mucho tiempo que William Thomason deseaba ardientemente conseguir un triunfo,
cosa que le proporcionaría, sin duda alguna, el ascenso que reclamaba con ansiedad su
esposa.
No lo pensó más.
—Voy a subir, muchacho —dijo.
—¿Quiere que le acompañe, señor? —preguntó el sargento O'Neil.
—No es necesario. Bajaré en seguida.
Atravesó la calle, extrayendo un cigarrillo del paquete que llevaba siempre en el bolsillo
del pecho de su chaqueta.
Tomó el ascensor, y después salió al rellano, dirigiéndose, con paso firme, a la puerta
cuyo timbre pulsó con energía.
Tardaron bastante en abrirle.
Cuando lo hicieron, apareciendo Elsa en el dintel de la puerta, Thomason no pudo evitar
un gesto de asombro al comprobar la profunda y terrible transformación que había sufrido la
mujer.
El rostro de Elsa estaba cubierto por una palidez cerúlea, y sus ojos, profundamente
hundidos en grandes cuencas, poseían una luz alucinante, un brillo que dio al policía el
curioso efecto de estar viendo, desde lejos, la luz intermitente de un semáforo.
—Buenos días, señora Weber.
Ella no contestó, haciéndose a un lado para permitir que él entrara.
El apartamiento olía a rancio, cosa nada extraña, como pudo comprobar Thomason, ya
que todas las ventanas, tanto las que daban la calle como las que se abrían al patio, estaban
herméticamente cerradas.
Respirando con dificultad la atmósfera enrarecida que reinaba allí, el policía se detuvo en
el «living», volviéndose hacia la mujer, decidido a sacar algún provecho de aquella
intempestiva visita.
Pensó utilizar un procedimiento infalible y, dijo de repente:
—Hemos capturando a su hijo, señora Weber.
Estaba completamente seguro de que la mujer iba a reaccionar, riéndose de él, segura de
sí misma, demostrando así que se comunicaba mentalmente con su hijo.
Pero lo que Thomason no podía esperar, ya que ignoraba el estado mental de aquella
desdichada, fue la brutal reacción de una enferma mental, que se produjo, sin que el policía
tuviese tiempo de intervenir.
Lanzando un alarido, completamente segura de haber oído que su hijo estaba esperándola
en el portal, Elsa Weber tomó el camino más directo para llegar hasta Alexander.
Seguida de cerca por el policía, atravesó el «living», corriendo por el pasillo que llevaba a
su alcoba.
Thomason tropezó con una silla, lo que retrasó desgraciadamente su marcha hacia la
mujer.
Ésta, con gestos febriles, abrió la ventana de su alcoba, encaramándose en la minúscula
barandilla junto al tiempo en que Thomason aparecía en el dintel de la puerta del dormitorio.
—¡No, señora Weber! ¡Espere!
Pero ya era demasiado tarde.
Lanzando un grito infrahumano, la mujer tomó impulso y se dejó caer desde la ventana,
estrellándose contra la acera, ocho pisos más abajo.
En una elegante casita de Boston, un niño llamando Alexander Weber cayó en redondo,
sin conocimiento, en aquel mismo instante.
SEGUNDA PARTE

«LOS HOMOIDES»

«Por cualquier puerta se sale al


mundo y, cuando uno se apresta a
una hazaña, no ha de pararse en por
qué puerta ha de salir.»

(Miguel de Unamuno:
Vida de Don Quijote y Sancho, I, cap, II)

VIII

Michael guiñó el ojo a sus dos amigos. Las muchachas, con las que habían estado
hablando hasta entonces, subían en aquel momento al coche de Miriam.
—¿Qué os parece el plan? —comentó Michael.
—¡Estupendo! —replicó Charles Bell—. Muy bonito, pero irrealizable.
—¿Por qué?
—Porque debes padecer una fuerte amnesia, Michael. Tú y yo, salvo excepción, estamos
de guardia esta noche en la clínica.
—No lo he olvidado.
—Entonces, no es amnesia lo que padeces, sino algo mucho más grave: idiotez congénita.
Intervino Frank Meyer, el tercero del grupo, poniendo en su voz el tono más hipócrita que
pudo.
—No os preocupéis, chicos. Mientras vosotros cumplís vuestro deber de futuros
Escolapios, yo saldré con ellas. Ya sabré eliminar arteramente a dos, cuando haya elegido la
mejor...
—No te hagas ilusiones —repuso Michael—. Iremos los tres.
—¿De qué forma?
—Muy sencillo. ¿Habéis olvidado, por azar, a nuestro querido aprendiz de colega, Harry
Dawner?
—No entiendo... —suspiró Charles Bell.
—Es muy sencillo. ¿Tenéis vuestros vales de prácticas de disección?
Los otros dos hicieron un mismo gesto de asentimiento.
—Entonces, nada se ha perdido. Dawner hará nuestras guardias por esos tres vales.
—¿Es que está loco?
—No es eso, Frank. Ese tipo, con sus veinte años cumplidos, es el estudiante más
calamidad que jamás haya existido. ¡Imaginaos! Veinte años cumplidos y está en primero...
Charles lanzó una carcajada, reprimiéndola en seguida:
—A lo mejor es un retrasado mental — opinó.
—Si no lo es, poco le faltará. Pero eso nos importa un comino. El muchacho quiere hacer
prácticas en el depósito de cadáveres porque sabe que el profesor de Anatomía es un «hueso».
—¡Allá él! —dijo Charles sacando del bolsillo su vale de prácticas de Anatomía, que
tendió a Michael.
Frank hizo lo mismo.
—Perfecto. Con estos tres vales tenemos la seguridad de no vernos obligados a aparecer
por la clínica hasta mañana por la mañana. ¿No os parece formidable?
—Lo más estupendo de todo —terció Bell— es que ese tipo no reclame dinero por hacer
las guardias de los demás. Con las chicas, vamos a necesitar todo el que llevemos encima.
—No te extrañe que no pida dinero.
—¿Es rico?
—No lo creo, pero su familia debe hacer grandes sacrificios para que esa especie de
bípedo con cabeza de alcornoque se convierta en un médico.
—¡Pobres pacientes! —rió Frank.
—Sobre todo —insistió Michael— que me ha dicho que va a dedicarse a Cirugía...
—¡No!
—Lo que oyes. Y no creas que se limitará a operar apendicitis: quiere ser cirujano del
sistema nervioso.
—¡Santo Cielo!
—Es cierto. Y ahora, dejadme ir a verle. Vosotros id preparándoos... Nos encontraremos,
para tomar un trago a la salud de ese idiota en el bar de Joe.
—¡Entendido!
Michael Reyer tomó el Metro para dirigirse a la parte alta de la ciudad, a la altura de la
calle 143, más allá de Central Park.
Allí vivía Harry Dawner.
Las casas eran viejas, pero poseían ciertas comodidades. Michael no había estado más
que una vez, pero se impresionó al entrar en el apartamiento en el que vivía el estudiante.
Esta vez, olvidando por entero el tono de mofa y desprecio que había utilizado junto a sus
amigos, sintió una indecisión mientras llamaba al timbre.
Alexander Weber le abrió la puerta.
Había cambiado mucho desde sus tiempos de estudiante de Boston.
Era alto, fuerte, con una cabeza quizás un poco mayor que la de un ser normal. Tenía el
pelo negro, rizado, pero visto de frente su rostro ofrecía, en su parte superior, lo que hubiera
podido ser confundido con una calva precoz.
Era la frente.
Amplísima, carecía casi por completo de lo que se conoce con el nombre de «entradas».
De una uniformidad absoluta y armónica, se extendía de sien a sien, hundiéndose después en
el cráneo, hasta donde tropezaba con algunos rizos difusos que le servían de momentánea
frontera.
—¡Hola, Harry! —saludó Michael.
—Hola, Reyer. Pasa, por favor...
Michael entró en el vestíbulo, sencillamente amueblado. Desde allí, por la puerta del
fondo que Harry había dejado abierta, se veía una habitación-despacho cuyas paredes estaban
repletas de estanterías que llegaban hasta el techo.
—¿Todos esos libros son tuyos? —se asombró el visitante.
Harry sonrió.
—Me los dejó mi padre cuando murió.
—¡Ah! ¿Cómo te van los estudios?
—Así, así... Los encuentro muy duros.
—No te desanimes. Vengo a pedirte un favor...
—Si está a mi alcance...
—Creo que sí. ¿Conoces a Bell?
—De vista.
—Él y yo tenemos un compromiso esta noche. Nos acompaña Frank Meyer, otro chico de
tercer curso. Charles y yo desearíamos que nos hicieses la guardia en la clínica, esta noche.
—Tengo mucho que estudiar.
—Podrás hacerlo allí. Generalmente, no hay muchas urgencias en esta época del año.
Además, si se presenta algo grave, no son los internos, sino el médico de guardia quien
resuelve la papeleta.
—Comprendo.
—Charles y yo sabemos que un favor como éste no se paga con dinero.
—Yo no lo admitiría.
—Por eso hemos pensado que preferirías unos vales para las prácticas de disección.
Los ojos de Dawner brillaron con insólita fuerza.
—Eso sí que me gustaría, Michael.
Reyer sacó los tres vales, que tendió al otro.
—Aquí tienes tres, uno mío, otro de Charles y el tercero de Frank.
—¡No sabes lo que te lo agradezco!
—No tiene importancia. Pero voy a hacerte una pregunta...
—Las que quieras.
—Tú debes haber hecho más prácticas de autopsia que ningún estudiante. ¿Cuántas has
hecho?
—Unas ciento ochenta.
—¿Y con todo eso tienes aún miedo de no aprobar la Anatomía?
Harry bajó la cabeza.
—Yo no estoy acostumbrado a estudiar como vosotros, Michael. Cuando se han cumplido
veinte años, la cabeza empieza a ponerse dura.
—¡No te preocupes!
Dio unos golpecitos en el hombro de Dawner, preguntando en seguida.
—Entonces, ¿de acuerdo por la doble guardia?
—De acuerdo.
—Debes estar en la Clínica a las ocho en punto. Como no hay que firmar a la entrada,
podrás colarte directamente hacia el sótano, donde está el cuarto de guardia.
—Así lo haré.
—Bien, muchacho, te dejo. ¡Y muchas gracias por todo!
—El agradecido soy yo...
Cuando Alexander hubo cerrado la puerta, sonrió, mirando con ternura los vales que
Reyer le había entregado.
¡Tres autopsias más!
Se dirigió a la enorme habitación que le servía de sala de estudio, sin que la sonrisa
desapareciese de sus labios.
—Quizás esta vez —soliloquió mientras se dirigía hacia el sillón giratorio situado tras la
amplísima mesa repleta de libros y dibujos— tenga la suerte de encontrar uno de esos
cerebros.
Se borró la sonrisa de sus labios.
Desde aquel día, en que se produjo el inexplicable fenómeno, no había parado de pensar
sobre el asunto, dispuesto a resolver la incógnita que tan fortuitamente se había presentado
ante él.
Todo ocurrió exactamente una mañana, de hacía casi un año, cuando no llevaba más que
una semana en Nueva York...

* * *

Aprovechándose de su nueva identidad, Peter Dawner consiguió adoptarlo oficialmente


sin despertar sospechas y, valiéndose de la influencia social de la que ahora gozaba,
Alexander, con su nuevo nombre, no se atrevió, sin embargo, a asistir a ninguna escuela de
Boston.
Peter, su padre adoptivo, ganaba el dinero a espuertas y cumplió con lo que había
prometido al niño, comprándole cuantos libros necesitó Alexander para estudiar en su casa.
Doce años había durado aquella formación autodidacta.
En aquel lapso de tiempo, Alexander se convirtió en un genio, aunque escarmentado por
lo ocurrido en el Boston College, no mantuvo contacto con nadie, limitándose a ampliar sus
ya formidables conocimientos.
Estudió Ingeniería, Electrónica, Astronáutica, Física nuclear. Filosofía. Leyó miles de
obras técnicas y literarias. Pero, cuando acababa de cumplir los diez y nueve años y estaba
estudiando Biología, se sintió atraído por la Medicina, sobre todo por el sistema nervioso, al
leer la enorme cantidad de anormalidades psicológicas que había en el mundo.
Le había llamado poderosamente la atención la oleada de neurosis y psicosis que asolaban
a la humanidad entera.
Y su cerebro, más poderoso que ningún otro, concibió la extraña idea de que todo aquello
debía de tener una explicación lógica, independiente del pobre concepto de «enfermedad»
que le habían aplicado los humanos.
Cuando comunicó a Fred su deseo de trasladarse a Nueva York para estudiar Medicina,
su padre adoptivo se asustó.
—Es muy peligroso, Harry.
—No temas.
—En cuanto se den cuenta de tu poderosa inteligencia y de esas facultades que posees, te
identificarán como Alexander Weber.
—Tendré cuidado.
—Ellos no han olvidado al «mutante», como te llaman, hijo mío. Tú mismo lo has podido
comprobar en los periódicos y revistas. De vez en cuando, un periodista se pregunta dónde se
ha metido el hijo de Fred y Elsa Weber.
Harry frunció el ceño.
Cada vez que recordaba a su madre, se sentía culpable de su muerte.
Como si leyese sus ideas, Fred dijo:
—Tú no tuviste culpa alguna, Harry. Entonces no sabías que comunicarte con ella podría
desencadenar en su mente inestable una enfermedad mental.
—Es cierto.
—Eras demasiado joven, a pesar de tu formidable inteligencia, para conocer los secretos
del cerebro humano.
—Es eso lo que quiero estudiar ahora, padre.
—¿Para qué?
—Sería difícil explicarlo. Pero he llegado a la conclusión de que la Humanidad está bajo
los efectos de algo extraño.
—No te comprendo.
—Verás, padre... No existe ninguna ley biológica que justifique la autodestrucción del
Hombre. La mortalidad infantil, la producida por enfermedades y accidentes vienen a ser, en
la especie humana, lo que son los porcentajes de muerte en las especies animales y vegetales.
»Un sencillo ejemplo te bastará.
»Cuando llega el verano, las moscas abandonan su fase de larvas y se convierten en
insectos adultos. Si una hembra puso cinco mil huevos, sólo una pequeña proporción llegará a
convertirse en moscas adultas.
—Eso es verdad.
—Pero, pase lo que pase, las moscas se encontrarán en una cantidad que, de año en año y
a lo largo de los siglos, ha variado muy poco. Esto representa una especie de seguridad en la
supervivencia de la especie.
—De acuerdo.
—En el Hombre, las cosas son un poco diferentes, ya que la especie humana ha
conseguido evitar que la proporción de muertes limitase el número de individuos sobre la
Tierra.
—Pero ¡si no hacemos más que aumentar, Harry!
—Así es. La higiene, la alimentación racional y otras seguridades hacen que el número de
humanos sea cada vez mayor. Pero creo que olvidas que el Hombre posee una inteligencia
formidable.
—...que debería utilizar, ¿no es eso?
—¡Naturalmente! Sus conocimientos en Biología son lo suficientemente amplios para
controlar un exceso de natalidad. De una manera lógica, humana y evidentemente moral.
»Pero fíjate bien, padre, que el hombre, en contra de todas las leyes biológicas,
mostrándose así mucho más inferior al más elemental ser vivo, emplea un método
irrazonable, absurdo.
—¿Cuál?
—La guerra. La muerte violenta.
—¿Es que los animales no pelean entre ellos?
—Sí, pero no es lo mismo. Generalmente, los animales matan para sobrevivir. Y son los
más débiles, los menos preparados, quienes sucumben.
»Por el contrario, en la guerra, una especie de muerte gratuita desde el punto de vista
biológico, no hay selección para los que caen. Y, muchísimas veces, son los mejor
preparados, los elementos más valiosos, quienes desaparecen.
—Creo que no alcanzo a entenderte, hijo mío.
—Otro ejemplo servirá. Imagínate un tigre que se lanza en persecución tras una manada
de búfalos. Cae sobre uno de ellos, seguramente el menos veloz, matándolo para comérselo.
»Matase al que matase, el tigre no atenta en absoluto contra la integridad de la especie de
los búfalos. Si ahora imaginas un combate entre humanos, llegarás a la conclusión de que es
muy posible que individuos excepcionales caigan sin haber dado a la Humanidad el fruto de
su valía.
»¿Qué pensarías si supieras que en una sola batalla han muerto diez futuros físicos
insignes, cien filósofos, cincuenta sociólogos, uno de los cuales hubiera colmado de bienes a
los demás humanos?
—Pero eso no puede evitarse, Harry.
—Habría que discutirlo.
—Desde que el hombre es hombre, hay guerras...
—Sí, desde luego. Pero, a medida que el Hombre avanza hacia el objetivo de su especie,
la guerra y la lucha violenta aparecen ante los ojos de un observador imparcial como algo
misterioso, una especie de influencia extraña cuya idea principal fuera la de impedir que la
Humanidad llegase al cenit de su desarrollo.
»Todo lo que la guerra destruye, en riqueza de posibilidades, representa un atraso para la
Humanidad de siglos enteros, quizá de milenios. Y hay algo más, padre.
—¿Qué?
—La Humanidad tiende, biológicamente, a ser un solo cuerpo. A medida que las naciones
se unen por medios de comunicación cada vez más poderosos y perfectos, el Hombre se
siente solidario de los otros, borrándose las diferencias que la ignorancia sostuvo durante
siglos.
—Eso es verdad.
—Si lees atentamente la Historia, te estremecerás de terror al comprobar el horrible
retraso que impuso el odio, la guerra y la destrucción a esa maravillosa unidad hacia la que
caminan los humanos.
»No lo dudes, padre. «Alguien» influye sobre el mundo para atrasar la felicidad común.
Estamos bajo la influencia nefasta de un poder que limita nuestras propias posibilidades de
triunfo.
»Por eso se habla de un intensísimo avance técnico y una lenta progresión moral. Eso
carece de lógica, si no hubiera una explicación a ese retraso que pone en peligro a los
humanos y a su dicha...
—¿Y quién provoca ese retraso, Harry?
—Justamente, padre, es lo que me propongo descubrir. Es posible que todo lo que me ha
ocurrido desde mi nacimiento esté ligado a una misión que he de cumplir. Por eso me voy...
IX

Guardó en la cartera los tres vales de prácticas que le había entregado Michael.
Desde su llegada a Nueva York, recordando los disgustos que había tenido en Boston, se
hizo pasar por un estudiante retrasado, un pobre provinciano que se las veía para comprender
las explicaciones de los catedráticos.
Se inscribió en el primer curso de Medicina, con el nombre de Harry Dawner,
matriculándose como un alumno corriente y contestando, cuando le preguntaban, como lo
hubiese hecho cualquier otro.
Ni demasiado bien ni demasiado mal.
Fue justamente una semana después de su llegada a la gran ciudad cuando, paseándose
por la Quinta Avenida, camino de una biblioteca en la que se proponía pasar la mañana de
aquel domingo, se produjo aquel extraño fenómeno.
Alexander sabía perfectamente que poseía poderes capaces de influir en la mente de los
demás. Así había provocado por distraerse, el error matemático en la pizarra de la clase de
James Robertson; de la misma manera había influido en el cerebro del conductor de autobús,
causando algo que nunca quiso hacer.
De igual forma había provocado, sin quererlo, el suicidio de su madre.
Aquellas tres desdichadas experiencias le volvieron especialmente cuidadoso. Nunca más
influyó en la mente de nadie, y sólo lo hizo cuando para ayudar a la familia Dawner provocó
un error que fue cometido por uno de los ingenieros que trabajaban en la empresa en la que
vegetaba el que luego fue su padre adoptivo.
Sin embargo, le gustaba comprobar que sus poderes seguían siendo formidables.
Y aquella mañana, como otras muchas, se dedicaba a lanzar influencias telepáticas sobre
los transeúntes, limitándose a pequeñas sacudidas mentales de los sujetos a los que sometía
sus poderes.
Sus posibilidades telepáticas no llegaban, ni muchísimo menos, a la lectura del
pensamiento. Eran, en verdad, impulsos que podían modificar la conducta de los que los
recibieron, pero sólo eso.
Sencillamente, podía hacer que una persona se detuviera, cambiase de dirección o llevara
a cabo un acto imprevisto que, a veces, le divertía por lo chusco.
Llegaba a la altura de la calle 24, caminando por el Oeste, cuando una larga hilera de
coches pasó por la calzada. Eran vehículos oficiales y se trataba, sin duda alguna, de la visita,
a la ciudad de algún importante visitante extranjero.
Todos los coches llevaban la matrícula del Departamento Federal.
En uno de ellos, un flamante Cadillac descapotable, iban dos hombres. Uno era de raza
blanca y de haber leído las revistas de la semana, Alexander lo hubiese identificado en
seguida como el gobernador de uno de los más importantes estados del Sur. Su acompañante
era asiático.
Desde el borde de la acera, Alexander los contempló con la misma ingenua curiosidad
que los otros transeúntes que se habían detenido para seguir con la mirada al cortejo.
Entonces...
Nunca supo cómo, sin que él lo desease conscientemente, lanzó una «sonda» telepática a
aquellos dos prohombres.
Lo cierto fue que Alexander se puso mortalmente pálido al notar que, por primera vez en
su vida, no había conseguido penetrar en la mente de un ser humano.
Su «impulso» chocó violentamente contra una especie de «barrera», en la que rebotó, sin
que lograra penetrar lo más mínimo en el espesor de aquel infranqueable muro.
Weber se estremeció de pies a cabeza.
Sin embargo, su descubrimiento no alcanzó la suficiente importancia hasta que,
regresando a su casa, meditó con detenimiento sobre ello.
¡Había dos clases de hombres!
Al llegar a aquella conclusión, Alexander se detuvo, aterrado. Lo que acababa de deducir
le dejó perplejo. Luego, a medida que razonaba lo más lógicamente posible, tuvo que aceptar
que no se había equivocado al pensar en que algo extraño ocurría en el mundo.
Era evidente que la existencia de «dos» clases de hombres resultase de la acción de un
poder que «gobernaba» el mundo de una manera especial, impidiendo su definitiva y
bienhechora coordinación o integración.
A partir de aquel momento, seguro de que el cerebro de los «hombres diferentes» sería
distinto al de los demás mortales, se dedicó a la disección, esperando encontrar algo de ellos,
en los que estudiar y descubrir su origen.
De ahí que estuviese dispuesto a hacer cuantas guardias fueran necesarias, con tal de
obtener vales de autopsias en las que dilucidar el pavoroso problema que había descubierto.

* * *

Rebeca Nelson, la enfermera de guardia, lanzó un suspiro mientras preparaba el café.


Estaba íntimamente disgustada de haber coincidido de nuevo con el doctor Holser. Walter
Holser era un dipsómano inveterado. Y la muchacha pensaba en lo que ocurriría si durante la
guardia se presentaba un caso grave.
Sabía que Holser era un buen cirujano.
Pero en cuanto llegaba a la sala de guardia, destapaba su frasco de whisky,
transformándose, en pocos minutos, en un ser despreciable, embrutecido y, naturalmente
incapaz de cumplir con su misión.
Por fortuna, en las dos veces que Rebeca había coincidido con él, no se presentó más que
un caso de contusiones por riña, cosa que ella pudo solucionar sola, ya que Walter no hubiese
sido capaz de tenerse en pie.
Ahora no estaba dispuesta a consentirlo.
Hacía unos momentos había pasado por el despacho de Holser, al que encontró ya más
que mareado. Por eso estaba preparando una cafetera de café bien cargado.
No disminuía su preocupación profesional la presencia de los dos internos, cuyos
nombres estaban anunciados en la tablilla de guardias. Ninguno de ellos sería capaz de
resolver una intervención grave.
Probó el café, sonriendo al ver que había conseguido una infusión capaz «de despabilar al
mismísimo Baco». Luego, con la cafetera en la mano, echó a andar por el pasillo, camino del
despacho de los médicos de guardia.
Cuando empujó la puerta con el pie, su rostro se puso rojo de cólera.
Tumbado en el diván, Walter estaba roncando sonoramente. Un poco de baba, mezclada
con whisky, formaba un minúsculo arroyo en su brillante mentón.
Dejó el humeante recipiente sobre la mesa, acercándose a Holser, al que sacudió con
fuerza.
—¡Doctor! ¡Doctor!
Pero todo fue inútil.
No había forma de hacer que tomase café. Rebeca se desesperó, insultando al médico,
como si sus coléricas palabras pudieran llegar a la mente alcoholizada de aquel hombre.
Fuera de sí, abandonó el despacho, olvidando la cafetera. Le hubiese gustado tener el
suficiente coraje para telefonear al director y comunicarle lo que ocurría.
Aquello hubiera causado la pérdida, como médico, de Holser.
Serenándose poco a poco, siguió caminando por el pasillo, rezando interiormente para
que nada grave ocurriese aquella noche.
—Señorita...
Se volvió, sobresaltada, mirando al muchacho alto y moreno, de ojos grises, que tenía
ante ella.
—¿Qué desea? —inquirió, con un tono de voz demasiado brusco.
—Soy Harry Dawner.
—¿Y bien?
—Vengo a hacer la guardia. Michael Reyer y Charles Bell, los internos que debían venir
aquí esta noche, no han podido hacerlo. Están enfermos.
—¿Enfermos? ¡Menuda pareja de sinvergüenzas están hechos!
—Yo...
—Usted no sé si lo sabe, pero yo, sí... Conozco a esa pareja de cínicos. Y hasta podría
decirle dónde podríamos encontrarles, bebiendo y esperando a las chicas a las que han
invitado a bailar.
Alexander guardó silencio.
Miraba a la muchacha, a la que su enfado hacía resaltar su belleza. Era rubia, alta,
magníficamente formada, con una boca pequeña y unos ojos azules y profundos.
—¿Cómo me ha dicho que se llama?
—Harry Dawner.
—Yo soy Rebeca Nelson. ¿Qué curso estudia?
—Primero.
Ella no pudo evitar el lanzar una sonora carcajada, que en seguida reprimió, tapándose la
boca con la mano y mirando hacia uno y otro extremo del pasillo.
—¡Lo que nos faltaba! —exclamó luego—. ¡Un estudiante de primero y un médico de
guardia borracho como una cuba!
—¿El doctor... está ebrio...?
—¡He dicho como una cuba! Dios quiera que no tengamos nada grave esta noche. En fin,
venga conmigo. Le daré un poco de café...
—Gracias.
Ella no se preocupó de volver al despacho de Holser para recuperar la cafetera. Pensó que
si Walter se despertaba, podría cometer el beneficioso error de beber un poco.
Penetró en la sala de enfermeras, indicando al interno un sillón.
—Acomódese, Dawner. Prepararé el café en seguida.
—Es usted muy amable.
Ella empezó a poner agua en la cafetera, de espaldas al estudiante.
—¿Ha traído algo para leer?
—No.
—¿Es su primera guardia?
—Sí.
—Se comprende entonces que haya venido desprovisto de un libro. No se preocupe: le
prestaré uno.
—Es que tengo trabajo esta noche.
Ella se volvió, sorprendida, con la tapa de la cafetera en la mano. Frunció el ceño al
tiempo que preguntaba:
—No será usted un pájaro de mal agüero, ¿verdad?
—No le entiendo.
—Esta noche, si quiere vivir tranquilo, no desee ninguna clase de trabajo. Si la noche
transcurre sin llamada alguna, seré la más feliz de las enfermeras.
—No me refería al trabajo de guardia. He de hacer tres autopsias.
—¿Eh?
—Tengo tres vales.
—¿Qué clase de tipo es usted, Harry? ¡Vaya gustos los suyos! ¿Es que va a pasarse la
noche en la morgue?
—Sí.
Ella se encogió de hombros, volviéndole de nuevo la espalda.
Cuando hubieron terminado de saborear el café, Alexander se puso en pie, sonriente.
—Si me necesita, llámeme al depósito de cadáveres. Y muchas gracias por el café.
—De nada.
Estuvo a punto de decirle que era el muchacho más macabro que había conocido, pero se
mordió los labios y le dejó ir.
* * *

Después de entregar los vales al guardia nocturno de la morgue, Alexander penetró en el


recinto, una gran sala con mesas de mármol, tres de las cuales estaban ocupadas.
Los cuerpos estaban cubiertos de lienzos.
Weber descubrió el primero, frunciendo el ceño al ver que se trataba de una mujer. Estaba
seguro que no encontraría lo que andaba buscando en una criatura del sexo femenino.
Por fortuna, los otros dos cuerpos eran de hombres.
Desdeñando la disección del tronco, se entregó de lleno a la cabeza, aserrando los cráneos
para extraer los cerebros.
Trabajaba con una habilidad que hubiera sorprendido al profesor de anatomía. Se veía en
seguida la precisión de sus movimientos y la delicadeza al emplear los instrumentos de
disección.
Una vez hubo extraído los cerebros de los dos cadáveres, se dirigió hacia la estancia
vecina donde estaban instalados los laboratorios de Historia y Anatomía Patológica.
Después de hacer una disección macroscópica, eligió ciertas zonas del encéfalo,
llevándolas hacia el micrótomo. Un chorro frío heló los trozos de carne, protegidos con
parafina.
Luego la afilada cuchilla fue segando los tejidos, en láminas mucho más delgadas que un
fino papel de fumar.
Alexander las coloreó y fijó, colocándolas después bajo el microscopio.

* * *

El timbre de alarma sobresaltó de tal forma a Rebeca, que, sin darse cuenta de lo que
hacía, lanzó un grito de terror.
Sobreponiéndose, dejó el libro que estaba leyendo descolgando el teléfono, que se acercó
apresuradamente al rostro.
—¿Diga?
—Soy yo, Rebeca...
Era la voz del jefe de ambulancias.
—¿Qué hay? —inquirió la muchacha, notando que las piernas le temblaban.
—Un choque de coches, pequeña. Os llevo al quirófano a dos tipos. Uno parece
importante: un extranjero, alemán o no sé qué... El otro es un taxista...
—¿Están... muy mal?
—Bastante. Hay dos más, pero ésos ya no necesitan vuestros preciosos cuidados.
—¿Muertos?
—Todo lo que puede haber de difuntos: el ocupante del taxi, un pobre tipo, y una
muchacha preciosa que se divertía con el extranjero. Ya puedes llamar al médico de guardia y
a los internos.
El hombre había colgado, pero Rebeca permaneció con el microteléfono apoyado en su
rostro sudoroso.
—¡Dios mío! —dijo, dejando el aparato en la horquilla de ebonita.
Corrió hacia el despacho de Holser, al que encontró en el suelo, sobre la alfombra,
completamente dormido.
Alocada, le dio de puntapiés, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¡Despierta, estúpido! —lloriqueó.
Pero Walter no reaccionó siquiera.
Sin dejar de llorar, ella descolgó el teléfono del despacho.
—Póngame con la morgue —pidió.
Momentos después, la voz clara de Alexander llegaba hasta ella.
—¡Suba en seguida, Dawner! Tenemos dos accidentados graves en el quirófano.
—Ahora voy.
Deshecha, con los nervios a flor de piel, se dirigió hacia el quirófano de entradas. Los dos
cuerpos, en sendas camillas, habían sido dejados en el antequirófano.
Rebeca se acercó a ellos.
Le bastó una simple mirada para darse cuenta de la gravedad de los dos heridos. El taxista
tenía el tórax hundido por el choque con el volante, y respiraba con visible dificultad. Su
rostro ofrecía una cianosis que decía muy bien de lo desesperado de su estado.
El extranjero, elegantemente vestido, tenía una brecha en la frente, con probable rotura de
frontal. El pulso era rápido, casi alocado.
—Ya estoy aquí...
Ella se volvió, mirando intensamente a Alexander. El interno llevaba una bata maculada
de sangre y líquidos orgánicos.
—Holser sigue borracho —dijo ella, con un hilo de voz—. ¿Se atreve a hacer algo
positivo o llamo al director?
—Eso causaría la pérdida del médico, ¿verdad?
—Iría a dar con sus huesos en la cárcel, cosa que merece sobradamente.
Weber reflexionó unos instantes.
No estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo otra vez. Si intervenía en aquel caso, su
identidad podría ser descubierta.
Y esta vez no escaparía.
Se acercó, no obstante, a los heridos, examinando primero al taxista. Luego fue hacia el
otro...
Y entonces...
Su sonda telepática tropezó con la barrera del cerebro de aquel hombre. Sufrió un choque
emotivo y se puso mortalmente pálido.
La enfermera, que le seguía, sin dejar de mirarle, lanzó un suspiro, retrocediendo hacia el
aparato telefónico colgado de la pared.
—Ya veo... Llamaré al director...
—¡No!
Se volvió, sorprendida y asustada.
—¿Está usted loco, Harry? No irá a decirme que se atreve a intervenir, ¿verdad?
—Voy a hacerlo.
—¿Por ese borrachín? ¿Quiere terminar también en la cárcel?
—No, no lo hago por él.
—¿Entonces?
La miró con fijeza.
—¿Dónde puedo lavarme? ¿Dónde hay batas limpias?
—Por aquí...
X

Primero practicó una punción lumbar al extranjero.


—Así limitaremos el estado de comprensión cerebral —explicó—. De este modo, podrá
esperar a que nos hayamos ocupado del taxista, cuyo estado es más grave.
Ella no dijo nada.
Luego trasladaron al taxista al quirófano.
—¿Podrá ocuparse usted de la anestesia, Rebeca?
—Es mi profesión.
—Bien.
Ella se colocó ante el aparato que, además de anestesiar, controlaba la presión arterial y el
pulso del paciente.
Empujando el carrito de instrumental, después de calzarse los guantes, Alexander se vio
obligado a servirse solo, ya que Rebeca estaba ocupada.
Ella, que había asistido con asombro a la punción lumbar que el interno realizó con
maestría, se quedó boquiabierta al verle operar.
Él hizo un doble corte previo, y después cortó las costillas para liberar a los comprimidos
y maltrechos pulmones. Levantó después el esternón, que también se había fracturado. En
cuanto lo hizo, el ritmo respiratorio del chófer se mejoró.
—Por fortuna —murmuró Alexander bajo la mascarilla que le cubría la parte inferior del
rostro—, no hay lesiones pulmonares graves...
Consiguió dar al tórax de aquel desgraciado una forma aparentemente normal, cerrando
después, con una impecable sutura, las aberturas torácicas que se había visto obligado a abrir.
Quitándose la mascarilla, se acercó a la enfermera.
—¿Pulso y presión?
—Normales.
—Llevémoslo al antequirófano.
Lo hicieron.
Pero cuando Alexander se acercaba al otro herido, Rebeca le cogió por la manga de la
bata.
—¿Por qué me ha engañado? —preguntó.
—¿Yo?
—Sí. Usted es médico, Harry. Y uno de los mejores cirujanos que he visto jamás.
—Yo soy un estudiante de primer año.
—Como quiera. Y no vaya a creer que voy a irme de la lengua. Comprendo que hay algo
que desea ocultar. No diré nada.
La miró, lleno de agradecimiento.
—No esperaba menos de usted, Rebeca.
Llevaron al otro paciente a la sala de operaciones.
Rebeca ya no se asombró al ver a Alexander trabajar en cirugía del cerebro como un
consumado maestro. Estaba maravillada y sentía una simpatía creciente hacia aquel hombre.
Ni siquiera había vuelto a pensar en el borrachín de Holser.
Weber practicó una trepanación limpísima, esperando poder extraer de la masa cerebral
los trozos o esquirlas de hueso que se habían clavado en ella.
Pero no dejaba de pensar en que, por primera vez en su vida, tenía ante él a uno de
aquellos hombres distintos, capaces de colocar una barrera a sus impulsos telepáticos.
Físicamente, el herido era un hombre vulgar, de facciones regulares y armoniosas,
cabellos rubios y ojos azules. Un nórdico, quizá, seguramente, pensó Weber, un germano.
No tenía ninguna idea preconcebida mientras operaba.
Hasta que vio aquello.
Cuando la punta de sus pinzas tropezaron con el objeto, frunció el ceño, ya que el sonido
que había resultado demostraba la existencia de un cuerpo metálico en pleno cerebro del
paciente.
Desbridó, abriéndose paso, sólo preocupado por lo que acababa de descubrir.
Luego lo vio.
Era una esfera, del tamaño de una avellana pequeña, brillante, de color plateado y de la
que emergían una serie de hilos que iban a hundirse en la sustancia gris del encéfalo.
¿Qué significaba aquello?
No podría saberse a simple vista y sería necesario observar la esferita al microscopio,
abriéndola para examinar su interior.
Sin dudarlo más, Alexander fue corlando los hilos que brotaban de la plateada esfera.
—¡La presión baja, Harry! —le advirtió Rebeca.
Se mordió los labios.
Ahora sabía que si extraía la esferita iba a causar la muerte del hombre tendido ante él.
Era evidente que aquel objeto plateado intervenía en la vida vegetativa del extranjero.
«Pero si dejo la esferita dentro —se dijo—, nunca más podré saber lo que significa...»
Se decidió.
El bisturí cortó los últimos elementos filiformes que unían la esfera a los centros
cerebrales. Acababa de coger el objeto con sus pinzas cuando oyó decir a Rebeca:
—¡Ha muerto!
—Tenía esto en el cerebro —dijo él, mostrándoselo a la muchacha.
—¿Qué es?
—Lo ignoro. Una especie de proyectil que penetró dentro de su cabeza, matándolo.
Y agregó, mintiendo:
—No tenía salvación, Rebeca.
—¿Qué hacemos ahora?
—No tenemos más que una solución.
—¿Cuál?
—Decir que Holser operó a los dos. Le diremos que le despertamos... Nunca recordará lo
verdaderamente ocurrido.
—Eres maravilloso, Harry. Has hecho un trabajo estupendo.
—Lástima que no hayamos podido salvar a los dos.
—Has hecho cuanto pudiste. ¿Me dejas hacer una cosa?
— ¿Cuál?
—Darte un beso...
Y antes de que Alexander pudiera evitarlo, ella se acercó y se puso de puntillas para posar
sus frescos labios sobre los del interno.

* * *

Mientras Rebeca se ocupaba de instalar al taxista en una de las salas de observación,


Alexander bajó al laboratorio, llevando en el bolsillo, cuidadosamente envuelta en algodón, la
misteriosa esferita.
Le temblaban las manos mientras preparaba el microscopio, haciendo girar el revólver
porta-objetivos para colocar el de menor aumento.
Examinó la esferita.
Era un trabajo primoroso. Finalmente pulida, su superficie había sido preparada para que
no causase irritación alguna en el seno de los delicados tejidos en que iba colocada.
¿Colocada? ¿Por quién? Y ¿para qué?
Fue al abrirla cuando descubrió el misterio.
La esfera no era, ni más ni menos, que un potente y delicado receptor.
Examinándola con objetivos de mayor aumento, Alexander, cuyos conocimientos en
electrónica eran sencillamente formidables, comprendió el esquema del receptor,
percatándose en seguida de su tremenda sensibilidad y, sobre todo, de que había sido
adaptado para recibir emisiones que, por su lejano punto de nacimiento, ningún otro aparato
corriente podría captar.
Estaba perplejo.
Había llegado, al entrar en contacto con la realidad de aquel problema, mucho más lejos
de lo que ni siquiera él había imaginado.
Observando después los finísimos hilos que brotaban, ahora seccionados, de la esfera,
llegó a la conclusión de que todo aquel lío de filamentos estaba en contacto con las partes
más nobles del cerebro, dominando por entero la personalidad del portador del aparato.
Recogió las dos partes de la esfera, que había seccionado por su mitad, y rápidamente
volvió al quirófano.
El cadáver del hombre seguía allí.
Weber le registró detenidamente, hallando la documentación y descubriendo así que el
muerto se llamaba Hans Luffoter y que era un enviado especial en la ONU de Alemania
Federal.
Entre los documentos encontrados en la cartera, halló una tarjeta con, el siguiente texto:

«Doctor L. H. Moore
CLÍNICA STAR
235, Leston Avenue
BRONX. N. Y.»

Se guardó la tarjeta, y dejó el resto de la documentación en el bolsillo de donde la había


cogido.
Luego examinó la herida en el cráneo, utilizando una lupa, lo que le permitió corroborar
su opinión respecto a las «placas terminales» de los filamentos que brotaban de la esferita.
Acababa de quitarse los guantes de caucho cuando oyó pasos tras él, volviéndose
rápidamente.
Era Rebeca.
La muchacha, con una encantadora sonrisa en los labios, se acercó a él.
—El taxista está en plena recuperación, Harry —le dijo.
—Me alegro.
—Acaban de llamar por teléfono respecto a este pobre hombre —añadió ella, haciendo un
gesto hacia el cadáver.
—¿Qué querían?
—Llamaron desde una clínica. La del doctor Moore, en el Bronx. Me molestó el tono
autoritario de quien me habló.
—¿Quién era?
—No lo sé. Un estúpido, de eso no hay duda alguna. Me dijo que el muerto era un
paciente personal del doctor Moore.
—Pero él no podía saber que había fallecido.
—Se lo dije yo...
Alexander hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Luego insistió:
—¿Y bien?
—Cuando se enteró de que había muerto, me gritó casi, prohibiendo que se le hiciese la
autopsia. Me dijo que ellos se encargarían de toda la parte legal del asunto.
—¿Y qué más?
—Van a venir a buscar el cuerpo inmediatamente. ¿No cree usted que deberíamos vendar
un poco la cabeza? Ahora tiene un aspecto horrible,
—Bien. Traigo lo necesario.
Mientras la muchacha se dirigía al antequirófano, Weber se calzó rápidamente los
guantes, cogió luego la esfera que llevaba en el bolsillo. La colocó en el interior del cráneo
del muerto, procurando ocultarla lo mejor posible entre la masa del cerebro.
Al regresar Rebeca, ayudó a la joven a hacer una excelente capelina que ocultó por
completo la fea brecha del alemán.
Ella consultó su reloj de pulsera.
—No creo que tarden en venir por él. ¿Quiere usted recibirles?
—No. Voy a descansar un poco. Además ¿ha pensado usted en el doctor Holser?
Ella hizo una mueca.
—No se preocupe. En cuanto tenga un poco de tiempo, le despertaré, haciéndole creer
que ha sido él quien ha operado a los dos accidentados de esta noche.
—Gracias.
—No quisiera que le ocurriese a usted nada malo, Harry...
El tono de su voz, cargado de sincera ternura, no pasó inadvertido a Alexander.
—Es usted muy buena —musitó él.
—Y usted un médico maravilloso. Ni siquiera el profesor Curtler hubiera trabajado como
usted lo ha hecho. Le auguro un estupendo porvenir, doctor Dawner.
Rieron.

* * *

Una ambulancia particular se detuvo ante la puerta del hospital. Tres hombres
descendieron del vehículo y penetraron en tromba en el vestíbulo.
Se detuvieron ante la recepción, donde el conserje, el viejo Thomas, dormitaba
plácidamente.
—¿Qué desean ustedes? —preguntó Thomas, abriendo desmesuradamente los ojos, única
manera de que los párpados no los cerraran de nuevo.
—Somos empleados de la clínica del doctor Moore —dijo uno de ellos—, y venimos a
recoger el cuerpo de un accidentado que ingresó esta noche.
Thomas hizo un gesto de asentimiento que más pareció una cabezada.
—Al final del pasillo, a la derecha, allí donde dice «quirófano de urgencia». La señorita
Nelson, la enfermera de guardia, les está esperando.
—Bien.
Dos de los hombres llevaban una camilla plegable.
Momentos después penetraban en el quirófano, sin llamar.
Rebeca estaba aseando un poco al muerto. Ellos se acercaron y el que llevaba la voz
cantante cogió del brazo a la muchacha, apartándola del cadáver.
—Venimos por él —dijo.
—Está bien. Pueden llevárselo.
Mientras los otros dos colocaban el cuerpo en la camilla, el tercero se quedó junto a la
enfermera, a la que preguntó a bocajarro:
—¿Murió antes de llegar?
—No.
—¿Tuvieron que intervenirle?
Ella le miró sin amenidad alguna. Le molestaba el tono de aquel hombre que parecía
carecer de los más elementales modales.
—Se hizo cuanto se pudo por salvarle.
—¿Quién lo operó?
—El doctor... —dudó unos instantes, diciendo luego—: el doctor Walter Holser.
—¿Dónde está ahora?
—Descansando.
El hombre asintió brevemente con la cabeza.
—¿Ha dicho Walter Holser?
—Sí.
—Gracias...
Se volvió hacia los otros, haciendo un brusco gesto que señalaba la puerta del quirófano.
—¡Vamos! —ordenó.
En cuanto los desconocidos hubieron abandonado el quirófano, Rebeca, nerviosa y
furiosa, salió por la puerta de detrás y se dirigió al despacho del médico de guardia.
Esta vez tuvo suerte.
Walter estaba sentado en el sillón, dando cabezadas, pero mucho mejor dispuesto a
despertarse que en las anteriores ocasiones.
Sirviéndole el café que había dejado sobre la mesa, Rebeca consiguió despabilarle por
completo en quince minutos de «enérgico tratamiento».
Con los ojos entornados, él la miró sonriente.
—¿Alguna urgencia, preciosa?
—¡Vaya memoria la suya, doctor! Pero hoy tengo que darle mi más calurosa
enhorabuena...
—No comprendo.
—Es usted un médico estupendo, doctor Holser. ¿O es que no recuerda que ha asistido a
dos accidentados esta noche?
—¡Usted bromea!
—Nunca he hablado más en serio. Fue un trabajo maravilloso, sobre todo el del taxista. El
otro, el extranjero, estaba demasiado grave para salvarle, Pero usted lo intentó de manera
formidable.
Walter se puso trabajosamente en pie.
—Dígame la verdad, Rebeca...
—Estoy diciéndosela. Claro que me costó un imperio despabilarle lo suficiente. En
realidad, casi tuvimos que llevarle en brazos hasta el quirófano. Pero, una vez allí, trabajó
usted muy bien.
—¿Llevamos? ¿Ha dicho usted llevamos?
—Sí.
—¿Quién le ayudó?
—El interno que sustituyó a Reyer y Bell.
—¿Cómo se llama?
—Harry Dawner.
—No lo conozco.
—Tampoco lo conocía yo. Es un estudiante de primer año.
—¡Dios mío!
—Ya sé lo que está usted pensando, doctor. Yo también me eché a temblar cuando supe
que era un novato. ¡Imagínese lo que hubiese ocurrido de no haber operado usted!
—Entonces... ¿lo hice?
—Sí.
—¿Y no cometí ninguna barbaridad?
—¿Barbaridad? ¡Operó usted de manera magistral! Se lo digo yo, que he asistido al
profesor...
Holser lanzó un profundo suspiro.
—Gracias, encanto. Espero que mantenga la boca cerrada y no diga que tuvo que
llevarme hasta la sala de operaciones.
—Si hubiera querido hacerle daño, doctor, no habría tenido más que telefonear al
director.
—Es cierto. Perdóneme, Rebeca.
—Todo está olvidado.
—Y ese... ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—Harry Dawner.
—Sí, es cierto. ¿Y ese Dawner, Rebeca? ¿No dirá nada?
—Ya le he aleccionado. No se preocupe.
—¡Gracias!
Se bebió voluntariamente otra taza de café, aunque torció el gesto al hacerlo.
—¿Me ayudará a hacer el informe? ¡No recuerdo absolutamente nada!
Ella sonrió.
—Estoy a su entera disposición, doctor.
XI

En cuanto las agujas del reloj marcaron las ocho de la mañana, hora en que se daba por
terminado el servicio de guardia, Alexander abandonó el hospital.
Estaba convencido, más que nunca, de haber descubierto algo de la mayor importancia. Y
se encontraba satisfecho al haber comprobado que su hipótesis había resultado cierta.
Pero, por encima del gozo que le procuró el haber acertado, su sentido realista le prevenía
del peligro de enfrentarse contra algo cuyo poder no había hecho más que vislumbrar.
Escondido en la sala de enfermeras, pudo ver, sin ser visto, la llegada de los hombres que
habían ido a recoger el cuerpo del representante germano en las Naciones Unidas.
Su «sonda telepática» le demostró que todos ellos eran portadores de esferas, ya que no
pudo penetrar en sus cerebros, en los que encontró la barrera densa de siempre.
Ahora sabía que se hallaba frente a una poderosa organización formada por seres que no
tenían de humanos más que la apariencia. En efecto, las conexiones de la esfera anulaban por
completo la voluntad y la personalidad de aquellos seres que no eran más que meros títeres en
las manos de un poder extraterreno.
«Homoides».
Esto es: no hombres, casi hombres, semejantes al hombre, pero sin poseer esas
determinantes que definen la personalidad de un ser racional.
¿Cuántos homoides había en el mundo?
Difícil de calcular.
Lo que hasta ahora parecía seguro era que todos ellos, o casi todos, jugaban un papel
preponderante en el concierto de la política internacional.
Quizás hubiera jefes de Estado, ministros, diplomáticos, hombres de ciencia, enviados
especiales, como era el caso del muerto en el hospital.
Y todos, absolutamente todos, bajo el control poderoso que llegaba hasta ellos por los
minúsculos receptores alojados en su cerebro.
Alexander se preguntó cuál sería el plan de acción de los que regían el destino de los
homoides.
Desde luego, no tenían prisa alguna.
Era más que probable que llevasen siglos enteros actuando sobre la mente de sus esclavos
humanos. Y en contra de la infantil teoría de una rápida invasión espacial, Weber llegó a la
conclusión de que los «amos» estaban operando lenta pero seguramente.
Quizá no se atrevieran a acelerar el proceso, limitándose a evitar, fuera como fuese, la
integración de la humanidad.
Creadores de disturbios, aliñadores de guerras y conflictos, los «amos», quizá más débiles
de lo que parecían, se dedicaban a disolver cuantos generosos impulsos de unión nacieran
entre los hombres de buena voluntad.
¿Qué sacaban con ello?
En el caso de que los «amos» habitasen un planeta vecino, estaba bien claro que
contribuyendo a la desunión entre los terrícolas, se protegían de manera maravillosa.
—¡Harry!
La voz cortó en seco los pensamientos de Alexander. Había reconocido a Rebeca y se
alegró de verla. Mientras ella bajaba del taxi, que se había detenido junto a la acera, le sonrió.
—¡Creí que no le alcanzaría! —suspiró la muchacha, cogiéndose familiarmente del brazo
de él.
—¿Ha ocurrido algo?
—Sí. Se lo han llevado.
—Ya lo vi...
—No me refiero al cuerpo del alemán.
—¿Entonces?
—Han venido a por el doctor. ¡Y se lo han llevado!
—¿Al doctor Holser?
—Sí.
—Pero ¿cómo han podido hacerlo?
—Yo les vi salir. Le subieron al coche. Sólo tuve tiempo de reconocer a los mismos que
vinieron antes con la ambulancia.
—¡Dios mío!
Ella notó la palidez que aparecía en el rostro de Weber.
—¿Es que teme que le ocurra algo grave, Harry?
—No lo sé, Rebeca, pero no estoy demasiado seguro...
Ella le miró con una intensidad nueva.
—Usted sabe algo. ¿Es que no tiene confianza en mí?
El miró a uno y otro lado, lanzando rápidamente su «sonda telepática». Ninguno de los
transeúntes ofreció resistencia alguna a la penetración mental de Alexander.
Respiró.
—Vayamos a ese café, señorita Nelson. Allí podremos hablar con tranquilidad.
Se sentaron en una mesa apartada.
Cuando la camarera les hubo servido, Alexander empezó a hablar, relatando a Rebeca
tolos sus temores y el importantísimo descubrimiento que había hecho.
Le ocultó, sin embargo, su propia personalidad.
Ella le miró, aterrada.
—Pero... —balbució—. ¡Eso es espantoso!
Alexander asintió con la cabeza.
—Lo sé, Rebeca. Y también sé que nadie me creería. De no haber sido por...
Se detuvo a tiempo, mordiéndose los labios.
Por fortuna, la muchacha estaba aún bajo el terror de lo que había oído.
—Y ¿qué piensa usted hacer? —preguntó.
—Por el momento —repuso él con decisión—, investigar en la clínica de ese doctor
Moore.
—¿Es que sospecha de él?
—Sí.
—¿Por haber enviado a recoger el cuerpo del extranjero?
—No hay duda de que ese doctor conocía la existencia de la pequeña esfera en el cerebro
del accidentado. Además el que se hayan llevado al doctor Holser demuestra, bien a las
claras, que desean comprobar si él descubrió algo concreto. Desdichadamente...
—¿Qué?
—Yo abrí la esfera. Es posible, sin embargo, que al verla destrozada crean que se trata de
algún instrumento que la cortó, mientras que Holser operaba al paciente; pero no, es
imposible. Son demasiados listos para no percatarse de la verdad.
—Y ¿cree que podrá ocurrirle algo grave a Walter?
—Si creen que ha descubierto algo, sí.
—¡Dios mío!
—Por eso fueron a buscarle al hospital, sin perder tiempo, antes de que pudiera conversar
con alguien más.
—Pero, ¡si le hacen daño, será un crimen! ¡Deberíamos avisar a la policía!
Alexander sonrió tristemente.
—No nos creerían, Rebeca; es más, nos tomarían por un par de dementes escapados de un
manicomio.
Hubo un silencio.
Luego, tras aquella pausa que se prolongó largo rato, Weber dijo:
—No hay otra solución. He de penetrar en esa clínica, sea como sea. Incluso si he de
esperar la noche para hacerlo.
—¿Qué espera usted encontrar allí?
—Pruebas suficientes para poder demostrar a las autoridades del terrible peligro que corre
la humanidad entera.
«Bastará que un grupo de científicos estudie la estructura de las esferas y sus conexiones
en el cerebro humano, para que se percaten de que hay dos clases de criaturas racionales en la
Tierra: los hombres corrientes, los humanos ciento por ciento. Y los otros...
—¿Quiénes?
—Los homoides.
—¿Por qué los llama así?
—Porque no son hombres. A pesar de su apariencia humana, de su comportamiento
social, carecen de voluntad. No hacen más que obedecer las instrucciones que reciben.
—¿De dónde?
Alexander se encogió de hombros.
—Imposible saberlo... aún.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que, con todo detalle, deberá estudiarse el interior de la esfera receptora. Desde luego,
no hay duda alguna que el receptor intercerebral está preparado para captar emisiones que
llegan desde fuera de nuestro planeta...
—¡Cielos!
—Y, si se fija usted, Rebeca, en que ciertas esferas se alojan en los cerebros que dirigen
el mundo, será sencillo llegar a imaginar los siniestros proyectos de los seres espaciales que
han organizado esta singular invasión...
—Pero ¿usted cree que intentan atacarnos?
—No son tan estúpidos, Rebeca...
—No entiendo.
—El hombre, a pesar de sus contradicciones y defectos, ha alcanzado una fase de
desarrollo técnico defensivo que, en caso de invasión espacial directa, le permitiría luchar,
defenderse... e incluso triunfar.
»Las máquinas humanas son tan potentes como las que los invasores poseerían.
Olvidemos las descripciones fantásticas y disparatadas de muchos autores de Ciencia-
Ficción.
»Hoy lo tenemos todo: radar, energía atómica, rayo de la muerte... Atacar la Tierra en esta
época podría ser fatal para quien lo intentase.
»Por eso, amiga mía, no hay más que un viejo medio para triunfar: dividir. Impedir, sea
como sea, que los humanos se entiendan y se amen, se respeten y se ayuden.
»Dominarles sin que se den cuenta de que están haciendo el juego a unos enemigos
implacables.
—Comprendo.
—Por eso hay que evitarlo. Si consigo informar a nuestras autoridades, y ellas
comprenden la naturaleza real del peligro que se cierne sobre nosotros, se pondrán en
comunicación con el resto de las naciones, para luchar unidos contra los seres espaciales que
intentan destruirnos de tan alevosa manera...
Los ojos de Alexander brillaban de extraña manera.
—Quizá se halle aquí la explicación de mi presencia...
Ella frunció el ceño.
Alargó la mano, pasándola sobre la de aquel hombre extraño hacia el que experimentaba
una positiva atracción.
—¿Qué quieres decir, Harry? —inquirió, con un hilo de voz.
Era la segunda vez que le tuteaba. Él no fue insensible a la ternura de la muchacha.
Mirándola con fijeza, sintiendo sobre su piel el sedoso contacto de la Rebeca, musitó:
—Tú eres, después de mi madre, la única persona que me ha comprendido. He de decirte
algo, Rebeca...
Ella notó que la decisión de su compañero iba a ser de una trascendencia definitiva. Por
eso no dijo nada, conteniendo el aliento.
—Yo no me llamo Harry Dawner... —empezó a decir él, rehuyendo la mirada de la joven.
Rebeca siguió en silencio.
—Eres muy joven para recordarlo —siguió diciendo el hombre—, pero es casi seguro de
que habrás oído hablar de mí.
—¿De veras? —se atrevió a sonreír ella.
—Sí. Soy Alexander Weber, el niño-mutante, el hijo del hombre que consiguió escapar de
Centro Atómico, hace ahora un poco más de veinte años...
Ella le miró, sorprendida.
¡Claro que había oído su historia!
¿Quién no la oyó relatar mil veces? ¿Quién no había leído en revistas y periódicos los
recuerdos de aquel caso extraordinario?
Pues, a pesar de todo, las autoridades no se habían dado por vencidas, y continuaban
buscando a aquella extraña criatura. Los periodistas y articulistas repetían, de vez en cuando,
la historia de Alexander Weber.
—¿Dónde se encuentra el mutante? —se preguntaban—. ¿No será él culpable de tal
incendio, tal catástrofe aérea o ferroviaria?
Porque no habían olvidado la historia del autobús y de las tortugas.
«Debe de continuar siendo —afirmaban— una criatura patológica, capaz de llorar por la
vida de un gusano, importándole poco la de cien personas».
Miró a Weber.
No, no podía ser como decían. Ella le conocía como nadie, le había visto luchar para
salvar la vida de un ser humano; le sabía ahora dispuesto a pelear para defender a la
humanidad de un peligro apocalíptico.
—Nunca hice mal a nadie... —afirmó él.
Lo hizo con una pequeña voz, llena de ternura, como cargada con toda la afectividad de
que era capaz un corazón bueno.
Ella asintió.
—Te creo Alexander...
Al oírse llamar así, como hacía tanto tiempo que no lo oía, Weber sonrió.
Pero necesitaba justificarse.
Y lo hizo, con vehemencia:
—Aquél día, Rebeca, cuando hice detener bruscamente el autobús en Boston, yo no era
más que un niño. Apenas si comprendía los poderes que llevaba conmigo. Sólo vi la
desesperación de un pequeño. Y la tortuga, hacia la que avanzaba inexorablemente la enorme
rueda del vehículo...
—Te creo, Alexander —repitió ella.
—Pero ellos no lo hicieron, Rebeca. Me calificaron de monstruo. Y me persiguieron.
Luego...
Un sollozo rompió el hilo de su voz.
—Mi madre..., la maté...
—No digas eso, por favor.
—Es cierto. No me di cuenta de lo peligroso que iba a resultar comunicarme
telepáticamente con ella. Desquicié su cerebro de pobre mujer... y ella buscó en el suicidio la
única salida...
—Olvida eso.
—¡Ojalá pudiera hacerlo!
La presión de la mano de ella aumentó sobre la de él.
—No debes hacerte daño de esa forma, Alexander. Cuando los hombres se percaten de
todo lo que vas a hacer por ellos, no sólo te perdonarán, sino que te bendecirán por haberles
salvado...
Una triste sonrisa se pintó en los labios de Weber.
—¿Has visto alguna vez que los hombres agradezcan el esfuerzo de alguien que intenta
salvarles..., a pesar de ellos mismos?
Ella no dijo nada.
—Adivino, intuyo —siguió él— que ni siquiera mi sacrificio personal podrá servir para lo
que me propongo.
—¿Qué quieres decir?
— Nada.
—Pero... —insistió ella.
Fue Alexander quien ahora colocó su mano sobre la de la muchacha, presionándola con
firmeza; con dulce firmeza.
—No tiene importancia, querida...
Era la primera vez que la llamaba así. Y ella, que hubiera debido llenase de gozo, sintió,
por el contrario, una infinita tristeza apoderarse de su alma.
Le miró, más intensamente que jamás lo había hecho hasta entonces. Intentó descifrar lo
que brillaba en el fondo de las pupilas de aquella criatura extraordinaria.
Puso la mano derecha sobre la de Alexander, que ya aprisionaba la izquierda de la joven.
—Quiero ir contigo —dijo con voz decidida.
—Puede ser peligroso...
—No me importa. No quiero que vuelvas a encontrarte solo, como lo has estado todo este
tiempo.
Alexander esbozó una sonrisa.
—Nunca se está solo cuando se tiene una misión que cumplir, Rebeca; de todos modos, te
agradezco de veras que me acompañes.
Salieron del pequeño bar.
Sobre la verticalidad fría de los rascacielos, el cielo había cobrado un intenso color rojo,
llameante, entre manchas negras que dibujaban las nubes.
Rojo de fuego.
O de sangre.
XII

Tomaron el «metro» hasta el Bronx.


Cuando llegaron cerca de la clínica del doctor Moore, se percataron de que, por fortuna,
se trataba de un edificio bastante aislado, rodeado por amplios solares en los que aún no había
empezado a edificarse.
Pero, de todos modos, Alexander pensó que lo mejor sería esperar hasta el anochecer, ya
que la circulación por la calle donde estaba situada la clínica era bastante intensa.
Se alejaron y entraron en un bar, tres calles más abajo, sentándose en un rincón apartado,
pero sin conversar, encerrados en un silencio que parecía estar de acuerdo con la
intranquilidad que experimentaban.
Cuando la luz que penetraba por la ventana cercana empezó a teñirse de rojo, Weber
levantó la cabeza, echando luego una rápida ojeada a su reloj de pulsera.
—Creo que ya podemos ir —dijo, en voz baja.
Pagó al camarero y, seguido por la muchacha, salió a la calle. Las nubes que durante toda
la tarde habían enrojecido la ciudad, se ennegrecían ahora, precipitado la llegada de la noche.
Antes de entrar en el bar, habían dado la vuelta a la manzana donde estaba situada la
clínica; así, ahora, se dirigieron directamente a la puerta trasera mirando el pequeño muro que
circundaba la finca.
Alexander se volvió hacia Rebeca, mirándola intensamente.
—Te aconsejaría que me esperaras aquí —dijo.
Ella negó enérgicamente con la cabeza.
—No, te acompañaré. Prefiero estar a tu lado... —hizo una pausa y se pasó la lengua
rápidamente por los labios para agregar seguidamente—, pase lo que pase.
—Está bien.
Momentos después, Alexander se encaramaba al muro, tendiendo luego las manos para
ayudar a Rebeca, que demostró una gran ligereza para subir junto al joven.
La oscuridad era ya lo bastante densa como para que no pudieran divisar con claridad lo
que había al otro lado del muro. Sombras fantasmagóricas, que luego resultaron ser árboles,
cubrían el amplio espacio que circundaba el edificio por su parte posterior.
Anduvieron despacio, procurando mantenerse junto a los árboles, aunque seguían una
ondulante senda arenosa.
Un silencio ominoso les envolvía.
Cuando llegaron junto la fachada, comprobaron que había luz en el primer piso, y aquella
claridad les permitió notar que las ventanas estaban cubiertas por tela metálica.
Alexander estudió detenidamente los alrededores, hasta que encontró el cable del
pararrayos, llamando con un gesto a la muchacha.
—¿Te atreverás a subir por aquí? —le preguntó.
—Si me ayudas, sí.
Instantes después, trepaba Weber, seguido por Rebeca, a la que él ayudaba lo mejor
posible. Llegaron así a la terraza de la planta superior, donde descansaron unos instantes,
regularizando su respiración entrecortada por el ejercicio que acababan de realizar.
Las ventanas iluminadas daban a la parte de la fachada en la que no había terraza. Pero
los dos jóvenes encontraron en ésta una puerta que cedió con facilidad al pequeño empujón
que le propinó Alexander.
Se encontraban exactamente en el rellano terminal de la escalera.
A la derecha, un pasillo debía de conducir a la zona iluminada de la casa. Cogida a la
mano izquierda de Weber, Rebeca le siguió, volviendo repetidas veces la cabeza hacia atrás
sin poder desprenderse de la honda sensación de angustia que la embargaba.
Pero nada sucedió.
Finalmente, Alexander se detuvo delante de una puerta, que empujó con suavidad,
asomando primero la cabeza hasta convencerse de que allí no existía peligro alguno.
—Entremos —musitó al oído de su compañera.
Estaban precisamente en la habitación iluminada.
Era una sala amplia, alargada, de forma rectangular y techo bajo. Todo un lado estaba
ocupado por una docena de minúsculos lechos, en realidad se trataba de cunas.
Soltando la mano de Rebeca, Alexander se acercó a las camitas, percatándose de que
todas ellas estaban ocupadas.
Rebeca se acercó también.
Pero mientras que los ojos de la muchacha concentraban su mirada en los rostros de las
pequeñas criaturas, la mirada de Alexander, mucho más profesional que la de su compañera,
se había concentrado en la parte alta del cráneo de uno de aquellos bebés.
Frunciendo el ceño, inclinóse y alargó el brazo hasta rozar el cráneo del niño con las
yemas de los dedos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó la muchacha, con un susurro.
Se volvió hacia ella.
—Han sido trepanados, Rebeca.
Ella abrió los ojos, dilatándolos, sobresaltada.
—¿Eh?
—Es cierto. Fíjate en la cicatriz que ha quedado en el cráneo de cada uno de estos niños.
—Y ¿qué quiere decir eso?
—Ya puedes imaginártelo. En cada uno de estos cerebros, yace ahora una esfera como la
que yo encontré en el interior de la cabeza del accidentado.
—¿Quieres decir que...?
—Homoides. Sí, Rebeca. Son criaturas destinadas a obedecer ciegamente los mensajes de
nuestros enemigos del Espacio...
Hizo un gesto, señalando vagamente las cunas alineadas a lo largo de la pared.
—Algunos de estos niños llegarán a ser jefes de Estado, personalidades importantes,
figuras militares o económicas... ¿Qué más da? Lo cierto es que serán esclavos de ese
maligno poder que intenta destruir todo lo que el hombre ha hecho sobre la Tierra.
Rebeca no pudo evitar un estremecimiento.
Pero sus labios, aunque se movieron, no dejaron escapar sonido alguno.
Arrastrado por el gigantesco descubrimiento que acababa de confirmar, Alexander Weber
seguía hablando, como si se dirigiera ya a los hombres a los que deseaba informar de todo
aquello.
—Cientos de clínicas como ésta, Rebeca, no han cesado de lanzar al mundo grupos de
homoides, cada vez más numerosos. Yo no sé lo que puede impedir a los seres que los
controlan una mayor producción de esferas. Pero es fácil adivinar lo que ocurrirá el día que
tengan cuantas quieran. Entonces los seres humanos irán desapareciendo y los homoides se
apoderarán por entero de lo que luego han de presentar, como en bandeja, a sus amos de más
allá de nuestro mundo.
—¡Hay que impedirlo!
—Eso es lo que voy a hacer. Con uno de estos niños me bastará.
—¿Vas a llevártelo?
—Sí.
—Y ¿qué harás con los otros?
—Matarlos.
Ella se llevó la mano a los labios, evitando que el grito de horror brotase de su boca.
Comprendiendo sus sentimientos, Alexander la agarró por un brazo, firmemente, al
tiempo que le decía:
—No son niños como lo que aparentan, Rebeca. Han dejado de ser humanos desde el
mismo instante en que los tentáculos de la esfera que llevan en la cabeza entraron en
conexión con los centros nobles del cerebro, quitándoles la voluntad.
—¡No lo hagas, Alexander! —suplicó ella. Pero ya era demasiado tarde.
Cuando abandonaron la clínica, media hora después, Rebeca apretaba contra su pecho el
minúsculo envoltorio que Alexander le había confiado.
Y cuando, de reojo, miró al hombre que la acompañaba, mientras se dirigían a una parada
de taxis situada no lejos de la clínica, comprendió que nada podría unirla ya a aquel ser.

* * *

Empezó a decidirse poco después.


Mientras el taxi les conducía hacia Nueva York, ella apretaba con fuerza el bebé que
llevaba en brazos.
Había vuelto el rostro hacia la ventanilla y, de espaldas a Alexander, se dejaba acaparar
por la angustia que la tenía presa.
Una angustia indecible.
Intentó razonar, al principio, diciéndose que Weber tenía sus razones para obrar como lo
había hecho, en bien de una causa que iba a salvar a la humanidad entera.
Pero rechazó, de golpe, aquella clase de ideas.
Poco a poco, lentamente, surgieron del fondo de su espíritu recuerdos y convicciones que
la fueron apartando del hombre que, silencioso, ensimismado, iba sentado a su lado.
Recortes de periódicos, frases que había escuchado, murmullos perdidos en la sombra del
tiempo... Todo surgió en su conciencia, arrastrándola hacia una convicción cada vez más
fuerte.
Había empezado a lloviznar y el ruido monótono del limpia-parabrisas parecía repetir
incansablemente:
«Es un mutante... Es un mutante... Es un mutante...»
Se atrevió a mirarle de reojo, volviéndose rápidamente hacia la ventanilla.
—Es un monstruo... —musitó, entre dientes.
Sólo una criatura sin entrañas hubiera sido capaz de segar las inocentes vidas de los niños
de la clínica; sólo un ser incapaz de sentirse unitario con el resto de los humanos habría
podido hacerlo...
De repente, recordó lo que le había dicho Alexander respecto a su terrible poder
telepático.
Y ¿si estuviese leyendo sus pensamientos?
Se estremeció.
Aterrada, bloqueó sus ideas, esforzándose por no pensar en nada; no obstante, no pudo
detener la marcha de su cerebro, y el miedo fue apoderándose de ella, produciéndole
temblores cada vez más intensos.
Tenía que decidirse.
Habría de hacerlo cuando el coche se detuviese cerca de la casa en la que habitaba el
mutante. Si dejaba que él la arrastrase hasta su domicilio, estaría irremisiblemente perdida.
Por otra parte, no estaba dispuesta a permitir que el niño que llevaba en los brazos, el
único que se había salvado a la hecatombe de la clínica, sufriese el menor daño.
Le apretó con renovada fuerza contra su seno.
El taxi se detuvo en aquel instante.
Por suerte para Rebeca, a pesar de la hora avanzada, la gente circulaba por las aceras.
Había dejado de lloviznar y los noctámbulos, hombres y mujeres, disfrutaban de las fresca
noche de otoño.
En cuanto salió del vehículo, ella entró en acción.
Echó a correr, con el niño en los brazos, gritando como una desesperada:
—¡Salvadme! ¡Salvad al niño! ¡Detenedle! ¡No es un hombre! ¡Es un monstruo que acaba
de matar a muchos bebés como éste!
La gente reaccionó en seguida.
Una pareja de agentes, que paseaban tranquilamente por la calle, se unió al gentío, junto a
Rebeca, la cual, sosteniendo con una mano al bebé, señalaba con el brazo extendido a
Alexander.
Weber se había quedado alelado, junto al borde de la acera, sorprendido por los gritos de
la muchacha.
La llamó una vez:
—¡Rebeca!
Pero apenas si le quedó tiempo para hacerlo. Se vio rodeado por una masa rugiente. Los
golpes llovieron sobre él. Luego, cuando la sangre brotaba por su rostro, dos brazos
uniformados le cogieron con fuerza.
—¡Apártense! ¡Por favor! —gritó uno de los agentes.
—¡Es un asesino! —chilló una mujer—. ¡Un asesino!
—¡Linchémoslo! —propuso otro.
La llegada de un coche—patrulla resolvió todo. Momentos después, entre dos agentes,
con las esposas puestas en las muñecas, Alexander se alejó de la calle donde vivía.
Estaba como anonadado.
Cuando salió de su asombro, comprendiendo poco a poco lo que había sucedido, volvió el
rostro hacia los dos policías que le encuadraban.
Su sonda telepática se puso en marcha.
Pero aquellos dos hombres llevaban esferas en sus cerebros, y Alexander tropezó con la
terrible barrera que detenía su impulso mental.

* * *

La noticia estalló en Nueva York, y luego por los cuatro rincones del mundo.
¡El mutante había caído en las redes de la ley!
Y los periódicos repitieron la historia de Fred Weber, su huida del «Center», el
nacimiento de su hijo en tierras mejicanas, el regreso de Elsa, el accidente en Boston, la huida
del mutante, su desaparición.
Lo que más exacerbó los ánimos de la gente fue el relato minucioso de lo que Weber
había hecho en la clínica del doctor Moore.
Hubo manifestaciones. La gente se trasladó a Sing-Sing, donde habían encerrado a
Alexander, pidiendo que se le entregase el detenido.
Tuvieron que intervenir fuertes contingentes de la policía para detener al furioso
populacho.
Una tarde, la puerta de la celda se abrió.
Un hombre alto, bien vestido, con una sonrisa profesional en sus delgados labios, penetró
en la celda.
—Me llamo Nobel Lay y soy su abogado, señor Weber.
Alexander guardó silencio.
El otro se sentó en un banquillo, sacando una pitillera de oro. Ofreció un cigarrillo al
detenido, que negó con la cabeza.
—Como quiera —dijo el hombre de ley encendiendo el suyo—. Vamos a intentar
ponernos de acuerdo.
—No creo que sea posible.
—Hemos de intentarlo. ¿Por qué hizo eso?
Weber no tenía ganas de hablar. Había reflexionado mucho y se daba cuenta de que había
caído estúpidamente en un cepo del que iba a serle imposible escapar.
Un sondeo telepático le demostró que Lay era un hombre y no un homoide.
Entonces se animó y empezó a hablar, relatando su descubrimiento y haciendo al abogado
partícipe de sus sospechas.
Un gesto de incredulidad se pintó en el rostro de Nobel Lay.
—¡Es fantástico! —exclamó.
—Así lo parece, señor Lay. Pero hay una manera de demostrar la verdad de cuanto le he
dicho.
—¿Cuál?
—Examinando el cerebro el niño que Rebeca y yo sacamos de la clínica.
El abogado torció el gesto.
—¡Imposible! —suspiró luego.
—¿Por qué?
—Fue lamentable. Apenas le detuvieron a usted, que un coche atropelló a esa señorita y
al bebé que aún llevaba en los brazos.
Weber se mordió los labios hasta hacerse sangre. Pero, reponiéndose, preguntó:
—¿Y los cuerpos?
—Por suerte, una ambulancia de la clínica del doctor Moore pasaba por allí.
Vencido, Alexander bajó la cabeza.
—Es inútil —dijo—. No merece la pena hacer nada.
—¡Yo deseo ayudarle! —exclamó el abogado con vehemencia.
—Gracias, pero no servirá de nada.
—Ya lo veremos.
Weber agradeció sinceramente la buena disposición de su defensor. Pero al día siguiente,
cuando le anunciaron la visita del hombre de leyes, fue otro el que penetró en la celda.
Otro que tenía una esfera en el cerebro.
Un homoide.

* * *
La sala estaba plena. Fue necesario hacer que policías uniformados ocupasen la primera
fila de asientos, en la tribuna pública, en evitación de disturbios.
Cuando Alexander apareció, encuadrado por los dos agentes que le hicieron penetrar en la
sala, el público prorrumpió en pitidos y gritos. El presidente hubo de advertir que estaba
dispuesto a desalojar la sala si el silencio y el orden no se restablecían en seguida.
Se concedió la palabra al fiscal.
Éste habló extensamente, exponiendo los hechos. Hizo un relato de la vida de Alexander,
de su nacimiento anormal, de su inteligencia perversa, de sus instintos criminales.
—No debe extrañarnos nada —dijo—, ya que Weber no tiene nada de humano. Los
hombres de ciencia que han estudiado su caso están convencidos de que la mutación mató en,
su persona todos los buenos instintos, desarrollando en él los más primitivos, pero bajo el
servicio de una inteligencia superior y perversa.
Cuando el defensor habló, relató las ideas de Alexander, que con toda seguridad le había
comunicado el anterior abogado.
Pero el fiscal no le dejó terminar.
—Sólo un cerebro delirante —dijo— puede concebir fantasías de ese tipo. Sus
intenciones están claras: deseaba sembrar el pánico en la humanidad, amenazándola con un
peligro que creó su retorcida mente.
Sin contenerse, Alexander se puso en pie.
—Si tan seguro está el ministerio público —gritó—, ¿por qué se hizo desaparecer el
cadáver del niño que Rebeca y yo sacamos de la clínica?
—Y ¿qué tiene que ver ese cadáver?
—¡Que se le haga la autopsia! Que se examine su cerebro y se descubrirá la esfera...
El fiscal sonrió.
Volviéndose hacia los miembros del jurado, se acercó a ellos.
—Esperaba una reclamación de ese tipo —dijo—. Naturalmente, no es éste lugar
apropiado para llevar a cabo una necropsia. Pero en estos momentos y en una sala no lejos de
aquí, se está haciendo el estudio del cerebro del cuerpo del niño, que fue exhumado para esta
ocasión.
Weber frunció el ceño.
—¿Quién hace la necropsia? —preguntó.
—Un grupo de profesores de la universidad de Harvard. ¿O no los considera usted lo
suficientemente competentes?
Alexander no dijo nada.
Momentos después, todavía con sus batas, tres doctores penetraron en la sala, ocupando
por turno el asiento de los testigos.
Sus manifestaciones fueron idénticas.
—Hemos examinado el cerebro del niño, sin encontrar objeto extraño alguno.
Otra vez saltó Alexander de su asiento.
—¿No observaron las huellas de una reciente trepanación?
—Sí, pero el doctor Moore nos advirtió de ello. Su clínica es de Otorrinolaringología.
Todos los pequeños albergados en ella han sido trepanados, al no responder los antibióticos...
Alexander sonrió tristemente.
Acababa de lanzar su sonda telepática y comprobar que los tres profesores eran...
«homoides».
XIII

De nuevo le encerraron en la celda.


No iban a tardar mucho en dictar la sentencia. Alexander se daba perfecta cuenta de que
no existía la posibilidad más remota de salvación para él.
Estaba irremisiblemente perdido.
Cuando la noche oscureció el patio de la prisión de Sing-Sing, al norte de la ciudad de
Nueva York, un coche se detuvo ante el portalón central.
Momentos después, el hombre que hacía de fiscal en el proceso penetró en la
penitenciaría, obteniendo inmediatamente el permiso para visitar al detenido.
Alexander se incorporó al oír que la puerta se abría. El fiscal penetró en la celda,
haciendo un gesto al guardián para que volviera a cerrar la puerta trasera.
Antes de hablar, encendió un cigarrillo, mientras se encogía de hombros cuando Weber se
negó a aceptar el que le ofrecía.
—He venido a proponerle algo —dijo, sentándose en una banqueta y apoyando su espalda
en la pared.
—Le escucho.
—Si usted confiesa la manera con que ha adivinado la existencia de esas fantásticas
esferas, podríamos llegar a un arreglo.
Los ojos del detenido adquirieron un brillo metálico.
—Entonces ¿empieza usted a creer en ellas?
—Creo que el que pregunta soy yo.
Por primera vez en su existencia, Alexander estuvo a punto de ceder al ofrecimiento que
le hacían. También por vez primera, algo íntimo pareció alertar su deseo de vivir.
Era como si las cosas hubieran cambiado bruscamente de signo y, dejando de ser el
extraordinario hombre que era, hubiera adquirido la simple medida de un hombre normal y
corriente.
Incluso se permitió el lujo de pensar lo feliz que hubiera sido al lado de Rebeca Nelson.
Pero casi en seguida, de una manera extraña y misteriosa, su cerebro cerró bruscamente el
paso a aquellas ideas humanas, volvió a apoderarse de él la sensación todopoderosa del papel
que debía jugar en una historia en la que, ciertamente, no llegaba a comprender su sentido.
¿Qué le estaba ocurriendo?
De nada le sirvió el esfuerzo que hizo para volver a encontrar en su espíritu las sencillas
ideas que había tenido antes.
Miró con fijeza al fiscal y dijo, con un tono profundo en la voz:
—Lo lamento, señor. No puedo hacer nada por usted.
El otro asintió con la cabeza.
—Lo esperaba. De todos modos, debía intentarlo.
Llamó al guardián y, momentos después, sin volver a mirar al detenido, abandonaba
definitivamente la celda.

* * *

El fiscal se volvió hacia los miembros del jurado.


—Han permanecido ustedes cerca de dos horas reunidos —dijo—. Comprendo las
dificultades que han tenido para ponerse de acuerdo. ¿Tienen ya su veredicto?
El jefe del jurado, que se había puesto en pie, movió la cabeza de arriba a abajo.
—Sí, lo tenemos.
Intervino entonces el juez, después de dar, por puro formulismo, un martillazo sobre la
mesa.
—Que el acusado se ponga en pie.
Weber obedeció.
Entonces, el juez preguntó al jefe del jurado:
—¿Cuál es el veredicto?
—Culpable, Su Señoría.
El juez se volvió hacia el acusado.
—Alexander Weber: Este tribunal, después de recibir el veredicto del jurado, legalmente
constituido, y el cual acaba de afirmar su culpabilidad en un homicidio múltiple y con
premeditación y alevosía, le condena a morir en la silla eléctrica dentro de un plazo que
nunca podrá exceder a una semana. ¡El juicio ha terminado!
Antes de abandonar la sala, encuadrado por los dos policías que iban a conducirle a la
celda de los condenados a muerte, Alexander lanzó un último sondeo telepático hacia el
escaño ocupado por el jurado.
Una triste sonrisa entreabrió ligeramente sus labios.
Todos, absolutamente todos, eran Homoides.

* * *

Oyó, con toda claridad, el ruido que producían los pasos en el largo pasillo que conducía
a las celdas de los condenados a muerte.
La suya era la número siete.
Durante los pocos días que esperó el momento supremo, no había salido de aquel estado
especial que su mente adquirió, sin que pudiera explicarse lo que le estaba ocurriendo.
Ningún sentimiento verdaderamente humano, ni siquiera natural a la muerte, prendió en
su mente en las largas horas de espera.
A veces, en contadísimas ocasiones, intentó con todas sus fuerzas estudiar su propio caso,
diciéndose que no estaba obrando, ni muchísimo menos, como un ser humano.
—¿Qué me pasa? —se preguntaba paseando de un lado para otro en la estrecha
dimensión de la celda—. ¿Por qué no reacciono normalmente?
Se detenía mirando la rugosa superficie de la pétrea pared.
—Ahora, cuando estoy perdido para siempre, cuando a pesar de todos mis esfuerzos ha
fracasado la misión que me había impuesto, debería sentirme desesperado, defraudado y
descontento...
Pero no era así.
Lo que le ocurría podría parecer algo semejante a lo que acontecería a alguien que tuviese
«la completa seguridad» de que no iba a morir.
—¡Pero esto no es posible! —seguía diciéndose, en un soliloquio interminable—. No hay
nada que hacer. Muy pronto vendrán a buscarme y me conducirán a la silla eléctrica...
Entonces, ¿qué demonios me ocurre?
Los pasos se iban acercando y rompieron definitivamente el hilo de sus pensamientos.
Se abrió la puerta.
El cortejo estaba formado por tres personas: Dos guardianes que iban a conducirle a la
silla eléctrica y el director de la penitenciaría, rigurosamente vestido de negro.
—Ha llegado la hora de pagar tus culpas, Alexander Weber.
Un rápido sondeo telepático demostró al condenado que el director de la penitenciaría no
era un homoide.
Aquello casi le hizo sonreír.
Pero había comprendido, hacía muchísimo tiempo, que los que gobernaban la Tierra eran
los extraños muñecos, con apariencia humana, que llevaban en sus cerebros las esferas, que
eran como las argollas de los antiguos esclavos.
Quizá, pensó, en un futuro más o menos remoto, aparecerían nuevos hombres de su
estirpe, seres de clase superior que proseguirían la lucha que tan fructuosamente había él
iniciado.
—Vamos —musitó el director.
Con un policía a cada lado, Alexander Weber abandonó la celda, y echó a andar por el
largo pasillo, hasta llegar al final, donde subió los seis escalones que conducían a la sala de la
muerte.
Nada más entrar en ella, vio a través de unas ventanas protegidas por gruesos cristales, los
rostros de los testigos de la ejecución y las cámaras de algunos periodistas a los que se había
permitido la entrada.
Luego volvió la cabeza para mirar hacia la silla eléctrica.
Por un momento, una especie de destello que duró una cortísima fracción de segundo,
Alexander Weber experimentó una honda sensación de miedo.
Pero aquel desfallecimiento desapareció como por ensalmo.
En seguida, de nuevo, la tranquilidad volvió a caer sobre él, al tiempo que se reproducía
aquella curiosa sensación de seguridad, como si la máquina de la muerte fuera incapaz de
hacerle el menor daño.
A un gesto de los guardianes, se acercó al fatídico sillón, donde el verdugo se ocupó de
cerrar las correas alrededor del cuerpo, desgarrando después sus pantalones y su camisa para
colocar los electrodos en una de las piernas y en el pecho, en la región cardíaca.
Le pusieron luego el casco metálico.
Cuando la capucha cayó sobre sus ojos, la última visión que tuvo Alexander Weber fue la
del rostro del director que, intensamente pálido, había levantado el brazo para dar la señal de
la ejecución.
Luego se hundió en la nada.

* * *

Fred Mirror, el viejo guardián del depósito de cadáveres de la penitenciaría de Sing Sing,
lanzó una mirada a su alrededor, mientras encendía parsimoniosamente un cigarrillo.
De las ocho mesas de mármol, sólo una estaba ocupada.
Habían traído aquel «fiambre» por la mañana. Y aunque el director dijo que vendrían
unos profesores de la Universidad para hacer la autopsia, nadie había aparecido todavía.
—Es un fastidio —rezongó el viejo guardián echando una mirada a la forma cubierta por
un lienzo no muy blanco. —De no ser por este tipejo, yo podría estar tranquilamente en mi
casa...
Salió de la sala, dirigiéndose hacia el pequeño despacho, donde en un pequeño armario
guardaba una hermosa botella de whisky.
Bebió un par de largos tragos y luego, con la colilla apagada entre los labios, inclinó la
cabeza sobre el pecho, cerrando los ojos al tiempo que sentía que un sopor creciente se iba
apoderando de él.
No estaba ya para aquellos tragos.
Faltaban dos meses para que le llegase la jubilación y estaba deseando dejar aquel
macabro empleo para dedicarse a sus nietos, ya que pensaba vivir en la casita que su yerno
había comprado en la parte más pintoresca del Bronx.
Mientras Mirror se dejaba acunar por sus próximos proyectos, algo estaba ocurriendo en
la mesa donde yacía el cadáver de Alexander Weber.
Bajo el lienzo que le cubría, el cuerpo sufrió una especie de estremecimiento, al tiempo
que la boca, de labios azulados, se abría poco a poco.
De haber visto el espectáculo que iba a seguir, el viejo Mirror no hubiera gozado nunca
de su jubilación, ya que un lógico colapso habría terminado para siempre con su vida.
Pero, afortunadamente para él, Fred estaba hundido en aquellos momentos en un ensueño
repleto de imágenes agradables.
La boca de Weber siguió abriéndose.
En su cuerpo, completamente desnudo, el contacto directo de los electrodos había dejado
una negra marca sobre el seno izquierdo, otra sobre la pierna derecha y una especie de corona
negruzca alrededor de su cabeza, a la altura de las sienes.
La rigidez cadavérica había empezado ya hacía tiempo, quizá por eso las contracciones de
los músculos maseteros producía ahora un chirrido especial, al tiempo que la boca iba
abriéndose con lentitud.
La expresión del rostro del muerto era alucinante.
Parecía como si fuera a emitir un grito de protesta.
Pero, cuando la boca se hubo abierto, hasta alcanzar un diámetro aproximado de unos
ocho centímetros, un objeto blancuzco, que no podía confundirse con la lengua, apareció
entre los labios exangües.
Era un objeto redondeado, brillante y viscoso, que consiguió salir, arrastrándose luego
para permitir que le siguieran seis largos tentáculos.
Aquellos seudópodos, algo gruesos junto al cuerpo, terminaban en prolongados hilos,
cuyo extremo se hacía invisible.
Si Fred Mirror hubiera contemplado aquella extraña criatura, hubiera pensado
inmediatamente en un calamar o en un pulpo de pesado tamaño.
La criatura viscosa abandonó la boca del muerto, dejándose escurrir después hasta el
tórax de Alexander, para luego seguir el curso de las costillas y terminar sobre la mesa de
mármol.
Su marcha, que hasta entonces había sido lenta, se aceleró. La criatura reptó sobre la capa
de baba que iba segregando, orientándose rápidamente y dejándose deslizar por una de las
patas de la mesa.
Pasó muy cerca del cubículo donde Mirror roncaba sonoramente.
Cuando llegaba ante una puerta, su cuerpo se aplanaba de tal forma que hacía posible el
paso por debajo del obstáculo, volviendo luego, al otro lado, a recuperar su forma natural.
En cuanto hubo abandonado el cuerpo de Alexander, éste sufrió una transformación tan
rápida como profunda, empezando entonces una descomposición que ningún doctor hubiera
podido explicar satisfactoriamente.
Seguro que cuando llegaron los profesores encargados de la autopsia, iban a llevarse la
mayor sorpresa de su vida.

* * *

Por una extraña coincidencia, el borracho se llamaba Alexander.


Alexander Teppleton.
Había estado bebiendo toda la noche y parte de la mañana. Pero era muy curioso que
Teppleton se hubiese alejado de su camino habitual, acercándose a la orilla del río, no muy
lejos de la entrada de Sing-Sing.
Nunca había tomado aquel camino.
Pero vaya usted a saber lo que ocurre en el interior de un cerebro, como el de Alexander,
completamente embebido en alcohol.
Se había dejado caer, sobre la hierba, a menos de diez yardas del muro que circundaba la
penitenciaría.
Por aquel muro se deslizó, como una babosa, la extraña criatura que había estado alojada
en el interior de Weber.
Parecía como si aquel ser conociera exactamente no sólo el camino que debía recorrer,
sino también la existencia del beodo, hacia el que avanzó, escurriéndose sobre la húmeda
hierba.
Teppleton dormía, boca arriba, respirando con fuerza.
Tenía la boca muy abierta, y la babosa no tuvo dificultad alguna en penetrar por ella,
desapareciendo en el interior de Alexander.
Gracias a los finísimos terminales de sus tentáculos, le fue sencillísimo perforar la unión
de los huesos paratinos, adentrándose por allí para, dejando a un lado el esfenoides, penetrar
directamente en el cerebro del borracho.
Lo que ocurrió momentos después fue sumamente curioso.
Despertándose de una manera brusca, Teppleton se incorporó, empezando a andar como
si no hubiese bebido un solo trago en su vida.
Se alejó de la prisión, tomando un autobús en la terminal cercana.
Sentado no lejos del conductor, hizo algo que jamás había hecho: Acertó a confeccionarse
un excelente nudo con la corbata y se pasó las manos por los pantalones cogiendo el pliegue
entre el índice y el pulgar, como si sólo le importara la elegancia de su atuendo.
Descendió del vehículo antes de que éste penetrara en la ciudad de Nueva York.
Si algún amigo de Teppleton le hubiera visto en aquellos momentos, no hubiera dado
crédito alguno a sus ojos.
Porque Alexander pasó, en aquel lejano suburbio, ante media docena de bares y
cafeterías, sin que ni siquiera volviese la cabeza hacia la entrada, siguiendo su camino, con
paso firme, como si caminara con un propósito determinado.
Y así era.
Dejó atrás la aglomeración urbana, avanzando por un camino de tierra hasta llegar a una
minúscula casa, de aspecto abandonado.
Cuando estuvo junto a ella, se inclinó, levantando una piedra que había al lado de la
entrada. Cogió la llave que estaba allí escondida y abrió la puerta.
No había más que una habitación, de dimensiones reducidas, sin ninguna ventana.
Aquella casa tenía todo el aspecto de esas pequeñas construcciones destinadas a guardar
la herramienta y que los agricultores o peones camineros utilizan como depósito.
Teppleton cerró la puerta tras él.
La oscuridad era completa, pero aquello no pareció preocuparle en absoluto.
Como si fuera un animal nictálope, se dirigió con paso seguro hacia uno de los rincones
donde había una caja de regular tamaño, que abrió, levantando la tapa metálica.
Un complejísimo aparato de transmisión apareció ante él.
Las manos de Teppleton, que el alcohol había hecho temblorosas hasta el punto de ser
incapaz de liar un cigarrillo, se movieron con una precisión matemática, accionando los
mandos.
La poderosísima emisora se puso en marcha, con un ronroneo peculiar.
Momento después, Teppleton cogía el micrófono, dotado de un hilo extensible,
acercándolo a sus labios.
Habló en una lengua extraña, que no tenía nada de humano, donde una exagerada
aglomeración de consonantes producía un siseo indescriptible.
—Aquí, M-281. La operación «Alexander Weber» ha fracasado. Nuestros oponentes
siguen dominando la situación en este planeta. No quiere decir esto que la lucha haya
terminado. Repetiremos la experiencia cuantas veces sea necesario.
Hizo una pausa.
—Acabo de alojarme en el cuerpo de un hombre insignificante, pero que pienso
transformar en un nuevo «Homo Súper». Necesitaría, sin embargo, que enviasen a alguien
para ayudarme. Nuestros enemigos, procedentes de este mismo sistema solar, son inferiores a
nosotros, dueños ya de casi toda la Galaxia.
»Pero hemos de darnos prisa. Nuestros adversarios dominan casi por completo la
situación. Si mis cálculos no son erróneos, dentro de poco los terrícolas habrán dejado de
existir como tales y ninguno de ellos escapará al control de nuestros oponentes.
»Si consigo refuerzos, podremos iniciar la lucha y derrotarlos por completo. Después de
todo, los terrícolas no son más que criaturas inferiores, que ahora se mueven en manos de
nuestros adversarios, pero que muy pronto pueden estar a las órdenes del Gobierno de la
Galaxia.
»Espero instrucciones y apoyo. Mensaje terminado».

FIN

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