Está en la página 1de 6

TRABAJO SOBRE EL PRÓLOGO Y LA INTRODUCCIÓN DE LA OBRA DE JOSEPH

RATZINGER, INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO

Alumno: Eugenio Muinelo Paz

1.

Desde su mismo prólogo, la obra explicita con claridad cuál es su propósito: defender la
dignidad teológica, ética, metafísica y epistemológica de la fe cristiana. No es que se trate,
estrictamente hablando, de un tratado “apologético”, aunque, desde luego, no se escatiman en ella
esfuerzos polémicos contra los ataques que el cristianismo ha recibido de la Modernidad secular, así
como contra tergiversaciones de la fe cristiana provenientes de entornos en principio cristianos.
En consonancia con su título, el libro persigue un objetivo bien humilde, pero en absoluto
fácil: ofrecer una vía de acceso rigurosa, sintética y comprensible al núcleo de la fe cristiana tal y
como este se cristalizó en el credo apostólico. De ahí que Ratzinger lo clasificase bajo la rúbrica
genérica de “introducción”, y no de ningún tratado específico de teología sistemática. Decimos de
tal objetivo que no es en absoluto fácil, porque para lograrlo es preciso antes liberarnos de multitud
de prejuicios y malentendidos que han ido emborronando a lo largo de los siglos la cristalina
elocuencia del símbolo de la fe. No obstante, como sobre todo el primer capítulo de la introducción
expone de manera meridiana, la vocación de la obra no fue eminentemente “arqueológica”. Es
decir: la cuestión no era, para Ratzinger, excavar en la ya milenaria cultura occidental para
descubrir, enterrado en su fondo, el “depósito de la fe” inmune a las vicisitudes del tiempo y de la
historia. Aunque en ocasiones (más aún, después de su designación como papa bajo el nombre de
Benedicto XVI) se haya dibujado una caricatura de su pensamiento como una tajante impugnación
in toto de la Modernidad, nadie que haya leído estas páginas ratzingerianas puede afirmar eso
cabalmente. En verdad, todo el capítulo primero pretende ser un diálogo honesto y respetuoso con
la cultura moderna, de modo que no encontraremos aquí ningún tradicionalismo estático e
indiscriminado, y sí, en cambio, una reivindicación apasionada de la permanente actualidad de la
verdadera tradición en su imbricación con (que no claudicación ante) cada época histórica.
La fe no es un repertorio de doctrinas ni de ideas, sino una transformación radical de la
totalidad de nuestra existencia. En cierto sentido, dicha transformación no es más arriesgada o
extraordinaria en sí misma hoy que en plena Edad Media. Pero sí se han producido cambios
culturales de gran calado que afectan directamente a las circunstancias en las que puede tener lugar
el acto de fe. No es el menor de ellos, justamente, el que la fe haya pasado a ser comprendida como
un conjunto de proposiciones a las que un sujeto asiente. Esa es una concepción típicamente
moderna que sí desvirtúa la esencia de la fe cristiana, pues esas “proposiciones”, desvinculadas de
la con-versión integral de la persona y del contexto eclesial y comunitario en que se enuncian,
pierden todo su sentido. Así, pues, si la entendemos correctamente, nunca podremos sostener que la
fe haya sido alguna vez (en los tiempos de la “cristiandad”) algo obvio y aproblemático, ni tampoco
que sea ahora, en nuestros tiempos líquidos y posmodernos, algo imposible y extravagante. Este es
uno de los primeros malentendidos que Ratzinger quiere deshacer.
A continuación, en el mismo capítulo primero, se deshace otro, igualmente muy extendido, y
que consiste en afirmar que el “creyente” y el “no-creyente” son como compartimentos estancos de
la condición humana, y que nada tienen que aprender ni que escuchar el uno del otro. Ratzinger
arguye, al contrario, que tanto fe como increencia pertenecen, ambas, a la situación antropológica
fundamental a la que no cabe sustraerse: el dilema entre optar por la nada, sobre la que nos
sostenemos frágilmente, o por el fundamento, que nos sostiene sobre esa nada. Ese dilema no puede
ser neutralizado pretendiendo que uno de sus términos, simplemente, no existe o carece de sentido.
Ante ese dilema, el ser humano ha de sentirse interpelado y decidirse por una de las opciones, a
sabiendas de que la otra permanece como una posibilidad siempre abierta; y, lo que es más, como
una posibilidad que también me afecta en lo más íntimo de mí mismo, en la medida en que es una
posibilidad también radicalmente humana. El creyente, por tanto, ha de reconocer en sí mismo el
problema de la increencia (so pena de que la fe degenere en un simple consuelo, en el mejor de los
casos, o en un narcótico, en el peor), así como el no-creyente ha de reconocer que la suya es una
posición que solo tiene sentido en relación a la fe, o, dicho de otro modo, que negar la existencia de
Dios es siempre ya, de alguna manera, referirse a Él, al menos como posibilidad.
Una vez desbrozado el camino, Ratzinger pasa a tematizar expresamente qué significa
declararse cristiano. Para responder adecuadamente a esto último, es importante no perder de vista
la estructura misma del credo apostólico, que comienza con un “creo” y termina con un “amén”, y
que el libro de Ratzinger irá desgranando pormenorizadamente en cada uno de sus capítulos.
Declararse cristiano es, pues, antes que nada, proclamar un “creo”. ¿Por qué “creo”, y no
simplemente “sostengo”, “afirmo”, o algo similar? Porque el Dios que confiesa el cristiano, y que
paradójicamente se hizo uno de nosotros en la carne de Jesús de Nazaret, se caracteriza en su
esencia por no pertenecer al ámbito de lo inmediatamente visible. He ahí la profunda significación
antropológica que, de manera implícita, posee la teología bíblica: el ser humano, dejado a su inercia
natural, es un ser volcado hacia la esfera de lo visible, de lo que está “a mano”, listo para ser
utilizado, para que dispongamos de ello, etc. Para confesar a Dios hay que previamente haber
abandonado esa orientación existencial espontánea, y haberse “girado hacia” Él (ese es el
significado originario de conversio en latín, o teshuváh en hebreo) tras haber recibido/escuchado Su
palabra.
Dado que solo en la esfera de lo inmediatamente visible o evidente es posible constatar algo,
Dios no es eo ipso algo (mejor dicho, alguien) que pueda ser constatado. En ello reside el error de la
concepción moderna de la fe entendida como asentimiento a ciertas proposiciones: en pretender
hablar de Dios como se habla de cualquier objeto inserto en el ámbito de la inmanencia. No se
puede demostrar a Dios, como ciertamente tampoco se puede refutar a Dios, pues Dios no es objeto
de nuestra experiencia, sino fundamento invisible en que esta arraiga y que la hace posible. No hay
indicios en el mundo de la inmanencia que nos compelan a trascender hacia el fundamento último
de todo lo existente. Para atisbar algo de este, es necesario anclar nuestro corazón en un punto ajeno
a toda experiencia y del que nunca podremos tener certezas “sensibles”, aunque sí desde luego de
otra índole (existenciales, comunitarias, …; en definitiva, espirituales, pues solo la gracia que nos
confiere la tercera persona de la Trinidad nos hace capaces de ellas).
Este (“visible” – “invisible”) es uno de los ejes sobre los que Ratzinger hace pivotar al
cuestión de la fe en el mundo contemporáneo. El otro es, si se quiere, de tipo más histórico: ¿es
posible hoy una fe que proviene de un pasado muy concreto? Ratzinger lo plantea con suma
agudeza, no exenta de cierto tono polémico: ¿es ello posible, sin que eso suponga “adaptar” la fe al
mundo actual, es decir, preservar solo lo que encaje con la sensibilidad de este, y prescindir del
resto? ¿No equivaldría eso a mutilar la “ineliminable positividad de lo cristiano”, esto es, el hecho
de que Dios, el eterno, se introduce por amor en la insignificante historia de los hombres para
redimirla de ellos mismos, y lo hace en un lugar (Palestina) y en una persona (Jesucristo) bien
delimitados? Sin esa historicidad radical, en efecto, el cristianismo podría derivar perfectamente en
algún tipo de técnica de autoayuda como las que hoy proliferan, dándole un sentido simbólico y/o
subjetivo (es decir, abstracto) a sus principios fundamentales (pecado, salvación, resurrección, …).
Sin embargo, el cristianismo no es solo historia, sino intersección entre la historia y la
eternidad. Creer que era solo historia fue el error del historicismo, que sobredeterminó toda la
mentalidad moderna y cuyas virtualidades relativistas (solo podemos comprender a una época
“desde ella misma”) nos hicieron sordos al eco eterno y definitivo que el evangelio ha traído al
mundo. Por otra parte, otra tendencia decisiva del pensamiento moderno fue su énfasis en las
matemáticas como clave para la captación de la realidad, lo cual, aunque aparentemente no
cuestione el concepto de verdad (como sí hace el historicismo), al fin y al cabo lo reduce a mero
cálculo, echando a perder sus múltiples dimensiones y, sobre todo, su vinculación con la actitud
existencial fundamental de la integridad de la persona (no solo de la razón analítica) ante el
conjunto de la realidad (no solo de la realidad física). La edad de la técnica, en la que vino a
consumarse el proyecto moderno, puso de relieve el fracaso de este último, en tanto en cuanto nos
hizo cobrar conciencia de que la típica certeza moderna (sobre lo que nosotros “hacemos”, en el
caso del historicismo; sobre nuestros constructos mentales, en el caso del cientificismo naturalista)
se desmoronó ante el hecho de que tanto nuestras obras como las aplicaciones técnicas de nuestros
avances científicos escapan a nuestro control, como la evolución histórica desde la segunda mitad
del s. XX se ha encargado de certificar.
Frente a todo esto, el cristianismo ha de mantener una postura ambivalente: no puede dejar de
reconocer que la Modernidad solo pudo surgir en un entorno cultural marcado por él, y que él ha
dejado grabados en ella algunos de sus rasgos fundamentales (aprecio de la historia y de la acción;
anhelo de una transformación radical del mundo, …), pero, a la vez, ha de protestar contra todo
proyecto que consista en una mera inmanentización de los ideales cristianos. La fe cristiana,
siempre con un pie en lo visible y otro en lo invisible, nunca podrá permitir eso, pues nunca podrá
renunciar a ser una instancia crítica de todo orden inmanente que se pretenda absoluto. La fe
cristiana siempre estará ahí para recordarnos que nosotros no creamos lo más decisivo de nuestras
vidas, sino que lo recibimos. No nos sostenemos a nosotros mismos, y por eso tiene todo el sentido
que la palabra hebrea para designar la “fe” (emunáh) provenga de una raíz que significa “apoyarse o
confiar en..”, raíz de la que asimismo proviene el sustantivo “verdad” (emet) y la interjección amén
—relación semántica que, naturalmente, Ratzinger no pasa por alto.
Esto último (que fe y verdad sean dos caras de la misma moneda) es de suma relevancia, pues
caracterizó toda la teología ratzingeriana, así como todo el magisterio del pontificado de Benedicto
XVI. La fe no es ciega ante la realidad, sino que justamente consiste en abrirse al conjunto de la
realidad, y no solo a parcelas suyas delimitadas a priori. Al estar abierta a toda la realidad, la fe es
receptiva al punto sobre el que esta se sostiene, pero que no pertenece a ella. Sin ese punto
trascendente, que es Dios, y al que solo podemos llegar por la fe, la razón humana queda incompleta
y se ve condenada a absolutizar lo inmanente, erigiéndose por tanto en una pseudo-fe. Solo de una
verdadera fe (esto es, fe en el ser trascendente y personal que se nos ha revelado en Jesucristo, y no
en nuestros ídolos) puede brotar una verdadera razón (esto es, una comprensión integral de la
realidad, también de lo que esta tenga de incomprensible y de misterio).
Ratzinger asevera que el cristiano aborda todas estas cuestiones desde una perspectiva
genuinamente dialógica e interpersonal. Nadie cree “en solitario”, sino que, en primer lugar, alguien
ha de habernos “transmitido” (traditio) los fundamentos de la fe. El creyente, a diferencia del
filósofo, primero oye, y luego medita (aunque, ciertamente, no debe olvidarse tampoco de esto
último). Y lo que es más decisivo: oye en común, en la asamblea de todos los fieles. Oye la
interpelación que Dios nos hace llegar permanentemente (que no es otra cosa que exhortación a la
conversión), y que el ritual primitivo del bautismo formulaba en forma de preguntas a las que el
catecúmeno respondía nada más (y nada menos) que: “creo”. De ahí surgió el símbolo de la fe, que
tanto ayer como hoy sigue sirviendo de síntesis perfecta de lo que es la fe cristiana.
2.
La solidez intelectual (filológica, filosófica y teológica) de Ratzinger está fuera de toda duda,
y el texto que nos ocupa es buena muestra de ello. Aunque no haya en él una gran profusión de
citas, es evidente que la erudición y el bagaje cultural de los que hace gala el autor son inmensos.
Excedería con mucho nuestras capacidades identificar y dar cuenta de todas las referencias más o
menos veladas que hace Ratzinger. Me limitaré, pues, a dar algunas pinceladas sobre algunas
comparaciones que se podrían establecer.
En primer lugar, me referiré a la alusión que se hace, por un lado, a la “desmitologización”, y
por otro, al aggiornamento. Como ya se ha dicho, la pretensión fundamental de Ratzinger es hacer
valer la dignidad de la fe en el mundo contemporáneo. El autor sabe que él no ha sido el primero en
tener dicha pretensión, y cita esas dos corrientes teológico-eclesiales. Aun reconociendo las nobles
intenciones que pudieron inspirarlas, Ratzinger detecta inconsistencias en ellas. Desde luego, el
término “desmitologización” evoca inmediatamente al teólogo protestante Rudolf Bultmann, quien
planteó que la fe cristiana había de ser depurada de sus elementos incompatibles con el saber
científico moderno, para preservar sus elementos escatológico-morales, que serían los más
esenciales. Eso haría más aceptable socialmente la fe, y además estaría más en consonancia con el
núcleo del evangelio. Para Ratzinger, estas dos últimas afirmaciones son completamente erradas:
primero, porque la fe no debe preocuparse por ser aceptada, sino por ser verdadera; segundo, porque
el núcleo del evangelio nos empuja al conocimiento integral de la realidad desde los firmes
fundamentos de la fe, así que no es una especie de corolario “a-científico” que venga a ocupar el
espacio que la ciencia deja vacío. Dentro de la teología protestante, podríamos mencionar a Dietrich
Bonhoeffer como un teólogo que estaría más cercano a Ratzinger, pues su idea de que el Dios
cristiano no es un Dios “tapa-agujeros” implica que no ha de ser desmitologizado, sino que él
mismo es un potente factor de desmitologización.
Esto que cierta teología protestante llevó a cabo en el ámbito académico, en el mundo católico
se emprendió por motivos más pragmáticos (declive de la práctica religiosa, de la presencia pública
del cristianismo, etc.). Pensemos que la obra de Ratzinger se ubica en la estela del Vaticano II,
cuyas derivas demasiado “asimilacionistas”, por así decirlo, son las que él busca invalidar. Otros
grandes teólogos que influyen en el Concilio, como Karl Rahner, tuvieron mayor sensibilidad que
Ratzinger hacia problemas que fueron centrales en el mismo, como el diálogo interreligioso,
proponiendo soluciones de compromiso como la idea de un “cristianismo anónimo” que sería la vía
de acceso a Cristo para fieles de otras tradiciones. Desde luego, desde la óptica ratzingeriana parece
difícil concebir una vía de acceso a Cristo al margen de la confesión de fe explícita.
Dentro del campo filosófico, como el propio Ratzinger señala, una de sus fuentes principales
es la crítica que hizo Martin Heidegger a la tecnificación completa de la existencia humana.
También puede haber cierta inspiración heideggeriana en la manera de comprender que, desde la fe
(al revés que desde el pensamiento especulativo y abstracto), la palabra tiene primacía sobre el
pensamiento. El desvelamiento del ser se produce por el lenguaje. Luego este podrá traducirse en
proposiciones fácticas y objetivas, pero su origen está en la apertura existencial hacia la totalidad de
lo real en la que consiste la vida humana, y que está vehiculada fundamentalmente a través del
lenguaje.
Una última asociación interesante podría ser con las filosofías del lenguaje que se derivan de
la obra del último Wittgenstein. En sus Investigaciones filosóficas, el filósofo austríaco trató de
mostrar que el lenguaje, antes que representación de un estado de cosas determinado (tesis que
había mantenido en su Tractatus), es expresión de una forma de vida compartida y materializada en
reglas, instituciones, usos y costumbres, etc. En ella, y solo en ella, tiene el lenguaje sentido. Me
parece que sería muy estimulante contrastar esas ideas wittgensteinianas con la comprensión
ratzingeriana de la liturgia y de la vida eclesial en general.

3.
La lectura del texto me ha resultado fascinante por muchos motivos: el rigor filosófico y
conceptual, perfectamente aunado con la pasión del creyente; la firmeza en las propias
convicciones, sin caer en la arrogancia o en el desprecio de las posiciones divergentes, sino, todo lo
contrario, procurando comprenderlas en toda su profundidad; la capacidad para identificar los
problemas vitales, y no perderse en cuestiones secundarias, … La lista podría seguir.
Me ha hecho replantearme muchas de mis ideas sobre lo que es la fe cristiana, y creo haber
salido de esta lectura con menos ideas preconcebidas (la incompatibilidad entre razón y fe, entre
tradición y actualidad, etc.), y con una fe más madura y responsable. Solo echaría en falta dos
cuestiones concretas, las cuales ignoro si han recibido tratamiento por parte de Ratzinger en alguna
de sus otras obras: como ya he mencionado, la cuestión del diálogo interreligioso. En estas páginas
sí se ofrecen buenas indicaciones acerca de cómo podría transcurrir un diálogo fructífero entre
creyentes y no-creyentes (y también entre creyentes de las distintas Iglesias cristianas), pero no así
entre creyentes de distintas confesiones, cosa que nuestro mundo parece exigir con cada vez mayor
urgencia. Por último, y en estrecha relación con lo anterior (pues, ciertamente, parece difícil
imaginarse la paz en nuestro mundo sin un entendimiento intercultural), considero que la aportación
que el cristianismo puede realizar a la vida político-social queda algo minimizada. No significa ello
que el cristianismo tenga que convertirse en algún tipo de “ideología”, cosa de la que abominaría
(con razón) Ratzinger, pero sí servir de inspiración para la actuación en este mundo. Una sugerencia
de cómo puede realizarse honestamente y con fidelidad al evangelio dicha inspiración habría sido
un broche de oro para un texto de tanta excelencia teológica como este.

También podría gustarte